Beruflich Dokumente
Kultur Dokumente
El Amor y la mujer en la
Historia de Colombia
SEGUNDA EDICION
su actual Secretario General, Doctor Juan José Reyes Peña, por el patrocinio
obra.
segunda Inés salva la vida al primer falsificador de moneda. Hace dos siglos se
Inés de Salamanca.
Paula de Equíluz.
Elena de Victoria.
Elena de la Cruz.
Jerónima de Holguín.
Luisa de Guevara.
Catalina de Vargas.
La chicha es excomulgada.
De ayer a hoy no han cambiado mucho las cosas. El clero se declara en paro.
El Aquelarre criollo.
Un alcalde fratricida.
Un Presidente sátiro.
Un pintor alcahuete.
El cruce de frases no paró ahí, pues don Sancho, desde el propio sitial donde
se hallaba, amenazó al Prelado con “amansarlo”, según sus propias palabras. El
acto religioso tuvo un final desabrido, pues ni Arzobispo, ni Presidente, ni
Canónigos se hicieron las venias de rigor al despedirse en el templo,
El segundo “round” vino en las horas de la tarde, cuando el Presidente y su
esposa doña Inés de Salamanca asistían a los actos que se celebraban en el
convento de Santa Clara, para honrar a San Blas en su fiesta. El señor Arzobispo
tuvo la ocasión esperada de sacarse el clavo de la mañana. En primer lugar, se
negó a asistir con cualquier pretexto, y, por si fuera poco, prohibió bajo pena de
excomunión incensar a la señora Marquesa doña Inés. Esta costumbre estaba en
boga desde que la impuso don Juan de Borja, y se había venido cumpliendo
hasta este día, incluso por el propio fray Bernardino de Almanza.
Ante esta actitud, el Presidente se negó a recibir el oloroso homenaje del
incensario, para solidarizarse con la suerte corrida por su mujer, y el ambiente
del templo monacal se hizo tenso y desapacible. Todo mundo se sentía temeroso
de que algo ocurriera como castigo divino, por la actitud bastante irreverente de
don Sancho y las fulminantes recriminaciones del Arzobispo. Especialmente las
monjas no ocultaban su temor y rezaban en voz baja, pensando en que de pronto
ocurriera un temblor de tierra, o cayera un rayo sobre el intemperante Presidente,
que en forma tan irrespetuosa expresara su ira por la falta de la ritual
fumigación.
Surgía así, por una descortesía a la principal dama del Nuevo Reino, otro
conflicto entre mitras y el poder civil que estuvo a punto de provocar una ruptura
entre las dos potestades. Un incidente que hoy puede hacer sonreír al lector, pero
que en esos lejanos años tenía las dimensiones de un enfrentamiento sacrílego. A
cualquiera se le ocurre pensar cómo serían de escasos los trabajos y de nulas las
actividades de ambos gobiernos, que así comprometían su estabilidad y sus
relaciones por semejantes insignificancias.
Naturalmente el caso produjo un largo proceso de negociaciones con cartas a
la Corte, llamadas de atención a don Sancho por parte de S. M. el Rey,
entrevistas, discusiones, memoriales, todo lo cual constituyó un motivo de
desaburrimiento para las gentes que siguieron el curso del complicado lío.
Por fin se concertó un armisticio, y las dos partes se vieron obligadas a ceder,
para preservar la unidad político—religiosa. El Presidente aceptó que se le
suprimiera el incensario a la señora Marquesa; el Arzobispo convino en no usar
dosel en presencia del Presidente, y los dos, en que no se volverían a tratar de
“Ilustrísima” en adelante.
La tregua, sin embargo, fue breve, pues las diferencias entre el episcopado y
la presidencia siguieron su curso durante varios años, no economizando
oportunidad, tanto fray Bernardino como don Sancho, para engarzarse en
polémicas, sátiras y pequeñas peleas por los más fútiles motivos.
Por fin ambos viajaron a España. El funcionario civil como prisionero, por
causa de sus malos manejos, y el Prelado como ilustre difunto. Los dos, por una
ironía de la vida y de la muerte, viajaron juntos en el mismo barco.
Poca importancia han dado casi todos los historiadores a los brotes de
rebeldía de los pueblos de la Colonia, distintos a la sublevación comunera dé
1781, y a la gesta emancipadora que se inició el 20 de julio de 1810.
Sin embargo no se puede pasar por alto como un episodio insignificante lo
que ocurrió en Cartagena de Indias a partir de 1Ó31, durante el mandato
presidencial de don Sancho Girón.
Las condiciones de los esclavos negros tenían que ser infrahumanas, cuando
fueron capaces de organizar un movimiento de subversión para librarse de su
triste suerte.
Ya lo habían intentado en épocas anteriores, pero sin más resultados que
derrotas y patíbulo. Ahora la intentona tuvo otro precio. Contó con organizadores,
cuyos nombres no se conocen, y se incubó en los llamados Palenques, pequeños
caseríos o concentraciones de negros, conocidos con los nombres de Limón,
Polinix y Sanaguare, ubicados en las cercanías de la ya mencionada ciudad.
Para ésas oprimidas gentes de color, sometidas a las más tremendas
condiciones de trabajo, no existía ninguna otra forma de gobierno que la
monarquía. Así lo aprendieron de sus mayores, los que fueron atrapados en
África por los mercaderes negreros, y así lo soportaron en el Nuevo Reino. No se
imaginaron jamás que pudiera haber un régimen distinto a una corona y por eso,
los que dirigieron la revuelta no sólo proclamaron la independencia de España,
sino que se dieron su propia soberana. La historia dice que fue una reina llamada
Leonor.
Por razones estratégicas eligieron el Palenque de Menón como centro de la
actividad bélica y política. Eran aproximadamente 2.000 hombres dispuestos a
jugarse la vida por la libertad, y con palos y rústicas armas fabricadas por ellos y
algunas de fuego, iniciaron una serie de asaltos a las haciendas de los colonos.
Las hordas negras llegaban allí y luego de pasar a cuchillo a sus antiguos amos,
incendiaban sus propiedades.
En medio del pánico de las gentes de Cartagena y sus zonas cercanas, los
sublevados llegaron hasta las propias goteras de la ciudad y asesinaron a los
habitantes del caserío de Chambacú.
El movimiento se fue extendiendo peligrosamente y se calcula en medio
centenar de españoles, lo miaño que numerosos indígenas, los que fueron
muertos por los negros.
Hay muchas sombras en estos episodios. No se sabe, por ejemplo, que papel
desempeñó la Negra Leonor como reina. Fuera del objetivo de obtener libertad y
de vivir independientes de la sumisión de España, no podían tener en su absoluta
ignorancia, ningún propósito político diferente.
Esta sublevación sangrienta, que hace evocar la del legendario Espartaco de
la antigua Roma, tuvo un epílogo parecido. Las autoridades lograron organizar la
defensa. Se armó un pequeño ejército de 500 hombres conocedores de la región y
los minúsculos poblados a donde se habían retirado los sediciosos. Don Francisco
Murga, gobernador de Cartagena, logró recoger dinero y adquirir armas para
reprimir el movimiento. Poco a poco las tropas fueron acorralando a los heroicos
sublevados, los ranchos y míseros poblados cayeron uno tras otro.
Los últimos reductores tuvieron finalmente que rendirse. Más de 300 fueron
hechos prisioneros y llevados encadenados a Cartagena, donde mediante un
juicio sumario se condenó a la horca a 23. Algunos pudieron huir a los montes.
La pacificación total se logró a mediados de 1634.
Así sucumbió este noble intento de libertad que sacude la historia colonial,
como las primeras campanadas del pueblo en busca de ser dueño de sus propios
destinos,
Aún subsisten poblaciones que, como la denominada San Basilio de
Palenque, son testimonio superviviente de estos hechos tan ¿picos como
malogrados. San Basilio de Palenque y otros caseríos datan de esos tiempos
lejanos y, pese a sus condiciones de atraso, tienen este heroico antecedente que
posiblemente sus gentes de hoy no conocen.
