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Nota: Aceptamos las normas internacionales sobre lenguaje no-sexista.

No obstante, en el presente libro hemos optado por utilizar el término


genérico masculino, tal y como suele hacerse en estos casos para
evitar entorpecer su lectura.
INDICE

Unidad I: Familia y Adolescencia

Capítulo 1: La familia en el mundo contemporáneo. (Fany y Terebel)


1. La evolución en el estudio y definición de la familia
1.1. Del concepto clásico al actual
2. Diversidad actual de tipos de familia
2.1. Otras características socio-demográficas.
3. Funciones básicas de la familia
3.1. La socialización de los hijos
3.2. Tipologías de estilos parentales
4. Nuevos retos familiares en las sociedades actuales
4.1. Armonía y conflicto en las nuevas relaciones familiares
4.2. Superar las dificultades laborales y económicas
4.3. Educación y ocio en un contexto tecnológico

Capítulo 2: Familia y pobreza. (Alejandro, María Elena y Belén y Marina)


1. Globalización, pobreza y exclusión social
1.1. El concepto de globalización
1.2. Pobreza y globalización
1.3. El concepto de exclusión social
2. Los efectos de la pobreza en las comunidades excluidas
2.1. La exclusión en las comunidades indígenas
3. Consecuencias de la pobreza en la familia
3.1. Transformaciones familiares ante la pobreza
3.2. Efectos en los hijos de la pobreza familiar
4. Los efectos de la pobreza en la organización y el funcionamiento familiar
4.1. Consecuencias de la transnacionalidad en los hijos

Capítulo 3: Familia transnacional en Bolivia (Erick y Male)


1. El soporte económico del transnacionalismo
1.1. Soporte sociocultural del transnacionalismo
2. El perfil del transnacional boliviano
2.1. Los tiempos del traslado
2.2. Familia transnacional
3. Luces y sombras de la migración transnacional
3.1. Transformaciones socioculturales
3.2. La inversión transnacional
4. El alto como ciudad tránsito para las migraciones transnacionales
5. La migración transnacional como factor de riesgo en el alto
5.1. Riesgos para los que se van
5.2. Riesgos para los que se quedan
5.3. La maternidad temprana: un riesgo de la migración en la ciudad de El
Alto

Unidad II: Violencia en la etapa adolescente

Capítulo 4: Violencia escolar entre iguales (Mª Jesús Cava, Belén Martínez y David
Moreno)
1. Delimitación de la violencia escolar y del bullying
1.1. Protagonistas de la conducta violenta
2. Consecuencias psicosociales de la violencia escolar y del bullying
3. Factores explicativos
4. Estrategias de intervención
4.1. Cambio de actitudes en la comunidad educativa
4.2. Cambios en aspectos organizativos del centro
4.3. Actividades y programas desarrollados en el aula
4.4. Intervención directa ante casos detectados de violencia escolar

Capítulo 5. Violencia en parejas adolescentes (Amapola Povedano, Teresa I. Jiménez y


Lorena Valdivieso).
1. La violencia de parejas en cifras
2. Tipos de violencia de pareja
3. Las raíces de la violencia: un modelo ecológico
4. Factores individuales: causas y consecuencias de la violencia de pareja en
adolescentes
5. Mitos que sustentan relaciones de pareja poco saludables
6. Socialización de género y socialización de la violencia: claves para la prevención
6.1. Padres
6.2. Profesores
6.3. Iguales
6.4. Medios de comunicación

Capítulo 6: Violencia Filio-Parental (Gonzalo del Moral Arroyo, Alejandra Castañeda


de la Paz y Gonzalo Musitu).
1. Consideración conceptual de la violencia filio-parental
2. Variables sociodemográficas de agresores y víctimas
2.1. Sexo y edad del agresor
2.2. Los progenitores: víctimas de la agresión
2.3. Nivel socio-económico
2.4. Estructura familiar
2.5. Lugar en la fratría
3. Factores de riesgo asociados con el abuso parental
3.1. Factores individuales
3.2. Factores familiares
3.3. Factores socio-educativos

Unidad III: Adicciones y delincuencia en la adolescencia

Capítulo 7: Delincuencia y adolescencia (David Moreno, Estefanía Estévez y María


Jesús Cava)
1. Delincuencia adolescente: Definición y consideraciones previas
2. Evolución y tendencias de la delincuencia adolescente
3. Perspectiva teóricas
3.1. Teoría de la conducta problema de Jessor
3.2. Modelo de Desarrollo Social de Hawkins, Catalano y Miller
3.3. Teoría Interaccional de Thornberry
3.4. El modelo de Moffit
4. Factores de riesgo y protección
4.1. El contexto familiar
4.2. La relación con los iguales
4.3. El contexto escolar
4.4. El contexto comunitario

Capítulo 8: El consumo de drogas en la adolescencia (Sofía Buelga y Javier Pons)


1. Estudios epidemiológicos sobre el consumo de drogas en la adolescencia
1.1. Consumo de drogas institucionalizadas: tabaco y alcohol
1.2. Consumo de drogas no institucionalizadas
2. Factores de riesgo y de protección asociados al consumo de drogas en la
adolescencia: el modelo biopsicosocial
2.1. Factores individuales
2.2. Factores microsociales
2.3. Factores macrosociales

Capítulo 9: El adolescente frente a las nuevas tecnologías de la información y la


comunicación (Sofía Buelga y Mariano Chóliz ).
1. Adicciones tecnológicas
1.1. Adicción a Internet
1.2. Adicción a videojuegos
1.3. Adicción al móvil
2. Ciberacoso: acoso a través de Internet y del móvil
2.1. Cyberbullying: maltrato entre iguales
2.2. Sexting, sextorsión y grooming

Unidad IV: Problemas emocionales en la adolescencia

Capítulo 10. La afectividad en la adolescencia. (Carmen, Tere y Gonzalo del Moral


Arroyo y Belen)
1. La identidad en la adolescencia
2. Las relaciones afectivas en la adolescencia
2.1. El apego y la autonomía en la adolescencia
2.2. Conceptos y funciones de la amistad
3. Las relaciones amorosas en la adolescencia
4. Desarrollo de las actitudes y la conducta sexual en la adolescencia
4.1. Factores biopsicosociales y conducta sexual adolescente
4.2. El desarrollo psicosexual en la adolescencia
4.3. La educación afectivo-sexual en la adolescencia

Capítulo 11. Desórdenes alimenticios (Juan Carlos Sánchez, María Elena Villarreal
y Lorena Valdivieso)
1. El papel de la psicología en el campo de la salud
2. Psicología y desórdenes alimenticios
3. La concepción de campo en psicología
4. El modelo ecológico de los desórdenes alimenticios
5. Prevalencia de los desórdenes alimenticios
Capítulo 12. Ideación suicida (Juan Carlos Sánchez, María Elena Villarreal y
Gonzalo Musitu)
1. El suicidio desde una perspectiva psicosocial
2. La ideación suicida como primer eslabón del suicidio
3. Factores de riesgo asociados a la ideación suicida
3.1. Ideación suicida y factores psicológicos
3.2. Ideación suicida y factores sociales (contextuales)
UNIDAD I. ADOLESCENCIA Y FAMILIA
CAPÍTULO 1. LA FAMILIA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
Estefanía Estévez
Teresa I. Jiménez
Para comprender la situación de la familia en el mundo contemporáneo es
necesario realizar un análisis retrospectivo que nos permita comprender la evolución del
concepto a lo largo del tiempo, las causas explicativas de las transformaciones
acontecidas en el sistema familiar y la diversidad de definiciones y tipologías familiares
existentes. Este capítulo pretende realizar un acercamiento a esta evolución,
examinando, en primer lugar, qué se ha entendido por familia a lo largo de la historia
hasta confluir en las principales características definitorias de los diversos tipos de
familia existentes hoy en día. Se aportan datos de las principales formas de unión
familiar en España y América Latina para, a continuación, concretar las funciones
básicas que desempeñan estas familias y que se resumen en la función económica,
afectiva o de apoyo, asistencial y de socialización. La función de socialización, por
considerarse como esencial en el ajuste psicosocial de las nuevas generaciones, se
analiza en mayor profundidad destacando las características fundamentales de los estilos
parentales autoritario, autorizativo y permisivo. Finalmente, se incorpora un apartado
donde se examinan nuevos retos a los que se enfrentan las familias actuales, como
compatibilizar situaciones complejas derivadas de un divorcio o la monoparentalidad,
con garantizar la armonía y estabilidad en las relaciones familiares, hacer frente a las
dificultades derivadas de la inestabilidad laboral y económica, o los nuevos enfoques
educativos y de ocio que se demandan como consecuencia de la apertura social al
mundo tecnológico.
1. LA EVOLUCIÓN EN EL ESTUDIO Y DEFINICIÓN DE LA FAMILIA
Aunque la preocupación por el estudio de la familia es, sin duda, anterior al siglo
XX, es a comienzos de este siglo, y en particular durante las décadas de los años 20 y
30 que comienzan a proliferar las publicaciones centradas en el estudio de la familia
como objeto de análisis. Algunas de las aportaciones científicas clásicas que
promovieron el acercamiento al estudio de la familia son, por ejemplo, las publicaciones
de Burgess (1926) con su libro The family as a unity of interacting personalities, de
Cottrell (1933) en su artículo Roles and marital adjustment, Frazier (1939) en The
negro family in United States, o Zimmerman y Frampton (1935) con el libro titulado
Family and society: A study of the sociology of reconstruction. Estos investigadores
comenzaron a examinar el sistema familiar como una institución con valores, conductas,
relaciones y sentimientos particulares, con la convicción de que la investigación
científica podría aportar información práctica relevante para mejorar el ajuste
psicosocial de los integrantes de la unidad familiar.
Desde entonces y a lo largo del siglo XX y XXI, el estudio de la familia y de las
relaciones de parentesco ha sido un tema frecuentemente considerado en las ciencias
sociales que se ha estudiado desde distintas perspectivas de análisis, como la psicología,
la sociología, la historia y la antropología (Bestard-Camps, 1991). Cada una de estas
disciplinas se ha centrado en describir, examinar y comprender diferentes aspectos de la
familia, pero todas ellas han llegado a la conclusión de la exitencia de una gran
dificultad para definir lo que la familia representa, admitiendo que esta representación,
lejos de ser universal, está fuertemente arraigada al momento espacio-temporal que
analicemos. Dicho en otras palabras, un acercamiento conceptual exhaustivo al término
familia requiere de la adopción de una perspectiva histórica y cultural amplia. La
familia no ha significado lo mismo en la edad antigua, en la edad media o en la edad
moderna, como tampoco lo hace en la actualidad en las distintas sociedades. Lo que
entendemos por familia es, por tanto, una idea elaborada a partir de significados
compartidos por las personas que participan un mismo momento histórico y contexto
cultural.
Así, por ejemplo, la elección libre y voluntaria del cónyuge, o la pasión amorosa
en la unión formal entre dos personas, son características que asociamos a la familia de
hoy en día, pero que sin embargo son de carácter muy reciente y que ni siquiera
actualmente están presentes en todas las sociedades. Retrocediendo en el tiempo nos
resulta más fácil ejemplificar este caso si pensamos en las familias hebreas, griegas y
romanas de los primeros siglos de nuestra era. El marcado patriarcado característico de
esa época influía directamente en la formación de uniones matrimoniales, cuyo objetivo
fundamental era asegurar la continuidad de las líneas familiares a través de la
descendencia directa, al margen de si había o no vínculos afectivos de amor en la pareja.
Siglos más tarde, durante la Edad Media, el amor y el matrimonio seguían siendo
conceptos independientes satisfechos en relaciones distintas como el amante o amado, y
el esposo o la esposa con quien se había constituido una unión familiar. A partir del
siglo XVI y durante la Edad Moderna, las relaciones familiares se transforman
profundamente y el vínculo de pareja se torna más íntimo y fundamentado en el
sentimiento, si bien esta revolución fue muy lenta.
No será hasta el siglo XX cuando los cambios industriales, económicos y
sociales, desencadenados inicialmente en contextos urbanos occidentales, conlleven
importantes implicaciones en la liberación de la mujer en las esferas económica,
psicológica y amorosa, con consecuencias de gran relevancia en la consideración de la
familia. La gran revolución de los sentimientos tendrá su apogeo finalmente a mediados
del siglo XX, cuando los conceptos de amor romántico, sexualidad, matrimonio y
familia se unen. A finales del siglo XX acontecen otra serie de transformaciones
importantes asociadas a las relaciones familiares y de pareja, como la legalización del
divorcio o la supresión de la penalización por adulterio y contracepción. En la
actualidad, las familias se caracterizan por su diversidad (por ejemplo, uniones
homosexuales o familias monoparentales voluntarias), pero también por la exigencia de
compromiso mutuo, sinceridad y solidaridad entre sus miembros. Las relaciones
sexuales dentro del matrimonio o unión de pareja ya no se entienden con el fin último
de la reproducción de la especie y se admite ampliamente la búsqueda del placer y el
disfrute amoroso-sexual entre los cónyuges. La mujer ya no depende exclusivamente del
hombre para llegar a la maternidad, puesto que existen técnicas como la reproducción
asistida que permiten la formación de nuevos tipos de familia monoparentales. Y el
matrimonio ha dejado de ser el ritual necesario y exclusivo para culminar la unión de la
pareja, puesto que ahora existen nuevas formas de convivencia integradas en el
concepto actual de unión amorosa y de familia.
Además de estas transformaciones acontecidas en las últimas décadas, existen
otras como consecuencia de cambios demográficos, laborales y económicos, como la
mayor esperanza de vida en Europa y América, la incorporación de la mujer al mundo
laboral o el aumento del promedio de años que los jóvenes permanecen dentro del
sistema educativo formal. Estos aspectos han ejercido una notable influencia en la edad
media para contraer matrimonio, actualmente alrededor de los 30 años en numerosos
países industrializados, en el número de hijos, con tasas que muestran una reducción
significativa, y en la presencia de los hijos en el hogar hasta la juventud e incluso la
madurez, como consecuencia del retraso de la vida en pareja y de las dificultades en el
entorno laboral para conseguir un trabajo estable y con una remuneración aceptable.
Estos son aspectos que repercuten notablemente en el sistema familiar y que
retomaremos posteriormente a lo largo del capítulo.
Estas transformaciones, junto con la diversidad actual de formas familiares, a la
que aludiremos también más adelante, conllevan una dificultad importante para definir
el término familia mediante una sola descripción que pueda abarcar la gran variedad de
agrupaciones familiares existentes en numerosos contextos actuales. La dificultad de
aportar una definición se hace incluso mayor si se pretenden conciliar bajo un mismo
epígrafe tanto las variaciones históricas y culturales, como la realidad contemporánea de
acuerdos de vida conjunta. Hoy en día se ha tomado conciencia de que los cambios
demográficos, sociales, económicos y culturales acontecidos en las últimas décadas han
trastocado el concepto de familia, de modo que la tradicional familia nuclear, como
modelo universal, ya no sirve como único punto de referencia.
Por este motivo, algunos autores plantean que es más correcto referirse a las
‘familias’ en plural como modo de aceptación de la diversidad actual. Aceptar esta
perspectiva supone poner en igualdad a las familias casadas, las cohabitantes, las
adoptivas, las monoparentales, las reconstituidas, etc. La complejidad para establecer
una definición única fundamentada en la estructura o composición familiar también ha
hecho que algunos investigadores opten por definir la familia en base a las funciones
que ésta desempeña. Ahora bien, este punto de vista tampoco ha estado exento de
debate, puesto que las funciones de la familia también han variado histórica y
culturalmente.
1.1. Del concepto clásico al actual
A mediados del siglo XX, en un documento clásico en el estudio de la estructura
familiar titulado Structures elementaires de la parente, su autor Lévi-Strauss (1949)
atribuía a la familia tres características principales: 1) tiene origen en el matrimonio, 2)
está compuesta por el marido, la esposa y los hijos nacidos del matrimonio, y 3) sus
integrantes están unidos por obligaciones de tipo económico, religioso u otros, por una
red de derechos y prohibiciones sexuales y por vínculos psicológicos y emocionales
como el amor, el afecto, el respeto y el temor. Esta definición plantea el problema de
afirmar que la familia tiene origen en el matrimonio, un aspecto cuestionable en
numerosas sociedades y que soslaya ciertas estructuras sociales con una
representatividad creciente como las uniones por cohabitación o las parejas de hecho.
Por otro lado, asumir que la familia debe estar compuesta por un hombre, una mujer y
los descendientes directos de ambos, es una clara renuncia a considerar la adopción de
hijos o las uniones homosexuales dentro de la definición.
La mayoría de definiciones que se han aportado en los trabajos publicados en la
segunda mitad del siglo XX han seguido incluyendo características básicas como la
firma de documentos para la legalización de la unión familiar, o la cooperación en la
crianza y educación de los hijos, como aspectos inherentes a la definición de familiar. Si
bien es necesario señalar que estas características propias de la denominada familiar
nuclear continúan siendo en la actualidad las predominantes en las uniones familiares,
no son las únicas, por lo que es inviable continuar sosteniendo tales descripciones, si
pretendemos analizar la familia en toda su complejidad.
Más que la composición y estructura de los integrantes, lo que verdaderamente
destaca en la familia actual es la progresiva subjetivización de la relaciones y el deseo
de autorrealización a través de éstas, es decir, la conversión de la familia como
institución rígida en otros tiempos en una realidad fundamentalmente psicológica
(Otero, 2009). Así, según destaca este autor, no podemos obviar que la estructura de la
familia viene amalgamada con relaciones de afecto y de convivencia que en muchos
casos han tenido que superar ciertos tipos de vínculos que se recogen en la tabla
siguiente:

- Superación de los vínculos legales: parejas de hecho, convivencia con hijos mayores de
edad sobre los que no se tiene ya tutela...
- Superación de los vínculos sanguíneos y reproductivos: parejas homosexuales, parejas con
hijos adoptivos, crianza de los hijos del cónyuge con los que tampoco se establecen vínculos
legales,...
- Superación de los vínculos económicos: independencia económica de las mujeres, los hijos
ya no son un seguro de vida...
- Superación de los vínculos sociales: valoración positiva de la soltería, normalización de las
familias monoparentales y de las rupturas matrimoniales,...
Tabla I. Superaciones de la familia actual (Otero, 2009).
Estas superaciones, junto con las transformaciones sociales a las que aludimos
con anterioridad, han dado lugar a una gran diversidad de estructuras familiares que, a
pesar de sus diferencias en composición, sí presentan ciertas peculiaridades en común
como las que aquí señalamos:
- La familia es la única institución social, junto con la religiosa, que
encontramos formalmente desarrollada en todas las sociedades conocidas.
- La familia es la única institución social que cumple conjuntamente una
multiplicidad de funciones relacionadas con aspectos fundamentales para la
supervivencia, bienestar y ajuste de la persona, como la función
económica, educativa y afectiva.
- El incumplimiento de las funciones familiares (económica, educativa y
afectiva), aun no estando formalmente penalizadas, tienen consecuencias
profundamente negativas en sus integrantes y en el sistema familiar en
general.
En esta línea, el artículo 16 de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos (1949) establece que “la familia es el elemento natural y fundamental de la
sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del estado”, destacando ya
entonces su excepcional relevancia para la organización y bienestar de la comunidad.
Además de estas características, la familia persigue unos objetivos particulares
adicionales de distinta naturaleza, como la intimidad, la cercanía, el desarrollo, el
cuidado mutuo y el sentido de pertenencia entre sus integrantes. Estos elementos pueden
estar presentes en todos los acuerdos de vida que configuran el nuevo mapa de las
familias actuales y que analizamos en mayor profundidad en el apartado siguiente.
2.- DIVERSIDAD ACTUAL DE TIPOS DE FAMILIA
Los nuevos modelos de familia han ido progresivamente equiparándose a los
tradicionales. Para las generaciones anteriores era más habitual crecer en familias con
un padre y una madre unidos por el vínculo del matrimonio. En la actualidad, aunque
esta estructura familiar sigue predominando en buena parte de las sociedades, la
proporción ha disminuido notablemente en numerosos países. Así, hoy en día son
mucho más comunes las uniones con un padre y una madre que cohabitan sin estar
casados, o que conforman familias reconstituidas resultantes de divorcios o nuevas
nupcias. Además, existe un creciente número de otras estructuras familiares como las
compuestas por un solo adulto o por dos personas del mismo sexo. El cambio en la
composición de las familias de las últimas décadas se debe, como ya hemos señalado, a
ciertas características propias de este momento histórico cultural, como el retraso en la
formalización de las parejas, el descenso de la fecundidad y el incremento de las
separaciones y divorcios.
La distinción de tipos de familia más conocida atiende a los miembros que
componen la unión familiar, y es la que hace referencia a la familia extensa y la nuclear.
La familia extensa es aquélla que sigue una línea de descendencia y que incluye como
miembros de la unidad familiar a personas de varias generaciones; este tipo de familia
supone la máxima proliferación posible del conjunto familiar como ocurre por ejemplo
en las grandes familias patriarcales latinoamericanas del siglo XIX. La familia extensa
se estructura, principalmente, a partir de la herencia o legados más allá de los proyectos
de desarrollo individual que siempre están comprendidos en el contexto e intereses de la
familia troncal. La transmisión del legado es la clave de la familia extensa e incluye la
herencia biológica y material, así como el conjunto de características psicosociales que
caracterizan a los miembros de la familia y que los define y diferencia de otras (Millán,
1996). Sin embargo, la familia nuclear constituye un grupo social más reducido,
compuesto por el marido, la esposa (es decir, la pareja unida por lazos legales
matrimoniales) y los hijos no adultos (o que todavía no han constituido sus propias
uniones familiares). Cuando los hijos alcanzan una edad determinada y forman familias
propias, el núcleo familiar se vuelve a reducir a la pareja conyugal que la formó
originalmente; también es posible que otro pariente resida en el hogar, como los
progenitores de los cónyuges.
Aunque en cada etapa de la evolución social han coexistido formas mayoritarias
y minoritarias de familia, la preeminencia de la familia nuclear ha sido una constante en
América y Europa, y con carácter general se puede afirmar que ha existido tanto en los
pueblos tradicionales como en las sociedades industriales más avanzadas. De hecho,
hoy todavía es el tipo de familia más habitual en ambos continentes, si bien es cierto
que la proporción de hogares que representan este modelo nuclear ha disminuido
considerablemente en las últimas décadas para dar paso a una mayor diversidad de
formas familiares. En la siguiente tabla se presenta un esquema de las principales
estructuras familiares actuales.

- Familias nucleares: Está compuesta por los dos cónyuges unidos en matrimonio y sus hijos.
En general, este tipo de familia sigue siendo el más habitual, aunque son cada menos los que
optan por este modelo de familia.
- Familias nucleares simples: Están formadas por una pareja sin hijos.
- Familias en cohabitación: Convivencia de una pareja unida por lazos afectivos, pero sin el
vínculo legal del matrimonio. Las parejas de hecho o unión libre se consideran dentro de este
grupo, cada vez más frecuentes, especialmente entre los jóvenes. En algunas ocasiones, este
modelo de convivencia se plantea como una etapa de transición previa al matrimonio; en otras,
las parejas eligen esta opción para su unión permanente.
- Hogares unipersonales: Hogares formados por una sola persona, mujer o varón, ya sea joven
(normalmente solteros), adulta (generalmente separados o divorciados), anciana
(frecuentemente viudos).
- Familias monoparentales: Están constituidas por un padre o una madre que no vive en pareja y
vive al menos con un hijo menor de dieciocho años. Puede vivir o no con otras personas
(abuelos, hermanos, amigos...). Las mujeres encabezan la mayoría de los hogares
monoparentales en España y América Latina.
- Familias reconstituidas: Se trata de la unión familiar que, después de una separación, divorcio
o muerte del cónyuge, se rehace con el padre o la madre que tiene a su cargo los hijos y el
nuevo cónyuge (y sus hijos si los hubiere). Es el tercer tipo de familia más frecuente en la
Unión Europea y de importancia creciente en América Latina.
- Familias con hijos adoptivos: Son familias, con hijos naturales o sin ellos, que han adoptado
uno o más hijos. Pueden ser familias de cualquiera de los tipos anteriores.
- Familias biparentales: Están constituidas por parejas del mismo sexo: dos hombres o dos
mujeres. Desde 2005 la ley permite en España que se constituyan también en matrimonio legal.
También existe esta legalización del matrimonio homosexual en otros países de Europa como
Islancia, Suecia, Noruega, Países Bajos, Bélgica y Portugal. En algunos países
latinoamericanos como Ecuador y Colombia o diferentes regiones de México y Brasil, se
reconoce la unión civil homosexual aunque no el matrimonio. La pareja puede vivir sola, con
hijos propios o adoptados, o concebidos a partir de métodos de fecundación artificial o a través
de vías alternativas a las de la procreación en el marco de una pareja convencional. La
legislación a este respecto está en continuo avance en los distintos países europeos.
- Familias polinucleares: Padres o madres de familia que debe atender económicamente, además
de su actual hogar, algún hogar monoparental dejado tras el divorcio o la separación, o a hijos
tenidos fuera del matrimonio.
- Familias extensas: Son las familias que abarcan tres o más generaciones y están formadas por
padres e hijos, los abuelos, los tíos y los primos. Subsisten especialmente en ámbitos rurales,
aunque van perdiendo progresivamente relevancia social en los contextos urbanos.
- Familias extensas amplias o familias compuestas: Están integradas por una pareja o uno de los
miembros de ésta, con uno o más hijos, y por otros miembros parientes y no parientes.
- Familia translocal: Familias en las que uno o varios de sus miembros residen en otro lugar y
cuya creciente visibilidad en el mundo actual se ha visto unida a los recientes procesos
migratorios y en las que las dinámicas de vida familiar se sostienen en la distancia gracias a los
medios de comunicación.
Tabla II. Tipología familiar actual (elaboración propia).
Es importante señalar que las diferencias demográficas, económicas y culturales
entre países implican, a su vez, la existencia de grandes diferencias respecto del modo
de entender y formar una familia en cada contexto particular. Así, por ejemplo, hay
culturas donde priman las familias extensas en comparación con las nucleares; en otras,
la influencia de determinadas creencias se representa en el elevado número de
matrimonios de carácter religioso; otras sociedades abogan más sin embargo por el
matrimonio de carácter civil; y en otros contextos, la firma de documentos para
establecer un vínculo legal ha perdido gran parte de significado y se apuesta por la
cohabitación como modelo principal de unión familiar.
En el caso particular de España, el descenso en el número de matrimonios ha
repercutido notablemente en el diseño de los estudios sociológicos y en las estadísticas
derivadas, de tal modo que en los últimos informes del Instituto Nacional de Estadística
(INE; 2004, 2009) sobre el tema que nos ocupa, en lugar de hablar de familia se habla
de hogar, y en lugar de hacer cálculos sobre el número de matrimonios se hace con
parejas. Según los resultados publicados en estos informes, la pareja con al menos un
hijo es el tipo de hogar más frecuente (42.1% del total de hogares), seguido de la pareja
sin hijos (21.5%). Sin embargo, si tenemos en cuenta el número de hijos, el ranking
cambia, puesto que la pareja con un hijo representa el 21%, con dos hijos el 17.4% y
con tres o más hijos el restante 3.7%.
Las familias extensas donde conviven más de tres generaciones representan en
España el 4.4% actualmente, y las parejas de hecho constituyen el 6% del total. El
aumento en las rupturas matrimoniales y procesos de divorcio ha provocado un
incremento en los hogares unipersonales (mayoritariamente formados por varones),
monoparentales (mayoritariamente compuestos por mujeres a cargo de hijos menores; 7
mujeres por cada hombre) y de familias reconstituidas. Teniendo en cuenta que según
las estadísticas el 52% de los matrimonios disueltos tiene hijos menores de edad, es muy
probable que la familia reconstituida siga aumentando en los próximos años. También
las denominadas familias extensas amplias o familias compuestas, integradas por la
pareja o un adulto con hijos y por otros miembros parientes y no parientes, han
aumentado en la última década en España como consecuencia de la inmigración. Los
datos más recientes son de 2004 y en este informe del INE se señala que este tipo de
hogar se ha multiplicado casi por 5 por el auge en el servicio doméstico residente.
Finalmente, los matrimonios entre personas del mismo sexo representan actualmente el
1.6% del total, estando dos terceras partes conformadas por la unión de dos hombres.
En el caso de países de América Latina es difícil hacer una generalización de los
tipos de familia actual ya que hablamos de una enorme variedad de países, con zonas y
culturas muy contrastadas, tanto geográficamente -costa, sierra y selva-, como
poblacionalmente, con zonas predominantemente indígenas y zonas de población
étnicamente mestiza en las que se observa una mayor mixtura de aculturaciones de
origen europeo y norteramericano. Esta riqueza hace difícil simplificar la realidad
familiar de América Latina. Sin embargo, asumiendo esta dificultad, se pueden señalar
algunos datos generales relacionados con las transformaciones sociales del último siglo.
Estas transformaciones se pueden resumir en:
1. Cambios en la formación de las familias: postergación del matrimonio; aumento en el
número de personas que viven solas; mayor número de uniones consensuales –con
incremento de la procreación en estas uniones– y emancipación tardía. Simultáneamente
se ha producido un incremento en los nacimientos fuera del matrimonio.
2. Cambios en los patrones de disolución de familias: aumento en las tasas de divorcio y
separación en las uniones formales y en las consensuales.
3. Cambios en las conductas de reconstitución familiar: crecimiento en la proporción de
familias reconstituidas, pero dentro de patrones que apuntan a la cohabitación antes que
a un segundo matrimonio y a una mayor proporción de niños que no conviven con
ambos padres biológicos.
4. Cambios en el tipo de sistema familiar predominante: disminución del predominio de la
familia con proveedor único y aumento de aquella en que ambos integrantes de la pareja
trabajan en forma remunerada.

