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El Dinero

Pensamientos para los mayordomos de Dios

Andrew Murray

El Dinero: Pensamientos para los mayordomos de Dios

Copyright 2017 Editorial Tesoro Bíblico

Editorial Tesoro Bíblico, 1313 Commercial St., Bellingham, WA 98225

Versión en inglés: Money: Thoughts for God’s Stewards

Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro puede ser reproducida, ni almacenada
en ningún sistema de memoria, ni transmitida por cualquier medio sea electrónico, mecánico,
fotocopia, grabado etc., excepto por citas breves en artículos analíticos, sin permiso previo de la
editorial.

Las citas bíblicas son tomadas de la Biblia Reina Valera (RVR) 1960.

© Sociedades Bíblicas Unidas. Usado con permiso.

Traducción: Rubén Gómez

Edición: David Vela

Contenido:

Capítulo I: La opinión de Cristo sobre el dinero

1. Dar dinero es una auténtica prueba de carácter

2. Dar dinero es un gran medio de gracia

3. Dar dinero es un poder maravilloso para Dios

4. Dar dinero es una ayuda continua en la escalera al cielo

Capítulo II: El Espíritu Santo y el dinero

Capítulo III: La gracia de Dios y el dinero

1. La gracia de Dios siempre nos enseña a dar

2. La gracia de Dios enseña a dar con generosidad

3. La gracia de Dios enseña a dar con alegría

4. La gracia de Dios hace que nuestra ofrenda forme parte de nuestra entrega al Señor

5. La gracia de Dios hace que nuestra ofrenda forme parte de una vida a semejanza de la de
Cristo

6. La gracia de Dios pone en nosotros no sólo el querer, sino el hacer

7. La gracia de Dios hace que la ofrenda resulte aceptable de acuerdo con lo que una persona
tiene
8. La gracia de Dios a través de la ofrenda obra la verdadera unidad e igualdad de todos los
santos

Capítulo IV: La pobreza de Cristo

La pobreza de los discípulos de Cristo

La pobreza de Cristo en su Iglesia

La pobreza de Cristo en nuestros días

La pobreza de Cristo y las riquezas que trae

La pobreza de Cristo y nuestro deber

Capítulo I: La opinión de Cristo sobre el dinero


“Estando Jesús sentado delante del arca de la ofrenda, miraba cómo el pueblo echaba dinero en el
arca; y muchos ricos echaban mucho. Y vino una viuda pobre, y echó dos blancas, o sea un
cuadrante. Entonces llamando a sus discípulos, les dijo: De cierto os digo que esta viuda pobre echó
más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero
ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento”. (Marcos 12:41).

En nuestra religión y nuestro estudio bíblico lo más importante es descubrir cuál es la mente de
Cristo, pensar como Él pensó y sentir lo mismo que Él sintió. No hay pregunta que nos preocupe, ni
un solo asunto que se nos plantee, para los que no encontremos en las palabras de Cristo algo que
nos sirva de orientación y ayuda. Hoy queremos saber cuál es la mente de Cristo sobre el dinero;
queremos saber exactamente qué pensó y luego pensar y actuar como Él lo haría. No es algo
sencillo. Estamos tan influenciados por el mundo que nos rodea, que el temor de convertirnos en
poco prácticos si pensáramos y actuáramos igual que Cristo, fácilmente se apodera de nosotros. No
tengamos miedo; si realmente deseamos averiguar cuál es su pensamiento, Él nos guiará a lo que
quiere que pensemos y hagamos. Solamente debemos ser honestos en nuestro modo de pensar:
Quiero que Cristo me enseñe cómo poseer y cómo utilizar mi dinero.

Mírale por un momento, sentado frente al arca de la ofrenda, observando a la gente que
deposita sus ofrendas. Cuando pensamos sobre el dinero en la iglesia y el cuidado de la colecta, a
menudo lo relacionamos con Judas, con algún diácono experimentado o con el tesorero o
recaudador de alguna sociedad. Pero fijémonos aquí: Jesús está sentado y observa la ofrenda. Y al
hacerlo, pondera cada ofrenda en el saldo de Dios y le asigna su valor. En el cielo sigue haciéndolo.
Cualquiera que sea la ofrenda para una parte de la obra de Dios, grande o pequeña, Él se da cuenta
de ella y le asigna su valor según la bendición que traerá, si es el caso, en el tiempo o en la eternidad.
Y está dispuesto, incluso aquí en la tierra en el corazón que espera, a hacernos saber lo que piensa
de nuestra aportación. Dar dinero es una parte de nuestra vida religiosa, es observado por Cristo y
debe estar regulado por su Palabra. Tratemos de descubrir lo que las Escrituras nos enseñan.

1. Dar dinero es una auténtica prueba de carácter


En el mundo el dinero es la medida del valor. Resulta difícil expresar todo lo que el dinero significa.
Es el símbolo del trabajo, la empresa y la inteligencia. A menudo es el símbolo de la bendición de
Dios sobre el esfuerzo diligente. Es el equivalente de todo lo que puede obtener del servicio de la
mente o el cuerpo, de la propiedad, comodidad o lujo, de la influencia y el poder. No es de extrañar
que el mundo lo ame, lo busque por encima de todo y frecuentemente lo adore. No es raro que sea
la medida del valor no sólo para las cosas materiales, sino para el propio hombre, y que con
demasiada frecuencia un hombre sea valorado según su dinero.

Sin embargo, no sólo es así en el reino de este mundo, sino también en el reino de los cielos,
que un hombre es juzgado por su dinero, y sin embargo basándose en un principio distinto. El mundo
pregunta: ¿qué posee un hombre? Cristo pregunta: ¿cómo utiliza lo que tiene? El mundo piensa más
en conseguir dinero; Cristo, por su parte, en dar dinero. Y cuando una persona da, el mundo sigue
preguntando: ¿qué da?; mientras Cristo pregunta: ¿cómo da? El mundo mira el dinero y su
cantidad; Cristo mira al hombre y su motivación. Vemos esto en la historia de la viuda pobre. Muchos
ricos echaban mucho, pero era de lo que les sobraba.

No había auténtico sacrificio en su acción; su vida era tan completa y cómoda como siempre,
ya que no les costaba nada. No había en ello ningún amor o devoción especiales a Dios; formaba
parte de una religión fácil y tradicional. La viuda echó un cuadrante. De su necesidad echó todo lo
que tenía, incluso todo su sustento. Se lo dio todo a Dios sin reservas, sin quedarse nada, lo dio todo.

Qué distinta es nuestra medida y la de Cristo. Nosotros preguntamos cuánto da un hombre.


Cristo pregunta cuánto se queda. Nosotros miramos la ofrenda. Cristo pregunta si la ofrenda fue
un sacrificio.

La viuda no se quedó nada, lo dio todo; la ofrenda ganó su corazón y aprobación porque fue
hecha en el espíritu de su propio autosacrificio, que, siendo rico, se hizo pobre por amor a nosotros.
Ellos, de su abundancia, echaron mucho; ella, de su necesidad, todo cuanto tenía.

Pero si nuestro Señor quisiera que hiciéramos como ella, ¿por qué no dejó un mandato claro al
respecto? Cuánto nos alegraríamos entonces de hacerlo. ¡Ah! Ahí lo tienes. Tú quieres un
mandamiento que te haga hacerlo: eso simplemente sería el espíritu del mundo en la iglesia
observando qué damos, que lo damos todo. Y eso es, justamente, lo que Cristo no desea y no
admite. Él quiere el amor generoso que lo hace espontáneamente. Quiere que toda ofrenda sea una
ofrenda cálida y brillante, llena de amor, una auténtica ofrenda de buena voluntad. Si quieres la
aprobación del Maestro, tal como la obtuvo la viuda pobre, recuerda una cosa: debes ponerlo todo
a sus pies, mantenerlo todo a su disposición.

Y eso fruto de la expresión espontánea de un amor que, como María, no puede evitar dar,
simplemente porque ama.

¡Qué prueba de carácter es el dinero que doy! ¡Señor Jesús! Dame, te ruego, la gracia de amarte
intensamente, de modo que sepa cómo dar.

2. Dar dinero es un gran medio de gracia


Cristo llamó a sus discípulos para que vinieran y escucharan mientras hablaba con ellos acerca de la
ofrenda que vio allí. Fue para guiar su modo de dar y el nuestro. Nuestra ofrenda, si escuchamos a
Cristo con el deseo real de aprender, tendrá más influencia sobre nuestro crecimiento en la gracia
del que podamos pensar.

El espíritu del mundo es “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la
vida”. El dinero es el gran medio que tiene el mundo para satisfacer sus deseos. Cristo ha dicho de
su pueblo: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”. Deben mostrar en su disposición
del dinero que actúan basándose en un principio no mundano, que el espíritu del cielo les enseña
cómo usarlo. Y ¿qué sugiere ese espíritu? Úsalo con fines espirituales, para aquello que durará para
la eternidad, para lo que es agradable a Dios. “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne
con sus pasiones y deseos”. Una de las maneras de manifestar y mantener la crucifixión de la carne
es nunca usar el dinero para satisfacerla. Y el modo de conquistar cualquier tentación de hacerlo es
tener el corazón lleno con grandes pensamientos del poder espiritual del dinero. ¡Ojalá
aprendiéramos a mantener la carne crucificada, negándonos a gastar un solo centavo en su
satisfacción! Por mucho que el dinero gastado en uno mismo pueda nutrir y fortalecer nuestra
propia comodidad, el dinero sacrificado a Dios puede ayudar al alma en la victoria que vence al
mundo y la carne.

Toda nuestra vida de fe puede verse fortalecida por la manera en que manejamos el dinero.
Muchos hombres deben ocuparse permanentemente en ganar dinero; por naturaleza el corazón es
arrastrado y atado a lo terrenal a la hora de tratar con aquello que es la vida misma del mundo. Es
la fe la que puede otorgar una victoria perenne sobre esta tentación. Cada pensamiento sobre el
peligro del dinero, cada esfuerzo por resistirlo, cada ofrenda amorosa a Dios, es una ayuda a nuestra
vida de fe.

