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Recurrencia maquínica y proyección edípica:

La entropía del antiazar.

André Breton sueña, tiende bajo sus pies la tela que pintarán los surrealistas, asomará
sobre lo alto de un bastidor la esfera azul del ser, en indeterminado lugar la cruzará
imperceptible el pensar con su furioso color. La leve tangente de ese encuentro será el
despertar del sueño. Desaparecerá luego. Lo pretérito de aquel destello trae consigo el
fotograma de un encuentro fugaz que siempre será heterogéneo a nuestra conciencia.
Cuando os sintáis secos, recomendaba Apollinaire, escribid cualquier cosa, empezad
cualquier frase y seguid adelante1. En el plano metafísico existe un desfasaje entre la
temporalidad consciente y las experiencias vivenciadas. Hay un conjunto de fuerzas que
nos constituyen y que al mismo tiempo están en absoluta libertad respecto de nuestras
propias pretensiones. La conciencia puede ser el chispazo, pero su contraparte, el
inconsciente, es toda la oscuridad en derredor.
Sobre la concepción de esa oscuridad, los autores de Capitalismo y esquizofrenia (1972),
buscan salir de ciertos esquemas clásicos del psicoanálisis freudiano. Una máquina, a
partir de ellos, nunca será vista de la misma manera en que lo hizo la era industrial, ellos
no hablan en un plano real, ni simbólico, ni imaginario, justamente porque de ese modo
no se dice nada de las máquinas y su relación con el deseo. Tampoco así se dice nada de
la manera en la que la humanidad por recurrencia y comunicación hace engranaje con el
mundo para construir una máquina. No habría por lo tanto, en el sentido concebido por
los autores, posibilidad alguna para considerar las máquinas como las proyecciones de
una herramienta.
Una máquina deseante es un conjunto de piezas realmente distintas que funcionan juntas2,
precisamente por esa razón, por ser piezas distintas. Habría que notar aquí que el azar es
un componente esencial para la constitución de una máquina deseante, sobre todo en la
introducción del concepto de lo heterogéneo de sus elementos entre sí que se hayan unidos
y funcionando por una ligazón especial que consiste justamente en la ausencia de un lazo.
Toda una paradoja, pero que lleva a plantearse, desde los límites más extremos de la
razón, el hecho de que puedan funcionar como experimentos pasajeros de una voluntad
ajena al individuo, y que de ello poco pueda decirse sin abandonar la tierra de la
comprensión y la racionalidad humanas, como si se tratase de algo allende esas fronteras
que nos resulta de difícil acceso. Esa máquina deseante es pura conexión hasta el infinito
en cualquier sentido porque posee dos potencias: lo continuo y la ruptura, la conexión con
cualquier cosa y también la mutación absoluta que corta con cualquier conexión dada.
Las dos potencias forman una sola, la máquina deseante funciona así en un constante
movimiento de flujo y corte.