Tabla III. Cambios en la familia latinoamericana (Vargas, 2001).


La familia nuclear sigue siendo el modelo vigente en el continente
latinoamericano. Frente a modelos más tradicionales como la familia extensa, el modelo
nuclear con base en la conyugalidad de la pareja se ha impuesto a partir del desarrollo
de la vida urbana y extendido gracias a los medios de comunicación. Sin embargo, en
América Latina este molde resulta inadecuado y excesivamente costoso para las
familias pobres (costo derivado del mantenimiento de hogares unitarios), por lo que se
encuentra en retroceso aun antes de haberse generalizado en el continente (Leñero,
2006). Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(Cerrutti y Binstock, 2009), este tipo de familia se sitúa en torno al 40-50% en los
diferentes países latinoamericanos, con una tendencia general decreciente. Frente a este
modelo de corte moderno, el modelo de familia extensa de corte más tradicional, se
refiere a hogares constituidos por familias de tres generaciones en las que cohabitan dos
o más parejas conyugales. Aunque el porcentaje de familias que responden a este perfil
ha disminuido considerablemente, los datos se sitúan entre el 19.3% de Argentina y
42.4% de Nicaragua (Cerrutti y Binstock, 2009), estando generalmente ligada esta
modalidad a determinadas fases del ciclo familiar (primeras etapas de conformación de
la pareja y últimas fases de la vida) y al sector de población más pobre como estrategia
económica de supervivencia (Leñero, 2006).
Respecto a otros tipos de familia, la unión consensual o libre (convivencia sin
papeles) es una modalidad de formación familiar que siempre se ha dado, si bien
también es la que más se incrementa en la actualidad. Por ejemplo, entre los períodos
1990-1995 y 2000-2005 este tipo de hogar creció de 21.1 a 30.6% en Argentina; 21.1 a
33.3% en Brasil y 21 a 29.4% en Costa Rica; en Chile aumentó de 11.6 a 19.8%, en
México de 15.3 a 21.2% y de 34.8 a 47.8% en Venezuela. Además, en la última década
aumentó en la mayoría de los países de la región la proporción de menores de 15 años
que residen en hogares monoparentales encabezados por la madre (Cerrutti y Binstock,
2009).
Específicamente en México, según datos del Instituto Nacional de Estadística,
Geografía e Informática, la población mexicana se agrupa fundamentalmente en hogares
familiares: 97.9 millones de personas, que representan el 97.7% de la población total,
forman grupos donde los miembros tienen relaciones de parentesco, y únicamente el
2.3% de la población permanece sola o se agrupa con otras personas sin mediar una
relación de parentesco (INEGI, 2007). En México predominan los hogares nucleares;
sin embargo muestran una disminución al pasar de 62.6% en 1995 a 55.6% en 2005; en
cambio se incrementan los hogares no nucleares (hogar biparental o monoparental al
que se han agregado otros parientes y/o no parientes) de 19.5% en 1995 a 23.6% en
2005, de los cuales son monoparentales el 8.2% y 10.3% respectivamente; asimismo los
hogares unipersonales representan para el último año un 7.5%. La distribución por sexo
del cabeza de hogar presenta diferencias según el tipo de hogar: en 2005, 74 de cada
100 hogares encabezados por un varón son nucleares, 21 no nucleares y 5
unipersonales. En cuanto a los de jefatura femenina, 50 de cada 100 son nucleares, 33
no nucleares, 15 unipersonales y 1 de corresidentes. Se resalta que en los hogares de
jefatura femenina prevalecen los hogares nucleares; sin embargo, existen más hogares
no nucleares cuando el jefe es varón; asimismo, existe una proporción más alta de
unipersonales que en los encabezados por un hombre (INEGI, 2010).
2.1. Otras características socio-demográficas
Además de los factores culturales, existen, como decimos, otros determinantes
demográficos y económicos que influyen en las tipologías familiares. En particular, en
las sociedades occidentales han acontecido en los últimos años múltiples cambios que
se han vinculado con la nueva diversificación familiar. Algunas de estas
transformaciones son el descenso de los índices de natalidad y el aumento de la
esperanza de vida, aunque quizá el cambio más destacable sea la transformación en la
disolución de las familias. A partir de los años 70 las tasas de separaciones y divorcio
aumentaron considerablemente en numerosos países como consecuencia de profundas
modificaciones en las legislaciones al respecto. Tenemos el caso de España en donde,
desde la implementación del denominado divorcio express, vigente desde 2005, y con
resoluciones más rápidas y menos costosas económicamente, se ha triplicado la tasa de
separaciones matrimoniales con repercusiones importantes en la representatividad de
ciertos tipos familiares. En la siguiente tabla se resumen algunas transformaciones
socio-demográficas acontecidas en los últimos años.

Categoría 1970 1991 2001 2007

Tamaño medio de la familia 3.8 3.2 3.03 2.74

Edad media de las mujeres al primer matrimonio 19.7 23.9 28.4 31.1

Edad media de los hombres al primer matrimonio -- -- 30.4 34.1

Edad media de las madres al nacimiento del primer hijo 21 25 30 31

Número medio de hijos por mujer 2.8 2.2 1.24 1.40

Porcentaje de mujeres casadas con empleo 21.2 24.4 40.4 48.9

Tabla IV. Transformaciones socio-demográficas de la familia (elaboración propia).


Los datos de esta tabla nos reflejan que los hogares españoles cada vez están
compuestos por menos miembros. Así, por ejemplo, el porcentaje de hogares formados
por 6 personas o más ha descendido en las últimas dos décadas de un 8% a menos de un
4%, mientras que la mayoría de hogares se compone por dos o tres personas. Otra
transformación importante en las últimas cuatro décadas es que los jóvenes cada vez se
emancipan más tarde, de modo que encontramos un 37.5% de personas de entre 25 y 34
años que todavía vive con sus padres. Este hecho se relaciona con la edad media del
primer matrimonio que ha pasado de estar rozando la veintena en 1970 a sobrepasar la
treintena en 2007. La edad media para el matrimonio también ha aumentado
significativamente en los últimos años, lo que a su vez repercute en el descenso en el
número de hijos de las familias actuales.
De forma similar, los cambios demográficos, particularmente el descenso de la
fecundidad y el proceso de envejecimiento de la población así como el incremento de la
disolución conyugal, tienen como consecuencia una reducción en el tamaño medio de
los hogares en todos los países de América Latina. Sin embargo, los vínculos entre nivel
socioeconómico del hogar y tamaño familiar continúan siendo significativos: en todos
los países el tamaño medio de los hogares de ingresos más altos es significativamente
inferior al de los hogares más pobres y la brecha se ha mantenido en los últimos años
(CEPAL, 2009). En México, el promedio de integrantes de cada familia es de 4.3. Este
número es diferente según la clase de familia, en la nuclear hay 3.9 integrantes y en la
no nuclear 5.4, debido a la presencia de otros parientes y no parientes. El promedio de
hijos residentes es de 2, valor que es prácticamente el mismo en nucleares (2.1 hijos e
hijas) y ligeramente menor en no nucleares (1.8 hijos e hijas) (INEGI, 2007).
En relación con las tasas de separación y divorcio y edad del matrimonio, los
datos disponibles son claramente indicativos del aumento de los divorcios aún cuando
dicho indicador refleja sólo la situación de quienes se han casado legalmente y
disolvieron el vínculo a través del divorcio legal. Muchos matrimonios que disuelven su
relación en los distintos países de América Latina no se divorcian o tardan varios años
en realizar dicha tramitación. Si a ello se pudieran añadir las tasas de disolución de las
uniones consensuales que nunca fueron legalizadas, los niveles de separaciones serían
significativamente mayores (CEPAL, 2009). Específicamente en México, en el año
2000 la situación conyugal fue de 56% de los hombres y 53.6% de las mujeres casados
o unidos, 39.8% de hombres y 34.6% de mujeres solteros, con una importante diferencia
de género entre las personas cuya unión ha sido disuelta por separación, divorcio o
viudedad: el porcentaje de mujeres (11.6%) casi triplica al de varones (3.9%). La
información del estado conyugal por edad, en alguna medida, es un acercamiento al
ciclo de vida de las personas. Los varones solteros menores de 30 años muestran un
porcentaje ligeramente más alto que las mujeres de la misma edad: 88.5% frente a
85.9%, un dato que puede deberse a que tradicionalmente los varones se unen a edades
mayores que las mujeres. Nótese que más de la tercera parte de los hombres y las
mujeres en unión consensual tienen entre 20 y 29 años, lo cual muestra que se unen a
edades menores que los casados, y es probable que posteriormente formalicen dicha
unión (INEGI, 2010).
Muchos de las transformaciones familiares en América Latina se relacionan con
la transformación del rol de la mujer derivado de una mejor educación femenina y por
ende del deseo de desarrollar proyectos de realización personal frente a proyectos
colectivos (familiares y comunitarios). Este cambio de rol se puede relacionar también
con cambios económicos en las últimas décadas, que hacen necesario el trabajo
remunerado tanto del hombre como de la mujer para sostener la precariedad de la
economía familiar en una economía globalizada (con el costo que esto supone para la
mujer si se mantiene al mismo tiempo como la única responsable del ámbito
doméstico). El impacto de la difícil situación económica latinoamericana se evidencia
en una agudización de las desigualdades socioeconómicas, una importantísima
movilidad migracional, tanto a otros países como del campo a la ciudad y, como
consecuencia de esta última, un proceso de urbanización extraordinario y acelerado. En
síntesis, se sugiere que la creciente heterogeneidad en las estructuras familiares se debe
a transformaciones sociales causadas por la modernización de los vínculos y roles
sociales, mayor autonomía individual, desigual crecimiento económico e inequidad
social. En este contexto la familia tradicional ya no resulta funcional y es una
consecuencia lógica la proliferación de distintos tipos de organización y estructura
familiar que se ajustan de forma dinámica a las nuevas condiciones sociales.
Algunos informes señalan el aumento de solicitudes de ayuda en los servicios
sociales en relación con estas transformaciones en las estructuras familiares. Así, por
ejemplo, pensemos en las familias monoparentales actuales compuestas normalmente
por una madre con sus hijos, con la dificultad práctica de asumir un doble rol, el de
padre y madre, junto con la complejidad de tener que compatibilizar la vida familiar con
la laboral y personal. Los estudios indican que si bien la estructura particular de la
familia no parece ser la clave del mejor o peor ajuste emocional y psicosocial de los
hijos, ciertas tipologías familiares tienen más probabilidad de integrar los factores de
riesgo que conllevan estos problemas en los hijos. Así, el éxito en la educación y
crianza de los hijos parece estar relacionado más directamente con la habilidad de los
padres para crear un clima positivo y propicio para el buen desarrollo de los miembros
de la familia, ofreciendo un contexto de socialización enriquecedor. En el siguiente
apartado profundizamos en la función de socialización de la familia y en otras
igualmente relevantes de esta institución social.
3. FUNCIONES BÁSICAS DE LA FAMILIA
La diversidad de formas familiares presentes en nuestras sociedades actuales,
nos hace cuestionar si la familia tiene unas funciones estándar o si éstas dependen de
cada tipología familiar. Así, por ejemplo, algunas funciones tradicionalmente atribuidas
a la familia, como la reproductiva, la educación formal y religiosa, o la función de
cuidado de ancianos y enfermos, han perdido importancia a lo largo de las últimas
décadas en Europa. La función reproductiva es en nuestros días menos relevante para
algunos tipos de uniones donde los cónyuges deciden no tener descendencia, y prueba
de ello es que el número de nacimientos está disminuyendo en la mayor parte de países
industrializados. También las actuales sociedades de servicios están asumiendo cada vez
más la función de cuidado de ancianos y enfermos a través de iniciativas tanto públicas
como privadas mediante instituciones especializadas (Del Campo, 2004). Y la función
de educación formal y religiosa se ha delegado a instituciones fuera de la familia como
los colegios e institutos, laicos y religiosos. Sin embargo, es indudable que la familia
sigue desempeñando algunas funciones básicas y, en mayor medida, comunes a todos
los tipos de familias actuales, como es el caso de la función económica y la de apoyo o
afectiva.
Musitu y Cava (2001) sugieren que en nuestra sociedad se espera que la familia,
al menos la unión denominada nuclear, cumpla las funciones de compañía, actividad
sexual, apoyo mutuo, y educación y cuidado de los hijos. En esta línea, Montoro (2004)
afirma que la familia sigue siendo la única institución que cumple simultáneamente
varias funciones claves para la vida de la persona y también para la vida en sociedad. Se
trata de funciones que ninguna otra institución social es capaz de aglutinar y
desempeñar simultáneamente. El grupo familiar , por tanto, economiza muchos medios
y recursos, ordena y regula: (1) la conducta sexual, a través de una serie de normas y
reglas de comportamiento, como la ‘prohibición’ del incesto y la sanción del adulterio,
(2) la reproducción de la especie con eficacia y funcionalidad, (3) los comportamientos
económicos básicos y más elementales, desde la alimentación hasta la producción y el
consumo, (4) la educación de los hijos, sobre todo en las edades más tempranas y
difíciles, y (5) los afectos y los sentimientos, a través de la expresión íntima y auténtica
de los mismos.
Detengámonos un poco más en algunas de estas funciones desempeñadas por la
familia. Por ejemplo, es evidente que la familia actual sigue cumpliendo una función
económica importantísima. De hecho, el hogar familiar es una unidad económica que se
caracteriza, entre otras cosas, por poner sus recursos en común y que, en el momento
actual, es la institución que está permitiendo soportar el coste social del desempleo de
jóvenes y adultos. Si bien dedicaremos un capítulo a la familia translocal, es importante
destacar aquí que en Latinoamérica la función económica de la familia está detrás de
muchas de las migraciones actuales. Las migraciones, más que un producto de una
decisión personal de un individuo, responden a un proceso familiar y social. Tanto la
toma de decisiones como el abastecimiento de los recursos económicos necesarios para
el viaje se produce en el contexto del grupo familiar, y el sentido del proyecto
migratorio está matizado por los potenciales efectos y beneficios económicos en la
familia. En relación con la economía familiar, la familia también ejerce una importante
función asistencial puesto que se encarga, en numerosas ocasiones, del cuidado de
personas mayores, enfermas o con algún tipo de discapacidad. Esta función es
especialmente relevante en América Latina, donde hay un desigual o inexistente
desarrollo de recursos públicos de apoyo social, y las familias muchas veces no pueden
costearse recursos sanitarios o asistenciales privados. En definitiva, la red de parentesco
familiar sigue siendo, sin duda, la mejor red de protección social y económica en las
sociedades actuales.

 Económica: La familia regula los comportamientos económicos básicos y más


elementales, desde la alimentación de sus integrantes en la infancia hasta la provisión
financiera a los hijos adultos necesitados.
 Afectiva o de apoyo: La familia permite la expresión íntima de afectos y emociones.
Además, es proveedora de recursos materiales y personales a sus integrantes. Es el lugar
elegido por la mayoría de personas para solicitar consuelo y ayuda.
 Asistencial: Esta función se desarrolla principalmente cuando algún miembro de la
familia presenta un problema específico que requiere de una atención y ayuda especiales.
 Socializadora: Una de las funciones principales que desempeñan la mayoría de familias
es la del cuidado y atención de los hijos, procurando su desarrollo integral, psicológico y
social. Desde la familia se ejerce la principal labor de transmisión de valores a los hijos
mediante la aplicación de prácticas educativas concretas.

Tabla V. Principales funciones de la familia (elaboración propia).


Otra característica fundamental de la familia es que suele ser la principal fuente
de apoyo y afecto para sus integrantes. Aunque los conflictos están presentes en mayor
o menor medida en todas las relaciones familiares, sigue siendo el contexto por
excelencia en el que la persona suele buscar consuelo y ayuda tanto de tipo material
como emocional. Musitu, Román y Gutiérrez (1996) sostienen que la familia, a través
de las relaciones de afecto y apoyo mutuo entre sus miembros, cumple a su vez varias
funciones psicológicas para las personas como mantener la unidad familiar como grupo
específico dentro del mundo social, generar en sus integrantes un sentido de pertenencia
y proporcionar un sentimiento de seguridad, contribuir al desarrollo de la identidad
personal, fomentar la adecuada adaptación social, promover la autoestima y la
autoconfianza, permitir la expresión libre de sentimientos y establecer mecanismos de
socialización y control del comportamiento de los hijos a través de las prácticas
educativas utilizadas por los padres. Así, la familia con hijos, en particular, cumple una
función principal de socialización, en la que nos vamos a detener un poco más en el
siguiente apartado.
3.1. La socialización de los hijos
La familia, y en particular los padres, son el agente universal elemental de
influencia en el desarrollo psicosocial de sus hijos a través del denominado proceso de
socialización. Este proceso se define como la transmisión de los valores, creencias,
normas, actitudes y formas de conducta apropiados para la sociedad de pertenencia
(Navarro, Musitu y Herrero, 2007). A través de la socialización las personas
aprendemos los códigos de conducta de una sociedad determinada, nos adaptamos a
estos códigos y los cumplimos para un adecuado funcionamiento social (Paterna,
Martínez y Vera, 2003). La meta final de este proceso es, por tanto, que la persona
asuma como principios-guía de su conducta personal los objetivos socialmente
valorados, es decir, que llegue a adoptar como propio un sistema de valores
internamente coherente que se convierta en un ‘filtro’ para evaluar la aceptabilidad de
su comportamiento (Molpeceres, Musitu y Lila, 1994).
La función de socialización que ejerce la familia conlleva que muchos de
nuestros pensamientos, comportamientos y hábitos tengan su origen directo en este
legado familiar, o dicho con otras palabras, la familia constituye el contexto social por
excelencia en el que comenzamos a entender cómo es el mundo, fundamentar las
relaciones sociales, así como a configurar un sistema de valores personales y una
identidad particular. En definitiva, la familia proporciona una preparación intensiva para
el papel que los nuevos miembros desarrollarán como adultos en la sociedad. Es
importante señalar que tanto los valores concretos transmitidos por los padres, como la
forma en que éstos se transmiten, presentan una gran variabilidad de unas familias a
otras y de unos contextos culturales a otros. Los aspectos relacionados con la
socialización familiar no son universales, sino que se encuentran íntimamente
vinculados con el contexto cultural en el que se integra la familia. Así, los valores y
normas culturales determinan la conducta de los padres y el modo en que los hijos
interpretan esta conducta y organizan la suya propia.
Los períodos de la infancia, la niñez y la adolescencia representan las etapas de
la vida en las que el ser humano es más sensible a la socialización familiar. El contexto
de convivencia con los progenitores es un lugar especialmente privilegiado para la
transmisión de estos elementos sociales y culturales desde el momento del nacimiento.
No obstante, también es importante señalar que la socialización no es una vía de sentido
único de padres a hijos, sino que se trata de un proceso bidireccional. Esto quiere decir
que los hijos no tienen un papel pasivo en la socialización, sino que cada miembro de la
familia puede influir en el otro, en su conducta, actitudes, sentimientos y valores. Para
que esta función de socialización se cumpla adecuadamente, González-Pienda (2007)
sostiene que el sistema familiar debe satisfacer ciertas condiciones mínimas como las
siguientes: saber lo que van a hacer cada uno de sus miembros, la existencia de un clima
familiar adecuado, la creación de niveles de exigencia, y la existencia de un buen nivel
comunicativo.
A través de estas condiciones, los hijos van desarrollando sentimientos de
autovaloración y autoestima en un ambiente familiar donde, siguiendo a Musitu (2002):
se aprende a manejar las emociones como el enfado, el amor y la independencia; se
aprende a acatar y cumplir las leyes o a quebrantarlas; se aprenden y se practican las
bases de la interacción humana, la consideración y el respeto a los demás y la
responsabilidad de las propias acciones; y se aprende el proceso de la toma de
decisiones y las técnicas para hacer frente a situaciones difíciles como la incorporación
de nuevos miembros al hogar, la escasez de recursos económicos y el abuso del alcohol
y drogas por algunos de sus integrantes.
Para la transmisión de valores, actitudes y modos de comportamiento con el
propósito final de que los hijos adquieran estos aprendizajes, los padres pueden utilizar
distintas estrategias o mecanismos de educación que difieren entre familias y culturas.
Nos estamos refiriendo al cómo se educa, o dicho en otras palabras, a los denominados
estilos parentales de socialización. La mayor parte de las investigaciones sobre estilos
parentales destacan dos elementos básicos: el apoyo parental, que se refiere al afecto,
implicación y aceptación del hijo versus las muestras de hostilidad y rechazo; y el
control parental, que hace referencia al grado de permisividad e indulgencia versus la
utilización de coerción e imposición. Más específicamente, Musitu y Cava (2001)
sostienen que la dimensión de apoyo hace referencia a aquellas conductas de los padres
cuyo objeto es que los hijos se sientan aceptados y comprendidos, y se refleja en la
expresión de afecto, satisfacción y ayuda emocional y también material (por ejemplo,
alabanzas, elogios, y expresiones físicas de cariño y ternura), mientras que la dimensión
control se refiere a la actitud que asumen los padres hacia los hijos con la intención de
dirigir su comportamiento (por ejemplo, dar consejos o sugerencias, pero también
amenazar con castigos, castigar directamente, u obligar a cumplir determinadas
normas). En función de estos dos factores, se han descrito distintas tipologías de estilos
parentales para, a partir de ellas, poder analizar las consecuencias en el ajuste
psicosocial de los hijos.
3.2. Tipologías de estilos parentales
Uno de los primeros acercamientos al estudio de los estilos parentales fue el
planteado por Diana Baumrind en la década de los setenta (1971, 1978) y que continuó
hasta los años noventa (ej. 1991, 1996, 1997). Esta autora norteamericana llevó a cabo
estudios en hogares donde observaba la conducta de los hijos y realizaba entrevistas a
los padres, tomando medidas complementarias de ajuste de los hijos. Su trabajo le
permitió identificar tres estilos básicos de crianza y describir los patrones de conducta
más característicos de los niños educados de acuerdo a cada estilo. Para Baumrind el
elemento clave del rol parental es el grado de control ejercido sobre los hijos, de manera
que fundamentó su clasificación en base a esta dimensión. Denominó a estos estilos
parentales del siguiente modo: (a) estilo autoritario, cuando los padres valoran la
obediencia y restringen la autonomía del hijo, (b) estilo permisivo, cuando los padres no
ejercen prácticamente ningún tipo de control sobre sus hijos y les conceden un grado
muy elevado de autonomía, y (c) estilo autorizativo, que se sitúa en un punto intermedio
en el que los padres intentan controlar la conducta de sus hijos sobre la base de la razón,
más que a través de la imposición. Simplificando, podríamos decir que para Baumrind
existen tres tipos de padres: los que consideran a sus hijos ‘inferiores’ y les imponen
decisiones ya tomadas, los que consideran a sus hijos como ‘iguales’ y les dejan tomar
siempre sus propias decisiones, y los que consideran a sus hijos ‘distintos’ y toman las
decisiones con ellos conjuntamente y marcando las diferencias de rol entre las partes
(Molpeceres y cols., 1994).
En la década de los ochenta destaca principalmente la aportación de Maccoby y
Martin (1983), quienes presentaron una categorización de estilos parentales en función
de las mismas dos dimensiones a las que ellos denominaron con otra terminología.
Específicamente: (1) responsividad o grado en que los padres responden a las demandas
de sus hijos, y (2) exigencia o grado en que los padres hacen demandas y exigencias a
sus hijos. La combinación de estas dos dimensiones da lugar a los tres estilos parentales
identificados por Baumrind más un cuarto etiquetado como negligente o indiferente.
Las características particulares de cada uno de estos estilos en base a las dimensiones de
Maccoby y Martin (1983) se recogen en la siguiente tabla.

- Estilo autorizativo o democrático: estos padres mantienen un talante responsivo a las


demandas de sus hijos pero, al mismo tiempo, esperan que sus hijos respondan a sus
exigencias; así, por un lado, los padres muestran apoyo, respeto y estimulan la
autonomía y la comunicación familiar y, por otro, establecen normas y límites claros.
Son padres que quieren orientar a sus hijos y para ello hacen uso de ciertas
restricciones, pero también respetan las decisiones, intereses y opiniones de estos. Son
cariñosos, receptivos, explican las razones de su postura, pero también exigen un buen
comportamiento y mantienen las normas con firmeza.
- Estilo permisivo: estos padres son razonablemente responsivos a las demandas de sus
hijos, pero evitan regular la conducta de estos, permitiendo que sean los propios hijos
quienes supervisen sus conductas y elecciones en la medida de lo posible. Estos
padres imponen pocas reglas, son poco exigentes y evitan la utilización del castigo;
tienden a ser tolerantes hacia un amplio rango de conductas y conceden gran libertad
de acción; suelen ser, además, padres muy sensibles y cariñosos.
- Estilo autoritario: la conducta de los padres se caracteriza por la utilización del poder
y control unilateral y el establecimiento de normas rígidas. Enfatizan la obediencia a
las reglas y el respeto a la autoridad, y no permiten a sus hijos hacer demandas ni
participar en la toma de decisiones familiares. Proporcionan poco afecto y apoyo y es
más probable que utilicen el castigo físico.
- Estilo negligente o indiferente: los padres que presentan este estilo educativo tienden a
limitar el tiempo que invierten en las tareas parentales y se centran exclusivamente en
sus propios intereses y problemas; proporcionan poco apoyo y afecto y establecen
escasos límites de conducta a sus hijos.

Tabla VI. Estilos parentales y características definitorias (elaboración propia).