Ya se ha dicho que el siglo XVII fue el de las brujas. En realidad, la brujería
tuvo un especial auge en esa etapa que señaló el asentamiento del dominio
español. Su advenimiento y sus prácticas no provinieron de las tribus nativas del
Nuevo Reino únicamente. Vinieron también con los negros esclavos traídos del
África, y con los mismos españoles que hicieron su aporte con los restos de las
viejas costumbres medioevales.
Si hoy en día, en ciudades como Nueva York, Londres, París, Roma y las
grandes urbes del mundo, la brujería sigue siendo un negocio lucrativo para
quienes la ejercen, lo cual quiere decir que hay millares de gentes que buscan en
ella las soluciones para problemas de sexo, de salud, de amor y de dinero, qué no
sería en la época a que nos referimos, cuando la medicina estaba en pañales y la
ignorancia era una tara genérica en el 99 por ciento de los pueblos,
supersticiosos y fanáticos a la vez, y que por consiguiente eran susceptibles a las
influencias de lo sobrenatural y lo satánico.
En todos los tiempos la humanidad se inclina a los tabúes, a lo misterioso,
fuera de que la brujería, con sus ceremoniales y ritos extravagantes, ejerce así
mismo un atractivo inexplicable.
Al igual que en la Europa del medioevo, la brujería fue en nuestro medio una
profesión ejercida casi exclusivamente por mujeres.
Los brujos existieron, pero tenían un carácter sacerdotal entre los indios
aborígenes, como lo tienen todavía en las tribus africanas.
El tribunal de la Inquisición que había sido establecido en Cartagena durante
el gobierno del Presidente Borja, tuvo que luchar repetidamente contra las brujan
y sus actividades. Y a pesar de que andaba en ascuas en su búsqueda, para
juzgarlas y castigarlas, sólo se tiene noticia de que en la Colonia se hubiera asado
a cinco hechiceras en el lapso de 200 años. En cambio, en el viejo mundo, son
incalculables los chicharrones humanos que la implacable hoguera inquisitorial
doró mi las plazas de muchas ciudades, como cuenta la historia. Nuestros jueces
fueron más benignos y las penas no pasaron de azotes, cárcel o destierro, amén
de 38 autos sacramentales.
La brujería tuvo su florecimiento y una organización casi gremial en la Costa
Atlántica, y es curioso observar que las dirigentes de los primeros grupos de
practicantes que se formaron en Cartagena y Tolú, eran mujeres españolas o
hijas de españoles.
En Cartagena hubo dos de estas cofradías, si así puede llamarse: la que
dirigía Paula de Equiluz, de carácter elitista, pues no se aceptaba en su seno
gentes de color, ni siquiera mestizos. La otra, organizada y dirigida por Elena de
Victoria, tenía un carácter más popular y no era segregacionista. En cuanto a la
de Tolú, la bruja jefe del grupo era entonces Elena de la Cruz.
Debemos reseñar algo del ceremonial mágico que tenía un gran parecido con
el de sus antecesores europeos, Sus reuniones se hacían los viernes en chozas
clandestinas, o en sitios despoblados, En ellos, luego de una sesión de danzas
lúbricas, en las que se trenzaban semidesnudos entre alaridos y gritos inconexos,
a la luz de candiles, se servía una cena de brebajes y platos sin sal, pasada la
cual y cuando ya las velas agonizaban, los participantes remataban el ceremonial
entregándose a los más aberrantes desenfrenos.
El ritual para admitir un iniciado, ofrecía características demoníacas. El
neófito tenía que renegar de la fe y borrar con las posaderas una cruz que se
trazaba en el suelo, soportando luego un mordisco o arañazo en la misma zona
del cuerpo, proporcionado por el jefe del grupo. En las ceremonias se quemaba
azufre, y las damas se hacían alrededor de un maloliente chivo, al que los
concurren les tributaban como una representación viva de Satanás, el homenaje
de besarle reverentemente la región glútea de vez en cuando
La actividad brujeril tenía muchos adeptos que la utilizaban.
Se proporcionaban menjurjes y bebidas para enamorar, para matar y para
hacerse inmune a la enfermedad o la muerte. El crimen bacía parte de estos
oficios, pues fueron frecuentes los casos de envenenamiento. La profanación de
cadáveres pin la preparación de bebedizos inmundos y los robos sacrílegos para
obtener talismanes, amuletos y fetiches, eran igualmente parte de las
ocupaciones de estas cofradías.
Las fórmulas de la medicina mágica eran sencillamente horripilantes, y no
pocas personas acosadas por males incurables, hallaron en esos “remedios”, lo
que ya les tenía preparado su fatal dolencia. Sangre de gallinazos, murciélagos,
sapos y serpientes, zumos de plantas desconocidas, sahumerios con fétidas
fumigaciones, etc., eran parte de la farmacopea de los devotos de Lucifer.
Con la brujería vino después una campada persecutoria contra los judíos que
llegaban al Nuevo Reino. Las hermandades demoníacas respiraron un poco más
tranquilas durante años, porque la Inquisición, influenciada por las clases
pudientes y los funcionarios oficiales, se dedicó, con el pretexto de erradicar una
infiltración religiosa que consideraban perniciosa y anticristiana, a sacar de las
ciudades a esos inmigrantes que eran generalmente comerciantes provenientes de
Portugal. Como se ve, ni siguiera en las oscuras épocas coloniales, los israelitas
dejaron de ser víctimas de lo que hoy se llama el antisemitismo.
Tres siglos de civilización han corrido ya, y no han sido suficientes pan
quitarle su influencia al Diablo, ni pasa acabar con magos y brujas, ni para dejar
en paz al perseguido pueblo de Israel.
De todo hubo en el Nuevo Reino durante las presidencias del inquieto don
Sancho y del no menos inquieto don Martín. Líos con la jerarquía eclesiástica,
holgazanería bien remunerada, poco progreso material, peleas de sacristía,
aventuras de alcoba, fraternidades satánicas de brujería y magia negra, etc., sin
que tampoco estuvieran al margen los crímenes, entre los cuales sobresale uno
narrado y comentado por Rodríguez Freile en su característico estilo, narración
que nos ofreció los datos del acontecimiento, en el cual intervinieron como actores
el alcalde de Santafé como victimario, y su propia hermana como víctima.
María Ramos.
Similia simílibus.
mito o realidad?
La Vieja Magdalena.
Isabel Tibará.
Manuela Cumbal.
Francisca Aucú.
Catalina de Rusia.
Manuela Maza.
Virreina.
El 20 de julio de 1810 se hicieron realidad dos amores; El de la libertad que
sentía el pueblo granadino, y el que nació entre dos seres, en cuyas manos estuvo
el haber sofocado la revuelta con las armas por parte de él, como de haberla
salvado por parte de ella, en un acto de heroísmo cuyo verdadero sentido no ha
sido lo suficientemente valorado.
Pero, quiénes eran estos dos seres, a los cuales se debe el que los
acontecimientos hubieran sido el principio de la Independencia?
Ya lo veremos, luego de presentar algunos antecedentes al hecho crucial que
se desarrolló en esa fecha.
Que si estaba preparado el virreinato de la Nueva Granada para obtener su
libertad o no; que si lo acaecido el 20 de julio fue una revolución o una
contrarrevolución, es cosa que bien puede seguir apasionando a quienes más
dados a la elucubración que a la realidad, prefieren estimarlos no como en verdad
ocurrieron tales hechos, sino como a su juicio han debido producirse.
Pero si consideramos que los aconteceres históricos, como los movimientos
telúricos, se dan sólo cuando las circunstancias los propician, hemos de convenir
en que éstos deben ocurrir en un momento dado, y su preparación y desarrollo
guardan siempre estrecha relación con el medio y las condiciones de los actores.
