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La flor de la deidad – Anónimo

Había un rey que tenía tres hijos. Este rey había quedado ciego de la noche a la mañana, y no dejó médico a
quien no pidiera remedio para su ceguera. Ya desesperaba de curar, cuando un día llegó a su casa una vieja
bruja, quien dijo al rey que el único remedio para su enfermedad era "la flor de la deidad". La bruja también
dijo que para conseguir la flor había que vencer muchas dificultades, y que ella no podía revelar el lugar
donde existía esa flor, pues si no, perdía sus poderes curativos.
El rey llamó a su hijo mayor y le comisionó la tarea de buscar la flor. Fue así que de inmediato se puso en
marcha, sin rumbo fijo y guiado por el acaso.
Al día siguiente, el hijo segundo del rey se presentó a su padre diciendo que él también quería ir en busca de
la flor. El rey se opuso, pero, ante su insistencia, accedió y el joven partió.
Al día siguiente era ya el menor de sus hijos quien solicitó al rey la bendición y el permiso para partir en busca
de la flor de la deidad. El rey se enojó ante la audacia del hijo menor, pero éste insistió tanto y tanto que el rey
tuvo que dar su consentimiento y el joven emprendió su camino.
Tres días después alcanzó a sus hermanos, quienes trataron de impedir que siguiera viaje con ellos, pues lo
sabían muy osado al menor. Todos sus afanes para hacerlo desistir fueron inútiles y al fin lo dejaron seguir, no
sin conquistarse a calladas para matarlo después, si resultaba ser más certero que ellos.
Marcharon juntos, pero al día siguiente el camino que andaban se les presentó dividido en tres pequeñas
huellas. Aquí resolvieron separarse y seguir cada uno por una senda; a juicio de los hermanos mayores, la
huella que estaba más borrada prometía ser la más peligrosa e insegura; ésa fue la que indicaron al hermano
menor.
Siguió el menor la débil senda y al amanecer del nuevo día encontró un viejito montado en un burro, quien
desde un trecho le dijo:
-¿Adónde vais, criatura?
-Voy en busca de la flor de la deidad.
Ah, pobre chico! -contestó el anciano-. No sabes lo difícil que es conseguirla, pues hay que luchar con
grandes peligros. Tus hermanos te han despachado por el peor camino de los que conducen a la laguna
donde está la flor. Ellos llegarán antes; ya les he informado también a ellos de los peligros que corren, y les he
dado armas para vencer, sí se esfuerzan. Pero sé que se van a acobardar ante el peligro, y la ocasión será
tuya. Yo soy Dios, y sé que eres diferente de tus hermanos en valor y corazón.
En seguida sacó una espada y, entregándosela, le dijo:
-Mañana, a la salida del sol, llegarás a una laguna en cuyas aguas divisarás un toro, el que te atacará en
cuanto lo enfrentes. Si eres certero y consigues pegarle con esta espada en la frente, caerá partido en dos,
pero rápida como una bala escapará de su interior una paloma. Sin darle un segundo de tiempo para que
inicie su vuelo, la partirás de igual modo; de ella saldrá un huevo que tratarás de romper antes que toque
tierra. Hecho esto, tendrás a tu alcance la flor que buscas.
El muchacho le dio las gracias y se alejó. Todo se cumplió como le anunciara el viejito. En cuanto llegó, de
inmediato del medio de la laguna se levantó el toro enfurecido. Fue llegar a él y quedar separado en dos; salió
la paloma y la partió a un metro de vuelo, saltó el huevo, lo deshizo en el aire y, tomando la flor que de él caía,
dio la vuelta camino a la casa del rey, su padre.
Llegó a la unión de los tres caminos y encontró a sus hermanos, que allí lo esperaban. Festejaron la gran
hazaña, pero la envidia los excitaba. Muy pronto resolvieron los dos hermanos mayores apoderarse de la flor
y para ello mataron al menor. Lo enterraron y siguieron contentos su camino.
Llegaron a casa del rey, que se alegró mucho al saberlos de regreso con la flor de la deidad. Le hicieron
repetidas curas, pero ninguna produjo el resultado que anunció la bruja, y así se desvanecieron todas las
esperanzas del rey.
Un día un pastor bajó con sus ovejas a darles de beber en un arroyo, y se sorprendió al ver un cañaveral que
no había existido antes. Cortó una caña, hizo con ella una flauta y, al hacerla sonar, la flauta dijo:
No me toques, pastorcito,
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me han muerto
por la flor de la deidad.
Repetidas veces la flauta así le habló, y el pastor, todo asustado, dejó el rebaño y corrió con la noticia al rey.
Sopló el rey la flauta y ésta dijo:
No me toques, padre mío,
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me han muerto
por la flor de la deidad.