Todas las familias y todos los padres y madres comparten rasgos más afines o
característicos de alguno de los estilos parentales descritos, aunque también es cierto
que se pueden producir desplazamientos de un estilo a otro en una misma familia, o
incluso en una misma persona, en función de las circunstancias, las necesidades, o el
momento evolutivo del hijo. No obstante, entendiendo y aceptando que pueden darse
variaciones, que toda tipología supone en sí misma una simplificación y que las familias
‘prototipo’ no existen, los estudios han constatado ciertas regularidades en las conductas
y normas de las familias, de manera que podemos situar a cada una de ellas como más
próxima a un estilo particular que a otro (Musitu y Cava, 2001). Por último, merece la
pena destacar que, a pesar de las distintas denominaciones de los estilos parentales,
todas las dimensiones y tipologías existentes en la literatura científica tienen mucho en
común unas con otras, lo que nos hace pensar que las dimensiones disciplinares podrían
tener una considerable generalidad transcultural (Musitu, Buelga, Lila y Cava, 2001).
Llegados a este punto, cabe preguntarnos ¿hay algunas formas de socializar a los
hijos más efectivas que otras? Y en el período particular de la adolescencia ¿dónde
debería situarse el grado de permisividad o exigencia a los hijos? Son numerosos los
estudios que se han centrado en analizar qué estilos parentales contribuyen en mayor
medida a que los hijos sean personas más adaptadas y competentes socialmente, y como
contrapartida, qué estilos son menos favorecedores de un desarrollo psicosocial
adecuado. En los estudios clásicos llevados a cabo por Baumrind (1971, 1978), se
concluye que hay ciertas características en los hijos que correlacionan de forma
específica con los tres tipos de estilos parentales que la autora propone. Así, según los
datos recogidos por Baumrind, los hijos de padres autoritarios suelen ser más
conflictivos, irritables, descontentos y desconfiados; los hijos de padres permisivos son
más impulsivos, dependientes y con más problemas de regulación emocional; y los hijos
de padres autorizativos tienden a ser más enérgicos, amistosos, con gran confianza en sí
mismos, alta autoestima y gran capacidad de autocontrol. En definitiva, la conclusión
que plantea esta autora es que tanto el autoritarismo extremo como la permisividad
extrema producen efectos no deseables en el ajuste de los hijos.
Investigaciones posteriores han confirmado la asociación entre cada estilo
parental de socialización y un patrón específico de comportamiento en los hijos (Darling
y Steinberg, 1993; Pettit, Bates y Dodge, 1997). En líneas generales, la investigación ha
mostrado que el estilo autorizativo se encuentra más relacionado que el resto de estilos
de socialización con el ajuste psicológico y conductual de los hijos, la competencia y
madurez psicosocial, la elevada autoestima, el éxito académico, la capacidad empática,
el altruismo y el bienestar emocional (Beyers y Goossens, 1999; Steinberg, Mounts,
Lamborn y Dornbusch, 1991). Otros estudios concluyen también que los hijos de padres
autorizativos tienden a ser los más seguros, autocontrolados, asertivos, exploratorios y
felices (Papalia, Wendkos y Duskin, 2007), son persistentes en las tareas que
emprenden, poseen gran madurez y asumen las reglas y valores voluntariamente porque
las han interiorizado correctamente (González-Pienda, 2007).
Respecto de los hijos que proceden de hogares autoritarios, se ha comprobado
que tienden a presentar problemas de autoestima y de interiorización de las normas
sociales. En general, se caracterizan por la baja competencia social, la utilización de
estrategias poco adecuadas para hacer frente a los conflictos interpersonales, los malos
resultados académicos y problemas de integración escolar. Parecen ser niños
descontentos, distantes y desconfiados, tímidos y poco tenaces en la búsqueda de
nuevas metas. Los estudios indican, además, que la disciplina excesivamente rígida de
los padres es uno de los factores familiares de riesgo más estrechamente relacionados
con el desarrollo de posteriores problemas de conducta (Gerard y Buehler, 1999). En
este sentido, se ha constatado que la utilización excesiva del castigo físico en detrimento
de prácticas más democráticas, aumenta la probabilidad de que el adolescente se
implique en comportamientos de carácter delictivo (Loeber y cols., 2000).
Los hijos de padres con un estilo negligente son, por lo general, los que se
muestran menos competentes socialmente y los que presentan más problemas de
comportamiento y agresividad. De hecho, los estudios han constatado que las
experiencias infantiles de negligencia y maltrato (físico y/o emocional) pueden
desencadenar un comportamiento antisocial y/o delincuente en la adolescencia (Kazdin
y Buela-Casal, 1994). Otras consecuencias de este estilo parental son los problemas de
ansiedad y depresión, la baja autoestima y la falta de empatía (Eckenrode, Powers y
Garbarino, 1999; Margolin y Gordis, 2000).
Finalmente, los resultados sobre el efecto del estilo parental permisivo en el
ajuste adolescente son los más controvertidos. Algunos investigadores señalan que los
adolescentes de hogares permisivos no parecen haber interiorizado adecuadamente las
normas y reglas sociales, presentan más problemas de control de impulsos, baja
tolerancia a la frustración, dificultades escolares y un mayor consumo de sustancias
(Oliva y Parra, 2004). Otros, sin embargo, sostienen que estos adolescentes muestran
una elevada autoestima y autoconfianza (Lamborn, Mounts, Steinberg y Dornbusch,
1991; Musitu y Cava, 2001), así como un ajuste psicológico y social tan bueno como
aquellos procedentes de hogares autorizativos (Musitu y García, 2004; Wolfradt,
Hempel y Miles, 2003).
No obstante, en general, la literatura científica señala que la clave de la adecuada
socialización parental está en la combinación de afecto y disciplina. La disciplina es un
concepto polémico que puede asociarse con la autoridad dictatorial, sin embargo, en
este contexto, no se debe confundir con la sanción y la imposición, sino con el orden
como requisito indispensable para una educación familiar sana y equilibrada. La
adolescencia es el momento para revisar cómo establecer ese orden, puesto que las
normas y reglas familiares utilizadas durante etapas anteriores puede que hayan dejado
de funcionar, indicando que es el momento de negociar con el hijo el grado de
supervisión y control ejercido por los padres dentro de un marco de afecto y apoyo.
- Mantienen normas claras sobre el comportamiento de sus hijos.
- Refuerzan las reglas y regulaciones con sanciones que no son abiertamente punitivas o
facilitadoras de ciclos coercitivos.
- Proporcionan una disciplina consistente.
- Ofrecen a sus hijos respuestas y explicaciones razonadas de sus decisiones.
- Permiten la participación democrática de sus hijos en las discusiones familiares.
- Muestran interés por la vida diaria de sus hijos y lo animan a desarrollar habilidades
personales y sociales valoradas en su contexto social.
- Potencian la diferenciación permitiendo al hijo desarrollar sus propias opiniones en un
entorno afectivo de cohesión.

Tabla VII. Recursos de los padres que promueven una educación efectiva (elaboración
propia)
Cuando los padres comparten estas características, promueven en sus hijos la
potenciación de recursos psicológicos tan importantes como la autoestima y la empatía,
la percepción de autovalía y aceptación social, así como el aprendizaje de estrategias
adecuadas de resolución de conflictos y negociación, y la motivación intrínseca por los
éxitos y responsabilidades asumidas. Este ideal educativo para los padres es, no
obstante, complejo de asumir en algunas ocasiones por las circunstancias sociales y
demandas contextuales de numerosas sociedades actuales, donde se requiere que
combinen su labor educativa con retos tales como adaptarse a un mundo cambiante y
cada vez más relacionado con el aprendizaje y la socialización a través de las nuevas
tecnologías, o enfrentarse a serias dificultades laborales y económicas.
4.- NUEVOS RETOS FAMILIARES EN LAS SOCIEDADES ACTUALES
La separación del cónyuge o el proceso del divorcio, afrontar los retos familiares
como único adulto en una familia monoparental con hijos, adaptarse un nuevo sistema
de relaciones con los hijos de la pareja que se incorporan a la familia reconstituida,
superar dificultades financieras que enturbian de estrés el ambiente familiar, afrontar la
inestabilidad laboral presente en numerosas sociedades actuales, desempeñar varios
trabajos mal remunerados para intentar garantizar las necesidades básicas de los
integrantes de la familia, o fomentar nuevas estrategias educativas y propuestas de ocio
que se integren en la era tecnológica actual, son retos y desafíos que se presentan con
cierta frecuencia en los hogares contemporáneos. En los siguientes epígrafes
comentamos con mayor detalle la influencia de estos retos familiares en el bienestar y
ajuste de los miembros de la unidad familiar.
4.1. Armonía y conflicto en las nuevas relaciones familiares
El grado de armonía y estabilidad que caracteriza las interacciones familiares es
otro factor con un impacto fundamental en el ajuste de los hijos (Buehler y Gerard,
2002; Khaleque y Rohner, 2002). Desde la perspectiva sistémica la pareja con hijos o
con intención de tenerlos se ha analizado en base a dos dimensiones, la conyugalidad
(relación como pareja) y la parentalidad (relación como padres) (Linares, 1996). La
conyugalidad disarmónica puede relacionarse con una incompatibilidad o una
incongruencia para ejercer la parentalidad, es decir, con el ejercicio de las necesarias
funciones afectivas o de nutrición emocional (provisión de reconocimiento, valoración y
amor a los hijos) y las de socialización (protección y provisión de normas sociales). Así,
la armonía o disarmonía conyugal en relación con la mayor o menor alteración de las
funciones afectivas y sociabilizantes configura un escenario complejo en el que se
expresa el mayor o menor ajuste psicosocial de los hijos.
La situación ideal es aquella en la que los padres practican y fomentan la
comunicación abierta y empática entre ellos y con sus hijos, saben manejar los
conflictos familiares que, además, no son ni frecuentes ni de intensidad, muestran
calidez afectiva y apoyo a sus hijos, y comparten un proyecto común para la educación
y crianza de estos, en el que ambos participan activa y cooperativamente. De hecho,
numerosos estudios en la literatura científica han mostrado que la expresión abierta de
opiniones y sentimientos en la familia se relaciona con el bienestar psicológico de los
hijos y su ajuste en distintas facetas como la emocional, la social y la académica
(Jackson, Bijstra, Oostra y Bosma, 1998). Por el contrario, los problemas de
comunicación entre la pareja y con los hijos, así como la interacción ofensiva e hiriente
entre ellos, se ha vinculado con el desarrollo de síntomas depresivos y problemas de
comportamiento en los hijos (Beam, Gil-Rivas, Greenberger, y Chen, 2002; Cava, 2003;
Estévez, Musitu y Herrero, 2005).
También la existencia de conflictos en la pareja puede ser en el origen de
algunos problemas de ajuste en los hijos –especialmente si los padres se agreden verbal
o físicamente–, así como la dificultad para interiorizar estrategias no violentas de
interacción con otras personas, el consumo de sustancias o el desarrollo de problemas de
conducta (McGee, Williams, Poulton y Moffitt, 2000; Formoso, Gonzales y Aiken,
2000; Johnson, LaVoie y Mahoney, 2001). No obstante, el conflicto en sí no es negativo
en todos los casos y si, por ejemplo, los padres discrepan y luego se reconcilian
mediante la utilización del diálogo y la negociación, se muestra un patrón que puede
enseñar a los hijos cómo solucionar de manera positiva desencuentros con sus iguales
(Cummings, Goeke-Morey y Papp, 2003).
Los factores que caracterizan a las familias donde priman la armonía y la
estabilidad, pueden verse particularmente afectados por ciertas transiciones o crisis
tanto normativas como no normativas, como por ejemplo el paso de la infancia a la
adolescencia en los hijos, o la separación física entre padres e hijos, en el caso de
divorcios y creación de un nuevo espacio de convivencia de los hijos con uno sólo de
los progenitores, o de alejamientos provocados por otros motivos como la búsqueda de
un empleo en otra localidad. Específicamente, las nuevas tipologías familiares, en
muchos casos suponen un reto al ejercicio de la parentalidad.
En el caso de las familias monoparentales, tras la separación o divorcio se debe
afrontar el conflicto asociado a la custodia de los hijos y el mantenimiento económico.
Si la custodia la obtiene la madre se observan factores de riesgo relacionados con la
disminución de los ingresos, la disminución de tiempo para dedicar a los hijos por
necesitar incorporarse, en ocasiones por primera vez, al mundo laboral. Además, la
pérdida de la figura de apego de la pareja no es sustituible por el contacto más estrecho
con los hijos y éstos pueden acabar asumiendo una responsabilidad en la dirección del
hogar de una forma poco acorde a su edad. Si la custodia la obtiene el padre, puede
tener que enfrentarse con muchos prejuicios y desconfianzas hacia sus capacidades
como padre derivados de la escasa frecuencia con que se da esta situación, al mismo
tiempo que una sobrecarga de funciones y tareas que puede resultar muy estresante. Sin
embargo, también es posible que gracias a estos prejuicios obtengan más apoyo
instrumental de familiares, amigos y vecinos (Ajá, s.f.). Por su parte, las familias
monoparentales de madres solteras se encuentran en la posición más desventajosa: el
afrontamiento de prejuicios sociales, la elevada dependencia de la familia de origen de
la madre (muchas veces se convive con los abuelos), la interrupción de proyectos
formativos y la dificultad de encontrar un trabajo retribuido bloquean el desarrollo de la
autonomía en el ejercicio de la parentalidad.
En el caso de las familias reconstituidas, se observa que en muchos países la
generalización del divorcio hace que éste se vaya convirtiendo en una fase más del ciclo
vital. Los retos de estas familias son consecuencias de las nuevas obligaciones
parentales que no corresponden en exclusiva a la nueva pareja, sino que puede haber
hasta tres y cuatro personas (las exparejas) implicadas en la crianza de los hijos. Los
factores de riesgo que deben enfrentar estas familias suelen ser: el enfrentamiento de las
pérdidas derivadas de la separación, unos mayores niveles de estrés derivados de una
estructura más compleja, la necesidad de un tiempo para una integración familiar
satisfactoria y construcción de una historia común (se estima alrededor de dos años), la
pérdida de contacto con el progenitor no custodio o los hermanos, la aparición de
conflictos de lealtades en los hijos y la ambigüedad de roles (los vínculos entre
padrastros e hijastros quienes carecen de derechos y obligaciones socialmente
reconocidos) (Pereira, s.f.). Por tanto, los retos serán la creación de nuevas tradiciones,
establecer una sólida relación de pareja y, al mismo tiempo crear una “coalición
parental” flexible que incluya a los padres biológicos.
Consideramos que las familias contemporáneas son sistemas especialmente
sensibles a las exigencias de cambio de una sociedad como la nuestra, caracterizada por
la rapidez de los cambios y los valores de inmediatez en la satisfacción de necesidades.
Estas familias se encuentran por tanto con la clásica tarea de buscar el equilibrio entre
desarrollar habilidades de adaptabilidad a dichos cambios y, al mismo tiempo, mantener
la cohesión entre sus miembros, pero en un contexto complejo y cambiante en el que el
equilibrio alcanzado tiene muchas probabilidades de ser continuamente puesto a prueba.
4.2. Superar las dificultades laborales y económicas
Otro reto importante que al que se enfrentan muchas familias en la actualidad en
diversos contextos y países es la inestabilidad económica relacionada con la
inestabilidad laboral y los cambios sociales y macroeconómicos derivados de los
procesos de globalización. Si bien dedicamos un capítulo de esta monografía al impacto
de la pobreza en las familias, no podemos soslayar aquí el impacto que los ingresos
económicos familiares puede ejercer en la armonía y estabilidad familiar y, por ende, en
el bienestar y ajuste psicosocial de sus integrantes. El hecho de que la familia ofrezca
apoyo material –al menos, una cantidad suficiente de dinero para cubrir las necesidades
básicas de sus integrantes– y apoyo emocional, constituyen dos aspectos que se
encuentran interrelacionados en numerosas ocasiones. Los estudios al respecto señalan
que todas las funciones familiares se ven afectadas, directa o indirectamente, por los
ingresos familiares, y que estas funciones tienden a mejorar cuando los ingresos
aumentan (Yeung, Linver y Brooks-Gunn, 2002). La palabra clave para explicar este
hecho es estrés y el proceso clave para entenderlo son las estrategias de afrontamiento
ante el estrés que poseía la familia, o más específicamente, ante la pobreza o los
problemas económicos.
La dificultades económicas pueden alterar el estado emocional de los padres, las
prácticas de socialización y el ambiente familiar en general, ya que suelen aumentar el
estrés familiar, es decir, que se incrementa la percepción de desequilibrio entre las
necesidades y los recursos disponibles para cubrirlas. Este aumento de estrés provoca en
muchos adultos un aumento en los niveles de ansiedad, sintomatología depresiva y
hostilidad en el trato con la pareja y los hijos (Conger y cols., 2002; Parke y cols.,
2004). En este sentido, el análisis de Vonnie McLoyd (1998) indica una ruta que
vincula la pobreza con la tensión familiar y los problemas sociales y emocionales en los
hijos, tal y como se representa en la siguiente figura.

Figura 1. Influencia de la pobreza en el ajuste familiar (elaboración propia).


McLoyd señala que es muy probable que los padres que no tienen una vivienda
o un empleo y que sienten que no tienen control sobre sus vidas, se tornen más ansiosos,
deprimidos e irritables, así como menos afectuosos y atentos a las demandas de sus
hijos, lo que aumenta la probabilidad de ejercer una disciplina inconsistente que,
eventualmente, implique consecuencias negativas en el ajuste psicosocial de los hijos,
como por ejemplo, problemas emocionales y de autoconfianza, dificultades en sus
relaciones sociales y problemas de comportamiento. Esta tendencia en la reacción
emocional de los padres frente a los problemas económicos parecer ser generalizable, ya
que se ha evidenciado en numerosos países y distintas culturas que estas dificultades
perjudican las funciones familiares en general.
La desmoralización que sienten algunos padres por esta pérdida de control sobre
sus vidas y la percepción de fracaso como figura de sostén familiar, puede minar
además la confianza que tienen en sus propias habilidades para la correcta educación de
sus hijos y aumentar las discusiones entre los padres por cuestiones relativas a la
crianza. No obstante, también es importante señalar que existen importantes variaciones
entre familias, puesto que el grado de ajuste familiar dependerá no sólo de los recursos
financieros sino también de los recursos sociales, como por ejemplo del hecho de
disponer de algún tipo de ayuda por parte de la familia extensa o de apoyo de la
comunidad a través de asociaciones o instituciones públicas o religiosas.
Una de las situaciones más complejas es el caso de las familias de madres
solteras o separadas en las que recae la principal responsabilidad de la administración
del hogar y el cuidado de los hijos, y muy especialmente en los casos de madres jóvenes
y pobres. Aunque se ha observado que muchos de estos hogares pueden ser estables, es
cierto que existen mayores riesgos de que esto no sea así por distintos motivos. La
mayoría de estas madres cambian frecuentemente de empleo o realizan varios trabajos
mal remunerados y pasan mucho tiempo fuera del hogar sin poder atender y supervisar a
sus hijos como quisieran; paralelamente cambian a menudo de lugar de residencia, o
incluso de pareja y amistades (Bumpass y Lu, 2000). Todos estos cambios son
estresantes para la madre y el estado de ánimo de la madre, por lo general, se evidencia
en el trato con los hijos, con las subsiguientes consecuencias negativas en su ajuste
psicosocial. De hecho, se ha observado que en las familias con muchos cambios, los
niños son más propensos a mostrar fracaso escolar, consumo de drogas y problemas de
conducta delictiva (McLanahan, Donahue y Haskins, 2005).
En estas familias monoparentales el mayor o menor impacto negativo en la
educación y crianza de los hijos dependerá de factores como si el empleo del padre o la
madre es a tiempo completo o parcial, y de la ayuda y apoyo social de que dispongan.
Pero también en las familias con dos adultos, pueden existir dificultades importantes
derivadas del trabajo de ambos padres necesario para satisfacer las necesidades
domésticas. Las demandas de la sociedad actual han relegado la situación tradicional en
la que los hijos eran atendidos con casi total exclusividad por las madres, dando paso a
nuevas alternativas como las guarderías y escuelas infantiles en general. Un reto de las
familias actuales con esta organización estriba en superar las tensiones y el cansancio
laborales y compatibilizar el horario laboral con las horas compartidas con los hijos para
la crianzar, el disfrute y el ocio.
En efecto, uno de los cambios sociales destacados en párrafos anteriores es el
creciente aumento generalizado de madres con empleos remunerados fuera del hogar.
La tasa de actividad remunerada en mujeres casadas en España ha pasado del 21.4% en
1970 al 48.9% en 2007 (una cifra que es superior en el total de mujeres trabajadoras) y,
actualmente, en muchos países europeos y latinoamericanos, las mujeres regresan a sus
trabajos tan sólo unos meses después de haber dado a luz, de modo que los niños
siempre han vivido con unos padres trabajando por un salario. Este es uno de los
motivos por los que están aumentando los estudios que se centran en analizar el impacto
del trabajo de los padres en el bienestar de los hijos. Así, por ejemplo, en muchas
familias con bajos ingresos, los padres y madres se ven en la obligación de desempeñar
varios trabajos al mismo tiempo para satisfacer las necesidades mínimas básicas de la
familia, y estos empleos suelen ser, por lo general agotadores y generadores de estrés,
con las consecuencias negativas que destacábamos párrafos atrás.
Finalmente, otras variables que entran en juego para determinar la influencia del
trabajo e ingresos de los padres en el ajuste de los hijos, son la edad de éstos, su nivel
madurativo y personalidad, la posibilidad de que otros adultos (como abuelos u otros
educadores remunerados) les supervisen en ausencia de sus padres, así como la
satisfacción del padre o la madre con su trabajo. Algunos estudios muestran cómo la
mayor satisfacción con el empleo influye en el afrontamiento eficaz de la parentalidad y
la educación de los hijos (Parke y Buriel, 1998). Estos autores han observado que los
hogares donde las madres son trabajadoras y se sienten bien en sus empleos, son más
estructurados, tienen reglas más claras y comparten más responsabilidades con sus
hijos, en comparación con los hogares con madres amas de casa poco satisfechas con
este desempeño. Además, estos aspectos contribuyen a que los niños sean más
independientes y a que desarrollen actitudes más igualitarias hacia los roles de género.
4.3. Educación y ocio en un contexto tecnológico
El contenido del tiempo libre dedicado al ocio en familia y la labor educativa y
de transmisión de valores de las actividades llevadas a cabo en este tiempo, no sólo
presentan variabilidad según culturas sino que también han cambiado sustancialmente a
lo largo del tiempo, notándose una transformación importante en las últimas décadas
como consecuencia del auge tecnológico. Los valores sociales representados en estas
actividades para educar en la modestia, la obediencia, el decoro, la discreción, etc. más
propios de generaciones anteriores, están dando paso a otros más ligados a los niños y
jóvenes de hoy en día como la independencia, el liderazgo, la experimentación y la
expresividad. Este hecho conlleva que muchos padres se vean en la necesidad de
adaptar o cambiar radicalmente sus experiencias educativas con sus propios padres, para
la labor educativa con sus hijos. En otras palabras, el modelo de ser padre o madre y el
esquema educativo que construyeron en su infancia en la propia familia, puede no ser
apropiado para el mundo actual de sus hijos.
Este hecho puede generar que muchos padres, al igual que muchos profesores, se
sientan distantes de sus hijos y alumnos, porque sencillamente los intereses,
expectativas y necesidades actuales son completamente distintas a las pasadas. En esta
era tecnológica, los adultos a los que niños y adolescentes toman como modelos a seguir
y como héroes, no son tanto los padres y profesores como llamativos personajes de
dibujos, series, comics y videojuegos. O bien reconocidos deportistas y estrellas de la
gran pantalla. Los medios de comunicación y las nuevas tecnologías se abren paso en la
socialización de los hijos y en rellenar su tiempo libre de ocio. Un reto de los padres
actuales consiste en adaptarse a la nueva situación y adquirir ciertas habilidades que le
permitan desempeñar su cometido educativo y socializador con mayor eficacia. Algunos
ejemplos pueden ser ayudar a los hijos con las tareas académicas o compartir con ellos
tiempo de ocio. Es muy posible que en ambos casos los padres necesiten tener ciertos
conocimientos informáticos o tecnológicos y, además, en el segundo ejemplo, disponer
de ideas creativas y orientaciones acertadas para proponer alternativas de ocio en
familia enriquecedoras y atractivas para todos.
Es importante insistir en el concepto de ocio y, específicamente, en el de ocio
familiar, puesto que, en las sociedades contemporáneas y con los actuales modelos de
trabajo (más ligados a una regulación temporal del trabajo en el sector industrial y de
servicios) es un tiempo claramente delimitado y diferenciado del dedicado a la
actividad laboral. Sea éste más o menos escaso, el hecho es que más allá del descanso,
el ocio incluye realizar actividades más o menos organizadas que permiten desarrollar
capacidades personales, físicas o mentales, y contribuir así, al desarrollo integral. En
familia, el tiempo de ocio se considera un tiempo y un espacio privilegiado para educar
y socializar: no sólo se realizan actividades que generan un bienestar y un disfrute
compartido, sino que también se fortalecen lazos, se ejercitan habilidades de
comunicación e interacción y se crea un estilo de vida. En suma, se trata de una
oportunidad para fomentar y fortalecer la relación familiar y un estilo de ocio saludable
en cada uno de sus miembros (Liédana, Jiménez, Gargallo y Estévez, 2011).
Como hemos comentado, el concepto del ocio inicialmente está ligado a la
mayor disponibilidad de tiempo libre asociada a la regulación de los horarios laborales
de sociedades industrializadas. De hecho, el mayor desarrollo tecnológico en el trabajo
parecía que iba a disminuir cada vez más la jornada laboral. Sin embargo esto no es así
y, actualmente, la mayor diversidad de trabajos, el coste de la vida, la incorporación de
la mujer al trabajo fuera de casa y, también, la desregularización del mercado laboral,
dibujan un panorama en el que las familias ven muy reducidas las posibilidades de pasar
tiempo juntos. Los niños pasan mucho tiempo en la escuela y, como ya hemos señalado,
ambos padres pasan mucho tiempo en el trabajo, a veces en horarios distintos.
Asistimos por tanto a la configuración de vidas familiares donde el tiempo
disponible para pasarlo juntos en el día a día es escaso. Por ello, es imprescindible
prestar atención a la calidad del tiempo que se pasa juntos, revalorizando las actividades
cotidianas (comer, cocinar, arreglar la casa, bañarse, etc.) como espacios de encuentro
familiar y convertirlos así en práctica de ocio y disfrute. Creemos que la obligatoriedad
y el compromiso inherentes a muchas de las actividades familiares no tienen por qué
limitar el grado de satisfacción y disfrute ya que es el cómo se hacen las cosas lo que
determina lo satisfechos que nos sentimos con ellas. En este sentido, algunas pautas
para el desarrollo de actividades de ocio familiar, indistintamente del contenido de las
mismas, es que: se planifiquen desde la libre elección, impliquen la participación de
todos, faciliten la interacción y la comunicación y generen un disfrute común porque se
tienen en cuenta las necesidades de ocio de cada uno. Generalmente encontramos que a
mayor implicación de los adultos, mayor será la satisfacción común con el resultado de
la actividad y mayores los beneficios relacionales (comunicación, cohesión, vínculo e
identidad familiar).
Así por ejemplo, planificar actividades deportivas donde sólo juegan los hijos y
que limitan la implicación de los padres a la mera presencia y vigilancia no generarían
los beneficios en la relación familiar que hemos señalado anteriormente. Tampoco sería
satisfactoria una actividad que requiera que un miembro de la familia esté excluido,
como por ejemplo una excursión al campo en la que la madre tenga que quedarse en
casa para preparar la comida. Es necesario considerar que no es útil utilizar las
actividades de ocio familiar como moneda de cambio ante un comportamiento
inadecuado; castigar mediante la retirada de una actividad de ocio (por ejemplo, ir
juntos al cine) disminuye las oportunidades de profundizar en la relación familiar y
desvaloriza la importancia de la actividad misma, lo que puede desmotivar a los hijos a
realizarla posteriormente.
Jugar, cocinar, pasear, ver películas o navegar por internet juntos ofrece
numerosas posibilidades de encuentro familiar si se plantean como una actividad abierta
a la comunicación y el disfrute. Específicamente, en la adolescencia, la comunicación
familiar actúa como la pieza clave del engranaje del funcionamiento familiar. Por tanto,
las actividades de ocio familiar estarían directamente orientadas a compartir
información para superar bloqueos comunicativos, tanto en los padres como en los
hijos, promover el conocimiento mutuo, construir valores comunes y comentar sobre lo
que se hace o se piensa. El reto es encontrar actividades que sean aptas y satisfactorias
tanto para padres como para hijos y que proporcionen descanso, psicológico o físico, y
diversión a unos y a otros. Es evidente que el tiempo disponible para el ocio personal de
los padres disminuye con el incremento de las responsabilidades familiares, pero no es
menos cierto que este es un hecho natural, y que esta realidad se puede vivir bien como
una carga o bien como una responsabilidad gratificante. Consideramos que el ocio en la
familia es a la vez una obligación y un disfrute, es buscar un equilibro entre desarrollar
vínculos y educar en modelos positivos, y también salir de la rutina, las tensiones y las
preocupaciones cotidianas.
CAPÍTULO 2. FAMILIA Y POBREZA
Alejandro Vera
María Elena Ávila
Belén Martínez
Marina Amador

