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CAMBALACHE:
ARG. M. TRUEQUE DE DIVERSOS OBJETOS, VALIOSOS O NO.

CUENTOS, PSEUDOPOESÍAS, PENSAMIENTOS Y OTRAS HIERBAS…

LAURA FERNÁNDEZ CAMPILLO

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Primera Edición.
Editado por Laura Fernández Campillo en Octubre de 2009
Datos de contacto lmfdezc@hotmail.com
Pintura Portada por María Reé
Ilustraciones en Azafrán por José Antonio Calvo
Portada Azafrán por Laura Fernández

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“Al Loco…”

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Prólogo del autor

RENÉS, RENECITOS Y DESCARTES


Cuando escribo, siento que las cosas tienen que salir
del alma, o de más allá del alma, de algo indescriptible,
de un lugar en el que nace una daga afilada, luminosa,
divina, inmensa y eterna que te atraviesa de par en par
y te fulmina. Cuando escribo, si mis palabras no nacen
de aquella nación indefinida, no me sirven, no me
sacian, pero igualmente escribo, buscando a aquellas
que habitan aquel lugar infinito que conozco sólo en el
interminable tesón de mi esfuerzo natural. Entonces las
descarto, las excluyo del exquisito club al que
solamente pertenecen las otras, las indígenas del Tao.
Y aún así, no puedo deshacerme de ellas, ¡son
palabras!, no puedo deshacerme de ellas… así que, las
reúno en una carpeta de “descartes”, se convierten en
Renés para sobrevivir. Otras, son breves, son caricias,
son debilidades de la tarde o del anochecer, y se visten
de Renecitos que vagabundean por el pc con la sutil
destreza de existir. Existe otra raza de indecisos que,
por su timidez no se atreven a salir aún de mis dedos,
todavía no han nacido, pero saben que, si se deciden
temerosas a ver la luz de mi Word, serían Descartes.

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Por eso prefieren vivir en el olvido de ninguna parte, en
un limbo divino de esperanza eterna. Todas ellas,
Renés, Renecitos y Descartes, son la placenta de mis
hijas, las palabras indígenas del Tao, las excelsas, las
elegidas. Sin las otras, éstas no vivirían. Como siempre,
alguien tiene que morir en detrimento de la ascensión
de otros. Así es el cosmos, así se viste de jerarquías,
así el pez grande se come al chico. Mis queridas niñas,
mis palabras descartadas, a vosotras también, también
a vosotras os amo.

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CAMBALACHE

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EL MARINERITO
El día amaneció soleado. Ella se había pasado
toda la semana rezando y llevando huevos a las
clarisas para que el cielo estuviera despejado el
domingo. Su hijo mayor, por fin, tomaba la primera
comunión. Lo vistió de marinerito, a la antigua usanza,
a pesar de la insistencia del niño por llevar un traje
corriente. A él le importaban muy poco los asuntos de
su madre, pero aún no tenía edad para llevarle la
contraria. No durmió en toda la noche. Miraba el
trajecito colgado de la puerta del armario y pensaba en
las palabras del cura de su parroquia, que les había
dicho que sería el día más importante de sus vidas. Así
que, se fabricaba la ilusión con todas las ganas, para
sentir que aquello que le decían era cierto. Tomaría, por
primera vez, el cuerpo de Jesús, ese gran hombre dios
que un día pasó por la Tierra para enseñarnos a todos
a amar incondicionalmente. Quería creer que todo lo
que le contaban era tal y como se lo contaban.

El domingo se levantó muy cansado y muerto de


sueño. Toda su familia estaba en casa, diciéndole lo
guapo que estaba vestido de marinerito. Su madre no

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paraba de arreglarle el cuello, una y otra vez, mientras
le decía que tenía que portarse bien, que saludase a
todo el mundo con afecto y que pusiera mucha atención
al leer las peticiones en misa, para no equivocarse. Él
se había aprendido de memoria las cuatro líneas que
debía declamar ante el auditorio católico. Por los
pobres, por los niños pobres… debía pedir por ellos a
Dios… y no paraba de preguntarse por qué razón le
pedíamos comida a Dios, Él, que no era ni el panadero
de la esquina, ni la dueña de la tienda de golosinas.
¿No sería mejor pedírselo a los agricultores del pueblo
de su madre? Ellos sí que tenían en sus huertas,
tomates, patatas, pepinos… Se supuso que Dios debía
de tener un huerto mucho más grande, lleno de
alimentos, y que por eso le pedían a Él todo lo
necesario.

Lo que más ilusión le hacía de todo era sentarse al


lado de Margarita. Seguramente llevaría un vestido
blanco, como el que llevan las novias cuando se casan.
Y suerte que el cura había decidido colocarlos juntos.
También eso se lo había pedido a Dios y le había hecho
caso. Seguramente Margarita llevaría el pelo suelto,
con unos cuantos tirabuzones. Le había escuchado

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contárselo a Mila, su mejor amiga. Por eso llevaba días
soñando con las olas del mar, que le recordaban al
cabello ondulado de la pequeña. Unas alegres pecas
color marrón se situaban dulcemente por los carrillos,
como las estrellas se apoyan en el cielo nocturno para
poder sobrevivir. Margarita Garcinuño era hija de su
profesora de dibujo, por eso le decían “la enchufada”.
Pero él la defendía de las críticas de sus compañeros, y
ella se lo agradecía siempre con una sonrisa cómplice y
un guiño del ojo derecho.

Llegó el primero a la Iglesia, porque su madre


había insistido mucho en que ser puntual es la mejor
seña de la buena educación. A medida que iban
llegando el resto de niños fue sintiéndose más cómodo,
al ver que su atuendo no era un disfraz único. A Pablo
Dantiel lo vistieron de almirante. Miguel llevaba una
corbata roja y un traje de mayor hecho al tamaño del
pequeño. A Esteban, como a su padre lo habían
despedido del trabajo, no pudieron disfrazarle a lo
grande, así que, llevaba una chaquetita de punto azul
marino. A él le pareció que era el mejor vestido de
todos.

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Margarita apareció radiante, con un vestido blanco
de princesa y su pelo recogido en una coleta alta,
faltando a su palabra, pero sí ondulada, como había
prometido a sus amigas. Se colocó a su lado y le pasó
la mano por el hombro, con nerviosismo. A él se le
revolvió el estómago con un calambre por el tacto de la
niña, y se sonrieron mientras escuchaban al sacerdote
mandar silencio a los niños y familiares para comenzar
la ceremonia.

Tomaron el cuerpo de Cristo, uno a uno,


esperando el milagro al masticar el pedacito de oblea
que les ofrecía el sacerdote. Pero no apareció ningún
coro de ángeles, ni crecieron de forma espontánea, ni
les asaltó ningún rayo brillante con los secretos mejor
guardados del Universo. Así que, se volvió a su sitio
con la decepción expectante del que aún espera lo
imposible.

- ¿Tú has sentido algo? – le preguntó Margarita.


- No, ¿y tú?
- Tampoco.

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Y volvieron a sonreírse después de compartir su
experiencia, olvidando ya la decepción que les había
producido la sencillez del asunto.

Al terminar la celebración, los familiares salieron


despedidos de sus asientos y se dirigieron rápidamente
a besar a los principiantes con la satisfacción de haber
visto cumplido uno de los primeros pasos importantes
en la vida de sus hijos. Entre la masa de cuerpos que lo
rodeaba, buscó de nuevo a Margarita, pero ésta ya se
encontraba lejos de él, llevada por la marea de
familiares hacia el exterior de la Iglesia, en busca de un
matorral con flores para poder inmortalizar el momento
fotográficamente.

Quiso escaparse de allí, y salir corriendo en busca


de Margarita, para poder jugar al “Tú la llevas”, o a
cualquier otra cosa que les alejara del tumulto de los
adultos. Pero no pudo. Sabía que no podía hacer
siempre lo que le apeteciera. Se lo había dicho su
madre hasta la saciedad y también los profesores del
colegio. “Ser responsable es hacer en cada momento lo
que se debe hacer.” Y él lo hacía. Era un buen hijo, no
podía defraudar a su madre, y mucho menos en aquel

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día tan importante para ella. Así que, salió al patio,
como el resto de niños, a hacerse las fotos para el
álbum. Sonrió cuando se lo pidieron y se armó de valor
para decir unas cuantas palabras de afecto a sus tíos,
que no paraban de preguntarle cosas y de hacerle
comentarios sobre su traje de marinerito.

“Sonríe un poco cariño, así, muy bien, vas a salir


guapísimo en la foto”, “Ya eres todo un hombrecito
¿eh?”, “¿te han regalado muchas cosas?”, “!Ay mi nieto
qué hermosura!”… y mientras escuchaba todos los
comentarios con la mejor de las sonrisas, vio detrás del
rosal una pequeña mano delante del hermoso rostro de
Margarita, haciéndole señas para que se acercara.
Cuando llegó allí, recibió un beso en la mejilla que le
hizo imaginar un campo de estrellas luminosas. La niña
se marchó corriendo sin decir una palabra, y él
comprendió lo que significaba tomar la Primera
Comunión.

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LA IDENTIFICACIÓN
-¿Ha identificado ya el cuerpo?
“¿El cuerpo? El cuerpo tiene un nombre, señor
inspector”.
- Si.
- ¿Se trata de su esposa?
- Si.
- Lo siento, Señor Enríquez. Mis condolencias.

Volvió a tapar el cadáver con el horrible plástico


negro que lo cubría, y le indicó, con una mirada fría y un
gesto de mano abierta en dirección a la puerta, que ya
podía marcharse.

Arturo Enríquez salió del depósito con la sensación


de haber dejado allí una parte de sí mismo, con la
mirada perdida y con el encuentro primero ante una
vida ausente de pensamientos. Caminó sin rumbo por
las calles de la ciudad. Ni siquiera se asombró de que
ninguna imagen viniera a su mente. Estaba tan solo en
sí mismo, sin sentirse solo. Se sentó en el parque de su
barrio y dibujó en la arena con el dedo índice unas
figuras inconclusas que no procedían de ninguna parte.

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Subió a su casa, embebido en el acto mecánico de la
inercia. Abrió la puerta sin apenas ser consciente de
ello, y escuchó un sonido que procedía de la cocina,
como si un agua estuviera hirviendo. Se acercó, movido
únicamente por el movimiento de las ondas sonoras, y
allí encontró a Adela, con su delantal de mariposas
rojas y azules, cocinando, como siempre, y mirándolo,
esperando el beso del mediodía.

- ¿Dónde estabas? Llevo llamándote toda la mañana.


- Vengo del depósito. Me llamó la policía. Debía
identificarte.
- ¿A mí? ¿Identificarme?
- Si, allí estabas. El inspector me dijo que apareciste en
el río. Tu cuerpo flotaba… te encontraron unos
pescadores. Aún no saben más.
- ¿Están investigando el caso?
- Parece que sí, me llamarán en cuanto averigüen algo.
- Bien.

Adela apagó los fuegos de la cocina y se dispuso a


poner la mesa. Sacó el mantel de los domingos y la
vajilla de diario. Arturo encendió la televisión para ver
las noticias del día. El debate sobre el estado de la

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nación ocupaba todas las cadenas. Se sentaron a
comer los pimientos rellenos de pescado que Adela
llevaba preparando toda la mañana.

- Si te parece bien, hoy podríamos hacer el amor. – dijo


Arturo entre dientes.
- Bien.
- ¿Has hablado con Verónica?
- Si, llamó esta mañana. Está contenta. Dice que los
italianos son muy amables y que se siente muy cómoda
en la Residencia.
- Espero que aproveche el tiempo, nos está costando
mucho dinero.
- Es consciente de ello, se lo has dicho muchas veces.
- Para que no lo olvide.

Terminaron de comer y Adela recogió la mesa


mientras Arturo se echó en el sofá para dormir la siesta.
En el sueño del Señor Enríquez aparecieron, por fin,
todas las imágenes que se solían agolpar en su cabeza,
sin el menor sentido, y que, durante toda la mañana,
habían desaparecido por algún oscuro motivo que no se
había parado aún a descubrir.

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Cuando Adela terminó de limpiar la cocina, se sentó
en el sillón de cuero, frente a la televisión, a escuchar el
debate político con mucha atención. Sacó el punto que
tenía guardado en una bolsa detrás del sofá, y continuó
con la bufanda que estaba tejiendo para su marido. Fue
consciente absolutamente de todo lo que sucedía en
aquel momento, y una sensación de embriagadora
felicidad le recorrió todo el cuerpo. Miró a su marido y
disfrutó de su descanso. Sonrió y volvió nuevamente a
su tarea. Las imágenes de Adela, por fin, se habían
disuelto.

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EL DICCIONARIO VIEJO
Cuando tenía siete años llevaba al colegio un viejo
diccionario usado, de esos que habitan en todos los
hogares, con la elegancia de pasar inadvertidos y
convertirse en temporales sanadores de ignorancia. Era
el diccionario más viejito de toda la clase. Tenía las
páginas usadas, de aspecto bíblico. Yo lo cuidaba con
esmero y lo arreglaba para que pareciera nuevo. Lo
forraba con plásticos de colores y le ponía grapas
donde había grietas. Mis compañeras tenían
diccionarios que, comparados con el mío, adquirían
inmediatamente un porte diplomático, casi monárquico.
Todos ellos disponían de una amplia gama de colores
vivos, mapas físicos y políticos, banderas del mundo,
fotografías de focas marinas y de águilas imperiales. El
de mi compañera Susana tenía el aspecto de un pan
recién hecho, sano, fuerte, cargado de proteínas y
dispuesto a alimentar el espíritu. Pero, entre aquella
amalgama de sensacionales maestros, el mío brillaba
por encima de todos con el orgullo de pertenecerme, y
por eso lo cuidaba y lo amaba tanto que no quería
cambiarlo por ninguno más nuevo y aparente.

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Una mañana, entré en la clase y me dirigí a
buscarlo al cajón en el que se asomaba mi nombre en
una estantería de veinte cubículos. Allí estaba él,
brillando con sus colores tenues de siempre y con la
serenidad que irradiaba a través de su humildad. Fui a
buscar una palabra, y encontré que alguien me había
roto las primeras páginas de mi viejo y querido
compañero. Entonces pensé cómo era posible que
alguien pudiese ser tan descorazonado como para
romper un libro. Lo llevé a casa, se lo dije a mis padres,
cogí una rosca de celo, y arreglé, una por una, las
páginas de mi viejo amigo.

Ayer lo encontré, después de veinte años, en un


cajón escondido, y sentí una tremenda emoción al
pensar en esa niña de siete años, con el corazón tan
puro que no le importó nunca tener el diccionario más
viejo de toda la clase y que, aunque intentaran
destrozar su tesoro, ella arreglaba con devoción, con la
devoción y la hermosura que tiene la inocencia. Al tocar
el librito sentí mi egoísmo, mi cobardía, mi vanidad, mi
victimismo… sentí todo aquello que a los siete años no
tenía, y sentí que con esos sentimientos estaba
matando aquella joya forrada de sencillez y de

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inocencia. Busqué la última página rasgada y me di
cuenta de que, justo en el último renglón de aquella
tragedia bárbara, estaba un nombre: “Agustino/a:
religioso o religiosa de San Agustín”. Agustín era el
nombre de mi padre. Él me compró otro diccionario
nuevo, y el segundo día de llevarlo a clase, alguien
volvió a romperlo, y yo volví a arreglarlo. Desde
entonces, cada vez que alguien ha roto una parte de
mí, he tratado de arreglarla, y me pregunto dónde está
aquella pureza de corazón y aquella bonita inocencia, y
las reclamo de nuevo, y les pido que no me abandonen
nunca, que tengo miedo de que se vaya y sólo quiera
diccionarios nuevos, y cada vez que me rompan uno
quiera otro mejor y acabe convirtiéndome en el
monstruo que vende diccionarios de oro bajo un rótulo
dorado prometiendo la Felicidad.

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¿Dónde duermen los sueños que no se
cumplen?

Seguramente en algún rincón de la naturaleza,


rodeados de las raíces de los árboles que no terminan
de crecer, junto con el agua del río que no termina en el
mar y con los gusanos que, antes de convertirse en
mariposa, mueren por decisión propia. Seguramente
habitan rodeados de besos que, por miedo, no salieron
de unos labios ansiosos que temieron el rechazo.

¿Cuándo duermen los sueños? En el descanso eterno


quizás, en el lugar en el que no existe el tiempo, donde
las maravillas esperan su turno para nacer, donde el
viento decide si será brisa o bocanada, donde los
misterios no son más que concreciones resueltas a ser
enigmas, para que los humanos soñemos con
imposibles.

¿Duermes? Quizás estás durmiendo en este mismo


instante sin saberlo.
¿Sueñas? Cada día, a cada momento, sueño con
despertar un día y saber por fin la respuesta a la más
grande de las preguntas: ¿Quién soy yo?

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LA INGENIOSA VISITA DEL SEÑOR WATERLOO
Cuando Petter Waterloo se presentó en casa de la
Señora Suárez, nadie lo esperaba. Llamó tres veces a
la puerta con los nudillos de la mano derecha. Lo
atendió una voz desde dentro, ¿quién es?, Señora
Suárez, soy el Señor Waterloo, abra, por favor.
Esmeralda Suárez pareció no darse por enterada. No
conocía al tal Señor Waterloo que parecía tratarle con
tanta confianza. A los desconocidos no se les abre la
puerta, se lo enseñó su padre más de ochenta años
atrás, y ella era una niña muy responsable y muy bien
mandada. Pensó que era mejor que pasara el tiempo
sin ofrecer más respuestas. Todos se cansan de
esperar. Fue hacia la cocina a ponerse un té de canela.
Calentaba el agua con el fuego de siempre, lo encendía
con cerillas porque nunca se acostumbró al sofisticado
mechero que le regalaron sus hijos por Navidad. A
veces se le olvidaba poner en la taza el sobrecito de té,
y tomaba el agua caliente con azúcar. Su cara era de
tal placer que se diría que el gusto es una cuestión
puramente de la sugestión. Sonaron tres nuevos golpes
secos en la puerta. ¿Quién es?, Señora Suárez, soy el
Señor Waterloo, por favor, abra la puerta, llevo

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esperando aquí un rato. ¿Quién sería ese tal Waterloo
que parecía tratarla con tanta confianza? Ella no hacía
caso de desconocidos, se lo enseñó su padre siendo
una niña, y ella siempre había sido una niña muy bien
educada. Cuando se canse se marchará. Escuchó un
ruido que venía de la cocina. Encontró un puchero con
agua hirviendo. Aprovechó que alguno de sus duendes
le habría calentado el agua para hacerse un té.
Sonaron tres golpes secos en el cristal de la ventana de
la cocina. El rostro de un hombre le hacía señas para
que se acercara. ¿Quién es usted?, Señora Suárez, soy
yo, Petter Waterloo, ¿no me recuerda? No era una cara
desconocida para ella, pero no lograba identificarlo.
Pensó que el hombre se veía muy bien parecido a
pesar de sus años. ¿Qué edad tiene usted?, ochenta y
ocho, se le ve bien, ¿cómo hace para conservarse así?,
tomo mucho té, ¿le gusta el té?, sí, pase entonces,
gracias Señora Suárez. Se dirigió hacia la puerta, quitó
las cadenas que la mantenían protegida de posibles
intrusos, y abrió unos centímetros para ver al visitante.
Lo examinó primero de arriba abajo. Se conserva bien
este hombre, ¿qué edad tendrá?, buenos días Señora
Suárez, ¿cómo está hoy?, bien, gracias a Dios, ¿no me
invita a pasar?, no lo conozco, pero me gusta el té,

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¿sí?, pase entonces, haré té para los dos. El Señor
Waterloo pasó por fin a la entrada de la casa, y sintió,
como todos los días, el olor a naftalina de los armarios.
Estiró su espalda para parecer menos encorvado y más
joven. Se apoyó lo justo en su bastón, para no creer
que lo necesitaba. Está usted muy hermosa hoy,
Señora Suárez. Ella se ruborizó y se llevó las manos a
las mejillas. Es usted muy galante, ¿cómo dice que se
llama?, Petter, encantada, lo mismo digo, ¿Quiere
usted un té?, será un placer. El Señor Waterloo vio sus
llaves en la mesita de la entrada, y se repitió a sí mismo
que nunca volvería a olvidarlas.

