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Francisco no fue teólogo. Por tanto, al preguntarle cómo es Dios, no podemos esperar de
él una respuesta culta que satisfaga nuestra curiosidad intelectual. Francisco es testigo de
Dios vivo, y a un testigo sólo se le pide que describa su experiencia y narre su convicción
de que lo vivido no es pura fantasía, sino una realidad que compromete su propia vida.
Por eso Francisco, al aparecer ante nosotros como transparencia de lo que Dios es capaz
de hacer en el hombre, está afirmando su calidad de testigo, al mismo tiempo que nos
remite a esa hondura divina de la que hambreamos, y a la que no nos decidimos a
responder con seriedad porque sospechamos que nos va a agarrar desde dentro de nuestra
existencia.
Francisco se convierte así en el testigo que hace patente la presencia de Dios entre los
hombres y la necesidad de una acogida fiel que le devuelva el gozo de sentirse amado
hasta el infinito. El testimonio de su fe es creíble porque va acompañado por la prueba de
que la humanidad florece allí donde el hombre se atreve a consentir que el Dios vivo se
haga presente en su vida.
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acompañan; pero resulta del todo necesario intentarlo, ya que de lo contrario nos
exponemos a ofrecer una imagen de Dios disecada que no se corresponde con el Dios
vivo que transformó y acompañó a Francisco durante su vida.
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compuesto por Francisco es una muestra de la huella que le dejó la memorización escolar
de los salmos.
La liturgia asisiense introdujo también a Francisco en el misterioso mundo de lo sagrado,
mundo en el que la imagen de Dios se debió de ir concretando y dibujando a medida que
penetraba en el simbolismo de los gestos y las palabras, ayudado por la predicación de
los sacerdotes, presumiblemente con un nivel catequético aceptable por cuanto que el
obispo Rufino, predecesor de Guido, fue uno de los primeros glosadores y enseñantes del
Decreto de Graciano.
A esta simbología dinámica, que era la liturgia, habría que añadir la simbología estática
de las artes plásticas. La Edad Media, como nos dice Mâle, concibió el arte como una
pedagogía. Todo aquello cuyo conocimiento le resultaba útil al hombre: la historia del
mundo desde su creación, los dogmas de la religión, los ejemplos de los santos, la
jerarquía de las virtudes, se lo enseñaban las vidrieras de las iglesias y las estatuas de las
portadas. La catedral podría ser considerada como una especie de Biblia de los pobres.
Los sencillos, los ignorantes, todos aquellos a los que se llamaba el pueblo santo de Dios,
aprendían con los ojos casi todo cuanto sabían por la fe. Esas grandes figuras místicas
parecían dar testimonio de la verdad de cuanto enseñaba la Iglesia. Esas innumerables
estatuas, dispuestas según un sabio plan, eran como una imagen del orden maravilloso
que los teólogos hacían reinar en el mundo de las ideas; por medio del arte, las
concepciones más importantes de la teología llegaban confusamente hasta las
inteligencias más humildes.
Sin embargo, tampoco hay que olvidar que la religiosidad popular medieval alimentaba
su fe no sólo de puros y abstractos dogmas, sino también de leyendas y narraciones
piadosas. Esto se explica porque sus raíces se hunden en una especie de estratificación
cultural y religiosa. La religiosidad medieval es fruto de cuatro capas o estratos: la
indígena o primitiva, la romana, la judeocristiana y la germánico-celta.
En Asís podemos percibirlo a través de sus monumentos arquitectónicos y literarios. El
templo de Minerva y el museo romano nos recuerdan la época romana, con la que enlazan
las Leyendas de los Mártires -escritas en el siglo XI-, en las que se nos narra la
predicación cristiana de los primeros obispos, Rufino, Victorino y Savino en la pagana
Asís. En el archivo de la Catedral existe una copiosa documentación que comienza en el
año 963 y en la que se nos describen los usos y costumbres lombardos que se vivían en
el pueblo.
