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MANUEL MENENDEZ ORDOÑEZ

NORBERTO SERRANO GOMEZ

El Amor y la mujer en la

Historia de Colombia
SEGUNDA EDICION

Los autores de este libro dejan constancia de su reconocimiento a la Cámara

de Comercio de Bucaramanga, promotora de la cultura y el arte en Santander y a

su actual Secretario General, Doctor Juan José Reyes Peña, por el patrocinio

generosamente asumido por la prestigiosa institución de la presente edición de la

obra.

MANUEL MENENDEZ ORDOÑEZ NORBERTO SERRANO GOMEZ


PROLOGO
L A MUJER EN LA PEQUEÑA HISTORIA
“Yo comprendo el ideal bajo una forma femenina”, decía Goethe, y como
conocedor profundo que fue de la mujer, sabía bien por qué lo decía.
El tema de la mujer en la historia colombiana es apasionante, más cuando es
tratado con ejemplar exactitud por escritores en apariencia noveles a escala
nacional, pero ciertamente conocidos en nuestro pequeño mundo literario.
Norberto Serrano Gómez y Manuel Menéndez Ordóñez se presentan en esta
obra intitulada “El Amor y la Mujer en la Historia de Colombia”, que bien hubiera
podido llamarse, como la de Shopenhauer, “El Amor, las Mujeres y la Muerte”,
porque vicio y suplicio andan de brazo, y bien lo expresó el gran Leopardi al
cantar que “el amor y la muerte juntos los engendró la suerte”.
Serrano Gómez y Menéndez Ordóñez, minuciosos investigadores de “la petite
histoire” nacional, a la manera como Gustavo Lenotre y Frederic Masson
escudriñaron las intimidades que generaron como pequeñas causas los grandes
hechos que conmovieron al mundo en la agonía del antiguo régimen, en el
estruendo tenebroso de la Revolución Francesa, o en el fulgor de la leyenda
napoleónica. Generalmente los grandes acontecimientos surgen de sucesos
cotidianos que se diferencian de los demás, en que aquéllos les prestan su
magnificación histórica. Pero la “historicidad” de un hecho es una calidad
póstuma de la cual no se dan cuenta los contemporáneos, que lo viven por
carencia de la iluminante perspectiva que sólo se produce con el transcurso de
las edades.
Destacar la presencia de la mujer en el desarrollo de los hechos históricos no
es una originalidad propiamente dicha, porque la conjunción de los sexos hace
parte de la misma vida y es su acontecer biológico. Pero constituye, sin embargo,
un aspecto singular de ver las cosas y de examinarlas por el cariz atrayente que le
feminidad posee, y por la exquisita sensibilidad, —por qué no decir
sensualidad?— que su belleza, sus pasiones y exaltados sentimientos ponen en la
trama que forja los sucesos históricos. Sin Manuela Beltrán rompiendo el edicto
fiscal en la plaza del Socorro, tal vez el despliegue de la Revolución Comunera no
hubiera sido igual; y sin la presencia de aquélla hembra magnífica que fue
Manuelita Sáenz, en la alcoba del Libertador en la “nefanda noche septembrina”,
la Gran Colombia se hubiera roto en pedazos entre los estertores de una
inimaginable guerra civil.
Serrano Gómez y Menéndez Ordóñez arrancan, por así decirlo, su serie de
semblanzas, esbozos, estampas pictóricas, relatos amenos y admirables historias,
desde los albores de la misma Colonia, apuntando que “el fin concreto de esta
obra se ha escrito para destacar, como tantas veces lo hemos anotado, la
vinculación de la mujer a los acontecimientos históricos, a las glorias, las
miserias y las lacras de nuestra historia”. Su cantera principal, en los inicios de
la Colonia, es ese anciano desocupado que en sus últimos años se dedicó a
escribir en “El Carnero”, nombre este cuyos orígenes no se han podido esclarecer,
la relación de la Conquista y de los primeros acontecimientos suscitados en la
tranquila aldea que para entonces era Santafé de Bogotá. El pesado y erudito
Groot y Fray Pedro Simón los acompañan en sus investigaciones. Pero Rodríguez.
Freyle, ingenuo y veraz, no sabe ocultar, entre las naderías que refiere, los
acontecimientos salaces, vivos y picantes, sin Regar a las lindes de lo
escatológico, que emocionaron la vida pacífica del poblado, entre los cuales
brillan como carbonientos pecados los horrendos crímenes de doña Inés de
Hinojosa, con la complicidad de sus sucesivos amantes, que terminan con la
muerte de la infame mujer, colgada de un árbol, pena impuesta por Venero de
Leiva, justísimo Presidente de la Real Audiencia.
El recuento de historias e historietas en que juega participación decisiva la
mujer, prosigue a través de la Colonia, porque el material investigativo que tienen
los autores a su disposición es inagotable. Se llega así a la Independencia y a la
República, entre una relación de hechos que envuelven reyertas de Presidentes y
Virreyes con Arzobispos y Prebendados, raptos de monjas, crímenes horripilantes
y episodios de un triste y nostálgico romanticismo.
Capítulo interesante de este amenísimo libro lo constituyen los amores
ingenuos de Caldas y Manuela Barahona, la boda fúnebre de Custodio García Ro-
vira en el páramo de Guanacas, sin luna de miel, la muerte subitánea del bravo
Anzoátegui, en plena madurez vital, en los brazos de Cecilia Gómez, y la
atormentada e inverecunda vida de otro héroe que se dejó llevar por el sendero
del vicio: Hermógenes Maza.
En este desfilar de mujeres y hechos eróticos o pasionales, impresiona
vivamente la pintura, especie de calcomanía, dedicada a don Manuel Benito de
Castro, personaje clásico de la Patria Boba, encargado del poder ejecutivo y
solterón empedernido, aferrado a sus atuendos tradicionales, monsergas y
peluquines. A este espécimen solitario de la Patria Boba faltó la mujer, pero los
autores, con la vena humorística que los caracteriza, cuentan que a don Benito
no faltaron nunca las complacencias de una perrita, fiel compañera suya en la
soledad de su existencia.
Amarga y cruel es la semblanza que los escritores hacen de don Francisco
Antonio Hilarión Zea, a quien presentan como un emboscado en los años duros
de la Independencia, llevando muelle vida en las cortes europeas, que se presenta
al Congreso de Angostura sólo cuando la campaña emancipadora ha terminado, a
participar del boletín, y de qué manera: enviando a Londres con papeles en
blanco firmados por el Libertador, especula en provecho personal con los dineros
del empréstito, no rinde cuentas, mereciendo severos reproches de Bolívar y de
Santander, La misma presentación física de Zea, nariz corva, peinado a la
francesa, ojos de grillo saltón, es todo un retrato desprendido de los cuadros de
Goya. Mucho hay de cierto en cuanto al desmedrado papel de Zea en la
Independencia y en los primeros años de la República, pero algunas cosas
buenas hizo también el hombre. Miembro distinguido de la Expedición Botánica,
conspiró con Nariño y sufrió años de prisión en Cádiz, peregrinó por las Indias
Occidentales. Este capítulo merecía ser publicado por aparte, siendo evidente que
su publicación suscitara juicios polémicos y contradictorios.
Como la labor del prologuista no ha de ser siempre el sahumerio y la
alabanza, es de reprochar a Serrano Gómez y Menéndez Ordóñez, si el fin de su
obra, como lo afirman, es destacar la participación de la mujer en las glorias, las
miserias y las lacras de nuestra historia, el haber prescindido de la Madre Josefa
del Castillo, el más espléndido valor literario que ha producido la mujer
colombiana desde la Colonia hasta nuestros días. Cierto es que la monja tunjana
transcurre sus días en los claustros de un convento, —“Silencio de cal y viento”
que decía García Lorca, — donde ningún acontecimiento extraordinario puede
turbar su vida. Pero sus días no son tan apacibles, menos aún sus noches:
ceñida por un cilicio de alfileres, sufre los celos, envidias y chismes del monjío
que ve en ella una mujer superior; conspiran ante la Madre Abadesa y tapian su
celda; el Diablo se le aparece y traba lucha personal con ella; experimenta
deliquios, elevaciones del espíritu, raptos y éxtasis y en tales trances se le aparece
el Señor. Contristada y angustiada de que pudiera ser el Demonio, hubo confesor
que le aconsejara que cuando se le presentara la aparición, le hiciera la
demostración manual de las higas, con el objeto de comprobar si tal aparición era
obra de Dios o del Demonio. Si lo último, la visión se disiparía con sólo el ademán
que la santa hiciera, introduciendo el pulgar por entre los dedos índice y el
cordial. La Madre del Castillo alcanza su triunfo al ser finalmente proclamada por
tres veces Abadesa de las Clarisas, y es en esa época que culmina su obra
literaria, que en el género místico no está a la zaga de los grandes maestros del
Siglo de Oro, como Teresa de Jesús y San
Juan de la Cruz.
Truculentos y como de relleno se me hacen los capítulos relacionados con los
motivos que determinaron al Virrey Solís a tomar los hábitos de franciscano; con
la presencia del Delfín Luis XVII en Bogotá, representando en el progenitor de la
familia Convers, muy conocida en este país; y con la suposición de que el Padre
Secundino Jácome, de Gramalote, pudiera ser hijo natural del Libertador.
Con perdón de los relevantes escritores, cuyos méritos no pierden un ápice
por esta clase de objeciones, pienso que se trata de leyendas sin el menor
fundamento histórico, ilógicas en el tramo vital de los respectivos personajes a
quienes se les acomodan.
En el caso del Virrey Solís, su transformación se debe al espíritu místico de
este varón bondadoso y gentil, prontamente desengañado de la vida, como
ocurriera también con el Duque de Gandía, convertido en San Francisco de Borja.
Respecto al Delfín, Gustavo Lenotre investigó el punto en exhaustivo libro
llamado “El Enigma del Temple”, donde establece que el doctor Pelletar, primer
cirujano del Hospicio Mayor de París, fue el último médico que asistió al Delfín,
muerto el 8 de junio de 1795; sin embargo, en el curso del siglo XIX, la misteriosa
desaparición del prisionero del Temple provocó durante media centuria la
aparición de muchos “falsos Delfines”, perturbados o impostores, entre los cuales
los más célebres fueron tres: Hervagault, Bruneau y Dufresne. Convers podría
entonces sumarse a la lista de los supuestos herederos de la monarquía
borbónica. Así, el anhelo colombiano de vincularse a los Borbones, en este otro
caso a los de España, se integraría con la grotesca leyenda de ser don Carlos
Holguín, representante diplomático en Madrid, el padre bastardo del rey Alfonso
XHI.
En cuanto a los hijos de Bolívar, varios se le han achacado, no sólo al Padre
Jácome, sin que la investigación histórica los acepte. Bolívar, de formidable
ímpetu viril, a diferencia de ese otro monstruo de la genialidad de su tiempo,
Napoleón, de quien la autopsia revelaba el detalle “partes pubendas sicut pueri”,
nunca tuvo hijos,* posiblemente era infecundo, porque él mantuvo relaciones
sexuales estables, a pesar de los avatares de la guerra, con distintas mujeres y no
consta que en su vida reconociera a ningún hijo como suyo, anhelo supremo de
todo ser humano.
La obra de Serrano Gómez y Menéndez Ordóñez no se detiene exclusivamente
en relievar el aspecto femenino histórico, porque a la verdad muchos temas en
que no participa necesariamente la mujer son descritos con minucia y veracidad.
Un libro verdaderamente ameno y original, que hará las delicias del sexo
femenino y que sería deseable que este tipo de investigación basado en la
pequeña historia, hiciera escuela entre nosotros, porque lo que queda de la
historia a la postre no es la gran tragedia que provocan los conquistadores y los
héroes, sino la intimidad de las pequeñas causas que la hacen, relatadas con
humor y alegría, resumiendo las vidas humanas tal como fueron vividas, dejando
de lado las actitudes teatrales y postizas, las frases melodramáticas, arregladas
generalmente por los autores que pretenden escribir la historia en serio.
Debe anotarse de este libro la inmensa fuente bibliográfica a que acudieron
sus escritores, manantial inagotable donde ellos bebieron hasta la saciedad, lo
que da idea de la responsabilidad intelectual que asumieron y que está
plenamente respaldada en exhaustiva documentación. A Menéndez Ordóñez
corresponde, sin duda alguna, la parte investigativa y la redacción de algunos
capítulos de la obra, pero el verbo fluyente, el humor tropical, a veces sonriente, a
veces corrosivo, que como sutil vena corre por todo el libro y la impecable
configuración literaria, pertenecen a Serrano Gómez, ampliamente conocido en
nuestro medio ambiente como cronista y periodista de tiempo completo. La
conjunción de estos dos valores santandereanos ha dado por resultado un libro
que no sólo servirá de entretención para múltiples lectores, sino también de
fuente de consulta y dará mucho en qué pensar y en qué contradecir a quienes se
preocupan por las cosas históricas que son lo único que va dejando la
humanidad a través de su peregrinación vital.
Bucaramanga, Octubre 25 de 1979. EDMUNDO HARKER PUYANA.
INTRODUCCION
“Las mujeres son capaces de todo; los hombres son capaces de todo lo
restante”
Henri de Regnier.
Las condiciones de la mujer en la sociedad humana no le permitieron
durante milenios intervenir directamente en la evolución del mundo. Salvo en lo
legendario, lo heroico y lo pasional, muy pocos destellos brillan en otros ámbitos
como la política, la ciencia, el arte, la literatura, etc., hasta el presente siglo que
marcó el ingreso y la participación de la mujer en múltiples campos de la
actividad. La historia de se está saturando ya de nombres y renombres del sexo
femenino que, por los caminos de la inteligencia, está conquistando una
verdadera liberación,
Colombia participa lógicamente de este fenómeno evolutivo, y nuestros
historiadores y cronistas no se ha preocupado mucho por rescatar a la mujer del
olvido. Desde la conquista española hasta los tiempos presentes, apenas se han
afanado por exaltar las heroínas que ofrendaron la vida en aras de la libertad, sin
desvelarse en investigar otros campos, donde las mujeres tuvieron arte y parte en
muchos acontecimientos que contribuyeron a conformar la imagen del país.
En este libro hemos querido llenar ese vacío, al menos hasta finales del siglo
XIX, y con tal propósito hemos buceado en obras y escritos que nos han
suministrado hechos de variados matices, en las cuales la mujer desempeña un
papel principal.
No pretendemos ser trascendentales. Quienes lo escribimos somos
narradores, no filósofos. Relatamos episodios con base en documentos que
consideramos serios y veraces. Es la “petite histoire” que nos muestra facetas
ocultas de la vida nacional, y sin la cual la otra historia, la extensa y conceptual,
no sería sino una fría sucesión de fechas, nombres y áridas especulaciones.
En estas páginas hay de todo, porque de todo tiene la vida. Desde lo
simplemente curioso, pasando por lo horripilante, lo picaresco, lo trágico, lo
noble, lo feo, lo malo, lo hermoso, lo irrisorio y lo sublime que muchas mujeres
han aportado a la historia de Colombia, sin que falten capítulos que poco tienen
que ver con el género femenino y otros que son leyendas que no han alcanzado la
mayoría de edad de una plena confirmación.
Hemos eliminado las notas marginales, prefiriendo que el lector se tome el
trabajo de buscar comprobaciones en la bibliografía que insertamos al final, en
vez de fatigarse los ojos leyendo aclaraciones en letra de tamaño microscópico.
Nuestro tratamiento a algunos hechos y personajes puede parecer a veces un
tanto irreverente. Al escribir así, hemos pensado que estamos tratando con seres
del pasado, a quienes no podemos mirar con lente ahumado sino en forma
directa. En la Historia, como en los consultorios médicos, el paciente tiene que
desnudarse, no para que lo ultrajen o irrespeten, sino para que lo examinen. En
ella, como dice Taine, “se mezclan aventuras bufonescas, sucesos de cocina,
escenas de carnicería y manicomio, comedias, frases, odas, dramas y tragedias”.
Dejamos expresa constancia de nuestro reconocimiento con el doctor
Edmundo Harker Puyana, quien ha tenido la gentileza de escribir el prólogo. Sus
calidades como intelectual, historiador, jurista y hombre dueño de una vertical
independencia y una honestidad diáfana, son un respaldo que nos honra
profundamente.
LOS AUTORES.
CAPITULO I

Gomiar de Sotomayor y la negra Juana García. De la brujería a la Parapsicología,

sin pasar por la hoguera. El primer naufragio de un barco que se conoció en el

mundo, en el misterioso Triángulo de las Bermudas, en 1550.


Antes de presentar al lector los episodios que encierra este capítulo, lo
invitamos a imaginar el auge que debía tener la brujería en los lejanos tiempos de
la Colonia. Importancia que no ha desfallecido ni parece disminuir en este siglo
XX, pues en los países de más avanzada civilización, magos y curanderos de toda
laya siguen teniendo abundante clientela. Para fortuna suya, en la actualidad no
son perseguidos, ni condenados por inquisidores que los envían a un asador a
transformarse en churrascos, como ocurría en la Edad Media, época en la cual la
cacería de brujas impregnó las ciudades de Europa de un penetrante olor a carne
asada.
Antes de aparecer la Parapsicología como investigación científica, todos los
fenómenos paranormales estaban en la órbita de lo diabólico o sobrenatural. Al
lado de los santos que entraban en extática levitación, o mostraban los estigmas
de la Pasión de Cristo, abundaban los adivinos, las sortílegas, las quirománticas,
etc. Y dentro de ese mundo de extravagancia y misterio, es seguro que había
muchas personas de las que hoy llaman los parapsicólogos “dotadas”, o sensibles,
o médiums, que tenían capacidad para producir esos fenómenos extraños, fuera
de lo normal, y que por ello eran tenidas como bienaventurados vivientes o como
agentes personales de Satanás.
Hemos hallado en las maravillosas crónicas de “El Camero” un hecho que
hoy hubiera sido motivo de investigación y estudio por parte de los
parapsicólogos, pero que fue señalado en su tiempo como una manifestación de
brujería y que mereció un proceso por parte de las autoridades españolas.
Rodríguez Freyle sitúa los acontecimientos aproximadamente una década
después de la fundación de Santa Fe, y como generalmente ocurre, quienes
intervinieron en su desarrollo son mujeres en su mayoría.
Entre los primeros inmigrantes peninsulares que llegaron a la capital del
Nuevo Reino, estaban el comerciante Hernando de Alcozer y su esposa Gomiar de
Soto- mayor. Ella, —dice el cronista, — era “moza y hermosa”, y a poco tiempo de
instalados, el marido tuvo necesidad de regresar a España en viaje de negocios.
Doña Gomiar, al quedar sola en la naciente ciudad, dispuso no desperdiciar
sus encantos, y en sus divertimentos eróticos ocurrió lo que tenía que ocurrir,
cuando ni se sospechaba que pudieran inventarse las píldoras anticonceptivas, ni
ella conocía los habilidosos recursos de Cleopatra.
La casquivana señora quiso tomar las cosas sin mayores preocupaciones,
segura como estaba que don Hernando tardaría buen tiempo en regresar. Sin
embargo, pronto pasó su optimismo, cuando un día la sorprendieron con la
noticia de que la flota había llegado al puerto de Cartagena y en ella suponía que
venía su esposo. En su sobresalto, lo único que se le ocurrió fue el recurso
vedado de eliminar la criatura que esperaba. Acudió a varias mujerzuelas
expertas en este criminal oficio, pero nada dio resultado. Entonces dispuso
recurrir a una negra coma- tire suya, llamada Juana García, cuyas habilidades
mágicas tenían ya fama en Santa Fe.
Juana había llegado a la ciudad con sus dos hijas, a quienes señala la
crónica como muchachas de vida alborotada que, según sus propios términos,
“arrastraron mucha seda y oro, y aún trajeron arrastrados muchos hombres”.
Con ello queda más que explicada la profesión de las hijas de la comadre Juana.
Doña Gomiar expuso a la negra sus problemas y temores, ante la certeza del
pronto regreso de su esposo, pues él se lo había prometido al ausentarse. Juana
le contestó que quería enterarse por sí misma sobre la verdad de la llegada de la
flota, y la citó para el día siguiente. Con gran sorpresa de la dama, la negra le
manifestó que estaba segura de que en realidad la flota se hallaba ya en
Cartagena, pero que en ella no venía “su señor compadre”.
Ante la insistencia de la señora para que procediera a darle un abortivo, la
Juana le insinuó que no se apresurara, y que lo aconsejable era llenar con agua
un platón verde que tenía en una mesa de la pequeña sala, y que por la noche
vendría con sus dos hijas a hacer esa averiguación, luego de que hubiesen
cenado, cantado y bailado un buen rato.
En efecto, cenaron con envidiable apetito, tomaron unas copas de vino y
gozaron de un buen rato de jolgorio con cantos y bailoteo, al cabo del cual,
Gomiar y Juana se retiraron a una de las alcobas con una vela encendida y allí se
encerraron, luego de asegurar cuidadosamente la puerta.
Ambas procedieron a situarse alrededor del ya mencionado platón, y Juana
rogó a su comadre que observara el fondo de él. La señora obedeció y dijo estar
viendo una tierra desconocida, y también a don Hernando su marido, sentado en
una silla, al lado de una mesa, cerca a una mujer y un sastre que se disponía a
cortar un vestido de grana con unas tijeras.
La negra explicó que la escena estaba ocurriendo en la isla Española de
Santo Domingo.
La visión continuó y vieron que el sastre desconocido cortaba una manga del
vestido y se la echaba al hombro. La negra preguntó a la dama si quería que le
quitara la manga al sastre, y como respondiera afirmativamente, Juan se la
entregó luego de haberla sacado del fondo del platón.
Las imágenes se desvanecieron después de que fue visto el sastre
concluyendo su labor de corte del traje, y Juana le hizo ver a la desconcertada
doña Gomiar que no tenía necesidad de eliminar el hijo que aguardaba, porque
“su señor compadre” se demoraba tanto que alcanzaría incluso a tener otro sin
problema alguno. La señora guardó cuidadosamente la manga y fue a reunirse
con las demás mujeres, con quienes departió unos minutos más, hasta que
finalmente se despidieron.
La verdad de todo se supo más tarde. En realidad don Hernando, luego de
regresar a España, hizo varios viajes a la Española, donde realizó transacciones y
tratos que le proporcionaron buen dinero. En ello demoró un par de años, y
cuando volvió a Santa Fe, encontró en la casa un niño ya crecido que su mujer le
hizo pasar por un huérfano recogido por ella para criarlo y protegerlo.
Al cabo de pocos días después del cordial recibimiento, Gomiar empezó a
amargarle la vida a su marido con desplantes de celos y preguntas picantes,
sobre los amores que hubo de tener en su largo viaje, especialmente en la
Española. Tan extraño proceder lo tenía explicablemente escamoso, sobre todo
porque ella daba ciertos detalles que eran verdaderas sorpresas para el recién
llegado.
Menudeaba exigencias la infiel señora, y en la sobremesa de una cena le
pidió que le regalara un costoso traje, a lo que trató de negarse el acosado
cónyuge. Fue entonces cuando ella le echó en cara el vestido que le había
obsequiado a otra mujer en la sastrería de Santo Domingo y que, como se lo
recordó, estaba incompleto porque le faltaba una manga.
Don Hernando trató de seguir agarrado a sus negativas, y su mujer, para
desbaratarle los argumentos, sacó del fondo de un baúl la famosa manga que
había recuperado la negra Juana y que tuvo que reconocer su sorprendido
esposo, quien sin pensarlo dos veces se fue directamente con la prenda donde el
señor Obispo, a quien le informó de todo lo acaecido.
El Prelado que era a la vez Juez e Inquisidor, procedió a abrir una
investigación, llamando a declarar a Juana, a sus hijas y a doña Gomiar, quienes
tuvieron que confesar toda la verdad de estas raras ocurrencias.
Pero no pararon ahí las cosas. Las investigaciones de la autoridad
eclesiástica sirvieron para esclarecer otro hecho igualmente extraño y del cual
hubo numerosos testimonios.
Cierta mañana, en una pared del edificio del Cabildo de Santa Fe, apareció
un papel con una leyenda que decía:
“Esta noche se perdió la Capitana en el paraje de la Bermuda y se ahogaron
Góngora y Galarza, (dos Oidores de Santa Fe), y en general toda la gente”.
Las autoridades, más por curiosidad que por otra razón, guardaron el papel,
sin cuidarse de averiguar nada de lo que en él se afirmaba. Sin embargo, al cabo
de poco tiempo, se vino a confirmar el naufragio de la Capitana, ocurrido
precisamente en la zona de la Bermuda, y la muerte de los dos Oidores con la
tripulación y los viajeros de la nave.
Juana no solamente confesó haber hecho la diligencia del platón verde, sino
también haber sido quien colocó el aviso en las paredes del Cabildo.
La causa fue sustanciada por el Obispo Fray Juan de los Barrios, y Juana
con sus hijas fue condenada a muerte, pero el mismo conquistador y fundador de
Santa Fe don Gonzalo Jiménez de Quesada junto con otros altos dignatarios y
jefes, logró que se revocara, dado que la ciudad “era tierra nueva” y no debía ser
manchada con el cumplimiento de semejante sentencia.
El Prelado accedió a la petición y se limitó a obligar a Juana a reconocer su
falta frente al altar del templo de Santo Domingo, subida en un tablado, con una
soga al cuello y una vela encendida en la mano.
Tanto la negra como sus hijas pagaron la condena en el destierro y nadie
supo dar razón del final de sus días.
Hemos hecho una síntesis de estos curiosísimos sucesos, siguiendo la
narración del autor de “El Camero”, porque resultan de un gran interés, cuando
ya «e pueden situar las dos intervenciones de Juana García dentro del marco de
los fenómenos de indiscutible tipo de parapsicológico. La negra era una “dotada”
con capacidades innegables de clarividente.
Lo que ella dijo en relación con don Hernando, pudo ser un caso de
simulcognición o de precognición, y en cuanto a lo ocurrido a la nave Capitana,
fue sin lugar a equívocos otro caso de clarividencia, tal vez simulcognoscitiva.
Por otra parte, se trata del primer caso conocido en la historia, de la pérdida
de un barco en el famoso sitio hoy llamado el Triángulo de las Bermudas, que ha
sido escenario de casos semejantes muy numerosos, que si bien son un misterio,
constituyen un objetivo de investigación de la ciencia moderna. No se trata de
una leyenda, como puede observarse. Los textos hallados en la narración de “El
Camero”, corresponden a datos obtenidos por su autor en los pliegos de un
proceso que, por lo demás, fue la primera intervención de la Inquisición española
en la Nueva Granada, con la actuación del primer Obispo titular de Santa Fe y el
más destacado de los conquistadores.
Para ilustrar a nuestros lectores que no estén familiarizados con el léxico de
la ciencia parapsicológica, transcribimos estas definiciones:
PRECOGNICION. — Facultad de conocer directamente, en un determinado
momento, lo que sucederá en el futuro.
SIMULCOGNICION. — Facultad de conocer directamente un acontecimiento
que en este mismo instante está sucediendo, existe o está siendo pensado.
Estas definiciones son las que da el eminente parapsicólogo Padre Oscar
González Quevedo, en su obra “El Rostro Oculto de la Mente".
Juana García, en consecuencia, merece figurar en el Catálogo de las grandes
médiums, como Eusapia Paladino y Florencia Cock, si hubiera vivido en nuestro
tiempo. No sólo no hubiese sufrido castigos y destierro, sino que hubiera
merecido ser estudiada en los grandes centros y universidades del mundo, hoy
dedicados a las investigaciones de los misteriosos fenómenos paranormales.
CAPITULO II

Inés de Hinojosa. Inés de Castrejón. Una licuadora de maridos y amantes. El

primer músico y profesor de baile de la Colonia. Dos Crímenes espeluznantes. La

segunda Inés salva la vida al primer falsificador de moneda. Hace dos siglos se

inició nuestra devaluación monetaria.


Para hallar hechos interesantes en la historia de los primeros años de la
Colonia, en los cuales la mujer, —una o varias,— desempeña el papel principal,
es forzoso acudir a la única fuente de información conocida. Esa fuente es “El
Carnero” del santafereño Juan Rodríguez Freyle.
Tan precioso documento, escrito en un estilo llano, fácil, saturado de un
delicioso humor, narra lo- que el autor pudo ver y recoger desde la Conquista
hasta el año 1638.
Desde luego, no podemos apartamos en nada del contenido de los episodios
que dicha obra ofrece. De ellos hemos escogido algunos que, por mostrar como
actores principales personas del sexo femenino, corresponden a la intención de
quienes nos metimos en estas danzas históricas.
Los sucesos que vienen a continuación, se produjeron durante la presidencia
de don Andrés Díaz Venero de Leyva, cuyo mandato transcurrió entre 1564 y
1573, señalándose su gestión como una de las más progresistas de la Colonia.
Cuenta el señor Rodríguez Freyle que en aquellos tiempos residían en Ca-
rora, de la Gobernación de Venezuela, don Pedro de Ávila y su mujer doña Inés de
Hinojosa. Aquél era un tahúr empedernido y un mujeriego incurable, pese a que
doña Inés era de una sobresaliente hermosura. Ella vivía en permanente conflicto
con su marido por las causas anotadas, pues no solo el vicio y las malas mañas
minaban la paz hogareña, sino que estaban causando lentamente la ruina
económica del matrimonio.
Un día cualquiera, la población se agitó con la llegada de un personaje
venido de España, llamado Jorge Voto. No era un comerciante, ni un enviado de
la Corona con un cargo público. Era simplemente un músico de la leva y un
bailarín profesional. Y aunque el autor no lo diga, el recién llegado tenía que ser
andaluz, pues lo único que le falta en su catálogo de habilidades era el ser torero,
cosa explicable, pues en tales épocas el arte de Frascuelo y Manolete apenas
estaba en pañales.
Su presencia en el tranquilo poblacho despertó la curiosidad que era de
esperarse, y muy pronto estuvo instalado con una escuela de danzas y guitarra,
para la enseñanza de las gentes jóvenes del lugar. Sobra decir que fue el primer
profesor de esta ciase que llegó al Nuevo Reino.
El anuncio de su “Academia” despertó gran entusiasmo en el vecindario y
pronto llegaron a matricularse los primeros alumnos. Entre ellos quiso contarse
una sobrina de doña Inés, llamada Juana, quien con la venia de don Pedro,
obtuvo para el maestro la entrada a la casa para iniciar las primeras lecciones.
Es posible que el hombre de las cuerdas y el baile hiera un mozo bien
plantado. Y aunque así no lo fuera, lo cierto es que con su arte y su audacia,
logró no solo entrar en la residencia del matrimonio Ávila—Hinojosa, sino
también en los dominios románticos de la dueña de casa. Su conquista fue con
rendición total de armas y bagajes por parte de la dama, y las cosas fueron
fáciles, por cuanto el señor de Ávila pasaba largas horas en la tienda prendido de
los dados y la baraja, o en sus andanzas de perdona vírgenes del pueblo.
El romance vedado, —dice el cronista—, llegó a tal punto de alocada
temperatura, que un día acordaron y concertaron la forma de deshacerse de don
Pedro.
El plan fue diabólico. Jorge fingió clausurar la escuela, como efectivamente lo
hizo. Pagó el alquiler, empacó bártulos y salió de Carora rumbo a Pamplona,
como lo anunció ostentosamente. En realidad solamente caminó tres días, al cabo
de los cuales y viajando de noche, regresó disfrazado.
El músico conocía de sobra los lugares más frecuentados por el marido de
doña Inés en sus trasnochos de jugador. Le fue fácil esperarlo y en una oscura
calleja lo dejó difunto de dos estocadas. Salió luego sigilosamente del poblado,
recuperó su cabalgadura que había ocultado previamente y reanudó su viaje a
Pamplona, donde recibió aviso de su amante quien hizo los más espectaculares y
bien ensayados aspavientos y los más sonoros llantos, ante el cadáver de su
esposo. La desvergonzada mujer pedía a gritos justicia al Cielo y la tierra, y las
autoridades por su parte, no solo procedieron a hacer toda suerte de diligencias
para localizar al autor del crimen, sino que alcanzaron a detener a varios
individuos equivocadamente señalados como sospechosos de semejante delito.
Nada se pudo aclarar por el momento y el vecindario, lo mismo que la autoridad,
supusieron finalmente que el caso tuvo como causa un lío por faldas, o una
pendencia originada en la mesa del juego.
Y sigue don Juan Rodríguez con su intrincado relato.
Pasó un año, y ya para entonces Jorge Voto tenía en Pamplona funcionando
a todo timbal su escuela de guitarra y baile. Mientras tanto, doña Inés fue
lentamente vendiendo sus bienes que no eran pocos, y cuando los convirtió en
metálico se fue igualmente a la ciudad de Ursúa y Velásquez de Velasco, para
reunirse con su musical compañero.
Como puede observarse, el plan marchó a las mil maravillas. Con disimulo y
cautela las relaciones se reanudaron, y Jorge e Inés terminaron casándose como
dos buenos cristianos, hecho lo cual, la pareja resolvió irse a vivir a la lejana
ciudad de Tunja, donde el guitarrista bailarín reabrió labores docentes con gran
éxito, porque además encontró clientela y discípulos en Santa Fe, a donde viajaba
con alguna frecuencia.
La casa que habitaron en Tunja estaba situada en la llamada Calle del Árbol,
frente a la ocupada por el Escribano Baca, cuñado de don Pedro Bravo de Rivera.
Doña Inés era lo que se llama “una mujer fácil”, de aquellas que poco usan la
palabra No, pues no pasó mucho tiempo sin que aceptara los requiebros de su
vecino don Pedro, quien muy pronto se convirtió en el tercero de a bordo de esta
equívoca aventura.
En efecto, él buen vecino simuló habilidosamente estar enamorado de Juana,
la primera alumna de la “academia” Voto. Con todas las de rigor solicitó
respetuosamente permiso para visitarla, lo cual fue muy del agrado de los dueños
de casa. Así logró poner en verde el semáforo, y la inocente Juana fue la pantalla
para que la generosa Inés siguiera coleccionando pecados mortales.
Pero don Pedro fue mucho más lejos que su antecesor. Logró tomar en
arrendamiento una residencia que colindaba con la del bailarín, y para facilitar
sin tropiezos las entrevistas, hizo construir un oculto pasadizo que precisamente
comunicaba las dos alcobas “lit a lit”, como dicen los franceses, o sea lecho a
lecho, y que estaba disimulado por los cabeceros de las dos camas.
Ya el lector puede comprender que la habilidad de los colombianos de hoy
para construir túneles, data de algo más de cuatro siglos. Sólo que en la Colonia
servían para saqueos eróticos de tipo adulterino, y los de ahora se utilizan para
asaltos a las cajas del Banco de la República y los arsenales del ejército nacional.
El alma de doña Inés, bajo tan contundentes atractivos, era como mandada a
hacer al mismo Lucifer, pues al cabo de poco tiempo fue ella la que propuso al
nuevo amante eliminar al hombre de la guitarra, pues de lo contrario tendrían
que liquidar los tortuosos amoríos.
Don Pedro no hallaba la forma expedita de lograr tan siniestro propósito por
su propia mano, y buscó un cómplice; acudió a su propio hermano Hernán, quien
se negó a hacerlo, reprochándole abiertamente su proceder. Sin embargo, el
inicial rechazo fue en vano, porque el Bravo de Rivera logró la colaboración de
Pedro de Hungría, sacristán de la Iglesia Mayor de Tunja, quien no solamente
aceptó la propuesta, sino que consiguió vencer la resistencia de don Hernán.
Doña Inés presionaba descaradamente a su amante para la ejecución del
proyecto, y al efecto, don Pedro no tuvo empacho en casarse con la joven Juana,
obteniendo que el de Voto viajara a Santa Fe para sacar la licencia episcopal del
enlace.
Eso era precisamente lo que deseaban los dos criminales, porque Bravo y el
de Hungría salieron detrás del músico, quien se hospedó para pernoctar en una
posada junto al río Teatinos, en el camino hacia la capital del Nuevo Reino.
Voto dormía tranquilamente cuando llegaron allí los dos.
El primero traía consigo una daga o puñal y luego de entrar ambos en el
cuartucho, en vez de asesinar al durmiente como estaba planeado, Bravo tiró a
Jorge Voto de los pies, por lo cual éste despertó dando gritos de alarma, creyendo
que se trataba de ladrones o algo parecido.
No se sabe en realidad lo que pasó en esos momentos confusos. Parece que
Hernán, acosado por el arrepentimiento de un crimen que no alcanzó a cometer,
optó por despertar a Voto. Lo cierto fue que los tres terminaron regresando a
Tunja.
La de Hinojosa continuó en la tarea de urdir nuevos planes con su amante de
tumo, pero procurando que Voto no entrara en sospechas, por lo cual no se volvió
a hablar del matrimonio, lo cual no impidió la concertación de una nueva celada.
Consistía en que Hernán Bravo y Pedro de Hungría, disfrazados con ropas
femeninas, se situaran junto a la quebrada de Santa Lucía, a donde sería llevado
con engaños el candidato a muerto, para asesinarlo en la oscuridad.
Al efecto, doña Inés dispuso organizar en su casa una comida, a la cual
fueron invitados la víctima y los victímanos. Hubo profusión de copas, se cenó
abundantemente, y al final de la comilona, don Pedro le manifestó al músico con
la mayor naturalidad, que dos damas estaban muy interesadas en oírlo tocar la
vihuela, y se ofreció a acompañarlo para tal fin, luego de que Voto se manifestó
encantado con la novedad, en la cual adivinaba la posibilidad de una aventura de
alcoba.
Cuenta el cronista que cuando Voto alistaba el instrumento, fue advertido
por Hernán Bravo en forma disimulada de que no saliera, porque iba a correr un
grave peligro, a lo cual el guitarrista no hizo ningún caso, tomando la advertencia
como cosa de broma.
Bravo y Voto salieron rumbo a la quebrada. La noche era oscura y todo se
prestaba para los planes más oscuros todavía, que habían urdido los invitantes.
En efecto, un poco adelante, Pedro y Hernán salieron de un matorral y la
emprendieron a estocadas contra el infeliz Voto, a quien lanzaron a una
hondonada profunda, luego de convencerse de que estaba sin vida. Cumplido el
sanguinario propósito, se dispersaron en silencio, cada uno para su casa.
Desde las primeras horas de la madrugada siguiente, el cadáver fue
descubierto, pues la quebrada era la fuente de abastecimiento de agua potable de
la localidad, y allí acudían desde temprano numerosas gentes a proveerse.
Las autoridades llevaron el muerto a la plaza principal, donde quedó
expuesto a la vista pública. Es de imaginarse el revuelo que el hecho causó en el
vecindario, que se arremolinaba junto a los despojos haciendo toda clase de
comentarios reprobatorios de tan horripilante crimen. Naturalmente, entre
quienes más alzaban la voz pidiendo justicia y castigo y lamentando el asesinato
del desgraciado músico, estaba doña Inés, quien no economizó lágrimas, mocos y
lamentos e hizo derroche de simulados desmayos, lo cual no le sirvió para
engañar al Corregidor que la hizo detener e incomunicar en la cárcel.
Don Pedro, igualmente tratando de ocultar su complicidad, se había ido a
misa. Con la más edificante pero falsa piedad hizo la genuflexión y se santiguó al
entrar al templo. En el coro lo esperaban los alguaciles que lo capturaron y le
colocaron un par de grillos, para conducirlo también a la cárcel. Su hermano
Hernán, más nervioso que los otros dos criminales, había huido a las afueras de
Tunja, pero pocas horas más tarde cayó en manos de la autoridad que lo localizó
en un maizal.
El santurrón sacristán don Pedro de Hungría tuvo mejor suerte. Ya en la
propia iglesia, en momentos en que ponía las vinajeras en el altar, fue
incriminado por el oficiante, quien le preguntó por qué tenía las mangas de la
camisa ensangrentadas, y si no era que había sido uno de los asesinos de Voto, lo
cual negó rotundamente. Concluido el oficio religioso, y mientras el sacerdote
hablaba con el Corregidor, seguramente para informarle lo ocurrido, el audaz
cómplice se escurrió por entre la alborotada multitud, llegó a la casa de don
Pedro, tomó un caballo que estaba listo para la fuga, y echándose al bolsillo una
buena suma de monedas de oro, emprendió galope hacia Occidente.
La cabalgadura tenía que ser extraordinaria; en dos días y sus noches, sin
parar, llegó a las cercanías de Ibagué y se ocultó en la finca de un agricultor un
par de días. Ello se supo por informaciones que éste dio a las autoridades cuando
llegaron en busca del criminal a dicho lugar. Nada más se conoce del sacristán y
fueron inútiles las pesquisas y averiguaciones que se hicieron para hallarlo.
El crimen causó un explicable estupor en todo el territorio del Nuevo Reino.
Era en realidad el primero de semejantes características que ocurría en el pacífico
territorio, y fue el propio presidente don Andrés Díaz Venero de Leyva, quien
resolvió asumir la investigación y dirigir la marcha del proceso, para lo cual viajó
a Tunja inmediatamente, luego de que fue enterado.
Rodríguez Freyle remata su relato, añadiendo que los socios de esta diabólica
empresa fueron todos condenados a muerte. Pedro Bravo de Rivera y su hermano
Hernán fueron decapitados en la plaza principal de la pequeña Tunja, ante la
mirada horrorizada de las gentes que presenciaron también el ahorcamiento de
doña Inés, cuyo cuerpo quedó colgado de una soga en un árbol cercano a su
propia casa.
Del relato del cronista santafereño hemos hecho simplemente una síntesis,
ceñida a la verdad de lo escrito, y solo resta explicar que hemos incluido el
episodio con todos sus detalles porque, como ya se dijo, fue el primer crimen de
estas características de que se tenga noticia en la historia colonial, y fue la
primera autoridad, en la persona del Presidente Venero de Leyva, la que se hizo
cargo de administrar justicia.
Por otra parte, la víctima fue el primer bailarín y músico profesional que se
asomó a estas tierras y en estos acontecimientos escalofriantes el principal actor
fue una mujer de rostro angelical y alma tenebrosa, doña Inés de Hinojosa.
No es bueno concluir el capítulo, sin presentar la narración de la primera
falsificación de moneda de que se tenga informe. Pero antes de hacerlo queremos
señalar al primer mandatario colonial como uno de los funcionarios más
avanzados, eficientes y progresistas.
Durante su gestión ordenó la creación de escuelas en todas las poblaciones,
para la instrucción de indios y españoles, así como la de colegios para los hijos de
los caciques nativos. Inició la construcción de caminos y el mejoramiento de los
existe riles. Eliminó el transporte a lomo de indígena, sustituyéndolo por el
empleo de muías, para lo cual trajo de España burros y yegüas; así libró a los
aborígenes tic un trabajo humillante y agotador y les permitió dedicarse de lleno a
la agricultura, sin desarraigarlos de su medio. Estableció intérpretes de las
lenguas y dialectos de las distintas tribus, a fin de que los naturales pudieran
expresar sus quejas y reclamos y agilizó y mejoró la acción de la justicia.
A su regreso a España, llevó como regalo a S. M. Felipe II el tubérculo
llamado “turma” por los nativos, y que hoy se cultiva y consume en el mundo
entero. El soberano quedó admirado de su sabor agradable y a su vez lo envío
como regalo al Papa de entonces, circunstancia que modificó el nombre de la
legumbre por el de papa con que se conoce. Tal vez el lector coincida con los
autores de estos relatos en que el cambio le quitó un poco de su imagen
vernácula.
Y ahora, venga a cuento la falsificación. En aquellos años no había moneda y
las transacciones se hacían con oro en polvo, lo cual se prestaba a dificultades y
problemas explicables; el Gobernante eliminó esta irregularidad, organizando la
amonedación del metálico en pequeños tejos de diverso valor, según su tamaño y
peso, sin atender a la ley.
El caso del fraude monetario se produjo cuando un comerciante de la Calle
Real de Santa Fe, llamado Juan Díaz, logró sobornar a un negro y a un
muchacho que trabajaban con el Ensayador don Juan Núñez en la casa donde el
Gobierno realizaba la elaboración de las monedas, y quienes le suministraron al
tal Juan Díaz un marcador.
El comerciante, a partir de ese momento, se dedicó a recoger todo lo que
pudo en utensilios y objetos de cobre, los que una vez fundidos, los iba
convirtiendo en relucientes tejos, con los cuales invadió la pequeña capital.
El caso se descubrió casualmente, cuando una de las monedas cayó en
manos de un ensayador, quien dio cuenta al Presidente don Lope Diez Aux de
Armendáriz.
El Alcalde de Santa Fe, don Diego Hidalgo de Montemayor, y don Luis
Cardozo fueron encargados de la correspondiente investigación; hicieron un
recorrido por las distintas tiendas de la Calle Real, hasta que en la de Juan Díaz
localizaron candeleras, olletas y pailas junto a la hornilla de fundición, así como
el marcador robado.
Se le siguió juicio al falsificador y la justicia no se anduvo con paños de agua
tibia, pues lo condenó a ser quemado vivo.
Tan tremenda sentencia alborotó el vecindario que ya se imaginaba al infeliz
amarrado a una pira y al verdugo poniéndole fuego, para transformado en
chicharrón humeante.
Aquí interviene una mujer; otra Inés, muy distinta a la de Hinojosa. Era la
joven Inés de Castrejón, hija del Presidente.
Estaba cerca la Navidad y ella quiso pedirle el aguinaldo a su padre, quien le
ofreció cariñosamente darle lo que quisiera. La niña no vaciló y le rogó que, como
regalo navideño, le perdonara la vida a Juan Díaz, a lo cual tuvo que acceder
gustoso el mandatario, conmutándole la pena por la de 200 azotes y una
temporada de galeras, lo cual se cumplió, como reza la crónica.
El Gobierno tomó precauciones para evitar un nuevo caso de falsificación,
recogiendo la moneda falsa que estaba circulando y poniendo en funcionamiento
una nueva marca. Además se fijó la ley del metálico en trece quilates, con lo cual,
dicho sea de paso, sin quererlo ni sospecharlo, se produjo la primera de la
interminable serie de devaluaciones que comenzó en el Nuevo Reino de Granada y
sigue funcionando en la actual República de Colombia.
CAPITULO III
Cecilia de Caicedo y Valenzuela.

Un Virrey Manso y un cornudo resignado. Cómo nacieron el DANE y el papeleo

oficial, dos plagas inmortales.

Una batalla de mitras y solideos.

En 1724 se vivió un episodio que ha podido ser la primera Tele—novela.


En 1718 se estableció en el Nuevo Reino por primera vez el Virreinato, para
sustituir el sistema presidencial, que no fue, desde luego, un régimen electivo,
sino de nombramiento y remoción libre de S. M. el Rey» Simplemente esos
mandatarios se llamaron Presidentes, como hubieran podido llamarse
Comendadores. Cuestión de denominación caprichosa de la Corona.
El primer Virrey fue don Antonio de la Pedrosa y Guerrero, señor de la Villa
de Buxes, quien tuvo un título un poco más largo que su gobierno, pues en 1719
fue reemplazado por don Jorge Villalonga, Caballero de la Cueva de Santiago.
Nada explican las crónicas sobre la corta permanencia del primero en
Santafé; es de presumir que hubiera solicitado su relevo, por físico aburrimiento,
pues no alcanzó, en realidad, a calentar su silla. Tuvo que sentir la nostalgia de la
buena vida, de los vinos de viejas soleras, de la mesa generosa, de los muelles
días de la Corte con sus fiestas y recepciones, durante un período casi
cronológicamente exacto de doce meses, pasado en medio de ruanas y burócratas
holgazanes en el frío confinamiento del altiplano. Santafé no ofrecía ningún
halago que pudiera disfrutarse, y el Virrey determinó pedir el traslado a su
soberano, como tuvo que ocurrir. A lo mejor don Antonio era de esos palaciegos a
quienes les agradaba más hacer genuflexiones que recibirlas. Se marchó a Madrid
y nada más se supo de tan fugaz personaje.
Eran tan pocos y menudos los atractivos que la incipiente ciudad podía
proporcionar, que ni siquiera la tarea del gobierno daba motivos de actividad y
mucho menos, de esparcimiento. Levantarse tarde; mirar algunos papeles o
documentos; repasar la cédulas reales; oír algunas quejas contra encomenderos
inescrupulosos; asistir a las rutinarias reuniones de la Real Audiencia y vivir
eternamente sometido al chocolate acompañado de amasijos y colaciones, que le
enviaban las monjas de Santa Clara, salir de vez en cuando a cazar un venado,
concurrir a la Catedral cada vez que sonaran las campanas, he aquí un programa
tan corto en distracciones como en trabajo. La época no daba para más y, salvo
raras excepciones, tal era la forma como transcurrían los gobiernos
presidenciales y virreinales de la Colonia.
El mandato de don Jorge Villalonga tuvo una duración de tres años, durante
los cuales sólo mostró imaginación para producir dos actos oficiales: el primero,
ordenar que los registros parroquiales se llevaran en dos libros, uno para
nacimientos y otro para defunciones, pues el segundo no existía y se faltaba en
ello a las recomendaciones de la Recopilación de Indias. Como se ve, también los
párrocos y doctrineros administraban ejemplarmente su pereza.
En la mañana del 26 de enero de 1720, Su Excelencia el señor Virrey
amaneció con ganas de trabajar. En el ampuloso estilo de la correspondencia
gubernamental envió al Arzobispo Fray Francisco del Rincón una nota, en la cual
le hacía su exigencia. El Prelado, al leer la comunicación, tuvo que sentir cierto
fruncimiento, al darse cuenta de que el Virrey le estaba invadiendo sus territorios
episcopales. Entonces, para sentar un precedente, determinó no sólo abrir los dos
libros exigidos, sino añadir dos más, uno para registrar matrimonios y otro para
confirmaciones. Tal parece haber sido la partida de nacimiento del papeleo oficial
colombiano, que tantos males ha producido en nuestra historia y tantos
burócratas ha engordado con los dineros públicos. También puede decirse que
este fue el origen de nuestras estadísticas, que en esos tiempos aunque no
mostraban como ahora lo relacionado con las fluctuaciones del costo de la vida, sí
señalaban las explosiones y deflaciones demográficas.
El Virrey, como se ve, estaba dispuesto a hacerse sentir, y para ello lo más
indicado era tocar el inflamable callo de los tributos. Y empezó por lo alto, porque
también dirigió un mensaje de exhorto a los clérigos del virreinato, para que se
pusieran al día en el pago de los derechos a la Corona, por concepto de ventas de
tierras y otros bienes, pues desde que se habían establecido en 1692, no se
estaba cumpliendo con esa obligación. Nada menos que 28 años de mora llevaban
los recaudos. Menos mal que tales cosas no ocurrieron en los actuales tiempos, ni
se gravaba al contribuyente con intereses. Hoy hubiera sido muy distinto y los
morosos levitas estarían colgando de un juicio de embargo.
Tomadas dichas providencias que agotaron su capacidad de trabajo, el Virrey
rubricó su gestión con el segundo acto de gobierno, con una ocurrencia peregrina
que planteó a la Corte y que ésta inexplicablemente aceptó. Pidió nada menos que
se suprimiera el virreinato y se volviera al régimen presidencial, como en efecto
ocurrió en 1722, cuando viajó a España, posiblemente a contar las grandes
realizaciones de su mandato y a ponderar las excelencias de la vida santafereña.
Fue el primer presidente de la segunda época don Antonio Manso y Mal-
donado, quien según informan los cronistas, era un mandatario de los de capa y
espada. En cuanto a lo Manso, ya se verá cómo este caballero no le hizo mucho
honor a su tranquilizador apellido.
No se sabe qué razones tuvo para trasladarse al Nuevo Reino dejando en
España a su esposa e hijos; él dio como motivo principal la pobreza. Habrá que
creerle al señor Manso, pero tal vez la razón de haber llegado solo, como los
ejecutivos de hoy cuando salen “en viaje de negocios”, se explique mejor un poco
más adelante.
El Presidente se había posesionado de su cargo el 17 de mayo de 1724, y
para empezar tuvo que enfrentarse a un problema de sacristía, consistente en
que al morir el año anterior el titular de la Arquidiócesis, había sido nombrado
como sucesor don Claudio Alvares de Quiñones, quien considerando de poca
monta dicho cargo, no se movió de la Península para ocuparlo y prefirió enviar
poderes para el desempeño del mismo al Arcediano don Francisco Mendigaña
Armendáriz, el cual entró de inmediato a ejercer el arzobispado, pero sin
abandonar el arcedianato.
Lo anterior trajo como consecuencia la consiguiente protesta de los
Canónigos del Capítulo, sus antiguos compañeros, a quienes esta doble posición
de su eventual jerarca los perjudicaba en su escalafón y en sus estipendios. Se
presentó una situación parecida a lo que ocurre con los escalafones militares,
cuando un General no quiere ceder el paso pidiendo su retiro del servicio activo, y
se arma en .su contra una trama de intrigas por parte de los coroneles que vienen
empujando y esperan el anhelado tumo, puliendo charreteras y calentando soles.
Los canónigos hicieron su reclamo y lo presentaron a la Real Audiencia,
teniendo en cuenta que el señor Mendigaña había sido ya designado Arzobispo de
Santo Domingo, pese a lo cual siguió disfrutando tranquilamente de las dos
prebendas en Santa Fe. El Presidente tuvo al fin que intervenir en semejante lío
de mitras y solideos y, al efecto, determinó declarar vacante el arcedianato. Pero
el señor Mendigaña estaba amañado y trató por todos los medios de defender su
doble sueldo. Envió cartas alegando que sólo la autoridad eclesiástica podía
suspenderlo, que la Real Audiencia lo estaba persiguiendo y que el directo
responsable de todo era el Arzobispo ya nombrado, que debía asumir sin tardanza
sus funciones.
El pleito concluyó cuando por fin arregló maletas y en 1726, después de tres
años de forcejeo, se marchó para Santo Domingo a estrenar báculo en la capital
antillana.
Muy poco señalan las crónicas de la época sobre el gobierno del Presidente
que duró siete años; pero no se crea qué estuvo muy inactivo en su sillón, porque,
en cambio, se dedicó a otros menesteres y actividades que contradicen la
“mansedumbre” de su apellido.
Liquidado el problema antes descrito, a don Antonio no le quedó más que
hacer que lo que ahora se relata.
El gobernante no era ningún joven. Había prestado 34 años de servicios a la
Corona, desde soldado raso hasta el alto cargo que ahora desempeñaba en el
Nuevo
Reino; era de calcularse, por consiguiente, que se estaba acercando a la gris
edad de los 60 calendarios.
Era lo que se llama un hombre mundano. De fácil charla y modales
distinguidos, sabía ponerse a tono con quienes con él hablaban. Había hecho una
carrera militar si no brillante, lo suficientemente larga como para haber recorrido
muchas tierras y alternado con muchas gentes.
Las mujeres se sentían atraídas por el otoñal personaje, y en los chocolates
tradicionales, o en las fiestas frecuentes, o a la salida de la Catedral, no faltaban
de vez en cuando tímidas sonrisas de las friolentas damas santafereñas.
Cuando se tiene personalidad un tanto donjuanesca, se cuenta con más de
medio siglo de edad y se está ayunando matrimonio, el demonio de la carne
aumenta sus tentaciones y muchos hombres, tal vez por la sensación
subconsciente de estar llegando al anochecer de la vida, se van detrás del canto
de cualquier sirena con un entusiasmo de bachilleres imberbes.
Tal fue el caso de don Antonio.
Ella se llamaba Cecilia de Caicedo y Valenzuela y pertenecía a una familia
muy distinguida de la ciudad. Tenía una edad perfumada por una juventud
vibrante de 20 años. Era, al parecer, hija única de un matrimonio que rendía a
pocas cuadras de la sede presidencial. Su padre don Alonso Leonel de Caicedo,
estaba condenado a la perpetua inmovilidad, por una parálisis progresiva que lo
había remitido al lecho desde hacía varío tiempo, pero siempre contaba con los
cuidados solícitos de su esposa y su hija.
Don Antonio tuvo oportunidad de conocer esta familia, y al ver a Cecilia
sintió el latigazo de una pasión desbordada.
Aquí entra en juego el Maligno; porque el alto funcionario, lejos de rechazar o
desviar sus sentimientos, puso cerco a la muchacha, tal vez prevalido de su
elevada posición que le permitía, armado con sus modales elegantes y su
aparente bondad, acercarse frecuentemente, cada vez más frecuentemente a la
encantadora Cecilia.
Porque si se tratara de un impulso explicable en un varón forzosamente
viudo, no le hubieran faltado oportunidades de aplacarlo, sin necesidad de minar
las resistencias morales y físicas de la linda vecina, tan distinguida como
recatada, formada en un hogar virtuoso y honesto.
El Presidente pasó por encima de todos los escrúpulos y procedió lentamente,
con un cálculo frío a su conquista. Al principio las visitas ocurrían por la tarde.
Eran charlas de grupo que no causaban sospecha ni alarma a los padres de la
joven. Pero pronto el asiduo y simulador galán perdió la cuenta del reloj y las fue
prolongando hasta avanzadas horas de la noche. Parece que el buen padre se
dormía pronto, y era entonces cuando el señor Manso disparaba su mejor
artillería sobre la débil resistencia de Cecilia, que finalmente fue cediendo ante las
afiebradas pretensiones.
La madre, doña Isabel María de Valenzuela, presa de justificables temores,
poco o nada podía hacer para evitar el romance; de una parte, no podía llevar
amargura a su esposo, ya demasiado cargado de sufrimientos, y de otra, se sentía
incapaz de un reclamo, de una simple insinuación, a una persona en quien su
alma ingenua veía la presencia de la majestad real en la casa.
Pero como nada hay oculto de tejas para abajo, el secreto empezó a hacerse
voces en el amurriado ambiente de Santafé, donde el chisme era el pan de cada
día, entre otras cosas porque la gente poco distinto tenía que hacer.
Aunque la esclava que prestaba servicio en casa de la niña era persona
discreta, es muy probable que por conducto de su sumisa lengua se filtrara el
primer informe que cobró dimensiones inesperadas, urdiéndose una leyenda llena
de detalles ciertos o imaginarios, cada vez más enredada.
El paso de Su Excelencia a bordo de una litera, transportada por una pareja
de negros importados de Cartagena, era saludado con guiños de ojos, sonrisas
maliciosas y murmullos picantes.
Don Antonio no tardó en darse cuenta de que su aventura era ya plato
suculento de costureros, esquinas, tiendas y tertulias, y un día cualquiera un
funcionario de confianza lo previno sobre lo que estaba ocurriendo, y le manifestó
que si las cosas trascendían a la Corte, se le podría complicar la vida al
mandatario.
Pero el mandatario no dio importancia a su informante, no porque no
comprendiera la gravedad de lo que estaba sucediendo, sino para simular con su
actitud una falsa inocencia que encubriera su malsana conducta.
Sin pérdida de tiempo procedió a buscar un escenario más cómodo para sus
entrevistas con Cecilia. Desde luego, para ese entonces los dos eran ya una
frenética pareja de amantes. Ya la muchacha estaba encantada con placeres un
tanto distintos a los de planchar y coser en medio de rezos y privaciones, y como
los encuentros eran diarios y prolongados, era necesario poner una cortina de
niebla a la maledicencia lugareña.
Don Antonio logró lo que se proponía. Abrió lo que en Francia se llama una
“garconere”, o lo que en Colombia moderna se designa como un apartamento de
solteros. No le costó gran trabajo hallar una pequeña casa cercana a la sede
gubernamental y la tomó en alquiler, y como el propietario sabía de sobra qué tilo
w' iba u dar a su inmueble, aceptó complacido el trato, pues el Presidente palto
por anticipado varias mesadas de arriendo, superando generosamente los
cánones corrientes en ese entonces.
Ya instalado el nuevo nido para los cotidianos escarceos, reformó los
horarios, las entrevistas que dispuso para las horas cercanas a la media noche.
Los negros del transporte presidencial iban a la residencia de Cecilia, quien subía
a la litera que la esperaba, para ser trasladada silenciosamente al nuevo cuartel
de operaciones eróticas. Cumplida la cotidiana faena, la niña regresaba horas
más tarde a su hogar y el Presidente se iba a su lecho oficial, del cual se
levantaba tranquilamente en la mañana para reconciliarse con los deberes de su
cargo. Las entrevistas diurnas quedaron definitivamente canceladas, porque
Santafé era una ciudad minúscula y la gente andaba con los ojos despabilados
sobre la pareja, pescando cualquiera de sus movimientos.
Pero las precauciones no apaciguaron las afiladas lenguas del vecindario, y la
situación se iba haciendo cada día más incómoda para el gobernante y su dama.
La madre de Cecilia estaba literalmente agobiada por la vergüenza y la pena,
luchando entre sus escrúpulos morales y su obsecuente sumisión al señor
Presidente. Entre tanto, el espionaje social de los santafereños logró descubrir la
madriguera, y las habladurías se convirtieron en escándalo público.
Don Antonio, dándose cuenta de que había que concertar nuevas estrategia«
para conservar su suculenta presa, discutió con Cecilia las circunstancias, y
ambos convinieron en una fórmula maquiavélica para mantener la mancebía.
Solo el combustible de una pasión desbocada puede conducir la imaginación a e»
Iremos inconfesables, como en realidad ocurrió.
Era Fiscal de la Real Audiencia don Nicolás Dávila Maldonado, un hombre
caballeroso, de sanas costumbres, pero de una personalidad cartilaginosa. Buen
cumplidor de sus deberes como funcionario, cuidaba su posición burocrática con
un celo de lacayo. Su columna vertebral siempre se curvaba en venias y
genuflexiones ante el Presidente, y éste supo aprovechar tan dúctiles condiciones
del subalterno.
Antonio y Cecilia idearon un plan que tiene cierto parecido con el que puso
en práctica Cagliostro con su amante de tumo, para conseguir dinero, y fue el de
que
Cecilia aparentara interesarse por el reverente Fiscal, hasta hacerlo caer rendido
a sus pies. Más tarde se buscaría la manera de concretar un matrimonio que
cancelaría definitivamente los chismes y los riesgos.
Y así fue. Don Nicolás cayó en la nasa. El Presidente aprovechó
mañosamente la oportunidad de una fiesta para ponerlos en contacto, y siempre
que hablaba con su compañero de gobierno, se hacía lenguas ponderando la
virtud y la belleza de Cecilia, de quien afirmaba que estaba hecha un turrón por
don Nicolás.
Como es de suponer, las ocultas visitas tuvieron que reducirse en número, y
la joven desempeñó su papel a las mil maravillas, oponiendo estudiadas
resistencias a los requiebros de su pretendiente y cediendo lentamente terreno,
hasta llegar finalmente a fingirle un amor de alto octanaje.
La boda se celebró, luego de las formalidades del pedimento de mano a los
padres de la equívoca “señorita”. Doña Isabel no cabía en los vestidos, por la
alegría que experimentaba al ver resuelto un problema tan mayúsculo como
agobiante, y al considerar restañadas las heridas del honor familiar. Su fe
religiosa le decía que esa alma había sido rescatada milagrosamente de las garras
del Demonio, para ser entregada a un excelente caballero, cuyos antecedentes y
conducta anticipaban la seguridad de que sería un esposo que daría la anhelada
felicidad a la descarriada muchacha.
Las murmuraciones se fueron aplacando con el correr de los días, mientras
los amantes fraguaban el segundo propósito de su alocada aventura.
Manso se dio las mañas para reanudar las interrumpidas relaciones, hasta
que, aburrido de escondites y disimulos, hizo lo que el rey israelita con Urías, el
marido de la apetecida Betsabé: lo envió en sus funciones de Fiscal a realizar
investigaciones sobre supuestas irregularidades administrativas, en pueblos
apartados de las lejanas provincias.
El adulterio ya no tuvo estorbos, pero para evitar en lo posible la
reanudación de la maledicencia y la sanción moral de la sociedad santafereña,
don Antonio enviaba a altas horas de la noche su vehículo de tracción humana,
para que trasladara a su amante a la propia casa de Gobierno y la reintegrara a
su hogar, —si así puede llamarse, — con igual sigilo.
Pese a tan extremas precauciones, los hechos trascendieron al conocimiento
colectivo, hasta llegar a los distantes oídos de don Nicolás, quien para salvar su
posición burocrática, soportó con abyecta resignación tan descomunal
cornamenta y se sometió a visitar a su mujer de vez en cuando, a escondidas del
presidencial amante.
Es extraño que nuestros productores de telenovelas y radionovelas
adocenada* y los libretistas y productores del incipiente cine nacional, no
conozcan historia* como esta, que brinda un picante y sabroso argumento como
para una película di' esas que hoy se llaman “taquilleras”.
Pero, volvamos al caso triangular Manso—Caicedo—Dávila.
La opinión general tomó un rumbo diferente. La chismografía y la
murmuración se convirtieron en abierta censura.
Hubo predicadores que hicieron alusiones directas en sus pláticas y
sermones a la turbia conducta de los adúlteros, y finalmente los hechos llegaron
al conocimiento de la Corte.
Se produjo inesperadamente lo que en las épocas coloniales se llamaba un
Juicio de Residencia, proceso al cual todo funcionario tenía que someterse, para
entregar al veredicto de los jueces el examen de sus actuaciones públicas y
privadas.
Los testimonios fueron abundantes. En esos tiempos, cuando se juraba decir
la verdad, toda la verdad y solamente la verdad, acerca de las cosas o hechos
sobre los cuales se tuviera conocimiento, se cumplía a conciencia y sin
vacilaciones con tan grave compromiso, con el nombre de Dios como garante.
Incluso lo* negros esclavos que tenían a sus espaldas el cargo de conducir la
litera oficial, dijeron cuanto sabían bajo la gravedad del juramento.
Una fría madrugada, los santafereños vieron al señor Presidente don Antonio
Manso y Maldonado saliendo de la ciudad, embozado en su capa, jinete en una
muía, rumbo a Honda, de donde siguió a España destituido del cargo, para rendir
cuentas ante los tribunales.
Lo que resta de tan novelesca historia, reposa en los amarillentos archivos
que se guardan en Sevilla.
Es probable que este hombre hubiera ido a parar con sus gastados huesos ii
alguna cárcel. La justicia de entonces no era ni mucho menos un modelo de
blandura para castigar semejantes delitos. Tampoco se sabe nada sobre la suerte
corrida por Cecilia de Caicedo y Valenzuela y su legítimo esposo don Nicolás
Dávila Maldonado. A lo mejor siguieron unidos bajo el mismo techo y sobre el tu
nano lecho, ella quizá añorando las delicias ya marchitas del pasado, y él, feliz de
que, gracias a la justicia del Rey su señor, ya no sentía estorbos en la frente para
ponerse el sombrero. . . .
CAPITULO IV

Violante Miguel de Heredia.

Inés de Salamanca.

Leonor I, la Reina Negra de los Palenques.

Paula de Equíluz.

Elena de Victoria.

Elena de la Cruz.

Jerónima de Holguín.

Luisa de Guevara.

Catalina de Vargas.

María Teresa de Orgaz.

Enfrentamientos entre la autoridad civil y la eclesiástica en el siglo XVII.

La chicha es excomulgada.

El gobierno colonial se desmoraliza.

De ayer a hoy no han cambiado mucho las cosas. El clero se declara en paro.

Los negros se sublevan.

Cacerías de brujas y parrillada de hechiceras.

La Inquisición entra en escena.

El Aquelarre criollo.

Un alcalde fratricida.

Un Presidente sátiro.

Un pintor alcahuete.

Una madre proxeneta.


La historia del Nuevo Reino de Granada, con su mandato de presidentes de
capa y espada en el siglo XVII, es una sucesión de luchas contra las tribus
indígenas que, agobiadas por los vejámenes de la reciente dominación, se
sublevan a medida que la ocasión les es propicia, como acontece con los Pijaos,
los Yarigüies, los Carares, los Arayas y los Andaquíes, o de incursiones de flotas
piratas, como las comandadas por Francisco Ñau, Namburg, Juan Cristóbal
Cordello, Guillermo Dawzon, Morgan, Pointis y otros, que tenían su base en la
Isla de la Tortuga, y que por años lucharon para convertir a Santa Catalina y
Providencia en algo similar, o asolaron a Santa Marta, Cartagena y Riohacha en
repetidas ocasiones.
Es también la época de las brujas y de las disputas entre la autoridad
Eclesiástica y la Civil, por motivos baladíes, entre engreídos gobernantes y
arzobispos intransigentes, que deja en primera instancia un saldo de destierros
revocados y de excomuniones tan sin efecto como las incumplidas deportaciones.
En algunos casos las rencillas llegaron hasta el final, como la suscitada entre
el irascible Arzobispo don Bernardino de Almanza y el dominante Presidente don
Sancho Girón, Marqués de Sofraga, que, iniciada por una supuesta descortesía,
al estilo de la que produjo tantos problemas y revuelos en la corte de Francia y en
el mal genio de Luis XV, por causa de la antipatía de María Antonieta a la de Du
Barry, tiene un melancólico epílogo, cuando en 1638, en la armada que llevaba a
España el cadáver del prelado, también partía prisionero por malos manejos el
ex—presidente, lo cual le hizo exclamar:
— Estoy temblando de que, hasta a la otra vida, me ha de ir siguiendo el
Arzobispo.
Así como en su conciencia, agregamos nosotros, de ser verdad los
persistentes rumores corridos en la época, sobre envenenamiento por parte de los
agentes del Marqués, ya que se dice que en la muerte del mitrado, hubo arsénico
oficial de por medio

Ocurren igualmente frecuentes prohibiciones del expendio de chicha, con


miras a conjurar los efectos que su excesivo consumo producía en la población.
Teniendo en cuenta que las disposiciones de carácter civil habían sido nulas en
sus resultados, llegó incluso a sancionarse su producción y consumo con
excomunión, por parte del Arzobispo fray Ignacio de Urbina. Esta hubo de
levantarse a poco, por petición de un Canónigo, cuando fray Ignacio estaba
arrepentido de haberla promulgado, en vista de que había corrido la misma
suerte que las restricciones de la autoridad colonial. En esos tiempos, prohibir la
chicha, era tan absurdo como prohibirles hoy a los escoceses tomar whisky, a los
franceses y españoles el vino, los espagueti a los italianos, el vodka a los rusos y
el fútbol a los argentinos.
Así mismo el siglo XVD es tristemente célebre en el Virreinato, por la relación
moral de algunos presidentes y oidores. El soborno y el cohecho, así como tu
explotación de las causas de juego por parte de los mismos funcionarios, son
prueba evidente de una administración en la cual había desaparecido por entero
si «cutido moral.
Si damos un salto de tres siglos para mirar por un momento la Colombia de
hoy, parece, al menos en parte, que es cierto aquello de que “la hija por la mama”,
corno dice el pueblo, y de que “lo que se hereda no se hurta”, como reza el reirán.
En general los presidentes son en su mayor parte mandatarios que, mal
escogidos, se preocupan sólo por enriquecerse en forma indebida, disfrutar su
posición y recibir honores, como buenos peninsulares, dentro de un sistema en el
nial, debido a la autonomía de las provincias, la dificultad de las comunicaciones
V otros factores, falta unidad para el ejercicio de la autoridad y el gobierno.
Pero como toda ley tiene su excepción, también esta penosa situación la
ofrece en las figuras de Juan de Borja y Juan Fernández de Córdoba, esos sí,
gobernantes probos e ilustres.
La penuria fiscal es así mismo otra de las características de esta etapa. Se
carece de armamento y de tropas para hacer frente a las depredaciones de
corsarios y filibusteros, porque España no las suministra en las cantidades
requeridas, lumia tanto la Colonia no cubra su importe, y ésta no podía hacerlo
por carecer de fondos. Y cuando los elementos bélicos, luego de repetidas
peticiones, llegan a puerto, se almacenan y renace la confianza, el día en que se
van a utilizar, se encuentra, por ejemplo, que la pólvora ha sido parcialmente
sustituida por arena, por obra y gracia de las guarniciones de los fuertes que la
venden a los particulares, pagándose así por la derecha para poder subsistir, en
vista del atraso considerable en la cancelación de sus salarios y mesadas, por
parte de las autoridades españolas.
No han cambiado mucho las cosas desde entonces, como puede observarse.
Solo que ahora, a los funcionarios con buenas uñas, se añade una verdadera
endemia de paros y huelgas por circunstancias más o menos semejantes.
Es, desde luego, apenas natural que en un estado de cosas como el
comentado, se produzca una sublevación de esclavos, con la consiguiente
elección de una reina para el gobierno de las negritudes O que Santafé sea
víctima de las tropelías de un
Presidente, o de los escándalos de un Oidor, o de! descarado funcionamiento de
los garitos oficiales, en donde con mil truculencias se le arrebata a los gobernados
sus modestos ingresos, o de que hasta la primera figura del arte colonial,
Gregorio Vásquez de Arce y Cebados, aparezca mezclado en un curioso lío de
faldas, con escalamiento y fuga. Y en el fondo de esta revoltura de trampas y
delitos, las sonrisas y las sedas femeninas, que producen no solamente
habladurías sino situaciones tragicómicas, como vamos a verlo.
En todos los tiempos el incienso ha desempeñado un papel importante, en el
altar y en la política. Son contados los monarcas, presidentes y funcionarios de
toda laya que no hayan caído en la tentación de que les batan un incensario para
llenarles el espíritu con el humo de la adulación.
En el siglo que nos ocupa, sin embargo, tuvo lugar un serio incidente por
causa de este elemento turiferario. Era Presidente del Nuevo Reino don Juan de
Borja, hombre de estirpe noble, nieto de Francisco el santo que se entregó al
servicio de Dios, cuando contempló el cadáver de su reina, horriblemente
carcomido de gusanos. El Presidente era bastante pagado de sus pergaminos y su
grupo sanguíneo, y exigía un tratamiento de rigurosa etiqueta y cortesanas
maneras a las gentes de Santa Fe, sin exceptuar las mismas jerarquías
eclesiásticas.
Don Juan tuvo un fuerte altercado con el Capítulo de la Catedral, debido a
que exigió que en las ceremonias religiosas fuera incensado, lo cual ofendió a los
dignatarios, quienes de mala gana cumplieron la disposición. Pero la cosa fue
mucho más lejos, pues el día de la fiesta de Santa Lucía del año 1615, durante
unos oficios religiosos en el convento de las monjas Concepcionistas, mandó el
puntilloso gobernante que el oficiante no sólo le batiera a él el incensario, sino
también a su esposa doña Violante Miguel de Heredia. El sacerdote se negó a
satisfacer semejante extravagancia, lo cual alborotó los hígados al católico don
Juan, quien no tuvo inconveniente en insultar al religioso, en medio del
escándalo de la concurrencia y la indignación de los clérigos. Estos últimos le
escribieron una carta al Rey Felipe m, quien le envió a vuelta de correo una fuerte
reprimenda. El alto funcionario, como represalia, hizo construir debajo del arco
toral de la Catedral una tarima para uso exclusivo de doña Violante, lo cual
mantenía en ascuas a los Canónigos, porque esa especie de palco no era
solamente una demostración de impositiva pedantería, sino un estorbo para las
ceremonias y las procesiones. Y por si fuera poco, el Presidente dio en la
costumbre de llegar con bastante retardo a las funciones eclesiásticas, lo cual
trastornaba el orden de los horarios de las misas. Por lo de la tarima también S.
M. le tiró las orejas a don Juan, quien no se tomó el trabajo de darse por aludido.
De esta suerte, en el enfrentamiento de los dos poderes, que estuvo a punto
de provocar una crisis seria, anduvo de por medio como causa de las
desavenencias la primera dama de la Colonia.
Diez y siete años después de los anteriores acontecimientos, con otra
autoridad eclesiástica y otro presidente, ocurrió un curioso episodio el 2 de
febrero de 1632, día de San Blas, abogado de los atorados, según tradición
popular. Las ceremonias religiosas se prepararon con mucho esmero, pues el
santo era el de la devoción del señor Presidente, el Marqués de Sofraga, don
Sancho Girón.
Pero había un inconveniente bastante serio; algo insólito en ese ambiente
rezandero y fanático. Los sacerdotes de Santafé, estaban en huelga de bonetes
caídos; es decir, no administraban el sacramento de la confesión, porque el señor
Arzobispo Bernardino de Almanza, había dispuesto que los clérigos presentaran
un examen de capacitación para obtener licencia de recibir confesiones, lo cual
provocó este conflicto que ciertamente representa el primer movimiento
huelguístico de que se tenga noticia en nuestra historia, pese a que no existían
sindicatos en esos tiempos.
Debido a tales circunstancias, en el único templo donde se atendía a los
pecadores arrepentidos, era en la Catedral, y debe suponerse el tumulto de fieles
con la consiguiente congestión en los confesionarios.
La Misa era “de pontifical”, con todo el boato que se usaba en tales casos.
Pero la ceremonia empezó antes de que entraran el Presidente y la Audiencia,
cosa que fastidió mucho a los funcionarios. Como era la víspera de Cuaresma,
había que realizar la ceremonia de la entrega de “las candelillas”, o sean las velas,
a los dignatarios del poder civil. Y aquí vino el fuego cruzado de desplantes; don
Sancho y los Oidores, en fila india, fueron recibiendo sus velas, pero no
cumplieron con el ritual de besar la mano del Arzobispo, lo mismo que la
candelilla que el Prelado les iba entregando, por lo cual éste se pliso como un tití
y regaño en voz alta a los funcionarios gubernamentales, diciéndoles que si no
sabían de cortesía y etiqueta religiosa, él les enseñaría.

