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MIÉRCOLES, 21 DE ENERO DE 2009

La virtud de ser ateo (Pintado en la Pared No. 3)


Hemos empezado a caminar por el siglo XXI, hemos ya recorrido un par de centurias con algunos serios
forcejeos entre el poder tradicional de la Iglesia católica y las tímidas y desordenadas tentativas de
secularización de la sociedad colombiana. Algunos, muy pocos, en sus vidas privadas han intentado
sacudirse, así sea de manera episódica, de la adhesión a una fe religiosa dominante. Una fe que nos ha
ayudado muy poco –al contrario- para cohesionar una sociedad o para salvarnos de la entrada a un
capitalismo despiadado que nos ha hecho recordar que el infierno está aquí, entre nosotros, y que no es
necesario imaginarlo o inventarlo. Ni el habitante común y semi-analfabeta, ni el ilustrado académico
universitario han podido zafarse del todo de las creencias religiosas, de la participación en actividades de
iglesias, de la aceptación de la autoridad sacerdotal. Dar el paso adelante de liberarse de instituciones y
creencias religiosas ha sido excepcional y traumático. Sigue siendo una especie de herejía, de transgresión
a los valores de la doble moral predominante.

Yo no digo que sea necesario convertirse en un estricto y aséptico ateo que ni siquiera en los simples actos
reflejos provocados por el pánico pueda invocar la protección divina; no, yo creo que ser ateo, con todas sus
inconsecuencias, es la búsqueda de una saludable virtud que permite que vivamos con menos odios. El
ateo ha dejado de pensar en un dios que sea el centro de su vida porque prefiere pensar en la vida misma y
en la compleja condición humana; los ateos pueden ser más tolerantes y democráticos que los creyentes en
dogmas, sectas, partidos y religiones. El ateo está lejos de esos mitos peligrosos que han servido para
encender guerras devastadoras: Dios, la Biblia, la Patria, la Nación. Palabras gruesas y atractivas que han
propiciado millones de cadáveres. El ateo prefiere que cada cual cultive su propio jardín y ayuda a que cada
quien pueda decir lo que siente y lo que piensa. Entre el ateismo y el escepticismo hay un vínculo fecundo
que ha dado muy buenos y hermosos resultados, sobre todo en el arte.

Tampoco se trata de despreciar al crédulo ni de sentir lástima por su aparente candidez. No, se trata más
bien de otorgarle el sentido discreto y humilde que merece cualquier vínculo religioso. Ni un Estado
confesional ni un Estado ateo me parecen las mejores opciones, ambos evocan un autoritarismo y un
totalitarismo inaceptables, ambos sólo propician la clandestina pero genuina búsqueda de la libertad
individual. Pero, eso sí, no soy partidario de esas religiones ruidosas y aparatosas que necesitan tarimas,
orquestas, canales de televisión y agresivas campañas de casa en casa; con profetas del bien que tienen
cara de escurridizos hombres de negocios. Tampoco me parecen agradables esos creyentes ostentosos y
monológicos, cuyos cuerpos están signados y resignados con todas las supuestas virtudes y bondades del
credo al que se han adherido. Todo eso tiene algo de artificioso y repelente que no alcanzo a digerir.
Necesitamos, en todo caso, aprender a hacer de nuestras creencias un asunto privado, austero, sobrio, algo
que hemos construido silenciosa y humildemente, sin vapulear o condenar a los demás.

Es probable que las opciones del ateismo, del librepensamiento, del agnosticismo y otras variantes similares
nos sigan pareciendo, incluso en el opaco medio universitario, unas alternativas desagradables y
escandalosas, algo así como declararse homosexual o exhibir la oscuridad de la piel. Sin embargo, la
secularización es todavía un proyecto vigente en la vida universitaria; muchas de nuestras disciplinas
académicas se han forjado en medio del influjo de comunidades religiosas y de sus expertos; la filosofía por
mucho tiempo fue una especie de patrimonio jesuítico. La Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad
Nacional y hasta buena parte de Colciencias han sido en algunos tramos de sus historias fortines del
jesuitismo. Las universidades privadas sustentan parte de su autoridad en un sello explícitamente
confesional y no es despreciable el poder de franciscanos y dominicos, incluso en versiones aparentemente
laicas, en oficinas y comisiones del Ministerio de Educación Nacional. Ni qué decir del influjo del Opus Dei,
tan cercano a las actividades y funcionarios de nuestro palacio presidencial.

Por eso es probable que el ateismo sea una condición marginal que delata nuestro escaso avance en
prácticas secularizadoras. De todos modos, me atrevo a afirmar que el ateo es alguien que ha pensado, que
se ha liberado de un fardo; es alguien que ha vivido la crisis de abandonar algo seguro y cómodo para
andar solo. Es alguien que ha aceptado vivir sin muletas espirituales y que ha encontrado en el plural
universo de los libros, los amigos y la gente común y corriente unas buenas razones para vivir y para luchar.
El ateo no ha dejado de creer, todo lo contrario, es alguien que ha comenzado a creer en muchas cosas que
la fe ciega le había ocultado. Ser ateo es una rara y saludable virtud que garantiza, al menos, caminar de
pie, sin arrodillarse. Ser ateo es bueno, aunque sea muy de vez en cuando.

Noviembre de 2008.

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