Así, el régimen de los cabildos abiertos que operaba en momentos
extraordinarios, con la concurrencia de personajes notables, a más de los
Regidores, - tenía que ser necesariamente la forma propuesta para instaurar la
revolución, luego de una reyerta preparada de antemano, seguida del toque de
incendio dado por el pueblo desde los campanarios y de las pedradas que,
repartidas a diestra y siniestra, no dejaron un solo vidrio sano en los contornos
de la plaza principal de Santa Fe, lo cual no deja lugar a dudas sobre lo que
estaba ocurriendo, salvo a las autoridades españolas, que en este como en otros
hechos, se portaron apenas como si hubieran sido las ganadoras de un concurso
de incompetencia previo a sus nombramientos.
De más arrestos que el Virrey don Antonio de Amar y Borbón era su esposa,
la aragonesa doña María Francisca Villanova, mujer orgulloso y dominante, tanto
que fue, ella sí, la auténtica fundadora de lo que siglo y medio más tarde se llamó
en Colombia “el mandato claro”, como que a cada una de sus exigencias y
constantes caprichos, el manso y sordo de-don Antonio, apenas se atrevía a
responder con resignado temor: —Claro que si Paquita.
Paquitas son todas las Franciscas en España.
Cuántos actos de gobierno podrían surgir a partir de estas “claridades”?
Ninguno. Por eso, cuando el 15 de agosto, o sea 25 días después, abandonaron
furtivamente la ciudad en el viejo coche virreinal, aprovechando que las gentes
asistían devotamente a la procesión de Nuestra Señora del Tránsito, se produjo
en «lio« la única claridad que les permitió ver la realidad de su situación.
Dentro de un régimen político en el cual las colonias no eran propiedad del
Estado, sino posesiones del Rey, se debatía una situación económica en extremo
precaria, motivada por la limitación de cultivos, restricción de exportaciones,
excesivos impuestos y carestía, que sólo hacía remunerativo el laboreo de las
minas, en el cual se asfixiaba al indígena por el sistema de los encomenderos y
los abusos de los corregidores.
Y si a lo anterior se agrega la discriminación del criollo, no obstante sus
capacidades, de los cargos importantes del Gobierno y el trato desdeñoso que
soportaban de los “chapetones”, tenemos necesariamente un pueblo hastiado que
busca en la medida de sus posibilidades y de sus gentes, algo diferente.
En este ambiente nacen las tertulias literarias, verdaderos desahogos de los
escasos hombres que a la postre serían los conductores del país, como fueron la
Academia Eutrapélica, presidida por el poeta consentido de las monjas de Santa
Fe, don Manuel del Socorro Rodríguez; el Círculo del Buen Gusto, de doña
Manuela Santamaría de Manrique; la Sociedad Patriótica y la decididamente
revolucionaria denominada el Círculo Literario, presidido por don Antonio Nariño.
Y si a la situación planteada le agregamos la ineptitud e inmoralidad de un
Virrey, cuya principal preocupación era la de enriquecerse dolosamente, mediante
la venta de cargos públicos, y la decadencia de una España que andaba al garete
sin saber a ciencia cierta ni qué hombres ni qué leyes la gobernaban, tenemos el
momento propicio para la preparación de la revuelta. Para que ésta suceda ahora,
no después.
Así lo comprendían los dirigentes del movimiento, cuyo lugar de reuniones
era nada menos que el Observatorio Astronómico, en donde, haciendo honor a su
nombre, no sólo se observaban los astros sino los acontecimientos políticos.
Allí llegaban en las frías y solitarias noches santafereñas, al toque de Ánimas,
embozados en sus capas y ruanas, los conspiradores, cuyo talón pisaba el terrible
Oidor Hernández de Alba.
Día a día pretendía éste llenar de temores a Amar, sobre la inminencia de
una sublevación; pero el Virrey era sordo física y políticamente a estos rumores,
sobre todo cuando los alarmantes informes se producían a la hora del espumoso
chocolate y las doradas colaciones, a las que era tan aficionado.
La noche del 19 de julio se efectuó la última reunión. A ella asistieron
Caldas, Torres, Herrara, Gutiérrez, Carbonell, Moreno, Camacho, Acevedo y
Gómez, Pombo, Morales y algunos más. Al filo de las ocho se deslizaban
silenciosamente hacia el Observatorio, tratando de no ser vistos por los serenos ni
los escasos vigilantes de la ciudad.
Sus siluetas, como sombras chinescas, se dibujaban sobre las piedras de las
calles solitarias, o los muros de las viejas casonas, hasta desaparecer en el oscuro
portal del edificio.
Ya todo estaba preparado, todo listo. Pero para asegurar el éxito, era
necesario que la chispa incendiaria partiera del vivac enemigo, según lo
manifestara Camilo Torres.
El estallido venía siendo preparado de tiempo atrás convenientemente. Por
eso se escogió un viernes, día de mercado, y como hora aproximada, entre las 11
y las 12 del mediodía, aprovechando que la plaza contaba con la mayor
concurrencia.
En cuanto a los protagonistas, no podía escogerse personaje ni más
deslenguado, ni más escandaloso, ni mejor ubicado que González Llorente, ni
más adecuado para provocarlo que Francisco Morales. Lo del florero era el
pretexto.
Parece que no se omitió detalle. Morales reunía condiciones de hombre
decidido y fuerte, dispuesto a provocar al español con cualquier pretexto,
mientras sus compañeros de la escena planeada, y quizás ensayada de
antemano, debían permanecer a la expectativa de los acontecimientos, para
intervenir como azuzadores del pueblo.
Los detalles a que hemos aludido, demuestran que hubo un plan
predispuesto, no un hecho casual, como afirman varios historiadores.
La reyerta sería la chispa que, hábilmente utilizada por los amotinados,
incendiara la plaza. Así lo dio a entender Caldas, cuya ubicación junto a la tienda
del español en los momentos iniciales de esta escena prefabricada, es más que
sospechosa. Él no era un buscapleitos, sino un científico, y su vigor físico no
guardaba relación con su brillante inteligencia. Otro detalle que parece
confirmarlo, es la carta que había escrito a su desconocida esposa Manuela
Barona, —se había casado por poder y la estaba esperando, — carta en la cual le
dice que no podía salir a recibida a La Plata, como estaba convenido privándose
así unos días más de conocerla, en atención a los hechos en cuya preparación
estaba comprometido.
Todo ocurrió tal como estaba previsto, y la historia es pródiga en detalles que
no es necesario repetir.
Como se esperaba, la gente empezó a exaltarse. No tenía ni idea de lo que iba
a representar el cruce de puñetazos e insultos que hubo en la tienda del chape
Ion González; su excitación no tenía más razón que las soeces palabras del
comerciante contra los criollos. Su primer disparo verbal fue una frase
coprofonica, muy española, por cierto:
— Me cago en Villavicencio y en todos los americanos!
A partir de esta andanada fecal, poco a poco corrieron chismes y alarmas.
Las ventas se interrumpieron, los toldos del mercado quedaron solos. El
pueblo un precipitó a la esquina de la Catedral, para enterarse de lo que estaba
ocurriendo. Por entre el tumulto empezó a circular un grito:
Cabildo abierto! Mueran los chapetones!
Pero la plebe no tenía nociones de lo que significaba un cabildo abierto.
Habilidosamente los dirigentes del motín se mezclaban con el populacho de
artesanos, campesinos y revendedoras, excitándolos a rebelarse contra las
autoridades y a constituir un gobierno propio, con hombres de su misma sangre y
de su misma tierra.
Esto sonó bien a las masas que no deliberan, sino que obran por reflejo, por
percusión, por instinto. Sonaron las campanas de varias iglesias tocando a
rebato. El tumulto creció y en pocos minutos la fuerza armada del gobierno entró
en la agitada escena.
Fueron enviados rápidamente una pieza de artillería y un pelotón de fusileros
que se apostaron en un costado de la plaza.