El cruce de frases no paró ahí, pues don Sancho, desde el propio sitial donde
se hallaba, amenazó al Prelado con “amansarlo”, según sus propias palabras. El
acto religioso tuvo un final desabrido, pues ni Arzobispo, ni Presidente, ni
Canónigos se hicieron las venias de rigor al despedirse en el templo,
El segundo “round” vino en las horas de la tarde, cuando el Presidente y su
esposa doña Inés de Salamanca asistían a los actos que se celebraban en el
convento de Santa Clara, para honrar a San Blas en su fiesta. El señor Arzobispo
tuvo la ocasión esperada de sacarse el clavo de la mañana. En primer lugar, se
negó a asistir con cualquier pretexto, y, por si fuera poco, prohibió bajo pena de
excomunión incensar a la señora Marquesa doña Inés. Esta costumbre estaba en
boga desde que la impuso don Juan de Borja, y se había venido cumpliendo
hasta este día, incluso por el propio fray Bernardino de Almanza.
Ante esta actitud, el Presidente se negó a recibir el oloroso homenaje del
incensario, para solidarizarse con la suerte corrida por su mujer, y el ambiente
del templo monacal se hizo tenso y desapacible. Todo mundo se sentía temeroso
de que algo ocurriera como castigo divino, por la actitud bastante irreverente de
don Sancho y las fulminantes recriminaciones del Arzobispo. Especialmente las
monjas no ocultaban su temor y rezaban en voz baja, pensando en que de pronto
ocurriera un temblor de tierra, o cayera un rayo sobre el intemperante Presidente,
que en forma tan irrespetuosa expresara su ira por la falta de la ritual
fumigación.
Surgía así, por una descortesía a la principal dama del Nuevo Reino, otro
conflicto entre mitras y el poder civil que estuvo a punto de provocar una ruptura
entre las dos potestades. Un incidente que hoy puede hacer sonreír al lector, pero
que en esos lejanos años tenía las dimensiones de un enfrentamiento sacrílego. A
cualquiera se le ocurre pensar cómo serían de escasos los trabajos y de nulas las
actividades de ambos gobiernos, que así comprometían su estabilidad y sus
relaciones por semejantes insignificancias.
Naturalmente el caso produjo un largo proceso de negociaciones con cartas a
la Corte, llamadas de atención a don Sancho por parte de S. M. el Rey,
entrevistas, discusiones, memoriales, todo lo cual constituyó un motivo de
desaburrimiento para las gentes que siguieron el curso del complicado lío.
Por fin se concertó un armisticio, y las dos partes se vieron obligadas a ceder,
para preservar la unidad político—religiosa. El Presidente aceptó que se le
suprimiera el incensario a la señora Marquesa; el Arzobispo convino en no usar
dosel en presencia del Presidente, y los dos, en que no se volverían a tratar de
“Ilustrísima” en adelante.
La tregua, sin embargo, fue breve, pues las diferencias entre el episcopado y
la presidencia siguieron su curso durante varios años, no economizando
oportunidad, tanto fray Bernardino como don Sancho, para engarzarse en
polémicas, sátiras y pequeñas peleas por los más fútiles motivos.
Por fin ambos viajaron a España. El funcionario civil como prisionero, por
causa de sus malos manejos, y el Prelado como ilustre difunto. Los dos, por una
ironía de la vida y de la muerte, viajaron juntos en el mismo barco.
Poca importancia han dado casi todos los historiadores a los brotes de
rebeldía de los pueblos de la Colonia, distintos a la sublevación comunera dé
1781, y a la gesta emancipadora que se inició el 20 de julio de 1810.
Sin embargo no se puede pasar por alto como un episodio insignificante lo
que ocurrió en Cartagena de Indias a partir de 1Ó31, durante el mandato
presidencial de don Sancho Girón.
Las condiciones de los esclavos negros tenían que ser infrahumanas, cuando
fueron capaces de organizar un movimiento de subversión para librarse de su
triste suerte.
Ya lo habían intentado en épocas anteriores, pero sin más resultados que
derrotas y patíbulo. Ahora la intentona tuvo otro precio. Contó con organizadores,
cuyos nombres no se conocen, y se incubó en los llamados Palenques, pequeños
caseríos o concentraciones de negros, conocidos con los nombres de Limón,
Polinix y Sanaguare, ubicados en las cercanías de la ya mencionada ciudad.
Para ésas oprimidas gentes de color, sometidas a las más tremendas
condiciones de trabajo, no existía ninguna otra forma de gobierno que la
monarquía. Así lo aprendieron de sus mayores, los que fueron atrapados en
África por los mercaderes negreros, y así lo soportaron en el Nuevo Reino. No se
imaginaron jamás que pudiera haber un régimen distinto a una corona y por eso,
los que dirigieron la revuelta no sólo proclamaron la independencia de España,
sino que se dieron su propia soberana. La historia dice que fue una reina llamada
Leonor.
Por razones estratégicas eligieron el Palenque de Menón como centro de la
actividad bélica y política. Eran aproximadamente 2.000 hombres dispuestos a
jugarse la vida por la libertad, y con palos y rústicas armas fabricadas por ellos y
algunas de fuego, iniciaron una serie de asaltos a las haciendas de los colonos.
Las hordas negras llegaban allí y luego de pasar a cuchillo a sus antiguos amos,
incendiaban sus propiedades.
En medio del pánico de las gentes de Cartagena y sus zonas cercanas, los
sublevados llegaron hasta las propias goteras de la ciudad y asesinaron a los
habitantes del caserío de Chambacú.
El movimiento se fue extendiendo peligrosamente y se calcula en medio
centenar de españoles, lo miaño que numerosos indígenas, los que fueron
muertos por los negros.
Hay muchas sombras en estos episodios. No se sabe, por ejemplo, que papel
desempeñó la Negra Leonor como reina. Fuera del objetivo de obtener libertad y
de vivir independientes de la sumisión de España, no podían tener en su absoluta
ignorancia, ningún propósito político diferente.
Esta sublevación sangrienta, que hace evocar la del legendario Espartaco de
la antigua Roma, tuvo un epílogo parecido. Las autoridades lograron organizar la
defensa. Se armó un pequeño ejército de 500 hombres conocedores de la región y
los minúsculos poblados a donde se habían retirado los sediciosos. Don Francisco
Murga, gobernador de Cartagena, logró recoger dinero y adquirir armas para
reprimir el movimiento. Poco a poco las tropas fueron acorralando a los heroicos
sublevados, los ranchos y míseros poblados cayeron uno tras otro.
Los últimos reductores tuvieron finalmente que rendirse. Más de 300 fueron
hechos prisioneros y llevados encadenados a Cartagena, donde mediante un
juicio sumario se condenó a la horca a 23. Algunos pudieron huir a los montes.
La pacificación total se logró a mediados de 1634.
Así sucumbió este noble intento de libertad que sacude la historia colonial,
como las primeras campanadas del pueblo en busca de ser dueño de sus propios
destinos,
Aún subsisten poblaciones que, como la denominada San Basilio de
Palenque, son testimonio superviviente de estos hechos tan ¿picos como
malogrados. San Basilio de Palenque y otros caseríos datan de esos tiempos
lejanos y, pese a sus condiciones de atraso, tienen este heroico antecedente que
posiblemente sus gentes de hoy no conocen.
Ya se ha dicho que el siglo XVII fue el de las brujas. En realidad, la brujería
tuvo un especial auge en esa etapa que señaló el asentamiento del dominio
español. Su advenimiento y sus prácticas no provinieron de las tribus nativas del
Nuevo Reino únicamente. Vinieron también con los negros esclavos traídos del
África, y con los mismos españoles que hicieron su aporte con los restos de las
viejas costumbres medioevales.
Si hoy en día, en ciudades como Nueva York, Londres, París, Roma y las
grandes urbes del mundo, la brujería sigue siendo un negocio lucrativo para
quienes la ejercen, lo cual quiere decir que hay millares de gentes que buscan en
ella las soluciones para problemas de sexo, de salud, de amor y de dinero, qué no
sería en la época a que nos referimos, cuando la medicina estaba en pañales y la
ignorancia era una tara genérica en el 99 por ciento de los pueblos,
supersticiosos y fanáticos a la vez, y que por consiguiente eran susceptibles a las
influencias de lo sobrenatural y lo satánico.
En todos los tiempos la humanidad se inclina a los tabúes, a lo misterioso,
fuera de que la brujería, con sus ceremoniales y ritos extravagantes, ejerce así
mismo un atractivo inexplicable.
Al igual que en la Europa del medioevo, la brujería fue en nuestro medio una
profesión ejercida casi exclusivamente por mujeres.
Los brujos existieron, pero tenían un carácter sacerdotal entre los indios
aborígenes, como lo tienen todavía en las tribus africanas.
El tribunal de la Inquisición que había sido establecido en Cartagena durante
el gobierno del Presidente Borja, tuvo que luchar repetidamente contra las brujan
y sus actividades. Y a pesar de que andaba en ascuas en su búsqueda, para
juzgarlas y castigarlas, sólo se tiene noticia de que en la Colonia se hubiera asado
a cinco hechiceras en el lapso de 200 años. En cambio, en el viejo mundo, son
incalculables los chicharrones humanos que la implacable hoguera inquisitorial
doró mi las plazas de muchas ciudades, como cuenta la historia. Nuestros jueces
fueron más benignos y las penas no pasaron de azotes, cárcel o destierro, amén
de 38 autos sacramentales.
La brujería tuvo su florecimiento y una organización casi gremial en la Costa
Atlántica, y es curioso observar que las dirigentes de los primeros grupos de
practicantes que se formaron en Cartagena y Tolú, eran mujeres españolas o
hijas de españoles.
En Cartagena hubo dos de estas cofradías, si así puede llamarse: la que
dirigía Paula de Equiluz, de carácter elitista, pues no se aceptaba en su seno
gentes de color, ni siquiera mestizos. La otra, organizada y dirigida por Elena de
Victoria, tenía un carácter más popular y no era segregacionista. En cuanto a la
de Tolú, la bruja jefe del grupo era entonces Elena de la Cruz.
Debemos reseñar algo del ceremonial mágico que tenía un gran parecido con
el de sus antecesores europeos, Sus reuniones se hacían los viernes en chozas
clandestinas, o en sitios despoblados, En ellos, luego de una sesión de danzas
lúbricas, en las que se trenzaban semidesnudos entre alaridos y gritos inconexos,
a la luz de candiles, se servía una cena de brebajes y platos sin sal, pasada la
cual y cuando ya las velas agonizaban, los participantes remataban el ceremonial
entregándose a los más aberrantes desenfrenos.
El ritual para admitir un iniciado, ofrecía características demoníacas. El
neófito tenía que renegar de la fe y borrar con las posaderas una cruz que se
trazaba en el suelo, soportando luego un mordisco o arañazo en la misma zona
del cuerpo, proporcionado por el jefe del grupo. En las ceremonias se quemaba
azufre, y las damas se hacían alrededor de un maloliente chivo, al que los
concurren les tributaban como una representación viva de Satanás, el homenaje
de besarle reverentemente la región glútea de vez en cuando
La actividad brujeril tenía muchos adeptos que la utilizaban.
Se proporcionaban menjurjes y bebidas para enamorar, para matar y para
hacerse inmune a la enfermedad o la muerte. El crimen bacía parte de estos
oficios, pues fueron frecuentes los casos de envenenamiento. La profanación de
cadáveres pin la preparación de bebedizos inmundos y los robos sacrílegos para
obtener talismanes, amuletos y fetiches, eran igualmente parte de las
ocupaciones de estas cofradías.
Las fórmulas de la medicina mágica eran sencillamente horripilantes, y no
pocas personas acosadas por males incurables, hallaron en esos “remedios”, lo
que ya les tenía preparado su fatal dolencia. Sangre de gallinazos, murciélagos,
sapos y serpientes, zumos de plantas desconocidas, sahumerios con fétidas
fumigaciones, etc., eran parte de la farmacopea de los devotos de Lucifer.

Con la brujería vino después una campada persecutoria contra los judíos que
llegaban al Nuevo Reino. Las hermandades demoníacas respiraron un poco más
tranquilas durante años, porque la Inquisición, influenciada por las clases
pudientes y los funcionarios oficiales, se dedicó, con el pretexto de erradicar una
infiltración religiosa que consideraban perniciosa y anticristiana, a sacar de las
ciudades a esos inmigrantes que eran generalmente comerciantes provenientes de
Portugal. Como se ve, ni siguiera en las oscuras épocas coloniales, los israelitas
dejaron de ser víctimas de lo que hoy se llama el antisemitismo.
Tres siglos de civilización han corrido ya, y no han sido suficientes pan
quitarle su influencia al Diablo, ni pasa acabar con magos y brujas, ni para dejar
en paz al perseguido pueblo de Israel.
De todo hubo en el Nuevo Reino durante las presidencias del inquieto don
Sancho y del no menos inquieto don Martín. Líos con la jerarquía eclesiástica,
holgazanería bien remunerada, poco progreso material, peleas de sacristía,
aventuras de alcoba, fraternidades satánicas de brujería y magia negra, etc., sin
que tampoco estuvieran al margen los crímenes, entre los cuales sobresale uno
narrado y comentado por Rodríguez Freile en su característico estilo, narración
que nos ofreció los datos del acontecimiento, en el cual intervinieron como actores
el alcalde de Santafé como victimario, y su propia hermana como víctima.

Se refiere que el alto funcionario, don Juan de Mayorga, debía a su hermana


Jerónima suma de quinientos pesos que ella le había dado en préstamo.
Cumplido el plazo determinado para su devolución, no cumplió el deudor con su
palabra, y a partir de ese día, fueron frecuentes los reclamos de la acreedora que
por no andar muy bien de fondos, necesitaba con explicable urgencia el dinero.
Doña Jerónima estaba en cama el día 3 de mano de 1638; no la aquejaba
ninguna enfermedad, sino que tres días antes había sido madre de una niña, hija
de Andrés de Sapiaín, Caballero de la Orden de Santiago, debiendo aclararse que
la señora era viuda de don Diego de Holguín, y que la recién nacida era fruto de
los devaneos maternales con tan cumplido caballero, en una época en que la
soledad y el aburrimiento de las viudas jóvenes se distraían con frecuencia en
brazos de un amante.
La viuda y madre había hecho nuevamente el cobro a su hermano de ese
dinero, y el deudor le anunció que en la noche iría a pagarle.
No sospechaba la infeliz mujer cuál iba a ser la forma de cancelación de la
acreencia.
Don Juan entro en la casa de su hermana y penetró en la alcoba, donde se
hallaba con la recién nacida y la menor de sus dos hijas legítimas. Luego de
cerciorarse de que no había nadie más como testigo, se acercó al lecho y en la
forma más inhumana y cobarde asesinó a su hermana de tres puñaladas.
La niña acompañante empezó a llorar, presa del terror, pero don Juan la
obligó a callar, amenazándola con el ensangrentado puñal, y diciéndole que si
contaba lo ocurrido, correría la misma suerte.
Luego, con la mayor sangre fría, saqueó la habitación de donde se llevó las
pocas joyas y el escaso dinero que la víctima mantenía en un pequeño cofre,
emprendiendo rápidamente la fuga.
La pequeña, cuando lo vio salir a la calle, se precipito a la ventana y dio
voces pidiendo auxilio. Los vecinos se levantaron presurosos y la niña les relató,
con el
El primero en acudir fue don Martín Saavedra y Guzmán, sucesor del
Marques de Sofraga en la Presidencia. Sin perder un minuto, personalmente
asumió la investigación del horripilante crimen que conmovió la ciudad durante
largo tiempo. El hecho y los detalles fueron el tema de conversación de los
friolentos santafereños, que colaboraron diligentemente con las autoridades para
tratar de obtener 1a captura del alcalde criminal.
La niña fue recogida por los familiares de doña Jerónima y llevada a una
finca, para evitar que siguiera siendo objeto de los interrogatorios que
permanentemente le hacían y que podían poner en serio peligro la salud mental
de la pequeña.
El esfuerzo de la justicia por localizar a Juan de Mayorga, fue totalmente
inútil. Como si se lo hubiera tragado la tierra, desapareció misteriosamente sin
dejar rastro. Ello dio margen a numerosas conjeturas y leyendas, y aunque
Rodríguez Freyle no lo diga, ni lo insinúe, puede pensarse que en su higa,
acosado por el terror de caer en manos de los soldados que lo perseguían, y ante
la perspectiva segura de morir ahorcado en la plaza pública, se quitó la vida en
algún apartado lugar.
No puede tener otra explicación tan rara desaparición.
Don Martín de Saavedra y Guzmán había sucedido a don Sancho Girón en la
Presidencia del Nuevo Reino, como ya se dijo. Su designación para el cargo tuvo
como causa la denuncia de que fue objeto su antecesor, a raíz de unos líos de
faldas con el Oidor Juan de Padilla, pues los dos rivalizaban por los favores de
una dama que debía ser muy encopetada y conocida, cuando el autor de El
Carnero no revela su nombre. Se limita el cronista a decir que la dama “hacía
rostro a ambos”, aunque estamos completamente seguros de que hacía con ellos
algo más que rostros. Fue algo así como lo que hoy se llama una colisión de
competencia.
Veamos quién era y en qué condiciones llegó el nuevo mandatario.
Se trata de un hombre multifacético, digno de un análisis sobre el sofá de
cualquier aventajado discípulo de Freud. Alegre de temperamento, dicharachero,
de carácter enérgico como hombre de mar que fue en su juventud, amigo de
camorras, devoto del vino y del tapete verde, dotado de una lengua bien afilada
para los chistes procaces y los chismes atrevidos, buen diente en la mesa,
aficionado a las aventuras mujeriegas, y, por si fuera poco, era el señor
Presidente sordo como un arcabuz.
Cómo llegó a la Presidencia?
Pues, por obra nada menos que de una mujer, como vamos a verlo. Doña
Luisa de Guevara, dama de buena sangre por pertenecer a la alta clase social que
revoloteaba en tomo a la corona española, era cortejada por varios pretendientes.
Pero prefirió a don Martín, a pesar de su sordera, no sólo porque lo consideraba
agradable y simpático, sino por las presiones de la familia que lo señalaba como
un buen partido, a quien el Rey, en gracia a los servicios prestados como militar y
marino, le daría una gobernación, a manera de bonificación o dote, cuando
contrajera matrimonio.
Con estos aperitivos socio—económicos se casaron, y, en efecto, fue
nombrado Presidente del Nuevo Reino, a donde llegó el 4 de octubre de 1637.
Don Martín no presenta una hoja de vida administrativa o política digna de
mencionarse, En cambio, supo administrar en la forma más desvergonzada su
afición al bello sexo, a las fiestas, al vino y el juego.
Nunca dejaba de asistir a jolgorios, y no tenía inconveniente en alternar
públicamente con mujerzuelas de a real y medio. Era un cazador insaciable de
mujeres de cualquier condición social, y quizás por su falta de oído, le sobraba
olfato paria tener éxito en sus conquistas.
Cuenta un alto dignatario de la Catedral santafereña, que fue testigo de que
el señor Presidente, no tuvo reato en perseguir una noche a una pobre india que
llevaba sobre su espalda una botija con agua. El funcionario, luego de despojarla
de MI líquido cargamento, no tuvo empacho en abusar de la joven en plena plaza.
Y asegura el narrador de este episodio, digno de cualquier festival “Rock”, que
tales aventuras las tenía con mucha frecuencia, cuando salía a hacer ronda por
la ciudad.
La carroza presidencial fue utilizada por S. E. para transportar en ella
campesinas, mestizas, negras e indias que reclutaba descaradamente en los
ventorros del mercado, y a la vista de quien hubiera se permitía todas las
libertades eróticas que se puedan imaginar.
El amor, si así puede llamarse, ha andado sobre ruedas en todos los tiempos.
Ayer, bajo los pañolones; hoy bajo el nylon y la seda.
Hace tres siglos, a bordo de un coche de dos caballos de tiro, y ahora en
carros de 120 caballos y seis cilindros en línea. Y hay quién dice que “todo tiempo
pasado fue mejor
Todo lo anterior no calmaba los ímpetus donjuanescos del funcionario, pues
además de semejantes calaveradas, don Martín tenía una amante que se llamaba
Catalina de Vargas, criolla y cartagenera.
La desfachatez del gobernante llegó a tal punto, que, —cuentan las crónicas-,
se atrevía a llegar a casas distinguidas, tratando de seducir señoras y señoritas
de las mejores familias. Su alta posición lo defendió de venganzas explicables,
pues otro cualquiera hubiera pagado tales atrevimientos con su propio pellejo.
Los encopetados santafereños y los aristocráticos españoles preferían llevarse la
esposa a sus haciendas, mientras no pocas muchachas tuvieron que resignarse a
ser enclaustradas en conventos, para defenderlas así de las embestidas de
semejante sátiro.
Todo este inventario de locuras relajó su conducta de gobernante, como es
obvio, y enterada la Corona por el Marqués de Miranda, el cual lo sucedió en el
mando, se le siguió un juicio de residencia por malos manejos, enriquecimiento
ilícito y su proceder desordenado.
El mandatario fue finalmente destituido del cargo y, a su regreso a España,
en 1646, fue a dar a la cárcel, de donde sólo pudo salir años más tarde, gracias a
las intrigas e influencias de su esposa.
Las mujeres fueron su destino, para bien y para mal. Una le representó la
presidencia, otras lo hicieron ir a prisión y nuevamente la primera le consiguió la
libertad.
Fue esta una etapa de descrédito para el régimen colonial, durante la cual se
relajaron las costumbres. Los Oidores, además de su incompetencia, se
convirtieron en tahúres que transformaron sus residencias en garitos. Los jueces
vendían allí sus sentencias, y hasta hubo presbíteros que pasaban del altar al
tapete verde y tuvieron igualmente en sus casas mesas para el naipe y los dados,
donde se esquilmaba a las gentes y se canjeaban influencias por dinero.
Podemos cerrar este capítulo que culminó en 1699 y que da una idea de la
relajación social y administrativa a que se había llegado en esos tiempos, con los
episodios que vamos a reseñar.
Poco o nada se preocupaban las autoridades coloniales del establecimiento
de una colonia escocesa en el Darién, hecho que significaba una violación de la
soberanía española y un peligro por el fomento de la piratería, pues la atención
oficial estaba centrada en cosas galantes que se robaron la opinión general.
Ocurrió que el Oidor Bernardino Ángel de Isunza se enamoró locamente de
una chica agraciada llamada María Teresa de Orgaz, con quien inició una vida
marital escandalosa, con el visto bueno y la asesoría nada menos que de la propia
madre de la joven, doña Isabel de Orgaz.
Lo que se cuenta es como para hacer santiguar al Diablo. Los dos amantes
paseaban juntos en el carruaje oficial. Este hecho, hoy tan común y corriente, era
un escándalo público, pero comparado con lo que después se narra, no pasa de
ser un pecadillo venial sin importancia.
Porque se añade que don Bernardino Ángel, no era tan angelical como su
nombre. Vivía con su concubina y la mamá de ésta, en una misma casa. Como en
uno de los febriles cuentos de Bodelaire, gustaban bañarse en físico pellejo, en
una pequeña alberca perfumada con esencias, y era la propia doña Isabel la que
les hacía la faena del enjabonamiento, los enjuagaba y les traía ropas limpias.
Tales escándalos que hubieran causado revuelo aún en los actuales tiempos
de In liberación femenina y los estupefacientes, fueron enérgicamente censurados
por los santafereños y duramente estigmatizados en los pulpitos de Iglesias y
Capillas. Llegó un momento en que el Presidente de entonces, don Gil de Cabrera
y Dávalos, y el Arzobispo Fray Ignacio de Urbina, tomaron determinaciones
perentorias para cortar por lo sano, y decidieron poner a buen recaudo a la
casquivana doña María Teresa, a la cual metieron a la brava en el convento de
Santa Clara.
El ingreso fue teatral, en medio de los chillidos de protesta y los gritos de
madre e hija, así como las risas estridentes del vecindario que presenció la
escena.
Se le puso un hábito y se la situó en celda aislada. Unas monjas veteranas
quisieron ingenuamente reconquistar esa alma descarriada, e iniciaron la tarea
de hacerla piadosa y llevarla al arrepentimiento.
El Prelado, no menos ingenuo que las religiosas, hasta pensó que María
Teresa pudiera tomar los hábitos y profesar, para lo cual trató de conseguirle una
dote, como era de usanza, lo que fue motivo de chistes irreverentes sobre la
candidez del santo fraile.
Pero el Diablo también trabajaba por su lado, y fue así como el Oidor logró
planear cuidadosamente la fuga de la reclusa, burlando habilidosamente la
vigilancia y preparando debidamente a su amante.
Varios amigos fueron sus cómplices, y entre ellos fue su principal asesor el
artista más renombrado de los tiempos coloniales, el pintor Gregorio Vásquez
Arce y Ceballos, el cual fue el único en dar con sus huesos a un calabozo por esta
causa. Los cinco restantes resultaron bien librados, no se sabe claramente por
qué* razón.
La noche del 21 de marzo de 1699, el convento estaba a oscuras, porque las
monjas, después de sus rezos, se habían encerrado en sus celdas. Una religiosa
pasó revista de vigilancia y. al llegar al cuarto donde estaban María Teresa y su
sirvienta
Isabel, tuvo una breve charla con las dos. Al marcharse cerró la puerta, dejando
la llave puesta por fuera. La reclusa sabía de antemano lo que debía hacer, y
unas horas más tarde estaba lista con ropa puesta para salir. Las dos lo hicieron
sigilosamente, llevando una baranda de las que tenía la cama, para servirse de
ella como escalera.
Los cómplices las recibieron al otro lado en un lote donde estaban apostados.
Nadie se dio cuenta de nada. Apenas sí los ladridos de algún perro se dejaron
escuchar en el silencio de la noche.
En la residencia del Oidor, éste y doña Isabel de Orgaz recibieron a la
muchacha con grandes alharacas y demostraciones de alegría. Los raptores
respiraron con tranquilidad y pasaron poco después de relatar las peripecias de la
fuga, al comedor, donde los esperaba una bien acompañada taza de delicioso
chocolate.
Isunza convivió breve tiempo con María Teresa, hasta que tuvo que viajar a
Cartagena como investigador de la rendición de la ciudad al Barón de Pointis,
dentro del expediente seguido a Diego de los Ríos y Sancho Jimeno por este
hecho. Poco después regresó a la Península, sin que nada más se sepa de su vida.
Tampoco se registra nada respecto a la suerte corrida por María Teresa e
Isabel.
Se ha especulado mucho sobre la intervención del eximio pintor en este
lance. Hay que tener en cuenta que, cuando ocurrieron tales hechos, Vásquez y
Ceballos era un hombre de 62 años, y gozaba de especial aprecio en los círculos
religiosos, en razón a su obra artística dedicada exclusivamente a la pintura de
cuadros para las iglesias coloniales.
Se sabe también que el artista tuvo una progresiva locura en sus últimos
años, a lo cual se añade su extrema pobreza. Quizás la primera fue estimulada
por la segunda de estas dos calamidades, y pudo ocurrir que, ya un tanto
trastornado psíquicamente y acosado por la necesidad de dinero, determinó
colaborar en un acto que contradice sus creencias acendradas y sus
antecedentes.
Vásquez y Ceballos murió en 1711 y de él nos quedan su fecunda obra y el
recuerdo de este extraño acontecimiento de un fondo galante, pintoresco,
extravagante y pecaminoso.
CAPITULO V
Jerónima de Olalla.
Josefina Caicedo y Villacís.
María Tadea Lozano.
Disputa de dos Oidores por una dama bien dotada. Los caminos del
amor, Nace la oligarquía criolla.
Un marquesado sabanero.
La torre de la Catedral, una cárcel para enamorados.
Una novia pasada por agua.
En el desfile de mujeres interesantes vinculadas a la historia de Colombia,
las iremos encontrando de las más disímiles condiciones. Hay brujas, hay
heroínas, las hay de vida borrascosa, hay esclavas, señoras, criollas humildes,
españolas petulantes, mujeres de grandes virtudes, amantes fogosas, criminales
increíbles. Habrá de todo este mosaico al cual hemos aplicado el sentido de la
vieja sentencia del francés: “Cherchez la femme”. Y la iremos hallando en las más
encontradas variedades.
Ahora nos vamos a topar con una linda hija de conquistadores, de pura
sangre peninsular, y quien merced a su belleza y a las argucias de una habilidosa
mamá, provocó la realización de la primera obra pública de verdadera
importancia para la recién fundada Santa Fe, donde es posible que todavía
estuvieran en pie las doce chozas pajizas que hiciera levantar don Gonzalo
Jiménez de Quesada, para rendir veneración a los doce Apóstoles y tomar
posesión de la recién conquistada sabana.
Fue una especie de conflicto romántico—político, durante el cual Cupido
disparaba sus flechas en medio de altos dignatarios del Gobierno, un
Encomendero fundaba la primera célula oligárquica en las dehesas santafereñas,
y un par de galanes competía para alcanzar ser los dueños de semejante prenda.
Ya más organizada la vida política y social de la humilde aldea que hoy tiene
cinco millones de habitantes, y que en esos lejanos tiempos no alcanzaba a mil, le
fue otorgada la Encomienda de la amplia zona que comprende las tierras de
Fontibón, Engativá y Techo, al Capitán don Antón de Olalla, casado con doña
Jerónima Orrego, padres de la inquietante Jerónima. El encomendero se dedicó a
fundar ganaderías, a cultivar y explotar inteligentemente esa región de tierras
fértiles, con lo cual pronto se hizo hombre potentado e influyente, con amplias
vinculaciones en el recién establecido gobierno.
Madre e hija residían en Santa Fe bastante solas, pues don Antón sólo venía
a verlas con poca frecuencia, en razón seguramente de las dificultades de los
caminos y distancias. Ellas se defendían del aburrimiento lo mejor que podían,
unidas en el pequeño círculo de damas españolas que llegaron con los
conquistadores y de los escasos burócratas de entonces.
Juan de Narváez y Francisco de Anuncibay eras dos Oidores de la Real
Audiencia, que coincidieron no solamente en las actividades administrativas de la
naciente colonia, sino en enamorarse simultánea y locamente de la joven
Jerónima,
La otra Jerónima, o sea la señora madre y encomendera, pudo explotar con
limitante fortuna la situación, que le servía para ejercer cierto dominio en el
ambiente político. Lo que no conseguía de las autoridades con Narváez, lo lograba
con Anuncibay.
El plato se hizo sustancioso para las habladurías del pequeño vecindario,
carente de temas de conversación distintos a los comentarios sobre el último
sermón del domingo, las gentes que se casaban, las que llegaban de la lejana
península, las aventuras de los españoles que siguieron adentrándose en el
desconocido territorio del Nuevo Reino, etc.
El doble fogueo de los funcionarios se convirtió en problema político, pues,
según se sabe, se paralizó la administración pública y las autoridades miraban
con preocupación el desarrollo de los acontecimientos, que amenazaban con
transformarse en conflicto.
Don Antón lo supo en su apartada hacienda de El Novillero, y sin pensarlo
muy largo, decidió venirse a Santa Fe, procediendo de inmediato a hacerle
maletas a la coqueta muchacha y a llevársela para su finca.
En esos días un crudo invierno azotaba la sabana, que estaba inundada en
grandes extensiones, lo cual dificultó sobre manera el viaje. No obstante tan
adversas circunstancias, el severo papá no desistió de su propósito, y a bordo de
una rústica canoa hicieron el largo recorrido, en el cual los acompañó el afiebrado
don Francisco de Anuncibay, hasta las cercanías del sitio denominado Techo, en
donde cuatro siglos después ya no transitaban conquistadores, sino que
despegaban y llegaban aviones de todos los rincones del mundo.
Las cosas no pararon ahí pues el padre de Jerónima, tratando de cortar el
romance, obtuvo que los Oidores fueran trasladados, pues supuso que con ello la
paz retomaría a Santa Fe. Pronto los hechos demostraron que no hubo
propiamente paz, sino tregua.
El único saldo positivo de la escaramuza, fue que Anuncibay, antes de dejar
su cargo, ordenara la construcción de la vía de occidente hacia Techo, con la cual
Santafé dispuso de una fácil comunicación con zonas que ya tenían un notable
desarrollo agrícola y ganadero.
Jerónima, la codiciada, doña Jerónima, la intrigante, don Antón, el adusto
encomendero y los dos galanes del lance, fueron la causa directa e indirecta de
esta obra que tuvo gran importancia para la capital del Nuevo Reino.
La muchacha se quedó sin Francisco y sin Juan, pero siguió siendo el mejor
partido de Santa Fe, en razón a la holgada situación económica de la familia, y de
su destacada situación social y política. Así lo vio claramente el Licenciado
visitador don Juan Bautista Monzón, quien al llegar a la villa, se dio cuenta del
suculento y apetitoso bocado y se dedicó a la más audaz serie de intrigas, hasta
que logró comprometer a Jerónima en matrimonio con su hijo Femando de
Monzón. Es lo que se llama una puntada con buen hilo.
Santa Fe se convirtió alrededor de estos nuevos episodios, en un pequeño
infierno. Se formaron dos bandos opuestos en tomo al enlace. Fuera de los
chismes y habladurías, hubo abundancia de peleas de esquina y tienda, no pocos
tuvieron que ser encarcelados y hasta llegó el momento en que el propio
Arzobispo se vio precisado a salir a lomo de muía, a separar los enardecidos
contrincantes. El Prelado daba en este caso la impresión de un nuevo Quijote,
alanceando ovejas asustadas.
Al fin fue la Real Audiencia la que intervino para tratar de apaciguar esta
guerra doméstica. Lo primero que hizo fue meter en cintura a Juan Bautista
Monzón y desterrar a Femando a la encomienda de El Novillero, quien murió
consumido por la tristeza, como cualquier galán de novela rosa.
A poco surgió el cuarto en esta lidia amorosa. Fue don Francisco Maldonado
de Mendoza, el personaje que logró al fin hacerse dueño de la arisca paloma. En
1621 contrajeron matrimonio y sentaron sus reales, desde luego, en las extensas
propiedades de la sabana.
Maldonado de Mendoza fue posteriormente nombrado Teniente General por el
Presidente don Antonio González.
A través de los documentos empolvados de viejos archivos de parroquias y
notarías, o de documentos que se han podido salvar, tanto en España como en
Colombia, se sabe que, a partir de este momento, en razón de una serie de
matrimonios, muchos de ellos consanguíneos y no pocos conflictivos, se fue
consolidando la formación de núcleos sociales que aún subsisten y que se llaman
Oligarquías, o sea el gobierno de grupos poderosos, y plutocracias, o sea el poder
político a través del dinero. Fue la hacienda de El Novillero con las famosas
dehesas sabaneras, la incubadora de las que todavía se llaman “Las familias
privilegiadas de Santa Fe”.
En 1722 fue nombrado y llegó a la capital del Virreinato un Oidor llamado
Jorge Miguel Lozano de Peralta, el cual tenía un hijo de nombre José Antonio,
quien no bien se apeó de la cabalgadura, tuvo ocasión de conocer a doña Josefita
Caicedo y Villacís, a la sazón única heredera de esas tierras. Inmediatamente se
enamoró „desinteresadamente” de ella. Se estaba pues creando un círculo
poderoso, a través de las dos ramas de apellidos. Los Caicedo, de una parte, se
sentían encantados con la posibilidad de un enlace de esta joven pareja, él de 25
años y ella de 19, por lo que eso representaba, ya que a su poder económico se
añadía el político.
El pretendiente buscaba el mismo objetivo, pero al revés, o sea reforzando su
influencia política derivada del cargo del padre, con un fuerte puntal monetario
garantizado por el envidiable patrimonio de doña Josefita.
Desde luego que estas perspectivas también las veía claramente don Jorge
Miguel, quien muy a su pesar, no podía aprobar un matrimonio que violaba
norman legales, según las cuales estaba prohibido que funcionarios de ese rango
o sus hijos, se casaran con criollas. La soberbia española tenía, como puede
verse, su forma de discriminación.
Los enamorados, sin embargo, no se pararon en incisos ni en códigos, y se
resol vieron a contraer “esponsales juramentados”. El señor Oidor era, no
obstante estricto cumplidor de las disposiciones reales, y al enterarse de los
planes, envió a su hijo a Honda, donde lo recluyó en el colegio de los Padres
Jesuitas, mientras que a la niña María Josefa la encerraron en un convento y la
transformaron en Sor María Josefa de San Joaquín. Un cambio bastante brusco,
por cierto.
De esta manera, en 1729, se repetía lo que más de un siglo atrás protagonizó
Jerónima de Olalla y Orrego, pues como entonces, se produjo un revuelo social
que entorpeció las funciones del gobierno, las gentes de Santa Fe se dividieron en
dos bandos, también hubo puñetazos e intervenciones de la autoridad para
detener trompadachines callejeros y mil líos más.
No obstante el celo del Oidor, José Antonio anduvo listo y logró otorgar poder
a su amigo Nicolás Dávila, para que se casara con María Josefa, mientras ésta
pudo escapar del encierro conventual, gracias a audaces maniobras de su lío
Francisco Javier Beltrán de Caicedo.
El matrimonio logró concertarse en medio de fuertes altercados, gritos y
protestas que se registraron durante su protocolización. Pero el funcionario no
quería admitir que el enlace era válido, por cuanto a su juicio, no se llenaron
lodos los requisitos, y nuevamente recetó a la pareja otro encierro. Ella volvió al
convento y el novio fue a parar a la torre de la Catedral, que se le asignó
temporalmente como cárcel.
Vino por fin el dictamen del Arzobispo que aceptaba el matrimonio como
válido, y Don Jorge Miguel tuvo que agachar la cabeza. Debía estar en el fondo
contento, porque se había violado “legalmente” la norma real, pero se había
convertido en el suegro de la muchacha mejor dotada de dinero del virreinato.
José Antonio y Josefa fueron los padres del tan nombrado Marqués de San
Jorge, un personaje como para una opereta de Lehar, nacido el 13 de diciembre
de 1731, que fue bautizado con el nombre de Jorge Miguel, como su abuelo.
El joven creció en medio de los halagos de una riqueza ostentosa, y tras
intentar graduarse de algo en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario,
optó por un camino menos difícil para su felicidad, dándose en primeras nupcias
con María Tadea González Manrique, hija de un ex presidente del Nuevo Reino.
Fue cabildante, Alférez real y procurador de Santa Fe.
Qué amable existencia la de este privilegiado de la fortuna, dueño de ricas
tierras, proveedor de carnes de la ciudad, poseedor de influencias y títulos. Estos
últimos fueron su obsesión, como fue la de su abuelo, y lo mismo que él, quiso
evitar el matrimonio de su hija Clemencia con Juan Esteban Ricaurte, al
considerar al pretendiente con menos glóbulos azules. Acaparador de carnes, hizo
lo que todos ellos continúan haciendo, o sea regular los precios para mantener
buenos rendimientos.
En medio de sus pujos aristocráticos, era amigo de hacer circular pasquines
contra ciertos criollos de modesta condición que aspiraban a posiciones oficiales,
y fue acusado por libelo.
El 16 de septiembre de 1772 le fue dado el título de Marqués de San Jorge y
nombrado alcalde de Santa Fe. En el mismo año se falló a su favor un pleito
sobre aguas, de las que se surtía entonces el caserío indígena de Funza, caso del
cual ya habrá ocasión de ocupamos posteriormente.
El rumboso Marqués era avaro y poco amigo de pagar impuestos, cosa que
todas las clases pudientes siguen practicando. Debido a tal renuencia tuvo un
sonado litigio con la Real Audiencia, que lo privó del marquesado, precisamente
por su morosidad en pagar tributos por concepto de “lanzas y media anata”. Jugó
a doble carta en la sublevación de los Comuneros, como igualmente habrá de
verse en capítulo aparte.
Su fin fue bastante melancólico y tiene como punto de partida el 22 de agosto
de 1786, cuando luego de comprobados malos manejos y de ataques a los
gobernantes coloniales, consignados en memoriales a la Corona, escritos en
término* ofensivos, el Arzobispo Virrey, siguiendo instrucciones reales, lo hizo
detener y procedió a enviarlo al castillo de Barajas en Cartagena.
Se le siguió un juicio, y el Marqués se presentaba a las audiencias vestido de
harapos y calzando rusticas y rotas alpargatas, para burlarse de los jueces.
Al fin el Virrey Ezpeleta, sucesor de Caballero y Góngora, le dio libertad
Incondicional. Pero ya para ese entonces el castillo pintoresco de su orgullo y sus
pergaminos se había derrumbado.
Se entregó por completo a la bebida, dando permanentes “loras” en tiendas y
tabernas. La muerte lo sorprendió el 11 de agosto de 1793 en un cuartucho
solitario que habían puesto a su disposición los Padres Recoletos de San Diego,
en la mencionada ciudad.
Estas fueron las raíces genealógicas de la folklórica y pintoresca aristocracia
de Santa Fe, de la cual quedan hoy, como herencia, su entrañable amor al dinero
y a las intrigas.
Hay una comprobación sobre aquello de folklórico e intrigante de esos
hidalgo* criollos, de acuerdo con lo ocurrido entre 1794 y 1797.
Atrás mencionamos un pleito de aguas en jurisdicción de Funza, cuyo
suministro estuvo en peligro de eliminarse, de no haber mediado los siguientes
hechos:
Doña María Tadea Lozano, sobrina del segundo Marqués don José María
Lozano, noveno poseedor del mayorazgo, era pretendida por su tío Jorge Tadeo
Lozano. El matrimonio requería, por razones de parentesco, el requisito de las
dispensas, que, según el Arzobispo Martínez Compañón, debía conceder el propio
Papa.
Ante tal situación, don José María puso en acción todas sus influencias y su
poder económico, para forzar el otorgamiento del permiso eclesiástico, y cedió por
escritura pública el agua para la acequia de Funza, de lo cual se arrepentiría
luego.
Toda la familia del marquesado se sumó a las presiones, y en la escritura del
agua se añadían regalos en dinero y objetos a su ilustrísima, el cual, temeroso de
un nuevo conflicto, otorgó la codiciada licencia al cabo de tres años. El 2 de Junio
de 1797, Jorge Tadeo Lozano y María Tadea Lozano contrajeron matrimonio,
enlace que el tradicional ingenio santafereño señaló diciendo que los contrayentes
habían sido “pasados por agua”.
CAPITULO VI

María Luzgarda de Capima u Ospina, La Maríchuela. El secreto del Virrey fraile.

Un hábil y oportuno cambio de hábitos.

Una amante desenfrailada.


La nobleza de la sangre, la galanura de las maneras, la alegría de un carácter
despreocupado, el temple del hombre de armas, la cultura de quien pisó
umbrales académicos, la audacia del aventurero y el misticismo del asceta, son
los ingredientes básicos que modelan la personalidad de José Solís Folch y
Cardona, hidalgo de pura cepa, nacido el 4 de febrero de 1716, hijo del tercer
duque de Montellano y de doña Josefa Folch de Cardona.
La juventud endureció su espíritu como Capitán de caballería del Regimiento
de Farnecio, y en la amistad que tuvo con el rey Femando VI adquirió nociones de
mando y gobierno. Nombrado Virrey del Nuevo Reino, llegó a Santa Fe a tomar
posesión del cargo el 16 de diciembre de 1753.
Fue un acontecimiento, como siempre ocurría en el recibimiento de los
mandatarios coloniales. Grandes ceremonias religiosas, recepciones y regocijos
populares, con toros y quema de pólvora. El nuevo virrey tenía entonces 37 años.
Don José era de temperamento bohemio. Disipado y atrevido, corría la
verbena con sus amigos y tuvo no pocos lances por causa de sus devaneos.
“Amaba la mujer y amaba el vino”, como dijo un poeta, y sus locuras preocuparon
hondamente a la familia, que logró con influencias y ruegos que S, M.
determinara poner el océano por medio y lo enviara a la altiplanicie andina, a
gobernarla indiada y los criollos granadinos.
Aunque nuestro propósito es referirnos a su vida sentimental y romántica,
bueno es destacar inicialmente las realizaciones del nuevo mandatario, el cual, al
parecer, sentó cabeza y se dedicó con juicio y consagración a dejar buena imagen
como representante directo de la corona de España.
En efecto, fue un gran impulsor de obras de progreso. Abrió caminos en
distintas regiones del país; en el Opón, entre el altiplano y los llanos de San
Martín, en el Quindío y Antioquia, etc. y, cosa curiosa, quiso realizar obras de
beneficio público, por medio de una especie de acción comunal que vinculara el
interés y el dinero de los particulares, padeciendo un rotundo fracaso. Muy pocos
le respondieron.
Ayer como hoy, nuestras gentes siempre han pretendido que, sin ninguna
colaboración ni esfuerzo, todo llegue de manos del gobierno, como llegaba el
maná a los israelitas en el desierto. No han vanado mucho las cosas después de
más de dos siglos, y razón tenía el Virrey cuando dijo desconsolado *•
— “En esta tierra, nada se podía hacer, porque las gentes querían obtener las
cosas sin trabajo”.
El gobernante fue el primero en llevar agua potable a los santafereños,
mediante la construcción del acueducto de Aguanueva que abastecería
prácticamente todo el consumo. La falta de espíritu público de los criollos
sabaneros no le permitió cumplir su deseo de construir el puente de Sopó que
dejo inconcluso, y otra vez dijo para justificar su frustración:
“No hay diligencia que baste a avivar la pereza con que se procede, aún en lo
más necesario y útil”.
Había un buen gobierno, como puede observarse, porque el interés del noble
Virrey también se extendió a construir edificios para hospitales, a tiempo que
fomentaba las colonizaciones y hacía un justo reparto de tierras a los nativos. Lo
de los hospitales es muy interesante, pues resulta algo totalmente distinto a lo
que ocurre hoy, cuando en la actual Nueva Granada, la República de Colombia,
estos servicios del Estado frecuentemente se cierran a causa de conflictos
laborales, que reemplazaron la solidaridad humana con el sindicato.
Pero estas virtudes y cualidades como gobernante, no lograron apagar el
fuego interior del aventurero galante. Pronto tuvo a su alrededor un grupo de
íntimos, amantes como él de los placeres fáciles y con quienes organizaban orgías
nocturnas, frecuentando casuchas y sitios equívocos, que por aquel entonces
abundaban en los extramuros de la pequeña Santa Fe. Estas francachelas
duraban frecuentemente hasta el amanecer, y el Virrey se cuidaba de guardar las
apariencias, saliendo embozado o disfrazado, para evitar su identificación. Ello no
la evitó, como cuentan las crónicas, que alguna vez, al regresar a la casa
virreinal, se viera obligado a tocar a la puerta, porque había olvidado llevar
consigo las llaves. La guardia no lo reconoció y lo rechazó de inmediato en forma
terminante. Se vio entonces obligado a hacerse identificar del oficial de servicio, el
cual no ocultó sus temores por tan irreverente equivocación. No solamente no le
ocurrió nada al militar, sino que el Virrey con un sentido justiciero, premió su
actitud y la del personal bajo su mando, dándoles un ascenso.
El episodio no pasó inadvertido y tuvo repercusiones ante la Corte, pues los
Oidores enviaron un informe del caso al rey, quien se apresuró a remitir una
cédula de reprensión; pero al mismo tiempo, como buen amigo de don José, le
escribió u éste una carta en la que le decía que tratara de no hacer calaveradas y
que no diera importancia a la cédula.
Los Oidores que creían haber puesto una pica en Flandes, prepararon el
escenario para leer la misiva real, y a su vez el Virrey se echó al bolsillo la carta
de su amigo Femando. En medio de un silencio absoluto, el escribano de la Real
Audiencia leyó la admonición de S M., e inmediatamente el Virrey hizo leer la
amistosa carta del monarca, que en el fondo era una clara desautorización a los
acusadores del Cabildo, los cuales a la manera de canes regañados, salieron del
salón sin atreverse a chistar palabra.

Con su actuación, el soberano español se hizo acreedor ante la historia de un


Calificativo que en buena ortografía se escribe con h intermedia.
Sin embargo, este incidente sirvió al menos de freno de emergencia al
alocado mandatario, que en adelante fue un poco menos descarado en sus
aventuras y trasnochadas pecaminosas, las cuales ya le habían valido también
una negativa de absolución por parte de su severo confesor.
En guarda de su reputación, y tal vez animado por su temperamento
compasivo o por su astucia de buen cortesano, dispuso con sus compañeros de
farra visitar hospitales y asilos, a donde llevaba abundantes limosnas, a tiempo
que hacía preparar a su costa apetitosas comidas que él mismo servía a ancianos
y enfermos.
Cuenta Groot que alguna vez hizo preparar una espléndida cena, que envió
para que fuera servida a los locos. Un par de días después, el Virrey visitó la casa
de caridad e interrogó a un orate sobre si había comido bien. El loco demostró en
su respuesta no andar tan deschavetado, como para tenerlo enjaulado, y
contestó:
— Señor Virrey, lo que le puedo decir es que los frailes han comido como
locos y los locos como frailes.
Este Virrey Solís era el prototipo del hidalgo español de los viejos tiempos.
Una personalidad polivalente, en la que se confundía él .don Quijote de la
Mancha, San Juan de Dios y don Juan Tenorio,
Sobre su vida y milagros se han tejido no pocas leyendas, pues día
proporciona abundante materia prima a la imaginación de cronistas y escritores.
La más socorrida es aquella en la cual se cuenta que una noche, al regresar a la
casa virreinal, luego de alternar con amigotes y mujerzuelas en horas de
francachela, se encontró con un cortejo fúnebre. El Virrey bohemio extrañó
semejante escena a tan altas horas, y quiso indagar quién era el difunto.
Acercándose a los embozados cargueros del féretro, los hizo detener, y al destapar
el ataúd, se encontró con que dentro iba su propio cadáver.
Este espantable llamamiento de Dios lo hizo abandonar definitivamente los
placeres mundanos e ingresar a la humilde Orden de San Francisco de Asís,
dentro de la cual murió santamente.
Por lo pronto dejemos a un lado la fantasía y volvamos a la vida real del
personaje.
Su religiosidad se demostró en buena parte de su mandato. Regaló el terreno
donde se levanta la Iglesia de La Tercera, magnífica reliquia colonial bastante bien
conservada, cuya construcción costeó en buena parte, terminándose en 1780,
esto es, veinte años después de iniciada, gracias a la generosidad de don Ignacio
Rojas Sandoval, del cual se dice que se encontró un tesoro, o una “guaca”, como
se denomina en el lenguaje popular, y que entregó totalmente para la obra del
famoso templo bogotano,
Don José, por aquella época, se vio precisado a presentar renuncia de su
cargo, por causa de una enfermedad que se señala como “fluxión en los ojos”.
Pudo ser una conjuntivitis, o una infección, y no habrá oftalmólogo que pueda
dar la definición exacta de esa enfermedad, con tan impreciso dato. En todo caso
el monarca español no aceptó la dimisión de su amigo, limitándose a sugerirle
que pasara una temporada en Cartagena, para que, con el descanso y las aguas
de mar, mejorara su salud. La medicina de entonces no tenía más recursos que
las sanguijuelas, los abominables purgantes, las hierbas, los clisterios y los
cambios de clima.
Sea lo que fuere, parece que la novedad ocular no le impidió seguir echando
el ojo a las mujeres jóvenes de Santa Fe, sin fijarse mucho ni en su estado civil, ni
en sus pergaminos y apellidos,
Durante varios años el señor Virrey hizo vida marital con María Luzgarda de
Capima u Ospina, según la fuente que se consulte, perteneciente al amplio
círculo de la vida borrascosa, alegre y desenfadada.
En su ambiente y en toda la villa se la conocía con el nombre de “la
Marichuela”. Debió de ser bastante atractiva, porque sólo las que sobresalen en
este medio turbio, merecen el homenaje social de un apodo, y el haber sido
elegida por un gobernante ya bastante curtido en lides eróticas, como lo era el
señor Solís Folch de Cardona, lo ratifica.
El maridaje que tanto oficio puso a las afiladas lenguas santafereñas, tuvo
una interrupción tan inesperada como un corto circuito. Un día cualquiera, sin
que hasta ahora se haya sabido el por qué, la Marichuela dejó la mullida cama
doble que compartía con S. E. y pidió entrada al austero convento de las Clarisas
, donde fue recibida por la Priora y las santas monjas, con la ingenua esperanza
de haber logrado la salvación de esta oveja descarriada.
Qué la movió a tomar tan insólita determinación?
Pudo ser que su amante comenzara a demostrar poco interés por ella, o que
el espejo le indicara que estaba perdiendo puntaje, o que había otra mujer de por
medio, posibilidad que no se descarta, como luego se verá, y quiso entonces hacer
lo que hoy se llama un “show” para tratar de impresionar y recuperar a su
resfriado compañero, imitando en su táctica lo que hizo la duquesa de La Valliére,
amante de Luis XIV de Francia, la cual recurrió a semejante expediente, logrando
que en su primer ingreso al claustro, el propio soberano fuera a rescatarla. Poco
tiempo después repitió la treta, pero entonces el rey se limitó a enviar a su primer
ministro Colbert. Ya por tercera oportunidad, la duquesa quiso recurrir al viejo
ardid, pero se quedó con el santo y sin el género, porque S. M. ya no le hizo caso.
La otoñal dama se quedó definitivamente vistiendo el hábito carmelitano, y
Luis XIV, libre ya de semejante estorbo, pudo entregarse tranquilamente a
disfrutar de las caricias de la sustituta, la marquesa de Maintenon, quien no sólo
logró derrotar a su rival, sino casarse con el monarca, con quien presidía las
reuniones del Consejo de Gobierno con sus habitaciones privadas, bañándose
desnuda en una fragante tina de porcelana.
En el caso de la Marichuela, ni el Virrey fue a rescatarla, ni le envió ningún
funcionario, sino que la dejó temperando en su celda conventual.
Para entonces, el gobernante ya tenía otro pensamiento y otros propósitos.
Había decidido dejar las vanidades mundanales y transformarse en fraile
franciscano, como lo hizo el 28 de febrero de 1761, cuando vestido con sus arreos
nobiliarios y de primera autoridad de la Corona en el Nuevo Reino, hizo su
entrada al convento en donde permanecería nueve años, hasta su muerte.
“La Marichuela” vio así frustradas sus tentativas de reconquista y colgó los
hábitos. Su salida a las calles de la ciudad produjo, como es apenas obvio, un
verdadero escándalo, y el propio rey fue informado de estos episodios, por lo cual
dictó una disposición fechada en Madrid el 30 de abril de 1764, en la que
ordenaba al nuevo Virrey Pedro Messía de la Zerda que diera a escoger a la
desclaustrada entre un nuevo regreso al monasterio o el destierro. Ella optó por lo
primero y se reintegró al convento de Santa Clara, donde según parece, murió
posiblemente en olor de santidad, que no es el más fragante de los olores, dicho
sea de paso, para quienes no entienden de estas mutaciones espirituales.
Nadie podrá saber la razón que impulsó a don José Solís Folch de Cardona a,
convertirse en el humilde religioso del convento franciscano. Su sorpresivo paso
pudo haber estado influenciado por el que en forma semejante acababa de dar
María Luzgarda, 0 tal vez fue el cumplimiento de una promesa para obtener el
Mililitro de la curación de la enfermedad ocular que lo aquejaba. O quizás, en
fin, tuvo determinación exclusivamente personal, nacida de su generosa alma
que, si bien estuvo abierta para dar paso al amor pecaminoso, también lo estuvo
para la bondad y la piedad.
Cualquier hipótesis puede ser aceptable, pero hay un episodio que,
humanamente, bien pudo ser el acicate de su escondida vocación mística. Y fue el
siguiente:
A fines del siglo XIX, el escritor Camilo Forero Reyes, por varios años
religioso en el mismo convento, tuvo oportunidad de oír un relato que le hizo el
octogenario Padre fray José Miguel González, su padrino de hábitos, y el cual, por
su edad y “los altos cargos que había desempeñado en la Orden, tenía sobradas
razones para conocer por tradición las crónicas no escritas de su antiguo
convento‟.
El viejo religioso le refirió los hechos, continúa el escritor, pero se reservó Ion
nombres de los personajes que, a excepción del Virrey Solís, tuvieron parte en los
dramáticos aconteceres.
Las hipótesis que surgieron por el ingreso del Virrey al convento franciscano,
estuvieron precisamente motivadas por el silencio, que se hizo en torno a su
decisión, a fin de evitar un escándalo que golpeaba el decoro de familias y
personas de la mayor consideración social en su época. Pasado el tiempo, y
cuando la verdad de los hechos no podía causar mayores perjuicios, el Padre José
Miguel hizo las revelaciones que descorrieron el velo de la leyenda y dejaron ver la
realidad de lo ocurrido.
Y la realidad fue esta:
El Virrey había seducido la esposa de un oficial del ejército, y para halagar al
militar y mantenerlo incondicionalmente a su servicio, lo ascendió al grado de
Coronel. Dice don Camilo Forero Reyes que “llegó a ser lo que los santafereños
solían llamar el ojo derecho del Virrey, en tanto que éste, sin que nadie lo
sospechara, se transformaba para ella en su ojo izquierdo”.
Para facilitar sus visitas clandestinas, el astuto seductor enviaba a su fiel
oficial frecuentemente en misiones especiales fuera de la ciudad, por lo cual el
Coronel se sentía muy honrado, sabiéndose depositario de la absoluta confianza
de su superior, y sin sospechar nunca lo que ocurría en sus ausencias.
Los esposos vivían acompañados de una vieja sirvienta y un muchacho de
pocos años que se encargaba de lo que se llama todavía “los mandados”. Don
José logró acercar su amante, consiguiéndole una casa próxima a su palacio, si
así podía llamarse. No se sabe cómo pudo convencer a su subalterno para este
traslado, sin que el burlado marido se diera cuenta de nada.
Todo marchaba a pedir de boca, y la oscuridad de la noche era la mejor
cómplice de una aventura que tuvo tan insospechado desenlace.
El narrador no cita ningún nombre, porque fray José Miguel González, como
ya se dijo, quiso guardar el secreto de esas identidades.
El episodio continúa con la información que hizo de lo que estaba pasando
un amigo del Coronel, el cual se dispuso a actuar, aprovechando la primera
oportunidad. Esta no tardó, pues cualquier día el Virrey lo envió a Facatativá con
un destacamento, con falsos pretextos. El oficial simuló salir de la ciudad, a
donde regresó en la noche.
Previamente había advertido al muchacho mandadero de la casa que
estuviera listo a abrirle la puerta, cuando sintiera tres suaves toques, exigiéndole
guardar absoluta reserva, so pena de una tremenda mano de azotes. Los planes
funcionaron. El militar llegó sigilosamente y al mirar por el ojo de la cerradura de
la alcoba, vislumbró en la cama las siluetas de los dos durmientes.
Presa de furor, el oficial envió al muchacho al convento de los Franciscanos,
con el encargo de que trajera un religioso que confesara a los adúlteros, porque
estaba resuelto a matados. El chico, lleno de miedo, salió corriendo a cumplir su
misión, pero tuvo la feliz ocurrencia de pasar primero por el Camellón de las
Nieves, donde vivía una hermana de la señora, a la cual informó de lo que estaba
ocurriendo. Esta salió apresuradamente en ropas de dormir y, pese al intenso
frío, acompañó al muchacho hasta el convento.
Cuando el hermano portero los vio y observó la facha de la inesperada
visitante, llamó rápidamente a uno de los Padres, el cual fue informado del
trágico episodio. Pero el franciscano, al ver semidesnuda y temblorosa a la joven
señora, tuvo la prudente idea de cubrir con un hábito viejo la recién llegada,
quien entre avergonzada y congelada, se apresuró a aceptarlo de inmediato.
Por el camino, el fraile concibió una estratagema audaz para salvar la vida
del Virrey, en la siguiente forma:
Los dos entrarían en la alcoba de los amantes, debiendo ella evitar ser
reconocida por su cuñado, lo que no fue difícil, si se tiene en cuenta que la casa
estaba a oscuras.
Ya dentro del aposento, se encerrarían con la pareja, el Virrey se pondría los
hábitos que la dama llevaba encima, y esquivando hábilmente la vista del militar,
saldría con rapidez hasta ganar la calle.
La atrevida maniobra funcionó a la perfección. Llegados el fraile y la señora,
el Coronel dio voces diciendo que iba a vengar su honor, dando muerte a la
pareja. La esposa sorprendida y aterrorizada por tan inesperado despertar,
prorrumpió en gritos, a tiempo que el marido le advertía que la única gracia que
les concedía era el que pidieran perdón a Dios por su pecado, antes de morir.
No se sabe por qué el Virrey no pronunció palabra, y eso lo salvó. La mujer
embozada y el religioso penetraron en la alcoba y cerraron la puerta.
Inmediatamente procedieron a informar en voz baja al Virrey del plan que tenían
preparado, quien aceptándolo de inmediato, procedió a vestir al hábito.
Simulando la confesión, demoraron un buen rato, mientras el Coronel recorría la
sala contigua con pasos nerviosos, acariciando el pomo de la espada con la cual
se disponía a dar muerte a su mujer y al gobernante.
De pronto se volvió a abrir la puerta, y el franciscano con la mayor
tranquilidad, le dijo al oficial que lo que iba a hacer era una locura, pues quien
estaba en el lecho con su esposa, era su cuñada, cuyo terror no le permitió hablar
para explicarse. Añadió que, una vez logró serenarla, ella le manifestó que había
ido esa noche a acompañar a su hermana, porque así le había rogado que lo
hiciera, para no quedarse sola en ausencia de su esposo.
Entre tanto, el Virrey ya estaba en la calle, y minutos después en su palacio,
donde en esta oportunidad sí lo reconocieron sus guardias que le dieron paso.
El incidente determinó en el mandatario el propósito de sustituir los halagos
mundanos por el tosco sayal de San Francisco.
El caballero español cumplió su palabra. Renunció el cargo y poco tiempo
después, luego de posesionar a su sucesor Messía de la Zerda, ingresó
definitivamente al monasterio como hermano lego.
El hombre galante y aventurero, abandonó la turbulenta vida pasada y se
convirtió en el más humilde de los frailes. Era el 28 de febrero de 1761.
En la toma de hábitos, fue su padrino el Virrey Pedro Messía de la Zerda, ya
nombrado. Fray José se ordenó sacerdote en Santa Marta, en 1769.
El 27 de abril de 1770, falleció a causa de una afección respiratoria, que le
sobrevino como consecuencia del resfriado que contrajo al asistir el Jueves Santo
descalzo a las ceremonias religiosas.
Desde luego no es posible demostrar que tal episodio corresponda a una
realidad comprobada. Pero su fuente de origen es muy respetable, como lo es
también el autor de “Abejas de mi Colmena”, donde está consignada esta
narración que puede tener ribetes de novela. En todo caso, y como una
comprobación de que los caminos que conducen a Dios son insospechados,
hemos incluido el epílogo de la inquieta existencia del noble personaje, don José
Solís Folch de Cardona, espejo de caballeros, espadachín y mujeriego, cuya
transformación tuvo como punto de partida las caricias de una mujer, cuyo
nombre se perdió en las sombras de la historia o de la leyenda.
De “La Marichuela, aún persisten recuerdos, tal como lo señala un
historiador, quien refiriéndose a ella, dice en reciente obra;
“A la altura de Puente Aranda se levanta todavía la estancia de “La
Marichuela”, en cuyo reducto, la romántica amante del Virrey Solís tenía hasta
piadoso oratorio colonial, para empatar”.
Simpática cuanto irónica alusión el viejo adagio de que “el que peca y reza,
empata”. Cuántos empates lograría la amante virreinal, es difícil saberlo. Pero de
lo que sí estamos seguros, es que, de no haber sido por ellos, tanto su historia
como la de su amante, no hubieran podido despertar ese interés novelesco que
llegaron a la
CAPITULO VII
La Cacica de Guatavita.

María Ramos.

María Mueses de Quiñones.

Crimen y castigo de una infiel.

Similia simílibus.

El más importante santuario lacustre de los Chibchas.

Tuvieron conocimiento las tribus precolombinas del Cristianismo? Bochica,

mito o realidad?

Nace el Santuario de Nuestra Señora de Chiquinquirá.

El Santuario de Las Lajas.


Con la lengua de Castilla, los conquistadores españoles trajeron a las tierras
americanas la religión católica, que ha sido el patrimonio espiritual del
continente. Pero al pisar ellos nuestro suelo, pudieron apreciar que cada grupo
tribal tenía sus propias creencias, sus ídolos y sus ritos.
La historia no muestra a través del desarrollo humano, ninguna sociedad,
por primitiva que sea, que no haya tenido su credo religioso. Por eso dice
Lacordaire que, “la religión, aunque sea falsa, es un elemento necesario para la
vida de un pueblo”.
Pero si nos referimos a este aspecto de la historia colombiana, no es para
reseñar la obra fecunda del catolicismo, que se ha mantenido, perpetuado y
engrandecido a través de los tiempos, no obstante sus vicisitudes y las fallas
humanas que haya podido tener, sino para mostrar la vinculación de la mujer en
acontecimientos históricos que se confunden a veces con la leyenda, o se
destacan como hechos transcendentales en la vida religiosa del país.
Tenemos forzosamente que acudir a las Noticias Historiales de Fray Pedro
Simón, que narran tradiciones legendarias recogidas por el cronista, en el
dilatado reino de los chibchas.
Empezaremos por la leyenda de la mujer del cacique de Guatavita.
En tiempos remotos, el dominio de Guatavita era el más poderoso de los
“muiscas”, del cual formaban parte pueblos que estaban sometidos, más por
respeto y acatamiento que por fuerza, al Jefe de la tribu. El Guatavita, como era
de usanza, tenía su harem, si así puede llamarse, y la favorita era una hermosa
mujer cuyos encantos la destacaban sobre las demás esposas.
Un día el demonio tentó con la infidelidad a la joven amante, lo cual fue
sabido por el Cacique. El seductor fue capturado y condenado a la terrible muerte
por empalamiento. Pero antes del suplicio, el Guatavita ordenó que a su rival le
fueran cercenadas las partes nobles, mandó preparar un banquete y, en
horripilante guisado, logró que la atractiva infiel las comiera Cuando ella se
dio cuenta de semejante humillación, al escuchar lo ocurrido por boca de los
indios ya borrachos en el bárbaro festín, enloquecida por la desesperación, tomó
en sus brazos una niña recién nacida e hija legítima de su esposo, y, con una de
sus esclavas, en una noche de luna se arrojó a la laguna, pereciendo ahogadas
las tres.
Un “mohán” dio aviso al cacique de la tragedia, y éste, lleno de dolor, ordenó
a los demás “mohanes” que habitaban a las orillas de la laguna, que hicieran lo
imposible por rescatar los cuerpos de su mujer y de su pequeña. Los sacerdotes
agotaron todos los rituales de la hechicería, y uno de ellos se sumergió en las
aguas por largo rato, emergiendo a la superficie con las manos yacías, pero con la
imaginación armada de una noticia fantástica, con la cual logró consolar al
atribulado rey, a quien dijo que había hallado a su favorita ya su hija en el fondo,
viviendo plácidamente en una casa donde eran objeto de las mayores
consideraciones. Ella tenía un dragoncillo sobre su falda y manifestó al “mohán”
que no tenía ninguna intención de volver a reunirse con su marido.
El cacique no quiso aceptar tal determinación y dio orden de tratar de
rescatarla con la niña, a toda costa. Redoblaron los hechiceros sus conjuros e
inmersiones, y uno de ellos sacó a flote el cuerpo inanimado de la niña, que no
tenía ojos porque, según el “mohán”, el dragoncillo o lagarto se los había hecho
sacar, por cuanto consideraba que la pequeña no los necesitaba en la tierra, ya
que su alma estaba en el Más Allá, junto a su madre.
La leyenda se propagó luego a través de las generaciones muiscas, afianzó la
creencia de una vida extraterrena, en la cual los muertos comían, bebían y
llevaban una existencia feliz, servidos por los criados que los acompañaban.
En esta forma, la religión de la tribu tenía como creencia básica, al igual que
las demás religiones, la de la inmortalidad de las almas.
La laguna, llamada Guatavita por la tradición, y que era un oratorio, cobró
mayor renombre y respeto ante los indios que periódicamente iban a depositar allí
sus ofrendas en oro, y a practicar en sus orillas fiestas y ritos, en los que no
faltaban las danzas y las borracheras colectivas. Los hallazgos de objetos
primorosamente elaborados, extraídos del fondo de las aguas, muchos de los
cuales se admiran en el Museo del Oro, comprueban esta verdad.
La fama del acuático santuario se extendió por todo el reino chibcha, y hasta
allí acudían grandes caravanas de indígenas que hacían ofrendas a la cacica, a la
cual suponían viva. En las grandes festividades, el cacique se trasladaba en una
balsa al centro de la laguna, desnudo y con el cuerpo cubierto de oro en polvo, se
sumergía en las frías aguas y al quedar limpio del precioso metal, regresaba a la
orilla.
Se señala esta versión tradicional como el origen del El Dorado, leyenda que
despertó la codicia de no pocos conquistadores y que tuvo diversas formas de
presentarse ante la ambición de los que inútilmente buscaron en selvas, ríos y
llanuras el reino del imaginario tesoro.
Pedro Simón añade en su relato, que las ofrendas en metálico aumentaron
con el tiempo y que el cacique de Simijaca hizo una vez una ofrenda de cuarenta
cargas de oro.
Sea o no sea cierto lo narrado, al menos en pequeña parte, no es aventurada
suponer que en el fondo fangoso de este pequeño lago, enclavado en la altiplanicie
andina, puedan ocultarse riquezas que quizás algún día logren ser rescatadas.
La conquista española fue demoledora, porque estaba inspirada en la codicia,
Destruyó civilizaciones, aniquiló tesoros, acalló para siempre idiomas y dialectos.
Nada que fuera investigación o estudios sobre cultura, arte, organización social y
política de las tribus, se recogió para la posteridad histórica, salvo contadas
excepciones, entre las cuales se cuentan fray Pedro Simón en el siglo XVII y, para
citar un reciente descubrimiento, fray Jerónimo de Santa Gertrudis, religioso
canario que recorrió casi media América y consignó sus observaciones en una
preciosa obra que tituló “Maravillas de la Naturaleza".
Volveremos pues a las Noticias Historiales de fray Pedro Simón y a la famosa
laguna de Guatavita, para anotar que el primero que trató de secarla con miras a
rescatar las riquezas ocultas bajo sus aguas turbias y quietas, fue Antonio de
Sepúlveda, quien con Lázaro Fonte gastó abundantes sumas con dicho propósito.
Sobre todo el señor Sepúlveda, mercader y aventurero, que logró sacarles oro
a los indios y a la Real Audiencia para realizar esos trabajos que se iniciaron en
1580. Parece que algo pescó entre el negro barro de las orillas, pero las
dificultades lo hicieron renunciar a su empresa, y poco después murió en un
hospital, sin haber realizado su dorado sueño.
Nunca pensó él en allegar datos sobre las leyendas del santuario indígena, ni
guardar los objetos de oro, primorosamente labrados, para su estudio y
conservación. Lo que importaba a los conquistadores era simplemente fundirlos y
venderlos, como lo hicieron los que explotaron las minas y aluviones del Nuevo
Reino, aniquilando a los aborígenes en la esclavitud de los socavones.
Y como estamos tratando sobre temas religiosos, veamos lo que dice el
historiador español, bajo el título de “Rastros que se han hallado de haber tenido
luz estos indios del Reyno, de la ley evangélica. Y de habérsela venido a predicar
algún cristiano".
Desde luego, aquí se mezclan la leyenda y el mito, con todas las
deformaciones y elucubraciones que la imaginación de los narradores de no pocas
generaciones, fue legando a la posteridad.
Las observaciones de Simón le permiten afirmar que los indígenas tenían
nociones del Juicio Universal y de la resurrección de los muertos. Refiriéndose a
apuntes y manuscritos de Jiménez de Quesada, cita su testimonio en el sentido
de que el Adelantado logró establecer que los nativos usaban el signo de la cruz, y
lo estampaban sobre las sepulturas de los que habían muerto a consecuencia de
picaduras de serpientes. Cita varias pinturas en piedras situadas en Bosa y
Suasca, en las cuales aparece también nítidamente el signo del cristianismo.
Es curiosa la versión que ofrece sobre los Chibchas y Pijaos, tribus que en
sus mostraban figuras humanas con tres cabezas, de los cual infiere que hacían
referencia a una divinidad trina, tal vez cristiana, tal vez de oscuro origen
asiático.
En el primer caso, una réplica de la Santísima Trinidad, y en el segundo, una
de la trinidad hindú, formada por Brahma, Shiva y Visnú. No hay razones para
creer o negar ninguna de las dos hipótesis.
De todos es conocida la leyenda de un personaje que, en remotos tiempos,
según las tradiciones aborígenes, visitó los territorios del reino Chibcha,
predicando normas de moral, a la vez que enseñando el cultivo de la tierra, la
fabricación mantas y otras actividades no menos útiles. Ya sabemos que se
trataba de un anciano de tez blanca y luengas barbas, que se cubría con un sayal
y andaba descalzo. La leyenda dice que llegó aproximadamente 1.400 años antes
que los conquistadores si se tiene como base la forma de medir el tiempo por
edades, cada una de 70 años, según fray Pedro.
El personaje llegó por los lados de los Llanos Orientales y por el pueblo de
Pasca. Y aquí copiamos lo que el cronista dice a la letra:
“Desde allí vino al pueblo de Bosa, donde se le murió un camello que traía,
cuyos huesos procuraron conservarlos naturales, pues aún hallaron algunos los
españoles en aquel pueblo, cuando entraron, entre los cuales dicen que fue la
costilla que adoraban en la lagunilla llamado Bacacio, los indios de Bosa y
Soacha”.
Cada región visitada por este hombre le asignaba un nombre diferente, entre
los que destacamos los de Chimizaguagua, o Enviado de Dios, Nemterequeteba,
Xué y Bochica.
Nos hemos extendido un poco sobre estas tradiciones, teniendo en cuenta
que los Incas y los Aztecas igualmente mencionan en la6 suyas la visita de un
personaje muy similar, conocido por los primeros como Vira Cocha, y por los
segundos, como Quezaltcoalt. Una coincidencia que permanece en el pasado de la
prehistoria, esperando todavía alguna explicación.
Siguiendo el hilo de estas tradiciones, se habla luego de que, después de este
venerable anciano, hizo su aparición una mujer hermosa, que, rodeada de
resplandores, recorría los territorios predicando contra las enseñanzas de su
predecesor. A ella le dieron igualmente varios nombres, entre los cuales citamos
los de Chié, Güitaca y Xubchasgagua. Pero el más conocido es el de Bachué, y se
la señala como la madre de la humanidad, añadiéndose que, convertida en
culebra, se hundió en la laguna.
Bachué les hablaba a los indios de una vida licenciosa, de placeres y
borracheras, destruyendo así la obra espiritual de Chimizaguaga, quien la
convirtió en una horrible lechuza y la condenó a vagar de noche por los campos.
Podemos concluir que, dentro de los mitos legendarios de los indígenas, la
personificación del mal tenía cuerpo y alma de mujer, en lo cual no se distancia
mucho de las tradiciones cristianas.
Podemos recordar, de paso, la lapidaria sentencia de un Padre de la Iglesia:
“Mujeres! Nacer de una, y huir de las demás!”
Daremos ahora un salto hacia adelante, para situamos en el año 1586. Ya
estaba consolidada la conquista del Nuevo Reino, en cuyo vasto territorio,
mientras los alcabaleros exprimían impuestos y los infelices nativos, se
aniquilaban en las minas, los curas doctrineros, los frailes franciscanos y
dominicos, lo mismo que otras comunidades católicas, extendían la conquista
espiritual de las gentes, en todos los rincones del país.
En el año citado, ocurrió un hecho de trascendencia en la incipiente vida
religiosa, que tuvo cumplimiento en Chiquinquirá, que por entonces era sólo una
minúscula aldea.
Varios pueblos de lo que hoy es la comprensión de Boyacá, eran
administrados por la comunidad dominicana, cuya sede principal estaba en la
ciudad de Tunja. Sus superiores eran los Padres Domingo de Cárdenas y Antonio
de Sevilla. El principal encomendero de la región, don Antonio de Santana, vivía
en Zuta. Mientras el prebendado administraba tierras y ganados, un lego
dominicano llamado Andrés Jadraque, administraba los bienes espirituales de la
indiada, a la cual adoctrinaba con celo y diligencia.
A petición de don Antonio, el lego buscó un pintor en Tunja, para que hiciera
un cuadro de Nuestra Señora del Rosario, para ser colocado en el oratorio de la
casa del encomendero.
Halló un artista de modesta paleta, Alfonso Narváez, con el cual arregló
precio para su obra, que el pintor ejecutó en un burdo lienzo tejido en los telares
indígenas, por cuanto no era posible hallar tela apropiada, ni preparar
debidamente una para tal fin.
De ahí que su pintura no la realizó al óleo sino al temple, o sea diluyendo las
pinturas en agua—cola.
Una vez concluido el cuadro, el lego viajó a Tunja para calificarlo y pagar su
valor. La tela resultó bastante ancha, y en ella aparecía la Celestial Señora con el
niño Jesús en el brazo derecho. En la mano del mismo lado, sostenía una
camándula. A primera vista era notorio un par de espacios vacíos a ambos lados
de la imagen, lo cual fue anotado por el fraile, quien le sugirió que los llenara,
pintando a San Antonio de Padua y a San Andrés. Con ello quedaría constancia
perdurable del nombre del devoto encomendero, y así mismo de quien la había
hecho pintar.
El señor de Santana hizo colocar la tela en sitio adecuado en su capilla
pajiza, para la veneración de la familia y de las gentes de la región.
Tiempo después, el techo del rústico oratorio empezó a padecer de goteras,
por las cuales caía el agua en las épocas de lluvia. El cuadro empezó a arruinarse
y lentamente se fue destiñendo, hasta que las figuras quedaron lastimosamente
desdibujadas. Finalmente la tela fue desclavada para servir la poco devota tarea
de secar trigo al sol, con lo cual la ruina se acentuó, merced a algunos agujeros
en diferentes sitios.
Don Antonio murió, no se sabe en qué fecha, y su viuda doña Catalina de
Irlos, determinó radicarse en Chiquinquirá, donde su difunto esposo tenía una
propiedad y algunos ganados. En el trasteo y con el menaje de la cocina, los
muebles y demás enseres del hogar, iba el maltratado lienzo, como cualquier
trapo sin importancia.
La familia Santana se incrementó en la finca de doña Catalina, pues llegó
igualmente a residenciarse en Chiquinquirá don Francisco de Aguilar Santana,
sobrino del esposo de la Irlos. Con esta familia venía igualmente una mujer
llamada María Ramos, en seguimiento de su marido Pedro de Santana, quien al
parecer ya estaba viviendo con sus parientes, desde hacía algún tiempo.
María, dicen las crónicas, era una mujer profundamente piadosa y
cotidianamente rezaba el Rosario, la oración con la cual afirmó el Papa San Pío V,
había obtenido de Nuestra Señora el triunfo cristiano en la batalla de Lepanto.
La devota mujer quiso tener en la hacienda una imagen de la Santa Virgen, y
como no había posibilidades de satisfacerla con una aceptable, se acudió a la
tosca tela, en la cual apenas se adivinaban algunos trazos de la pintura original.
Ello no descorazonó a María Ramos, quien con todo cuidado limpió el lienzo
lo mejor que pudo, y luego de templarlo convenientemente en un burdo bastidor
de cañas, lo hizo colocar en una de las habitaciones de la casa, para que fuera
objeto de sus plegarias y rezos que hacía diariamente con la familia, la
servidumbre y seguramente algunos vecinos.
Lo que la tradición religiosa estableció como el milagro de la renovación de la
imagen, es descrito sobriamente por el respetable historiador José Manuel Groot,
en la siguiente forma:
“Llegó la Pascua de Navidad del año 1586, y, deseando confesarse y oír misa
para comulgar, oraba con más fervor y fe. Levantóse de la oración el día de San
Esteban, para ir a visitar a una pobre vieja, y, al salir del aposento, se paró a
hablar con una india de Muzo, llamada Isabel, que llevaba de la mano a un
indiecito de edad de cuatro años. Este, inocente, empezó a dar gritos, diciendo:
— Miren, miren . . . señalando para adentro,— y vueltas ambas, vieron que el
cuadro de la Virgen estaba desprendido de la pared y que por todas partes
arrojaba rayos de luz la imagen de Nuestra Señora. Las dos mujeres dieron voces
con la idea de que aquello era fuego en la casa; pero en el instante, María Ramos
se hincó de rodillas ante la imagen, juzgando ya otra cosa, y la india se fue a
llamar a Catalina de Irlo. A las voces que habían dado de fuego, acudieron todos
los que por allí andaban, y al llegar a la puerta de la casa, vieron no sólo el
cuadro separado de la pared y la imagen arrojando luz, sino la pintura de las tres
imágenes renovada, clara y distintamente, con todo el colorido y perfectos
lineamientos que hoy tiene, que son tan determinados y completos como
pudieron serlo al salir de la mano del pintor”.
Hasta aquí la narración literal del historiador mencionado.
En el mismo sitio se levantó el primer santuario, obra qué realizó el
dominicano fray Juan de Figueroa, el cual respetó la pequeña capilla de techo
pajizo que quedó en el sitio principal del templo, cumpliendo así una orden del
Arzobispo fray Luis Zapata, quien constató con visita personal la autenticidad de
la renovación.
Desde esos remotos tiempos, el santuario chiquinquireño se convirtió en el
epicentro de la catolicidad colombiana. La Virgen del Rosario es la advocación
más acendrada en la fe del pueblo, y bajo su amparo fue oficialmente consagrada
como Reina de Colombia. Anualmente siguen llenando las naves de la magnífica
basílica, los millares de peregrinos que acuden allí a depositar sus angustias y
necesidades, en forma similar a lo que ocurre en Lourdes y en Fátima.
Mucho pudiéramos extendemos en tomo a este lejano acontecimiento que,
sin duda alguna, representó un momento estelar en la vida religiosa de la nación,
pero ese no es propiamente el fin concreto de esta obra que se ha escrito para
destacar, como tantas veces lo hemos anotado, la vinculación de la mujer a los
acontecimientos heroicos, a las glorias, las miserias y las lacras y nuestra
historia.
Dentro del propósito ya expuesto, y continuando con la reseña de la vida
religiosa de Colombia, y la vinculación que la mujer ha tenido a sus hechos más
sobresalientes, dirigimos nuestro interés hacia el sur, y nos situamos en las
goteras del Ecuador, a unos pocos kilómetros de Ipiales, para visitar breve e
imaginariamente el imponente y hermoso santuario de Nuestra Señora de Las
Lajas, con su atrevido puente de piedra en elevados arcos superpuestos que
cruzan la profunda garganta del Guáitara, y en uno de cuyos extremos se yergue
el airoso templo, bordado en filigrana de piedra en moderno gótico. Su altar
mayor es la roca viva, donde se venera la imagen de la Virgen María, y a donde
acuden, como a Chiquinquirá, grandes peregrinaciones, no sólo del país sino de
las naciones vecinas.
La efigie de Nuestra Señora del Rosario de las Lajas, que así es su auténtica
advocación, es atribuida al Padre fray Pedro Bedón, quien nació en Quito, y se
calcula que la pintó a finales del siglo XVI.
Esta versión es rechazada por devotas tradiciones, las cuales afirman que no
se trata de una obra humana, sino de una aparición. El lector queda libre para
aceptar lo uno o lo otro.
La Virgen tiene un rostro hermoso, de trazos sencillos. Ofrece la fisonomía de
una doncella criolla, con cabellos negros, ojos igualmente oscuros y una dulce
sonrisa. Está vestida de larga túnica roja. En su brazo derecho reposa el Niño
Jesús, y al igual que la chiquinquireña, lleva en la mano un rosario. La escoltan,
a la diestra Santo Domingo de Guzmán y al lado contrario, San Francisco de Asís,
pero sus figuras no son tan nítidas como la imagen central.
La versión más detallada sobre la historia del acontecimiento, la encontramos
en el libro “Apuntes relativos a la Historia de Nuestra Señora de las Lajas”, escrita
en un fatigante y empalagoso estilo por el sacerdote nariñense Justino Mejía y
Mejía.
Abriendo una trocha entre la maraña de frases alambicadas y rimbombantes
de sus páginas, hallamos que, a principios del agio XVIII, una india llamada
María Mueses de Quiñónez, viajaba una noche de Ipiales a Potosí, un pequeño
pueblo cercano, junto con su hija Rosa, que era sordomuda. Debían atravesar el
río Guáitara o Pastarán, o Angasmayo, nombres aborígenes del mismo, por un
puente de bejucos.
Las sorprendió una fuerte tempestad, y las dos, aterrorizadas, buscaron refugio
en una cueva que existía junto al mencionado puente. Allí la atribulada mujer
imploró el auxilio de la Virgen del Rosario, y una vez calmado el vendaval,
continuó su penosa marcha hacia Potosí.
En otro viaje por la misma ruta iban nuevamente las dos, María con su
pequeña hija a la espalda. Fatigada la madre, se refugió en la cueva de Pastarán,
y tuvo la inmensa sorpresa al ver que su niña, subió por las escarpaduras de la
roca que había en el fondo, y hablando en forma natural, instó a la madre para
que mirara hacia la piedra donde dijo que estaba una “mestiza que se ha
despeñado con un mesticito en los brazos y dos mesticitos en los lados ”
María no hizo caso, pero al regreso relató a sus patrones, los señores de
Torresano, lo ocurrido, y todos compartieron la admiración por el prodigio de oír
hablar a la niña que, como ya se dijo, era sordomuda.
Corrieron los días, y en un nuevo viaje, dice la tradicional leyenda, la india
entró en la pequeña caverna, y allí oyó que su hija le decía:
— Mamá la mestiza me llama.
Fue entonces cuando ocurrió la aparición, pues se cuenta que la pequeña fue
acariciada por el Niño Dios y jugó unos momentos con él, delante de la
sorprendida madre.
El hecho fue relatado por la buena mujer a sus patrones, quienes lo contaron
a su vez al párroco de Ipiales, el dominicano fray Gabriel Villafuerte, el cual
organizó a la una de la madrugada la primera peregrinación al misterioso lugar.
Pero hay todavía más. Al cabo de unos meses, moría la niña Rosa, y la madre
obtuvo el milagro de que recuperara la vida, gracias a sus rezos. Este hecho se
propagó por toda la región, y fue el punto de partida para convertir la cueva de
Pastarán en un santuario, canónicamente reconocido por el Vaticano.
Como puede verse, es una historia conmovedoramente ingenua, y no tenemos
base para establecer donde se separa la realidad de la fantasía. Las Lajas tiene
hoy la categoría de santuario nacional, desde el año 1927, y además de respetable
prestigio como centro de religiosidad, es, desde el punto de vista de la belleza de
su paisaje y como obra genial de arquitectura, uno de los lugares más atrayentes
y hermosos de Colombia.
Si aún existiera la Gran Colombia, nos podríamos dar el lujo de contar al
menos con una candidata a Santa, la beata Mariana de Jesús Paredes, la
Azucena de Quito. El país actual no ha podido producir un santo, oficialmente
reconocido, y este es un síntoma inequívoco de subdesarrollo religioso. Los
españoles nos dieron en préstamo uno muy ilustre y noble, como fue san Pedro
Claver el Apóstol de los negros, que consideramos como nuestro, debido a que su
obra magnífica tuvo como escenario la ciudad de Cartagena.
Y en los tiempos de hoy, cuando las cosas del espíritu van siendo derrotadas
por la angustia y la sensualidad del mercantilismo y la violencia, nosotros los
hijos de la católica España, cultivamos más la marihuana que la fe.
CAPITULO VIII

Manuela Beltrán Archila.

