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IV: LA PERSONA HUMANA

1. Naturaleza, esencia, yo y persona

Si tuviéramos que resumir el aporte de los clásicos griegos, especialmente de Aristóteles,


podríamos afirmar que sus aportes se refieren a la noción y despliegue de la naturaleza y a la de la
esencia humana. La naturaleza es definida como “principio de operaciones” y la esencia como la
naturaleza desarrollada1.

Tanto la naturaleza como la esencia siempre están en la línea posesiva. Leonardo Polo resalta
que según el planteamiento aristotélico, el hombre es un poseedor, es un ser que tiene logos, razón2.
a) Tres niveles del tener

A partir de su posesión de ‘logos’ el hombre puede poseer en muchas dimensiones.

Posesión técnica. Así el ser humano es técnico, puede usar instrumentos, y puede procurarse
medios materiales; de manera que puede adscribirse bienes corpóreos, por ejemplo un anillo, un
vestido, etc. Es el amplio mundo de la pragmática humana, en la cual el hombre –a diferencia de los
animales– es capaz de relacionar medios con fines, precisamente porque entiende lo que significa un
medio en cuanto tal.

Sin embargo, esa posesión es extrínseca, por lo que el nivel de posesión corpórea no es la más
importante, ya que la adhesión a los bienes materiales no es tan intensa precisamente porque es
externa y, por tanto, se puede perder. Por ello no basta con poseer en ese nivel; hace falta poseer en
otros niveles que son subordinantes y superiores respecto de aquel que es básico.

Posesión noética. Un segundo nivel de posesión es el que se da a través de la inteligencia, el


cual es más intenso que el anterior por ser intrínseco, pues lo que uno posee en la mente es algo que
se posee de manera más intensa que un anillo o un vestido.

Posesión ética. Por encima de la inmanencia de las posesiones intelectuales se encuentra un


tercer nivel que es el de la posesión ética, que es el superior, y que integra, mueve y subordina a los
otros dos niveles.

En el nivel de posesión ética lo dinámico del ser humano toca a lo ontológico, ya que según
Aristóteles las virtudes proporcionan una ‘segunda naturaleza’ y son más configurantes que los
conocimientos. Lo importante de este tener ético es que por medio de las virtudes nos hacemos
asequibles los bienes del segundo y del primer nivel y, además, podemos disponer de ellos
adecuadamente3.

1
“El término naturaleza significa generalmente la esencia en cuanto principio de operaciones”. FORMENT, E., “Comentario a De ente et essentia”, Eunsa, Pamplona,
2003, 71
2
ARISTÓTELES, Política, Libro I, capítulo 2.
3
Atendiendo a estos tres niveles de tenencias, se ha formulado la noción de pobreza como carencia no sólo de bienes materiales, sino además de competencias
intelectuales y especialmente de carencia de virtudes. De ahí que en el ámbito económico se considera que si los miembros de una sociedad adquieren educación suficiente
y evitan las prácticas corruptas, entonces está preparada para crecer económicamente (primer nivel) con sostenibilidad.
1
Así, la virtud ética es el punto culminante de la antropología aristotélica y el punto de engarce
con la filosofía cristiana que recoge todas esas grandes averiguaciones acerca del ser humano y
completa el tener con el dar, ya que la noción de persona está en la línea de la donación.

b) El nivel del ser

En esta línea nos podemos preguntar: ¿qué añade la noción de persona humana a las de
naturaleza y esencia humana? La naturaleza humana es común a todos los seres humanos. De
acuerdo con la definición clásica, el hombre es un ser que posee alma racional, la cual integra los
niveles de vida vegetativa y sensitiva.

La naturaleza humana responde a la pregunta ¿qué es el ser humano? Y en ese sentido todos
somos iguales, ya que todos contamos con esas facultades humanas que hemos estudiado. Y como
esas facultades no son estáticas, sino dinámicas y cada quien las hemos desarrollado de alguna
manera, se suele llamar esencia humana a la naturaleza humana desarrollada o perfeccionada, porque
la palabra esencia denota perfección.

En la naturaleza humana racional, común a todos, descansan los derechos humanos que son
universales; si bien el desarrollo de la naturaleza, la esencia humana de cada quien, es diversa, todos
han desarrollado de alguna manera su dotación natural.
Hasta ahí se ha respondido a la pregunta de qué es el ser humano, pero no se ha respondido a
la pregunta sobre quién es. Lo más relevante en el ser humano, por encima de sus potencias o
facultades, inclusive de las cualidades o virtudes que tenga en su esencia, es su realidad de persona
humana. De ahí que en atención al ser personal, se puede decir que cada quien es una persona
distinta, única, irrepetible e insustituible. Éste es un aporte que Aristóteles no vio, ya que la noción de
persona aparece con el cristianismo.

Así pues, la esencia humana es el resultado de lo que cada quien ha hecho con su naturaleza,
que si bien todos los humanos la reciben completa, sin faltarle ni una potencia o facultad, sin embargo,
cada quien la desarrolla de manera distinta. En el fondo, engarzando esas operaciones naturales y
esenciales, se encuentra un núcleo personal, una intimidad, la de cada quien.