En el marco de la globalización, asistimos a múltiples transformaciones, tanto de


naturaleza económica como social, que dan lugar a una nueva realidad. Esta realidad ha
supuesto el enriquecimiento de algunos colectivos pero, a la vez, ha acentuado algunos
de los problemas más lacerantes que afectan a la sociedad en general. Nos referimos
fundamentalmente a la pobreza y la exclusión social. La interrelación entre el
empobrecimiento y la exclusión social tiene como consecuencia la reproducción y
perpetuación de situaciones o condiciones a las que se enfrentan las familias y las
comunidades. Ante estas situaciones, muchas personas se ven obligadas a emigrar en
busca de mejores condiciones; y como resultado de los procesos de globalización, ya no
solo lo hacen a otras regiones y países circundantes sino que estos flujos migratorios se
tornan transnacionales, lo que ha propiciado el surgimiento de la familia transnacional.
En este capítulo vamos a realizar una aproximación a los efectos de la pobreza y
la exclusión social en las familias y, especialmente, en los hijos, tomando como marco
general los procesos de globalización. Para ello, en primer lugar, delimitaremos dichos
conceptos y analizaremos como se interrelacionan. Seguidamente, describiremos los
efectos de la pobreza y la exclusión en las comunidades, especialmente en las indígenas,
un grupo históricamente invisibilizado. En tercer lugar analizaremos las consecuencias
de la pobreza y la exclusión en las familias y, en particular, en los hijos. Finalmente, nos
centraremos en la migración transnacional como respuesta a la pobreza en una sociedad
globalizada, y en su influencia dentro del sistema familiar.
1. GLOBALIZACIÓN, POBREZA Y EXCLUSIÓN SOCIAL
La caída del muro de Berlín en 1989 y la desaparición de la Unión Soviética en
1991, constituyen los acontecimientos que marcan el inicio de la globalización
económica. Desde este año, asistimos a un importante periodo de transformaciones
sociales y económicas que vienen marcadas por la globalización. Los procesos
asociados a la globalización han producido una serie de cambios que afectan a todos los
ámbitos y construyen nuevas estructuras en nuestro sistema vital (Melendro, 2007). Esta
nueva realidad ha suscitado un gran debate social desde múltiples perspectivas y una
fuerte polarización en torno a sus efectos (Pérez y Cely, 2004). Así, lejos de beneficiar a
toda la población, la globalización ha supuesto mayor riqueza para una minoría,
mientras que la pobreza y la exclusión social han aumentado, originando el nacimiento
del llamado "cuarto mundo".
No obstante, o posiblemente debido a la importancia de los procesos de
globalización, todavía resulta difícil encontrar una definición consensuada que recoja
los aspectos más importantes y que constituya una referencia tanto para el análisis de
este proceso como de sus consecuencias. Por ello, a continuación vamos a profundizar
en su delimitación conceptual.
1.1. El concepto de globalización
Resulta complejo realizar una aproximación clara y unánime al concepto de
globalización. Las numerosas definiciones y formas de acotar este término reflejan las
múltiples disciplinas que estudian dicho concepto. Como aseguran García y Pulgar
(2010), no existe en la actualidad un área de conocimiento que no esté vinculada, de
alguna forma, al tema de la globalización. Por ello, podríamos decir que la globalización
es un proceso socioeconómico a gran escala propiciado por la apertura de mercados y el
flujo de personas e información. Este proceso consiste en la homogeneización o
unificación de las sociedades, economías, y culturas, lo que, a largo plazo, producirá un
único sistema y una única cultura mundial. Guillén (2011) define la globalización como
un proceso global de naturaleza tanto social como económica que conlleva una mayor
interdependencia entre las unidades económicas, sociales y políticas. Esta multiplicidad
de acercamientos también se refleja en el amplio debate en torno a sus efectos.
De hecho, la información difundida en los medios de comunicación refleja dos
posicionamientos claros. Por un lado, la globalización se describe como un proceso
inevitable que contribuye al desarrollo socioeconómico, la expansión del conocimiento
y el intercambio y solidaridad entre culturas (Casals, 2001). Por otro, se destacan
algunos efectos negativos como son la homogeneización social y cultural, la pérdida de
garantías laborales, de legitimidad del estado, así como una mayor pobreza y
desigualdad social (Wiesenfeld, 2006). Esta perspectiva se hace evidente cuando
observamos el incremento constante de movilizaciones en las que miles de personas de
todo el mundo reclaman un mundo más justo, cambios económicos, políticos y sociales,
son un reflejo de esta visión. Sin embargo, tal y como sostiene Stiglitz (2002), la
globalización per se no es ni buena ni mala, únicamente depende de quienes administren
y arbitren la situación.
La globalización se caracteriza por las siguientes transformaciones (Melendro,
2007):
- La mundialización de la economía, con una mayor interdependencia
entre países y el incremento de las transacciones de bienes y servicios.
- La revolución tecnológica, caracterizada por la informatización de los
sectores productivos así como por la revolución en las comunicaciones a
través de la red y el acortamiento de las distancias geográficas gracias a
los nuevos medios de transporte.
- La tendencia a la homogeneización cultural, que se caracteriza por la
pérdida de la diversidad.
- La cultura del “trabajo frágil”, que reduce las posibilidades de tener un
trabajo estable y seguro.
- La “sociedad del riesgo”, en la que las amenazas de todo tipo son cada
vez mayores (enfermedades, catástrofes ecológicas, etc.).
- La creciente convivencia de diferentes modelos de organización mundial,
es decir, de los estados y la relación entre ellos y de las organizaciones
transnacionales (ONGs, multinacionales, etc.) y los organismos
intergubernamentales.
Para Castells (1996) una economía global es aquella en que se puede trabajar en
tiempo real y a escala global. Se fundamenta en el desarrollo tecnológico, en los flujos
de información, y se asienta en una Sociedad de la Información1. Estas características
constituyen los ejes en torno a los cuales se ha creado la economía del conocimiento,
sustentada en las ideas, en la tecnología y en la creación y transmisión del conocimiento
(The World Bank, 2003). En consecuencia, se ha producido una evolución de los
Estado-nación y la configuración de un nuevo entorno internacional profundamente
interconectado e interdependiente que ofrece numerosas posibilidades de desarrollo
(económico, social, político o cultural) y una convergencia entre los distintos actores
internacionales.
No obstante, estos principios que articulan el proceso de globalización no se han
plasmado de manera equiparable en todos los países del mundo y, a pesar de que
prometía ser la “panacea universal”, la exclusión social y los procesos de
empobrecimiento han aumentado. La globalización es, en numerosas ocasiones, una
excusa para emprender políticas neoliberales (Hirst y Thompson, 1996) que lejos de
crear un mundo más rico y justo, parece que acrecienta las diferencias entre ricos y
pobres. La precarización del empleo, la flexibilidad del mercado de trabajo o la
disminución de la cobertura sanitaria o social, ejemplifican cómo las políticas de las
sociedades globalizadas contribuyen al desmantelamiento del Estado de Bienestar.
Como resultado de esta política económica, la pobreza ha aumentado y cada vez son
más numerosos los grupos sociales excluidos por no poder responder a las demandas
productivas del sistema.
1.2. Pobreza y globalización
El concepto de pobreza se remonta a comienzos del siglo XIX (Feres y Mancero,
2001), además, ha sufrido importantes variaciones en su historia y al igual que sucede
con la globalización, podemos encontrar numerosas definiciones del mismo que
cambian según el contexto o la perspectiva de análisis. Como consecuencia de las
distintas definiciones del concepto de pobreza, los grupos considerados pobres han ido
variando a lo largo de la historia (Spicker, Álvarez y Gordon, 2010). La mayoría de
indicadores para medir la pobreza aluden a conceptos como “necesidad”, “insuficiencia
de recursos” o “estándar de vida”. Estos términos, hacen referencia a la carencia de
bienes y servicios materiales básicos para vivir y funcionar como un miembro de la
sociedad, al hecho de vivir con determinadas privaciones y al hecho de vivir con menos
que otras personas (Feres y Mancero, 2001). De hecho, según Rowntree (1901),
podemos definir al pobre como aquel individuo que carece de lo mínimo necesario para
mantener la eficiencia física.
Esta visión de la pobreza, predominante durante la mayor parte del siglo XX, se
ha calificado como “ingenua”, puesto que se considera un asunto no problemático que
se solucionaría con el tiempo (Dubois, 2010). Sin embargo, el desempleo masivo y la
situación de exclusión social de diversos grupos, propiciaron un cambio, de manera que
se empieza a percibir la pobreza como un problema y se cuestiona el método de medida.
En efecto, esta visión economicista de la pobreza ha sido criticada por su carácter
reduccionista, de ahí que se hayan propuesto alternativas conceptuales a este término.
Así, en el PNUD (2010, p. 105) se refleja que la pobreza “va mucho más allá de la falta
de ingresos, y que incluye salud y nutrición adecuadas, falta de educación y de
conocimientos especializados, medios de sustento inapropiados, malas condiciones de
vivienda, exclusión social y escasa participación”. Se trata, por lo tanto, de un concepto
multidimensional que considera otros bienes y servicios. En este sentido, se han
elaborado nuevos métodos que permiten obtener una evaluación más ajustada de la
pobreza de un país.
Amartya Sen, premio Nobel de Economía, critica la definición meramente
económica del concepto de pobreza y propone un concepto más complejo, el de las
capacidades humanas. Desde su punto de vista, “la pobreza debe concebirse como la
privación de capacidades básicas y no meramente como la falta de ingresos, que es el
criterio habitual con el que se identifica la pobreza” (Sen, 2000, p.114). Para Sen, la
verdadera raíz del bienestar y la riqueza está en la libertad de los individuos para vivir
una vida que les permita la realización de sus capacidades humanas. Así, la pobreza es
entendida como la carencia de recursos que impide a las personas cumplir algunas
actividades básicas, como la de permanecer vivo, gozar de una vida larga y saludable,
reproducirse y trasmitir su cultura a las generaciones siguientes, interactuar socialmente,
acceder al conocimiento y gozar de libertad de expresión, pensamiento y acción. Según
este enfoque, la lucha contra la pobreza consistiría en identificar y potenciar las
capacidades de las personas que permiten mejorar su bienestar. El sentido de todo
desarrollo económico radica, por tanto, en ampliar el número de opciones ofrecidas a
los individuos, y que todos los demás objetivos son secundarios, incluido el de la
prosperidad económica (Sen, 1999).
En esta línea, especialmente en América Latina, se ha desarrollado un nuevo
método de medición de la pobreza, considerada como una necesidad. El Método de
Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), establece diferentes niveles de pobreza en
función de las carencias o necesidades que presenta un hogar (Mendoza, 2011). La
incorporación de indicadores que permitan conocer las necesidades y capacidades para
llegar a un estándar de bienestar pone de manifiesto el fracaso de unas estrategias y
políticas de desarrollo que no han podido mejorar el nivel de vida de la población en
general. De hecho, el llamado Estado de Bienestar no ha sabido responder a las
necesidades cambiantes, y la pobreza, lejos de persistir, se ha agravado, lo que para
algunos supone la mejor muestra del fracaso de los estados del bienestar (Arriba, 2002).
Es a partir de los años 90 cuando se considera la pobreza como uno de los
grandes problemas que afectan a la humanidad. De ahí que uno de los ocho Objetivos de
Desarrollo del Milenio, promovidos por la ONU, sea erradicar la pobreza extrema y el
hambre. Y aunque según los informes de desarrollo se había avanzado en la
consecución del mismo, la crisis económica ha ralentizado el proceso. Además, cabe
preguntarse si la globalización, en lugar de reducir la pobreza, ha contribuido a
agravarla y perpetuarla. En efecto, la apertura hacia el comercio internacional tiene un
efecto positivo en el ingreso y debería, por lo tanto, tender a reducir la pobreza (Banco
Mundial, 2001). Sin embargo, es evidente que los principales beneficiados han sido los
países desarrollados. Además, en países en vías de desarrollo y con bolsas de pobreza,
la globalización ha incrementado de forma exponencial la pobreza y la exclusión.
Estos nuevos acercamientos teóricos y empíricos a la pobreza, adquieren un
mayor protagonismo debido a los cambios sociales que han resultado del proceso de
globalización. La incorporación de indicadores de la pobreza fundamentados en las
necesidades y capacidades ha posibilitado hacer visible los efectos de la globalización
en su relación con la pobreza y con la exclusión social, dos procesos estrechamente
vinculados (Mendoza, 2011). En este sentido, a través del trabajo, el ser humano puede
comprender y transformar la realidad y se integra en el entorno (Ávila, 2001). Por lo
tanto, las condiciones sociales que mediatizan o descalifican la capacidad de trabajo de
los individuos y grupos son las causas explicativas de las rupturas de vínculos que
desencadenan las situaciones de exclusión en cualquier sociedad (Bueno, 1996;
Robertis, 1996).
1.3. El concepto de exclusión social
La exclusión social es un concepto que se encuentra intrínsecamente relacionado
con la globalización y con la doctrina económica del neoliberalismo. Los grupos
susceptibles de encontrarse en una situación de exclusión social son cada vez más
numerosos, tanto en países desarrollados como en países en vías de desarrollo. Aunque
no podemos afirmar que la exclusión sea sinónimo de pobreza, ambos conceptos se
encuentran entrelazados. La pobreza genera barreras para acceder a recursos sociales e
incluso al propio sistema social. Paralelamente, una persona excluida tiene serias
dificultades para acceder a empleos normalizados, por lo que parece que exclusión y
pobreza tienden a perpetuarse.
Los excluidos son, por tanto, las personas o colectivos que se encuentran en
condiciones de precariedad, carentes de opciones para realizar una actividad que les
permita subsistir y ejercitar su ciudadanía en un contexto sociopolítico. Son aquellos
que han perdido la oportunidad de participar en los intercambios reglamentados y, por
consiguiente, no encuentran una posición en la sociedad (Castel, 1995 y Czombos,
2004). Una sociedad puede tolerar determinados grados de exclusión social, de hecho,
las comunidades y las naciones suelen promoverla con sus prácticas. Sin embargo, son
necesarias las políticas de integración social y comunitaria. Ya que si el porcentaje de
excluidos aumenta y el tejido social, en términos generales, se deteriora, el desarrollo
económico también se vería afectado.
De acuerdo con Castells (1999), para que una economía sea productiva se han de
presentar algunos elementos en su sociedad, como libertad personal, solidaridad social y
confianza, que permitan que el ciclo innovación-creación de riqueza se mantenga. Así,
“el desarrollo social promueve el desarrollo cultural, lo que lleva a la innovación y al
desarrollo económico, lo cual promueve la estabilidad institucional y la confianza”
(Castells, 1999, p. 11). Todo ello debería permitir la mejora del bienestar y la calidad de
vida.
La exclusión social en un mundo globalizado
La tendencia de globalización es un proceso histórico que ha trascendido las
fronteras de las sociedades nacionales, para liberar los mercados e imponer normas que
regulen, sin distinción, las relaciones laborales, propiciando un aumento de personas
segregadas o excluidas (Czombos, 2004; García, 1996; Ianni, 2006). En toda sociedad
siempre ha existido un conjunto de sectores sociales sin opciones para satisfacer sus
necesidades más básicas, por no ajustarse a las exigencias del desarrollo impuesto. Sin
embargo, este problema se agudiza en la sociedades globalizadas, ya que al incrementar
las posibilidades de crecimiento y expansión de algunos sectores, se reducen de manera
notable los niveles de bienestar de múltiples sectores (Czombos, 2004; Ianni, 2006).
Según Castells (1999, 2005), la globalización ha producido cuatro importantes
consecuencias que, además, se encuentran entrelazadas:
1. Aumento del trabajo individualizado. En la era de la información se
produce la de-socialización del trabajo con un incremento de la
flexibilidad y la individualización en el mismo.
2. Sobre-explotación. Es la imposición de normas de compensación o
condiciones laborales desfavorables en ciertas categorías de
trabajadores (inmigrantes, mujeres, jóvenes, minorías, etc.).
3. Exclusión social. A excepción de las democracias escandinavas, el
número de personas en situación de exclusión social se ha incrementado
en prácticamente todos los países.
4. Integración perversa. Se refiere al trabajo en la economía criminal.
Conforme aumenta el número de excluidos sociales, se produce una
transferencia de estas personas hacia actividades delictivas.
Convendría explorar, no obstante, si estas consecuencias son el resultado directo
del incremento de los intercambios de capitales, bienes y servicios en este contexto
global o si son el resultado de políticas neoliberales que reducen la protección social con
el pretexto de incrementar la competitividad en los mercados. En un análisis
comparativo de los estados con fuerte protección social y los Estados más liberales
económicamente, Navarro (2000) ha mostrado cómo la competitividad va asociada no a
una menor sino a una mayor protección social. Así, aunque la vinculación
competitividad-protección social parece ser la opuesta a la argumentada para
desproteger socialmente a los ciudadanos, el proceso globalizador va acompañado de
una mayor precariedad.
Uno de los efectos de esta precariedad es, precisamente, la exclusión social y el
crecimiento del “cuarto mundo”, que hace referencia al mundo de subdesarrollo que
existe dentro del mundo desarrollado (Melendro, 2007). Se trata de un espacio
identificado con la exclusión social. De acuerdo con Castells (1999), este cuarto mundo
lo componen las personas y los territorios que no tienen o han perdido valor para los
intereses dominantes del capitalismo informacional (Sociedad de la Información). De
hecho, a estas personas se les impide participar en las relaciones sociales y en la
construcción de la sociedad. Y aunque la globalización conecta personas y lugares,
también aísla a aquellos que han sido devaluados durante el proceso.
2. LOS EFECTOS DE LA POBREZA EN LAS COMUNIDADES EXCLUIDAS
La exclusión social y la pobreza son dos de los problemas más graves a los que
se enfrentan las sociedades contemporáneas (Cordera, Ramírez Kuri, Ziccardi, Lomelí,
2008). La pobreza se caracteriza, entre otras cosas, por la falta de participación en la
toma de decisiones en la vida civil, social y cultural o el acceso limitado a la educación
y a otros servicios esenciales, entre otras cosas (ONU, 1995). En el contexto actual, la
pobreza y la exclusión social propician que diversos sectores de la población
permanezcan ajenos al desarrollo socioeconómico. Esta segregación, o, en otros
términos, la desintegración sociocultural es, de hecho, la consecuencia más dramática de
la condición de exclusión en que actualmente se encuentran las comunidades más
apartadas. Las condiciones de vida y de trabajo precarias que padecía una parte de la
población, se han amplificado, acrecentando las desigualdades sociales y han surgido
nuevas formas de exclusión social que se observan en muy diversos ámbitos (Cordera y
cols., 2008). De esta forma se produce lo que Kliksberg (2000) denomina el “círculo
perverso de la exclusión”.
Tanto las formas de exclusión social como los grupos que la padecen son muy
diversos. Sin embargo, estos grupos comparten una serie de características: suelen ser
invisibles para los gobiernos, no tienen voz o no son escuchados por los responsables de
tomar las decisiones que pueden protegerlos, dependen de benefactores o de
instituciones para obtener ayuda, son más vulnerables a sufrir violaciones de derechos
humanos, se los excluye de la toma de decisiones o se practica una “participación
simbólica” y tienden a ocupar una posición de subordinación respecto a otras personas
(ICHRP, 2004).
Uno de los grupos más desfavorecidos en el mundo son las poblaciones
indígenas, se trata de aquellas poblaciones que estaban viviendo en sus tierras antes de
que llegaran colonizadores de otros lugares. Aunque estas amenazas han evolucionado a
través de los años, no han desaparecido. En este punto nos vamos a centrar en las
comunidades indígenas, como grupo invisibilizado históricamente, razón por la cual las
desigualdades sociales persisten e incluso se acrecientan.
Desde el ámbito político, las políticas impuestas por los últimos gobiernos,
evidencian una escasa preocupación por las minorías y, en particular, por estos grupos
indígenas, lo que ha afectado la estructura de estas comunidades predominantemente
rurales. Estos grupos “tienen escaso poder político y no forman parte de los
beneficiados por las políticas industriales, por la protección del empleo o por la
generación de servicios y empleos públicos” (Carrera Troyano y Antón Pérez, 2009, p.
279). Ante esta situación, las Naciones Unidas (ONU) se han centrado de forma
creciente en promover los derechos de los indígenas. Más de 300 millones de personas
forman alrededor de 5.000 poblaciones indígenas en 70 países del mundo y han estado
sometidas a la opresión, exclusión de los procesos de toma de decisiones, marginación,
explotación, asimilación forzosa y represión cuando tratan de pugnar por sus derechos.
Además, los problemas a los que se enfrentan estas se encuentran
interrelacionados, de forma que la pobreza, la educación incompleta y la falta de empleo
interactúan con otros como la falta de acceso a bienes básicos, la mala salud o las
dificultades laborales. De esta forma se reproducen y perpetúan las situaciones o
condiciones a las que se enfrentan estas familias o comunidades y se acentúa el proceso
de exclusión social. Los problemas tradicionales, subsistentes aun en Latinoamérica,
como las diferencias entre las ciudades y el ámbito rural o entre las zonas sociales
modernas y atrasadas, se ven superados, en la actualidad, por la problemática de la
exclusión y la inclusión donde se encuentran las mayores disparidades.
En Latinoamérica, la pobreza y la discriminación étnico-racial y lingüística han
afectado especial e históricamente a las poblaciones negras e indígenas generando
procesos de exclusión social (Zabala, 2008). Sin embargo los pueblos indígenas no son
los únicos afectados por la falta de acceso a los recursos; otros grupos como los
pequeños agricultores y pescadores, los pastores nómadas o refugiados y desplazados
tienen una gran probabilidad de padecer pobreza rural. Los hogares encabezados por
mujeres también representan un grupo vulnerable (Spicker, Álvarez y Gordon, 2009).
Estos grupos se encuentran asentados, por lo general, en regiones adversas, en
municipios con los niveles más bajos de desarrollo en los que se observan elevados
porcentajes de crecimiento poblacional y maternidad adolescente, deficiente cobertura
de servicios sanitarios, población analfabeta y baja escolarización por la falta y ausencia
de servicios educativos (INEGI, 2005; Vera y Ávila, 2011). No debemos olvidarnos de
otros grupos también especialmente vulnerables a la pobreza como los ancianos y las
personas discapacitadas.
Ante esta situación, estos grupos abandonan predominantemente sus
comunidades de origen con la esperanza de mejorar su nivel de vida. Esta emigración se
produce, además, en condiciones de vulnerabilidad ya que corren riesgos y sufren
abusos que los victimizan con frecuencia, afectando seriamente su integridad personal
(Ávila, 2008).
2.1. La exclusión en las comunidades indígenas.
Los diversos problemas a los que se enfrentan los integrantes de los pueblos
indígenas, no solo los sitúan en desventaja con respecto al resto de la sociedad sino que
acentúan la vulnerabilidad y la desigualdad a las que ya se enfrenta ese sector. Entre
esos problemas, Vera, Ávila, y Martínez (2012) destacan los siguientes:

PROBLEMAS SOCIALES LOS PUEBLOS INDÍGENAS


 Deficiencias en la alimentación
 Falta de sanidad
 Condiciones de salud y educación precarias
 Dispersión
 Difícil acceso y aislamiento geográfico de gran parte de las
comunidades
 Escasez de empleo
 Bajo o inexistente ingreso
 Deterioro ecológico
 Problemas productivos y de comercialización
 Expoliación y explotación de la fuerza de trabajo
 Falta de acceso pleno a los órganos de administración e impartición de
justicia
 Caciquismo
 Violencia armada
 Persecuciones religiosas
Tabla I. Problemas a los que se enfrentan los pueblos indígenas. Fuente: Elaboración
Propia, tomado de Vera, Ávila, y Martínez (2012)