La Vieja Magdalena.

María de las Nieves Hurtado.

Isabel Tibará.

María Manuela Vega.

Manuela Cumbal.

Francisca Aucú.

Joaquina Álvarez de Olano.

Toribia Verdugo de Galán.

Paula Francisca Zorro de Galán.

El Movimiento Comunero, gestor de la Independencia Colombiana.

Gestiones para un apoyo internacional.

Ingenuidad, tradiciones e idealismo, alternan en el movimiento.

La oligarquía santafereña juega cartas dobles. Una aristócrata criolla con

pretensiones de Reina Comunera.


Las mujeres que tuvieron una intervención más destacada en la Revolución
Comunera, no eran ni jóvenes, ni hermosas, ni cultas, ni de abolengo, pero sí de
innegable valor, y su conducta tuvo el sello de la oportunidad.
Por esto, al referirnos a ellas, no podremos relievar ni la gracia de su sonrisa,
ni la finura de sus modales. Tendremos simplemente que señalar que eran hijas
del pueblo.
También es preciso agregar que la Revolución de los Comuneros partió de
una sola provincia del Virreinato, y que si no alcanzó a tener objetivos muy
definidos de independencia política, como generalmente se supone, sí influyó en
la futura emancipación, al socavar la autoridad española y dar al pueblo clara
conciencia de su fuerza que, bien empleada, podría conducirlo más allá de donde
había llegado, aplicando experiencias vividas en la primera oportunidad.
Por esto, los antecedentes del 20 de julio de 1810, debemos estudiarlos a
partir del momento en que se dieron los primeros gritos de protesta, en los inicios
de la gesta comunera. El lapso que media entre 1780 y 1810, constituye una
auténtica época precursora, pródiga en figuras y en aconteceres.
Por siglos el santandereano, descendiente de asturianos, navarros y vascos,
con escaso mestizaje de aguerrido elemento indígena, permaneció prácticamente
aislado en una región formada por cañadas profundas y reducidos valles, lo cual
fue formando su carácter individualista, al tener que valerse por sí mismo dentro
de la pobreza de su medio.
Tales condiciones aguzaron su ingenio, lo hicieron laborioso y amante de la
independencia y, dado el esfuerzo que significaba lograr el sustento y las
pequeñas industrias de que disponía, era el pueblo al que con mayor dureza
golpeaban los crecidos impuestos del régimen colonial, que para la fecha de la
subversión, alcanzaban, bajo diversas denominaciones, a la agobiante cifra de 29.
Le sobraban pues, motivos para repudiar a las autoridades que le
esquilmaban inmisericordemente las exiguas ganancias, sin retomarle una
compensación que aliviara, así fuera parcialmente, la situación en que se debatía.
La agricultura, en los días de la revuelta, en lo que hoy es el departamento de
Santander, estaba representada en los cultivos de algodón, añil, tabaco, caña y
legumbres. La industria era próspera en tejidos de algodón y fique que iban desde
las alpargatas, sacos y lazos, hasta las mantas, hamacas y lienzos. En trapiches
de tracción animal, o movidos por rudimentarias instalaciones hidráulicas, se
elaboraba la panela que surtía amplios mercados del Nuevo Reino.
Buena parte de las actividades fabriles se desarrollaba con el carácter de
empresa familiar, lo cual ofrecía cierta independencia económica, pese a sus
modestos rendimientos. Tal género de industria, en la cual la mujer, —madre,
esposa, liga,— estaba directamente vinculada al aportar su contingente al
sostenimiento del hogar, conllevaba necesariamente a que disfrutara en mayor o
menor grado, de las utilidades obtenidas, o viera cómo se diluían en manos de los
recaudadores.
Tal vez sea esta una de las razones para que, desde el inicio mismo de la
rebelión, veamos cómo la cigarrera, la tejedora, la pequeña comerciante, en fin, la
mujer, fuera figura prominente, y al adoptar una actitud de protesta contra los
odiados alcabaleros que le encarecían el chocolate y el huevo, lo mismo que el
ovillo de hilo o la pasta de jabón, diera ejemplo a quienes vacilaban en hacerlo,
contagiando con su entusiasmo, primero la familia, luego el círculo de sus
relaciones, y, finalmente la población entera.
Tal estado de cosas fue el que condujo a un movimiento de carácter social,
único en los anales de nuestra historia.
Pero, cual fue la causa que motivó tal situación de índole tributaria, con
repercusiones sociales?. Veámoslo.
España, desde los días que precedieran a la Conquista, había padecido los
desmanes de la piratería y de la política de Inglaterra, y había fallado en su
intento de desquitarse de tobas, debido al fracaso de la Armada Invencible, vio
una ocasión propicia para hacerlo y a la vez de ganar un futuro aliado, apoyando
decididamente la independencia de los Estados Unidos de Norte América, sin
pensar, en su afán de represalia, en las consecuencias que esta acción iba a
significar a sus colonias de ultramar.
Así lo entendieron claramente los jefes rebeldes, cuando a través del italiano
Luis Vidalle, le sugerían a Inglaterra que hiciera lo propio con España,
enviándoles un cuantioso armamento, consistente entre otras cosas en 10.000
fusiles, culebrinas y municiones.
Por traición, en la gesta comunera, esta fatídica palabra aparece por todos
lados,— las gestiones fracasaron.
La actitud española tenía que conducir a una ruptura con los ingleses, que
en intereses económicos nunca han cedido ni un penique, y así, el 16 de junio de
1779, estalló la guerra. El Virrey don Manuel Antonio Flórez, Teniente General de
la Real Armada, se trasladó de Santa Fe a Cartagena, punto neurálgico en
cualquier contienda, ante la posibilidad de un asedio inglés.
El Regente visitador, don Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, se había
instalado en Santa Fe desde el 19 de enero de 1778, y el 12 de octubre de 1780
sancionó, con el fin de aumentar los ingresos de España, el impuesto para el
sostenimiento de la Armada de Barlovento, y el 6 y 7 de diciembre del mismo año,
con idéntico fin, dio el acto resolutivo que ordenaba la extensión de los mismos a
un mayor número de productos y efectos, con lo cual se ampliaba lo que los
especialistas tributarios denominan hoy “la cobertura fiscal”.
Hemos mencionado el 12 de octubre de 1780, como la fecha uncial de los
abusos tributarios, y resulta irónico pensar que ese día se conmemoraba un
aniversario del descubrimiento de América, en una forma bastante melancólica,
por cierto.
La zozobra que convulsionó a la artesana, la cigarrera, la tejedora, la
pequeña comerciante, fue la chispa que encendió la ira contra la medida ruinosa
impuesta por la corona española.
Como todos o casi todos los hechos históricos, también la revolución de los
Comuneros tuvo sus movimientos precursores, como lo fueron los motines
suscitados contra los alcabaleros en el año de 1780, así:
En Simacota, el 28 de octubre. En Mogotes, el 29. En Barichara y Curití, el
11 de diciembre. En Galán, el 24 y en Charalá, el 17 del mismo mes, siendo éste
el segundo pronunciamiento, por cuanto el primero había sido en diciembre del
año anterior.
De la periferia al centro, el descontento llegaba al Socorro, capital de la pro-
vinca, y población que por aquella época contaba con algo más de 15.000
habitantes, correspondiéndole de este modo el cuarto lugar en el Virreinato de la
Nueva Granada, luego de Santa Fe, Cartagena y Popayán. Pero si tal era su
ubicación en población, debemos agregar que ocupaba el primer lugar en
industrias y manufacturas, y que el arado de hierro, recién aparecido, ya se
utilizaba allí, cuando se desconocía aún en las restantes zonas del país.
El Socorro que conocimos por 1932, tenía que ser casi igual al de 1a época
de la sublevación comunera. Apenas se insinuaba la transformación de su
conglomerado, con la aparición de las primeras embestidas del cemento, la
naciente construcción de su airosa catedral, y las ruinas de piedra de lo que
pretendió ser un capitolio, en la época en que la ciudad fue la capital del llamado
Estado Soberano de Santander, en las postrimerías del pasado siglo. Sus calles y
plaza principal eran empedradas. El mercado de los jueves era, como tuvo que
serlo en la Colonia, un abundante movimiento de productos regionales, dentro de
los cuales todavía se contaban los cargamentos de algodón, se despedían las
ventas de añil y blanqueaban los panes de azúcar, que salían de los rústicos
ingenios de la comarca.
Bajo aleros soñolientos de tejas ennegrecidas por el tiempo, se alzaban las
viejas casas de balcones corridos, con sus portalones chapoteados y sus oscuros
zaguanes. Aún subsisten algunas de ellas, que poco a poco van desapareciendo, y
sólo en la periferia luchan contra la invasión del urbanismo las mediaguas y
viviendas de puerta—sala, donde todavía se agita la penumbra del pasado.
Así llegamos al 16 de marzo de 1781 que, como años más tarde, también lo
haría el 20 de julio de 1810, fue viernes y día de mercado. En esa fecha estalló el
primer motín en el Socorro.
En la Plazuela de Chiquinquirá, hoy Antonia Santos, se reúnen los
manifestantes, y en medio del ruido de la pólvora y los gritos de protesta, se
dirigen a la pin/,a mayor encabezados por un tejedor de nombre José Antonio
Delgadillo, quien toca un tambor. No se ha verificado hasta el momento ningún
hecho especial, como no sea la algazara de la multitud.
Pero al llegar a la plaza, una mujer, Manuela Beltrán Archila, será la
encargada de producirlo, al manifestar su rebeldía, en un acto temerario y
valeroso, como es el de arrancar el edicto de los nuevos impuestos, colocado la
víspera en la Basa del Alcalde Ordinario doctor José Ignacio de Angulo y Olarte.
Con este acto le había consagrado de hecho un desconocimiento de la autoridad,
en circunstancias como las que se vivían, y era el primer paso que se daba ese día
de la simple inconformidad a la revolución.
Pocos detalles se poseen sobre la heroína, pero ellos nos bastan para darnos
una idea, así sea somera, de su persona. Se trata de una mujer de 57 años, que
residía en el barrio de El Convento, en cuya casa se hospedaban o posaban los
negociantes de mantas, venidos de comarcas vecinas. Manuela se dedicaba
además «I negocio de cigarros. Se desconoce si hubo contraído alguna vez
matrimonio y no hay datos sobre su vida sentimental, presumiéndose que hubo
de residir en sus últimos años en Confines, donde murió. Por la línea materna
estaba emparentada con familias antiguas del Socorro, entre ellas la de don José
de Archila, uno de los primeros moradores de la población.
El haberla confundido por más de un siglo con María Antonia Vargas, de
quien no se conoce ninguna intervención en los hechos, pero a quien se tenía
como la mujer que encabezó la multitud y rompió el edicto, dificultó inicialmente
la obtención de detalles
Conviene agregar que, según lo relatado por el General Francisco Miranda, el
día que referimos, le habían derramado los guardas un poco de arroz que ella
había comprado, del cual pretendían que no había pagado la alcabala. La actitud
subsiguiente de Manuela dio tal ánimo a los hombres, que fue decisiva en el
tumulto. Este continuó en los días siguientes, con la incineración de los tabacos
almacenados por las autoridades, la regada del aguardiente del estanco por las
calles y plazas en diferentes poblaciones y la destrucción de las oficinas de
recaudo, todo en contraste con una fuerza pública que, temerosa, se batía en
retirada.
Manuela desapareció de la escena histórica a partir de este momento. Fue
como el paso de un meteoro que no deja huellas. No se ha podido establecer si
sufrió castigo por parte del Gobierno colonial, si fue encarcelada, o desterrada, o
posiblemente perdonada. De todas maneras su papel de detonante del explosivo
en la sublevación, la exalta al sitio de nuestras heroínas.
La subversión empezó a cobrar fuerza, y es necesario establecer que tenía un
objetivo social definido, como era la lucha contra la explotación del pueblo, no
obstante lo cual, no registran las crónicas ningún crimen o delito que hubieran
cometido los revolucionarios. Al revés de lo que en Colombia ha ocurrido, con
motivo de los llamados “paros cívicos”, movimientos populares de presión o de
protesta, en los cuales se cometen frecuentes atropellos, tales como asaltos,
saqueos, incendios y hasta asesinatos, no hay noticia alguna de que los
Comuneros hubieran cometido atentados semejantes, en el curso de su
malogrado movimiento.
El 17 de marzo se amotina el pueblo en Simacota y el 25 en Pinchote.
En San Gil, el 24 de marzo en la noche, las mujeres que en el día habían sido
encabezadas por Lorenzo Alcantuz y Manuel Ortiz, hicieron la parodia de una
sesión del Ayuntamiento, luego de que los amotinados habían obligado a los
cabildantes, a empellones y agravios, a abandonar presurosos el recinto.
Otra mujer irrumpe en los hechos ocurridos el 30 de marzo en el Socorro,
cuya magnitud y consecuencias frieron ya de mayor envergadura que los
acaecidos 14 días antes.
Se trata ahora de una mulata, surgida de la entraña misma de la gleba, y
personaje muy popular en la localidad, a quien comúnmente se la llamaba con el
nombre de “la vieja Magdalena”.
Se encontraba ese día junto a la puerta de La Tercera de Tabaco,
presenciando el paso de la tumultuosa manifestación que, convocada al estallido
de cohetones se dirigía de la plazuela de Chiquinquirá a la plaza mayor,
encabezada por Ignacio Ardila, Roque Cristancho, José Delgadillo y otros, entre
quienes sobresalía Juan Agustín Serrano que, semidesnudo, portaba un costal de
tabaco al hombro y esgrimía un puñal en la diestra. La mulata logró detener la
multitud con un ademán imperativo, y con voz estentórea la arengó,
preguntándole si había quien defendiera las armas del Rey, las rentas de tabaco y
el estanco. Como la respuesta a su irónica consulta fuera un No estridente, inició
la pedrea contra las armas reales que hasta ese día habían sido el símbolo de la
obediencia y el deber.
Derribado y pisoteado el escudo, se pasó a la destrucción de las
dependencias oficiales y se forzó la libertad de los detenidos en protestas
anteriores.
Así, una mujer, Manuela Beltrán, había sido la primera en levantar su brazo
contra las leyes de la Corona, y otra, “la vieja Magdalena”, fue también la primara
en destruir el símbolo heráldico de la monarquía, cuyo escudo cayó hecho
pedazos por primera vez, en el territorio del Nuevo Reino.
De la mulata no se poseen datos y apenas se sabe que, en sus años jóvenes,
había sido una de esas muchachas que alegran la vida con tal devoción, que
terminan por denominarse como de "vida alegre
Tampoco hay noticias sobre las consecuencias de su osadía ni el final de «un
días. Su origen humilde y su pasado equívoco no amenguan el valor y la (i
ascendencia de su gesto.
Fueron infructuosos ese día los esfuerzos de los clérigos Joaquín de Arroyo y
Joaquín Ortiz, para calmar los ánimos, actitud que contrasta con la de ese otro
ferviente revolucionario que se llamó fray Ciriaco de Archila, y a quien se
atribuye, según algunos historiadores, lo que las autoridades españolas
denominaron “el Pasquín”, en tanto que los Comuneros llamaron nuestra Cédula.
Era una composición en verso de corte campechano y vulgar, que zahería las
autoridades españolas y que por ello agradó profundamente a los sediciosos. Fue
leída por primera vez el 16 de abril en el inicio del tercer motín socorrano.
Hemos dicho que algunos historiadores atribuyen la paternidad de “La
Santísima Gaceta”, como también se denominó a esas octavas, al fraile ya
nombrado, aunque otros opinan que fueron enviadas a los revoltosos desde Santa
Fe, nada menos que por el aristocrático y deschavetado Marqués de San Jorge, a
quien igualmente se señala como autor de ellas.
La Revolución Comunera, como los círculos concéntricos en el agua, se va
extendiendo. El ejemplo cunde. El descontento rebasa los límites de la provincia
en la cual se había gestado, y, pasando a las limítrofes, termina por contagiar la
casi totalidad del virreinato y parte de la Capitanía General de Venezuela.
Así mismo, en otras poblaciones, las mujeres están en primera fila, sentando
su protesta, animando, constituyéndose en el alma del movimiento que, como el
de Zipaquirá el 16 de mayo de 1781, estuvo encabezado por María de las Nieves
Hurtado, Isabel Tibará y María Manuela Vesga, las que posteriormente detenidas
y vejadas por las autoridades españolas, fueron enviadas esposadas a las
prisiones de Santa Fe.
En Guaitarilla, hoy jurisdicción de Nariño, al ser leído el decreto de los
impuestos por el párroco en plena misa, cumpliendo orden oficial, se armó
tremenda algarabía. Dos mujeres del pueblo, Manuela Cumbal y Francisca Aucú,
llegando hasta el celebrante, le arrebataron el pliego del edicto y lo despedazaron
en las mismas gradas del presbiterio, ante el regocijo de los circunstantes.
En la medida en que el movimiento comunero crece y se expande, se
advierten en él dos actitudes claramente definidas y opuestas: la de los artesanos
y campesinos honrados, resueltos, idealistas que encabezados por José Antonio
Gálan, Isidro Molina, Lorenzo Alcantuz y Manuel Ortiz, buscan un mejor estar
para el pueblo, y la de los eternos vividores y aprovechados, de la cual hacen
parte Juan Francisco Berbeo y Salvador Plata, lo mismo que a la hora de nona,
Jorge Miguel Lozano de Peralta.
La ignorancia de los primeros, dentro de un régimen de sumisión, en el cual
faltaba la educación popular, factor imprescindible en la formación de
conductores, facilitó los aviesos propósitos de los segundos.
En este juego de luces y sombras, los utilitaristas, mirando más su posición,
sus intereses económicos y las ventajas que pudieran derivar del que resultara
vencedor, cuando advierten que los acontecimientos empiezan a ser favorables a
las autoridades representadas en el ladino Caballero y Góngora, abandonan a los
idealistas y son los primeros en colgarse al carruaje del vencedor.
La figura de Galán, el hombre que a su paso declaraba libres los esclavos de
las minas y luchaba por la dignidad de los oprimidos, tenía una dimensión de
auténtico caudillo, proporcionada a la fuerza de su poderoso magnetismo
personal. En medio de su rudeza y su simplicidad, demostró talento y coraje,
como para orientar su movimiento hacia un propósito de independencia política,
que no alcanzó a cristalizar en su mente.
Poco se ha tratado sobre la vinculación de los Comuneros con la oligarquía y
la plutocracia santafereñas, por lo cual consideramos de interés insertar algunos
datos al respecto.
El enlace de las dos partes era Juan García Olano, emparentado con Josefa
Lozano, esposa de Manuel Bernardo Álvarez, e hija del Marqués de San Jorge,
que era, como ya está dicho, de la más encopetada sociedad del virreinato.
García Olano, en su condición de administrador de correos de Santa Fe,
interceptaba la correspondencia virreinal y enviaba a los Comuneros
informaciones exageradas sobre los éxitos de Tupac—Amaró. Si bien prestó
algunos servicios a la causa rebelde y hasta intervino con el Marqués de San
Jorge, Jorge Miguel Lozano de Peralta, en las capitulaciones, cuya protocolización
ocurrió el 6 de junio de 1781, fecha deshonrosa para España, lo hacía con
intenciones que, vistas hoy dos siglos después, casi colindan con el ridículo.
En efecto, García Olano, considerándose figura esencial en el movimiento,
manifestó seriamente ante los altos círculos santafereños que, en el seguro caso
de un triunfo revolucionario, su esposa Joaquina Álvarez, —tía nada más ni nada
menos que de don Antonio Nariño, — sería nombrada Reina Comunera, o lo que
equivale a decir que él sería rey, o por lo menos príncipe consorte. Y agregaba que
los alzados en armas le darían una guardia de 1.000 “socorreños”, algo así como
una Guardia de Corps de ruana y alpargatas.
Pero, como suele ocurrir a los ilusos, ni la corona ciñó las sienes de su
esposa, ni él fue monarca, ni príncipe consorte, ni siquiera llegó a ser personaje
de alguna significación. Sólo recibió una terminante orden de destierro.
García Olano hacía parte de los empingorotados círculos de Santa Fe, no por
sus méritos que eran escasos, sino en virtud de la posición de su mujer, como lo
señala la carta dirigida por el Arzobispo Virrey Caballero y Góngora al Conde de
Floridablanca, en el cual al informarle sobre su conducta y la disposición de
desterrarlo, le dice:
“Pues, pasando los parientes de su mujer, de más de sesenta personas, de las
más principales de la ciudad, si se le permite su residencia en ella, era temible”.
Como puede verse, la presunta “Reina Comunera", tal como la había
preconcebido su esposo, quien posiblemente a este fin se había mezclado en la
revolución, era no sólo emparentada con el famoso Marqués, sino que hacía parte
de los altos heliotropos de la aristocracia criolla.
Para cerrar esta escena de opereta, diremos que el Arzobispo Virrey, además
de ser un sutil diplomático, conocía a “ñor Raimundo y todo el mundo" y hasta
disponía de tiempo para inventariar la parentela de quien no le era grato.
No deja de ser curioso que, siendo el objetivo primordial de los Comuneros
una lucha contra los abusos del fisco, ni el Marqués que adolecía de los defectos
del pillo y carecía de las virtudes del hombre de bien, ni García Olano, eran muy
celosos con él. Para la muestra un botón:
Al primero se le había suspendido el pomposo marquesado en 1777, por no
pagar impuestos, y el segundo había tomado más de la cuenta, siendo
administrador de las rentas de Mompós, lo cual no fue óbice para que, tiempo
después, se lo reintegrara a la burocracia con un cargo más elevado y mejor
remunerado, gracias a la influencia de la parentela.
Un episodio que parece hubiera ocurrido no en el Nuevo Reino colonial sino
en la Colombia de hoy.
Concluido el caso del título nobiliario que ya no existía y del monárquico que,
contra el deseo del optimista García Olano, no llegó a crearse, bueno es hacer
algunas consideraciones finales sobre las mujeres comuneras y su influjo en la
revolución.
Lo que ellas significaron, quizás inspiró a los legisladores que, al promediar
el siglo XIX redactaron la famosa Constitución de Vélez, a insertar el voto
femenino como un derecho consagrado en esa carta, cuando de tal cosa apenas sí
se hablaba en el mundo. Así lo anota en su obra “Cómo se ha formado la
Nacionalidad Colombiana”, el profesor Luis López de Meza, que califica la
iniciativa como audaz, para su época, se entiende.
No creemos aventurado afirmar que, dadas las precarias condiciones de
instrucción popular en aquellos tiempos, buena parte de las mujeres que
intervinieron en la gesta comunera, ni sabía ni le interesaba saber lo que fuera o
pudiera significar la llamada Armada de Barlovento. Y apenas sí algunas de ellas
habían oído hablar vagamente de Cartagena, sus murallas y los piratas. De lo que
sí sabían por dura experiencia, era del trabajo y sus escasas ganancias, que iban
a parar en su mayor parte a la bolsa alcabalera, sin una retribución por parte del
gobierno colonial. Fue éste el verdadero incentivo de la adhesión femenina a la
causa rebelde.
Cuando años más tarde ese precursor con ribetes de visionario y alma de
andariego que se llamó Pedro Fermín de Vargas, nacido en 1762, presentó un
sesudo proyecto de asociación y ayuda a las industrias del Nuevo Reino, apenas
logró ser recibido con un gesto de desdén por los prevalidos funcionarios del
virreinato, que no entendieron o no quisieron entender lo que este revolucionario
paso podía haber significado en materia económica y social.
Cuántos años pasaron, entes de que las ideas del santandereano insigne se
convirtieran en realidad? Más de un siglo.
No queremos hacer mención del epilogo sangriento de la rebelión comunera,
que incendió fugazmente el territorio colonial, dejando vivo el rescoldo que luego
prendió la llama de la independencia. Los pormenores dolorosos de tan triste final
están ampliamente consignados en la historia. Pero como en nuestro relato nos
interesa destacar la intervención de la mujer en los episodios de la vida nacional,
no deseamos cerrar este capítulo sin hacer referencia a Paula Francisca Zorro,
esposa de Manuel Galán y madre de José Antonio.
Al caudillo revolucionario, cuando luego de ser engañado y traicionado, fue
juzgado por los tribunales para ser condenado al patíbulo, se le inventaron
crímenes que nunca cometió y se quiso agotar el innoble recurso de cubrir su
nombre con la más repugnante de las infamias.
Destruidas las inculpaciones de robo que le enrostraron, gracias a los
testimonios escritos que fueron allegados al proceso, los jueces de la Real
Audiencia, haciendo uso de una bárbara costumbre que era entonces común y
corriente, pretendieron con la amenaza del tormento, hacer declarar a su esposa
ya su hija contra él. El recurso se estrelló como contra una roca, en el valor y
entereza de Toribia Verdugo, su mujer, la cual rechazó indignada semejantes
presiones. Pero, finalmente, tuvo que ceder ante la amenaza de la tortura. Mas la
justicia no paró ahí, y echando mano de la más horripilante perversidad, acusó al
héroe de incestuoso en la persona de su propia hija.
Fue entonces cuando intervino Paula Francisca, armada únicamente con el
coraje de su corazón maternal, para enfrentarse a los jueces y darles un mentís
rotundo, respaldado con el inconmovible argumento de que ella había examinado
personalmente a su nieta y había constatado su integridad física.
Tal proceder no tiene ninguna justificación y constituye un baldón para la
justicia española del Nuevo Reino.
El héroe pudo morir con su frente alta y sus pupilas abiertas hacia las
perspectivas de libertad que un día soñó. No podía imaginar que, un poco más de
diez años después, una reina, María Antonieta de Francia, fue igualmente
acusada del mismo sucio delito, en un esfuerzo torpe de sus verdugos para
justificar su muerte en el cadalso. No tuvo la orgullosa soberana a su propia
madre, la Emperatriz María Teresa de Austria, para que volviera por su honor,
pero fueron todas las madres de París las que alzaron su voz para volver por la
dignidad ofendida de la soberana.
Al dar el paso definitivo hacia la muerte, José Antonio tuvo que recordar las
palabras que pronunció cuando abrió la marcha de la Revolución:
“Lo que ha de ser ... que sea”.
CAPITULO IX

Catalina de Rusia.

Un romance pecaminoso bien pudo ser el origen de nuestra Bandera. Andanzas

de Francisco de Miranda con la alemana que se transformó en Emperatriz rusa.

El Congreso de Viena y la frustrada intervención rusa en la reconquista española.


Sobre el origen de la bandera colombiana, con sus tres colores, amarillo, azul
y rojo, y que es la misma de Ecuador y Venezuela, solo diferenciadas en las
proporciones del amarillo, existen versiones y leyendas diferentes, ninguna de las
cuales ha podido tener una confirmación segura.
De lo que sí hay certeza indudable es de que, el primero que la enarboló con
tales colores fue el General Francisco de Miranda, el 12 de marzo de 1806,
cuando al partir de Estados Unidos rumbo a Venezuela, la izó en el palo mayor
del bergantín “Leandro”, e hizo que la tripulación de 192 hombres jurara fidelidad
a la causa libertadora de América.
Nos acogemos en cuanto al origen de los tradicionales colores, a conocida
versión que concuerda con la intención de nuestra obra, de vincular a la historia
nacional la intervención femenina en actos heroicos o trascendentales.
Miranda, un auténtico aristócrata caraqueño, dueño de alta posición
económica, lo mismo que de una atrayente apostura física que cautivaba la
devoción del bello sexo, tuvo en su juventud una fulgurante carrera de aventuras
encaminadas a organizar la lucha por la liberación continental. Soñó con un
imperio desde el Missisipi hasta la Patagonia.
Luego de haber visitado la mayor parte de los países de Europa, llegó a Rusia
en 1787. Contaba entonces 37 años. Era alto de estatura, de frente amplia,
cabello castaño, voz cálida, elegantes maneras, conversación persuasiva, y el
brillo de sus ojos seducía profundamente a las mujeres. Tenía una memoria
prodigiosa y ello contribuía a darle matices inesperados a sus charlas. Sus
biógrafos cuentan que en no pocas ocasiones, usaba peluca rubia y pendientes de
cristal en las orejas, lo cual se explica por la influencia del afrancesamiento del
atuendo personal en aquel entonces.
Rusia estaba gobernada por la Emperatriz Catalina que era alemana de
nacimiento, y cuyo nombre de pila era Sofía. Se hizo rebautizar como Catalina, al
pasar de católica a ortodoxa, por razones políticas. En la soberana se confundían
la altivez, la liviandad, la viveza mental, cierto sentido del humor, talento
artístico, como que escribió catorce obras teatrales, algunas óperas que no
alcanzaron la universalidad, así como narraciones populares y, finalmente, sus
Memorias. Era fina observadora de las gentes que la rodeaban, y a semejanza de
Pedro 1 el Grande, occidentalista en sus costumbres. Políticamente se decía
liberal y republicana. Un contraste paradójico, siendo como era, la cabeza de un
imperio.
Quizás lo de liberal se refería más bien a la liberalidad de su apasionado
temperamento, que la llevó a tener numerosos amantes, unos por razones de
Estado,
I MI os era profundamente ambiciosa, y otros por vocación para contravenir
el sexto mandamiento de la ley de Dios, que rige por igual a ortodoxos griegos y
católicos romanos. La historia tiene en este campo abundantes argumentos para
darle a Catalina el calificativo de Emperatriz Impúdica, según algunos biógrafos.
Se casó a los 16 años con el Zarevich Pedro, hombre tarado, física y
sicológicamente, cuyo carácter brutal precipitó al fracaso esta unión absurda y
convencional ideada sólo por razones políticas.
Nunca pudieron entenderse. Pedro la maltrataba y hasta la amenazaba
frecuentemente con desterrarla o encerrada en un convento. La audaz emperatriz,
ya cansada de semejante tragedia, y aprovechando la personalidad inestable de
su esposo, de quien se afirma además que tenía marcadas tendencias
homosexuales, logró obtener su abdicación, quedando dueña y señora del Imperio
en la condición de Regente. Luego, con la complicidad de Orlov, con quien
compartió el perfumado lecho y las funciones del gobierno, hizo llevar al
destronado marido al castillo de Ropach, donde fue asesinado en 1762.
Tanto en las actividades de la política y de la alcoba, Orlov fue sucedido por
Gregorio Potemkin, y fue precisamente en este tiempo cuando Miranda y Catalina
se conocieron. El venezolano, como se dijo, contaba 37 años, y la Zarina 58, no
obstante lo cual, aún era una mujer relativamente atractiva, gracias a los afeites,
los lujosos vestidos y su eminente posición de Soberana de todas las Rusias.
La presentación del americano fue hecha en el Palacio de Kiev por el Príncipe
Bezborodko, Ministro de Asuntos Exteriores, en una fiesta. A Catalina que era
amante de lo exótico, sobre todo si lo exótico tenía pantalones, y curiosa por
naturaleza, le llamó la atención el apuesto personaje, venido de un rincón lejano
de un mundo pródigo en leyendas.
Pronto se hicieron amigos, y la reina no vaciló en hacerle demostraciones
elocuentes de predilección, que luego terminaron en las intimidades de la
imperial alcoba.
Su ascendiente en la Corte y en la persona de Catalina fue tan significativo,
que llegó incluso a tener acceso a los archivos secretos de Estado. El venezolano
no oculta su constante aversión al dominio hispano y la Emperatriz, delante de
los diplomáticos, incluyendo el Embajador español, hace chistes sobre este tema.
Para dar una idea del apasionamiento enfermizo de la alemana hacia sus
amantes de tumo, podemos añadir que, según los historiadores, llegó a
proponerle que renunciara a su carácter de oficial español y se incorporara al
ejército ruso, lo cual rechazó fingiendo un gran reconocimiento, pero sonriendo
en su interior.
Cuando terminó su temporada en la corte imperial, llegó el momento de la
despedida. Catalina le ofreció un banquete suntuoso en el palacio del Ermitage, y
tuvo frases de nostalgia, a tiempo que se paseaban por los espléndidos jardines.
El Precursor de la independencia americana se separó definitivamente de su
amante, la cual le dio como regalo de despedida el grado de Coronel del ejército
ruso, mil ducados en oro y cartas de crédito para los bancos de las principales
ciudades europeas, las que parece supo emplear en magníficos regalos a otras
dos Catalinas que fueron sucesivamente sus queridas, en Suecia y Noruega. De
esta manera, la remuneración obtenida -por Miranda por “servicios” prestados a
la Emperatriz, se transfirieron a esas otras dos Catalinas. Nadie sabe para quién
trabaja, pues esos ducados hubieran podido servir para sufragar los costos de la
emancipación de América.
Pues bien. Lo de la bandera colombiana se dice que fue nacida de un
arrebato romántico del aristocrático caraqueño, quien dijo a Catalina que, en
homenaje a sus rubios cabellos, sus hermosos ojos azules y sus sensuales labios
rojos, la bandera de su patria llevaría esos tres colores,
Miranda pasó luego a Inglaterra, donde residió tres año6. Su permanencia
fue aprovechada para presentar al Ministro Willíam Pitt un proyecto de
independencia americana a nivel continental. Tales propuestas no tuvieron
ningún resultado positivo, y en 1792 viajó a Francia donde tomó parte en las
luchas napoleónicas. Su valor y su destreza le merecieron el grado de General en
Jefe de los Tres Ejércitos del Norte, que constaban de 70.000 hombres.
Don Francisco se trasladó posteriormente a los Estados Unidos, de donde
siguió rumbo a Venezuela, teniendo como objetivo un desembarco en Ocunare
que fracasó lastimosamente. El bergantín “Leandro” tuvo que ser vendido a poco
por una suma irrisoria, a causa de su deterioro. Tal fue el final melancólico del
primer navío de guerra de la futura Gran Colombia.
Dejemos a Francisco de Miranda con su vida, mezcla de epicúreo y
aventurero y su epilogo de mártir de la libertad, y aprovechemos la oportunidad
de habernos referido a la ocasional influencia de Catalina en la historia
grancolombiana, gracias a sus relaciones nada edificantes, pero seguramente
muy placenteras con este personaje venezolano, para narrar, así sea brevemente,
un episodio poco conocido de la historia y que tiene que ver con la intervención
rusa, esa sí directa, en el proceso emancipador de América.
El suceso que mencionaremos se refiere a las relaciones que en el pasado se
hubieran podido establecer entre Rusia y nuestro continente, a través de
circunstancias bastante singulares, que hubieran podido modificar
sustancialmente el destino de los países en proceso de liberación del dominio
español.
El hecho se origina en Viena, capital por aquel entonces de fastuoso imperio
austro—húngaro, más exactamente, en el palacio de Schonebrum. Aquí, en
11113, se reúne el célebre Congreso que, con asistencia de 90 soberanos y 53
plenipotenciarios de las naciones europeas, se dedica a estudiar la situación
creada sil lomo a los problemas originados por las luchas napoleónicas, secuela
inevitable de la Revolución Francesa.
Los trabajos son lentos, pero el ambiente agradable. Quizás el más exquisito
que haya podido vivirse en reuniones de su género, en los tiempos modernos, por
estos “grandes de la tierra” que, ataviados con insignias y condecora- nones,
habían llegado a Viena con sus esposas y amantes.
El Congreso tiene un algo maravilloso que embruja a los empolvados y
acicalados diplomáticos: el valse. Y así, noche tras noche, se deslizan las parejas
sobre los marmóreos pisos del palacio, entrelazados monarcas y diplomáticos con
princesas, duquesas, condesas y marquesas austríacas, al ritmo voluptuoso de la
música romántica de Johan Strauss que invadía y hechizaba las cortes del viejo
mundo, cuyas damas se deleitaban luciendo la generosa moda Imperio. Esta
prestaba más deleites a los cansados ojos de los monarcas y sus ministros, que la
redacción de los tratados o el estudio de las líneas que, apenas perceptibles,
señalaban los límites de las zonas de ocupación, o las fronteras de las naciones.
Esto y nada más que esto, es el Congreso. Por eso de él dijeron sus
contemporáneos que “no progresaba, pero bailaba”.
En él nadie está dispuesto a hacer concesiones de ninguna especie, salvo
aquellas que se inician en los amplios salones, se perfeccionan en los pasillos y se
cumplen en las regias habitaciones. Lo demás es implorar en vano. Austria,
Inglaterra y Rusia, son las potencias vencedoras, y como tales, las usufructuarias
del desbarajuste napoleónico. Por lo tanto, las restantes naciones son apenas
simples figuras decorativas.
El Congreso queda pues en manos de tres hombres: Mettemich, Wellington y
el Zar
Alejandro I. A estos hay que agregar posteriormente un cuarto: Taleyran, que, en
representación de Francia y no obstante su cojera, es el que más rápido y más
sutilmente se desliza. Está solo, pero no abandonado. Ha caído ya Bonaparte, y
Fouché, “el hombre más malo de Francia”, no tiene cabida en la asamblea. Así,
rota la trilogía, es él la cuarta figura del congreso. El Obispo que había colgado la
mitra y pasado de Luis XVI a Damton, de éste a Napoleón y, finalmente, a Luis
XVIII, es el hábil equilibrista de siempre y el que a la postre termina por
imponerse.
Pero no es este polifacético personaje el que nos interesa, sino lo que ocurre
entre el Zar Alejandro I y el modesto Embajador de España Pedro Gómez
Labrador, y se continúa por intermedio del Ministro Garay, figura prominente del
gabinete de Femando VII.
El hecho en cuestión se relaciona con el pensamiento del Zar, contrario al
derecho qué invocan las colonias españolas para su independencia, y que debe
sojuzgarse de inmediato. Para el efecto ofrece y España acepta la colaboración
representada en hombres, barcos y armamento, con destino a la reconquista.
Pero cuando la armada rusa llega a Cádiz en 1818, el monarca español sufre un
cruel desengaño: los navíos no son aptos para la empresa de cruzar el Atlántico, y
su dotación es en extremo deficiente, por lo que, previo el pago de los víveres de
regreso, son devueltos a Rusia.
Así se cancela un episodio fugaz, cuya cristalización hubiera podido
modificar el destino del continente americano, de haber sido los elementos
adecuados al objetivo asignado. Por lo que en este caso, cabe preguntar si el
místico Zar no hizo cosa distinta que jugar con el Embajador para obtener
ventajas o pretendía utilizar al Rey de España, para exigirlas luego a través del
hemisferio americano.
No por falta de consecuencias, como puede deducirse, deja este hecho de ser
trascendental, pues es de suponer que el Zar Alejandro no podía estar enterado
de las deficiencias de su flota para el cumplimiento de los planes de reconquista
de las colonias hispanas.
En todo caso y para cerrar este capítulo, cabe resaltar el contraste de dos
actitudes antagónicas: de una parte, Catalina la Grande, ofreciendo apoyo y
entregando oro a Francisco de Miranda, para respaldarlo política y
económicamente en su empalo de organizar la emancipación americana, y de
otra, sólo 28 años después, otro monarca ruso empeñado en respaldar la
recuperación del hemisferio para la corona española.
De suerte que, si en realidad los ojos, el cabello y los labios de la liviana
Emperatriz nos proporcionaron los colores tradicionales a tres países
bolivarianos, también de las lejanas estepas pudo habernos llegado un nuevo
sojuzgamiento.
CAPITULO X

Manuela Maza.

Manuela Santamaría de Manrique.

Los preámbulos del 20 de julio de 1810.

El prefabricado pretexto del florero.

La intrepidez de una mujer salvó la Revolución. El bautismo republicano de la

Virreina.
El 20 de julio de 1810 se hicieron realidad dos amores; El de la libertad que
sentía el pueblo granadino, y el que nació entre dos seres, en cuyas manos estuvo
el haber sofocado la revuelta con las armas por parte de él, como de haberla
salvado por parte de ella, en un acto de heroísmo cuyo verdadero sentido no ha
sido lo suficientemente valorado.
Pero, quiénes eran estos dos seres, a los cuales se debe el que los
acontecimientos hubieran sido el principio de la Independencia?
Ya lo veremos, luego de presentar algunos antecedentes al hecho crucial que
se desarrolló en esa fecha.
Que si estaba preparado el virreinato de la Nueva Granada para obtener su
libertad o no; que si lo acaecido el 20 de julio fue una revolución o una
contrarrevolución, es cosa que bien puede seguir apasionando a quienes más
dados a la elucubración que a la realidad, prefieren estimarlos no como en verdad
ocurrieron tales hechos, sino como a su juicio han debido producirse.
Pero si consideramos que los aconteceres históricos, como los movimientos
telúricos, se dan sólo cuando las circunstancias los propician, hemos de convenir
en que éstos deben ocurrir en un momento dado, y su preparación y desarrollo
guardan siempre estrecha relación con el medio y las condiciones de los actores.
Así, el régimen de los cabildos abiertos que operaba en momentos
extraordinarios, con la concurrencia de personajes notables, a más de los
Regidores, - tenía que ser necesariamente la forma propuesta para instaurar la
revolución, luego de una reyerta preparada de antemano, seguida del toque de
incendio dado por el pueblo desde los campanarios y de las pedradas que,
repartidas a diestra y siniestra, no dejaron un solo vidrio sano en los contornos
de la plaza principal de Santa Fe, lo cual no deja lugar a dudas sobre lo que
estaba ocurriendo, salvo a las autoridades españolas, que en este como en otros
hechos, se portaron apenas como si hubieran sido las ganadoras de un concurso
de incompetencia previo a sus nombramientos.
De más arrestos que el Virrey don Antonio de Amar y Borbón era su esposa,
la aragonesa doña María Francisca Villanova, mujer orgulloso y dominante, tanto
que fue, ella sí, la auténtica fundadora de lo que siglo y medio más tarde se llamó
en Colombia “el mandato claro”, como que a cada una de sus exigencias y
constantes caprichos, el manso y sordo de-don Antonio, apenas se atrevía a
responder con resignado temor: —Claro que si Paquita.
Paquitas son todas las Franciscas en España.
Cuántos actos de gobierno podrían surgir a partir de estas “claridades”?
Ninguno. Por eso, cuando el 15 de agosto, o sea 25 días después, abandonaron
furtivamente la ciudad en el viejo coche virreinal, aprovechando que las gentes
asistían devotamente a la procesión de Nuestra Señora del Tránsito, se produjo
en «lio« la única claridad que les permitió ver la realidad de su situación.
Dentro de un régimen político en el cual las colonias no eran propiedad del
Estado, sino posesiones del Rey, se debatía una situación económica en extremo
precaria, motivada por la limitación de cultivos, restricción de exportaciones,
excesivos impuestos y carestía, que sólo hacía remunerativo el laboreo de las
minas, en el cual se asfixiaba al indígena por el sistema de los encomenderos y
los abusos de los corregidores.
Y si a lo anterior se agrega la discriminación del criollo, no obstante sus
capacidades, de los cargos importantes del Gobierno y el trato desdeñoso que
soportaban de los “chapetones”, tenemos necesariamente un pueblo hastiado que
busca en la medida de sus posibilidades y de sus gentes, algo diferente.
En este ambiente nacen las tertulias literarias, verdaderos desahogos de los
escasos hombres que a la postre serían los conductores del país, como fueron la
Academia Eutrapélica, presidida por el poeta consentido de las monjas de Santa
Fe, don Manuel del Socorro Rodríguez; el Círculo del Buen Gusto, de doña
Manuela Santamaría de Manrique; la Sociedad Patriótica y la decididamente
revolucionaria denominada el Círculo Literario, presidido por don Antonio Nariño.
Y si a la situación planteada le agregamos la ineptitud e inmoralidad de un
Virrey, cuya principal preocupación era la de enriquecerse dolosamente, mediante
la venta de cargos públicos, y la decadencia de una España que andaba al garete
sin saber a ciencia cierta ni qué hombres ni qué leyes la gobernaban, tenemos el
momento propicio para la preparación de la revuelta. Para que ésta suceda ahora,
no después.
Así lo comprendían los dirigentes del movimiento, cuyo lugar de reuniones
era nada menos que el Observatorio Astronómico, en donde, haciendo honor a su
nombre, no sólo se observaban los astros sino los acontecimientos políticos.
Allí llegaban en las frías y solitarias noches santafereñas, al toque de Ánimas,
embozados en sus capas y ruanas, los conspiradores, cuyo talón pisaba el terrible
Oidor Hernández de Alba.
Día a día pretendía éste llenar de temores a Amar, sobre la inminencia de
una sublevación; pero el Virrey era sordo física y políticamente a estos rumores,
sobre todo cuando los alarmantes informes se producían a la hora del espumoso
chocolate y las doradas colaciones, a las que era tan aficionado.
La noche del 19 de julio se efectuó la última reunión. A ella asistieron
Caldas, Torres, Herrara, Gutiérrez, Carbonell, Moreno, Camacho, Acevedo y
Gómez, Pombo, Morales y algunos más. Al filo de las ocho se deslizaban
silenciosamente hacia el Observatorio, tratando de no ser vistos por los serenos ni
los escasos vigilantes de la ciudad.
Sus siluetas, como sombras chinescas, se dibujaban sobre las piedras de las
calles solitarias, o los muros de las viejas casonas, hasta desaparecer en el oscuro
portal del edificio.
Ya todo estaba preparado, todo listo. Pero para asegurar el éxito, era
necesario que la chispa incendiaria partiera del vivac enemigo, según lo
manifestara Camilo Torres.
El estallido venía siendo preparado de tiempo atrás convenientemente. Por
eso se escogió un viernes, día de mercado, y como hora aproximada, entre las 11
y las 12 del mediodía, aprovechando que la plaza contaba con la mayor
concurrencia.
En cuanto a los protagonistas, no podía escogerse personaje ni más
deslenguado, ni más escandaloso, ni mejor ubicado que González Llorente, ni
más adecuado para provocarlo que Francisco Morales. Lo del florero era el
pretexto.
Parece que no se omitió detalle. Morales reunía condiciones de hombre
decidido y fuerte, dispuesto a provocar al español con cualquier pretexto,
mientras sus compañeros de la escena planeada, y quizás ensayada de
antemano, debían permanecer a la expectativa de los acontecimientos, para
intervenir como azuzadores del pueblo.
Los detalles a que hemos aludido, demuestran que hubo un plan
predispuesto, no un hecho casual, como afirman varios historiadores.
La reyerta sería la chispa que, hábilmente utilizada por los amotinados,
incendiara la plaza. Así lo dio a entender Caldas, cuya ubicación junto a la tienda
del español en los momentos iniciales de esta escena prefabricada, es más que
sospechosa. Él no era un buscapleitos, sino un científico, y su vigor físico no
guardaba relación con su brillante inteligencia. Otro detalle que parece
confirmarlo, es la carta que había escrito a su desconocida esposa Manuela
Barona, —se había casado por poder y la estaba esperando, — carta en la cual le
dice que no podía salir a recibida a La Plata, como estaba convenido privándose
así unos días más de conocerla, en atención a los hechos en cuya preparación
estaba comprometido.
Todo ocurrió tal como estaba previsto, y la historia es pródiga en detalles que
no es necesario repetir.
Como se esperaba, la gente empezó a exaltarse. No tenía ni idea de lo que iba
a representar el cruce de puñetazos e insultos que hubo en la tienda del chape
Ion González; su excitación no tenía más razón que las soeces palabras del
comerciante contra los criollos. Su primer disparo verbal fue una frase
coprofonica, muy española, por cierto:
— Me cago en Villavicencio y en todos los americanos!
A partir de esta andanada fecal, poco a poco corrieron chismes y alarmas.
Las ventas se interrumpieron, los toldos del mercado quedaron solos. El
pueblo un precipitó a la esquina de la Catedral, para enterarse de lo que estaba
ocurriendo. Por entre el tumulto empezó a circular un grito:
Cabildo abierto! Mueran los chapetones!
Pero la plebe no tenía nociones de lo que significaba un cabildo abierto.
Habilidosamente los dirigentes del motín se mezclaban con el populacho de
artesanos, campesinos y revendedoras, excitándolos a rebelarse contra las
autoridades y a constituir un gobierno propio, con hombres de su misma sangre y
de su misma tierra.
Esto sonó bien a las masas que no deliberan, sino que obran por reflejo, por
percusión, por instinto. Sonaron las campanas de varias iglesias tocando a
rebato. El tumulto creció y en pocos minutos la fuerza armada del gobierno entró
en la agitada escena.
Fueron enviados rápidamente una pieza de artillería y un pelotón de fusileros
que se apostaron en un costado de la plaza.
Entre éstos y la multitud enardecida se abrió un espacio más que de terreno,
de expectativa.
Dirigía la tropa el Comandante Mauricio Álvarez, el cual no acata una orden
verbal de disparar, dada por el Virrey para disolver la vociferante multitud, y
buscando curarse en salud, pide que le sea enviada por escrito. Un soldado parte
rápidamente a cumplir el encargo.
La gente se da cuenta de lo que esto significa. Hermógenes Maza, el futuro y
legendario General, en compañía de sus hermanos Vicente y Manuela, van de acá
para allá alentando el populacho e infundiéndole ánimos. Ya veremos lo que hizo
doña Manuela.
Los tres pertenecían a una de las familias más distinguidas y acaudaladas de
la aristocracia criolla. En las fiestas oficiales, en las ceremonias, en los bailes,
eran de los primeros invitados. Vicente y Hermógenes estudiaban en el Colegio
del Rosario, y el ilustre dominico Fray Bartolomé Lobo Guerrero, era su pariente
por línea materna. Con todos estos antecedentes y circunstancias, los tres
jóvenes se matricularon en el partido de la libertad, y al sonar las apremiantes
campanadas del rebato, saltaron con muchos de sus compañeros los venerables
muros del colegio y se confundieron con los amotinados del pueblo. Manuela se
había fugado del hogar para reunirse con sus hermanos.
La gritería se acalló y el aliento de la multitud se contuvo; regresaba el
estafeta con un papel en la mano. Era la orden de disparar.
Algunos historiadores ponen en duda que el Virrey se hubiera decidido a
reprimir con fuego la sublevación. Pero un elemental raciocinio demuestra que la
orden de disparar sí se produjo. De no haber sido así, el pliego no tenía ninguna
razón de ser, puesto que el Comandante Álvarez pedía precisamente una
autorización escrita.
Manuela aparece frente a la escolta que aguardaba inquieta con los fusiles
cargados. Con el impulso temario de la juventud, se abalanza sobre el estafeta, le
arrebata la orden y la arroja al viento convertida en añicos, al tiempo que Vicente
y Hermógenes la rodean para protegerla. El pueblo respira y cobra ánimo. La
Revolución acababa de nacer de la entraña espiritual de una mujer.
De las fuerza armadas con que contaba el gobierno virreinal de Santa Fe, no
había nada que temer, por cuanto el Comandante del batallón auxiliar había
prometido que éstas no obrarían contra el pueblo, lo cual le valió a José Mo- ledo
el honroso cargo de Vocal de la Junta. Por su parte, Antonio Baraya, Capitán del
mismo cuerpo, dio idénticas seguridades y para el efecto trajo su compañía a la
plaza.
En cuanto al medio batallón “Fijo” que se encontraba acuartelado en el
edificio de Las Aguas, tampoco inspiraba temor, en atención a que su
comandante, el Coronel Santana, estaba así mismo en buenas relaciones con los
patriotas, quienes lo habían ganado de antemano. Ello corrobora la anticipada
preparación de los acontecimientos.
Don Juan Sámano, el futuro y último Virrey, si bien le había ofrecido
inicialmente a Amar sofocar el motín, al precio de permitirle emplear la fuerza,
permanecía en actitud expectante encerrado en las instalaciones del batallón
auxiliar, aguardando órdenes.
Cualquiera podrá entender los arrepentimientos del Virrey por no haber
hecho uso de los fusiles, como se lo aconsejaba Sámano, quien sí tenía sentido
militar, de haber previsto lo que le iba a ocurrir a partir del 13 de agosto, día en el
que, a petición de “los Chisperos”, —nombre que se daba a los alborotadores
santafereños, — la Junta convino en trasladar al mandatario de su decorosa
prisión en el Tribunal de Cuentas, a la ignominiosa cárcel de la ciudad. La
Virreina, por su parte, fue llevada del monasterio de La Enseñanza donde estaba
recluida, al divorcio, nombre que se daba a la cárcel de mujeres.
Y aquí viene un hecho común y corriente en todas las explosiones populares
que ha habido y habrá en el mundo, en todos los tiempos. Para el traslado de la
virreinal señora se comisionó al Canónigo Magistral Andrés Rosillo como
acompañante de la dama en tan penoso tránsito. Las mujeres del pueblo,
verduleras, sirvientas, esclavas, toda la resaca femenina de la ciudad, lograron
traspasar los ralos cordones de tropa, se apoderaron de doña Francisca, la
insultaron, la golpearon, la arañaron, le estropearon el traje y, finalmente, le
dieron el bautismo de inmersión en las aguas “lústrales” de toda democracia, o
sea el arroyo de la calle, en este caso, el caño de la Catedral, cuyo cauce no muy
claro ni perfumado, alcanzó a empapar también la venerable sotana de su
acompañante.
Las mujeres han sido siempre feroces y atrevidas en casos como este. Sus
pasiones son siempre más violentas que las que alienta el varón. Pero si se
compara este episodio con lo que ocurre ahora en casos similares, cuando las
muchedumbres desbocadas son capaces de asesinar, robar e incendiar, lo del
baño de la señora Virreina no pasa de ser una chanza pesada.
Ya sabemos la caída del telón del virreinato de Amar y Borbón y de su odiada
esposa. Odiada por los santafereños, se entiende.
Indudablemente fue Sámano la única de las autoridades españolas, que
comprendiendo las verdaderas dimensiones de los acontecimientos, alcanzó
también a vislumbrar su trascendencia, y dentro de su mentalidad de militar,
como ya se dijo, consideró no sólo adecuado sino indispensable el uso de las
armas para detener su curso.
Pero es tiempo ya de finalizar la enumeración de los elementos represivos, si
así pudieran llamarse, de los ingredientes políticos, de los dirigentes de la
revolución, de los errores y desaciertos de la autoridad colonial, para volver a los
actores principales de los dramáticos y trascendentales sucesos, que se iniciaron
con un acto de valor temerario y concluyeron en un idilio.
Manuela Maza y Lobo Guerrero, el 20 de julio de 1810, no sólo salvó las
vidas de los gestores de la Independencia y el nacimiento de la república, sino que
ganó un soldado para la causa libertadora.
Mauricio Álvarez, el oficial que comandaba la tropa, que no pudo disparar
sus armas por no haberlo permitido esa mujer admirable, seducido por la belleza
de su gesto heroico como por sus encantos físicos, contrajo matrimonio con ella
pocas semanas más tarde, abrazó fervorosamente la causa patriota y, a órdenes
del General Nariño, murió gloriosamente en la campaña del Sur.
Manuela continuó prestando servicios al movimiento de independencia,
hasta la llegada del Pacificador Morillo. Perseguida por éste, con la saña con que
solía hacerlo, y con orden de fusilamiento, se refugió en Zipaquirá, donde poco a
poco pasó al olvido, merced a la fama de su hermano Hermógenes, consagrado
por la posteridad como uno de los héroes de la emancipación colombiana.
Un hecho curioso cierra el relato: Diez años después, el General Maza
contrajo matrimonio con otra Manuela, esta vez Manuela Conde, su esposa
samaria.
En la gesta libertadora brilla una constelación de Manuelas....
Ya en el remate de este capítulo, sólo nos resta mencionar los nombres que
alcanzaron a ser recogidos por los cronistas, de algunas de las numerosas damas
pertenecientes a familias distinguidas de Santa Fe, que tomaron parte activa y
personal en los sucesos del 20 de julio. Echando a un lado los arraigados e
intransigentes prejuicios raciales y sociales de esas épocas, participaron en el
motín popular, armadas con espadas, pistolas y cuchillos, hombro a hombro con
las mujeres de la gleba que utilizaron piedras y garrotes.
Muchas de ellas, cuando se produjo la Reconquista y Morillo estableció la
sangrienta etapa del Terror, fueron víctimas de represalias y ultrajes. Sus
nombres son: Eusebia Caycedo, Carmen Rodríguez, Josefa Lizarralde, Andrea
Ricaurte, María Acuña, Joaquina Olaya, Melchora Nieto, Juana Robledo, Gabriela
Barriga, Josefa Baraya, Petronila Lozano, Josefa Ballén y Petronila Nava.
CAPITULO XI

La perrita de don Manuel Benito de Castro.

Un solterón estrafalario que personifica la Patria Boba. Una

amante fiel, pero con pulgas.


