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Música para las nubes

Había una vez un pequeñísimo país castigado por una larga


sequía. Llevaba tanto tiempo sin llover que la gente comenzaba
a pasar hambre por culpa de las malas cosechas.
Coincidió que en esos mismos días un grupo de músicos cruzaba
el lugar tratando de conseguir unas monedas como pago por sus
conciertos. Pero con tantos problemas, nadie tenía ganas de
música.

- Pero si la música puede ayudar a superar cualquier problema -


protestaron los músicos, sin conseguir ni un poquito de atención.

Así que los artistas trataron de descubrir la causa de que no lloviera. Era algo muy extraño, pues el cielo
se veía cubierto de nubes, pero nadie supo responderles. “Lleva así muchos meses, pero ni una sola gota
han dejado caer las nubes”, les dijeron.

- No os preocupéis, nosotros traeremos la lluvia a esta tierra - respondieron, e inmediatamente


comenzaron a preparar su concierto en la cumbre de la montaña más alta.

Todos los que lo oyeron subieron a la montaña, presa de la curiosidad. Y en cuanto el director de aquella
extraña orquesta dio la orden, los músicos empezaron a tocar.

De sus instrumentos salían pequeñas y juguetonas notas musicales, que subían y subían hacia las nubes.
Era una música tan saltarina, alegre y divertida, que las simpáticas notas comenzaron a juguetear con las
suaves y esponjosas barrigotas de las nubes, y tanto las recorrieron por arriba y por abajo, por aquí y por
allá, que se formó un gran remolino de cosquillas, y al poco las gigantescas nubes estaban riendo por
medio de grandes truenos.

Los músicos siguieron tocando animadamente y unos minutos más tarde las nubes, llorando de pura risa,
dejaron caer su preciosa lluvia sobre el pequeño país, con gran alegría para todos.
Y en recuerdo de aquella lluvia musical, cada habitante aprendió a tocar un instrumento y, por turnos,
suben todos los días a la montaña para alegrar a las nubes con sus bellas canciones.

Autor: Pedro Pablo Sacristán


El flautista de Hamelin
Érase una vez a la orilla de un gran río en el Norte de
Alemania una ciudad llamada Hamelin. Sus
ciudadanos eran gente honesta que vivía felízmente
en sus casas de piedra gris. Los años pasaron, y la
ciudad se hizo rica y próspera.

Hasta que un día, sucedió algo insólito que perturbó


su paz.

Hamelin siempre había tenido ratas, y bastantes, pero


nunca habían sido un peligro, pues los gatos las
mantenían a rayo de la manera habitual: cazándolas.
Pero de pronto, las ratas comenzaron a multiplicarse.

Con el tiempo, una gran marea de ratas cubría la ciudad. Primero atacaron las tiendas y graneros, y
cuando no les quedó nada, fueron por madera, ropa o cualquier cosa. Lo único que no comían era el
metal. Los aterrados ciudadanos se manifestaron ante el ayuntamiento para que los librara de la plaga de
ratas, pero el consejo ya llevaba tiempo reunido tratando de pensar un plan.

- Necesitaríamos un ejército de gatos.

Pero los gatos ya estaban muertos.

- Deberíamos matarlas con comida envenenada.

Pero apenas les quedaba comida, y el ni siquiera el veneno era capaz de detenerlas.

- Necesitamos ayuda- dijo el alcalde abatido.

En ese preciso instante, mientras los ciudadanos se agolpaban afuera, llamaron fuertemente a la puerta.
¿Quién podría ser? se preguntaban preocupados los miembros del consejo, temerosos de las iras de la
gente. Abrieron la puerta con precaución y, ante su sorpresa, apareció ante ellos un hombre alto, vestido
con ropas de brillantes colores, con una larga pluma en su sombrero y una larga flauta dorada.

- He librado ciudades de escarabajos y murciélagos - dijo el extraño- y por mil florines, también les libraré
de las ratas.
- ¡Mil florines!- exclamó el alcande- ¡Le daríamos cincuenta mil si lo hiciera!