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PÍO Y BICHITO
Pío era un pollito amarillo, corriente, sencillo y feliz, que
disfrutaba rebozando su cuerpo en los charcos de
lluvia, y cantando al amanecer los éxitos de los gallos
más conocidos. Pío no tenía familia, no tenía a nadie, ni
siquiera primos lejanos. Pero tenía un pequeño amigo.
Bichito era lo que se puede denominar “un bichito
común”. Pío y Bichito iban a todas partes juntos. Les
gustaba compartir juegos, risas, miradas… y aunque
hablaban idiomas diferentes, consiguieron entenderse a
la perfección con signos. Generaron su propio sistema
de comunicación. Por ejemplo, cuando Bichito movía
dos veces el ala izquierda, eso significaba que quería
jugar. Y lo movía sólo una, que quería descansar.

Un día, Bichito estaba tremendamente triste, porque


recordaba a su familia, que habían muerto todos en la
fumigación de un Restaurante. Él se salvó porque cayó
en la sopa de una modelo que, por supuesto, no se
acabó el plato, y aquello le dio la oportunidad de
escapar.

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Bichito estaba triste y cansado, no tenía ganas de jugar.
Pero Pío no sabía qué le pasaba. Como ninguno de los
dos había estado nunca antes triste, no tenían modo de
comunicarse tal circunstancia aún. Bichito alzó su patita
y a la vez, alzó el ala derecha dos veces, porque le
picaba una antena, y Pío entendió que Bichito estaba
enfadado con él, aunque no entendía el porqué de
aquel enojo.

Bichito estaba totalmente ajeno a los pensamientos de


Pío, puesto que su melancolía lo absorbía, y Pío
entendió que Bichito, quería apartarlo de su lado.

Pío se fue de allí triste y desolado, no tenía consuelo.

Cuando Bichito calmó su nostalgia, buscó a Pío por


los charcos, por los jardines, por los columpios… por
todas partes. Aleteó, levantó sus patitas, frotó sus alas
para emitir sonidos… pero Pío estaba ya demasiado
lejos para oírlo…

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LOS OJOS NUEVOS

- Señorita, disculpe, ¿qué tal le van estos ojos?


Son de color marrón, como los suyos, y muy
grandes y despiertos, como los suyos. Además,
con éstos va a poder ver la realidad tal y como
es.
- “Pero… es que… acaso ¿no estoy viendo ahora
mismo la realidad, tal y como es?”

El camarero sonríe y me dice:

- Señorita, ¡qué cosas tiene usted!, es muy


simpática. Pruebe a llevárselos, verá qué bien le
sientan.

Decido finalmente comprar la mercancía. Ocho


euros con cincuenta céntimos. Me los pruebo.
Efectivamente, me sientan perfectamente, quizás un
poco estrechos del lado izquierdo… será cuestión de
adaptarse. El color combina a la perfección con mi
fondo de armario. Me miro en el espejo, y por primera
vez, me amo profundamente. Un amor de ocho

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cincuenta. Pienso en el Empire State, y me pregunto
cuál sería hoy la vista desde allí.

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LOS OFICIOS
Cuando Jaume Ripoll abrió los ojos la tarde del 17
de agosto de 2009, se encontró despertando de una
larguísima siesta en su despacho del Hospital
Internacional de Damecay. Su frente aprisionaba los
expedientes que esperaban su firma, amontonados en
la mesa de roble macizo que decoraba con exquisita
elegancia una estancia adusta y correcta. Se desperezó
al tiempo que sus párpados iban tomando cuenta de la
ley de la gravedad, y se acarició a sí mismo el cabello
para comprender que ya no estaba soñando y quizás,
para devolverse la confianza y la responsabilidad en el
trabajo que sentía perdidos por las horas de sueño. No
sólo se le amontonaban los expedientes y el papeleo,
sino también las preocupaciones, que parecían no tener
definición ni lugar en su atormentada cabeza.

Se palpó el lunar del lado derecho de su labio


superior, con las yemas de los dedos, y comprendió
que no estaba solo. Comprobó la hora, eran las nueve
en punto. Aún le quedaban, al menos, treinta minutos
más de trabajo, eso, si lograba concentrarse con la
visita, o a pesar de ella. Sonaron los chinchines y las

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panderetas al modo habitual; tres toques iniciales,
sonido de campanitas, y un golpe seco y largo que
daba inicio a la función. Trató de concentrarse de nuevo
en los papeles, leyendo con la máxima atención posible
los comentarios de sus colegas. Era admirado en la
misma forma en la que respetaba a todos y cada uno
de los médicos que se encontraban a su cargo, así que,
dedicaba el tiempo preciso a cada uno para elaborar un
informe definido de sus conclusiones. Sintió un soplo de
aire fresco en la nuca, y trató de no sonreír a las
travesuras de su visita. Los saltos de Pere el Mago
seguían produciendo el mismo viento fresco y ligero
que años atrás. A pesar del tiempo transcurrido, de los
cuarenta y cinco años de compañía y de sus más
férreas pretensiones de ignorarlo, no conseguía
mantenerse indiferente ante él. Escuchaba su risa,
presentía sus movimientos circulares y su nariz redonda
y sonrosada. Como un susurro, atendía todos y cada
uno de sus chistes. “Vamos Jaume, concéntrate, ya
queda poco y te vas a casa. Ya se acaba el día”… “La
medicina es tu vida”… “la medicina es tu vida”… “la
medicina es tu vi….” Pero la sonrisa, dicen, es más
fuerte que cualquier medicina…. “No te escucho”…”No
te escucho”… Señoras y señores, niños y niñas,

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hombres y mujeres de todas las edades… el truco que
tengo esta tarde para ustedes, no tiene comparación
con ningún otro antes jamás presentado… Sólo tienen
que atender al gran… Pere el Mago… El joven
ilusionista reía cada vez más sonoramente, orgulloso de
su último descubrimiento, al tiempo que arrugaba sus
labios mostrando el lunar exquisito que identificaba su
carismática presencia. La ovación comenzaba a ser
presente en el despacho del facultativo. Se levantó de
la mesa de un respingo y dio un golpe seco a su mesa,
que en absoluto amedrentó las intenciones de la visita.
Tapó desesperadamente sus oídos bajo unos brazos
firmes y poderosos que se debatían entre alzarse al
vuelo para presentar el último espectáculo de Pere el
Mago, y continuar firmando los tediosos expedientes
que le miraban ansiosos de ser finalizados desde el
oscuro rincón de los aplazamientos. Finalmente, y ante
la intensidad de las ovaciones, los chinchines, las
panderetas, las carcajadas y los aplausos… alzó sus
manos al aire, elevó su cabeza hasta donde el cuello
tenso le permitía y levantó la voz, segura y potente…
“¡Bienvenidos al mayor espectáculo del mundo!”… El
éxtasis de Pere y Jaume alcanzó entonces su punto
máximo, y ambos se enzarzaron en una constante de

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bailes, danzas, saltos y piruetas que acompañaron su
espectáculo de magia. Los aplausos se escuchaban
desde todos los rincones del despacho. El aire se había
condensado, las risas eran ya una necesidad, no
quedaba ya una sola palabra exenta de misterio y
magia… hasta que, en el medio de la mayor algarabía,
apareció la sublime y respetable presencia de la visita
de las diez. Ringo Pioletti, ataviado con su peculiar
vestimenta de médico rural, provisto de su inseparable
botiquín y su estetoscopio colgado al cuello, debatido
entre el arquetipo y la obviedad, miró fijamente a
Jaume, embebido de la furia producida por la
irresponsabilidad. Ambos quedaron largo rato
manteniéndose la mirada, en una lucha tan poderosa
como la surgida en los mejores rings del mundo de los
grandes boxeadores. Firmes ambos, distantes ambos,
furiosos ambos… “LA MEDICINA ES TU VIDA”… la
sonrisa es la mejor de las medicinas… “No os escucho,
no os escucho, no os escucho”… y salió corriendo del
despacho, como alma perseguida por el diablo,
moviendo su cabeza para vaciarla de las
especulaciones vividas.

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Abandonó el hospital llevado por la furia y el
desprecio a su propia existencia, arrancó el coche con
la inútil intención persistente de mantener la mente
quieta, como aquellos que se recuerdan a sí mismos,
cada día, aquello en lo que no deben pensar. Condujo
varios kilómetros en círculo antes de tomar la dirección
hacia su casa. Volvió a tocarse el labio superior,
buscando ese peculiar lunar que enamoraba a las
jóvenes de hasta veintinueve años (las de treinta ya no
podían percibir su presencia, salvo casos
excepcionales), y cuando sintió que, ya no se
encontraba allí el apéndice, redujo la marcha y
comenzó a tranquilizarse. Lentamente, fueron
desapareciendo las ovaciones, los gritos, los
chinchines, las panderetas y la potente voz de Ringo
Pioletti. Dejó el vehículo en el garaje y, como aquel que
entra por la puerta de atrás, se introdujo
silenciosamente en su habitación, para no despertar a
su mujer, que parecía dormida, y se metió en su cama,
una vez más, vestido de los pies a la cabeza. La señora
de Ripoll dejó escapar una lágrima nocturna por la
locura de su marido, que a éste le pasó totalmente
desapercibida. De nada habían servido las visitas al
psiquiatra, los tratamientos constantes, el sufrimiento

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silencioso de la familia… no existía cura para aquella
enfermedad que había querido cebarse con tan
distinguidas personas. Ya se lo advirtió su suegra antes
de casarse. “De niño decía que tenía un amigo invisible.
Nunca fue como los demás, pero, por suerte para él, mi
marido supo encauzarlo por el camino que le
correspondía. Si no llega a insistir tanto el pobre en que
estudiara medicina… ¡qué se yo!, hubiera sido un
saltimbanqui cualquiera… Eso si, entre los dos hemos
conseguido que sea un hombre de provecho, y fíjate,
ahora, director de Traumatología del Hospital
Internacional… toda una eminencia…“

Y allí estaba Jaume Ripoll, encogido como un feto


en el vientre materno, enfundado en su traje exquisito
de finas y elegantes líneas, agazapado como un niño
asustado a pesar de su cultura y su experiencia
profesional, atormentado por las visitas de los Oficios,
luchando por mantenerse fiel a los principios de otros, y
tratando de olvidarse de sí mismo para no terminar
perdiendo la cabeza.

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Mientras tanto, Pere el Mago hizo la última voltereta
del día, sonriendo pícaramente convencido de que no
dejaría a Jaume perder la batalla.

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EL VECINO ALEMÁN
Andreas Rosenbauch, como cada tarde de
sábado, ha vuelto a encender su viejo gramófono para
escuchar a la Piaf. Las paredes de mi habitación son
finas, y dejan traspasar el sonido. Hace tiempo solía
acudir un joven a su piso, cada tarde de sábado.
Sonaba el timbre de la puerta y un segundo después
sonaba su agitación. Corría por toda la casa, mirándose
en todos los espejos para coquetear con su ya delicado
aspecto de cuarenta y cinco, y quizás, ensayar alguna
que otra mirada sensual antes de abrirle la puerta a su
invitado. Lo recibía con la magnificencia de Wagner,
llevado por la energía de la victoria, alentándose a sí
mismo con la potencia musical alemana. Sin embargo,
los gustos del joven diferían bastante de los de mi
elegante y wagneriano vecino. A los pocos minutos de
entrar en casa de Andreas Rosenbauch, el joven
alteraba la grandeza alemana por aquel sentimental
gramófono con sonido del treinta y seis y olor a vino
rancio de taberna parisina. La voz de mi vecino se
sentía temblorosa, tímida, en contraste con su seria y
segura personalidad. Sin embargo, el joven manejaba
perfectamente la situación. El de cuarenta y cinco se

39
dejaba llevar como un niño ante sus padres que lo
dirigen por primera vez a la escuela. Después se oían
sus pasos dirigiéndose al dormitorio y se podía
escuchar el ritmo de unos gemidos a los que, a pesar
de ser tentador seguir prestándoles atención, siempre
ignoré para respetar la intimidad de aquellos dos
amantes que, en el silencio de su verdad, me
resultaban fascinantes.

Hace tiempo que el joven no viene a visitarlo, y el


desgraciado llora, una y otra vez, y enciende su viejo
gramófono, para delirar con la amargura de la Piaf,
pensando en ese amor que lo ha dejado sin corazón y
sin más música que aquella triste canción. Andreas
Rosenbauch se pregunta por qué el joven que
embriagaba sus tardes de otoño con fragancia
primaveral, dejó un día de sembrar alegría en su
madurez, sin ninguna explicación, sin un porqué. A
veces, cuando le siento gimotear en el silencio de la
tarde, alguna lágrima temblorosa se escapa también de
mis ojos. Al fin y al cabo, todos tenemos una razón por
la que llorar.

40
Miss Manitas
Mido casi un metro y setenta y cinco centímetros.
Soy de constitución fuerte. Peso unos sesenta y ocho
kilos. Tengo una larga melena negra y me pongo
tacones para ser más alta. Cuando paseo por la calle
piso fuerte y altiva, para no quedarme tan pequeña que
un día no me reconozca. Me cuido, soy coqueta. Paso
mucho tiempo frente al espejo. Me pinto los ojos de
negro intenso, para que me recuerden al Universo que
veo cuando los cierro. Nunca pinto mis labios porque
siempre esperan besos, besos que llegan y besos que
no llegan. Uso colonias, zapatos y bolsos caros.
Compro faldas a tres euros y pantalones a cinco. Tengo
cremas corporales, exfoliantes, hidratantes, tónicos
faciales, antiarrugas, aceites relajantes, sales de baño y
elixires afrodisíacos que nunca utilizo. Canto por las
mañanas debajo de la ducha, si me levanto de buen
humor. Tengo una ventana en el techo que me enseña
las estrellas por la noche. Conozco dos o tres
constelaciones y si encuentro a Orión entre la niebla me
pongo tan contenta que sueño con príncipes y
princesas. Tengo una crema de manos de Aloe Vera
que las cuida como una madre a sus hijas. Es suave y
comprometida, lucha por ellas contra el ambiente, la
sequedad y las arrugas. Huele magníficamente y las
acompaña casi todo el día. Mis manos son pequeñas,
pequeñas, pequeñas, pequeñas, pequeñas,
pequeñas… son chiquitas y bonitas… un día alguien
me dijo: “Tus manos no pegan con el resto de tu
cuerpo”. Y nunca oí una frase tan desacertada en toda
mi vida. Mis manos son la eyaculación de mi energía y
contienen toda la fuerza que habita en mí. Mis manos
son amigas de quien las cobija, de quien las trata con
cariño. Mis manos son traviesas y no les gusta arreglar

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collares, ni enganches de bisutería. Mis manos tienen la
magia de haber sido poco queridas, y ahora que las
quiero, nunca consentiría que les llamaran feas. Son
gorditas, con dedos cortos y sinceros. Son como una
pequeña esencia, escasa y bendita. Mis manos son
algodón, son canción, son toda mi expresión, y al
mundo entero las entrego.

42
Unas cuantas cuestiones
Son las cuestiones del atardecer, las tenues luces del
sol, cuando va decidiendo que llega la hora de
marcharse, o al menos, de hacerse invisible a nuestros
ojos, que la ciencia ya nos dejó claro hace tiempo que
el sol no es el que se va, somos nosotros. Así es como
el hombre crea el atardecer junto al sol, y crea la noche
junto a la luna. Es el instante en el que los poetas y los
vampiros salen al olor de la inspiración, cuando los
aromas de la hierba explotan, cuando la intensidad del
descanso recubre los corazones humanos y divinos,
que lo mismo son, arriba que abajo, como dijo Hermes.

Son las cuestiones de la música, en su abrazo eterno,


regalando magia para los oídos. Las mismas notas las
escuché en los pájaros, y sonaron a cantos celestiales
al atardecer. “No hay sirenas aquí…” dicen algunos,
“¿por qué?”, digo yo, “porque aquí no hay mar, y porque
las sirenas no existen”… y me chirrían los oídos, como
a Peter al escuchar que las hadas no existen, por la
incredulidad del ser humano, por la tristeza de ver al
hombre sumido en la oscuridad de la indiferencia,
perdiendo la magia que le dio la vida.

Son las cuestiones de los imposibles, los regalos de la


naturaleza por un simple gesto de agradecimiento.
Todo lo que va, vuelve, como los boomerang vuelven
siempre a Australia. Regalo besos para recibirlos,
aunque debería regalarlos incondicionalmente.

Son las cuestiones de la vida, las más sencillas, las


vespertinas, las matutinas, las musicales, las
nocturnas… esas son las cuestiones de la magia. Sólo
hay que comprarse un par de ojos nuevos para verlas.

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EL FLAUTÍN DE LORENZO
El joven y hermoso Lorenzo Bombarda, virtuoso
del flautín y distinguido y ejemplar amante, murió a la
edad de veintiún años, tras una breve vida repleta de
experiencias y de amor. Visitó todos los países que se
puedan conocer, y en cada uno de ellos enamoró a
damas de todas las edades y razas, con el sonido
exquisitamente delicado de su flautín. Conquistó a
solteras, casadas, viudas y separadas. Amó a todas
con la pasión de su música y las olvidó como se pierde
una nota en el viento. Asimismo fue amado por ellas, y
también olvidado en la misma forma. Lorenzo abría sus
puertas secretas y se introducía con la astucia de un
prestidigitador experto. Conocía todos y cada uno de
los rincones que le proporcionan placer a una mujer.
Despertaba sentimientos dormidos y arrinconaba
complejos con la magia de un Merlín errante. Lorenzo
transportaba en su sangre el sabor del Universo, y
transmitía con su tacto los secretos del deleite más
excelso. Lorenzo dejaba almas rehabilitadas, espíritus
resucitados, cuerpos fortalecidos, sentimientos recién
nacidos… y a cambio, se llevaba el hiriente regalo del
olvido.

44
Lorenzo Bombarda, natural de Bolonia, músico
errante y soñador de amores apasionados, custodiaba
una pequeña cajita dentro de su pecho, en la que
conservaba a una temperatura media de dieciocho
grados, quinientos gramos de amor para repartir en el
mercado de la incondicionalidad. Dosificaba sus regalos
con exquisito mimo; cada miligramo de la quintaesencia
contenía ingentes cantidades de amor y felicidad, que al
fin y al cabo, es lo mismo.

A la edad de veintiún años, y después de varias


semanas de camino en soledad por la estepa siberiana,
conoció a la hermosa Aravela Steklov, hija de un pastor
errante y una echadora de cartas del Tarot. Aravela, a
sus diecisiete años rebosantes de hermosura, escuchó
el flautín de Lorenzo y se enamoró en el mismo instante
en que la primera nota llegó a sus oídos. Al mismo
tiempo, Lorenzo quedó extasiado por la delirante
belleza de la joven, y buscó en su cajita
desesperadamente los miligramos de amor que
quedaban en ella para regalarle a su amada. Le entregó
todo lo que tenía, hasta dejarla completamente seca.
Buscó descorazonadamente una última gota que

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alimentara, aunque fuera tan solo un segundo más, sus
momentos en compañía de Aravela. Pero la cajita cerró
sus puertas definitivamente ante la imposibilidad de
entregar ni un solo miligramo más de amor a su
propietario.

Lorenzo Bombarda sintió una afilada espada


atravesándole el corazón. Sintió la soledad oscura,
hiriente, dañina. Contempló los ojos de la hermosa
Aravela mirándole con el corazón atravesado por la
daga de la indiferencia. Se dio cuenta entonces de que
nunca más podría amarla. Tocó el flautín en un último
intento de generar aquel antiguo compañero que le
proporcionó mujeres y placer en un tiempo pasado.
Pero el flautín ya no embriagaba como antes. De sus
entrañas ya no salían aquellas notas celestiales y
eclipsantes.

Lorenzo Bombarda partió del lecho de Aravela


Steklov y caminó en soledad durante días por las frías y
nevadas tierras de Siberia. Enterró su viejo y querido
flautín bajo la nieve y sintió de nuevo el frío de la
soledad. Se tumbó junto a su fiel compañero y esperó

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tranquila y serenamente a que la cajita de aire de sus
pulmones dejase de emitir oxígeno para él.