Se va a encontrar el lector con un capítulo en el cual no aparece una mujer
por parte alguna, lo cual contradice el sentido y la intención de nuestro libro.
La contradicción se debe, más que todo, en primer lugar, a esa época opaca
de la vida nacional que a veces parece no haber terminado todavía, y que se llama
la Patria Boba. En sus años iniciales no produjo ninguna mujer que valiera la
pena de figurar en la historia, por cualquier motivo.
En segundo lugar, hemos querido momentáneamente apartamos totalmente
de nuestros objetivos, precisamente por la naturaleza del personaje que vamos a
presentar y que, si hubiera pasado hoy por el diván de un siquiatra, no sabemos
en qué grupo patológico lo hubiera ubicado, pues era física y espiritualmente
alérgico al sexo opuesto. Se llamaba don Manuel Benito de Castro.
Veamos, para empezar, el ambiente en que se movió nuestro personaje y el
papel que desempeñó en su tiempo.
Nariño, acaso la figura más singular de nuestra historia, fue el primero en
todo, o al menos en casi todo. Por ello no podía dejar de ser el primero en conocer
el valor de la oposición a través de la prensa y al ejercitarla, con La Bagatela, dar
al traste con el gobierno timorato y vacilante de Jorge Tadeo Lozano. Así llega a la
Presidencia de 1811 a 1813, época que coincide con la formación de las
Provincias Unidas de la Nueva Granada. Y, cuándo no, de nuestra primera guerra
civil.
El acta de la Confederación fue redactada por Camilo Torres en 1811,
dándole una organización federal, la cual fue suscrita por los representantes de
las provincias de Cartagena, Antioquia, Pamplona, Tunja y Neiva.
En abril del siguiente año se dio Cundinamarca una segunda constitución y
al territorio regido por ella, se denominó República de Cundinamarca. La lucha
entre el Presidente y el Congreso dio lugar a que éste trasladara sus sesiones a
Ibagué.
Nariño, con el fin de lograr la unión del territorio nacional en tomo a
Cundinamarca, para establecer un gobierno centralista, envió a Antonio Baraya
al mando de tropas, cuyo destino aparente era el de defender el Valle de Cúcuta,
de una incursión realista, siendo el verdadero la ocupación del territorio
boyacense.
En Sogamoso logra Baraya la unión a Cundinamarca, y luego, en asocio de
Santander, Caldas y Urdaneta, se declara en rebelión contra el Ejecutivo. Esta
era la forma de corresponder a la confianza en él depositada.
Ante la gravedad de la situación motivada por esta conducta, Nariño presenta
renuncia de su cargo, la cual le fue contestada por el Colegio Electoral,
proclamándolo dictador. En su condición de tal se dedica, con la actividad que
siempre lo caracterizó en todas las empresas que acometió a lo largo de su
agitada existencia, a la organización de tropas.
Con toda celeridad recluta 1.000 hombres bien equipados, de acuerdo con las
condiciones y recursos de la época, y al frente de ellos parte para Tunja.
Pero aquí surge el primer problema. Cuál sería la persona designada para
sucederlo en el gobierno, durante la ausencia? A quién encargar? No acababa
acaso de ser traicionado por Baraya, hasta entonces su fiel amigo y en quien
había depositado no sólo la confianza sino las armas y los elementos de que
disponía?
El bando dado el 5 de junio se había prestado a hechos tan curiosos y
simpáticos, con la solicitud de alistamiento hecha por don Manuel Álvarez,
persona de avanzada edad y cargada de achaques, quien decía que no podía
mirar su ancianidad como un privilegio que lo eximiera de morir entre sus fieles
conciudadanos, porque no aceptaba llorar en el retiro de su casa las desgracias y
ruina de la Patria.
Al lado del anterior se presentó otro personaje no menos curioso, dadas las
condiciones tanto, de carácter como de sus pintorescas costumbres. Se trataba
nada menos que del anciano bibliotecario don Manuel del Socorro Rodríguez,
hombre cándido, asustadizo, erudito y bondadoso, el cual vivía sólo en la casa de
la biblioteca, llevando la singular existencia de un anacoreta literario, sin más
pasiones que sus libros.
—Puedo, dijo, no obstante mis achaques y enfermedades, servir en la
custodia militar de la ciudad.
Y ofreció su espadín de ceremonia, a la vez que pedía “fusil, cartuchera y
sable con lo cual fomiturarse”, y que se le permitiera una ocupación ardua.
Pero, como es apenas lógico pensar que ésta pudiera cumplirla, lo más cerca
posible a su amada biblioteca, cuyo cuidado le había sido confiado bajo
juramento de responsabilidad. Tales los deseos del bibliotecario.
Don Manuel dio así testimonio de su ingenuo patriotismo y de su gongorino
estilo, pues nada podía esperarse ni de sus arrestos, ni de sus condiciones
físicas, ni de su dorado espadín. Nariño deja constancia de su actitud, para
reconocerle de esta manera su innegable lealtad a la causa.
Y así llegamos al tercer Manuel.
Se trata, en este caso, del personaje más estrafalario que residía en Santa I*«
por aquellos tiempos, y con el cual se completa no sólo la candorosa trilogía, sino
para Nariño, el último de sus propósitos, como era el de hallar la persona en
quien delegar las funciones del mando, antes de abandonar la capital, sin correr
el riesgo de sufrir una nueva traición.
Pero quién podía ser este personaje, tan singular como leal, tan inepto como
honrado, que, por una extraña casualidad, sin quererlo ni merecerlo, va a
vincular su nombre a la historia nacional, luego de la partida del ejército, si así
podía llamarse, el 25 de junio?
Es el mismo que, acaso sin sentirlo, en su verdadero significado, pero sí
practicándolo en su forma, vivía solo en función de la conocida frase del filósofo
cínico:
“Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro
Perra en este caso, o mejor, perrita.
Este era don Manuel Benito de Castro.
El Padre Manuel, como comúnmente se le llamaba en la villa, había sido
novicio de los Jesuitas, y como tal había estudiado Gramática, Filosofía y algo de
Latín, y de no haber sido por las dificultades que le ofreció la lengua del Lacio y
por la expulsión fulminante de sus maestros, ordenada por su Graciosa Majestad
el rey Carlos OI, su fin no hubiera sido la Medicina, a la cual, como a la
presidencia, llegó sin sospecharlo ni buscarla, sino a esa prenda venerable que
nunca pasa de moda: la sotana.
Porque don Manuel, a su genio raro, a su porte conventual y a su vida
excéntrica, unía una verdadera fobia por la moda. Por eso vestía en 1812, como si
viviera a mediados del siglo anterior: casaca redonda, chaleco largo, calzón corto
de terciopelo, medias blancas de seda, zapato puntiagudo, guarnecido de hebillas
de plata, amplia capa de corte donjuanesco y sombrero de tres picos con
escarapela colorada. Era la estampa de un mosquetero de farándula con alma de
presbiterio y escalpelo de cirujano, pero ahora elevado a la dignidad de Presidente
de la República en embrión.
Pero si tal era el atuendo, veamos cómo eran la figura y la existencia del
poder ejecutivo, en aquellas circunstancias. Pasaba de los sesenta años, era
blanco, rozagante, como casi todos los habitantes del frío altiplano, de cabello
intensamente cano, peinado a la coleta, con polvos de arroz sobre las frondosas
patillas y ceniza de tabaco sobre la gola; este hombre serio, parco en palabras y
de costumbres austeras, habitaba una sórdida casa que, tan anticuada como su
dueño, unió tenía por adorno de sus lóbregos salones, viejos tapices y como
muebles, tan fuera de tono y tan lejos de la moda, unos desteñidos sillones, una
cama con cielo y toldillo y un armario con tallas carcomidas, amén de un juego de
comedor para un solo ser humano. El mobiliario, como puede apreciarse, estaba
tan lejos de la época, como la actitud de don Manuel de haber renunciado a favor
del Estado su sueldo como Consejero o encargado de la Presidencia.
En su casa sólo ocupaba una pieza, a donde se le llevaba la comida y el
chocolate aromático en la clásica olleta de cobre, porque únicamente allí permitía
se le sirviera en pocillo de plata, pieza cuidada en extremo por este hombre
metódico, rezandero y extraño
Pero, tuvo algún amor don Manuel?
Visto lo anterior, parecería imposible que un ser así pudiera en su vida si no
amar, al menos haber sido amado. Pues bien, sí lo tuvo, y muy apasionado. Don
Manuel amaba con singular devoción una perrita de raza inclasificable y con un
nombre que no alcanzó a llegar a la historia, a la cual despulgaba todos los días
por tiempo y hora fija. Fue el único ser que compartió su soledad, su frugal
comida y su casto lecho.
Fue tan acendrado su cariño por ella, que en una oportunidad, cuando se
encontraba en el cotidiano despulgue del dichoso animalito, fue presurosamente
citado por el Consejo de Gobierno, pues en las circunstancias de la guerra había
asuntos urgentes que tratar.
Don Manuel, lejos de suspender la placentera faena, respondió al presuroso
mensajero, al no menos afanoso Consejo y, bueno está decirlo, a la nación entera:
— Cuando acabe de despulgar mi perrita, voy a ver para que me quieren.
He aquí un folklórico paso de comedia que explica el por qué a esta etapa de
la gestación de la República, se la crucificó en la historia con el nombre de “la
Patria Boba”.
CAPITULO XII
Pepita Piedrahita. Manuela Conde. Manuela Barahona.
Los matrimonios angulares de Custodio García Rovira, Hermógenes Maza y
Francisco José de Caldas.
Una boda a lomo de muía.
La guerra, la venganza y el alcohol destruyen un hogar. Un enlace de laboratorio
y una hija por poder.
No siempre el heroísmo y la política han guardado buenas relaciones con el
séptimo sacramento, o sea con el matrimonio. La historia, desde los más remotos
tiempos, está plagada de ejemplos. La guerra y las alternativas de la vida pública
no son buena garantía para ese “hogar, dulce hogar”, que con tanta emoción y a
veces poca información, cantan los poetas solteros.
En estas páginas se va a consignar una serie de tres enlaces que tuvieron
extraños comienzos, o se frustraron en pleno verdor, o fueron truncados por una
descarga de fusiles. Fueron ellos, los de Custodio García Rovira, Hermógenes
Maza y Francisco José de Caldas.
Empezaremos con el “estudiante traidor”, Custodio García Rovira.
A partir de la toma de Cartagena, el 6 de diciembre de 1815, luego de ciento
seis días de un sitio en el cual se sufrieron todos los rigores que eran de
esperarse, un profundo desaliento se apodera de las pocas tropas que en el
interior de la Nueva Granada se encontraron en condiciones más o menos
aceptables para enfrentarse a los “pacificadores”, nombre que les dio la historia y
que por lo menos resulta inexacto, si no perfectamente equivocado.
Porque no es acaso un error denominar a Pablo Morillo “el Pacificador”,
cuando precisamente por temperamento y por formación, este militar de oscura
estirpe, falso, cruel e impolítico, es nulo para restablecer amistades y carente de
sentido diplomático, esto es, la antítesis de un pacificador. Se entiende que un
apaciguador o un conciliador era precisamente lo que con mejor inteligencia ha
debido escoger España para la misión que se encomendó a Morillo. Don Pablo
pudo ser un buen director de operaciones bélicas, pero jamás un hombre en el
cual pudiera remotamente hallarse la paz.
Si hemos de: ser objetivos, podemos perfectamente calificarlo como déspota o
tirano, lo cual se tiene bien ganado por los procederes sanguinarios de que hizo
víctima a la Nueva Granada, desde Santa Fe, luego del recibimiento temeroso,
pacífico y cordial que la ciudad le había tributado, y al que correspondió con siete
mil fusilamientos en el Virreinato, según lo afirma el propio Virrey don Francisco
de Montalvo.
Que Morillo fuera inteligente o de apreciable talento, como pretenden algunos
autores, es algo que ponemos muy en duda. Fundamenta nuestro concepto la
conducta asumida por él con hombres, esos sí, de singular talento, como lo eran
Francisco José de Caldas o Camilo Torres, o con entidades científicas de
renombre universal, como lo fue la Expedición Botánica.
Hombre rencoroso, nos quiso hacer expiar el fracaso inicial experimentado en
la Isla de Margarita, sin haber podido entender que entre venezolanos y
granadinos existía esa gran diferencia que se condensó afirmando que “Venezuela
era un cuartel y la Nueva Granada una Universidad”. La distancia que suponen
estas dos apreciaciones y por ende señalan dos pueblos de cultura totalmente
distinta, y que merecían, por consiguiente, una actitud consecuente, nos libera de
cualquier comentario adicional. Fríamente cruel, usó lenguaje sarcástico qué lo
pinta de cuerpo entero, cuando dijo en Santa Fe a una distinguida dama
prisionera que le reprochó su conducta:
— “Señora; no me obligue a forrar un banquillo en terciopelo”
Decíamos que los soldados patriotas del interior fueron presa del desaliento,
motivado por la actitud vacilante de la autoridad civil, las rivalidades y la falta de
una firme y acertada dirección de las operaciones militares, que no concibió una
estratégica concentración de tropas y una adecuada utilización de los elementos
de que se disponía para enfrentarlos, acaso en forma ventajosa, a los
expedicionarios. Pero lejos de hacerse esto, que era apenas una norma elemental
del arte militar, se abandonó a Cartagena en los días del asedio, cuando lo lógico
hubiera sido atacar a Morillo, cogiéndolo así a dos fuegos.
Perdida la oportunidad que se dejó escapar en la costa no se pensó tampoco
en recuperarla en el interior. La falta de una buena táctica llegó a tal punto, que
no se consideró seriamente siquiera la posibilidad de construir un campo
atrincherado, con el cual se estrellaran por algún tiempo al menos, las tropas
españolas, dando con ello lugar a operar un segundo ejército patriota, cuyo fin
hubiera sido el de estructurar un movimiento envolvente, aprovechando la total
inexperiencia de los peninsulares para luchar en un terreno completamente
desconocido para ellos.
Sólo se produjeron hechos aislados, operaciones inconexas y, cómo no,
derrotas tras derrotas. No era precisamente el cuartel, era la universidad, y por
eso la última presidencia se confió a las manos de un General Presidente, al cual
llamaban “el Estudiante”, como rezó incluso su infame sentencia.
Las acciones de Nóbita, Ceja Alta, Río Chitagá, Cachiri, Cuchilla del Tambo y
La Plata, fueron todas desfavorables a los patriotas. La situación planteada trajo
como inevitable consecuencia la renuncia del Presidente Fernández Madrid, al no
sentirse la persona requerida para el mando.
En su remplazo nombró el Congreso, por segunda vez, al bumangués
Custodio García Rovira, y como Vicepresidente a Liborio Mejía. Este, en una
acción precipitada y sin esperar la llegada de su superior que marchaba con el
batallón “Socorro”, integrado en su mayor parte por gentes de esa provincia
aguerrida, y que era el más selecto cuerpo de que disponía la República, atacó
con 700 soldados y más coraje que táctica las fortificaciones que en Cuchilla del
Tambo había erigido Sámano, defendidas por 2.000 realistas, para sufrir la
penúltima derrota el 29 de junio de 1816. La última sería en La Plata, once días
después.
García Rovira, nacido en 1780, había sido alumno distinguido del Colegio de
San Bartolomé, donde obtuvo el grado en Derecho, profesión que ejerció
independientemente, combinada con la docencia, en el mismo plantel. Su cultura
lo hacía destacarse como humanista, músico, pintor y políglota. Era, en una
palabra, un intelectual polifacético, un hombre recto y un patriota insigne.
Si bien las acciones militares que dejamos mencionadas, significaron un gran
fracaso para la causa libertadora, en buena parte por la precipitud de Liborio
Mejía, condujeron por otra a la realización de un enlace que tuvo el más singular
inicio de amor que registra nuestra historia, dada no sólo su fugacidad sino la
posición de los personajes y las circunstancias novelescas en las cuales se
produjo.
Al día siguiente del combate de Cuchilla del Tambo, se reunió con el
Presidente y la oficialidad, al pie del páramo de Guanacas, un grupo de familias
respetables que huían de la persecución española. El objeto del penoso encuentro
era determinar el camino a seguir en esas inquietantes circunstancias.
En vista de la gravedad del momento y después de estudiar varias
alternativas, se escogió como solución más adecuada, si bien en extremo penosa,
la de internarse en la selva, buscando el Caquetá, pasando luego al rio Marañón,
para salir al Brasil. Bien puede apreciarse que esta ruta, acaso practicable para
soldados, no lo era en modo alguno para damas.
Entre las familias presentes se encontraba la Piedrahita, formada por los
padres y sus cuatro hijas. Pepita, la más decidida, una vez conocida la
determinación y sin temor alguno ni pensarlo dos veces, le pide insistentemente a
García Rovira que la lleve con él, a lo cual se excusa el Presidente, pintándole no
sólo las penalidades que esto implicaba, sino la situación personal de los dos.
Como la insistencia se prolongara, sin que Pepita acepte las caballerosas razones,
el Presidente opta por decirle que para eso es necesario que contraigan primero
matrimonio, a lo cual accede sin vacilar la agraciada joven.
Tal vez dentro de la confusión de esos momentos, en medio de la amargura
causada por los desastres militares, considerando que todo estaba perdido para
la causa de sus luchas y sacrificios, coincidieron en la ilusión de encontrar en un
hogar la paz y la libertad que las armas no habían logrado conquistar.
Lo que sigue es una de las escenas más singulares que pueda ofrecer una
unión nacida por fuerza de circunstancias, que nada tuvieron que ver con lo que
hoy como ayer se llama un romance.
García Rovira se apea de su muía y pide al Padre Florido, Capellán de las
tropas, que haga lo mismo, para que proceda a casarlos. Se dirige luego a Liborio
Mejía y le solicita que le sirva de padrino, en unión de su futura suegra. Los
testigos, sin desmontarse de sus cabalgaduras, hacen un círculo en tomo a los
contrayentes y al celebrante. Las pálidas luces del amanecer de aquel 30 de junio
de 1816, iluminan tenuemente la escena. Un viento cortante y frío azota los
circunstantes. La niebla desciende del páramo como velo nupcial sobre las
cabezas, y, en la distancia, se divisa el tambo de Gabriel López.
Concluido el ceremonial se dispersaron los asistentes, tomando cada cual su
camino. Los contrayentes se quedaron atrás ...
Días después son aprehendidos García Rovira y su esposa. Ella es respetada.
El, conducido a Santa Fe y fusilado el 8 de agosto de 1816. Del matrimonio a la
detención, como podrá verse, había transcurrido menos de un mes.
Pepita, luego de su novelesco enlace, continúa viviendo con sus padres y
recibe luego pensión decretada por Bolívar.
En 1824, contrae segundas nupcias en Bogotá, con don Manuel Julián de
Páramo.
Como puede verse, la joven enmarcó su vida romántica en dos páramos: el de
Guanacas, donde se unió con el héroe y el del apellido de su segundo esposo,
posiblemente menos frío.
*******
Viene ahora una serie de episodios de la vida de otro héroe, el General José
Hermógenes de la Maza y Lobo Guerrero, conocido sintéticamente con el nombre
del General Maza. Un personaje que es la antípoda de Custodio García Rovira. El
Estudiante Mártir fue un hombre equilibrado, culto, generoso y apacible. Maza
era taciturno, cruel y cínico. El personaje entra en escena.
En la mañana del 27 de junio de 1820, un hombre de vigoroso contextura,
piel blanca, caballo rubio y ojos azules de mirar acerado y que aún no ha
cumplido los 30 años, se dispone a dar principio al más sangriento tribunal de la
muerte que registren las crónicas de las campañas cumplidas en las riberas del
Magdalena.
A un costado se halla la población de Tenerife, cuyos muros aún humeantes,
dan cuenta de la acción librada en ese trágico amanecer, y del otro, el río en el
cual se bambolea el navío “La Comandancia”. Junto a la borda que a partir de
este momento será el sitio de ejecución, dos soldados con el torso desnudo y
filosos machetes en sus fornidas manos.
Y entre el mísero poblado y las calcinadas arenas de la playa, una vieja silla
abacial, en la que antaño se entonaron Salvesy Maitines, único mueble del
tribunal llevado al efecto del vecino y deshabitado convento de las monjas
Carmelita* En ella toma asiento, de espaldas al sol, el Coronel Hermógenes Maza.
Frente a este juez único, inexorable y breve, que tiene sobre sus piernas un
sable desnudo, en el cual se advierten las rojas huellas del combate que acaba de
librarse, se halla una larga fila de más de 200 prisioneros temerosos, que,
celosamente custodiados, esperan la incierta sentencia. Las contingencias de una
guerra a muerte llevan angustia y temor a aquellos desventurados.
Pero, podrá el Coronel juzgar y sentenciar tan crecido número, en esta
mañana? Sí, mediante el más original sistema que pueda haberse ideado para
definir una causa, como será el que va a poner en práctica, a partir del tercer
ajusticiado.
El primero en suerte, o mejor, en desgracia, es un oficial español. El ibero
trata de justificarse, invocando sus deberes. En mitad de la fiase, Maza exclama
con voz enérgica y tajante:
— Al baño..
Al oírlo, dos soldados lo arrastraron hasta “La Comandancia” y, colocando su
cuello sobre la borda, con un certero golpe de machete es decapitado. Las turbias
aguas del Magdalena empiezan a convertirse en una fosa común.
Apenas si tienen tiempo los verdugos de cuadrarse en señal de haber
cumplido la singular orden, cuando ya Maza ha repetido por segunda vez la
original y macabra sentencia:
— Al baño ..
Otro oficial español deja de existir.
A partir del tercero, y temeroso quizás de ajusticiar en su precipitud a algún
granadino, recurre al más angular expediente que pueda concebirse,' para
establecer el origen de los prisiones, cual es de obligarlos a pronunciarla palabra
“Francisco”. Hombre que lo hiciera con la C a la española, era hombre muerto.
Cuánto lamentarían en esos instantes los peninsulares, que con el sol que les
hiere los ojos, aterrorizados y sedientos, esperan el tumo, no haber sabido
cambiar el acento nativo que, si bien en días pasados había sido distintivo de
supremacía, propio del orgullo español, hoy lo era de muerte.
Pero como toda regla tiene su excepción, también la prueba fonética la tuvo
aquel día. Al Ilegal al número 60, un negro samario, reconocido realista,
pronuncia la C a la criolla. Maza es por un instante magnánimo, cuando
pregunta si alguien puede responder por él. Un silencio angustioso es la única
respuesta. Así que, una vez más, la sentencia se deja oír:
— Al baño..
De esta manera continúa la fatal procesión, hasta llegar al prisionero 72. Se
trata de un español de avanzada edad, que al tocarle el tumo, exclama
aterrorizado:
— Señor, yo soy su padrino y fui su maestro. No me mate!
Maza lo reconoce. Es Juan Sordo, el buen maestro que en la niñez lejana le
enseñó las primeras letras, en la escuela de Las Nieves en la distante Santa Fe.
Unos segundos de silencio que al anciano debieron parecerle una eternidad,
y en los que tal vez bien puede rememorar las pilatunas del díscolo discípulo,
preceden a la sentencia de Maza:
— Suéltenlo. Que se vaya inmediatamente.
Y luego agrega:
— Que pase el siguiente.
Y así fueron desfilando por la trágica borda de “La Comandancia” más de
doscientas cabezas esa tórrida mañana. Las aguas del Magdalena se agitaban por
la presencia de miles de peces y rugosos caimanes que fueron los convidados de
un banquete tan inesperado como horripilante.
Enrojecidas quedaron las amuras de la vieja embarcación, conturbados los
semblantes, horrorizadas las almas, jadeantes los ejecutores y estremecido el
ambiente, con las estériles demandas de clemencia. Sólo una persona permanecía
imperturbable: Hermógenes Maza.
Qué llevó a este hombre que procedía de las más respetables familias de
Santa Fe, que había sido en su primera juventud un niño mimado de la
aristocracia criolla, que se divertía a la sombra del régimen virreinal, para obrar
así con los prisioneros de Tenerife?
En la vida de un ser humano pueden producirse cambios radicales, por el
efecto traumatizante de hechos que golpean y transforman la estructura
sicológica. Esto fue lo que le ocurrió al oficial patriota.
Cautivo en Venezuela durante más de dos años, luego de la evacuación de
Caracas, fue sometido a las más penosas torturas, que van desde el cepo y los
grillos hasta la humillante flagelación que destroza el torso y afecta los riñones.
Cuando logra huir, y luego de tres años de penoso viaje a pie, de Caracas a
Santa Fe, se encuentra al llegar con una patria que padece la más sanguinaria
tiranía, a lo cual se agrega la noticia de la persecución de su familia, el sacrificio
de su hermano, la confiscación de los bienes familiares por el gobierno español, el
fusilamiento de sus antiguos compañeros de colegio y la muerte de su madre.
Esta acumulación de dolor, tragedia y ruina, determinó el radical viraje de su
personalidad. Había nacido un nuevo Maza. En vengador de Tenerife, el hombre
sombrío que a partir de este momento, va a pasar el resto de su vida sacrificando
españoles despiadadamente, haciendo chistes crueles, cometiendo impertinencias
y bebiendo aguardiente.
Al referirse a la acción de Tenerife, le manifestó Bolívar a Santander:
“Me alegro mucho del suceso de Maza. El niñito es pesado: por cada herido
mata cien españoles sin más novedad”.
Cuatro meses después, todavía coronel, hace su entrada triunfal a Santa
Marta, en unión de José Prudencio Padilla. Y para tal fecha los procederes de
Maza son el comentario nacional. Todos hablan de su bravura, de su arrojo, pero
especialmente se lo señala como el jefe que no perdona chapetón.
Su presencia produce una natural mezcla de temor, admiración y curiosidad.
Y es ésta precisamente la que divide a las muchachas samarias; mientras unas se
sienten atraídas por el rubio, ya para esos días cargado de anécdotas que es
Maza, las otras prefieren al moreno lobo de mar, el guajiro Padilla. Tan distintos
el uno del otro, como distantes son Trafalgar de Tenerife, lo cierto es que ambos
cautivan la atención femenina.
Los dos bandos celebran la victoria. Del primero hace parte una criolla de
grácil silueta y cautivante simpatía, que al ofrecerle al vengador rosas y sonrisas,
lo seduce en el acto, A la noche siguiente, en el baile de la victoria, los convidados
no salen de su asombro, cuando ven al militar despiadado tornarse en un hombre
galante, que, contra su costumbre, está parco en el tomar, culto en el hablar,
pródigo durante toda la fiesta en atenciones a Manuelita Conde.
Ha vuelto a ser junto al mar, el más grande de los elementos naturales, el
caballero que años atrás conocieron los salones santafereños.
En Maza todo es breve. Hasta el noviazgo. Dos semanas después, bajo el arco
de acero formado por los machetes de Tenerife, esto es, el 11 de noviembre de
I820, sale la pareja de la Catedral.
Todo hacía pensar que el nuevo estado significaría un cambio en el
temperamento y la conducta del Coronel. Los hechos posteriores darán la
respuesta.
Corta es también la luna de miel. Un mes más tarde viene la separación que
impone la continuación de la guerra, y, quién lo creyera, la definitiva, no obstante
que juntos van a vivir largos años una vida extraña, a partir de ese día.
Maza viaja rumbo a Cartagena, siguiendo luego a Quito y Guayaquil. A
medida que la guerra prosigue, su fama acrecienta. Bolívar da orden a Sucre de
que le encomiende el mayor número posible de operaciones, quizás por su
eficiencia, o por tratar de evitarle su continua embriaguez, que lo lleva a cometer
repetidas faltas contra la disciplina militar.
El tiempo pasa sin que este hombre extraño vuelva a sentir preocupación
alguna por su hogar. No así su esposa.
A principios de 1822, encontrándose en Quito, recibe una carta de Manuela
en la cual le informa que, no obstante el corto tiempo que permanecieron juntos,
había tenido una niña a la cual desea darle el nombre de Cruz, si él está de
acuerdo en ello. Así mismo le pide informes sobre su vida y sus campañas. La
carta es, para esta mujer olvidada, el único y último recurso que le queda de
reiniciar las relaciones con su esposo, así sea por la vía epistolar.
Sólo un año después, desde Cartagena, responde Maza la comunicación de
su mujer. Curioso enlace este. Un mes permanecen juntos y una carta cada uno
habría de cruzarse en la vida.
Concluida la campaña, no regresó al hogar como era de esperarse, sino que
se trasladó a Bogotá, y he aquí otro cambio total en la existencia del militar:
El que había residido en el aristocrático barrio de la Candelaria, vive ahora
en una modesta casucha del barrio Egipto; el que había tenido una juventud
opulenta, merced a los cuantiosos bienes de su familia, depende sólo de una
modesta pensión oficial, cuyo pago era entonces tan difícil como ahora; y el que
hizo parte de los exclusivos salones, sólo frecuenta sórdidas cantinas.
Tal es el Maza de 1826 y el de los años siguientes hasta su muerte: un
dipsómano, un ser taciturno que no se mezcló en las luchas partidistas, como si
lo hizo la mayor parte de sus compañeros de armas, que no contó nunca con el
aprecio de Bolívar, ni de Santander, que se aisló hasta de sus viejos camaradas,
que vive sólo para el aguardiente, que intimidaba al Tesorero para que le pagara
su soldada y guardaba en la vaina de su espada las exiguas monedas que recibía,
lo cual frecuentemente le significó borracheras gratuitas, pues al ir a pagar y
echar mano de su arma para sacar el importe, el dueño de la tienda o cantina se
apresuraba a decirle que nada debía, convencido de que Maza lo iba a agredir.
Indudablemente Maza vagaba en las nebulosas de una sicopatía. Hay un
detalle revelador. Un día tuvo la ocurrencia de matar a sablazos más de cien
pollos en el mercado de la Plaza Mayor, alegando que los animales estaban
tuberculosos y eran un peligro. Este es un brote de crueldad inútil, matizada de
infantilismo, pero demostrativa de una indudable anomalía síquica.
En el mes de septiembre de 1832, abandonó por última vez a Bogotá, en
compañía de unos arrieros que se dirigían a Honda, primera parte de su viaje.
Cuál será la segunda? Ni el mismo lo sabe.
Está hastiado. Quiere cambiar, pero no sabe ni cómo ni dónde hacerlo.
Luego de un penoso viaje, y más por fuerza de las circunstancias que por
otra causa, llegó a Mompós, donde habrá de permanecer los últimos quince años
de su existencia atormentada.
El arribo al puerto es todo un acontecimiento. En la playa lo recibe su amigo
don Vicente Gutiérrez de Piñeres, quien desde el primer saludo se dedicó a la
difícil tarea de regenerarlo. Los dos primeros meses fueron en realidad una nueva
vida. Abandona el licor; vuelve a ser sociable.
Pronto se esfuman los buenos propósitos. Se aísla de nuevo y pasa los
últimos años sumergido en las nieblas alcohólicas, enmarcadas por esta rara
ciclotimia.
Ningún interés manifiesta por su familia y nada hace por comunicarse con
ella, acaso ignorante inicialmente del lugar donde ahora se halla el general.
Así llega el mes de julio de 1847, en el cual la cirrosis hepática, fatal
consecuencia de sus excesos, hace crisis en una grave disentería que lo obliga a
recluirse en el modesto hospital de la población.
La manera como solicita ingreso a la casa de salud, es apenas una muestra
de su incurable cinismo:
—Vengo,— dijo a la monja que lo recibió,— en busca de una cama en qué
tenderme, y a probar que son falsas las Sagradas Escrituras cuando dicen que el
que a cuchillo mata, a cuchillo muere. Yo moriré en mi cama.
La religiosa debió santiguarse medrosamente, al escuchar palabras tan
blasfemas y procedió en silencio a acomodarlo en un lecho, donde a los pocos
días el enfermo general vio cumplido su vaticinio.
Así ocurrió el 13 del mismo mes. Nada habla mejor de su espíritu conturbado
como las últimas palabras con que José Hermógenes Maza se despidió de la vida
y de los hombres, dando despectivamente la espalda a quienes presenciaron la
escena:
—“Ahí les dejo su mundo de mierda!”
Todo fue extraño en la vida de Maza. Pero quizás lo más singular fue su
inconcebible conducta como esposo y padre, que hizo de su enlace uno de esos
capítulos insólitos en la historia sentimental de nuestros próceres, y el cual
cerramos relatando que el 2 de agosto de 1847, doña Manuela Conde de Maza
dirigió un documento al Presidente de la República, en el cual solicita le sea
traspasada la pensión de su esposo. Por impedimento físico de la madre, la
petición fue firmada por su hija Cruz Maza.
Como melancólica rúbrica de este relato, podemos añadir, finalmente, que el
controvertido militar murió sin pagarle al General Santander una deuda de cien
pesos, como quedó consignado en el metalizado testamento del Hombre de la
Leyes.
*******

Don Francisco José de Caldas tenía en 1810 cuarenta y dos años, meses
más, meses menos. Su figura física era bastante desgarbada. No era propiamente
lo que hoy se llama un “playboy”. De estatura regular y constitución que los
historiadores califican de robusta, pero que al parecer, era más grasa que fibra.
Rostro ligeramente alargado, con una frente ancha y una mandíbula fina. Su tez
tendía a ser morena, apergaminada y un tanto amarillenta, porque poco era el
contacto que tenía con el sol, ya que la vida del Precursor de la ciencia
colombiana era la de un solitario encerrado con sus libros y experimentos. Tenía
unos ojos oscuros, bordeados por ojeras muy definidas. Su mirada era un tanto
lánguida. Su andar lento, pero con ademanes de hombre nervioso, pues tenía la
manía de estar permanentemente jugando con los botones de su camisa o de su
levitón, que con frecuencia se desprendían. Casi nunca dejaba de llevar en la
boca un pequeño cigarro y distraía sus manos con un bastón delgado, que hacía
girar cuando charlaba con alguien, o iba por la calle, o no estaba estrujando sus
botones.
Tal es el retrato del hombre más erudito que conoció en su época el
Virreinato de la Nueva Granada. Título más que merecido, pues dentro de ese ser
común y corriente, de carácter franco e índole apacible que nunca tuvo
ambiciones de notoriedad ni de riqueza, se ocultaba un científico que llegó hasta
donde era posible llegar en su medio y en su tiempo, en el campo de las
investigaciones de la Física, las Matemáticas, la Química, la Botánica, la Ciencias
Naturales, la Geología, la Astronomía, etc.
Payanes de nacimiento, se doctoró en Derecho en el Colegio Mayor de
Nuestra Señora del Rosario. No hay noticias de que hubiera ejercido esta
profesión, fuera de un largo pleito que ventiló por cuestiones de bienes familiares
y cuyo desenlace judicial nos es desconocido.
Su vocación era definitivamente científica. Vinculado a la Expedición
Botánica, la enriqueció con 6.000 plantas disecadas y estudiadas de nuestra
flora, a tiempo que cultivaba amistad y tenía permanente correspondencia con
sabios como Humboldt, Bonpland y Linneo.
Igualmente, y ya en el terreno nacional, se carteaba con Santiago Pérez
Arroyo, Antonio Arboleda y otros hombres eruditos de la Nueva Granada, lo
mismo que con Padre Eloy Valenzuela, médico y botánico, cura de Bucaramanga,
un clérigo de malas pulgas y amplios conocimientos, con quien sostuvo polémicas
interesantes sobre temas científicos, que casi siempre concluían en forma
virulenta por parte del levita.
Caldas era hombre recursivo. Dentro de las muchas dificultades que
afrontaban sus investigaciones, sin contar con elementos ni aparatos, él mismo
construyó algunos de ellos. Fue el descubridor de la ley de la hipsometria, que
permite establecer las altitudes a partir del punto de ebullición del agua y de la
presión atmosférica, ideando el instrumento para realizar esta operación, llamado
hhipsómetro.
Como director del Observatorio Astronómico tenía un modestísimo ingreso
mensual de $ 400.oo, suma que muchas veces llegaba tardíamente a su bolsillo,
debiendo apuntalarla y aumentarla con $ 200.oo más que se ganaba como
profesor de matemáticas. Sus apremios económicos eran frecuentas y debió
muchas veces acudir a sus amigos y conocidos que le prestaban pequeñas sumas
de dinero. Caldas, como se ve, no tenía arrestos ni vocación militar, pero sabía
manejar el “sable” ' a la manera santafereña, por lo cual no pudo librarse nunca
de la fama de deudor moroso que le causó no pocos sinsabores.
Sus escritos se destacan por la profundidad de las ideas, la mesura de los
conceptos y la imparcialidad de sus juicios, cuando éstos se refieren a personas o
a hechos de los cuales ha sido testigo. Muchos de ellos quedaron consignados en
el
"Semanario”, publicación científica que dirigió por algún tiempo.
La paz es imprescindible al genio intuitivo, preocupado sólo por la observa-
non de los fenómenos de la Naturaleza, los cuales son la actividad más
absortante de su vida. Su existencia únicamente tiene sentido en función del
estudio y la investigación, aún a costa de su salud, como que no en pocas
oportunidades contravino prescripciones médicas.
La vida es para el saber, parece decir este hombre idealista, solitario y
profundamente religioso, que, aislado de las realidades mundanas, sólo concibe el
dinero como medio indispensable de subsistencia.
Alguna vez, acosado por la necesidad, trató de realizar empresas comerciales.
Fracasó en toda la línea. Cuidaba mucho más sus equipos de estudio,
termómetros, barómetros, brújulas, ociantes de reflexión, etc. que las mercancías
que quería vender en los mercados y que con frecuencia se deterioran, porque
don francisco perdía las nociones del tiempo mirando la trayectoria de una
estrella, el vuelo de un cucarrón, las características de una planta, o tomando
una altura, o fijando una posición geográfica, o examinando un mineral.
Su devoción por la ciencia lo llevó a cometer el único acto incorrecto de su
vida, si así puede calificarse, como fue el retiro de la lápida conmemorativa de los
trabajos del sabio francés La Condamine, así como el péndulo que se
encontraban en Tarqui, Ecuador, considerando que no estaban colocados en la
condición deseable para su importancia, y procediendo a obserquiarlos por su
cuenta al Observatorio Astronómico de Santa Fe, hasta que fueron devueltos por
el Gobierno colombiano, en 1856.
Con semejantes características, se comprende entonces por qué Caldas fue
un tímido cerval para las lides románticas. Quizás sus múltiples ocupaciones
unidas a su desfavorable situación económica, o la carencia de atributos
seductores que generalmente son incompatibles con el cultivo de las ciencias,
fueron la causa de que éste varón virtuoso se preocupara más por el paso de los
astros en el espacio que por el de las hijas de Eva sobre la tierra. El mismo lo
dice:
“Soy dichoso en el retiro y tengo gusto a la pureza, aspecto que admire en
Newton... ”
Esta frase es una especie de explicación de su irreductible timidez frente a
las mujeres, a las que tal vez miraba como seres dignos de análisis y estudio, más
que de atracción apasionada. Por eso nunca frecuentó reuniones sociales, ni
fiestas, ni tuvo amistades que no fueran las de personas que por su versación
científica o política, pudieran ofrecerle una oportunidad de satisfacer su
insaciable sed de conocimientos.
Así transcurre su vida solo, recluido entre los muros del Observatorio
Astronómico, cuya ubicación fijó con extraordinaria exactitud, en relación con los
medios disponibles para hacerlo.
Sin embargo, a pesar de su existencia monástica, un día sintió como Adán en
el Paraíso, la necesidad de una compañera. Pero las circunstancias para hallarla
estuvieron muy lejos de las que rodean este movimiento instintivo del hombre
común y corriente. Veamos:
A mediados de agosto de 1807, su amigo Santiago Pérez de Arroyo le cuenta
que su esposa María Teresa Mosquera, con quien se ha casado recientemente, es
la persona que le ayuda en la realización de sus experimentos, por cuanto Pérez
de Arroyo también es persona dedicada a estudios científicos. Esto interesó
profundamente a Caldas, lo alabó y bien pudo haber incidido en la determinación
de contraer matrimonio, tal vez en la espera de hallar en “otra popayaneja”, según
sus palabras, una buena auxiliar de laboratorio.
Caldas meditó largamente el proyecto de casarse, pero no tuvo arrestos
suficientes para insinuárselo a ninguna santafereña. En su corazón no cabían
sino coordenadas y figuras geométricas, teoremas y logaritmos. Minerva no le dejó
ni un rincón a Eros. Fue entonces cuando se decidió, a principios de 1810, a
escribir a su amigo y coterráneo don Agustín Barahona, una carta en la que le
manifestaba su deseo de contraer matrimonio con “una hija de esa villa”, pues
prefería las jóvenes de su tierra a las extrañas, como se lo expresó en la misiva.
Don Agustín, ese sí hábil negociante, vio inmediatamente un porvenir
halagüeño para su sobrina Manuela, pues estimaba que esa unión sería relievada
por la personalidad de don Francisco José, ya reputado como uno de los hombres
más importantes del Nuevo Reino. De ahí que no vaciló en proponérselo a la
joven, quien probablemente halagada por estas mismas perspectivas y pensando
en un apuesto galán de finas maneras y elegante porte, aceptó, sin muchos-
ruegos.
El buen tío contestó la carta, haciéndole al sabio una detallada descripción
de su sobrina, a quien mostró como una linda chica, dueña de un ramillete de
virtudes y gracias.
El solitario del Observatorio respiró hondo y tranquilo. Veía allanado ese
camino que su temperamento de vuelo corto nunca pudo recorrer, y con el
entusiasmo de un bachiller inició por vía epistolar las relaciones con la bella
desconocida.
El primer disparo de la batería romántica de Caldas ocurrió el 6 de febrero
d«-l mismo ario. Y como tímido irremediable, hizo un desborde de frases
adocenadas y floridas, de párrafos melifluos, de ponderaciones a esa dama a
quien nunca había visto. Y con el apresuramiento de esos espíritus recortados
que temen perder una conquista que no pudieron hacer por sus propios medios,
de una vez le propuso matrimonio, diciéndole:
“Hoy mismo comienzo a purificar mi corazón delante de Dios, y a repasar ION
años de mi vida, para obtener su gracia a la celebración de nuestra unión sana y
pura. Purifique usted también el suyo y reunámonos en la inocencia y la virtud”.
Como se ve, el sabio había empezado a combinar los ingredientes de sus
experimentos de laboratorio con los explosivos de un sentimiento tan
fogosamente manifestado. Pero en este sentimiento no hay nada pasional, nada
sombreado por los impulsos de la sensualidad y todo es casto y oloroso a nardo
en esta literatura almibarada. En carta del 20 de febrero, le dice:
“Mi amor no es esa llama devoradora, cruel, que ciega, que embrutece. Es un
fuego sagrado, tranquilo, puro, casto, luminoso, que dilata el corazón sin
oprimirlo”.
Y más adelante añade:
“Usted me ha costado mucho. Cuantas dudas, cuántos pasos, cuántos días
de incertidumbre, de pena, para que Usted lo sepa todo; cuántas lágrimas he
derramado por Usted...,. ”
Doña Manuelita nunca se había desayunado con semejante cargamento de
frases, con juramentos de amor tan vehementes. Su almita provinciana debió
sentirse seducida por alguien que escribía cosas que nunca había leído, pero que
le sonaban a música celestial.
Su emoción de mujer sencilla y sugestionable debió subir al punto de
ebullición, no registrado por el hipsómetro de su pretendiente, cuando en una
posdata, su amoroso científico le decía:
“Arranque Usted de su cabeza cuatro pelos, y en una carta remítamelos.
Presente será éste más precioso que los diamantes. Perdone Usted estas
pretensiones de mi amor”.
El matrimonio estaba pues concertado, y ya Manuelita, feliz y encantada, se
llamaba a sí misma “la astrónoma de Bogotá”, lo cual hizo mucha gracia a
Caldas.
En carta del 21 de abril, el novio le informó del envío de dos pañuelos partí el
pecho y de seis pañuelos más para las narices, al tiempo que le dice:
“Necesito y espero que Usted me mande la medida del largo de su pie, y del
grueso tomado en el empeine, en unas dos tiritas de papel, para prepararle los
zapatos que deben servirle para presentarse al Virrey y la Virreina”.
Viene una serie de cartas en las cuales Caldas se disculpa por no poder
viajar a Popayán al matrimonio. Le pide que se venga y que él ira a encontrarla al
camino, pues sus ocupaciones y compromisos le impiden hacerlo. Como puede
observarse, la ciencia volvió a ocupar los terrenos de Cupido.
Finalmente, y ante semejantes inconvenientes, convinieron en un matrimonio
por poder, celebrado en esa ciudad, habiendo actuado como apoderado don
Antonio Arboleda.
En medio de tal correspondencia y de tan apasionados preámbulos
epistolares, el científico siempre salía a flote. Le pidió cuatro pelos, no “una
guedeja de tus lindos cabellos”, como pudiera decirlo cualquier galán recalentado;
no fueron cinco, ni seis, ni siete. Cuatro exactamente, cifra precisa de buen
matemático.
Y el epílogo hizo mostrarse en su verdadera imagen al sabio y al abogado.
Encargó su esposa sobre medidas y se casó por poder.
Cumplida la ceremonia del enlace, doña Manuela salió hacia Santa Fe a
reunirse con su marido. Tenía la esperanza de conocerlo en el pueblo de La Plata,
como se lo había prometido. No ocurrió tal, ni tampoco salió a darle la bienvenida
a La Mesa, como así mismo se lo había anunciado. T ot al
Total que una tarde estaba don Francisco en su mesa de estudio del
Observatorio, lente en mano, estudiando una planta, cuando fue interrumpido
por la presencia de alguien que entraba en su refugio. Con un gesto de desagrado
miró hacia la puerta y vio una agraciada muchacha que, entre ruborizada y
gozosa se le acercó y le dijo:
—Yo soy Manuela Barahona.
A Caldas casi se le rompe la lupa que cayó de sus manos, ante semejante
sorpresa. Se puede dejar la escena en este punto, para que el lector imagine lo
que ocurrió después de tan singular encuentro.
Algo debió de ocurrir, en efecto, pues a los 11 meses casi exactos, nació
Liborio, el primer hijo. Luego nació Ignacia y ambos murieron de muy corta edad.
Solamente sobrevivieron las hijas siguientes, Juliana y Ana María.
La vida de este hogar no pudo acercarse mucho a lo que llamamos felicidad.
Don
Francisco tenía forzosamente que ser un marido aburrido. Siempre absorbido por
su dedicación total a los estudios e investigaciones, hasta sus más íntimas
conversaciones tenían que referirse a esos temas áridos que no son propiamente
los indicados para hacer amable la vida de una mujer. En las noches, junto al
candil o la vela, el sabio se encontraba con el sueño después de largas horas de
lectura. Se levantaba al amanecer, se iba al Observatorio, regresaba cerca a las
11a lomar su almuerzo, tomaba al trabajo, y no pocas veces la cena se enfriaba,
porque la noche era clara y el hombre se quedaba midiendo la trayectoria de un
astro u observándole las manchas a la luna
A esta existencia sosa se añadieron los acontecimientos políticos que tuvieron
su origen el 20 de julio de 1810. Caldas tuvo directa participación en los he ch o s
que culminaron con el acta de Independencia y, una vez consolidado el nuevo
gobierno, tomó partido al lado de Camilo Torres, como ferviente partidario del
federalismo, en la etapa de la llamada “Patria Boba” y en los conflictos
subsiguientes.
Su injerencia en los asuntos políticos le ocasionó no pocos sinsabores. Los
bandos comandados por don Antonio Nariño y por Torres se hicieron
irreconciliables. Sobrevino la guerra civil y hasta doña Manuela estuvo en la
cárcel, aunque por breve tiempo. El episodio lo llevó a producir una violenta carta
en la cual t il d a a Nariño de “tirano disfrazado”, según sus propias palabras. Es
la expresión más hiriente y fuerte que se le conoce, en sus reacciones que
siempre fueron las de un hombre tranquilo y reposado.
Por su parte, doña Manuela no logró amoldarse a la nueva vida. Le faltaba
algo que no se encuentra en los textos de astronomía, ni en las matemáticas, ni
en la física, ni en la química. Ese algo es el calor humano, el afecto sensitivo, la
caricia íntima, el diálogo de las veladas amables. Ella era una mujer en el total
sentido de la palabra. Su espíritu era expansivo y cordial. Necesitaba proyectarse
a través de relaciones y amistades, y las obtuvo, pero al parecer no por muy
rectos y abiertos caminos.
Su casa empezó a ser frecuentada por jóvenes estudiantes, alegres y
charlatanes. Como se verá después, tuvo intimidades dentro de la misma casa
que no fueron ignoradas, aunque sí calladas con mansa prudencia por el sabio
esposo, quien a pesar de su entrega compulsiva a la ciencia, tenía fibras
espirituales que vibraron para rechazar y censurar esta conducta.
Los acontecimientos políticos se precipitaron. Luego de la toma de Cartagena
por Morillo, el Pacificador se disponía a marchar sobre Santa Fe, lo que produjo la
desbandada de numerosos patriotas, algunos de los cuales, entre los que se contó
Caldas, tomaron la ruta del Sur, en vez de irse a los Llanos Orientales que era lo
indicado, pues los primeros sucumbieron en los patíbulos, casi en su totalidad, y
los segundos fueron los que con Francisco de Paula Santander a la cabeza,
reorganizaron las huestes de la independencia.
En su huida a Popayán y desde la Mesa, Caldas le dirigió una carta a su
esposa el 31 de marzo de 1816, en la cual le habla en los siguientes términos:
“Tu conducta en mi ausencia no deja de darme motivos de inquietud, que
han amargado mi corazón delicado y sensible. Es verdad que no te condeno, y si
ahora te hablo con esta claridad, es para hacerte más prudente y más celosa de
tu buena reputación. Te hablo más claro: yo no puedo sufrir la amistad de mozos
que no han probado su conducta, y esas visitas de confianza en los últimos
rincones, me son abominables”. Y más adelante agrega: “Teme menos morir que
cometer un adulterio horrible, que no te dejará sino crueles remordimientos y
amarguras espantosas”.
Esta carta impregnada de la más profunda conturbación, no ofrece dudas
sino que muestra dolorosas realidades. Es un duro reproche y una clara
condenación, expresados con una conmovedora dignidad. Y no puede dejarse
oculta entre las penumbras que se tienden sobre ciertas verdades, porque
estamos haciendo historia, y la historia es cruel, pero es la historia.
La misiva puede considerarse como la auténtica “O larga y negra partida” del
sabio mártir, y no como la que ha sobrevivido como una leyenda, en la cual se
afirma que con la letra 0, cruzada por una raya, el sabio quiso expresarla manera
de un jeroglífico en el muro frío de la prisión donde esperaba la muerte.
Tres meses después de haber escrito esta carta, Caldas fue tomado
prisionero por los realistas, y en la tarde del 28 de octubre de 1816 le fue
notificada su sentencia. En la mañana del día siguiente, pocas horas antes de su
ejecución, dictó su testamento, en el cual dice que sus bienes de fortuna son tan
insignificantes, que lo único que puede hacer con sus acreedores es pedirles
perdón, por cuanto no puede pagar las deudas que contrajo.
El sacrificio de Francisco José de Caldas es una página oscura y vergonzosa
para España. No se había fusilado a un faccioso, sino a un verdadero sabio,
honra de América y de la ciencia. Hombres eminentes de muchas latitudes del
mundo, castigan con los más severos conceptos este acto de sanguinaria
arbitrariedad. Destacamos lo que dijo al respecto el ilustre pensador español don
Marcelino Menéndez y Pelayo:
“Francisco José de Caldas, víctima nunca bastante deplorada de la ignorante
ferocidad de un soldado, a quien en mala hora confió España la delicada empresa
de la pacificación de sus provincias ultramarinas”.
Doña Manuela con sus dos hijas siguió viviendo en Santa Fe, y al parecer, no
hizo mucho caso de las postreras recomendaciones de su esposo, como que en
1819, o sea cerca de tres años después de su muerte, tuvo otra hija a la cual le
dio el nombre de
Carlota, e hizo pasar por descendiente del sabio ...
No nos atrevemos a juzgar qué razones tendría para obrar así, y lo único que
se puede pensar es que el nacimiento de Carlota, como el matrimonio de sus
padres, fue igualmente “por poder”.
CAPITULO XIII
La Pola. Semblanza de una Mártir.

Los días del Terror.

De maestra a espía.

El romance que se consolidó en el cadalso.


Se señala a Polonia Salavarrieta y Ríos, conocida como Policarpa
Salavarrieta, o como La Pola, como paradigma del heroísmo, dentro de la amplia
constelación femenina que ofrendó su sangre por la libertad de Colombia. Esa es
una verdad demostrada ampliamente.
Pero los historiadores, unos por exceso de tropicalismo, otros por falta de
sentido de la proporción en la dimensión de esta heroína, la castigaron en la
posteridad con abundantes deformaciones.
El verdadero nombre de la mártir fue Polonia Salavarrieta y Ríos. Esta y,
antes del apellido materno, era en esos tiempos un indicativo de origen
distinguido, de sangre limpia. En efecto, su padre, lo dice el apellido Salavarrieta,
era de ascendencia posiblemente vasca, y tanto él como su esposa, nacidos en la
provincia del Socorro.
En tanto que unos afirman que nació en Guaduas, Cundinamarca, otros
aseguran que vino al mundo en Santa Fe, en el barrio que aún lleva el nombre de
Santa Bárbara. Cuando era muy niña, se presentó en la ciudad capital una
epidemia de viruela que diezmó la población, y entre las víctimas cayeron sus
padres y sus hermanos Eduardo y María Ignacia. La familia constaba de ocho
hijos. Ante el peligro de contagio, Polita, que así se la llamaba familiarmente, fue
trasladada a Guaduas, a casa de su madrina de pila Margarita Beltrán, hermana
de Manuela, la socorrana que abrió la marcha de los Comuneros en 1781.
Allí vivió hasta que contaba 18 años de edad, en la paz bucólica de la aldea
colonial, sin más ambiente que el trabajo, al lado de su protectora y de sus
hermanos Catarina y Bibiano, pues José María y Manuel habían ingresado a la
comunidad agustina y Ramón y Francisco se dedicaban en Tena a las faenas del
campo.
No es, como se ve, una mujer rústica, ignorante e involucrada en la
revolución por casualidad. Ella, el 25 de julio de 1810, supo por el informe de
unos viajeros que llegaron a Guaduas, todo lo referente al motín santafereño
ocurrido el 20, lo de la constitución de la Junta de Gobierno, la prisión del Virrey
y los demás detalles del inicio de la independencia. Su espíritu no tuvo la más
leve vacilación, y desde ese momento se vinculó con todas las energías de su
juventud a la causa patriota.
Polonia tenía 18 años como se dijo, y era la perfecta estampa de una bella
criolla; morena clara de tez, de negros ojos, tan negros como su cabello. Graciosa
y vivaz en el hablar. Sabía transmitir a los demás la fuerza de su energía vital y el
influjo de sus sentimientos. Tal era la muchacha que regresa a Santa Fe.
Los tiempos eran malos, y mientras los seminaristas coronaban ya la carrera
sacerdotal, tuvo que someterse a ser costurera de familias distinguidas, como lo
fueron los Ricaurte, Los Marqueses de San Jorge y otras. Dentro de este medio
empezó a relacionarse con personajes como Antonio Nariño y Doña Andrea
Rimarte de Lozano, cuya casa fue una célula de la subversión granadina.
En 1815, a principios del año, se encuentra nuevamente en Guaduas, y fue
entonces cuando tuvo oportunidad de conocer al Libertador a su paso por la
población. La impresionó profundamente su figura y grabó en su mente las
palabras de aliento que pronunció en el pueblo, incitando a los hombres a
incorporarse al ejército.
La heroína abrió una pequeña escuela en casa de su madrina. Un reducido
grupo de muchachos asistía a las rudimentarias clases y aprendía las primeras
letras no solamente del alfabeto sino del patriotismo, a la vez que las nociones
elementales de la aritmética y la religión.
Ya en 1816, el Pacificador Pablo Morillo había llegado a Santa Fe y se
iniciaba la sangrienta era del terror. Los medrosos habitantes de la ciudad, en su
mayoría cayeron de rodillas ante el español, tratando de evitar las inminentes
represalias. Los santafereños estaban hastiados de un gobierno que no tuvo
estabilidad y que, aparte de su afán de libertad, no le dio ninguna orientación al
país. A finales del mismo año llegó subrepticiamente a Guaduas el coronel José I.
Rodríguez, apodado “el Mosco”. Traía el encargo de su jefe de guerrilla Alejo
Sabaraín, de pedirle a Polonia que viajara a Santa Fe, para servir la arriesgada
tarea de enlace y espía entre los patriotas clandestinos y el ejército del llano. Poco
antes había llegado su hermano Bibiano, quien luchaba al mando de Custodio
García Rovira. Traía además de una herida, la triste nueva de la derrota de
Cachiri.
Pero, quién era Alejo Sabaraín?
Los textos de historia rutinarios y descuidados en medir las dimensiones del
heroísmo, lo muestran de paso como un rudo campesino, nacido en Honda en
1795, vinculado sí a la lucha libertadora, pero insignificante. Esos libros apenas
le abonan el haber sido el novio de Polita y el haber muerto con ella en el
patíbulo. Sin embargo, Alejo no era solamente eso. Fue un hombre en el sentido
cabal de la palabra. Buen organizador, activo, entusiasta, dueño de una estampa
atrayente y varonil, según las crónicas.
Muy estimado en la región, comerciaba en víveres y ganado entre Honda y
Guaduas, donde se conoció con la Pola. Entre sus antecedentes está, además
de la organización de una guerrilla, el haber formado una junta en Mariquita que
declaró la independencia absoluta de esa ciudad, y su actuación como alférez a
órdenes de Nariño, en la campaña del sur.
Alejo y Polonia se enamoraron, no sólo por la mutua atracción de sus
atributos físicos, sino por la afinidad de sus temperamentos, por la convergencia
de sus ideales. Fue un amor intenso que se fundió en el altar de la Patria. Ellos
hubieran podido desembocar en un sencillo matrimonio y permanecer en el
silencioso anonimato del pueblo, Alejo con sus muías viajeras y Pola con su
escuelita y sus costuras. Pero en sus almas había un aliento más noble que los
identificaba: la lucha por la libertad.
Morillo, que había llegado a Santa Fe desde el 6 de mayo, no perdió tiempo
en aceptar los zalameros recibimientos y homenajes que quiso tributarle la
atemorizada sociedad santafereña, para congraciarse con el tirano. Era un militar
de ademanes hoscos, curtido en las guerras napoleónicas, parco en el hablar y
dispuesto a ahogar en sangre todo lo que tuviera el más leve viso de sublevación.
Su conducta despótica puesta en práctica a través del Consejo de Guerra
Permanente, el de Purificación y la Junta de Secuestros que le proporcionó cerca
de medio millón de pesos oro en tres meses, precipitaron a los patriotas a una
lucha desesperada, en la que se vincularon Pola y Alejo.
Ya en los primeros días de enero de 1817, Santa Fe era una ciudad medrosa
y atormentada. Las gentes salían a las calles a lo estrictamente necesario, y nadie
se atrevía a hacer reuniones. Las mismas visitas de amigos desaparecieron en las
noches silenciosas que sólo turbaba el paso de las patrullas. El comercio se
resintió notablemente y los víveres escaseaban, porque los campesinos también
sentían miedo y procuraban permanecer lejos de la capital llena de peligros.
Fusilamientos, confiscaciones, arrestos intempestivos, rondas domiciliarias,
se volvieron cosa corriente, en una ciudad que tuvo que someterse a albergar en
sus hogares parte de la tropa realista, por falta de espacio en las cuarteles, y que
cometió con no pocas familias los más graves desmanes y atropellos.
A cualquiera hora se interrumpía el silencio de la capital, amedrentada con el
estampido seco de las descargas de los fusileros que ejecutaban a los patriotas
condenados a muerte, en la plaza principal, o en la plazuela de San Victorino, o
en la Huerta de Jaime, hoy plaza de los Mártires.
En medio de esta orgia de sangre. Santa Fe sólo pudo oír una vez la música
de una fiesta. Se celebraba el natalicio de Femando VII y Morillo organizó una
fiesta en los salones del Consejo de Guerra Permanente, a la cual obligó a asistir
a numerosas damas que lloraban la muerte de sus esposos, hermano o hijos que
acababan de ser ajusticiados por el mal llamado Pacificador. Un episodio de
inconcebible crueldad que revela un alma enfermiza, digna de figurar entre los
personajes patológicos de una novela de Fedor Dostoiewsky.
A esta ciudad enlutada llegó el 9 de enero de aquel año una mujer llamada
Gregoria Apolinaria, según constaba en su salvoconducto. Era la valerosa
Polonia, la Pola, que hacía su entrada a Santa Fe en compañía de su hermano
Bibiano, con documentos de identificación hábilmente falsificados y
suministrados por el coronel Rodríguez, el “Mosco”.
Se hospedó de inmediato en casa de doña Andrea Ricaurte de Lozano, hoy
calle 13 con carrera 4a. y en esa época calle de San Miguel del Príncipe.
Sin desaprovechar un minuto inició inmediatamente la más audaz tarea de
espionaje y de colaboración con la rebelión clandestina. Pronto su fama de buena
costurera le permite entrar a las residencias de las más importantes familias
chapetonas. Allí calla para escuchar todo detalle que pudiera servir de
información a los suyos.
Lentamente se familiarizó con el movimiento de tropas, los despachos de
pertrechos, los envíos de dinero, las órdenes oficiales, y todo lo comunicaba, en
mensajes hábilmente escondidos en naranjas inofensivas, bajo cuyas cortezas se
ocultaban los minúsculos papeles. Buena parte de los informes era suministrada
por Hilarión Cifuentes, nada menos que el barbero personal del Virrey Saín ano,
quien por vivir bajo el techo palaciego, estaba al tanto de lo que ocurría en el
campo español.
Pero la actividad de la Pola no se redujo simplemente a eso, sino que se
multiplicaba febrilmente. Ella organizaba el envío de grupos de desertores de las
filas realistas y de criollos que por primera vez iban a empuñar un fusil, para
engrosar las fuerzas que organizaba en los Llanos Francisco de Paula Santander.
Cuando salía a la calle, entraba a las tiendas, especialmente a la de
Candelaria Álvarez, hoy calle 11 con carrera 8a., para escuchar chismes y
conversaciones, sin dejar de frecuentar de vez en cuando hasta las chicherías de
la ciudad, para aceptar un vaso del criollo brebaje, en compañía de soldados que
en esos momentos tenían la lengua suelta y contaban cosas no pocas veces
importantes. También se arriesgaba a visitar los prisioneros y a confortar el
ánimo de los reos puestos en capilla, antes de ser pasados por las armas. Muchos
de ellos fueron auxiliados espiritualmente por sus hermanos sacerdotes José
María y Manuel, a quienes llamaba en tales ocasiones, y los cuales le
suministraban de vez en cuando algunas monedas.
En una de tales visitas, tuvo una sorpresa que le heló el corazón. En un
calabozo se encontró con Alejo, su prometido, y con quien, por los azares de la
situación, hacía tiempos no se veía. El encuentro fue fugaz. No podía detenerse
sin correr el riesgo de despertar sospechas en los centinelas. Con al alma
destrozada por la angustia, tuvo que separarse de Alejo, haciendo alarde de una
falsa serenidad.
A partir de este instante, Polonia centuplicó su actividad. Fue entonces
cuando juró la consigna “Libertad o Muerte", que era el santo y seña para la
identificación de los patriotas en sus arriesgados movimientos.
Bajo el estímulo de sentimientos que veía ya frustrados para la búsqueda de
su felicidad, segura de que estaba cercano el trágico momento en que una
descarga de fusiles partiría el corazón de su hombre, Policarpa comprendió que
ya su vida no tenía significado distinto sino la causa de su ideal.
Ahora no solamente fomentaba corrillos y charlas, frecuentaba cantinas y
tiendas, y al ritmo de la aguja y el dedal, escuchaba calladamente. Su
desesperado atrevimiento la llevó a rondar frecuentemente los cuarteles de San
Agustín, para observar de cerca los movimientos de la tropa y poner oído atento a
órdenes y voces de mando, o a conversaciones de oficiales y soldados que le
pudieran proporcionar cualquier dato útil para transmitir a su gente. Era una
tarea febril, compulsiva, que no se sujetaba a las contingencias y al tiempo.
Sabaraín había caído en manos de los españoles, gracias a un venezolano
que prestaba servicio en el batallón Numancia y que jugaba a dos cartas
fingiéndose amigo de los rebeldes. Esta delación le mereció un ascenso que lo
colgó en la historia de los traidores. Se llamaba Facundo Tovar.
También fueron apresados los famosos guerrilleros Almeyda, quienes días
después de su captura lograron huir en un golpe de audacia. La fuga fue
facilitada por la madre, Rosalía Sumalave, quien les hizo llegar una suma
apreciable de dinero, por medio del cabo socorrano Pedro Torneros, el cual los
acompañó en su viaje a los Llanos Orientales. Esto ocurrió el 23 de septiembre de
1817.
Pocos días después, Pola estuvo charlando brevemente con el barbero
virreinal Hilarión Cifuentes, quien le dio una noticia que hubiera hecho palidecer
de terror y ansiedad a otra persona que no tuviera el temple de la heroína. Le
con- lo que, luego de la fuga de los Almeyda, fue realizada una minuciosa requisa
en la celda que ellos ocupaban y que en un rincón del zarzo, —lo que
modernamente podría llamarse el mézanme,— fue hallado un minúsculo papel
que contenía consignas sospechosas y el cual estaba firmado con las iniciales
“Pola S.‟
Fue entonces cuando ella, para extremar precauciones y buscar seguridad,
m* alojó en casa de doña Andrea Ricaurte de Lozano.
Sámano que de por sí era un viejo cascarrabias, se encolerizó aún más con la
noticia de la evasión de los Almeyda y, bajo amenaza de muerte si fracasaba en
su misión, ordenó al sargento Anselmo Iglesias la recaptura de los fugitivos y la
localización de la desconocida Pola S. del mensaje. Si tenía éxito, obtendría un
ascenso, como después se cumplió.
Aquí se abre un escenario que en la vida nacional ha tenido una importancia
particular. Es la tienda. Las tiendas, las barberías y las boticas fueron y aún
Miguen siendo en los pueblos, los centros habituales de las tertulias, el vivero de
los chismes, el centro de información de los hechos que ocurren, que han
ocurrido, o que van a ocurrir.
Santa Fe estaba llena de tiendas que, como hoy, casi siempre son atendidas
por mujeres parlanchinas, o comerciantes de cortos fondos y lengua larga. Cada
persona conocida que llega a ellas, encuentra ocasión propicia para enterarse de
la crónica diaria, para estimular las habladurías, hacer juicios temerarios, echar
a volar consejas, narrar el último cuento que se conoce en el lugar, y, esto es casi
invariable, hablar mal de los gobiernos.
A una de esas tiendas santafereñas, atendida por una mujer cuyo nombre se
escondió en la historia, acudía habitualmente el sargento Iglesias. Obsesionado
por la orden de Sámano, habló un día del fusilamiento que esa mañana iba a
cumplirse en la Plaza Mayor, y se refirió a la Pola, preguntando a la tendera que
lo escuchaba atenta detrás del mugriento mostrador, si la conocía o no. Ella
respondió afirmativamente. Pola era demasiado popular y hasta alguna vez había
ido allí a comprar cominos o panela. Pero no supo darle razón de su paradero. En
cambio le dijo que por allí pasaba de vez en cuando un hermano de ella llamado
Bibiano, y le prometió señalárselo tan pronto se presentara la ocasión.
Iglesias, con paciencia gatuna, fue más frecuentemente a ese establecimiento,
hasta que un mal día, la ocasión llegó. Bibiano pasaba por allí, llevando una
pequeña mochila con pan y queso. Con un gesto la mujer de la tienda le hizo
entender al sargento la identidad del descuidado transeúnte, que siguió su
camino tranquilamente. Iglesias lo dejó adelantarse un trecho, siguiéndolo luego
cautelosamente con un soldado, hasta que lo vio entrar en la casa de doña
Andrea, en el barrio de Egipto.
El suboficial, que veía ya el ascenso a teniente al alcance de sus narices,
organizó una ronda nocturna para atrapar la codiciada presa. Esa noche Pola
estaba ocupada amasando unos bollos de maíz y charlando animadamente con la
dueña de casa. De pronto unos golpes violentos derribaron la puerta que daba a
la calle, dando paso a un piquete de soldados al mando de Iglesias.
He aquí cómo relata la distinguida señora en sus Memorias, algunos detalles
del prendimiento:
“Entra Iglesias dirigiéndonos insultos y amenazas. Policarpa le contesta con
energía, yo permanecí sentada junto a ella, callada; me toca con un pie uno de los
míos, le comprendo, me entro a la alcoba, levanto el colchón de la cama de
Policarpa, recojo los papeles que había, salgo por la puerta del cuarto que estaba
al lado opuesto de la sala al patio, por entre los centinelas a quienes di plata;
entré a la cocina, el fogón estaba con mucho fuego porque se estaba cocinando
una olla de maíz; hago que atizo el fuego y arrojo los papeles que se volvieron
ceniza. Como todo lo hice con rapidez, no se apercibió Iglesias que yo hubiera
salido a la cocina y menos cuando él no conocía la casa”
Doña Andrea narra luego que fue sometida a un interrogatorio por el
suboficial, que le requisaron toda la residencia, que le hicieron muchas
preguntas. Y cuando llegó el momento de la detención, pudo, gracias a su sangre
fría, a los engañosos datos que dio a los realistas y a la circunstancia de estar
criando un hijo recién nacido, evitar la detención de ella y de la demás gente de la
casa.
Qué contenían los papeles que tan apresuradamente logró echar al fogón de
la cocina? Ello lo dice en su narración más adelante:
“Los papeles quemados contenían cartas de muchos patriotas, la lista de los
que daban recursos para auxiliar a los que se iban a las guerrillas,
comunicaciones de los jefes de éstas y el borrador del estado de las fuerzas
españolas”.
La actitud de la valerosa señora, evitó que la suerte que corrió la Pola,
hubiera sido la de muchos patriotas. Debemos pues, rendir un tributo de
admiración a esta dama, cuya contribución a la causa de la Patria fue
indudablemente valiosa.
Aquella misma noche Policarpa fue llevada a la que se denominaba la Cárcel
Chiquita, y en las primeras horas del día siguiente se la sometió al interrogatorio
inicial. Habilidosamente dijo no conocer nada relacionado con la insurgencia;
explicó que trabajaba como costurera en varias casas de la capital, y Sámano no
logra nada concreto con esta indagatoria.
Mientras tanto, su hermano Bibiano fue sometido a la tortura de los azotes,
en busca de alguna confesión, hasta que cayó desmayado. Según algunos
historiadores, se trataba de un joven de pocos alcances mentales, un tonto, y
gracias a ello, se libró de la cárcel y quizá de la muerte. Pero otros afirman que no
había tal, sino que con astucia extraordinaria, fingió serlo ante sus interlocutores.
Sea lo uno o lo otro, Bibiano quedó libre.
Enterados por éste sus otros dos hermanos José María y Manuel, sacerdotes
agustinos, acudieron ante su amigo el Oidor don Juan Jurado, para que
intercediera ante Sámano en favor de la prisionera. La petición fue rechazada,
pretextando que la Real Audiencia no tenía jurisdicción, que Sámano estaba
investido de poderes absolutos y que ella era convicta de alta traición.
Pola fue llevada ante el propio Virrey para un nuevo interrogatorio. Otra vez
la intimidaron con insultos y amenazas que se estrellaron contra la fortaleza de la
acusada, que con valor frío y astuta serenidad se mantuvo en la negativa.
Sámano se impacienta, y entonces resuelve acudir al recurso más
contundente, por considerarlo el más eficaz para vencer la imperturbable moral
de la admirable mujer. Le dijo con sonrisa sarcástica que Alejo Sabaraín había
sido condenado a muerte. El recurso surtió el efecto deseado. Había sido herida
en lo más sensible de sus sentimientos, en lo más profundo de su ser, y aquella
formidable entereza se derrumbó ante la fría mirada del Virrey.
Entonces fue cuando Pola se irguió sobre las ruinas de su valor y le gritó cara
a cara:
— Mate Usted al que le dé la gana, pero tenga la seguridad de que algún día
los patriotas venceremos, y entonces Usted y su gente serán los muertos.
A partir de este momento se desencadenó en el tribunal una verdadera
batalla verbal entre Sámano y la Pola. Ni siquiera una bofetada que le hinchó las
mejillas de la prisionera y las cubrió de sangre, logró callarla. Ella desahogó toda
su ira, todo el odio que sentía por los tiranos de su Patria. Los funcionarios del
tribunal tuvieron que callar ante la bella y valiente mujer que recibió la sentencia
de muerte sin temblar, ni llorar, ni desfallecer.
De vuelta a la prisión, los restantes presos creían que había perdido la razón,
pues a cada momento lanzaba frases de desprecio para los españoles y
profetizaba el advenimiento de la libertad.
El juicio fue breve, como todos los que se hicieron para llevar al patíbulo a
los patriotas. Se inició el 10 de noviembre en casa del coronel Carlos Tolrá,
presidente del Tribunal.
El paso de la Pola por las calles santafereñas fue un espectáculo deprimente
para las gentes que se apiñaban en medio de temerosos murmullos. Nunca dio
muestras de debilidad ni de temor. Su arrogancia era un duro reproche para sus
compatriotas, que la veían andar hacia la muerte, sin atreverse a hacer nada para
salvarla.
No tuvieron mucho que hacer los representantes de S. M. el Rey. Ella ya no
negó nada. Por el contrario, orgullosamente confesó toda la verdad y recibió
tranquila la lectura de una sentencia que estaba dictada de antemano.
Ya en capilla, recibió la visita fraternal y conmovida de los hermanos
sacerdotes, quienes la confortan espiritualmente y le llevaron la Comunión final.
Como una curiosa coincidencia, la guardia de la prisión estaba encomendada al
mando de un joven soldado enrolado forzosamente entonces en las filas realistas;
se llamaba José Hilario López. No tardará el tiempo en que se incorpore a la
causa patriota, para contribuir con su inteligencia y su valor a la creación de la
República, de la cual fue luego presidente.
Ya en la antesala de la muerte, Pola no dejó de enrostrar a los carceleros su
villanía, y en anunciarles colérica que su sangre fertilizaría el reverdecimiento de
la anhelada libertad del pueblo granadino.
En sus memorias, José Hilario López cita estas palabras de la heroína:
“—Saciaos con mi sangre y con la de los criollos patriotas, pero sabed que no
llevo a la tumba otro pesar que la destrucción de la tiranía”.
En las primeras horas del 14 de noviembre de 1817, la Pola emprendió el
camino del cadalso. La mañana era fría, llena de neblina y de silencio. Como en
todas las ejecuciones, el desfile estaba rodeado de un aparato impresionante, En
tanto que las campanas de las iglesias daban el toque de difuntos, el cortejo se
encamina desde el Colegio del Rosario hasta la Plaza Mayor. El redoble
asordinado de los tambores apenas amortiguaba el murmullo de los santafereños
que presenciaban la marcha cabizbajos y tristes. Nada podían hacer por ella en
tan crueles momentos.
El pueblo estaba aterrorizado. Ella miraba las gentes con altivez, y en frases
duras de recriminación las incitaba frecuentemente a levantarse contra sus
opresores Delante de ella un fraile español, el tristemente célebre Brillabrille
rezaba en voz alta las preces de los moribundos. Este fraile bien merece un
párrafo aparte. Era el Capellán de la casa virreinal y visitó a la condenada luego
de serle notificada la sentencia. La Pola sabía sus andanzas como delator de los
sacerdotes simpatizantes de los rebeldes, y rechazó sus frases melosas con que
pretendía obtener el arrepentimiento de la heroína.
Ya en la plaza Mayor, Pola fue llevada al cadalso que se levantaba en el
costado sur, frente al que es hoy el Capitolio Nacional. Con Policarpa iban
también Alejo Sabaraín y otros siete reos. La Pola logró en un esfuerzo
conmovedor que fuera colocada junto a él, para compartir con su amado la gloria
del sacrificio.
Los condenados fueron vendados y sentados en los banquillos a horcajadas.
Policarpa no quiso aceptar esta postura que comprometía su honestidad en el
momento fatal, y dando la espalda a los soldados de la escolta, pronunció las
conocidas frases que recogió la historia:
“Miserable pueblo! Yo os compadezco: algún día tendréis más dignidad”.
El redoble de los tambores apagó su voz y una descarga le arrebató la vida.
Momentos antes, otro de los mártires, José María Arcos, un patriota con
rasgos de poeta, recitó ante la multitud esta estrofa de su inspiración:
“No temo la muerte, desprecio la vida; lamento la suerte de la patria mía ...”
Alejo Sabaraín murió silenciosamente.
Se cierra así la historia de Polonia Salavarrieta y Ríos y de Alejo Sabaraín,
dos almas unidas en el amor y el patriotismo, a quienes el destino les negó la
felicidad de vivir juntos, pero les proporcionó la gloria de llegar unidos a la
Inmortalidad.
CAPITULO XIV
Las amantes de Bolívar Una juventud disoluta.
La prima adorable y su cornúpeto esposo.
Las caricias de dos mujeres lo salvan de dos atentados, y una tercera hace

fracasar la expedición de Los Cayos.

Las batallas amorosas que perdió Bolívar. Rivalidades románticas que pudieron

estimular rivalidades políticas.

Fue también el Padre de la Patria el padre de José Secundino Jácome?


Entrar a hablar de la vida sentimental y erótica de Simón Bolívar, no es
ninguna tarea fácil. Pero es necesario hacerlo, porque su existencia es
pródiga en episodios galantes. No compartimos el tratamiento excesivamente
reverencial que dan muchos historiadores a los grandes personajes, tratando
de soslayar el tema, porque creen que al tratarlo se menoscaba la dignidad
del héroe, o se disminuye la imagen del genio.
Tampoco pretendemos hacer uso de las comillas para tocar el aspecto
sicológico o siquiátrico de su personalidad, en el sentido que enfocamos. No
tenemos tales pretensiones, ni es ese el objeto de estos relatos, en los cuales
nos interesa más que todo destacar lo que hicieron ciertas notables mujeres
que lo que hicieron hombres notables.
Así que no hablemos de que Bolívar fue un Don Juan o un enfermo de lo
que llaman los especialistas en estas escabrosas materias, “erotismo
patológico”, ni que fue un seductor. Pensemos simplemente que fue un
hombre, tan de carne y hueso como todos, dueño sí de un alma templada
para la gloria, pero nunca libre de pecados y miserias.
Como los historiadores y biógrafos pacatos, tratamos de eludir estas
especulaciones, no por las razones que dijimos de ellos, sino porque en tan
difíciles terrenos, preferimos hablar de Simón Bolívar y no del Genio de
América. Y sin más preámbulos, vamos a enumerar las amantes que él tuvo,
registradas por la historia, sin que nos interese hurgar en los vericuetos de la
leyenda para añadir aventuras pasajeras o conquistas fugaces que tuvieron
que ser abundantes.
La temprana muerte de su esposa María Teresa Rodríguez del Toro y
Alaíza, antes de cumplir un año de casados, no sólo privó al Libertador de
una descendencia legítima, sino que, al parecer, destruyó en su corazón todo
interés por reconstruir un hogar que naufragó en su iniciación.
Este hecho, añadido a una infancia solitaria, sin el afecto materno ni la
paternal dirección, pues quedó huérfano de padre a los 3 años de edad y de
madre a los 9, tuvo que influir definitivamente en su carácter y su
personalidad.
Criado por pechos de esclava, la negra Matea, no adquirió la vida de
Simón Bolívar el fermento que hace florecer en el espíritu muchos
sentimientos. En su viudez saturada de recuerdos y amarguras, viajó a
Europa, y en París halló una especie de estupefaciente para evadir sus
nostalgias, en los brazos complacientes de Fanny Dervieu Du Villars. El joven
caraqueño quedó avasallado por la liviana consanguínea, casada con un
señor no menos complaciente que ella. Era lo que los franceses llaman “un
bon homme”, término que al traducirse al castellano sólo significaba tonto, o
algo más.
Pudo él no haber nacido bajo el signo zodiacal de Capricornio, pero su
estólida cabeza bien merecía lucirlo.
Bolívar se dio en Francia una vida disoluta que alternaba entre los
edredones de su “adorable prima”, los salones aristocráticos, no pocas
aventuras ocasionales y los garitos. Derrochó el dinero y se rebajó hasta
aceptar que fuera el propio esposo de Fanny quien con la largueza digna de
mejores motivos, pagara MI IB cuentas de juego que, algunos dicen,
ascendieron a la suma de 100.000 francos. Se dio una vida principesca,
según refieren crónicas, y malgastó salud y energías en una ociosidad
prolongada y estéril.
Dejémoslo ahí y continuemos simplemente con la enumeración de otras
amantes conocidas, que fueron:
Isabel Soublette, hermana del General Carlos Soublette, su compañero
de batallas y su secretario cuando fue Presidente. Luisa Crovert, Anita
Lenoit, Josefina Machado, Manuela Madroño, Teresa Jerez, Lucía León,
Manuela Sáenz, la tierna boliviana Felisa, y la no menos tierna peruana
María Joaquina.
Bolívar no hizo discriminaciones de tipo social, ni siquiera de tipo racial
en HUS devaneos y fugaces uniones. En esta enumeración de mujeres hay
damas de los más refinados abolengos, muchachas casi anónimas y hasta
mulatas de puro ancestro africano.
El lector desprevenido podría pensar que el Libertador fue un adocenado
acaparador de mujeres. Falso. Era un hombre temperamental e impulsivo, y
su existencia de guerrero infatigable no le permitió transitar los plácidos
caminos del romanticismo. Más que un seductor, fue un seducido por la
belleza femenina a la que rindió culto pasional, expresado casi siempre a
través de cartas inflamadas de un estilo candente, que debía hacer profundo
impacto en el corazón de las que eran objeto de su predilección.
La historia no dice que Bolívar se mantuvo mucho tiempo al lado de sus
amantes, algunas de las cuales prácticamente asediaron al héroe,
magnetizadas por su fama, por su gloria, por su valor, mucho más que por
su físico que no tenía nada de apolíneo ni de irresistible.
Fueron la excepción Josefina Machado y Manuela Sáenz. Especialmente
ésta última. Pero la unión que existió entre la quiteña y el caraqueño nunca
fue el resultado de un afecto espiritual, ni la perspectiva de un objetivo puro
y noble, sino un vínculo nacido en un adulterio que, si bien ofreció rasgos de
abnegación y sacrificio, no proporciona a Bolívar mucha grandeza.
Otra cosa puede decirse del sentimiento que despertaron en el corazón
del Libertador Bernardina Ibañez y María Concepción Hernández. De ellas se
enamoró realmente, como lo atestiguan hechos que luego mencionaremos
con más espacio. Fue ciertamente el llamado del amor en toda su intensidad,
llamado que se perdió en el vacío, por cuanto se quedó sin eco ni
correspondencia.
Dentro de la existencia de Bolívar, siempre en función de altos ideales de
libertad, ansiosa de gloria, fatigada de heroísmo y sacrificio, suavizada por lo«
bálsamos de la intimidad compartida con tantas mujeres, que fueron para él
un lenitivo a su soledad, y el vacío que no llenaban ni el fragor de los
combates, ni el bullicio de los homenajes, ni las aclamaciones
multitudinarias, ni los avatares de la política, algunas de estas mujeres no
solamente le brindaron calor y pasión, sino que compartieron con él no pocos
peligros y riesgos, salvándolo de la muerte que lo asechó en la sombra de
traiciones y atentados.
Ante el fracaso de obtener en Cartagena mandó, tropas y pertrechos
para reanudar la guerra, Bolívar renuncia a sus propósitos y el 9 de mayo de
1815 abandona el país con el título de Capitán General de la Confederación
de la Nueva Granada, a bordo del bergantín inglés “La Descubierta", y cinco
días más tarde llega a Kingston.
La ciudad era entonces el refugio de numerosos patriotas granadinos y
venezolanos, que habían huido de la persecución realista, o sufrían el
destierro.
Durante su permanencia allí, el hecho de mayor relieve fue la redacción
de la llamada Carta de Jamaica, dada a conocer el 6 de septiembre del
mismo año y dirigida al periodista Henry Culi en „ Es uno de los documentos
políticos y filosóficos más importantes del Libertador, en el cual expone su
criterio sobre la situación americana, los motivos de la revolución iniciada,
las causas de sus vicisitudes, su concepto sobre la obra española en América
y sobre el porvenir del continente. La Carta de Jamaica, por añadidura, tiene
un definido valor sociológico.
De paso puede decirse que esta carta modificó el confuso criterio que se
tenía del movimiento revolucionario, al demostrar que obedecía a planes
específicos, basados en apreciaciones claras de la realidad americana, y que
tenía una estructura y, sobre todo, un auténtico líder.
El 10 de diciembre de 1815 Bolívar fue objeto de una tentativa de asesinato.
Algunos historiadores, basados en el testimonio de Level de Goda, Fiscal
de la Real Audiencia de Caracas, sindican como autor intelectual de este
atentado al propio Pacificador Pablo Morillo, quien dándose cuenta del auge
que tomaban la insurrección y el prestigio de su caudillo, determinó
contratar a un catalán que residía en la isla, para ejecutar el crimen. Este a
su vez, negoció la muerte de Bolívar por cinco mil pesos, suma acordada para
remunerar al asesino y de la cual recibió un anticipo de tres mil.
Otras versiones sostienen que el crimen fue planeado por Salvador
Móxo, Gobernador de Caracas, por determinación de Morillo, quien ya era
dueño de buena parte del territorio venezolano y está a punto de tomarse a
Cartagena.
Bolívar se hallaba en Kingston alojado en la casa de huéspedes de Rafael
Poisce, en compañía del General Pedro Briceño Méndez y sus edecanes
Rafael A- Páez y Ramón Chipia. Por un incidente entre la esposa del dueño
de la fonda y el último de los nombrados, el Libertador dispuso mudarse de
alojamiento, para lo cual ordenó a un negro de su servidumbre llamado
Andrés, que le instalara en el nuevo hospedaje una hamaca limpia y le
pusiera a su disposición las pistolas y la espada, lo cual fue oportunamente
cumplido por el sirviente.
El Libertador se fue posteriormente a cenar a la casa de campo de un
amigo que lo había invitado, regresando a la media noche. Así lo relata el
propio Bolívar, como consta en el Diario de Bucaramanga.
Con todo, las investigaciones que sobre este episodio se han hecho,
revelan que no se fue directamente a la posada, sino a la residencia de la
joven dominicana Luisa Crovert, con quien tenía relaciones íntimas y en
cuyos amorosos brazos fue donde realmente pasó el resto de la noche,
salvándose así de morir apuñalado.
Entre tanto, a la antigua residencia había llegado el señor Félix Amestoy,
ex-proveedor del ejército, el cual deseaba hablar algún asunto con el
Libertador. Ignorando donde se hallaba éste, cansado de esperarlo y
sintiéndose vencido por el sueño, determinó recostarse en la hamaca que
antes ocupaba Bolívar. En esos momentos entró sigilosamente el negro Pió,
un muchacho de 19 años que estaba como Andrés a su servicio. Piíto, que
así se lo llamaba familiarmente, trajo una tinaja con agua, por encargo del
edecán Páez, el cual se retiró a su habitación.
Minutos más tarde el negro, creyendo que quien estaba en la hamaca
era Bolívar, se acercó en la oscuridad y propinó a Amestoy dos puñaladas
que le causaron la muerte.
Dice el Libertador que al amanecer llegaron a su alcoba Andrés y Pió; y
es curioso el detalle, porque “el nuevo alojamiento” fue buscado con toda
reserva, y el mismo Bolívar afirma que únicamente el negro Andrés sabía su
ubicación. Tal vez en su narración trató de eludir una referencia a Luisa
Crovert, por obvias razones de discreción y reserva. De ahí que agrega que
Pió llegó allí siguiendo a Andrés, quizás dándose cuenta de que en su relato
podía incurrir en una contradicción.
Bolívar hizo encarcelar al negro Pió, luego de que le formuló algunas
preguntas a las que éste respondió con evasivas sospechosas, y no poca
turbación. Estaba en lo cierto. El muchacho confesó su crimen y dijo que
había sido seducido por un español.
Pió fue juzgado y condenado a morir ajusticiado, como se cumplió, no
sin cierto dolor por parte de su amo, pues hacia ocho años lo tenía a su
servicio. El instigador fue desterrado de Jamaica.
Es extraño que el Libertador, al cambiar de “alojamiento”, no hubiera
informado de ello ni al General Pedro Briceño Méndez o a sus edecanes, y si
lo hiciera a su esclavo Andrés. Tal actitud no ofrece un motivo aparente.
De todas maneras, sin las caricias ocasionales de la linda dominicana, la
independencia de cinco repúblicas no hubiera sido obra suya. Las cosas del
Destino dirán unos. Las cosas de las mujeres pensamos otros.
*******