Aunque durante la última década ha aumentado el poder político y la


representación de los pueblos indígenas de Latinoamérica, desafortunadamente, esto no
se ha traducido en resultados positivos en términos de reducción de pobreza y de
exclusión social (Hall y Patrinos, 2004). La pobreza absoluta a la que muchas de estas
comunidades se enfrentan se caracteriza por una grave carencia de elementos básicos
para los seres humanos: comida, agua potable, instalaciones de saneamiento, atención
de salud, vivienda, enseñanza e información (ONU, 1995). Además, los poblados en los
que vive esta población indígena cuentan con los porcentajes más elevados de viviendas
en condiciones de hacinamiento y precariedad. Estas condiciones favorecen la
proliferación de enfermedades infecciosas y problemas de convivencia.
Tal y como declara Hall y Patrinos (2004), existe una estrecha correlación entre
el grado de pobreza y el porcentaje de población indígena y esto, además de las
circunstancias adversas a las que se enfrentan la población indígena, promueve los
movimientos migratorios de dicha población. Se trata, en general, de familias jornaleras
que vive en una situación de marginación y exclusión que se reproduce y refuerza. Estas
familias indígenas emigran de comunidades apartadas por no encontrar en sus contextos
la posibilidad de satisfacer sus necesidades esenciales, para buscar medios que
garanticen su subsistencia en las grandes ciudades, y con esta emigración se produce un
crecimiento desordenado en las zonas urbanas. La situación a la que se ven sometidos
estos pueblos afecta especialmente a las mujeres, sobre todo cuando no han tenido
accedo a la educación. Estas mujeres sufren especialmente las consecuencias de la
pobreza extrema y la marginación, padecen hambre endémica, embarazos sucesivos,
falta de atención médica, violencia física y psicológica, etc. que devalúan la condición
en la que viven (Pineda Ruiz, 2002).
En la mayoría de los casos, el desplazamiento hacia zonas urbanas únicamente
contribuirá a agravar la situación, ya que vivirá en las zonas marginales de la ciudad,
que normalmente se encuentran excluidas de los servicios básicos, y desempeñará
trabajos informales, vulnerables, de mala calidad y mal pagados. En efecto, la población
que emigra a las ciudades, normalmente, se asienta en la periferia de las mismas, que se
caracteriza por la falta de servicios y trabajan sin garantías en actividades de la
economía informal (Ávila, 2008). Así, estos emigrantes deben vivir en un espacio con
riesgos de todo tipo y con condiciones que provocan un debilitamiento de la cohesión
social y el aumento de diferentes formas de violencia e inseguridad (Cordera, y cols.,
2008). Además, si el migrante es mujer, se acentuará la exclusión por esta condición. Es
preciso recalcar que las mujeres, niñas y jóvenes migrantes indígenas se enfrentan a una
mayor discriminación por diferentes motivos como son su modo de vestir o la falta de
manejo del español entre otros. Como corolario, esta conjunción de pobreza y exclusión
social no sólo afecta a la persona migrante, también, y de manera muy especial, al
sistema familiar. Por ello, a continuación vamos a dedicar mayor atención a este
aspecto.
3. CONSECUENCIAS DE LA POBREZA EN LA FAMILIA
El notable avance científico y tecnológico no ha contribuido a la solución de uno
de los problemas más elementales de más de la mitad de la humanidad: tanto la pobreza
como la pobreza extrema se ha acrecentado en todo el planeta. Además, la diferencia
entre los estratos sociales es cada vez mayor y esta situación ocurre incluso en los países
denominados desarrollados donde el importante incremento de la pobreza se ha visto
reflejado en una mayor distancia entre las clases (Cimadamore, Erversole y McNeish,
2006).
Los procesos asociados con la pobreza están cada vez más vinculados con las
relaciones políticas de desigualdad y poder que existen en el marco de la sociedad
globalizada. Las familias no quedan excluidas de estos procesos, al contrario, el impacto
de las transformaciones económicas y sociales en la estructura familiar ha sido mayor
en los hogares más pobres. Además, el porcentaje de hogares que vive por debajo del
umbral de pobreza se acerca al 22% y esta pobreza se concentra especialmente en
hogares con menores o en hogares en los que los principales sustentadores son jóvenes
(Cáritas, 2012).
3.1. Transformaciones familiares ante la pobreza
En los últimos años se ha incrementado notablemente la proporción de familias
pobres; hogares con un nivel de ingresos menor al umbral de pobreza relativa, pese a
que se encontraban en situación de empleo (García e Ibáñez, 2007). Ésta situación ha
suscitado la necesidad de reajustes en las unidades familiares. De esta forma, se ha
requerido la incorporación de más miembros por familia al mundo laboral, por ejemplo,
las mujeres. Según Oliveira (1999), esta situación contribuye, además, a que los padres
estén ausentes durante la mayor parte del día por lo que, en ocasiones, los hijos e hijas
tienen que hacerse cargo de los hermanos y hermanas menores. Esta misma autora
asegura que estos mecanismos de adaptación parecen generar un círculo vicioso entre
los sectores más pobres, pues, pese a una mayor mano de obra, estas familias continúan
sumidas en una situación de pobreza.
Otra estrategia familiar, sobre todo en algunos países del sur de Europa, es la
asunción, por parte de la familia extensa, de funciones de ayuda y sostén económico, así
como de crianza de los hijos. Sin embargo, las personas que se encuentran en situación
de pobreza prefieren no recurrir a la familia para cuestiones materiales y buscan fuentes
de apoyo externas mientras que valoran la familia y los amigos como principales
fuentes de apoyo emocional y afectivo (Palomar y Cienfuegos, 2007). De hecho, se ha
constatado que la percepción de la familia como fuente principal de apoyo material es
menor en las familias pobres, debido a que éstos también se encuentran en situaciones
de precariedad (Abello, Mandariaga y Hoyos de los Ríos, 1997). Estas familias
recurren, de esta forma, a otro tipo de ayudas o apoyo como pueden ser los
proporcionados por el gobierno a través de sus políticas sociales o por organizaciones
privadas.
Sin embargo, uno de los motivos por los que esta pobreza familiar persiste es la
lenta adaptación de estas políticas sociales ante el surgimiento de nuevas formas
familiares. Estos sistemas de protección social no se encuentran adaptados a las nuevas
condiciones creadas por la transformación familiar (Flaquer, Almeda y Navarro-Varas,
2006). Tradicionalmente, se asociaban los mayores niveles de pobreza a las familias
numerosas con hijos a cargo, sin embargo, son ahora las familias monoparentales, las
que, al tener un solo sustentador, se hallan en mayor riesgo de pobreza. Además, la
mayoría de estos hogares se encuentran encabezados por mujeres, se trata de los
llamados hogares monoparentales (o monomarentales). Nos encontramos ante un
colectivo que, en general, presenta una mayor tasa de desempleo en comparación con
los hombres por lo que las probabilidades que tienen de caer o persistir en la pobreza,
ellas y sus hijos, son mucho mayores (Flaquer, Almeda y Navarro-Varas, 2006). En este
sentido, Salles y Tuirán (1994) señalan que la pobreza femenina presenta tres
características propias que deben considerarse:
1. Las desigualdades de género se agudizan en los hogares pobres, en los
que el hombre, como proveedor, tiene un acceso privilegiado a los
recursos.
2. La división sexual del trabajo es todavía muy rígida, pese a que en la
actualidad la proporción de mujeres que trabajan fuera del hogar es muy
elevada.
3. Los trabajos a los que acceden las mujeres de familias pobres
obstaculizan el logro de una mayor autonomía. Estas mujeres suelen
tener trabajos que no exigen cualificación y su aportación es considerada
como una ayuda (García y Oliveira, 1994).
3.2. Efectos en los hijos de la pobreza familiar
Los miembros más jóvenes de una familia, es decir, los hijos, son los más
afectados ante situaciones de pobreza familiar ya que son los más vulnerables. En la
actualidad, cada vez más niños y niñas son víctimas de la pobreza. Además, los niños
que viven en familias de gran tamaño caracterizadas por el desempleo y la
monoparentalidad tienen más probabilidades de sufrir problemas derivados de la
pobreza y permanecer en ella (Díaz y Campo, 2007). Estos problemas se experimentan,
sobre todo, como un entorno carente de oportunidades que dificulta el desarrollo
infantil. No obstante, las consecuencias de la pobreza varían dependiendo de la edad de
los hijos; del sexo; de la región o país del mundo al que nos refiramos o, incluso, dentro
de un mismo país, si las familias habitan en un medio rural o urbano.
Para los niños de menor edad, la situación de pobreza pone en peligro los
derechos a la supervivencia, al crecimiento, a la salud y la nutrición, a la educación, la
participación y la protección contra el peligro y la explotación. Además, crea un entorno
que perjudica el desarrollo infantil tanto mental, como físico, emocional y espiritual.
Según datos de UNICEF (2011), la pobreza es el motivo principal de millones de
defunciones que podrían prevenirse y la razón por la que millones de niños padecen
desnutrición, no están escolarizados o son víctimas de explotación. Asimismo, cada una
de las privaciones a las que estos niños y niñas se enfrenten tendrá repercusiones en las
otras y estas pueden ser desastrosas ya que ponen en peligro la capacidad de niños y
niñas para desarrollar su máximo potencial; lo que contribuye a fomentar el ciclo de
pobreza. Por ejemplo, aquellos niños que se encuentren desnutridos serán más
susceptibles de contraer enfermedades que se propagan por las malas condiciones de
saneamiento.
Aunque tendemos a pensar que los más pequeños son los más vulnerables, no
debemos olvidarnos de los adolescentes. Los hijos e hijas adolescentes de familias
pobres sufren también numerosas consecuencias por la situación de pobreza familiar.
Así, existe una estrecha relación entre crecer en la pobreza y la probabilidad de
desarrollar determinados comportamientos no deseables como el consumo de drogas,
embarazo no deseado, problemas de salud, fracaso escolar y comportamientos
criminales y antisociales. De hecho, la pobreza infantil se encuentra estrechamente
relacionada con una menor escolarización, una mayor implicación en actos delictivos y
una mayor probabilidad de ser pobres en la edad adulta (Flaquer, Almeda y Navarro-
Varas, 2006).
Muchos de los niños y niñas de familias pobres no pueden continuar con su
educación y, en ocasiones, esta situación los expone a ser víctimas de abusos contra su
protección, especialmente en el caso de las niñas. Algunos ejemplos de estos abusos
serían el matrimonio precoz, la iniciación sexual temprana, la violencia o el trabajo
doméstico. Esta situación disminuye las posibilidades de desarrollar de forma plena las
capacidades de niños y niñas y se repiten, de esta forma, modelos de pobreza. De hecho,
se ha observado que la pobreza se asocia con una fecundidad más alta y a edades más
tempranas, así como con una fuerte carga de crianza en los hogares, lo que agrava la
situación de pobreza porque implica distribuir unos recursos escasos en las familias
pobres entre los hijos, lo cual disminuye la probabilidad de que la mujer pueda aportar
ingresos (Rodríguez, 2006).
Además cuando los hijos de familias pobres abandonan la escuela y acceden al
mundo laboral –en numerosas ocasiones- solo pueden optar a trabajos vulnerables
debido a la precariedad laboral, a su falta de experiencia y la escasa formación. De
hecho, Albert y Davia (2007) indican que el riesgo de pobreza entre los jóvenes se
dispara cuando se dan situaciones de precariedad laboral (temporalidad y paro) o de
inactividad, bajos niveles de estudios, entre aquellos que viven solos, tienen hijos o que
conviven en hogares con tres generaciones. Esta situación, según datos de UNICEF
(2011), se encuentra cada vez más extendida, con alrededor de 150 millones de niños y
niñas de entre 5 y 14 años que trabajan en la actualidad.
En el contexto europeo, estamos asistiendo a un proceso denominado
“juvenilización de la pobreza” al advertirse un notable incremento de las tasas de
pobreza entre la población joven (Díaz y Campo, 2007). El retraso en la edad de
emancipación tiene relación con la dificultad de acceder a un empleo y con los trabajos
con bajos salarios. De este modo, los jóvenes trabajadores encuentran en la familia la
protección para hacer frente a las condiciones desfavorables que sufren en el mercado
de trabajo, y las familias se benefician de la entrada de una nueva fuente de ingresos
(Ayllon, 2009). De hecho, los jóvenes españoles que viven en el hogar de origen
sufrirían unas elevadas tasas de pobreza si se emanciparan, lo cual sitúa a los jóvenes
que carecen de estas alternativas en una situación de vulnerabilidad social (Gómez,
2008). Cuando se vulneran los derechos de niños y niñas y debido a la falta de recursos
de todo tipo, se generan condiciones de vida que acaban desembocando en exclusión y
que les impiden adquirir las herramientas necesarias para salir de la situación en la que
se encuentran, por lo que se repiten modelos de pobreza, y de nuevo sus hijos sufren la
negación de sus derechos.
Para romper con esta transmisión de la pobreza entre generaciones, sería
necesario satisfacer los derechos de la infancia, proporcionarles educación básica y
atención a la salud, entre otras cosas y “adoptar un enfoque del desarrollo infantil
basado en el ciclo vital, que conceda más importancia a la atención, la protección y la
promoción de la autonomía de los adolescentes y, en particular, de las niñas
adolescentes” (UNICEF, 2011, p. 4). Para ello, es imprescindible invertir en infancia y
en políticas familiares, de hecho los países miembros de la Unión Europea que más
invierten en este tipo de políticas son aquellos en los que la pobreza infantil es menos
elevada (UNICEF, 2005). De esta forma, se brindaría a la infancia mejores
oportunidades ante la vida y aumentarían enormemente las posibilidades de disfrutar de
un futuro, así como las posibilidades de que la sociedad sea equitativa.
4. LOS EFECTOS DE LA POBREZA EN LA ORGANIZACIÓN Y EL
FUNCIONAMIENTO FAMILIAR
Los movimientos poblacionales, constantes a lo largo de la historia, han sido
consecuencia de múltiples factores (guerras, persecuciones políticas o religiosas,
hambrunas, conquistas, etc.). Una de las características de la sociedad globalizada es el
aumento de la movilidad humana, tanto en las élites socioeconómicas como en las
clases más desfavorecidas. Esta intensificación de la movilidad migratoria ha producido
transformaciones en las estructuras sociales que han propiciado el surgimiento de
nuevas estructuras familiares. Tal y como declara Jelin (2005, p. 15) “los procesos
migratorios implican siempre la fragmentación de las unidades familiares, ya sea de
manera temporaria o en forma más permanente” tanto si la migración se produce
dentro del país como si es externa.
Entre los efectos de los movimientos migratorios en la familia se encuentra el
surgimiento de la familia transnacional, un aspecto que, por su relevancia se tratará más
exhaustivamente en el siguiente capítulo. No obstante, en este epígrafe queremos
realizar una primera aproximación. Según la Real Academia de la Lengua el término
transnacional hace referencia a aquello que “se extiende a través de varias fronteras”. Se
trata, por tanto, de las conexiones y flujos establecidos a través de las fronteras
nacionales. Portes (2001) consideró transnacional aquellas prácticas cometidas desde la
ciudadanía, sin estar dirigidas por la clase política o la clase dirigente y que implican a
personas de diferentes naciones.
El transnacionalismo es heredero directo de la globalización, un sistema sin
países ni fronteras económicas, donde la comunicación tampoco se ciñe a las fronteras
territoriales. En este marco, las migraciones y las relaciones humanas también adquieren
una dimensión transnacional. En efecto, las comunidades transnacionales, propias de las
sociedades globalizadas, trascienden las fronteras políticas y constituyen un grupo que,
como señala Portes (1996), está en dos lugares a la vez. Las personas migrantes realizan
acciones, toman decisiones y desarrollan identidades dentro de un sistema de redes
sociales que los mantienen conectados con dos o más sociedades simultáneamente
(Glick Schiller, Basch, y Blanc-Szanton 1992).
Por consiguiente, la familia transnacional viene marcada por este contacto a
través de las fronteras. En este sentido, Camarero (2010, p. 41) consideró que la familia
transnacional es “un grupo doméstico separado en el espacio, a veces presente en dos o
incluso más continentes”. Sin embargo, no todas las familias que se encuentran
separadas pueden considerarse transnacionales, solo lo serán aquellas que mantengan el
vínculo familiar a pesar de la distancia. En estas familias se elabora el sentimiento de
unidad y se percibe el bienestar desde una óptica familiar, al igual que sucede en formas
familiares más tradicionales. De hecho, según Bryceson y Vuorela (2002), los
miembros de la familia transnacional se encuentran repartidos en diferentes naciones
pero se mantienen unidos emocionalmente sin que se produzca la desintegración
familiar. Todo ello contribuye a la elaboración de un espacio (no físico) compuesto por
los vínculos emocionales y económicos de miembros de una familia alejada en la
distancia (Herrera y Martínez, 2002).
Esta unidad emocional de la que hablamos, necesaria para poder hablar de
familia transnacional, puede darse gracias a las oportunidades que el contexto de
globalización actual ofrece. Las nuevas Tecnologías de la Información y la
Comunicación (TICs) o los nuevos medios de transporte ofrecen a las familias la
posibilidad de mantener ese vínculo que las une y de seguir actuando como tales
(Parella y Cavalcanti, 2010).
El auge en las nuevas tecnologías está permitiendo entender y construir las
relaciones transnacionales y permite a los migrantes y a sus familias satisfacer sus
necesidades de comunicación (Solé y Parella, 2006). Los componentes de la familia
transnacional utilizan las nuevas tecnologías (e-mail, chat, videoconferencias, llamadas
a través de internet, etc.) y los medios de comunicación y transporte, más económicos
que en otras épocas, para contactar en tiempo real con los miembros de la unidad
familiar que se encuentran “al otro lado”.
Mantener el contacto permite a los miembros de las familias “aligerar el coste
emocional de la separación” (Solé y Parella, 2006, p. 8). De esta forma, se genera lo
que Peñaranda (2010) define como “proximidades tecnologizadas”, es decir, el
acercamiento a otras personas. Peñaranda (2010) identifica tres elementos a partir de los
cuales se generan estas proximidades: la voz, ya que da la sensación de encontrarse
próximos; el verse, y percibir los cambios teniendo así una imagen actual del otro; y el
envío de regalos que muestra que se tiene presente al otro. Gracias a las TICs, las
familias pueden compartir su cotidianidad de forma inmediata, lo que incrementa el
sentimiento de proximidad. Sin embargo, también es cierto que tanto los emigrantes
como sus familiares tienen que invertir una gran cantidad de tiempo y esfuerzo en
mantener y reproducir esos vínculos (Ariza, 2010).
Además de la comunicación, las familias transnacionales realizan una serie de
intercambios económicos, sociales o culturales que permiten mantener lazos a través de
las fronteras con su país de origen (Zapata, 2009). De hecho, tal y como declara Jelin
(2005, p. 16) “las remesas son muy importantes económicamente; aunque también son
importantes como nexos que vinculan, ligan y atan entre sí a los miembros de la familia
que no viven en el mismo lugar”. Tanto las TICs como el envío de remesas permiten a
las familias transnacionales permanecer unidos hasta conseguir la reunificación, un
derecho que, cada vez más, los países se muestran reacios a conceder. Precisamente la
posibilidad de reunificarse permite a las familias mantener los vínculos a pesar de la
distancia física.
Sin embargo, las posibilidades de comunicación que representan las TICs no
eliminan el malestar generado en estas familias, que se ven obligadas a renunciar a
ciertos aspectos como por ejemplo, en el caso de los padres a la crianza de sus hijos.
Además, aunque en ocasiones estas separaciones son transitorias, bien porque el
emigrante vuelve a su país de origen tras cumplir con sus objetivos económicos o
porque la familia se reagrupa en el país de acogida, en la mayoría de los casos esta
separación se prolonga en el tiempo.
La emigración o retorno de los componentes de la familia es una experiencia
familiar, colectiva, que atañe tanto a quienes se quedan en el país de origen como a
aquéllos que se van o regresan. Todos juntos conforman un sistema interconectado que
se parece cada vez más a una familia "a distancia". De esta manera se generan puentes
humanos y simbólicos, a través de la continua formación de redes transnacionales. Se
produce, además, un continuo intercambio de ideas, visiones, tradiciones y valores
sociales y culturales que pueden influir en la construcción social de la identidad tanto
personal como cultural de las personas involucradas, sobre todo en la de los hijos.
4.1. Consecuencias de la transnacionalidad en los hijos
Estas “fragmentaciones” familiares tienen una serie de consecuencias y costes
emocionales para todos los miembros de la familia, y en especial para los hijos. Los
sentimientos que estos experimentan tras la partida del padre o la madre son muy
diversos y en ocasiones contradictorios, según si aceptan o rechazan esta situación.
Además, el reajuste que supone esta nueva situación se expresa de diferente manera
dependiendo de factores como la edad, la relación con la persona a su cuidado o la
comunicación que establecen con el padre o madre ausente. Las reacciones afectivas
más frecuentes son amor, tristeza, soledad, ira, inconformidad, alegría, angustia,
admiración o resignación, además de los sentimientos y emociones de tristeza y
soledad, cuando evocan al padre o la madre ausente (López y Loaiza, 2009).
En estos casos, es muy importante mantener los vínculos y la cercanía a través
de la comunicación. La percepción de olvido e indiferencia genera rechazo en los hijos
que permanecen en el país de origen y apego hacia la persona que permanece a su
cuidado. Además, dependiendo de la etapa del ciclo de vida en que se encuentren los
hijos (infancia o adolescencia) resulta más o menos difícil entender o contribuir a
modificar estos estados emocionales (López y Loaiza, 2009). Y aunque la partida del
padre o la madre pueda compensar por la contribución económica lo que implica una
mejora de, las oportunidades de educación o de vida en general, son muchos los riesgos
que suponen estas separaciones para los hijos, ya que la distancia dificulta la confianza
y los vínculos familiares. Además, si a la distancia se suma la inseguridad de la vuelta
del padre o la madre los niños pueden tener una sensación de abandono (Landry, 2011).
Cuando el padre o la madre emigra, los hijos se quedan al cuidado de otros
parientes (abuela, hermanos e incluso en ocasiones los hijos mayores), hecho que
modifica los vínculos entre la familia transnacional nuclear y la familia extensa que se
reacomoda y se adapta a las nuevas circunstancias. Esta situación ocasiona también
incertidumbre en los hijos que son víctimas y testigos de esta transformación de la
familia, al cambio en las funciones y los roles y, en definitiva, a la alteración de la
estabilidad familiar. De hecho, como exponen Bodoque y Soronellas (2010), no solo
emigran las personas sino también las ideas y las posiciones simbólicas de los miembros
en una familia y en la sociedad en general. Además, Pedone (2006) señala los siguientes
cambios en la dinámica intrafamiliar en los hijos como consecuencia de la separación
prolongada de los padres (y sobre todo de las madres) e hijos y la existencia de nuevos
cuidadores:
1. La construcción de un nuevo sistema de lealtades en torno a los
familiares que se han hecho cargo de su crianza a partir de la migración
de sus padres.
2. La identificación de los lazos afectivos de las madres con el dinero que
reciben de ellas.
3. El incremento de menores que asumen el rol de padres y madres frente a
los hermanos.
4. El alejamiento de padres e hijos. Las comunicaciones entre padres e hijos
suelen versar sobre temas como los estudios de los hijos, las posibles
visitas y las necesidades más inmediatas de los hijos.
5. La ambigüedad de la situación familiar.
6. La creación de identidades transnacionales, las familias transnacionales
construyen identidades contextualizadas tanto en la sociedad de origen
como en las de destino que contribuyen a mantener nexos con ambos
espacios (Glick Schiller, y cols. 1992).
En síntesis, las familias transnacionales sufren transformaciones tanto en sus
dinámicas como en sus interacciones. Los vínculos afectivos y de cuidado de carácter
transnacional se tornan estrategia colectiva para hacer frente a las necesidades de
supervivencia (Parella, 2007). De este modo, la familia persiste como institución, se
adapta a su nueva realidad y establece formas de mantener y fortalecer los vínculos
familiares tanto económicos como afectivos y de gestión del cuidado en una nueva
estructura transnacional (Acosta, López y Villamar, 2004; Alonso, 2004).

1
Castell define la Sociedad de la información como una fase del desarrollo social en la que los
ciudadanos, empresas y administración pública son capaces de compartir y conseguir información de
cualquier tipo de forma instantánea sin importar en qué lugar del mundo se encuentren (Castells, 1998).
CAPITULO 3. LA FAMILIA TRANSNACIONAL EN BOLIVIA
UNIDAD II. VIOLENCIA EN LA ETAPA ADOLESCENTE
CAPITULO 4. VIOLENCIA ESCOLAR ENTRE IGUALES

Mª Jesús Cava

Belén Martínez

David Moreno

Los adolescentes pasan una parte considerable de su tiempo en escuelas e


institutos. En los centros de enseñanza aprenden contenidos académicos, y también a
convivir y a relacionarse con compañeros y profesores. Aunque un adecuado clima de
convivencia es necesario tanto para el aprendizaje académico como para el correcto
desarrollo social, afectivo y cognitivo del alumno, en los centros escolares también se
viven situaciones de violencia. Este capítulo está dedicado precisamente a un tipo de
violencia que tiene lugar en el ámbito escolar y en el que están implicados los propios
alumnos como víctimas, agresores y espectadores; es el denominado bullying, acoso
escolar o violencia escolar entre iguales. Se describen y analizan sus características
definitorias, las consecuencias que tiene para todos los implicados, los principales
factores explicativos y los elementos fundamentales que se incluyen en las estrategias
de intervención.

1. DELIMITACIÓN DE LA VIOLENCIA ESCOLAR Y DEL BULLYING


El término violencia designa una conducta que supone la utilización de medios
coercitivos para hacer daño a otros y/o satisfacer los intereses del propio individuo
(Ovejero, 1998; Trianes, 2000). La OMS (2003) define la violencia como:
el uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como

amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o

comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar

lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o

privaciones (p. 5)

Estas definiciones coinciden en señalar dos elementos fundamentales que


describen a una conducta como violenta y que la distinguen de otros actos accidentales
que producen daños en el individuo: la intencionalidad y el poder.
En la clasificación más común sobre los tipos de conducta violenta se distingue
entre la dimensión comportamental (violencia hostil directa para hacer daño) y la
dimensión intencional (violencia como instrumento para conseguir algo y satisfacer los
intereses propios). En la tabla siguiente exponemos otras propuestas de clasificaciones,
elaboradas por distintos autores.

Griffin y Gross (2004), FORMAS: manifiesta – relacional


Little, Brauner, Jones,
Nock y Hawley (2003a), - Violencia directa o manifiesta. Comportamientos que
Little, Jones, Henrich y implican una confrontación directa hacia otros con la intención
Hawley (2003b) de causar daño (empujar, pegar, amenazar, insultar...).
- Violencia indirecta o relacional. Actos dirigidos a provocar
un daño en el círculo de amistades de otra persona o en su
pertenencia a un grupo (exclusión social, rechazo social,
difundir rumores...).
FUNCIONES: reactiva-proactiva
- Violencia reactiva. Hace referencia a comportamientos que
suponen una respuesta defensiva ante alguna provocación. Esta
agresión suele relacionarse con problemas de impulsividad y
autocontrol y con la existencia de un sesgo en la interpretación
de las relaciones sociales que se basa en la tendencia a realizar
atribuciones hostiles al comportamiento de los demás.
- Violencia proactiva. Hace referencia a comportamientos
que suponen una anticipación de beneficios, es deliberada y
está controlada por refuerzos externos. Este tipo de agresión se
ha relacionado con posteriores problemas de delincuencia, pero
también con altos niveles de competencia social y habilidades
de liderazgo.

Anderson y Bushman - Violencia hostil. Hace referencia a un comportamiento


(2002) impulsivo, no planificado, cuyo objetivo principal es causar
daño y que suele surgir como una reacción ante una
provocación percibida.
- Violencia instrumental. El comportamiento violento
constituye un medio premeditado para alcanzar los objetivos y
propósitos del agresor, y no se desencadena únicamente como
una reacción ante una provocación previa.

Serrano e Iborra (2005) Tipos de Violencia Escolar:


- maltrato físico
- maltrato emocional
- negligencia
- abuso sexual
- maltrato económico
- vandalismo.
Tabla I. Clasificaciones de Tipos de Violencia (Fuente: Elaboración propia)
Uno de los lugares donde los adolescentes pasan gran parte de su tiempo es la
escuela, produciéndose en este contexto con más frecuencia de la que sería deseable
comportamientos de tipo violento. Cuando hablamos de violencia escolar nos referimos
a aquellos actos agresivos realizados en las escuelas e institutos. Este tipo de conductas,
además, implican con frecuencia la transgresión por parte de los alumnos de las normas
escolares y sociales que rigen la interacción en el aula y en el centro educativo (Marín,
1997). Algunas de estas conductas se dirigen contra objetos o material escolar (actos
vandálicos) como la rotura de pupitres y puertas, o las pintadas de nombres, mensajes y
dibujos en las paredes del centro. Otros comportamientos de mayor gravedad tienen
como objetivo el daño a personas, principalmente al profesorado y a los compañeros, a
través de agresiones físicas y verbales, e implican faltas de disciplina escolar (Moreno,
1998; Trianes, 2000).
Desde la perspectiva de los adolescentes, la violencia puede cumplir una función
social, relacionada con el fortalecimiento de una red de amistades que comparten ese
código de conducta (García y Madriaza, 2005a, 2005b). De manera más detallada,
Fagan y Wilkinson (1998) destacaron como principales motivaciones por las que los
adolescentes se implican en conductas violentas las siguientes:
1. Conseguir o mantener un estatus social elevado; algunos líderes de grupo
son precisamente aquellos adolescentes que más destacan por sus
conductas violentas.
2. Obtener poder y dominación frente a otros compañeros.
3. Ejercer de “justicieros” imponiendo sus propias leyes y normas sociales
frente a las ya existentes y que consideran inaceptables o injustas.
4. Desafiar a la autoridad y oponerse a los controles sociales establecidos y
que ellos interpretan como opresores.
5. Experimentar conductas nuevas y de riesgo, para lo que seleccionan
ambientes donde se brindan oportunidades para ejercer comportamientos
violentos.

