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Luis Montalto: Fiesta en la

montaña

No temo la Muerte. Prefiero este hecho


ineluctable
al otro que me impusieron el día de mi nacimiento.
¿Qué es la Vida? Un bien que me otorgaron a mi
pesar y que devolveré con indiferencia.
(Rubáiyát de Omar Khayyám)

El día amaneció gris y a través de la ventana se


podía ver caer la nieve que difundía en la pieza del
hotel un color mágico, en el que se desvanecían las
paredes manchadas, adquiriendo una suerte de
dignidad de obra de arte la horrible marina de
mueblería colgada frente a la cama, a la que admiré
como si se tratara de un Gauguin. De pronto,
descubrí que no estaba solo y con fastidio me
preparé para el inevitable diálogo con la ocasional
pasajera de mediana edad que encontré no tantas
horas antes en el bar del residencial y que luego de
tres o cuatro whiskies y casi por inercia llevé a mi
habitación para cumplir en forma cuasi chacarera
con el deber del momento, mediocre proeza que
inexplicablemente fue festejada con entusiasmo por
esa mujer rubia, pálida y de lacia cabellera que
dormía a mi lado y cuyo nombre me resultaba
imposible recordar.

Miré el reloj y comprobé alarmado que eran las


diez de la mañana y que al mediodía debía estar en el
centro de esquí para asistir a la fiesta de
inauguración de la temporada a la que había sido
invitado, circunstancia que motivara ese viaje a
Esquel realizado el día anterior en compañía de mi
amigo el pintor a bordo de su deplorable Ford Falcon
con el que casi nos matamos en la ruta cuando hizo
una maniobra para evitar chocar contra una avestruz
a la que igual impactó de costado y mandó a mejor
vida para felicidad de las aves carroñeras.

Desperté a mi fugaz compañera, le dije algunas


dulces palabras, la besé ligeramente en los labios, le
sugerí que se vistiera y trasladara a su habitación
"para evitar comentarios" y la despedí con la incierta
promesa de volvernos a encontrar, que en ese
momento ensayé como una mentira amable pero que
se concretó durante las tres noches siguientes en
las que, sin el freno inhibitorio del exceso de
alcohol, pasamos momentos realmente placenteros.
Ya solo, hablé por teléfono con mi amigo que se
alojaba en la casa de una antigua amante, con quién
quedamos en encontrarnos una hora después y luego
de los ritos matutinos, incluida la abundante agua
caliente con la que inesperadamente el hotelero me
gratificó esa mañana, bajé a la confitería donde bebí
un buen café doble acompañado de tres escuálidas y
pringosas mediaslunas de las que apenas comí una,
cortando por la mitad las otras motivado por un
sentimiento humanitario para con algún próximo
cliente.

Mientras fumaba el primer cigarrillo de la mañana,


observaba por la ventana la nieve acumulada que
motivaba entusiastas comentarios de los pocos
turistas presentes, contrastantes con la
indisimulada irritación de los clientes locales para
quiénes la nieve distaba de ser un motivo de alegría.

-Trastemont -casi me gritó un conocido que había


entrado por una puerta situada a mis espaldas e
inmediatamente se acercó a la mesa, en la que se
instaló ante mi forzada invitación, atiborrándome de
preguntas acerca de amigos comunes de Trelew, el
estado de las rutas, la razón de mi presencia en
Esquel, el clima en la costa, la actualidad política, la
salud del gobernador, la evolución de la economía, el
precio de la lana, los últimos cuentos del Moncho
Freire (el mejor narrador de cuentos de gallegos del
mundo) y un sinnúmero de cuestiones que ciertas
personas creen equivocadamente que los periodistas
conocemos y nos interesan. Mis respuestas, casi
todas monosilábicas, no disminuyeron el entusiasmo
inquisitorial del pedazo de plomo disfrazado de
hombre al que soportaba estoicamente pero,
caballero al fin, fingiendo interés como mandan las
reglas de la buena educación. Desesperaba por
encontrar una salida elegante cuando vi estacionar
frente a la confitería el Falcon del maestro, lo que
me dio pie para emprender la retirada que concreté
previa seña al mozo para que pusiera la consumición
en mi cuenta, la que se engrosó con el submarino y
los tres sandwiches tostados que engulló entre
pregunta y pregunta mi matinal torturador.

-Profesor -dije no bien me instalé en el auto-


usted me ha salvado la vida, me ha rescatado de las
garras de un monstruo -comentándole mi desdichada
conversación con el impresentable personaje que
violó mi intimidad mañanera.
-Licenciado -respondió- ya le he dicho que debería
tirar a la mierda sus modales de señorito inglés,
porque a esa clase de tipos se los raja sin
contemplaciones, porque son boludos, nacieron
boludos y morirán boludos. Además usted no es un
político buscando votos para andar soportando a
semejantes palurdos.