1
M. De Micheli, Las vanguardias artísticas del siglo XX, Sueño y realidad en el surrealismo, pág. 173,
Alianza, 2012.-
2
G. Deleuze y F. Guattari, El Anti Edipo: Capitalismo y esquizofrenia, Balance-programa para máquinas
deseantes, pág. 405, Paidós, 1972.-
Las máquinas deseantes, para estos autores, son una forma de hablar de la libido
freudiana, pero con diferencias que implican, a partir de la introducción del concepto de
deseo, la descripción de un panorama más amplio que el del individuo mismo, y que sin
embargo por relacionar ese deseo con el plano social, no deja de tener implicancia y
compromiso con lo individual. Una máquina deseante es una abstracción pura que se
opone a cualquier representación, pues nada tiene que ver con la forma o extensión, sino
que mejor está relacionada con la composición intrínseca de sus propias intensidades. De
esta manera las máquinas admiten estados de más o de menos, pero de una manera tal que
lo que diferencia esos estados entre sí no es susceptible de aumento o de disminución que
pertenezca a una escala de magnitudes de la misma especie. Sino que sucede como en el
Hombre de los lobos, en donde todo habita en él, una multitud bulliciosa, un enjambre de
abejas, un melé de futbolistas o un grupo de tuaregs3, son variables indivisibles, que nunca
aumentan ni disminuyen sin que sus elementos no cambien sustancialmente. Se trata de
algo así como una metaplasia del deseo, lo mismo que sucede en términos biológicos
cuando por diversos motivos los tejidos generan un cambio estructural, llevando a cabo
la transformación de una estirpe tisular a otra; en fin, lo que resulta un cambio de
naturaleza.
Las maquinas deseantes constituyen la vida no edípica del inconsciente, dicen los autores.
Para ellos Edipo no es la mecánica del inconsciente y mucho menos la nada, sino que
existe concretamente representando imágenes quietas. Así la infancia por ejemplo, puede
entenderse desde el psicoanálisis, como una proyección de fotogramas quietos que han
cortado la conexión de todos los flujos con el deseo. Edipo es lo que interrumpe y
establece de este modo el polo opuesto al deseo en el inconsciente. Si ese deseo tiene un
modo esquizofrénico vital, dice Deleuze, la represión se mueve de un modo paranoico.
Estos modos opuestos pueden verse claramente en dos concepciones diferentes del
sueño4, donde una de ellas está ligada a la conexión del deseo y la otra a la irrupción de
la represión. Si esta última está más bien unida al recuerdo, la primera lo está al delirio,
lo cual establece una consonancia con el funcionamiento maquínico típico desarrollado
por los autores, como así también con las conexiones y los puntos de fuga, esos puros
devenires de las intensidades como elementos propios del deseo. Al contrario, cuando se
comprende el sueño con asociaciones y recuerdos, lo que se hace realmente es introducir
elementos extraños, que no pertenecen justamente al sueño mismo, sino que han
reemplazado todo el agitar tempestuoso del deseo, por una imagen pétrea que interrumpe
todas las conexiones.
En el cuadro cubista de Lindner5, el niño forma parte de la máquina, o como dicen los
autores, se “hace máquina” y pueden verse los engranajes en los que las partes se unen en
un todo funcional. En un horizonte común, pero desde el surrealismo, Brauner6 en
cambio, pinta los privilegios de una máquina, no tanto porque haya una especie de triunfo
en la coincidencia de lo que se ha conectado, en el hecho mismo de hacer máquina, sino
que parece resaltar más el aspecto de un lugar de lucha intrínseca al filo maquínico, entre

3
G. Deleuze y F. Guattari, Capitalismo y esquizofrenia: Mil mesetas, ¿Uno sólo o varios lobos?, pág. 36,
Pre-textos, 1980.-
4
G. Deleuze y F. Guattari, Óp. cit. pág. 403, Paidós, 1972.-
5
R. Lindner, Boy with Machine, 1954.-
6
V. Brauner, La máquina del privilegio, 1964.-
el deseo y la represión, entre la recurrencia y la proyección, entre las máquinas deseantes
y Edipo.
Ese lugar de lucha tiene un presupuesto más o menos notorio que es el establecimiento
ontológico de dos partes reales que propician esa batalla. Por un lado el deseo con su corte
y flujo constante, por el otro, la represión que quiebra esa dinámica y la transforma en
una imagen detenida que de tanto repetirse ha cesado finalmente en su nitidez y novedad.
Hay algo contra lo que luchan Deleuze y Guatari: las consecuencias de Edipo, la represión
del deseo y su resentimiento, la propia tiranía de lo reprimido.
El estatus ontológico de esa lucha pareciera definir la búsqueda de una cierta felicidad
que se encuentra agazapada, como cuando los autores citan al escultor suizo Jean
Tinguely7, conceptualizando a su modo las máquinas deseantes, con lo cual ellos
concuerdan, considerándola una máquina verdaderamente alegre, en la que esa alegría
quiere decir libertad. Podría decirse que esta libertad está en relación con todo lo que la
detiene en el natural camino del deseo, que éste puede ser comprendido como principio,
y justamente por eso podría excluirse del dominio de cualquier existencia el proceder de
algo que no sea tal8, esto es, el de una naturaleza dada.
En La anti-naturaleza (1964), Clément Rosset concibe de manera precisa el concepto de
naturaleza como lo que existe independientemente de la actividad humana y que al mismo
tiempo no se confunde con el azar; éste resulta no tan sólo independiente de las
producciones del hombre sino también de cualquier tipo de principio, ley o, justamente,
de estar desatado de cualquier naturaleza. De un modo abreviado, el concepto puede ser
equiparado con la idea de necesidad, de tal manera que ésta se oponga al azar y al artificio
porque está determinada en el compromiso de trascender lo fáctico, como el azar, y
también lo arbitrario, como lo son las producciones humanas.
Bajo esta mirada, el naturalismo es la pretensión de un orden trascendiendo el azar, orden
al que muchos de los filósofos contemporáneos han pretendido refutar, pero que varios
de ellos atacaron, según Rosset, sólo la usura del término y nunca la abolición de un cierto
sistema de deseos inherentes a ese naturalismo. Porque existe un elemento fundamental
para el establecimiento de esa concepción, que está liderado por el deseo de una cierta
“pretensión naturalista”, que solapadamente considera un orden que no termina de
hacerse presente y que, justamente por ello, hay que intentar liberar. Existe una naturaleza
reprimida que no ha llegado a aparecer en la primavera plena debido a una serie de
obstáculos que paralizan su normal desarrollo. Esos obstáculos representan las diversas
fuerzas represivas que se oponen a la natural humanidad.
La noción de represión cae así bajo la investidura de un notable funcionamiento que
consiste en mantener ciertos principios como realmente existentes y al mismo tiempo en
reconocer la ausente emergencia en el presente mismo de esa naturaleza reprimida que
permanece siempre como principio; esta naturaleza existe, mas no aparece debido a que
hay algo que la reprime. Y más profundamente todavía, la naturaleza existe, pero no
aparece jamás. Nada tiene que ver esta conceptualización con un aspecto relacionado con