El extraño salió entonces diciendo:

- Ahora es tarde, pero mañana al amanecer no quedará ni una rata en Hamelin

Todavía no había salido es sol cuando el sonido de una flauta se escuchó a través de las calles de
Hamelin. El flautista fue pasando lentamente por entre las casas, y todas las ratas le seguían. Salían de
todas partes: de las puertas, de las ventanas, de las cañerías, todas detrás del flautista. Mientras tocaba,
el extranjero bajó hacia el río y lo cruzó. Tras él, las ratas seguían sus pasos, y todas y cada una de ellas
se ahogaron y fueron arrastradas por la corriente.

Al mediodía, no quedaba ni una sola rata en la ciudad. Todos en el consejo estaban encantados, hasta
que el flautista acudió a reclamar su pago.

- ¿Cincuenta mil florines?- exclamaron - ¡Jamás!


- ¡Que sean mil al menos! - gritó furioso el flautista. Pero el alcalde respondió:
- Ahora todas las ratas están muertas y no volverán. Así que confórmate con cincuenta florines, sin es que
no quieres quedarte sin nada.
Con los ojos encendidos de ira, el flautista señaló con su dedo al alcalde:

- Te arrepentirás amargamente de haber roto tu promesa

Y desapareció.

Una sombra de miedo envolvió a los consejeros, pero el alcalde se encogió de hombros y dijo
emocionado:

- ¡Qué diablos! Acabamos de ahorrarnos cincuenta mil florines.

Aquella noche, liberados de la pesadilla de las ratas, los habitantes de Hamelin durmieron más
profundamente que nunca. Y cuando el extraño sonido de una flauta flotó por las calles al amanecer, solo
los niños lo escucharon. Como atraídos de un modo mágico, los niños salían de sus casas. Y de la misma
forma que había ocurrido el día anterior, el flautista recorrió tranquilamente las calles, reuniendo a todos
los niños, que le seguían dócilmente al son de la extraña música.

Pronto la larga hilera dejó la ciudad y se encaminó al bosque, y tras cruzarlo alcanzó la falda de una gran
montaña. Cuando el flautista alcanzó la roca, tocó su instrumento con más fuerza, y en la montaña se
abrió una gran puerta que daba acceso a una cueva. Los niños entraron tras el flautista, y cuando el
último de ellos se adentró en la oscuridad, la entrada se cerró.

Un gran movimiento de tierras cerró la entrada de la cueva para siempre, y solo un pequeño niño cojo
pudo escapar de la tragedia. Fue el quien contó a los angustiados habitantes de Hamelin, que buscaban
sus niños desesperadamente, lo que había ocurrido. Y de nada sirvieron todos sus esfuerzos: la montaña
nunca devolvió a sus víctimas.

Muchos años tuvieron que pasar hasta que las alegres voces de los niños volvieron a resonar en las calles
de Hamelin, pero el recuerdo de la aquella terrible lección permaneció para siempre en los corazones de
todos, y fue pasando de padres a hijos a través de los siglos.
El cantor de ópera
A la pequeña ciudad de Chiquitrán llegó un día en tren llevando una gran maleta
un tipo curioso. Se llamaba Matito, y tenía una pinta totalmente corriente; lo
que le hacía especial es que todo lo que hablaba, lo hacía cantando ópera.
Daba igual que se tratara de responder a un breve saludo como "buenos días";
él se aclaraba la voz y respondía:

- Bueeeeenos diiiiiiias tenga usteeeeeeeed.

Y la verdad, a casi todo el mundo se le hacía bastante pesadito el tal Matito.


Nadie era capaz de sacarle una palabra normal, y como tampoco se sabía muy
bien cómo se ganaba la vida y vivía bastante humildemente, utilizando siempre su mismo traje viejos de
segunda mano, a menudo le trataban con desprecio, burlándose de sus cantares, llamándole "don nadie",
"pobretón" y "gandul".
Pasaron algunos años, hasta que un día llegó un rumor que se extendió como un reguero de pólvora por
toda la ciudad: Matito había conseguido un papel en una ópera importantísima de la capital, y todo se
llenó con carteles anunciando el evento. Nadie dejó de ver y escuchar la obra, que fue un gran éxito, y al
terminar, para sorpresa de todos en su ciudad, cuando fue entrevistado por los periodistas, Matito
respondió a sus preguntas muy cortésmente, con una clara y estupenda voz.