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LINDA ABEJITA CURIOSA
Bssss… me decía juguetona, saltando a mi alrededor,
borracha de placer entre las plantas, convirtiendo un día
cualquiera en el día más feliz de su brevísima
existencia. Bsss… cantaba la abejita haciendo círculos
incomprensibles… contenta, fascinada, ilusionada por
el segundo eterno, viviendo el presente, despertando a
las flores de mi jardín, enturbiando un silencio
prácticamente infinito. Recogía su néctar con la
compostura imperturbable que sólo proporciona la
locura transitoria. Parecía decidida a comerse el
mundo. Bsss… me cantaba de nuevo, de vuelta al viaje
de la humanidad concentrado en la única persona del
jardín… “Bsss…” le contesté yo… “Linda abejita,
cuéntame tus secretos, ¿por qué estás tan contenta
esta mañana?”… Bsss… la seguí a donde quiso, corrí
tras ella por los límites del jardín y más allá, dibujé con
ella los círculos inconclusos que comenzaba a cada
segundo, reímos juntas a carcajadas sin pensar en el
mañana, como si ninguna preocupación existiera…
Bsss…bss…bs…b… paró en su planta favorita,
extrajo el néctar exquisito… una vez más, y la sonrisa
que llevaba dibujada en mis labios durante todo el

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camino, se convirtió en cómplice de su secreto. Sí,
hermosa abejita que extraes la esencia del cáliz de
María… guardaré silencio contigo… pero déjame probar
a mí también…

49
EL JUGADOR
He recorrido kilómetros y kilómetros de desierto
buscando las más bellas palabras de amor. Fui a
China y volví en el mismo día, para conocer a la
hermosa Ciao Meng, portadora legendaria de las
dotes de belleza más poderosas del mundo. Pero la
joven Ciao Meng se cansó de leerme los halagos más
bellos que había recibido, y ninguno satisfacía mi
ansia de poesía. Salté durante días por los muros del
Oriente Medio, buscando leyendas de las Mil y una
noches, buscando a la Scherezade que me regalase
los oídos de la más hermosa declaración de amor.
Pero no tuve éxito. Volé por encima de las Cataratas
del Niágara, del Iguazú, por el Cañón del Colorado…
visité la Patagonia, los Grandes Lagos, el Mar Muerto,
el Caspio, el Estrecho de Bering y el Lago Ness…
pregunté en un susurro a las ballenas de las costas
de Alaska, y me dijeron que en Anchorage había un
viejo mago que hacía pócimas de amor para
jovencitas vírgenes. Pero, cuando después de
recorrer estepas de nieve, y kilómetros de
agotamiento, me dijeron que el mago se había
convertido en águila real para explorar una visión

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nueva del mundo, perdí la confianza de encontrar
aquella hermosa poesía. Me encerré en mi casa para
leer a Rilke, a Bécquer, a Cavafis, a Benedetti… leí a
Neruda, a Huidrobro, a Valle Inclán, leí a Tagore, a
Kahlil Gibran, Whitman, lord Byron, Shackespeare,
Lorca… busqué en Museos, en Colegios, en joyerías
y librerías, en tiendas de ropa de hombre y de
mujer… pero no había rastro alguno de mis ansiados
versos.

Entonces, extenuada y abatida por una búsqueda


sin resultados, caí tendida en el sofá del salón, y tuve
un sueño. Soñé que Dostoievsky venía a mi casa. Yo le
abrí la puerta. Se presentó como Ivan Karamazov. Le
invité a subir a mi habitación, y nos sentamos en la
cama a charlar detenidamente sobre las obras
completas de su padre. De pronto, se acercó muy
lentamente hacia mí, me miró fijamente a los ojos y,
susurrándome al oído, me dijo: “Hace tiempo que
ignoro lo que ocurre en el mundo, en Rusia o aquí.
Pasé por Dresde y no recuerdo cómo es Dresde. Usted
sabe muy bien qué es lo que absorbe mi mente. Puesto
que no guardo la más mínima esperanza y a sus ojos
soy una nulidad, le diré con franqueza: solamente a

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usted la veo. Y lo demás me tiene sin cuidado.”… “Yo
mismo no sé por qué la amo así. ¿Sabe que, acaso, no
tenga usted nada de hermosa? Créame, yo no sé si
usted es bella, ni siquiera de rostro. Tal vez su corazón
no sea bondadoso, ni su alma noble. Tal vez”…”¿Sabe
usted que un día la mataré? No porque haya dejado de
quererla, ni por celos. Sencillamente la mataré porque,
a veces, siento deseos de comérmela.”

52
La Principita
Me preguntó muy bajito por qué ya no iba a jugar
con ella, yo le contesté que ya era mayor, que ya no
podía jugar a tirar globos de agua, ni podía inventarme
otros mundos imaginarios. Le dije que los príncipes
azules no existen, que los padres no viven
eternamente, que no iba a ser tan guapa toda la vida,
que, con el tiempo, haría muchas cosas que no son
divertidas, y haría cosas malas, aunque sus padres le
enseñaran que no tenía que hacerlas.
Le corté la ilusión de raíz, para que no viviera en la
inocencia de Los Reyes Magos. Le dije que en el Lago
Ness sólo hay peces, y que las hadas nunca más la
protegerían.
Le dije que se aferraría a la filosofía y a los cuentos
de Kahlil Gibran para poder sobrevivir, y que escribiría
poesía obscura de baja categoría. Le dije que le
romperían el corazón, y que de las partes nunca sale el
todo. Se lo dije en negro, porque sólo tenía negro para
hablar. Y hoy sueño en rosa para ella, para poder ir
recuperándola un poquito. Porque no quiero volver a
cortarle la cabeza a aquella preciosa niña que sabía
mucho más sobre la vida que los dirigentes políticos de
las naciones. Ahora, cada noche, en el silencio del
Universo que se me aparece cuando cierro los ojos, la
invoco, como si se tratase de un alma intranquila que
navega por el limbo, y cada día, un poquito más, me
viene una brizna de su olor, y con él hago pastas de
nueces, para hacerle la digestión.

53
Algunas cuestiones sobre el Ego
A uno, preguntarle a uno, preguntarle a uno mismo:
¿quién soy? No es sencilla la respuesta, cuando existe,
cuándo existe. Tengo infinitas razones para
proclamarme UNO, e infinitas más para proclamarme
TÚ, y no soy el tú de Julieta, que ese va con
minúsculas, sino el TÚ del mundo, de éste y de otros.
Sin embargo me dicen: “Destruye el ego”, pero yo me
siento toda EGO, y me siento también TU EGO, y el
simbolismo de otros muchos egos en otros mundos.
Escucho cuando me hablan los que saben, y también
cuando me hablan los ignorantes, y a veces distingo
entre todas las voces, palabras de sabiduría. Otras
muchas me creo sabias palabras que no lo son. Pero
siempre, al final del camino, los desescucho con
impaciencia para deshacer las murallas que comencé a
construir mientras los escuchaba. “Escucha tu interior”,
me dicen… “entonces no he de escucharte a ti”, me
digo… o sí… no sé… la duda, viene y va, es bastante
vespertina. Al despertarme me siento firme en lo que
creo, pero a medida que avanza el día me
desconduzco, me descompongo, me desencaramo de
la cúspide del amanecer, me desconozco… en
definitiva, y vuelvo a preguntarme nuevamente: ¿quién
soy?, y mientras responde la lechuza de la noche
oscura del alma, trato de ignorar su susurro, y me digo
a mi misma, “no, eso no soy yo”, “¿y entonces quién
eres?”, me dice de nuevo el ave nocturno, “soy un
sueño”, y esa es la única respuesta de todas a la que
tomo en consideración.

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LA NIÑA DE NIEVE
Cuando cumplí siete años, me regalaron un libro
que contenía treinta y seis cuentos. Lo leí tantas veces
que acabé aprendiéndolos de memoria. No me
importaba repetirlos porque, cuando terminaba de
leerlos todos y pasaba de nuevo al primero, comenzaba
con la misma ilusión que la primera vez. Una de
aquellas increíbles historias se titulaba “La niña de
nieve”. Se trataba de dos ancianitos que nunca tuvieron
hijos. Un día de invierno, hicieron a la puerta de casa
una muñeca de nieve, y tanta ilusión pusieron en
crearla, que terminó por convertirse en realidad, se hizo
de carne y hueso para aquellos dos entrañables y
estériles viejitos. La cuidaron con todo el cariño que
habían ido acumulando durante los años que no
tuvieron a quién entregárselo, y ella les devolvió su
dedicación llenándoles de felicidad. Pero, cuando llegó
la primavera, y con ella los primeros rayos de sol,
desaparecieron sus sueños. Salieron al bosque a
pasear, para que la niña, tan blanquita y tan fría, entrara
por fin en calor y pudiera olvidar su origen de nieve. A la
mañana siguiente, al despertarse, encontraron un
charco de agua, y la ropa de la pequeña sobre el suelo.

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Aquel cuento era mi favorito. Me daba siempre un
dolor inmenso en el corazón cuando leía las últimas
letras, y pensaba en los dos ancianos, frente a aquel
charquito de agua, llorando por el sueño efímero que
vieron desvanecerse ante ellos.
Me pregunto cuántas veces ponemos al sol a la
gente que queremos, pensando que les vamos a quitar
el frío, sin darnos cuenta de que son de nieve.

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EL ÉXTASIS DE LA SEÑORITA MONROE
La Señorita Monroe pasea por las calles de Toledo,
investigando con su sonrisa los albores de una ciudad
que le entregó su invitación en un susurro viajero. En
este momento está examinando la Sinagoga del
Tránsito con la inquietud de unos ojos adolescentes que
brillan al tiempo que admiran. La Señorita Monroe
estudia Arte en la Universidad de Columbia, en Nueva
York. Escucha con atención la extensa y detallada
ilustración que puede oírse a través del aparato guía
que acaba de adquirir en la entrada del recinto. La
Señorita Monroe se dirige ahora hacia la Sinagoga
Blanca. Parece cansada. Lleva toda la mañana
visitando monumentos, y se pregunta si es posible que
en una sola ciudad existan tantas maravillas reunidas.
No extraña rascacielos, ni las frías miradas de la gente.
A primera hora entró en la Catedral, y salió de ella con
la expresión cómplice que produce la visión de una
estrella fugaz, aquella en la que se confía para proveer
mágicamente los deseos.

La Señorita Monroe tiene un secreto, un secreto


magnifico, intrigante, endiabladamente excelso, que

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sólo conocen los herederos de su familia. Pertenece a
una saga única en el mundo, transmisora de los genes
del éxtasis de la felicidad. El primero de los miembros
de la familia Monroe en adquirir el don fue Bryan, hijo
de Arthur Monroe y Catalina Mataloni, procedentes de
un pequeño pueblo de Tennesse, en el interior de
Estados Unidos. A la edad de cuarenta y siete años,
después de haber pasado la vida entera soñando con
conocer el océano, Bryan Monroe, zapatero de
profesión, padre de dos hermosas criaturas, y más
pobre que una rata, recorrió más de ochocientas millas
sufriendo todo tipo de inclemencias, para ver, tan solo
un minuto, ese mar que tanto añoró. Cuando llegó a la
costa, el Señor Monroe tuvo una sensación
perturbadora, sin duda alejada de toda semejanza con
cualquier otra. Admirando la belleza y la inmensidad del
mar que tenía ante sí, deseó profundamente algo más
que la simple expectación de la beldad de aquel agua
interminable. Sintió un abismo de anhelo, un grito
ahogado en la garganta que le proponía salir de su
cuerpo y convertirse, así, en el océano eterno. No le era
suficiente contemplar la grandeza de la creación,
ansiaba intensamente formar parte del agua, moverse
con el oleaje al tiempo que marcan los vientos, disfrutar

58
de la respiración de los peces, del cosquilleo de las
algas. De pronto, su cuerpo se estremeció con una
intensidad magnética, casi eléctrica, al tiempo que se
vio a sí mismo flotando en medio del universo,
convertido en el océano absoluto.
El Señor Monroe, como Alfonsina, dejó de ser uno
para ser uno con el mar.
Lo que nunca supo él, es que, este magnífico don
de convertirse en los más ansiados destinos del
espíritu, sería heredado por sus hijos, de forma más
inconsciente que genética, legando así a su saga el
beneficio del éxtasis del que él mismo disfrutó.
Los hijos de Bryan, Linda y Alex, recibieron
automáticamente el don del éxtasis, conociendo su
inmortalidad a través de la fusión de sus cuerpos y sus
almas con la pasión que llevaban de inquilina en su
interior desde el mismo instante de su nacimiento. La
pequeña Linda acabó pronto su existencia en el mundo
material, convirtiéndose a la edad de once años, en una
estrella, luminosa y expectante, viajera a través del
tiempo como un vigía de lo invisible.

Alex disfrutó de una larga vida dedicada a la


música, llegando a ser el primer violinista de una de las

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mejores orquestas sinfónicas del país. Una noche, en el
estreno de la sinfonía número cinco en mi bemol mayor
de Sibelius, llegando al final del tercer movimiento,
como atraído por el canto inspirador de los cisnes, se
convirtió en el sexto silencio después del sexto y último
acorde, embriagando al público con su propia
apoteosis.

La Señorita Monroe, la menor de los diez hijos de


Alex, ahora mismo está caminando por las calles de
Toledo, poniéndole color a un día gris y lluvioso. Es
posible que no vuelva a Nueva York, y acabe extasiada
por la grandiosa catedral, o por cualquiera de los
rincones mágicos que esconde el barrio judío. Sólo tal
vez, regresará a la gran manzana, pero de lo que no me
cabe ninguna duda, es que la Señorita Monroe no será
nunca una Señorita cualquiera, y nunca llevará una vida
ordinaria, porque el cielo le ha regalado un don
extraordinario. Es posible que, algún día, la Señorita
Monroe lea esta historia, y no pretendo que mi humilde
cuento provoque su éxtasis, aunque, sólo así, este
relato podría tener un buen final...

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PAPÁ
Hay padres de todos los tamaños, edades, pesos y
profesiones. Los hay gordos y gruñones, los hay bajitos
y serios, los hay altos y coquetos, los hay borrachos,
maltratadores, y los hay de corazón bueno. Hay padres
para hijas, para hijos, para padres, madres y abuelos.
Hay padres de colores y padres en blanco y negro.
Todo el mundo tiene un padre, ya sea malo o sea
bueno. Mi padre era alto y delgado, luego fue alto y con
barriga, y después fue otra vez alto y delgado. Era
guapo, guapísimo, era más guapo que el mismísimo
demonio. Era tan guapo que le tenían envidia incluso
los dioses del Olimpo. Apolo me dijo una vez que
tendría que matarlo porque era más guapo que él. Yo le
dije que si le mataba, tendría que hacer lo mismo
conmigo, pero él me dijo: “Tú no eres tan guapa”.
Conversamos hasta la madrugada, negociando la forma
de afearle la cara, o de retirarle del mundo sin tener que
llegar a acabar con su vida. Finalmente decidimos
llevarlo a juicio, para que fueran los tribunales los que
tomaran una decisión en tan complicado caso.

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Fuimos a ver al gran Júpiter, para que nos diera un
veredicto justo, y estas fueron sus palabras: “Apolo,
efectivamente, tú tienes el derecho a ser el ser más
guapo del Universo y de todos los Universos paralelos
que con él conviven, por lo tanto, condeno a este
hombre… condeno a este hombre…” Y nos dimos
cuenta de que, el mismo Júpiter, se había quedado sin
palabras al mirarle a la cara a mi padre. Pasados unos
minutos sin decir nada, Júpiter decidió no dar veredicto
alguno, ya que le había consternado enormemente la
belleza de aquel hombre tan maravilloso, y se marchó
sin decir palabra, dejándonos a Apolo y a mí la
complicada empresa de resolver aquel problema.

Seguimos debatiendo durante veinte días y veinte


noches, sin dormir ni un segundo, bebiendo solamente
el agua que cayó de las nubes a principios de verano.
Finalmente, un 16 de Julio de 1991, me quedé
dormida, y Apolo aprovechó para tomar una decisión
unilateral y llevarse a mi padre. Cuando me desperté, lo
encontré tumbado a mi lado, pero no quería hablarme,
entonces me di cuenta de que estaba sucediendo algo
muy, muy extraño. Al cabo de veinte horas y veinte
minutos, mi padre habló, y la voz era la de Apolo,

62
reconociéndome que le había quitado el cuerpo para
quedárselo él, que le parecía la solución más justa.
Evidentemente no era justa, pero sí fue bien inteligente,
Apolo sabía que yo nunca lo mataría si veía en sus ojos
los ojos de mi progenitor. Y así fue como, de un tiempo
a esta parte, desde el 16 de Julio de 1.991, Apolo es
más guapo que nunca, y yo me quedé mitad huerfanita,
porque mi padre vive en el Olimpo con el resto de
dioses, aunque, siendo justos, tengo que decir a favor
de Apolo que, desde allá arriba, está haciendo un buen
papel, y me echa una mano cuando puede. Anoche,
mientras dormía, vino a por mí, y nos bañamos en la
Laguna Estigia, cantamos, reímos y soñamos juntos
con el silencio de Júpiter…

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LOS SILENCIOS ESCRITOS
Existe un mundo en el que los silencios se
escriben, para que no se pierdan, porque los habitantes
de ese mundo saben que el silencio es lo más
importante que tienen. Escriben sin parar, día y noche,
para que no se llenen las mentes vacías, para que no
se dejen colorear de falsos rojos y grises oscuros. Ellos
saben que los corazones se tiñen de malva al
amanecer, y trabajan intensamente para que el color no
suba hacia la mente. Conectan con el terciopelo para
tener calor en invierno y refrescar el verano con gotas
de rocío, esas que los alquimistas les enseñaron a
querer por ser la lluvia divina con la que se inicia la
materia. Describen sus silencios con la pasión que les
entrega el convencimiento de saber lo que hacen, y día
tras día, los convierten en arte con versos mágicos e
inexpugnables. Dominan las palabras inexpresables y
danzan a través de lenguas que no se conocen.

Conocí ese mundo hace mucho tiempo, y conecté


con los silencios para integrarme entre sus habitantes.
Primero les hablé con palabras amables, pero parecían

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no entenderme, después utilicé gestos para hacerme
comprender, pero sus miradas eran la expresión de la
incertidumbre al verme en un intento desafortunado por
transmitir mis ganas de comunicarme con ellos. Pasé
días tratando de encontrar el lenguaje que me hiciera
ponerme en contacto con aquel pueblo tan extraño.
Trabajé en las lenguas muertas y en los códigos
secretos milenarios. Aprendí a descifrar los jeroglíficos
más complejos y fabriqué tablas con dibujos con todas
las preguntas que tenía para hacerles. Pero todo aquel
trabajo de nada servía. Sólo recibía a cambio su mirada
indecisa y su incomprensión a mis esfuerzos.

Una tarde de mucho trabajo, después de tener la


mente extenuada tratando de encontrar la solución a mi
problema de incomunicación, caí rendida al suelo, en
silencio, y cuando mi mente se mantuvo callada,
escuché un susurro indescriptible que procedía de una
Nada desconocida para mí. El susurro se comunicaba
conmigo como por una especie de telepatía, de
comprensión sin palabras, con la que entendí que no
tenía que preocuparme por nada, y con la que me sentí,
por primera vez en toda mi vida, parte de algo mucho
más magnífico que yo. Se acercaron entonces varios de

65
los habitantes de aquel mundo, y pusieron sus manos
sobre mí con un amor que nunca antes había conocido.
Sentí sus miradas de cariño, sus generosidades
intactas, las que se exponen sin ser intermediadas por
las palabras, sus esencias abiertas para mí, sin tratar
de ocultar sus miedos con las expresiones del ego.
Entonces comprendí que aquel pueblo se comunicaba a
través del silencio, que sus almas y la mía no eran en
absoluto diferentes, sino que su expresión era tan pura,
que no necesitaban las palabras para compartirlas.