7
G. Deleuze y F. Guattari, Óp. cit. pág. 409, Paidós, 1972.-
8
C. Rosset, La anti-naturaleza, pág. 16, Taurus, 1974.-
el resentimiento, sino mejor con una modalidad, una funcionalidad del elemento represor.
Las expresiones de disgusto, por todo lo que pueda ser considerado un interruptor del
deseo, son irrelevantes respecto a la promesa de felicidad de la ilusión naturalista. Ambos
polos, por un lado la creencia en una naturaleza y por otro sus limitaciones represivas,
sólo son válidas en tanto entren en funcionamiento de manera mutua, pues gracias a la
represión, la naturaleza se transforma en el motor de una decepción permanente.
Se comprende así que la represión puede funcionar como una hipótesis ad hoc, en donde
el negarse a renunciar a la idea de un principio, representado por la naturaleza, habilita a
la invención de una fuerza contraria e invisible que neutraliza sus efectos o al menos, con
una incansable insistencia, los obstaculiza. Si la naturaleza pudiera expresarse libremente,
consideran los naturalistas estrictos, la humanidad entera entraría en el fulgor de la total
felicidad, los amantes mirarían satisfechos los engranajes del amor, pero el más intricado
de los caminos que recorre el interior del laberinto de nuestro espíritu nos deja inermes
frente a la antigua vigilancia del ineludible habitante tauro.
Sería conveniente ahora contrastar algunos aspectos de estos autores que pueden resultar
pertinentes. Como se dijo al comienzo sobre las máquinas deseantes, éstas se constituyen
a partir de dos polos antitéticos, en el que es evidente la intención puesta por parte de
Deleuze y Guatari en considerar alternativas para otorgar cierta viabilidad de resolución
a todo aquello que signifique un obstáculo al deseo, a la interrupción del fluir dinámico
de las multiplicidades que lo habitan. Habría para ellos, en repetidas circunstancias, una
cierta imposibilidad del deseo para una emergencia pura y libre debido a que existe un
gran interruptor represivo, que ellos llaman Edipo. Este panorama ontológico podría
esquematizarse con dos grandes elementos que corresponden precisamente al deseo y a
la represión y que funcionan de manera conjunta haciendo que cuando no se exprese uno
de ellos sea debido al surgimiento de su contraparte. Sin embargo la ponderación por
parte de Deleuze de uno de esos elementos es siempre mejor valorada que su opuesto,
donde claramente la dinámica de corte y flujo propia del deseo, tiene un valor positivo
que no lo tiene jamás la idea de la represión.
A la locura, la corriente antipsiquiátrica moderna, la considera como un tipo de
anormalidad, una especie de no-naturaleza que sólo se ha expresado porque existió una
represión que desvió al individuo de su normalidad y que únicamente de esa manera se
pudo establecer la esquizofrenia. Deleuze está en contra de esta visión un tanto inocente,
pero sin embargo, a riesgo de rescatarla de esa banal conceptualización, tal vez fuerza los
hilos y la transforma, invirtiendo los términos de una manera sutil. Existiría así un
principio, que es el propio deseo con su dinámica esquizo característica, que está en lucha
constante con el elemento antitético edípico, haciendo que aquél muchas veces no surja
libremente debido a la interrupción represora que le proporciona éste.
Uno de los aspectos más interesantes del aporte de Rosset para este punto específico del
argumento, tal vez sea la presentación de dos visiones de mundo, una la que entiende que
existe un orden, un principio, un arché, o podría decirse también, un dios que ha creado
todo más allá de la intervención del hombre, y la otra, el hacer visible un elemento central:
el azar. La aceptación trágica, en el sentido griego del término, de que el ser que
habitamos y del que registramos lejana y esquemáticamente con nuestra conciencia, es
un constante devenir ateleológico, desprovisto de sentido, sumergido en una universal
tempestad que nos enfrenta a una incomprensión cerrada del cosmos, el de una
inefabilidad contundente frente a ese hecho, justamente porque nuestras propias y únicas
herramientas son la palabra, el sentir y el pensamiento.

