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UNAMUNO Y DERRIDA
I. Contracorriente
“Extravaga, hijo mío, extravaga, que más vale eso que vagar a secas. Los
memos que llaman extravagante al prójimo, ¡cuánto darían por serlo!”1
Tras cada personaje, cada situación, cada paisaje, cada conversación se esconde
un rico haz de significaciones que provoca el constante desplazamiento del texto hacia
nuevos territorios de significación, sin que sea factible apurar el inmenso caudal de
posibilidades que se abren al lector en los miles de páginas que configuran el legado
unamuniano. Siempre parece quedar en el aire una última lectura; un aspecto
importante no tenido en cuenta; un texto oculto que, lejos de constituir el texto final,
remite a otro. Precisamente en esto consiste la permanente actualidad del pensamiento
unamuniano. Un pensamiento en perpetua renovación, regeneración, revitalización. Un
pensamiento que, en su afán por arrancar a occidente del “marasmo intelectual” en que
1
M. de UNAMUNO, Amor y pedagogía, en Obras Completas, XVI vols., Afrodisio Aguado, Madrid,
1959-1964, vol. III, 507. A partir de ahora cito todas las obras de Unamuno por esta edición,
correspondiendo el número romano al volumen y el arábigo a la página.
2
2
J. DERRIDA, Marge de la Philosophie, París, Minuit, 1.972, 327
3
M. de UNAMUNO, Algunas consideraciones sobre la literatura hispano americana, III, 1.902; cfr.
Plenitud, III, 764 a 766
4
Formas que por naturaleza están mejor capacitadas para mostrar la complejidad y
variedad de una existencia en la que cada acto, cada sentimiento y cada experiencia
remiten a un nuevo estadio marcado a un tiempo por lo que fue y lo que no, por lo que
llegará a ser y lo que nunca será.
4
L. ROBLES, Epistolario inédito, I, Espasa-Calpe, Madrid, 1992, 213; cfr. “Carta a Ernesto Ruíz
Contreras”, XIII, 132; Sobre la erudición y la crítica, III, 914.
5
F. NIETZSCHE, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, recogido en Schopenhauer educador y
otros textos, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996, 42. He sustituido alguno de los términos de la
traducción por parecerme se ajustan mejor al estilo poético del mismo.
5
por haber operado una cierta ruptura, ya no se llaman ni ‘filosóficos’ ni ‘literarios’ más
que según una especie de paleonimia...”7.
Algo similar acontece con los textos unamunianos. Sólo ejerciendo sobre ellos
una cierta presión cabe plegarlos a las exigencias del modelo filosófico; sólo ciñéndolos
a los perfiles del género y el estilo es posible identificarlos como literarios. De hecho,
los críticos no logran ponerse de acuerdo respecto a su pertenencia a una u otra forma de
la práctica textual en occidente. Así, mientras unos prefieren considerar los escritos de
Unamuno obra de un filósofo agobiado por problemas existenciales que, aunque dió
cuerpo poético a sus reflexiones, no ha logrado alcanzar la maestría de los grandes
creadores, los hay que le niegan un puesto en el mundo de la filosofía por ver en sus
escritos la profunda, pero aislada o fragmentaria, intuición del poeta. Y es que, los
textos unamunianos no se “acuestan” ni a la filosofía ni a la literatura. Quieren romper
esquemas, situarse en los bordes para desde ellos destacar la oculta violencia que el
pensamiento tradicional y sus formas han ejercido sobre aquello que no se deja fijar ni
alinear en “fila lógica”, lo que por sí mismo no es nunca idéntico ni puede serlo; lo que,
lejos de ser convergente y homogéneo, se dispersa en todas direcciones y en ninguna; lo
que se vuelve sobre sí sin retornar nunca a sí mismo porque no hay un “sí mismo”.
