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TALLER DE FILOSOFÍA ------------ Coordinado por Diego Singer

Rodolfo Kusch
Indios, porteños y dioses – 1966
Textos originalmente preparados para programas de radio, con el formato de diarios o
anotaciones de viaje.

Prólogo

Kusch comienza el prólogo poniendo en duda la supuesta fidelidad de la fotografía para


retratar la experiencia de un viaje. Cuando les mostramos las fotos que sacamos en un
viaje a nuestros amigos, se aburren.

(145) “Una fotografía, indudablemente, es un poco el residuo de un viaje, la versión


delimitada, clasificada y fiel de lo que hemos visto y, por lo tanto, su fidelidad es
relativa.”

¿Cuál es el déficit de la fotografía en relación a la experiencia? Kusch ejemplifica con


lo que resulta la experiencia central de su pensamiento: la sensación de extrañeza que
involucra toparse con un indio en la puna. Tanto el territorio donde van a sucederse sus
investigaciones, como el efecto de ese encuentro con una forma de existencia

(145) “Primero se da un asombro original, luego el reconocimiento del prójimo, luego


nos surge la frase “es un indio”, y, al fin, tomamos la fotografía.”

Porque la fotografía refleja el final del proceso, no puede dar cuenta de ese primer
asombro, de “la conmoción de nuestro sentimiento vital”. ¿Cómo lograr dar cuenta de
esa experiencia? ¿Cómo un registro puede dar cuenta de la vida?

(146) “Por eso, cuando un amigo exclama ante la fotografía del indio, lo sucio y mal
vestido que está, nosotros, que hemos vivido el episodio, pensamos que esto último en
ningún momento nos interesó.” El hedor como interpretación propia de lo americano,
tapa una experiencia más fundamental.

Se puede intentar entonces otro tipo de relato, que trate de narrar ese asombro previo a
la identificación “es un indio”, en el momento en que “se nos cae la realidad encima”.
Esta narración permitiría abrir una serie de interrogantes que apuntan a las raíces.

(146) “Es la misma distancia que media entre inteligencia y vida, como si se tratara, por
una parte, de una planta ya realizada y, por la otra, de una semilla sin germinar.” Las
referencias al mundo vegetal, a la germinación, al fruto están asociadas con el pensar
americano.

Ese relato desde la semilla permitiría volver de cierto modo algo que para porteños está
olvidado o tapado: la fusión de los opuestos antes de que las cosas, antes de que el
mundo objetivado y ordenado por la inteligencia, obligara a distinciones que hacen del
indio o del bárbaro otro irreconocible e irreconciliable.

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(147) “Un dios, cualquiera que sea, siempre concilia opuestos, porque implica una
apelación a la vida y brinda la posibilidad de volver a crear un nuevo sentido para este
nuestro mundo ingenuamente repartido entre lo blanco y lo negro.”

El llamamiento que hace Kusch para renovar nuestra experiencia vital está asociado a
un cierto retorno de los dioses. Esto es, a la pérdida de un tipo de temporalidad, de
subjetividad y de concepción de mundo que se produce en la ciudad.

Esa “vuelta de los dioses” acompaña cierta confusión de opuestos, cierta indistinción
entre indio o árbol, que en algún sentido es la salida de la alienación en la que Kusch
cree que se encuentre el porteño.

Introducción a la puna

En el prólogo, habíamos subrayado que “toparse con un indio en la puna” era la


experiencia de asombro y extrañamiento a partir de la cual Kusch esperaba
comprometer al lector en una cierta reconciliación con su propio hedor o, aún más,
llegar a un momento anterior a la división hedor-pulcritud.

De los tres aspectos de la experiencia, la puna parecía en algún sentido el de menor


importancia, sin embargo es a partir de esta situación geográfico-existencial que Kusch
decide abrir esta serie de relatos. Contraponiendo el mundo emprendendor y sin
exabruptos de Buenos Aires con el infierno de la puna.

(151) “De ahí que un viaje al altiplano sea entonces una viaje ritual, y emprenderlo con
simpatía ya implica algo así como una expiación o iniciación en el caos.”

La noción del “exabrupto geográfico” implica una serie de dificultades, de


incomodidades que se oponen a la placidez porteña: frío, falta de oxígeno, inmensidad
solitaria.

(152) “Cesa entonces nuestra actitud ciudadana, que arremete contra el mundo y el
mundo comienza a arremeter contra nosotros. Los episodios se convierten en símbolos y
comenzamos a vivir otra vida.”

Se revierte entonces el (pretendido) dominio del hombre moderno sobre el mundo y


retorna la experiencia de la “ira de dios”, que involucra a la vez la construcción de un
mundo simbólico antes ausente.