Pese a nuestra gran confianza y amistad,


manteníamos con el Profesor cierto trato
ceremonial, característico de algunos ambientes
universitarios de La Plata a los que habíamos
frecuentado en distintas y distantes épocas, que
causaba gracia en una provincia en la que el tuteo
era regla común entre amigos. También solíamos
divertirnos utilizando en reuniones sociales la
mayestática primera persona del plural, dialogando
en un fingido pero creíble alemán o trenzándonos en
violentas, agresivas y absurdas discusiones que
motivaban la intervención alarmada de ocasionales
acompañantes y que culminábamos con sonoras
carcajadas e interminables brindis.

La Hoya, hacia donde nos dirigíamos, es una


especie de anfiteatro natural situado a unos quince
kilómetros de la ciudad, en plena montaña, al que se
accede por un sinuoso camino de cornisa, por
entonces en muy malas condiciones debido a los
temporales, estrecho en parte y amojonado con
curvas y contracurvas que requieren la máxima
atención del conductor, lo que me causaba cierta
aprensión cuando era otro el que empuñaba el
volante.

Ya habíamos salido del pueblo y nos acercábamos


a las estribaciones del cerro cuando de pronto el
maestro detuvo el auto, recordando que se había
comprometido a llevar a tres personas. Desandó el
camino y estacionó frente a un hotel, donde nos
aguardaban dos jóvenes y una mujer de aspecto
extravagante, antigua amiga del pintor, quien
anteponía lo cuantitativo a lo cualitativo en materia
de relaciones íntimas. Luego de las presentaciones
de rigor, partimos finalmente con destino al centro
de esquí, trayecto que recorrimos en algo más de
media hora sin novedades, a pesar de la calzada
helada, las patinadas, las cerradas curvas y la
acumulación de nieve que se acrecentaba a medida
que ascendíamos por la montaña. La tediosa charla
de la mujer, para colmo psicóloga, me liberó de decir
palabra, circunstancia que aproveché para alimentar
el espíritu con la sobrecogedora belleza del paisaje,
relamiéndome además, de carne somos, con la
anunciada "bagna cauda" que servirían después del
acto solemne de inauguración de temporada que me
había resignado a soportar.

Arribados al fin (nunca había utilizado antes el


término con tanta propiedad), caminamos
dificultosamente con la nieve a la altura de las
rodillas hasta la hostería situada en la base del
complejo y entramos en un ambiente acogedor,
dominado por una amplia estufa en la que ardían
alegremente los leños y las brasas en cuya cercanía
buscamos alivio para nuestras ateridas
extremidades.

-Maestro- dijo un vozarrón procedente de la


barra. Se trataba del vasco Zubieta, un conocido de
mi amigo que se estrenaba como concesionario de la
confitería, quien se acercó portando en la mano un
enorme vaso de trago largo lleno hasta el borde de
whisky, que entregó con una respetuosa reverencia
al pintor, gesto que rápidamente hizo extensivo
hacia mi persona no bien percibió mi rol de
acompañante o si se quiere acólito de quién, para el
bolichero, oficiaría como una suerte de pontífice
máximo de la ceremonia etílica que se aproximaba
inexorablemente.

Los vasos se sucedieron y se vaciaron mientras


llegaban las autoridades ilegalmente constituidas,
encabezadas por el ministro, un calvo abogado de
pocas luces con cara de prisión preventiva que se
había encaramado en esa posición asistiendo
regularmente a los cursos de "defensa nacional" que
por entonces se dictaban en Comodoro Rivadavia y
Trelew. Lo acompañaba el intendente, un ex teniente
del Ejército que cambió las jinetas por el lecho
conyugal de una rica heredo-habiente del pueblo,
cuyo padre, un antiguo gendarme, también había
trocado mucho antes el uniforme y los puestos
fronterizos por varios campos y propiedades,
braguetazo y casorio mediante. No faltaban los
representantes de las "fuerzas vivas", a quiénes el
Profesor calificaba como "la fuerza de los vivos",
todos acompañados por los infaltables alcahuetes de
turno y los inevitables colados. Firmes en sus
puestos estaban el cura encargado de la bendicíon
de práctica y tres o cuatro políticos radicales y
peronistas que se animaron a asomar la cara porque
después del desastre de Malvinas se avecinaban los
tiempos electorales en los que reivindicarían sin
pudor su condición de "luchadores de la democracia
y enemigos militantes de la dictadura".