Indudablemente Francisco tuvo ocasión, después de convertido, de entrar en contacto con
otras formas más cultas de imaginar a Dios. El trato con teólogos de la propia Fraternidad
y de fuera, así como las posibles lecturas que hiciera o que escuchara, debieron de influir
en su maduración espiritual. Pero, analizando los escritos más tardíos en que nos habla
de Dios, percibimos todavía una imagen popular de lo divino bebida en la liturgia y en la
tradición, aunque vivida con una gran intensidad. Se trata de ese conocimiento de la
Escritura aprendida no por estudio alguno sino por la audacia de pretender vivirla al
máximo (2 Cel 102-105).
De todos modos, la imagen de Dios que se forma Francisco no nos interesa tanto por su
originalidad conceptual cuanto por su dinamismo, capaz de originar un nuevo modo de
vida que se convierte en transparencia de lo que es y significa Dios para el creyente
responsable de su fe. Por eso, más que las ideas que nos pueda proporcionar su
pensamiento, nos interesan las actitudes que es capaz de desencadenar, ya que la imagen
experiencial que tiene es la de un Dios ejemplar que motiva y empuja a historizar en la
propia vida, y a través de mediaciones, lo que descubrimos al encontrarnos con Él.
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Tras esa imagen tradicional de Dios que se forma Francisco, se esconde el Dios vivo,
cuya presencia le interpela y seduce hasta el punto de cambiarle el horizonte de sentido
que había tenido hasta entonces. Celano (1 Cel 5) nos describe esta experiencia
desconcertante en el famoso sueño de Espoleto. En una imagen feudal propia del tiempo,
nos dibuja el cambio de valor que adquiere Dios en la vida de Francisco. De ser un medio
más en la consecución de lo que para él constituía lo absoluto de su vida -llegar a
conquistar la nobleza-, pasa a ser el Valor desde el que se vive y para quien se vive todo
lo otro.
El Dios sociológico, que había permanecido inmóvil y compatible con otros valores, da
paso al Dios vivo y vivificante que conquista y se adueña, ensancha y desgarra el
horizonte en el que poder vivir la propia vida. El consentimiento de Francisco a la
evidencia del señorío de Dios le supondría para el futuro vivir en continuo éxtasis, en un
permanente éxodo de sí mismo hacia el Dios que da la plenitud. Después de esta
experiencia ya no podrá seguir pastoreando su propia personalidad, sino que se lanzará
por nuevos caminos como peregrino del Absoluto en busca de la fuente donde poder
saciar su sed de Dios.
La irrupción de lo divino debió de ser arrasadora para que un hombre medieval como
Francisco, acostumbrado a percibir a Dios en toda la textura sociorreligiosa de su pueblo,
se sintiera sorprendido. Al releer su camino espiritual desde la tarde de su vida, nos dirá
en el Testamento (1-3) que la presencia dinámica del Señor cambió por completo su modo
de ver y acercarse a las cosas. Allí donde antes no encontraba más que un amargo
sinsentido -los leprosos-, ahora descubría lo gratificante que resulta ver el mundo desde
la perspectiva de Dios.
2. EL DIOS TRASCENDENTE
Al hablar del Dios de Francisco, resulta un poco artificioso hacer esta división de
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trascendencia e inmanencia, puesto que él nunca lo nombra así y, por consiguiente,
tampoco lo debió de experimentar así. Ciertamente la inaccesibilidad de lo divino forma
parte de su experiencia: Dios está más allá de todas las posibilidades ofrecidas al hombre,
pues habita en una luz inaccesible a nuestra percepción (Adm 1,5), y su morada se hace
inexpugnable para lo humano.