Desde aquel día, Matito dejó de cantar a todas horas, y ya sólo lo hacía durante sus actuaciones y giras
por el mundo. Algunos suponían por qué había cambiado, pero otros muchos aún no tenían ni idea y
seguían pensando que estaba algo loco. No lo hubieran hecho de haber visto que lo único que guardaba
en su gran maleta era una piedra con un mensaje tallado a mano que decía: "Practica, hijo, practica cada
segundo, que nunca se sabe cuándo tendrás tu oportunidad", y de haber sabido que pudo actuar en
aquella ópera sólo porque el director le oyó mientras compraba un vulgar periódico.

Autor: Pedro Pablo Sacristán


Música en el plato
Adina Grasina volvía locos a todos los doctores de la región. Su papá tenía
un tripón que le servía para abrir las puertas sin usar las manos, y su mamá
no era mucho más delgada, pero ella era una niña mucho más esbelta y
ágil. Desde siempre, Adina había sido muy rara para comer; según sus
padres casi nunca comía los estupendos guisos de su madre, ni probaba sus
fabulosas pizzas. Tampoco disfrutaba con su papá de las estupendas tartas
y helados que merendaban cada tarde, y cuando le preguntaban que por
qué comía tan mal, ella no sabía qué contestar; sólo sabía que prefería
otras cosas para comer. Así que todos se preguntaban a quién habría
salido...
Un día Adina acabó en manos de un doctor diferente. Aunque ya era algo mayor, tenía un aspecto
estupendo, distinto de todos aquellos doctores de grandes barrigas y andares fatigados. Cuando los padres
de Adina le contaron su problema con la comida, el doctor se mostró muy interesado y les llevó a una
oscura y silenciosa sala con una extraña máquina en el centro, con el aspecto de un altavoz antiguo.
- Ven, Adina, ponte esto- dijo mientras le colocaba un casco lleno de luces y botones sobre la cabeza,
conectado a la máquina por unos cables.
Cuando terminó de colocarle el casco, el doctor desapareció un momento y volvió con un plato de
pescado. Lo puso delante de la niña, y encendió la máquina.
Al instante, de su interior comenzó a surgir el agradable sonido de las olas del mar, con las relajantes
llamadas de delfines y ballenas... era una música encantadora, que escucharon durante algún tiempo, antes
de que el doctor volviera a salir para cambiar el pescado por un plato de fruta y verdura.
El susurro del mar dio paso a las hojas agitadas por el viento, el canto de los pájaros y las gotas de lluvia.
Cualquiera podría quedarse escuchando durante horas aquella naturaleza campestre, pero el doctor volvió
a cambiar el contenido del plato, poniendo algo de carne.
El sonido de la máquina pasó a ser algo más vivo, lleno de los animales de las granjas, del campo y las
praderas. No era tan bello y relajante como los anteriores, pero resultaba nostálgico y agradable.
Sin tiempo para acostumbrarse, el doctor volvió con una estupenda y olorosa pizza, que hizo agua las
bocas de los papás de Adina. Pero entonces la máquina pareció romperse, y en lugar de algún bello
sonido, sólo emitía un molesto ruido, como de máquinas y acero. "No se ha roto, es así", se apresuró a
tranquilizar el médico.
Sin embargo, el ruido era tan molesto que pidieron al doctor más cambios. Sucesivamente, el doctor
apareció con helados, bombones, hamburguesas, golosinas... pero todos ellos generaron ruidos y sonidos
igual de molestos y amontonados. Tanto, que los papás de Adina pidieron al doctor que volviera con el
plato de la fruta.
- Ésa es la NO enfermedad de Adina- dijo al ver que comenzaban a comprender lo que ocurría-. Ella tiene
el don de interpretar la música de los alimentos, la de donde nacieron y donde se crearon. Es normal que
sólo quiera comer aquello cuya música es más bella. Y por eso está tan estupenda, sana y ágil.
Entonces el doctor les contó la historia de aquella maravillosa máquina, que inventó primero para él
mismo. Pero lo que más impresionó a los señores Grasina cuando probaron el invento, era que ellos
mismos también escuchaban la música, sólo que mucho más bajito.
Y así, salieron de allí dispuestos a prestar atención en su interior más profundo a la música de los
alimentos, y desde aquel día en casa de los Grasina las pizzas, hamburguesas, dulces y helados dieron
paso a la fruta, las verduras y el pescado. Ahora todos tienen un aspecto estupendo, y si te encuentras con
ellos, te harán su famosa pregunta:
¿A qué sonaba lo que has comido hoy?