Mientras tanto, afuera cobraba intensidad la


voladura de nieve, razón por la cual se decidió
cancelar el traslado de la concurrencia a la plaza de
ceremonias y realizar dentro de la confitería el acto
de inauguración de la temporada de esquí, para lo
cual los organizadores se vieron obligados a
improvisar un mástil y colocar una pequeña bandera
que nadie supo donde encontraron. Los integrantes
de la banda de música de la policía, llegados para la
ocasión, no pudieron entrar por falta de espacio y
sin descender del ómnibus que los trajo de Rawson,
emprendieron el camino de regreso. Decidióse
entonces que el himno nacional se cantara "a
capella", solución muy razonable en una provincia con
fuerte tradicion galesa, raza cuya principal virtud es
la pasión por los coros, infaltables en casamientos,
nacimientos, oficios fúnebres, fiestas y reuniones de
cualquier tipo y cuanta ocasión es propicia para que
los rubicundos coreutas disparen sus voces con la
áspera e incomprensible lengua emparentada con la
que presuntamente hablaban Merlín, el rey Arturo y
los caballeros de la Tabla Redonda, aquellos que
nunca pudieron encontrar el Santo Grial.
Mientras se cumplía el acto protocolar, coronado
por tres previsibles y tediosos discursos leídos,
seguíamos acodados en el mostrador, ajenos a lo que
ocurría en el abigarrado local, con los vasos bien
provistos por Zubieta, incursionando en todos los
lugares comunes característicos de circunstancias
semejantes, en una ruidosa tertulia a la que se
sumaron un par de colados y la psicóloga, que
intentaba infructuosamente hacer interpretaciones
profundas de nuestros disparates. Se suponía que yo
había concurrido a realizar la cobertura periodística
del acontecimiento para un diario de Trelew en el
que trabajaba, pero en realidad había viajado para
alejarme cuatro o cinco días de la aplastante
cotidianeidad y no me interesaban los detalles de lo
que allí sucedía, porque la nota la escribiría por la
tarde a mi manera, es decir como se me antojara y
ya tenía incorporado un modelo que habitualmente
mejoraba lo que en realidad ocurría en esas
ocasiones; notas que no importaban a nadie, no las
leía casi nadie y a lo sumo servían para justificar los
costosos avisos que colocaban los organismos
oficiales para publicitar sus acciones.

De improviso se acercó un funcionario pidiéndome


que dijese unas palabras en mi condición de decano
de los periodistas presentes, que no pasaban de
cuatro y eran agresivamente jóvenes.

-Déjese de joder, mi viejo, no ve que estoy


charlando con los amigos- le respondí con una voz
que seguramente delató mi incipiente borrachera y
alejó al burócrata, frustrando su intento de quedar
bien con la prensa.

El local, lleno de humo, se había convertido en un


pandemonio donde pululaban, no solamente los
asistentes al acto, sino también un puñado de
turistas disfrazados de esquiadores, con abrigados
ropajes en los que predominaban toda clase de
colorinche que agredían mi conservador sentido de la
estética en materia de indumentaria, forjado en la
infinita gama de grises y azules que utilizé casi toda
mi vida, hasta que mis hijos me persuadieron, no
hace mucho, de usar "jeans", ropa informal, remeras
con escuditos, calzado deportivo y otras prendas que
hubiesen provocado la desaprobación de mi padre,
que en ocasión de comprarme un traje de dudoso
color allá lejos y hace tiempo, me miró
despectivamente sentenciando que "el marrón no
figura en el guardarropas de un caballero".
Había tanta gente, que quién oficiaba de maestro
de ceremonias dispuso, previa consulta al ministro y
al intendente, desalojar a los cinco o seis agentes de
policía llegados para "garantizar la seguridad y la
paz social", quiénes se dirigieron entre la nevisca y a
los resbalones hasta la escuela de esquí, situada a
unos cincuenta metros del lugar, donde
confraternizaron con los colimbas, chóferes y
operarios del complejo, inactivos por la forzada
suspensión del servicio de aerosillas. Una fiesta
aparte, seguramente más interesante que en la que
me tocaba en suerte participar.

Mi amigo el Profesor es un tipo inteligente,


divertido y ameno, pero es pintor y por lo tanto
narcisista, como todos los pintores que en el mundo
han sido, rasgo de su personalidad que se acentúa
cuando tiene algunas copas de más y un auditorio
dispuesto a soportar su protagonismo excluyente al
que contribuyen su prominente apéndice nasal, sus
poblados bigotes de mayor inglés, los gestos
ampulosos, una voz que fluctúa entre el barítono
aguardentoso y lo que podría haber sido el tono de
un "castrato" y un notable desenfado al que casi
todos aceptan porque "el maestro es así". Como su
charla me resultaba un libreto conocido y la
psicóloga había colmado mi paciencia con su
insistencia en analizarme en posición erecta, me
retiré del grupo y comencé a recorrer el salón
donde, a pesar de los apretujones, se habían
formado corrillos en torno de los personajes más
expectables, a los que me fui sumando en un intento
de vencer el aburrimiento que me hacía maldecir
para mis adentros la nieve, el esquí, la presencia en
ese lugar y mi falta de entereza para regresar a la
ciudad caminando, a pesar de la distancia, el frio, el
viento blanco y la carencia de abrigo apropiado para
semejante aventura.