La trascendencia de Dios, sin embargo, no significa aislamiento. El Dios de Francisco es
un Dios ocupado y preocupado por el hombre, que, acercándose a éste desde Su
diversidad, desde Su ser absolutamente Otro, le invita a romper su cerco de egoísmo para
que pueda abrirse en libertad trascendiéndose a sí mismo. Por eso podríamos describirlo
como un ser bipolar que es Altísimo y a la vez Padre, Hijo y al mismo tiempo Eterno. En
Dios no se percibe ninguna separación entre esas dos dimensiones; pero nosotros, al
sentirnos limitados para expresarlo de una forma global, tenemos que recurrir a esta
división metodológica, aun siendo conscientes de su artificialidad.
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Dios, además de Altísimo, es Sumo (1 R 17,18; 23,1); un doblete muy querido por
Francisco, al que se unen los términos Excelso y Sublime como una forma de indicar la
lejanía trascendente de lo divino. Dios está en el horizonte de la trascendencia, en el límite
de lo último, donde nadie le puede arrebatar su absoluta diversidad.
La eternidad atribuida a Dios no es un símbolo de vetustez ni mira exclusivamente al
pasado. Ser eterno es ser contemporáneo, estar presente en todos los tiempos, viviendo
con preocupación la marcha de la historia. Dios es Eterno no solamente porque carece de
principio y de fin, sino porque alumbra a sus criaturas, las acompaña en el camino y las
espera en la meta (1 R 23,3s). Esta solicitud sin límites es lo que configura su eternidad
y provoca su omnipotencia.
Dios es Omnipotente porque es creativo, autor de maravillas que manifiestan su
originalidad por hacer participar al hombre de su propia vida. Crear, encarnarse,
redimirnos y sentarnos con Él en la gloria son obras que desbordan nuestras posibilidades
y sólo se pueden atribuir al Todopoderoso (1 R 23,8). Pero estas maravillas toman cuerpo
en la vida concreta de cada hombre; por eso Francisco, al reconocerlas en su propio
camino espiritual, no puede menos que abrirse en alabanza, la única forma coherente de
confesar la omnipotencia divina (1 R 23,14; AlD 1).
Los términos Rey y Emperador, aunque conlleven cierto matiz político-religioso como
justificadores de poder, mantienen el significado trascendente del lenguaje litúrgico del
que proceden, en concreto de los Salmos. Dios es Rey porque reina desde siempre en el
cielo y en la tierra (OfP 7,3; 1,5), y el reinado de Dios se hace eficaz en la medida en que
el hombre consiente y acepta su voluntad salvadora de ser transformado hasta la plenitud
(ParPN 4). Con la apertura de este proyecto divino, Dios ejerce su reinado y el hombre
va ganando en madurez mientras se capacita para recibir la gloria de su realización en
Dios. Sólo entonces Dios será definitivamente Rey, porque el hombre habrá entrado
también de una forma definitiva en su Reino.
La imagen de la realeza divina que tiene Francisco, a pesar de las connotaciones antes
mencionadas, no está determinada por el poder, sino por la humillación y el sufrimiento.
La imagen del Cristo de S. Damián debió pesar a la hora de ver al Señor que reina desde
la cruz, no desde un trono (OfP 7,9); una visión que refleja la teología de Juan, en la que
el Siervo sufriente es el Señor que reina. De ahí la insistencia de Francisco en urgir a los
hermanos el seguimiento en pobreza de ese Rey que reina desde la cruz y que nos
convierte en reyes del reino de los cielos (2 R 6,4); seguimiento que le llevó a recorrer
con docilidad y sin tregua el camino de la conversión espiritual (ParPN 5).
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lo decisivo del juicio (2CtaF 82. 85). Por eso se entiende que Francisco, a pesar de que la
gloria y la magnificencia divina le devuelvan como un espejo la propia imagen de hombre
pecador (1 R 23,8), no desiste del intento de salvar el tremendo abismo que lo separa de
Dios Santo, implorando al Hijo y al Espíritu que vengan en ayuda de su indignidad
pecadora para que le alaben como Él se merece (1 R 23,5) y así, unido a los cuatro
vivientes que día y noche cantan sin pausa: «Santo, Santo, Santo, Señor Dios
omnipotente, el que es y el que era y el que ha de venir» (AlHor 1), poder glorificar la
santidad de Dios (2CtaF 4. 54. 62).