Así, no es igual la naturaleza o esencia que la persona humana. Uno no se reduce a su tener, ni
a su inteligencia ni a ninguna de sus facultades; tampoco se reduce a sus virtudes éticas. Se puede
tener alguna potencia o facultad un tanto deterioradas y, sin embargo, seguir siendo persona, y es
desde ésta desde la que se desarrollan o dirigen las facultades humanas. Más importante que la
naturaleza y esencia es la persona; aquellas se subordinan a ésta. Por ejemplo, sólo si la persona
quiere pensar lo hace. La esencia es dirigida desde la persona: cada quien dirige el curso de su vida
natural y esencial, desde su núcleo más íntimo, personal.
Esto lo saben bien las madres, las cuales distinguen y aman a sus hijos de manera personal. Por
eso, no se puede sustituir a uno de sus hijos por otro. No se puede intentar cambiarle a uno, que quizá
sea poco dotado intelectual o físicamente, por otro diferente. Para ella, cada hijo es una persona única.

Si se pregunta ¿qué somos?, respondemos: un ser humano; y si se sigue preguntando: ¿qué es


un ser humano? Según Aristóteles es un ser que posee razón. Es la respuesta basada en la naturaleza
humana: un individuo poseedor de naturaleza racional, un animal racional, una unidad sustancial de
cuerpo y alma racional.

En cambio, la persona responde a la pregunta ¿quién soy? Ese quién no es común, como lo es
la naturaleza humana, sino que se trata de un ser único, personal, insustituible e irrepetible. En ese
nivel personal radica la distinción clave, no sólo en relación de las demás personas humanas, sino
respecto de las personas divinas.
La naturaleza humana tiene base corpórea si bien donde se ve con mayor resplandor es en la
esencia humana ya que el alma humana posee facultades espirituales. Si es nefasto el materialismo
2
que considera que el ser humano es solo cuerpo, también lo son las concepciones angelistas, las
cuales son erróneas porque el ser humano no tiene solo alma, sino también cuerpo. Como dice
Aristóteles, el hombre no es ni una bestia ni un Dios.

Por ello hay que darle la importancia debida a los bienes corpóreos (dinero, medios materiales
etc.) y también hay que atender a la necesidades y a los bienes espirituales, tanto los que se refieren
a los del conocimiento como a las virtudes éticas. Este último nivel es, en el plano natural, el más
importante y el más propiamente humano, ya que es lo que nos diferencia de los animales.

c) La dignidad humana

Un modo de fundamentar la dignidad humana es empezar por su naturaleza y esencia humanas.


Nuestro cuerpo es diverso al de los animales, y existe además una dignidad en virtud del alcance de
las operaciones propiamente humanas, ya que el pensar y el querer tienden al infinito. Esa infinitud
del alcance de sus operaciones es lo que distingue al hombre de los animales, cuyas operaciones –al
ser solo sensibles– son finitas, muy acotadas, singulares.

Según la antropología aristotélica, la nobleza del ser humano radica en su capacidad racional.
La gran capacidad de la inteligencia le lleva al hombre a conquistar y ser señor del universo, a hacer
ciencia, a captar lo infinito, a alcanzar a Dios y, consiguientemente, a querer con ese alcance de
eternidad. Eso que es común en todos los seres humanos; es la base del humanismo clásico.

El humanismo que nació en Grecia, con los filósofos socráticos, entre los siglos V y IV a. C., puso
de relieve la importancia del ser humano, en atención a su dimensión espiritual. Sus averiguaciones
sobre el ser humano, son muy importantes. Con todo, se trataba de un humanismo pagano, ya que en
esa época no habían recibido todavía el mensaje cristiano.

En general, el humanismo enaltece al ser humano en base a su naturaleza racional, pero eso es
insuficiente. Existen diferentes humanismos, por ejemplo, el renacentista, el moderno, el marxista, etc.
Sin embargo, no todas las concepciones del hombre –aún resaltando su importancia– llegan a ver o
aceptar su condición de criatura, su dimensión trascendente, como lo hace el humanismo cristiano.

Por eso aunque es necesario respetar esas dimensiones básicas que son la naturaleza y la
esencia humanas, que sería como el primer grado de la dignidad humana, eso no basta. Se requiere
también tener en cuenta la dimensión central, la del ser personal, en la cual se da una dignidad todavía
mayor. Esa dimensión personal se puso de relieve de manera muy profunda en el planteamiento
cristiano, que considera a la persona humana como el término de una iniciativa divina: creada, redimida
y sostenida de manera personal. Esta índole sacra de la persona humana es, en definitiva, el
fundamento de su dignidad.

Así, cada persona es un quien insustituible en razón del amor divino. Lo es desde el inicio de su
vida humana. Esta singularidad no radica solo en su código genético, sino en el mismo hecho de existir,
ya que estadísticamente, la improbabilidad de la existencia de cada persona es muy alta. Actualmente,
desde el ámbito de la ciencia, se han dado a conocer datos sorprendentes sobre el momento de la
concepción. Abreviando mucho se puede decir que para fecundar la célula materna acuden miles de
células paternas y sólo una logra fecundar el óvulo materno. Si hubiera llegado otra célula paterna el
concebido hubiera sido otro, su hermano, pero no él.