Vemos las cosas a la luz misma de Dios. Las juzgamos desde el punto de vista de la eternidad, y
el dinero que pasa por nuestras manos y es dedicado a Dios puede ser una educación diaria en la fe
y la mentalidad celestial.

Muy especialmente, que nuestro dinero fortalezca nuestra vida de amor. Toda gracia necesita
ejercitarse para poder crecer, y esto es cierto, de modo muy especial, en el caso del amor. Y, por si
no lo supiéramos, el dinero podría desarrollar y fortalecer nuestro amor, ya que nos llamó a
considerar cuidadosa y compasivamente las necesidades de aquellos que nos rodean. Cada petición
de dinero y cada respuesta a la misma podrían despertar un nuevo amor y ayudar a una rendición
más completa a sus benditas afirmaciones.

Créelo. Dar dinero puede ser uno de los mejores medios de gracia, una comunión continua con
Dios en la renovación de la entrega de todo tu ser a Él, y la prueba de la decisión firme de tu
corazón de andar delante de Él con abnegación, fe y amor.

3. Dar dinero es un poder maravilloso para Dios


¡Qué religión tan maravillosa es el cristianismo! Toma el dinero, la personificación misma del poder
del sentido de este mundo, con su propio interés, su codicia y su orgullo, y lo transforma en un
instrumento para el servicio y la gloria de Dios.

Piensa en los pobres. ¡Cuánta ayuda y felicidad trae a decenas de miles de personas indefensas
el regalo oportuno de un poco de dinero de la mano del amor! Dios ha permitido la diferencia entre
ricos y pobres con este mismo propósito —que al igual que en el intercambio de la compra y la venta
se mantenga la dependencia mutua entre los hombres—, por lo que en la entrega y recepción de la
caridad debería haber un amplio margen para la bienaventuranza de hacer y recibir el bien. Él dijo:
“Más bienaventurado es dar que recibir”. ¡Qué privilegio y bendición divinos tener el poder de aliviar
a los necesitados y alegrar el corazón de los pobres con oro o plata! ¡Qué bendición de religión la
que hace del dinero que entregamos una fuente de mayor gozo que aquello que gastamos en
nosotros mismos! Esto último se gasta principalmente en lo temporal y carnal.

Lo que se gasta en la obra del amor tiene un valor eterno y acarrea una doble felicidad: para
nosotros y también para los demás. Piensa en la iglesia y en su obra en este mundo, en las misiones
nacionales y extranjeras, y en las miles de agencias para ganar a los hombres del pecado y llevarlos
a Dios y la santidad. ¿Es cierto que la moneda de este mundo, al ser arrojada en el arca de las
ofrendas de Dios con el espíritu correcto, puede recibir el sello de la divisa del cielo y ser aceptada
a cambio de bendiciones celestiales? Sí, lo es. Los dones de la fe y el amor no sólo van a la tesorería
de la iglesia, sino a la propia tesorería de Dios, y son pagados nuevamente en forma de bienes
celestiales. Y no según el estándar terrenal de valor, donde la pregunta siempre es “¿cuánto?”, sino
según el estándar celestial, donde los juicios de los hombres sobre mucho y poco, grande y pequeño,
son desconocidos. Cristo ha inmortalizado el cuadrante de una viuda pobre. Su aprobación brilla a
través de los tiempos con más fulgor que el oro más brillante. La lección que ha enseñado ha sido
de bendición para decenas de miles.

Te dice que tu cuadrante, si es todo cuanto tienes, que tu ofrenda, si se ofrece con honestidad
como todo lo que deberías darle al Señor en ese momento, cuenta con su aprobación, su sello, su
bendición eterna.

Si dedicáramos tan sólo algo más de tiempo a pensar cuidadosamente para que el Espíritu Santo
nos mostrara a nuestro Señor Jesucristo a cargo de la Casa de la Moneda celestial, sellando cada
verdadera ofrenda y luego usándola para el Reino, sin duda nuestro dinero comenzaría a brillar con
un nuevo lustre. Y deberíamos comenzar a decir: cuanto menos puedo gastar en mí mismo y más
en mi Señor, más rico soy. Y veremos que, al igual que la viuda fue más rica con su ofrenda y su
gracia que los muchos ricos, así también es más rico el que de verdad da todo lo que puede.

4. Dar dinero es una ayuda continua en la escalera al cielo


Sabemos con cuánta frecuencia nuestro Señor Jesús habló de esto en sus parábolas. En la del
mayordomo injusto dice: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas
falten, os reciban en las moradas eternas. En la parábola de los talentos dice: debías haber dado mi
dinero. El hombre que no utilizó su talento lo perdió todo. En la parábola de las ovejas y los cabritos,
son los que se preocuparon de los necesitados y los miserables en su nombre los que escucharán
las palabras: Venid, benditos de mi Padre.

No podemos comprar el cielo, ni con dinero ni con obras. Pero a la hora de dar dinero se cultivan
y prueban nuestra mentalidad celestial y amor a Cristo, el amor a los hombres y la devoción a la
obra de Dios. Ese “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino”, tomará en consideración el
dinero que se ha gastado realmente en Cristo y su obra. Nuestras ofrendas deben prepararnos para
el cielo.

¡Oh! ¡Cuántas personas hay que, si el cielo y la santidad se pudieran comprar por mil libras, las
darían! Ningún dinero puede comprarlos. Pero ¡si tan sólo supieran que el dinero puede ayudar
maravillosamente en el camino de la santidad y el cielo! El dinero entregado con un espíritu de
abnegación, amor y fe en aquel que lo ha pagado todo, acarrea una recompensa rica y eterna. Día
a día, dale a Dios en la medida que él te bendice y pide de ti. Eso contribuirá a traer el cielo más
cerca de ti, te ayudará a ti a acercarte más al cielo.

El Cristo que se sentó frente al arca de las ofrendas es mi Cristo. Él observa mis ofrendas. Acepta
lo que se ofrece con un espíritu de devoción y amor sinceros. Enseña a sus discípulos a juzgar como
Él juzga. Él me enseñará cómo dar, cuánto dar, con cuánto amor y cuánta sinceridad.

El dinero —y esto es lo que quiero aprender de Él por encima de todo—, que es la causa de
tanta tentación y pecado, de tristeza y pérdida eterna; ese dinero, recibido, administrado y
distribuido a los pies de Jesús, el Señor del arca de las ofrendas, se convierte en uno de los mejores
canales de gracia de Dios para mí y para los demás. En esto, también, somos más que vencedores a
través de Aquel que nos amó. Que dio un cuadrante y lo dio todo.

¡Señor, dale a tu Iglesia, en su pobreza, danos a todos el espíritu de la viuda pobre!


Capítulo II: El Espíritu Santo y el dinero

Cuando el Espíritu Santo descendió en Pentecostés para morar en los hombres, asumió el mando y
control de toda su vida. No debían ser o hacer nada que no estuviera bajo su inspiración y liderazgo.
En todo debían moverse, vivir y tener su ser “en el Espíritu”, ser personas completamente
espirituales. De ahí se derivaba como algo necesario que sus posesiones y propiedades, que su
dinero y sus asignaciones también estaban sujetos a su gobierno, y que sus ingresos y gastos debían
moverse por principios nuevos, desconocidos hasta entonces.

En los capítulos iniciales de Hechos encontramos más de una prueba de la reclamación global
del Espíritu Santo de guiar y juzgar la disposición del dinero. Si como cristiano quiero saber cómo
dar, aquí puedo aprender cuál es la enseñanza del Espíritu Santo en relación con el lugar que debe
ocupar el dinero en mi vida cristiana y en la de la Iglesia.

Lo primero que nos encontramos es que el Espíritu Santo toma posesión del dinero. “Todos los
que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y
sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno” Hechos 2:44, 45. Y de nuevo en
Hechos 4:34: “Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían
heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los
apóstoles. Entonces Bernabé, como tenía una heredad, la vendió y trajo el precio y lo puso a los pies
de los apóstoles”. Sin ninguna orden o instrucción. En el gozo del Espíritu Santo, el gozo del amor
que Él había derramado en sus corazones, el gozo de los tesoros celestiales que ahora los
enriquecían, se desprendieron espontáneamente de sus posesiones y las pusieron a disposición del
Señor y de sus siervos.

Habría sido extraño si hubiera sido de otro modo, y una pérdida terrible para la Iglesia. El dinero
es el gran símbolo del poder de la felicidad de este mundo; uno de sus principales ídolos, que aparta
a los hombres de Dios; una tentación incesante a la mundanalidad a la que el cristiano está
expuesto diariamente. No habría sido una salvación completa si no brindara una liberación plena
del poder del dinero. La historia de Pentecostés nos reafirma en que cuando el Espíritu Santo entra
en el corazón en su plenitud, entonces las posesiones terrenales pierden su lugar en él y el dinero
solamente se valora como un medio de probar nuestro amor y servir a nuestro Señor y a nuestros
semejantes. El fuego del cielo que encuentra a un hombre sobre el altar y consume el sacrificio
también encuentra su dinero, y lo convierte todo en ALTAR DE ORO, santo para el Señor.

Aquí aprendemos el verdadero secreto de la ofrenda cristiana, el secreto, de hecho, de toda la


vida cristiana: el gozo del Espíritu Santo. Así pues, ¿cuántas de nuestras ofrendas han carecido de
este elemento? El hábito, el ejemplo, los argumentos y motivos humanos, el sentido del deber o la
sensación de necesidad a nuestro alrededor han tenido más que ver con nuestra caridad que el
poder y el amor del Espíritu. No es que lo que acabamos de mencionar no sea necesario. El Espíritu
Santo hace uso de todos estos elementos de nuestra naturaleza para estimularnos a dar. Existe una
gran necesidad de inculcar principios y hábitos fijos en lo que respecta a dar. Pero lo que
necesitamos comprender es que todo esto no es más que el lado humano, y no puede ser suficiente
si queremos dar en tal medida y espíritu que cada ofrenda sea un sacrificio de olor fragante a Dios
y una bendición para nuestras propias almas. El secreto de la verdadera ofrenda es el gozo del
Espíritu Santo.