A pesar de sentirse pecador frente a Aquel que es el único Santo, Francisco es capaz de
aguantar su mirada, porque sabe que la santidad divina no es autosuficiente y excluyente,
sino santificadora y sanante, ya que la ha experimentado en su debilidad humana
sintiéndose acogido y vivificado.
La presencia del Dios Santo en medio de la humanidad pecadora no mengua ni difumina
su Trascendencia por el hecho de comunicarse haciéndonos santos, ya que el
protagonismo y la iniciativa siguen siendo sólo suyos. Es decir, que la santidad divina no
se confunde con la humana. Dios es Santo porque santifica, y el hombre porque es
santificado. Desde esta experiencia de gratuidad, Francisco, aunque no sea digno de
nombrarle (Cánt 2), cantará sin descanso al Dios Santo por habernos acogido en el ámbito
de su propia santidad (AlHor 1).
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la pura alabanza. La imagen de la divinidad es ejemplar; por tanto, la respuesta más
coherente a la actividad bondadosa de Dios es hacerla eficaz dentro de nuestras
posibilidades. La experiencia del Dios Bueno nos debe llevar a hacer el bien (1 R 17,19),
aunque no seamos capaces de realizarlo como fruto del amor (2CtaF 27). Sólo si
aceptamos el devolvérselo con la alabanza y la praxis, habremos llegado a comprender
nuestra pobreza radical (Adm 7,4).
3. EL DIOS CERCANO
Al hablar sobre la trascendencia de Dios en Francisco, ya hemos aludido a la artificialidad
que supone desgajarla de su contenido inmanente o cercano. Si antes ha sido imposible
describir solamente al Dios inaccesible, ahora lo va a ser también descubrir
exclusivamente al Dios cercano: el motivo es que Francisco vivía la divinidad en realidad
total.
A partir del sueño de Espoleto, el que había irrumpido en la vida de Francisco ya no era
ese Dios sociológico que apenas cuenta a la hora de hacer verdaderas opciones. El Dios
vivo y verdadero le había seducido de tal modo que le resultaba ya imposible prescindir
de Él. Acorralado por su presencia, necesitaba sumergirse en su inmensidad para sentir la
Vida y sentirse vivo (1 Cel 6; TC 8). Si antes lo había mezclado con los ídolos que la
sociedad le ofrecía, ahora era el Dios verdadero quien justificaba y daba sentido a su vida.
Indudablemente la expresión Dios vivo y verdadero tenía en Francisco una
intencionalidad anticátara; pero, además de ser una afirmación de la ortodoxia, expresaba
su percepción del Dios viviente que es capaz de abrirnos hacia el futuro. El encuentro con
el Dios vivo le hizo descubrir la vida, no ya desde su propia experiencia de muerte
existencial, sino desde el que vive verdaderamente y por eso lo hace vivir todo.
A.- EL DIOS AMOR
Decir que Dios es amor es decir que Dios ama. Por amor salió de sí mismo creándonos,
enviando a su Hijo y redimiéndonos (1 R 23,3), y ese mismo Amor nos sigue
acompañando en nuestro camino hacia Él (Test 1. 4. 6. 14) La experiencia de que estamos
constituidos en el amor y de que, más allá de todas las cosas, hay un Dios que nos ama,
constituyó el fundamento de todo el proceso espiritual de Francisco. Por eso no duda en
alentar a los hermanos para que no se cierren en su egoísmo, y puedan ser recibidos
totalmente por Aquel que se entregó del todo (CtaO 29). Ante ese amor absoluto y
desinteresado, su respuesta no podía ser otra más que bregar tenazmente por quitar todo
impedimento que obstaculizara esta devolución de amor (1 R 22,26; 23,8); amor que se
sabe limitado y que necesita de la compañía del Hijo y del Espíritu para que la respuesta
sea adecuada (1 R 23,5).