Hacia el final de un prodigioso texto como El malestar en la cultura (1930)9, Freud se


pregunta de qué serviría el análisis más penetrante si nadie posee finalmente la autoridad
suficiente para imponerlo. Con un espíritu idéntico en deseo, pero no en concepto, sus
más estudiosos críticos, quienes por momentos parecen tener una relación de amor y de
odio con el padre del psicoanálisis, se concilian en una esperanza, la de que tal vez alguien
algún día se atreva a iniciar semejante empresa de análisis social en las repercusiones del
deseo. En cierto sentido y fundamentalmente ausente de resentimiento o de dramatismo
para cualquier partidario antinaturalista, la llegada al sentido común de la existencia de
lo que se conoce como inconsciente, es algo que más bien se constata y no algo que se
precise trabajar para modificarlo.
El deseo resulta indescriptible y ciertamente está ligado a una concepción opuesta al
naturalismo que Rosset denomina con el término de artificialismo. Éste designa cualquier
producción que trascienda una naturaleza. Desnaturalizar el mundo consistiría en la
desaparición de esa idea que la priva de un determinado número de caracteres que jamás
le fueron propios. Por lo tanto a falta de una naturaleza real que perder, aquella
desnaturalización no implica una pérdida sino mejor la liberación de interpretaciones que
solapadamente nos imponen principios que nunca podremos corroborar. Artificialismo es
por lo tanto la negación de una naturaleza, en el sentido mencionado, y muestra su costado
más potente, el que afirma la universalidad del azar. De otra manera asistiríamos a una
serie de explicaciones que implican una especie de dispersión infinita con el peligro
latente de ingresar en el olvido manifiesto de la razón. Existe un riesgo para los autores
de El Anti Edipo, consistente en abolir el azar impreso necesariamente en el deseo, y con
ello, su solapada negación resulta al mismo tiempo en una actitud indiferente a ese
artificialismo expresado por Rosset, y por supuesto, a la afirmación de la existencia tenaz,
aunque lejana y borrosa, de un viejo arquetipo conocido, el origen de un orden
preestablecido.

Kafka en uno de sus relatos da cuenta de un deseo10, o más precisamente, de un


acercamiento a él, un esbozo, que es finalmente a lo único que puede aspirarse, expresado
en el deseo de ser piel roja, que cabalgando velozmente se despoja de los elementos que
le son totalmente accesorios, primero las espuelas, luego las riendas, para ingresar
definitivamente en la patria del deseo. Cuando todo es raso, el deseo muta y se desprende
de cualquier comprensión discursiva posible por el conocimiento humano. La última
noticia que se tiene del jinete es que se ha transformado en el hijo de un encuentro irreal,
en la irrepresible metamorfosis del centauro.-

9
S. Freud, El malestar en la cultura, pág. 3067, Siglo XXI, 2008.-

10
F. Kafka, La condena, Contemplación, El deseo de ser piel roja, Alianza, 1976.-
BIBLIOGRAFÍA

G. Deleuze y F. Guattari, Capitalismo y esquizofrenia: El Anti Edipo, Paidós, 1972.-


G. Deleuze y F. Guattari, Capitalismo y esquizofrenia: Mil Mesetas, Pre-textos, 1980.-
C. Rosset, La anti-naturaleza, Taurus, 1974.-
M. De Micheli, Las vanguardias artísticas del siglo XX, Alianza, 2012.-
S. Freud, El malestar en la cultura, Siglo XXI, 2008.-
F. Kafka, La condena, Alianza, 1976.-

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