Entre éstos y la multitud enardecida se abrió un espacio más que de terreno,
de expectativa.
Dirigía la tropa el Comandante Mauricio Álvarez, el cual no acata una orden
verbal de disparar, dada por el Virrey para disolver la vociferante multitud, y
buscando curarse en salud, pide que le sea enviada por escrito. Un soldado parte
rápidamente a cumplir el encargo.
La gente se da cuenta de lo que esto significa. Hermógenes Maza, el futuro y
legendario General, en compañía de sus hermanos Vicente y Manuela, van de acá
para allá alentando el populacho e infundiéndole ánimos. Ya veremos lo que hizo
doña Manuela.
Los tres pertenecían a una de las familias más distinguidas y acaudaladas de
la aristocracia criolla. En las fiestas oficiales, en las ceremonias, en los bailes,
eran de los primeros invitados. Vicente y Hermógenes estudiaban en el Colegio
del Rosario, y el ilustre dominico Fray Bartolomé Lobo Guerrero, era su pariente
por línea materna. Con todos estos antecedentes y circunstancias, los tres
jóvenes se matricularon en el partido de la libertad, y al sonar las apremiantes
campanadas del rebato, saltaron con muchos de sus compañeros los venerables
muros del colegio y se confundieron con los amotinados del pueblo. Manuela se
había fugado del hogar para reunirse con sus hermanos.
La gritería se acalló y el aliento de la multitud se contuvo; regresaba el
estafeta con un papel en la mano. Era la orden de disparar.
Algunos historiadores ponen en duda que el Virrey se hubiera decidido a
reprimir con fuego la sublevación. Pero un elemental raciocinio demuestra que la
orden de disparar sí se produjo. De no haber sido así, el pliego no tenía ninguna
razón de ser, puesto que el Comandante Álvarez pedía precisamente una
autorización escrita.
Manuela aparece frente a la escolta que aguardaba inquieta con los fusiles
cargados. Con el impulso temario de la juventud, se abalanza sobre el estafeta, le
arrebata la orden y la arroja al viento convertida en añicos, al tiempo que Vicente
y Hermógenes la rodean para protegerla. El pueblo respira y cobra ánimo. La
Revolución acababa de nacer de la entraña espiritual de una mujer.
De las fuerza armadas con que contaba el gobierno virreinal de Santa Fe, no
había nada que temer, por cuanto el Comandante del batallón auxiliar había
prometido que éstas no obrarían contra el pueblo, lo cual le valió a José Mo- ledo
el honroso cargo de Vocal de la Junta. Por su parte, Antonio Baraya, Capitán del
mismo cuerpo, dio idénticas seguridades y para el efecto trajo su compañía a la
plaza.
En cuanto al medio batallón “Fijo” que se encontraba acuartelado en el
edificio de Las Aguas, tampoco inspiraba temor, en atención a que su
comandante, el Coronel Santana, estaba así mismo en buenas relaciones con los
patriotas, quienes lo habían ganado de antemano. Ello corrobora la anticipada
preparación de los acontecimientos.
Don Juan Sámano, el futuro y último Virrey, si bien le había ofrecido
inicialmente a Amar sofocar el motín, al precio de permitirle emplear la fuerza,
permanecía en actitud expectante encerrado en las instalaciones del batallón
auxiliar, aguardando órdenes.
Cualquiera podrá entender los arrepentimientos del Virrey por no haber
hecho uso de los fusiles, como se lo aconsejaba Sámano, quien sí tenía sentido
militar, de haber previsto lo que le iba a ocurrir a partir del 13 de agosto, día en el
que, a petición de “los Chisperos”, —nombre que se daba a los alborotadores
santafereños, — la Junta convino en trasladar al mandatario de su decorosa
prisión en el Tribunal de Cuentas, a la ignominiosa cárcel de la ciudad. La
Virreina, por su parte, fue llevada del monasterio de La Enseñanza donde estaba
recluida, al divorcio, nombre que se daba a la cárcel de mujeres.
Y aquí viene un hecho común y corriente en todas las explosiones populares
que ha habido y habrá en el mundo, en todos los tiempos. Para el traslado de la
virreinal señora se comisionó al Canónigo Magistral Andrés Rosillo como
acompañante de la dama en tan penoso tránsito. Las mujeres del pueblo,
verduleras, sirvientas, esclavas, toda la resaca femenina de la ciudad, lograron
traspasar los ralos cordones de tropa, se apoderaron de doña Francisca, la
insultaron, la golpearon, la arañaron, le estropearon el traje y, finalmente, le
dieron el bautismo de inmersión en las aguas “lústrales” de toda democracia, o
sea el arroyo de la calle, en este caso, el caño de la Catedral, cuyo cauce no muy
claro ni perfumado, alcanzó a empapar también la venerable sotana de su
acompañante.
Las mujeres han sido siempre feroces y atrevidas en casos como este. Sus
pasiones son siempre más violentas que las que alienta el varón. Pero si se
compara este episodio con lo que ocurre ahora en casos similares, cuando las
muchedumbres desbocadas son capaces de asesinar, robar e incendiar, lo del
baño de la señora Virreina no pasa de ser una chanza pesada.
Ya sabemos la caída del telón del virreinato de Amar y Borbón y de su odiada
esposa. Odiada por los santafereños, se entiende.
Indudablemente fue Sámano la única de las autoridades españolas, que
comprendiendo las verdaderas dimensiones de los acontecimientos, alcanzó
también a vislumbrar su trascendencia, y dentro de su mentalidad de militar,
como ya se dijo, consideró no sólo adecuado sino indispensable el uso de las
armas para detener su curso.
Pero es tiempo ya de finalizar la enumeración de los elementos represivos, si
así pudieran llamarse, de los ingredientes políticos, de los dirigentes de la
revolución, de los errores y desaciertos de la autoridad colonial, para volver a los
actores principales de los dramáticos y trascendentales sucesos, que se iniciaron
con un acto de valor temerario y concluyeron en un idilio.
Manuela Maza y Lobo Guerrero, el 20 de julio de 1810, no sólo salvó las
vidas de los gestores de la Independencia y el nacimiento de la república, sino que
ganó un soldado para la causa libertadora.
Mauricio Álvarez, el oficial que comandaba la tropa, que no pudo disparar
sus armas por no haberlo permitido esa mujer admirable, seducido por la belleza
de su gesto heroico como por sus encantos físicos, contrajo matrimonio con ella
pocas semanas más tarde, abrazó fervorosamente la causa patriota y, a órdenes
del General Nariño, murió gloriosamente en la campaña del Sur.
Manuela continuó prestando servicios al movimiento de independencia,
hasta la llegada del Pacificador Morillo. Perseguida por éste, con la saña con que
solía hacerlo, y con orden de fusilamiento, se refugió en Zipaquirá, donde poco a
poco pasó al olvido, merced a la fama de su hermano Hermógenes, consagrado
por la posteridad como uno de los héroes de la emancipación colombiana.
Un hecho curioso cierra el relato: Diez años después, el General Maza
contrajo matrimonio con otra Manuela, esta vez Manuela Conde, su esposa
samaria.
En la gesta libertadora brilla una constelación de Manuelas....
Ya en el remate de este capítulo, sólo nos resta mencionar los nombres que
alcanzaron a ser recogidos por los cronistas, de algunas de las numerosas damas
pertenecientes a familias distinguidas de Santa Fe, que tomaron parte activa y
personal en los sucesos del 20 de julio. Echando a un lado los arraigados e
intransigentes prejuicios raciales y sociales de esas épocas, participaron en el
motín popular, armadas con espadas, pistolas y cuchillos, hombro a hombro con
las mujeres de la gleba que utilizaron piedras y garrotes.
Muchas de ellas, cuando se produjo la Reconquista y Morillo estableció la
sangrienta etapa del Terror, fueron víctimas de represalias y ultrajes. Sus
nombres son: Eusebia Caycedo, Carmen Rodríguez, Josefa Lizarralde, Andrea
Ricaurte, María Acuña, Joaquina Olaya, Melchora Nieto, Juana Robledo, Gabriela
Barriga, Josefa Baraya, Petronila Lozano, Josefa Ballén y Petronila Nava.