Francisco sabe que el amor le funda como persona y que sólo en la actuación de ese amor
puede alcanzar su plenitud. De ahí que trate de asegurar lo fundamental de su ser creyente:
el amor a Dios y a los hombres a quienes Dios ama. Pero responder adecuadamente al
amor de Dios sólo puede hacerlo Dios mismo. Ante esta necesidad e impotencia a la vez,
Francisco, implorando la mediación del Hijo y del Espíritu (1 R 23,5), invitará
encarecidamente a todos los hermanos a amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda
el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con
todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con
todos los deseos y quereres (1 R 23,8). Es decir, con la totalidad del ser.
El amor de Dios no debe ser una trampa para olvidar a los hermanos. El que ama a Dios
entra a formar parte del dinamismo de su amor que todo lo abarca (2CtaF 18). Porque
Dios ama a todos, tenemos que amar al prójimo como a nosotros mismos (2CtaF 27),
incluso cuando se conviertan en nuestros propios enemigos (1 R 22,14), puesto que en el
cristiano el ejercicio del amor no depende de la acogida humana sino de la certeza de que
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el amor de Dios es transformador; por eso debe realizarse de una forma eficaz, sabedores
de que el amor al hombre, al hermano, es el sacramento de nuestro amor a Dios (CtaM
9).
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Una consecuencia de la proclamación de Dios como Creador es reconocerlo como Señor
soberano de todas las cosas. Este título, empleado con profusión por Francisco, revela el
modo tan indeterminado que tenía el pueblo de nombrar a Dios. De hecho, el término
Señor sirve tanto para referirse a Dios en general como a cada una de las Personas
trinitarias en particular.
En esta religiosidad popular, la imagen del señor feudal y del rey germánico se proyecta
sobre Dios Creador. Dios es el Dominus, el Señor de todas las cosas, que las reparte con
prodigalidad a los hombres, aunque manteniendo su soberanía. Por parte del hombre,
pretender apropiárselas es negar el señorío de Dios y crear falsas expectativas, pues al
final «lo que creía tener se le quitará» (Adm 18,2). Por eso, lo más cabal es respetar su
dominio y agradecerle su generosidad (2CtaF 61).
Este trasfondo sociológico medieval sirve también a Francisco para entender la soberanía
divina en una relación de Señor-siervo. Al Señor, que es dueño de todo, se le debe
obediencia; es decir, hay que abrirle de par en par el ámbito de la propia vida para que
Dios se enseñoree de ella. Por tanto, la actitud del siervo es la de plegarse a la voluntad
de su Señor sin oponer el obstáculo de los propios deseos, ya que atrincherarse en el
propio parecer es afirmar nuestro señorío y rebelarse contra el señorío de Dios. La
verdadera obediencia supone, pues, olvidarse de los quereres personales, para buscar
solamente lo que Dios quiere y lo que a Él le agrada (1 R 22,9; CtaO 50), y esto, no por
un sentimiento de victimismo oblativo y ciego, sino por haber descubierto que en la
voluntad de su Señor se esconde su propio bien, su plena realización.
Esta actitud del siervo que ofrece el espacio humano de su voluntad para que se manifieste
el señorío de Dios, está descrita magistralmente en las Admoniciones. En ellas Francisco
dibuja muy sutilmente la disposición del siervo ante la presencia de su Señor;
disponibilidad que favorece el cumplimiento de la voluntad de Dios en la realización de
su Reino.