Uno de los tipos de violencia escolar que más atención ha recibido en las dos
últimas décadas es el bullying o acoso escolar. Olweus (1983) definió el bullying como
una conducta de persecución física y/o psicológica que realiza un alumno hacia otro, al
que elige como víctima de repetidos ataques. Esta acción, negativa e intencionada, sitúa
a las víctimas en posiciones de las que difícilmente pueden salir por sus propios medios.
Muy similar es la definición aportada por Cerezo (1998), para quien el bullying es
aquella conducta agresiva intencionada, perjudicial y persistente, cuyos protagonistas
son los jóvenes escolares. Trianes (2000) considera que el bullying es un
comportamiento prolongado de insulto, rechazo social, intimidación y agresividad física
de unos alumnos contra otros, que se convierten en víctimas de sus compañeros. En
definitiva, el acoso escolar es una conducta agresiva deliberada que implica un
desequilibrio de poder o de fuerza y en la que los propios alumnos son agresores y
víctimas (Nansel, Overpeck, Pilla, Simons-Morton y Schdeit, 2001). Las formas más
frecuentes de acoso escolar (tanto en el caso de los chicos como de las chicas) incluyen
la utilización del lenguaje como, por ejemplo, insultos, bromas maliciosas o burlas
verbales acerca de aspectos tales como el atractivo físico o la forma de hablar (Nansel y
cols., 2001).

Como se desprende de estas definiciones, el bullying o acoso se diferencia de


otras formas de violencia escolar en tres aspectos: es una conducta repetitiva y
frecuente, se realiza con la intención de intimidar u hostigar a la víctima y existe un
desequilibrio de poder persistente (Serrano e Iborra, 2005). De hecho, para Olweus
(1998) el acoso escolar es una conducta violenta entre compañeros caracterizada,
precisamente, por su intencionalidad, persistencia y desequilibrio de poder. A
continuación se muestran en la tabla siguiente sus principales características.

1. El agresor pretende infligir daño o miedo a la víctima.


2. El agresor ataca o intimida a la víctima mediante agresiones físicas, verbales o
psicológicas.
3. La violencia hacia la víctima ocurre repetidamente y se prolonga durante cierto
tiempo.
4. El agresor se percibe a sí mismo como más fuerte y poderoso que la víctima.
5. Las agresiones producen el efecto deseado por el agresor.
6. El agresor recibe generalmente el apoyo de un grupo.
7. La víctima se encuentra indefensa y no puede salir por sí misma de la situación.
8. Existe una relación jerárquica de dominación-sumisión entre el agresor y la
víctima.

Tabla II. Principales Características del Bullying (Fuente: Elaboración propia)


1.1. Protagonistas de la conducta violenta
Desde una perspectiva psicosocial, es importante destacar la dimensión
interpersonal de la violencia escolar que implica, al menos, tres roles: el agresor/es, la/s
víctima/s y, en numerosos casos, el espectador/es. La relación entre estos tres grupos
suele fundamentarse en el silencio de los testigos ante los actos de bullying, un aspecto
que contribuye al sentimiento de poder en el agresor y de desamparo en las víctimas
(González, 2009). Además, el análisis de esta dimensión interpersonal nos remite a
contextualizar esta conducta en relación con las características de la escuela (Kaplan,
2009). En este sentido, la conducta violenta, especialmente la violencia física suele ir
acompañada de juicios sociales que califican esta conducta como ilegítima, ilegal e
inaceptable.
En los estudios sobre acoso escolar parece haberse superado una inicial visión
individualista centrada en “el agresor” y en “la víctima”, para analizar su dimensión
relacional. Además, la violencia escolar parece incluir también una importante
dimensión grupal en la que tanto la reputación del agresor y de la víctima como su
pertenencia o no a determinadas categorías o grupos sociales adquieren un especial
significado (Gini, 2006). La violencia escolar y el bullying parecen responder, en cierto
grado, a la necesidad que sienten algunos jóvenes de lograr un determinado
reconocimiento social en el grupo de iguales (Rodríguez, 2004; Barry 2006). La
conducta violenta en la adolescencia está asociada con una actitud de rechazo hacia las
normas socialmente establecidas, con el deseo de lograr una identidad social construida
desde el rechazo de las normas de convivencia socialmente acordadas y con la
consecuente implicación en actos violentos, vandálicos y antisociales (Emler y Reicher,
1995). Desde esta perspectiva, algunos agresores o bullies se decantarán por la violencia
física, mientras que otros no actuarán tan abiertamente y preferirán hacer uso de la
persuasión y la manipulación.
Por otra parte, los adolescentes que son objeto de esta conducta, las víctimas,
están expuestos de forma repetida y durante un cierto tiempo a las acciones negativas
que lleva a cabo otro alumno o varios de ellos, teniendo en cuenta que Olweus (1998)
consideró como acción negativa “toda acción que causa daño a otra persona de manera
intencionada”. En este sentido, las víctimas se ven sometidas a una gran variedad de
comportamientos cometidos por otro estudiante, como por ejemplo: recibir burlas,
motes o apodos, ser ignorado y asilado socialmente, estar excluido del grupo de amigos
a propósito, recibir golpes, empujones y amenazas, entre otros (Olweus, 1998; Ortega,
1998). Algunas víctimas muestran un comportamiento sumiso y retraído, mientras que
otras manifiestan conductas de tipo provocativo o agresivo (en la figura I, se muestran
las principales características de ambos subgrupos). Las víctimas que muestran también
conductas de tipo agresivo son objeto precisamente de un creciente interés entre los
investigadores (Estévez, Jiménez y Moreno, 2010).

Figura I. Características de las Víctimas Provocativas o Agresivas y de las Víctimas


Sumisas (Fuente: Elaboración propia)

2. CONSECUENCIAS PSICOSOCIALES DE LA VIOLENCIA ESCOLAR Y


DEL BULLYING
La violencia escolar presenta las características propias de todo comportamiento
violento (conducta hostil realizada con el propósito de provocar un daño), aunque con la
particularidad de que los actores son niños y adolescentes y de que tiene lugar en
escuelas e institutos (Estévez, Jiménez y Musitu, 2008). Este tipo de conducta tiene
efectos perniciosos tanto en agresores como en víctimas. Sin embargo, tanto los
agresores como los espectadores más pasivos tienden a minimizar las consecuencias de
la violencia escolar. Como señalaron Brown, Birch y Kancherla (2005), la dinámica del
bullying se prolonga en el tiempo sobre la base de tres circunstancias: 1) minimización
de la gravedad del acoso, 2) incapacidad de la víctima para manejar la situación, y 3) y
minimización del problema por el adulto. Afortunadamente, algunos de estos aspectos
están cambiando y, de hecho, cada vez son más las propuestas de intervención en las
que se resaltan las consecuencias negativas del acoso y se busca la implicación activa de
los espectadores.
En el ámbito escolar, la violencia escolar perjudica las relaciones sociales, tanto
entre compañeros como entre alumnos y profesores; lesiona gravemente el proceso de
enseñanza-aprendizaje en el aula; desmoraliza y desmotiva laboralmente a los docentes
y produce en la institución escolar un abandono de sus objetivos prioritarios de
enseñanza de conocimientos, ya que la atención recae en las medidas disciplinarias
(Musitu, Estévez y Jiménez, 2010; Serrano e Iborra, 2005). Además, la violencia genera
un clima escolar negativo que se expresa en un menor interés por aprender (Cerezo,
2002; Gázquez, Cangas, Padilla, Cano y Pérez, 2005). Es por esta razón que la violencia
escolar constituye uno de los principales retos del sistema educativo a nivel
internacional (Debarbieux, 2006; Gázquez, Pérez-Fuentes, Lucas y Fernández, 2009).
Pero las consecuencias de esta conducta no se limitan al ámbito escolar, la
victimización en la escuela supone una importante amenaza para el bienestar
psicológico de niños y adolescentes puesto que se trata de una experiencia interpersonal
sumamente estresante para la persona. No es de extrañar, por tanto, que la Organización
Panamericana de la Salud considere la violencia como un indicador de Salud Pública
(OPS, 2003). Estudios recientes sobre victimización escolar plantean que ser víctima de
violencia y acoso escolar tiene graves consecuencias psicológicas y sociales (Defensor
del Pueblo, 2007). De hecho, se ha comprobado en numerosas investigaciones (por
ejemplo, Hodges y Perry, 1999; Prinstein, Boergers y Vernberg, 2001; Rodríguez,
2004) que las víctimas de bullying presentan un conjunto de características comunes.

- Una imagen general negativa de sí mismas.


- Desórdenes de atención y aprendizaje.
- Desesperanza y pérdida de interés en sus actividades favoritas.
- Incapacidad para disfrutar y falta de energía.
- Falta de satisfacción con la vida.
- Síntomas depresivos.
- Comunicación pobre.
- Deficiente habilidad para relacionarse con los demás.
- Sentimientos de culpabilidad.
- Sentimientos de soledad.
- Sensibilidad hacia el rechazo y las evaluaciones negativas de los demás.
- Quejas sobre enfermedades físicas como dolores de cabeza y de
estómago.
- Reacciones emocionales inesperadas.
- Problemas de insomnio y recuerdo repetido del episodio de maltrato.
- Baja autoestima
- Elevado ánimo depresivo
Tabla III. Principales Características de las víctimas de bullying (Fuente: Elaboración
propia)

En general, las víctimas presentan más síntomas psicosomáticos y más


desórdenes psiquiátricos que el resto de estudiantes (Estévez y cols., 2008). Así, por
ejemplo, en estudios previos se ha documentado cómo la victimización en la escuela
está vinculada con la baja autoestima, la ansiedad, el estrés y una valoración negativa de
la propia vida (Hodges y Perry, 1999). Las víctimas de acoso escolar tienen un
autoconcepto general negativo, una baja satisfacción con la vida y un alto grado de
infelicidad (Estévez, Martínez y Musitu, 2006; Fluori y Buchanan, 2002).
Además, estos problemas parecen persistir en el tiempo, por lo que muchos de
estos estudiantes deben solicitar, finalmente, la ayuda y apoyo de profesionales de la
salud mental. En este sentido, por ejemplo, en el estudio de Guterman, Hahm y
Cameron (2002) se observó que las víctimas de bullying presentaban síntomas
depresivos y problemas de ansiedad y estrés, incluso después de transcurrido un año
desde el último episodio de maltrato. Finalmente, debemos considerar también la
posibilidad de que las consecuencias derivadas del bullying estén moduladas por
algunos factores como el sexo de la víctima o el tipo de violencia -directa o manifiesta
versus indirecta o relacional-.
3. FACTORES EXPLICATIVOS
Los factores que pueden ayudarnos a explicar la existencia de estas situaciones
de amenaza y acoso entre compañeros son múltiples y se sitúan a diferentes niveles, que
actúan de forma interconectada. Un primer nivel a considerar es la influencia del
entorno social concreto en el que se ubica cada centro educativo, y las características y
valores propios de la sociedad y cultura de la que forma parte. Así, en entornos sociales
violentos las conductas de acoso en la escuela están también más presentes (Cooley-
Strickland y cols., 2011). Dentro del propio centro educativo, aspectos tales como el
clima escolar, el tipo de organización o la calidad de las relaciones entre alumnos y
profesores son factores que han demostrado su influencia en la mayor o menor
incidencia de las situaciones de acoso escolar (por ejemplo, Aronson, 2000; Cava, 2011;
Díaz-Aguado, 2006).
A estos factores sociales y escolares, deben también añadirse las características
individuales y familiares de cada uno de los alumnos. En la Tabla IV se aporta una
síntesis de los principales factores explicativos de la violencia escolar entre iguales que
han sido señalados en diversas investigaciones.

- Violencia en el barrio o comunidad.


FACTORES SOCIALES - Tolerancia y justificación de la violencia en
el barrio o comunidad.
- Impunidad social hacia la agresión.
Cooley-Strickland y cols. (2011), - Violencia en medios de comunicación y
Rodríguez (2004), videojuegos.
Villareal-González, Sánchez- - Valores culturales que asocian poder y
Sosa, Veiga y Del Moral (2011) agresión.
- Niveles bajos de participación e integración
comunitaria.

- Carencia de afecto, apoyo e implicación de


FACTORES FAMILIARES los padres.
- Problemas de comunicación familiar.
- Estilo parental autoritario y uso excesivo del
Cava, Musitu, Buelga y Murgui castigo.
(2010), Cava, Musitu y Murgui - Permisividad y tolerancia de la conducta
(2006), Estevez, Jiménez y agresiva del hijo.
Moreno (2010), Martínez, - Disciplina inconsistente, inefectiva y
Murgui, Musitu y Monreal demasiado laxa o demasiado severa.
(2009), Martínez, Musitu, Murgui - Conflictos frecuentes entre cónyuges o entre
y Amador (2009), Monks y Coyne padres e hijos.
(2011), Ostrov y Bishop (2008), - Utilización de la violencia en el hogar para
Schwartz y cols. (2000) resolver conflictos familiares.
- Problemas psicológicos y conductuales en los
padres.

FACTORES INDIVIDUALES Agresor:


- Baja autoestima familiar y escolar.
- Fracaso escolar.
Buelga, Cava y Musitu (2012),
Buelga, Musitu y Murgui (2009),
- Liderazgo en grupos conflictivos.
Cava, Musitu y Murgui (2007), - Actitudes negativas hacia la autoridad y
Garandeau y Cillesen (2006), hacia la escuela.
Jiménez, Estévez, Musitu y - Deseo de una identidad y una reputación
Murgui (2007), Monks y Coyne social transgresoras de las normas.
(2011) - Falta de empatía (dimensión emocional).
Víctima (factores de vulnerabilidad):
- Aislamiento y rechazo social en el aula.
- Sentimientos de soledad.
- Baja autoestima social.
- Falta de asertividad y de habilidades sociales.
- Rasgos físicos o culturales distintos a los de
la mayoría.

- Clima escolar negativo.


- Tolerancia en la escuela hacia la violencia (o
hacia alguna de sus formas).
FACTORES ESCOLARES - Valores competitivos e individualistas.
- Falta de modelos cooperativos.
- Normas de convivencia no consensuadas y
Alvárez-García, Alvárez y Nuñez aplicadas de forma arbitraria.
(2007), Aronson (2000), Cava - Elevado número de alumnos en situación de
(2011), Cava y Musitu (2002), aislamiento y rechazo social.
Cerezo y Calvo (2011), Díaz- - Bajos niveles de apoyo percibido del
Aguado (2006), Johnson y profesor.
Johnson (1999), Monjas y Avilés - Escasa importancia concedida al desarrollo
(2006), Ortega y Del Rey (2003), de competencias personales y sociales en
Torrego (2007) los alumnos.
- Carencia de habilidades sociales en los
alumnos para resolver los conflictos
interpersonales de forma pacífica.

Tabla IV. Factores relacionados con la violencia escolar entre iguales (Fuente:
Elaboración propia)

4. ESTRATEGIAS DE INTERVENCION
Las estrategias de intervención centradas en la violencia escolar deben ser
amplias, ecológicas e integradoras, y contar con toda la comunidad educativa,
incluyendo a familias, profesorado y alumnado. Estas intervenciones para ser realmente
efectivas deben dirigirse no únicamente a los casos de violencia detectados, trabajando
con víctimas y agresores, sino también a la prevención de la violencia, mejorando la
integración social de todo el alumnado, desarrollando sus competencias personales y
sociales y concienciando a padres, profesores y alumnos sobre la importancia de una
convivencia pacífica. Este enfoque amplio, y en el que se integran diferentes niveles de
actuación (ver tabla V), es el que se mantiene en la mayoría de los programas de
intervención (Avilés, 2006; Cava y Musitu, 2002; Cerezo y Calvo, 2011; Del Rey y
Ortega, 2001; Diáz-Aguado, 2006; Fernández, Villaoslada y Funes, 2002; Ortega, 1998,
2003; Ramos, 2010; Suckling y Temple, 2006; Torrego, 2007). Estos diferentes niveles
deben incluirse de un modo integrado en los programas de intervención que se
desarrollen. Además, es necesario adaptar estas estrategias de intervención a las
características propias de cada centro escolar, así como a la comunidad o barrio en la
que se encuentra, contando con todos los recursos sociales y comunitarios existentes
(Viguer y Avià, 2009).

- Información y sensibilización en “tolerancia cero”


Cambio de actitudes en la ante la violencia.
comunidad educativa - Información, sensibilización y formación en convivencia
escolar.
- Mayor participación de los alumnos en el centro
(asambleas, delegados, normas consensuadas).
Cambios en aspectos - Puesta en marcha de programas de mediación
organizativos escolar.
- Mayor participación de los padres en el centro
escolar.
- Utilización de estrategias de aprendizaje
cooperativo.
Actividades y programas
- Actividades y programas dirigidos al desarrollo de
desarrollados en el aula
competencias sociales y personales en los
alumnos.
Intervención directa ante - Protocolo de actuación del centro.
casos detectados de - Actividades con víctimas y agresores.
violencia escolar - Método Pikas. 

Tabla V. Niveles de actuación en las intervenciones en violencia escolar


(Fuente: Elaboración propia)

4.1. Cambio de actitudes en la comunidad educativa


Un aspecto fundamental de la intervención en violencia escolar, y un elemento
clave para su efectividad, es el cambio en algunas actitudes en la comunidad educativa.
Aunque en algunos centros escolares padres, profesores y alumnos pueden estar
relativamente concienciados sobre el problema de la violencia escolar, puede que no
sean del todo conscientes de todas sus formas o de la necesidad de implicarse todos
activamente en la mejora de la convivencia escolar. De hecho, investigadores tan
relevantes en este ámbito como Aronson (2000) y Olweus (1998) han resaltado la
necesidad de intervenir en los centros escolares cambiando estas actitudes como un
primer paso para el desarrollo de otras actuaciones más específicas.
Información y sensibilización en “tolerancia cero” ante la violencia
Un primer elemento a considerar es la información y sensibilización sobre la
importancia de mantener una actitud de tolerancia cero hacia todas las formas de
violencia escolar, sea ésta física, verbal o relacional. A este respecto, es importante
conocer cual es la realidad concreta de cada centro escolar, valorando sus necesidades
principales. Aunque en general existe una alta sensibilización respecto a las agresiones
físicas, otras formas de violencia como la exclusión social, la difusión de rumores
maliciosos, los insultos o los motes despectivos pueden ser aceptados en algunos
centros como “formas menores” o menos negativas de violencia entre iguales. En este
sentido, es necesario desarrollar en toda la comunidad educativa (padres, profesores y
alumnos) una actitud de tolerancia cero hacia todas las formas de violencia y asumir,
toda la comunidad educativa, el rechazo de todas ellas.
Información, sensibilización y formación en convivencia escolar
Junto a la sensibilización sobre las formas de violencia, también es necesario
desarrollar charlas, seminarios o cursos de formación en los que sensibilizar e informar
sobre la conveniencia de trabajar activamente por desarrollar un clima positivo en el
centro escolar y desarrollar en los alumnos competencias que les permitan la resolución
pacífica de los conflictos. En algunos centros escolares se da mucha importancia al
contenido curricular, y muy poca o ninguna a enseñar a los alumnos habilidades
interpersonales. Sin embargo, el propio proceso de enseñanza-aprendizaje es un proceso
interpersonal que está influido por el clima de convivencia existente en el centro.
Cuando el clima escolar es negativo el proceso mismo de enseñanza se resiente, además
de tener consecuencias negativas en el bienestar psicosocial de alumnos, profesores y
padres. En este sentido, si se trabaja activamente por mejorar la convivencia también se
incide indirectamente en la mejora del aprendizaje curricular. Los alumnos aprenden
más en climas positivos, y al tiempo adquieren también competencias sociales que serán
necesarias para ellos en su vida futura. Hay, por tanto, que transmitir a toda la
comunidad educativa la idea de que dedicar tiempo y esfuerzo a realizar cambios en la
organización del centro, y en determinadas actividades en el aula dirigidas a mejorar la
convivencia, es una inversión de tiempo que será positiva para todos. El tiempo
dedicado a la puesta en marcha de un programa de intervención dirigido a mejorar la
convivencia repercutirá posteriormente en la calidad de vida y el bienestar de alumnos,
profesores y padres. En otras palabras, se necesita del esfuerzo, del interés y de la
motivación de todos, siendo conscientes de que el resultado beneficiará también a todos.
Por otra parte, la implicación del profesorado en la puesta en práctica de las
estrategias de intervención es fundamental; al tiempo que su formación, ya sea a través
de cursos breves o mediante la formación continuada en los centros, constituye un
aspecto clave para la mejora de la convivencia. Esta formación debería incluir
conocimientos sobre los factores de riesgo y protección relacionados con el
comportamiento violento en las etapas de la niñez y la adolescencia, y el manejo y
resolución de situaciones conflictivas que puedan surgir entre el alumnado. Si esta
formación se realiza en el propio centro, todos los docentes pueden recibir unos
conocimientos conjuntos y reflexionar sobre los problemas específicos de su centro, así
como sobre la forma de desarrollar conjuntamente tareas de prevención e intervención.
4.2. Cambios en aspectos organizativos del centro
En muchos programas de intervención se incluyen cambios en la organización
del centro escolar relacionados con los siguientes aspectos.
Mayor participación de los alumnos en el centro
En la medida en que se incrementa la participación de los alumnos en la toma de
decisiones, se incrementan también sus sentimientos de pertenencia y de identificación
con el centro (Ramos, 2010). Esta mayor participación puede concretarse en dar un
mayor protagonismo a las asambleas y a los delegados de aula, así como también
permitir a los alumnos asumir algunas decisiones escolares. En el caso concreto del
establecimiento de las normas de convivencia, en el centro y en el aula, es conveniente
que sean los propios alumnos los que analicen la necesidad de unas normas, debatan
sobre ellas, y consensuen unas normas definitivas de convivencia con las que ellos
mismos se comprometan. Cuando las normas no son impuestas, sino que los alumnos
participan en su elaboración, mantienen posteriormente un mayor compromiso con su
cumplimiento. Su participación en la elaboración de las normas y en el establecimiento
de qué sanciones acompañarán a su incumplimiento, puede también mejorar las
actitudes de los alumnos hacia los profesores, hacia las normas escolares y hacia la
justicia con la que estas normas se aplican, variables que han sido relacionadas con la
violencia escolar (Estévez y cols., 2007). Para Ortega (1998), la gestión democrática de
la convivencia permite a los alumnos aprender a expresar sus opiniones y sentimientos,
escuchar a otros, elaborar normas y tomar decisiones. Por otra parte, la utilización de
medidas educativas más que punitivas ante el incumplimiento de las normas escolares
favorece la convivencia pacífica.
Puesta en marcha de programas de mediación escolar
Los programas de mediación escolar son un recurso que permite a los alumnos
solucionar conflictos interpersonales de un modo pacífico; pero, además, su existencia
en un centro escolar concreto supone también un cambio en los valores de ese centro,
mostrando a todos los alumnos la importancia que se concede en él a la cultura de la
paz. El hecho mismo de existir este recurso supone ya un cambio para los alumnos y
para los profesores de ese centro. El desarrollo de un programa de mediación escolar no
sólo facilita la resolución de ciertos conflictos sino que también incide positivamente en
el clima y la convivencia del centro (Boqué, 2002; Malik y Herraz, 2005). Las
competencias y destrezas que tanto los mediadores como las partes implicadas en el
conflicto aprenden durante el proceso de mediación son, posteriormente, utilizadas en
otras situaciones conflictivas, además de favorecerse en el centro una actitud más
proclive a la resolución positiva de los conflictos. Cohen (2005) ha resaltado los efectos
positivos que el desarrollo de programas de mediación tiene en el clima escolar de todo
el centro, incidiendo en una mejora de la comunicación entre los alumnos, una mayor
facilidad para crear vínculos entre ellos, mayores sentimientos de pertenencia y una
mayor sensación de control sobre su propia vida escolar. Esta función de la mediación,
más allá de la resolución puntual de posibles conflictos, se ha denominado función
preventiva o transformadora (Alzate, 1999; Malik y Herraz, 2005).
Mediante la técnica de la mediación se pretende crear un clima de diálogo entre
las partes en conflicto con el fin de que puedan encontrar, de común acuerdo, las
fórmulas necesarias para gestionar ese conflicto de la forma que resulte más
satisfactoria posible para todos. Es fundamental que tanto los mediadores como toda la
comunidad educativa conozcan los principios fundamentales de la mediación para que
la puesta en marcha de un programa de este tipo resulte adecuada (ver tabla VI).
Además, es fundamental una adecuada formación del equipo de mediadores en aspectos
teóricos y en competencias específicas relacionadas con las siguientes cuestiones: el
conflicto interpersonal y las diferentes maneras de afrontarlo; los conceptos, principios
básicos y fases de la mediación; las técnicas de comunicación, la empatía; y las técnicas
de negociación y mediación (Cava, 2009).
Voluntariedad Las partes deciden iniciar el procedimiento, y en cualquier
momento pueden decidir no continuar.

Participación Son las partes las que buscan gestionar el conflicto desde el
activa de las diálogo y no la confrontación. El mediador se limita a
partes favorecer un clima de comunicación que permita crear
nuevas relaciones entre las partes en conflicto.

Flexibilidad El procedimiento se adapta a las necesidades de las partes,


aunque hay unos requisitos mínimos que deben clarificarse
en una primera reunión con el mediador. Este procedimiento
está basado en la confidencialidad.