Autor: Pedro Pablo Sacristán


Platillos en el espacio
Tere Timbalitos era una niña alegre y artista con un gran sueño: llegar a
tocar la batería en un grupo musical. Pero para conseguirlo había un gran
obstáculo: Tere tenía que practicar mucho para hacerlo bien, pero justo al
lado de su casa vivían un montón de ancianitos, muchos de ellos
enfermos, en una residencia; y sabía que el ruido de tambores, bombos y
platillos podía molestarles muchísimo. Tere era una niña muy buena y
respetuosa, y buscaba constantemente la forma de practicar sin molestar
a los demás. Así, había intentado tocar en sitios tan raros como un sótano
enterrado, una cocina, un desván, o incluso una ducha, pero no había forma, siempre había alguien que
se sentía verdaderamente molesto; así que, decidida a ensayar mucho, Tere pasaba la mayor parte del
tiempo tocando sobre libros y cajas, y buscando nuevos sitios donde practicar.
Un día, mientras veía un documental de ciencias en la televisión, escuchó que en el espacio, como no
había aire, el ruido no se podía transmitir, y decidió convertirse en una especie de astronauta musical. Con
la ayuda de muchos libros, mucho tiempo, y mucho trabajo, se construyó una burbuja espacial: era una
gran esfera de cristal, en la que una máquina sacaba el aire para hacer el vacío, y en la que sólo estaban
su batería y una silla. Tere se vestía con un traje de astronauta que se había fabricado, se metía en la
burbuja, pulsaba el de la máquina para sacar el aire, y... ¡se ponía a tocar la batería como una loca!
En muy poco tiempo, Tere Timbalitos, "la astronauta musical", se hizo muy famosa. Acudía tanta gente a
verla tocar en su burbuja espacial, que tuvo que poner unos pequeños altavoces para que pudieran
escucharla, y poco despúes trasladó su burbuja y comenzó a dar conciertos. Llegó a ser tanta su fama,
que desde el gobierno le propusieron formar parte de un viaje único al espacio, y así se convirtió de veras
en la auténtica astronauta musical, superando de largo aquel sueño inicial de tocar en un grupo.
Y cuando años después le preguntaban cómo había conseguido todo aquello, se quedaba un rato
pensando y decía:

-Si no me hubieran importado tanto aquellos ancianitos, si no hubiera seguido buscando una solución,
nada de esto habría ocurrido.

Autor: Pedro Pablo Sacristán


La deliciosa música del arpa
Un rey adoraba tanto la música que buscó por todo el mundo el
mejor instrumento que hubiera, hasta que un mago le entregó
un arpa. La llevó a palacio, pero cuando tocó el músico real,
estaba desafinada; muchos otros músicos probaron y
coincidieron en que no servía para nada y había sido un engaño,
así que se deshicieron del arpa tirándolo a la basura. Una niña
muy pobre encontró el arpa, y aunque no sabía tocar, decidió
intentarlo. Tocaba y tocaba durante todo el día, durante meses y
años, siempre desafinando, pero haciéndolo mejor cada vez.
Hasta que un día, de repente, el arpa comenzó a entonar las melodías más maravillosas,
pues era un arpa mágica que sólo estaba dispuesta a tocar para quien de verdad pusiera
interés y esfuerzo. El rey llegó a escuchar la música, y mandó llamar a la niña; cuando
vio el arpa, se llenó de alegría, y en aquel momento nombró a la niña como su músico
particular, llenando de riquezas a ella y a su familia.