Otra faceta del señorío divino, que Francisco incluye en este término, está relacionada
con la de Juez de vivos y muertos, sobre todo referido a Jesucristo. La religiosidad popular
medieval estaba muy familiarizada con la imagen del Señor como Juez de la historia. A
la catequesis oral, que durante años gestó esta representación, se sumó después la
catequesis figurativa de los ábsides y tímpanos de abadías y catedrales. La majestad
distante del Juez apocalíptico va dando paso, poco a poco, a la imagen mateana del juicio
(Mt 12, 36); imagen que mantiene Francisco y a la que remite todo comportamiento: el
Señor que nos creó y de cuyas manos salimos es el mismo que nos tiene que acoger en la
tarde de nuestra vida (1 R 4,6; CtaCle 14).
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Creer en el Dios trinitario es más que entender el complicado sistema de esencias y
relaciones que los teólogos han elaborado a partir de las definiciones de la Iglesia, y que
el Concilio IV de Letrán define así: «Creemos firmemente y afirmamos simplemente que
hay un solo Dios verdadero, eterno e inmenso, todopoderoso, inmutable, incomprensible
e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo: tres personas pero una sola esencia, una
substancia o naturaleza absolutamente simple; el Padre no procede de nadie, el Hijo
procede sólo del Padre y el Espíritu Santo procede igualmente del uno y del otro. Sin
principio y siempre sin fin, el Padre engendra, el Hijo nace y el Espíritu Santo procede.
Son consubstanciales, coiguales, igualmente omnipotentes y coeternos».
La fe de Francisco, sin rechazar nada de cuanto dice la Iglesia, tiene un sustrato popular
que la distingue de todas esas elucubraciones, pero que, al mismo tiempo, le hace intuir
su dimensión práctica. A la Trinidad la conocemos por sus actuaciones en favor nuestro;
por tanto, la aceptación de este Misterio, más allá de la aceptación conceptual de la fe, se
debe traducir en actitudes que lo hagan presente y operante.
Una de estas actitudes es la de anunciar al Dios trinitario como fuente de la que brota
nuestra salvación (1 R 21,2). La actividad constante de Francisco está marcada por el afán
de comunicar a todos los hombres, fieles e infieles, lo que para él constituía el núcleo de
su fe: la acción salvadora del Dios Trinidad (1 R 16,7).
Junto a esa necesidad de anunciarle, Francisco experimenta la de alabar y bendecir, dar
gracias y adorar al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre, Hijo y Espíritu
Santo (1 R 21,2; 23,10). Es una reacción lógica cuando se ha experimentado que la gracia
de la salvación brota de sus manos siempre que se los acoja con agradecimiento para
hospedarlos en nuestra persona como su habitación y morada (1 R 22,27).
La comunidad trinitaria tiene, pues, para Francisco una dimensión ejemplar. En ella se
miran los hermanos como un ejemplo de relación familiar, en la que su entrega mutua
hasta la unidad no les impide que sean absolutamente distintos (CtaO 50-52).
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Consolador y Salvador definitivo (ParPN 1), que nos espera para acogernos en su seno al
final de los tiempos (1 R 23,4).
Aunque el Padre habita en una luz inaccesible (Adm 1,5), nos ha hecho presente su amor
por medio de su Hijo, que se convierte en Camino para llegar hasta Él (Adm 1,1). Por
tanto, el modelo de esta relación filial es el mismo Hijo que, desde la prueba y la gloria,
permanece abierto en fidelidad a la voluntad de Dios Padre.
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15,4).
Por ser Creador es también recreador o Redentor de nuestra condición humana. Salvador
glorioso que libera de forma definitiva al hombre introduciéndolo en el ámbito de Dios
(1 R 16,7). Como Palabra del Padre (2CtaF 3), se comunica, hecho Hombre, a los hombres
para anunciarles su voluntad de salvación (2CtaF 4), aunque para ello tenga que pasar por
la noche de la cruz (2CtaF 11s). Pero Dios es el Padre fiel que no abandona, sino que
levanta a su Hijo de la muerte para sentarlo a su derecha, desde donde juzgará la historia
cuando llegue a su término (OfP 9,1-3).