Julio César y Bolívar coinciden en haber sido dos genios de la guerra y


dos políticos audaces, en haber tenido almas del más fino temple, capaces de
afrontar las más grandes y riesgosas contingencias, pero también en haber
padecido la más grande debilidad frente a las mujeres.
El dictador romano cayó en brazos de Cleopatra, cuando sólo pensaba
fortalecer el dominio imperial sobre Egipto, gobernado por ella y por su
ridículo hermano Tolomeo. Duró saboreando las caricias de la menuda y
seductora egipcia nueve meses, y sólo la conciencia de su deber que lo
llamaba a salvar a Roma de la anarquía, fue capaz de liberarlo de la lasciva y
bella reina, que más tarde reemplazó al genial calvo con Marco Antonio.
El imperio se sacudió en guerras después de estos romances, y su
estructura férrea alcanzó a verse amenazada de ruina.
Bolívar tiene algo de semejante al gran dictador de hace 2.050 años, porque
otra
mujer logró atraparlo con sus encantos y hacerlo fracasar en la tentativa de
invadir a Venezuela y librarla de los realistas que acababan de reconquistar
también la ciudad de Cartagena.
Luego del frustrado atentado de Jamaica, el Libertador se trasladó a
Puerto Príncipe, inundada de patriotas fugitivos de todos los rincones de
Nueva Granada y Venezuela, Los últimos en llegar fueron parte de los
sobrevivientes de la martirizada Cartagena, en las más lamentables
condiciones de agotamiento físico, pobreza y desesperanza. Su situación era
tan deplorable, que el presidente de Haití dio orden de darles una ración
diaria de pan y carne para que pudieran subsistir.
Petión era un ferviente partidario de la causa libertadora, y en
conferencia (jue tuvo con Bolívar y otras personalidades, determinó el 2 de
enero de 1816 organizar una expedición que recibiría el nombre de
Expedición de los Cayos, para la invasión del territorio continental.
El mandatario haitiano no se detuvo en gastos, y el 26 del mismo mes
determinó que le fueran entregados al Libertador 2.000 fusiles de chispa, sus
respectivas bayonetas y abundante munición. En reunión que se efectuó en
una casa de los arrabales de la Sábana de Los Cayos, pronunció Bolívar un
vehemente discurso, frente a nutrida concurrencia, de la cual hacían parte
Zea, Marimón, Soublette, Anzoátegui y otros distinguidos patriotas, para
explicar sus propósitos y agradecer a Petión tan generosa colaboración. Allí,
luego de algunas deliberaciones, fue aclamado como Jefe de la citada
expedición.
Todo estuvo listo el 31 de marzo, día en que zarparon los barcos
Constitución, Bolívar, Brión, Mariño, Félix, Piar y Conejo, rumbo a la isla de
Margarita.
En el momento de despedirse Bolívar de Alejandro Petión, éste le pidió
que emancipara los esclavos de todos los países que lograra libertar, misión
que cumplió el Libertador, como es sabido.
Ya podemos hablar de Josefina Machado, una de las amantes del
Libertador, quien desempeñó un papel definitivo en estos acontecimientos.
La había conocido en Caracas, de donde era natural, en 1813. Dícese de ella
que a sus grandes atractivos, añadía una gran capacidad para la intriga y un
carácter violento
Nunca sospechó el General Bolívar, cuando Josefina era apenas una
adolescente que formaba parte del grupo de ninfas que empujó la carroza
sobre la cual entró triunfante a la capital venezolana, que sería su
compañera eventual hasta 1819, y él un ferviente adorador de su belleza y
un esclavo de sus caprichos.
Antes de salir la flota de Los Cayos, Bolívar no resistió al deseo de ver a
su querida Pepa, como se la llamaba familiarmente, y le escribió una carta
pidiéndole que fuera a unirse con él, para tenerla a su lado. El hecho fue
pronto conocido por los demás jefes de la expedición, los cuales no ocultaron
su preocupación y su desagrado, siendo el General Brión la persona que le
hizo ver a Bolívar la inconveniencia de una demora en la partida hacia las
costas venezolanas, por tan injustificable como insólita causa.
Bolívar tuvo que acceder y el viaje continuó, pero antes de llegar a La
Beata, fue sorprendido con la novedad de que Josefina, acompañada de su
madre, había venido desde Saint Thomas donde residían, a Los Cayos, para
atender a su llamado. El Libertador estaba tan ciegamente atrapado por la
“señorita” Pepa, que no vaciló en convocar a Brión y a su Estado Mayor para
plantearles su deseo de detener la navegación hasta tanto lograra
entrevistarse con su amante. El hecho, como es apenas natural, produjo una
discusión acalorada y, pese a las justas protestas y rechazos, Bolívar impuso
su capricho como solía hacerlo, y envío a Anzoátegui y a Soublette para que
fueran a Los Cayos a traer la manzana de la discordia, o sea la encantadora y
peligrosa Pepita.
El incidente produjo efectos disociadores y fatales para la expedición que
se había iniciado con tan buenos auspicios y en la que se habían fincado
tantas esperanzas. Brión se sintió desautorizado y ofendido, los
expedicionarios y sus comandantes perdieron confianza y entusiasmo, las
tripulaciones convirtieron el episodio en un motivo de habladurías y
alusiones burlescas a la conducta del Libertador, el cual perdió autoridad y
prestigio, al dar la impresión de que para él era más importante la fugaz
aventura erótica que la campaña emancipadora que acababan de emprender.
En medio de este desbarajuste, ocurrió un caso que citamos de paso,
para poner una nota de humor en lo que se convirtió luego en una
frustración lastimosa y trágica. Poco antes de llegar a Santo Domingo, una de
las naves capturó una pequeña goleta en la que viajaban dos frailes
españoles de la comunidad de La Merced, quienes luego de haber sido
hechos prisioneros, fueron puestos en libertad a cambio dos vacas recién
paridas que igualmente iban a bordo, y que sirvieron, una vez sacrificadas,
para la alimentación de la marinería.
Una vez llegada la flota a las costas de Ocunare, se dispersó y Bolívar se
encontró abandonado al cuidado del parque, a tiempo que Soublette
intentaba la conquista de los valles de Aragua.
El Libertador, tal vez atormentado por la conciencia de su descabellado
proceder, escribió después que allí fue víctima de una traición por parte de
un edecán de Mariño y por la tripulación mercenaria que lo abandonó en
medio de enemigas, por lo cual, añade, estuvo a punto de dispararse un
pistoletazo. Agrega que fue rescatado por uno de los marinos haitianos,
Bidau, el cual lo llevó a bordo de su nave;
Al regresar a Puerto Príncipe en el buque El Indio Libre, halló al General
Alejandro Petión, quien presumiblemente ignorante de la verdad de los
hechos, dispuso generosamente que se le entregaran nuevas dotaciones de
armas y pertrechos y que se organizara otra expedición que, en efecto, zarpó
rumbo a las costas continentales el 21 de diciembre de 1816.
El gesto del mandatario isleño fue reconocido y agradecido por Bolívar,
en una expresiva carta que le envió, y en la cual le dice que “si los beneficios
aproximan a los hombres, créame, General, que mis compatriotas y yo
amaremos siempre, al pueblo haitiano y a los dignos jefes que lo hacen feliz".
Queda así narrado un episodio que lleva indudablemente una sombra a
la imagen del Padre de la Patria. La historia no ha sido benévola al juzgar su
conducta que puede explicarse desde el punto de vista humano, pero no
puede justificarse desde el punto de vista de sus ideales y de su grandeza.
Ni siquiera el General Soublette, tan complaciente con Bolívar, como que
llegó a consentir que a su colección de amantes añadiera nada menos que a
su propia hermana Isabel, es sin embargo bastante severo al comentar el
caso de Los Cayos con las siguientes palabras:
“En este suceso se mezcló el amor. También Antonio perdió momentos
preciosos por Cleopatra”.
Durante su corta permanencia en Bucaramanga, en 1828, el propio
Libertador hizo la narración del anterior insuceso a varios de sus
compañeros de armas, entre los cuales se encontraban Ferguson y Perú de
Lacroix, durante una partida de casa ocurrida el 6 de mayo de dicho año. Así
mismo se refirió a la emboscada de que fue objeto por parte de los realistas
en el Rincón de Los Toros y en la que estuvo a punto de perder la vida, como
lo veremos más adelante.
Es interesante referimos brevemente a las circunstancias que motivaron
el relato de estos aconteceres, en cuya narración al Libertador se reservó los
nombres de las mujeres a las cuales debió la preservación de su integridad
personal, así como otros detalles interesantes al respecto.
Ese día, según lo refiere Perú de Lacroix en el Diario de Bucaramanga, al
observar Bolívar que sus acompañantes se mostraban especialmente solícitos con
su persona, les preguntó si procedían así por tener noticia de alguna conjura
contra él. Luego de unos minutos de embarazoso silencio por parte de sus
acompañantes, el Coronel Ferguson sacó una carta que había recibido enviada
desde Ocaña por el General O‟Leary, visto lo cual, el Libertador sacó otra que
desde la misma población le había escrito el General Pedro Briceño Méndez.
Ambas misivas se referían a un supuesto atentado que se estaba planeando
contra su persona. La versión, según esas cartas, daba cuenta de que un
asistente del General Santander había tenido oportunidad de escuchar una
conversación sobre dicho plan, y se había apresurado a informar de ello a una
señora amiga del General Briceño Méndez, quien a su vez lo comunicó a éste.
No hay ninguna referencia que permita concederle un margen de verdad a la
denuncia. Todo parece indicar que se trató simplemente de algún chisme a nivel
de servicio doméstico, en el que una criada de la aludida señora y cuyo nombre se
desconoce, fue la correvedile de la conseja.
Mencionamos el caso como una comprobación del estado de agitación que
rodeaba en esos momentos la Convención de Ocaña, dentro del cual abundaban
los rumores más estrafalarios.
Veamos ahora sí, lo que ocurrió en el llamado Rincón de los Toros, el 16 de
abril de 1818.
Bolívar había partido de Calabozo y en esa fecha acampó en una “mata”
ubicada en el hato que llevaba tal nombre. En los Llanos Orientales de Colombia
y Venezuela se da el nombre de “mata” a pequeños bosques que se alzan en
medio de la llanura y que son sitios generalmente escogidos para pernoctar o
descansar, en razón a que en ellos se encuentra agua más o menos potable, tal
como ocurre en los oasis de los desiertos.
Las tropas que comandaba el Libertador estaban compuestas por 600
infantes y 800 jinetes, y su objetivo inmediato era el de unirse a las del
General Páez, para marchar luego hacia la provincia de Carabobo.
Entre tanto, el coronel realista Rafael López, del Batallón Burgos, que
venía prácticamente pisando los talones de los patriotas, llegó al pueblo de
San José, distante unos ocho kilómetros del Rincón de Los Toros, con la
intención de sorprenderlos, pero por haberse extraviado en el camino su
caballería, se vio precisado a demorar la acción. Mientras esto ocurría, una
avanzadilla logró capturar un soldado que tenía el encargo de Asistente del
padre Prado, capellán de las (ropas republicanas; el prisionero fue torturado
y amenazado con la muerte, lo mol motivó que, lleno de temor, indicara a los
españoles el lugar donde se encontraba Bolívar.
Enterado el Coronel López, hizo reunir los oficiales y pidió un voluntario
con el fin de tenderle una celada. Se ofreció para la arriesgada operación el
Capitán Tomás Renovales, quien para el efecto tomó ocho soldados escogidos
para desempeñar este cometido, que hoy se llamaría en el lenguaje de la
estrategia moderna, una operación de comando. Un sargento desertor facilitó
la ejecución al suministrarles el santo y seña, esto es, la identificación de la
tropa y sus diferentes cuerpos.
Los soldados y su capitán lograron con gran cautela rodear el sitio en el
cual H«; hallaba el Libertador. Renovales tuvo un momento de gran peligro,
cuando H<! encontró de manos a boca con el entonces Coronel Francisco de
Paula Santander, que por esa época ejercía las funciones de sub-jefe de
Estado Mayor y efectuaba en esos momentos una ronda de rutina. Santander
pidió el santo y seña que fue contestado correctamente, como es de suponer,
preguntando luego sobre ni había novedades y qué objetivo tenía la patrulla,
a lo cual Renovales, con pasmosa tranquilidad y singular astucia, le
respondió que buscaba al Jefe Supremo.
El Coronel Santander procedió a adelantarse hacia la mata, llamando a
voces al Libertador, a quien suponía durmiendo en la hamaca; en ese preciso
instante sonó la primera descarga de los emboscados, contra las hamacas de
los oficiales. Las balas mataron instantáneamente al Capellán Prado y a los
Coroneles Galindo y Salcedo. El caballo de Bolívar quedó herido.
Se tuvo la sensación de que el Libertador había muerto, no sólo porque
no se le vio levantarse de su chinchorro, sino por la impresión que produjo la
vista de su cabalgadura ensillada y empapada en sangre. El pánico se
apoderó de las tropas que salieron en desbandada, creyendo todo perdido,
circunstancia que aprovechó el Coronel López para atacar las fuerzas
mandadas por el Comandante Zaraza.
En un momento dado, Bolívar se halló en medio de la confusión de
soldados fugitivos y cabalgaduras en derrota, hasta que logró conseguir una
muía en la cual montó para tratar de reorganizar su gente. Poco después se
encontró al Comandante Julián Infante, quien venía montado en el caballo
del Coronel Rafael López, el cual pereció cuando perseguía a los patriotas.
Esta incursión realista produjo un verdadero desastre, por cuanto buena
parte de la infantería cayó con su comandante Silvestre Palacio. Bolívar
reunió a los que lograron salvarse y con ellos llegó a Gabozo, a la noche
siguiente.
Como pudo el Libertador librarse de tan grave atentado?
En la forma más casual que el lector se pueda imaginar.
Nada menos que en los brazos tibios de una mujer. Bolívar nunca perdía
oportunidad de librar placenteras batallas de amor, simultáneamente con las
de guerra. Y a pesar de que el Rincón de los Toros era apenas un paraje
perdido en la inmensidad del Llano, allí también encontró el calor de unas
caricias para mitigar con ellas las fatigas y los rigores de la campaña. A corta
distancia del campamento había una pequeña choza, en donde vivía una
linda mulata, en la flor de los 15 años, que no vaciló en rendir a Bolívar el
más íntimo de los tributos.
La historia inexplicablemente calló el nombre de esa fresca llanera, pero
es lo cierto que ella lo preservó nuevamente de la muerte, como lo relata el
historiador venezolano Tosta García, en la obra “Leyendas Patrióticas” y lo
recoge Cornelio Hispano en la Historia Secreta de Bolívar.
El autor primeramente citado dice textualmente que “dormía esa noche
en la casita de una hermosa mulatica de 15 años, cuando cayeron los
españoles sobre su campamento”.
Con base en dato tan concreto, podemos estar seguros de dos cosas: la
primera, que el Padre de la Patria fue salvado por segunda vez, gracias a una
mujer, y la segunda, que, con perdón del señor Tosta García, Bolívar
presumiblemente lo menos que hacía en tales momentos era dormir
Dijimos ya que el Libertador, en cosas de amor y mujeres, no fue un
seductor sino un seducido. Y hasta llegamos a creer y a afirmar que, luego de
la temprana muerte de su esposa, su corazón había quedado vacío para todo
sentimiento romántico. Sin embargo, no fue así. El Libertador sintió dos
veces el aletazo frío de la soledad, y ansiosamente buscó refugio para
defenderse de esa tortura.
Debemos seguir aún en este aspecto, un orden cronológico, y
mencionaremos a una linda muchacha, a cuyos frescos encantos se agregaba
una instrucción por encima de lo común en aquella época. Hizo parte del
grupo de veinte damas. que en la tarde luminosa del 18 de septiembre de
1819 coronó las sienes del héroe con los laureles que glorificaron la reciente
victoria de Boyacá, sello final de la gesta emancipadora.
Se llamaba Bernardina Ibañez.
No obstante ser todas ellas hermosas, tanto Bolívar como el General
Francisco de Paula Santander quedaron prendados de ella, y el en curso de
los años siguientes la asediaron de manera constante. Santander, fue tal vez
por su temperamento reservado, menos expresivo con ella, pero nunca dejó
de sentir por Bernardina una íntima devoción, tal como lo expresa
reiteradamente en su Diario.
Se dice del amor que, como es ciego, no deja ver las tonterías que se
hacen en su nombre. Bolívar y Santander, sabiéndose los dos fervientes
admiradores de la misma mujer, se comportaron como dos colegiales. Cada
uno a hurtadillas trataba de rendir la fortaleza, sin que ninguno lo
consiguiera.
Bolívar llegó al extremo de que, a sabiendas de los sentimientos de
Santander, utilizaba los servicios de éste para hacer llegar a Bernardina
apasionadas cartas, lo mismo que mensajes expresivos.
No se ha explorado sobre las posibles incidencias de esta rivalidad
amorosa en el distanciamiento que luego tuvieron los dos personajes; pero no
puede echar a un lado la hipótesis de que alguna influencia tuvo. Para el
Libertador, acostumbrado durante toda su vida a que muchas bellas mujeres
se le entregaron incondicionalmente, era desconcertante que la encantadora
ocañera lo mirara y lo tratara con semejante displicencia.
A medida que la resistencia de Bernardina crecía a la par con la
vehemencia de Bolívar, más utilizaba éste los servicios de Santander como
portador de sus misivas. Tal situación tenía que producir efectos penosos y
aún irritantes, que el Hombre de las Leyes sabía hábilmente disimular, por el
sentimiento de respeto y obediencia que la disciplina militar le imponía frente
a la persona de su superior, y se puede deducir que, conociendo Bolívar los
sentimientos del General hacia quien por su hermosura se la denominaba “la
Reina de Cundinamarca”, su proceder era por lo menos desconsiderado para
con su compañero de armas y gobierno.
Los años pasaron y doña Bernardina Ibáñez se casó con don Florentino
González Vargas, el 20 de febrero de 1836. Para entonces Bolívar ya estaba
muerto, y Santander terminaba casándose con doña Sixta Pontón.
No deja de ser significativo el hecho de que don Florentino fue un
ferviente santanderista, íntimo amigo del Hombre de las Leyes y que, cuando
la lucha política se polarizó entre los defensores y los opositores a la
dictadura de Bolívar, no vaciló en formar parte del grupo de conspiradores el
25 de septiembre de 1828. No hemos hallado datos que nos permitan
establecer que Bernardina tuviera algo que ver con la preparación de la
conjura De lo que si estamos ciertos es de que, como mujer de virtud
irreductible y recia personalidad, formada en el ambiente distinguido de las
altas familias santafereñas, se solidarizaba con el sentimiento de reprobación
que en la ciudad se manifestaba no solo por la conducta de Bolívar con
Manuela Sáenz y los desplantes de ésta, sino por los desmanes del
militarismo gobernante y la soldadesca venezolana,
No sobra brindar al lector algunos comprobantes de la intensidad
afectiva de Bolívar para con Bernardina Ibáñez, y para el efecto hemos
escogido párrafos de cartas dirigidas a ella y al General Santander,
Él lo, de agosto de 1820, desde Cúcuta, escribe el Libertador al General:
“Dígale muchas cosas a Bernardina, y que estoy cansado de escribirle
sin respuesta. Dígale usted que yo también soy soltero, y que gusto de ella
aún más que Plaza, pues nunca le he sido infiel”.
Como puede verse la muchacha tenía varios admiradores, y por lo
demás, Bolívar hablando de fidelidad nos invita a sonreír, con el debido
respecto.
Y desde Cali, el 5 de enero de 1822, escribe a Bernardina para decirle,
no sin cierta amargura:
“No pienso más que en ti y cuanto tiene relación con tus atractivos....
Tú eres sola en el mundo para mí. Ya ves que la distancia y el tiempo
sólo se combinan para poner en mayor grado las deliciosas sensaciones de tus
recuerdos. Es justo no culparme más con tus vanas sospechas. Piensa sólo en lo
que no puedes negar de mi pasión y constancia eterna. Escríbeme mucho: ya
estoy cansado de hacerlo yo, y tú, ingrata, no me escribe. Hazlo!”
Esta frase: “es justo no culparme más de tus vanas sospechas”, merece
un análisis. Entonces, doña Bernardina tenía sospechas, Sospechas de qué?
Y cómo supo Bolívar el estado de aprehensión de su pretendida dama? Sin
lugar a dudas ella se lo hizo saber por cualquier medio, menos el epistolar,
desde luego. Hasta puede pensarse que, por mediación del mismo Santander.
Bernardina debió de estar bastante enterada de los devaneos y
aventuras de su ilustre pretendiente, que eran la comidilla de conversaciones
y el bocado sabroso para los chismosos y amigos de meterse en vidas ajenas.
Ese es el motivo que justifica la fiase aludida que no puede ser más clara,
Ninon de Lenclos decía: “Una mujer llegada a la convicción de que es amada,
más por lo que intuye que por lo que le dicen”. Se lo decía nada menos que
en una carta al Marqués de Sevigné, y sabía porque lo decía.
En cuanto a Santander, su fuego interior no trascendió mucho en fiases
ni misivas. Lo cual no le impidió confesar su amor por Bernardina, como lo
hace «m carta dirigida desde París en febrero de 1830, a su amigo don Juan
Manuel de Anubla; el recuerdo de la lejana y hermosa ocañera lo acompañó
siempre en IJIH horas amargas del destierro. Esta frase lo confirma: “Dígale a
Bernardina, recomienda a su amigo,— que hoy he visto el sepulcro de Eloísa
y Abelardo en el cementerio del Padre Lachaise en esta capital, y que al
instante me acordé de ella, no sé por qué: que llevo un diario muy curioso, el
cual la divertirá mucho, cuando yo se lo lea sentado bajo algún arboloco”.
Recordaría también el nostálgico desterrado, lo que le ocurrió a
Abelardo, por el amor de Eloísa?.
Nunca fue Bernardina la mujer que se rindiera ante las frases zalameras
que con singular generosidad prodigaba Bolívar a diestra y siniestra. En
ninguna forma esta mujer virtuosa y vivaz, podía someterse a alternar con
las amantes ocasionales del Libertador; de ahí que, cuando cansado tal vez
de tantas conquistas fáciles o de la embriaguez de la gloria de que tanto se
preciaba, pensó en formar con ella un hogar, experimentó una dolorosa
sorpresa cuando Bernardina le dio como única respuesta a su reclamo, un
No rotundo.
Hay un episodio que muestra la firmeza moral y la entereza de la dama.
Ya casada con Florentino González, una noche del mes de febrero de 1851,
su casa fue asaltada por un grupo de facinerosos que formaba la pandilla del
famoso “doctor” José Raimundo Russi, con el propósito de robar una fuerte
suma de dinero que su esposo había recibido aquel día. La señora se hallaba
sola, y cuando sintió abrir la puerta, presumió que había llegado su marido,
pero cuál no sería su sorpresa al encontrarse nada menos que con diez
asaltantes, a los cuales se enfrentó valerosamente para decirles:
— “Sé que ustedes son ladrones. Roben, pero no me ultrajen. Les
prometo que no saldré de esta pieza mientras ustedes roban, porque prefiero
que se lleven el dinero a que me manchen con tocarme”.
A partir de este atentado de que fue víctima doña Bernardina, el doctor
González que para entonces era una de las figuras más ilustres del foro
colombiano, promovió una vigorosa campaña para establecer el sistema de
los jurados de conciencia en el juzgamiento de los delitos, campaña que
coronó con éxito poco después. Precisamente Russi y los principales
compinches de su pandilla fueron juzgados y condenados a muerte por este
sistema.
Se puede decir que en esta forma, fue indirectamente una mujer el
origen de la modalidad jurídica que aún subsiste en Colombia.
Regresemos ahora al año 1828.
Bolívar era un hombre de 45 años; revelaba 60, según sus biógrafos.
Gros y Marte habían marchitado definitivamente el vigor de su cuerpo,
aunque no el de su espíritu. Había dejado a Manuela Sáenz instalada en
Bogotá, y se dirigía a la ciudad de Bucaramanga, para seguir el curso de la
Convención de Ocaña.
Debido a un percance trivial ocurrido en el viaje, se vio precisado a
pernoctar en el Socorro, donde se le brindó un espléndido recibimiento, con
actos públicos y un suntuoso baile en aquella noche de febrero. En el
desarrollo del programa, hubo una representación alegórica en la cual la
personificación de América estuvo a cargo de una muchacha muy atractiva,
nacida en Pinchote en 1813. Tenía, por consiguiente, 15 años y se llamaba
María Concepción Hernández.
Desde el palco de honor el Libertador quedó fascinado por la belleza de
la joven, quien con gesto modesto y ademán tembloroso, puso en mano6 del
Padre de la Patria un bello ramo de flores.
La imagen de María Concepción quedó viva y permanente en el corazón
de Bolívar. Fue un sentimiento diferente al que experimentó con muchas
otras mujeres; aquello era amor, en el sentido puro de la palabra. Y otra vez
floreció en su espíritu un anhelo de paz, de felicidad y sosiego, muy distinto a
los impulsos pasionales que lo llevaron a compartir con otras mujeres el
tormentoso camino de su vida, que ya empezaba a oscurecerse con las
sombras del ocaso.
£1 Libertador se hospedó en casa de la señora Cruz Montero de Navarro,
esposa de uno de sus edecanes y a quien tenía especial aprecio y confianza.
A ella manifestó las inquietudes que lo agitaban y le rogó que ofreciera a
María Concepción sus sentimientos y el propósito de ser su esposo, para
lograr convertirse en el hombre más feliz del mundo, como se lo expresó,
conforme al testimonio dado por la dama.
Doña Cruz cumplió la íntima misión, pero la niña, con dignidad y
nobleza, rechazó el requerimiento, manifestando su categórica decisión con
esta frase:
Soy demasiado digna para ser su amante, y es Bolívar demasiado grande
para que yo pueda ser su esposa‟5.
Como puede apreciarse, María Concepción sabía de sobra con quién
estaba tratando.
No es muy conocido este episodio; lo hemos relatado, porque con
seguridad marca el punto final de la vida romántica del Libertador, a quien
en adelante las contingencias políticas, las amarguras y los desengaños
aceleraron el fin de su fulgurante carrera.
A partir del Socorro, Bolívar se llevó la imagen de María Concepción
Hernández y dejó en la histórica ciudad la espléndida capa de paño rojo
ribeteada de armiño, que otras manos femeninas confeccionaron para él en
los días fastuosos de su permanencia en Lima.
A esta altura de nuestro relato, se preguntará el lector si una persona
que llevó tan intensa vida erótica, en la cual se produjeron relaciones por
lapsos que van de la aventura pasajera a lo estable, como fue el caso de su
convivencia con mañuela Sáenz, no dejaría, al menos en alguna de ellas, el
bruto de sus devaneos?
Este interrogante cobra más interés, si se tiene en cuenta que, dada la
dimensión humana del amante, es lógico pensar que alguna o algunas de sus
elegidas debieron ambicionarlo, más ilusionadas por lo que la maternidad
podía significarles, que temerosas de la censura que pudiera haberse
derivado del medio social en el cual les tocó vivir. Esto, habida cuenta de
que, salvo su matrimonio, Bolívar no manifestó en manera alguna, excepto
en los dos últimos casos ya referidos, el deseo de formalizar cualquier otro
tipo de unión, en la medida en que se iba habituando a relegar cada vez más
el sentido espiritual o el anhelo de un hogar, ante la natural facilidad de sus
constantes devaneos amorosos.
Pero volvamos a nuestro interrogante inicial. Quedó algún hijo de Bolívar?
Hemos mencionado a Manuela Sáenz como la mujer en la cual, dado el
tiempo de sus relaciones, —cerca de ocho años, — se daban las
circunstancias más propicias, pero debemos agregar que el problema
orgánico de que ella adolecía, según lo manifestado por su médico, el doctor
Ricardo Cheyne, la inhabilitaba para sus deseos de ser madre. Manuela
presentaba, según el dictamen, una hipotrofia uterina.
Y las restantes?
Dejemos que sea el propio Libertador el que se pronuncie al respecto.
Según lo relata Perú de Lacroix en el Diario de Bucaramanga, en lo
correspondiente al día 18 de mayo de 1828, “cuando refiriéndose a sus
hermanos y a la descendencia de estos, dijo era considerable que él solo no
había tenido posteridad, porque su esposa murió muy temprano, y que no ha
vuelto a casarse, pero que no se crea que es estéril o infecundo, porque tiene
prueba de lo contrario”.
Como se ve, hay en lo anterior una confesión explícita que sólo interesa
en su segunda parte, esto es, “infecundo, porque tiene prueba de lo
contrario”. Pero cuál es la prueba a que alude en tal caso?
Cuando tan espinoso asunto se trata, siempre se ha producido
fenomenal polvareda. A tiempo que uno6 aceptan que tal o cual fuera hijo de
Bolívar, otros lo niegan de plano. De una y otra parte se esgrimen los más
encontrados argumento*, que terminan por sepultar el retoño, o al menos así
lo creen sus detractores, en tanto que los defensores aseguran de una vez por
todas haber logrado que viva Y en esto llevamos siglo y medio.
Varios levitas santandereanos y nortesantandereanos de reconocida
solvencia intelectual e historiadores eminentes, han realizado investigaciones
muy cuidadosas en tomo a esta cuestión. Son ellos los presbíteros Adolfo
García Cadena, Raimundo Ordóñez Yáñez y Eduardo Trujillo Gutiérrez. De
tales estudios hemos obtenido datos del mayor interés, y que permiten
establecer que no es una simple leyenda lo de la paternidad bolivariana,
como vamos a verlo.
Bolívar había llegado a Ocaña, a principios de 1813. Venía de Cartagena
con la misión de combatir al General español Ramón Correa, como en efecto
lo hizo, cumpliendo órdenes del Jefe Provincial Manuel Rodríguez Torices, y
obteniendo éxito completo en esta campaña, al derrotar al realista en los
valles de Cúcuta, el 28 de febrero del citado año.
Durante su permanencia en Ocaña, el Libertador se hospedó en casa de
la familia Jácome, una de las más respetables de la localidad, donde conoció
una agraciada y joven esclava de nombre Lucía León. No tuvo ningún
escrúpulo racista el Padre de la Patria, pues a finales del mismo año la
muchacha tuvo un hijo. La familia Jácome no puso reparos en las relaciones
que tuvo Bolívar con Lucía. Su condición de esclava no le daba más derecho
que el de ser considerada como un objeto, y el personaje que la hizo madre
era demasiado importante, como para no concederle todos los beneficios de
una hospitalidad que le proporcionara las más completas satisfacciones.
Nació pues el niño, y recibió el nombre de José Secundino. Lucía tuvo
que ser una sierva muy bien tratada por sus amos, puesto que resolvió
regalarles la criatura que file aceptada de inmediato y a la cual le dieron el
apellido familiar. J Es lícito suponer que este gesto pudo tener como causa el
reconocimiento de la importancia paterna, si se tiene en cuenta que las
aristocracias criollas eran bastante celosas de sus pergaminos y “pedigree”,
como se dice hoy. Los Jácome no pensaron en enriquecer su servidumbre
con una persona más, y sabiendo de quien era hijo José Secundino,
quisieron al adoptarlo solícitamente, preservarlo y protegerlo. El secreto fue
guardado herméticamente por sus protectores, a solicitud de la madre que
así lo exigió al entregarles el niño. Dos de las Jácome juraron ante las
autoridades eclesiásticas que el pequeño era hijo natural de Lucía, pero se
abstuvieron de dar el nombre del progenitor.
En la obra “Gramalote, Historia y Leyenda”, su autor, el Padre Eduardo
Lenjillo, afirma con base en la tradición, que se originó entre quienes
conocieron los hechos, que cuando Bolívar estuvo en Villa del Rosario, con
motivo del Congreso Constituyente de 1821, recibió varias visitas de la
familia Jácome que le llevaba el niño José Secundino, el cual era
cariñosamente recibido por el Libertador, que le prodigaba caricias y le
obsequiaba dinero.
Hay que aceptar la versión, si no como una verdad probada, al menos
como un testimonio serio y valioso, por cuanto la tradición es también una
de las fuentes nutricias de la historia.
Para entonces el chico tenía ya ocho años, y el tratamiento de que era
objeto por parte del Libertador, daba a entender un afecto especial que no
tiene otra razón que un vínculo de sangre, por cuanto no había ningún
motivo ni para que no lo llevaran a su presencia, ni para que fuera acogido
con esas demostraciones afectivas. De no ser así, dada la posición de Bolívar,
sus ocupaciones y su rango, el llevar un niño de esa edad a visitarlo no
siendo sino hijo de una esclava, no sería cosa distinta a una fastidiosa
impertinencia,
José Secundino, siguiendo los impulsos de su vocación, hizo los
estudios de seminarista y fue ordenado sacerdote. Entre los cargos que
ejerció, podemos mencionar el nombramiento que le hizo el Obispo de Nueva
Pamplona, Monseñor Bonifacio Toscano, el 8 de enero de 1866, como primer
párroco de San Rafael de Galindo, siendo en consecuencia el fundador de la
parroquia de San Rafael de Gramalote.
El Padre Jácome era, el decir de las personas que lo conocieron, de
mediana estatura, bastante moreno de tez, como es apenas lógico, á se tiene
en cuenta la sangre materna; tenía los ojos negros y vivaces y una nariz
alargada. Se puede así apreciar por los rasgos descritos, que en lo físico,
particularmente en lo concerniente a la estatura, los ojos y la nariz, hay
marcada coincidencia con los rasgos de Bolívar.
El levita era aficionado a la música y tocaba con alguna habilidad el
violín. Poseía un temperamento apacible y bondadoso, especialmente con los
niños pobres, a los que regalaba moneditas de cobre. Gustaba conversar con
la gente del pueblo, sentado en una hamaca, sin que le faltara casi nunca en
la boca una porción de tabaco de mascar, muy en boga en la época, que
saboreaba con deleite.
Conversando con sus amigos, solía hacer alusión a su origen,
contándoles que su madre fue una esclava, lo cual revela una edificante
humildad.
El Padre Jácome murió en 1895, a la edad de 82 años. Su vida fue
sencilla y modesta como su origen materno.
Como ya se dijo, acerca de la paternidad de Bolívar y de probables
descendientes suyos, ha habido muchas versiones. Ninguna tiene bases
sólidas; la que hemos escogido es la excepción, no sólo por la prestancia de
los historiadores que hicieron las cuidadosas indagaciones y que
mencionamos al comienzo, sino por el mismo comportamiento del sacerdote,
quien nunca quiso dar a entender su origen paterno que posiblemente
conocía. Si lo hubiera revelado, ello le hubiese dado renombre y singular
popularidad, pero en su espíritu apostólico primaron las normas evangélicas
sobre los halagos de la vanidad.
CAPÍTULO XV

Antonia y Helena Santos Plata.

Juana Escovar. Estefanía Parra.

Antecedentes y consecuencias de las batallas del Pantano de Vargas y del Puente


de Boyacá.

Socorro y Charalá, los polos históricos de la victoria. Un Virrey impotable y un


Coronel vacilante que transformaba las derrotas en triunfos ............... en los
partes de guerra.

Santander, semillero de heroínas.


La mayor importancia que tiene la Batalla de Boyacá, ocurrida el 7 de
agosto de 1819, es la de haber definido la guerra de la independencia
colombiana. Ni desde el punto de vista militar, ni por el número de muertos y
heridos, puede realmente considerarse como una verdadera batalla. Cosa
muy diferente puede decirse de la del Pantano de Vargas, el 25 de julio
anterior, en la cual, por las tácticas empleadas, la magnitud y las
alternativas del combate y, sobre todo, por hm consecuencias inmediatas que
produjo, hubo una auténtica batalla. Sin este triunfo patriota, lo mismo que
por otras circunstancias que veremos más tarde, la rúbrica de Boyacá no
hubiera podido estamparse en la guerra emancipadora.
Pero no es nuestro propósito propiamente el de analizar operaciones
militares, sino el de destacar la vinculación de la mujer en los
acontecimientos históricos del país, y que resulta sorprendentemente mayor
de lo que el común de las gentes cree. En estas jomadas que marcaron la
etapa final de la lucha por la liberación colonial, fue la conducta heroica de
no pocas mujeres uno de los factores decisivos que contribuyeron al triunfo
de las armas republicanas.
Ya desde la batalla de la Queseras del medio, donde la santandereana
Encarnación Rangel, oriunda de la población del Cerrito, peleó con el arrojo
del más valeroso soldado, se evidencia esta generosa contribución femenina.
El insigne biógrafo Emil Ludwig tuvo sobrada razón cuando dijo: “Sin las
mujeres colombianas, no se habría hecho la independencia”.
Nosotros añadimos con toda verdad: Sin el aporte de la mujer
santandereana, Ludwig no hubiera podido escribir tal afirmación. Porque a la
larga lista de heroínas nacionales reconocidas por los historiadores, hay que
incorporar cerca de un centenar de mujeres que rindieron su vida en los
patíbulos o en las guerrillas de los dos Santanderes, y cuyos nombres
aparecen registrados, sin que se sepa cuantas más pasaron a la inmortalidad
sin dejar la huella de su identificación.
Bolívar tuvo para estas heroínas de Colombia una expresión elocuente,
al decir que un pueblo que cuenta con mujeres de semejante temple, jamás
podrá ser sojuzgado.
Desde luego que el Libertador se refería específicamente a las
Santandereanas, porque como lo anota acertadamente Pablo E. Forero, “no
resultó menor la admiración que despertó en él la bravura de las mujeres
granadinas, especialmente las del Socorro y Boyacá. Bravura y patriotismo
que no encontró en la mujer venezolana, la cual permaneció indiferente ante
los empeños de emancipación”.
Vamos a entrar en el terreno probatorio de nuestras preliminares
observaciones, al hablar de las guerrillas de la provincia del Socorro, que tan
señalada influencia tuvieron en las jomadas de Vargas y Boyacá.
Fueron varias las que se formaron en diversas regiones. La de Oiba, la
de Zapatoca, la de los Almeida, la de Charalá, la de la Niebla, la de Guapotá,
etc.
Los campesinos, desde el inicio de la guerra emancipadora, sabían lo
que les representaba la arisca geografía de la comarca como estrategia de
lucha. Se organizaron en las fincas y con la valiosa colaboración de las
mujeres que eran a la vez las que manejaban la logística, las que hacían las
veces de espías, las que los ocultaban en los montes para que
sorpresivamente cayeran y hostilizaran los ejércitos realistas, fueron en
realidad los anónimos coautores de la victoria.
El nombre de La Niebla tenía por eso su explicación; dado que los
audaces guerrilleros eran como una especie de Nibelungos que, operando
casi siempre sin ser vistos, dieron sangrientas sorpresas a los ejércitos de
España. En las filas realistas corría la leyenda de que eran invisibles.
Las guerrillas peleaban con los elementos bélicos que lograban obtener:
con hondas que manejaban con gran habilidad, con lanzas de rústica
fabricación y hasta con las mismas herramientas que utilizaban en las
labranzas, a las que añadían las pocas armas de fuego que capturaban al
enemigo, luego de realizar las emboscadas.
Las mujeres, además de desempeñar las actividades que ya se
enumeraron, combatieron también al lado de los varones con ardor y coraje,
corriendo con ellos las mismas contingencias de la lucha. Podemos
mencionar algunas de esas provincianas valerosas, cuyos nombres ha
recogido la historia: Agustina Mejía, guerrillera y espía en Guapotá; Juana
Ramírez, Evangelina Díaz y Fidela Ramos, de Zapatoca; Engracia Salazar, de
la guerrilla de la Niebla; Tránsito Vargas, guerrillera de Guadalupe; Manuela
Uscátegui, Leonarda Carreño, todas las cuales murieron sacrificadas en el
cadalso.
En esta constelación de heroínas santandereanas, es la pinchotana
Antonia Santos Plata la que ocupa el sitio de primera magnitud. Nació en
1782 y fueron sus padres Pedro Santos Meneses y María Petronila Plata.
Cuando subió al patíbulo, en julio de 1819, tenía 37 años de edad.
En este momento final de su vida, la descripción de su persona que
hemos encontrado en varios cronistas, habla de que Antonia era una mujer
de alta estatura y formas esbeltas. Su piel, de un blanco aperlado, sus
cabellos muy negros, peinados en largas trenzas; sus ojos del mismo tinte y
de mirar altivo; su tallante gentil y
Es raro cómo una mujer cuyos rasgos denotan un atractivo singular, y que
además gozaba en su pueblo, lo mismo que en Socorro y toda la región de
una gran estimación, no se hubiera casado.
Tal vez la explicación esté en el hecho de que, desde muy joven, fue la
directriz de la familia y la administradora de sus bienes.
Antonia fue la organizadora de la guerrilla de Coromoro, en unión de sus
hermanos. Por eso se llamó también la guerrilla de los Santos. En ella invirtió
considerables sumas de dinero para adquirir armamento, cabalgaduras y
provisiones, apoyando así al ejército libertador que ya pisaba tierras
boyacenses. La hacienda de los hermanos Santos, denominada El Hatillo, era
prácticamente el cuartel general de la guerrilla, pues allí tenía su centro de
aprovisionamiento.
Al tener conocimiento de la proximidad del ejército patriota, la guerrilla
se dividió en dos grupos. El primero marchó a unirse con las tropas de
Bolívar y el segundo se situó en los Arrayanes, al acecho de una oportunidad
para emboscar tropas realistas.
Entre tanto, Lucas González, quien se había posesionado de la
gobernación del Socorro, en reemplazo de Fominaya, no ocultaba su
preocupación por los continuos éxitos de los guerrilleros. Fominaya conocía
las actividades de Antonia Santos Plata, pero el Coronel español se cuidó de
hacerla prisionera, porque conocía también de su ascendiente en el pueblo y
temía que, al encarcelarla, se pudiera provocar un peligroso levantamiento.
El Coronel Lucas González, por el contrario, fue de otro parecer y para el
efecto, se valió de un traidor, el socorrano Pedro Agustín Vargas, quien
cumpliendo sus órdenes al frente de un destacamento de soldados, hizo
prisionera a Antonia en El Hatillo, el 12 de julio de 1819,y la condujo al
Socorro.
El oficial realista vaciló sobre lo que debía hacer con ella, y pidió
instrucciones al Virrey Sámano. Este, a vuelta de posta, le contestó
diciéndole que “todo hombre o mujer que haya prestado auxilio a los
enemigos, justificado que lo hicieron voluntariamente, sin intervenir la
fuerza, serán castigados con el último suplicio”.
Con tal autorización, González inició el juicio, durante el cual la
pinchotana no solo no desfalleció un instante, sino que con firmeza y altivez
declaró ser patriota, haciendo énfasis en su odio a los gobernantes
extranjeros y pregonando que luchaba por la causa de la libertad de su
patria.
La ciudad del Socorro conserva con veneración la vieja casona donde
pasó Antonia las horas que antecedieron a su sacrificio. El calabozo fue un
cuarto pequeño, situado, según la tradición, en la parte izquierda de la hoy
denominada Casa de la Cultura, frente al patio central.
Con la heroína había caído igualmente prisionera su sobrina Helena
Santos, muchacha de 16 años, quien alcanzó a acompañada algunas horas
en la cárcel, después fue puesta en libertad por las autoridades realistas. La
joven se trasladó a Charalá, donde la aguardaba* pocos días más tarde, una
muerte inhumana, como luego se verá.
El juicio de Antonia fue breve, como se acostumbraba en aquellos días, y
la sentencia de muerte se cumplió en la mañana del 28 de julio de 1819.
Con el ceremonial espectacular que entonces rodeaba un
ajusticiamiento, la prisionera fue llevada en medio de la escolta, mientras
doblaban las campanas del templo y el fraile que la había confesado el día
anterior, el capuchino Serafín de Caudete, fanático realista, rezaba en
gangoso latín las preces de los moribundos. Ella andaba con paso tranquilo y
ademán sereno. Las pocas gentes que In veían pasar, algunas ocultas tras
las rejas de las ventanas y otras en pequeños grupos desde las esquinas,
esquivaban la altiva mirada de la valerosa mujer y frenaban un gesto mezcla
de tristeza y de ira. Antonia iba vestida con un traje negro, —dice la
crónica,— y llevaba al cuello un pequeño relicario de oro. Al pasar frente a
los corrillos silenciosos, se encontraron sus ojos con los de alguna persona
conocida, y una leve sonrisa se dibujaba en sus labios.
El cortejo llegó al sitio donde estaba el banquillo. Puesta en él y antes de
ser atada, ella misma se anudó su amplia falda en la parte inferior de sus
pantorrillas y rechazó la venda con que los soldados quisieron enceguecer su
vista. Erguida frente a la escuadra, llamó a su hermano Santiago, el cual
presenciaba pálido el tremendo drama, y le hizo entrega de un anillo de
esmeralda que portaba, para que se lo entregara al Jefe de la escolta, a
cambio de que le dispararan al pecho, a fin de no sufrir desfiguración alguna
en el rostro.
La Gloria tocó sus dianas victoriosas, mientras la vida de Antonia
Santos se apagaba con el eco sordo de los fusiles.
Viva la Patria! — fueron sus últimas palabras.
A continuación cayeron fusilados sus compañeros de guerrilla Isidro
Bravo, Pascual Guerrero y los dos esclavos de Antonia, Juan y Juan
Nepomuceno.
Sólo hasta las horas de la tarde, fueron retirados los cadáveres. Ante
ellos habían desfilado mujeres que musitaban Avemarías y enjugaban
lágrimas y varones que murmuraban maldiciones y juramentos de venganza.
La ciudad comunera se envolvió en la oscuridad de la noche y Lucas
Gonzalez se recogió, con el convencimiento de que había eliminado el
embrión de la subversión. No había tal. A raíz del fusilamiento de Antonia, el
fermento rebelde creció en el pueblo, y en forma lenta pero continua gentes
de todas las edades y condiciones, empezaron a emigrar hacia Charalá. El
ambiente local se tomó ten so y sombrío. Fue entonces cuando el gobernante
español se dio cuenta de tul reacción y del error que había cometido, y antes
de que pudieran producirse broten de violencia, resolvió trasladarse con las
fuerzas de que disponía a la población de Oiba, en espera de la marcha de los
acontecimientos.
Pronto tuvo informes de la derrota de Barreiro en el Pantano de Vargas,
y, siguiendo instrucciones del Virrey Sámano, inició a marchas forzadas su
viaje hacia Boyacá, con el fin de apoyar las maltrechas fuerzas realistas con
los 800 soldados veteranos a su mando.
Ya Bolívar se encontraba en Socha, y desde allí envió a la provincia
socorran« al Coronel Antonio Morales para organizar la resistencia y obtener
refuerzos. Morales fue el hombre del florero el 20 de julio de 1810.
Los cálculos del Coronel Lucas González eran los de llegar a Tunja el 4
de agosto, conforme a los planes de Sámano. El Coronel José María Barreiro
esperó ansioso este refuerzo hasta la fecha ya dicha, y en vista de que no
llegó, abandonó la ciudad de los Zaques y por el camino de Paipa marchó a
unirse a las tropa! que enviadas por el Virrey venían de Santa Fe.
Nos detenemos en los umbrales de la batalla que selló la independencia
colombiana, para referirnos a la causa que determinó la demora de las tropas
de González.
Después del fusilamiento de Antonia Santos, los guerrilleros se
dividieron en dos comandos: uno de ellos fue directamente a reforzar las
tropas de Bolívar, como en efecto lo logró, en tanto que el otro, entre cuyos
jefes estaba Fernán«! do Santos Plata, hermano de la heroína, con
contingentes numerosos de gentes de la comarca, se apoderó de Charalá,
nombrando como alcalde patriota a don Ramón Santos. Ya allí se hallaba el
Coronel Antonio Morales.
Forzosamente el Coronel González tenía que pasar por esa población en
su marcha hacia Boyacá, y mientras apresuraba el paso, los patriotas se
habían organizado, nombrando como jefe militar al Coronel Morales, quien
procedió de inmediato a organizar la defensa. Los patriotas carecían de
armas adecuadas, como que sólo disponían de lanzas, machetes y hondas,
amén de algunas bocas de fuello*
El 2 de agosto, la fuerza realista llegó a la entrada del rústico puente
sobre el rio Pienta, sin imaginarse que en las márgenes de sus aguas color
ocre, cerca de 2.000 hombres y mujeres se encontraban apostados y
resueltos a detenerlo y a vengar el sacrificio de Antonia Santos, al precio que
fuera, sin tener en cuenta la desproporción de sus armamentos, con relación
a los de una fuerza menos numerosa pero debidamente preparada y
experimentada, dotada además de armas que en su tiempo eran las más
modernas.
La lucha fue feroz y encarnizada. Tres días con sus noches, en que esos
campesinos que estaban mandados por la plana mayor de los guerrilleros
que organizó Antonia, pelearon rabiosamente con los elementales recursos
disponibles. Nunca pensó González en semejante descalabro para sus
objetivos militares. Por eso redobló la ofensiva, y al cabo de esas 72 horas de
combatir sin descanso, logró abrirse paso hasta ocupar apenas una parte de
la población, obligando a los patriotas a atrincherarse en las casas.
No hubo tregua y la lucha redobló su furor. Las mujeres se unieron a los
hombres. En las enaguas recogían pedruscos dentro de los solares, para
convertirlos en proyectiles. Sobre los fogones de tres piedras de las primitivas
cocinas, hervían agua en las ollas de barro y desde las ventanas lanzaban el
líquido humeante sobre la cara de los soldados españoles, que pasaban
frente a las viviendas. En largos palos amarraban con cabuya los cuchillos
que así se convertían en lanzas improvisadas.
Lentamente la tenacidad y el valor empezaron a ceder ante la
superioridad de las armas y la ordenada táctica de los realistas. El Coronel
González, no sin dejar varias docenas de cadáveres en las calles, logró al fin
ocupar la plaza de Charalá. Había obtenido un triunfo con el cual contribuyó,
sin saberlo, a consolidar la derrota definitiva de la dominación española.
Porque el oficial español* al darse cuenta de su percance, y en vez de acelerar
su marcha se entregó a una estúpida, inútil y sangrienta vindicta, ordenando
el saqueo y el pillaje a las tropas bajo su mando. No obró como un soldado
sino como un asesino. La soldadesca asaltó casa por casa, y en tres días de
pillaje, solo comparables a la invasión de una horda tártara, dio muerte a
cerca de medio millar de gentes inermes, entre las cuales se contaban
numerosos ancianos, mujeres y niños.
Sólo faltaba por asaltar el templo parroquial. En el habían buscado
refugio los que no estaban en condiciones de combatir, entre quienes se
hallaba la joven
Helena Santos, sobrina de Antonia como ya se dijo, y su compañera por
varias horas de prisión.
Las puertas del templo cedieron al empuje de los asaltantes y se reanudó
la matanza. No fueron menos de 100 las víctimas que ensangrentaron las
naves del recinto sagrado, en medio de gritos y lamentaciones de terror.
Helena, viéndose perdida, se ocultó en la sacristía y por una ventana entre
abierta trató de ganar la calle, en el preciso momento en que un grupo de
soldados pasaba por ese sitio; uno de ellos le disparó a quemarropa su fusil,
hiriéndola mortalmente en el cuello.
Dice el historiador Rodríguez Plata que la saña no paró ahí, y que el
cadáver de Helena fue impúdicamente ultrajado.
Aunque es difícil aceptar como cierta tal infamia, el hecho bien pudo
haber ocurrido, dado el desbordamiento feroz de esa orgía de sangre y horror.
Charalá, cualquiera lo entiende, fue el fortín de la Patria que definió con
esta página de gloria y sacrificio la suerte de la batalla de Boyacá, pues de
haber podido cumplir su propósito Lucas González, el triunfo del 7 de agosto
hubiera sido posiblemente para las armas de Femando VIL
Para medir la contribución de la familia de Antonia Santos a la causa
emancipadora, debemos señalar que siete de sus miembros lucharon con
Galán en la sublevación comunera, cerca de medio centenar pelearon en la
guerra de la Independencia y ocho más fueron ajusticiados en los cadalsos.
Antonia Santos, indudablemente, es la heroína nacional por excelencia.
Volviendo atrás, debemos señalar cuál era la situación de las fuerzas
enfrentadas en la guerra emancipadora, incluyendo la del General en Jefe del
ejército, esto es, don Pablo Morillo y la del Comandante de la Tercera
División, Coronel José María Barreiro.
En carta dirigida por Morillo al Rey Femando VII el 25 de enero de 1819,
el militar decía a su soberano, luego de referirse a las desavenencias con el
Virrey Francisco Montalvo:
“Para conseguir una sola ración, se necesita esperar la determinación de
la Superintendencia y escribir sobre ello una resma de papel, sufriendo entre
tanto la escasez que ofrece un país arrasado. El ejército, Señor, se halla sin
pagar ya hace un año, subsistiendo solo con la carne que con mucho trabajo
se coge en los Llanos Inútilmente he pedido al Capitán General y al
Intendente, desde mi llegada, que se distribuyan por igual los productos de
los fondos reales.
Siempre se ha seguido el mismo sistema, y mientras en Caracas y otros
pueblos los empleados y personas que no salen a campaña, están pagados de
sus ha- IMTCS, viviendo en la comodidad y en el descanso, los soldados de V.
M. que arrostran tantos peligros, fatigas y trabajos en estos climas
mortíferos, perecen de miseria, mueren sin recursos en los hospitales y
sobrellevan su amarga y penosa existencia con el horror que inspira la
dificultad o casi imposibilidad de variar NII suerte. He visto con frecuencia,
después de las más sangrientas acciones, los heridos, despedazados y
moribundos tendidos en el suelo, sobre un hediondo (Micro, sin medicinas ni
alimento, expirar faltos de todo auxilio, sin otro consuelo que el de la religión
y la gloria de morir defendiendo los sagrados derechos de V. M. Así es que en
algunos cuerpos se ha notado deserción al enemigo, habiéndose marchado
en estos días varios individuos de los regimientos Navarra y Dragones de La
Unión; mal que, a pesar de las fuertes medidas que he tomado pura
precaverlo, podrá ser muy funesto si en lo sucesivo no se alivia la situación
miserable de estas tropas.
Mis pedidos y reclamaciones no se atienden, las operaciones militares
que debo emprender no pueden llevarse a cabo por falta de auxilios Nada
puedo remediar por mí mismo, porque ni tengo autoridad para ello, ni se
acogen mis pedidos con la eficacia y urgencia que se merecen. Por todo lo
cual suplico rendidamente a V. M., lleno del más profundo respeto, se digne
relevarme del mando de este ejército, admitiendo la humilde dimisión que
hago de él ”
Hemos ofrecido la parte sustancial de este importantísimo documento,
porque en general, al referirse al estado del ejército patriota, se pondera la
situación deplorable de esas tropas que, soportando las más grandes
penalidades y a costa de muchas vida, transmontaron la cordillera de los
Andes, partiendo de la ardiente llanura oriental, hasta invadir la Nueva
Granada por el mortífero páramo de Pisba que, con sus 4 mil y más metros
de altura, fue un verdadero calvario para hombres no acostumbrados a
semejantes climas, carentes de suficiente comida y de ropas adecuadas,
como que muchos tuvieron que hacer esta travesía semidesnudos, con solo
un raído pantalón a media pierna.
Esta es la verdad, pero la carta de Morillo que hemos transcrito en
parte, nos muestra que las condiciones del ejército realista eran también
muy penosas. Se añadía a su problema de abastecimiento, la natural
hostilidad del país y el estado de desgreño administrativo que mostraba el
gobierno colonial, ya que, como se ve, el mando militar estaba subordinado a
la autoridad civil, hecho absurdo dentro de un estado de guerra a muerte,
que entorpecía completamente con el papeleo y el burocratismo, cualquier
operación bélica o una solución de emergencia, Para poder establecer la
verdad histórica de estos hechos, nos hemos basado en los manuscritos
hallados en la biblioteca Lilly de la Universidad de Indiana, que fueron
conocidos hace menos de una década, gracias al historiador Juan Friede.
A lo anterior hay que añadir el desacierto de haber confiado el mando de
la Tercera División a un militar inepto y vacilante, como lo fue el Coronel
José María Barreiro, Indeciso, carente de imaginación táctica, mal estratega,
vivía permanentemente consultando cualquier determinación al Virrey
Sámano, a quien no pocas veces sacó de paciencia, hasta que llegó el
momento en que se vio obligado a destituirlo de su cargo, orden que no se
hizo efectiva, gracias a una carta zalamera que el militar envió al gobernante.
Dado el excelente servicio de espionaje que tenía el ejército español y la
rapidez de sus correos, logró saber Barreiro el 25 de julio, que Bolívar y
Santander se habían reunido en Casanare. Sin embargo, sus permanentes
vacilaciones no le permitieron tomar medidas oportunas para detener el paso
de los patriotas hacia el interior. Un craso error, por cuanto perdió la
oportunidad de haberlos destruido, aprovechando la penosa situación de las
tropas granadinas, y sin tener en cuenta que con cada día que transcurría,
los soldados invasores se recuperaban físicamente, se incrementaban con la
incorporación de voluntarios y recibían ya abundantes abastecimientos de
las poblaciones a donde iban llegando.
La carta de Barreiro a Sámano, fechada el 1º. de julio dice:
“Los movimientos en que se hallan todas las tropas y el carecer de
fondos con que alimentarlas, hace ser de indispensable necesidad la pronta
vuelta del comisario de la División don Juan Barrera, que pasó en comisión a
esa capital, y aún no ha regresado Con fecha 29 del anterior previne al
Comandante de artillería de esa capital la remisión a este punto de 20.000
cartuchos de fusil, y haciendo en el día notable falta, he de merecer de V. E.
de sus superiores órdenes para que, en caso de no haber salido, lo verifiquen
en el momento”.
Como se ve, nuevamente el mando militar pidiendo clemencia y ayuda al
poder civil.
En carta del 5 de julio y al tener conocimiento de que los patriotas se habían
tomado la población de Paya, el vacilante coronel le dice a Sámano que “en
estas circunstancias, deseo vivamente que V. E. sirva ordenar lo que debo
hacer, pues, como le tengo indicado, no me determino a dejar descubiertas
estas provincias”.
En idéntico sentido se había dirigido a Sámano dos días antes, en
demanda de instrucciones al impaciente Virrey, quien, ante semejantes
muestras de ineptitud, se vio obligado a destituirlo y a reemplazarlo por el
Coronel don Sebastián de la Calzada, el cual llegó a Tunja el 6 de julio.
Ya sabemos que esta determinación virreinal no tuvo efecto, más que
todo porque Barreiro se escudó en el hecho de que sólo podía ser removido
del cargo por su superior jerárquico inmediato en el orden militar, y porque,
según lo manifiesta, si no había obrado con mayor decisión, era porque no
había recibido del propio Virrey las órdenes necesarias que le había pedido,
en medio de tantos titubeos e indecisiones.
Es ciertamente incomprensible esta situación, que revela por parte de
las autoridades españolas un total desconocimiento de la importancia que
tenía la Nueva Granada para la Corona, como punto clave de sus dominios
en nuestro continente. Ya en 1817, ante la propia Corte de Madrid, el militar
don Pascual de Enrile, compañero en la expedición de Morillo, destacaba esta
importancia en los siguientes términos:
. “Aunque hubiera exceso de tropas en Santa Fe, es el camino natural
para enviar al Perú, no solo para su seguridad, sino también para la de Chile,
aumentar el ejército de Buenos Aires y atacar a Montevideo Lo que en
Santa Fe se encuentra es reserva para el Perú y aún para Guatemala y
Acapulco”.
Ahora volvamos a los hechos y veamos en qué condiciones llegaron a
Socha las fuerzas republicanas, luego de la arriesgada y larga marcha sobre
el espinazo frió de los Andes orientales.
Desde luego, el paso por el páramo fue una odisea que en los días de
hoy, cuando el avión surca los aires a velocidades supersónicas y el país está
cruzado de carreteras, no cabe en la cabeza de muchos. Si pusiéramos como
referencia el heroico paso de los Alpes por las tropas napoleónicas,
hallaremos que fue una hazaña muy inferior en dificultades, tiempo y
penalidades, comparada con lo que fue transponer el macizo andino,
partiendo de la ardiente llanura hasta llegar a la cima desierta e inhóspita,
semidesnudos y hambreados, muriendo agarrotados por el frió. Buena parte
de las armas y provisiones se quedó en el tortuoso camino. Había que
aligerar el paso. Dice un historiador que en semejante situación, solo cien
hombres hubieran puesto en fuga a este ejército de escuálidos casi inermes.
Pero no tenemos necesidad de exprimir la imaginación, porque vamos a
ceder la pluma a un testigo presencial, el General e historiador Daniel Florencio
O‟Leary: “La caballería había llegado sin un solo caballo, y las provisiones de
guerra yacían en el tránsito por falta de acémilas en que transpórtalas; a duras
penas conservó la infantería secos sus cartuchos, en medio de las lluvias, y las
armas en su mayor parte estaban descompuestas y se hacía necesario limpiarlas
pronto. Las tropas estaban sin vestidos, los hospitales llenos y el enemigo se
encontraba a pocas jomadas”.
Tras las columnas vacilantes por mil fatigas, venían las mujeres.
Cuantas? Muchas. Eran indispensables. Ellas cumplían no solamente las
funciones de enfermeras, cocineras, lavanderas, costureras y enlaces entre
los diferentes cuerpos de tropas, sino que, además, en el secreto de las
soledades de los montes, eran las amantes ocasionales de oficiales,
suboficiales y soldados, abriendo un paréntesis de calor e intimidad que
amortiguaba las penalidades de las duras jornadas. Es posible que de vez en
cuando, produjeran conflictos y desórdenes. Los celos, las contingencias
diversas de las marchas y los mismos quehaceres de los campamentos,
fueron ambientes para fomentar casos de indisciplina que alarmaron los
altos mandos.
Así, Santander, Comandante de la División de vanguardia, prohibió la
participación de mujeres en el ejército, por medio de la orden 126 del 11 de
junio de 1819. Fue tan categórica esta determinación-que se castigaba con la
pena de 50 palos a la que se encontrara, y se sancionaba también a oficiales
y suboficiales que no dieran cabal cumplimiento a la ordenanza.
Muy pronto se rectificó la decisión, cuando se dieron cuenta de que las
mujeres eran irremplazables, por lo cual se permitió la reincorporación
femenina a las fuerzas patriotas. Y ya veremos como sus servicios a la causa
libertadora fueron invaluables. La historia no alcanzó a recoger los nombres
de muchas heroínas desconocidas que sucumbieron en los combates, o que
cayeron en manos del ene- migo, pagando con la vida su ferviente amor a la
libertad. En misiones de espionaje, ellas lograron obtener datos de
indiscutible importancia. Aquellas campesinas tímidas, pero valientes y
abnegadas, se conocían al dedillo todos los rincones, caminos y atajos de las
diferentes regiones, y así pudieron, como lo veremos, conducir el rumbo de
los ejércitos a donde la estrategia les permitía lograr la victoria.
Debemos iniciar la lista incompleta con los nombres de las hermanas
Manuela y Juanita Escovar. La segunda de ellas fue escogida para realizar
una arriesgada operación de espionaje en los días que antecedieron a la
batalla del Pantano de Vargas.
No tuvo suerte. Cayó prisionera y fue llevada ante Barreiro quien procedió a
interrogarla Nada respondió El desesperado Coronel trató de convencerla
anunciándole que le perdonaba la vida si revelaba la posición de los
patriotas.
Su silencio enardeció al realista, el cual la hizo conducir a Gámeza,
donde fue alanceada por la espalda, junto con 37 llaneros igualmente
cautivos, luego de ser atados por parejas.
Cuando el ejército republicano pasó por este sitio, al cabo de dos días, y
vio el macabro hacinamiento de cadáveres, dice un cronista que, hubo
oficiales que no pudieron contener su rabioso llanto y que el capellán
dominicano, Coronel Fray Ignacio Mariño, al oficiar las preces de los
difuntos, juró vengar a las víctimas de la sevicia realista.
Barreiro está retratado de cuerpo entero en este acto de inútil crueldad
que IJUISO luego justificar ante Sámano. Todos los ineptos e irresolutos son
víctimas de un complejo de inseguridad que los obliga a tomar
determinaciones espectaculares, con las cuales tratan de recuperar el
prestigio que no pueden obtener con el verdadero valor y un carácter
equilibrado y magnánimo.
Un historiador señala una curiosa coincidencia, al registrar este
episodio, anotando:
“Treinta y ocho fueron los caídos con Juana Escovar. Treinta y ocho,
contando al propio Barreiro, fueron fusilados por el General Santander en la
Plaza Mayor de Santa Fe de Bogotá, el 11 de octubre de 1819. Era la justicia
de la revolución dentro del marco de la incipiente ley. ”
Antes de hacer referencia a las batallas finales de la guerra
emancipadora, libradas en la Nueva Granada conviene establecer las causas
que determinaron a Bolívar a efectuar la invasión por la ruta de la cordillera.
El ciertamente comprendía la importancia del territorio granadino, como
posición básica para sus planes militares. A ello debe agregarse el hecho de
que la situación en Venezuela no ofrecía condiciones para proseguir allí una
campaña. De una parte, la zona andina estaba en poder de Morillo, con
tropas bien adiestradas y suficiente .armamento, integradas en su mayor
parte por infantería, en tanto que los llanos y el sur del país se hallaban
dominados por los jinetes de Páez De suerte que ni la infantería realista
podía atacar a los llaneros, ni éstos estaban en condiciones de atacar la zona
montañosa
Estas circunstancias muy específicas, convirtieron la guerra en
Venezuela en una actividad de expectativa, en una especie de guerra de
posiciones, en la cual Bolívar no podía intervenir, en la forma que deseaba
hacerlo Por otra parte, no se le ocultaban los peligros que representaba
comprometer la suerte de la guerra en una infructuosa inactividad, o en una
desmoralizadora espera. Todo ello trajo como lógica consecuencia, la invasión
de la Nueva Granada, en donde lo es- p eraba Santander con elementos
bélicos y tropas preparadas que, unidas a las su* y as, conformarían el
ejército de la victoria.
Hemos llegado así a la batalla del Pantano de Vargas, que por su
importancia desde el punto de vista bélico, decidió la suerte de la
independencia, y que va a enfrentar 3.500 realistas y 2.120 patriotas, cifras
exactas, según los documentos.
La acción ocurrió el 25 de jubo de 1819. Los españoles se habían
situado en Molinos de Tópaga, en una posición ventajosa por su difícil
acceso, lo cual, u juicio de Bolívar, no permitía un ataque con resultados
satisfactorios. Por ello decidió flanquear dicha posición, para buscar la forma
de cortar la comunicación de los realistas, con Santafé , Al efecto, se ubicó en
Molinos de Bonza.
Al amanecer del 25, y con tal propósito, los republicanos iniciaron el
cruce del río Chicamocha por medio de balsas hechas de palos amarrados,
maniobra que trató de evitar Barreiro, enviando un batallón reforzado para
atacarlos, tratando así de detener el avance. Ya a mitad de la mañana, las
fuerzas iniciaron su acción en la altura del sitio llamado Cruz de Murcia. En
esta etapa, los patriotas quedaron derrotados, en razón de la superioridad
numérica del enemigo. Ello permitió a éste aprovechar las ventajas del
terreno, situando las tropas en el Picacho, un cerro desde el cual se
dominaba el camino de Tibasosa, y que era paso obligado para las fuerzas
republicanas. Planificada así la batalla por los dos jefes, Bolívar y Barreiro,
era especialmente ventajosa la posición española, tanto por los sitios
escogidos como por el número de sus soldados. De ahí que el intento de
rebasar las alturas fue rechazado por las tropas realistas, que hicieron
retroceder y ceder terreno a los granadinos.
Barreiro creyó entonces tener el triunfo en sus manos, mientras los
patriotas experimentaron la angustia de una derrota inminente. En este
momento crucial, el Libertador ordenó al Batallón Primero de Línea reforzar
la vanguardia y contraatacar, logrando así recuperar las posiciones perdidas
y recobrando la desfalleciente moral de sus hombres.
El combate entró en su mayor intensidad, al dar Barreiro la orden de
avanzar al batallón Numancia. En esta fase volvió a imponerse la
superioridad numérica de los españoles, y nuevamente los patriotas tuvieron
que ceder terreno y batirse en parcial retirada. Para contrarrestar la anterior
maniobra, Bolívar ordenó a los batallones Bravos de Páez y Legión Británica,
—320 hombres en total,— que entraran en acción, obligando al enemigo a
retroceder.
Quiso entonces Barreiro jugar la carta definitiva, lanzando la totalidad
de sus disponibilidades, para bordear el pantano y cortar las vías de escape a
las fuerzas patriotas, quedándose así sin reservas. Un error táctico
protuberante, pues Bolívar si quedó con efectivos de relevo, si no numerosos,
por lo menos suficientes para afrontar cualquier contingencia.
Fue este el momento crítico para el Libertador, quien al ver la
posibilidad de quedar acorralado, ordenó al Coronel Juan José Rondón que a
toda costa se lanzara al ataque con los lanceros de a caballo. La historia
recogió esta voz de mando:
“— Coronel Rondón, salve usted la Patria! ”
Los 300 jinetes se lanzaron hacia las alturas que dominaba Barreiro, en
un acto sin igual de temeridad y arrojo, pues el escalar terrenos escabrosos
no puede ser misión apta para la caballería. La carnicería fue feroz en este
sitio, mientras que Santander y Anzoátegui abrían brechas y despedazaban
las líneas realistas.
Se combatió hasta el anochecer, cuando ya las tropas del Rey
emprendieron la retirada, al ser desalojadas de la totalidad de sus
posiciones. Las salvó de una destrucción completa, además de la oscuridad,
un fuerte aguacero que impidió la continuación de la acción.
La batalla había sido ganada por los patriotas. Barreiro tuvo que
resignarse a ocupar las posiciones que tenía antes de marchar hacia el
pantano, a tiempo que Bolívar acampaba en Bonza.
España perdió aproximadamente 500 hombres entre muertos y heridos,
en tanto que las pérdidas rebeldes fueron sólo de 140. Así llegaron los
ejércitos a los umbrales de la batalla de Boyacá que ocurriría 13 días más
tarde.
Barreiro, conforme a los documentos que se conocen en los anales
históricos, no quiso reconocer semejante descalabro. Tal vez por vanidad, o
por miedo a una definitiva destitución del mando, envió sucesivamente tres
partes de guerra al Virrey Sámano, entre el 26 y el 29 de julio, en los cuales
hizo derroche de imaginación, para mostrarle a su superior un falso
resultado de victoria. En el primero de ellos dice:
“La pérdida del enemigo fue horrorosa, la desesperación precipitó sus
jefes y oficiales sobre nuestras bayonetas, en las que recibieron los más una
muerte que
En el segundo parte, encontramos esta fantástica leyenda:
“El parte que acompaño a V. E. le impondrá de los gloriosos sucesos
sostenidos por nuestra tropa en el día de ayer, los que hubieran sido mucho
más felices si las tropas no hubieran sido tan valientes, siendo
absolutamente imposible contenerse su ardor y atrevimiento en querer
adelantarse más que sus compa ñeros9'.
Y esta es la música celestial que suena en el tercer parte de guerra de
Barreiro:
“Los enemigos quedaron imposibilitados de nuevas empresas, y si no
hubiera sido por la inaccesible posición que ocuparon, pudieron haber sido
destruidos al día siguiente99.
Indudablemente estas fantasías fueron inspiradas al coronel español,
dado el miedo a las consecuencias que podía significarle el haber contado la
verdad de lo ocurrido. Sámano era un viejo cascarrabias, en permanente mal
humor, sordo, cojo, jorobado y solterón. Terco como una piedra, iracundo
como un barril de pólvora, ceñudo y agreste como un ermitaño, que usaba el
singular castigo de escupir y de pisar a las personas que lo incomodaban. Tal
es el retrato del último Virrey, según un conocido historiador.
Trece días después de esta jomada sangrienta, tuvo lugar la batalla de
Boyacá, en cuyos detalles no nos extenderemos, por ser muy conocidos, salvo
para señalar con relieves honrosos el papel que desempeñó en ella una mujer
boyacense, de modesto origen campesino, y cuyo nombre no ha tenido la
resonancia que merece en la historia nacional.
Se llamaba Estefanía Parra.
Era una vivandera que asomó por los lados de Paipa, y cuyos primeros
servicios a la causa fueron los de informar a las poblaciones sobre el
movimiento de las tropas. Recorría los caminos y se acercaba a los pueblos
en su modesto oficio de vender legumbres, oportunidades que aprovechaba
para levantar el ánimo de las gentes temerosas de esos lugares donde se
ignoraba la suerte de la guerra.
Su oficio le permitió acercarse a las líneas realistas, donde furtivamente
acumulaba informes que luego transmitía a los patriotas. Así lo hizo,
incorporándose luego a la vanguardia republicana que, mandada por
Santander, marchaba hacia Tunja.
Conocedora del terreno hasta en sus más intrincados sitios, guió este
cuerpo del ejército por senderos ocultos, permitiéndole dar un amplio rodeo
que lo situó estratégicamente a la espalda de las fuerzas de Barreiro, sin que
el jefe realista se diera cuenta de la audaz maniobra.
La batalla de Boyacá; fue breve. Pero cuando ésta se inició, Estefanía dio
la voz de alerta al movilizarse la caballería española en las inmediaciones del
pequeño puente, cuyo paso era precisamente el objetivo de los dos
contendientes. La valerosa mujer intervino esta vez, para conducir a los
patriotas hacia un vado del río Teatinos, situado a varios centenares de
metros del puente, por donde la división que comandaba Santander pudo
pasar y lanzarse en una carga sobre los españoles, mientras Anzoátegui
remataba la acción.
En esta forma, el valioso concurso de Estefanía Parra contribuyó de
manera eficaz en la definición de la batalla.
Tal es la remembranza que queremos hacer de esta mujer sencilla, cuya
figura menuda se perdió en el tiempo. Se cuenta de ella que cuando retomó a
su vida habitual en las veredas de Paipa, las gentes que la querían
entrañablemente, recordaban su heroico comportamiento que le mereció un
modesto r regalo hecho personalmente por el héroe del Pantano de Vargas
Juan José Rondón. Se trataba de una moneda de plata que ella conservó
hasta cuando murió humilde y olvidada. Con esa moneda pagó el tiquete de
entrada a la Inmortalidad.
De Estefanía Parra podemos decir la frase de Voltaire:
“Aquel que sirve bien a la Patria, no necesita de antepasados”.
CAPITULO XVI

Bernardina Ibañez Cecilia Gómez. Nicolasa Ibañez.