Y así siguió hablando. Se cortaron otras cañas, se hicieron otras flautas y siempre todas hablaban como la
primera. El asombro que esto causó hizo que fueran muchos a cortar cañas para hacer flautas. Y al mover y
remover la tierra, arrancando cañas, sucedió que de golpe se levantó, todo empolvado, el hijo del rey. Todos
quedaron asombrados al ver que el gran cañaveral era simplemente la cabellera del hijo menor, y que lo que
cada flauta decía era la verdad.
El rey entonces comprendió lo que le decía la flauta, y sin hacer caso a los pedidos de perdón para sus
hermanos que solicitaba el menor, mandó atarlos a las colas de dos potros bravos, dejándolos disparar
espantados por el campo.
Después trajeron al hijo menor la flor que éste había conseguido; en cuanto le hizo la primera cura a su padre,
éste quedó completamente sano. Y así el rey vivió muchos años en compañía de su hijo menor, sin
preocuparle el merecido castigo que dio a sus hijos envidiosos.

Los tres deseos – Charles Perrault


Érase un pobre leñador, tan cansado de su vida que, según se cuenta, tenía de morirse deseos, porque en
ningún de los agradables que había alimentado se vio complacido. Cierto día fuese al bosque, y como era en
él costumbre, comenzó a quejarse de su suerte, cuando se le apareció Júpiter con el rayo en la mano. Grande
fue el espanto del leñador, quien arrojándose al suelo, murmuró:
-Nada quiero; nada deseo.
-No temas, le dijo Júpiter. Tantas son tus quejas que quiero convencerte de su falta de fundamento. No
olvides mis palabras: verás realizados tus tres primeros deseos, sea lo que fuere lo que desees. Elige lo que
pueda hacerte dichoso y dejarte completamente satisfecho, y como tu felicidad de ti depende, reflexiona bien
antes de formular tus deseos.
Pronunciadas estas palabras, Júpiter desapareció; y el leñador, loco de contento, cargose la hacina, que no le
pareció pesada, y dándole alas la alegría, volvió a su casa, diciéndose mientras tanto:
-He de reflexionar mucho antes de tener un deseo. El caso es importante y quiero tomar consejo de mi mujer.
Saltando entró en su cabaña gritando: -Mujercita mía, enciende una buena lumbre y prepara abundante cena
pues somos ricos, pero muy ricos; y tanta es nuestra dicha que todos nuestros deseos se verán realizados.
Al oír estas palabras, la leñadora comenzó a hacer castillos en el aire, pero luego dijo a su marido:
-Cuidado con que nuestra impaciencia nos perjudique. Procedamos con calma y después de pensarlo bien,
consultándolo antes con la almohada, que es buena consejera.
-Lo mismo opino; pero no perdamos la cena y tráete vino.
Cenaron, bebieron, y sentándose luego al amor de lumbre, el leñador exclamó, apoyándose con fuerza en el
respaldo de su silla:
-¡Ajajá! Con este fuego nos hace falta una vara de salchicha. ¡Cuánto gustaría tenerla al alcance de mi mano!
Apenas hubo pronunciado estas palabras, su mujer vio con gran sorpresa una salchicha muy larga, que
arrancando de uno de los ángulos de la chimenea se dirigió hacia ella serpenteando. Lanzó un grito de
espanto, pero cayendo luego en la cuenta de que la aventura era debida al ridículo deseo formulado por su
marido, con él la emprendió agotando los dicterios.
-Hubiéramos podido tener oro, perlas, diamantes, vestidos excelentes, añadió, y eres tan necio que te se ha
ocurrido desear semejante cosa.
-Cállate, mujer; reconozco mi falta y procuraré enmendarla.
-A buena hora calzas verdes; necesario es ser muy imbécil para hacer lo que has hecho.
Tanta fue la insistencia de la mujer, que el bueno del hombre perdió la calma, y como a pesar de sus súplicas
ella no cejase, exclamó furioso:
-¡Maldita salchicha que te ha desatado la lengua; así te colgara de la nariz para que callaras!
Dicho y hecho, y la salchicha quedó colgada de la nariz de la esposa del leñador.
Realizado el deseo, quedose ella muda de asombro y él con la boca abierta y rascándose el cogote.
Restableciose el silencio, hasta que por último la mujer, que había perdido los bríos y no apartaba la mirada
de la salchicha, murmuró:
-¿Y bien?
-Sólo falta formular el tercer deseo. Puedo transformarme en rey, pero ¿qué reina vas a ser tú con tres palmos
de nariz? Elige, mujer: o reina con esa nariz más larga que una semana sin pan, o leñadora con una nariz
como la que tenías.
Mucho discurrieron antes de resolver, pero como su mirada no podía apartarse de la salchicha y a cada gesto
se movía como rama a impulsos del huracán, prefirió la leñadora quedarse sin trono a conservar las narices
como antes; y formulado el deseo por el leñador, su mujer volvió a quedar como estaba, lo que no fue
obstáculo para que se llevase la mano a la cara para convencerse de que la salchicha había desaparecido.
El leñador no cambió de posición, no se convirtió en un gran potentado, no llenó de escudos su bolsa y
creyose muy dichoso empleando el último de los tres deseos en devolver a su esposa las narices que antes
tenía.
Qué cierto es que los hombres miserables, ciegos, imprudentes y variables no deben formular deseo alguno, y
qué pocos hay entre ellos que sean capaces de hacer buen uso de los dones que Dios les ha concedido.

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