Se puede decir que, para que una persona sea concebida, se dejan 10ⁿ posibilidades de que
otras nazcan. Estadísticamente las improbabilidades aumentan al considerar qué hubiera pasado si
sus padres no se hubieran conocido, si sus padres no hubieran nacido, ni sus abuelos, etc. La
existencia de cada ser humano es una gran novedad. Cada quien es completamente original, y tiene
tanta importancia que –por decirlo de algún modo– su costo de oportunidad es muy alto. ¿Por qué
existe él y no cualquiera de esas 10ⁿ personas que pudieron ser?

3
Si nuestro acto de ser no es por casualidad, si somos término de un acto de sabiduría y de amor
trascendente, entonces nuestra existencia tiene un lugar dentro del plan divino, con una consiguiente
misión también. Otra posibilidad nos llevaría al absurdo, a lo que no tiene razón de ser. No es de
extrañar que muchos filósofos modernos que pasaron por alto esta verdad sobre el hombre se
encontrasen ante su propio ser y, en general ante el de los demás, como con algo absurdo, sin
explicación y por consiguiente sin sentido.

Si buscamos una explicación coherente, tenemos que la existencia de la persona humana no es


producto del azar o de la casualidad, sino que somos término de una iniciativa que nos trasciende: un
Ser Supremo, una Inteligencia y Amor nos ha preferido, nos ha elegido en lugar de una multitud de
otros seres humanos que podrían haber existido en nuestro lugar.

Como ya señalamos, la persona humana es predilecta, es amada con amor de predilección. Es


lo que se expresa con dicha palabra: ‘pre’ significa anterioridad y ‘dilectio’4 amar; ‘predilecto’ significa
amado con anterioridad, y el ‘antes’ más absoluto es el de la eternidad.

No tenemos nuestro ser por nosotros mismos ni por nuestros padres, sino que lo hemos recibido
del Creador. Los padres ponen la dotación genética, lo corpóreo, pero la persona no es el resultado
de los genes, sino creada de manera personal.
En este planteamiento creacionista la persona humana vale tanto que Dios la ha escogido
amándola radicalmente. Éste es el fundamento último de nuestra dignidad: su origen y destino
trascendente, por lo que cada quien nace del amor y está destinado a amar.

Aunque el hombre es radicalmente hijo, evidentemente cabe rechazar esa condición. El hombre
moderno, confundido por su afán independentista, no quiere ser hijo. Es lógico que no quiera deberle
nada a nadie, si se considera a sí mismo como un absoluto. Con ello se ha condenado a sí mismo a
una existencia sin sentido, no sabe de dónde viene ni a dónde va. Curiosamente, entonces se ha
hecho más dependiente, no solo de sus intentos de independencia, sino que –en definitiva– se ha
hecho esclavo de cosas de menor categoría, a las cuales se ha subordinado.

El ser humano no puede pretender vivir sin vínculos, no puede evitar querer algo como bien o
fin, debido a que su voluntad está hecha para adherirse al bien. Pero si no es capaz de tener una
jerarquía de bienes o valores puede quedarse en bienes de poca categoría, aunque su voluntad tienda
al infinito, al Bien Absoluto. Por eso suele suceder que cuando se niega todo vínculo con el Origen, la
paternidad divina se sustituya por esclavitudes que, en lugar de mejorar o enaltecer al hombre, lo
denigran.

Por otra parte, atender a la dimensión trascendente es muy conveniente para el ser humano, ya
que tal como hemos señalado, si la voluntad humana tiende a un bien tan alto como el Bien Supremo,
éste tira de las potencias o facultades, de las energías del sujeto, de un modo insospechado, fortalece
y agranda su voluntad, lo cual redunda inevitablemente en su acción práctica, incluida su vida social,
familiar y laboral.

En definitiva, ver a las personas –a nosotros mismos– como creados, dependiendo de Dios, lleva
a tener en cuenta su dimensión sacra, la personal, y a obrar en consecuencia. El tener un sentido
trascendente de la vida nos agranda la visión, la hace más profunda y, además, nos lleva al esfuerzo
para contar con ello en el día a día.

Echar a Dios de la vida humana trae serias consecuencias personales y sociales, porque se
niega una parte importante de la realidad humana. Además es una postura realista muy consecuente
que no recorta la realidad, y Dios es la Realidad suprema. La persona humana no se puede entender
sin Dios y sin su dimensión trascendente que se vive en términos de donación.
d) Las manifestaciones personales

4
Diligere es una palabra que está muy relacionada con la diligencia, la cual no quiere decir moverse continuamente en un activismo, sino que consiste en amar.
4
Con todo, la persona humana se manifiesta, más o menos, a través de la esencia humana; por
ello ésta tiene una gran importancia. El perfeccionamiento de la naturaleza humana es una tarea
personal; cada quien genera hábitos con la realización y repetición de acciones. Nuestra libertad
personal tiene que llevarnos a adquirir hábitos buenos que se llaman virtudes, y que son disposiciones
que constituyen una ‘segunda naturaleza’, con lo cual la donación –en el trabajo, en la familia, en la
sociedad– puede hacerse posible.

El hombre no es ni una bestia, ni un ángel, ni Dios, y si bien no se reduce sólo a su aspecto


corpóreo, orgánico o sensible, ya que también posee espíritu, no sólo se reduce a éste. Si está
equivocado el materialismo que reduce al hombre a sus operaciones orgánicas, también lo están
aquellos «espiritualismos» que consideran que el hombre es puro espíritu. Es un error definir al hombre
sólo como ser racional o espiritual, porque eso es la esencia de un ángel o de otra manera el ser de
Dios, pero el hombre no es ninguno de ellos.

