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BABAS EN LA BOCA DEL DIABLO

Osvaldo está a punto de babearse sobre otro interno, que duerme. Javier, que lo venía
siguiendo por los pasillos del hospital, un poco controlándolo y otro poco intrigado, percibe su
intención y grita: “¡Baba!”. Así termina uno de los relatos de La confusión. La baba aparece
seguido en el libro, identifica a los internos recién ingresados que sufren las consecuencias del
“chaleco químico” de bienvenida. Los internos sociabilizan o se reconocen por lo que hacen y
no pueden dejar de hacer: babear, fumar, masturbarse puntuales, deambular. No es raro,
cualquier modalidad de presidio extenúa los hábitos. Pero esta escena se distingue porque
Javier toma la iniciativa y grita (¿en señal de advertencia?), y ese grito condensa un protocolo
para registrar la realidad. Munido de él, Manuel Alemian logra un registro vívido de su
experiencia como interno en un manicomio (O NOSOCOMIO, O COMO LO LLAMAS VOS?).

Por un lado, las sílabas gemelas (¡baba!) son características de las iniciaciones verbales: los
niños duplican fonemas como si quisieran asegurar un estatuto de realidad mediante la
reiteración del sonido: mamá, papá, tata. Los moldes lingüísticos o culturales han empezado a
fragmentar la gran confusión originaria, pero en esta instancia todavía los niños son como
invisibles en ella: no han logrado la prótesis del yo. Manuel hace lo propio porque ¿quién es él
en el repertorio de internos? ¿Acaso el poeta que recibe visitas diarias de su novia y llora tirado
en la cama? No lo creo. Manuel ha logrado la invisibilidad, truco necesario para el narrador que
registra, mediante sus ojos o sus oídos: La confusión está hecha de escenas para ver (que casi
prescinden del diálogo en favor de la pura acción, como si estuviéramos viendo una película de
Buster Keaton), y escenas para escuchar (hechas de un puro diálogo filoso, que juega con el
absurdo pero no se arroja a él, como si Buster Keaton hubiera podido hacer un film noir). No
se confunda esto con una identificación anodina entre niñez y locura, de paso expurgada de las
miserias de la internación para transeúntes y escolares. Esto no es un elogio de la locura,
imposible por los demás (CITA BARTHES), es el reconocimiento de una sintaxis.

Por el otro, el grito de Javier es una variante del grito de terror que el hombre lanzaba frente al
fenómeno insólito de la naturaleza, en esa infancia amazónica de la humanidad. El grito
terminaba nombrando la cosa, se confundía con la baba paleozoica de un mamut. Hay un grito
silencioso de terror en alguno de estos relatos, los que escenifican microviolencias sucedáneas
de esa violencia mayor, la internación y el sometimiento (¿voluntario?) a una organización
autoritaria de la existencia. Manuel registra, entiendo no sin terror, algunas de estas
situaciones. Elige gritar su experiencia (¿en señal de advertencia?). No es un observador, no es
el fotógrafo de Blow Up pasando una noche en un hogar de indigentes. Ha convivido allí y elige
qué cartografiar de su registro. Un espacio en donde la baba es baba, la mierda es mierda,
pululan las chinches cada tanto y cucarachas siempre hay. Manuel no habla de locura, porque
hablar de locura siempre es aludir a (una teoría de los humores, una psicopatología, las magias
últimas de la neurociencia), y Manuel tiene a mano un cuaderno de bitácora para narrar, no
para juzgar ni explicar. Como el primer hombre del mundo, como el último, usa su saliva para
narrar un puñado de historias.

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