Desde aquel día, comprendí que mis silencios eran


mucho más importantes de lo que yo creía, y que debía
escribirlos para que no quedaran en el olvido, pero al
iniciar los primeros versos, descubrí que no podría
nunca describirlos con palabras, porque esos silencios,
van más allá de la lógica, y no pueden ser apresados
por las letras, son libres y divinos y necesitan de un
lenguaje mágico para ser escritos, el lenguaje que sólo
conocen ellos y que yo, en el respeto de lo magnífico,
nunca aprendí a descifrar.

66
EL REY KING
Eran más de las cinco, y se puede decir que
ningún toro había muerto todavía, y ningún té había
sido bebido aún en Londres. Quizás, porque en
realidad, no eran más de las cinco.

La gente se aprisionaba para entrar en el metro, se


agolpaban ante las puertas del tren con la esperanza de
ser los próximos elegidos para llegar a sus puestos de
trabajo. Una vez que cerraban las puertas, si eras uno
de los afortunados en poder aplastar la cara contra los
cristales del vagón, se podría decir que ya habías
entrado a formar parte de la masa ingente de
impensantes soñadores que arrasaba y poblaba las
calles del mundo en aquellos tiempos.

Todos ellos realizaban actos diarios cubiertos de


monotonía, que trataban de desoriginalizar sus ya
impeculiares y comunes vidas. Entre todos ellos,
siempre había un grupo de individuos que resaltaban
por sus ideas particulares, y debían enfrentarse ante el
monstruoso y poderoso Rey King, expresando al

67
máximo su rebeldía y su valor, para poder mantener
sus espíritus indemnes y no ser arrasados por el
efusivo y convincente “gas de la realidad”, que era
expulsado, cada tarde, a las cinco en punto, desde
todas y cada una de las grandes ciudades del mundo.

Los habitantes de la humanidad corrían presurosos


así a sentarse en sus oficinas, con sus trajes oscuros y
sus lentes de marca, para poder aspirar el gas que les
proporcionaba el placer de sentirse uno más entre toda
la masa humana. En su aspiración hacia la indiferencia
y el escepticismo del implanteamiento del pensamiento,
se convocaban reuniones multitudinarias para,
simplemente, respirar conjuntamente el aire que tanta
adicción les producía.

El todopoderoso Rey King, observaba su obra


desde su implacable eternidad, dibujando con su pincel
creador las historias que ansiaba ver representadas en
su propia película. Era sencillo con unos actores tan
eficientes, y le llenaba de satisfacción comprobar cómo,
cada día tenía más y más adeptos. De aquellos
reservados que utilizaban sus mascarillas en honor a la
creatividad interior y el deseo personal, no quería saber

68
nada. Ni siquiera pretendió nunca algo que no fuera
más que ignorarles. Dejaba en manos de sus súbditos
prisioneros la importante misión de hacer de la vida de
los impertinentes rebeldes una constante lucha y un
insufrible infierno. Así, por el más puro cansancio,
entraban a respirar la resignación, sin necesitar emitir
gases nuevos, y obtenía adeptos sin gastar una gota
más de su elemento alquímico.

Los habitantes de la humanidad culpaban de sus


propios males siempre a alguien a quien consideraban
superior, y por tanto, consideraban que la única forma
de salir de aquella terrible adicción, estaba en manos
de los todopoderosos dueños de la tierra. Nunca se
plantearon si quiera la posibilidad de ponerse una
máscara para no respirar el gas, o bien, mantenerse un
tiempo en un lugar apartado y precintado para curarse
de la droga. Si bien veían que algunos iban
perfectamente equipados para salir por la calle sin
percibir los efectos del aire, los tomaban por gentes que
se encontraban fuera de la realidad, o bien,
simplemente, por locos.

69
Un cierto día de Otoño, con el cambio de tiempo,
una sensación comenzó, inesperadamente, a
producirse en el ambiente. La excesiva aspiración del
gas del Rey King, comenzó a causar serias lesiones en
los habitantes de la tierra. Comenzaron a sentirse
realmente incómodos, enfermos, cansados… y no
encontraban la causa, por más que se hacían miles de
preguntas. “Es el gas”, les contestaban los de las
mascarillas. Pero ellos seguían buscando alguna otra
explicación más coherente, mientras ignoraban las
señales ya patentes en sus propios cuerpos.
Comenzaron entonces a producirse algunos
avistamientos. Médicos de varias universidades,
avisaron del peligro de un gas tóxico que se generaba
en el ambiente y que producía malestares de todo tipo.
De esta forma, la población empezó a comprar
mascarillas, tratando así de salvaguardar sus vidas y su
integridad. Muchos se hicieron pasar por rebeldes y
aprovecharon la ocasión para enriquecerse vendiendo
mascarillas, aunque, en lo más íntimo de su ser,
estaban seguros de que aquello no solucionaba nada.
Sin embargo, comprendieron que era un negocio muy
rentable y se avivaron en su distribución. Otros,
esperaban que aquellos que les vendían las mascarillas

70
les solucionaran la vida, y les perseguían con la
esperanza de encontrar, a través de su mano
“milagrosa”, la felicidad eterna. Y eran muy pocos los
que se dieron cuenta de que, en aquel mundo del Rey
King, no existía otra solución que la de aprender por
uno mismo a generar una inmunidad en su propio
cuerpo hacia el gas letal de la infelicidad.

En el mundo del Rey King había buenos y malos,


altos y bajos, guapos y feos, tontos y listos… había
personas de todos los colores, de todas las religiones,
de todas las razas, y, a pesar de sentirse cada uno de
ellos delimitado por una triste y áspera soledad, nunca
se dieron cuenta de que, ese ansia por ser todos la
misma cosa, no era más que el deseo encubierto de
volver a formar parte de la semilla del sueño del que
todos nacieron, sin saber que se encontraban
atrapados en los deseos oníricos de alguien como yo,
que, cuando tenga la intención de despertarme, tendrán
que dejar de sufrir y de reír, porque, sólo yo tengo la
llave para acabar con su sufrimiento.

71
Un ego sospechosamente verde
Me arribo y me abajo con la destreza de una
ardilla, pero siento que el diluvio de las noches de luna
llena no viene a verme este mes, porque no tengo
cabida en el alma para él. No entiendo lo que escribo,
ni escribo nada que entienda, porque no quiero hacerlo.
Me aplaudo con los dientes y me inscribo en el registro
de los besos dulces, esperando que me toque la vez.
Adivino, entre sombras de gran estatura, que mi
sombra es gigante, a veces, y otras me da la risa al
mirarla.

Tengo vino dulce en la sangre, y glóbulos de


azúcar moreno. Tengo la seguridad de que todo es
incierto, y llevo tatuadas tres estrellas verdes en lo
alto de la frente, que me dejan ver siempre un
campo hermoso cuando la contaminación nubla
mis ojos.

Te busco entre una muchedumbre de gente


corriente, pero alumbras entre todos aunque no
quieras. No te dedico versos porque, simplemente, no
quiero, y espero a la noche para dormirme entre tus
brazos, y quizás, recibir un par de besos, dormida, sin
saber que los recibo.

Soy tan dulce como el pomelo y tan sencilla como


la mecánica cuántica. Construyo castillos en las
cabezas de mis amigos. No quiero contar de más ni
escuchar de menos, pero si me dices que me quieres
voy a reírme todo el día. Sólo las palabras que salen
son las que no son ciertas. Por eso escribo para otros.

72
Voy a sembrar cebollas en un campo pequeño, a
pocos kilómetros de mi ciudad, y cuando crezca el
primer tubérculo, le voy a hacer un altar con rosas y
perejil, para que cuide mi huerto.

73
ELION
Allí estaba William Mulligan, ataviado con sus ropas
al más puro estilo oeste norteamericano, con su
inseparable sombrero y sus botas de cuero con la punta
de hierro. Observaba el horizonte con la mirada
perdida, en el ensueño de la tierra prometida. “Esta es
la tierra de las oportunidades”, se decía, “aquí
construiré mi hogar”. Todos los días talaba un árbol y
trabajaba intensamente para fabricarse la casa de sus
sueños, junto al lago. Tenía un caballo blanco, siempre
reluciente, llamado McNeil, al que profería más
cuidados que a un bebé recién nacido. “Esta será
nuestra casa”, le decía a su jamelgo mientras le
acariciaba el lomo con su fría ternura. No sonreía
nunca, porque creía que era un desgaste de energías, y
las necesitaba todas para sus proyectos. “Ellos saben
que la risa no sirve para nada”, le decía a McNeil, “Tú
también lo sabes, viejo”. Había labrado también un
pequeño huerto que le proveía de lo necesario. No
aceptaba nunca la ayuda de sus familiares, que le
llevaban todo tipo de ropas y comida. No necesitaba
más que su chaleco de cuero, su camisa vaquera y sus
Lewis Strauss raídos por el paso del tiempo. A veces,

74
se bañaba desnudo en el lago, y pasaba el resto del día
sin volver a ponerse su ropa, “como tú, McNeil,
desnudo se vive más cómodo, eso es lo natural, ellos
me lo dijeron”. Cada noche dormía con la única
compañía del cielo estrellado, bajo el manto lácteo del
universo, y soñaba con sus amigos, que venían
nuevamente a visitarlo, para llevárselo a Elion una vez
más. Le contarían sus secretos, y los secretos del
hombre, guardados desde tiempo inmemorial bajo la
Esfinge. Él había leído esos libros, sabía todo lo que le
sucedería a la humanidad, por eso había decidido
marcharse a vivir al oeste. Cuando la raza humana
sufriera la daga acusadora del juicio final de Elion, él
estaría preparado. “Compra un terreno, crea un huerto”,
le dijeron. Y así lo hizo. Dejó la casa de sus padres,
cambió su nombre, e hizo realidad sus sueños.
Francisco González, se llamó una vez. Cuando era niño
leía con ansia desesperada todas las colecciones de
indios y vaqueros que llegaban a sus manos. Su madre,
Doña Jacinta, le decía que esos libros eran del
demonio, que se volvería loco si los leía, pero él sabía
que todo aquello no era cierto. Una noche, mientras
dormía, una intensa luz a los pies de su cama lo
despertó. Un hombre de color azul y cabeza alargada,

75
de más de tres metros de estatura le tendió la mano. Se
fue con él en su nave, hacia el lejano planeta Elion. Allí
le explicaron que tenía que hacer realidad sus sueños.
Le contaron que la Tierra estaba a punto de sufrir un
cambio, que tenía que estar preparado. A la mañana
siguiente les dijo a todos que a partir de aquel día, lo
llamaran William Mulligan, que se marchaba a vivir al
campo para cumplir una misión, todo ello lo decía con el
convencimiento férreo de hacer lo que debía, y dejó de
sonreír para no desgastar inútilmente las energías que
ahora necesitaba más que nunca. Compró una enorme
cartulina blanca y pintó en ella a su amado McNeil, que
inmediatamente, como bien le habían dicho los eliones
que sucedería, tomó vida al instante. Esperó a que
vinieran a buscarlo, y así fue. Al cabo de una semana
aparecieron cuatro eliones vestidos de blanco,
haciéndose pasar por humanos, con un extraño objeto
en forma de camisa con cuerdas que lo
teletransportaría inmediatamente al lugar elegido. Fue
entonces cuando llegó a la tierra prometida. Al ver el
lago lo supo, “Aquí construiremos nuestro hogar,
McNeil”, dijo. A los pocos minutos de su estancia allí se
sintió solo. Desapareció ante sus ojos el enorme edificio
en forma de hospital que parecía haberlo acogido, y

76
entonces, vio la gran estepa norteamericana ante sí,
toda para él, regalándole los sueños que había creado
desde niño. Los dos amigos comenzaron, por fin, el
auténtico viaje de la vida, ése que consigue hacer
realidad imposibles, el que fabrica la materia a partir del
deseo. “Por fin sé quien soy, viejo”.

77
LA ENFERMEDAD
Héctor Salmerón. Varón, veintisiete años de edad,
sesenta y cuatro kilos, independiente, saludable,
callejero, amable y extranjero. Existen miles de
definiciones para describir a alguien, millones, pero yo
he elegido ésta, porque es la mía, y porque, para
contarles la historia que aquí quiero relatar, es
accesible y necesaria.

El día que Héctor cumplió veintisiete años de edad,


pintó la que él mismo denominó como su obra maestra.
Ni cabe aquí la utilización de las mayúsculas para la
obra en cuestión, ni siquiera unas simples comillas o la
cursiva, que suele ser útil en estos casos. Héctor pintó,
convocado por el milagro de su conceptualismo, un
círculo verde en un lienzo blanco al que tituló la
búsqueda del logos. Obsesionado con el río de
Heráclito y con la no permanencia del universo, creyó
haber encontrado aquel día la más excelsa de las
respuestas a los interrogantes del hombre.

Cada vez que quería presentar una nueva obra,


convocaba en su pequeño apartamento a tantas

78
personas como kilos pesara en el instante del parto
artístico. Tanta era la furia y la visceralidad que
expresaba en cada creación, que perdía tres o cuatro
kilos hasta su consecución. El día que Héctor pintó la
búsqueda del logos pesaba exactamente sesenta y
cuatro kilos. Así que, invitó exactamente a sesenta y
cuatro personas, entre amigos y conocidos, para
realizar su ansiada exposición.

En el apartamento, ya de por sí de reducidas


dimensiones, aquel día se sentía una especial falta de
oxígeno por la acumulación humana. Expectantes y
divertidos ante el fenómeno de originalidad de Héctor,
los allí presentes amenizaban con vino y risas la espera
de su anfitrión. Al final del pasillo, como si se tratara de
un espectro más propio de mundos astrales que de
realidades físicas, se podía ver la sombra de Esther, su
compañera y más fiel admiradora. Ella nunca se
relacionaba con los amigos de su novio, es más, creo
que no se relacionaba con nadie que no fuera él. Era
mujer de pocas palabras. En aquel momento contaba
con diecinueve años de experiencia vital y con las
manos agrietadas por el trabajo de empleada
doméstica. Esther admiraba a Héctor como si de una

79
obra de Miguel Ángel se tratara. Aprendía de la
intelectualidad de él, de sus elucubraciones, de sus
pensamientos, de sus experimentos filosóficos, e
incluso aprendía de sus ojos. Sin embargo, Héctor
vestía su relación amorosa de la independencia que le
proporcionaban sus ideas sobre la esencia de la vida.
Amaba a Esther, sí, como también amaba a todas y
cada una de las mujeres que pasaban por la cama de
su pequeño habitáculo. Ella lo entendía. Se había
propuesto aceptarlo tal y como era, y eso incluía,
obviamente, su desmedido amor por el sexo femenino.

Héctor jamás había estado enfermo, ni siquiera un


resfriado, ni una varicela, nada. Decía que su absoluta
comprensión de la propia saludabilidad lo hacía, más
allá de toda duda, saludable. “Si eres sano por dentro
también lo serás por fuera”, solía declamar ante el
auditorio del momento. Héctor hacía sus mejores
discursos por las calles de la ciudad, entre la gente
corriente, como le gustaba sentirse. Creía que había
nacido con el deber de llevarle cultura al pueblo, y como
era un hombre coherente con sus pensamientos,
ejercitaba su deber con todas las consecuencias.
Nunca jamás se le escuchó una palabra malsonante, ni

80
tuvo discusión alguna con nadie. Entregaba su
amabilidad a diestro y siniestro, como un millonario de
bondades que reparte por el puro placer que aporta la
solidaridad.

Héctor estaba a punto de levantar la sábana que


cubría su obra cumbre. Miró a los allí presentes y sintió
el dulce influjo de las musas sonriendo a su alrededor,
agradeciéndole el momento de ser presentadas en
sociedad. Buscó entre las sombras a su eterna
compañera, y cuando certificó que se encontraba entre
los asistentes, comenzó su disertación. Una larga
explicación de más de dos horas precedió al
levantamiento de sábana. En ella se explayó, como
solía hacer, sobre los elevados conceptos que trataba
de expresar con su arte. Habló de la esencia del ser, de
los motivos de la existencia, de sus teorías sobre el
origen del arte y sobre la universalidad de los miedos.
Los oyentes escuchaban con atención, como si
estuvieran bajo un embrujo que les impidiera buscar
otra entrega más atrayente que aquella. Finalmente
desenvolvió el cuadro. Un simple círculo verde en
medio de un lienzo en blanco. La expectación se
convirtió en ovación acusadora. Lo acusaron de artista

81
excelso, de grandísimo poeta, del mayor de los
filósofos. Y Héctor, al que su ego le impedía ya
moverse hacia ninguna parte que no fuera la única
expresión artística del apartamento, rompió la obra
emocionado con la experiencia, brincando de furia y
expresividad, extasiado con el destrozo de la misma.
“Todo fluye, amigos, no podemos quedarnos en esta
obra, fue magnífica, sí, ya no lo es, el ahora es lo único
que vale, sólo tenemos el presente”. Y ante aquel
alarde de equilibrista, apostando por el riesgo como
sólo él sabía hacerlo, se alzaron nuevamente las voces
de alabanza que ya lo habían encumbrado, momentos
antes, al cielo de los grandes.

El auditorio fue abandonando, poco a poco,


acompañado de su éxtasis infinito, el apartamento que
había sido escenario de la representación. La última en
dejar la casa fue Esther. Ni siquiera se despidió de él.
Sabía que una hermosa joven compatriota de Héctor
era justamente el río en el que se bañaría esta vez.
Salió del apartamento, como siempre, en silencio, como
esa sombra eterna y presente que pasa desapercibida y
que, si desparece, deja la carencia de una especie de
aire fresco.

82
Héctor hizo el amor aquella noche, sobre el cuadro
destruido, honrando su propia valentía desapegándose
de su obra. Cuando quedó solo, en silencio, se sintió
inmenso. Abrió la ventana para mirar las estrellas. Se
preguntó cómo se verían aquella noche desde su país.
Fue un instante de nostalgia al que dejó pasar. “Todo
fluye”, se dijo. Buscó entre las sombras con la mirada
perdida, y no encontró nada. Quiso amarla, sentirla,
saberla, como siempre, a su lado, esperándolo,
silenciosa, tímida, embebida de su saber. Se dio cuenta
entonces, de que había llegado el momento de partir de
nuevo. “Nada perdura, nada me ata”, se dijo. Recogió
sus materiales de pintura y un pequeño atillo de ropa y
abandonó el apartamento.

Caminó toda la noche, esta vez acompañado por


una tristeza desconocida, y quizás por alguna lágrima
no invitada. Tocó su frente y sintió un calor extraño, un
cansancio repentino. Se tumbó a descansar,
sabiéndose, por primera vez en su vida, enfermo.
Comprendió que debía meditar sobre ello, pero sería
mañana, esta vez, la enfermedad, ese nuevo
compañero que había entrado sin permiso en su

83
cuerpo, no le permitía hacer otra cosa más interesante
que dormir.

84
La Caprichosa
Entraste en mi mundo de forma imprevista, llenando
de música mi silenciosa vida. Bailamos un tango que
nos dejó perplejos a ambos, y disfrutamos del sabor de
lo oportuno con la intensidad de la pasión. Hoy escucho
aquella canción que bailamos por primera vez, y siento
una nostalgia que me arranca unas lágrimas perezosas,
insensatas, que me llenan de amargura por mi
necedad, y por mi cansancio. Me cansé de ti, igual que
me cansé de tantas canciones, de tantos cantantes, de
tantas películas. Me cansé de ti como se cansa uno del
color negro por la mañana. Nunca volvería a estar
contigo, porque prefiero recordarte y condenarme por
caprichosa, que odiarte por exceso. Es la única forma
que tengo de quererte.

85
Ingenuidad
Corrijo mis versos para completarme, pero no lo
consigo, y mientras, paseo por el pasillo de mi casa con
la mirada perdida y el horizonte puesto en todo lo que
no entiendo. Me prometo, una y otra vez, que no
descansaré hasta que me encuentre. Me desvanezco
entre el rojo de mis pensamientos, y paradójicamente,
me siento negra, como la cara oculta de la luna. Me
fumo una sensación de incredulidad ante el egoísmo
humano, y me bebo sin complejos mis despertares,
para emborracharme de la nueva sensación de haberte
perdido, aún sabiendo que no es así, querida
Ingenuidad…

Tengo una necesidad, se llama expresarme, ser la


de siempre, jugar con el viento entre las ropas que
llevo, y entre las que no llevo. Me escondo entre
actitudes que no conozco y actitudes que conozco,
pero no me descubro entre ninguna de ellas.