CAPITULO XI
Don Francisco José de Caldas tenía en 1810 cuarenta y dos años, meses
más, meses menos. Su figura física era bastante desgarbada. No era propiamente
lo que hoy se llama un “playboy”. De estatura regular y constitución que los
historiadores califican de robusta, pero que al parecer, era más grasa que fibra.
Rostro ligeramente alargado, con una frente ancha y una mandíbula fina. Su tez
tendía a ser morena, apergaminada y un tanto amarillenta, porque poco era el
contacto que tenía con el sol, ya que la vida del Precursor de la ciencia
colombiana era la de un solitario encerrado con sus libros y experimentos. Tenía
unos ojos oscuros, bordeados por ojeras muy definidas. Su mirada era un tanto
lánguida. Su andar lento, pero con ademanes de hombre nervioso, pues tenía la
manía de estar permanentemente jugando con los botones de su camisa o de su
levitón, que con frecuencia se desprendían. Casi nunca dejaba de llevar en la
boca un pequeño cigarro y distraía sus manos con un bastón delgado, que hacía
girar cuando charlaba con alguien, o iba por la calle, o no estaba estrujando sus
botones.
Tal es el retrato del hombre más erudito que conoció en su época el
Virreinato de la Nueva Granada. Título más que merecido, pues dentro de ese ser
común y corriente, de carácter franco e índole apacible que nunca tuvo
ambiciones de notoriedad ni de riqueza, se ocultaba un científico que llegó hasta
donde era posible llegar en su medio y en su tiempo, en el campo de las
investigaciones de la Física, las Matemáticas, la Química, la Botánica, la Ciencias
Naturales, la Geología, la Astronomía, etc.
Payanes de nacimiento, se doctoró en Derecho en el Colegio Mayor de
Nuestra Señora del Rosario. No hay noticias de que hubiera ejercido esta
profesión, fuera de un largo pleito que ventiló por cuestiones de bienes familiares
y cuyo desenlace judicial nos es desconocido.
Su vocación era definitivamente científica. Vinculado a la Expedición
Botánica, la enriqueció con 6.000 plantas disecadas y estudiadas de nuestra
flora, a tiempo que cultivaba amistad y tenía permanente correspondencia con
sabios como Humboldt, Bonpland y Linneo.
Igualmente, y ya en el terreno nacional, se carteaba con Santiago Pérez
Arroyo, Antonio Arboleda y otros hombres eruditos de la Nueva Granada, lo
mismo que con Padre Eloy Valenzuela, médico y botánico, cura de Bucaramanga,
un clérigo de malas pulgas y amplios conocimientos, con quien sostuvo polémicas
interesantes sobre temas científicos, que casi siempre concluían en forma
virulenta por parte del levita.
Caldas era hombre recursivo. Dentro de las muchas dificultades que
afrontaban sus investigaciones, sin contar con elementos ni aparatos, él mismo
construyó algunos de ellos. Fue el descubridor de la ley de la hipsometria, que
permite establecer las altitudes a partir del punto de ebullición del agua y de la
presión atmosférica, ideando el instrumento para realizar esta operación, llamado
hhipsómetro.
Como director del Observatorio Astronómico tenía un modestísimo ingreso
mensual de $ 400.oo, suma que muchas veces llegaba tardíamente a su bolsillo,
debiendo apuntalarla y aumentarla con $ 200.oo más que se ganaba como
profesor de matemáticas. Sus apremios económicos eran frecuentas y debió
muchas veces acudir a sus amigos y conocidos que le prestaban pequeñas sumas
de dinero. Caldas, como se ve, no tenía arrestos ni vocación militar, pero sabía
manejar el “sable” ' a la manera santafereña, por lo cual no pudo librarse nunca
de la fama de deudor moroso que le causó no pocos sinsabores.
Sus escritos se destacan por la profundidad de las ideas, la mesura de los
conceptos y la imparcialidad de sus juicios, cuando éstos se refieren a personas o
a hechos de los cuales ha sido testigo. Muchos de ellos quedaron consignados en
el
"Semanario”, publicación científica que dirigió por algún tiempo.
La paz es imprescindible al genio intuitivo, preocupado sólo por la observa-
non de los fenómenos de la Naturaleza, los cuales son la actividad más
absortante de su vida. Su existencia únicamente tiene sentido en función del
estudio y la investigación, aún a costa de su salud, como que no en pocas
oportunidades contravino prescripciones médicas.
La vida es para el saber, parece decir este hombre idealista, solitario y
profundamente religioso, que, aislado de las realidades mundanas, sólo concibe el
dinero como medio indispensable de subsistencia.
Alguna vez, acosado por la necesidad, trató de realizar empresas comerciales.
Fracasó en toda la línea. Cuidaba mucho más sus equipos de estudio,
termómetros, barómetros, brújulas, ociantes de reflexión, etc. que las mercancías
que quería vender en los mercados y que con frecuencia se deterioran, porque
don francisco perdía las nociones del tiempo mirando la trayectoria de una
estrella, el vuelo de un cucarrón, las características de una planta, o tomando
una altura, o fijando una posición geográfica, o examinando un mineral.
Su devoción por la ciencia lo llevó a cometer el único acto incorrecto de su
vida, si así puede calificarse, como fue el retiro de la lápida conmemorativa de los
trabajos del sabio francés La Condamine, así como el péndulo que se
encontraban en Tarqui, Ecuador, considerando que no estaban colocados en la
condición deseable para su importancia, y procediendo a obserquiarlos por su
cuenta al Observatorio Astronómico de Santa Fe, hasta que fueron devueltos por
el Gobierno colombiano, en 1856.
Con semejantes características, se comprende entonces por qué Caldas fue
un tímido cerval para las lides románticas. Quizás sus múltiples ocupaciones
unidas a su desfavorable situación económica, o la carencia de atributos
seductores que generalmente son incompatibles con el cultivo de las ciencias,
fueron la causa de que éste varón virtuoso se preocupara más por el paso de los
astros en el espacio que por el de las hijas de Eva sobre la tierra. El mismo lo
dice:
“Soy dichoso en el retiro y tengo gusto a la pureza, aspecto que admire en
Newton... ”
Esta frase es una especie de explicación de su irreductible timidez frente a
las mujeres, a las que tal vez miraba como seres dignos de análisis y estudio, más
que de atracción apasionada. Por eso nunca frecuentó reuniones sociales, ni
fiestas, ni tuvo amistades que no fueran las de personas que por su versación
científica o política, pudieran ofrecerle una oportunidad de satisfacer su
insaciable sed de conocimientos.
Así transcurre su vida solo, recluido entre los muros del Observatorio
Astronómico, cuya ubicación fijó con extraordinaria exactitud, en relación con los
medios disponibles para hacerlo.
Sin embargo, a pesar de su existencia monástica, un día sintió como Adán en
el Paraíso, la necesidad de una compañera. Pero las circunstancias para hallarla
estuvieron muy lejos de las que rodean este movimiento instintivo del hombre
común y corriente. Veamos:
A mediados de agosto de 1807, su amigo Santiago Pérez de Arroyo le cuenta
que su esposa María Teresa Mosquera, con quien se ha casado recientemente, es
la persona que le ayuda en la realización de sus experimentos, por cuanto Pérez
de Arroyo también es persona dedicada a estudios científicos. Esto interesó
profundamente a Caldas, lo alabó y bien pudo haber incidido en la determinación
de contraer matrimonio, tal vez en la espera de hallar en “otra popayaneja”, según
sus palabras, una buena auxiliar de laboratorio.