¿Qué tipo de viaje puede permitir experimentar la vida en su condición de fragilidad y


de absurdo?

(152) “Y el viaje, un auténtico viaje, consiste en ir al absurdo ubicado en algún lugar de


la tierra, lejos de la cómoda y plácida ciudad natal, junto mismo al diablo. Porque el
diablo está en los precipicios escalofriantes, en el miedo ante la enfermedad
circunstancial, en la tormenta, en la lluvia o en el granizo despiadados, o en la súbita
detención del tren por algún derrumbe de la montaña.”

Lo absurdo y el miedo se conjugan en una coexistencia de los opuestos: bien y mal, vida
y muerte, Dios y diablo. Las protecciones de la ciudad muestran aquí su inutilidad: la
inteligencia, la riqueza fácil, las instituciones.

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(153) “Vivir en suma es poner el pie en la huella del diablo.” No se trata de un devenir-
angelical o simplemente de terminar con una ética dominadora propia de la modernidad.
Se trata más bien de un pasaje, del bien al mal y viceversa, de la barbarie a la cultura y
viceversa, de una disolución de esas fronteras estrictas que indica de algún modo la
fagocitación y el mestizaje.

La leyenda popular del viejo Miseria que encierra al diablo (recogida en Don Segundo
Sombra de Güiraldes), permite a Kusch criticar a médicos, abogados y gobernadores,
porque el sentido de su vida dependía de curar, resolver conflictos, gobernar. Es decir, e
la existencia de un caos que dominar, pero no para resolverlo definitivamente, sino para
vivir en esa tensión.

(154) “Vivimos dentro de un orden impuesto y miramos con el rabillo del ojo al caos
que se asoma más allá. ¿Para qué? Para sentir cómo nuestra vida vence al caos. No
hacerlo así es estar muerto. El barrendero ve la calle sucia y procede a imponer el orden
limpiándola.”

En cierto sentido, afirma Kusch, es como repetir la gesta divina que implicó crear un
mundo para verse a sí mismo en él (cfr. Hegel). En este sentido todo viaje es a la vez
geográfico e interior y la profundidad del viaje a la puna lleva implicada la enrome
profundidad como viaje interior.

(154) “…porque significa viajar hacia lo más profundo de sí mismo, hacia ese margen
de prehistoria que todos padecemos, por más blancos e inmigrantes que seamos.”

El vuelco de un camión

El relato comienza en La Paz, con la necesidad de internarse en un pueblito perdido el


altiplano. El camión es la única forma de transporte en esa época y en la avenida
Buenos Aires Kusch encuentra una situación de lazo, de envíos de mensaje, de unión
que todavía recuerda en algún punto al imperio incaico.

(162) “En la calle Buenos Aires convergen entonces la república boliviana y el pasado
de su tierra, como si se tocaran dos extremos de la historia: la antigua América y el siglo
XX.”

Entre la afiebrada actividad nocturna de la avenida, donde se gritan los destinos de los
camiones, los porteños se acomodan dentro de uno de ellos: no se reconoce bien lo que
está allí adentro, huele mal y sienten cierta hostilidad.

(162) “En el antro oscuro y maloliente del camión, una santa resignación nos invade.
Nos sentimos pequeños y nos asalta la sensación de esas cosa tremendas que siempre
empiezan de noche.”

En la búsqueda de recobrar el “asombro original”, la luz parece jugar un papel opuesto:


el de la seguridad de las distinciones que la antorcha de la razón puede garantizar.

(163) “Esperamos la luz como una especie de alumbramiento, para que retorne la
conciencia para que todo se aclare, y para hacer ver que lo que estaos haciendo es
importante.”

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Luego de que amanece y se ven los enormes picos nevados, Kusch contrapone el
adjetivo del hombre de ciudad, a la relación con los dioses, para dar cuenta del entorno.

(164) “Nuestra ciudad, aunque es muy grande, resulta demasiado pequeña para contener
a los dioses, y en cambio en el altiplano sobra lugar para que ellos se paseen libremente.
En la ciudad diríamos “qué hermoso”, pero en el altiplano nos callamos. El adjetivo
pierde ahí su vigencia.”

La relación que se establece con la montaña, al llamarla achachila (abuelo) es, para
Kusch, fecunda o sana, implica salir de la soledad del hombre de ciudad.

Finalmente, la lluvia hace que uno de los camiones vuelque y, de modo similar al relato
anterior en el que un camión casi mata a un bebe, no parece haber casi ninguna reacción
de los que siguen viajando en camión, sin detenerse a ayudar a heridos y muertos como
haríamos en una ruta de Buenos Aires.