Soy el miedo del que hablo y la duda de la que


oigo hablar, y en el silencio te encuentro, al acecho
siempre de carne inocente, como la mía. ¡Ingenuidad,
mi querida compañera, siento que te alejas
irremediablemente de mí!, tu ausencia me hace ver la
vida en más dimensiones de las que yo quisiera, y una
oscura indiferencia hace que me sienta imperturbable
por ver la película que al irte se aparece ante mí,
descarnada, afilada, obscena, corroída por la materia
gris que se mete entre mi sangre y vive alquilada en mi
corazón, aunque yo no le abrí la puerta. Será que tengo
okupas en el alma.

86
La necesidad de amarme me persigue desde hace
tiempo porque se quedó perdida en el tren de la
entrega. Dios me pidió que me diera toda a él, me pidió
que aceptara todo lo que él me daba. Me pidió que me
sintiera uno con mis hermanos. Me pidió que me
sintiera perdida, para después encontrarme en un Tao
al que intuye mi mente, pero que yo aún no practico.
Siento que me han pedido tanto todos los dioses que
ya no tengo nada más que dar. ¿Será tiempo de
recibir? Y el miedo de quedarme esperando y saber
que si no doy nada nunca tendré nada, me persigue.

Me perdí hace tiempo, y ya no me reconozco. Me


perdí el día que dejé de expresarme a cada segundo.
Me perdí en el momento en el que dejé de quererme, y
ya no sé si me quiero, o me quiero a través de los
otros. Sólo sé que me pierdo en el infinito y en la duda,
y me comprendo mejor de lo que yo esperaba, a veces,
y a veces, no me comprendo en absoluto.

Quisiera desgarrarme la ropa sin herirte, pero


rasgarme la ropa.

A veces siento que nadie me ve, y que la locura


sólo me pertenece a mí, y a dios, tal vez, o más bien es
una locura que sólo le pertenece al infinito.

Es la soledad de mi sentir particular la que me


traspasa, ni siquiera me entristece, sólo me deja a
kilómetros de aquí. Tengo un mundo privado al que no
quiero que nadie me acompañe. Tengo la duda de no
saber lo que escribo, y mientras escribo te describo,
querida amiga Ingenuidad, te he querido durante
mucho tiempo, pero ya no te quiero más.

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LA MUSA DIMINUTA
Una tarde de invierno, paseando por el parque de
Los Añoros, me senté bajo un árbol a darle rienda
suelta a mi pasión por la poesía. Aquel parque me
diluía en un halo de nostalgia y añoranza de tiempos
pasados, que yo utilizaba como inspiración en mis
creaciones. La Musa que me acompañaba por aquel
entonces solía acudir muy a menudo a mis llamadas.
Era muy morena y muy bajita, y era conocida en el
entorno de los artistas como “La Musa Diminuta”.
La conocí una noche de lluvia, mientras me
encontraba disfrutando del agua recorriendo mi cuerpo,
sentada en una roca de la bahía, escuchando las olas
del mar. Se sentó a mi lado, me miró con la preciosa y
tranquila sonrisa que se dibujaba en su rostro perfecto,
y me dijo: “Quiero ser tu Musa”.
Aquella tarde en el parque de los Añoros, la llamé
con las invocaciones que me enseñó el día que nos
conocimos y apareció unos segundos más tarde,
vestida con un precioso traje verde de seda hindú que
ensalzaba aún más su ya estilizada y pequeña figura.
Ella sintió especialmente el influjo mágico en el que
los árboles envolvían al pensamiento, y comenzó a

88
susurrarme, con lágrimas en los ojos, una preciosa
historia de amor y de labios rojos que nunca antes le
había contado a nadie, y que marcó mi vida desde
entonces hasta ahora…

“Hace mucho, mucho tiempo, conocí a un joven


pintor que retrataba desnudos de las mujeres más
hermosas de la ciudad, en el mercado de Dubois, el
más importante lugar de encuentro de artistas de la
región. Generación tras generación, mi familia había
vendido óleos y pinceles de alta calidad en un puesto
de aquel mercado que yo había recibido en herencia
después de cientos de años. A tan sólo unos metros
de mí, trabajaba aquel joven pintor, vestido siempre
con ropa oscura, y envuelto en el misterio de unos ojos
enigmáticos y una seriedad casi aterradora. Nunca
nadie, excepto yo, pudo contemplar ni la más mínima
sonrisa dibujarse en su rostro. La primera vez que lo vi
pensé que lo habían dibujado expresamente para mí,
como regalo de Navidad. Su mirada se clavó en la mía
como el filo de una navaja, y la sangre de mi cuerpo se
deslizaba por mis venas arañando sus paredes en un
baile de escalofríos constantes. Mi sangre, desde aquel
instante mágico en que me miró, no volvió a ser nunca

89
más la misma. En aquel momento sentí que podría vivir
eternamente en el Paraíso si aquel artista decidía
pintar mi cuerpo desnudo y conocer conmigo el placer
del amor. Sin embargo, su mirada, que a mis ojos fue
eterna, fue simplemente un destello efímero que un
segundo más tarde desapareció.
Lo veía cada día y cada tarde, y soñaba con él
cada noche. Siempre estaba allí, sentado en su caseta
oscura, con una cortina roja cubriéndole las espaldas,
tapando el habitáculo donde ejercía su elegante y
delicado trabajo. Allí estaba él, pero yo no estaba en
sus miradas. Estaba él, pero para Él, no estaba yo.
Su indiferencia me comenzó a hacer sentir
pequeña, poco atractiva, me sentía invisible y
miserable. Me sentía tan mínima, tan indefensa… ¡si al
menos hubiera podido sentir el más mínimo rencor
hacia él!… pero no podía odiar a alguien que no me
ofrecía ni siquiera su desprecio, simplemente, me
ignoraba inintencionadamente.

Pasaban los días, y a cada beso que no me daba y


que yo tanto anhelaba, me hacía un poquito más
pequeña. Decrecí primero tres centímetros, los cuales,
prácticamente me pasaron desapercibidos. Después

90
vinieron cinco más, y otros cinco… hasta que me
quedé del tamaño que soy ahora. Me encontraba
sumida en una nube de tristeza y oscuridad tales, que
me impedían ver los cambios que estaba sufriendo mi
cuerpo en toda su dimensión. No fui consciente hasta
días más tarde del diminuto ser en el que me había
convertido la ausencia de sus besos.

Traté de olvidarlo, como trata uno de olvidar los


sueños mágicos y perfectos que no pueden hacerse
realidad, para no sentir nunca la impotencia de no
poder vivirlos. Traté de borrar hasta el último fotograma
de mi memoria que pudiera recordarme aún levemente
su rostro. Decidí continuar con mi vida, una nueva vida
después de Él, pero ausente de Él.

Una tarde oscura y fría, como sólo puede serlo el


invierno en el vacío del amor, salí del mercado hacia
casa paseando con su recuerdo, y cuando recordé que
quería olvidarlo, entre el tumulto de la gente, sentí un
cuchillo detrás de mi espalda, sentí un hielo penetrante
sobre mi cabeza. Me di la vuelta y allí estaba Él, en pie,
mirándome fijamente, sonriendo levemente y tendiendo
su mano hacia mí. Al sentir su tacto pensé que el cielo

91
no era una mentira que me habían prometido desde
niña en la Iglesia. Me hizo pasar a aquel cuartito rojo y
oscuro con el que tantas veces había soñado, y tal sólo
me dijo: “¿Quieres ser mi musa?” Antes de responderle
un gigantesco SI profundo, nacido de lo más hondo de
mi alma, le pregunté por qué lo hacía ahora que era
tan diminuta y no antes que era una mujer bella y
erguida, “Porque ahora me gustas”, dijo.

Aquel día pintó un cuadro magnífico, digno de la


calidad de los más elevados artistas. Envolvió su obra
en papel de oro y me lo entregó junto con el regalo de
su sonrisa, que aún llevo impresa en el salón de mi
corazón, ocupando el lugar de los altares de los dioses.
Salí de allí con su cuadro y su sonrisa, con la felicidad
y la compañía de la magia de los sueños cumplidos.

Al pisar de nuevo el suelo del mercado supe que


jamás lo volvería a ver, y que nunca lo podría olvidar.

Meses más tarde, vino a visitarme a mi casa un


viejo amigo, importante mecenas de los mejores
artistas de la ciudad. Observó con detenimiento y
admiración el cuadro, y se encargó de buscar al

92
creador y darle el prestigio y el status que la calidad de
la obra merecían. Inmediatamente yo adquirí una fama
de Musa milagrosa que se extendió más allá del mundo
que conocemos como tal, y comencé a ser requerida
por los mejores y más conocidos pintores, músicos y
escritores de todas las esferas del Universo. Sin
embargo, aquella intensa historia me permitió aprender
algo muy importante, y es que uno no puede
entregarse a todo aquello para lo que le solicitan y,
como aquel que me dio el poder de otorgar el arte,
solamente me acerco a aquellos que me gustan.”

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De Bécqueres y Rosalías

Para no quererte necesitaría ser viento impasible,


arrasar pueblos enteros, apostarme con el aire las
ventanas de mi casa, las tejas que cubren estos techos
agrietados.

Para no quererte necesito vivir dos veces, y en la


segunda vida morir antes de conocerte, y dedicar la
primera a contemplar el vacío, porque todo lo que miro
me recuerda, aún levemente, a ti.

Vienen todavía, de vez en cuando, aquellas golondrinas


que se acercaban a nuestra ventana, y a su ventana,
para envidiar ese amor que tú sentías por mí, con una
fe casi ciega. Vienen aún las golondrinas para llorar
conmigo tu ausencia, para acompañar esta soledad que
ha llagado mi alma. Me curto con el agua que rodea mis
mejillas. Acojo esta espina que habita en mi casa para
no tenerla que añorar cuando se marche.

Para no quererte debería romperse el cielo en mil


pedazos, y que uno de ellos diera contigo para
destruirte, y otro diera conmigo y me hiciera olvidarte.

Para no quererte deberías esconderte y ocultar esos


labios que hablan conmigo. Debería dejar de respirar
este aire que me sabe a ti, como al veneno más
exquisito.

He conservado esa mota de polvo que me diste aquel


día tan sombrío, y guardo con celo esa hoja de papel en
blanco que tocaste para apartarla de tu camino.

94
He grabado la vez que soñé contigo y querías amarme
durante toda la vida.

Para no quererte debería arrancarme el corazón a tiras


y perder la libertad de decidir que te quiero, porque
estoy atada a quererte… sólo a ti.

95
Romeo y Julieta

(Sube Gloria por las escaleras. Le falta el aliento.


Llama al timbre de la puerta del 5ºB).

- Gloria: Hola nena. ¿Quieres un consejo?


Cámbiate de piso. ¿Cómo puedes soportar la
música del maricón de tu vecino? ¿Es que no
tiene nada más alegre? Yo le denunciaría por
incitación a la depresión del vecindario. Estás
preciosa. ¿Es nueva esa camisa? ¿Soy la
primera? Creí que no llegaba, no te imaginas
qué atasco ha montado en Goya un perro
enano…

“Sí, eres la primera. ¿Cómo es que no has venido con


Esther y con Luis?”

- Gloria: Porque no me han dicho que me viniera


con ellos…

(Se oye una puerta que se cierra, y sale el de


treinta y cinco con un jersey de rayas azules y blancas y
un pantalón vaquero).

- El de treinta y cinco: Hola Gloria. Estás


impresionante, te sienta muy bien la madurez…
¿Cuándo vas a decidirte a salir conmigo?
- Gloria: Cuando el mejor cirujano de Madrid te
reconstruya por completo la cara, tarugo. Ven a
darme un beso anda. ¿De dónde has sacado
ese jersey? No me digas más, lo regalan
comprando 300 gramos de choped en el Día.

96
- El de treinta y cinco: Me lo regalaste tú, ¿no te
acuerdas? Te tocó en aquella tómbola… si
mujer… en la que te dieron además el carnet de
conducir…
- Gloria: ¿Te he dicho que te quiero? (Se dan un
abrazo)

Se dirigen los tres hacia el salón, donde está


preparada la mesa y hay seis copas vacías encima del
televisor, junto a una botella de Martini. Suena de fondo
el Don Juan de Mozart; “Ma in Ispagna son giá mille e
tre…”

- Gloria: Bueno, ¿dónde está el cuarto ese del


placer que os habéis montado? ¿Es que no
pensáis enseñármelo? Porque se supone que
esta fiesta es para lucirlo ¿no? Pues venga,
¡sorprendedme!
- El de treinta y cinco: Es un “Cuarto Creativo”.
Luego lo ves, cuando vengan todos.
- Gloria: Ni que fuera la Capilla Sixtina, ¡Dios
bendito!
- El de treinta y cinco: Para nosotros es más que
eso. Es… cómo te diría yo… lo mismo que para
ti el water…
- Gloria: Tú eres tonto ¿verdad? Como sigas
haciendo gracias tan ingeniosas vas a tener que
recoger los pedazos de mi pecho por toda la
casa.
- El de treinta y cinco: Mira, así al menos habrá
un hombre que te toque el pecho…
- Gloria: ¿Un hombre? ¿Dónde?

Vuelve a sonar el timbre de la puerta.

97
- Roberto: Hola preciosa. ¿Llego tarde? No veas
qué atasco había en Goya. Por lo visto a un
coche se le ha abierto la puerta de atrás en
plena curva y ha montado un tapón increíble…

“Hola Rober. No, no llegas tarde, de hecho, sólo ha


venido Gloria, de momento.”

- Roberto: Viene un amigo tuyo ¿no? ¿Cómo de


amigo es? ¿Es un buen amigo, o es quizás un
amigo… de los buenos?

“Sí Rober, pretendo tener relaciones sexuales con él en


un plazo no muy largo de tiempo. ¿He satisfecho tu
curiosidad?”

- Roberto: Parece que va a ser eso lo único que


satisfagas de mí esta noche…

Se dirigen hacia el salón, donde la botella de Martini ya


va por la mitad…

- El de treinta y cinco: Rober, ahora que estás


aquí, ¿Cómo se llamaba el cantante de los
INXS?
- Roberto: Michael Hutchen.
- Gloria: ¿No ves como tenía razón?
- El de treinta y cinco: Pero si tú has dicho que
se llamaba Michael Dale…
- Gloria: ¿Y cómo se llama? Michael ¿no? Y al fin
y al cabo ¿qué es lo que importa? El nombre,
¿no? porque ¿a quién coño le importan los
apellidos mas que a la nobleza? Anda, que si
tuviésemos que llamarte a ti por tu apellido…

98
- El de treinta y cinco: Tú mejor que no me
llames.
- Gloria: ¡Perfecto! ¡Qué idea tan magnífica! De
ahora en adelante vas a ser nadie, pero nadie,
no de nombre “nadie”, sino nadie, con letras
superminúsculas. Eso sí, no me hables, porque
no puedo contestar a nadie.
- El de treinta y cinco: Será un placer no hablar
contigo.

“Parecéis dos críos, de verdad”

- Gloria: Claro, la señorita es muy madura.


Compra de aperitivo nubes de golosina, pinta su
habitación de rosa y se enamora hombres a los
que no conoce… sí, es cierto, eres muy madura.

“Deja de beber.”

Suena de nuevo el timbre de la puerta.

“Hola chicos” (Se nota cierto tono de decepción en sus


palabras)

- Esther: Hola cielo. Somos los últimos ¿verdad?


No te imaginas la que hay liada en Goya con un
perro que se ha salido de la parte de atrás de un
coche. Por lo visto, al dar la curva, se le ha
abierto la puerta y el pobre perro ha salido
despedido. El que venía detrás por no pillarle ha
frenado en seco, y se ha dado con el que le
seguía.

“Pues en realidad espero que no seáis los últimos…”

99
- Luis: ¿No ha llegado tu Romeo todavía?

“No.”

- Esther: Vendrá, no te preocupes.

Se dirigen hacia el salón. La botella de Martini está


vacía.

- Gloria: Hombre, la nueva pareja de moda…


- El de treinta y cinco: Al menos ellos tienen
pareja.
- Gloria: ¿Estás insinuando que yo no la tengo?
- El de treinta y cinco: No lo insinúo, de hecho, lo
afirmo. ¡Ah! Perdona. Se me olvidaba… ¿cómo
se llama ese holandés al que ves una vez al año
y con el que tienes esa relación tan abierta?
¿Patricio?
- Gloria: Entiendo perfectamente que, dada tu
elevada cultura, te cueste trabajo pronunciar su
auténtico nombre. Y ya que lo comentas, Patrick
y yo no necesitamos vernos cada día para saber
que nos queremos. De hecho, la distancia nos
permite conocer a otras personas y ampliar
nuestros mundos.
- Luis: ¡Joder Gloria!, yo quiero ampliar mi mundo
como Patrick, viviendo en Amsterdam a lo
grande y todo el día haciendo fotos a tías
impresionantes…Pero ¿tú realmente confías en
él?
- Gloria: Pues está clarísimo que no me guarda
las ausencias… Pero te advierto que no me
preocupa, y lo entiendo, igual que él entiende
que yo aquí salga con otros hombres.

100
- El de treinta y cinco: Pues permíteme que yo
no lo entienda. ¿Tú te crees que es normal eso
que dices?
- Gloria: Depende de lo que entiendas por
“normal”
- El de treinta y cinco: Lo que no es como tú.
- Gloria: Me halagas, lo sabes.
- El de treinta y cinco: Lo sé.

Suena dos veces el timbre de la puerta.

“Hola.”

- Romeo: Hola.

“Ya pensaba que te habrías arrepentido.”

- Romeo: Yo sólo me arrepiento de lo que no


hago. Toma, he traído una botella de Martini, no
sé lo que bebéis pero es lo único que quedaba
entero en el piso.

“Es perfecto, gracias.”

(En el salón se oyen risas y el humo deja ya su


huella por toda la habitación. Se hacen las
presentaciones oportunas y se sientan en la mesa a
cenar.)

- Gloria: A ver Romeo, para romper el hielo… ¿tu


qué opinas sobre el tema del que estábamos
hablando? ¿Tú crees en la fidelidad?
- Romeo: ¿Lo habéis planeado para ponerme en
un aprieto? No sé, yo soy un antiguo…

101
- Roberto: Este es gilipollas… (en un susurro)

“¿Es que no vamos a ser capaces de mantener una


conversación normal y corriente?”

- El de treinta y cinco: Está bien, ¿De qué


quieres que hablemos? Propón un tema. Ya que
has hecho tú la cena, qué mínimo que te demos
a elegir la conversación…
- Romeo: Por cierto, este pollo está buenísimo.
¿Qué lleva?

“Melocotón en almíbar”

- Esther: ¿Melocotón en almíbar? ¿De dónde has


sacado esa idea?

“Del paquete de Starlux.”

- Gloria: Pues será la primera idea buena que


sale de un paquete… (Gloria se ríe a
carcajadas.)
- El de treinta y cinco: ¿Quieres ver otras tres
buenas ideas?
- Gloria: No, si aquí el curita doméstico se las
gasta finas… ¿De esas cosas te confiesas? ¿Se
las cuentas al padre Carras?
- El de treinta y cinco: Si, claro, y también le
cuento el número de masturbaciones que ejerzo
diariamente en el Cuarto Creativo…
- Gloria: ¿Es posible que seas más cochino ahora
que cuando estabas en el seminario? O quizás,
con eso de la opresión, eras todavía más

102
insoportable?
El de treinta y cinco: Yo siempre he sido un
cochino, Gloria, con alma de sacerdote, pero
cochino.
- Luis: Bonita paradoja.
- Esther: ¿Es que no teníais una música más
entretenida que ésta?
- El de treinta y cinco: Tengo ahí un disco de los
monjes de Silos que está de puta madre. ¿Qué
te parece Esther? ¿Lo pinchamos?
- Esther: Este chico es tonto.
- El de treinta y cinco: Me niego a responder a
eso.

“¿Los INXS le parece bien a la niña?”