Caldas meditó largamente el proyecto de casarse, pero no tuvo arrestos
suficientes para insinuárselo a ninguna santafereña. En su corazón no cabían
sino coordenadas y figuras geométricas, teoremas y logaritmos. Minerva no le dejó
ni un rincón a Eros. Fue entonces cuando se decidió, a principios de 1810, a
escribir a su amigo y coterráneo don Agustín Barahona, una carta en la que le
manifestaba su deseo de contraer matrimonio con “una hija de esa villa”, pues
prefería las jóvenes de su tierra a las extrañas, como se lo expresó en la misiva.
Don Agustín, ese sí hábil negociante, vio inmediatamente un porvenir
halagüeño para su sobrina Manuela, pues estimaba que esa unión sería relievada
por la personalidad de don Francisco José, ya reputado como uno de los hombres
más importantes del Nuevo Reino. De ahí que no vaciló en proponérselo a la
joven, quien probablemente halagada por estas mismas perspectivas y pensando
en un apuesto galán de finas maneras y elegante porte, aceptó, sin muchos-
ruegos.
El buen tío contestó la carta, haciéndole al sabio una detallada descripción
de su sobrina, a quien mostró como una linda chica, dueña de un ramillete de
virtudes y gracias.
El solitario del Observatorio respiró hondo y tranquilo. Veía allanado ese
camino que su temperamento de vuelo corto nunca pudo recorrer, y con el
entusiasmo de un bachiller inició por vía epistolar las relaciones con la bella
desconocida.
El primer disparo de la batería romántica de Caldas ocurrió el 6 de febrero
d«-l mismo ario. Y como tímido irremediable, hizo un desborde de frases
adocenadas y floridas, de párrafos melifluos, de ponderaciones a esa dama a
quien nunca había visto. Y con el apresuramiento de esos espíritus recortados
que temen perder una conquista que no pudieron hacer por sus propios medios,
de una vez le propuso matrimonio, diciéndole:
“Hoy mismo comienzo a purificar mi corazón delante de Dios, y a repasar ION
años de mi vida, para obtener su gracia a la celebración de nuestra unión sana y
pura. Purifique usted también el suyo y reunámonos en la inocencia y la virtud”.
Como se ve, el sabio había empezado a combinar los ingredientes de sus
experimentos de laboratorio con los explosivos de un sentimiento tan
fogosamente manifestado. Pero en este sentimiento no hay nada pasional, nada
sombreado por los impulsos de la sensualidad y todo es casto y oloroso a nardo
en esta literatura almibarada. En carta del 20 de febrero, le dice:
“Mi amor no es esa llama devoradora, cruel, que ciega, que embrutece. Es un
fuego sagrado, tranquilo, puro, casto, luminoso, que dilata el corazón sin
oprimirlo”.
Y más adelante añade:
“Usted me ha costado mucho. Cuantas dudas, cuántos pasos, cuántos días
de incertidumbre, de pena, para que Usted lo sepa todo; cuántas lágrimas he
derramado por Usted...,. ”
Doña Manuelita nunca se había desayunado con semejante cargamento de
frases, con juramentos de amor tan vehementes. Su almita provinciana debió
sentirse seducida por alguien que escribía cosas que nunca había leído, pero que
le sonaban a música celestial.
Su emoción de mujer sencilla y sugestionable debió subir al punto de
ebullición, no registrado por el hipsómetro de su pretendiente, cuando en una
posdata, su amoroso científico le decía:
“Arranque Usted de su cabeza cuatro pelos, y en una carta remítamelos.
Presente será éste más precioso que los diamantes. Perdone Usted estas
pretensiones de mi amor”.
El matrimonio estaba pues concertado, y ya Manuelita, feliz y encantada, se
llamaba a sí misma “la astrónoma de Bogotá”, lo cual hizo mucha gracia a
Caldas.
En carta del 21 de abril, el novio le informó del envío de dos pañuelos partí el
pecho y de seis pañuelos más para las narices, al tiempo que le dice:
“Necesito y espero que Usted me mande la medida del largo de su pie, y del
grueso tomado en el empeine, en unas dos tiritas de papel, para prepararle los
zapatos que deben servirle para presentarse al Virrey y la Virreina”.
Viene una serie de cartas en las cuales Caldas se disculpa por no poder
viajar a Popayán al matrimonio. Le pide que se venga y que él ira a encontrarla al
camino, pues sus ocupaciones y compromisos le impiden hacerlo. Como puede
observarse, la ciencia volvió a ocupar los terrenos de Cupido.
Finalmente, y ante semejantes inconvenientes, convinieron en un matrimonio
por poder, celebrado en esa ciudad, habiendo actuado como apoderado don
Antonio Arboleda.
En medio de tal correspondencia y de tan apasionados preámbulos
epistolares, el científico siempre salía a flote. Le pidió cuatro pelos, no “una
guedeja de tus lindos cabellos”, como pudiera decirlo cualquier galán recalentado;
no fueron cinco, ni seis, ni siete. Cuatro exactamente, cifra precisa de buen
matemático.
Y el epílogo hizo mostrarse en su verdadera imagen al sabio y al abogado.
Encargó su esposa sobre medidas y se casó por poder.
Cumplida la ceremonia del enlace, doña Manuela salió hacia Santa Fe a
reunirse con su marido. Tenía la esperanza de conocerlo en el pueblo de La Plata,
como se lo había prometido. No ocurrió tal, ni tampoco salió a darle la bienvenida
a La Mesa, como así mismo se lo había anunciado. T ot al
Total que una tarde estaba don Francisco en su mesa de estudio del
Observatorio, lente en mano, estudiando una planta, cuando fue interrumpido
por la presencia de alguien que entraba en su refugio. Con un gesto de desagrado
miró hacia la puerta y vio una agraciada muchacha que, entre ruborizada y
gozosa se le acercó y le dijo:
—Yo soy Manuela Barahona.
A Caldas casi se le rompe la lupa que cayó de sus manos, ante semejante
sorpresa. Se puede dejar la escena en este punto, para que el lector imagine lo
que ocurrió después de tan singular encuentro.
Algo debió de ocurrir, en efecto, pues a los 11 meses casi exactos, nació
Liborio, el primer hijo. Luego nació Ignacia y ambos murieron de muy corta edad.
Solamente sobrevivieron las hijas siguientes, Juliana y Ana María.
La vida de este hogar no pudo acercarse mucho a lo que llamamos felicidad.
Don
Francisco tenía forzosamente que ser un marido aburrido. Siempre absorbido por
su dedicación total a los estudios e investigaciones, hasta sus más íntimas
conversaciones tenían que referirse a esos temas áridos que no son propiamente
los indicados para hacer amable la vida de una mujer. En las noches, junto al
candil o la vela, el sabio se encontraba con el sueño después de largas horas de
lectura. Se levantaba al amanecer, se iba al Observatorio, regresaba cerca a las
11a lomar su almuerzo, tomaba al trabajo, y no pocas veces la cena se enfriaba,
porque la noche era clara y el hombre se quedaba midiendo la trayectoria de un
astro u observándole las manchas a la luna
A esta existencia sosa se añadieron los acontecimientos políticos que tuvieron
su origen el 20 de julio de 1810. Caldas tuvo directa participación en los he ch o s
que culminaron con el acta de Independencia y, una vez consolidado el nuevo
gobierno, tomó partido al lado de Camilo Torres, como ferviente partidario del
federalismo, en la etapa de la llamada “Patria Boba” y en los conflictos
subsiguientes.
Su injerencia en los asuntos políticos le ocasionó no pocos sinsabores. Los
bandos comandados por don Antonio Nariño y por Torres se hicieron
irreconciliables. Sobrevino la guerra civil y hasta doña Manuela estuvo en la
cárcel, aunque por breve tiempo. El episodio lo llevó a producir una violenta carta
en la cual t il d a a Nariño de “tirano disfrazado”, según sus propias palabras. Es
la expresión más hiriente y fuerte que se le conoce, en sus reacciones que
siempre fueron las de un hombre tranquilo y reposado.