La naturaleza humana no es indiferenciada, sino que es, como hemos señalado, específica, es
decir, que tiene unas características muy propias. Entre éstas se encuentra la que presenta su propia
racionalidad. De ahí que el hombre está llamado a dirigir su vida mediante ese gran recurso que es su
inteligencia y con la consiguiente voluntad. De manera que en la medida en que se vayan ejerciendo
operaciones cada vez más influidas por su racionalidad va consiguiendo perfeccionar su naturaleza.
Este perfeccionamiento de su naturaleza es lo que va configurando su esencia y va haciendo camino
a la libertad personal.

Como hemos señalado anteriormente, la influencia cada vez mayor de la racionalidad en la vida
humana es un cometido propio del ser humano. La racionalidad humana puede incluso llegar a
«racionalizar» lo que no es racional, como son las tendencias y apetitos de la sensibilidad. Entonces,
la unidad de la vida humana natural se hace mayor cuando las facultades espirituales gobiernan a las
sensibles, de manera que eso lleve a una vida propiamente humana, en la que lo corpóreo y sensible
esté integrado en lo espiritual. Inclusive a Dios vamos no sólo con nuestro espíritu, sino con todo
nuestro ser, y existe una riqueza de expresividad corporal que el amor a Dios suscita.

Sin embargo, no hay que olvidar que la persona se manifiesta a través de su esencia, de manera
que la tarea sigue siendo ésa: perfeccionar la naturaleza humana. En definitiva, se podría decir que la
naturaleza es la base de la esencia humana, pero que esa naturaleza tiene que ser ‘trabajada’, por lo
que el hombre tiene como reto el de lograr una unidad a través de la virtud, ya que sólo así inhiere lo
espiritual en lo sensible o corpóreo gobernándolo.

Así, siguiendo la tradición clásica, aristotélica y tomista, la antropología se continúa con la ética,
o bien, la ética es segunda respecto de la antropología. Sin embargo, es oportuno recordar que tal
como vimos al comienzo, hay diferencias muy considerables entre la antropología de Aristóteles y la
de Tomás de Aquino. Aquel logró hacer averiguaciones muy importantes del ser humano, pero ignoró
que era ser persona.
e) La noción de persona

La noción de persona sólo aparece con el cristianismo, en el que se trata de las personas divinas
y de las personas humanas. Esta comporta mayor riqueza que la simple noción de ser humano, aunque
no la excluye, la integra y perfecciona. En la filosofía cristiana, especialmente en la de Tomás de
Aquino, se considera la distinción real essentia-esse (esencia-acto de ser), que integra a la esencia y
a la naturaleza humana, el aporte clásico, en un acto mayor, que es el acto de ser creado, el acto de
ser personal.

De acuerdo con este planteamiento creacionista la persona humana difiere de la persona divina,
en que en la primera hay distinción real de esencia y acto de ser; en cambio en la segunda hay
identidad entre la esencia y el acto de ser. Dios ‘es’ el Ser. En el hombre la distinción real supone un
planteamiento creacionista porque, al ser realmente distintos la esencia y el acto de ser, eso quiere
decir que éste lo ha recibido, que uno no ‘es’ el ser, sino que éste le ha sido dado por parte de Quien
le ha creado.
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La naturaleza humana, aún perfeccionada por los hábitos, se queda corta respecto de la
dimensión personal. La definición de la naturaleza humana es bastante acertada pero no suficiente,
pues no basta para entender al ser humano en su radicalidad más profunda; porque seres humanos
somos todos (todos tenemos cuerpo y alma), de modo que en eso somos iguales, uno es tan ser
humano como el que vive en Asia, en Europa o en África. Pero, somos personas distintas, somos un
quién personal.

No se trata sólo de la mera diferencia en los aspectos corpóreos. Evidentemente que cada uno
tenemos unos rasgos corpóreos bastante individuales. Pero, lo individual, está determinado por la
cantidad y ésta es una propiedad de la materia (materia signata quantitate). A la pregunta: ¿nos
diferenciamos por «estas carnes y en estos huesos»? la respuesta es que no sólo ni radicalmente,
pues es es demasiado poca distinción.

En el planteamiento de Aristóteles, entre los niveles del tener está el nivel superior que es el de
las tenencias éticas e intelectuales, que son superiores al nivel corpóreo y material. Este es el primer
nivel, pero por encima de él están otros niveles de posesión humana como son el cognoscitivo y el de
los hábitos.

Entonces podríamos decir: ¿nos diferenciamos en cuanto a nuestra posesión cognoscitiva?


Desde luego que unos conocen más y mejor que otros; sin embargo, lo propio de la persona humana
no se reduce a ese nivel. Pasando al otro nivel, ¿podría ser que nos diferenciáramos en cuanto a los
hábitos que poseamos? Hay quienes son ordenados y otros no lo son, unos son fuertes y otros
pusilánimes, etc. La posesión o no de virtudes nos hace diferentes, es más aquella es una diferencia
importante. Sin embargo, tampoco es la radical.