La queja de la Iglesia en cuanto a la terrible necesidad de más dinero para la obra de Dios, de la
terrible desproporción entre lo que el pueblo de Dios gasta en sí mismo y lo que dedica a su Dios,
es universal. El grito suplicante de muchos de los siervos de Dios que trabajan por los pobres y los
perdidos, a menudo es doloroso. Tomemos en serio la lección solemne: es simplemente una prueba
de la medida limitada en que se conoce el poder del Espíritu Santo entre los creyentes. Oremos con
la más ferviente de las oraciones para que toda nuestra vida esté tan imbuida del gozo del Espíritu
Santo, tan absolutamente rendida a Él y a su gobierno, que todo nuestro dar pueda ser un sacrificio
espiritual, por medio de Jesucristo.

Nuestra segunda lección de pentecostés sobre el dinero la encontramos en el capítulo 3:6: “Mas
Pedro dijo: No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret,
levántate y anda”. Aquí está: el Espíritu Santo prescinde del dinero.

Nuestra primera lección fue: la Iglesia de Pentecostés necesita dinero para su trabajo; el Espíritu
de Pentecostés proporciona dinero; el dinero puede ser, simultáneamente, una prueba cierta del
poderoso obrar del Espíritu y un bendito medio para abrir el camino de una acción más completa
por su parte. Pero existe un peligro que siempre acecha. Los hombres comienzan a pensar que el
dinero es la mayor necesidad; que la abundancia del dinero que se recibe es una prueba de la
presencia del Espíritu; que el dinero debe de ser fortaleza y bendición. Nuestra segunda lección
disipa estas ilusiones y nos enseña cómo el poder del Espíritu se puede mostrar igualmente allí
donde no hay dinero. El Espíritu Santo es el enorme poder de Dios, que ahora se aviene a usar el
dinero de sus santos, demostrando una vez más lo divinamente independiente que es de él. La
Iglesia debe someterse para ser guiada a esta doble verdad: que el Espíritu Santo reclama todo su
dinero y que las obras más poderosas del Espíritu Santo se pueden llevar a cabo sin él. La Iglesia
nunca debe pedir dinero como si este fuera el secreto de su fuerza.

Fijémonos en estos apóstoles, Pedro y Juan, sin un centavo en su pobreza terrenal, y


precisamente en virtud de su pobreza, poderosos para dispensar bendiciones celestiales. “Pobres y,
sin embargo, enriqueciendo a muchos”. ¿Dónde habían aprendido esto? Pedro dice: “No tengo plata
ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda”. Eso nos
remite a la pobreza que Cristo les había ordenado, y de la cual les había dado un maravilloso
ejemplo. Con su santa pobreza demostraría a los hombres lo que es una vida de perfecta confianza
en el Padre, cómo la posesión de riquezas celestiales nos hace desprendernos de los bienes
terrenales, cómo la pobreza terrenal encaja mejor con mantener y dispensar tesoros eternos. El
círculo interno de sus discípulos encontró en el seguimiento de los pasos de su pobreza la comunión
de su poder. El Espíritu Santo le enseñó al apóstol Pablo la misma lección. Para estar siempre en
cosas externas, desprenderse totalmente incluso de las cosas legítimas de la tierra es una ayuda
maravillosa (casi parece decir que indispensable) a la hora de dar testimonio de la absoluta realidad
y suficiencia de las riquezas celestiales invisibles.
Podemos estar seguros de que a medida que el Espíritu Santo comienza a obrar con poder en
su Iglesia, nuevamente se verá su poderosa operación en la posesión de su pueblo. Algunos se harán
nuevamente pobres con su ofrenda, en la fe viva del valor incomprensible de su herencia celestial y
el gozo ferviente que el Espíritu les da en ella. Y algunos que son pobres y se encuentran en graves
aprietos en su trabajo para Dios aprenderán a cultivar más plenamente la conciencia gozosa: “No
tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y
anda”, y algunos que no están llamados a darlo todo, aun así, darán con una generosidad
desconocida, porque pueden comenzar a ver el privilegio de darlo todo, y anhelan acercarse lo más
posible. Y tendremos una Iglesia que dé voluntaria y abundantemente, y que sin embargo no confíe
en su dinero ni por un instante, sino que honre más a aquellos que tienen la gracia y la fuerza de ser
seguidores de Jesucristo en su pobreza.

Nuestra tercera lección es: El Espíritu Santo prueba el dinero. Todo el dinero que se entrega,
incluso en un momento en que el Espíritu Santo se mueve con fuerza, no se da bajo su inspiración.
Pero todo se da bajo su santa supervisión, y de vez en cuando Él revelará a cada corazón que se
somete sinceramente a Él lo que pueda faltar o estar mal. Escucha: “Entonces Bernabé, como tenía
una heredad, la vendió y trajo el precio, pero cierto hombre llamado Ananías … vendió una heredad,
y sustrajo del precio … y trayendo sólo una parte, la puso a los pies de los apóstoles”. Ananías trajo
su ofrenda y cayó muerto junto con su esposa. ¿Qué pudo haber convertido la ofrenda en un crimen
así? Era un dador engañoso. Se quedó una parte del precio. Pretendió haberlo dado todo y no lo
hizo.

Dio a medias, de mala gana, y sin embargo iba a recibir el crédito de haberlo dado todo. En la
Iglesia de Pentecostés el Espíritu Santo era el autor de la ofrenda: su pecado era contra el Espíritu
Santo. No es de extrañar que se escriba dos veces: “Y vino un gran temor sobre toda la Iglesia, y
sobre todos los que lo oyeron”. Si es tan fácil pecar incluso dando, si el Espíritu Santo observa y juzga
todas nuestras ofrendas, haremos bien en cuidarnos y temer.

Y ¿cuál fue el pecado? Simplemente esto: No dio todo lo que había afirmado.

Este pecado, no en su forma más grave, sino en su espíritu y más sutiles manifestaciones, es
mucho más habitual de lo que pensamos. ¿Acaso no son muchos los que dicen que se lo han dado
todo a Dios y, sin embargo, demuestran su falsedad en el modo de usar su dinero? ¿No son muchos
los que afirman que su dinero le pertenece al Señor y que ellos lo mantienen como sus
administradores, que disponen de él como Él manda y que, pese a ello, en la cantidad que gastan
en la obra de Dios, en comparación con lo que gastan en sí mismos, y en lo que acumulan para el
futuro, demuestran que la mayordomía no es más que otro nombre para hablar de propiedad?

Sin ser exactamente culpables del pecado de Judas, Caifás o Pilato al crucificar a nuestro Señor,
un creyente puede no obstante participar con ellos en el espíritu con que actúa. Aun así, podemos
entristecer al Espíritu Santo, incluso mientras condenamos el pecado de Ananías, dando paso al
espíritu con que él actuó y reteniéndole a Dios lo que hemos afirmado darle. Nada puede salvarnos
de este peligro, salvo el santo temor de nosotros mismos, el mismísimo sometimiento, completo y
honesto, de todas nuestras opiniones y argumentos acerca de cuánto podemos poseer y cuánto
podemos dar, a la prueba y escrutinio del Espíritu Santo. Si nuestra ofrenda debe hacerse en el gozo
del Espíritu Santo, entonces debe hacerse a plena luz.

Y ¿qué fue lo que llevó a Ananías a este pecado? Muy probablemente el ejemplo de Bernabé, el
deseo de no ser superado por otro. ¡Ay! ¡Hasta dónde llega preguntarse lo que esperan de nosotros
los hombres! El pensamiento del juicio de los hombres lo tenemos más presente que el juicio de
Dios. Y nos olvidamos de que debemos rendirle cuentas de nuestras ofrendas a Dios, sólo de lo que
da el corazón: es el que da de todo corazón el que se encuentra con Él. ¡Cuánto ha hecho la Iglesia
para fomentar el espíritu mundano que valora las ofrendas por lo que son a ojos de los hombres,
olvidándose de lo que son para aquel que examina el corazón!

Que el Espíritu Santo nos enseñe a convertir cada ofrenda en parte esencial de una vida de
completa consagración a Dios. Esto no puede suceder hasta que seamos llenos del Espíritu: y esto
puede ocurrir, ya que Dios nos llenará con su Espíritu.

4. Todavía hay una lección, no menos necesaria ni menos solemne, que la de Ananías (8:19). El
Espíritu Santo rechaza el dinero.

“Cuando vio Simón que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo,
les ofreció dinero, diciendo: Dadme también a mí este poder, para que cualquiera a quien yo
impusiere las manos reciba el Espíritu Santo. Entonces Pedro le dijo: Tu dinero perezca contigo,
porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero. El intento de obtener poder o
influencia en la Iglesia de Dios mediante el dinero acarrea la perdición.

Aquí, más que con Ananías, fue la simple ignorancia del carácter espiritual y ultramundano del
reino de Cristo. ¡Qué poco entendió Simón a los hombres con los que estaba tratando! Ellos
necesitaban dinero, y bien podían usarlo tanto para ellos como para los demás. Pero el Espíritu
Santo, con los poderes y los tesoros del mundo invisible, se había apoderado de ellos y los había
llenado de tal manera, que el dinero era como nada.

Que perezca, antes de tener algo que decir en la Iglesia de Dios. Que perezca antes que alentar,
siquiera por un momento, a que alguien piense que un rico puede adquirir un lugar o un poder que
le está vedado a un pobre.

¿Ha sido fiel la Iglesia a esta verdad en su solemne protesta contra las reivindicaciones de la
riqueza? Desgraciadamente su historia nos da la respuesta. Ha habido casos nobles de verdadera
sucesión apostólica en el mantenimiento de la superioridad del don de Dios ante cualquier
consideración terrenal. Pero con demasiada frecuencia los ricos han tenido un honor y una
influencia que les han sido otorgados, aparte de la gracia o la piedad, que sin duda ha entristecido
al Espíritu y dañado a la Iglesia.