En el primer grupo de personas al que me acerqué, el


ministro monopolizaba la atención de un par de
representantes de las "fuerzas vivas", una
educadora y un oficial de policía, disertando acerca
de la "importancia geopolítica y estratégica" de La
Hoya, a la que calificaba de "bastión de la soberanía
nacional en una zona de frontera codiciada por una
potencia extranjera a la que no voy a nombrar pero
que todos conocemos". De pronto advirtió mi
presencia y apelando a mi supuesto criterio de
autoridad me interrogó:
-Trastemont, ¿concuerda usted con mi opinión
acerca de la trascendencia de La Hoya para la
defensa de la Patria?

-Por supuesto, doctor -le respondí-; creo que


inclusive deberíamos fortificar este lugar y colocar
artillería y hasta misiles en los cerros circundantes
para poder batir al enemigo cuando decida atacar
nuestras posiciones.

-Pero mire que yo estoy hablando en serio -replicó


algo molesto por mis palabras y mucho más por la
carcajada que se le escapó involuntariamente al
policía.

-Yo tampoco hablo en joda -le dije


enfáticamente-, fíjese que hace rato que estudio
estas cuestiones porque, como decía Clemenceau, la
guerra es un asunto demasiado serio para dejarlo en
manos de los generales. Creo sinceramente que
usted, un hombre tan versado en esta materia,
debería ser promovido a ministro de Defensa de la
Nación.

Me separé del ministro y sus acompañantes,


encaminándome hacia otro sector de la confitería
donde el intendente, con aires de padrillo en celo,
conversaba con tres vistosas turistas francesas que
no entendían absolutamente nada de lo que decía
porque no dominaban ni remotamente el castellano.
Me sumé al grupo haciendo gala de mi penoso
francés de L'Alliance que me convirtió en el centro
de atracción de las mujeres, lo que motivó el
repliege del jefe comunal, resentido por mi
inesperada aparición. La charla con las mismas se
tornó rápidamente tediosa por las dificultades
idiomáticas que finalmente superamos dialogando en
un inglés tarzanesco pero comprensible, pero pronto
perdí todo interés cuando me enteré que sus
respectivos maridos, que habían optado por intentar
pescar truchas en un río cercano, se reunirían con
ellas por la noche en el hotel donde se alojaban, con
lo que se disiparon mis fantasías eróticas de
participar de una "menage a quatre" o, al menos,
vivir una aventura junto con un par de amigos, para lo
cual contaba "a priori" con la colaboración del
Profesor, siempre listo para tales faenas y el Negro
Durán, un campeón para esas lides.

Muy cerca de la estufa, se hacinaba otro grupo de


seis o siete personas que escuchaban atentamente
las explicaciones que brindaba el jefe del regimiento
local acerca de las causas del penoso resultado de la
reciente guerra de las Malvinas. El militar, haciendo
gala de una iniciática jerga profesional, abundaba en
palabras tales como estrategia, táctica, logística,
repliegue, intensidad de fuego, abastecimientos,
vectores, distracción, cobertura aérea y fuego naval
que, en última instancia, tendían a justificar el
accionar de su fuerza, cargando las tintas sobre una
presunta mayor responsabilidad de la Armada en el
desenlace del conflicto.

-Los "blancos" se cortaron solos como de


costumbre y guardaron sus barquitos frente a la
costa. Yo tengo un pariente que es marino, al que
hace rato no le paso bola, pero cuando lo vea le voy a
decir que se metan el portaviones en el culo -dijo con
voz castrense el teniente coronel, un morocho
corpulento y bigotudo que se lamentaba que no lo
hubiesen destinado al frente de batalla "para cagar
a tiros a esos ingleses de mierda". Resultaba
evidente que el alcohol también había hecho efecto
en nuestro héroe, quién, alardeando de sus
ancestros guerreros, agregó:

-Si yo hubiese estado al frente de una unidad, no


me hubiera rendido en la puta vida y de ser preciso,
lo habría arrestado a ese pelotudo de Menéndez
para seguir combatiendo a lo macho, como lo hizo mi
tatarabuelo en Cepeda, cuando con diez soldados
pasó a deguello a más de cien mitristas.