Sucede que tenemos algo que es más importante que ser físicamente de una manera u otra, que
poseamos más o menos bienes materiales y cognoscitivos, y que tengamos más o menos
perfeccionada la propia naturaleza. Podemos ir más allá del nivel natural y esencial, y descubrir que
la intimidad, el ser personal, es un acto por el cual cada ser humano es constituido como un quién.
Este acto es creado, no sólo porque –según los argumentos clásicos– nadie puede darse a sí mismo
el ser (ya que ni él mismo es el ser ni lo tiene desde siempre), porque entonces desde siempre habría
existido, sino porque las personas somos términos de un acto de amor personal creador.

2. Los trascendentales personales

a) La coexistencia

Según Leonardo Polo, el acto de ser personal humano, que es radicalmente abierto a las
personas divinas y a las otras personas humanas, es co-existencia, es decir, una intimidad que es
apertura radical. Pero la riqueza de la persona es tanta que podemos descubrir unos radicales que se
convierten entre sí con el propio acto de ser personal. Es lo que veremos brevemente a continuación.

La persona humana no se auto-consuma en sí misma, sino que está abierta hacia fuera y hacia
dentro, pues coexiste con el ser del universo, con las demás personas y con Dios. Por este no
encerrarse en sí misma la persona supera la noción de sujeto tal como se ha concebido en la
modernidad. De esta manera se diferencia la noción de persona de la de sujeto en sentido
individualista. La persona humana no puede entenderse como un absoluto dinamismo humano, auto-
constituyente, íntimamente menesteroso.

En atención a ello, podemos ver que la expresión «el hombre es persona», equivale a «el hombre
depende de Dios». La pretensión de autonomía es como una manifestación de orfandad; es la
consideración del hombre como un ser que empieza desde sí y termina en sí mismo. Sin embargo, la
ruptura de la filiación cierra la radicalidad de su ser. Así, la unicidad personal, no es ninguna totalidad.
Por eso conviene decir que la persona humana concentra su unicidad en un depender radical.

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b) El conocer y el amar personales

Como se ha adelantado, Polo eleva la noción de intelecto agente de Aristóteles al nivel del ser
personal. Por ello la persona es un conocer radical, admirablemente abierta cognoscitivamente. Y junto
con ser un conocer radical la persona es amar, sujeto pero no como individuo, sino donante.
Ciertamente la persona debe acudir a su esencia para buscar el amor para poder amar, para
entregarse en las distintas circunstancias en las que se encuentre; pero a ello es movida de manera
radical, personalmente.

c) La libertad trascendental

¿Qué sería un conocer y un amar radicales, si no fueran libres? Por tanto la persona es libertad
trascendental. Esto que buscaban a tientas los modernos, y que muchas veces se reducía a pura
arbitrariedad, aquí queda elevada al carácter de persona y, como tal, la libertad con quien primero se
ejerce es respecto de Dios.

Podemos ver que nuestro ser se puede entender como intimidad, como persona, como co-
existencia, como conocer, como libertad y como amar radical. Cada uno de nosotros es un quien, es
una persona única, irrepetible e insustituible, en dependencia con Aquel Ser Supremo que le ha dado
el ser personalmente y se lo conserva.
d) El planteamiento creacionista

Como se puede apreciar, para entender adecuadamente la noción de persona se requiere de un


planteamiento creacionista; por esto Aristóteles no llegó a la noción de persona, porque fue un filósofo
que, aunque genial, no descubrió la noción de creación, ya que ésta se conoció con el advenimiento
del cristianismo.

Dentro del planteamiento creacionista, Dios es un ser personal que ha creado a las criaturas
humanas con un acto de ser muy personal. En su sentido estricto la noción de persona se aplica a un
sujeto cuyo ser está engarzado en el Amor y a El se ordena. Por ello puede decirse que lo propio de
ser persona es ser un sujeto donante, porque la persona sólo se entiende si se corresponde con otro
ser también personal.

Por tanto, los seres humanos tenemos una categoría personal, somos un «quién» que en toda
la riqueza de su ser personal se abre a otro u otros «quienes». De ahí que las personas no puedan
ser intercambiables como las cosas, y su dignidad las eleva por encima de la condición de mero objeto,
precisamente por la radicalidad de su ser personal.

Esta índole personal del ser humano es lo que hace obligado el respeto a la vida humana desde
el momento de la concepción. Desde ese instante somos el término de un querer divino, somos un
quién, personal, único, irrepetible e insustituible; no somos un objeto o una cosa cualquiera que puede
ser desechada al capricho de otro. Por ello también el derecho de la vida humana es el más
fundamental, porque sin él no se puede tener ninguno de los demás, y se le niega la posibilidad de
realizar una misión y de remitir el propio ser personal a las demás personas.

Un ámbito impregnado de nuestro ser personal es el de la familia y otro el del trabajo humano,
ya que en ellos es donde más se manifiesta nuestro ser personal. El hecho de trabajar es personal
porque supone aportar libre y generosamente lo mejor de uno mismo para contribuir al bien de los
demás, y al bien común de la sociedad.

En cuanto que la persona está abierta, es radicalmente libre y donal. En tanto que libertad, la
intimidad, la persona, es el núcleo del puro aportar. Por ello el trabajo está orientado a perfeccionar el
universo y a contribuir al perfeccionamiento propio y de los demás, y no a que su beneficio sea sólo
para uno, como lo proponen algunas corrientes neoliberales. Por otra parte, el trabajo puede ser un
medio para ofrecer dones a Dios.

