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Evolucionismo en: el enigma de la esfinge

Un acercamiento a las teorías de la evolución

Rubén E. Fernández Ulloa


En el libro “El enigma de la esfinge”, el autor Juan Luis Arsuaga aporta a un lector que sea
esencialmente ajeno a las teorías científicas los datos necesarios para poder entender la ley
de la evolución que comenzaron a desarrollar Wallace y Darwin. Pone diversos ejemplos
que ayudan a entender el aumento de posibilidades en la supervivencia que supone la
evolución de las especies aunque esta no sea siempre exitosa. Utilizando ejemplos de
fracaso como el bivalvo ​Gryphaea o el cérvido “alce irlandés” para explicar cómo, en
ocasiones, lo que significa la evolución acaba en un ​cul-de-sac evolutivo. En otras, es
necesaria la aplicación de las teorías darwinistas que garantizan la supervivencia por
encima de otras especies.

En la introducción, Arsuaga comenta didácticamente las diferencias entre el darwinismo y


sus visiones rivales: el evolucionismo teísta, el neolamarckismo, la teoría de la mutación y la
ortogénesis. En cada caso entra en detalles para descartar, de una manera razonable,
estos rivales (Arsuaga, 2001: 12). Principalmente, el argumento que utiliza, está basado en
que no hay una finalidad para la evolución como dicen estas teorías. En el evolucionismo
teísta hay una búsqueda de la apariencia divina y la evolución es lineal en ese sentido; en el
neolamarckismo es el entorno que dicta las normas y la evolución la que sigue el ritmo; la
teoría de la mutación excluye la selección natural de la fórmula y señala los cambios súbitos
como factor principal; mientras la ortogénesis indica un desarrollo hacia un punto ya
determinado impulsado por factores internos “misteriosos”. Como muestra en su obra el
autor, hay muchas más pruebas para creer en la base que establecieron Wallace y Darwin
sumando todo lo que se ha analizado y estudiado por el momento que en las consideradas
rivales. Cabe decir que el autor no excluye razones sociológicas o incluso jerárquicas para
que se hayan defendido, en su momento, teorías que eran más fáciles de explicar desde el
campo de la religión, por ejemplo. Pero la ciencia no debe de ser aquello que coincida con
la visión que tenemos de lo observado o aquello que llene de argumentos a una
organización concreta; este tipo de utilización de la ciencia puede haberse visto en
percepciones más teológicas y/o idealizadas de la ciencia. En un estadio final, la ciencia ha
de ser aquello que ayude a entender nuestro entorno pero desde un punto neutro, sin que
favorezca (o se haga favorecer) unas teorías sobre otras solo porque podemos adaptar más
fácilmente el relato en cuestión.

El autor, como lo hicieron anteriormente Wallace y Darwin, establece como mecanismo


básico de empuje de la evolución la selección natural (Arsuaga, 2001: 133). No es de
extrañar que recurra a la teoría de Mendel que había estudiado la herencia genética, dado
que es el transporte necesario para llegar a un resultado en el que los caracteres reciben la
información de las mutaciones que han garantizado la subsistencia y reproducción de los
progenitores hacia la descendencia. Pero el objetivo del autor es llegar a la evolución
humana. Darwin se encontró con el problema de la falta de fósiles intermedios que
explicaran los resultado finales en el reino animal. Explica el autor como Darwin contó con el
archaeopteryx ​que explicaba el paso intermedio entre reptil y ave, pero no podía hacer lo
mismo con los mamíferos, llegando a atribuir el origen directo en los anfibios. Era una
primera situación de eslabón perdido, como después de ha tenido en la explicación
evolutiva de los homínidos. El problema que se presenta es: la continuidad.

En las siguientes páginas se encuentra una posible solución, una teoría que suma la teoría
de Darwin con los descubrimientos de Mendel: la teoría sintética de la evolución. Es una
síntesis de las ideas evolucionistas que se habían dado hasta ese momento y que contaban
con consenso científico: el cambio no direccional, de origen ambiental y de carácter gradual.
Aquí Arsuaga hace una aportación propia que ayuda a comprender la noción de esta
evolución: “en mi opinión el neodarwinismo no es favorable a la noción de progreso
biológico o perfeccionamiento evolutivo” (Arsuaga, 2001: 136). Esto descarta el finalismo, es
decir, no hay un objetivo a alcanzar. Como dice más adelante (Arsuaga, 2001: 147), “la
noción de progreso como una cualidad inherente al proceso evolutivo, y la visión del hombre
como una culminación de esa tendencia genética hacia el aumento de la complejidad y
hacia la perfección han sido y son temas siempre presentes en los debates evolutivos”. Es
decir, el ser humano no es, necesariamente, más complejo que todas las demás especies
que se dieron hace millones de años. Sencillamente, el rastro genético que se ha dejado
para llegar hasta nuestros días no tiene porqué ser un avance lineal y nosotros, humanos,
no somos la cúspide de la evolución. Es más, como vemos en los ejemplos de fracasos
evolutivos aportados, tanto el bivalvo como el gran cérvido, habían llegado a un nivel de
complejidad mayor que sus antecesores: el bivalvo se adaptaba con mayor facilidad a los
cambios del suelo marino, mientras la cornamenta del ​megaloceros giganteus era más
compleja y cumplía con mayor éxito la función reproductiva al atraer con más facilidad a las
hembras en su ritual de cortejo.