Por su parte, doña Manuela no logró amoldarse a la nueva vida. Le faltaba
algo que no se encuentra en los textos de astronomía, ni en las matemáticas, ni
en la física, ni en la química. Ese algo es el calor humano, el afecto sensitivo, la
caricia íntima, el diálogo de las veladas amables. Ella era una mujer en el total
sentido de la palabra. Su espíritu era expansivo y cordial. Necesitaba proyectarse
a través de relaciones y amistades, y las obtuvo, pero al parecer no por muy
rectos y abiertos caminos.
Su casa empezó a ser frecuentada por jóvenes estudiantes, alegres y
charlatanes. Como se verá después, tuvo intimidades dentro de la misma casa
que no fueron ignoradas, aunque sí calladas con mansa prudencia por el sabio
esposo, quien a pesar de su entrega compulsiva a la ciencia, tenía fibras
espirituales que vibraron para rechazar y censurar esta conducta.
Los acontecimientos políticos se precipitaron. Luego de la toma de Cartagena
por Morillo, el Pacificador se disponía a marchar sobre Santa Fe, lo que produjo la
desbandada de numerosos patriotas, algunos de los cuales, entre los que se contó
Caldas, tomaron la ruta del Sur, en vez de irse a los Llanos Orientales que era lo
indicado, pues los primeros sucumbieron en los patíbulos, casi en su totalidad, y
los segundos fueron los que con Francisco de Paula Santander a la cabeza,
reorganizaron las huestes de la independencia.
En su huida a Popayán y desde la Mesa, Caldas le dirigió una carta a su
esposa el 31 de marzo de 1816, en la cual le habla en los siguientes términos:
“Tu conducta en mi ausencia no deja de darme motivos de inquietud, que
han amargado mi corazón delicado y sensible. Es verdad que no te condeno, y si
ahora te hablo con esta claridad, es para hacerte más prudente y más celosa de
tu buena reputación. Te hablo más claro: yo no puedo sufrir la amistad de mozos
que no han probado su conducta, y esas visitas de confianza en los últimos
rincones, me son abominables”. Y más adelante agrega: “Teme menos morir que
cometer un adulterio horrible, que no te dejará sino crueles remordimientos y
amarguras espantosas”.
Esta carta impregnada de la más profunda conturbación, no ofrece dudas
sino que muestra dolorosas realidades. Es un duro reproche y una clara
condenación, expresados con una conmovedora dignidad. Y no puede dejarse
oculta entre las penumbras que se tienden sobre ciertas verdades, porque
estamos haciendo historia, y la historia es cruel, pero es la historia.
La misiva puede considerarse como la auténtica “O larga y negra partida” del
sabio mártir, y no como la que ha sobrevivido como una leyenda, en la cual se
afirma que con la letra 0, cruzada por una raya, el sabio quiso expresarla manera
de un jeroglífico en el muro frío de la prisión donde esperaba la muerte.
Tres meses después de haber escrito esta carta, Caldas fue tomado
prisionero por los realistas, y en la tarde del 28 de octubre de 1816 le fue
notificada su sentencia. En la mañana del día siguiente, pocas horas antes de su
ejecución, dictó su testamento, en el cual dice que sus bienes de fortuna son tan
insignificantes, que lo único que puede hacer con sus acreedores es pedirles
perdón, por cuanto no puede pagar las deudas que contrajo.
El sacrificio de Francisco José de Caldas es una página oscura y vergonzosa
para España. No se había fusilado a un faccioso, sino a un verdadero sabio,
honra de América y de la ciencia. Hombres eminentes de muchas latitudes del
mundo, castigan con los más severos conceptos este acto de sanguinaria
arbitrariedad. Destacamos lo que dijo al respecto el ilustre pensador español don
Marcelino Menéndez y Pelayo:
“Francisco José de Caldas, víctima nunca bastante deplorada de la ignorante
ferocidad de un soldado, a quien en mala hora confió España la delicada empresa
de la pacificación de sus provincias ultramarinas”.
Doña Manuela con sus dos hijas siguió viviendo en Santa Fe, y al parecer, no
hizo mucho caso de las postreras recomendaciones de su esposo, como que en
1819, o sea cerca de tres años después de su muerte, tuvo otra hija a la cual le
dio el nombre de
Carlota, e hizo pasar por descendiente del sabio ...
No nos atrevemos a juzgar qué razones tendría para obrar así, y lo único que
se puede pensar es que el nacimiento de Carlota, como el matrimonio de sus
padres, fue igualmente “por poder”.
CAPITULO XIII
La Pola. Semblanza de una Mártir.
De maestra a espía.
Las batallas amorosas que perdió Bolívar. Rivalidades románticas que pudieron
1 263
Santa Ana, sobre que le había hecho un favor a la República en matar a los
abogados, pero nosotros tenemos que acusamos de haber dejado imperfecta
la obra de Morillo".
Y así, entre el que no aceptaba el derecho de patria para quienes
profesaban ideas federalistas y el que tenía el corazón de tigre para los que
no las compartieran, se dividió no solo la Convención, sino también la
opinión nacional. El militarismo y el civilismo saltaban a la palestra.
Una solución peregrina sirvió de escabel a la dictadura, desconociendo
la Constitución vigente desde 1821, como fue el acta del 13 de junio de 1828,
suscrita por un grupo de padres de familia de Bogotá, coaccionados por los
Generales Córdoba y Urdaneta, a la que se sumaron otras de diferentes
poblaciones del país.
Bolívar, a su regreso a Bucaramanga, hizo su entrada a la capital el 24
de junio y fijó su residencia en el llamado Palacio de San Carlos, en tanto que
Manuela se trasladó de la Quinta a una casa próxima a la sede presidencial,
ubicada junto a la plazuela del mismo nombre, cercana a la iglesia de San
Ignacio. Esta residencia fue tomada en arrendamiento a don Pedro Lasso por
una canon de $ 32.oo, y fue arreglada lujosamente con espejos, muebles,
tapices y decorados. Sus esclavas, sus perros y gatos, a los que
burlonamente daba los nombres de los ministros del Ejecutivo o de conocidos
oficiales, lo mismo que un juguetón osezno, también fueron con ella.
Como consecuencia de los gastos ocasionados por la campaña que
acababa de concluir, el país se enfrentaba a una verdadera bancarrota
económica. Había un asfixiante déficit de Tesorería; el comercio estaba casi
paralizado, y por los caminos en penoso abandono, transitaban montoneras
de soldados que, recientemente licenciados, sin recursos ni perspectivas de
trabajo, cometían desmanes y depredaciones para proveerse de medios de
subsistencia.
La agitación política es creciente. La opinión se ha ido dividiendo
irreconciliablemente, como ya lo hemos dicho, entre militaristas y civilistas.
Los dardos van y vienen. La prensa es implacable. “El Conductor 5‟, dirigido
por Vicente Azuero, y, “El Incombustible”, por Florentino González, tildan
abiertamente a Bolívar de tirano. Se producen entonces altercados y ataques
entre personas connotadas de los dos bandos. El Coronel venezolano José
Bolívar, agrede al doctor Azuero en plena calle, y el Coronel Ignacio Luque al
doctor González.
Se vive entonces en un ambiente explosivo. A cada momento se habla de
conspiraciones. Manuela está atenta a los rumores. Indaga a través de sus
amistades lo que ocurre en los altos círculos sociales y políticos, y por medio
de sus esclavas, lo que siente el pueblo. En su casa organiza tertulias que, al
calor del Oporto, se alegran con las ridiculizaciones que hace Jonatás, su
esclava favorita, de los encopetados personajes y damas de la ciudad, a
quienes Manuela detesta cordialmente por censurarle su proceder.