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También por esto el ámbito familiar y laboral tienen que tener las condiciones que le permitan al
ser humano perfeccionarse, y perfeccionar al mundo y a los demás. Cuando no se tienen en cuenta ni
a la persona ni a los fines del trabajo, cuando se esclaviza a las personas, cuando se sofoca sus
capacidades o se impide su desarrollo, se está atentando contra su dignidad personal. La persona
humana no es una cosa u objeto cualquiera que se ponga para el uso o los intereses egoístas de otro
u otros; usarla es inmoral.

Hoy cabe el peligro de la esclavitud universal, el sometimiento de algunas personas a la condición


de simples medios, sacrificados en aras del poder económico, político, etc. Inclusive la técnica que es
producto del hombre pareciera que se nos va de las manos y que podría dar lugar a que el hombre se
vea sometido por sus propios artefactos, en lugar de ponerlos al servicio del despliegue de su ser
personal, usándolos como medios que contribuyan al perfeccionamiento del hombre.

e) El destino humano

Una vez entrevista nuestra realidad personal, podemos plantearnos nuestro destino último. Nos
queda ser consecuentes con nuestra realidad personal y vivir en términos de donación. Esa donación
debe tratar de obtener de la esencia humana los dones que va a ofrecer, es decir que tenemos un
trabajo de perfeccionamiento de nuestra propia naturaleza para hacer más real nuestra entrega como
personas humanas, tanto a las personas humanas como a las divinas.
La manera de perfeccionar la naturaleza ya hemos dicho que se lleva a cabo a base de
adquisición de hábitos perfectivos o virtudes. Así es como se hace posible nuestro crecimiento. Como
decíamos al comienzo, los seres humanos somos realidades «vivas»; desde esta perspectiva sólo
tenemos una exigencia básica: crecer. De lo contrario, se muere, pero esto último no es propiamente
lo que corresponde a un ser vivo. Podemos decir «stop» a proyectos personales, porque no es el
momento, no se dan las circunstancias o no se tienen los medios, pero a nuestra propia vida no le
podemos poner un «stop», ya que sería el cierre de todas las posibilidades.

La vida sigue su curso y en ella podemos crecer o no, pero si no crecemos nos estamos cerrando
todas las posibilidades, ya que cuando se ejercita una virtud, ese acto ha dejado «mejorado» y mejor
dispuesta a la facultad para realizar el siguiente, y si allí se prosigue, queda abierto el camino para el
siguiente que será mejor que el anterior. En definitiva, el crecimiento propiamente humano es
irrestricto.

Evidentemente que en el ejercicio de la virtud se cuenta con retrocesos, pero lo importante es no


quedarse ahí, sino aprender de la experiencia y reunir nuevamente todas las facultades para volver a
emprender el camino por el cual cada día es una nueva ocasión de crecimiento. Vivir es crecer,
optimarse, perfeccionarse. Sólo entonces se pueden lograr los fines más altos y ser realmente
personas, sujetos donantes.
Como vimos, el aporte de los modernos lo constituye precisamente la noción de sujeto, como lo
más relevante. En este sentido se puede decir que con la noción de sujeto se ‘barrunta’ la noción de
persona. Para los modernos el hombre no es una parte de los vivientes sin más, sino que se destaca
suficientemente. Sin embargo, por poner demasiado el acento en la grandeza del ser humano, lo
desvinculan de toda posible dependencia divina. Pero esto ha traído muchas desgracias, no sólo a
quien se considera individualista, sino también a su entorno social familiar, laboral, etc.

Al negar toda radicalidad trascendente, el hombre moderno desvincula su libertad personal


respecto de las otras personas humanas y divinas. Con lo cual las consecuencias más inmediatas
pasan por la soledad del hombre moderno (el superhombre de Nietzsche considera que cada uno es
frío respecto de otro, como un Sol respecto de otro).

En esas condiciones la voluntad se curva hacia sí misma o se lanza al ataque del pragmatismo,
es decir, que se dedica a la acción desaforadamente, a la espera de que a través de la propia acción
uno se encuentre a sí mismo, ejercitando una libertad indeterminada desde el arranque y desvinculada

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con todo fin último. Pero ésta cae en el sin sentido, en el absurdo total, lo cual es una gran desgracia
para el ser humano.

Sin embargo, si se es consecuente con la prevalencia que se otorga al sujeto humano, se podría
descubrir en la noción de sujeto la de persona humana como sujeto donante o aportante, lo que llevaría
a emplear la libertad personal enteramente, ya que se destinaría a las personas divinas, y por ellas y
con ellas, a las humanas, es decir que redescubriría el sentido y la misión de su ser personal.

3. Amor de persona y amor de cosa

Se añade este epígrafe para ayudar a esclarecer el amor humano, basándonos en el


planteamiento tomista. Como actualmente estamos a vueltas de muchas palabras, es conocida la
degradación que ha sufrido la palabra amor, de manera que se llegan a denominar así incluso formas
aberrantes o contrarias al amor verdadero. Es necesario aclararse y, para ello, vamos a distinguir entre
amor de persona y el amor de cosa que es el que sólo tiende a usar egoístamente de la otra persona
como objeto de placer.