Frente a un mundo satánico, caracterizado por la ceguera y la mentira, Cristo es para
Francisco la Luz (2CtaF 66), la Verdad (Adm 1,1), la Sabiduría (2CtaF 67), el único
Maestro (1 R 23,33-35). Por Él se nos revela la verdadera ciencia de Dios, que es capaz
de discernir lo conveniente para nuestra salvación; ciencia que se concreta y adquiere en
la recepción de la Eucaristía y en una conducta coherente con la fe (2CtaF 63-68). El re
descubrimiento de la sabiduría divina le llevó a buscarla de una forma obsesiva,
manteniéndose más bien indiferente ante la sabiduría humana (Adm 7).
Por cuanto Cristo es el Señor que tanto ha hecho por nosotros y nos espera como Juez
que tiene que juzgar la historia, la actitud de Francisco es la de adorarle con temor y
reverencia. Jesucristo es Señor porque es Hijo del Altísimo, y como Él merece la alabanza
y la bendición por los siglos (CtaO 3s).
b) Cristo el Siervo
Si Francisco contemplaba con verdadero estupor la divinidad de Cristo, mucho mayor era
su asombro al comprobar que este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y tan glorioso,
tomara la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad en el seno de la Virgen
María (2CtaF 4). Este acto de humillación lo percibe Francisco continuado en el tiempo
cuando diariamente viene el Señor desde el seno del Padre hasta nosotros en la humilde
apariencia del pan y del vino (Adm 1,16-18).
El hecho de la Encarnación convierte a Cristo en el Camino por donde nos llega la bondad
salvadora de Dios y por donde nosotros tenemos que caminar, siguiendo sus huellas, hacia
el encuentro con el Padre (Adm 1,1). Cristo es el Hijo amado por quien el Padre nos
muestra su amor y de quien recibe de forma adecuada ese mismo amor (1 R 23,5); por
tanto, es el centro de una doble mediación: del Padre a nosotros y de nosotros al Padre.
Esta actitud de intercesión aparece de una forma clara en el Oficio de la Pasión, en el que
la voz de Francisco deja paso a la de Cristo para que se dirija a su Padre; imagen de Jesús
orante que Francisco toma del Evangelio de Juan y en la que aparece la confianza absoluta
del Hijo, a pesar de su oscuridad y su angustia, en la voluntad de su Padre (OfP 1-5).
Este Hijo amado del Padre es, a la vez, el Hermano (2CtaF 56) que conoce nuestras
debilidades porque las ha sufrido en su propia carne; de este modo, además de ser Juez
es también el Intercesor (2CtaF 56), el Pastor y el Guardián que nos cuida y defiende (1
R 22,32). Dios se acerca a nosotros por medio de su Hijo; el que es Señor del universo se
hace esclavo y Servidor, imagen muy querida de Francisco, que no la toma del himno
kenótico de Pablo (Flp 2,6-11), sino del relato del lavatorio de los pies que trae Juan (Jn
13,1-18).
Jesús es el Siervo que, además de estar al servicio de los otros (Adm 4), se ofrece por
ellos, como Siervo sufriente, a través de algo tan oscuro y aparentemente ineficaz como
es el dolor (OfP 7,8s). La imagen del Siervo es historizada por Francisco hasta el extremo
de convertir a Cristo en Mendicante y Peregrino (1 R 9,5), figuras de la religiosidad
popular que no aparecen en los sinópticos. Pero el Siervo llega a lo más profundo de su
humillación al ser considerado como Gusano, imagen que no sólo aplica a Cristo, sino
también al hombre en pecado, aunque en distinto sentido (2CtaF 46).