La aplicación personal vuelve a ser aquí lo más importante. Nuestra naturaleza se ha visto tan
sometida al poder del espíritu de este mundo, nuestra mente carnal, con sus disposiciones, hábitos
de pensamiento y sentimientos, es tan sutil en su influencia, que nada nos puede liberar del
poderoso hechizo que el dinero ejerce salvo un goce pleno y duradero de la presencia y la obra del
Espíritu. Sólo el Espíritu Santo puede hacer que estemos totalmente muertos a todas las formas de
pensar mundanas. Y solamente puede otorgarlo cuando nos llena con la presencia y el poder
mismos de la vida de Dios.

Oremos para que podamos tener tanta fe en la gloria trascendente, en el reclamo absoluto y la
suficiencia del Espíritu Santo como don de Dios a la Iglesia para ser su fuerza y riqueza, que el dinero
pueda mantenerse siempre bajo los pies de Cristo y bajo los nuestros, teniendo como su único valor
el de ser una vasija de barro para llevar adelante su ministerio celestial.

Bendito Señor Jesús, enséñanos y guárdanos para que, al igual que Bernabé, pongamos nuestro
dinero a tus pies y lo mantengamos todo a tu disposición. Enséñanos y guárdanos para que, como
Pedro, podamos regocijarnos en la pobreza que nos enseña a demostrar nuestra confianza en el
poder de tu Espíritu. Enséñanos y guárdanos, no sea que, al igual que Ananías, nuestra profesión de
vivir completamente para ti se vea desmentida por lo que te damos a ti. Enséñanos y guárdanos, no
sea que, como Simón, pensemos que los dones de Dios o el poder sobre los hombres se pueden
obtener con dinero.

¡Bendito Espíritu! Llénanos de ti; ven y llena tu Iglesia con tu presencia viva, y todo nuestro dinero
será sólo para ti.

Capítulo III: La gracia de Dios y el dinero


2 CORINTIOS 8:9

En este y los siguientes capítulos encontramos la enseñanza de Pablo sobre el tema de la ofrenda
cristiana. En relación con una colecta que desea que los cristianos corintios hagan entre los gentiles
para sus hermanos judíos, desvela el valor celestial de nuestros dones terrenales y desarrolla
principios que deberían animarnos cuando ofrendamos nuestro dinero para el servicio a Dios. Lo
hace especialmente cuando cita el ejemplo de los cristianos macedonios y su abundante liberalidad,
y los convierte para siempre en testigos de lo que la gracia de Dios puede hacer al convertir la
recolección de dinero en la ocasión para el mayor de los gozos, de la revelación de la verdadera
semejanza a Cristo, y de abundante acción de gracias y gloria para Dios. Recopilemos algunas de las
lecciones principales, ya que ellas pueden ayudarnos a encontrar el modo en que nuestro dinero
puede convertirse cada vez más en un medio y una prueba del progreso de la vida celestial en
nuestro interior.

1. La gracia de Dios siempre nos enseña a dar.- 8:1


“Asimismo, hermanos, os hacemos saber la gracia de Dios que se ha dado a las iglesias de
Macedonia”. En el transcurso de los dos capítulos, la palabra gracia aparece ocho veces. Una vez es
“la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre”. Otra es “Y poderoso
es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia”. Las otras seis veces habla de la gracia
especial de dar.

Todos pensamos que sabemos lo que significa la palabra. No solo se usa de la disposición
misericordiosa del corazón de Dios hacia nosotros, sino más bien de esa disposición misericordiosa
que Dios otorga y que actúa en nosotros.

La gracia es la fuerza, el poder, la energía de la vida cristiana, y es forjada en nosotros por el


Espíritu Santo. Todos conocemos el mandamiento de estar firmes en la gracia, de crecer en la gracia,
de buscar más gracia. Nos regocijamos en las palabras superabundante gracia, gracia que abunda
sobremanera, gracia sumamente abundante. Oramos continuamente a Dios para que aumente y
magnifique su gracia en nosotros.

Conocemos la ley de la vida cristiana: que no se puede conocer de verdad ni aumentar ninguna
gracia, salvo que la pongamos por obra. Aprendamos aquí que el uso de nuestro dinero para los
demás es una de las formas en que la gracia puede expresarse y fortalecerse. El motivo es claro. La
gracia en Dios es su compasión hacia los indignos. Su gracia es maravillosamente libre. Siempre está
dando, sin importar el mérito. Dios encuentra su vida y su deleite en dar.

Y cuando su gracia entra en el corazón, no puede cambiar su naturaleza: ya sea en Dios o en el


hombre, la gracia ama y se alegra de dar. Y la gracia le enseña al hombre a considerar esto como el
valor principal de su dinero, el poder divino de hacer el bien, incluso a costa de enriquecer a otros
empobreciéndonos nosotros mismos.

2. La gracia de Dios enseña a dar con generosidad.- v. 2


“que en grande prueba de tribulación, la abundancia de su gozo y su profunda pobreza abundaron
en riquezas de su generosidad. Pues doy testimonio de que con agrado han dado conforme a sus
fuerzas, y aun más allá de sus fuerzas, pidiéndonos con muchos ruegos que les concediésemos el
privilegio de participar en este servicio para los santos”. ¡Menudo ejemplo! Y ¡qué prueba del poder
de la gracia! Estos gentiles recién convertidos de Macedonia oyen acerca de la necesidad de sus
hermanos judíos en Jerusalén —hombres desconocidos y despreciados—, y de inmediato están
dispuestos a compartir con ellos lo que tienen.
Por su propia voluntad dan más allá de lo que pueden. Hasta tal punto que Pablo se niega a
aceptar sus ofrendas: con mucha súplica le imploran y persuaden para que acepte ese donativo. “Su
profunda pobreza abundó en riquezas de su generosidad”.

Resulta notable cuánta más generosidad hay entre los pobres que entre los ricos. Es como si no
se aferraran tan rápidamente a lo que tienen: están dispuestos a desprenderse más fácilmente de
todo; el engaño de las riquezas no los ha endurecido; han aprendido a confiar en Dios para el día de
mañana. Su generosidad no es, ciertamente, lo que los hombres consideran como tal; sus ofrendas
son pequeñas. Los hombres dicen que no les cuesta mucho darlo todo; están tan acostumbrados a
tener poco… Y, sin embargo, el simple hecho de que lo den más fácilmente es lo que lo hace precioso
para Dios; muestra la disposición infantil que aún no ha aprendido a acumular y a aferrarse. El
camino de Dios hacia su reino de gracia en la Tierra siempre es desde abajo hacia arriba. “No sois
muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo
escogió Dios… y lo débil del mundo”. Y aun así Él ha escogido a los pobres en este mundo, pues ellos
dan de su profunda pobreza, para enseñarle a los ricos lo que es la generosidad.

“Han dado … aún más allá de sus fuerzas, pidiéndonos con muchos ruegos que les
concediésemos el privilegio de participar en este servicio para los santos”. Si este espíritu
impregnara nuestras iglesias y las personas con pocos recursos y las de grandes posesiones se
unieran a los pobres en su nivel de donación, y si el ejemplo de los macedonios se convirtiera en la
ley de la generosidad cristiana, ¿qué medios no se generarían para el servicio del reino?

3. La gracia de Dios enseña a dar con alegría


“La abundancia de su gozo y su profunda pobreza abundaron en riquezas de su generosidad” (v. 2).
En la vida cristiana, el gozo es el índice de salud y sinceridad. No es una experiencia para
determinados momentos: es la prueba permanente de la presencia y el disfrute del amor del
Salvador. Al igual que nuestros ejercicios espirituales, está destinado a impregnar nuestros deberes
diarios y nuestros momentos de prueba: “nadie os quitará vuestro gozo”. Y así inspira nuestra
ofrenda, haciendo que la entrega de nuestro dinero sea un sacrificio de gozo y acción de gracias. Y
a medida que damos con alegría, eso mismo se convierte en una nueva fuente de alegría para
nosotros, como una participación en el gozo de Aquel que dijo: “Más bienaventurado es dar que
recibir”.

¡Oh, la dicha de dar! Desearía que los hombres creyeran en lo seguro que es este camino para
alcanzar el gozo perpetuo, estar dando continuamente, así como Dios vive para dar. Del día en que
Israel trajo sus ofrendas para el templo, se dice: “Y se alegró el pueblo por haber contribuido
voluntariamente; porque de todo corazón ofrecieron a Jehová voluntariamente. Asimismo se alegró
mucho el rey David”.

Ese es un gozo que podemos llevar con nosotros a lo largo de nuestra vida, día a día,
dispensando sin cesar nuestras ofrendas monetarias, nuestras vidas o servicio por todas partes. Dios
ha implantado el instinto de la felicidad en lo profundo de cada criatura; no puede evitar sentirse
atraída por lo que da felicidad. Dejemos que nuestros corazones se llenen con la fe del gozo de dar:
ese gozo que hará que para ricos y pobres nuestros llamamientos a dar estén entre nuestros
privilegios más preciados; entonces se podrá decir de nosotros: “la abundancia de su gozo …
abundó en riquezas de su generosidad”.

4. La gracia de Dios hace que nuestra ofrenda forme parte de nuestra entrega
al Señor
Pablo dice sobre su ofrenda (v. 5), que no sólo hicieron eso, sino que “a sí mismos se dieron
primeramente al Señor”. En esta frase tenemos una de las más bellas expresiones de lo que se
necesita para la salvación, y de en qué consiste la salvación plena. Un hombre que se ha entregado
al Señor: eso abarca todo lo que nuestro Señor nos pide; todo lo demás lo hará Él. La expresión no
se encuentra en ninguna otra parte en las Escrituras; se la debemos a este pasaje que trata la
cuestión de la colecta. Nos dice que dar dinero no tendrá ningún valor, salvo que primero nos
entreguemos a nosotros mismos; que toda ofrenda por nuestra parte no debe ser sino la
renovación y realización de ese primer gran acto de auto entrega; que cada nueva entrega de dinero
puede ser una renovación de la bienaventuranza de la consagración completa.