Como ya vimos en la síntesis del Tratado de las pasiones de Tomás de Aquino, el amor sensible
es la primera de las pasiones ya que es la complacencia en el bien sensible. En el ser humano y
atendiendo al amor en ese nivel, tal amor está llamado a traspasar su aspecto sensible y a involucrar
las dimensiones espirituales del hombre: inteligencia y voluntad. En el amor, el sujeto se hace
semejante al objeto amado, ya que el amor es causado por el bien, el conocimiento y la semejanza.

Además, el amor más proporcionado a la persona humana no es tanto el sensible, ni siquiera el


volitivo, sino el personal, el que se da a otras personas, ya que el objeto de amor tiene que ser
apropiado a su nivel. Si uno deseara o se complaciera sólo con la posesión de objetos de poca entidad,
o aspectos meramente sensibles o materiales, desciende de nivel, al hacerse aquellas cosas que ama.

a) Deseo, amistad y amor personal

En primer lugar, es importante distinguir el amor de deseo, que tiene su sede en el apetito
concupiscible, del amor de amistad, que la tiene en la voluntad. El primero es amor de cosa, el segundo
es propiamente el querer humano. En el primero el hombre busca al otro, pero en cuanto medio para
la satisfacción de sí; en cambio, en el amor de amistad se busca el bien del otro, del amigo, por él
mismo.

San Agustín afirma: «Bien dijo alguien de su amigo: la mitad de mi alma». En cambio, el amor
sólo de deseo o concupiscible es egoísta, se acaba con la satisfacción del deseo, es sólo sensible y,
por tanto, es pasajero como pasajeros son los sentimientos; tiene corta duración, es transeúnte no
permanente. El amor de amistad no se da transitoria y superficialmente.

Por su parte, el amor personal tiene su sede en la intimidad personal y queda referido a la
intimidad de las personas; tiene como efectos la unión y la mutua inhesión de modo más permanente
que en el amor sensible y que el amor de amistad. Es una unión no superficial sino muy profunda,
radical.

La mutua inhesión del amor personal es profunda e íntima. Se da manifiesta por la razón y la
voluntad, y aunque conlleve la afectividad no siempre requiere necesariamente la presencia de los
sentimientos y deseos. Más que una posesión o un tener, es el ser mismo del amante que se une al
del amado. El amante está en el amado profundamente.

En el amor personal predomina la otra persona; por ello es que uno de sus efectos es el celo,
por el cual el que ama no soporta nada que dañe a la persona amada; de manera que ahí los celos no
surgen ante un temor por la pérdida de aquel bien para el propio sujeto, sino lo que se cuida es que
no se le acerque nada que pueda dañarlo, pero por el bien de la persona amada. En este plano, la
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tristeza surge por la pérdida de bondad en el otro o en la mutilación de su integridad; al dañarse el
otro, queda uno también dañado, pero los celos no son por la pérdida, ya que no se quiere al amigo
porque le satisfaga nada, sino que son por su bien, por él mismo.

b) Notas del amor personal

Se podría decir que el amor humano sólo es verdadero cuando es realmente personal; para ello
debe poseer básicamente estas dos características: ser inteligente y radicalmente donante o generoso:

1) Es extraordinariamente lúcido: No es verdad que el amor auténticamente humano o personal


lleve una venda en los ojos; es exactamente al contrario. Lo característico de toda persona humana
es su capacidad cognocitiva con la cual tiene que orientar su amor. Precisamente porque en el amor
humano se busca el bien del amado y no el propio, se precisa de un gran ejercicio noético personal,
no sólo para no hacerle daño (lo cual supone vigilancia, porque el hombre de entrada no es justo y
puede buscar sin darse cuenta el bien propio en lugar del ajeno); sino especialmente porque gran parte
de la tarea de la propia vida involucra al amado considerado como tarea también, en el sentido de que
uno es responsable no sólo de no hacerle mal, sino fundamentalmente de hacerle feliz, ayudándole a
crecer según la persona que es y está llamada a ser. Por esto se entiende que es necesario el
intercambio de bienes y el esfuerzo por acrecentar los bienes en uno mismo, porque nadie da lo que
no tiene, y si uno no tiene bienes (especialmente virtudes), entonces ¿qué podrá darle al otro?, le dará
males, tristezas, etc.

La búsqueda del bien del otro, el tratar de ayudarle a crecer, a perfeccionarse, es lo que hace
que quien ama al amado se vea muchas veces en «quebraderos de cabeza», pensando qué es lo
mejor para él, y a ponerlo por obra, aunque eso suponga grandes esfuerzos, renuncias o sacrificios
de los egoísmos del propio yo. Sin embargo, esta tarea no es triste, sino extraordinariamente alegre.
Esa entrega personal o íntima conforma un hábito en la voluntad, una virtud: la amistad.

Si se procede de modo racional, controlando los impulsos, la voluntad se fija cada vez en el bien
del otro y cuando eso hace posible unas manifestaciones del amor, éstas son acompañadas de unos
sentimientos de elevada calidad. Así es posible ver que si se cuida el amor se va constatando que
cada vez el otro es un bien mayor en sí mismo. Los más elevados sentimientos surgen en esa línea:
la ternura exquisita, el respeto, la misericordia, la admiración, etc.