El homenaje santafereño a los héroes de la campaña libertadora de 1819. Un
romance truncado por la muerte.
Una violenta escena de celos del General Santander. Una ventana que
también pudo ser histórica,
El 18 de septiembre de 1819 se rindió en Santa Fe un homenaje a los
libertadores, el cual incluía un desfile militar encabezado por los Generales,
la coro* nación con laureles de oro a Bolívar y la entrega de una medalla
conmemorativa, en oro y piedras preciosas, a aquéllos; en oro para los
oficiales y en plata para suboficiales y soldados.
Las medallas tenían grabada una sola palabra: BOYACA,
Y fue precisamente el origen de la creación de la Orden de su nombre,
que con el correr de los días no siempre se ha conferido a héroes o grandes
personajes, Para cumplir el acto, se dispuso que las tropas que en esta
solemne oportunidad estrenaban uniformes, botas y alpargatas, partieran de
San Diego hacia hi Plaza Mayor, precedidas de 20 jóvenes hijas de mártires
de la Independencia, que iban regando con flores la vía, la cual estaba
decorada además con siete arcos ador nados con rosas y laurel.
En el atrio de la Catedral se colocó un tablado con dosel, bajo el cual se
situaron Bolívar, Santander y Anzoátegui A tiempo que la multitud los
aclamaba, los oficiales levantaban los sables, la tropa sus lanzas y los
cañones disparaban salvas desde San Francisco, Al toque de silencio,
ordenado por el clarín, siguió el discurso de don José Tiburcio Echeverría,
Gobernador de la provincia de Santa Fe, y concluido éste, la joven Dolores
Vargas París, una de las 20, coloco sobre la cabeza del Libertador la corona,
al paso que las bandas ejecutaban himnos, las tropas presentaban armas y
la multitud, estimulada con chicha y aguardiente, prorrumpía en estridentes
vítores.
El Libertador se quitó la corona y luego de colocarla sobre las sienes de
Santander y Anzoátegui, la arrojó a la tropa que la recogió para lucirla en la
bandera del batallón Rifles. El acto concluyó con la colocación de la
condecoración de Boyacá, lo que se cumplió en su totalidad en lo que
respecta a la oficialidad, pero sólo a los abanderados y sargentos en lo
tocante a la de plata. Los joyeros de la ciudad no alcanzaron a confeccionar
la totalidad de las medallas.
En la noche se ofreció un baile a los oficiales, en tanto que los soldados
entre-, lazados con el pueblo, danzaban en las calles..
Vale la pena destacar que de las jóvenes elegidas, algunas vincularon su
nombre a la historia colombiana, como Dolores Vargas París, esposa luego
del General Rafael Urdaneta, el dictador de 1830, y Rosa Domínguez, esposa
del futuro Canciller de la Gran Colombia, don Pedro Gual. Las restantes
contrajeron matrimonio, unas con militares, que habían prestado sus
servicios a la causa libertadora, y otras con personas de significación en los
primeros años de la República. Sólo cinco hallaron más grato adornar altares
que pulir charreteras.
Pero hemos dejado para citar aparte a la hermosa y culta Bernardina
Ibáñez, quien asediada amorosamente por Bolívar y Santander, los dejó
plantados no sin encender profundos celos cuyas consecuencias bien
pudieron ir más allá de lo previsible, según lo hemos expuesto anteriormente,
para terminar siendo la esposa del estadista santandereano Florentino
González.
El 20 de septiembre del mismo año, las tropas iniciaban su marcha
hacia Venezuela, para completar la obra libertadora. Es el momento de las
despedidas, de los últimos decretos, de las últimas recomendaciones, así
como de una proclama del Libertador que concluye con una frase que acaso
no debió olvidarla Santander, especialmente a partir de 1827: “Yo os dejo en
Santander a otro Bolívar”.
Hombres y mujeres se agolpan en las calles, para despedir, el ejército
granadino que, luego de cuarenta días de descanso tras la victoria de Boyacá,
marcha a libertar los venezolanos del dominio español. A la cabeza Bolívar,
Anzoátegui y Salom, seguidos del Estado Mayor y la tropa. Solamente queda
en Santa Fe una pequeña guardia de honor con algunos soldados para
preservar el orden.
José Antonio Anzoátegui, uno de los pocos oficiales venezolanos afectos
sinceramente a la Nueva Granada, es nombrado Comandante del Ejército del
Norte, cuya misión consistía en invadir por Maracaibo. En su condición de
tal llegó a Pamplona
Anzoátegui era un oficial formado en la Academia Militar del Coronel
Bleza, distinguido en las campañas de la Independencia, relacionado con
Bolívar y casado con doña Teresa Arguindegui. De mediana estatura,
delgado, moreno, espeso cabello, grandes patillas, labios finos, nariz recta y
afilada, es el producto típico del elemento mestizo; en noviembre de 1819
cumplirá los 30 años, en fecha que será no solamente trágica para él, sino
también para la campaña que se iniciaba con tan buenos auspicios y que
estuvo a punto de fracasar. Y todo por causa de una bella mujer.
Pero, para llegar al dramático fin de Anzoátegui, es necesario retroceder
un tanto. Tiempo atrás había conocido en Duitama a una dama alta, morena,
de ojos soñadores y profundos, de distinguida elegancia y cuyo nombre era
Cecilia Gómez.
Verla y surgir en los dos un amor a primera vista, fue algo simultáneo.
Con todo, las relaciones fueron cortas, al quedar suspendidas por la forzosa
separación que impuso la guerra. Se desconoce si este romance se mantuvo
a través de la correspondencia epistolar, único medio de comunicación en
aquellas épocas.
Así llegamos al 8 de noviembre, día en que, en ceremonia cumplida en la
plaza de
Pamplona, es reconocido como Comandante en Jefe del Ejército del Norte.
Esto es, ha llegado a la cúspide de su carrera militar. Pero sólo por seis días.
El General y Cecilia han vuelto a encontrarse por circunstancias que la
historia no recoge, pero que señalan el curso inexorable de los destinos
trágicos. Aunque casada también ella, el fuego de la vieja pasión se revive.
El 14 de noviembre, la sociedad pamplonesa y la oficialidad organizaron
un banquete en honor de Anzoátegui, quien junto con el General Santander
tenía la más alta graduación del ejército libertador.
Desde el mediodía, los invitados van llegando a cumplimentarlo. La
fiesta se va desarrollando en medio de la mayor animación; los buenos licores
y los platos criollos circulan abundantes, a tiempo que un conjunto de
guitarra, tiple y vihuela amenizaba las horas y le permitió al militar y a
Cecilia danzar en repetidas ocasiones.
El festín avanza con la mayor cordialidad y los brindis se suceden con
frecuencia. Anzoátegui está ebrio de gloria, de pasión y un poco de vino; la
alegría es propicia a las amables confusiones y en medio de ella, la febril
pareja desaparece sin que nadie lo note, o al menos con toda discreción.
Cuánto tiempo duró la romántica fuga? Imposible precisarlo. Lo cierto es
que, en un momento, la fiesta se interrumpe. Cuál ha sido la causa?
Precisamente Cecilia, que sale de una de las habitaciones interiores pálida y
aterrada, dando gritos de angustia, ante la impresión de que algo de suma
gravedad le ha ocurrido a su amante.
Los oficiales se precipitan a la alcoba, y el doctor Folley, médico del
ejército, luego de examinarlo, dictamina una apoplejía. Con la mayor
prontitud procede a sangrarlo, único recurso que ofrecía la ciencia para esta
clase de ataques, ordenando luego la aplicación de compresas de agua fría en
la cabeza y baños calientes en los pies.
Sin recobrar el conocimiento, el General Anzoátegui fallece en la madrugada.
A tiempo que se acuerda por parte de la oficialidad dar una información
acomodaticia sobre su muerte, por razones que el lector puede fácilmente
comprender se efectúan los preparativos para los funerales y sepultura en el
templo, hoy Catedral.
El coronel Salom, bajo cuyo mando quedó el ejército, envió un correo
que en la mayor celeridad posible dio la fatal noticia a Bolívar. El ejército del
Norte quedó acéfalo y, como tal, la campaña, cuya urgencia era extrema, tuvo
que suspenderse. Así, todos los preparativos, todas las fatigas, todos los
gastos se malograron por un infortunado devaneo de Anzoátegui.
Bolívar recibió la noticia en Chita, considerando el insuceso como un
grave tropiezo para sus planes, por cuanto sólo dispone de Santander para
continuar la campaña, pero con quien no puede contar, al menos en ese
momento, dada NII condición de Vicepresidente en ejercicio. Tampoco le es
posible trasladarse a Pamplona, dada la urgencia de su viaje a Angostura.
Así que, luego de consultarlo con éste, optó por nombrar al Coronel Salom
Comandante del Ejército del Norte, salvando con ello lo que en un instante
tan desafortunado estuvo a punto de perderse.
La viuda de Anzoátegui, profundamente conmovida inicialmente, pero
conocedora luego de la realidad, contrajo matrimonio con un inglés de
apellido Edwards, del que tuvo siete hijos, pero no sin antes haber escrito a
Santander pidiéndole auxilios, los cuales otorgó el Vicepresidente con dineros
del Estado, así como de su propio peculio.
Y, cuál fue el fin de Cecilia Gómez ?
Diremos en honor a la verdad, que su recuerdo se pierde, que su paso
por la historia se limita sólo a este episodio dramático. Que nunca más se
volvió a saber de ella. Que su figura se esfuma con la misma facilidad con
que había aparecido.
Si la escena amorosa de Anzoátegui tuvo un final trágico, hay otra que
ha podido serlo aún más, y en la cual tomaron parte nada menos que el
General Santander, el futuro Presidente don José Ignacio de Márquez y doña
Nicolasa Ibañz de Caro, madre de José Eusebio Caro y quien poseía una
belleza casi a la par con la de su hermana Bernardina.
Los hechos se motivaron por un arrebato de celos del General Francisco
de Paula Santander, a quien las malas lenguas bogotanas señalaban como el
amante, muy discreto por cierto, de doña Nicolasa, ya para entonces viuda de
Antonio José Caro, con quien se había casado en 1813.
El incidente ha podido convertir al Hombre de las Leyes en una víctima
de su honroso título, al intentar transformar, por vía de defenestración, en
un cadáver nada menos que a don José Ignacio, tal como lo relata el
historiador Horacio Rodríguez Plata en su obra “Santander en el Exilio”.
“Cuervo le refirió a Rodríguez Piñenes, según tradición de su familia, que
cierto día de 1835, cumpleaños de doña Nicolasa, el doctor Márquez, a quien
le impresionaba la belleza y señorío de doña Nicolasa Ibáñez, ya viuda, la
pretendió de amores, pese a su amistad con el General Santander. Relataba
el General Cuervo que su abuelo Márquez se encontraba de visita en la casa
de doña Nicolasa, cuando Santander llegó a cumplimentar a su antigua
amada. Indignado por la presencia allí de quien en ese momento consideró
como un intruso y poseído de incontrolables celos, alzó en vilo al doctor
Márquez, que era de pequeña estatura, y pretendió lanzado por la ventana
del segundo piso hacia la calle. Doña Nicolasa, con energía propia de su
carácter, tomo del sacolevita a Santander y con decisión le estorbó lo que
pretendía hacer. Santander, sin pronunciar palabra, se retiró. Desde
entonces se cavó un abismo entre los dos altos personajes, que mucho
incidió en la historia de Colombia”.
La escena tuvo que ser tragicómica. Don José Ignacio, pataleando en
brazos del Hombre de las Leyes, como muñeco de ventrílocuo, y doña
Nicolasa, colgada a las puntas del sacoleva tratando de evitar que fuera
lanzado a convertirse en papilla en el empedrado de la calle.
Algo que mueve a risa, pero que a la vez se presta a ciertas conjeturas.
Si don José Ignacio de Márquez no era un Casanova, no podía el General
Santander reaccionar de manera tan insólita. Al fin y al cabo doña Nicolasa
era una viuda, joven y apetecible, su visitante tenía derecho a dispararle sus
románticas flechas y era además un caballero de alta consideración social y
política. Por otra parte, si el General Santander no era sino simplemente un
amigo de la dama, por qué reaccionó como un tejano? Cualquiera sospecha
que algo más que simple amistad había entre doña Nicolasa y el héroe de
Boyacá. De pronto hasta andaban en lo cierto las filosas lenguas
santafereñas.
Que se nos perdone nuestra atrevida conjetura, pero infortunadamente
no tenemos la culpa de hacer uso de la imaginación
Recordemos que si Santander había aceptado años atrás, así fuera
herido tanto en su amor propio como en su propio amor, a servir de enlace
entre la terquedad de Bolívar y la resistencia de Bernardina, dada su
condición de subalterno, no podía tolerar ahora que fuera precisamente un
subalterno el que pretendiera birlarle a Nicolasa.
Tal fue el fondo de la lógica ruptura entre Santander y Márquez, que
trajo como consecuencia no sólo una seria división en el partido
santanderista, sino que el primero apoyara decididamente la candidatura del
General José María
Obando en 1837, no obstante lo cual fue don José Ignacio, apoyado por
una fracción del partido bolivariano, el que obtuviera la Presidencia de la
República.
El recuerdo de Nicolasa llegó hasta el testamento del General Santander,
a quien no poco le costó su afecto por la dama, a la que cariñosamente
llamaba “La Piconcíta”, como lo señala la siguiente cláusula:
“Declaro que el difunto Antonio Caro me adeudaba a su muerte cerca de
ocho mil pesos. Los documentos estaban en poder de la señora viuda
Nicolasa Ibañez. Mando que no se cobre esta cantidad, pues debo especiales
favores a esta señora durante mis persecuciones en el año de 1828”.
Tuvo que ser muy grande el “platónico” amor de Santander por doña
Nicolasa, al liquidar esa acreencia como compensación de tan “especiales
favores”, sabiendo como se sabe la devoción del general por el dinero.
No está por demás señalar que Nicolasa Ibáñez se mezcló
frecuentemente en las intrigas políticas y que se vio seriamente
comprometida en la sublevación del Genera] José María Córdova, lo cual le
valió una perentoria orden de destierro por parte del General Rafael
Urdaneta, que fue luego conmutada por confinamiento en Honda y Guaduas.
Posteriormente se libró de ser encerrada, en las Bóvedas de Cartagena,
merced a la valiosa y decidida intervención de Castillo y Rada y del Ministro
de Francia ante el gobierno colombiano, el Conde Bresson, al que veremos
figurar en primera línea en los embelecos monárquicos de los ministros
bolivarianos.
Así mismo fue causante de distanciamientos personales entre dos
caracterizados bolivarianos, como fueron Urdaneta y José María del Castillo
y Rada. Ciertamente los primeros años de la República como los devaneos de
nuestros próceres, giraron en buena parte en tomo a las Ibañez. Mujeres
atractivas, pensarán algunos. Mujeres fatales, dirán otros.
Presumiblemente estas incidencias, así como los conflictos que ya para
aquella época se habían producido entre Bolívar y Santander, por causa de
los encantos de Bernardina, llevaron al primero a decir:
Habrá paz en Colombia el día en que mueran Nicolasa y Bernardina
Ibáñez, Bárbara Leiva y Mariquita Roche”.
Para terminar, diremos que Nicolasa murió en París en 1873, y
Bernardina en Valparaíso, en 1864.
Desconocemos cuándo y dónde ocurriría el deceso de las dos últimas
sentenciadas por el Libertador.
CAPITULO XVII

Mary English, una inglesa otoñal.


El primer escándalo político—erótico de la República.
Nadie sabe lo que pasó entre la inglesa y don Antonio Nariño, pero todos saben lo
que le ocurrió al Precursor de la Independencia.
Apenas había transcurrido un año después de la batalla de Boyacá,
cuando el Libertador Simón Bolívar, al frente de un ejército de soldados
granadinos en su mayoría, luego de algunos éxitos militares en la campaña
de Venezuela, había logrado concertar una tregua después de su entrevista
con Pablo Morillo el Pacificador, ocurrida en la población de Santa Ana en
diciembre de 1820. Tal circunstancia permitió a los dos finalmente conocerse
y alojarse en la misma casa, luego de haber compartido cordialmente la
mesa.
La tregua tenía una duración de seis meses, durante los cuales a Bolívar
Ir interesaba sobremanera ganar terreno en los preparativos para la
reanudación de la guerra, y al mismo tiempo organizar políticamente la Gran
Colombia, a través del Congreso que debía reunirse en la Villa del Rosario de
Cúcuta. Así mismo le preocupaban los tropiezos que habían venido
impidiendo la instalación de éste, que ya llevaba un año de aplazamiento.
Habían muerto, en primer término, el doctor Juan Germán Roscio,
Vicepresidente interino de la República, encargado de presidirlo y su sucesor
en esta misión, don Luis Eduardo Azuola.
El 20 de febrero de 1821, el Libertador se hallaba en la población de
Achaguas, sin sospechar que ese día había llegado a Angosturas el General
Antonio Nariño, con quien se reunió el 31 de marzo, después de habérselo
anunciado por medio de una carta que le enviara el 25 de febrero.
Vale la pena destacar la alta estima que Bolívar profesaba a Nariño,
como queda demostrado en el siguiente párrafo de la respuesta que le envió,
al tener noticia de su llegada a Venezuela:
“Entre los muchos favores que la fortuna ha concedido últimamente a
Colombia, cuento como el más importante el de haberle restituido los
talentos y virtudes de uno de sus más célebres e ilustres hijos. V. S. merece
por muchos títulos la estimación de sus conciudadanos y particularmente la
mía”
Los términos anteriores eran apenas el reconocimiento de los méritos del
Precursor, quien fue el único que lo apoyó y socorrió en la incierta campaña
de 1813, en Venezuela. Por esto no vaciló, en 1814, en otorgar a Nariño una
distinción que lo acreditaba como uno de los libertadores de su Patria.
Nariño es, en este momento, un hombre de cincuenta y seis años Acaba
de cumplir su última condena en Cádiz. Con ella completó catorce años, un
mes y quince días exactos en prisiones, por la causa de la libertad.
Sus antecedentes como dinámico organizador, hábil político, valiente
militar y denodado patriota, lo sitúan en estos momentos en un lugar de
preeminencia en la dirección de los destinos de la naciente Gran Colombia.
De ahí que no vaciló el Libertador en señalarlo el 4 de abril como
Vicepresidente, con el encargo de presidir el Congreso de Cúcuta.
Nariño salió el 7 de abril de Achaguas para disponerse a cumplir tan
destacada misión. Para dar una idea de su dinamismo, y sobre todo de su
acendrado sentido del deber, baste decir, que a pesar de su edad, las
enfermedades que lo aquejan y el agotamiento físico después de tan largos
sufrimientos, hizo en 22 días el viaje de Achaguas a Cúcuta, en el cual
normalmente se empleaban 2 a 3 meses. Apenas se detuvo para satisfacer
sus necesidades estrictamente indispensables.
Nariño llega a Cúcuta el 29 de Abril. Inmediatamente procede a
presentar sus credenciales y a posesionarse del cargo de Vicepresidente. Para
muchos delegados Nariño era un desconocido. Especialmente para los
venezolanos. Algo habían oído hablar de este hombre admirable, el que más
sufrió por la causa libertadora. El ambiente que rodeaba los preparativos de
la asamblea, era agitado, pues en tanto que algunos lo señalan como un
hombre peligroso, astuto e intrigante, otros lo consideran como la persona
que iba a hacer posible la instalación y las deliberaciones del Congreso.
La sesión inaugural fue el 6 de marzo, en medio de una natural
expectativa. Se trataba nada menos que del nacimiento institucional de la
República. Y aquí vino una sorpresa para la gran mayoría de los Diputados.
Fue el discurso que pronunció Nariño, y en el cual haciendo gala de una
fluida y elocuente oratoria, hizo una inteligente disertación sobre la
organización del Estado. En el seno del naciente parlamento se produjeron
dos corrientes. La una admirativa. La otra, envidiosa. Esta última se notaba
dentro del grupo de diputados oriundos de Venezuela. No podían tolerar la
superioridad intelectual y la versación de estadista de un granadino. No se
había terminado la campaña bélica de la independencia venezolana y ya
estaban aflorando los recelos y los celos en el ámbito político.
El viejo templo donde deliberaba el parlamento estaba rodeado por una
muchedumbre abigarrada y parlanchina. Era el pueblo soberano, al cual le
caía de maravilla sentirse dueño de sus propios destinos. La gente miraba las
caras adustas de los diputados, escuchaba sus intervenciones y sentía un
sacudimiento interior de emociones inexplicables, arrebatada por los vuelos
de lo oratoria de quienes hacían uso de la palabra. Cuando Nariño hablaba,
la muchedumbre guardaba un silencio impresionante. La voz del gran
tribuno, era la voz misma de la libertad.
Luego de una agitada discusión sobre el formalismo de la designación de
la presidencia del Congreso, Nariño anunció a la asamblea la lectura de un
mensaje del Libertador que acababa de llegar. Era nada menos que su
renuncia como presidente de la República. Bolívar presentaba dimisiones en
situaciones como esta, sabiendo de antemano que no se las aceptaban. Eso
ocurrió en el primer congreso de la Nación. Nariño se asoció al Libertador en
esta determinación y expresó así mismo su propósito de dimitir. El Congreso
reaccionó inmediatamente y en forma casi unánime los ratificó a ambos en
sus cargos.
Y aquí vino el primer acto legislativo que vale la pena reseñar, porque
fue un ejemplo de austeridad que hoy no se practica en nuestros
parlamentos. En efecto, la primera determinación aprobada por los
congresistas, fue la de rebajar las dietas de 10 pesos diarios asignados en el
Congreso de Angostura, a 3. En general, en los congresos colombianos de la
actualidad, lo que ocurre es al revés, o sea que las dietas son elevadas en
una proporción de 3 a 10, y en cada legislatura.
Era necesario mostrar el escenario y las circunstancias que rodearon los
trascendentales hechos que sirvieron de marco y ambiente al Congreso de
Cúcuta, lo mismo que la importancia y la alta posición del General don
Antonio Nariño, que en ese momento era en unión del General Francisco de
Paula Santander, las dos primeras personalidades Granadinas.
El telón de la escena sigue abierto y hace su entrada una mujer. ¿Quién
es? Es la dama inglesa Mary English, viuda del General English, un militar
de los que formaron parte de la Legión Británica que combatió por la causa
libertadora. Había muerto, luego de haber tenido diferencias con el General
Rafael Urdaneta, a quien según decía la dama, había suministrado dineros
de su bolsillo para sostener una brigada, lo cual era cierto. English salió de
Venezuela en precarias condiciones de salud y, víctima de la envidia de
Urdaneta, fue a morir a la isla de Margarita.
Su viuda, una mujer ya otoñal, había merodeado en Angostura,
reclamando a las autoridades los sueldos de su esposo y la deuda de esos
dineros. Como no obtuvo resultados, consideró propicia la oportunidad del
Congreso de Cúcuta para elevar ese reclamo y no vaciló en viajar allí, donde
por medio del General escocés D‟ Evereux, obtuvo una audiencia del General
Nariño. No podía hacer cosa distinta de utilizar los buenos oficios de su
paisano como intermediario en esta apremiante diligencia.
Mary, aunque ya entrada en años, todavía llamaba la atención en el Rosario
de
Cúcuta. Cuando pasaba por la calle, vestida con sus deslucidos trajes de
seda, no pocas miradas de los graves congresistas siguieron su paso. Las
gentes del pueblo le medían sus andanzas con curiosidad y malicia. Para
ellas era un ser bastante extraño esa señora gorda, pecosa, rubia y de ojos
azules.
La modesta aldea que era entonces la Villa del Rosario de Cúcuta con
sus casitas blancas de gruesas tapias, tejados desmayados, patios arbolados
y fuertes portalones, donde residían las familias importantes, al lado de
pobres ranchos de bahareque y techumbre de paja, circundaba la plaza en
donde se levantaba la iglesia parroquial. Sus moradores llevaban la vida
amodorrante y apacible de aquella época, en la cual muy pocos
acontecimientos perturbaban el lento correr de los días.
Dentro de este ámbito, la presencia de una extranjera, de hablar trabado
era un motivo de murmuraciones y temerarios juicios. Sería una espía de
España para tratar de llevarle informes al enemigo? 0 una mujer de vida
equívoca que había llegado allí en busca de aventuras? 0 tal vez la esposa o
la amante de alguno de los honorables diputados?
Pronto las entrevistas frecuentes de Mary y el General D‟ Evereux
destruyeron conjeturas y atrevidas murmuraciones. Se supo que ella andaba
en planes de conversar con el General Nariño, como en efecto ocurrió.
La extranjera logró sus propósitos y una tarde, luego de la agitada
sesión del Congreso que se reunía en el templo de la Villa, el General Nariño
se dispuso a atenderla en la pequeña sala de la posada. La señora de la casa,
para comodidad de la entrevista, cerró prudentemente la puerta que daba al
interior de la residencia. Cuando la inglesa llegó, y luego de saludar al
General tomó asiento junto a él. En la esquina de la cuadra, algunos
curiosos se reunieron cuando observaron la entrada de la enigmática dama
rubia.
En este momento, al cabo de media hora, la sombra de una nube turbia
cubre el escenario de estos episodios. Bruscamente se abrió la puerta de la
posada y se vio a la inglesa salir a paso rápido, mascullando frases
ininteligibles para quienes la oyeron y dirigirse a la guarnición donde inquirió
por el General D‟ Evereux, al cual informó con voz temblorosa por la ira y los
ojos llenos de lágrimas, que el General Nariño había tratado de seducirla y
abusar de ella.
Qué había ocurrido en realidad? Nadie podrá saber nunca la verdad de
una escena ocurrida sin testigo alguno. Pudo suceder que esa mujer,
acosada por sus necesidades y angustias económicas y utilizando las últimas
municiones de sus decadentes atractivos físicos, atacara la fortaleza y la
dignidad del alto personaje que tenía delante, a quien sabía como único
recurso para la solución de su emergencia, insinuando una retribución
íntima al favor que buscaba y que Nariño, ofendido en su dignidad, rechazara
la equívoca insinuación. 0 pudo ser que Nariño, olvidándose de su posición,
echando a un lado reatos morales, tal vez urgido por la represión de sus
instintos durante tantos años de privaciones y sufrimientos, hubiera tendido
el lazo de una permuta a la otoñal viuda. El rechazo de él, en el primer caso,
o la resistencia de una mujer que en medio de los avatares de su vida no
había perdido las nociones de su anglosajona virtud, produjeron igual
resultado; La frustración de las aspiraciones de Mary English. 0 quizás pudo
haber sucedido que ambos hubieran caído en la tentación del demonio del
sexo, y alguno de los dos hubiera fallado o en sus complacencias, o en los
compromisos. Todo es posible de suponer dentro de lo humano.
Lo que después pasó ofrece documentos históricos fehacientes.
D‟Evereux dirigió una carta burdamente redactada en términos desobligantes
al General Nariño, protestando por este atentado contra el honor de su
coterránea. Nariño a su vez ofendido en su dignidad de Vicepresidente, como
única respuesta puso preso al militar inglés, a quien hizo encerrar como
cualquier truhán en una cocina mugrienta.
Después de veinte días de prisión, intervino otro inglés, el Coronel Low
quien informó al Congreso de lo ocurrido y el hecho trascendió así
automáticamente a la opinión pública, que se solazó en una abundante
cosecha de chismes y murmuraciones. Había surgido un escándalo de
proyecciones históricas.
Nariño, lejos de arredrarse, hizo frente a la situación planteada y envió
al Congreso el expediente seguido contra D‟Evereux. El Parlamento se dividió
en dos bandos con mayoría en contra del Precursor, en razón de la jerarquía
que ocupaba el oficial británico que era jefe de la guarnición local, y que no
guardaba proporción alguna con la humillación a que había sido sometido
por el airado militar granadino.
Nariño vio entonces que había perdido la batalla y en última instancia
envió con una escolta al conflictivo prisionero al cuartel general del
Libertador, para que fuera este el árbitro de la situación planteada.
Poco a poco, sin embargo, dentro del ambiente legislativo, los partidarios
de Nariño aumentaron en número. Los debates fueron numerosos, largos y
candentes. Los enemigos del Vicepresidente de la nación buscaron la forma
de destituirlo y cancelarle las atribuciones de legislador, pero fracasaron en
esta tentativa civil si se llegaba a semejante extremo.
Con todo, la suerte estaba echada. Solo tres días mediaron entre la
deportación de D‟Evereux y la renuncia presentada por Nariño de su cargo, la
cual fue aceptada ese mismo día por el Congreso, que procedió a
reemplazarlo nombrando u don José María del Gastillo y Rada. Esto ocurrió
el 5 de Julio de 1821.
Ha caído el telón sobre un drama que irónicamente maltrató la imagen
de un hombre honesto y austero en su vida privada, como lo fue Antonio
Nariño.
Días después de montado en una mula patifina atravesó
silenciosamente media república, para fijar su cansada existencia primero en
Bogotá, y dos años más tarde en una casona de la Villa de Leyva donde
murió con grandeza de alma y valor de héroe, como fue su vida, el 13 de
Diciembre de 1.823.
Este episodio tiene, como se dijo antes, trascendencia histórica. La
presencia de una mujer, a la que bien pudo amar, truncó la trayectoria
política del Precursor, al cual señaló Bolívar como el más ilustre de los
artífices de la Independencia y el más abnegado e inteligente constructor de
la libertad de la Patria.
De Mary Englísh se sabe que terminó sus días como una pordiosera,
luego de implorar ayuda inútilmente alrededor del templo del Rosario, sin
obtener la atención del Congreso, que se clausuró en Octubre de 1821. A
partir de este momento desapareció sin huella ni recuerdo.
En cuanto al General D‟Evereux, tuvo también un triste final.
Santander, posiblemente para deshacerse diplomáticamente de él, lo nombró
como Ministro de Colombia ante Rusia y los Estados Escandinavos, donde
fue rechazado. A su regreso al país pretendió convencer al gobierno del
fantástico proyecto, para esa época, de abrir un canal interoceánico y murió
poco después ciego, pobre y olvidado.
Al iniciarse el episodio, solo unos días separan a Nariño de su fracaso
político, solo unos reales a Mary de la indigencia, solo una negativa a
D‟Evereux de la miseria.
CAPITULO XVIII
Felipa de Zea.
Felipita Zea.
Una familia devoradora de empréstitos.
Don Francisco Antonio, el Precursor de los
peculados. El matrimonio más costoso para el
erario colombiano. Pujos aristocráticos que
terminan con una hidropesía.
En el retrato que aparece en las páginas del primer libro de Historia
Patria que leímos y aprendimos en el bachillerato de hace cuarenta años, así
como en el que aún estudian los niños colombianos, nos encontramos con
una figura que hubiera servido perfectamente como modelo a don Francisco
de Goya para una escena de Aquelarre. Una cabeza ojival, coronada por una
melena lacia y aíran cesada, unos ojos saltones de grillo, una nariz de bruja y
unos labios delgados y hundidos dentro de una sonrisa cínica, del más fino
corte volteriano. Esa figura es la de don Francisco Antonio Hilarión Zea,
digno precursor de los peculados que han opacado las páginas de nuestra
historia republicana.
Los datos biográficos lo señalan como un colombiano “de todo el maíz”,
nacido de sangre española transfundida a los criollos que luego hicieron
nuestra independencia, en el breñal antioqueño. Su nacimiento fue el 23 de
noviembre do 1766.. Su infancia, por consiguiente, no tiene nada de
extraordinario, pues transcurrió en la provincia, al lado de sus progenitores
que, en vista de que el muchacho era inteligente, vivo y amigo de hacer
declamaciones en la escuela, con un cotilo campanudo y rimbombante que
nunca dejó de utilizar como buena arma de penetración social y política,
tuvieron la inocente ocurrencia de pensar en hacerlo sacerdote. Lo enviaron a
Popayán donde dio comienzo a sus estudios que no terminó allí, pues su
vocación no tenía olores de incensario sino apolillado aroma de códices.
Quería ser abogado, profesión que le vendría como anillo al dedo de sus
inclinaciones.
Así, en 1786, los padres, con no poco sacrificio, lo remesaron con un
peón de estribo que arriaba la muía de las petacas, para ingresar a los
claustros del Colegio de San Bartolomé.
Pronto el frustrado candidato a clérigo empezó a sacar las uñas, ya
afiladas para sus primeros arañazos al dinero ajeno. El nuevo ambiente lo
sedujo con sus atractivos. La ciudad con sus halagos le inflamó la sangre, y
los libros empezaron a quedarse abandonados en el cuarto de la pensión
donde comía y dormía con otros compañeros.
Comenzó por esgrimir las primeras lanzas románticas, demostrando una
fervorosa inclinación por el bello sexo, que aunque se le ofrecía bajo el abrigo
de largas enaguas y aflecados pañolones, le brindaba las experiencias de un
noviciado que fue el preámbulo de su vida disipada y bastante libertina.
Los escasos dineros que venían del hogar desaparecían en francachelas
y regalos para sus devotas de ocasión; llegó un momento en que le cortaron
los suministros y Zea tuvo que pasar hambres y empeñar hasta los zapatos
para medio subsistir. Fue la única etapa difícil de su vida. El hombre tenía
buena estrella y una capacidad de molusco para adaptarse a todas las
superficies de las circunstancias.
El Virrey Ezpeleta, tan ingenuo como el papá de Francisco Antonio
Hilarión, tuvo a bien confiarle la educación de sus pequeños hijos, en 1791.
Lo único que explica tal determinación, es algo de erudición añadida a las
dotes histriónicas del personaje, quien dueño de una extraordinaria facilidad
de expresión, era capaz de colarse por cualquier rendija.
La docencia duró poco tiempo, porque el camaleónico joven, al mismo
tiempo que enseñaba a los niños Ezpeleta a venerar a su Señor el Rey, se
metió clandestinamente a republicano conspirador, formando parte de
grupos que en las noches se reunían para fraguar un movimiento subversivo
contra las autoridades coloniales.
Estas siguieron el rastro de la conjura y cayó preso para ser luego
remitido a Cádiz, acompañado de don Antonio Nariño. No duró mucho entre
rejas y pronto quedaron libres los dos. Y aquí viene otro inexplicable capricho
de la suerte de Zea. Fue llamado por el Primer Ministro don Manuel de
Godoy, quien lo nombró miembro de una comisión científica y lo envió a
París. Dios los crio y ellos se juntaron. Zea y Godoy tenían las mismas
idénticas aficiones a las mujeres. Godoy le ganó en calidad, porque fue capaz
de hacerle florecer la cornamenta al propio Rey de España, lo cual no es
ningún secreto.
El criollo podía no ser un hombre muy ilustrado, pero tuvo que ser
tremendamente audaz, cuando desarrolló una gama de actividades que sólo
pueden explicarse como resultado de sus habilidades de intrigante. Fue
Prefecto de una importante ciudad de Andalucía y llegó nada menos que a
ser director del Jardín Botánico de Madrid y del Ministerio del Interior.
Cuando los vientos napoleónicos fueron propicios en la Península, tuvo el
acierto de plegarse a favor de Pepe Botella, y sólo cuando éste fue sacado a
punta de bayoneta y bala, se vio obligado a esconderse como un ratón
acorralado.
Para entonces, ya estaba casado, y bastante bien casado por cierto. Lo
hizo con una muchacha gaditana, hija de franceses, en 1803. Era doña
Felipa Meilhon y Montemayor. Parece, pues no hay dato en contrario, que
don Francisco Antonio, luego de grata permanencia, dejó a su esposa en
Europa y regresó a América.
En Kingston se encontró con el Libertador Simón Bolívar, quien en 1817 le
dio un cargo en el Tribunal de Secuestros y desde entonces se convirtió en un
elemento indispensable para aquél, como redactor de importantes documentos
políticos, entre otros la Carta del Congreso de Angostura, que le valió la distinción
no imaginada a ser designado por Bolívar como Vicepresidente de la República.
Fue en esa ocasión cuando Zea le extendió la partida de bautizo a la
nueva nación, con su famoso grito en pleno recinto del Congreso:
“La República de Colombia queda constituida! Viva la República de
Colombia!”.
Desde entonces éste ha sido un país de frases.
La malquerencia de los militares venezolanos al granadino, una
enfermedad de la cual no dan síntomas todavía de una curación completa, al
cabo de 160 años, hizo que se viera precisado a renunciar este cargo,
dedicándose a buscar el acercamiento con sus adversarios que lo hicieron
dimitir, lo cual logró gracias a su verborragia convincente, a su viscosidad
adulatoria y a la elasticidad de su espinazo para hacer profundas
reverencias.
Concluida la campaña triunfal de Boyacá, Bolívar regresó a Angostura
en diciembre de 1819, y fue entonces cuando el Cristo se le volvió de frente al
habilidoso hijo del Valle de Aburra. Ya había adquirido conocimientos
suficientes como para manejar los hilos de un Congreso dúctil, pues allí
había más charreteras que cerebros. Zea redacta informes, actas, mensajes,
proclamas, y lentamente tendía sus finas telarañas sobre las ramazones de la
diplomacia, en la cual veía cercanas y sabrosas presas en vida fácil y dinero
abundante.
Le sonó la flauta, y no por casualidad sino desplegando una fina
atarraya de intrigas, con las cuales logró por fin que Bolívar lo nombrara
agente en Washington y Europa de los intereses de la naciente Gran
Colombia.
Zea se manifestó “patrióticamente” dispuesto a sacrificarse y, al hacer
aceptación del cargo, tiró el anzuelo al incipiente parlamento, para obtener
una pensión con la cual esperaba, como dijo enternecido, amparar el futuro
de su esposa y su familia, pues podía perecer en tan largo viaje a esos lejanos
países. Los congresistas oyeron con candorosa emoción la conmovedora
petición, y con desprendimiento digno de mejores bolsillos le asignaron la
suma de $ 50.000.oo, a elección entre dinero en efectivo o una propiedad, y
le encimaron la pensión que correspondía a los Capitanes Generales del
ejército.
Cabe recordar que la situación del país, ya en los finales de la
prolongada guerra emancipadora, era de grave emergencia económica, y
como se discutió en el Parlamento, la misión específica de Zea en los EE.UU.
o en Europa, era acudir al capital extranjero para contratar empréstitos. Don
Francisco Antonio recordó los amargos tiempos de estudiante bartolino,
cuando en la época de las vacas (lacas, andaba con el desayuno en proyecto
por las frías calles bogotanas.
Había llegado el momento de planear un desquite a tan duras y lejanas
horas, y de paso pagarse de “los grandes servicios a la causa libertadora”.
El diplomático en ciernes supo aprovechar el manirroto temperamento
de Bolívar, quien nunca tuvo ambición al dinero, y con sus buenas dosis de
frases sonoras e impregnadas de ferviente amor a la República, logró, que
cosas tiene la suerte! — que le firmara nada menos que cuatro poderes en
blanco debidamente protocolizados, para llevar a cabo la misión con la cual
la balbuciente Gran Colombia aspiraba a tener un respiro en su agobiante
pobreza.
Razón tenía el latino, cuando dijo: “Audaces fortuna juvat”. Pero tal vez
más tarde podríamos decir mejor que la fortuna ayuda a los vivos.
El señor Zea no viajó ni pensó nunca en viajar a Washington. Sabía que
la buena estrella brillaba en Europa, y se dispuso a movilizarse a Londres.
Pero antes de hacerlo, organizó el equipo con el cual jugaría luego, con dados
marcados, la suerte de la menesterosa República de Colombia. Para ello se
unió con su cuñado José Meilhon y con un General español más aventurero
que militar, André Cortés Campomanes. Ya montada la trinca, llegó a la
capital británica en junio de 1820 y se dispuso a mover los primeros hilos de
la tramoya.
Lo primero que hizo, ya instalado con cierto lujo, fue sacar a como fuera
dado a un venezolano, el señor Luis López Méndez, quien desde 1810 formó
parte de la primera misión venezolana que fue a Europa a buscar refuerzos
extranjeros para la causa libertadora, y de la cual fueron miembros entonces
Simón Bolívar y Andrés Bello. Desde esa época, Méndez figuraba como
representante de los países bolivarianos, —ahora debemos mencionados
así,— y como tal, buscó la forma de mantener esta posición.
Zea le ganó de mano, publicando en un diario que él era el único
encargado de esa representación, a lo cual el venezolano replicó en otro
diario, defendiendo su viejo fuero para desalojar al intruso recién llegado.
La pelea la ganó al ladino antioqueño, y Méndez tuvo que abandonar el
predio diplomático a regañadientes, no sin jurar por mil cruces sacarse el
clavo en el momento oportuno.
Pero las cosas empezaron a cojear de ambos pies. A las primeras
tentativas del gran “sablazo"9, se encontró con la obstinada resistencia de los
prestamistas.
Todos ellos tenían mal concepto de los comisionados y casi ni tenían
idea de lo que era la Gran Colombia, ni de lo que acababa de ocurrir en
Suramérica. Como buenos judíos, eran tacaños y recelosos.
Por fin, después de muchas tentativas y forcejeos, el comisionado
encontró una puerta abierta: era la casa prestamista Henring Graham
Powles. Allí entró u funcionar la primera de las cuatro cartas blancas que,
sin pensar en las funestan consecuencias, extendió la confiada mano del
Libertador.
La suma obtenida en préstamo file muy apreciable. Quinientas cuarenta
y siete mil setecientas ochenta y tres libras esterlinas, cuya destinación era
la de cubrir viejos empréstitos, adquirir equipos para continuar la campaña
emancipadora y pagar sueldos atrasados a la oficialidad patriota. Pero Zea no
descuidó descontarse y echarse al bolsillo por la derecha, la buena cantidad
de 66.666 libras. Esto ocurrió el primero de agosto de 1820.
El diplomático no fue tan veloz para comunicarse con el Gobierno de
Colombia, como lo fue para lograr el cuantioso préstamo. Tranquilamente
guardaba las cartas que le iban llegando, sin tomarse el más mínimo trabajo
de responder, por lo cual Bolívar empezó a sentirse explicablemente inquieto,
cuando manifestó:
“El señor Zea se ha llevado cerca de $ 100.000.oo, según informes de
Roscio, y hasta ahora no nos ha mandado más que consejos y pamplinas
.................................................................................................... ”
Cumplida felizmente esta etapa “económica", Zea inició su misión de
Embajador, tratando de obtener el reconocimiento por parte de España, de
las nuevas repúblicas. Así lo planteó ante el representante peninsular en
Londres, el Duque de Frías, quien logró a través de espías y veedores
secretos darse cuenta de que el granadino no era hombre de fiar, por lo cual
dio largas al asunto, pese a las cartas zalameras de don Francisco Antonio,
quien le sugirió la necesidad de confederar a España con sus antiguos
súbditos recién emancipados, y hasta le tiró el anzuelo monarquista,
expresándole la posibilidad de levantar un trono con un príncipe español
como soberano.
Tal vez el audaz representante de la Gran Colombia abrigó la secreta
esperanza de que por ese medio insólito conseguiría un título nobiliario en la
nueva aristocracia, que veía ya asomar en las brumas del futuro. Su
debilidad era pasarla bien, disfrutando una vida colmada de honores y
fortuna y como remate, llamarse por ejemplo, el Conde o el Duque de Aburrá.
El tejemaneje se quedó en tablas, y mientras tanto, el Embajador
granadino empezó a sentir el asedio de los cuantiosos intereses vencidos, sin
tener dinero de donde echar mano en tan sería emergencia.
Fue entonces cuando se le apareció su hada madrina en la persona del
comisionado Rafael Revenga, enviado por Bolívar para negociar el
reconocimiento del gobierno peninsular, y quien, autorizado por el
Libertador, le asomó a Zea la posibilidad de salir «de apuros, negociando una
gran cantidad de barras de platino guardadas en la Casa de la Moneda de
Bogotá.
Zea respiró otra vez hondo, viendo la posibilidad de poder aprovechar
esta ocasión para morder otra buena suma, y al efecto se relacionó con un
químico llamado Bollmann, quien luego de escuchar las hábiles fantasías del
proponente, aceptó recibir las barras en empeño y prestarle la suma de
sesenta y seis mil libras. Sobra decir que este dinero fue a parar
directamente a las alforjas del diplomático, sin pasar por las manos de su
legítimo dueño.
En eso de empeñar era hábil desde muchacho, como se recuerda por lo
que hizo de estudiante con sus ropas y libros, para conseguir comida y
muchachas generosas.
Al llegar a este punto, pensará el lector que nos hemos apartado de la
tendencia “feminista” de esta obra, para dedicarnos simplemente a relatar las
travesuras y chanchullos de don Francisco Antonio Hilarión Zea. Paciencia y
barajar, como dijo don Quijote a Sancho. Ya entrarán a funcionar las
mujeres a su debido tiempo.
En realidad el personaje no aspiraba sólo a enriquecerse personalmente.
Tenía una virtud que debemos abonarle. Quería entrañablemente a su
encopetada esposa doña Felipa y a su hija Felipa Antonia, a quienes deseaba
proporcionar una vida principesca. Madre e hija amaban el lujo y los
perendengues aristocráticos, y andaban contagiadas como tal de un vanidoso
afán de figurar.
Como buen padre, don Francisco Antonio quería que Felipa Antonia
llegara a ser una dama de postín que lograra casarse con un noble. De paso,
el granadino llegaría así al ideal de una “dolce vita” que tanto lo atraía.
Ese era su plan, y se dispuso a realizarlo. Para el efecto viajó a España,
pero primero se detuvo en París, donde hizo construir una espléndida carroza
adornada con cristales, cortinajes y penacho de vistosas plumas. Contrató
pues un equipo de lacayos y palafreneros, uniformados con ostentosas
libreas que él mismo diseñó con un indiscutible gusto de “nouveau rich”.
Papá, mamá y la nena hicieron confeccionar trajes a la última moda, y
así equipados desfilaron por las calles del viejo Madrid, seguidos por las
miradas curiosas de las gentes, que no sabían de dónde procedía semejante
grupo tan rumboso y engalanado. Para algo tenían que servir las barras de
platino de la Casa de Moneda.
Poco tiempo duraron en la capital española. Ni las gestiones
diplomáticas ante la corona tuvieron éxito, ni asomó por parte alguna el
Príncipe Azul para la niña Felipita. Entonces decidieron volverse a París,
donde fijaron su residencia. De Londres no volvieron a acordarse, por no
rememorar la cara de los prestamistas que andaban ya medio locos
buscando a quién cobrarle los intereses de mora.
Ahora sí, lector impaciente, entran en acción las faldas.
La casa de señor Zea se hizo tertuliadero de algunos personajes de la
sociedad parisiense, entre los cuales había políticos, “lagartos”, así como
gentes de valía, como el Barón de Humboldt. También era frecuente la
presencia de una mujer que fue bella y casquivana en su juventud, amante y
prima del Libertador en los años verdes de su vida. Es Fanny de Villars.
La dama andaba de capa caída en materia de fondos, y recordando tal
vez que algo le debía Bolívar, no solo por sus favores juveniles y apasionados,
sino por las cuantiosas sumas que su complaciente esposo le facilitó para
remediar al manirroto primo de deudas contraídas en garitos y otros sitios
poco recomendables, urdió habilidosamente la forma de comunicarse con su
viejo amor, para solicitarle un préstamo.
Pero la forma como lo propuso a través de una carta, revela que no se
trataba propiamente de obtener algún dinero, sino de inmiscuir al Libertador
en las equívocas operaciones que venía realizando la familia Zea con los
dineros de Colombia.
La primera misiva decía entre otras cosas:
“Si tenéis capitales disponibles, por qué no poner una parte a mi
disposición, ya por el canal de Madame Zea, ya por otro? El fondo seguiría
vuestro, y los intereses estarían a mi disposición por todo el tiempo que
indicaseis. La especie de representación que este arreglo permitirá,
redundará en pro de vuestro nombre”.
Se puede apreciar la desvergüenza de esta proposición a todas luces
ofensiva de la dignidad de Bolívar, quien no la contestó, lo cual fue óbice
para una nueva insistencia de Fanny, en otra carta en la que fijaba la
cuantía de la suma solicitada, en doscientos mil francos, suma que “no será
un esfuerzo por encima de vuestra grandeza actual.
Naturalmente, la pedigüeña prima presentaba a Zea como mediador del
préstamo. Tampoco esta indigna carta obtuvo respuesta, como es apenas
lógico.
No sobra decir que todo el boato, todos los cacareos sociales del
matrimonio Zea—Meilhon giraban en tomo al propósito de conseguirle un
marido rico y noble a la joven Felipa. Pero para desventura de los tres, el
ansiado consorte no aparecía por parte alguna, no obstante la gran cantidad
de dinero del tesoro colombiano despilfarrada en la promoción de la frustrada
candidatura matrimonial.
Podemos hasta aventuramos a pensar que la hija de la pareja, no había
sido favorecida por la suerte con atractivos encantos físicos. En realidad, si
heredó los rasgos paternos, es difícil pensar en la redención de su soltería
...................................................................................................
Ante el fracaso de las gestiones, y en vista de que por los lados de la
empolvada aristocracia francesa no halló puertas abiertas a su propósito,
don Francisco Antonio volvió los ojos a la pobretona democracia de Colombia,
y urdió un plan luminoso. Se trataba de algo que podía combinar dinero y
posición política, para asegurar así no sólo un futuro lleno de satisfacciones,
sino el soñado objetivo de un enlace feliz y afortunado. Cuál fue el candidato
a yerno del señor Zea?. El lector se va a quedar momificado de la sorpresa.
Nada menos que el Hombre de las Leyes, el General Francisco de Paula
Santander. Ecce Homo. He aquí al hombre.
No importaba que Santander le hubiera tirado las orejas epistolarmente
por no haber ido primero a Washington en cumplimiento de las órdenes del
gobierno. Zea pasó por alto este incidente, y en su habitual estilo gongorino
aprovechó tal coyuntura para contestarle en los más elogiosos términos, con
los cuales le echó humo a una explicación sobre su conducta oficial, y de una
vez soltó la capa al toro, haciéndole la oferta de convertirse en su suegro.
En su respuesta, el casamentero diplomático le decía al General
Santander que le complacería darle el nombre de hijo y miraría “como su
mayor felicidad, dárselo por la ley, casándolo con mi hija”.
No hay datos ciertos sobre la reacción del Vicepresidente de la Gran
Colombia, si es que la hubo, a tan insólita oferta. En todo caso, Zea la
reformó ponderando los encantos y la cultura de Felipa, quien ya era
Philipine, y anunciándole que la enviaría con su madre a Bogotá en 1822,
siempre y cuando le ayudara en ciertos negocios de un cuñado, quien iría
también a la capital, para así poder sufragar los gastos del viaje.
La cosa se complicó porque el tal cuñado que no era persona de fiar, le
pi dio a Santander dineros de los fondos del diplomático, a lo cual no
accedió, echan do así agua fría a los empeños de su improvisado “papá”, a
quien no le escribió ya ni una carta más.
Pero el nupcial empeño encontró la ambicionada realidad. La joven
Felipa se casó al fin con el General francés Vizconde Alejandro Gauthier de
Rigny, un personaje que ostentaba la apostura del militar, un apellido sonoro
y un título nobiliario.
En marzo de 1822 y en vista del acoso de los acreedores y la evaporación
de los dineros ajenos, totalmente despilfarrados en la forma ya descrita, Zea
echó mano de la tercer carta blanca firmada por Bolívar, y logró un nuevo
empréstito de sus prisioneros económicos Harring Graham y Powles. En esta
operación por la escandalosa suma de dos millones de libras, obtuvo su
suculento mordisco el aventurero español Cortés Campomanes, protegido de
Zea.
Lo que siguió luego fue el más tremendo enredo para averiguar por el
paradero del fresco caballero de industria, a quien el Congreso de Cúcuta le
revocó por fin los poderes de representante colombiano en Londres. No se le
dio un pepino. Algo le dolió sí, que el anuncio de tal determinación le llegara
por medio de su viejo enemigo el venezolano Luis López Méndez, quien lo hizo
con la inmensa satisfacción de sacarse el oxidado clavo que tenía adentro. En
esos momentos Zea se preparaba para tirar un nuevo sablazo por tres
millones de libras esterlinas más.
Por fin la suerte empezó a ser propicia con el País, cuando don
Francisco Antonio comenzó a sufrir una grave novedad estomacal, de la cual
falleció el 22 de noviembre de 1822.
El dictamen médico sobre la fatal dolencia dice que fue hidropesía.
Colombia no vio provecho alguno con los empréstitos. Los acreedores no
vieron ni medio centavo de las deudas, y en vida del prestatario, la niña
Felipa no vio ni en pintura la patria de su papá.
Colombia recibió como un alivio el fallecimiento del hombre de los
empréstitos. Bolívar dijo: “Parece que los ingleses están decididos a encontrar
legal el robo de los diez millones de pesos de Zea El señor Zea es la mayor
calamidad de Colombia”.
Por su parte, Santander escribió lo siguiente: “Zea ha muerto en Londres, y
su muerte en estas circunstancias es el menor mal que puede sufrir la
República”.
Finalmente, el historiador José Manuel Restrepo comentó: “Una
deuda, originalmente de un millón quinientos mil pesos, la ha convertido en otra
de quince millones de pesos. De esta grande adición, nos ha enviado un millón y
absolutamente ignora el gobierno de Colombia cuál es el destino que le ha dado a
lo demás”.
Lo curioso es que, muerto Zea, esta familia sin escrúpulos no tuvo
empacho en reclamar al gobierno sueldos atrasados, recompensas
decretadas, sumas por concepto de bienes nacionales y otras cantidades que,
si el caso hubiera ocurrido en la actualidad, se llamarían primas,
bonificaciones, prestaciones sociales e indemnizaciones. Desde luego el
Estado dejó a los reclamantes con los crespos hechos.
Al dar término a esta cadena de desvergüenzas, cuyo epicentro fueron
doña Felipa y la joven Felipita, nos costó trabajo encontrar un personaje con
quien comparar al señor Zea. Al fin lo hallamos. Se llama José Fouché, el
Genio Tenebroso.
Como él, cursó sus estudios en un seminario, su vida es una serie
ininterrumpida de traiciones que se inicia con la del Virrey Ezpeleta, en
Santa Fe, la de Carlos IV y Manuel de Godoy en Madrid y la de su propia
patria en Londres. Ambos fueron excelentes padres que miraron siempre el
bienestar de la familia, que buscaron los dos por los torcidos caminos de la
deshonestidad.
Sobre la tumba de don Francisco Antonio Hilarión, muerto con el
estómago hinchado pero ya vacío, se puede escribir como epitafio lo que dice
el viejo romance español:
“Ya le comen ..... ya le comen ........
Por do más pecado había”.
CAPITULO XIX
La bella Sánchez del Guijo.
Hechos curiosos en la historia nacional.
La leyenda del Delfín concluyó en Santa Fe de Bogotá?
La República a un paso de volverse monarquía. En enigmático
doctor Arganil. Un testimonio del Hombre de las Leyes.
Este capítulo va a ofrecer al lector un “pot purri” inicial de hechos
desconocidos para muchos y conocidos para muy pocos, sobre algunos
personajes de la vida colombiana. Y servirán como abrebocas, para un plato
fuerte que ofrece un fino gusto francés, como podrá verse.
La historia es pródiga en aconteceres extraños, a veces estrafalarios, o
crueles, o misteriosos, al lado de lo heroico y lo folklórico. Colombia no puede
ser una excepción dentro de su desenvolvimiento, como lo demuestran las
gentes y cosas que van a aparecer en seguida.
Abre el desfile una dama de Neiva, doña Victoria Rodríguez de Van
Lansberge, hija de aquel famoso “Mosca” Rodríguez, de quien se dice que
traicionó a Nariño en la campaña del sur. Fue gobernadora de la colonia
holandesa de Surinam por varios años, hasta 1867, y su hijo, el bogotano
Francis lo fue de las Indias Orientales Holandesas, esto es, nuestras
antípodas, entre 1875 y 1881, período durante el cual su esposa fue
coronada en Batavia. Así mismo ejerció altos cargos de Embajador de la
Metrópoli en Londres y Bruselas.
Un caballero de Popayán, Joaquín Mosquera y Figueroa, fue regente de
España por mandato de las cortes de Cádiz, en 1811, un cargo cuyas
atribuciones estaba prácticamente a la altura de las funciones reales. El
Concejo de Regencia de que hacía parte, reemplazó al de Cádiz, del cual era
presidente el distinguido marino bogotano don Pedro Agar y Bustillo,
habiendo llegado así dos colombianos a tan distinguida posición.
Un santandereano, oriundo de Girón, el doctor Eloy Ordóñez Sordo, fue
a mediados del siglo pasado facultativo de gran fama en París, donde ejerció
su profesión durante algunos años, hasta que fue llamado por el Vaticano
para ser el médico personal del Papa Pío Di.
Otro santandereano, nacido en la pequeña población de Cincelada, el
doctor Florentino González Vargas, fue en 1868 el fundador de la cátedra de
Derecho Constitucional en Buenos Aires, y como tal, redactor de los textos de
estudio y enseñanza de la misma cátedra, siendo, en honor a la verdad, el
padre de esta rama del Derecho en la nación argentina.
Según recientes investigaciones históricas, señalase que el legendario
Pancho Villa, consagrado por los mejicanos como una de las figuras
nacionales, era colombiano. Los datos que se tienen señalan que su
auténtico nombre era Doroteo Arango, y que había nacido en el
departamento de Caldas.
En 1858, en una posición bipartidista conformada por Florentino
González Vargas en el Congreso y Mariano Ospina Rodríguez en la
Presidencia de la República, se recomendó insistentemente la anexión de la
Nueva Granda a los Estados Unidos de Norteamérica, en la condición de
Estado Libre Asociado, semejante al régimen que hoy tiene Puerto Rico.
Los dos personajes habían sido buenos colegas, como que juntos
tomaron parte activa en la conspiración septembrina contra Bolívar. Su
pensamiento político se distanció después, ya que, como se sabe, don
Mariano se considera como uno de los fundadores del partido conservador
colombiano, en tanto que don Florentino lo fue del liberal.
Su criterio en tomo a la anexión fue expresado públicamente en
conceptos como este:
“Podrían derivarse garantías de orden y seguridad”: y como
compensación al mismo pensamiento, “perderíamos una nacionalidad
nominal, para adquirir una real, potente y considerada por todos los
pueblos”.
Un general de nuestras guerras civiles, el payanés Albán, patentó en
1887, una máquina que, con el correr del tiempo, se transformó en el
dirigible Zeppelín, y cuyos planos, comidos en parte por la polilla, aún
subsisten en el Ministerio de Fomento, según lo afirma Germán Arciniégas.
El inventor caucano viajó a Europa y discutió su proyecto con
destacados hombres de ciencia, y durante su permanencia en Hamburgo
como Cónsul de Colombia, trabó amistad con el Conde Zeppelín, al cual
obsequió a su regreso al país los planos del dirigible, no sin antes haber
estudiado los dos la constitución de una empresa para su fabricación, que no
llegó a feliz término, por el precipitado retomo del criollo, a fin de intervenir
en la guerra de los Mil Días.
El General murió en la estéril contienda, a bordo del barco “El Lautaro”,
en un combate naval en Panamá, y poco después su familia recibía una carta
del Conde, en la cual les informaba: “ que el invento había sido una feliz
realidad”.

En esta forma, lo que universalmente se conoce como una creación del


ingenio alemán no es otra cosa que un invento colombiano, y lo que se
denomina Zeppelín, debería llamarse, siguiendo su origen, Alban.
Buceando en las intimidades de nuestra historia, es seguro que
hallaríamos otros muchos aconteceres singulares, entre los cuales nos queda
uno que constituye precisamente el plato fuerte de que se habló al comienzo.
Se trata del matrimonio de un presunto Príncipe francés fugitivo, heredero
del trono, con una distinguida dama de la sociedad bogotana.
Aproximadamente en 1820 llegó a Bogotá, que por entonces contaba con
poco menos de 30.000 habitantes, un personaje de rara estampa. Era un
médico francés llamado Juan Francisco Arganil, y a quien luego se le siguió
llamando simplemente el Doctor Arganil. Nadie supo su procedencia ni sus
antecedentes. Sobre este tema hubo muchas polémicas en su tiempo, y
algunos historiadores presentan versiones tan extrañas e inverosímiles, que
no vale la pena enumerarlo«.
Lo que si hay que suponer es que era una persona de importancia,
porque hay significativos detalles que así lo revelan. Era un hombre de figura
magra, bajo de estatura, de ojos brillantes y azules, cabello rubio y un
semblante anguloso forrado en piel rozagante. Vestía en forma por demás
extravagante y era muy erudito y dueño de ademanes elegantes.
Venía, al parecer, de los EE, UU., acompañado de un compatriota de
nombre Francisco Convers. Se trataba de un caballero que apenas
aparentaba un poco más de treinta años. Fino, culto y distinguido, muy
pronto conquistó las simpatías de la aristocracia bogotana, especialmente las
del sector femenino.
Dejémoslo instalarse en la ciudad y demos marcha atrás en la historia, a
fin de tratar de hallar el origen de este personaje. »
Luis XVI ya había sido guillotinado, y María Antonieta esperaba la
misma suerte en la fría prisión del Temple. Allí mismo estaba prisionero el
Delfín, bajo la más fuerte y severa custodia. Madre e hijo nunca volvieron a
verse, antes de que la hermosa cabeza de la soberana cayera sangrante en la
cesta mimbre, junto al patíbulo. Sólo de vez en cuando, desde una pequeña
ventana, la reina podía ver a su hijo de ocho años que era sacado a pasear
por alguno de sus guardianes.
Pero un día ya no volvió a ver a su Louis Charles, y cuando fue sacada
de la fortaleza para ser llevada en una tosca carreta al cadalso, la orgullosa
hija de María Teresa de Austria añadió a la horrible y larga cadena de
humillaciones que sufrió sin claudicar, desde la fatídica noche de Varennes,
el inmenso dolor de acercarse irremediablemente a la muerte sin saber cuál
fue el destino de su amado hijo.
El Delfín fue sacado del Temple el 19 de enero de 1794, conforme lo
relata su propia hermana la Princesa Elisabeth, quien afirma además que el
niño fue reemplazado por otro que era mudo. Estos datos figuran en los
archivos junto con declaraciones de guardias y médicos que lo constataron.
Se citan dos personajes influyentes de la Revolución, Chaumette y
Barras, como los que tramaron la sustitución del infante, antes de que
Robespierre llegara al poder. El líder revolucionario también intentó
apoderarse del prisionero, pero cuando quiso hacerlo, ya se había producido
la suplantación. Chaumette fue guillotinado, al igual que el muy conocido
personaje llamado el Zapatero Simón, del cual se dice que fue quien sacó al
Príncipe del Temple, aprovechando la circunstancia de que, tanto él como su
mujer, tenían directamente a su cargo el cuidado del pequeño.
El heredero del trono de Francia fue sacado de la prisión por iniciativa
de Barras, quien lo entregó a un banquero llamado Petival, como garantía de
la deuda económica que había contraído para derrocar a Robespierre, pero
estipulando que el niño quedaría a disposición de la Convención.
En la noche del 20 al 21 de abril de 1796, los habitantes del palacete
donde se albergaba el Delfín, nueve en total, fueron misteriosamente
asesinados, con excepción de unos criados que lograron huir, y sin que en
ese asalto se hubieran tocado los bienes ni pertenencias del financista.
No obstante la magnitud del hecho, no se adelantó ninguna
investigación, y las noticias dadas por La Gaceta de Francia, El Publicista
Filántropo y El Diario de los Hombres Libres, registraron el asalto y el
número de víctimas, pero sin mencionar nada referente al infante.
Ciertamente había algo o alguien que deliberadamente está empeñado en
cubrir con el silencio este aspecto del dramático suceso. Sin embargo, el
mismo Barras, enfrentado a la Cámara de Diputados, declaró que en la
masacre “incluso degollaron a la mujer que había cuidado el niño que
vosotros sabéis”.
Como se verá más adelante, esa mujer asesinada, no era la esposa del
zapatero Simón.
A pesar de semejante declaración, no se trató nunca de averiguar lo
concerniente al rapto del niño, lo que demuestra muy a las claras la
intención de parte de las autoridades francesas de ocultar a todo trance lo
que tuviera que ver con el Delfín.
Existe un testimonio muy interesante, dado por una guerrillera
monarquista llamada Francisca Desprez, quien servía de enlace entre los
partidarios de la causa real en Bretaña, y quien afirmó que en junio de 1795
ella había tomado parte en la liberación del Delfín, a quien ayudó a salir del
Temple disfrazado de niña, agregando que había sido entregado a Charette,
Jefe monárquico bretón. Ante la insistencia de las afirmaciones de Francisca,
quien hablaba del caso en toda« partes, las autoridades iniciaron una serie
de pesquisas que condujeron que se procediera a alejar a la guerrillera de la
región.
Ya durante el reinado de Luis XVTH, el 7 de junio de 1816, el rey fue
informa do de algo sorprendente e inesperado: la viuda del zapatero Simón
estaba viva, recluida en un hospicio o ancianato, conocido con el nombre de
Los Incurable. Allí pasaba los últimos días bajo el cuidado de una comunidad
religiosa, llena d« enfermedades y achaques y en la más completa miseria. No
se sabe por qué cansas, un día la anciana dio a conocer unas declaraciones
que habrían hecho temblar la monarquía, si hubiesen podido confirmarse en
una investigación que ni la autoridad ni el propio Ministro Decazés se
cuidaron de efectuar.
La viuda dijo que ella hizo salir al Delfín del Temple, oculto en una cesta
llena de ropa sucia, que lo amaba como si fuera su hijo y que le había
prodigado las atenciones que merecía, no obstante su pobreza.
Como puede anotarse, se trata de una declaración que pone en duda en
par te la verdad de lo dicho por la guerrillera de Bretaña, pero su valor
testimonial en inmenso, y sus afirmaciones fueron ratificadas por las
religiosas Sor Lucía Jonnis, Eufracia Benoit, Catalina Mauliot y Mariana
Scribes, a cuyo cargo estaba la casa de Los Incurables.
No parece, después de analizar estos testimonios, que quede un
argumento que permita dudar que el Delfín de Francia, el auténtico Luis
X V I I , hubiera sido rescatado de la prisión. Pero a partir de este momento,
nada existe que pueda dar el más leve indicio de la vida del Príncipe.
Forzosamente debemos regresar de este histórico retroceso a la ciudad de
Bogotá, para volver a encontramos con don Francisco Convers.
Un escritor tan serio como lo es Germán Arciniégas, tuvo en sus manos
una serie de documentos de la familia Convers, con los cuales se quiso
comprobar que don Francisco era ciertamente el propio Delfín, quien luego
de desconocidas peripecias, se había radicado en la modesta capital
colombiana.
Basado en tale6 datos, Arciniégas escribió un interesante capítulo sobre
tan singular hecho. De él hemos tomado buena parte de la información que
ofrecemos, pues se trata de indicios y testimonios de innegable interés.
La identidad de don Francisco Convers con el supuesto Luis XVII,
permaneció oculta en Bogotá hasta que el personaje se enamoró de una
dama de la ciudad, a quien pidió en matrimonio. La familia, aunque
apreciaba las finas maneras del pretendiente, no tomó en principio ninguna
determinación. El señor Convers había dicho que su partida de bautizo se
destruyó en un incendio, durante la época trágica de la revolución. No tenía
pues, un documento que pudiera identificarlo. Nada se sabía de sus
antecedentes y de su origen. Sólo se sabe que estuvo en California, EE. UU.,
de donde safio presurosamente, por temor a que fuera descubierta su
verdadera personalidad. Eso se afirma en documentos citados en
comentarios históricos.
Había en realidad razones aceptables para que la familia de la novia
Sánchez del Guijo tomara las precauciones que tomó, y que con suma
prudencia hizo conocer al pretendiente. Convers acudió a un familiar
residente en París, para que le sirviera de testigo. Don Luis, que así se
llamaba su pariente, según lo cita Arciniégas, “Trataba a su sobrino con
suma cortesía y se ponía de pies y se quitaba el sombrero cuando le
hablaba”. No se puede pensar que ello fuera un recurso impresionista para
convencer a los padres de su amada, pues cualquiera entiende que no tenía
necesidad de hacer viajar desde Francia a un familiar únicamente a hacer
genuflexiones. Además, las reglas de la etiqueta, tan celosamente guardadas
por los franceses de la aristocracia, establecían que fuera la persona de
menor edad la que rindiera pleitesía a las mayores de su misma categoría al
tratar con ellas, aún dentro de la misma intimidad familiar. Esto es, si
ocurría a la inversa, era porque le merecía sumo respeto el sobrino al tío.
Los padres de la joven, cuyo nombre no hemos hallado, acudieron a la
primera autoridad eclesiástica, y el señor Arzobispo de entonces dirigió varias
cartas a París, a Roma y a Lyon, en las cuales buscaba obtener
informaciones sobre el enigmático caballero.
Las respuestas tardaron varios meses, pero cuando llegaron, produjeron
resultados inmediatos. El Prelado, al leerlas, fue a casa de la familia Sánchez
del Guijo, a la cual manifestó: “Si don Francisco Convers se casa con la hija
de ustedes, el honor será no para él, sino para los Sánchez”.
Es lo más probable que las informaciones epistolares recibidas por el
Arzobispo, se divulgaran en parte o completamente por algún medio. Porque
lo cierto es que, a partir de ese momento, empezó a circular por toda la
ciudad la noticia sobre la identidad del señor Convers.
Dentro del ambiente social de Bogotá, tuvo que producir la versión un
efecto sensacionalista y convertirse en el tema obligado de todas las gentes.
El francés, al salir a la calle, era el blanco de las miradas y el motivo de
comentarios, cuchicheos, consejas y suposiciones.
Dice Arciniégas, y sus razones tendrá, que “en Bogotá se formaron dos partí
dos: el
de quienes creían y sabían que don Francisco era el Delfín, y callaban, y el de
los que no creían y apenas murmuraban”. Como ocurre en casos semejantes,
cada bando elaboraba sus exageraciones: los que creían, le atribuían un
parecido físico impresionante con los Luises de la monarquía francesa, y los
escéptico« se burlaban de aquéllos, diciendo que no se parecía en absoluto y
que todo ero una farsa.
El caso Convers es todavía objeto de investigaciones. Quizá algún día
logre aclararse el enigma que no dejará de ser apasionante, y del cual nadie
supo nada, hasta el momento en que la presencia de una mujer hizo que se
revelara un secreto que todavía está sin esclarecerse del todo.
De nuestra parte, podemos agregar que, de acuerdo con indagaciones
que hemos adelantado con alguno de los miembros de la respetable familia
Convers, radicada en Bogotá, nos corroboró que los hechos que hemos
referido, corresponden a la tradición mantenida por dicha familia.
El matrimonio Convers Sánchez fue todo un acontecimiento, como es de
suponerse. Muchas gentes que presenciaban la ceremonia, pensaban que la
novia era la primera princesa colombiana, al mirarla del brazo de su elegante
esposo.
De la vida de la joven pareja, poco se sabe en detalle. Fue un hogar muy
respetable, y sus descendientes mantienen la herencia de señorío recibida de
sus antepasados. Pero hay un hecho que tiene especial interés. Don
Francisco hizo un par de años después de su boda un viaje a Francia, en el
que se demoró en París únicamente seis horas. Tal brevedad se presta a no
pocas conjeturas, aunque todavía no pueda tener una explicación clara.
Parece probable, como se dice, que el presunto príncipe efectuó tan rápido
viaje, con el exclusivo propósito de visitar a su hermana Elisabeth, la
Duquesa de Angulema, quien acababa de quedar viuda.
A la muerte del señor Convers, volvió a ocupar la atención pública lo
referente a su origen real, a raíz de la carta que el director del Museo de
Historia de París dirigió al distinguido caballero bogotano don Carlos Balén,
en solicitud de datos sobre el Delfín que, “Se sabe, pasó en Bogotá su
destierro”.
El gran secreto, al parecer, se convirtió en cenizas, porque el doctor
Arganil, poco antes de su muerte, entregó a la conocida escritora de esa
época, doña Josefa
Acevedo de Gómez, un cofre con documentos que nunca quiso revelar,
con el ' encargo de que la dama igualmente los conservara sin darlos a la
publicidad.
La señora Acevedo de Gómez, hija del Tribuno del Pueblo don José
Acevedo y Gómez, cumplió el encargo del doctor Arganil, pero, no se sabe por
qué razón, quemó los papeles y documentos poco antes de morir.
Qué la indujo a incinerarlos?
Todavía no se puede asegurar que el hijo de Luis XVI se quedó en
Colombia, buscando en una república y no en otro reino, el refugio para sus
últimos años. En todo caso, el proceder de doña Josefa al quemar esa
documentación, nos inclina a creer que ella sí conoció la realidad de ese
misterio y se cuidó de darlo a la luz pública a través de tales comprobantes,
para evitar así explicables peijuicio8 que podrían haber afectado al personaje
que siempre quiso permanecer anónimo.
Es significativo que el historiador español Rafael Ballester Escalas, en su
obra Los Grandes Enigmas de la Historia, al referirse en un capítulo a la
suerte corrida por el heredero del trono francés, cita a Colombia como la
posible y última residencia del Príncipe, luego de hacer un estudio muy
pormenorizado de su vida, y de analizar las distintas versiones publicadas al
respecto.
El lector puede ubicarse en cualquier ángulo. Pero no sobra admitir
como hipótesis que, si en realidad Luis XVII vivió y murió en nuestro país,
cabe esta pregunta:
Por qué lo hizo y por qué quiso permanecer de incógnito, y sólo cuando
se interpuso una mujer en su camino trató de descorrerse el denso velo de la
verdad ?
Podemos pensar que, cuando el niño fue liberado de la prisión y entró
poco después en la adolescencia, empezó a darse cuenta del horrible drama
en el cual sus padres y familiares fueron degollados. Más tarde comprendió
la razón y el sentido de esa etapa cruel, de lo que fue la revolución, sus
alcances políticos, sus consecuencias. Lentamente la luz entró en su espíritu
para seguir iluminándolo con los tonos rojos que dieron fondo de tragedia a
su infancia. Y cuando se encontró frente a frente con los episodios del
proceso que arrasó la monarquía, recibió el violento choque de comprender lo
que fue forzado a declarar durante el juicio de su madre la Reina, contra
quien fue obligado a proferir calumnias que sacudieron de indignación el
alma envenenada de su propio pueblo.
Aquella realidad tuvo que ser espantable, y su poder demoledor produjo
en él, sin la menor duda, destructores efectos sicológicos. Para entonces, si
como se supone, el Delfín estaba vivo, debió sentir la más honda y grande
vergüenza y la más viva repugnancia aún de sí mismo, sabiéndose
igualmente una de lun víctimas del Terror. No podía caber en su mente, a
partir de ese instante, otro deseo distinto al de huir de todo cuanto lo ligara
al pasado. Miró hacia los rincones del mundo, y escogió como refugio
definitivo este país, que para esas épocas era tenido con razón como un
perdido, apto por consiguiente para encontrar en él un ambiente propicio
para alejar de su espíritu el dolor que tuvo que abrevar en su triste niñez.
Francisco Convers fue el encargado de enterrar para siempre el Delfín, y
es esta la única razón que hallamos procedente para explicar la residencia
del personaje en Colombia, único sitio en donde logró conseguir lo que
siempre faltó para él: amor y paz.
Conviene, en la parte final de este capítulo, volver a hablar del doctor
Arganil, de quien hicimos ya un breve bosquejo físico.
Ya se dijo que, detrás de su indumentaria extravagante y de su
amanerada etiqueta, tal vez se ocultaba una persona de importancia. Si bien
su fracaso inicial como médico, en el tratamiento de enfermedades venéreas
fue tan rotundo, que hubo de darse orden a los boticarios de no despachar
sus fórmulas, que entre otras cosas ofrecían al respecto la particularidad de
haber prescindido del mercurio, droga que por entonces se consideraba como
la única eficaz en tales casos, no obstante ello, ya en otras ramas de la
medicina contó con pacientes importante, entre ellos la familia del General
Francisco de Paula Santander.
En marzo de 1832, según relata el Hombre de las Leyes en su Diario, en
visita que hizo en la ciudad de Nueva York a José Bonaparte, el desterrado
rey de España, quien en tal época ostentaba sencillamente el nombre de
Conde de Survilliers, departieron cordialmente los dos y, durante su
conversación, le hizo una “biografía honrosa” del doctor Arganil.
Este término “honrosa”, expresado por Santander, indica claramente
que existían nexos entre el médico francés y el ex monarca. Bonaparte tuvo
que ser pródigo en elogios, cuando el General Santander utiliza esa
expresión, ya que es bien conocido su estilo llano y parco, tanto en la
conversación como en sui escritos.
En sus Reminiscencias, Cordovés Moure hace un retrato de Arganil, en
que lo muestra como intrigante y entrometido en vidas ajenas. Tanto, que en
una ocasión« tuvo la osadía de llegar al palacio presidencial donde dio
indicaciones y consejos a Bolívar sobre la forma como debía gobernar, lo que
valió que éste ordenara que fuera sacado de allí, como en realidad ocurrió, a
raíz de lo cual el francés tributó un odio cordial a Su Excelencia.
Añade Cordovés que, “el Príncipe Pedro Bonaparte, entonces en el país,
le entregó una carta de José Bonaparte, en que lo invitaba a volver a Europa.
Arganil rehusó, diciendo que él no podía comer en Europa fresas frescas todo
el año, placer que tenía en Bogotá”
El raro jacobino tuvo sus ribetes de periodista, dirigiendo una
publicación de este género a la que puso un nombre rimbombante: El Águila
de Júpiter. Según relata don Miguel Antonio Caro, su padre don José
Eusebio, traducía del francés los artículos de Arganil publicados en tal
periódico que, como bien se puede suponer, era decididamente anti
bolivariano. Si bien esta situación puede parecer un tanto irregular, dadas
las ideas del señor Caro, hemos de tener en cuenta que procedía sólo
atendiendo las peticiones del médico publicista, hecho que obra también en
favor de su prestancia, cuando un personaje de la talla del traductor,
fervorosamente bolivariano además, se hacía cargo de tal labor.
Las vinculaciones de Arganil con la conspiración septembrina fueron
probadas, y ello le valió el destierro en las bóvedas de Puerto Cabello, de
donde regresó indultado a Bogotá, hasta su muerte en 1842.
De los 16 principales participantes en la conjura, sólo tres eran mayores
de 30 años. Los demás eran jóvenes entre los 20 y los 29. Ello explica la
forma descabellada como se planeó este movimiento.
Según lo refiere el hombre de ciencia francés Lolo Boussingault, por
aquel entonces residente en Bogotá, en sus Memorias, esos jóvenes atrevidos
y fogosos fueron instigados por el enigmático doctor Arganil, quien además
de la inquina que sentía por Bolívar, pudo haber servido como intermediario
de Francia" para crear un ambiente propicio al establecimiento de una
monarquía en Colombia, contando incluso con la aprobación de importantes
personajes del país, que así pretendían encontrar una forma de gobierno más
estable y segura que la dictadura de entonces.
El supuesto parecería ilógico, pero lo que viene en seguida, nos hace
pensar lo contrario y más si se tiene en cuenta que un par de años antes, el
Conde francés Delal ya se había dirigido a Bolívar insinuándole el sistema
monárquico como forma indicada de gobierno, en atención a que el
republicano no había dado los resultados apetecidos.
En efecto, detrás de los telones subversivos maquinaba un movimiento
monarquista, encabezado por el propio General Urdaneta, Ministro de
Guerra, cuya vida y milagros no son propiamente un modelo de lealtad. De
una parte, como se sabe, fue el represor más violento de la conspiración,
cuando ésta fracasó, pero de otra y en razón de sus intrigas, hizo que el
Libertador cometiera serios errores políticos, y explotó hábilmente la orden
dada por Bolívar a su Ministro de Relaciones de buscar una intervención
extranjera, que salvara a Colombia de la grave crisis que afrontaba.
Rafael Urdaneta aprovechó esta circunstancia y llevó adelante el
proyecto monarquista que abrigaba de tiempo atrás, logrando en ello
despertar las ambiciones de varios jefes militares y miembros del gabinete,
que ya soñaban con títulos nobiliarios, alamares y castillos. Así lo manifiesta
en carta al General Mariano Montilla, el 7 de abril de 1829, en la cual, entre
otras cosas, le dice que:
“Ha llegado el momento de cambiar nuestra forma de gobierno... Los del
Concejo están decididos a trabajar, y yo he tomado el encargo de avisado a
los amigos y que nos pongamos de acuerdo antes de las elecciones, y que no
vayan al Congreso diputados que no estén en nuestras ideas, para que ese
Congreso decrete el cambio y nosotros lo sostengamos Nosotros debemos
pensar en nuestra suerte futura, sin atender más a consideraciones que
puedan cansar a la fortuna”.
Esta carta muestra el oportunismo del General venezolano, jugador a
dos cartas. Acaso en esa conducta puede explicarse el malévolo interés de
inmiscuir a Santander en la conspiración septembrina, al ver en el Hombre
de la Leyes un cerrado opositor a sus pretensiones.
En el mismo mes de abril se presentó una coyuntura especialmente
favorable para los incubadores del proyecto monarquista. Fue la llegada a
Bogotá del Conde Charles de Bresson, agente confidencial del rey de Francia
y hábil diplomático. Venía acompañado por el Duque de Montebello, Par de
Francia.
El Canciller Vergara se apresuró a informar a los recién llegados el
propósito realista, que oyeron los personajes con cortés beneplácito,
llegándose a acordar en principio una monarquía cuyo primer rey fuera el
propio Bolívar, a quien sucedería luego un hijo del Príncipe de Orleans, lo
cual quería decir que el primero que encabezaría la dinastía de testas
ordenadas fuera un francés, por cuanto el Libertador rechazó explícitamente
dicho propósito.
Todavía no ha tenido una explicación satisfactoria la sospechosa
presencia en Bogotá de un Conde y un Duque, procedentes de los círculos de
la realeza de Francia. Si descubriera el motivo, muchísimas cosas tendrían
una diáfana clan- dad. Fueron ellos llamados secretamente por los
implicados en la absurda empresa, o lo fueron por el médico Arganil, cuya
influencia era superior a lo que michos suponen, tal como se ha visto, luego
de informar a la corte europea de lo que estaba sucediendo en las entrañas
políticas del gobierno colombiano?
Lo cierto es que su permanencia produjo dos efectos; uno social y otro
político. En los círculos de la ingenua aristocracia criolla, tan sugestionable
cono poco ilustrada, se despertó una fiebre monarquista, un sarampión
cortesano. Fenómeno bien curioso, si apenas hacía diez años había
terminado la guerra de la Independencia, y por fuerza de la experiencia
debiera estar viva la animadversión por una dominación extranjera. Sin
embargo, en los salones bogotanos se pelean ahora la presencia de los dos
empolvados y acicalados caballeros, quienes con sus galanas maneras, su
charla fina, sus trajes elegantes, sus gustos y hasta su manera novedosa de
bailar la contradanza y el minué, dejan boquiabiertas a las damas y un tanto
envidiosos a los varones.
El efecto político consistió en que la modesta capital colombiana se vio
de pronto convertida en lo que ha sido Suiza en las dos guerras mundiales:
un centro de la intriga internacional. En él intervinieron, de una parte, el
General Harrison, Ministro de los Estados Unidos y futuro presidente de su
país, el Cónsul de Méjico, Coronel Torrens, el Cónsul Inglés, Señor
Henderson y el Embajador del Perú, José Villa. Ellos, lo mismo que el grupo
santanderista, eran abiertamente adversos al proyecto y trataron por todos
los medios de obstaculizarlo, incluso abusando de su posición, pues en ello
había lo que hoy se denomina una injerencia en los asuntos internos del
país. Injerencia que se produjo por partida doble, como ya se explicó, por la
intervención de Francia en pro de la iniciativa realista y que tuvo sus
consecuencias, por cuanto los antimonarquistas fueron oficialmente
declarados personas no gratas.
De otra parte, actuaban el Canciller Estanislao Vergara, quien por
mediación de Leandro Miranda, hizo un sondeo en las cancillerías europeas,
para conocer su opinión; así mismo Leandro Palacios, agente de Colombia en
París, y los ministros José Manuel Restrepo y Rafael Urdaneta, el último de
los cuales afirmaba que “el ejército está con nosotros”, como lo expresó en
carta dirigida al General Mariano Montilla. También el mismo Ministro de
Guerra, en carta enviada al General José Antonio Páez, le dice: “El, (Bolívar),
desea que las cosas se hagan: pero no quiere que se le consulte, ni pregunte,
sobre una materia que le es embarazosa”.
Pronto este peligroso paso de comedia tuvo su término, cuando se
conoció el repudio del Libertador a tales pretensiones, urdidas por políticos
oportunistas y militares ambiciosos. Al respecto se expresó así:
“Convenga o no a Colombia elevar un solio, el Libertador no debe
ocuparlo, más aún, no debe cooperar en su edificación, ni acreditar por sí
mismo la insuficiencia de la actual forma de gobierno”.
Esta declaración de Bolívar produjo un efecto inmediato: una crisis
ministerial. El señor Restrepo, Ministro del Interior, en carta dimisoria, ofrece
la comprobación del uso torcido que hizo Urdaneta de la orden del
Libertador, cuando pidió que se buscara una intervención inglesa para salvar
el país, no pensando en la erección de un trono en Colombia, sino
seguramente en la solución de problemas internos de orden económico.
Restrepo dice en su carta de renuncia: “Los cuatro Consejeros que
firmamos el acuerdo para abrir la negociación, estamos persuadidos de que
obramos en virtud de órdenes de usted, acaso estaremos equivocados y
entenderemos mal una orden repetida Creemos poder contestar a la
nación si se nos llama ajuicio”,
Dejaremos que Colombia siga dando tumbos en uno de los momentos
mu» turbulentos de su historia, mientras el lector busca la manera de
desentrañar la» grandes incógnitas que se plantean en este capítulo:
Fue en realidad el heredero del trono de Francia, oculto en la atrayente
figura de don Francisco Convers, quien residió en Bogotá hasta morir?
Qué papel, en resumidas cuentas, desempeñó el discutido y discutible
doctor Arganil, no solo en lo anterior, sino en el desarrollo de los aconteceres
políticos ya descritos?
La famosa carta del Libertador, fechada el 29 de abril de 1829, dirigida
al Canciller Estanislao Vergara sobre la solicitud de ayuda al gobierno inglés,
“para salvar la república de la anarquía y la disolución”, fue ciertamente mal
interpretada por los ministros, o era tan ambigua que permitiera sospechar
que Bolívar alcanzó a caer en la tentación de sustituir el régimen republicano
por un régimen monárquico?
CAPITULO XX
Fanny
Henderson.
Ayacucho y El Santuario, gloria y
tragedia. Un héroe vanidoso.
Una intriga internacional.
Los mandos del ejército pasan de manos colombianas a manos
mercenarias. Inspiración nacionalista en la sublevación de Córdoba.
El 9 de diciembre de 1824, dos ejércitos, uno español y otro americano,
se aprestan a definir la suerte de medio continente, en una dilatada planicie
llamada por los Quechuas “Sitio donde comen los buitres”, que luego se
denominará Ayacucho.
El ejército peninsular, de uniforme azul y oro, supera en proporción de
9.500 hombres contra 6.000 y 14 piezas de artillería contra una, y es la
mayor y más selecta agrupación militar de que dispusieron los iberos en una
batalla de este género, amén de estar mandada por un Virrey, Laserna, y
cuatro mariscales.
Tal es la situación de quienes aspiran a prolongar tres siglos de
dominación y representan una España distante, que últimamente sólo ha
sido pródiga en inestabilidad política y contradicciones ideológicas.
Por su parte, los americanos que tienen al frente, mandados por Antonio
José de Sucre, ya no son las tropas desarrapadas del Pantano de Vargas y
Boyacá. Están correctamente uniformadas de verde y azul, y regularmente
armadas y equipadas. Refiriéndose a su presentación dirá el General inglés
William Miller: “Le aseguro que la infantería colombiana, lo mismo que la
caballería, podría desfilar por el parque de Saint James y atraer la atención”.
Es innegable que para los dos ejércitos se trata de una jomada decisiva.
Ambos aspiran a poner fin a una lucha que ya rebasa más de una década,
que ha sido dura, larga y cruel, y en la cual se han cometido atrocidades de
una y otra parte.
En la contienda se han soportado asedios de infinita crueldad,
destrucción de poblaciones, matanzas horripilantes y enormes pérdidas
materiales. Miles de familias, antes acaudaladas, viven ahora en la más
penosa mendicidad, las que lograron sobrevivir.
Se ha visto también en esta lucha sin cuartel, actos de sublime
heroísmo, hábiles estratagemas y algunas inteligentes manifestaciones del
arte militar. Los americanos han pasado de una indisciplinada montonera a
un ejército organizado, y los hispanos han sustituido los tradicionales
sistemas bélicos de Europa por otros que se adapten mejor a la naturaleza
del medio geográfico y a las circunstancias. Podemos citar como un ejemplo,
el caso de la caballería española que en el comienzo de la guerra utilizaba el
sable como arma de combate, contra los jinetes llaneros de Colombia y
Venezuela, que peleaban utilizando lanzas con una enorme ventaja, a lo cual
se añadía la destreza de los soldados criollos avezados a la vida semisalvaje
de las llanuras, donde, desde la primera infancia, estaban ya familiarizados
con sus cabalgaduras.
Había otras diferencias que favorecieron a los americanos de manera
notable.
Los peninsulares estaban acostumbrados a las batallas con tropas
formadas en línea, al estilo de las contiendas napoleónicas. Los criollos
utilizaban la emboscada, la guerrilla, el asalto sorpresivo. Guando la
estrategia española evolucionó y se adaptó a estas contingencias, era ya
quizás demasiado tarde.
En tanto que la ley inexorable de toda dominación, esto es, la distancia
de las bases, la falta de interés por parte de gran número de soldados
criollos, obligados a pelear por un monarca lejano en los ejércitos realistas, el
desgaste sicológico y material en una contienda tan prolongada, y la
permanente hostilidad de los naturales, parecen ya afectar a los españoles.
La idea de tener al fin una patria y de ser los únicos dueños de sus propios
destinos, son, en cambio, el acicate para estimular el ánimo de lucha de los
americanos.
Y esto es precisamente, lo que entra en juego a partir de las 9 de la
mañana, cuando se inicia la acción.
La Tercera División patriota que consta de los batallones Bogotá,
Voltígeros, Pichincha y Caracas, con 2.100 hombres de infantería, está
mandada por el General José María Córdoba, y es la que soporta el peso del
ataque realista, restablece el equilibrio del combate e inicia la carga.
Todo ha de cambiar ese día. No solo el porvenir de media
Hispanoamérica, merced a las armas patriotas, sino las órdenes y el mando
por iniciativa de Córdoba. Y a fe que fue singular su forma de ordenar y
conducir el ataque. Cuando lo usual en un comandante de división era dirigir
las tropas desde la cabalgadura, lo cual le permitía mayor movilidad y
visibilidad, ante el estupor de los soldados, el joven General, luego de
desmontarse de su caballo y de quitarle el freno, lo mata de un certero golpe
de cuchillo, a tiempo que exclama:
“No quiero caballo que me permita huir de esta batalla”.
Y levantando luego su inseparable sombrero “panamá” en la punta de la
espada, ordena con voz vibrante:
“Soldados! Armas a discreción .... Paso de vencedores! ”

