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LA ESTRATEGIA DE LA VIRGEN
Decíamos que «... nos parece que, también en Fátima, se realiza en los hechos la
estrategia del Deus absconditus: proponer, no imponer; iluminar, no cegar; dejar
ver, sí, pero con sombras y enigmas. En Lourdes se sigue una estrategia semejante
(lo hemos visto) en las curaciones que se suceden desde el primer día; pero parece
especialmente evidente al principio, marcado por una discreción respecto a la que
la visibilidad de Fátima representa una excepción».
Retomemos desde este punto nuestra reflexión sobre este Dios cristiano que
propone y no impone, dejando siempre un margen de penumbra que permita la
negación y que salve la libertad para el hombre; y, para El, el derecho de perdonar.
Por tanto, retomémosla observando cómo las colosales construcciones del pueble-
cito pirenaico, que millones de fieles han transformado en el mayor lugar de pere-
grinación del mundo, se apoyan en una base fragilísima, casi inconsistente para la
que Pablo llama «la sabiduría de los sabios», a la que Dios confunde. En efecto,
todo se sostiene sobre lo referido por un solo testigo, del que ningún tribunal
humano se habría fiado.
No olvidemos que sólo desde una perspectiva radicalmente evangélica pueden
convertirse en signos de credibilidad aquellos que, para el «mundo» y para su «sen-
tido común», son —por el contrario— motivos de incredulidad insuperable. Sólo
la perspectiva indicada por Cristo —revolucionaria en sentido propio (de revolver.
volcar, dar la vuelta, invertir)— puede hacernos creer lo increíble. Es decir, que se
pueda —se deba— tomar en serio que Dios mismo haya decidido confiar un
mensaje Suyo a esta adolescente a la que le faltaba todo. No es retórica edificante,
sino realidad, su condición de «pobre de Yahvé» bíblica.
Estatus social, cultura, riqueza, incluso salud: lo contrario de todo esto se en-
cuentra en Marie-Bernadette Soubirous, llamada Bernadette, de catorce años (pe-
ro con el desarrollo de una niña de diez, según los médicos que la examinaron, y
todavía no mujer, a causa de la alimentación insuficiente); asmática; con dolores
de estómago; encerrada en su silencio de tímida e introvertida; analfabeta y consi-
derada, por algunos de sus mismos parientes, incapaz de aprender nada; inculta
aun en materia religiosa, hasta el punto de ignorar incluso el misterio de la Trini-
dad; hija de la familia más pobre de la ciudad; residente en la bodega de la cárcel
municipal, desocupada por las autoridades por ser considerada insalubre para los
detenidos; con un padre no sólo fracasado sino con la fama —aunque fuera abusi-
va— de holgazán y de borracho y, también, con una estancia en la cárcel por sos-
pecha de robo: puesto en libertad tras nueve días, se retiró la acusación por lo in-
consistente que era, pero sin proceder a juicio alguno, con lo que dejaron sobre él
la infamante sospecha.
Démonos cuenta: en todo esto, sólo los ojos de la fe pueden entrever una miste-
riosa conformidad con el Evangelio y, por tanto, con los estigmas de la verdad.
Sólo la adhesión a una perspectiva que trasciende a los «ojos de la carne» puede
hacer oír el eco del Magníficat entonado por Aquella de quien Bernadette Soubi-
rous fue testigo: «... ha mirado la humillación de su esclava [...]; dispersa a los so-
berbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a
los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos...» {Le 1,48 y
51 ss.).
Por tanto, la conciencia del «escándalo y de la locura», para el sentido común
humano, de tomar en serio las palabras de semejante vidente deben servirnos para
evitar la sorpresa (que en algunos viejos apologistas se convertía en indignación)
ante el rechazo de la veracidad de Lourdes por parte de muchos. ¿Cómo aceptar la
credibilidad de estos hechos, desde su comienzo, permaneciendo en una perspec-
tiva puramente humana, ajena a una dimensión evangélica? ¿Acaso no es así tam-
bién, con la elección de intermediarios tan inadmisibles objetivamente, como
Dios salvaguarda Su discreción, Su penumbra?
No olvidemos que, al principio, incluso aquel sacerdote de fe firme y sincera
que era el párroco Peyramale recelaba (usando un eufemismo) de aquella mucha-
cha enfermiza, ignorantísima, salida de una familia tan pobre, sobre la que circu-
laban voces muy poco edificantes. Además, el primer encuentro entre el pastor de
Lourdes y esa ovejilla insignificante suya (hasta entonces desconocida para él) tuvo
lugar en presencia de dos tías de Bernadette, Basile y Bernarde. Presencia inade-
cuada para aumentar la credibilidad, incluso «moral», de la muchacha, pues am-
bas parientes habían sido expulsadas —por el mismo Peyramale— de las Hijas de
María, por haberse quedado embarazadas antes del matrimonio... Y, en efecto, he
aquí la conclusión que gritó el terrible párroco ante esas mujeres: «Es una desgra-
cia tener una familia así, que provoca desorden en la ciudad». Después, dirigién-
dose a las tías «pecadoras», tras haber fulminado con la mirada a la presunta vi-
dente (la cual, dirá luego, intentaba «hacerse pequeña, pequeña como un grano de
millo»): «¡Encerradla en casa y no volváis a dejarla salir!».
Sólo con el tiempo, la conciencia de la escala de valores evangélicos se hizo es-
pacio entre el clero hasta llegar —cuatro años después— a las palabras con que el
obispo de Tarbes reconocía el carácter sobrenatural de las apariciones escribiendo,
entre otras cosas: «Una vez más, el instrumento del que se vale el Omnipotente
para comunicarnos Su misericordia es lo más débil que hay en el mundo». Pero
aquí, el alto prelado se ponía desde una perspectiva incomprensible fuera de la fe:
entonces, ¿cómo indignarse de quien —encerrado en categorías sólo humanas—
incrédulo menea la cabeza? La fe puede comprender incluso el desconcertante epi-
sodio de ese obispo que se arrodilló ante la muchacha, que pelaba patatas para el
hospicio de las monjas, pidiéndole la bendición. La fe entiende, pero la «razón»
del mundo, por sí sola, condena o se sorprende.