III. Monodiálogos
“... es tan difícil y tan muerto alinear en fila lógica lo que se mueve en círculo”8
6
M. de UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, XVI, 448
7
J. DERRIDA, Posiciones, Pretextos, Madrid, 1977, 92
8
M. de UNAMUNO, En torno al casticismo, III, 183
7
futuros, con los pasados y con los “yoes ex-futuros”, los que pudieron ser y no fueron
aunque sigan afectando a la vida toda del individuo. Se trata de voces independientes
que se solapan y yuxtaponen, se entremezclan en un canto coral que escapa a la
identidad, pero también a la plena dispersión; voces que se entreveran y configuran el
permanente diálogo interior que Unamuno ha bautizado con el significativo término de
monodiálogo. Ni monólogo ni diálogo, ni uno ni múltiple, sino ambas cosas y ninguna.
Diálogo sin diálogo, monólogo sin monólogo. Él mismo lo describe en su prólogo a la
edición española de La agonía del cristianismo:
“¿Monólogo? Así han dado en decir mis..., los llamaré críticos, que no escribo
sino monólogos. Acaso podría llamarlos monodiálogos; pero será mejor
autodiálogos, o sea diálogos consigo mismo. Y un autodiálogo no es un
monólogo. El que dialoga, el que conversa consigo mismo, repartiéndose en
dos, o en tres, o en más, o en todo un pueblo, no monologa. Los dogmáticos son
los que monologan, y hasta cuando parecen dialogar, como los catecismos, por
preguntas y respuestas”9.
9
M. de UNAMUNO, La agonía del cristianismo, XVI, 456
9
10
La cita está tomada de C. de Peretti y, aunque yo aplique sus palabras a Unamuno, su pretensión
original es describir el quehacer derridiano respecto del “texto” en que se muestra el ámbito de desarrollo
del pensamiento y de la praxis occidentales. C. de PERETTI, Jacques Derrida. Texto y deconstrucción,
prólogo de J. Derrida, Anthropos, Barcelona, 1989, 21
10
se presenta y entiende como acto de habla que conlleva no sacrificar los diversos puntos
de vista a uno sólo arbitrariamente elegido. Se trata de rehuir la seguridad de lo estático,
de “tachar el origen” -como lo llamaría Derrida-, explorando todos los significados y
combinaciones de un lenguaje en el que el origen no es simple sino plural y complejo.
unamuniano. Sin embargo, resulta interesante adentrarse en las implicaciones que esta
distinción tiene en la revisión que de la tradición cultural de occidente propone
Unamuno, ya que de nuevo se produce un desplazamiento de los límites que impide la
definición o clausura de los términos.
Atendiendo a ello, el presente se nos aparece como una realidad compuesta por
dos estratos que guardan entre sí una estrecha relación de dependencia según la cual el
momento histórico consciente se apoya en el presente intrahistórico inconsciente, del
que surge y sobre el que revierte. Un presente, el intrahistórico, que es simultáneamente
pasado “re-vivido” y futuro “por venir”; eterna reconquista de la vida que al pasar
recoge en sí el pasado, el presente y el futuro de la humanidad.
11
J. DERRIDA, De la gramatologie, París, Minuit, 1967, 227
12
M. de UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, XVI, 325; tb. 317
12
descubrir el sentido de lo que antes pasó y pasa, proyectando su esperanza hacia una
realidad aun no devenida que es recuerdo recreado en el futuro.
Por eso mismo, no cabe hablar de verdadera historia sin hablar de la historia
“verdadera” del hombre local y pasajero. Pero esta historia, la del substrato
intrahistórico del devenir humano, escapa a todo intento de análisis, ya que se configura
por dispersión y divergencia y no por consenso y convención. No hay identidad en la
verdad, sino alteridad. Si una misma idea produce en dos mentes distintas conclusiones
diferentes13, ¿qué decir de una misma experiencia vital? La verdad, la que Unamuno
llama “verdad eterna” es heterogénea: un entramado de verdades que entrecruzándose
en un punto se separan inmediatamente para formar trama con otras verdades, sobre las
que vuelven y de las que se alejan en un constante ir y venir en que lo que converge y se
entrevera, diverge y se distancia, y lo que diverge y se distancia, converge y se
entrevera, sin que pueda afirmarse ni la unión ni la dispersión. No hay trama ni
13
urdimbre, pero en el lienzo de la tradición se armonizan las verdades todas, las de todos;
mi verdad, la tuya y la de cuantos son y han sido. Es aquí precisamente donde la
distancia entre Unamuno y Derrida se hace más patente.