Como el discurso del hombre había derivado en


una disparatada arenga que parecía no tener fin, me
alejé del grupo y me puse a charlar con el cura, un
enjuto salesiano que había sido misionero en el Congo
en la época de Lumumba y la guerra civil y que
permanecía solitario frente a un amplio ventanal
contemplando la persistente nevada que
seguramente le recordaba su Piamonte natal. La
figura del buen sacerdote irradiaba tanta paz y
armonía que me vi tentado de solicitarle confesión,
sacramento que dejé de recibir a los diez años
cuando el abominable párroco de mi pueblo, un
gallego desdentado y maloliente, me interrogó con
lascivia acerca de si me masturbaba, pregunta que
me indujo a practicar prematuramente el onanismo,
con el consiguiente complejo de culpa y los
periódicos examenes de las palmas de mis manos
para comprobar si no habían salido los pelos que,
según se decía por entonces, aparecían como
consecuencia de ese placer solitario.
El cura, apenas advertido de mi presencia a su
lado, me dijo con voz bien templada y con las dulces
inflexiones características de su lengua materna:

-Vea usted, Trastemont, cómo se manifiesta en


todo su esplendor la grandeza del Señor, a quien
podemos sentir aquí más cercano, en este ambiente
tan puro e incontaminado.

El rapto de misticismo del anciano, fuera de lugar


en un sitio tan poco apropiado, me llevó a tratar de
cambiar de tema, interrogándolo sobre la situación
de los indígenas a los que visitaba asiduamente en el
interior del Chubut, intento infructuoso ya que, sin
inmutarse, prosiguió hilando sus pensamientos.

-Una noche, estando prisionero de los rebeldes


congoleños -expresó- cuando creía inminente mi
muerte, tuve la visión de una montaña nevada y
azotada por un temporal, que nunca pude borrar de
mi memoria. Yo creía que se trataba de un recuerdo
infantil, pero justamente hoy, contemplando el
panorama desde esta ventana, advierto que esa
visión fue una señal del Altísimo, porque esa imagen
es la que estamos viendo en este momento. Usted es
la primera persona a la que puedo contar ésta
experiencia extraordinaria que me tiene perplejo y
maravillado desde hace casi media hora -me dijo
beatíficamente para volver a encerrarse en un
mutismo que no me atreví a interrumpir. Nunca volví
a ver al religioso, que murió pocos años después en
olor de santidad, aunque espero encontrarlo algún
día en el Canon de los Santos.

Me encaminaba nuevamente hacia la barra cuando


advertí que Zubieta me hacía señas desde la puerta
de la cocina para que entrara en su "sancta
santorum" vedado al común de los mortales. Así lo
hice y me encontré nuevamente con el Profesor, dos
conocidos del pueblo amigos del concesionario y la
pegajosa psicóloga, quiénes se aprestaban a dar
cuenta de una "bagna cauda" que humeaba en una olla
de hierro colocada sobre un calentador de alcohol y
rodeada de platos rebosantes de vegetales
prolijamente cortados y varios tenedores de mango
largo indispensables para el sabroso y delicado
ritual.

Como se sabe, aunque quizá usted no lo sepa, la


"bagna cauda" es una especie de salsa caldosa
originaria de la región alpina italiana, elaborada con
crema de leche, anchoas trituradas en un mortero,
ajo y algún otro ingrediente a gusto del cocinero,
que se sirve en un recipiente conservado caliente
mediante un mechero a alcohol, debiendo introducir
los comensales pequeños trozos de vegetales crudos
ensartados en largos y finos tenedores, que se
retiran cuidadosamente y se ingieren. Algo parecido
a la manera de servir la "fondue" de queso o la
"fondue bourgignon" de los franceses, variante esta
que en realidad es una chanchada porque se trata
simplemente de aceite caliente en el que se fritan
trozos de carne cruda, lo cual siempre me resultó
repugnante por el desagradable olor que
inevitablemente impregna el ambiente y la ropa.

Parece ser que la intención de los organizadores


era ofrecer una "bagna cauda" a todos los invitados,
pero cuando el vasco Zubieta supo de la gran
cantidad de asistentes, se negó rotundamente a
cumplir el pedido aduciendo la falta de elementos
indispensables y el caos que podría llegar a ocurrir si
se derramaba alguna de las ollas calientes. En
consecuencia decidió servir un telúrico locro para
todo el mundo, cocinado en una marmita de campaña
prestada por el Ejército y colocada debajo de un
tinglado situado al costado de la planta baja de la
hostería. No obstante, preparó una "bagna cauda"
para regalarse discretamente con un puñado de
allegados en el recoleto amparo de su cocina, entre
los cuales me contaba por mediación del Profesor y
al que inesperadamente se sumó el ya nombrado
Negro Durán, un entrañable amigo "feo, panzón,
guitarrero y peronista" como el mismo se definía,
que no obstante era el terror de los maridos de una
vasta zona de la cordillera patagónica por su
increíble capacidad de seducción que lo llevaba a
coleccionar mujeres ajenas como si fuera un
filatelista acumulando sellos postales.