Cristo, además de Pastor, es visto también como Cordero (CtaO 19); imagen
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comprensible por estar muy difundida por la liturgia y el románico. Baste recordar el
Agnus Dei de la misa y la decoración del culto ante el cordero del Beato de Liébana. Un
Cordero apocalíptico que manifiesta la gloria y el sufrimiento, y que para Francisco
representa tanto al Siervo sufriente como al Señor exaltado (AlHor 3). Un Siervo que no
se reduce a mero recuerdo, sino que expresa toda su actualidad cuando sigue
humillándose, como se ha mencionado antes, en el sacramento de la Eucaristía; misterio
que hace exclamar a Francisco: «¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el
Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse,
para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan! Mirad hermanos la humildad de
Dios y derramad ante Él vuestros corazones; humillaos también vosotros, para ser
enaltecidos por Él» (CtaO 27s). El Señor que está en la Eucaristía es el Hijo de Dios hecho
Siervo, que nos redime por la cruz y nos salvará desde su gloria a la derecha del Padre
(2CtaF 11s).
Entre las distintas imágenes que nos ofrece Francisco para expresar a Cristo como el
sacramento del Padre hay que colocar también la Palabra, puesto que, lo mismo que la
Eucaristía, es también para él un signo corporal del Hijo de Dios (CtaCle 3), que, a través
de su Espíritu, nos ofrece la vida (Test 13).
La consecuencia que saca Francisco de la contemplación kenótica de Cristo es su actitud
profunda de ser pobre y menor, dispuesto a servir a los demás; pobreza y minoridad que
tomarán cuerpo en el seguimiento itinerante y desarraigado de Cristo como pobre y siervo
sufriente.
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agradecidos alabándole como se merece (1 R 23,5).
La inhabitación del Espíritu no se reduce a una mera presencia pasiva. Francisco lo
experimenta como el dador de vida (Adm 1,7), que le capacita para ser consecuente con
las exigencias del Evangelio. El Espíritu es el que hace comprender y ayuda a realizar lo
que Jesús viene a decirnos de parte del Padre: que nos dejemos transformar en hombres
nuevos, donde tengan cabida las actitudes de las bienaventuranzas, y olvidemos el modo
de comportarse del hombre viejo, que no conduce más que a la muerte (1 R 17,9-16).
El sentimiento que tiene Francisco a la hora de describir la acción del Espíritu es que su
presencia tiene como finalidad el modelar la imagen personal de Cristo en nosotros. Así
como la Virgen María es esposa del Espíritu Santo porque gracias a Él engendró en su
seno a Cristo (OfP Ant 2), así también nosotros nos convertimos en esposos del mismo
Espíritu cuando nos unimos a Jesucristo reproduciendo su vida en la nuestra (2CtaF 51).
El Espíritu Santo es, pues, para Francisco el que hace posible el derramamiento de la vida
divina sobre nosotros, abriéndonos los ojos y el corazón para que sigamos a Jesús en el
aprendizaje del vivir de Dios. En Jesús sabemos lo que es Dios para nosotros y lo que
nosotros tenemos que ser para Él, y esto sólo puede hacerlo el Espíritu del Señor (CtaCle
42).
4. EL DIOS SENSUAL
La imagen de Dios se completa con otros atributos menos utilizados, pero que indican la
riqueza tan variada con que lo experimentaba Francisco. De forma litánica, sobre todo en
el capítulo 23 de la primera Regla y en las Alabanzas al Dios altísimo, va desgranando
una a una todas las facetas desde las que ve y siente a Dios. Son como piedrecitas de un
gran mosaico, con las que construye su imagen de la divinidad; por desgracia, a nosotros
no nos ha llegado la clave de la composición.
Estos atributos menores, por llamarlos de algún modo, son también importantes porque
reflejan la proyección sensible de la experiencia divina, que no se reduce a
intelectualidad. Decir de Dios que es Hermosura, Gozo, Alegría, Fortaleza, Refrigerio, es
proclamar que no sólo llena la necesidad de sentido que tiene el hombre, sino que además
satisface la sed de los sentidos. Es decir que Dios es para Francisco el Todo, el que le
realiza de forma desbordante y le ofrece mucho más de lo que él pudiera ansiar y
sospechar.
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