- Esther: Prefiero Bisbal.


- El de treinta y cinco: ¿A ti quién te ha invitado
a cenar?

“Mejor pongo la radio.”

(Se escucha “Like the deserts miss the rain”, de


Everything but the girl).

- Romeo: Gracias por invitarme.

“Gracias por venir.”

- Romeo: ¿Te he dicho ya que estás preciosa?

“Creo que no. Lo recordaría.”

103
- Romeo: Yo ahora mismo no puedo recordar
nada, de hecho, solamente tengo siete letras en
la cabeza, y están ocupando todo el espacio que
quedaba libre.

“¿Ah si?, y… ¿cuáles son esas letras?”

- Romeo: Las de tu nombre… Julieta.

104
EL OJO
Atrás quedaron los días en que era posible la
experiencia de caminar por la calle sin esa oscura
sensación de ser constantemente observado. Ya nadie
era capaz de mantenerse concentrado en sus
problemas, en sus cuestiones diarias, en sus pequeñas
o grandes inquietudes… caminar con el sólo propósito
de desgastar las neuronas con las preocupaciones,
atemperando el fuego de la nostalgia, o el de la desidia,
según si el día era par o impar, o si la luz de las farolas
era anaranjada o amarilla. Ahora sólo es posible
caminar desde la inquietud del perseguido, con veinte
ojos delante y otros tantos detrás. Enmarañado en la
propia condición de observado, atento, como la araña
se concentra solamente en su tejer. En armonía directa
con el ojo despierto, siguiendo su compás, no como
antes, mucho antes, cuando ni siquiera sabíamos de su
existencia. Cuando aún creíamos en la intimidad como
uno de los principales valores humanos.

Aquella noche en que el cielo se abrió, para dibujar


lo que, en principio, parecía una intensa tormenta de
verano, y más tarde se transformó en aquel ojo

105
inmenso, penetrante, gigantesco, rodeado por una
nebulosa difusa que iba disipándose a medida que
elevaba el gran y único párpado que lo recubre. Fue
entonces, en el momento en el que despertó, cuando
finalizó también nuestro sueño. Algo sucedió en las
mentes de todos. Aprendimos al instante el significado
de todas las cosas que antes se nos tenían ocultas.
Dignificamos la visión como si fuera el mismo Dios
inventado por tantas y tantas generaciones. Ni siquiera
corrimos horrorizados o atemorizados por la nueva
experiencia. Simplemente, asentimos, y a partir de ahí,
continuamos caminando, ahora sí, sabiéndonos
observados.

106
TAROLOGÍA Y OTRAS ESPECIES MUSICALES
Hay una preciosa canción que suena… Take my
love, dice Frank Sinatra, true love,…, mine is a true
love,…, hold me tight… say that you feel as I… y yo le
consulto al tarot por un amor así… pero el tarot hoy no
me dice lo que espero, hoy no me contesta si me quiere
o no me quiere, quizás sea más sencillo acercarme al
parque y arrancar una margarita, y hacerme con todos
los secretos prohibidos que esconde esa pequeña flor,
y subírmela a mi casa con nocturnidad, pero sin
alevosía… y encender un par de velas azules e iniciar
el ritual, deshojar una por una, mientras repito un
sonoro “me quiere” en voz alta, y oculto entre dientes
un pequeñísimo “no me quiere”… y mientras mi flor
favorita se decide a hablarme sonará otra canción… y
Cómplices dirán que cuentan con tu risa… desde la
noche oscura hasta el alba… cuento con tu risa, que es
lo mismo que no tenerle miedo a casi nada…

El Mundo se asoma a mi ventana y me cuenta


muchas cosas, me cuenta que cada día se acerca más
y más a mí. Me dice que encaja dentro de mí del mismo

107
modo perfecto en el que yo encajo dentro de él. Me dice
que escuche música, que lea libros, que no vea
televisión, que exprese todo el arte que se acumula
dentro de mí, que pinte cuadros, que haga velas, que
pinte camisetas, que haga bufandas rosas y azules, que
coma ensaladas, que me pinte por las mañanas como
si fuera a una fiesta, que acabe con la negación, que
muera todos los días, que le pierda el miedo a la
guadaña, que me renueve por dentro, que cante
canciones, que toque la guitarra, que me levante un día
cualquiera para ver amanecer, que me reboce entre la
nieve, que camine descalza por la hierba, que me
escape una tarde y me haga quinientos kilómetros para
ver la playa cinco minutos,…, me dice tantas cosas…
yo no me aburro nunca dentro de él, porque me acoge
con su justa injusticia y me rebela secretos mientras me
golpea con el basto del sufrimiento; me asoma a los
balcones de la degeneración y el puritanismo, y
corrobora conmigo que es imposible que alguien pueda
ser feliz conformándose con una vida “tranquila”.

El Mundo me confirma que todo lo que siento que


es cierto, lo es. Hay cosas que uno sabe, y que son tan
indiscutibles como que Australia existe, a pesar de no

108
haberlo visto nunca. Yo sé cosas, y no sé porqué las
sé, pero forman parte de un conocimiento innato que
me permite crecer un poco cada día.

Michael Hutchen, de los INXS dice “Live, baby, live,


now that the day is over…. I got a new sensation…
perfect moments…” y mientras lo escucho leo
American Psycho, y compruebo que Bret Easton Ellis
tiene unos gustos musicales muy parecidos a los míos.
Y veo que, en aquel instante, El Mundo me dijo que
nunca dejase de oír música, porque si lo hacía, un día
me quedaría sorda, por no haber sabido apreciarla.

El Mundo se compone de las “cien mil cosas” de


Lao Tse, y yo me compongo de todo eso y de mucho
más. El Mundo me conmueve mientras Depeche Mode
habla de un tal Personal Jesus… y mientras, Elton John
me dice que ha escrito una canción para mí, que puede
ser simple pero que, ahora que está hecha… espera
que pueda describir con palabras lo maravillosa que es
la vida ahora que estoy yo en el mundo. And you can
tell everybody this is your song…

109
El Mundo tiene dentro tres niños, que son parte de
un mundo mágico de hadas, que también ha creado El
Mundo. Tiene dentro un cuadro de Boticelli, una
sinfonía de Sibelius, varios cuadernos de notas y un
corazón muy revuelto. El Mundo también tiene una
película que se titula Habana, en la que un hombre ama
a una mujer como yo quiero que un hombre me ame a
mí. El Mundo tiene al Dr. Fleishman, a Ed, a O´Connell,
a Ruth Anne y a Chris Stevens. El Mundo reserva un
rincón especial a Whitmann, a Rilke, a Bennedetti, a
Saramago, a Cavafis, a Sturgueon, a García Marquez…
y el más especial de todos lo tiene reservado para
Dostoievsky. El Mundo descubre a Celentano, descubre
a mi familia, a un amigo que tengo en alguna parte y a
otros tantos que dejé en la ciudad invisible. El Mundo
tiene lo que yo no tengo… Y yo tengo dentro de mí al
Mundo, y a mis pequeñeces, y a mis tranquilas
obsesiones, y a mis complejos, y a mis necedades,…

Este es el cuento final, el cuento del ron, de la


ginebra blanca y de los peces negros. Este también es

110
el cuento de Peter Pan y de los niños perdidos, y del
último pétalo que dijo SI …
FIN

111
APÉNDICE

112
AZAFRÁN

Azafrán y Canela

Érase una vez un duende llamado Azafrán din dang


Ebeish Tuarugah que tenía las piernas muy cortas, los
brazos muy largos, las orejas puntiagudas y un color
granate en la piel que le daba un aspecto sano y
saludable. Tenía la frente ancha y aplastada, y unas
manitas de dedos largos y delgados que ponía sobre
sus ojos para ver a larga distancia. En realidad, veía
más allá de lo que su mirada podía alcanzar.

Conocía a la perfección todas las especies animales


y vegetales, y dibujaba con precisión geométrica la
localización de los ciervos en el bosque durante el mes
de Abril.

Era despierto y alegre, juguetón y divertido,


cariñoso y coqueto. Tenía una fiel esposa llamada
Canela, que le contaba historias de hadas todas las
noches, antes de dormir, y le hacía un asado de nutria
caliente que le ponía contento para todo el invierno.
Azafrán nunca había salido más allá de los confines de
su pueblo, El Jardín de las Especias, y aunque siempre

113
tuvo un espíritu aventurero y un gran deseo de conocer
qué había más allá del bosque, sabía que, en lo más
profundo de sí, se encontraba toda la sabiduría
necesaria.

Siempre que le pedían un consejo, cerraba sus ojos


de color melón y miraba hacia dentro, allí encontraba la
respuesta.

Azafrán elegía las mejores setas de la comarca


porque era capaz de saber cuándo caerían las primeras
gotas del otoño. Se orientaba en el bosque mirando la
dirección en la que crece el musgo, y cuando llegaba el
invierno y la nieve tapaba las rocas, las estrellas más
cercanas, en un cómplice parpadeo, lo guiaban hasta
su hogar.

Azafrán y Canela vivían en el árbol más viejo de la


comarca, “el Anciano Olmo”. Tenía un tronco tan grueso
y fuerte que se presentaba firme y grandioso entre el
resto de sus hermanos. Le gustaba alzar sus ramas
hacia el cielo y coquetear con las nubes presumiendo
de su porte elegante y protector. Tenía miles de hojas a
las que trataba como a sus propias hijas, y cada noche
le pedía ayuda al Viento para dormirlas con su balanceo

114
tranquilo y seguro. El Anciano Olmo era muy exquisito a
la hora de acoger a sus inquilinos, por eso, cuando
decidió abrir sus puertas a uno de los duendes del
pueblo, realizó una competición entre varios de ellos,
poniendo a prueba sus buenas intenciones y la
transparencia de su corazón. Se presentaron más de
cien duendes a la propuesta del viejo árbol, y éste les
hizo una pregunta muy sencilla, a la mejor de cuyas
respuestas se le otorgaría el honor de poder vivir en su
tronco.

El Anciano Olmo exhaló un profundo aliento que le


vino de lo más hondo de sus raíces, y lanzó la siguiente
pregunta a los duendes:

-“Si vivierais dentro de mí, ¿de qué forma cuidaríais


a mis hijas las hojas?”

Algunos duendes no supieron cómo responder,


otros, lanzaron propuestas con infinito cariño en las que
expresaban su deseo de regarlas con agua cada día,
procurar siempre que los rayos de sol no les dieran de
forma directa… y algunos incluso tuvieron la idea de
cortar las que estuvieran secas para que no

115
entorpecieran la vida de las que estaban jóvenes y
verdes.

Cuando le llegó el turno de contestar a Azafrán, el


pequeño duende respondió conciso con las siguientes
palabras:

-“Tus hijas, las hojas, son realmente sabias y están


perfectamente protegidas por ti. El único cuidado que
yo puedo ofrecerles es dejarles vivir como ellas deseen,
puesto que nadie, mejor que tú mismo y que ellas sabe
lo que realmente necesitan.”

El Anciano Olmo quedó enormemente satisfecho


con la respuesta de Azafrán, ya que lo único que
esperaba de su inquilino era respeto por el árbol, y que
le dejaran vivir como llevaba haciéndolo desde cientos
de años atrás, libremente.

Desde aquel momento, Azafrán y Canela se


instalaron en el tronco del viejo árbol y tuvieron con él
una convivencia de respeto y armonía que les permitía
mantener una cordial amistad y confianza mutuas.

116
Canela era coqueta y muy alegre, se diría que daba
la impresión de ser un pan recién hecho, con una
sonrisa eterna grabada en su rostro. Tejía para Azafrán
cada invierno siete bufandas, que hacían los colores del
Arco Iris, y fabricaba las cestitas más hermosas del
bosque, para que el duende recogiera, como sólo él era
capaz de hacerlo, las mejores setas, para venderlas en
el pueblo a 15 donaires el kilo.

Canela apareció en el Jardín de las Especias de un


modo totalmente fortuito. Durante días, uno de los
matorrales más verdes del bosque, se estuvo moviendo
sin parar, vibrando intensamente y emitiendo una luz
magnética, casi eléctrica. Aquel hecho mantuvo
despierto el interés de los duendes como si se tratase

117
de un enigma indescifrable, hasta que un día, el extraño
matorral dejó de vibrar, y cuando los duendes se
acercaron a ver en su interior, descubrieron que se
escondía una magnífica sorpresa; una pequeña duende
de apenas unos días, que parecía ser fruto de la
naturaleza.

Canela se convirtió, desde aquel día, en hija


adoptiva del Jardín, de la que todos sus habitantes se
sentían responsables. Cuando Azafrán la vio por
primera vez, siendo tan sólo un niño, sintió una alegría
desconocida en su corazón. El pequeño órgano estuvo
saltando durante varios minutos, avisando al duende de
que, en el interior de aquella mujer, se encontraba el
corazón que lo complementaba a la perfección.

118
119
Nube

¿Cómo llegó Nube a convertirse en uno de los


habitantes del Jardín de las Especias?

Hace mucho, mucho tiempo, en la imaginación de


un niño muy inquieto, se creó un mundo de Príncipes y
Princesas en el que todo lo que allí sucedía era
absolutamente maravilloso y perfecto. Nube era la
Princesa de aquel país, hermosa y bondadosa a partes
iguales, pero tenía la especial facultad de haber
heredado el espíritu inquieto de aquel niño que
consiguió darle a luz tan sólo con su imaginación.

Nube era la esposa del Príncipe Arthur Tres Veces


Azul, un monarca justo con su pueblo, valeroso en la
batalla y caballero amoroso de su mujer. Era tan
intensamente perfecta la vida de aquellos dos príncipes,
que Nube, en su deseo infantil de conocer, de vivir, de
experimentar nuevas emociones, llegó a sentirse
atrapada dentro de aquella irrealidad tan ajena a
cualquier tipo de error. Fue entonces cuando se dio
cuenta de que, a pesar de tener tantas riquezas

120
materiales, le faltaban otras cosas que para ella eran
mucho más importantes.

Cansada de recibir de forma inmediata de su


esposo todos los deseos que salían de su boca, un frío
día de invierno, le expresó a éste su deseo de conocer
otros mundos y ganarse la vida por sí misma,
exponiéndose así a las dificultades de la vida. El
Príncipe no entendía nada de lo que Nube le decía. No
podía comprender cómo alguien no era feliz entre todo
tipo de atenciones y riquezas, pero Arthur, que sentía
un profundo amor por ella, aceptó la decisión de su
esposa, ya que entendió enseguida que el amor ha de
ser libre, y que si enjaulas a un pájaro te odiará toda la
vida, mientras que, si lo dejas en libertad, quizás algún
día vuelva a ti. Así que, puso a su disposición el Gran
Barco Real para que la princesa pudiera cumplir su
aventura, con la esperanza de que algún día la vería
regresar, y él la esperaría con los brazos abiertos. Nube
no había dejado de amar a su Príncipe, pero sabía que
su relación no podría funcionar nunca si no era capaz
de conocerse a sí misma.

Así que, con una enorme tristeza en el corazón y a


la vez con la ilusión de un niño ante nuevas aventuras,

121
Nube preparó una maleta con lo más necesario, se
despidió de su amado príncipe y salió en busca de su
destino, ligera de equipaje y con el alma llena de
sueños. Pasó varios meses en el barco, hasta que vio
por la escotilla un paisaje que le resultó lo
suficientemente agradable como para cumplir sus
propósitos. Caminó durante días por el bosque sin
encontrar un atisbo de vida. Durmió a la intemperie con
la única protección que le ofrecía el cielo estrellado, se
alimentó de los frutos que le proporcionaba la tierra y se
guió por su intuición hasta que, al amanecer del primer
día de la primavera, vio a lo lejos una especie de humo
blanco y luminoso, lleno de estrellas brillantes, que
flotaba por encima de un grupo de árboles grandiosos y
verdes, que se imponían en belleza al resto de árboles
de la región.

Nube se dirigió guiada por la luz de las pequeñas


estrellitas que se desprendían de la masa de humo
blanco, y encontró bajo ellas un precioso y chiquito
pueblo de duendes, con sus casitas enclavadas en los
hermosos árboles que horas antes habían llamado su
atención. Las calles del pueblo estaban tan limpias que
uno podía verse reflejado en ellas. Había tiendas de

122
todo tipo, huertas de las que crecían pequeñas
verduras de colores intensos y con un aspecto que,
hasta la fecha, Nube no había sido capaz de encontrar.
Pequeños duendes de aspecto simpático y amable
caminaban por las calles, trabajaban en sus negocios y
cultivaban la tierra cantando acompañados de
pequeñas hadas de colores que reían y jugaban con
ellos al compás de músicas sumamente agradables y
pegadizas.

Decidió que preguntar por su situación sería lo más


oportuno, ya que, si quería encontrarse a sí misma en
aquel viaje, lo más importante en aquel momento era
saber dónde se encontraba.

-“Disculpe Señora, ¿podría decirme en qué lugar


me encuentro? Llevo días caminando por el bosque, y
me siento perdida.”

La receptora de la pregunta estaba detrás de un


pequeño puesto de setas, en la plaza del pueblo, y no
era otra que la hermosa Canela. Ésta le tendió una
cariñosa mirada y le informó de su situación. Por
supuesto, la hospitalidad de aquellos pequeños seres
era conocida más allá de los límites del Jardín de las

123
Especias, y haciendo honor a esta fama, la duende le
ofreció amablemente su casa.

Cuando llegaron al Anciano Olmo, la princesa hizo


un esfuerzo por adaptarse a las pequeñas dimensiones
del lugar, aunque no protestó en ningún momento, ya
que se sentía muy agradecida por la generosidad de
Canela, después de llevar días y días sin dormir en una
cama y sin llevar a su estómago nada caliente.

Canela le habló del pueblo, de sus habitantes, le


contó las historias más relevantes de su familia, y le
puso al corriente de lo que suponía la vida en el Jardín
de las Especias. Nube se interesó especialmente por
aquella especie de humo blanco y luminoso que flotaba
por encima del pueblo y cuya visión la había llevado
hasta aquel lugar tan acogedor.

Canela se dispuso entonces a contarle la historia de


Aishelín…

Aishelín era la comarca de hadas que flotaba por


encima del Jardín desde el comienzo de sus días. El
humo flotante, blanco y brillante, acogía a 385 hadas de

124
colores y 3 hadas blancas, y entre todas sumaban los
388 habitantes de El Jardín de las Especias. Justo el
día que un nuevo duende nacía, en Aishelín explotaba
una estrella de la que emergía su hada protectora. Los
duendes comunes tenían hadas de los colores del arco
iris, que eran las encargadas de indicarles los caminos
de luz en el bosque, les enseñaban a escoger las
mejores setas, les aconsejaban sobre cuál podría ser el
mejor trabajo a elegir en el pueblo, iluminaban el
camino hacia sus medias naranjas y, en general, les
protegían de los posibles peligros que les pudieran
acechar. Las hadas de colores eran muy juguetonas, y
les gustaba gastar bromas constantemente. Tenían un
humor muy inteligente, y eran muy cultas. Conocían a la
perfección la historia de los duendes y la gramática de
su idioma. Además, realizaban unas sedas de exquisita
calidad que ofrecían en toda la comarca. Cosían para
los duendes unos magníficos trajes que ellos
reservaban para los acontecimientos más importantes
de su vida.

Las hadas blancas eran mucho menos comunes,


puesto que acompañaban a los duendes más sabios de
El Jardín, a aquellos que ya habían aprendido a elegir

125
sus caminos y que ahora su misión en el Bosque había
pasado a ser un poquito más importante. Las hadas
blancas fueron inicialmente de colores, pero a medida
que sus duendes se iban haciendo más sabios, ellas
iban tomando un tono más brillante y blanquecino. El
motivo era que el color blanco incluye a todos los
colores dentro de sí, y por eso, a medida que uno se
hace más sabio y aprende más cosas, va unificando su
alma y su corazón en un solo color que une todos los
que existen. Los tres duendes de hadas blancas eran
los consejeros del pueblo, aquellos a los que todo el
mundo acudía cuando tenía un problema, porque
sabían que tendrían la mejor de las respuestas.