Tabla VI. Principios fundamentales de la mediación (Cava, 2009)

Normalmente, el primer paso para la puesta en marcha de un programa de


mediación escolar es la información a la comunidad educativa (Claustro de profesores,
padres, alumnado, especialistas, personal de administración) sobre este tipo de
programas y el desarrollo de cierta sensibilización hacia el tema. La comunidad
educativa debe entonces valorar la posibilidad de iniciar en su centro escolar un
proyecto de este tipo. En estos primeros momentos, es habitual que surjan ciertos
temores, al tiempo que deben también tomarse algunas decisiones relacionadas con el
tipo de programa de mediación escolar que se va a desarrollar en el centro. Antes de
iniciar el proceso de implementación del programa, deben plantearse algunos
interrogantes que no en todos los casos tienen una única respuesta y que suponen, con
frecuencia, asumir una mayor o menor profundización en el ámbito de actuación del
equipo de mediadores, en su composición y, en definitiva, en el grado de amplitud que
este proyecto va a tener dentro del centro escolar (Cava, 2009). En la tabla VII se
muestra un resumen del proceso que suele seguirse para la implementación en un centro
escolar de un programa de mediación escolar.
Aunque es necesario señalar que no todos los conflictos son susceptibles de
mediación, ni todos los alumnos que tienen un conflicto con un compañero o profesor
recurrirán a la mediación, la existencia en el centro de un equipo de mediadores
adecuadamente formados puede ayudar a un gran número de estudiantes a solucionar
sus conflictos y a mejorar sus competencias sobre formas adecuadas de resolverlos. En
la medida en que este recurso esté presente en el centro, y sea utilizado por los
estudiantes, el beneficio se incrementará tanto para quienes utilizan este recurso como
para el centro en su conjunto.
Fase 1. Información y sensibilización de la comunidad educativa
Fase de información general a toda la comunidad educativa sobre este tipo de
programas.
Fase 2. Análisis y valoración de la posibilidad de iniciar en el centro un
programa de mediación escolar
Antes de iniciar el proceso de implementación del programa es importante
valorar y analizar los cambios, posibles dificultades y beneficios que el
programa de mediación escolar puede tener para el centro escolar. Es
aconsejable valorar también en este punto el grado de motivación existente
hacia este proyecto en el alumnado, profesorado y familias, así como
clarificar posibles temores.
Fase 3. Resolución de algunos interrogantes y toma de decisiones
Antes de continuar es necesario dar respuesta a algunos interrogantes sobre
el tipo de programa de mediación escolar que se va a desarrollar (¿solo para
conflictos entre alumnos?, ¿se mediarán también conflictos entre familias y
profesorado?, ¿se formará también como mediadores a algunos padres y
madres?, ...). Es aconsejable que todo el alumnado, profesorado y familias
participen en el mayor grado posible en estas decisiones.
Fase 4. Coordinación del equipo, formación de los mediadores y planificación
del proceso
4.1. Elección de un coordinador del equipo de mediación. Generalmente, es
un profesor miembro del equipo directivo del centro, con cierta experiencia
previa en programas de convivencia y prevención de la violencia escolar
(aunque no es imprescindible). Es conveniente, junto con su elección,
clarificar sus funciones concretas y planificar una temporalización del
proceso de implementación.
4.2. Selección de los alumnos, profesores y/o padres que integrarán el
equipo de mediación. Los criterios de selección de los miembros del equipo
de mediadores deben haber sido debatidos y decididos previamente por la
comunidad educativa (fase 3).
4.3. Formación de los mediadores en los principios de la mediación, sus
fases, técnicas de escucha activa, empatía, técnicas de negociación.
4.4. Planificación del seguimiento y de la evaluación que se va a realizar del
programa.
4.5. Elaboración de materiales para uso del equipo de formadores y para
difusión del servicio de mediación a la comunidad educativa (trípticos,
posters, pegatinas,..).
Fase 5. La puesta en marcha del equipo de mediación
En esta fase, el equipo de mediación comienza a estar disponible como
recurso para favorecer la adecuada resolución de algunos conflictos escolares
valorados previamente por el centro como susceptibles de mediación (fase
3).
Fase 6. Seguimiento y evaluación del programa de mediación escolar
Es conveniente su realización a dos niveles: internamente (seguimiento y
evaluación continua del propio equipo de mediadores, valorando nivel de
motivación, dificultades y necesidades de formación) y externamente
(comunicando a la comunidad educativa cómo está funcionando el equipo de
mediación).
Tabla VII. Fases en la implementación de un programa de mediación escolar (Cava,
2009)
Los programas de mediación escolar suponen, en definitiva, un recurso de
especial interés en el contexto educativo. Su utilidad incluye tanto su contribución a la
adecuada resolución de algunos conflictos puntuales como la creación de una actitud y
clima más positivos en el centro escolar. Para Cohen (2005), estos programas resultan
además preventivos no solo de los problemas de violencia escolar sino también de otros
problemas como el consumo de sustancias, puesto que determinados factores que los
favorecen, como la baja autoestima, la falta de habilidades para la toma de decisiones o
la presión negativa de los iguales, son disminuidos, al tiempo que se potencian las
habilidades de comunicación y el pensamiento creativo. Ahora bien, para que estos
efectos positivos se produzcan y para que todas las potencialidades de la mediación
puedan desarrollarse, estos programas deben iniciarse con una adecuada formación
previa de los mediadores, deben funcionar durante un cierto periodo de tiempo con una
buena coordinación y seguimiento, y es fundamental que cuenten con el apoyo de toda
la comunidad educativa.
Mayor participación de los padres en el centro escolar
La mayor participación de los padres en el centro escolar se ha relacionado con
un mayor rendimiento académico, más autoestima, menor absentismo, mejores hábitos
de estudio y unas actitudes más positivas hacia la escuela en los hijos. Además, cuando
se mejora la comunicación entre familia y escuela, se previenen algunos conflictos y se
mejora en general la convivencia escolar (Alfonso, 2003; Forest y García-Bacete, 2006).
Sin embargo, existen también algunas barreras que dificultan la comunicación entre
padres y profesores, y que impiden muchas veces su mayor participación. Entre estas
barreras, se encuentran determinadas creencias, mantenidas por algunos padres y
algunos profesores, que consideran la toma de decisiones en cuestiones escolares como
competencia exclusiva del profesorado. Muchos padres y madres consideran que son los
profesores los que deben decidir sobre estas cuestiones y delegan en ellos todas las
decisiones. En este sentido, cambiar estas creencias de modo que el centro educativo se
considere un espacio comunitario en el que poder participar podría ser un medio eficaz
para incrementar su participación. Otras barreras o dificultades en la participación
tienen que ver con un cierto sentido de territorialidad, que lleva a algunos profesores a
mirar con cierto recelo la participación de las familias en cuestiones escolares, más allá
de su supervisión de las tareas escolares del alumno. En algunos casos, puede ser la falta
de confianza en las competencias propias la que puede explicar algunas reacciones
defensivas de unos y otros.
Un primer paso para favorecer la participación de los padres en el centro escolar
puede ser, precisamente, analizar qué barreras la están dificultando. En este sentido,
puede ser necesario explorar las actitudes que padres y profesores mantienen hacia
dicha participación y elaborar estrategias que ayuden a superar algunas de estas
dificultades y temores, como por ejemplo, la falta de habilidades de comunicación, la
carencia de espacios y tiempo, o la necesidad de establecer algunos cambios en la
organización del centro. Los niveles de participación que se permiten a los padres en
unos u otros centros pueden variar, y la implicación de unas y otras familias también. La
participación de las familias de alumnos con comportamientos más problemáticos o con
más dificultades en el ámbito escolar suele ser menor, aunque es importante buscar su
máxima implicación. También es deseable buscar la mayor participación posible de las
familias procedentes de contextos culturales diferentes al mayoritario. El desarrollo de
jornadas de convivencia en el centro, la realización de tutorías periódicas con todos los
padres, determinadas celebraciones o el ofrecer espacios a los padres en el propio centro
para poder reunirse, pueden ayudar a abrir la escuela a la participación de los padres.
Por otra parte, es conveniente que su participación pase de ser meramente informativa y
centrada en revisar las tareas escolares de los hijos a una mayor implicación en las
decisiones que afecten al centro escolar, a través de las asociaciones de padres y madres
y de los consejos escolares.
4.3. Actividades y programas desarrollados en el aula
Conjuntamente con las propuestas relativas al centro escolar, existen otras
medidas concretas que pueden aplicarse en el contexto del aula para prevenir el
desarrollo de problemas de conducta entre alumnos. En este sentido, una forma eficaz
de favorecer la convivencia en el aula y que se presenta, a su vez, como un importante
instrumento didáctico, es el denominado aprendizaje cooperativo.
Utilización de estrategias de aprendizaje cooperativo
A diferencia de las estrategias educativas de tipo competitivo e individualista,
mediante el aprendizaje cooperativo se favorece la colaboración entre los alumnos y su
integración social. El aprendizaje cooperativo fue utilizado por Elliot Aronson para
favorecer la integración escolar de alumnos afroamericanos durante la desegregación
racial en los EEUU y se ha planteado como una estrategia favorecedora de un clima
escolar positivo e inclusivo (Pujolàs, 2004). Su utilización en la prevención de la
violencia escolar fue ya sugerida por Dan Olweus (1998) en los primeros trabajos sobre
violencia escolar, y está incluida en numerosas propuestas de intervención en violencia
escolar (por ejemplo, Cava y Musitu, 2002; Díaz-Aguado, 2006; Ortega, 1998).
Mediante las estrategias de aprendizaje cooperativo los alumnos incrementan el interés
por sus compañeros, aprenden a situarse en la perspectiva del otro, mejoran su
comunicación interpersonal y sus habilidades de coordinación y de liderazgo,
incrementan su autoestima y desarrollan actitudes más favorables hacia la escuela y
hacia el aprendizaje; al tiempo que mejoran su rendimiento académico al utilizar
procesos de razonamiento de mayor calidad, escuchar diferentes perspectivas y tener
que poner en práctica habilidades de solución de problemas (Cava y Musitu, 2000). No
obstante, para que estos efectos positivos se produzcan es necesario cumplir ciertos
requisitos (Johnson, Johnson y Holubec, 1999). Las técnicas de aprendizaje cooperativo
son complejas, y no equivalen simplemente a colocar a los alumnos en grupo para que
trabajen juntos (ver tabla VIII).

Interdependencia Es necesario que dependan unos de otros (por ejemplo,


positiva entre los teniendo cada uno parte de la información o de los
miembros del grupo materiales) para que necesariamente tengan que
participar todos y colaborar todos.
Responsabilidad Ningún miembro del grupo debe dejar de hacer su
individual aportación puesto que todas son necesarias. Los
miembros del grupo no pueden, por tanto, excluir a
nadie y todos asumen que son, en parte, responsables
del resultado.
Habilidades Puesto que todos deben participar y colaborar, deben
cooperativas aprender a desarrollar habilidades cooperativas. Entre
éstas, por ejemplo, escuchar atentamente a los
compañeros, guardar turnos de palabra, desarrollar
funciones de coordinación, o entender y apoyar a los
demás.
Interacción cara a Es una condición indispensable para realizar las tareas
cara de aprendizaje cooperativo.
Tabla VIII. Características básicas del aprendizaje cooperativo (Fuente: Elaboración
propia)

Cuando se cumplen estas características básicas, a las que suelen añadirse


también la formación de grupos heterogéneos y estables y la revisión del
funcionamiento del grupo, y esta metodología se aplica durante cierto tiempo, al menos
un curso académico, se aprecian considerables efectos positivos. En relación con la
violencia escolar, para Aronson (2000) resulta fundamental el hecho de que el
aprendizaje cooperativo favorezca la capacidad de empatía de los alumnos, puesto que
cuando somos capaces de entender la realidad desde el punto de vista de la otra persona
es mucho menos probable que se produzca la agresión. El aprendizaje cooperativo
contribuye al desarrollo de la empatía en los alumnos al incrementarse su conocimiento
mutuo y, sobre todo, al tener que esforzarse por ponerse en el lugar del otro durante el
desarrollo mismo del proceso de aprendizaje.
Actividades y programas dirigidos al desarrollo de competencias sociales y
personales en los alumnos
El desarrollo de actividades y programas concretos dirigidos a potenciar los
recursos personales y sociales de los alumnos tiene una repercusión clara y directa en la
convivencia, en la calidad de la educación y en la satisfacción personal y profesional de
los educadores. Estos programas para ser efectivos deben, no obstante, desarrollarse
durante el tiempo suficiente y contar con la colaboración e implicación del profesorado.
Dentro de este apartado se incluyen programas dirigidos básicamente a potenciar
algunos recursos específicos de los alumnos (por ejemplo, Cava y Musitu, 2000) y
también otros programas más amplios en los que, además, se analizan con los alumnos
las distintas formas de violencia y la resolución positiva de los conflictos (por ejemplo,
Alvárez-García, Alvárez y Nuñéz, 2007; Cava y Musitu, 2002; Ortega, 1998; Trianes y
Fernández-Figarés, 2001). Estos programas no se plantean solo para algunos alumnos,
sino que se dirigen a todo el alumnado del centro, mejorando sus competencias sociales,
sus habilidades de comunicación, su capacidad de afrontamiento y su integración social
y escolar.
4.4. Intervención directa ante casos detectados de violencia escolar
Ante un caso detectado de violencia escolar es necesaria una actuación rápida y
en la que la víctima sienta el apoyo de su entorno (Cava, 2011). En este sentido, resulta
conveniente disponer en el centro escolar de un protocolo de actuación ante estas
situaciones. En el momento en que se tiene conocimiento de una situación de violencia,
este protocolo debería ponerse en marcha. Algunos de los pasos que pueden indicarse en
dicho protocolo son los siguientes: (1) Actuación inmediata dando apoyo y escuchando
a la víctima; buscando su protección y comunicando lo sucedido a la Dirección del
centro; (2) Medidas de urgencia tales como no dejar solo al alumno e incrementar la
vigilancia en el centro; (3) Información a las familias de lo sucedido; (4) Recogida de
información de distintas fuentes, realizando entrevistas con todos los implicados; (5)
Aplicación de medidas disciplinarias según el reglamento del centro; (6) Comunicación
del caso a la Comisión de convivencia del centro, si la hay, y a la Inspección; (7)
Elaboración de un Plan de Actuación por parte de la Dirección del Centro; (8)
Comunicación a las familias del plan de actuación que se ha establecido; (9)
Seguimiento y valoración del plan de actuación.
Las intervenciones centradas directamente en alumnos con un comportamiento
violento en la escuela deben cubrir dos áreas: por un lado, la supervisión y sanción del
comportamiento agresivo y, por otro, el desarrollo de una conducta social apropiada
(Cerezo, 1998). En determinadas ocasiones es necesario realizar intervenciones
puntuales de carácter punitivo contra los agresores, sin embargo, el mayor logro de
cualquier intervención que pretenda aportar soluciones para la violencia escolar a largo
plazo debe plantearse su reeducación y no simplemente su castigo. Así, es fundamental
ayudar al agresor para que entienda porqué su conducta es inaceptable y para que
desarrolle conductas alternativas. Respecto de las víctimas, pueden ser necesarias, en
primer lugar, intervenciones puntuales para asegurar su seguridad en el centro escolar y,
en segundo lugar, la víctima necesita apoyo psicológico que le permita expresar sus
emociones relativas a la situación de maltrato en la escuela. La víctima de violencia
escolar necesita, además, un entrenamiento en los siguientes aspectos: cómo responder
ante nuevos posibles ataques de agresores, cómo responder asertivamente a los
compañeros, como evitar situaciones peligrosas y cómo pedir ayuda.
Un ejemplo de intervención directa con víctimas, agresores y espectadores es el
método Pikas, o método del repartir de responsabilidades (Pikas, 2002). En el método
Pikas se considera que víctimas, agresores y espectadores forman una unidad social
problemática que hay que desestructurar. En este sentido, se pretende desorganizar la
estructura de domino-sumisión que se establece entre agresor y víctima, y que los
espectadores pasivos contribuyen a mantener. Se busca modificar este triángulo,
contando también con la contribución al cambio de los espectadores. Para el correcto
desarrollo de este método es importante que la persona que lo vaya a aplicar tenga una
buena formación previa y también un conocimiento de la realidad sociométrica del aula.
Se parte del reconocimiento del sufrimiento de la víctima, y se busca reindividualizar a
los miembros del grupo: cada persona debe reflexionar de manera individual sobre su
actuación y sus consecuencias, para asumir su responsabilidad en la situación e iniciar
un replanteamiento de su conducta. En una primera fase se realizan entrevistas
individuales con la víctima, el agresor/es y los espectadores, recogiendo información y
ayudando en esta reflexión individual. En estas entrevistas se busca también que cada
uno de ellos asuma compromisos concretos en cuanto a un cambio en sus actitudes y sus
conductas. Se realizan también diversas entrevistas individuales de seguimiento en las
que se van valorando y analizando los cambios; y finalmente, se establece una reunión
final con todos los implicados, buscando un compromiso conjunto en el mantenimiento
de los cambios conseguidos en las fases anteriores. El objetivo final de la intervención
es llegar a un acuerdo conjunto para mejorar la situación de la víctima, y evitar que se
produzcan nuevas agresiones. El método Pikas es más efectivo cuando en el centro
escolar existen también medidas de tipo preventivo y se ha creado un clima de
sensibilización social contra la violencia que permita a los espectadores inclinarse más
hacia la víctima que hacia el apoyo a los agresores.
CAPÍTULO 5. VIOLENCIA EN PAREJAS ADOLESCENTES
Amapola Povedano
Teresa I. Jiménez
Lorena Valdivieso
La violencia en la pareja ha sucedido en todas las culturas humanas y en todo
momento. Aunque en la actualidad, en algunos países, se han dado importantes pasos
hacia la superación de la desigualdad y las discriminaciones basadas en el género, la
violencia, derivada de dicha desigualdad y discriminación, sigue estando presente en la
dinámica de muchas relaciones de pareja de todo el mundo. La adolescencia es el punto
de inflexión en el que las conductas típicas de exploración también atañen al inicio de
las primeras relaciones sentimentales y de pareja. Es, por tanto, de esperar que estas
relaciones no se encuentren exentas de problemas, siendo la violencia el problema que
mayor preocupación puede despertar. Sin embargo, esta preocupación no ha sido
explícita en el ámbito de los estudios de investigación sobre la violencia en parejas
adolescentes hasta hace relativamente poco tiempo. Históricamente, la violencia entre
los miembros de la pareja se ha asociado mayoritariamente a las relaciones adultas y,
muchas de las veces, en el ámbito del matrimonio, asumiéndose que las relaciones de
pareja entre adolescentes no eran importantes o estaban exentas de violencia.
Afortunadamente, distintos autores comenzaron a señalar en la década de los 90
que la incidencia de violencia en las relaciones de noviazgo puede ser más elevada que
la marital aunque sus consecuencias fueran menos graves o nefastas que en el caso de
esta última, y que la violencia se manifiesta incluso en parejas muy jóvenes (Barnett,
Miller-Perrin y Perrin, 1997; Reiss y Roth, 1993). Así, en las dos últimas décadas se ha
incrementado notablemente el número de investigaciones que han analizado diferentes
facetas de la violencia en las parejas jóvenes como: la frecuencia de casos, las
consecuencias para las víctimas, los posibles factores de riesgo y también la efectividad
de programas de intervención y prevención de la violencia de género en las relaciones
afectivas durante la adolescencia (Cornelius y Resseguie, 2007; Díaz-Aguado y
Carvajal, 2010; Muñoz-Rivas, Grana, O'Leary y González, 2007; Ortega, Ortega-Rivera
y Sánchez, 2008).
Uno de los resultados más sugerentes encontrados en estas investigaciones es
que la violencia en pareja comienza, generalmente, en las primeras relaciones
sentimentales durante la adolescencia, y que estos patrones violentos de
comportamiento se mantienen en la etapa adulta (Billingham, Bland y Leary, 1999;
Lewis y Fremouw, 2001). Sin embargo, la mayor parte de estos estudios no han tenido
en cuenta un marco teórico explicativo que permita elaborar programas de prevención e
intervención más efectivos para abordar la violencia de pareja en sus primeras
manifestaciones y explicar de una forma multidisciplinar y sistémica las dinámicas de
relación de parejas violentas en la adolescencia.
Una de las teorías más completas para explicar el proceso de la violencia de
pareja en adultos y adolescentes es el modelo ecológico de violencia intrafamiliar y de
pareja (Corsi, 1994). Analizar el problema de la violencia en las relaciones de pareja
entre adolescentes desde este enfoque permite considerar que sus causas son múltiples y
complejas y que es preciso examinarlas en términos de interacción entre personas y
contextos (Díaz-Aguado, 2002). En el presente capítulo, tras detenernos a revisar las
cifras más recientes y describir los tipos de violencia de pareja más habituales,
asumimos esta perspectiva teórica y presentamos una descripción de los principales
factores contextuales de riesgo que dibujan un mapa operativo para el análisis del
problema y la planificación de la prevención e intervención.
1. LA VIOLENCIA DE PAREJA EN CIFRAS
La investigación rigurosa acerca de la incidencia y la prevalencia de la violencia
en la pareja es relativamente reciente en todo el mundo. Por ejemplo, en un estudio de la
Organización Mundial de la Salud se señala que entre el 10% y el 69% de las mujeres
participantes indicaron haber sido objeto de agresiones físicas por parte de una pareja
masculina en algún momento de sus vidas. Este estudio analizó 48 encuestas de base
poblacional realizadas en todo el mundo que ofrecían información sobre la violencia de
pareja en los distintos países participantes (OMS, 2002).
En América Latina y el Caribe hasta hace pocos años, prevaleció en la corriente
principal de las políticas públicas - tanto en los ámbitos legislativo, judicial como
ejecutivo, así como entre amplios sectores de la sociedad - la idea de que las relaciones
en el ámbito privado no debían ser objeto de preocupación estatal (Alméras, Bravo,
Milosavljevic, Montaño y Rico, 2002). Por lo tanto, la preocupación por medir la
violencia que ocurre en ese contexto fue inexistente. A medida que el problema fue
adquiriendo visibilidad pública y política y se consideró específicamente en las
legislaciones, se hizo patente la necesidad de contar con datos fiables. Sin embargo, a
día de hoy, aunque muchos países ya han elaborado encuestas representativas y
contabilizado los registros administrativos de denuncias, la revisión realizada por la
Comisión Económica para América Latina y el Caribe indica que las mediciones
utilizadas en muchos países de la región aún no disponen de datos básicos para medir la
magnitud de la violencia en la pareja. Si a esta situación añadimos la ya citada
invisibilidad en los estudios de la violencia en parejas adolescentes, nos encontramos
con información aún más escasa sobre la real incidencia de este problema.
En España, las cifras acerca de la violencia contra la mujer, que se reflejan en los
informes elaborados por el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del
Consejo General del Poder Judicial (2010), el Centro Reina Sofía (Sanmartín, Iborra,
García y Martín, 2010) o el Instituto de la Mujer (2010), visibilizan un problema social
que preocupa seriamente tanto a la población general como a los agentes sociales. Por
ejemplo, el Centro Reina Sofía, para el estudio de la violencia, presentó un interesante
estudio comparativo internacional, el III Informe Internacional sobre la violencia contra
la mujer en las relaciones de pareja, elaborado a partir de datos de los Ministerios de
Justicia, Interior y Asuntos Sociales, las Direcciones Generales de Policía, y los
Institutos Nacionales de Estadísticas de los diversos países para analizar la situación de
las mujeres maltratadas por sus pareja hasta el año 2007.
En el gráfico 1 se recogen los asesinatos de mujeres o feminicidios en 2006,
tanto en cifras absolutas (incidencia) como en cifras relativas (prevalencia por millón de
mujeres) en distintos países del mundo. Como se puede observar en el citado gráfico, el
ranking de países según el número de víctimas asesinadas por cada millón de mujeres
en 2006 indica que los países que tienen las mayores prevalencias están en América
Latina. Atendiendo al número de feminicidios por millón de mujeres, en primer lugar
encontramos a El Salvador (129.43), en segundo lugar a Guatemala (92.74), en cuarto
lugar Colombia (49.64), en octavo lugar a Bolivia (34.17) y, por ejemplo, en onceavo
lugar a México (24.39). En éste último país, según los datos de la Fiscalía del Estado de
Chihuahua, se cometieron 229 feminicidios en 2011 en todo el estado y 142 de estas
mujeres perdieron la vida de forma violenta en Ciudad Juárez. España se sitúa en el
noveno lugar por la cola (5.15) estando bastante alejada del 19.14 de la prevalencia
media de los feminicidios generales en los países que han participado en el estudio.
Dicho de otra forma, de media, casi 20 mujeres de cada 1.000.000 han sido asesinadas
de forma violenta en todo el mundo en el año 2006.
FUENTE: Reina Sofía (2010)
Gráfico 1. Ranking de países según tasa de feminicidios generales por millón de mujeres en 2006.
Atendiendo a la violencia de pareja en España, como se muestra en la siguiente
tabla, las denuncias realizadas por mujeres víctimas de violencia de pareja ascendieron
en el año 2007 a 63.347. Esto supone un incremento del 26.47%, con respecto al año
2003. Para una adecuada lectura de estos datos, debemos tener en cuenta que desde la
entrada en vigor de la Ley Orgánica 11/2003 del 29 de septiembre, se considera delito
cualquier agresión desde la primera que se produzca (anteriormente, para ser calificado
como tal, existía el requisito de habitualidad de la acción), incluyendo no sólo las
agresiones físicas, sino también las de carácter psicológico. Este hecho podría explicar
el incremento, a partir de 2004, de los delitos.

% Variación
2003 2004 2005 2006 2007
2003-2007
Delitos 15.464 40.518 49.237 53.551 55.618 259.66%
Faltas 34.626 17.009 10.521 8.617 7.729 77.68%
TOTAL 50.090 57.527 59.758 62.168 63.347 26.47%
Tabla 1. Incidencia de violencia de género en España (2003-2007)
Fuente: Centro Reina Sofía (2008)
Como hemos visto, en las últimas décadas un creciente número de
investigaciones ha centrado su interés en el estudio de la violencia de género que ocurre
en el contexto de las relaciones maritales (Alberdi y Matas, 2002; Amor, Echeburúa, de
Corral, Zubizarreta y Sarasua, 2002; Frye y Karney, 2006) y en algunas de estas
publicaciones se señala que la violencia de género suele comenzar en las primeras
relaciones de pareja durante la adolescencia y que, posteriormente, el problema se
mantiene en la etapa adulta (Billingham et al., 1999; Lewis y Fremouw, 2001). No
obstante, la investigación sobre la violencia en las relaciones afectivas entre
adolescentes ha sido, como ya hemos señalado, históricamente escasa. A partir de los
trabajos pioneros de Makepeace (1981) en Estados Unidos, que indicaban que 1 de cada
5 relaciones afectivas entre adolescentes estaban caracterizadas por la violencia,
comenzaron a proliferar de forma sistemática más investigaciones sobre este tema. En
estos primeros estudios estadounidenses la frecuencia de casos variaba desde un 9%
(Roscoe y Callahan, 1985) a un 45.5% (O’Keefe, 1997).
En España, los estudios desarrollados más recientemente muestran que, por
ejemplo, un 7.5% de chicos y un 7.1% de chicas admiten haber empujado o golpeado a
su pareja en una o más ocasiones (González y Santana, 2001). Muñoz-Rivas y sus
colaboradores (2007) indican en su trabajo que aproximadamente en el 90% de las
relaciones de parejas adolescentes estudiadas existían agresiones verbales y en el 40%
agresiones físicas. En un reciente estudio, un 18.9% de chicas justifican la violencia
como reacción a una agresión, reduciéndose a un 4.96% las chicas que admiten haber
vivido situaciones de maltrato en la pareja con cierta frecuencia (Díaz-Aguado y
Carvajal, 2010). Como vemos, las cifras pueden variar considerablemente en función
del tipo de pregunta que se hace a los encuestados pero lo cierto es que son elevadas en
cualquier caso.
Atendiendo a la edad de las mujeres víctimas de violencia de pareja, las jóvenes
españolas denuncian en menor medida que las adultas aunque, como se puede observar
en la tabla 2, en los cinco años de estudio ha venido aumentando considerablemente el
número de denuncias presentadas por las menores de 21 años. El que las cifras sean
ligeramente menores en las más jóvenes, no significa que haya un relevo generacional
en materia de violencia de género, sino que pueden intervenir múltiples explicaciones
como la menor prevalencia de vida en pareja a esas edades. Además, puesto que la
violencia en la pareja ocurre en el ámbito privado e íntimo de la vida de las personas, la
magnitud y frecuencia de la problemática dista mucho de estar clara. Es decir, se da el
conocido fenómeno del iceberg (solo vemos el conjunto más pequeño y visible de los
casos).