Sólo este pensamiento puede elevar nuestra ofrenda por encima del nivel ordinario del deber
cristiano, y hacer que verdaderamente sea la manifestación y el fortalecimiento de la gracia de Dios
en nosotros. “No estamos bajo la ley, sino bajo la gracia”. Y, sin embargo, gran parte de nuestras
ofrendas, sea en la bandeja de la iglesia, en la lista de suscripciones o en ocasiones especiales, las
hacemos como algo rutinario, sin pensar siquiera en la relación directa que tiene con nuestro Señor.
Una vida auténticamente consagrada es una vida vivida, momento a momento, en su amor; es eso
lo que nos llevará a hacer lo que parece tan difícil: dar siempre en el espíritu correcto y como un
acto de adoración. Es esto lo que hará que “la abundancia de su gozo … abundó en riquezas de su
generosidad”.

5. La gracia de Dios hace que nuestra ofrenda forme parte de una vida a
semejanza de la de Cristo.- v. 9
“Abundad también en esta gracia … Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que
por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis
enriquecidos”. Toda rama, hoja y flor del más imponente roble deriva su vida de la misma raíz fuerte
que lleva el tallo. La vida en el más pequeño brote es la misma que en la rama más fuerte. Nosotros
somos ramas en Cristo, la Vid Viviente; la misma vida que vivió y actuó en Él. ¡Qué importante es
que conozcamos bien lo que es su vida, para que podamos rendirnos inteligente y voluntariamente
a ella! Aquí se nos desvela una de sus más profundas raíces: “que por amor a vosotros se hizo pobre,
siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”. Para enriquecernos y
bendecirnos, se empobreció a sí mismo. Por eso le agradó tanto el cuadrante de la viuda; su regalo
era de la misma medida que el suyo: “echó todo lo que tenía”. Esta es la vida y la gracia que busca
obrar en nosotros; no hay otro molde en el que se pueda poner la vida de Cristo. “Abundad también
en esta gracia … Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros
se hizo pobre”. ¡Qué poco sabían los cristianos macedonios que ellos, en su profunda pobreza, en
la abundancia de su generosidad, al dar más allá de sus fuerzas, no hacían sino actuar conforme el
Espíritu de gracia de Jesús que obraba en ellos! ¡Qué poco nos habríamos esperado que el simple
donativo de esta gente pobre fuera a convertirse en el texto de una enseñanza tan elevada, santa y
reflexiva! ¡Cuánto necesitamos orar para que el Espíritu Santo domine de tal manera nuestras
carteras y posesiones, que la gracia de nuestras ofrendas sea, en un grado verdaderamente
reconocible, el reflejo de la entrega de nuestro Señor! Y ¡cuánto necesitamos llevar nuestras
ofrendas a la cruz y buscar la muerte de Cristo al mundo y sus posesiones como el poder para
nosotros, de manera que hagamos ricos a otros a través de nuestra pobreza, y que nuestra vida se
parezca en algo a la de Pablo: “pobre y, sin embargo, enriqueciendo a muchos”!

6. La gracia de Dios pone en nosotros no sólo el querer, sino el hacer.- v. 10


“(Vosotros) comenzasteis antes, no sólo a hacerlo, sino también a quererlo, desde el año pasado.
Ahora, pues, llevad también a cabo el hacerlo, para que como estuvisteis prontos a querer, así
también lo estéis en cumplir conforme a lo que tengáis”. Todos sabemos qué brecha tan grande
existe a menudo en la vida cristiana entre el querer y el hacer. Esto también prevalece en el tema
de la ofrenda. Son muchos los que anhelan que llegue un día en que estén mejor económicamente
y puedan dar más, y mientras lo desean, la imaginaria voluntad de dar más los engaña y sustituye a
la generosidad actual. Muchos tienen los medios y pretenden hacer algo generoso, y, sin embargo,
dudan, y esa gran donación durante su vida, o la herencia en el testamento, nunca se llevan a la
práctica. ¡Cuántos se consideran a sí mismos realmente generosos por lo que quieren hacer,
mientras lo que hacen, incluso dentro de sus actuales posibilidades, no es lo que a Dios le agradaría
ver! Este mensaje es para todos nosotros: “Ahora, pues, llevad también a cabo el hacerlo, para que
como estuvisteis prontos a querer, así también lo estéis en cumplir conforme a lo que tengáis”.

“Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer”; cuidémonos, en
cualquier ámbito, de obstaculizarlo mediante la incredulidad o la desobediencia, y de quedarnos en
el querer y no llegar nunca al hacer. La vida cristiana requiere ejercicio; es por la práctica que la
santidad crece. Si en algo descubrimos que nuestra entrega no ha estado a la altura de este modelo
bíblico, que no ha sido tan generosa y gozosa, que no ha estado en perfecta consonancia con el
espíritu de nuestro absoluto sometimiento al Señor, o con que Él se hizo pobre por nosotros,
actuemos de inmediato y, además de estar prontos a querer, estémoslo también en llevar a cabo
el hacerlo.

7. La gracia de Dios hace que la ofrenda resulte aceptable de acuerdo con lo


que una persona tiene.- v. 12
“Porque si primero hay la voluntad dispuesta, será acepta según lo que uno tiene, no según lo que
no tiene”. El Dios que ve el corazón, juzga cada ofrenda según la capacidad de dar. Y su bendito
Espíritu le da al corazón recto la bendita conciencia de que la ofrenda realizada en la Tierra ha
recibido la aprobación y aceptación en el cielo. Dios se ha cuidado en su Palabra de enseñarnos esto
de todas las maneras posibles. Todos los juicios del mundo sobre el valor de las ofrendas se invierten
en el cielo; el amor que da de manera generosa, según lo que tiene, recibe el amor del Padre desde
arriba. Procuremos redimir nuestra ofrenda de todo lo que es corriente y pequeño asiéndonos a la
bendita seguridad de que es aceptable. Rechacemos dar lo que parece satisfacernos: detengámonos
y regocijémonos en el llamamiento de Dios a dar, y en su Espíritu que nos enseña cuánto y cómo
dar, y sentiremos el más profundo de los gozos (el sello del Espíritu de que el Padre está
complacido).

8. La gracia de Dios a través de la ofrenda obra la verdadera unidad e


igualdad de todos los santos.- v. 13
“Porque no digo esto para que haya para otros holgura, y para vosotros estrechez, sino para que en
este tiempo, con igualdad, la abundancia vuestra supla la escasez de ellos, para que también la
abundancia de ellos supla la necesidad vuestra, para que haya igualdad, como está escrito: El que
recogió mucho, no tuvo más, y el que poco, no tuvo menos”. Otro rayo de luz celestial en este
llamamiento a realizar una colecta. El dinero se convertirá en el vínculo de unión que convierte a los
cristianos de Jerusalén y de Corinto en uno. Son uno tanto como Israel era un solo pueblo. Al igual
que en la recolección del maná, cuando los débiles y los fuertes debían traerlo todo a un único
almacén, para que todos pudieran compartir por igual, así ocurre también en el cuerpo de Cristo.
Dios permite la riqueza y la pobreza. Dios confiere sus dones de un modo aparentemente desigual
para que nuestro amor pueda tener el elevado privilegio de restaurar la igualdad.

La necesidad de algunos nos llama al amor y la ayuda, y la bendición de dar a los demás. Y en
otro momento, o en ámbitos distintos, los mismos que necesitaban ayuda pueden, a su vez, de su
abundancia, bendecir a quienes les ayudaron. Todo ha sido ordenado de tal manera que el amor
tenga espacio para actuar, y que haya oportunidades de cultivar y mostrar un espíritu como el de
Cristo.

Qué llamamiento y qué campo tan grande en las necesidades del mundo para que todo el
pueblo de Dios demuestre que el plan de Dios es, también, el suyo: “para que haya igualdad”, y que
el espíritu de satisfacción egoísta con mi posición de mayor privilegio ha sido desterrado por la Cruz.
¡Cuánta necesidad hay, en la filantropía y en las misiones, de que todos los santos hagan todo lo
posible “conforme a sus posibilidades—sí, y más allá de sus fuerzas”!

A la vista del mundo pagano, ¡Oh! ¡Menudo llamamiento! Que haya igualdad y que
compartamos también con ellos lo que Dios nos da. ¡Qué nuevo, impensable y eterno valor cobra
el dinero cuando pensamos en él como uno de los poderes para darle a quienes perecen de la
abundancia que tenemos en Cristo!

No queda espacio para ampliar las otras lecciones que hay en el capítulo 9. Permítanme
simplemente mencionarlas:
• (v. 6). Que la ofrenda sea abundante y traiga una recompensa abundante.

• (v. 7). Que la ofrenda no se haga a regañadientes o por obligación: que el dador alegre reciba
el amor de Dios.

• (v. 8). Que la ofrenda se haga con confianza: Dios hará que abunde toda gracia.

• (v. 11–13). Su ofrenda trae gloria a Dios mediante la acción de gracias de aquellos a los que
bendice.

• (v. 15). Su ofrenda recuerda a la ofrenda de Dios e invita a dar las gracias por su don inefable.

¡Qué mundo de pensamientos santos y luz celestial se abrió con las ofrendas de los conversos
macedonios y corintios! ¿Acaso no revisaremos nuestras ofrendas bajo el poder de ese pensamiento
y esa luz y cuidaremos de que estén en plena consonancia con el patrón divino que observamos en
estos capítulos? ¿No comenzaremos de inmediato y le rendiremos a Él, que se hizo pobre por amor
a nosotros, todo lo que el interés propio y la autocomplacencia han reclamado y retenido para sí
hasta ahora? Y ¿no le imploraremos que muestre en nosotros, por su Espíritu, que el auténtico valor
y bendición del dinero es gastarlo para nuestro Señor, para bendecir a nuestros semejantes, usarlo
como un instrumento y un ejercicio de la gracia, y así convertirlo incluso en el tesoro que dura para
la eternidad?