13
M. de UNAMUNO, Sobre el fulanismo, III, 640
14
M. de UNAMUNO, El canto de las aguas eternas, IV, 497ss.
14
En El canto de las aguas eternas, Unamuno nos narra las peripecias de un joven,
Maquetas, que intenta alcanzar antes del anochecer las puertas de un lejano castillo
cuyas murallas encierran la promesa de una vida perdurable, exenta de preocupaciones,
en la que todos los días habrían de ser iguales. Por el camino, el muchacho se detiene a
descasar a instancias de una jovencita que logra retenerle casi hasta la puesta del sol.
Espoleado entones por el beso de la desconocida, Maquetas echa a correr. Todo es
inútil, le advierte un caminante; “¡tú pararás!”, le grita. Llega la noche y el esforzado
Maquetas no ha concluido su viaje. La oscuridad, el silencio y la soledad se adueñan
del lugar. Sólo se escucha el rumor de las aguas que corren en un profundo cauce al
borde del camino.
problema es que, al detenernos a escuchar a la razón, ésta nos despierta del sueño
dogmático, simbolizado por la canción que Maquetas canturrea por el camino y que
aprendió de su abuela en la infancia. La razón nos descubre el canto de las aguas
eternas, la realidad de la muerte. Y si la fe nos atraía hacia una vida eterna de identidad,
que en realidad no es vida por ser estática, la razón nos condena al eterno descanso, a la
aniquilación y a la nada, por mucho que quiera crear la falsa imagen de un progreso de
la humanidad ilimitado.
Sólo al final del cuento nos descubre Unamuno cuál ha sido el gran fallo
cometido por el protagonista. Cuando Maquetas comienza a contarse a sí mismo su
propia historia, introduce en ella un nuevo personaje que contrasta claramente con la
jovencita de la primera parte, me refiero a un anciano mendigo -símbolo de la sabiduría
existencial, de la conciencia agónica- que pregunta a Maquetas sobre el sentido de las
cosas y sobre la naturaleza del camino.
No hay, pues, verdades universales abstraídas del hombre que las sustenta y
produce. Hay “mis” verdades, las que son verdaderas o falsas conforme satisfagan o no
mis necesidades vitales por complejas que puedan ser: “Todo lo que eleva e intensifica
la vida -dice Unamuno- refléjase en ideas verdaderas, que lo son en cuanto lo reflejen, y
en ideas falsas todo lo que la deprima y amengüe”15.
15
M. de UNAMUNO, La ideocracia, III, 434
16
“... ¿quién puede contar de veras una historia? ¿Es posible el narrar? ¿Quién
puede afirmar que sabe lo que implica una narración? ¿O, antes que eso, el
17
16
M. de UNAMUNO, Sobre el fulanismo, III, 641
17
J. DERRIDA, Memorias para Paul de Man, 25
18
J. DERRIDA, El lenguaje y las instituciones filosóficas, introducción de C. de Peretti, Paidós Ibérica,
Barcelona, 1995, 16s.
18
siempre relato que hacemos de nosotros mismos; lo que nos contamos no es lo que
somos, sino la peculiar forma que tenemos de vernos, de narrarnos. Por muy fieles que
queramos ser a nuestro yo, una cosa es lo que somos y otra lo que creemos o queremos
ser, lo que soy para mí y también lo que soy para los demás, lo que los demás creen que
soy o quieren que sea. Lo que en realidad soy, quizá sólo Dios lo sepa –dice Unamuno-.