La singular voz de mando fue el preludio de una carga vigorosas


bayoneta, que destroza inicialmente el ala izquierda al mando del Mariscal
Villalobos, y luego el centro, comandado por el Mariscal Monet.
Pero esto no basta. El paso de vencedores es hasta el final. Y se cumplió,
cuando al frente de sus tropas domina la altura del Cundurcunca, toma
prisionero al Virrey Laserna y concluye así la gloriosa jomada.
La lucha ha sido sangrienta. 1.000 patriotas ente muertos y heridos, así
como 2.500 realistas que, junto con 2.000 prisioneros, señalan la liquidación
del último ejército español. Tres siglos de coloniaje habían concluido en
tremenda batalla.
Por una de esas ironías del destino, al mismo tiempo que Laserna,
último Virrey peninsular, estampaba su firma en las capitulaciones, también
Ffernando VII colocaba la suya para otorgarle el pomposo título de “Conde de
Los Andes” en reconocimiento a los servicios prestados a la corona. Cómo
andarían de locos los relojes de la historia!
En comunicación a Sucre, le dice Bolívar: “Ayacucho, semejante a Waterloo
que decidió los destinos de Europa, ha fijado la suerte de las naciones
americanas.
Si la suprema dirección de las operaciones había sido obra de Sucre, la
figura de mayor relieve en Ayacucho había sido ciertamente Córdoba. Esto le
valió el grado de General de División. Contaba entonces 25 años y acababa
de convertirse en el militar granadino de mayor prestigio, después de
Santander.
El ascenso, tan brillantemente obtenido, era la culminación de una vida
militar iniciada a los 14 años, por este soldado hecho para la lucha, valeroso
y arrogante, que, poseído por el orgullo de sus éxitos, amaba la vida
castrense. Sus finas facciones ocultaban un temperamento fuerte, agresivo y
franco, producto ciertamente del medio en el cual había transcurrido su
existencia. El que siendo apenas un niño, era ya un soldado, no podía tener
otro carácter, ni pensar, ni sentir en forma diferente.
Así mismo tenía que ser obviamente un celoso de la disciplina y la
jerarquía militar. En una palabra, un soldado a carta cabal. Y fueron
precisamente estas condiciones las que, a la postre, acabarían por perderle.
Porque si Córdoba era la personificación del soldado, carecía desde luego, de
la ductilidad del cortesano. Esa equívoca condición que comenzaba a hacerse
imprescindible.
En el manejo de la cosa pública había surgido un personaje nuevo, al
lado de Bolívar, al que Córdoba había conocido en Quito: Manuela Sáenz. Y
esa mujer que a la postre sería la mitad de su fatalidad, tenía no solo que
soportarse y adularse, sino que saber sufrir sus impertinencias, lo cual era
imposible de tolerar por un temperamento como el suyo.
Así surgieron las primeras dificultades que, lejos de arredrarle, lo
convertirían en el censor, sino de la conducta moral de la amante del
Libertador, sí de sus imprudencias y desatinadas injerencias y actitudes en
la vida política del país.
La línea seguida por Córdoba en esta materia, es ciertamente encomiable,
por cuanto fue de las personas cercanas a Bolívar, la única que tuvo el
valor de reprobar la conducta errónea de la “amable loca”, cuyas
repercusiones comenzaban ya a amenguar el prestigio del Libertador, sin que
éste, profundamente enamorado, pareciera darse cuenta de ello.
El punto de partida de las desavenencias de los dos, es el viaje que
realizan en abril de 1827, a bordo del bergantín “Bluecher”, a donde habían
ido a parar contra su voluntad luego de la rebelión del General Bustamante
en Lima, el 27 de enero anterior.
En realidad, el ánimo de los oficiales deportados no podía ser el más
amable. Luego de conducir las tropas a la victoria, sufrieron el arresto de los
soldados que hasta la víspera habían mandado, siendo expulsados en calidad
de elementos indeseables „„Cría cuervos y te sacarán los ojos”.
El orgullo de Córdoba, así como el de Manuela, eran proverbiales. De
modo que la menor ligereza sería suficiente para iniciar hostilidades. Los
fuegos, al parecer, los rompió Manuela, cuando increpó a Córdoba en la
forma hiriente que le era característica, por no haberse mostrado más firme
en su actitud contra los conspiradores, según creía ella, apreciación que no
compartimos en razón de su reconocida energía y probado valor.
Por su parte, el joven General, opinaba que los consuetudinarios
desplantes de la amante de Bolívar que tanto fastidiaban a la sociedad
limeña, había contribuido al resentimiento peruano.
Refiriéndose a estas escaramuzas, expresa el General Francisco Giraldo
que, “las impertinencias de esta señora y la manera de ser para con Córdoba
en la travesía, fueron causa de algunos desaires de parte del General, todo lo
cual motivó la enemistad que reinó después entre los dos, y que tan funesta
fue con el andar de los tiempos, al héroe de Ayacucho”.
Si bien la versión que dejamos expuesta de los hechos es perfectamente
válida, no es lo suficientemente clara. Cuáles fueron las impertinencias? Las
que dejamos relatadas y que recogen algunos historiadores? 0 hubo más en
el fondo del conflicto?
Si tenemos en cuenta el temperamento frívolo y la natural coquetería de
Manuela, es lícito suponer que en el bergantín posiblemente otro fue el
motivo de los desaires. Y más si sabe que al separarse de la oficialidad que la
acompañaba y continuar su viaje ya por tierra, de Guayaquil a Bogotá, no
fue su actitud la más correcta ni con el Capitán Briceño, ni con los cuatro
granaderos que entre los más apuestos del escuadrón escogió como escolta,
según lo relata Boussingault, que agrega: “Una indiscreción del Brigadier
hizo conocer los incidentes del camino”
Así que bien pudo ocurrir que en el barco de los deportados, uno de los
dos falló a las insinuaciones del otro. Cuál?
Recordemos que Bolívar no conquistó a Manuela, sino que fue
simplemente ella quien lo sedujo. Pero en el caso de Córdoba las cosas
pudieron orientarse en otro sentido. La posición ya la tenía adquirida. Así
que, qué aspiraba obtener del apuesto General? Aquello de que ciertamente
carecía Bolívar: Una figura atrayente, un hombre garboso y arrogante, quince
años menor. Esta puede ser la respuesta, un poco atrevida, pero muy
humana.
A lo mejor Córdoba, o no sentía atractivo por Manuela, y, orgulloso como
era, se fastidió de su coquetería y decidió no dejarse seducir? 0 fue
sencillamente por respeto a su superior, a quien siempre apreció, que se
mantuvo a distancia de Manuela?
Es factible que algo de esto ocurriera, y ella, herida en su amor propio al
ver el fracaso de sus acechanzas, se desatara en impertinencia.
Hallamos más lógicas estas reflexiones que suponer que las cosas se
hubieran producido a la inversa. Ponemos como válido el carácter liviano de
Manuela, que al decir de Miramón, “era una mujer que deliraba por el abrazo
viril, sin lograr calmarse una vez que lo había conseguido”.
Pero además, si hemos de tener en cuenta que ella había afirmado: “El
matrimonio no compromete a nada”, cómo no iba a pensar que el ser
concubina comprometía aún menos, así el amante fuera Simón Bolívar?
En otras palabras: la pasión erótica de Manuela no pareció conocer ni
freno moral, ni familiar, ni social.
Así mismo, no se nota en ella rasgo alguno de delicadeza, de ternura, en
fin de eso que se llama feminidad. Recordemos sus cartas que carecen de
expresiones afectivas y tiernas, en contraposición con las de Bolívar que son
como las fumarolas de un volcán en permanente erupción romántica.
A una mujer de tal temperamento, en esto que fue la guerra de dos
pavos, tenía que herirla profundamente el fracaso, el sentirse rechazada. Viva
y sagaz como era y además, para cubrir las apariencias, o en previsión de
que hasta Bolívar llegara algún chisme sobre lo ocurrido en la travesía, se
apresuró presumiblemente a referirle lo contrario a lo ocurrido. A juzgar por
la anécdota que no por conocida dejamos de referir a continuación, haciendo
la salvedad de que, de ser cierta, no pasó el resentimiento de Bolívar de una
simple expresión, por cuanto sus afectos hacia Córdoba no sufrieron
modificación, como tampoco los de este. La anécdota en referencia es la
siguiente:
En Lima había quedado el más famoso de los caballos del Libertador,
esto es, el Palomo, que un día del mes de Julio de 1819 le regalara Casilda, y
el que viajó en el mismo navío que nuestros personajes. Conocidas las
excelentes condiciones del animal, Córdoba exigió que se lo ensillaran en
Quito y en él llegó a Bogotá, como es de suponer denegada la cabalgadura
tras el penoso viaje. Al tener Bolívar conocimiento de lo ocurrido, increpó al
responsable del hecho, diciéndole:
Carajo ! ...... Como usted no se pudo montar en Manuela, resolvió vengarse
tirándose el Palomo !

No sobra repetir que estas disquisiciones son hipotéticas, ni


improbables, ni imposibles. Algo pudo haber sucedido entre los dos, cuando
surgió tan prolongada animadversión. Estos casos no son raros en la
historia. Recordemos, para no hablar demasiado, lo que le paso al casto José
con la liviana mujer de Putifar.
Así concluía la campaña del Perú que iniciada con los más nobles
ideales, había de ser por muchos motivos, uno de ellos Manuela, el punto de
partida de rencillas y antagonismos que condujeron a la lucha abierta a dos
de las máximas figuras de la causa libertadora, cada uno en su medio, como
gestoras de la independencia peruana.
Recordemos igualmente que las continuas exigencias de dinero hechas
por Bolívar, la petición nada menos que de 12.000 soldados, la amenaza de
renunciar y sus duros e injustificados reproches a Santander, quien
haciendo verdaderos prodigios en razón de lo exiguo de los medios, trataba
de complacerlo sin lograrlo, fueron así mismo uno de los orígenes de sus
diferencias.
Por los apartes de la carta del 10 de mayo de 1824 que transcribimos a
continuación, podrá apreciarse hasta donde estaba dolorido el ánimo de
Santander contra las exorbitantes peticiones de Bolívar y por su falta de
consideración cuando éste, no obstante su diligencia, era impotente para
satisfacerlo:
“Yo tengo honor, General, y mi conducta no merece de nadie y menos de
usted, una acusación tan injusta y arbitraria. Demasiado he hecho mandando
algunas tropas al Sur Yo no tenía ley que me prescribiese enviar al Perú
cuanto usted necesitare o pidiere. Al sepulcro iré con el dolor de haber oído
semejante acusación, al cabo de catorce años de servicios fieles y constantes. Yo
no quisiera que en la ilustre carrera de usted hubiera esta nota de injusticia
Adiós, mi General, aunque muy lleno de sentimiento con usted, no por eso dejare
de ser eternamente su admirador, su panegirista y su amigo”
Concluida esta breve cuanto necesaria recordación de las relaciones entre
Bolívar y Santander, por esa época, regresemos a las del primero con Córdoba,
por cuanto se trata del tema central de este relato.
Hemos dicho que una de las cualidades del héroe de Ayacucho era ser un
constante celoso de la disciplina castrense, y como tal lo fue con el Libertador en
quien veía su superior jerárquico. Para ese tiempo aún no se había dejado seducir
por las ideas que, hábilmente presentadas a través de las suaves maneras de una
mujer, habrían de constituirse en la otra mitad de su tragedia.
En esa fidelidad entendida no solo en función de disciplina, sino de sincera
amistad, tenemos necesariamente que ver la actitud asumida por Córdoba el 13
de junio de 1828, cuando fue precisamente el alma de la reunión en la cual se
suscribió el Acta que desconocía las determinaciones de la Convención de Ocaña,
se revocaban los poderes a los diputados de Bogotá y se entregaba el poder en
manos de Bolívar. Esto es, el héroe de Ayacucho fue uno de los artífices de la
base deleznable sobre la cual se asentó el gobierno del Libertador Presidente,
para unos, o del Dictador, para otros, y en el que colaboró estrechamente en la
destacada posición de Jefe de Estado Mayor.
Entre las providencias iniciales que se tomaron a raíz del atentado del 25 de
septiembre, fue la creación de un tribunal especial para juzgar a los
conspiradores, integrado por cuatro militares y cuatro civiles, en el que, además
de Córdoba, que era la persona de más jerarquía, hacían parte del mismo los
Generales Francisco de P. Vélez, José M. Ortega y el Coronel Joaquín París, así
como el Ministro de la Alta Corte, doctor Francisco Pereira, el Fiscal de la Corte
Superior, doctor Joaquín Pareja, el doctor Manuel Álvarez y el doctor José
Joaquín Gori. Catorce sentencias a muerte, once a presidio, siete a confinamiento
y seis a destierro, fueron el parte de misión cumplida.
Si a las anteriores muestras de mutua confianza se agrega la orden dada por
Bolívar de hacer salir de palacio a una dama, por haber hecho alusión a una
posible conjura, de la cual Córdoba tenía conocimiento, según ella, se comprende
la alta estima que el Presidente profesaba a su Jefe de Estado Mayor.
Córdoba por su parte, sabía corresponder a esa confianza, con la franqueza
que le era habitual. A raíz del grotesco episodio urdido por Manuela, en el cual se
fusiló en la Quinta la efigie del General Santander, tuvo el carácter de protestar
ante Bolívar por el hecho, recibiendo en respuesta una carta en la que éste le
dice:
“En cuanto a la “amable loca”, qué quiere usted que yo le diga? Usted la
conoce de tiempo atrás; yo he procurado separarme de ella, pero no puedo nada
con una resistencia como la suya; sin embargo, luego que pase este suceso,
pienso hacer el más determinado esfuerzo para hacerla marchar a su país, o a
donde quiera”.
Como muy bien puede verse, ya para aquellos días Bolívar estaba dispuesto
a tirar a Manuelita por la borda, y aunque así no ocurrió, días después ella lo
ayudó a tirarse por una ventana.
Con todo, Manuela se quedó, y como es lógico suponer, el incidente aumentó
la animadversión que ella sentía por el joven General. Pero había otro personaje
del régimen que tampoco profesaba afecto a Córdoba. Se trataba del Ministro de
Guerra, el General Rafael Urdaneta, el cual en carta del 14 de noviembre de 1828,
decía a su coterráneo el General venezolano Mariano Montilla, a causa de la
dimisión del primero, por desacuerdo con el Ministerio, a raíz de los procesos
septembrinos, que Bolívar le había pedido que continuase: “ no había quién
me reemplazara, que Córdoba no tenía ascendiente, ni aún merecía la confianza,
(esto muy en reserva)”.
Lo de la desconfianza no era en manera alguna cierto, como lo hemos
visto,' así que la frase de Urdaneta no entrañaba más que dos sentidos: o un
perverso deseo de desacreditarlo, teniendo en cuenta su reconocida mala
voluntad hacia los militares granadinos, o una desconfianza personal, en la
cual inmiscuía al Libertador. Y si tal desconfianza personal existía, no sería
porque sospechaba que el Jefe de Estado Mayor no estaría de acuerdo con el
Ministro de Guerra en los planes monárquicos que éste ya maquinaba?
Creemos que sí, tal como vamos a analizarlo,
Los planes monarquistas de Urdaneta comprendían un rey trasplantado
de una nación extranjera, que en este caso sería Francia, tal como ya lo
dijimos en el capítulo anterior. El primer soberano sucedería a Bolívar, pero
se mantendría el régimen militar.
No vamos pues a extendemos más sobre detalles realistas, porque lo que
nos interesa es la oposición contra este proyecto, lo mismo que las
consecuencias que tuvo para el más joven de los generales patriotas.
La intriga internacional contaba entre los opositores con el representante
diplomático de Inglaterra, señor Henderson, según lo anotamos, y cuya hija
Fanny era no sólo la prometida de Córdoba, sino el instrumento utilizado
para que éste saltara a la palestra.
A través de Fanny Henderson fue Córdoba relacionándose con ingleses,
los que siendo enemigos declarados del propósito realista, lo fueron
imbuyendo de la idea de rebelión, como medio para enfrentarse a semejantes
propósitos, tul como lo refiere von Hagen. Inglaterra se daba cuenta de que
su influencia sobre unos países recién nacidos a la libertad, y que por su
penuria económica dependerían de ella, pudiera ser malograda políticamente
por los franceses, con quienes no tenían en esos momentos relaciones muy
cordiales a consecuencia de las guerras napoleónicas.
En las amables veladas en casa del agente británico, y teniendo a su lado a
la encantadora prometida de la cual estaba cada día más enamorado, se trataban
sin recelo los problemas nacionales y se halagaba su conocida vanidad, que ya
creía ver en el futuro enlace una segura protección inglesa.
Había otro tema imprescindible, y era el relacionado con la posición de
Manuela Sáenz en el evento de la supuesta monarquía. Era ya ampliamente
conocido que los negociadores franceses, el Conde de Bresson y el Duque de
Montebello, habían tenido largas y cordiales entrevistas con ella, tal como lo
relata Boussingault, y, según se afirmaba, estaban relacionados con su porvenir
al respecto, que sólo ofrecía dos opciones para el caso de que Bolívar aceptara la
corona: convertirla en reina, o colocarla en la condición de Favorita Consorte, al
estilo de Madame Du Barry, con título nobiliario, desde luego.
Semejantes lisonjas, finamente presentadas por los hábiles
diplomáticos, que buscaban así su apoyo para convencer al indeciso amante,
debieron llenarla de júbilo. Pero si la “amable loca” se esponjó como un pavo
con tan tentadora perspectiva, el otro pavo, —Córdoba, — enloqueció de ira
ante la inminencia de algo que a su juicio, si es que no lo perdió con la
noticia, era imposible de tolerar.
Así se lanzó el héroe de Ayacucho a la aventura de una rebelión,
animado por el amor de una mujer y cegado por la inquina a otra.
Es bueno anotar que el movimiento de Córdoba tenía una clara
inspiración nacionalista. De una parte, iba contra la preeminencia militar de
los venezolanos en los cargos públicos del gobierno dictatorial, y de otra,
contra la excluyen- te preponderancia de una oficialidad europea, inglesa en
su mayor parte, en los altos mandos del ejército.
Desde luego, no toda la oficialidad era mercenaria, pues en ella había
uno que otro elemento de significación, pero la mayor parte estaban
sirviendo a la causa de la independencia y en las pocas posiciones de mando,
simplemente por la remuneración que recibía. Ello explica por qué no existía
afinidad de criterio entre la oficialidad británica a órdenes del gobierno, y la
representación diplomática de Inglaterra.
El prestigio de Córdoba, como ya se dijo, era considerable dentro de la
oficialidad granadina y sus hazañas e intrépido valor, ampliamente
conocidos, le habían abierto el aprecio de las tropas y de la población civil.
En esta forma, su pronunciamiento despertaba necesariamente simpatías de
una y otra parte.
El terreno propicio para sus planes era necesariamente Antioquia, de
donde era oriundo, y donde contaba con el apoyo de su hermano Salvador
Córdoba que era
Comandante General de Armas, y del Gobernador Jaramillo que era su cuñado.
En tales condiciones y casi sin oposición alguna ocupó Medellín, donde
tomó cerca de 2.000 fusiles y abundante munición, así como las rentas
públicas, proclamándose luego Comandante en Jefe del Ejército de la
Libertad, y declarando vigente la Constitución de Cúcuta. Esto ocurría en el
mes de septiembre de 1829, y en forma simultánea, con el pronunciamiento
del santandereano Comandante Fermín Vargas, Gobernador del Chocó.
La revuelta comenzaba a extenderse. Se iba, como dice un historiador, a
“libertar a Colombia de sus libertadores”.
Qué reacciones produjo en Bogotá el levantamiento?
Como era lógico suponer, una de carácter sentimental y otra de tipo
político y militar. Veamos cómo nos describe von Hagen la primera:
“A través de sus lágrimas Fanny Henderson escribió a Córdoba,
pidiéndole que fuera prudente, diciéndole, con frases de amor gastadas por el
tiempo, que ella se moriría de pena si algo le sucediera”.
Por su parte, en la noche del 26 de septiembre, Manuela se encontraba
cenando con Urdaneta, cuando se tuvo conocimiento de los hechos. Qué
podía esperarse de este rencoroso binomio, al cual la ocasión ponía en sus
manos la suerte del héroe de Ay acucho?
Simplemente lo que hicieron. Movilizar de inmediato las tropas
necesarias para aplastar sin contemplación alguna la rebelión. Pero como era
más que dudoso que las nacionales procedieran contra su admirado y
querido jefe, se escogió la Columna de Occidente, de Venezuela, integrada
como es de suponer, en su totalidad por soldados de ese país, al mando del
extranjero General Daniel Florencio O‟Leary, a quien Bolívar definió en la
forma poco honrosa como un “áspid escondido entre flores”. Los restantes
jefes de los cuerpos que la integraban, eran igualmente extranjeros:: Jefe de
Estado Mayor, el Coronel inglés Tomás Murray, Comandante de los
Cazadores, el Coronel italiano Carlos Castelli; Comandante Segundo de
Cazadores, el Coronel alemán Enrique Lutzen; Comandante de la Caballería,
el Coronel inglés Richard Crofton, edecán de Bolívar, íntimo amigo de
Manuela Sáenz y amante de su esclava Jonatás, el mismo que dio la orden de
fuego al pelotón que fusiló en efigie a Santander, y posteriormente condujo
unte la presencia de Manuela a algunos comprometidos en el atentado
septembrino, para que ella los interrogara. Mencionamos finalmente a
Ruperto Hand, el irlandeses que dio muerte a Córdoba.
El jefe sublevado esperó las tropas enviadas por Urdaneta en el
Santuario, donde se inició la acción el 17 de octubre de 1829, con una carga
ordenada por Castelli. Al ser rechazada por Córdoba, determinó una retirada
estratégica, cela da en la que cayeron las bisoñas tropas rebeldes, no
obstante el esfuerzo de su comandante para contenerlas. Este error táctico
significó la derrota, después don horas de combate.
Con unos pocos hombres se refugió ya herido en Casa de Teja, donde
fue ordenado a Castelli y Hand por parte de O‟Leary, atacados sin dar
cuartel. Así llegó el trágico fin de Córdoba, cuando tendido en el suelo a
consecuencia de su* heridas, fue rematado a sablazos por Hand, a pesar de
haberle manifestado el General que se había rendido. Infame acción la de
este mercenario: matar a un militar que se rinde, es simplemente asesinarlo.
Todo en el aciago final había sido foráneo, salvo la mano compasiva del
bumangues Sinforoso García Salgar, quien tomó a su cuidado la conducción
del cadáver a la vecina población de Marinilla.
No se entienden ciertos contrastes. Cuando se sublevó José Antonio
Paéz para desmembrar la Gran Colombia, fue halagado por el Libertador,
luego de burlarse de la orden del Congreso que lo citó a rendir cuentas por
su actitud subversiva. En cambio, a Córdoba se le venció, y la vida de este
heroico granadino fue cegada por manos extranjeras.
Refiriéndose al episodio del héroe de Ayacucho, dirá Bolívar en carta a
Urdaneta poco antes de su trágico final: “En medio de tantos chismes y
enredos contra Córdoba, yo me mantuve siempre en su favor; y después de
mi noble comportamiento resulta que él cree que yo lo he mandado matar.
Nunca lo he pensado contra Santander ni contra otros monstruos, e iba a
hacerlo contra un hombre benemérito, de quien nunca he tenido que
quejarme de la menor falta”.
No poco debieron pesar estos conceptos en la conciencia de Urdaneta, si
tenemos en cuenta que en un mensaje anterior al que acabamos de citar,
dirigido por el Libertador a Córdoba a través del general venezolano, que éste,
en su afán de causarle daño, se cuidó muy bien de no entregárselo, a tiempo
que Bolívar le pedía cordura, le manifestaba: “Yo he sido confiado siempre y
usted siempre leal; por lo mismo, no cabe semejante flaqueza de nuestra
parte".
Ciertamente Urdaneta, afectado de una insaciable voracidad de poder,
sólo aspiraba a eliminar los militares granadinos que podían constituir un
obstáculo a sus oscuros designios. Córdoba era indudablemente el más
insigne de ellos, después de
Santander, y por ende su más molesto rival.
Poco después de estos hechos, abandonaba el país el cónsul inglés
Henderson, declarado persona no grata por su intromisión en los asuntos
internos de la nación, y con él su hija Fanny, quien luego contraería
matrimonió con un prestante abogado londinense.
Para finalizar, diremos que el 9 de junio de 1831, la madre del héroe,
doña Pascuala Muñoz de Córdoba, envió al General José María Obando las
charreteras que su hijo lució, y que posteriormente su hermana doña
Mercedes Córdoba de Jaramillo, obsequió al General José Hilario López la
Banda de General de División que su hermano había ganado en la Batalla de
Ayacucho.
CAPITULO XXI

Carmen y Marcela Espejo.

Un lupanar, un crimen, y la disolución de la Gran Colombia.

De soldado de la Independencia a matón de barriada Un episodio en el


que todo fue negro.

Un magistrado venezolano asalta el tesoro público y trama la desmembración


grancolombiana.

La patria del Libertador expatría al General Simón Bolívar.


Era negro de raza, cojo por accidente y por añadidura, venezolano de
nacimiento, Tenía una cultura tan oscura como el color de su piel. Rudo,
atarván y pendenciero. Pero, eso sí, valiente como un perro pastor alemán.
Se llamaba Leonardo Infante, natural de Maturín. Desde joven abrazó con
pasión la causa de la independencia, al lado del General José Antonio Páez.
Su arrojo temerario, su coraje y su odio a los chapetones le valieron ascenso
en La batalla de las Queseras del Medio, y en la del Pantano de Vargas fue
hecho Coronel por el propio Bolívar al final de la acción.
A partir de su ascenso al coronelato, el negro Infante tuvo lo que los
siquiatras llaman “un cambio de conducta”. Se hizo un perdonavidas, un
buscapleitos habitual que andaba casi todas las noches por el turbulento
barrio de San Victorino atemorizando las gentes con sus insultos, desplantes
y truhanerías. Y lo hacía con su uniforme puesto, con el sable al cinto,
charreteras doradas y una lanza en la mano. Desde lejos se conocía su
presencia por sus gritos destemplados, y las tienduchas y chicherías del
sector se cerraban al advertir que se acercaba con sus compinches.
Como se dijo, esa barriada que en 1824 era prácticamente el límite de
Santa Fe por el lado occidental, era turbulenta» Un hacinamiento de sórdidas
viviendas, tiendas y tabernas, sin que faltaran malolientes prostíbulos, que
generalmente combinaban su negocio de mercancía humana con expendios
de chicha y aguardiente»
Tal era el ambiente predilecto del Coronel Infante. El vecindario lo
detestaba y le temía. En una de las destartaladas casuchas de San Victorino
vivía otro personaje dedicado a la profesión más antigua del mundo. Era una
dama de alquiler, de nombre Carmen Espejo. Ejercía su turbio comercio
mimetizado con una fritanguería. Un sucio mostrador con unos taburetes de
baqueta alrededor de una mesa en la cual se servían los “piquetes” de costilla
de cerdo, con las infaltables papas chorreadas de la sabana, constituían el
menaje exterior, detrás del cual, separados por una sucia cortina, había tres
cuartuchos; uno de ellos lo ocupaba Carmen, el otro, una hija de 19 años,
muchacha regordeta, de gruesos perniles y senos prominentes, propietaria de
unos bonitos ojos, piel acanelada y un pelo peinado en trenzas largas sobre
los firmes lomos.
Infante frecuentaba ese establecimiento y no solo le hacía honores a la
culinaria criolla, sino que compartía el lecho con la complaciente Carmen,
mientras simultáneamente galanteaba y trataba conquistarse a la muchacha.
Detrás de ella y desde luego con idénticas intenciones, andaba otro
oficial venezolano, el Teniente Francisco Perdomo, a quien Infante miraba
con explicables malos ojos, aunque eran aparentemente amigos. El también
iba con alguna frecuencia a la casa de las Espejo y trataba de ganarse los
favores de la apetecible joven, con regalos de pequeña cuantía. Pero Carmen
no ocultaba sus preferencias por Infante, y trataba de disuadir a su hija
Marcela de cualquier posible enredo con Perdomo. Ella era calculadora y,
como todas las de su oficio, no tenía más objetivo que el dinero. Infante era
un Coronel y el otro estaba en peldaños e ingresos, bastante más abajo.
Las mujeres de vida airada tienen, en general, la conciencia tan
negociable como su cuerpo. Desde luego, no deja de haber excepciones.
Algunas de ellas defienden sus hijas con verdadero celo, para evitar que
caigan en el barro donde transcurre su vida. Muchas de estas son
conscientes de su miseria moral, y no pocas logran un porvenir hasta
decoroso para las hembras que engendraron de padres conocidos pero no
identificables.
Pero Carmen tenía alma de proxeneta. Su carrera profesional la degradó
a las más inconfesables transigencias, y sin ningún reato ni escrúpulo hizo el
insano cálculo de lo que podía representar en monedas la venta de su propia
hija. Y ese trato infame se concertó con Infante, quien se lo propuso con
descaro y desvergüenza.
En principio, Carmen simuló sentirse ofendida, y usando el lenguaje
habitual de las de su clase, le rechazó la oferta con el léxico acostumbrado en
los lupanares. Pero el venezolano sabía que el terreno era fácil, y mejoró la
postura lentamente, hasta llegar a ofrecerle por la muchacha cincuenta
pesos. La suma era más que tentadora, por el poder adquisitivo que tenía en
esos tiempos la moneda nacional.
Se cerró el trato y, con la desfachatez que caracteriza a las de su oficio,
Carmen hizo saber a Marcela lo que había concertado con su ocasional
amante. Infante abonó a la maternal traficante un escudo, esto es, el
equivalente a dos pesos, como cuota inicial.
Los quehaceres del Coronel junto a la mal habida muchacha, no le
impidieron la reanudación de sus francachelas y rondas agresivas por San
Victorino. En ellas lo acompañaban casi siempre dos hombres de piel y alma
tan oscuras como las del militar. Eran estos, un hermano suyo, cuyo nombre
no citan los cronistas, y el mulato Jacinto Riera, para demostrar que, como
dice don Florentino González en sus Memorias, “todo era negro en este
drama”.
Poco después del toque de Animas iniciaban el recorrido de las oscuras
callejas, cantando a voces destempladas una guabina, posiblemente
aprendida en su» correrías por los campos de Boyacá. El desafinado coro era
el toque de retira da para los amedrentados vecinos, por cuanto sabían que
los tres eran capaces de atropellar e insultar a quienes encontraban a su
paso.
La pecaminosa luna de miel no duró mucho. Carmen tuvo un altercado
violento con Infante, que pinta muy a las claras la condición truhanesca de
este oficial condecorado por las balas en la campaña del sur, que le
proporcionaron su cojera vitalicia.
En vista de que el saldo de la deuda no se cancelaba, la proxeneta fue
cualquier día, llena de indignación, a cobrarle los cuarenta y ocho pesos
restantes a la casa del negro, situada en el mismo sector santafereño. Al
conocer infante el objeto de la inesperada visita de su ex—amante, arremetió
contra ella a latigazo limpio, dejándole la espalda salpicada de brenchas y
doloridos moretones. La mujerzuela lloró y maldijo ante la afrenta recibida,
en presencia del vecindario, pero no se sintió capaz de oponerse a que el
Coronel continuara frecuentando su casa, cada vez que lo deseaba, para
unirse con Marcela. El terror que le produjo lo ocurrido no le permitió en
adelante formular reclamo alguno.
Una noche se hallaba Infante departiendo en la tienducha de Carmen, y
cuando se disponía a iniciar el acostumbrado recorrido con sus compañeros
de andanzas, llegó el Teniente Perdomo. No hubo saludos cordiales, como
correspondía a camaradas, sino frases despectivas e irónicas por parte del
Coronel, quien no ocultaba así el fastidio que le producía la presencia del
recién llegado. Indudablemente eran los celos los que inspiraban tal
recibimiento, y como el Teniente no se retirara, vino luego una agria
discusión y el consabido cruce de palabras en tono desafiante, hasta que
Infante notificó a Perdomo que no se le atravesara más en el camino, porque
estaba dispuesto a romperle las costillas a sablazos.
Esto ocurría en la noche del 23 de julio de 1824. Ante la gravedad, de la
amenaza, y sabiendo que Infante hablaba en serio. Perdomo salió
apresuradamente de allí y al verse perseguido de cerca por la pandilla,
emprendió rápida carrera hacia el cercano puente. El grupo se perdió en las
sombras. Instantes después se escuchó una carcajada de Infante. Luego
alcanzó a percibirse la caída de un cuerpo en las turbias aguas del río San
Francisco. Corrieron unos minutos, y a lo lejos se oyeron las voces de los
pandilleros que coreaban estrofas obscenas.
Al amanecer, las gentes madrugadoras del sector hallaron bajo el arco de
piedra el cuerpo de Perdomo, con un lanzazo mortal en el pecho. El reloj que
portaba en el bolsillo de su casaca marcaba las diez, hora en que se
desarrollaron los hechos ya Referidos.
El lector andará un tanto extrañado por un relato de tan vulgar fondo,
que muestra episodios acaecidos en un escenario de barriada, cuyos detalles
hay que manejar con pinzas desinfectadas, para poder trasladarlos a este
capítulo, buscando no salpicar a quien los lea con el lodo de tan sucio
ambiente. Sobre todo si se trata de presentar temas históricos, por qué había
necesidad de buscarlos en el ámbito de un prostíbulo?
La historia es así. En ella hallamos miserias, dolores, pequeñeces y
grandezas que se acumulan o se encadenan, y nadie sospecha que ciertos
hechos pueden generar consecuencias tan transcendentales como
inesperadas. Muy pronto se verá cómo de una compraventa infamante como
la que hizo Carmen Espejo de su hija Marcela y de un crimen estigmatizado
por la cobardía se derivaron acontecimientos políticos que cambiaron el
rumbo de la historia nacional.
Por algo dijo Voltaire: “La historia de los grandes acontecimientos del
mundo es apenas la historia de sus crímenes”. Y Emerson anota: “No hay que
ser tan profundos al analizar la historia, pues frecuentemente las causas son
totalmente superficiales”.
Es apenas natural que este asesinato causara inusitado revuelo en
Santa Fe. En efecto, todas las gentes, desde las más encopetadas hasta las
más modestas, lo comentaron de mil maneras haciendo conjeturas y
adivinando motivos. Pero en medio de tantos comentarios y versiones, todos
coincidieron en anticipar que el autor del crimen no podía ser otro que el
Coronel Infante. El indicio más revelador fue la herida que el cadáver
presentaba y que no ofreció dudas de que fue causada con una lanza, una
lanza que siempre llevaba en sus rondas nocturnas el negro venezolano. Por
tal indicio, así como el detalle revelador del reloj, se orientó la autoridad para
hacerlo aprehender.
Grandes precauciones tuvieron que ser tomadas para capturarlo. Todos
sabían de la ferocidad de este hombre siniestro y vigoroso, capaz de cualquier
cosa para defenderse. Así que se determinó enviar una escolta mandada por
otro negro, el Capitán Meléndez, el cual logró detenerlo en su propia casa.
Varios oficiales se habían negado a cumplir la misión, por aquello de que
todo mundo es dueño de su propio miedo.
El sector de la ciudad más agitado por los acontecimientos fue,
naturalmente, el de San Victorino, cuyos moradores respiraron tranquilos y
pudieron en adelante dormir sin sobresaltos. En tanto, en cada esquina se
formaban corrillo», y en las tiendas y chicherías no se trataba tema distinto al
de la muerte de Perdomo y la presión de
Infante, en varias paredes del barrio aparecieron letreros que decían: “San
Victorino libre”.
Nada pinta mejor el carácter de Infante que los conceptos que sobre el
Bolívar, en carta a don Femando Peñalver: “Nadie lo amaba y lo estimaba
más que yo; pero tampoco nadie era más feroz que e1. Mil veces había dicho
antes que su instinto único y universal era matar a los vivientes y destruir a
lo inanimal, si veía un perro, o un cordero, le daba un lanzazo, y si una casa,
la quemaba. Todo en mi presencia. Tenía una antipatía universal. No podía
ver nada parado. A Rondón, que valía mil veces más que el, lo quiso matar
mil veces. Con esto he dicho todo”.
El proceso investigativo se inició con toda diligencia, y como es obvio, la»
primeras llamadas a rendir declaración fueron precisamente Carmen y
Marcela Espejo. Las dos, calzadas con limpias alpargatas y vistiendo la
tradicional indumentaria de falda amplia “pancho” azul, blusa de descote
redondo, sombrero de jipa y pañolón de flecos, se presentaron las mujeres al
requerimiento del Juez. Muy asustadas cruzaron sus dedos cuando fueron
juramentadas, y con explicable nerviosismo relataron los detalles que
antecedieron al asesinato y que son los mismos que el lector conoce.
El otro declarante fue el mulato Jacinto Riera, quien corroboró lo dicho
por ellas en lo referente a las amenazas de Infante a su víctima, pero negó
que hubiera acompañado a su compinche en el momento del crimen.
La celeridad con que marchó el proceso fue tal, que solo duró tres
semanas, al cabo de las cuales, o sea el 13 de agosto de 1824, Infante fue
sentenciado a muerte. En realidad, no había más testimonio, y si bien no
existieron pruebas concretas para sindicación, ésta podía establecerse con el
complemento de indicios comprometedores. No obstante, Infante negó en
todo momento la comisión del crimen.
El Presidente de la Alta Corte de Justicia, doctor Miguel Peña, dice en su
defensa posterior ante el Senado, que la votación de la causa por parte de los
tres ministros y los dos jueces militares, tuvo el siguiente resultado: Coronel
Encino- so, por la absolución. Coronel Obando, a muerte. Doctor Azuero, a
muerte. Doctor Restrepo a degradación y diez años de presidio. Doctor Peña,
absolución.
La votación como puede observarse, resultó un empate entre la vida y la
muerte del sindicado. Hubo un voto, el del doctor Restrepo, que fue
considerado como de vida para el acusado, ya que pedía prisión y
degradación como se dijo, pero los partidarios de la condena a muerte no lo
aceptaron así, planteándose una controversia jurídica que tuvo como
resultado el nombramiento de un Conjuez, que lo fue el doctor José Joaquín
Gori, quien agregó su voto a muerte.
Parece que hubo demasiada premura en el proceso, en parte motivada
por instigación de los doctores Francisco Soto y Vicente Azuero, los cuales a
todo trance pedían la pena capital para Infante. A lo anterior se añadió un
error de procedimiento en el consejo inicial, pues según el reglamento
llamado de San Félix, por tratarse de un Coronel, se exigía la concurrencia de
dos Generales, requisito que se omitió en el Consejo de Guerra. Esta falla
jurídica, al ser impugnada por el defensor del sindicado originó la nulidad del
proceso, que fue devuelto al Comandante General y se procedió entonces
para subsanar la anomalía, a nombrar a los generales José Miguel Pey y
Federico Eben, quienes a su vez lo condenaron a la última pena.
El doctor Miguel Peña, como presidente de la Alta Corte, sostuvo la
invalidez de la sentencia, por considerar que se basó en una pluralidad
relativa, esto es, por simple mayoría, y no por una pluralidad absoluta que
requiere la mitad más uno de los votos, según el artículo 19 de la Ley de
Tribunales y el 188 de la Constitución Nacional. Por este motivo se negó a
firmar la sentencia.
Los abogados Soto y Azuero, especialmente, en su empeño de hacer
fusilar a Infante, enmarañaron el trámite del proceso, en forma que se
mezclaron leyes y disposiciones de la Colonia Española con normas de la
constitución de 1821, sin que al final de cuentas se pudiera establecer la
base republicana o colonial para adelantar la causa contra el Coronel. De
esta caótica situación surgió la determinación del doctor Miguel Peña de no
firmar la sentencia, como ya se dijo, a lo cual dada su posición estaba
formalmente obligado.
El ovillo se desenredó cuando la Alta Corte de Justicia, ratificando la
sentencia del Consejo de Guerra de Oficiales Generales, dispuso el 22 de
marzo de 1825 que era llegado el caso de cumplir la sentencia acordada el 11
de noviembre de 1824, y dar traslado del auto al Comandante General del
Departamento para la inmediata ejecución del condenado.
En los largos y penosos días de la prisión, Infante tuvo ocasión de
conocer a una muchacha que formaba parte del grupo de familiares y amigos
de uno de sus compañeros de cautiverio. Era ella agraciada, de tez blanca,
había nacido en
Popayán y se llamaba Dolores Caycedo. Este fugaz romance entre rejas,
tuvo como epílogo un enlace matrimonial que al parecer no alcanzó a dar
frutos, pero que fue lo único blanco que presenta la vida de este hombre
tormentoso.
Infante fue ejecutado el 26 de marzo de 1825. Santa Fe ya estaba
acostumbrada a esta clase de macabros espectáculos que fueron tan
frecuentes durante el terror, lo cual no impidió la enfermiza curiosidad de las
gentes que desde temprano ocuparon los sitios que permitieran presenciar el
fusilamiento hasta en sus más mínimos detalles.
El reo salió de su prisión rumbo a la plaza mayor, y en el recorrido dio
muestras de pasmosa sangre fría. Al pasar por el puente de San Francisco,
mirando hacia los balcones donde se agolpaba la gente, dijo a sus
guardianes:
“Ahora me acuerdo que hace cinco años entré triunfante por estas
calles, y aquí voy para el suplicio”.
Ya en la plaza, frente al cadalso, alzó la voz y miró hacia el palacio de
gobierno, diciendo:
“Este es el pago que se me da. Quien lo hubiera sabido! Dicen que
Infante está aborrecido de la ciudad de Santa Fe; Levante alguno la mano y
diga en que' lo ofendí: Yo voy al suplicio por mis pecados y porque soy un
hombre guerrero, pero no por haber matado a Perdomo: Soy el primero, más
otro seguirá detrás de mí”.
En el patíbulo, se dirigió al Comandante General y le pidió
indirectamente que cuidara de su esposa. Luego solicitó al confesor que le
fuera permitido dar la voz de fuego a la escolta. El religioso le contestó que
debía morir con humildad, a lo cual Infante replicó no sin lógica:
“Yo no me mando quitar la vida, sino que ya lo tienen así mandado; Yo
solamente mando la ejecución”.
En este momento crucial hubo un rasgo caballeresco. El General Barón
de Eben se acercó al condenado y descubriéndose le dio un saludo
respetuoso de despedida. El Barón hizo parte del tribunal que dictó la
sentencia.
Infante le correspondió manifestándole:
“Señor General, en la otra vida nos veremos”
Con innegable valor pidió que le permitieran recibir la descarga de pies,
lo cual se rechazó. Sus últimas palabras, dirigidas a la multitud silenciosa y
espectante fueron:
“Infante muere, pero no por la muerte de Perdomo”
Se oyeron las voces de mando y las balas se encargaron de silenciar su
voz para siempre.
Don José Manuel Groot fue testigo de que, cuando el sentenciado
pasaba frente a la casa de Gobierno, el General Santander que se hallaba
ubicado detrás de las vidrieras de su gabinete, lo vio, y al observar que
Infante podía darse cuenta de ello, dio un paso atrás en momentos en que
este dirigía la mirada hacia el balcón.
Una vez cumplida la ejecución, el Vicepresidente salió a la plaza sobre su
corcel y frente al cadáver del ajusticiado arengó a la tropa. De esta se destaca lo
siguiente que hemos tomado del mismo historiador:
“Soldados. esas armas que os ha confiado la República no son para que
las empleéis contra el ciudadano pacífico, ni para atropellar las leyes; son
para que defendáis su independencia y libertad; para que protejáis a
vuestros conciudadanos y sostengáis invulnerables las leyes que ha
establecido la Nación. Si os desviáis de esta senda, contad con el castigo,
cualesquiera que sean vuestros servicios”.
En el inicio de la misma se había expresado:
“Mientras el Coronel Infante empleó su espada contra los enemigos de la
República y la sirvió con fidelidad y bizarría, el Gobierno lo colmó de honores
y recompensas; pero la ley descargó sobre él todo su vigor, el día en que,
olvidando sus deberes, sacrificó alevosamente a un ciudadano, oficial
también de la República”.
La palabra “alevosamente”, expresada por Santander en su arenga, debe
considerarse como fruto de la emoción que lo embargaba en esos momentos,
puesto que el Vicepresidente mal podía calificar en esta forma el crimen de
Infante, ya que no hubo un sólo testigo presencial del delito. Así lo anota el
señor Groot.
Por lo demás, el Vicepresidente tenía ciertos resentimientos con el
condenado, lo cual, desde luego, no puede interpretarse como una situación
que hubiera jugado papel alguno en el juicio.
Infante, como lo hemos dicho, era un hombre burdo y mal educado, e
hizo objeto a Santander, en repetidas oportunidades, de burlas y ofensas
como vamos a verlo.
En la campaña de los Llanos Orientales, Infante quiso que el General
montara un potro cerrero que aquél acababa de cabalgar, sabiendo que su
jefe no era persona diestra como amansador. Santander se negó, pero el
negro se solazó haciendo que este quedara en situación penosa ante las
tropas que presenciaron e bochornoso episodio.
Cuando el 18 de septiembre de 1819 se celebraba el triunfo de los
patriotas en Santa Fe, hizo objeto a Santander de alusiones despectivas
delante de oficiales y soldados. Las crónicas de la época añaden que, en sus
correrías por las callen y callejuelas de la ciudad, el venezolano hacía
comentarios en voz alta, afirmando que Santander era cobarde y que no lo
vio participar en las batallas del Pantano de Vargas y el Puente de Boyacá.
Hasta ahora, todo lo narrado no pasa de ser un caso jurídico con una
sentencia discutible. Pero unos acontecimientos que tuvieron tan turbios
orígenes y que parecía que hubieran llegado ya al punto final en su
trayectoria, ofrecieron a partir del tiro de gracia que recibió en la sien
Leonardo Infante, una serie de repercusiones tan trascendentales como
inesperadas, que desviaron el rumbo de la historia política de la Gran
Colombia.
Como ya se sabe, el doctor Miguel Peña, abogado venezolano y
Presidente que fue de la Alta Corte de Justicia, se negó a firmar la sentencia
del procesado, en acto insólito y claramente ilegal que llevó al senado de la
República a acusarlo de “culpable de una conducta manifiestamente
contraria a los deberes de su empleo1‟. La Corporación condenó al jurista a la
pérdida de su cargo por un año, durante el cual debía pagar el sueldo de su
reemplazo.
El doctor Peña, quien tenía un carácter fuerte y era rencoroso en
extremo, se ratificó en su proceder, reiterando que se había negado a firmar
la sentencia, porque a su juicio la culpabilidad de Infante no pudo probarse y
el resultado de la votación no podía interpretarse cómo condenatorio, sino
como absolutorio. Y agregó:
“Al decretar mi suspensión por un año se ha dado un paso
inconstitucional cuya política, en mi opinión, es muy perjudicial a la
República y podría tal vez ser origen de facciones que llegasen algún día a
turbar la paz pública”.
Para finalizar, dijo, que se impondría suspensión perpetua, dejando
flotar conjeturas que no pudieron tener la fuerza de un pronóstico en esos
momentos.
Peña viajó a Venezuela en forma inmediata. Llevaba en mente planes
definidos para tomar desquite de lo ocurrido, y ya se verá la forma como se
cumplió su propósito de venganza.
Por aquellos tiempos ya soplaban en el ámbito político de la Gran
Colombia las primeras ráfagas del viento separatista. No había conciliación
entre el legalismo intelectual de los granadinos y el militarismo inculto de los
venezolanos. Existía además una fuerte contraposición de estos dos
ambientes cada día más ostensible; De ahí que Santander se rodeara de
gentes capacitadas que a la vez que trataban de controlar el predominio
castrense, fortificaban la autoridad del Congreso, como base democrática de
la República.
Bolívar seguía desde Lima el desarrollo de los acontecimientos. Andaba
demasiado ocupado en el disfrute de los honores y de las caricias de
Manuelita Sáenz Enterado del proceso de Infante y de la conducta del doctor
Peña, dirigió a Santander una carta en la que lo prevenía sobre la
peligrosidad de aquél, y de la cual se deben señalar las siguientes frases que
ofrecen un contenido profético:
“El doctor Peña es un hombre vivo, de talento, audaz y . .. . conviene
mucho que usted lo mantenga al lado del Gobierno, halagado con la
esperanza de un alto destino, y que, por ningún pretexto vaya a Venezuela,
para que la Patria, usted y yo, no tengamos algún día algo que llorar”.
Pronto vendría el llanto sobre la difunta Gran Colombia. En efecto, el
doctor Peña, utilizó su talento, armó intrigas, puso en juego influencias y
logró convertir al General Páez, un león indómito, en el dócil instrumento de
sus objetivos.
En el cumplimiento de un decreto sobre reclutamiento, Páez fracasó dos
veces en su ejecución, pues fue muy escaso el número de hombres que se
presentó, por lo cual, sintiéndose burlado, ordenó que las patrullas salieran y
recogieran a la fuerza a cuantos hallaran y los condujeran al convento de
San Francisco, como en efecto se hizo. Como es explicable, las tropas
cometieron arbitrariedades y atropellos que motivaron la protesta ciudadana.
La municipalidad de Caracas dirigió una queja a la Cámara de
Representantes dando cuenta de lo ocurrido, a la cual se sumaron otras de
distintas personalidades venezolanas, dirigidas a los diputados de ese país.
La Cámara pidió detalles al Vicepresidente, quien respondió, acusando a su
vez a la Corporación de haber cercenado la autonomía de sus poderes. Estos
incidentes ahondaron las diferencias entre militares y civilistas, como quien
dice entre venezolanos y granadinos.
. Santander tuyo la prudencia de pedir al Congreso que no fuera a tomar
ninguna medida antes de oír a Páez, como era justo y lógico, por tratarse de
un militar de tantos méritos, no obstante lo cual los diputados venezolanos
presionaron al legislativo y lograron que se produjera una acusación formal,
se lo suspendiera en el cargo y se lo llamara a responder por sus actos. Esto
ocurría el 30 de marzo de 1826.
Aquí viene nuevamente a intervenir el doctor Miguel Peña, quien logró
con vencer a Páez de que no fuera a Bogotá, porque Santander, según le dijo,
estaba resuelto a hacerlo fusilar.
Es bueno que se sepa que el doctor Peña no sólo era un hábil intrigante
y un capacitado jurista. También tuvo sus contactos con el Código Penal,
pues para esa fecha cursaba contra él otra acusación en el Senado, por
asalto a los dineros públicos en cuantía de $ 25.000.oo, de los cuales se
había apropiado cuando se le encomendó la conducción de una remesa de
onzas de a $16.00 que le fueron abonadas a $ 18.00, lo cual se prestó a que
en esta forma dolosa defraudara el tesoro nacional, apropiándose la
diferencia. No era pues el ex—Presidente de la Alta Corte un magistrado
inmaculado, como puede verse, y ante la gravedad del delito y las
perspectivas de una condena, redobló sus empeños para trastornar el orden
público y poner en ejecución sus planes de desquite, que no eran otros que la
desmembración de la Gran Colombia.
Un mes más tarde, la municipalidad de Valencia, de acuerdo con la de
Caracas, inviste a Páez del título de Jefe Civil y Militar de Venezuela. Se
produce entonces una división, ya que en tanto que algunas provincias
apoyan este proceder, otras permanecen fíeles a la Gran Colombia.
Páez, en vista de los anterior, opta por designar al Coronel Diego Ibarra
y al Licenciado Diego Bautista Urbaneja para poner en conocimiento de
Bolívar lo aprobado en Valencia, a tiempo que Santander procedía en
idéntica forma, por intermedio del Teniente Patricio Armero. Bolívar les
respondió a ambos por conducto del Coronel 0‟Leary. A Páez lo instaba a que
obedeciera al Congreso, si no quería perderse, a lo cual no prestó atención,
cediendo a las presiones del doctor Miguel Peña, que ya para esos días lo
manejaba a su antojo. Tenía que ser así, porque el militar venezolano era tan
valiente en la guerra como ignorante en la política.
Ante la gravedad de la situación, Bolívar abandona Lima con destino a
Venezuela. El 14 de noviembre de 1826 llega a Bogotá, y el 21 sigue a
Caracas. Las gentes granadinas se llevaron una sorpresa, al observar la
diferencia existente entre el hombre que se fue hace unos pocos años y el que
regresa ahora. Se había rasurado el bigote, estaba impresionantemente
enflaquecido, su cabello era ya grisáceo y su rostro mostraba hondas
arrugas. Su piel era pálida, con un tinte aceitunado.
Ya en su patria, el 23 de diciembre, dirige a Páez desde Coro una carta,
en la cual dice:
“No hay más autoridad legítima en Venezuela sino la mía”, Y agrega. „„El
Vicepresidente mismo ya no manda aquí, como lo dice mi decreto”.
Qué pensarían de estas palabras Santander y Páez? Como se ve, la
misión conciliatoria no se inicia con buenos augurios.
En el decreto del primero de enero de 1827, Bolívar dio amplia amnistía
a los comprometidos en los trastornos de Venezuela. Para el rebelde, este
decreto fue muy grato. De una parte le autoriza, casi le respalda, su desacato
a las leyes, y de otra, desautoriza tácitamente al Congreso.
Páez muy halagado, reconoce la autoridad de Bolívar y ordena que sea
recibido triunfalmente, como en efecto se hizo. Las perspectivas de una
guerra civil desaparecieron, y es entonces cuando con un exceso de ligereza,
o por efecto de los agasajos que siempre gustó con singular deleite, escribe a
Páez diciéndole que, lejos de ser el culpable, era el salvador de la Patria. Todo
concluyó con un abrazo cordial y un espléndido regalo al sublevado,
consistente en dos hermosos caballos que le trajo del Perú, una espada y una
lanza con incrustaciones de oro, así como un equipo de campaña.
En síntesis; Páez se sometió a la persona de su antiguo Jefe, pero eso no
significó en manera alguna el sometimiento de Venezuela al Congreso de la
Gran Colombia, cuya citación mantuvo burlada. Lo que en realidad aconteció
fue la concertación de una tregua, de una paz precaria, hecho sobre una
inexplicable concesión que estuvo muy lejos de restablecer la deleznable
unidad gran colombiana. Tal hecho produjo, a no dudarlo, una sensación de
debilitamiento de la autoridad del Gobierno y una mengua del prestigio del
Libertador.
La desmembración se hizo en consecuencia, un proceso irreversible, tal
como se desprende de los hechos anteriores. El 13 de enero de 1830, Paz
convoca el Congreso venezolano Constituyente que debía reunirse en
Valencia el 30 de abril. Para tal fecha, se hallaba plenamente apoyado por la
opinión pública de Venezuela y había asumido prácticamente la primera
magistratura, expidiendo decretos de organización gobernativa. Así mismo
creó varias secretarías, siendo la más importante la del Interior y Justicia, en
la cual colocó, un premio a sus eficaces servicios, a su gratuito asesor, el
doctor Miguel Peña, quien de esa manera estaba ya en los umbrales de la
consumación total de su venganza.
El Congreso venezolano protocolizó la separación, y el 28 de mayo
decreto la expulsión de Bolívar de su propia patria y pidió al Congreso
reunido en Bogotá que hiciera lo mismo, como condición indispensable para
evitar la guerra civil.
Los venezolanos que hoy tributan una veneración que linda con el
fanatismo a Simón Bolívar, y hasta en sus mensajes oficiales siempre dicen:
“Venezuela, Patria del Libertador”, tal vez intencionalmente, o quizás por
ignorancia, callan la publicidad del mensaje a que se ha aludido, y del cual
citamos los siguientes apartes:
“Venezuela al separarse del resto de la República de Colombia,
desconociendo la autoridad del General Simón Bolívar, pensó solo en mejorar
su administración, en asegurar sus libertades y en que no se malograse la
obra de tantos años y de tan costosos sacrificios”.
El mensaje establece luego, como condición para evitar un
enfrentamiento armado, la expulsión de Bolívar del territorio colombiano, en
la misma forma en que lo determina el territorio de Venezuela. Dice así, para
concluir, este documento que disfraza con una diplomacia de cuartel, una
ofensiva altanería:
“Venezuela, a quien una serie de males de todo género ha enseñado a
ser prudente, que ve en el General Simón Bolívar el origen de ellos, y que
tiembla todavía al considerar el riesgo que ha corrido de ser para siempre su
patrimonio, protesta que no tendrán aquellos lugar, mientras éste
permanezca en el territorio de Colombia, declarándolo así el Soberano
Congreso en sesión del día 28”.
La historia ha recogido esta página con la cual el Libertador es, al decir
de un conocido historiador, arrojado de su propia patria “como un
desperdicio”. La ingratitud de su pueblo y el desmoronamiento de su obra,
causaron en su alma ese dolor que se traduce en la amargura de la última
proclama, cuando dice: “He sido víctima de mis perseguidores que me han
conducido a las puertas del sepulcro”.
Qué hondo contraste entre la actitud venezolana y el decreto expedido
en Bogotá el 9 de mayo de 1830, que en su Artículo 2o. dice así:
“En cualquier lugar de la República que exista, el Libertador Simón
Bolívar será tratado siempre con el respeto y la consideración debidos al
primero y mejor ciudadano de Colombia”.
Quedan así expuestos a grandes rasgos los episodios que se
concatenaron para quebrantar definitivamente la unidad de la Gran
Colombia, el supremo sueño político del Grande Hombre.
El lector puede cerrar brevemente estas páginas y dar marcha atrás a su
imaginación, hasta llegar a los gérmenes que dieron origen a tan
trascendentales acontecimientos. Episodios que en su fondo aparecen
inicialmente como vulgares, o inesperados, o extraños, van creando
reacciones en cadena, como la desintegración del átomo.
El florero de Llorente, el disparo anarquista de Sarajevo, el ultraje del
Rey Rodrigo a la hija del Conde Julián de Cava, la moneda de oro con que se
pagó la cena de Varennes, y en este largo relato que culmina con la
disolución grancolombiana, un negocio villano y repugnante entre una mujer
de nombre Carmen Espejo y un brutal Coronel de piel y alma oscuras. Estos
son los dos imponderables de la Historia.
CAPITULO XXII
Manuela Sáenz.
Anita Lenoit.
La amante caprichosa.
Su influencia en la vida nacional.
Bolívar pierde prestigio por su causa. Libertadora y
dominadora. El atentado septembrino.
Anita, un amor que renace en un hombre que muere.
La Soledad de Paita.
Una fosa común para una mujer poco común.
Loe primeros balbuceos de Manuela no despertaron las sonrisas y el
afecto que producen los de todo niño. No hay quien los acoja. Ha sido llevada
a la casa de su padre, privándola de los cuidados maternales y teniendo por
única compañía a una madrastra, María del Campo Larrahondo, que la
detesta, y a tres medios hermanos, José, Ignacio y Eulalia, que la tratan
despectivamente, salvo el primero. Es pues una advenediza en este hogar. Un
ser que frente a la esposa y los hijos legítimos de don Simón, no pasa de ser
una pobre bastarda, a la cual con disgusto apenas se tolera.
Un aspecto ahonda el problema. Manuela supera a Eulalia en porte, en
inteligencia, en gracia. Para evitarle hasta donde le es posible malos tratos, el
padre opta por hacerla, ya en la niñez, su permanente compañera en los
viajes de negocios. Manuela conoce pueblos y regiones, aprende a cabalgar a
la manera masculina, a templar su carácter, a desenvolverse en las
contingencias, a tratar con gente de las más variadas condiciones.
A los 17 años, esta niña que no había conocido ni las caricias de una
madre ni el calor de un hogar, se apresta a sufrir una nueva amargura: el
ingreso al convento de Santa Catalina, en Quito. Pensar que Manuela
pudiera tener aptitudes para vestir hábitos, es más que una ironía, un
auténtico desatino.
Además, los conventos quiteños no eran para esta época, ciertamente
recomendables, según lo anota el Arzobispo Federico González S. en su obra
“Historia General del Ecuador”.
Incapaz de soportar el claustro, a la primera ocasión se fuga, nada
menos que con su primer amante, el oficial realista Fausto D‟Elhuyart. Pero
la aventura termina en un amargo desengaño. El primero de los muchos que
habría de sufrir en su vida, la mayor parte con ira y sólo algunos con
resignación.
La muchacha que sintiéndose sin ánimos para tolerar el aburrimiento
conventual, se apresta a iniciar una nueva vida r había nacido el 27 de
diciembre de 1797, hija de la aventura vivida por don Simón Sáenz y
Vergara, español, y la criolla Joaquina Aispurú, ambos pertenecientes a
encopetados círculos quiteños, que en ese año sufren las penosas
consecuencias del terremoto que destruyó buena parte de la ciudad.
La descripción que hacen los biógrafos es la de una mujer de mediana
estatura, rostro ovalado, piel blanca, cabello negro peinado en trenzas, boca
graciosa, nariz fina, ligeramente aguileña, ojos negros y voz cálida. Esto es,
una mujer indudablemente atractiva. Su carácter es fuerte, y como tal,
agresiva, celosa, decidida y burlona. Refiriéndose a la noche septembrina,
dirá de Bolívar: “El quería defenderse, cuán gracioso estaba, en camisa y
espada en mano: don Quijote en persona”.
Desconoce el disimulo, la sutileza, la moderación, las conveniencias
sociales. Antes que llorar como mujer, se encoleriza como un varón. No en
vano los años amargos de la niñez van dando sus frutos, al formar su
personalidad. Quiere a sus amigos entrañablemente y con la misma
intensidad odia a sus enemigos, según suele repetirlo con delectación, cada
vez que la ocasión le es propicia.
Manuela acumuló en su infancia un bagaje de resentimientos que
influyeron sobre su conducta en los restantes años de su existencia.
Resentimientos contra todo lo que fuera norma, imposición, sometimiento o
disciplina. Resentimiento incluso contra su propio padre, que fue capaz de
encerrarla en un monasterio y precipitarla así en brazos de su primer
amante. Resentimiento contra la sociedad que la rodeaba, hipócrita,
petulante, engreída, pero a la vez sumisa a las autoridades españolas.
Resentimiento contra la ley, contra la opresión realista. Su devoción por los
desposeídos y su ferviente odio contra los gobernantes, se tradujeron en una
obsesión permanente de sentirse libre de todo yugo, y por ende, dueña de
sus propios actos.
Cuando conoció a Bolívar, encontró que, a través de él, hallaba todos los
caminos del desquite. Por eso echó a un lado al prosaico doctor Thorne, su
esposo por conveniencia, que la aburría sobremanera y al cual nunca amó,
para precipitarse en brazos de quien siendo el supremo caudillo, colmaba
sus anhelos de liberación y satisfacía todas las ansias de su temperamento
apasionado.
Cumplidos los 20 años, esto es, en 1817, su padre concerta uno de esos
enlaces tan usuales en la época, con el inglés James Thorne que, doblándole
la edad y disponiendo de una considerable fortuna, es un hombre frío,
enigmático, solemne y circunspecto. Un hombre pesado y sin gracia, dirá
Manuela después.
En esta forma, se comete con ella el segundo desatino. La que ni
remotamente tenía vocación de novicia, tampoco la poseía para ser la señora
de este caballero glacial. Son dos temperamentos incompatibles. Dos seres
que no podrán compaginar jamás.
Al paso que James acata el régimen español y es un virtuoso de la
etiqueta, Manuela conspira contra la monarquía y desprecia todo
convencionalismo. Lo que hace o exige Thorne es precisamente lo que no
hace o fastidia a Manuela. Y así, en ese forcejeo de caracteres, se van
desarrollando los años del matrimonio en
Lima, donde es su amiga predilecta otra amante de fama: Rosita
Campuzano, “La Protectora”, y donde brilló Micaela Villegas, “La Perrichole”.
Admiradores no falta en esa pequeña corte que forma la sociedad
limeña, en la que, si bien figuran marqueses y condes, también se vivía como
en las de Europa, al amparo de los salones, aventuras galantes, a la sombra
de complacientes maridos.
Su participación decidida en la causa de la libertad, la lleva a ser una de
las Caballeresas de Sol, y cuando no, a ser también la devota amiga del
fundador de la orden, el General José de San Martín. Algo más que devota,
según algunos historiadores.
El enlace Thorne—Sáenz tenía necesariamente que durar, sólo hasta
donde llegara la paciencia de James. Por esto, cuando los caprichos y
devaneos de Manuela terminaron por agotarla y se sintió en el derecho de
recriminarle su conducta, vino la inevitable separación y el regreso de la
esposa a Quito, a donde llegó con su patriotismo, su rebeldía y su mala
reputación.
1822 es el año en el cual la fama de Bolívar comenzaba a extenderse al
sur del continente. Las batallas de Bomboná y Pichincha le abren las puertas
de Quito, que lo recibe con delirante entusiasmo y le ofrece suntuoso baile el
16 de junio.
La fiesta, en casa de Juan de Larrea, sirve no sólo para presentar en la
sociedad quiteña a la oficialidad libertadora, sino para ser el inicio de las
relaciones de Bolívar y Manuela. El primer encuentro de la dama de 24 años
y el guerrero de 39, es una cortés presentación hecha por el dueño de casa,
seguida de un valse y finalizada con una “ñapanga”, danza autóctona a la
que un Obispo de Quito calificara como “la resurrección de la carne”, que con
la voluptuosidad que la quiteña sabía imprimirle, la bailó sola, en medio de
un círculo de admiradores, queriendo con ello no sólo llamar la atención
hacia su persona, sino seducir al héroe. Y a fe que lo consiguió.
Antes de concluida la fiesta, Bolívar, tomando del brazo a Manuela,
abandona el salón. No se ha producido por parte de él una conquista.
Simplemente es ella la que, colmando sus aspiraciones, lo seduce y se
entrega.
Entre la intimidad, cuando las circunstancias lo permiten, o la
correspondencia, cuando la distancia lo exige, se llega al mes de octubre de
1823, en que se instalan en la casa de La Magdalena, antigua y suntuosa
residencia veraniega del depuesto Virrey, situada a doce kilómetros de Lima.
La amante ha ido escalonando peldaños. Su temperamento se ha
impuesto. Es imprescindible a Bolívar, y, dándose cuenta de ello, asume las
funciones de secretaria. Maneja los archivos secretos de Estado, selecciona
rigurosamente a quienes tienen acceso al Libertador, influye en sus
decisiones y en la política y terminación haciéndose nombrar miembro del
Estado Mayor, con el grado de Coronel, para lo cual diseña su propio
uniforme.
Tal situación ocasiona no pocas molestias castrenses, políticas y
sociales que, si bien son puestas en conocimiento de Bolívar, éste no hace
nada para remediarlas. Los antojos de Manuela parecen estar por encima de
todo y de todos.
La dependencia del hombre a quien los primeros síntomas de la
tuberculosis se manifiestan al finalizar este año, tal como se lo diagnostica
su médico, el doctor Charles Moore, es una consecuencia de su propio estado
que halla en el temperamento de la amante cabal satisfacción.
Y cuando, luego de la victoria de Ayacucho, se instalan en la capital
peruana en el palacio del antiguo régimen, y disfrutan de una vida
principesca, en la que ella preside los banquetes, servidos en vajillas de oro y
plata, rodeados de servidumbre y adulación, o se pasean por las calles en el
que fuera coche virreinal, ve colmada Manuela sus ambiciones de gloria.
Tiene a sus pies una sociedad que, a regañadientes, debe acatarla y soportar
sus desplantes, como ya le había ocurrido a Josefa, la esposa del Marqués de
Torre—Tagle, o a Jeannette Hart, -distinguida dama de la misión diplomática
de los Estados Unidos.
El primero fue de funestas consecuencias para la causa patriota, como
que costó la entrega de Lima a los realistas. El segundo fue una escena de
celos, tan injustificada como de mal gusto.
Manuela está en el apogeo de su gloria. Ha logrado sus propósitos. Su
carácter dominante está colmado. Es entonces cuando Thorne le propone
una reconciliación con viaje a Londres, a la cual se opone Bolívar,
circunstancia que ella aprovecha para responder a su esposo en forma
sarcástica, diciéndole: “En el Cielo nos volveremos a casar, pero en la tierra
no”. No estaba pues, dispuesta a separarse de Bolívar. En él había
encontrado la meta de sus ambiciones. Las preeminencias que su posición le
proporciona, son una compensación a las amarguras de su infancia, al
abandono de su juventud y a las humillaciones del pasado. Las
impertinencias que la sociedad limeña ha de tolerarle, son una reacción
típica, consciente o inconsciente, de su vida anterior.
Pero no se vaya a creer que en las relaciones Bolívar—Sáenz todo fue
color de rosa. No lograron serlo, dados sus temperamentos, en los que no
podían faltar las mutuas infelidades que, en lo concerniente al Libertador, no
se cuida de ocultar, como acontece con otra de sus amantes, Manuela
Madroño, en Huaylas, en 1824. Esto parece tolerado Manuela, en razón a la
distancia. Pero las que se cumplen en la propia Lima sí exasperan a “la
amable loca", como él solía llamarla, que prorrumpe en violentas explosiones
de celos, con los consiguientes gritón, ataques y arañazos, que incluso
obligan la presurosa intervención de los edecanes para librarlo de estos
furiosos accesos, que muchas veces dejaron huellas que lo hicieron
permanecer recluido en sus habitaciones por varios días, y al Estado Mayor a
informar que Su Excelencia sufría de un resfriado.
Como suele ocurrir en este tipo de relaciones, pasada la tempestad, era
la propia “querida gata", término cariñoso y hasta adecuado que igualmente
le daba, la que se dedica a cuidarle en medio de las más solícitas atenciones,
los mismos males que momentos antes le había causado. Escenas como
estas, son típicas en las parejas a quienes no une propiamente el amor, en el
sentido espiritual de la palabra, sino un vínculo de pasión y sexo.
Quizás lo referido anteriormente llevó a Bolívar, en carta desde lea, el 20
de abril de 1825, a insinuarle la separación, diciéndole: “Yo veo que nada en
el mundo puede unimos bajo los auspicios de la inocencia y el honor El
deber nos dice que no seamos más culpables”.
La larga permanencia de Bolívar en Lima, sin otro motivo real que la
grata compañía de Manuela y el lujo de que disfrutaban los dos, fue
ciertamente perjudicial a la Gran Colombia, en donde no se ignoraban las
circunstancias en que transcurre esta etapa de su vida. Ha regresado
virtualmente a sus años de opulencia en Europa, poniendo oídos sordos a las
llamadas que se le hacen desde la Nueva Granada y Venezuela.
Durante su estadía en Ecuador y Perú, Bolívar recibió de Santander los
envíos necesarios de hombres, armamento, pertrechos y dinero que,
haciendo ingentes sacrificios, le proporciona sin demora desde la Nueva
Granada. De 6.000 americanos que lucharon en Ayacucho, 4.500 eran
colombianos. Así la actividad del Hombre de las Leyes y el aporte del país,
hicieron posible la dotación de los ejércitos que obtuvieron los triunfos de
Pichincha, Junín y Ayacucho. Pero, concluida la campaña, se considera con
justa razón que Bolívar debía haber regresado a ejercer sus funciones de
Presidente titular de la Gran Colombia. Esto fue lo que no pareció
comprender, ya que sólo el 3 de septiembre de 1826 decide regresar a
Bogotá, a donde llegó el 14 de noviembre, continuando el 21 a Caracas, para
tratar de conjurar la separación de Venezuela, único acontecer que logró
liberarlo de los brazos de la amante.
Si hubiera prestado oportuna atención a aquélla carta del Almirante
Padilla, en la cual, al pedirle que regrese, le pregunta si en el Perú tiene
“algún encanto especial”; o la de Santander, en la que insistentemente le
pedía que tomara a su cargo la dirección del Estado, otra hubiera sido
posiblemente la suerte gran- colombiana Porque cuando comprendió que sus
deberes no estaban en el Perú, era ya demasiado tarde.
A la partida de Bolívar para Bogotá, Manuela permaneció en Lima
disfrutando su recién adquirida posición, hasta la revuelta del Coronel José
Bustamante, ocurrida el 26 de enero de 1827, hecho que le cuesta la
detención y la reclusión, por segunda vez en su vida, en un convento. La
abadesa Agustina de San Joaquín la recibe con explicable desagrado. Y no
era para menos. Ni su conducta moral, ni sus conocidas actitudes de
revoltosa, la hacían persona grata en la austera y apacible vida del
monasterio. La Madre Abadesa y las monjas sabían muy bien que con
Manuela andaba el mismísimo Satanás suelto por las claustros.
Después de este episodio que constituyó para ella una nueva
humillación, y para los limeños un buen condimento para chismes y
habladurías, viajó a Quito, donde se hospedó en casa de su hermano José
María, habiendo tenido que soportar agravios por parte de gentes contrarias
tanto a Bolivar como a su comportamiento. Ya en enero de 1828, pudo
respirar al fin los frescos aires de la altiplanicie, al ser recibida en Bogotá por
el Libertador. Allí irá a residir en forma permanente o alterna, durante seis
años.
La permanencia de Manuela en esta ciudad es, guardadas proporciones,
una repetición de su vida en Lima. Se instala con Bolívar en la Quinta que
hoy lleva su nombre; se pasea por las calles, cabalgando en traje de húsar,
en compañía de sus esclavas, haciendo desplantes a las damas que la
detestan o la envidian, o a los mismo soldados, uno de los cuales, a pesar de
saber quién era ella, estuvo a punto de matarla cuando le arrebató el “santo
y seña” que llevaba en la punta del cañón de su fusil, como era de usanza. El
tiro no llegó a tocarla.
No tenía reposo, ni era amiga de la ociosidad. Por el contrario, preside
reuniones en la Quinta, se entrega solícita al cuidado de su compañero,
maneja documentos de Estado, reglamenta el acceso a la persona de Bolívar,
y, según crónicas, coquetea sin mucho disimulo y con no poca frecuencia,
con el doctor Ricardo Cheyne, médico personal de la pareja.
Que Manuela compartía con el Libertador las cosas del Gobierno y con el
facultativo las intimidades de la alcoba, no es una afirmación gratuita de
nuestra parte. Así lo asevera Boussingauit en sus Memorias. También
afirma lo mismo del inglés William Wills, el cual solía tocar el violín en las
gratas veladas. Curiosa mujer esta, que entre los múltiples defectos que le
halló a su marido, está precisamente el de ser inglés, pero que no la
incómoda en manera alguna, cuando sus amantes tienen el mismo gentilicio
de su bovino esposo.
En cuanto a las impertinencias a que ella está acostumbrada, no hizo de
Bogotá una excepción, para lo cual frecuentemente se aliaba con la negra
Jonatás, como lo veremos luego.
Pero entre 1824 y 1828 existe la misma distancia que entre Lima y
Bogotá. En la ciudad de los Virreyes, Bolívar era el libertador, y en Bogotá ya
era el Dictador, al menos para una buena parte de la opinión pública que así
lo calificaba, luego de la fracasada Convención de Ocaña. Y es que esa
malhadada asamblea, sin llegar a producir una Carta que rigiera los destinos
políticos de la naciente República, sí fue pródiga en desatinos, en aversiones,
en rencores, en intemperancias verbales y en desaciertos.
Según relata Cordovés, hay dos actitudes que muestran a qué punto de
exaltación habían llegado Bolívar y Santander, en su forcejeo por imponerse
en la Convención. En carta del primero al General Pedro Briceño Méndez, le
dice el 24 de marzo de 1828: “Dígale usted a los federales que no cuenten
con patria, si triunfan pues el ejército y el pueblo están resueltos a oponerse
abiertamente Creo que los buenos deben retirarse antes de firmar semejante
acta".
Por su parte, el segundo, en una acalorada sesión expresó: “Entonces
hará ver de lo que soy capaz, porque tengo corazón de tigre y duras entrañas
de hiena". Y una afección hepática, agregamos nosotros, como que ya por
aquellos días lo afectaba tal dolencia. Tan impresionantes términos movieron
a don Joaquín Mosquera, según él mismo lo relata, a reconvenir a Santander
al finalizar el debate, por tan desapacibles expresiones, lo que hizo que éste
reconociera su desacierto.
Con cuánta razón manifestó Sucre en carta a Santander, que los dos
próceres se habían dejado afectar por un sentimiento local pernicioso a la
República. Pero quedaría incompleta esta acotación sobre el estado de la
ofuscación a que se había llegado, si no incluyéramos los bárbaros conceptos
que expresa Páez en carta a Bolívar: “Querido General: Tenemos que confesar
que Morillo le dijo a usted una verdad en

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Santa Ana, sobre que le había hecho un favor a la República en matar a los
abogados, pero nosotros tenemos que acusamos de haber dejado imperfecta
la obra de Morillo".
Y así, entre el que no aceptaba el derecho de patria para quienes
profesaban ideas federalistas y el que tenía el corazón de tigre para los que
no las compartieran, se dividió no solo la Convención, sino también la
opinión nacional. El militarismo y el civilismo saltaban a la palestra.
Una solución peregrina sirvió de escabel a la dictadura, desconociendo
la Constitución vigente desde 1821, como fue el acta del 13 de junio de 1828,
suscrita por un grupo de padres de familia de Bogotá, coaccionados por los
Generales Córdoba y Urdaneta, a la que se sumaron otras de diferentes
poblaciones del país.
Bolívar, a su regreso a Bucaramanga, hizo su entrada a la capital el 24
de junio y fijó su residencia en el llamado Palacio de San Carlos, en tanto que
Manuela se trasladó de la Quinta a una casa próxima a la sede presidencial,
ubicada junto a la plazuela del mismo nombre, cercana a la iglesia de San
Ignacio. Esta residencia fue tomada en arrendamiento a don Pedro Lasso por
una canon de $ 32.oo, y fue arreglada lujosamente con espejos, muebles,
tapices y decorados. Sus esclavas, sus perros y gatos, a los que
burlonamente daba los nombres de los ministros del Ejecutivo o de conocidos
oficiales, lo mismo que un juguetón osezno, también fueron con ella.
Como consecuencia de los gastos ocasionados por la campaña que
acababa de concluir, el país se enfrentaba a una verdadera bancarrota
económica. Había un asfixiante déficit de Tesorería; el comercio estaba casi
paralizado, y por los caminos en penoso abandono, transitaban montoneras
de soldados que, recientemente licenciados, sin recursos ni perspectivas de
trabajo, cometían desmanes y depredaciones para proveerse de medios de
subsistencia.
La agitación política es creciente. La opinión se ha ido dividiendo
irreconciliablemente, como ya lo hemos dicho, entre militaristas y civilistas.
Los dardos van y vienen. La prensa es implacable. “El Conductor 5‟, dirigido
por Vicente Azuero, y, “El Incombustible”, por Florentino González, tildan
abiertamente a Bolívar de tirano. Se producen entonces altercados y ataques
entre personas connotadas de los dos bandos. El Coronel venezolano José
Bolívar, agrede al doctor Azuero en plena calle, y el Coronel Ignacio Luque al
doctor González.
Se vive entonces en un ambiente explosivo. A cada momento se habla de
conspiraciones. Manuela está atenta a los rumores. Indaga a través de sus
amistades lo que ocurre en los altos círculos sociales y políticos, y por medio
de sus esclavas, lo que siente el pueblo. En su casa organiza tertulias que, al
calor del Oporto, se alegran con las ridiculizaciones que hace Jonatás, su
esclava favorita, de los encopetados personajes y damas de la ciudad, a
quienes Manuela detesta cordialmente por censurarle su proceder.
La amante de Su Excelencia sigue siendo la misma resentida de
siempre, y por su parte, el pueblo bogotano reprueba su conducta al verla
cada vez más envanecida con el poder, insoportable y altanera, como que
llega hasta el extremo de cometer infamantes desplantes, como el
fusilamiento en efigie del General Santander, Así mismo tienen que soportar
las gentes los atropellos de una soldadesca atrevida, constituida y mandada
en su mayor parte por venezolanos, y a c u y a cabeza está el General Rafael
Urdaneta. Su mala voluntad hacia los granadino* era reconocida. “Personaje
realmente siniestro, bajo las apariencias de un hombre culto”, lo denomina
Cordovés.