Capítulo IV: La pobreza de Cristo


“Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre,
siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”. 2 Cor 8:9.

“Con su pobreza”: ¿Qué significa eso? ¿Que se despojó a sí mismo de todas las posesiones celestiales
y terrenales para que las riquezas de la tierra y el cielo pudieran ser nuestras? ¿Que tomó nuestro
lugar hasta el punto de que recorrió por nosotros la senda de la pobreza terrenal para que nosotros,
cómodos y fácilmente, pudiéramos disfrutar de las riquezas celestiales que ha ganado para
nosotros? ¿O tiene ese “CON SU POBREZA” un significado más profundo, que implica que su pobreza
es el camino mismo o paso que Él abrió, y a través del cual deben ir todos los que quieran entrar
plenamente en sus riquezas? ¿Significa eso que, así como Él necesitó la pobreza de espíritu y cuerpo
para morir al mundo, de modo que pudiera abrir para nosotros el camino a los tesoros celestiales,
también nosotros necesitamos seguir sus pisadas y que sólo a través de su pobreza actuando en
nosotros, a través de la comunión con su pobreza, llegamos al disfrute perfecto de las riquezas que
vino a traer? En otras palabras, ¿la pobreza de Jesús es sólo para Él o algo que deben compartir sus
discípulos?
Hay pocas características en la vida y el carácter de Cristo en las que no lo miremos como
ejemplo: ¿cuáles son las lecciones que nos enseña su santa pobreza? ¿Es el derecho a poseer y
disfrutar las riquezas de la Tierra, tal como se practica ahora en la Iglesia en todos los lugares, parte
de lo que Cristo ha conseguido para nosotros? O ¿es posible que la falta de fe en la belleza y la dicha
de la vida de pobreza de Cristo Jesús sea parte de la causa de nuestra pobreza espiritual; que nuestra
falta de la pobreza de Cristo sea la causa de nuestra falta de sus riquezas? ¿No hay una sensación
de “bueno, si ha de ser”, que hace que solamente pensemos en una parte, “por amor a vosotros se
hizo pobre”; pero no tanto en la otra: “por amor del cual lo he perdido todo”?

Al buscar una respuesta a estas preguntas, primero debemos darnos la vuelta y mirar a nuestro
bendito Señor, por si tal vez el Espíritu Santo nos desvela algo de la gloria de este bendito atributo
suyo. A menos que nuestro corazón se fije en nuestro Señor en la contemplación paciente y orante,
y que esperemos que el Espíritu Santo nos dé su iluminación, podremos tener nuestros
pensamientos acerca de esta pobreza divina, pero no podremos contemplar realmente su gloria o
experimentar que su poder y bendición entran en nuestra vida. ¡Que Dios nos dé entendimiento!

¿Por qué Cristo tuvo que hacerse pobre? Lo primero que debemos ver es el motivo, lo que hizo
necesaria, esta pobreza terrenal de Cristo. Podría haber vivido en la Tierra lleno de riquezas, y
dispensarlas con mano sabia y generosa. Podría haber venido disfrutando de una competencia
moderada, lo suficiente como para mantenerlo alejarlo de la dependencia y la falta de un hogar,
que fueron su sino. En cualquier caso, pudo haber enseñado a su pueblo de todos los tiempos
lecciones tan preciosas y necesarias como el uso correcto de las cosas de este mundo. ¡Menudo
sermón hubiera sido su vida sobre esas palabras de gran alcance: “los que compran, como si no
poseyesen”! Pero no, existía la necesidad divina de que su vida fuera de pobreza total.

Al buscar la explicación, encontraremos dos clases de razones. Hay las que nos han remitido a
su obra por nosotros como nuestro Salvador. Hay otras que tienen más que ver con su propia vida
personal como hombre, y con la obra que el Padre realizó en Él mientras lo perfeccionaba a través
del sufrimiento.

De los motivos que se refieren a su obra, los principales se pueden citar fácilmente. La pobreza
de Cristo forma parte de su completa y profunda humillación, una prueba de su perfecta humildad,
su voluntad de descender a las profundidades más bajas de la miseria humana y de compartir al
máximo todas las consecuencias del pecado. A lo largo de los tiempos se ha despreciado a los pobres
y se ha buscado y honrado a los ricos. Cristo vino para ser, también en esto, despreciado y rechazado
entre los hombres.

La pobreza de Cristo siempre se ha considerado como una de las pruebas de su amor. El amor
se deleita en dar, y el amor perfecto, en darlo todo. La pobreza de Cristo es una de las expresiones
de ese amor abnegado que no retuvo nada, y busca ganarnos para sí mediante la más absoluta
abnegación por amor a nosotros. La pobreza de Cristo es su aptitud para simpatizar y ayudarnos en
todas las pruebas que nos llegan fruto de nuestra relación con este mundo y sus bienes. La mayoría
de la humanidad tiene que luchar con la pobreza. La mayoría de los santos de Dios han sido personas
pobres y afligidas. La pobreza de Cristo ha sido para decenas de miles de personas la seguridad de
que Él podía sentir amor por ellos; que, incluso en su caso, la necesidad terrenal debía ser la ocasión
para la ayuda celestial, la escuela de una vida de fe, y la experiencia de la fidelidad de Dios el camino
a las riquezas celestiales.

La pobreza de Cristo es el arma y la prueba de su completa victoria sobre el mundo. Como


Redentor nuestro, demostró por su pobreza que su reino no es de este mundo, que pese a lo poco
que temía sus amenazas o su muerte, podía sentirse tentado a buscar ayuda en su riqueza o
fortaleza.

Pero estos motivos son más externos y oficiales; la importancia espiritual más profunda de la
pobreza de Cristo nos es revelada cuando la consideramos como una parte de su entrenamiento
como Hijo del Hombre, de su demostración de lo que debe ser la verdadera vida del hombre.

La pobreza de Cristo formó parte de ese sufrimiento a través del cual aprendió obediencia y fue
perfeccionado por Dios como nuestro Sumo Sacerdote. Para la naturaleza humana, la pobreza
siempre debe ser una prueba. Fuimos hechos para ser reyes y poseedores de todas las cosas. No
tener nada cuesta sufrimiento.

La naturaleza humana de Cristo no fue, como enseñaron los docetas, una mera apariencia o
presencia. Nunca hubo uno un hombre tan real e intensamente humano como Cristo Jesús:
“verdadero hombre del verdadero hombre”. La pobreza implica dependencia de los demás; significa
desprecio y vergüenza; a menudo acarrea necesidad y sufrimiento; siempre carece de los medios y
el poder de la Tierra. Nuestro bendito Señor sintió todo esto como hombre. Y fue parte de ese
sufrimiento a través del cual el Padre desarrolló su voluntad en su Hijo, y el Hijo probó su sumisión
al Padre y su absoluta confianza en Él.

La pobreza de Cristo formaba parte de su escuela de fe, en la que Él mismo aprendió primero, y
luego enseñó a los hombres, que la vida es más que la carne y que el hombre vive “no sólo de pan,
sino de toda palabra que viene de la boca de Dios”. En su propia vida tenía que demostrar que Dios
y las riquezas del cielo son más que suficientes para satisfacer a un hombre que no tiene nada en
la Tierra; que confiar en Dios para la vida terrenal no es en vano; que uno solamente necesita tanto
como a Dios le place dar. En su persona tenemos el testimonio del poder que viene con la
predicación del Reino de los Cielos cuando el predicador mismo es la evidencia de su suficiencia.

La pobreza de Cristo fue una de las marcas de su completa separación del mundo, la prueba de
que Él era de otro mundo y de otro espíritu. Como ocurrió cuando el pecado entró en el mundo, con
el fruto bueno para comer y agradable a los ojos, así también el gran poder del mundo sobre los
hombres está en las preocupaciones, posesiones y disfrutes de esta vida. Cristo vino a conquistar el
mundo y expulsar a su príncipe, para recuperar el mundo para Dios. Lo hizo rechazando cualquier
tentación de aceptar sus dones o buscar su ayuda. De esta protesta contra el espíritu mundano, su
autocomplacencia y su confianza en lo visible, la pobreza de Cristo fue uno de los principales
elementos. Él venció al mundo primero en las tentaciones con las que su príncipe intentó atraparlo;
luego, y a través de eso, con su poder sobre nosotros. La pobreza de Cristo no fue un mero accidente
o circunstancia externa. Fue un elemento esencial de su vida santa y perfecta; un gran secreto de
su poder para conquistar y salvar; su camino a la gloria de Dios.

La pobreza de los discípulos de Cristo


Queremos saber cuál será nuestra participación en esta pobreza de Cristo, si debemos seguir su
ejemplo y, en su caso, hasta dónde. Estudiemos lo que Cristo enseñó a sus discípulos. Cuando les
dijo: “Seguidme”, “Seguid en pos de mí, y yo os haré pescadores de hombres”, los llamó a compartir
con Él su vida de pobreza, sin hogar, su estado de total dependencia del cuidado de Dios y de la
amabilidad de los hombres. Más de una vez usó expresiones fuertes sobre abandonarlo todo,
renunciar a todo, perderlo todo.

Y queda claro que así lo entendieron por el hecho de que dejaron sus redes y costumbres, y
dijeron, por boca de Pedro: “He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido”. El
llamamiento de Cristo para seguirle a menudo se aplica como si fuera la invitación al
arrepentimiento y la salvación. Este no es el caso en absoluto. Los principios que entraña la llamada
tienen una aplicación universal; pero, para exponerlos y llevarlos a la práctica de verdad, es de gran
importancia que primero comprendamos el significado de ese llamamiento en su intención original.
Cristo apartó para sí un grupo de hombres que debían vivir con Él en estrecha comunión, en total
conformidad con su vida, bajo su entrenamiento directo. Estas tres condiciones eran indispensables
para recibir el Espíritu Santo, para ser verdaderos testigos de Él y la vida que había vivido y que iba
a impartir a los hombres. Con ellos, como con Él, la renuncia a toda forma de propiedad y la
aceptación de un estado de pobreza era evidentemente una condición y un medio sin el cual no
podía llegar la posesión total de las riquezas celestiales de tal manera que convenciera a los hombres
de su valor.