Luego de un efusivo abrazo con el que celebré la


presencia del Negro, dediqué mi atención a la
esperada "bagna cauda" y luego de examinar los
vegetales dispuestos, protesté de viva voz:

-Se olvidaron del cardo, y sin cardo una "bagna


cauda" no tiene gracia.

-Licenciado -me contestó respetuosamente el


Negro Durán-, no rompa las pelotas, dónde quiere
que consigan cardo en Esquel y en invierno.

Abrumado por la impecable lógica de mi amigo, la


única persona a la que le permitía ciertos excesos
verbales característicos de su personalidad, me
dediqué a la tarea más importante del día, la ingesta
de vegetales remojados y calentados en la "bagna
cauda", acompañados por un excelente Cabernet-
Sauvignon de Río Negro y trozos de sabroso pan
crocante. Mientras acometía la gratificante
empresa, casi pinché con el tenedor la cabeza de la
psicóloga, quién, a raíz de su torpeza, había perdido
varios bocados en la salsa y trataba de buscarlos con
su pinche, acercando peligrosamente la enrulada y
teñida testa al borde de la cacerola para intentar
ver mejor, lo que empañaba sus anteojos
empeorando la situación. Alarmado ante el riesgo
inminente de que sus babas fueran a parar a la olla,
la llamé y le presenté al Negro, quedando
mutuamente fascinados e iniciando una melosa
plática que alejó a la mujer de la fuente de mis
desvelos y que culminó muchas horas después, según
supe, en una cabaña que mi amigo poseía a la salida
del pueblo, camino a Trevelín, identificada en el
frente por un soez "graffiti" que quizá algún marido
agraviado había pintado amparado por la oscuridad
de la noche.

La buena nueva de que había cesado el temporal y


que el cielo comenzaba a aclararse, traída a la cocina
por uno de los integrantes de la brigada de mozos
que servía el locro en la confitería, me levantó un
poco el ánimo, decidiendo abstenerme de seguir
bebiendo porque el pronunciado estado etílico del
Profesor que, con el infaltable vaso de whisky en la
mano relataba ahora sus aventuras en México, me
hacía suponer que inevitablemente debería hacerme
cargo del volante en el viaje de regreso. El mozo, un
simpático nativo de la isla de Chiloé, había traído
varios platos soperos con el telúrico cocido y sus
correspondientes cucharas para la "élite" que
manducaba en la cocina, pero cuando me disponía a
probar el dudoso manjar, descubrí algunos trozos de
tripa gorda mezclados con el choclo y los escasos
vestigios de chorizo, lo que me hizo desistir del
intento por la irresistible repugnancia que me
provocaban y aún me provocan las vísceras de los
animales.

Siempre supe que mi incapacidad de comer


chinchulines y de jugar al truco y la falta de pasión y
militancia futbolera me segregaban de la
argentinidad, circunstancia dolorosa a la que trato
de paliar con fervor tanguero, el culto a Gardel, el
mate amargo y los recurrentes, frustrantes y
frustrados intentos de sumarme a posiciones
políticas populistas, severamente cuestionadas por
un implacable censor interno racionalista, analítico y
a la vez escéptico que me impide persistir en tales
empresas, en las que el espíritu crítico y la libre
confrontación de ideas son consideradas como
abominables herejías. Pero como soy ortodoxamente
enemigo de toda ortodoxia y fanático adversario de
todo fanatismo, puedo considerarme después de
todo un buen hijo de la Patria, porque al menos soy
fanático de algo y ortodoxo en mi heterodoxia.

La reunión comenzaba a declinar y los asistentes


aguardaban que las máquinas viales despejaran de
nieve los tramos más peligrosos del camino para
emprender el regreso, tarea que al parecer estaba
próxima a concluir, cuando me decidí abordar al
Profesor para tratar de convencerlo, sin que lo
considerase una ofensa, de la conveniencia de
cederme el manejo del Falcon, argumentando que "un
artista de su categoría debía liberarse de tarea tan
villana y que yo me ofrecía respetuosamente a
oficiar de chófer del maestro para que así pudiera
contemplar sin distracciones las bellezas del
entorno, captando la esencia de un paisaje
extraordinario que podría plasmar luego en el lienzo
con los rasgos expresionistas que lo caracterizaban,
dando vuelo a su paleta ruda". Mi discurso no pareció
convencer al amigo, quién a pesar de su tremenda
borrachera adivinó mi intención de mandarlo a
dormir la mona al auto y conducir con tranquilidad
hasta el pueblo. Masticando cuidadosamente las
palabras dijo entonces:

-Mi estimado Trastemont, usted cree que estoy


borracho y en realidad tiene miedo de bajar
conmigo. Yo le aseguro que usted está más borracho
que yo y por supuesto lo relevo del compromiso de
acompañarme. No hay problemas, igual seguiremos
siendo amigos, porque soy muy comprensivo de las
debilidades de la gente.