Autor: Pedro Pablo Sacristán


Los músicos de Bremen
Había una vez un burro que trabajaba en una
granja.
Cuando el burro se hizo viejo, su amo decidió
llevarlo al matadero. Pero el burro descubrió sus
planes y escapó de la granja.
-¡Qué injusticia! He gastado toda mi vida y mis
fuerzas al servicio del amo... ¡y mira cómo me lo
agradece! -murmuraba el burro.
Entonces, pensó ir a la ciudad de Bremen para hacerse músico de la banda municipal.
Por el camino encontró a un perro de caza y le preguntó:
-Amigo, ¿por qué corres con la lengua fuera?
-Porque soy viejo y mi amo quiere matarme...
El burro escuchó todas las desgracias del perro y dijo:
-Compañero, vente conmigo a Bremen y nos haremos músicos de la banda municipal.
Yo tocaré la guitarra y tú el tambor.
Al cabo de un rato, el burro y el perro se encontraron con un gato.
-Compañero, ¿por qué estás triste? -le preguntaron.
-Como ya soy viejo, mi ama quería ahogarme. Por eso he escapado y ahora no sé
cómo voy a ganarme la vida...
-No te preocupes -le dijeron-; tu historia es igual que la nuestra. Ven con nosotros,
nos haremos músicos.
Un poco más adelante, el burro, el perro y el gato oyeron a un gallo que cantaba,
parecía que se iba a romper la garganta.
El gallo les dijo:
-¡Qué injusticia! Toda la vida he trabajado de despertador y mañana piensan echarme
a la sopa... Ahora, canto hasta desgañitarme mientras puedo.
Entonces, el burro le dijo:
-¿No tienes cerebro debajo de esa cresta? Vente con nosotros a Bremen. Vamos a ser
músicos de la banda municipal.
Pero la ciudad de Bremen estaba lejos y la noche se les echó encima a medio camino.
Los cuatro músicos decidieron pasar la noche junto a un árbol grueso.
El burro y el perro se quedaron bajo el árbol, el gato trepó a una rama y el gallo se
encaramó a la rama más alta.
Desde aquella altura, el gallo gritó:
-¡Se ve una luz a lo lejos...!
-Vamos allá, compañeros -dijo el burro-; seguro que es mejor posada que ésta.
Cuando llegaron a la casa, el burro se asomó a una ventana y dijo:
-Hay un grupo de bandidos sentados a la mesa. Tienen preparada una cena fastuosa.
Los animales, después de alguna discusión, prepararon un plan para echar a los
bandidos.
El burro apoyó las patas delanteras en la ventana; el perro se puso encima del burro;
el gato se encaramó sobre el perro y el gallo, sobre la cabeza del gato, formando una
figura fantasmagórica.
A una señal, todos comenzaron su música: el burro rebuznaba, el perro ladraba, el
gato maullaba y el gallo cantaba. Y, a una señal, todos se echaron sobre la ventana. El
cristal se rompió en mil pedazos y los bandidos gritaron asustados:
-¡Fantasmas! ¡La casa está embrujada!
Y todos huyeron aterrorizados al bosque.
Entonces, los cuatro músicos de Bremen se sentaron a la mesa y dieron buena cuenta
de todos los alimentos. Cuando terminaron de cenar, apagaron la luz y se acostaron.
Cuando los bandidos se tranquilizaron, el capitán mandó a uno que fuera a la casa
para espiar.
El bandido entró sin hacer ruido; al fondo de la habitación brillaban los ojos del gato.
El bandido pensó que era fuego y acercó una cerilla para encender una vela.
Entonces, el gato se lanzó sobre él y le arañó la cara; en su huida tropezó con el perro
y éste le mordió en una pierna; finalmente, el burro le atizó una patada tremenda.
Cuando escapaba aterrorizado oyó cantar al gallo:
-¡Quiquiriquí!
El ladrón volvió junto a sus compañeros y les dijo:
-En la casa hay una bruja horrible. Nada más entrar me arañó la cara. Luego, me
agarró la pierna con unas tenazas y un monstruo negro y peludo me golpeó con una
porra. Cuando escapaba, un fantasma gritó: « ¡Traédmelo aquí!»
A partir de aquel día, los bandidos no se atrevieron a volver a la casa y los cuatro
músicos de Bremen se quedaron en ella para siempre.
“La pequeña orquesta”
Había una vez tres instrumentos musicales que no
se llevaban nada bien. La flauta, la guitarra y el
tambor siempre estaban discutiendo por ver quién
era el mejor: La flauta decía que su sonido era el
más dulce de todos. La guitarra decía que ella era
la que hacía mejores melodías. Y el tambor decía
que él llevaba el ritmo mejor que nadie.
Todos se creían los mejores y despreciaban a los otros. Por eso, cada uno se iba a tocar a
una parte distinta de la habitación donde vivían. Pero el sonido del tambor molestaba a
la flauta, la flauta molestaba a la guitarra y la guitarra molestaba al tambor.
Allí no había quien pudiera tocar tranquilo. En lugar de hacer música hacían ruido. Y si
alguien se paraba a escucharles, pronto sentía un fuerte dolor de cabeza. Siempre pasaba
lo mismo.
Hasta que un día llegó una batuta a vivir con ellos. Al ver lo que ocurría, les dijo que
ella podría ayudarles si querían. Pero los tres instrumentos estaban convencidos de que
nadie podía ayudarles. La mejor solución era separarse y que cada uno se marchara a
vivir a otra parte. Así podrían tocar a gusto, sin tener que soportar lo mal que tocaban
los demás.
La batuta les propuso intentar hacer una cosa: tocar juntos una misma canción. Ella les
ayudaría a hacerlo. Al principio no estaban muy convencidos; pero al final, aceptaron.
Les dijo lo que tenía que tocar cada uno y, después de un breve ensayo, comenzó a
sonar la canción.
Los tres instrumentos miraban fijamente a la batuta, que les indicaba a cada momento
cómo y cuándo tenían que tocar. La canción iba sonando muy bien. La flauta, la guitarra
y el tambor no salían de su asombro. Estaban tocando juntos una misma canción y les
estaba saliendo bien. Habían comenzado a hacer música.
Cuando acabaron de tocar, estaban tan contentos de cómo les había salido, que se
felicitaron. Era la primera vez que se ponían de acuerdo en algo. Le pidieron a la batuta
que les hiciera tocar otra vez la misma canción. La estuvieron tocando todo el día
cientos de veces. Todo el que pasaba por allí, al escucharles, se quedaba admirado de lo
bien que tocaban.
Al unirse y poner en común lo mejor de cada uno, habían conseguido formar una
pequeña orquesta. Desde entonces, se dedicaron a dar conciertos por todas partes y se
hicieron famosos por lo bien que tocaban juntos.
La orquesta fantástica
Estaba cansada y, sin ganas de levantarme, me dejaba estar
en la modorra mañanera. El repiquetear de un tambor
me alertó. Agitada por el escandaloso ruido corrí a la
ventana. Del bosque de araucarias venían ellos,
riendo y jugando: Lucio, el venado, con el tambor;
Samuel, el alegre perro vagabundo con el violín; la
pequeña Lauchín con los palitos; el burro viejo
resoplando el trombón; el astuto zorro, la trompeta. Se
dirigían al pueblo tocando con inusual maestría:
entonaban la Novena Sinfonía de Beethoven. Los
pájaros quedaron asombrados; los patos de la laguna
grande, paralizados; mientras el cerdo con gesto remolón les echaba una ojeada.