Y refiriéndose a la situación que se vive por estas circunstancias, no


tiene ambages Joaquín Tamayo en calificada como “soldadesca inmoral”. Por
su parte, Mariano Ospina Rodríguez, dirá años después: “El predominio
militar era entonces verdaderamente insoportable, y diarios los vejámenes y
humillaciones a que eran sometidos, en especial por parte de los
venezolanos, los que no figuraban entre los sostenedores de la dictadura”.
Para suavizar la tensión imperante, se organizan corridas de toros y
hasta una procesión con el retrato de Bolívar, rodeado de militares y
personajes del Cabildo de la ciudad, a insinuación del General Pedro
Alcántara Herrón, manifestación que tuvo que ser suspendida por falta de
concurrencia.
Sólo una persona parece no darse cuenta de lo que está ocurriendo:
Bolívar. Cada día más apasionado de Manuela, y cada día dependiendo más
de sus cuidados, imprescindibles ahora por su menguada salud, no presta la
menor atención a los rumores de la tempestad que se avecina, seguro de la
fidelidad del ejército.
Ampliamente es sabido que hizo sacar de Palacio a una dama que trató
de Regar hasta su presencia para informarlo de ciertos detalles que conocía.
El Libertador, visiblemente contrariado, ordenó que se retirara, lo cual no fue
inconveniente para que la visitante diera algunos informes a Manuelita.
Por su parte, la amante de Su Excelencia, ante el temor de perderlo, se
toma en guardián constante de su amado, y en permanente vigilancia
escruta e indaga cuanto le es posible. Parece como si en su ser existiera un
solo propósito salvarlo. Y a fe que lo consiguió con audacia y coraje, en dos
oportunidades, como vamos a verlo.
Pero antes de ingresar al baile celebrado el 10 de agosto de 1828, es
necesario que retrocedamos un poco.
Desde el inicio de la dictadura, las protestas se habían centralizado
especialmente en círculos estudiantiles del Colegio de San Bartolomé,
abiertamente partidarios del magnicidio, y en la recién fundada Sociedad
Filológica, que, presidida por el doctor Ezequiel Rojas, agrupaba la casi
totalidad de los futuros conspiradores, cuya primera reunión había ocurrido
en el almacén de Wenceslao Zuláibar, según lo relata Florentino González,
uno de los asistentes.
Por su parte, el historiador Restrepo cuenta en su diario que en casa de
doña Nicolasa Ibañez de Caro, se daban cita conspiradores y enemigos del
Gobierno, y que era asiduo concurrente a tales reuniones el General William
Harrison, representante diplomático de los Estados Unidos y futuro
presidente de su país, a partir de 1841.
Tema obligado de las reuniones eran, además del régimen de facto, la
controvertida constitución bolivariana, cuya aplicación se temía, así como la
desacertada misión de Bolívar en Venezuela, en la cual, lejos de sancionar a
los revoltosos separatistas, terminó colmándolos de lisonjas, honores y
regalos, sentando con ello un funesto precedente.
Y en el epicentro del descontento y la conjura, como tratando de
capitalizar sus resultados con algún fin específico, a lo cual nos hemos
referido en otro capítulo, se encuentra el enigmático personaje francés,
doctor Juan Francisco Arganil. Refiriéndose a éste y a lo que acontece, dice el
científico Lolo Boussingault en sus memorias: “Sé todo esto, porque la
dirección está en manos de un francés muy viejo, el doctor Arganil De
otro francés muy inteligente, Auguste Horment y también de un oficial
venezolano llamado Pedro Carajo.”
Ahora sí dispongámonos a ingresar al baile con el cual se concluían los
festejos del aniversario de la batalla de Boyacá, y que ha de celebrarse en el
teatro del Coliseo, único existente en Bogotá y copia del Varié té de París.
Los conspiradores, según lo referido por don Manuel Tenorio, eran doce,
armados de puñales, y tenían el distintivo de un sol pintado en el interior de
su atuendo. El hecho de tratarse de un baile de máscaras favorecía sus
propósitos* que debían cumplirse al filo de la media noche.
Manuela tuvo conocimiento de lo que se fraguaba, y procuró por todos
los medios disuadir a Bolívar, momentos antes de la iniciación de la fiesta,
para que no asistiera.
Todo fue inútil. Él debía hacerlo.
El salón había sido lujosamente adornado; la orquesta compuesta de un
arpa, dos violines, un violoncelo y una cometa, ejecutaba contradanzas y
minuetos que se bailan con la mayor animación. El Libertador ha tenido una
grata velada, y momentos antes de las doce se encuentra en animada charla
con el Coronel Fergusson, cuando Manuela trata de entrar, con el propósito
de apartarlo del peligro,
Su presencia intempestiva fastidia tan profundamente a Bolívar, que a
tiempo que exclama: “Esto no se puede sufrir”, abandona el recinto sin
despedirse de nadie, seguido por el General Córdoba, quien dándose cuenta
de lo ocurrido, va presuroso en su compañía.
La “amable loca”, con otra de sus acostumbradas impertinencias, acaba
de salvarlo de una muerte cierta, así él lo ponga en duda y su actitud sea no
sólo motivo de ira, sino de desavenencias que se prolongan por varios días.
Pero los conspiradores no se dan por vencidos y preparan un nuevo
atentado para el 28 de octubre, día de la fiesta de San Simón, el que ha de
anticiparse ante la infidencia que, en estado de embriaguez, hace uno de
ellos, el Capitán Benedicto Triana, que es reducido a prisión en la tarde del
25 de septiembre.
Esa misma noche se reúnen los complotados a las siete, en casa de Luis
Vargas Tejada, situada junto a la iglesia de Santa Bárbara, luego de haber
cenado apresuradamente la mayor parte de ellos, en un bodegón
denominado “La Fonda de Los Paisas”. He aquí los asistentes a la reunión:
Joaquín Acevedo, Ezequiel Rojas, Ignacio López, Rudecindo Silva, Auguste
Horment, Juan Hinestroza, Rafael Mendoza, Pedro Carujo, Teodoro Galindo,
Emigdio Bríceño, Wenceslao Zuláibar, Mañano Ospina, Florentino González,
Celestino Azuero y Miguel Acevedo. El Coronel Ramón Guerra, pieza
importante en la conjura, había defeccionado esa misma noche, con perjuicio
de los restantes, cambiando la misión que le había sido asignada por una
partida de tresillo, en casa del Ministro Castillo y Rada.
El temor a ser detenidos los lleva a actuar inmediatamente, y, como
suele ocurrir, en medio de la mayor seguridad, contando con el factor
sorpresa y el apoyo de cien hombres de tropa que forman la brigada de
artillería, al mando del Capitán Rudecindo Silva, y los que tenían que
enfrentarse a 1.100 veteranos del batallón Vargas y de los granaderos
montados. La desproporción no admite comentario alguno, y más si se tiene
en cuenta que 17 soldados al mando de Pedro Carujo, a los que se sumaban
Azuero, Acevedo, González, Zuláibar, Horment, López y Ospina, debían
marchar sobre el palacio de San Carlos, residencia de Bolívar.
Fue breve la reunión de los conjurados. Se pronunciaron cortos
discursos de fogoso contenido y frases denigrantes contra “el tirano” y como
Vargas Tejada tenía arrestos poéticos, en su intervención no podían faltarlos
versos. Así al finalizar su arenga, echó a volar esta estrofa que transcribimos
como detalle pintoresco:
“Si a Bolívar la letra con que empieza, y aquella con que acaba le
quitamos, oliva, de paz símbolo, hallamos.
Esto quiere decir que la cabeza del tirano y los pies cortar debemos, si es
que sólida paz apetecemos”.
En la vieja casona de San Carlos todo era paz y tranquilidad. Ni la más
mínima sospecha se tenía sobre el drama próximo a vivirse en esa noche de
luna llena y de calles solitarias y sin vigilancia alguna, circunstancia que
favorecía los planes de los conspiradores. La ciudad descansaba en esa
noche que, iniciada con lluvia, concluiría con inesperada tormenta: la
primera, producto de la naturaleza, la segunda, fruto de las incontroladas
pasiones humanas.
Así describe Femando Bolívar, sobrino del Libertador Presidente, y quien
también residía allí, la casa de Gobierno:
“Es una casa de dos pisos, construida con buen gusto y lujosamente
amoblada. En el patio, hay una hermosa fuente, rodeada de un jardín lleno
de flores, con abundancia de rosas y sobre todo de claveles que se dan
magníficamente en este clima. El patio principal está limitado por una verja
de hierro; la disposición del segundo piso difiere en que tiene un solo
corredor que lleva al comedor y a la habitación interior que ocupa mi tío. En
el lado de la calle, limitada por la iglesia de los jesuitas, hay cinco
habitaciones de tamaños diversos; la primera es la sala donde se reúne el
Consejo de Ministros”.
El palacio y sus muebles habían sido comprados por el Gobierno a los
señores Juan Manuel y Manuel Antonio Arrubla. Así mismo, y para uso de
Bolívar, se había adquirido de ellos un coche pintado de amarillo y negro, con
cubierta para los asientos traseros y zaga para los lacayos de honor, el cual
prestó sus servicios hasta el año de 1874.
Bolívar había pasado el día despachando solo cosas urgentes, en razón
al resfriado que lo aquejaba, y hacia el atardecer envió a su mayordomo José
Palacios con un mensaje a Manuela, en la cual decía: “Estoy con horrible
jaqueca; por favor ven luego”. A lo cual respondió ésta que ella también se
encontraba enferma y que por lo consiguiente, no iría. Pero ante el segundo
mensaje en que le manifestaba: “Por favor, ven en seguida”, partió para el
palacio, distante escasa media cuadra de su casa, acompañada de la
inseparable Jonatás, cobijada con un chal y calzando zapatos dobles, para
prevenirse de los efectos de la intensa lluvia que había caído sobre la ciudad.
Ya veremos la importancia que ese calzado tuvo horas más tarde.
Los recados nos permiten suponer que las relaciones de los dos amantes
no eran muy cordiales en aquellos días, por cuanto Manuela gozaba al
parecer de cabal salud.
Una vez llegada a San Carlos, acompañó a Bolívar a tomar un baño de
pies con agua tibia, y luego de leerle un rato y de conversar sobre una posible
revolución que se preparaba, pero de la cual manifestó Bolívar, “y a no habrá
nada1‟, se recogieron en la habitación ubicada junto a la sala de recibo, sin
más precaución que colocar su espada y sus pistolas a la cabecera del lecho.
Solo residían en Palacio, además de los dos amantes, seis personas más,
incluida la servidumbre. La guardia está al cuidado de 20 hombres al mando
del Capitán José Antonio Martínez. A este respecto, expresa Joaquín Tamayo:
“El hecho de ser los centinelas de San Carlos soldados chilenos y
peruanos, su jefe un venezolano, subalterno de un Coronel irlandés, señala
la desconfianza que traía el Libertador acerca de la tropa y los oficiales
neogranadinos‟\
Tal desconfianza, en lo que a las tropas concierne, carecía de fundamento.
Al acercarse la media noche llegaron los conjurados y penetraron por la
puerta principal que estaba abierta. Horment, que fue el primero en entrar,
hirió de muerte a un centinela, en tanto que Azuero hizo lo mismo con otro.
Garujo con los soldados dominó el resto de la guardia que se encontraba
dormida, pero sin cuidarse de vigilar la parte norte exterior del edificio.
Una vez sometida la guardia, se dirigieron a las habitaciones del
Libertador, quien oportunamente despertado por Manuela, ya se hallaba en
pie. Su primera reacción fue tomar las armas y abrir la puerta. Esto hubiera
sido un suicidio, a lo cual se opuso Manuela, quien no obstante la gravedad
del momento, conservaba la calma, a tiempo que le decía, señalando la
ventana de la alcoba: “Usted no le dijo a don Pepe París que esta ventana era
muy buena para un lance de estos ?*\ Y luego de cerciorarse de que la calle
estaba solitaria, le instó a saltar por la ventana, calzado con los mismos
zapatos que para protegerse de la humedad, había llevado Manuela aquella
noche.
Al caer a tierra, Bolívar que no había abandonado sus armas, alcanzó a
oír la voz de la amante que le indicaba: “Al batallón Vargas, por el Carmen 9'.
Bolívar estaba a salvo. Manuela lo había logrado por segunda vez, en el
momento preciso. Un minuto más y hubiera sido demasiado tarde, por
cuanto los conspiradores ya forzaban la puerta que estaba próxima a ceder.
Y ese fue el instante que ella supo aprovechar para enfrentárseles con gran
seguridad, diciéndoles que Su Excelencia estaba en la Sala del Concejo. El
tiempo que ellos emplearían en verificarlo, era precisamente el que
necesitaba el fugitivo para alejarse del peligro.
Es admirable la serenidad de Manuela que, en instantes tan dramáticos,
planeó una estrategia perfecta en todos sus detalles. Indudablemente este
acto de valor y lealtad ilumina con gloria la imagen de tan singular mujer.
Cuando los conjurados se dieron cuenta de que habían sido hábilmente
burlados, regresaron a la alcoba y Pedro Carujo la agredió, siendo reprendido
por Horment, según unos, o por Florentino González, según otros.
Tal es la versión oficial de lo sucedido, basada en el relato hecho por la
misma Manuela a O‟Leary, a petición expresa de éste, en carta fechada en
Paita el 10 de agosto de 1850, esto es, seis años antes de su muerte.
Decimos que es la versión oficial, en atención a que algunos
historiadores sostienen que lo del famoso salto desde una altura no inferior a
dos metros, fue una farsa, por cuanto Bolívar se salvó, escondiéndose en el
interior de un retrete. Y basan su afirmación en la sencilla consideración de
que mal podía ocurrírsele abandonar la residencia en la forma ya descrita,
sin tener la seguridad de que las vías adyacentes al Palacio se encontraban
libres de conjurados, lo cual era imposible de verificar en aquellos cruciales
momentos. Además, si la guardia de 20 hombres había sido tan fácilmente
dominada, se podía presumir que el número de los asaltantes era
considerable, lo cual hacía pensar que se hubieran apoderado no sólo del
interior de San Carlos, sino también de sus alrededores.
Cuál de las dos versiones es la real, es ciertamente un aspecto
secundario del drama. El primordial lo constituye la salvación de Bolívar, y
por ende, el fracaso de la conspiración en su objetivo principal. La toma de
los cuarteles del batallón Vargas que era el secundario, y solo con el fin de
distraer la tropa, tuvo idéntico resultado, y apenas sí sirvió para mezclar
inicuamente en el movimiento al Almirante Padilla y conducirlo
posteriormente al cadalso.
Siguiendo la ruta que le señalara la “amable loca”, y sin más compañía
que su sirviente José María con el que ocasionalmente se encontró en el
camino, llegó Bolívar al puente del Carmen sobre el río San Agustín, bajo el
cual se refugió.
Más de tres horas duraba la penosa expectativa, cuando llego
inesperadamente al sitio donde se hallaban, una patrulla comandada por el
General Pedro Alcántara Herrán, la cual había sido destacada con el fin de
localizarlo. Al darse cuenta de ello abandona el escondrijo y ya en la
madrugada, llega a la Plaza Mayor, donde se encontraban Santander,
Urdaneta, Córdoba, París, Vélez y una gran cantidad de gente que lo recibió
con entusiasta ovación. Profundamente conmovido, vertió abundantes
lágrimas.
Debemos anotar que este llanto, del cual fueron testigos presenciales los
personajes citados, demuestra el grado de quebranto anímico que sufría
Bolívar. Porque no de otra manera puede calificarse tal explosión síquica, que
no guarda proporciones con el temple de un hombre curtido en los combates,
saturado de honores y ahora castigado por la adversidad.
Refiriéndose a lo ocurrido en la Plaza, dirá Manuela: “Allí encontré al
Libertador a caballo, hablando con Santander y Padilla, entre mucha tropa
que vivaba al Libertador. Cuando regresó a la casa, me dijo: Tú eres la
libertadora del Libertador”.
Con este título entró Manuela en la historia de Colombia, con la aureola
de las heroínas, no para la veneración, como dicen algunos historiadores,
sino para la admiración, pues siempre tratamos de no perder los estribos de
las proporciones.
Que Bolívar no disponía ya de vigor físico para hacer frente a una
agresión, lo demuestra plenamente el relato que sobre su quebrantada salud
nos hace Cordovés, recibido de labios de su padre, una de las pocas personas
que el 26 de septiembre tuvieron acceso al Padre de la Patria, con el fin de
expresarle su solidaridad ante los hechos ocurridos en la noche anterior:
“Bolívar envuelto en su capa, sentado en uno de los sofás que hoy están
en uso en el Ministerio dé Tesoro, con una pierna sobre la otra, los brazos
cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, imprimiéndole a veces
movimientos indicativos de vacilación y duda, como sucede a las personas
que están bajo la influencia de algún suceso funesto; apenas contestaba con
monosílabos, porque la tos persistente lo tenía muy fatigado, además del
estado febril que se le notaba en la fisonomía demacrada, con la mirada
inquieta y brillante”.
Lo anterior resulta ciertamente impresionante, si se tiene en cuenta que
por aquellos días solo contaba 45 años. Pero a juzgar por el relato, era su
aspecto el de un hombre aquejado por la senilidad. El desgaste de su
temperamento nervioso, las agobiantes jomadas de la vida castrense, el
trabajo mental y la desaforada conducta galante, habían minado su salud y
agotado su resistencia que pareció en una época invulnerable a la fatiga.
Son obligado epílogo de toda fracasada conspiración la fuga de los
comprometidos y el rigor de los vencedores. Y el episodio septembrino no fue
la excepción. Si bien Bolívar inicialmente manifestó: “No quiero saber quiénes
son mis enemigos”, y hasta hizo llamar esa madrugada al señor Castillo y
Rada, Presidente del Consejo de Ministros, y le ordenó redactase un decreto
resignando en dicho organismo toda la autoridad, convocando de inmediato
el Congreso que sólo debería reunirse el 2 de enero de 1830, y le pedía que
expidiera así mismo otro de indulto a los conjurados, ya que, según expresó,
sólo le interesaba conocer el nombre de su jefe, los buenos propósitos no
pasaron de la primera emoción.
No obstante que los sentimientos del Libertador habían contado con la
aprobación de Castillo, no fueron del agrado de Urdaneta, el cual convocó la
oficialidad a los batallones Vargas y Granaderos, que presionando
insistentemente, obtuvo una revocatoria a lo proyectado, forzando de esta
manera al Libertador Presidente a continuar en el gobierno, al tiempo que
decía: “ Q u e se cumplan, pues, las leyes, no teniendo, por consiguiente,
lugar la reunión del Congreso”. Así lo relata el General Joaquín Posada
Gutiérrez.
Se acababa de cometer un grave error político por parte del partido
militarista, en el que había salido ganancioso Urdaneta, verdadero árbitro de
la situación a partir de ese momento.
Si la reacción inicial de Bolívar había sido de generosidad, la
subsiguiente fue de angustia y amargura tales, que no llegó a sobreponerse,
sumándose así a sus padecimientos físicos la tortura moral. Por otra parte,
Manuela experimentó desde el primer momento un profundo sentimiento de
odio hacia los subversivos, que solo podía satisfacerse con una rígida
aplicación de la justicia, lo cual era compartido por Urdaneta. Pero en otro
aspecto, coincidían los dos, y era en un pérfido deseo de hallar algo que les
permitiera probar la intervención del General Santander en el atentado, así
fuera sobre la base deleznable de simples indicios, con el fin de descargar
sobre tan ilustre prócer todo el peso que el decreto del 23 de febrero de 1828,
con fundamento en el cual debía juzgarse, lo permitiera.
Inicialmente Bolívar se opuso a cualquier injerencia de su amante en la
investigación, así fuera simplemente para identificar a quienes habían
entrado a Palacio. Pero luego cedió, permitiendo que ella interviniera en la
instrucción de los procesos, lo cual demuestra muy claramente hasta dónde
había llegado su decaimiento anímico, ya para aquellos días.
Por obra de Urdaneta que aplicó una justicia puramente vindicativa, y
de Manuela, se sometió a buena parte de los acusados a absolver la pregunta
de qué relaciones había tenido el procesado con el Hombre de las Leyes,
recientemente ninguno declaró algo que pudiera comprometerlo, no obstante
las presiones que para tal fin se ejercieron, o las consultas tendenciosas que
Manuela formulaba.
Su intromisión en el juicio a los septembrinos es una página turbia de la
historia, como que solo sirvió para que se cometieran abusos y se enlodara el
proceso, quedando en este como en todos los actos de su vida, la huella de sus
desbordantes pasiones y el influjo de sus profundos resentimientos, que en este
caso única mente quedarían parcialmente satisfechos, cuando el 15 de noviembre
del mismo año, ve salir profundamente abatido, camino del destierro, al General
Santander, bajo la custodia del oficial Jenaro Montebrune, mercenario
napolitano, amigo de Manuela, a quien ella exigió que durante el viaje tratara de
obtener alguna infidencia del condenado. Tal era la situación del hombre entre
cuyos ascendientes se contaban el Conquistador Diego de Colmenares y la hija
del Cacique de Suba
Fue singular, ciertamente, la situación del General Santander en estos
cruciales momentos. Porque al mismo tiempo que una mujer agota todos los
recursos para condenarlo, otra procede en idéntica forma para salvarlo. Se trata
de Nicolasa Ibáñez, la cual en carta dirigida a Bolívar, pocos días después del
atentado, le dice: “Bien conoce Vm. el objeto de esta carta, la amistad solo.
Santander es quien me obliga a molestar a Vm., pero le hablo a Vm. con
franqueza y con todo mi corazón, si no estuviera convencida del modo de pensar
de este hombre y lo incapaz de cometer una felonía no sería yo la que hablara por
él, no, esté seguro de esto. Un corazón cruel y una alma baja la detesto.
“Santander es honrado y sensible. Yo no quiero General más sino que mande
poner en libertad a este hombre desgraciado que no sufra la pena de un
criminal y que inmediatamente salga para los Estados Unidos, fuera del país,
yo soy la que descanso de tantos pesares.
Espero este favor de Vm. y no puedo menos que esperarlo, al mismo tiempo
confío en que Vm. me dispensará cuando considere a lo que obliga la amistad
y que este bien quedará grabado en el corazón de la más infeliz y afina amiga
de Vm”.
Si en lo tocante al Hombre de las Leyes no coinciden los sentimientos de
Manuela y Nicolasa, sí lo ofrecen en gracia y belleza. Pero, además de ello,
muestran otra similitud, esa si poco favorable por cierto: Las dos desconocen casi
por completo la ortografía. Esto se puede observar a través de su
correspondencia, qué acaso no llegaron a sospechar sería en el futuro materia de
estudio, fruto del cual es el mejor conocimiento que hoy poseemos, de quienes un
día fueron el objetó de sus predilecciones.
Si tenemos en cuenta la prestancia de Nicolasa y su influjo social, es lícito
pensar que sus gestiones no fueron estériles, y que bien pudieron ellas contribuir
a que Santander se liberara del patíbulo.
Por su parte, Bolívar, refiriéndose a la conmutación que de la pena capital por
la de destierro hiciera el Concejo, le dice en carta del 16 de noviembre al General
Briceño Méndez: “En adelante no habrá justicia para castigar al más atroz
asesino, porque la vida de Santander es el perdón de las inmunidades más
escandalosas”. Y posteriormente agrega, refiriéndose a los ajusticiamientos de
Piar y Padilla, al compararlos con el indulto de Santander: “Dirán con sobrada
justicia que yo no he sido débil sino en favor de ese infame blanco, que no tenía
los servicios de aquellos famosos servidores de la Patria”.
Quién había refrendado tales sentencias?
Cuán distantes están estos desquiciados conceptos, de otros, esos si
justificados, emitidos sobre Santander en carta que le dirigió, luego de la victoria
de Ay acucho: “Cuanto más considero el gobierno de usted tanto más me
confirmo en la idea de que usted es el héroe de la administración americana. Es
un prodigio, que un gobierno flamante sea eminentemente libre y eminentemente
correcto y, además, eminentemente fuerte. Es un gigante que marcha al nacer,
combate y triunfa. Este gigante es usted”.
Pero no solamente al gigante se persigue en este momento. También a
cualquier persona que en su desgracia le preste ayuda o se compadezca de él. En
efecto, llegado a Cartagena y condolida de su situación la distinguida dama doña
Vicenta Narváez de Gutiérrez de Piñeres, viuda del prócer y signatario del Acta de
Independencia de la Ciudad Heroica, doctor Germán Gutiérrez de Piñeres, al
enterarse de la penosa suerte de Santander en la prisión de Bocachica, le envió
drogas, alimentos y algunos muebles. Sabedor de ello Urdaneta, dispuso la
inmediata expulsión de la dama del país, sin que valiera su cercano parentesco
con el doctor José María del Castillo y Rada, uno de los más fervientes
bolivarianos y adalid de sus partidarios en la convención de Ocaña
Ciertamente las consecuencias de la noche septembrina habían trastornado
profundamente al Libertador, cuando llegó a expresarse, según ya lo anotamos,
en forma tan hiriente de quien había sido su más eficiente colaborador en lo
militar, lo administrativo y lo político, y cuya culpabilidad jamás pudo ser
plenamente comprobada en el proceso que siguió a la conjura.
Tiempo después, y ya con ánimo más sereno, o tal vez como una rectificación
a lo dicho contra el Hombre de las Leyes, expresará el Libertador: “El no habernos
compuesto con Santander es lo que nos ha perdido a todos. “Volvía a ver claro,
aunque ya demasiado tarde.
1829 transcurre para los amantes que se han trasladado a la Quinta, en
medio de la preparación del Congreso Admirable, de las intrigas de la política
internacional, del alevoso ataque peruano y de las veleidades monárquicas de
algunos ministros encabezados por Urdaneta, en quien Bolívar ha delegado buena
parte de sus funciones.
Nos hemos referido en varias ocasiones a la denominada Quinta de Bolívar,
por lo cual juzgamos pertinente informar al lector en qué condiciones llegó el
inmueble a poder del Libertador, así como de otros detalles sobre la acogedora
morada.
El oficio del 28 de junio de 1820, dirigido a Bolívar y suscrito por Santander,
es el punto de partida de la entrega de la villa, en los siguientes términos:
“Me alienta para ofrecerle en nombre de Cundinamarca y, muy
particularmente en el del pueblo de Bogotá, la propiedad de la Quinta que
pertenecía a los herederos de Portocarrero, cuyo documento tengo el honor de
incluir”.
La adquisición había costado al Estado la suma de $ 2.500.oo, según
escritura del 16 de junio del mismo año, y su nuevo propietario la ocupó por
primera vez en el mes de enero de 1821. La villa era una construcción
relativamente reciente, de amplias y acogedoras habitaciones, rodeada de jardines
por los que corría una acequia con agua cristalina. El conjunto estaba dominado
por un mirador de planta cuadrada que ofrecía agradable vista a los moradores y
huéspedes, entre quienes se contó en el pasado, cuando pertenecía a don José
Antonio Portocarrero, nada menos que al Virrey Amar y Borbón.
Refiriéndose a esta propiedad, dirá Bolívar en amable conversación con
Castillo, Soublette y el historiador Restrepo: “—Esta Quinta me gusta mucho, tal
vez por su mismo aislamiento y su aspecto agreste, y tiene elementos para
convertirse en una mansión casi regia. Pudiera apostarla con algunas villas que vi
en Italia”.
De no haber mediado la forzada separación que impuso la contienda con el
Perú, que así correspondía a los ingentes sacrificios que desinteresadamente
había hecho la Gran Colombia para darle la independencia, es muy posible que
los dos amantes hubieran pasado el último año de sus relaciones al abrigo de la
acogedora morada, que siempre fue tan de su agrado.
Pero este año no podía ser una excepción, ni en las obligadas
separaciones, ni en la constante agitación que caracterizó sus vidas, desde el
instante mismo en que los dos se conocieron, ni en la paulatina decadencia
que mostraba la salud de Bolívar. Cuánto añorarían, días después el uno y
años más tarde la otra, no haber logrado disfrutar en 1829 aquello que los dos
siempre anhelaron, pero que por el capricho del destino, nunca alcanzaron,
esto es, una apacible intimidad hasta la cual no llegaran las repercusiones de
los aconteceres nacionales.
Concluida la campaña contra el Perú, en la cual experimentó nuestro
tradicional agresor la contundente derrota del Portete de Tarqui, efectuó
Bolívar su última entrada a Bogotá el 15 de enero de 1830, esto es, diez días
después de la instalación del Congreso que denominará Admirable, en razón
de las calidades humanas de sus integrantes, y de los cuales tanto esperaba la
República.
No obstante que en la organización del recibimiento no se había omitido el
menor detalle, ni faltaban en él los acostumbrados repiques de campanas,
toques de clarines y salvas de artillería, así como una considerable afluencia
de público, no reinaba en el evento la menor animación. El pueblo se limitaba
a ver pasar el cortejo integrado por los funcionarios del Estado y los militares
que, ufanos, lucían sus condecoraciones, bajo los arcos de triunfo adornados
con abundantes gajos de laurel, sin prorrumpir en las espontáneas
aclamaciones de otros tiempos. El acontecimiento, más que un saludo,
semejaba un adiós. El adiós del último homenaje popular que se rendía al
Libertador.
Bastaba con observar un instante a Bolívar, para comprender su
situación, y esto fue lo que advirtieron los asistentes; su fin se hallaba
próximo. Las labores realizadas en los últimos días, parecían haber consumido
las escasas fuerzas de un organismo que, carcomido por la tuberculosis, se iba
desintegrando penosamente.
Así nos describe Posada Gutiérrez este cuadro:
“Cuando Bolívar se presentó, yo vi algunas lágrimas derramarse. Pálido,
extenuado, sus ojos, tan brillantes y expresivos en sus bellos días, ya
apagados, su voz honda, apenas perceptible, los perfiles de su rostro, todo, en
fin, anunciaba en él, excitando una vehemente simpatía, la próxima disolución
del cuerpo y el cercano principio de la vida inmortal”.
Cinco días más tarde presentó personalmente ante el Congreso la renuncia
de su cargo. Su entrada al recinto atestado de pueblo, estuvo rodeada de un
expectante y respetuoso silencio. ES Libertador, con voz cavernosa y fatigada,
pronunció las esperadas palabras de la dimisión como Presidente. La tormenta
que se agitaba en su agobiado espíritu, tradujo en frases angustiadas un
sentimiento de reproche hacia los que lo habían abandonado en el ocaso de su
vida, y una súplica desesperada para salvar la patria, construida con el filo de
su espada y el idealismo de su corazón, brotó de sus labios.
Dijo el Libertador:
“La República será feliz si al admitir mi renuncia, nombráis de Presidente un
ciudadano querido de la nación; ella sucumbiría si os obstinaseis en que yo lo
mandara. Oíd mi súplica: salvad la República; salvad mi gloria que es de
Colombia. Cesaron mis funciones públicas para siempre".
Bolívar no pudo cumplir la petición que le hizo el Congreso de mantenerse en
el mando hasta que fuera aprobada una nueva Constitución. Su salud ya no se lo
permitía, y fue así como, luego de su separación definitiva del poder, decidió
viajar a una casa campestre titilada en las inmediaciones de Fucha, para buscar
un poco de tranquilidad y un alivio para sus quebrantos físicos. Esto ocurrió el
primero de marzo.
Los siguientes días que antecedieron a su partida hacia la muerte, fueron de
inusitada agitación y grandes amarguras para Simón Bolívar. Diariamente era
visitado por sus amigos que lo iban enterando de los acontecimientos. El
congreso, en medio de agitados debates, logró aprobar una nueva Carta
Constitucional y elegir como Presidente de la nación en los finales de abril, a don
Joaquín Mosquera, y como Vicepresidente al
General Domingo Caicedo.
Las noticias se sucedían cada vez más inquietantes en tomo a la
desmembración definitiva de la Gran Colombia que al fin se produjo. Y fue
entonces cuando la patria del Libertador le volvió la espalda, expatriando al
General Simón Bolívar, borrando su nombre de la lista de sus héroes y
decretando su destierro.
Indudablemente este hecho fue el más duro golpe para el corazón del héroe,
cuya máxima ilusión fue la unidad de los pueblos grancolombianos. En medio de
semejante caos político, él mismo se dio cuenta de que su presencia en Bogotá era
ya un motivo de agitación, aunque no lo quisiera.
Para entonces, estaba nuevamente instalado en la Quinta, disfrutando de la
amorosa solicitud de Manuela, siempre dispuesta a reanimarlo, física y
moralmente.
El Libertador, luego del atentado septembrino, pasaba las noches nervioso y
agitado. En los cortos ratos en que lograba conciliar un ligero sueño,
experimentaba frecuentes crisis y un constante desasosiego. La 6iamable loca"
redoblaba entonces sus cuidados. Sin demostrar fatiga leía junto al lecho las obras
predilectas de su amado, o le preparaba infusiones de manzana, lechuga u hojas
de coca, que eran los recursos de la farmacopea casera y siguen siéndolo, para
combatir el insomnio.
Von Hagen, en su obra “La Amante Inmortal”, describe así el estado
lamentable de la salud del héroe:
“Manuela nunca lo había visto como ahora. No solamente estaba enfermo,
sino que se mostraba indiferente a todo. Los médicos acudían cada vez con más
frecuencia, pero nada podían hacer frente a aquella tos profunda, convulsa y
devastadora. Después de un acceso de tos, Bolívar quedaba tendido, con la
palidez de la muerte, mientras Manuela le limpiaba los labios de una espuma
sanguinolenta”.
Llegó el momento en el que el Libertador tomó la resolución definitiva de
ausentarse del país. Así se lo manifestó al Parlamento, en un mensaje que le
dirigió y en el cual renovó sus llamamientos vehementes a la unidad y la
concordia “El bien de la Patria, —decía— exige de mí el sacrificio de separarme
para siempre del país que me dio la vida, para que mi permanencia no sea un
impedimento a la felicidad de mis conciudadanos”.
Tomada la determinación, inició los preparativos de su viaje. No sabía
propiamente a donde ir, y presumiblemente este fue el tema de prolongadas
conversaciones en la intimidad de varias noches, con Manuela. A veces se decidía
por Europa, otras por las Antillas, Jamaica, preferentemente. En sus charlas
hacía alegres castillos en el aire, soñando con días tranquilos, con una salud ya
recuperada, rodeado por el afecto de gentes amigas y en el goce de un idílico
ambiente de amor y fortuna.
Había, sin embargo, una realidad penosa y grave. No contaba con dinero
suficiente para un futuro que se insinuaba incierto y oscuro. Había que
conseguirlo, porque aun cuando el Gobierno granadino le había asignado una
pensión, las arcas del Libertador estaban casi vacías. Luego de la confiscación de
sus bienes de Venezuela por parte del gobierno de su país natal, el mejor
patrimonio que le restaba era la Quinta. Sin embargo, en un gesto que lo
enaltece, muy explicable en su generosidad, Bolívar no vaciló en obsequiársela a
su entrañable amigo don José Ignacio París, como consta en el correspondiente
documento, suscrito en tales días.
Y algo curioso y digno de anotarse. Don Pepe, como familiarmente se le
llamaba, traspasó este regalo a su linda hija, la cual, confidencialmente, llevaba
también el nombre de Manuelita.
Bolívar tuvo que acudir entonces, como recurso extremo, a la venta de su
rica vajilla de oro y plata. De los armarios fueron saliendo las relucientes
piezas, cuyo brillo hizo añorar a los dos amantes los grandes momentos de
esplendor sepultados para siempre en el pasado. La vajilla que tuvo que ser
una obra de exquisito gusto, fue a parar a los crisoles de la Casa de Moneda
que pagó por ella la suma de $ 17.000.oo. Con ese dinero, el Libertador
debería sufragar los gastos de su subsistencia en los días por venir.
Así llegó la noche del 7 de mayo de 1830, víspera del viaje final. Ya todos los
preparativos estaban cumplidos. José Palacios tuvo a su cuidado buena parte
de ellos.
Qué ocurrió en las últimas horas de intimidad, entre los dos amantes? Es
posible que poco hablaran, porque ambos sentían la presencia de una
tremenda soledad. Cualquier frase, cualquier comentario resultaban dolorosos.
Eran como echar ácido sobre la carne viva de una herida.
La Quinta estaba ya sumida en la oscuridad. En la entrada, un par de
faroles alumbraban con tonos anémicos la ancha puerta. Bolívar se mantenía
obstinadamente callado, teniendo entre sus manos febriles las de Manuela,
quien de vez en cuando le acariciaba suavemente la cabeza, o le tomaba la
temperatura.
—Yo te avisaré desde Barranquilla, cuando haya logrado conseguir un barco
que viaje a Jamaica. Entonces tú vendrás a mi lado para no separamos más.
Cómo estarán de contentos mis adversarios, sabiendo que me voy quizás para
siempre.
—Trata de dormir un poco, —le dice Manuelita—. Vas a hacer unas jomadas
demasiado duras, y debes descansar. Yo quedaré aquí pendiente de tus
noticias y haré lo posible por mantenerte informado sobre la marcha del
gobierno y todo lo que ocurra en su ausencia. No hables de enemigos. Ya no los
hay. Ahora estamos solos, los dos solos.
Qué palabra tan agobiadora para los oídos y el corazón del Libertador.
Verdaderamente solos. Absolutamente solos. Cada uno con su propia soledad.
En el espíritu del Padre de la Patria se agitaba una sensación de naufragio. No
podía decir que todo estaba consumado, como lo dijo el otro Libertador que
salvó la humanidad en la cruz, pues la obra de Bolívar no estaba consumada
sino consumida.
Tal vez podamos comparar su infinita amargura, con la que sintió Napoleón
en la noche de Fontainebleau. Pero no. Napoleón no fue el libertador, sino el
creador ambicioso y genial de un imperio. Napoleón no había ganado batallas
para proporcionar la libertad sino para conquistar territorios y sojuzgar
pueblos bajo su corona efímera. El corso no sentía el dolor de la ingratitud
humana, sino la frustración como militar y como político.
Ya en las horas del brumoso amanecer, lo esperaba frente a la casa el selecto
grupo de amigos que lo iba a acompañar un par de leguas en su penoso viaje, y el
cual estaba compuesto por compañeros de armas y personalidades de la sociedad
bogotana.
El cortejo marchó a paso lento hasta el sitio de Piedras, donde se detuvo al
ser alcanzado por un posta que le hizo entrega al Libertador de una sentida carta
de despedida que le enviaba el Mariscal de Ayacucho. Para evitarse en tan duros
momentos el postrer abrazo de su entrañable amigo, Bolívar le había dado una
hora de partida diferente a la fijada para el viaje. La breve detención fue
aprovechada por el ilustre viajero para apearse y decir adiós a sus acompañantes,
muchos de los cuales, no obstante ser hombres curtidos en los rigores de largas
campañas, no pudieron ocultar ni su emoción ni sus lágrimas.
Bolívar montó trabajosamente en su caballo, y en compañía de su escolta se
esfumó por el tortuoso camino que conducía a Honda, donde fue objeto de cordial
recibimiento. El General Joaquín Posada Gutiérrez, en cuya casa se hospedó,
preparó el champán y las provisiones para el recorrido que haría días después por
el río Magdalena hasta Barranquilla, merced al generoso aporte de la ciudadanía.
Mientras tanto, qué hacía Manuela en Bogotá? El lector podría imaginarse
que ella se dedicó, al menos por algunos días, a rumiar la pena de la separación.
No hubo tal. Por algo Bolívar la llamó muchas veces “mi adorada gatica”. Su alma
tenía temple de fino acero. No estaba hecha para las románticas añoranzas. El
pensamiento de esa mujer varonil no buscaba otro objetivo que el de recuperar a
su hombre, a su único amor, para restablecerlo en la plenitud del poder.
Manuela no tuvo minuto de reposo en esta batalla definitiva. Visitaba a los
amigos de la causa bolivariana, indagaba, consultaba, animaba y atizaba la llama
de un movimiento subversivo que restaurara su dominio político. Su casa, la
misma donde la situó el Libertador, en enero de 1828, se convirtió en la célula
vital de ese propósito desesperado que se basaba en la convicción de que solo el
regreso del amante podría salvar el futuro de la convulsionada República.
Bolívar, en medio de las peripecias de su viaje, intuía lo que estaba
ocurriendo en el altiplano. Conocía muy bien la clase de mujer que era Manuela,
sus bríos, su tenaz voluntad, su arrojo y su audacia. Temía por su suerte y por la
suerte del país, al que veía dando tumbos en semejante turbulencia. Por eso, a su
paso por Guaduas, le envió una carta apremiante, en la cual le decía: “Amor mío:
Mucho te amo, pero más te amaré si tienes ahora más que nunca, mucho juicio.
Cuidado con lo que haces, pues si no, nos pierdes a ambos, perdiéndote tú.
“Soy siempre tu más fiel amante. Bolívar”.
Fiel amante?
Hechos inmediatos convierten la frase final de la misiva apenas en una ironía,
como vamos a verlo.
Bolívar había conocido en Salamina, pequeño puerto ribereño del Magdalena,
durante la campaña de 1812, a una francesita de 17 años de nombre Anita
Lenoit, quien vivía allí con sus padres y, como ellos, era emigrante que había
venido a América empujada por el turbión de la revolución.
Él contaba entonces 28 años y anhelaba, en la soledad de ese poblacho casi
anónimo, compartir la compañía de una atractiva mujer que le hiciera revivir los
fogosos años del romántico París de su primera juventud.
Se conocieron, y en cinco días prendió la llama de una pasión voluptuosa que
fundió a los dos en la delicia de frenéticas intimidades
La guerra impuso su mando, y el guerrero se alejó de Anita, dejándola llorosa
y triste bajo la sombra de los cocoteros de la orilla.
Días más tarde y continuando la campaña del Magdalena, las fuerzas
patriotas se tomaron a Tenerife en reñido combate, y cuando las candelas de los
incendios se oscurecían y el Libertador paseaba triunfante por las calles de la
población, se estremeció su alma al encontrarse de frente con la atrevida
francesita que le confesó sin rodeos que había hecho tan arriesgado viaje, al no
poder soportar su separación Ella confiaba en que sería algún día realidad el
matrimonio que Bolívar le había prometido, en los arrebatos de las tibias noches
de Salamina.
Pero la guerra seguía su curso, sin dar lugar al cumplimiento de la promesa,
lo cual obligó a Anita a embarcarse de nuevo para retornar al hogar. Bolívar la
despidió entre caricias y lágrimas, renovando esta promesa que nunca cumplió.
Con esta ilusión cultivada en las intimidades de su ser, vivió Anita Lenoit
hasta 1830, cuando tuvo noticias de quien la hizo vibrar en las emociones y
deleites del primer amor, andaba nuevamente en su búsqueda.
En efecto, el champán que transportaba al Libertador, había llegado al
caserío de Punta Gorda, donde se detuvo brevemente. Él sabía que por esos
contornos vivía aún la francesa de los lejanos tiempos, e hizo que un oficial bajara
a tierra a averiguar por ella. No se obtuvo ninguna noticia y la embarcación siguió
hasta Barranca Nueva, de donde Bolívar continúo rumbo a Cartagena.
Anita ya no vivía allí, sino en Tenerife, el puerto que tan bellos recuerdos
brindaba a su espíritu, y fue en él precisamente donde se enteró de lo ocurrido.
Sin pérdida de tiempo hizo los preparativos necesarios para seguirlo, con la
esperanza de unirse a él. Todo fue en vano. Al llegar a la heroica, supo que ya el
Libertador estaba en Santa Marta.
Ello no destruyó las esperanzas de Anita que a la sazón tenía ya 35 años.
Habían corrido 18 y aún subsistían las ilusiones de ser la esposa del padre de
cinco patrias como lo denomina Cornelio Hispano.
La francesa no vaciló en continuar la marcha tras el hombre de sus sueños.
Ansiosamente trató de hallar una embarcación que la llevara, sin conseguir su
propósito. En penoso viaje de un día llegó por tierra a Barranquilla, donde la
fatiga que cruelmente se interpuso la redujo al lecho.
Días después y ya ligeramente recuperada, reanudó su odisea hasta llegar a
Santa Marta el 18 de diciembre.
Bolívar había muerto en la víspera en la Quinta de San Pedro Alejandrino que
recogió su último aliento. El hombre que dio la libertad a medio continente, que
escaló los peldaños de la fama, descendió luego a las tinieblas de la adversidad,
hasta llegar a morir en una ciudad que fue hostil a sus ideales solitario y vencido.
Amó y fue amado por muchas y muy bellas mujeres, y en su agonía no logró la
consoladora caricia de ninguna de ellas. Las únicas manos que estrechó en el
trance final, fueron las de su amigo, el médico Alejandro Próspero Reverend,
El conmovedor episodio de la vida de Anita Lenoit, quien a partir de tan
dramático momento se pierde de vista en la penumbra del tiempo, es relatado así
por Cornelio Hispano, en un capítulo de su obra “Vida Secreta de Bolívar”.
“El 20 se hicieron los grandes funerales, . . t En medio de las enlutadas y
llorosas mujeres que por aquel camino sombreado acompañaban el féretro,
murmurando oraciones, iba una extranjera, adulta, hermosa todavía a pesar de la
mortal palidez de su semblante. Llevando un cirio en la mano derecha y en la
izquierda una corona de “inmortales”.
Hay un interrogante en el ocaso bolivariano que no ha tenido respuesta. Por
qué el Libertador dejó a su amante en Bogotá?
No son causa justificada ni la carencia de recursos, como lo demostró en su
testamento con el legado que dejó a su mayordomo José Palacios, ni la
perspectiva de que ella permaneciera en la capital, con el propósito de organizar
un movimiento político para restablecerlo en el poder. La carta que hemos citado
anteriormente así lo demuestra.
Cabe pues sólo pensar que antes de poner el pie en el estribo, para
emprender el viaje definitivo, ya su pensamiento y su corazón estaban en Anita
Lenoit.
De esta mujer apasionada y enamorada de un imposible, solo se sabe que
murió en Tenerife en 1868.
Debemos regresar a encontramos nuevamente con Manuela Sáenz.
Sus empeños políticos no cejaron y cristalizaron con el movimiento del
General Rafael Urdaneta, que derrocó el gobierno legítimo del Presidente
Mosquera. Había participado en esta conjura con todas sus energías y
sacrificando la casi totalidad de sus bienes. Empeñó joyas, vendió cuadros y
muebles, y entregó esos dineros a la causa de sus ambiciones.
Manuela se sentía orgullosa de su triunfo y la autora de este golpe que al
llevar a Urdaneta al poder, le daba la certeza de retornar muy pronto a Palacio de
brazo de Su Excelencia el Libertador,
Qué importaba haber sacrificado la mayor parte de sus bienes, si a este
precio recuperaría en corto tiempo la felicidad que parecía perdida para siempre y
podría mirar orgullosa y vengativa la derrota de sus enemigos?
La varonil mujer apresuró la realización de sus ambiciosos planes y envió a
Santa Marta al General Luis Perú de Lacráis, con el encargo de regresar con
Bolívar.
Corrieron los días de ansiedad y confiadas esperanzas. Una tarde, la negra
Jonatás recibió un posta que le entregó una carta. Manuela rompió el sobre con
manos temblorosas. Era del oficial francés. El corazón de Manuela pareció
romperse en el fondo de su pecho. Perú de Lacráis le escribía desde Cartagena
con fecha 18 de diciembre, y en su misiva le informaba que había permanecido al
lado del Libertador hasta el 16, cuando regresó de esa ciudad, dejándolo al borde
de la muerte.
Leemos el párrafo final que dice:
“Permítame usted, mi respetada señora, llorar con usted la pérdida inmensa
que ya habremos hecho (sic) y habrá sufrido toda la República, y prepárese usted
a recibir la última y fatal noticia”.
Manuela experimentó el derrumbamiento de su fortaleza espiritual, y cayendo
en brazos de su fiel Jonatás, se estremeció en un sollozo desgarrador. Sabía que,
a partir de este instante cruel de su vida, Bolívar ascendía a las alturas de la
gloria y ella se precipitaba en los abismos del infortunio.
Nuevamente debemos situamos un tanto atrás en este capítulo, para afirmar
que el ocaso de Manuela se hizo visible a mediados de 1830, cuando los
adversarios del Libertador ya no ocultaban sus sentimientos y los hacían a los
dos víctimas del escarnio público, ya en pasquines, o en anónimos que llegaban a
las manos de la solitaria mujer, que nunca dio muestras de arredrarse, sino que,
al contrario, impulsada por su temeridad y su carácter indomable, hizo derroche
de atrevimiento, enfrentándose a quienes hablaban mal de Bolívar, sin ningún
temor.
Recordemos lo ocurrido la víspera del Corpus Cristi, cuando se iba a hacer
una quema de fuegos artificiales en la Plaza Mayor.
Para el efecto se había levantado un castillo pirotécnico en el cual se
representaban ofensivas caricaturas del Libertador y su amante, para ser
quemadas en el espectáculo. Quienes urdieron esta burla, lograron que los
castillos, antes de la función, estuvieran vigilados por un piquete de soldados.
Cuando Manuela lo supo, montó caballo y llevando consigo a un grupo de
sirvientes ya su inseparable Jonatás, llegó a la plaza y destrozó a sablazos los
mamarrachos. En la refriega hubo varios heridos y la intrépida mujer se volvió a
casa, insultando a gritos a quienes fueron los autores de la frustrada exhibición.
Manuela seguía siendo la misma: una Caballeresa con tacha, pero sin miedo.
El episodio fue aprovechado hasta llegar a la exageración de seguirle un
proceso que fue suspendido, no sólo por insinuaciones prudentes de Joaquín
Mosquera, Presidente de la República, sino porque los acontecimientos motivados
por el golpe del General Urdaneta, dejaron pendiente la orden de destierro de la
Libertadora del Libertador.
Las cosas quedaron un tiempo en relativa calma, y no se volvió a hablar de la
deportación de Manuela, que ya para entonces empezaba a tener aulagas y
dificultades económicas. Sin embargo, en 1833 se oyeron correr los rumores de
una conspiración contra el Jefe del Estado, el General Santander. Como es de
suponer, los santanderistas la señalaron como partícipe en ese movimiento, y fue
así como desempolvaron la orden, conminándola el primero de enero de 1834
para que el día 13 del mismo mes estuviese ya lejos de Bogotá. Un espléndido
regalo de Año Nuevo, como podrá apreciarse.
La “amable loca” no se dio por aludida, y al llegar la fecha señalada, se
fingió enferma. Entonces el alcalde con unos soldados y un grupo de presos,
penetró en la casa donde se llevó singular sorpresa. En efecto, al funcionario se
le bajó la sangre a los tobillos, cuando en vez de encontrar una doliente mujer
pálida y envuelta en frazadas, se halló frente a una auténtica gata. Manuela
estaba sentada en su lecho con un par de pistolas, resuelta a hacer fuego para
darle la bienvenida a la primera autoridad de la ciudad.
El alcalde tuvo que salir a pedir órdenes, y regresó con más gente al cabo
de un rato. Después de un forcejeo acompañado de arañazos y vocablos de
grueso calibre, lograron sacarla de la cama, y, como en la fuga de Cleopatra, la
envolvieron en mantas, trasladándola inmediatamente en una silla junto con
Jonatás y otras mujeres de la servidumbre, a la cárcel del Divorcio, la misma
donde estuvo presa Su Excelencia la Virreina doña Francisca Villanova esposa
del Virrey Amar y Borbón 24 años antes. Allí pasó la noche, y al amanecer del
día siguiente fue conducida con escolta hasta Funza, donde la esperaban las
cabalgaduras. El gobierno de Bogotá había recuperado su democrático resuello
y el General Santander ya pudo tomarse su chocolate en paz.
Durante el viaje, Manuela no perdió los ánimos. Su carácter felino ni dio
cuartel, ni cedió un punto. Había comenzado el camino del destierro, cuya
primera etapa fue la isla de Jamaica.
Allí vivió hasta fines de 1835, y nada sabemos de las peripecias que tuvo
que sufrir, ni cómo se las arregló para ganarse la subsistencia, ni qué
actividades desarrolló en este año largo. A mediados de octubre hizo gestiones
para regresar a su patria. El gobierno ecuatoriano la aceptó inicialmente, pero
luego le cerró el paso; su situación era ciertamente angustiosa. No tenía a
dónde ir- Venezuela era un país hostil y enemigo para ella.
A Colombia no podía pensar en regresar.
Fue entonces cuando acudió al gobierno del Perú, que finalmente la recibió,
no obstante haberla expulsado en 1827, como ya se sabe.
Las autoridades se cuidaron de mantenerla aislada, señalándole como
residencia un minúsculo pueblito costanero llamado Paita, donde pasó los
últimos 20 años de su turbulenta existencia.
Para los moradores de esa aldea lejana, poblada por rústicos pescadores,
fue una inesperada novedad la llegada de Manuela. Pese a que solo contaba 38
años, ya mostraba síntomas de envejecimiento. Su cabello estaba encaneciendo
y la lozanía de la juventud comenzaba a marchitarse. Lo que no estaba ni
estuvo nunca marchito fue su temperamento, en el que subsistió su constante
vivacidad, su orgullo y su desenfado. Miraba la adversidad cara a cara y jamás
dio muestras de pesadumbre o debilidad, afrontando la pobreza con discreción
y decoro.
La que había gozado de opulencia, viviendo en palacios, recibiendo honores,
saboreando los deleites del poder y apurando todos los jugos del placer y las
complacencias, está ahora reducida a habitar en una casa humilde, contando por
único mobiliario con un sofá y unos taburetes de estera, una cama tosca con un
colchón de “totora” y unas viejas petacas en las que guardaba, junto con cartas y
documentos, sus escasas y ya desmodadas ropas.
Así se organizó en tan rústico medio, y para ganarse el difícil sustento,
elaboraba cigarros y dulces que vendía a las escasas gentes del poblado. De vez
en cuando llegaba al puerto un barco extranjero, y esta ocasión la aprovechaba la
solitaria mujer para servir de intérprete, en lo cual se ganaba también algunas
monedas.
Manuela estaba ciertamente destinada a morir en la indigencia. De su
herencia paterna que hubiera sido cuantiosa, no vio ni un centavo De la materna,
se encargaron los parientes de atraparla sin contemplaciones. Por su parte, el
doctor Thorne, su “aburridor” esposo, quien era un Onassis en su tiempo, dejó
sus bienes a una amante que sustituyó a Manuela; pero como buen inglés, había
dispuesto devolverle el $ 8.000.00 que había recibido como dote, con sus
correspondientes intereses. Ni eso pudo lograr, pues una ley la privaba de ese
beneficio, por su adulterio y la conducta que provocaron la disolución del
matrimonio. Finalmente, como inexplicable paradoja, Bolívar no le dejó en su
testamento ni un recuerdo …....ni una moneda.
A pesar de su confinamiento, Manuela no estuvo totalmente sola ni
incomunicada con el resto del mundo. Su nombre no se había olvidado ni en
América, ni en Europa. Por eso tuvo visitas de famosos personajes que llegaron a
Paita y departieron ratos amables con ella, durante los cuales se refrescaron
episodios, se hilvanaron reminiscencias y se brindaron algunas copas de Oporto.
Entre ellos podemos citar, entre otros, a Giuseppe Garibaldi, el líder de la
Unitá italiana, don Ricardo Palma, escritor e historiador peruano, Domingo
Faustino Sarmiento, ilustre escritor y político argentino y un pintoresco y
estrafalario personaje que residía en un caserío cercano a Paita, y quien le
alegraba las horas grises de penuria y le hacía olvidar los dolores del reumatismo
articular que ya la aquejaban. Veamos cómo lo describe von Hagen:
“Fue traductor en Jamaica, cajista de imprenta en Baltimore, ayo en París,
artista de circo en Rusia, velero en Alemania y librero en Londres”.
El mismo autor dice de él lo siguiente:
“Maestro de francés e inglés de Bolívar, vagabundo mental, desequilibrado y
simpático, libertino completo y gran erudito, aunque saturara sus enseñanzas
con el romanticismo sentimental de Rousseau
Podemos añadir de este hombre singular que* cuando dictaba cátedra de
anatomía en La Paz, teniendo más de 60 años de edad, daba clases paseándose
desnudo delante de sus alumnos, para que aprendieran las lecciones a lo vivo.
Los atónitos discípulos no sabían qué admirar más: si las chifladuras
desvergonzadas de su profesor o su extraordinaria resistencia a la pulmonía,
cuando era capaz de semejantes desplantes en una ciudad que a 4.000 metros de
altura sobre el nivel del mar, tiene una temperatura de refrigerador.
Para no prolongar la expectativa del lector, diremos que se trataba de don
Simón Rodríguez, el primer preceptor y el más conocido de los maestros que tuvo
Bolívar en su primera juventud.
Para Manuela tuvieron que ser muy amables las visitas de este señor que era
conversador grato e incansable, capaz de resucitar infinidad de recuerdos en esa
mujer derrotada y melancólica.
La miseria fue la final compañía de la Libertadora. Había quedado casi
inválida al fracturarse una pierna en un accidente que tuvo al bajar la escalera de
la casa. Ya no podía valerse ni trabajar, y tuvo que aceptar la caridad de los
modestos y buenos amigos para subsistir.
Para ella, este tiempo tuvo que ser infinitamente triste, y con toda seguridad,
en sus largas horas de soledad, el temple de su alma cedió alguna vez al embate
del sufrimiento, y debió de dejar escapar algunas lágrimas sobre su pobre
almohada, en las noches oscuras de Paita, sólo sacudidas por las brisas marinas,
el rumor de las olas y el grito lejano de las gaviotas.
Por fin vino el término de esta vida tormentosa. El descanso definitivo llegó en
una epidemia de difteria que diezmó la población y contagio a Manuela y a
Jonatás. Hubo necesidad de abrir fosas comunes para enterrar sus cadáveres, y a
uno de esos sepulcros anónimos fueron a dar los despojos mortales de Manuelita,
quien murió en la tarde del 23 de noviembre de 1856.
Nos hemos extendido en la época y sus personajes, en especial Manuela
Sáenz, porque fue ella la mujer que tuvo mayor influencia en un período crucial
de la historia de Colombia. Influencia de contrastes entre el heroísmo y la fogosa
pasión que brotó de su ser, y dentro del cual mostró diversas facetas de una
personalidad pocas veces tierna, muchas veces maligna, siempre leal y valerosa,
capaz de todos los sacrificios, de todas las audacias.
Al morir Manuela Sáenz y entrar a la historia con su bagaje de méritos innegables
y de pecados sin arrepentimiento, podemos cerrar esta síntesis de su vida con las
palabras de un ilustre historiador colombiano:
“Como todas las grandes enamoradas, como todas aquellas que consumieron
lo mejor de sí mismas en el ara ardiente de la pasión, Manuela Sáenz pudo
también decir que su muerte era su comienzo”.
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Rodríguez Plata Horacio La Antigua Provincia del Socorro y la Independencia.
Rojas Marqués de El General Miranda.
Rothlisberger Ernest El Dorado.
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Tosta García F. Gramalote.
Trujillo Eduardo Historia y Leyenda Memorias.
Urdaneta Rafael La Criolla.
Umaña Enriqueta Montoya de Policarpa Salavarrieta.
Valderrama B. Ernesto Real de Minas de Bucaramanga.
Vejarano Jorge Ricardo Nariño
Von Hagen Victor W. La Amante Inmortal.

Zwieg Stefan Fouche, el Genio Tenebroso. María Antonieta.


INDICE

PROLOGO
INTRODUCCION

CAPITULO I
Gomiar de Sotomayor y la negra Juana García.
De la brujería a la Parapsicología, sin pasar por la hoguera.
El primer naufragio de un barco que se conoció en el mundo, en el misterioso
Triángulo de las Bermudas, en 1550.

CAPITULO II.
Inés de Hinojosa. Inés de Castrejón.
Una licuadora de maridos y amantes.
El primer músico y profesor de baile de la Colonia.
Dos crímenes espeluznantes.
La segunda Inés salva la vida al primer falsificador de moneda.
Hace dos siglos se inició nuestra devaluación monetaria

CAPITULO III.
Cecilia de Caicedo y Valenzuela.
Un Virrey Manso y un cornudo resignado.
Cómo nacieron el DAÑE y el papeleo oficial, dos plagas inmortales.
Una batalla de mitras y solideos.
En 1724 se vivió un episodio que ha podido ser la primera telenovela.

CAPITULO IV.
Violante Miguel de Heredia.
Inés de Salamanca.
Leonor I, la Reina Negra de los Palenques.
Paula de Equiluz.
Elena de Victoria.
Elena de la Cruz.
Jerónima de Holguín.
Luisa de Guevara.
Catalina de Vargas.
María Teresa de Orgaz.
Enfrentamientos entre la autoridad civil y la eclesiástica en el Siglo XVIL La
chicha es excomulgada.
El gobierno colonial se desmoraliza.
De ayer a hoy no han cambiado mucho las cosas.
El clero se declara en paro.
Los negros se sublevan.
Cacerías de brujas y parrillada de hechiceras, la Inquisición entra en escena.
El Aquelarre criollo.
Un alcalde fratricida.
Un presidente sátiro.
Un pintor alcahuete.
Una madre proxeneta.
CAPITULO V.
Jerónima de Olalla.
Josefina Caicedo y Villacís.
María Tadea Lozano.
Disputa de dos Oidores por una dama bien dotada.
Los caminos del amor.
Nace la oligarquía criolla.
Un marquesado sabanero.
La torre de la Catedral, una cárcel para enamorados. Una novia pasada por agua.

CAPITULO VI.
María Luzgarda de Capima u Ospina, La Marichuela.
El secreto del Virrey fraile.
Un hábil y oportuno cambio de hábitos, una amante desenfrailada.

CAPITULO VIL
La Cacica de Guatavita.
María Ramos.
María Mueses de Quiñones.
Crimen y castigo de una infiel.
Similia simílibus.
El más importante santuario lacustre de los Chibchas.
Tuvieron conocimiento las tribus precolombinas del Cristianismo?
Bochica, mito o realidad?
Nace el Santuario de Nuestra Señora de Chiquinquirá. El Santuario de Las Lajas.

CAPITULO VII.
Manuela Beltrán Archila.
La Vieja Magdalena.
María de las Nieves Hurtado.
Isabel Tibará.
María Manuela Vega.
Manuela Cumbal.
Francisca Aucú.
Joaquina Álvarez de Olano.
Toribio Verdugo de Galán.
Paula Francisca Zorro de Galán.
El Movimiento Comunero, gestor de la Independencia Colombiana.
Gestiones para un apoyo internacional.
Ingenuidad, traiciones e idealismo, alternan en el movimiento.
La oligarquía santafereña juega cartas dobles.
Una aristócrata criolla con pretensiones de Reina Comunera.

CAPITULO IX.
Catalina de Rusia.
Un romance pecaminoso bien pudo ser el origen de nuestra bandera.
Andanzas de Francisco de Miranda con la alemana que se transformó en
Emperatriz rusa.
El Congreso de Viena y la frustrada intervención rusa en la reconquista española.

CAPITULO X.
Manuela Maza.
Manuela Santamaría de Manrique.
Los preámbulos del 20 de julio de 1810.
El prefabricado pretexto del florero.
La intrepidez de una mujer salvó la Revolución.
El bautismo republicano de la Virreina.

CAPITULO XI.
La perrita de don Manuel Benito de Castro.
Un solterón estrafalario que personifica la Patria Boba. Una amante fiel, pero con
pulgas.

CAPITULO XII.
Pepita Piedrahita.
Manuela Conde.
Manuela Barahona.
Los matrimonios singulares de Custodio García Rovira, Hermógenes Maza y
Francisco José de Caldas.
Una boda a lomo de muía.
La guerra, la venganza y el alcohol destruyen un hogar. Un enlace de laboratorio
y una hija por poder.

CAPITULO XIII.
La Pola. Semblanza de una Mártir.
Los días del Terror.
De maestra a espía.
El romance que se consolidó en el cadalso.

CAPITULO XIV.
Las amantes de Bolívar.
Una juventud disoluta.
La prima adorable y su cornúpeto esposo.
Las caricias de dos mujeres lo salvan de dos atentados, y una tercera hace
fracasar la expedición de Los Cayos. Las batallas amorosas que perdió Bolívar.
Rivalidades románticas que pudieron estimular rivalidades políticas.
Fue también el Padre de la Patria el padre de José Secundino Jácome?

CAPITULO XV.
Antonia y Helena Santos Plata.
Juana Escobar
Estefanía Parra.
Antecedentes y consecuencias de las batallas del Pantano de Vargas y del Puente
de Boyacá.
Socorro y Charalá, los polos históricos de la victoria. Un Virrey impotable y un
General vacilante que transformaba las derrotas en triunfos en los partes de
guerra.
Santander, semillero de heroínas.

CAPITULO XVI.
Bernardina Ibañez.
Cecilia Gómez.
Nicolasa Ibañez.
El homenaje santafereño a los héroes de la campaña libertadora de 1819.
Un romance truncado por la muerte.
Una violenta escena de celos del General Santander. Una ventana que también
pudo ser histórica.

CAPITULO XVII.
Mary English, una inglesa otoñal.
El primer escándalo político—erótico de la República. Nadie sabe lo que pasó
entre la inglesa y don Antonio Nariño, pero todos saben lo que ocurrió al
Precursor de la Independencia.

CAPITULO XVIII.
Felipa de Zea.
FELIPITA ZEA.
Una familia devoradora de empréstitos.
Don Francisco Antonio, el Precursor de los peculados. El matrimonio más costoso
para el erario colombiano. Pujos aristocráticos que terminan con una hidropesía.

CAPITULO XIX.
La bella Sánchez del Guijo.
Hechos curiosos de la historia nacional.
La leyenda del Delfín concluyó en Santafé de Bogotá. La República a un paso de
volverse monarquía.
El enigmático doctor Arganil.
Un testimonio del Hombre de las Leyes.

CAPITULO XX
Fanny Henderson.
Ayacucho y El Santuario, gloria y tragedia. Un héroe vanidoso.
Una intriga internacional.

Los mandos del ejército pasan de manos colombianas a manos mercenarias.


Inspiración nacionalista en la sublevación de Córdoba

CAPITULO XXI
Carmen y Marcela Espejo.
Un lupanar, un crimen, y la disolución de la Gran Colombia.
De soldado de la Independencia a matón de barriada Un episodio en el que todo
fue negro.
Un magistrado venezolano asalta el tesoro público y trama la desmembración
grancolombiana.
La patria del Libertador expatría al General Simón Bolívar.

CAPITULO XXII
Manuela Sáenz.
Anita Lenoit.
La amante caprichosa.
Su influencia en la vida nacional.
Bolívar pierde prestigio por su causa. Libertadora y dominadora. El atentado
septembrino.
Anita, un amor que renace en un hombre que muere.
La Soledad de Paita.
Una fosa común para una mujer poco común.

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