-Usted se equivoca y me ofende, Profesor


-mentí-. Yo con un amigo voy hasta el fin del mundo,
porque un amigo es un amigo, así que disponga nomás,
que yo lo acompaño aunque sea la última cosa que
haga en la vida.

Como la suerte estaba echada y por amor propio


no podía volverme atrás, coroné la tarde ya avanzada
con una par de tragos y me dispuse a buscar a los
amigotes del Profesor con los que habíamos venido
poco antes del mediodía desde Esquel. A la psicóloga
la eliminé de la partida porque minutos antes se
había embarcado con el Negro Durán en un
desvencijado Torino color azul eléctrico y partido
con destino incierto. Los dos sujetos, así pasé a
calificarlos, desertaron del viaje aduciendo distintas
y falsas razones y en consecuencia me apuré a
movilizar al pintor porque el crepúsculo se
aproximaba y deseaba al menos viajar con luz, para
reducir, aunque fuese en parte, el riesgo que estaba
dispuesto a afrontar, no por valiente sino por cierto
fatalismo que siempre signó mi vida.

La desconcentración estaba en su apogeo y la


mayor parte de los asistentes se dirigían a sus
respectivos vehículos que se encontraban en la playa
de estacionamiento con las visibles huellas del
pasado temporal de nieve, lo que dificultaba caminar,
limpiar los parabrisas y lunetas y maniobrar los
autos para iniciar el empinado descenso por el
riesgoso camino que, afortunadamente, ya estaba
despejado por una motoniveladora que acababa de
llegar y cuyo conductor fue vivado como si fuese el
libertador de una ciudad sitiada.

Nos aprestábamos a hacer lo mismo, para lo cual


atravesamos el salón con el Profesor flanqueado por
dos mozos precedidos por Zubieta, con el propósito
de evitar que el artista diera con su humanidad en el
suelo. Yo seguía a la comitiva mientras saludaba con
pequeñas inclinaciones de cabeza a los circunstantes,
que se me ocurrían testigos de una ejecución en San
Quintín contemplando a los reos encaminarse hacia
el patíbulo. Varios se ofrecieron a transportarnos,
incluido el intendente y el teniente coronel, quién
hasta propuso ordenar a "un personal" que condujera
el Falcon, a lo que me negué amablemente aduciendo
que tal ayuda podría causar un ataque de ira del
pintor, con consecuencias insospechables para su
equilibrio emocional.

-Como usted desee -dijo el militar, medio mamado


como casi todos los presentes- este es un país libre
y cada cual puede hacer lo que se le canta. Eso sí
-acotó- reconozco que usted es un hombre valiente y
lo invito, si es que llega sin novedades, a cenar
mañana en el casino de oficiales del regimiento.

Esas palabras, con sabor a elogio póstumo, me


trajeron a la mente imágenes de algunos momentos
críticos de mi vida en los que me involucré y pude
superar, no por corajudo, sino por irresponsable,
circunstancia que estaba a punto de repetirse y que
me hizo lanzar una carcajada, diciéndome a mi
mismo: después de todo qué carajo pierdo, si estoy
podrido de la rutina, del periodismo, de los
directores semianalfabetos, de la autocensura, del
exilio interior, del fracaso de mis ideales juveniles y
del miedo a los dentistas; tal vez el cura tiene razón,
Dios existe y quizá me ayude ahora a salir de esta
mierda.

Llegamos por fin al auto con grandes dificultades,


incluída una patinada en la helada escalera de acceso
al edificio que me produjo una humillante caída con
el consiguiente enchastre de mi impecable sobretodo
gris, que quedó a la miseria y, lo más terrible, la
burla del Profesor, quién sentenció: "Ya se lo dije,
usted está más borracho que yo", con lo que quedó
cancelada definitivamente cualquier posibilidad de
hacerme cargo del volante.

La partida fue bastante complicada por las


dificultades del pintor para encender el motor y
maniobrar en la playa, pero finalmente emprendimos
la marcha y nos dirigimos en descenso hasta la
primera curva, donde el vehículo hizo un trompo que
lo dejó con la cola asomando a un considerable
precipicio, percance ante el que atiné a decir
"¿Quiere que siga manejando yo?". El maestro, a
quien el susto le disipó la curda como por arte de
magia, respondió: "De ninguna manera Licenciado, le
aseguro que llegaremos bien en menos de media
hora".