En la sección dedicada al ​fenómeno humano divide las ideas evolucionistas en


paleoantropología en tres etapas. La inicial va desde los inicios de las hipótesis relativas
hasta Darwin, pasando por los primeros teóricos evolucionistas. La llegada a la síntesis
entre Mendel y Darwin (neodarwinismo) marca una segunda etapa. La tercera, la actual,
parte de la teoría del equilibrio puntuado con la publicación de Niles Eldredge y Jay Gould
en 1972 (Arsuaga, 2001: 142). Esta última fase dice que cada especie, durante la mayor
parte de su existencia, permanece estable. El cambio evolutivo se origina en el momento de
necesidad de una especie nueva, lo que da origen a una nueva especie.

Los siguientes apartados del libro se centran en explicar la transmisión genética, en iluminar
el desarrollo de los primeros homínidos y la separación respecto a los primates, y a realizar
el catálogo de las primeras especies consideradas antecesoras del actual hombre
anatómico moderno (​homo sapiens sapiens)​. Así se puede apreciar en el apartado titulado
El origen de los homínidos.​ En este, expone que el primer homínido es el llamado
Ardipithecus ramidus​, con 4,4 millones de años de antigüedad. Aunque el hecho de ser
bípedos se ha considerado como un requisito entre homínidos, lo cierto es que no está
confirmado que esta especie lo fuera. Otros factores vinculados al homínido son: el cerebro
expandido, mano con gran capacidad para la manipulación de objetos pequeños, la
reducción del canino, la infancia prolongada, el lenguaje y la tecnología (Arsuaga, 2001:
279). El autor añadiría otras como la biología social, la conducta sexual, la manera como
alumbramos a las crías, y las etapas de adolescencia y menopausia. La categorización del
Ardipithecus ramidus como homínido no deja de ser llamativa debido a que la única
característica que cumple, como los demás homínidos, es la reducción del canino que se
explica como un cambio de función en el mismo. El propio autor señala esta especie como
polémica en cuanto a su clasificación, pero añade que, una especie 200.000 años posterior,
el ​australopithecus anamensis no deja lugar a dudas. Así como la primera especie se
asemeja más en morfología al chimpancé y es el canino el que nos hace separarlo de los
simios, la segunda especie se ha considerado durante mucho tiempo como la pionera en los
homínidos. Llama la atención que, como asegura el autor, la primera sea una especie
precursora de la segunda (Arsuaga, 2001: 281).

Definitivamente, la obra de Arsuaga supone un acercamiento al mundo de la evolución de


las especies, semilla que nos plantó Darwin generando tanta polémica pero a su vez
haciéndose tan notorio y afectando a la cultura occidental en general (sin dudar de su efecto
en otras culturas del planeta). La búsqueda de la respuesta correcta en cuanto a la
evolución del ​antropos encuentra muchas respuestas satisfactorias en la obra de Arsuaga y,
es además, un excelente manual perfectamente entendible para los que solo nos hemos
acercado a la ciencia con curiosidades puntuales. Da la sensación de que el autor rehuye
de los términos exageradamente técnicos, y los que utiliza, se asegura de explicarlos bien
para ir haciendo de guía al lector en todo momento. La documentación que ha utilizado y la
exposición de todo tipo de teorías relacionadas ayuda, sin duda, a confirmar (algunas) y
descartar (otras) de las hipótesis que probablemente hemos escuchado en nuestra
experiencia vital; desde las jirafas de Lamarck hasta los guisantes de Mendel, pasando,
como no podría ser diferente, del mono de Darwin.
Bibliografía

Arsuaga, Juan Luis. ​El enigma de la esfinge.​ Areté (Plaza & Janés), Barcelona, 2001.

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