Con Pablo, el caso parece haber sido muy poco distinto. Sin ninguna orden expresa de la que
tengamos conocimiento, el Espíritu de su Maestro lo poseyó de tal modo, e hizo que el mundo
eterno fuera tan real y glorioso para él, que su poder expulsivo hizo desaparecer todo pensamiento
de propiedad o posición.

Aprendió a expresar, como nadie más podría hacerlo, lo que debió de haber sido la vida más
íntima de nuestro bendito Señor en las palabras que usa hablando de sí mismo: “como pobres, mas
enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo”. Y en su maravillosa vida,
así como en sus escritos, demuestra el peso que le da al testimonio sobre las cosas eternas cuando
el testigo puede apelar a su propia experiencia de la infinita satisfacción que las riquezas invisibles
pueden dar. En Pablo, como en Cristo, la pobreza era la consecuencia natural de una pasión que lo
consumía todo y lo convertía en un canal a través del cual el Poder Invisible podía fluir completa y
libremente.

La pobreza de Cristo en su Iglesia


La historia de la Iglesia nos cuenta una historia triste sobre el aumento de la riqueza y el poder
mundanos y la pérdida proporcional del don celestial que se le había confiado, que era lo único que
podía bendecir a las naciones. El contraste con el estado apostólico se aprecia con enorme claridad
cuando leemos la historia que se cuenta sobre uno de los Papas. Cuando Tomás de Aquino visitó
Roma por primera vez, y expresó su asombro por todas las riquezas que vio, el Papa dijo: “Ya no
podemos decir: ‘No tengo plata ni oro’ ”. “No, cierto”, fue la respuesta, y tampoco podemos decir:
“De lo que tengo te doy. En el nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda”. La pobreza terrenal
y el poder celestial han estado estrechamente aliados. Con el uno se había ido el otro.

A lo largo de épocas sucesivas, llegó la convicción de que sólo con el retorno a la pobreza se
romperían los lazos terrenales y se recuperaría la bendición de lo alto. Se hicieron muchos intentos
vanos por conseguir que la pobreza volviera a tener un lugar en la predicación y la práctica de la
Iglesia, tal como había sucedido en los días de Pentecostés. A veces, los esfuerzos serios de hombres
santos se encontraron con un éxito temporal, para luego ceder nuevamente ante el terrible poder
del gran enemigo: el mundo.

Hubo varios motivos para este fracaso. Uno fue que los hombres no entendieron que en el
cristianismo no es un acto o estado externo lo que aprovecha, sino sólo el espíritu que anima. Se
olvidaron las palabras de Cristo: “El reino de Dios está entre vosotros”, y los hombres esperaron de
la pobreza lo que sólo el Espíritu de Cristo, revelándose en la pobreza, podía lograr. Los hombres
buscaron hacer de ella una ley, obligar con sus normas y reunir en sus hermandades a almas que no
tenían una vocación interior o la capacidad para imitar a Cristo de esa forma. La Iglesia trató de
investir a la pobreza con el manto de una santidad peculiar y con su doctrina de consejos de
perfección ofrecer una recompensa por esta perfección superior. Enseñó que, si bien lo que se
ordenaba en el Evangelio era deber de todos, existían ciertos actos o modos de vivir que quedaban
a elección del discípulo. No eran de obligación vinculante; seguir estos consejos era algo más que
una simple obediencia; era una obra de supererogación que, por lo tanto, tenía un mérito especial.
De ahí se desarrolló la doctrina del poder que tiene la Iglesia para dispensar este mérito sobrante
de los santos a los que le faltaba. Y, en algunos casos, la pobreza se convirtió en una nueva fuente
de justicia propia, entrando en alianza con la riqueza y proyectando su oscura y mortal sombra sobre
aquellos que prometió salvar.

En la época de la Reforma, la pobreza se había profanado tanto como parte del gran sistema de
maldad que tenía que combatir, que, al desechar esos errores, echó una parte de la verdad con
ellos. Desde ese momento es como si nuestra teología protestante nunca se hubiera aventurado a
preguntarse cuál es el lugar, el significado y el poder que Cristo y el apóstol realmente le dieron a la
pobreza en su enseñanza y práctica. E incluso en nuestros días, cuando Dios todavía está levantando
no pocos testigos de la bienaventuranza de renunciar a todo para confiar en Él, y de no poseer nada
para que uno pueda poseerle a Él más plenamente, difícilmente puede decirse que la Iglesia haya
encontrado la expresión correcta para su fe en el espíritu de la pobreza de Cristo, como un poder
que aún debe considerarse como uno de los dones que Él otorga a algunos miembros de su Iglesia.
Nos percataremos de que no son pocas las dificultades a la hora de intentar formular la enseñanza
de la Escritura a fin de cumplir con los puntos de vista de los creyentes evangélicos.
La pobreza de Cristo en nuestros días
He hablado antes de los errores relacionados con la enseñanza de los consejos de perfección. Y, sin
embargo, también había cierta verdad en esa enseñanza. El error fue decir que la mayor
conformidad con Cristo no era un deber, sino una opción. La Biblia dice: “y al que sabe hacer lo
bueno, y no lo hace, le es pecado”.

Allí donde se conoce la voluntad de Dios, ésta debe ser obedecida. El error se habría evitado
si se hubiera prestado atención a la diferencia de conocimiento o a la percepción espiritual que
afectan a nuestra manera de entender el deber. Hay diversidad de dones y capacidades, de
receptividad y crecimiento espiritual, de vocación y gracia, que marcan una diferencia, no en la
obligación de cada uno de buscar la conformidad interna más completa con Cristo, sino en la
posibilidad de manifestar externamente esa conformidad de la misma manera que se veía en Cristo.

Durante los tres años de su ministerio público, Cristo se entregó a sí mismo y todo su tiempo a
trabajar directamente para Dios. Él no trabajó para su sustento. Escogió para sí discípulos que fueran
a seguirlo en esto, abandonándolo todo para trabajar directamente en el servicio del reino.

Para admitir a alguien en este círculo íntimo de sus elegidos, Cristo les exigió lo que no había
hecho a aquellos que solamente venían en busca de salvación. Ellos debían compartir con Él la obra
y la gloria del nuevo reino; debían compartir con Él la pobreza que no posee nada para este mundo.

Por lo que se ha dicho anteriormente, está claro que no se puede establecer ninguna ley. No es
una cuestión de leyes, sino de libertad. Pero debemos entender bien qué significa la palabra
“libertad”. Con demasiada frecuencia se habla de la libertad cristiana como nuestra libertad para no
vernos excesivamente restringidos a la hora de sacrificar nuestra propia voluntad o de disfrutar del
mundo. Pero su verdadero significado es todo lo contrario. El verdadero amor pide ser lo más libre
posible de sí mismo y del mundo para llevárselo todo a Dios. En lugar de la pregunta: “¿Hasta dónde
puedo llegar, como cristiano, y aun así ser libre de hacer esto o lo otro?”, el espíritu verdaderamente
libre dice: ¿Hasta qué punto soy libre para seguir a Cristo hasta el final? ¿La libertad con la que Cristo
me ha hecho libre me permite de verdad, impulsado por un amor que anhela la semejanza y unión
más cercanas posibles con Él, renunciar a todo y seguirle? Entre los dones y el llamamiento que
todavía dispensa a su Iglesia, ¿acaso no habrá algunos que por su Espíritu todavía sean atraídos
también en este sentido a llevar y mostrar su imagen? ¿Es que no necesitamos, tanto como cuando
Él y sus apóstoles estaban en la Tierra, hombres y mujeres que den pruebas concretas y prácticas
de que aquel que literalmente abandona toda posesión terrenal porque pone su corazón en el
tesoro celestial, puede contar con que Dios le provea las cosas de la Tierra?

En medio de la confesión universal de mundanalidad en la Iglesia y en la vida cristiana, ¿no es


ésta precisamente la protesta que se necesita contra la sutil pero potente reclamo que el mundo
nos impone? En relación con cada iglesia, misión y trabajo filantrópico se plantea esta pregunta:
“¿Cómo es que en los países cristianos se gastan cientos de millones en lujos y apenas unos escasos
millones para la obra de Dios?” Se hacen cálculos sobre qué se podría hacer si todos los cristianos
fueran tan sólo moderadamente generosos. Me temo que todos esos argumentos valen poco. La
ayuda debe venir de una dirección distinta.

Fue del círculo más íntimo que había reunido en torno a sí que Cristo pidió una pobreza tan
absoluta como la suya. Es en el círculo más íntimo de los hijos de Dios, entre aquellos que hacen la
más alta profesión de comprender las riquezas de la gracia y de entregarse totalmente a ella, que
debemos encontrar a los testigos que su Espíritu aún puede inspirar y fortalecer para que
manifiesten su pobreza. Lo ha hecho y lo está haciendo. En muchos misioneros y oficiales del Ejército
de Salvación, en muchos obreros humildes anónimos, su espíritu está elaborando este rasgo de su
bendita semejanza. En tiempos en que estamos buscando un avivamiento más profundo entre los
hijos de Dios, todavía lo hará de manera más abundante.

Bienaventurados todos los que lo esperan para recibir su enseñanza, para conocer su mente y
para manifestar su santa semejanza. Es a medida que el primer círculo, el más íntimo, demuestra el
poder de su presencia, que el segundo y el tercero sentirán la influencia. Los hombres con menos
recursos, que no sienten ningún llamamiento a la vida de pobreza, se verán constreñidos por el
poder del ejemplo y se sentirán obligados a sacrificar mucho más de la comodidad y el disfrute en
el servicio a Cristo de lo que nunca antes habían hecho. Y los ricos verán cómo su atención se dirige
a las señales de peligro que Dios ha puesto en su camino (Lc 18:25; Mt 6:19, 21; 1 Tim 6:9, 10, 16)
y, con estos ejemplos, si no pueden compartir la pobreza de Cristo, al menos les ayudarán a poner
sus corazones más intensamente en el tesoro celestial: ser ricos en fe, ricos en buenas obras, ricos
para con Dios, y a reconocerse a sí mismos como herederos de Dios, herederos de las riquezas de la
gracia y de las riquezas de la gloria.