Azafrán era uno de los tres elegidos que se había


convertido en un duende sabio con el pasar de los
años. Lo acompañaba siempre su hada Beatrice, que
era tan hermosa como el amanecer del Jardín, y
actuaba como espejo y guía del duende. Si Azafrán
estaba contento, su hada cantaba y saltaba dando
vueltas alrededor de sí misma y desprendiendo polvo
de la estrella que la vio nacer. Si el duende se
enfadaba, ella se enfrentaba a él con un rostro
verdaderamente aterrador, y así Azafrán sabía que lo

126
que estaba haciendo, no era propio de un duende
sabio. Así, las hadas blancas ayudaban a los duendes
elegidos a continuar siendo aquello para lo que
nacieron; ser los maestros y consejeros de sus
hermanos los duendes del Jardín.

Canela y Nube salieron fuera de la casa para


contemplar Aishelín al atardecer, y justo cuando el sol
estaba a punto de esconderse, una estrella brillante y
gordita explotó, desprendiendo un polvo luminoso del
cual salió una hermosa hada de color naranja, con los
ojos enormes y redondos y una bonita sonrisa avispada
que se presentó como el hada Marcela, guiñó un ojo a
la princesa y se ofreció como su guía y compañera.

127
En aquel momento tan mágico todos los duendes
supieron que podían aceptar a Nube como una más en
el Jardín.

A la tarde, cuando Azafrán volvió del bosque y vio a


Nube en su casa, sintió al instante que aquella hermosa
mujer había llegado a su mundo por algún buen motivo
que, de momento, no fue capaz de reconocer.

128
Azafrán, Canela y Nube

La princesa vivió por algún tiempo en casa de


Azafrán y Canela. Con ellos se sentía profundamente
acogida y acompañada. La enseñaron a cultivar la
tierra, le ofrecieron sus conocimientos sobre el bosque
y la magia que posee la naturaleza, y sobre todo con
Azafrán, podía mantener conversaciones sobre todas
aquellas cosas que ella siempre había considerado más
importantes. La princesa aprendía cada día de la
sabiduría del duende, y sus pequeños amigos la
comenzaron a sentir como a su propia hija. Nube les
explicó las razones por las que había dejado el Castillo
en el que vivía, y los motivos que le habían llevado a
dejar al Príncipe, su gran amor, para poder vivir su
propia vida y aprender a mantenerse por sí misma.
Azafrán la comprendió de inmediato y le explicó que
uno tiene que elegir sus propios caminos para poder
compartir también los caminos de otro. Sólo cuando
confluyen los destinos elegidos libremente pueden dos
personas convivir como una pareja.

129
En su deseo de aprender a ganarse la vida por sí
misma, Nube compró un local de madera de roble a
Orégano Ticú, cuñado de Albahaca Marea, prometida
de Curri din dang Ebeish Tuarugah, sobrino de Azafrán,
y montó una preciosa peluquería. Al sentirse tan bien
recibida en El Jardín, decidió ofrecerles a sus
habitantes algo de lo que ella sabía, y como se había
dedicado durante años únicamente a ponerse cada día
más hermosa, montó para ellos un fantástico salón de
belleza al que los duendes acudían encantados a
ponerse guapos de forma habitual. Lo decoró con los
colores del horizonte al atardecer y lo iluminó con
luciérnagas y con estrellas de las hadas de Aishelín.

Los duendes acudían al salón de belleza de Nube y


ella les contaba historias de su anterior vida, mientras
les hacía peinados complicadísimos de una belleza
inigualable. Les hablaba de cómo conoció al Príncipe
Arthur Tres Veces Azul, de su perfecta vida en el
Castillo… y los duendes, maravillados con las
experiencias de la princesa, se preguntaban, una y otra
vez, por qué extraña razón Nube había decidido un día
dejar aquella vida llena de comodidades por llevar una
vida mucho más sencilla, trabajando duramente, en un

130
pueblecito de duendes en el que su única riqueza era la
bondad de aquellas personitas que procuraban hacer
de su vida un lugar feliz.

131
El Concurso

Nube se dio cuenta enseguida del interés que


despertaba su anterior vida entre los duendes, ya que
no había más que fijarse en la expresión de sus ojos al
escuchar todas aquellas historias para comprender la
alegría que les producía imaginar otros mundos fuera
de El Jardín. Así que, en agradecimiento a su calurosa
acogida y tratando de devolverles el cariño que cada
día recibía de ellos, decidió preparar un sorteo en el
que, el premio, sería un viaje al Castillo del Príncipe
Arthur Tres Veces Azul. De modo que, en uno de los
botes de champú que vendía en su peluquería,
escondió un pasaje al país de los sueños del niño
inquieto.

Nube quería compartir con los duendes los regalos


que su vida de princesa le había permitido disfrutar, a
pesar de saber que en ellas no estaba su felicidad. En
aquel momento, recordó a su esposo y una pequeña
gota de agua descendió por su mejilla naciendo de
unos ojos en los que se podía navegar por la tristeza.
Nube no sabía lo que eran las lágrimas, jamás había
tenido motivo alguno para llorar. Aquella fue la primera

132
vez que lo hizo, y a pesar del extraño y nuevo dolor que
sentía por la añoranza del Príncipe, sonrió tiernamente
al darse cuenta de que, aquella tristeza, le producía en
lo más íntimo de sí, una extraña felicidad.

El Hada Marcela le explicó lo que significa llorar, y


le contó también que, a veces, las lágrimas
simplemente salen del cuerpo para que nuestro corazón
no se ahogue en ellas.

“Hoy has aprendido una lección muy importante


Nube. Cuando echamos de menos a alguien, nos
sentimos tristes, porque querríamos que estuviera con
nosotros, pero, al darnos cuenta de que eso no es
posible, es cuando podemos ver realmente lo que
somos capaces de amar.”

Nube se preguntó porqué no sería más fácil que


uno se diera cuenta de lo que es capaz de amar sin
tener que estar solo, y no encontró ninguna respuesta.

133
Los Recuerdos

El primer día del Otoño, Azafrán salió de su


pequeña casa con la cesta vacía y dispuesta a ser
llenada de ricos frutos del bosque. Salió contento, se
visitó con su sonrisa más joven, le dio un beso a su
esposa Canela, y salió a disfrutar del campo, a sentir el
viento entre sus dedos, a susurrarle a la hierba las
historias milenarias de los duendes del Jardín.
Agradeció a las plantas los frutos que le ofrecían, e
incluso se sentó en la piedra Cayena a escuchar el
trinar de los pájaros. Al regresar de su paseo, decidió
visitar a Nube y llevarle 4 madroños rojos y hermosos
que había recogido esa mañana.

Como siempre, charlaron agradablemente sobre


sus vidas, sobre la emoción de saltar en un charco de
lluvia, sobre las hormigas más ancianas de sus casas,
sobre el amanecer y el atardecer… Nube le habló de
las lágrimas y de la tristeza por la añoranza. Azafrán
recordó entonces a su padre, el Viejo Pimentón, y le
extrañó más que nunca. Lo sintió tocando su arpero al
compás de los grillos, deleitando a todo el pueblo con
su música. Y cuando escuchó el ritmo de sus cantos

134
desde muy lejos, recordó que el Viejo Pimentón nunca
se marcharía del todo, porque la música es infinita, y
sonaría eternamente en su corazón.

Nube lo puso más guapo que nunca, recortó su


cabello en forma de champiñón, y le regaló un bote de
champú con olor a fresa con el que se podían escuchar
los Cantos de Otoño de las Sirenas. Azafrán se fue en
busca de su amada Canela, con el recuerdo de su
padre, y con la alegría de recordar que nada muere,
sino que las cosas cambian de forma y lugar, pero que
continúan siempre en la eternidad del Amor.

135
El Premio

Al día siguiente, Azafrán se despertó con el


revolotear de las alas de Beatrice, y salió a la cascada a
darse una ducha. Cuando abrió el bote de champú de
fresa que le había regalado Nube el día anterior, se
encontró con un inesperado billete a los mundos de la
imaginación del niño inquieto, y saltó de alegría como
nunca antes lo había hecho, con la emoción que
producen los sueños que no pertenecen a ningún
sentimiento conocido. Cantó junto con su mujer todos
los cantos de sirena que conocían, que en total eran 17,
e igualmente su pequeña hada blanca se excitó de un
modo que hasta la fecha, ambos desconocían. Corrió a
la tienda de Nube a celebrarse como ganador del sorteo
y a compartir con ella su alegría. La joven se alegró
doblemente por poder ofrecer ilusión y por ser Azafrán
el poseedor de la misma. Así que, le entregó al
pequeño duende unas instrucciones con forma de rana
en las que se podía observar la figura del Gran Barco
Real. Y después de tomar té violeta de Vadarabya para
celebrarlo, le dijo: “Camina dos kilómetros hacia el
Oeste, después da doscientos veintidós pasos hacia el
Norte, sigue el brillo de Venus, y cuando te encuentres

136
en la costa, coge el barco que está atracado allí, habrá
un grumete esperándote que te indicará el resto de tu
viaje.”

Azafrán hizo una maleta con dos pantalones y tres


camisetas nuevas, y se puso en camino hacia el
Castillo del Príncipe Arthur Tres Veces Azul. Él sabía
que sólo los que van ligeros de equipaje aprenden de
su camino.

137
El Gran Barco Real

Pasó días caminando, siguiendo las instrucciones


que le había dado Nube, y cuando por fin llegó a la
costa, encontró allí un magnífico navío que multiplicaba
por diez las dimensiones de cualquier otro barco
conocido. En lo más alto se veía izada una bandera que
aún dibujaba con orgullo la cara de la bella Nube,
aunque Azafrán enseguida vio en ella un rostro pálido y
una enorme tristeza en sus ojos. Su cabeza estaba
coronada por una hermosa diadema de oro y diamantes
que ni siquiera con su brillo eran capaces de iluminar su
expresión.

Azafrán contempló, lleno de sorpresa y alegría, los


acontecimientos que ante él se ofrecían con aroma a
tomillo y sabor a melocotón.

Se acercó sigiloso hacia el barco, con paso ligero


de duende ágil y conciso, y dio dos toques seguros a la
puerta que sonaron a los alegres acordes que no
conocen la palabra Miedo. Lo recibió un hombre de
mejillas afiladas, con un cuerpo tan largo y delgado
como los rayos del sol al amanecer. Su aspecto era
desaliñado, y su cara dibujaba una amplia sonrisa y

138
unas cejas en forma de V invertida que ejercieron de
libros abiertos para la intuición de Azafrán. El joven se
presentó como Junior G., hijo del Capitán G, nieto de
Barba R. G., procedente de una larga saga de piratas y
marines oscuros, dedicados al comercio de talismanes
y al saqueo de barcos hundidos. Le invitó a pasar
amablemente y le instó a que lo siguiera para mostrarle
la que sería su casa durante los días que durase aquel
trayecto. A medida que el joven le iba enseñando al
duende algunas de las estancias del navío, le fue
contando la historia de su vida con el tono simpático y
parlanchín que ya anunciaban la forma de sus cejas.
Azafrán comprendió entonces que, más allá de El
Jardín de las Especias, la gente seguía acudiendo a él
para contarle sus experiencias, y que la confianza que
ofrecía no tenía límites en su pueblo.

139
Junior G. tenía una beca de la Universidad Naval de
Perlanegra, por la que estaba haciendo prácticas de
Grumete Primero en aquel galeote. Su mayor deseo en
la vida era resolver un enigma familiar: “¿Por qué razón
todos sus antepasados se habían dedicado a la
piratería?”, y su gran anhelo era no terminar
convirtiéndose en uno de ellos, no continuar con la
estirpe a la que la vida le había llamado a pertenecer.
Estaba empeñado en desmarcarse de aquel siniestro
destino y poder llevar una vida propia, poder elegir por
sí mismo su propio camino. Con la dedicación de un
alfarero de mano pequeña, estudió las vidas de cada
uno de sus antepasados para descubrir la clave que le
haría romper la tradición familiar. Desde que era tan
sólo un niño analizó paso por paso el comportamiento
de todos sus familiares, hasta que encontró un punto
común entre todos ellos: el enorme odio que todos los
hijos profesaban a sus padres, creando una espiral de
rencor de la que no era posible salir. Se dio cuenta de
que, los hijos odiaban a sus padres por no haberles
dado la posibilidad de elegir una vida diferente a la que
ellos tenían, culpaban a sus padres de haberles traído a
un mundo en el que lo único que podían hacer era robar
barcos y dedicarse a la piratería. Junior G. se dio

140
cuenta de que, lo primero que tenía que hacer era
desprenderse del odio que sentía hacia su padre por
haberlo convertido en un heredero de la familia G. Así
que, decidió pasar tres años en aquel barco, para que
el trabajo duro de grumete le ayudara a transformar en
amor y perdón un odio al que ya no admitía más en su
corazón.

Después de escuchar la historia de Junior G., el


duende sacó de su bolsillo un pequeño corazón verde,
que palpitaba al ritmo del reloj del universo, y le dijo:
“Éste es el corazón del unicornio Abúm, el más puro de
los animales. Llévalo contigo y él te ayudará a terminar
de perdonar todo lo que aún no has comprendido.”

Al mirar a los ojos de Junior G., Azafrán había


sentido que, aunque tenía aún mucho trabajo por hacer,
el joven había encontrado la clave para romper la
herencia familiar y no ser el pirata al que lo empujaba a
ser su destino. Beatrice lo miró fijamente y asintió a sus
pensamientos.

141
El Periodista

El Galeote comenzó a hacer paradas en los lugares


más sorprendentes que uno pueda imaginar, todos ellos
desconocidos para Azafrán, y a la vez, absolutamente
interesantes. Al asomarse por la escotilla de su
camarote, y divisar aquellas maravillas, Azafrán se iba
dando cuenta de que su pequeño mundo, El Jardín de
las Especias, sólo era una mínima parte de un universo
infinitamente más grande. Comprendió entonces que,
no porque no conozcamos algo, podemos afirmar con
seguridad que no existe, y se sintió aún más pequeño
de lo que hasta entonces se sentía.

Desde que se marchó Nube, el Príncipe Arthur Tres


Veces Azul, había puesto El Gran Barco Real a
disposición de todos aquellos que desearan
experimentar nuevas sensaciones y vivir su vida de un
modo diferente.

A medida que avanzaba la travesía, en cada


parada, subían personajes de todos los confines del
universo. La mayoría de ellos se encontraban de paso,
buscando un lugar donde disipar sus confusiones.
Muchos de ellos ni siquiera tenían un destino concreto,

142
sin embargo, disfrutaban de un viaje que les resultaba
reconfortante por el simple hecho de ser una aventura.

Azafrán comprendió que cada uno acepta sus viajes


de la misma forma en que se acepta por dentro.

Por la tarde vino a buscarlo el joven Junior G., para


enseñar al duende los camarotes que aún no había
visto, de diferentes tamaños y colores, que cobijaban a
gentes de lo más dispar. Junior G. le dijo al duende que
tuvieron que hacer estancias totalmente distintas,
porque las personas son muy diferentes entre sí.
Mientras caminaban al unísono en un baile de oleaje
vespertino, se encontraron a un tipo poco corriente que
se presentó de modo muy correcto y afectuoso. Azafrán
lo reconoció enseguida, lo había visto muchas veces en
la televisión, siempre al filo de la noticia. No era otro
que Peter Panker, periodista del Never Ever News.
Parecía un hombre sencillo, a pesar de su aspecto poco
común. Vestía un elegante traje de color verde y
mocasines brillantes de color rojo bermellón. Peter iba
camino de la Isla de Miles de Rosas para entrevistar a
los indígenas más ancianos del país de los cuentos.
Les contó su enorme ilusión por conocer sus
costumbres y su sabiduría, y por poder mostrárselas al

143
mundo. Les habló de sus viajes al planeta del Pequeño
Principito, y sus contactos con los Siete Ejecutivos
Enanos de Wall Springs. Acariciaba con sus historias
de aventuras la curiosidad inocente de un Azafrán que,
sin haber salido nunca de su pequeño pueblecito,
comenzaba a ser consciente de que todo un mundo
nuevo se presentaba ante sí. El pequeño duende giró la
vista hacia su hada y encontró en sus ojos una total y
profunda admiración. Se sentaron los tres a charlar
sobre la vuelta de las gaviotas de Marzo y sobre las
últimas composiciones del flautista Jamel Llin. Crearon,
alrededor de una botella de licor de miel de Maya, una
preciosa tertulia que les supo a guisado de champiñón.

Peter no se perdió ni una sola de las palabras que


salían de la boquita del duende, porque enseguida
había sabido distinguir en él una sabiduría poco
corriente y el periodista no era de aquellos que dejan
escapar la ocasión de aprender.

Azafrán le habló al joven Peter de Canela, su


esposa, de sus amigos del Jardín, de su padre, el Viejo
Pimentón… y mientras le hablaba de sus seres
queridos, percibió en la mirada del joven periodista un

144
extraño sabor a tristeza, que le llamó inmediatamente la
atención.

“¿Y tu familia Peter? ¿Tienes mujer e hijos?”- le


preguntó el duende.

“No, no… yo… bueno, yo viajo constantemente,


dedico todo el día a realizar reportajes y a investigar y…
bueno, nunca quise cambiar todo eso por tener una
familia.”- y a pesar de que sus palabras sonaban
convincentes, el temblor en su tono de voz alertó al
duende de que aquel hombre tan experimentado y
aventurero, tenía un miedo atroz a ser responsable de
alguien, a adquirir compromisos y a disfrutar de un
amor que, en cualquier momento, podría destrozar su
corazón. Aquel joven con un espíritu tan vital, tenía un
miedo inmenso a convertirse en un adulto, y en su
huida del amor, se había convertido en un solitario
trabajador que añoraba todas esas cosas que nunca
había sentido.

Azafrán comprendió que uno puede extrañar lo que


conoce, cuando se marcha, y también puede añorar
aquello que no ha tenido nunca, como el joven Peter.
Fue ahí cuando descubrió que hay sentimientos que

145
son universales y que, aunque no hayamos
experimentado nunca ciertas emociones, dentro de
nosotros están impresas como un sello en el corazón, y
si en nuestra vida no somos capaces de disfrutarlas,
sentiremos su ausencia como si se tratara de un ser
querido que se fue.

El pequeño duende se acercó a Beatrice y le


comentó algo al oído. El hada blanca sacó un cálido
polvo de hadas de sus manitas y lo extendió al aire,
formando una nube luminosa que dio a luz una nueva
hada muy pequeñita y vestida de verde, con el pelo
rubio de un dorado semejante al que produce el sol en
verano y le dijo a Peter:

“Esta es la pequeña Campanilla, te acompañará a


donde vayas y te enseñará que no hay que tenerle
miedo al amor.”

Peter sintió que el pequeño duende tenía mucha


razón, y que su miedo a las responsabilidades le
impedía disfrutar del amor a los demás. Agradeció el
gesto de Azafrán y sonrió a Campanilla. Desde aquel
momento, los ojos de la pequeña hada no dejaron
nunca de brillar.

146
Aquella noche Azafrán se durmió en su camarote de
color de melocotón que lo acogió dulcemente,
meciéndolo con el oleaje como una nana del hada Gin.

Días más tarde, un pequeño artículo del Never Ever


News llevaba el siguiente titular: “Azafrán, el duende
Ganador del sorteo de Nube y un verdadero Premio
para navegantes”

147
El Viejo Txiquín

A la mañana siguiente, Junior G. vino a despertarlo


para ofrecerle un desayuno lleno de manjares
exquisitos. El Príncipe Arthur había querido tener con
él este detalle para agasajarlo en su viaje hacia el País
de la Imaginación del Niño Inquieto. Hacía tanto tiempo
que no recibía una visita, que se encontraba muy
excitado con la idea de tener un invitado en el Castillo.
Azafrán era un duende sencillo, que no estaba
acostumbrado a tales lujos y atenciones, pero
agradeció con su habitual sonrisa los favores del
monarca, y disfrutó de las delicias que le ofrecieron con
tanto fervor.