Así fue y a poco de haber transcurrido ese lapso,


me encontraba ante la puerta de mi hotel, donde
debía acometer la tarea de escribir la crónica, lo que
hice no bien me introduje en la habitación y me
instalé frente a la Lettera 22 que siempre formaba
parte de mi equipaje, a la que martillé
impiadosamente hasta completar las dos cuartillas
de rigor que nadie leería y que me demandaron
apenas un rato de esfuerzo para encuadrar la nada
en el antiestético modelo periodístico de la pirámide
invertida, como lo aconsejan las normas de estilo de
los áridos cursillos de ADEPA y de la SIP a los que
nunca asistí pero conocía de referencias.
Rápidamente bajé a la conserjería, le pedí a un
empleado que mandara la nota por telex al diario, le
di unos pesos y me dispuse a dormir una tardía
siesta, que se prolongó hasta la diez de la noche,
cuando la llamada del teléfono me volvió a la
realidad.

Era el Profesor, quién me recordó que estábamos


comprometidos a una cena misógina con varios
próceres del pueblo en "L'Arc de Triomphe", un buen
restaurante atendido por un señor de corta
estatura, cuya mujer hacía maravillas en la cocina, lo
que tornaba soportable el mal genio de su marido.
Mientras me duchaba por segunda vez en el día,
contrariando mis más inveterados hábitos, repasaba
mentalmente las opciones entre la trucha al
roquefort, el lomo a la pimienta, los escalopes al
Marsala con papas a la provenzal o los champiñones
rellenos, cuando recordé con admiración la causa del
pésimo carácter de los petisos que con tanta gracia
explica Rabelais en "Garagantúa y Pantagruel".
Dichos sujetos, escribía el creador del francés
literario, tienen el corazón muy cerca del culo y en
consecuencia los "humores" que se generan en el
orificio anal inficionan al más noble de los órganos,
ocasionando el permanente estado de irascibilidad
que los caracteriza.

Bajé de la habitación y me disponía a encaminarme


hacia el restaurante cuando advertí en la confitería
contigua a la recepción a mi ocasional compañera de
la noche anterior, virtualmente borrada de la
memoria, quien al verme agitó una mano y ensayó una
encantadora sonrisa que me indujo a acercarme a su
mesa para saludarla. Me senté, comenzamos a
conversar y su charla resultó tan agradable,
seductora y a la vez sedante que decidí desertar de
la tenida gastronómica en "L'Arc" con el Profesor y
sus cofrades e invitarla a comer algo liviano sin
movernos del lugar, sabiendo que finalmente la
jornada culminaría en forma placentera, lo que
efectivamente ocurrió sin sobresaltos,
contratiempos ni urgencias compulsivas.

Avanzadas las horas y después de informarse de


mi actividad laboral a raíz de la presencia delatora
de la Lettera en la mesa de la habitación, Virginia,
tal era su nombre, dijo con admiración:

-Tenés una hermosa profesión; qué vida tan


interesante y aventurera la de los periodistas;
seguro que nunca podés aburrirte con ese trabajo.

No quise defraudarla y durante un rato alimenté


su imaginación con historias ficticias de entrevistas
nunca realizadas a grandes personajes de nuestro
tiempo e imaginarias acciones heroicas en distintos
frentes de batalla. Para qué perturbar su inocente
percepción de una falsa realidad, por otra parte
compartida por la mayoría de la gente y contarle la
verdad, la miseria de esta profesión, la frustración
de saber siempre más de lo que se puede decir o
publicar, lo que ni siquiera conocen o no quieren
conocer los jueces y los fiscales, la inevitable
relación con dirigencias mediocres y corruptas y el
mito de la libertad de prensa. Recordé a mi admirado
Khayyám y le dije dulcemente:

"Si injertaste en tu corazón la rosa del Amor, no


fue inútil tu vida. Tampoco si trataste de oír la voz
de Dios. Y, menos aún, si con sonrisa ligera brindaste
al placer tu cáliz".

Luis Montalto, Argentina, 1997

Luis Montalto es un periodista argentino que vive


desde hace más de dos décadas en Trelew, ciudad
de la Patagonia, con más de treinta años de ejercicio
profesional, que lo llevó a ocupar cargos directivos
en varios diarios de ese país y a incursionar en radio
y televisión, medios a los que, según afirma, "detesta
cordialmente" porque "su oficio es escribir y Dios no
le ha conferido el don de la elocuencia".

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