La pobreza de Cristo y las riquezas que trae


“Para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”. Su POBREZA, no sólo como objeto de
nuestra fe, sino como una cuestión de experiencia y compañerismo es el paso a través del cual se
obtiene el acceso más amplio a sus riquezas. Presentemos juntos algunos de los aspectos que ya
hemos señalado acerca de la bienaventuranza que suponen la pobreza de Cristo y su comunión
voluntaria.

¡Qué ayuda para la vida espiritual! Es de gran ayuda echar el alma sobre Dios y lo invisible; darse
cuenta de lo absoluto de su presencia y cuidado en las cosas más pequeñas de la vida diaria; y así la
confianza en Dios se convierte en el verdadero muelle de cualquier interés temporal, así como
espiritual. Y puesto que no es posible pedir la intervención de Dios para la comida diaria si un
hombre no camina conscientemente en obediencia tierna y completa, vincula el alma con la
voluntad y el camino de Dios mediante los lazos más estrechos. Las necesidades inmediatas del
cuerpo, que con tanta frecuencia son nuestro mayor estorbo, se vuelven maravillosas ayudas para
elevar nuestra vida entera a la comunión con Dios y para traer a Dios a todo lo que ocurre aquí
abajo. Eleva el espíritu por encima de lo temporal y nos enseña a estar siempre contentos,
cualquiera que sea nuestro estado, a regocijarnos y alabar siempre.
Qué protesta contra el espíritu de este mundo. No hay nada de lo que la vida cristiana sufra más
que de la sutil e indescriptible mundanalidad que proviene de las preocupaciones o las posesiones
de esta vida. A través de ella, el dios de este mundo ejerce su poder oculto pero terrible. Esta es la
Dalila en cuyo regazo el nazareo apartado para el Señor se vuelve impotente y duerme. Para
despertar y sacudirse este sueño hace falta algo más que la predicación, algo más que la generosidad
cristiana ordinaria, que coincide bastante con el pleno disfrute de todo lo que la abundancia puede
proporcionar: se necesita la demostración del Espíritu y del poder con que Dios faculta a los hombres
y les hace una bendición indescriptible, como su Señor, para renunciar a todo lo que puedan poseer
en la Tierra y probar y proclamar la suficiencia de las riquezas celestiales y la satisfacción que dan.

La protesta contra el espíritu de este mundo se convertirá en la proclamación más poderosa


del reino de los cielos, la revelación que se hace evidente de cómo el cielo puede tomar posesión
incluso ahora.

¡Qué paso dará a la imagen y semejanza de Jesús! Adoramos a nuestro Señor en forma de siervo,
y lo adoramos en ella como la manifestación más perfecta posible de la humildad y amor de Dios.
Su pobreza era una parte integral y esencial de esa forma de siervo en que habitó. En todas las
épocas, el amor de algunos no les ha permitido dejar de desear alcanzar la mayor conformidad
posible con el bendito Señor. En Él, lo externo y lo interno vivían en tal armonía que la conexión no
era accidental; lo uno era la única expresión perfecta y apropiada de lo otro. En el cuerpo de Cristo
hay gran diversidad de dones; no todo el cuerpo es ojo, oído o lengua. Por lo tanto, hay algunos que
tienen el llamamiento y el don de manifestar este rasgo de su imagen, y por el bien de sus hermanos
y del mundo, mantener vivo el recuerdo de esta parte demasiado descuidada de la siempre bendita
Encarnación. Bienaventurados aquellos a quienes su Santo Espíritu convierte en representantes de
esta maravillosa gracia suya, que, aun siendo rico, se hizo pobre.

Esta pobreza de Cristo se convierte en un gran poder para enriquecer a otros. Es a través de su
pobreza que nos hacemos ricos. Su pobreza en su pueblo trae la misma bendición. En la Iglesia,
muchos que no sienten la vocación, o que en la providencia de Dios no se les permite seguir su
anhelo por ella, serán conmovidos y fortalecidos por la vista. Cuando algún testigo dé testimonio de
la bendición que supone la conformidad plena, otros que no estén llamados a este camino se
sentirán impulsados, en medio de la propiedad que poseen y retienen, a buscar acercarse a este
espíritu tanto como les sea permitido. La ofrenda cristiana no sólo será más generosa en cantidad,
sino más generosa en espíritu, en la disposición y la alegría en la previsión y la abnegación real que
la animará. También a través de su pobreza, mediante la pobreza de Cristo en ellos, muchos serán
enriquecidos.

Del mismo modo que un especialista se dedica a alguna rama limitada de (digamos) la ciencia
médica, y todos se benefician de la exclusividad de sus investigaciones, también a través de estos
que aman y viven y manifiestan la pobreza de nuestro Señor, la Iglesia se vuelve mucho más rica. A
través de ellos, la pobreza de Cristo tiene un lugar en muchos corazones donde no se conocía, y se
ve cómo esto formaba parte de su victoria sobre el mundo, y cómo puede ser una parte de nuestra
victoria que vence al mundo, nuestra fe.
La pobreza de Cristo y nuestro deber
He dicho que no todos tienen la misma vocación. ¿Cómo vamos a saber cuál es nuestro
llamamiento? Podemos permitir fácilmente que la ignorancia o los prejuicios, la autocomplacencia
o la mundanalidad, la sabiduría humana o la incredulidad nos influyan, nos alejen de la sencillez del
corazón perfecto y no nos permitan ver la plena luz de la voluntad perfecta de Dios. Veamos cuál es
la posición donde se encuentra la seguridad perfecta, y donde podemos confiar con que contamos
con la dirección y aprobación divinas.

Hace quince días estuve junto a la cama de un siervo moribundo de Dios, el Rvdo. Geo. Ferguson,
el director de nuestro Instituto de la Misión. Me contó que había estado meditando sobre un texto
que había surgido mientras se preparaba para su clase sobre misiones: “si vuestros pecados fueren
como la grana, como la nieve serán emblanquecidos”. Según creía, era como si alguien le dijera:
“como la nieve serán emblanquecidos, ¿Sabes qué es eso?” su respuesta fue: “No, Señor, sólo tú lo
sabes, yo no”. Y entonces surgió la pregunta: “como la nieve serán emblanquecidos, ¿Puedes lograr
eso? ¿Puedes convertirte en eso?” “No, Señor, no puedo; pero tú sí puedes”.

Y, una vez más, se le preguntó: “¿Estás dispuesto a que yo lo haga?” “Sí, Señor, por tu gracia
estoy dispuesto a que hagas todo lo que puedes hacer”.

Las tres preguntas simplemente sugieren cuál es nuestro deber. La pobreza celestial de
Jesucristo. ¿Sabes lo que es? ¿Lo que es en Él, en sus discípulos y en Pablo, en sus santos en tiempos
posteriores? ¿Lo que sería en ti? Que la respuesta sea: “No, Señor, tú lo sabes”. Esto es lo primero
que necesitamos, más que ninguna otra cosa. Si Dios abriera nuestros ojos para ver la gloria
espiritual de nuestro Señor en su pobreza, en su renuncia completa a toda comodidad mundana o
autocomplacencia; si viéramos la gloria divina de la cual es la expresión; si supiéramos lo
infinitamente hermoso que fue para todos los santos ángeles, cuán infinitamente agradable resultó
para el Padre, entonces deberíamos ser capaces de decir, en cierta medida, si era algo que
deberíamos desear e imitar. Si viéramos su carácter celestial y el grado de semejanza con nuestro
Señor que traería a nuestra vida, deberíamos decir: “He hablado de lo que no conocía —¡Oh, si Dios
también me mostrara su gloria en esto: ‘que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para
que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos’ ”! Antes de juzgarlo, ora por el Espíritu Santo para
conocerlo.

Luego viene la segunda pregunta. “¿Puedes lograrlo? ¿Puedes, a semejanza de Jesús, renunciar
a todo lo que hay en el mundo por Dios y por tus semejantes, y encontrar tu gozo en las riquezas
celestiales y en la bienaventuranza de la dependencia exclusiva de Dios?” “No, Señor, no puedo;
pero tú sí puedes obrar”. Ven y contempla al Hijo de Dios y adora mientras lo piensas. Fue Dios
quien le hizo lo que era, y ese Dios puede, con su gran poder, obrar en mí su imagen divina. Pídele
a Dios que revele mediante su Espíritu cuál es la pobreza de Jesús, y luego que actúe en ti tanto
como puedas soportar. Ten esto por seguro, cuanto más profundo sea tu acceso a su pobreza, más
rico eres.
Y si la última pregunta llega a escudriñar tu corazón —“¿Estás dispuesto a hacerlo?”—,
Entonces, sin duda tendrás la respuesta a punto: “¡Por tu gracia, sí lo estoy!” Puede que no veas
ninguna salida a todas las complicaciones de tu vida. Tal vez temas que eso conlleve sacrificios y
pruebas que no puedas sobrellevar. No tengas miedo: no puedes temer entregarte al amor perfecto
de Dios para llevar a cabo su perfecta voluntad. Sin duda alguna Él te dará luz y fuerzas para que
hagas lo que Él realmente quiere que hagas. El Trono de las riquezas, el honor y la gloria al que ha
sido exaltado el Cordero debería ser la prueba cierta de que no existe un camino más seguro para
nosotros a la riqueza y el honor que a través de su pobreza. El alma que con sencillez se rinde a la
dirección de su Señor, encontrará que la participación en su sufrimiento conlleva, incluso aquí, la
participación en su gloria:

“Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo
pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”.

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