Contentos y felices, felices y contentos marchaban a la fiesta del pueblo.


Repentinamente, el celoso puma con un puntero gigante los detuvo:
-¡Alto! ¡Ruidosos salvajes!, alteran el orden con semejante batahola. ¿A dónde creen
que van?
El venado, director de la orquesta, con sus siete cuernos rojos lo paró en seco:
-¡Un momento, maese puma! ¿Cómo se le ocurre interrumpir la fantástica melodía del
Maestro Beethoven?
El puma, presa de ira y sorprendido ante la avalancha de miradas enojosas, rugió su
bronca mostrando afilados colmillos; levantó la pata delantera y pegó un zarpazo al aire.
La banda sin temor elevó el sonido de sus instrumentos. El puma desconcertado por
tamaña osadía mordió su tirria con tan mala suerte que se tragó los dientes. Humillado
por el dolor, advirtió la indiferente mirada de los ejecutantes.
-¡Vamos muchachos!, no perdamos más tiempo, la fiesta está empezando -animó el
venado.
Con la imponente Novena vibrando por entre el ramaje de los árboles, expandiéndose
por el bosque, los arroyos, las nubes y cascadas, abriéndose camino por las veredas del
pueblo, los músicos instaban a la gente a acompañarlos en la gloriosa algarabía.
Yo los vi desde mi ventana. Y también pude contemplar una estrella fugaz que, surcando
el cielo, enrulándose como un pentagrama, derramó una cola de chispas doradas para
anunciar la primavera.
La guitarra en el ropero
En un día brillante de primavera Santiago escuchaba una
musiquita que entraba por su ventana y le inundó la
habitación.
Se levantó contento, tratando de descubrir el origen de ese
sonido que alegró su despertar. Salió al parque y vio a su
vecino tocando la guitarra en el patio.
Federico se había comprado la guitarra después de ahorrar
durante unos meses la plata que ganaba cortando el pasto.
Algo había aprendido con una amigo que le enseño a
rasguear algunos temas que le gustaban y estaba
practicando ante la atenta mirada de su pequeño vecino
que lo miraba asombrado.
Sonrió, lo invitó a que se acerque y le preguntó si le
gustaba la guitarra nueva y Santi le dijo que si con la
cabeza. Después de escuchar cien veces las mismas tres canciones que Fede sabía tocar
pensó que era un genio con la viola y volvió corriendo a su casa con la idea de convertirse
en guitarrista.
El papá de Santiago se propuso desempolvar una vieja guitarra criolla que tenía
arrumbada en el ropero para que su hijo se saque el gusto de tocar un instrumento y una
vez que se la mostró lustradita intentó afinarla para dársela.
Luego de ajustar y desajustar se dio cuenta que era imposible luchar con cuerdas que no
podían encontrar las notas que tenían que dar, por estar muy gastadas. De todas formas
le dio la guitarra a Santi para que la disfrute.
Santi se tiró encima de la guitarra y la revisó y la recorrió y le sacó ruidos por donde
pudo. Durante horas estuvo intentando hacer una de las canciones que había escuchado
pero le fue imposible. Intentó, intentó, intentó y siguió intentando y nada. Se desanimó y
pensó que nunca iba a poder tocar la guitarra como Fede.
El papá lo descubrió medio tristón y le explicó que lleva tiempo tocar bien la guitarra,
que es necesario practicar y esforzarse para poder hacer cualquier cosa, como tocar la
guitarra, jugar a la pelota o dibujar.
Así, juntos se propusieron encontrar a un profesor que le enseñe a tocar la guitarra al
más pequeño de la familia y por qué no al más grande también.
El Piano
Había una vez, en un país muy lejano, un niño llamado
Ignacio que estaba triste porque a su piano le faltaba una
nota.
- ¡Qué pena, por Dios! Tiene todas las notas menos el Re.
Cada día se levantaba llorando por la ausencia de esa
nota.
- ¡Ojala tuviera el Re que me falta! Con ese Re yo podría
componer magníficas sonatas.
Su padre le dijo en cierta ocasión:
- Hijo mío, ¿tanto te hace sufrir que a tu piano le falte un
Re?
- Mucho me hace sufrir, papá, porque si falta una nota no se pueden componer
magníficas sonatas. Yo compondría todo lo del mundo si a este maldito piano no le
faltara esa nota - le contestó Ignacio.
Y así era la vida de Ignacio, siempre triste, siempre abatido por la ausencia de ese Re.
- ¡Madre mía! La de músicas estupendas y geniales que yo compondría si alguien me
regalara ese Re.
Y un día de principios del mes de enero al papá de Ignacio se le ocurrió una gran idea:
le pediría ese Re a los Reyes Magos.
- ¡Claro, cómo no se me habrá ocurrido antes!
El papá de nuestro amigo pasó la noche de reyes nervioso, pensando en las magníficas
composiciones que crearía su hijo al día siguiente. Levantóse por la mañana y despertó
a Ignacio.
- Vamos, levántate, hijo.
Y en medio del salón el niño vio una maravillosa tecla, el Re que tanto había deseado.
- ¡Hijo mío, los Reyes te han traído el Re que te faltaba! ¿Estás contento?
Y el pequeño Ignacio respondió:
- No, papá, no estoy contento.
- Pero, ¿por qué, hijo mío?
- Es el peor regalo que podrían haberme traído los Reyes, porque ahora ya no tengo
ninguna excusa para no componer sonatas magníficas.

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