Salió a pasear por cubierta, para sentir el viento en


sus mejillas y agradecerles a las hadas su protección
en el camino. Contempló cómo el pájaro Txiquín, la más
vieja y sabia de las aves, realizaba sus labores de
protección a los Surcadores del Viento, una legión de
personajes increíbles, llenos de fuerza y valor, que se
denominaban así por tener todos en común su
capacidad de volar. Antes de surcar el viento, estos
personajes eran seres normales y corrientes, que se

148
diferenciaban del resto por tener un deseo irrefrenable
de vivir intensamente cada minuto. Estos personajes no
se conformaban con sus vidas, no se conformaban con
nada, eran rebeldes y despiertos, y creían fuertemente
en sus sueños. Todos y cada uno de ellos, fueron
lanzándose al vacío con la confianza y la seguridad que
les ofrecía el convencimiento interno de que, algún día,
serían capaces de volar, a pesar de que todo el mundo
les había tomado por Locos. Y desde entonces, sus
vidas se convirtieron en un vuelo constante por un cielo
que, para ellos, siempre es azul. En aquel momento
Azafrán sintió un pequeño anhelo convertido en un
deseo imposible: surcar el cielo infinito como aquel
bello pájaro que parecía mirarlo desde arriba con una
enorme comprensión.

149
Sentado en el suelo de la cubierta, contemplando
atónitamente el cielo, Azafrán sintió que sus piernecitas
se elevaban por encima del suelo del barco y que
emprendían un vuelo protegido entre nubes y estrellas.
Adivinó una sombra entre miles de espirales de colores
que se alzaba grandiosa extendiendo unas alas
enormes sin dejar lugar a dudas de su magnífico poder.
El viejo Txiquín se veía más grandioso aún en vuelo.
Azafrán sintió que el ave se comunicaba con él de una
forma que no había conocido hasta aquel momento. Se
vio envuelto en una lluvia de palabras sin sonido con las
que sintió que, a partir de aquel día, sería capaz de
volar siempre que estuviera en la presencia del viejo
ave, que él protegería su vuelo. El duende se sintió
mecido por el más dulce de los sueños… En su vuelo
se encontró con los personajes más remotos de los
cuentos más impensables, y sintió a su vez que
ninguno de ellos le era desconocido. Todos ellos
volaban con seguridad, y lo saludaban sonrientes al
cruzarse en su camino aéreo. El duende aprendió en
aquel vuelo que aquellos que confían plenamente en
sus alas no pierden nunca la capacidad de volar, y que
aquel sueño que en principio le había parecido
impensable, se convertía ahora en una realidad por la

150
confianza que le había dado el viejo Txiquín. Sintió que
nada es imposible, sino que hacemos que las cosas
sean inalcanzables cuando nos aferramos al Miedo.

De pronto, Azafrán se despertó sobresaltado de


aquel ensueño por el sonido atronador de una guitarra
eléctrica que tocaba sin parar los primeros acordes del
“Enanis World” de Mecánica. Volvió la vista hacia atrás
y se encontró a un pequeño hombrecillo con aspecto
desaliñado, camiseta negra ajustada y cabello largo y
enredado. Se acercó hasta él y continuó escuchando
aquella música que le pareció compuesta en algún
aquelarre de brujas del Oeste. Aun así, le prestó toda la
atención que le despertó el interés por lo desconocido y
que venía acompañándole durante todo el viaje.
Cuando paró de tocar, el pequeño hombre le dijo que
se dirigía hacia Enock in Río, al encuentro de primavera
de músicos de Rock Enano. Le contó que pertenecía a
una numerosa familia de siete hermanos, todos ellos
empresarios de reconocido prestigio, poseedores de las
minas de oro más importantes del país de los cuentos.
Gruñón, que así lo llamaban, se pasaba el día
protestando porque dedicaba su vida a un trabajo que
no le hacía feliz. Su mayor deseo era ser músico de

151
Rock Enano, y pasó años preparándose en silencio.
Primero asistió a clases clandestinas de música
electroduende. Después aprendió piano, batería,
saxofón y, por supuesto, guitarra. Un martes de junio,
se levantó con la sensación de un vómito repentino, y
ese mismo día les dijo a sus hermanos que dejaba el
negocio familiar en Wall Springs para irse a viajar por el
mundo con su guitarra y ser, por fin, lo que siempre
quiso ser. A partir de aquel día su carácter se
transformó. Sus habituales protestas y gruñidos
pasaron a sonar al ritmo de los “Guns and Lunis”. Y
sólo entonces Gruñón comenzó a ser sinónimo de feliz.

El pequeño duende sacó de su bolsillo una preciosa


mujer diminuta y se la entregó a Gruñón; “Ésta es la
musa de los valientes, se quedará contigo sólo mientras
seas fiel a tu camino. Sigue siempre el sonido de tu
inspiración, y ella cuidará de tu destino.”

Azafrán sabía que sólo aprenden a nadar aquellos


que se tiran al río.

152
Lizabel Dinmurguen

El pequeño duende comenzó a sentirse un poco


mareado por el constante oleaje, y se retiró a su
camarote para dormir una siesta. Cuando abrió la
puerta, se encontró con una mujer que le estaba
preparando la habitación. Hacía la cama con una
destreza implacable, y el suelo brillaba con los destellos
de Sirio. Azafrán, encantado con la limpieza de su
cuarto, agradeció a la mujer tan laboriosa tarea. Ella se
limitó a sonreírle y a terminar su trabajo. Azafrán le
preguntó su nombre, pero ella no contestó. Salió de la
habitación haciéndole un gesto de impotencia que
aclaró al duende su condición de muda, mientras él se
preguntaba qué razón del destino la habría llevado a
permanecer en silencio.

Horas más tarde, mientras cenaban, Junior G.


resolvió las dudas del duende, contándole la historia de
la limpiadora…

Su nombre era Lizabel Dinmurgen. Procedía de El


Tirol de los Cuentos, de un precioso pueblecito llamado

153
Idabelihúu, enclavado en la montaña. Lizabel se crió en
una pequeña cabaña en lo alto del monte, con su
abuelo Eleodor, y ambos se encargaban de cultivar
plantas medicinales para toda la región. El abuelo de
Lizabel era conocido más allá de los confines de la
comarca, por su sabia utilización de las plantas y por su
interés en todo lo que tuviera que ver con la naturaleza,
así como por su carácter altamente insociable. Algunos
lo acusaban de Mago, y otros de Brujo, pero él siempre
decía que simplemente se entendía mejor con los
vegetales que con los humanos, y que las plantas le
devolvían su dedicación con regalos de sanación.
Eleodor le enseñó a su nieta los secretos de esas
plantas a las que tanto amaba. Le enseñó cómo
comunicarse con ellas y cómo cuidarlas de un modo
exquisito para recoger después las mieles del trabajo
bien hecho. Al principio, Lizabel ponía mucho
entusiasmo en todo lo que aprendía de su abuelo, pero
a medida que se fue haciendo mayor, fue perdiendo
interés por aprender, porque empezó a creer que tenía
mucho que enseñar, ya que, consideraba que había
aprendido todo lo necesario. Eleodor le instó en
repetidas ocasiones que la sabiduría es un tesoro que
nunca se alcanza, y que debemos aprender

154
constantemente de todo lo que nos rodea. Le trató de
inculcar que el día que el hombre pierde su interés por
aprender, también pierde esa inocencia infantil que lo
mantiene vivo. Pero toda la insistencia del abuelo
Eleodor no fue suficiente para detener el inmenso Ego
en el que se estaba sumergiendo ya Lizabel.

De modo que, la avispada nieta, decidió poner un


negocio de plantas medicinales en el pueblo, con el que
pretendía ganar una fortuna y marcharse a viajar por el
mundo con los beneficios. Al principio, la tienda tuvo
mucho éxito. Las gentes del pueblo preferían adquirir
los productos allí, sin tener que realizar el largo camino
de subir la montaña hasta la cabaña del viejo Eleodor.
A medida que Lizabel iba ganando más y más dinero,
se olvidaba de cuidar el huerto de las plantas con el
mimo necesario para que aquellas le devolvieran el
esfuerzo. Así que, las plantas se rebelaron contra ella y
decidieron suspender el efecto mágico hasta que
Lizabel decidiera volver a cuidarlas. Pero ella estaba
tan ensimismada con sus sueños y sus planes de
futuro, que ni siquiera se dio cuenta de que habían
cambiado su color, que estaban tristes, y que ya no
tenían la vitalidad de antes. Las gentes del pueblo

155
fueron notando que los efectos no eran los mismos, y
decidieron volver a comprarle al abuelo Eleodor, que les
ofrecía un producto infinitamente mejor.

Así que, Lizabel tuvo que cerrar su negocio y


volver agachando sus orejas a casa de su abuelo,
reconociendo su error al haber sido tan egoísta. El
abuelo Eleodor la perdonó en su infinita compasión. Las
plantas también lo hicieron, pero antes quisieron darle
una lección, y un día que Lizabel estaba tomando una
tisana de albahaca luminosa, sintió un frío cortante en
la garganta, que le impidió hablar hasta que volviera a
entender la importancia de aprender, y de agradecer
todo lo que la vida te ofrece como enseñanza. Lizabel
estaba tan arrepentida que decidió pasar dos años de
su vida limpiando camarotes en el barco, sirviendo a los
demás. Sabía que, en el servicio a los demás se
encontraba la sanación de su silencio.

El pequeño duende dejó una cajita con el nombre


de Lizabel en su camarote, para que la joven lo
encontrara al limpiar su habitación. Dentro de la cajita
había un precioso espejo fabricado con ojo de tigre, que
tenía la especial facultad de enfrentar a cada uno con
su propio interior. El que se mirase en aquel espejo no

156
vería su rostro reflejado en él, sino todo aquello que
normalmente, uno no quiere ver.

Azafrán sabía que la culpa en la que estaba sumida


Lizabel desaparecería el día en el que dejara de
contemplar su Ego por todos los espejos… y su hada
sonrió…

157
El mundo de la imaginación del niño
inquieto

A la mañana siguiente Azafrán se despertó con el


olor de miles de flores silvestres que componían un
abanico multicolor de buenos deseos y magia flotante.
Cuando miró por la escotilla de su camarote pudo
contemplar la isla más fascinante que jamás se pueda
imaginar. La hierba crecía azul por toda la tierra,
rodeada por un océano de aguas cristalinas. La playa
donde atracaron era tan blanca y tan luminosa como la
antítesis del Universo. Árboles gigantes repletos de
frutas de aspecto sensacional poblaban los alrededores
de un castillo de enormes dimensiones y un brillo
majestuoso. Corrían por la hierba animales que no
había visto hasta aquel momento, seres que parecían
de otros mundos, disfrutando felices de los frutos de la
naturaleza y conviviendo en perfecta armonía con un
entorno prácticamente ideal. Azafrán estaba tan
sumamente absorto con la expectativa que tenía
delante de él que era incapaz de articular palabras
inteligibles.

158
Junior G. vino al camarote para decirle que lo
esperaban en palacio, que el Príncipe Arthur Tres
Veces Azul le había preparado una recepción en la que
estaría muy agradecido de ser honrado con la
presencia del duende. El Príncipe estaba emocionado y
nervioso a partes iguales por la visita de Azafrán, y
había cuidado con esmero cada detalle de su
recibimiento para que todo se encontrase sumamente
perfecto.

Desde que se fue Nube, el Príncipe no había sido


capaz de distinguir sus emociones. Sabía que debía
sentirse siempre en la forma correcta, y había aceptado
ajeno a cualquier tipo de enojo la decisión de su mujer,
no sólo por el inmenso amor que sentía por ella, sino
también porque no entendía otra forma de relacionarse
con los demás que la de la armonía y el entendimiento.
En el mundo perfecto en el que él vivía, no había lugar
para tristezas o nostalgias, así que, sin resentimiento
alguno, cuando tuvo la noticia de que la princesa le
enviaba un amigo para invitarlo al Castillo, lo acogió con
la alegría a la que se sentía totalmente acostumbrado.

Azafrán entró en el palacio con la inocencia con la


que un recién nacido entra por primera vez en el

159
mundo. Saludó al príncipe y le agradeció enormemente
tamaño recibimiento. Azafrán no tenía palabras para
expresarle su gratitud y su alegría por todos los honores
de los que había disfrutado desde el principio de su
viaje, así como por la amabilidad de todos los
tripulantes del barco, que le habían hecho sentirse
como en casa.

“Querido Duende,”- le dijo el príncipe,- “es una


satisfacción enorme para mí tenerte como invitado en
mi palacio. Espero te sientas como en casa y tengas a
bien pedir todo lo que se te ocurra, puesto que, sin
lugar a dudas, te será concedido.”

Azafrán, el pequeño duende verde repleto de


humildad y sencillez, se sentía completamente
consternado por tales agasajos y tan monumentales
atenciones. Miró a Beatrice, y la sintió totalmente
confundida.

“Estimado y admirado Príncipe Arthur Tres Veces


Azul, no quiero que se malinterpreten mis palabras
pero, yo soy un duende de costumbres, llevo una vida
sencilla en un pequeño pueblo en el que los deseos ni
siquiera forman parte del vocabulario. Siempre hemos

160
querido aquello que la vida nos ha ofrecido, y nunca
hemos anhelado nada que no poseyéramos puesto que
nuestra naturaleza está hecha para disfrutar de lo que
la tierra nos provee y amar a cuantos seres se cruzan
en nuestro camino.”

El Príncipe, sorprendido, exclamó:

“Pero, viejo duende, ¿acaso no quieres sorprender


a tu esposa con un anillo de esmeraldas, viajar por el
mundo en los mejores hoteles, degustar los manjares
más exquisitos de la tierra, o vestir las ropas mejor
bordadas de los cinco continentes?”

El viejo Azafrán pensó que el Príncipe estaba


bromeando, y soltó una sonora carcajada que fue
escuchada más allá de donde terminan los países
habitados por las hadas. Al ver que el monarca no le
devolvía la sonrisa, Azafrán comprendió que el Príncipe
deseaba y disfrutaba todas aquellas cosas que a él le
parecían tan inútiles, y sintió una tristeza enorme por
aquel elegante señor vestido de azul y oro que lo
miraba con la sorpresa de sentirse incomprendido. El
pequeño duende, que nunca antes había sentido una
compasión así por ser humano alguno, se aterrorizó

161
ante aquel nuevo sentimiento que le congelaba el
corazón. Sintió tanto miedo que, tres lágrimas
aventureras se asomaron a sus ojos con la intención de
desbordar el pequeño río que se había formado en
aquellas dos pequeñas ventanitas de ilusión. Azafrán
estaba aterrado porque no sabía qué significaba el
sentimiento que le producía el joven príncipe. Su
pequeña Beatrice comenzó en aquel momento a llorar
desconsoladamente, mientras su intensa luz blanca se
tornaba en tonalidades grises, del color de la nostalgia.

Ambos sintieron que algo nuevo les estaba


sucediendo. El Príncipe deseaba ser como el pequeño
duende, un hombre sin deseos materiales, feliz con el
presente y con sus posesiones, con su inmenso tesoro
interior. Por otro lado Azafrán, después de conocer
aquella nueva sensación en forma de compasión y
miedo, deseó ser como el Príncipe, valiente y aguerrido,
sin sentir ese horrible nuevo miedo en forma de
compasión.

Los dos habían vivido hasta aquel día en sus


perfectos mundos, dentro de una burbuja ajena al dolor,
al sufrimiento, al miedo, a la compasión… lo cual les

162
había llevado a ambos a pasearse por sus vidas a sus
anchas, con la idea de ser eternos.

Pero, desde aquel mismo instante en el que ambos


conocieron la magia de la imperfección, se aferraron a
sus vidas con el claro propósito de no abandonar sus
mundos. Fue entonces cuando Azafrán se dio cuenta
de que nunca antes había añorado a su querida
esposa, y ahora lo hacía. Nunca la había amado con
tanta intensidad como hasta aquel instante. Nunca
antes había sentido el patriotismo de ser el duende más
viejito y más verde de un pueblo al que, de repente,
amaba sin sentido y al que deseaba volver por encima
de todo. De pronto, Azafrán sintió que con aquella
amalgama de miedos, rencores y sentimientos
humanos, por fin había sido capaz de conocer las más
intensas pasiones y los más altos sentimientos que
jamás se han gozado.

El Príncipe Tres Veces Azul sintió un repentino y


doloroso sentimiento de abandono, y comenzó a lanzar
una serie de horribles improperios hacia la que fue su
esposa, Nube, y que lo dejó por seguir su camino.
Sintió a su vez que nunca la había amado hasta aquel
momento en el que la odiaba hasta la saciedad.

163
Se despidieron con un intenso abrazo, en el que se
transmitieron una nueva emoción en forma de amistad
profunda, y ambos supieron que, a pesar de que no
volverían a verse, habían descubierto juntos el secreto
de las diez mil cosas, y por tanto sabían asimismo que,
nunca perderían esa bonita amistad que les había
enseñado a conocer los resultados de la imperfección y
a amar el universo “desde otro hermoso lugar”.

164
Fin

Nuestro querido duende regresó al Jardín de las


Especias más contento que nunca por la experiencia
vivida y los nuevos sentimientos que acumulaba en su
interior. Con aquel viaje, no sólo había conocido a
personajes interesantes y lugares magníficos, sino que
también, había aprendido algo mucho más importante,
y es que cuando uno pierde las cosas que ama y le
rodean, es cuando realmente las valora. Había
aprendido la importancia de los contrarios, la necesidad
de conocer el odio para amar de verdad. Conocer el
miedo para ser auténticamente valiente. Había
aprendido a aceptar todas aquellas cosas que siempre
había rechazado por convertirse en un duende sabio y
perfecto, pero cuando se dio cuenta de que el error es
la única forma de aprender y crecer, dejó de rechazar
sus miedos y sentimientos más bajos, para otorgarles el
honor de ser los constructores de su sabiduría, y
agradeció de corazón a esas sensaciones el darle el
poder de disfrutar de un modo más pleno, de todo lo
cotidiano que le rodeaba en su Jardín.

165
Cuando volvió a su pueblo, abrazó a Canela con un
amor profundo que embriagó a la duende de un modo
exquisito. Conversó largamente con Nube,
agradeciéndole su presencia entre ellos, por haberle
mostrado que el verdadero valor se encuentra en la
búsqueda de uno mismo, tal cual es, mirándose con sus
defectos.

Nube volvió a llorar por segunda vez en su vida, y


entonces se dio cuenta de que su aventura en el Jardín
de las Especias terminaba allí, en el momento en el que
fue consciente de quién era verdaderamente, que era el
momento adecuado para compartir su destino de nuevo
con su verdadero amor.

Y Colorín Colorado… este cuento nunca habrá


terminado…

166
AGRADECIMIENTOS

Mi agradecimiento más sincero tanto a María Reé,


como a José Antonio Calvo por realizar las ilustraciones
para este libro, y por supuesto, a mi querido José
porque sin él no hubiera sido posible su edición.

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Índice

El Marinerito…………………………………………. 11
La Identificación…………………………………….. 17
El Diccionario Viejo………………………………… 21
¿Dónde duermen los sueños……………………... 24
La Ingeniosa visita del Señor Waterloo.....……… 25
Pío y Bichito…………………………………………... 28
Los Ojos Nuevos…………………………………….. 30
Los Oficios……………………………………………. 32
El Vecino Alemán…………………………………….. 39
Miss Manitas………………………………………….. 41
Unas cuantas cuestiones…………………………... 43
El Flautín de Lorenzo………………………………... 44
Linda Abejita Curiosa……………………………….. 48
El Jugador…………………………………………...... 50
La Principita…………………………………………... 53
Algunas cuestiones sobre el ego…………………. 54
La Niña de Nieve……………………………………... 55
El Éxtasis de la Señorita Monroe…………………. 57
Papá…………………………………………………….. 61
Los Silencios Escritos………………………………. 64
El Rey King……………………………………………. 67
Un ego sospechosamente verde………………….. 72
Elion……………………………………………………. 74
La Enfermedad……………………………………….. 78
La Caprichosa………………………………………… 85
Ingenuidad…………………………………………….. 86
La Musa Diminuta……………………………………. 88
De Bécqueres y Rosalías…………………………… 94
Romeo y Julieta………………………………………. 96
El Ojo………………………………………………… 105
Tarología y otras especies musicales……………107
Apéndice: Azafrán………………………...…………112

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