Kusch problematiza lo que parece evidente: nosotros seríamos más solidarios. En lugar
de ello, se trata de pensar qué experiencias hay de la muerte y cómo nosotros nos
esforzamos por evitar que ocurra.

(165) “Entre nosotros, en cambio, es un episodio ingrato, un poco molesto y hasta


vergonzoso, porque seguramente debió ocurrir por algún descuido. Por eso se la tapa un
poco, se la evita. Se diría que la ciudad fue hecha para vencerla. Todo se construye en
ella para la eternidad, para siempre, como solemos decir.”

¿Cuál es la relación del mundo quichua con la eternidad?

(165) “Un mundo que es la prolongación de la vida del indio, que es viviente como él,
como una especie de animal-mundo, en el cual el pico nevado es el abuelo,
naturalmente puede extinguirse.”

Ese desgastarse, esa extinción, está asociada a la indigencia, a la falta de bienes, de


posesiones y de identidades que caracterizan al “ser alguien”.

(166) “Y nosotros, tenemos tantas cosas: el apellido, el traje, algún terreno, una casa y
entre otras cosas también nuestra vida. Por eso la vergüenza de morir, porque es como
un hurto que nos hacen de algo de lo cual somos propietarios. ¿Y al indio qué le pueden
robar si nada tiene?, ni aun su vida?”

En la tradición moderna vida y propiedad están absolutamente enlazadas: por ejemplo


en el padre del liberalismo político John Locke, quien afirma que hay que proteger vida-
libertad-propiedad.

La espera en la chichería

Aunque el comienzo del texto presenta a esta extraña bebida, lo más importante es la
espera. Tal como ya había afirmado Kusch, para “poner el pie en la huella del diablo” es
necesario cierto rito de iniciación, en este caso, beber chicha.

Mientras en Buenos Aires no sabemos esperar, siempre tenemos que estar haciendo algo
o distrayéndonos, parece que la espera es propia del indio.

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(175) “El indio inmóvil, que mastica o bebe, se ha convertido en un arquetipo para
nosotros. Pero ha de ser porque se nos escapa el sentido de la espera.”

La espera en la chichería es, de acuerdo a Kusch, el sedimento de la espera de las


cosechas y sus grandes rituales en el imperio inca.

(176) “Las cosas grandes que rodean al indio le hacen pensar a éste que su sembrado
siempre puede ser destruido. Por eso hace correr la bebida por sus venas, para crecer y
convertirse, en medio del mareo, en algo tan grande como el nevado, con la misma
imponencia y la misma fuerza mágica, casi para hacer crecer su simiente.”

La chicha y la espera parecen tener el efecto –a diferencia de nuestra lectura como pura
pérdida de tiempo- de una experiencia de los dioses y del poder involucrado para que
todo crezca. Parece tratarse de otra modalidad del camino interior: una entrada
alcohólica y pasiva al misticismo.

En cambio, el hombre de ciudad se sienta en un bar y sin relación con la naturaleza ve


una ciudad esencialmente igual. Solamente puede pensar en los resultados de su “ser
alguien”: propiedades, títulos, etc.

(177) “Pero estamos molestos. Hacemos otro esfuerzo y pensamos mal de la gente que
se deja estar. Pensamos incluso que el indio es una mala persona porque se deja estar,
porque nada hace para mejorar su situación.” Como otros que en la ciudad se dejan estar
y no progresan.

El malestar que en un principio se traducía como desprecio del otro, se presenta ahora
con todo el peso de la soledad en la que asoma el sinsentido último del ser alguien que
trabaja y progresa para “estar bien”.

(178) “¿Y el pueblo, la gente y el indio? Pues no existen, porque son mentiras, palabras
vacías que llevan el peso de todo eso que no queremos confesar: esa parte de nosotros
mismos que sólo quiere dejarse estar. Son como casilleros vacíos que empleamos para
purificar nuestra ciudadanía, a fin de que nadie sospeche de que no creemos en los
ideales de nuestra gran ciudad. Nosotros mismos somos indio, pueblo o gente, aunque
pensemos ser alguien.”

El rechazo y la seducción son producto de esta situación que no terminamos de aceptar:


tenemos más en común con ese indio de lo que creemos. Todo lo que la civilización ha
construido fue un intento de alejarse de esa posición, de rechazarla, pero no hacemos
algo tan distinto.

(179) “Porque también hacemos crecer, pero, como no sabemos qué es el crecimiento,
lo hacemos mal y en vez de crecer, sumamos. Juntamos ladrillos, títulos o bienes. Y
decimos que estamos creciendo.”

Esta diferencia entre el pensar vegetal, biológico y el aritmético-técnico, es lo que


diferencia finalmente a la fábrica y al maíz.

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