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Así que los artistas trataron de descubrir la causa de que no lloviera. Era algo muy extraño, pues el cielo
se veía cubierto de nubes, pero nadie supo responderles. “Lleva así muchos meses, pero ni una sola gota
han dejado caer las nubes”, les dijeron.
Todos los que lo oyeron subieron a la montaña, presa de la curiosidad. Y en cuanto el director de aquella
extraña orquesta dio la orden, los músicos empezaron a tocar.
De sus instrumentos salían pequeñas y juguetonas notas musicales, que subían y subían hacia las nubes.
Era una música tan saltarina, alegre y divertida, que las simpáticas notas comenzaron a juguetear con las
suaves y esponjosas barrigotas de las nubes, y tanto las recorrieron por arriba y por abajo, por aquí y por
allá, que se formó un gran remolino de cosquillas, y al poco las gigantescas nubes estaban riendo por
medio de grandes truenos.
Los músicos siguieron tocando animadamente y unos minutos más tarde las nubes, llorando de pura risa,
dejaron caer su preciosa lluvia sobre el pequeño país, con gran alegría para todos.
Y en recuerdo de aquella lluvia musical, cada habitante aprendió a tocar un instrumento y, por turnos,
suben todos los días a la montaña para alegrar a las nubes con sus bellas canciones.
Con el tiempo, una gran marea de ratas cubría la ciudad. Primero atacaron las tiendas y graneros, y
cuando no les quedó nada, fueron por madera, ropa o cualquier cosa. Lo único que no comían era el
metal. Los aterrados ciudadanos se manifestaron ante el ayuntamiento para que los librara de la plaga de
ratas, pero el consejo ya llevaba tiempo reunido tratando de pensar un plan.
Pero apenas les quedaba comida, y el ni siquiera el veneno era capaz de detenerlas.
En ese preciso instante, mientras los ciudadanos se agolpaban afuera, llamaron fuertemente a la puerta.
¿Quién podría ser? se preguntaban preocupados los miembros del consejo, temerosos de las iras de la
gente. Abrieron la puerta con precaución y, ante su sorpresa, apareció ante ellos un hombre alto, vestido
con ropas de brillantes colores, con una larga pluma en su sombrero y una larga flauta dorada.
- He librado ciudades de escarabajos y murciélagos - dijo el extraño- y por mil florines, también les libraré
de las ratas.
- ¡Mil florines!- exclamó el alcande- ¡Le daríamos cincuenta mil si lo hiciera!
Todavía no había salido es sol cuando el sonido de una flauta se escuchó a través de las calles de
Hamelin. El flautista fue pasando lentamente por entre las casas, y todas las ratas le seguían. Salían de
todas partes: de las puertas, de las ventanas, de las cañerías, todas detrás del flautista. Mientras tocaba,
el extranjero bajó hacia el río y lo cruzó. Tras él, las ratas seguían sus pasos, y todas y cada una de ellas
se ahogaron y fueron arrastradas por la corriente.
Al mediodía, no quedaba ni una sola rata en la ciudad. Todos en el consejo estaban encantados, hasta
que el flautista acudió a reclamar su pago.
Y desapareció.
Una sombra de miedo envolvió a los consejeros, pero el alcalde se encogió de hombros y dijo
emocionado:
Aquella noche, liberados de la pesadilla de las ratas, los habitantes de Hamelin durmieron más
profundamente que nunca. Y cuando el extraño sonido de una flauta flotó por las calles al amanecer, solo
los niños lo escucharon. Como atraídos de un modo mágico, los niños salían de sus casas. Y de la misma
forma que había ocurrido el día anterior, el flautista recorrió tranquilamente las calles, reuniendo a todos
los niños, que le seguían dócilmente al son de la extraña música.
Pronto la larga hilera dejó la ciudad y se encaminó al bosque, y tras cruzarlo alcanzó la falda de una gran
montaña. Cuando el flautista alcanzó la roca, tocó su instrumento con más fuerza, y en la montaña se
abrió una gran puerta que daba acceso a una cueva. Los niños entraron tras el flautista, y cuando el
último de ellos se adentró en la oscuridad, la entrada se cerró.
Un gran movimiento de tierras cerró la entrada de la cueva para siempre, y solo un pequeño niño cojo
pudo escapar de la tragedia. Fue el quien contó a los angustiados habitantes de Hamelin, que buscaban
sus niños desesperadamente, lo que había ocurrido. Y de nada sirvieron todos sus esfuerzos: la montaña
nunca devolvió a sus víctimas.
Muchos años tuvieron que pasar hasta que las alegres voces de los niños volvieron a resonar en las calles
de Hamelin, pero el recuerdo de la aquella terrible lección permaneció para siempre en los corazones de
todos, y fue pasando de padres a hijos a través de los siglos.
El cantor de ópera
A la pequeña ciudad de Chiquitrán llegó un día en tren llevando una gran maleta
un tipo curioso. Se llamaba Matito, y tenía una pinta totalmente corriente; lo
que le hacía especial es que todo lo que hablaba, lo hacía cantando ópera.
Daba igual que se tratara de responder a un breve saludo como "buenos días";
él se aclaraba la voz y respondía:
Desde aquel día, Matito dejó de cantar a todas horas, y ya sólo lo hacía durante sus actuaciones y giras
por el mundo. Algunos suponían por qué había cambiado, pero otros muchos aún no tenían ni idea y
seguían pensando que estaba algo loco. No lo hubieran hecho de haber visto que lo único que guardaba
en su gran maleta era una piedra con un mensaje tallado a mano que decía: "Practica, hijo, practica cada
segundo, que nunca se sabe cuándo tendrás tu oportunidad", y de haber sabido que pudo actuar en
aquella ópera sólo porque el director le oyó mientras compraba un vulgar periódico.
-Si no me hubieran importado tanto aquellos ancianitos, si no hubiera seguido buscando una solución,
nada de esto habría ocurrido.