Si el amor humano degenera y no es lúcido sino irracional, no sólo se corre el riesgo de estropear
al otro, de obstaculizar su camino hacia su plenitud, sino que se hace también poco intenso, ya que
no ha requerido más que dejarse llevar. Un filósofo moderno, Hegel, afirmaba que la pasión más fuerte
era la pasión fría, porque está sostenida por la inteligencia. Se entiende que sea así, ¿por qué iba uno
a tener que renunciar a su inteligencia, para que la pasión sea más intensa? Es al contrario, las
pasiones rectamente dirigidas se hacen más intensas, están potenciadas por los actos de nivel
espiritual.
Por lo demás, el sujeto que en vez de dirigir o dominar su impulso, se deja llevar por él, centra la
acción en sí mismo y se hace un centro necesitante que requiere del otro, simplemente como un
remedio a su necesidad afectiva, y si es un centro insaciable, nunca considerará lo recibido como
suficiente.

2) Conlleva una donación personal. La persona propiamente no es un ser necesitante; es un


sujeto donante, que se entrega, y no un centro que exija ser satisfecho por la otra persona. Es posible
que el amor humano tenga un aspecto necesitante, pero no en el sentido de llenar un vacío, porque la
persona supone plenitud, y lo más alto en ella es aceptar, y en consecuencia, dar, en el sentido de
darse; por eso tiene que estar dispuesta a seguir dando, aunque no reciba, siempre y cuando sea lo
mejor para el otro.
Al contrario, en el amor de concupiscencia, el ser humano sólo se queda en el amor sensible, y
se ve al otro como un medio para satisfacer un deseo, una necesidad y nada más; con ello se atenta
contra la dignidad de la persona humana, ya que ella es fin y no medio. Las que son medios y sólo
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deben considerarse así, en la medida de su utilidad, son las cosas, pero las personas no, porque no
son cosas que se puedan usar y tirar cuando ya no se necesiten. Con las personas se pueden
establecer relaciones de mucha mayor riqueza que las del uso, ya que precisamente no son cosas, y
tratarlas como tales es una injusticia, pues equivale a no darles lo que les corresponde. Por esto es
una exigencia ética tratar a las personas no como medios, como cosas. Ya se ha indicado que usar a
las personas, tratarlas como cosas, es siempre inmoral.

El amor de persona supone vivir la vida no en soledad sino en compañía. Lo más opuesto al ser
personal es el individuo en soledad. No existe persona sola, sino que es radicalmente relacional,
especialmente en el plano personal. En el amor humano personal no se vive ya para uno mismo sino
que la alteridad está signando la propia vida. La presencia del otro o de los otros es indiscutida, y
entonces todo el despliegue de la vida es en compañía, junto al otro(s), procurando darse cada vez
más, tratando de que el otro(s) tenga(n) más lugar dentro de uno hasta el punto de perder de vista lo
que egoístamente se pueda considerar como propio, lo cual aparece en todo caso en plural, en el
nosotros.

El amor humano no sólo se refiere a los amigos, sino que tiene diferentes modalidades, amor
filial, maternal, fraterno, conyugal, etc.; y, sin embargo, en todos deben manifestarse las características
del amor personal: lúcido y donante, lo cual supone generosidad, desinterés y unos hábitos operativos
buenos que sostengan el amor, que son unos bienes que constituyen una garantía, un soporte de su
permanencia.

El amor de amistad precisa del ejercicio de las virtudes, las cuales no se improvisan, sino que
conllevan esfuerzo, porque el amor verdadero es algo arduo, no fácil, exigente. Sólo es verdadero
amor aquel que lleva a mejorarse mutuamente, si esto no sucede es un espejismo, un amor de cosa
o concupiscible, un simple amorío. El amor de persona es difícil de realizar, por lo cual tienen que tener
hábitos operativos buenos para poder ejercitarse en el bien, y así poder amar con la nobleza, la
entereza y la generosidad que exige todo amor humano auténtico.

En el nivel del amor personal radica el tema de la felicidad humana, por lo que importa mucho
entenderlo bien y esforzarse por hacerlo realidad en la propia vida. El mayor fracaso de un ser humano
es el de no alcanzarlo, porque el mayor problema que tiene un ser humano es el de cómo ser feliz. En
definitiva, toda persona humana se explica por amor y al amor se ordena, y para que sea feliz, debe
tratar de alcanzarlo. Ya desde los inicios, un ser humano tiene dificultades en su desarrollo si no es
acogido y querido como persona por el amor de sus padres.

Josef Pieper ha señalado que la expresión propia del amor es: «¡qué bueno que tú existas!». El
amor supone la aceptación, ya que confirma en el ser a todo ser humano, el cual precisa de que su
existencia no sea indiferente para nadie, sino que signifique algo para alguien. Un ser humano sin
amor no se entiende, lo requiere desde el nacimiento hasta el mismo momento de la muerte.
Al ser humano le es revelado su ser a través del amor, por ello somos personas, un quién, único,
insustituible. Si no fuéramos nadie, si fuéramos ninguno para el resto de los seres humanos, nuestro
ser se vería negado radicalmente. En último término, nuestro ser es confirmado por Dios. Si somos
alguien para Dios, si El nos ha amado primero, si El «ha muerto por mí», ese “mí” está ratificado de
modo radical.

AUTORA: DRA GENARA CASTILLO

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