aquel crepúsculo encendido… aquel seto, aquellas ramas… parecen a lo lejos cuerpos enlazados de personas que se aman.
Mi propia sombra, tantas horas a mi lado, se desvanece como un fantasma sobre la senda del camino.
Lo que hace un instante tenía vida,
sonido y forma establecida, en apenas un segundo desconcierta, confunde y siembra duda.
La vereda donde antes caminaba confiado y con soltura,
es, en esa hora incierta, una angosta ruta a lo desconocido.
En apenas un minuto la romántica incertidumbre de las formas dará paso a la noche más oscura.
¡Cuánta magia esconde un atardecer!
¡Cuán breve es su existencia! ¡Qué extraña resulta su metafísica penumbra! ¡Quién sabrá a ciencia cierta cuando muere y cuando nace el día y la noche que despunta!
Y tú, querida mía,
pálida como una estatua de cera, pareces ahora entre mis brazos un negro lienzo de piel canela.
Tu cuerpo vestido de flores vivas
es un duende oscuro que camina ocultando su perfil entre la hiedra.
Y tus labios rojos, antes vivos y encendidos,
invitan en la penumbra del ocaso a beber del tibio vaso de mi lujuria.
El atardecer es un ángel sensitivo
que enciende o apaga según convenga la mágica luz de las tinieblas.
¡Cuánta poesía encierra la tarde ya caída!.
¡Cuántas luciérnagas durmiendo en tu cintura!
¡Cuántos duendes salen de la tierra
durante el breve y fugaz momento en el que la tarde confunde con el día, a la roca con el fuego, al eco con el viento… y a tu boca con la mía!