La amante de Su Excelencia sigue siendo la misma resentida de
siempre, y por su parte, el pueblo bogotano reprueba su conducta al verla
cada vez más envanecida con el poder, insoportable y altanera, como que
llega hasta el extremo de cometer infamantes desplantes, como el
fusilamiento en efigie del General Santander, Así mismo tienen que soportar
las gentes los atropellos de una soldadesca atrevida, constituida y mandada
en su mayor parte por venezolanos, y a c u y a cabeza está el General Rafael
Urdaneta. Su mala voluntad hacia los granadino* era reconocida. “Personaje
realmente siniestro, bajo las apariencias de un hombre culto”, lo denomina
Cordovés.
PROLOGO
INTRODUCCION
CAPITULO I
Gomiar de Sotomayor y la negra Juana García.
De la brujería a la Parapsicología, sin pasar por la hoguera.
El primer naufragio de un barco que se conoció en el mundo, en el misterioso
Triángulo de las Bermudas, en 1550.
CAPITULO II.
Inés de Hinojosa. Inés de Castrejón.
Una licuadora de maridos y amantes.
El primer músico y profesor de baile de la Colonia.
Dos crímenes espeluznantes.
La segunda Inés salva la vida al primer falsificador de moneda.
Hace dos siglos se inició nuestra devaluación monetaria
CAPITULO III.
Cecilia de Caicedo y Valenzuela.
Un Virrey Manso y un cornudo resignado.
Cómo nacieron el DAÑE y el papeleo oficial, dos plagas inmortales.
Una batalla de mitras y solideos.
En 1724 se vivió un episodio que ha podido ser la primera telenovela.
CAPITULO IV.
Violante Miguel de Heredia.
Inés de Salamanca.
Leonor I, la Reina Negra de los Palenques.
Paula de Equiluz.
Elena de Victoria.
Elena de la Cruz.
Jerónima de Holguín.
Luisa de Guevara.
Catalina de Vargas.
María Teresa de Orgaz.
Enfrentamientos entre la autoridad civil y la eclesiástica en el Siglo XVIL La
chicha es excomulgada.
El gobierno colonial se desmoraliza.
De ayer a hoy no han cambiado mucho las cosas.
El clero se declara en paro.
Los negros se sublevan.
Cacerías de brujas y parrillada de hechiceras, la Inquisición entra en escena.
El Aquelarre criollo.
Un alcalde fratricida.
Un presidente sátiro.
Un pintor alcahuete.
Una madre proxeneta.
CAPITULO V.
Jerónima de Olalla.
Josefina Caicedo y Villacís.
María Tadea Lozano.
Disputa de dos Oidores por una dama bien dotada.
Los caminos del amor.
Nace la oligarquía criolla.
Un marquesado sabanero.
La torre de la Catedral, una cárcel para enamorados. Una novia pasada por agua.
CAPITULO VI.
María Luzgarda de Capima u Ospina, La Marichuela.
El secreto del Virrey fraile.
Un hábil y oportuno cambio de hábitos, una amante desenfrailada.
CAPITULO VIL
La Cacica de Guatavita.
María Ramos.
María Mueses de Quiñones.
Crimen y castigo de una infiel.
Similia simílibus.
El más importante santuario lacustre de los Chibchas.
Tuvieron conocimiento las tribus precolombinas del Cristianismo?
Bochica, mito o realidad?
Nace el Santuario de Nuestra Señora de Chiquinquirá. El Santuario de Las Lajas.
CAPITULO VII.
Manuela Beltrán Archila.
La Vieja Magdalena.
María de las Nieves Hurtado.
Isabel Tibará.
María Manuela Vega.
Manuela Cumbal.
Francisca Aucú.
Joaquina Álvarez de Olano.
Toribio Verdugo de Galán.
Paula Francisca Zorro de Galán.
El Movimiento Comunero, gestor de la Independencia Colombiana.
Gestiones para un apoyo internacional.
Ingenuidad, traiciones e idealismo, alternan en el movimiento.
La oligarquía santafereña juega cartas dobles.
Una aristócrata criolla con pretensiones de Reina Comunera.
CAPITULO IX.
Catalina de Rusia.
Un romance pecaminoso bien pudo ser el origen de nuestra bandera.
Andanzas de Francisco de Miranda con la alemana que se transformó en
Emperatriz rusa.
El Congreso de Viena y la frustrada intervención rusa en la reconquista española.
CAPITULO X.
Manuela Maza.
Manuela Santamaría de Manrique.
Los preámbulos del 20 de julio de 1810.
El prefabricado pretexto del florero.
La intrepidez de una mujer salvó la Revolución.
El bautismo republicano de la Virreina.
CAPITULO XI.
La perrita de don Manuel Benito de Castro.
Un solterón estrafalario que personifica la Patria Boba. Una amante fiel, pero con
pulgas.
CAPITULO XII.
Pepita Piedrahita.
Manuela Conde.
Manuela Barahona.
Los matrimonios singulares de Custodio García Rovira, Hermógenes Maza y
Francisco José de Caldas.
Una boda a lomo de muía.
La guerra, la venganza y el alcohol destruyen un hogar. Un enlace de laboratorio
y una hija por poder.
CAPITULO XIII.
La Pola. Semblanza de una Mártir.
Los días del Terror.
De maestra a espía.
El romance que se consolidó en el cadalso.
CAPITULO XIV.
Las amantes de Bolívar.
Una juventud disoluta.
La prima adorable y su cornúpeto esposo.
Las caricias de dos mujeres lo salvan de dos atentados, y una tercera hace
fracasar la expedición de Los Cayos. Las batallas amorosas que perdió Bolívar.
Rivalidades románticas que pudieron estimular rivalidades políticas.
Fue también el Padre de la Patria el padre de José Secundino Jácome?
CAPITULO XV.
Antonia y Helena Santos Plata.
Juana Escobar
Estefanía Parra.
Antecedentes y consecuencias de las batallas del Pantano de Vargas y del Puente
de Boyacá.
Socorro y Charalá, los polos históricos de la victoria. Un Virrey impotable y un
General vacilante que transformaba las derrotas en triunfos en los partes de
guerra.
Santander, semillero de heroínas.
CAPITULO XVI.
Bernardina Ibañez.
Cecilia Gómez.
Nicolasa Ibañez.
El homenaje santafereño a los héroes de la campaña libertadora de 1819.
Un romance truncado por la muerte.
Una violenta escena de celos del General Santander. Una ventana que también
pudo ser histórica.
CAPITULO XVII.
Mary English, una inglesa otoñal.
El primer escándalo político—erótico de la República. Nadie sabe lo que pasó
entre la inglesa y don Antonio Nariño, pero todos saben lo que ocurrió al
Precursor de la Independencia.
CAPITULO XVIII.
Felipa de Zea.
FELIPITA ZEA.
Una familia devoradora de empréstitos.
Don Francisco Antonio, el Precursor de los peculados. El matrimonio más costoso
para el erario colombiano. Pujos aristocráticos que terminan con una hidropesía.
CAPITULO XIX.
La bella Sánchez del Guijo.
Hechos curiosos de la historia nacional.
La leyenda del Delfín concluyó en Santafé de Bogotá. La República a un paso de
volverse monarquía.
El enigmático doctor Arganil.
Un testimonio del Hombre de las Leyes.
CAPITULO XX
Fanny Henderson.
Ayacucho y El Santuario, gloria y tragedia. Un héroe vanidoso.
Una intriga internacional.
CAPITULO XXI
Carmen y Marcela Espejo.
Un lupanar, un crimen, y la disolución de la Gran Colombia.
De soldado de la Independencia a matón de barriada Un episodio en el que todo
fue negro.
Un magistrado venezolano asalta el tesoro público y trama la desmembración
grancolombiana.
La patria del Libertador expatría al General Simón Bolívar.
CAPITULO XXII
Manuela Sáenz.
Anita Lenoit.
La amante caprichosa.
Su influencia en la vida nacional.
Bolívar pierde prestigio por su causa. Libertadora y dominadora. El atentado
septembrino.
Anita, un amor que renace en un hombre que muere.
La Soledad de Paita.
Una fosa común para una mujer poco común.