Si tenemos en cuenta que todos los personajes del drama, empezando por el
“prot-agonista”, San Manuel, representan a Unamuno, es posible interpretar que
Unamuno pone en funcionamiento un personalísimo modo de “decir” la realidad, su
realidad, en el que se confunden personajes y autor, ficción y realidad; en el que los
personajes, los entes de ficción, usan como pretexto al autor para contar su propia
historia, al tiempo que el autor utiliza sus criaturas para contarse a sí mismo. La vida
del autor se muestra entonces en la de unos personajes que, al “actuar”, narran, crean, al
autor.
19
M. de UNAMUNO, Amor y Pedagogía, II, 429
19
El juego está en marcha. La criatura, como ser que actúa y recrea su vida, tiene
entidad propia; obedece a una lógica íntima que ni su propio autor conoce20. Y que, sin
embargo, pueden descubrir los lectores al darle nueva vida, al crearlo en sí, al re-crearlo,
creándose a sí mismos con él. Estamos, pues, ante una autobiografía que no lo es, un
simulacro de autobiografía que en el fondo nunca ha sido tal. Simulacro del simulacro.
De hecho, piensa Unamuno, hay personajes que nacen más vivos que el autor y
que quienes los leen. Son un flujo vivo de contradicciones, una serie de yoes, un río
espiritual. Se les ve vivir, cambiar, contradecirse, desarrollarse. Y en ese sentido tienen
tanta vida como sus creadores, tanta realidad o incluso más que ellos, pues sus autores
pasarán, ellos no. No puede morir porque no viven, son inmortales. Y para vivir
inmortales no tienen que poseer dotes extraordinarias o llevar a cabo prodigios. Son
eternos.
20
M. de UNAMUNO, La vida de Don Quijote y Sancho, IV, 66
20
San Manuel Bueno, martir narra la historia de unos personajes que cuentan el
pensamiento de su autor y al hacerlo nos desvelan al autor, su novela. San Manuel,
Angela, Lázaro o Blasillo cuentan la vida de “Miguel” -de Unamuno-, sin que en
apariencia estén contando más que su propia vida. No se trata, por tanto, como es
característico de la autobiografía, de exaltar un yo que no quiere ser confundido, que
clama por su individualidad. Al contrario, la individualidad se dispersa en un sin fin de
yoes que, mediante la memoria entrecortada y los sentimientos descarnados, muestran la
realidad de la vida, de la suya, de la nuestra, de la de su autor, permaneciendo todos en
la confusión. No hay transparencia total; hay reconocimiento sin reconocimiento, sin
identidad. Apertura al otro que no es otro, que es yo, él, ella, tú mismo. Hasta tal punto
hace saltar Unamuno los márgenes de lo autobiográfico –y en general del género- que
en el “prólogo-epílogo” a la segunda edición de Amor y pedagogía declara: “Y es que
según iba viviendo –y muriendo- yo, iban viviendo –y muriendo- mis novelas, iba
viviendo y muriendo mi novela”21. Lo biográfico se dispersa entonces por toda la obra,
sin que quepa reducir a una de ellas lo que sólo entre todas desvelan, muestran, pero
también ocultan.
Y todo ello con la mirada puesta, una vez más, en la necesidad de solicitar las
bases sobre las que Occidente ha construido su identidad, su discurso, su “texto”.
Unamuno abogará siempre por la remoción, por la problematización, la cautela, la
circunspección, el desplazamiento, la indecisión, la reserva, la incertidumbre y la
inseguridad como modos de preservar la inconclusividad de la persona, la
indecidibilidad de la existencia, la desesperación esperanzada que moviliza las reservas
vitales del hombre y que le empuja a la disidencia y la rebelión. Pues de rebelión y
disidencia se trata cuando lo que se pretende es apartarse de la común doctrina, creencia
o conducta, faltando a la obediencia debida a la autoridad y el orden público; cuando lo
que se pretende, diría Derrida, es deconstruir, tanto en lo filosófico-teórico como en su
producción político-práctica, el texto general que designa toda una época o cultura.
21
M. de UNAMUNO, Amor y Pedagogía, II, 429