% Variación
2003 2004 2005 2006 2007 2003-2007
Inc. % Inc. % Inc. % Inc. % Inc. % Inc. %
< de 16 250 0,5 323 0,56 356 0,59 380 0,61 389 0,61 55,6 22
16 a17 462 0,92 607 1,06 771 1,29 838 1,35 960 1,52 107,79 65,22
18 a 20 2.037 4,07 2.583 4,49 2.911 4,87 3.122 5,02 3.336 5,27 63,77 29,48
Tabla 2. Incidencia por edad en España. Fuente: Centro Reina Sofía (2008)
En México, se disponen datos específicos generados por el Instituto Nacional de
Estadística, Geografía e Informática (INEGI) y la Encuesta Nacional sobre Dinámica de
las Relaciones de los Hogares (a partir de este momento ENDIREH). Según el primero,
la violencia que ejerce la pareja conyugal contra la mujer es mucho más significativa
cuando se trata de mujeres jóvenes: en particular, 48 de cada 100 mujeres de 15 a 19
años de edad manifestó haber sufrido un incidente de violencia en ese periodo (INEGI,
2010). Específicamente, según la ENDIREH, el 36.5 % de las mujeres jóvenes han sido
objeto de violencia emocional (este tipo de violencia incluye menosprecios, amenazas,
prohibiciones, amedrentamientos, etc.), el 28.3 % ha sufrido violencia económica (la
pareja le reclama cómo gasta el dinero, no le da dinero, se gasta lo que se necesita para
la casa o le prohíbe trabajar o estudiar), el 12.9 % ha sido víctima de algún tipo de
violencia física (empujones, patadas, golpes con las manos o con objetos, agresiones
con armas, etcétera) y, finalmente, un 4.8 % tuvo algún incidente de violencia sexual
por parte de su pareja (ENDIREH, 2006).
También es importante detenerse a analizar estos resultados en función del
género de los adolescentes. En efecto, como en otros ámbitos, los hombres tienden a ser
más violentos que las mujeres en las relaciones de pareja. Por el contrario, parece que
estas diferencias tienden a minimizarse en la adolescencia o, al menos, los resultados de
los estudios generados en éste ámbito, además de escasos, no son consistentes. Algunos
estudios señalan que hay más chicas agresoras que chicos en las relaciones afectivas
entre adolescentes (O’Keefe, 1997). Sin embargo, estudios recientes matizan que la
violencia psicológica (celos, insultos, control, humillaciones, etc.), a diferencia de la
física, es más frecuente en las chicas que en los chicos (Muñoz-Rivas et al., 2007),
aunque, los chicos ejercen mucha más violencia sexual que las chicas (O’Keefe, 1997).
Cuando un chico es víctima de una relación de pareja violenta, la victimización
psicológica puede ser mayor, lo que tiene que ver con un mayor deterioro de la
autoestima y con una mayor vergüenza social (Goldstein, Chesir-Teran y McFaul,
2008). Sin embargo y en términos generales, la frecuencia y la gravedad (incluido el
asesinato) de la victimización en la violencia de pareja son mayores en las chicas que en
los chicos (Harned, 2001).
Por último, las variaciones en la frecuencia de casos de violencia de pareja en
adolescentes podrían ser debidas a las diferencias en la edad de las muestras, así como a
los diferentes tipos de violencia examinada. En este sentido, la investigación sobre
violencia de pareja en adolescentes incluye estudios que analizan la violencia física,
psicológica (verbal y emocional) y sexual entre parejas de adolescentes que tienen una
relación afectiva (Foshee, Bauman, Linder, Rice y Wilcher, 2007). Debido a la
trascendencia que tiene la diferenciación entre tipos de violencia en el ámbito de la
violencia entre adolescentes, creemos necesario detenernos a profundizar qué
entendemos por cada uno de los tipos de violencia, operativizando dichas variables en el
ámbito específico de la adolescencia.
2. TIPOS DE VIOLENCIA DE PAREJA
La Organización Mundial de la Salud define la violencia como: el uso
deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra
uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas
probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos emocionales o
del desarrollo o privaciones (OMS, 1996). Por tanto, hablamos de un tipo de
comportamiento que presenta dos características fundamentales: conducta hostil y
propósito de provocar un daño. La particularidad de la violencia que tratamos en este
capítulo es que los actores de dicho comportamiento no son cualquier persona sino
adolescentes miembros de una pareja que mantiene una relación de intimidad a lo largo
de un cierto tiempo.
En principio, cualquier persona puede ser víctima de violencia; sin embargo, lo
habitual es que existan grupos de riesgo. Las mujeres son un grupo de riesgo como
víctimas de violencia tanto en el maltrato familiar (niñas, adultas o ancianas), como en
el acoso escolar, en el lugar de trabajo, en los conflictos armados, en la cultura (por
ejemplo en le caso de la mutilación genital) y un largo etcétera. A todos estos tipos de
maltrato o violencia se le denomina violencia contra la mujer o violencia de género.
Además, como se puede observar en la siguiente gráfica, se da la particularidad de que,
en lo que ha violencia familiar se refiere, la violencia en la relación de pareja es mucho
más frecuente que en cualquier otro tipo de relación familiar. De esta forma, en el
ámbito familiar, diferenciamos la violencia que pueden ejercer diferentes miembros de
la familia (hijos, cuñados, suegras y la pareja) contra una mujer u otros miembros, de la
violencia que la pareja ejerce contra la mujer o violencia de pareja.

Gráfico 2. Tipos de violencia en la familia. Fuente: Ministerio de Asuntos Sociales (2000)


La violencia de pareja es percibida por un buen sector de la población como un
“asunto íntimo” en las relaciones amorosas o justificable en algunas circunstancias,
como se indica el estudio realizado por Díaz-Aguado y Carvajal (2010) con población
adolescente. Por ejemplo, un 35% de los chicos adolescentes que participaron en el
estudio no consideraba una conducta de maltrato “Controlar todo lo que hace mi
pareja”, frente a un 26.2% de las chicas entrevistadas. En este estudio, se encontraron
diferencias estadísticamente significativas por género mostrando los chicos una mayor
justificación de la violencia de pareja que las chicas, aunque el tamaño de efecto fue
bajo. Sin embargo, la violencia de pareja no es sólo un problema justificable y privado
que afecta a la persona que la sufre, sino que además es un atentado contra los derechos
humanos de las víctimas y por lo tanto, una cuestión pública.
La violencia puede adoptar diferentes formas y generalmente avanza de forma
gradual, sin muestras de fuerza física al inicio, y se manifiesta en una amplia gama de
comportamientos coercitivos y abusivos, los cuales incluyen amenazas, intimidación,
aislamiento y manipulación. El propósito del abuso es establecer y mantener control
sobre otra persona y sobre la relación. Para cuando el abuso físico se presenta, ya se ha
establecido un patrón de abuso verbal, psicológico, económico o sexual. Por tanto,
atendiendo a su naturaleza, la violencia en la pareja se puede clasificar en cuatro tipos
diferentes:
Física: desde un empujón intencionado, una bofetada o arrojar objetos, hasta el
extremo del asesinato. El maltrato físico, además de poner en riesgo la salud y la vida de
las personas agredidas en los casos más extremos, provoca miedo intenso y sentimientos
de humillación.
Psicológica: la violencia psicológica incluye aspectos verbales y emocionales.
Aquí se incluyen actos como los insultos, los desprecios, las humillaciones. También
supone violencia psicológica el ignorar a una persona (no hablar a alguien o hacer como
si no existiera), así como la amenaza de agresión física.
Sexual: Cualquier contacto sexual no deseado. Desde levantar las faldas a una
chica, hasta la violación.
Cualquiera de estos tipos de violencia también produce fuertes sentimientos de
humillación que minan la autoestima de las personas (las consecuencias se reflejan en
todas las modalidades de violencia). Generalmente, el abuso físico representa la punta
de un iceberg cuya mayor parte no es tan visible y se traduce en formas múltiples y muy
sutiles de violencia que las personas toleran y a las que se adaptan pudiendo llegar al
aprendizaje de la indefensión que implica no responder ante la agresión porque todas las
respuestas son valoradas negativamente, llegándose a minar completamente las
posibilidades de agencia de la persona abusada.
Específicamente, en los adolescentes las relaciones amorosas que están
marcadas por la violencia se diferencian por la existencia de las conductas dominantes,
abusivas y agresivas que se presentan en la tabla 3.
La conducta Los abusos verbales y
El abuso físico El abuso sexual
dominante emocionales

- No permite salir al - Le insulta con apodos - Empujones - Manoseos y


otro/a con sus indeseables - Golpes besos indeseados
amistades - Tiene celos frecuentemente - Relaciones
- Patadas
- Llama o trata de - Le da poca importancia sexuales obligadas
- Puñetazos
localizar a la pareja - Privación del uso
- Le amenaza con hacerle daño - Bofetadas
constantemente de medios para el
a él/ella, a su familia o a sí
(teléfono móvil) - Pellizcos control de la
mismo/a (suicidio) si no hace lo
- Le ordena qué ropa que él/ella desea. - Tirar del cabello natalidad
debe vestir - Estrangular. - Juegos sexuales
- Le acompaña por la fuerza
obligadamente todo el
tiempo
Tabla 3. Conductas de violencia de pareja en adolescentes. Fuente: Elaboración Propia
Generalmente, el ciclo de la violencia en parejas adolescentes se presenta del
siguiente modo: inicialmente, la violencia se muestra como un incidente o estallido
ocasional que ambos miembros de la pareja interpretan como una expresión de pasión o
un intento de mejorar su relación en un momento dado. A continuación, mientras que en
algunas parejas la violencia no va más allá del control sobre la otra persona y el abuso
emocional y verbal en determinados momentos, en otras parejas la violencia es
frecuente e implica una combinación de todos los tipos de abuso. Esto puede ocurrir
tanto en parejas heterosexuales como entre las homosexuales y tanto en chicos como en
chicas. En general, los estudios apuntan a que los varones apenas son víctimas de abuso
físico y, si lo son, le restan importancia, pero son tan vulnerables como las mujeres al
abuso emocional por parte de una pareja celosa y controladora. Además, estudios con
adolescentes estadounidenses indican que al menos tres cuartos de los agresores
también han sido víctimas de violencia de género en esa u otra relación anterior
(Rennison, 2000).
Sin embargo, no existe un factor que explique por sí solo por qué un adolescente
se comporta de manera violenta contra su pareja y otro no lo hace. La violencia es un
fenómeno sumamente complejo que hunde sus raíces en la interacción de muchos
factores individuales, sociales, culturales, económicos y políticos. Consideramos por
tanto que, para un análisis riguroso de los factores explicativos de la violencia en
parejas adolescentes, es necesario abarcar una perspectiva del individuo en desarrollo
(el adolescente) y en permanente interacción con un ambiente social específico. En los
siguientes apartados se ofrece una revisión de los factores explicativos más relevantes
en los que existe un mayor consenso entre los investigadores; todos ellos se enmarcan
en el modelo ecológico del desarrollo humano.
3. LAS RAÍCES DE LA VIOLENCIA: UN MODELO ECOLÓGICO
Una de las teorías más completas para explicar el polifacético proceso de la
violencia de género en adultos y adolescentes es el modelo ecológico de violencia
intrafamiliar y de pareja (Corsi, 1994), adaptado del modelo ecológico de Urie
Bronfenbrenner (1979). Según este modelo, la realidad psicosocial de los adolescentes
es interpretada como un sistema compuesto por cinco subsistemas que se articulan entre
sí de forma dinámica.
1. Macrosistema: La sociedad. En este nivel, los factores más generales son
las circunstancias económicas, educativas y sociales que contribuyen a
mantener las desigualdades sociales, políticas y económicas en la
sociedad.
2. Exosistema: La comunidad. En el segundo nivel se exploran los
contextos comunitarios en los que se desarrollan las relaciones sociales,
como las escuelas, los lugares de trabajo y el vecindario, y se intenta
identificar las características de estos ámbitos que aumentan el riesgo de
actos violentos.
3. Microsistema: Las relaciones. En este nivel se analizan las relaciones
más significativas para la persona como las mantenidas con la familia,
los amigos, los profesores, etc.
4. Nivel individual, agregado por Corsi (1994) al modelo ecológico original.
En este cuarto nivel se identifican los factores psicológicos y biológicos
que influyen en el comportamiento de las personas y aumentan o
disminuyen sus probabilidades de convertirse en víctimas o
perpetradores de actos violentos.

Figura 3. Modelo ecológico de violencia intrafamiliar y de pareja. Corsi (1994).


Si analizamos el problema de la violencia en las relaciones afectivas entre
adolescentes desde este enfoque, debemos considerar que sus causas son múltiples y
complejas y que es preciso examinarlas en términos de interacción entre personas y
contextos (Díaz-Aguado, 2002). Siguiendo con esta idea, es imprescindible analizar los
principales factores tanto individuales como contextuales (relativos a la familia, la
escuela, la comunidad y los medios de comunicación) asociados con los problemas de
violencia de género durante la adolescencia.
4. FACTORES INDIVIDUALES: CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA
VIOLENCIA DE PAREJA EN ADOLESCENTES.
La literatura que se centra en el estudio de las consecuencias de la violencia en
las relaciones de pareja entre adolescentes señala que, además de los posibles daños
físicos, la violencia hacia la pareja adolescentes está asociada con el distress psicólogico
en las víctimas que es percibido por los adolescentes como más grave que los daños
físicos (Shorey, Cornelius y Bell, 2008). Estudios previos también han vinculado la
violencia en parejas jóvenes con la presencia de síntomas depresivos, ideación suicida,
desórdenes alimentarios, baja autoestima y baja satisfacción con la vida, abuso de
sustancias (alcohol y drogas), problemas conductuales y académicos en la escuela y un
deterioro general de las condiciones físicas y mentales tanto en las víctimas como en los
agresores adolescentes (Ackard y Neumark-Sztainer, 2002; Cleveland, Herrera y
Stuewig, 2003). En otras palabras, las relaciones de pareja violentas en la adolescencia
tienen graves consecuencias psicosociales tanto para las víctimas como para los jóvenes
agresores.
Sin embargo, algunos autores han sugerido que el desajuste psicosocial en estos
adolescentes podrían ser la causa y, no sólo la consecuencia, de ser agresor o sufrir
victimización en las relaciones de pareja adolescentes. Por ejemplo, el abuso de drogas
y alcohol puede ser una consecuencia de ser un adolescente agresor o víctima en una
relación de pareja, pero también puede ser un factor de riesgo en la medida que actúa
como un desinhibidor de las conductas violentas y disminuye la conciencia de las
situaciones de riesgo que facilitan la victimización (Gonzalez-Ortega, Echeburúa y de
Corral, 2008; Rivera-Rivera, Allen, Rodríguez-Ortega, Chávez-Ayala y Lazcano-Ponce,
2006). En este sentido, la baja autoestima, los síntomas depresivos, la ansiedad, la baja
satisfacción con la vida, el consumo de drogas y los problemas conductuales en la
escuela, entre otros, parecen ser factores de riesgo, tanto para los agresores como para
las víctimas, de violencia en las relaciones afectivas en la adolescencia (Banyard, Cross
y Modecki, 2006).
Un aspecto muy importante a destacar es que haber ejercido violencia contra una
pareja anterior o tener contacto cercano con un adolescente agresor parece ser el
predictor más potente de violencia en una relación futura (Vézina y Hérbert, 2007). En
el mismo sentido, haber sido víctima de violencia por parte de su pareja o tener contacto
cercano con una víctima, incrementa la posibilidad de implicarse en una nueva relación
abusiva (Arriaga y Foshee, 2004). En general, los motivos que chicos y chicas exponen
para justificar la violencia en las relaciones afectivas son muy diferentes. Los chicos
agreden a su pareja principalmente con objeto de dominarla, es decir, para ejercer un
control sobre ella; en el caso de las chicas, por el contrario, la violencia suele ser un acto
de autodefensa, un desahogo en un momento emocional de intensa ira o una respuesta
ante una acción inadecuada por parte del chico (por ejemplo, una conducta de
infidelidad) (Foshee et al., 2007). Ahora bien, los hombres, a diferencia de las mujeres,
tienden a infravalorar su propia agresión, mientras que las mujeres suelen sobrevalorar
lo ocurrido y sentirse, por ello, culpables (Jackson, 1999).
Por último, es importante analizar las creencias y actitudes de los adolescentes
acerca las relaciones de pareja. Entre los adolescentes existe la creencia, sobre todo
entre los chicos, de que el uso de la violencia (amenazas, empujones, humillaciones,
etcétera) es algo aceptable y esperable en la resolución de los conflictos interpersonales
(Muñoz-Rivas et al., 2007). Las chicas tienden a rechazar en mayor medida el uso de la
violencia. Los chicos, no obstante, justifican y aprueban el uso de la violencia contra sus
parejas. Estas creencias y actitudes más tolerantes hacia la violencia contra las mujeres
constituyen uno de los factores de riesgo para la ocurrencia del maltrato en la pareja.
Existen dos condiciones de riesgo de especial relevancia: la tendencia a justificar y
reproducir los modelos sexistas y violentos con los que se ha convivido durante la
infancia y la adolescencia; y el desequilibrio de poder existente entre los hombres y las
mujeres, a partir del cual se crean y perpetúan los estereotipos vinculados al género
(Heise y García-Moreno, 2002). Las creencias más conservadoras sobre los roles
tradicionales hombre/mujer están relacionadas con la tendencia de los varones a ejercer
la violencia y a culpar a las mujeres por la violencia sufrida y la de las mujeres a
legitimar —o, al menos, disculpar— las actitudes y comportamientos de los agresores
(Yanes y González, 2000).
5. MITOS QUE SUSTENTAN RELACIONES DE PAREJA POCO
SALUDABLES.
Las relaciones amorosas en esta edad ocupan buena parte del tiempo y de los
espacios mentales de los adolescentes. Ser escogido y amado es un objetivo deseado,
produce una elevada gratificación y eleva su autoestima. Así, los adolescentes se sienten
entusiasmados ante el primer romance pero la falta de experiencias previas y la
presencia de fuertes modelos sociales de “amor romántico” como fuente de aprendizaje
vicario pueden impedir que comprendan qué es una relación de pareja saludable. Desde
el punto de vista cultural, tanto en las parejas adultas como en las más jóvenes, las ideas
acerca del amor y de la vida en pareja están cargadas de mitos y creencias compartidas
que guían las interacciones sentimentales. Algunos de estos mitos y creencias se
relacionan especialmente con la presencia de violencia en la pareja ya que se trata de
prejuicios profundamente arraigados en un modelo cultural patriarcal basado en la
desigualdad y asimetría de género. Por tanto, estos mitos dan origen, perpetúan y
justifican la violencia de género.
Es importante tener en cuenta que estos mitos y creencias son compartidos tanto
por los chicos como por las chicas y de modo significativo por los miembros de una
misma pareja. Es ampliamente reconocido en la psicología social que la base de la
atracción interpersonal se encuentra en la similitud de actitudes y creencias, de tal modo
que es más probable que aquellos adolescentes con problemas de violencia asuman roles
de género estereotipados y complementarios; así, por ejemplo, un chico con actitudes
machistas difícilmente se sentirá atraído por una chica que muestra de ideas feministas.
Muchos de los mitos responden a una idea de amor romántico y pasional
reflejado en frases tan populares como “quien bien te quiere te hará llorar”, “los que se
odian se aman”, etc. A continuación revisamos algunos mitos que sustentan y justifican
conductas violentas hacia la pareja junto a ilustraciones de dichas creencias en palabras
de jóvenes recogidas en un estudio cualitativo realizado en el sur de España con
estudiantes de entre 15 y 24 años de edad (Fernández, Infante, Barrera, Padrón y
Doblas, 2006).
Mito 1: Confundir celos y posesión con amor.
Confunden celos y posesión con amor, lo que se traduce en una conducta
controladora. Se trata de un modelo normalizado de comportamiento en nuestra
sociedad: entre los adultos la conducta controladora en las relaciones de pareja está
ampliamente aceptada y se relaciona con sentimientos de poder. Por tanto, no es extraño
tampoco que los adolescentes confundan también control con amor. Además, es posible
que, de algún modo, también puedan estar acostumbrados al control, prefiriendo
sustituir en este momento el control paterno/materno por el del novio o la novia. En
palabras de los adolescentes:
“Es que tú quieres que sea tuya, y como mire a alguien…” “Nosotras somos más
románticas, nosotras por amor aguantamos”“Yo creo que es malo por una razón, tú estás
en una discoteca o pub y tú estás bailando y ahora te llega una tía de otro lado o de tu
mismo pueblo y está bailando contigo y te pregunta y te da dos besos, y cómo te llamas, y
ya está tu novia diciendo ¿quién es esa?... Como la pille le pego dos tortas”“… Si vas a
salir me lo tienes que decir,… yo por eso no me echo novia”

Mito 2: Asociar fortaleza física y agresión con masculinidad.


Los chicos adolescentes a menudo asocian fortaleza física y agresión con
masculinidad. Creen que los chicos pueden controlar y dominar a sus parejas para
ganarse el respeto de sus amigos y que está justificado pedir sexo a sus novias.
“¡Qué macho es! Se ha acostado con aquella y aquella”
“Es que nosotras somos las que hacemos que los tíos hablen malamente de nosotras
porque nosotras somos las primeras que nos reímos y nos reunimos en un grupito y
decimos “hay que ver que estaba con aquél y se ha acostado con el otro”

Mito 3: Asociar control con abuso físico o sexual.


La conducta controladora se relaciona con frecuencia con el abuso físico o
sexual. Las jóvenes que temen perder sus novios ceden ante la presión por tener sexo y
rara vez denuncian una violación por parte de su novio actual. Aquéllas con baja
autoestima hasta dudan en informar haber sido violadas por una pareja anterior porque
sienten que lo merecían. Con frecuencia el alcohol es uno de los factores. Las jóvenes
creen que, si ellas o su pareja estaban ebrias, entonces hubo consentimiento y fue culpa
suya.
“El tío no se puede controlar en ese momento” “Es que yo te puedo decir muchas cosas
que nosotros hemos hecho con tías… y las hemos correteado y todo para meterles mano…
pero la tía quería” “Como una tía te diga que no, es que sí ¡seguro!”

Mito 4: La violencia como una pérdida de control.


La violencia como una pérdida momentánea del control .Ambos sexos
comparten la creencia de que la violencia es innata y difícil de controlar.
“Yo creo que la violencia, yo creo que todo el mundo la llevamos dentro…pero cuando
alguna vez te has cabreado ¿no has tenido ganas de meterle un puñetazo? Eso es la
violencia, lo que pasa es que tú te controlas… y a lo mejor llega un momento en que ya no
te controlas, es que ya no puede ser…”
En EEUU, las encuestas señalan que para una cantidad relevante de
adolescentes, es aceptable el abuso físico en su relaciones de pareja (13% hispanos vs
4% población general) (Claiborne, 2005). En un estudio realizado en institutos de
educación secundaria españoles se constató que un 80% de las chicas y un 75% de los
chicos no relacionan el maltrato con falta de amor, piensan que se puede agredir, hacer
sufrir y causar daño a alguien que queremos (Meras, 2003). En este mismo estudio, se
observa que la mayoría de los varones y el 50% de las chicas de 14-16 años piensan que
la violencia de pareja es un problema que no se da entre los jóvenes y que se da en
mujeres casadas y mayores. Además, muchos chicos piensan que los celos indican
mucho afecto, creencia que no es compartida por sus compañeras, y ambos comparten
la creencia de que la violencia en los varones es natural y difícil de controlar puesto que
es una cuestión hormonal.
Para estos adolescentes, el control del tiempo, del dinero, la ropa, las amistades,
actividades o proyectos, la coacción, el chantaje, el insulto y el zarandeo no son
considerados actos de agresión y, cuando piensan en maltrato, piensan en agresiones
físicas graves. No perciben el trasfondo psicológico de lo que ocurre y la estructura de
poder, y no afectiva, en que descansa el vínculo. Que la vida amorosa sea sinónimo de
abusos verbales y emocionales se relaciona con la presencia de roles de género
culturalmente rígidos y estereotipados. A continuación analizaremos los principales
agentes implicados en la socialización de dichos roles de género.
6. SOCIALIZACIÓN DE GÉNERO Y SOCIALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA:
CLAVES PARA LA PREVENCIÓN.
Los mitos y creencias anteriormente señalados son estructuras cognitivas
fuertemente arraigadas y configuran en buena parte las ideas sobre las relaciones de
pareja que los adolescentes asumen como “normales”. Todas ellas se enraízan
profundamente en un modelo cultural basado en la desigualdad y el desequilibrio en las
relaciones entre hombres y mujeres, modelo que se transmite de generación en
generación mediante el proceso de socialización de género. Como ya se ha señalado en
capítulos anteriores, la socialización es el proceso de transmisión de los valores,
creencias, normas, actitudes y formas de conducta apropiados para la sociedad de
pertenencia, de tal forma que la persona socializada asume como principios-guía de su
conducta personal los objetivos socialmente valorados. Específicamente, la
socialización de género hace referencia al proceso por el cual las personas llegan a
pensar y actuar de forma diferente según sean hombres o mujeres; cada mujer y cada
varón se construye mediante modelos, a través de imágenes compartidas socialmente
con las que cada quien se identifica. Se espera que cada uno y cada una ejerzan el rol de
género asignado de manera “adecuada”. Si integrarse en una cultura significa asumir los
roles que la definen, no hacerlo implica romper, enfrentarse, cambiar normas
fuertemente arraigadas con los consecuentes costes emocionales que esto implica
(Meras, 2003).
La violencia también se socializa y se aprende. De esta forma algunos autores
han identificado que la mayor implicación de los chicos en formas de agresión física
podría deberse al aprendizaje de “patrones de violencia diferenciados por género”. Por
ejemplo, en un estudio de Fagot y Hagan (1985), los autores indican que durante la
niñez temprana las niñas hablan en un tono más bajo, suave y amable con una
frecuencia tres veces superior a los niños, que suelen utilizar tonos de voz más fuertes y
tajantes. Así, parece que las niñas aprenden muy pronto que las conductas agresivas son
castigadas socialmente, mientras que estas mismas conductas son aceptadas e incluso
premiadas con frecuencia en los niños. Además de estar incorporada culturalmente en el
rol de género masculino, la violencia, tanto física como psicológica, es un modelo muy
extendido de resolución de conflictos interpersonales y sociales. La resolución de un
conflicto en nuestra cultura se basa en muchas ocasiones en la máxima ganar-perder con
el objeto de conseguir poder y seguridad personal.
Como también se ha señalado en capítulos previos, el proceso de socialización a
través del cual las personas asumen reglas y normas de comportamiento tiene lugar,
fundamentalmente en el contexto de la familia. En efecto, los padres son el agente
universal de socialización tanto por su influencia directa como por constituir un filtro de
la experiencia de los hijos en otros contextos importantes para su desarrollo. Podemos
considerar que, en la adolescencia, esos otros microsistemas o contextos inmediatos del
desarrollo son la, escuela y los iguales. A estos agentes socializadores fundamentales se
añaden en la actualidad los medios de comunicación de masas que se ubican en el
ámbito macrosocial de influencia desde los que se transmiten muchos de los mitos,
creencias y representaciones del amor y la violencia. Como veremos a continuación, en
todos ellos se encuentran también importantes factores de protección y el caldo de
cultivo para la prevención a todos los niveles.
6.1. Padres
La familia es, quizás, una de las áreas que más se ha investigado cuando se trata
de explicar la violencia entre parejas jóvenes. La relación de pareja que tienen padre y
madre es la primera relación amorosa de la que son testigos los niños. Por ejemplo, la
exposición de los adolescentes a violencia de pareja entre sus padres fomenta que lo
jóvenes establezcan sus primeras relaciones de forma poco funcional. En este sentido,
Foshee, Ennett, Bauman, Benefield y Suchindran (2005) encontraron en su
investigación una relación entre el ejercicio de violencia en las relaciones de pareja en
adolescentes y haber presenciado o haber sido objeto de violencia en su familia de
origen, mediada, independientemente del género, por la aceptación de dicha violencia y
un estilo agresivo de resolución de conflictos. Rivera-Rivera y sus colegas (2007)
muestran en su estudio, con una muestra de adolescentes mexicanos, que la experiencia
de haber sido objeto de violencia intrafamiliar se asociaba tanto con la victimización
como con la perpetración de violencia en la pareja. La experiencia de malos tratos en la
familia de origen normaliza el uso de la violencia para resolver los conflictos de pareja
(Matud, 2004) y se convierte en un factor de riesgo tanto para la perpetración como para
la victimización de violencia en la adolescencia y la juventud, junto con la aceptación
de dicha violencia y el conocimiento de pares que han efectuado actos de esa naturaleza.
En palabras de los adolescentes del estudio citado anteriormente (Fernández et al.,
2006):
“Si un niño ve en casa respeto entre los padres, buena comunicación con todos, es que es
eso lo que él va a transmitir también. Lo que uno ve es lo que transmite. Ahí está la base,
yo creo que ahí está la base”
Según un trabajo de revisión de artículos publicados en este ámbito desde 1986
hasta 2006 por Vézina y Hérbert (2007), los principales factores familiares de riesgo
que se relacionan con la violencia en las relaciones afectivas de adolescentes son: las
prácticas parentales punitivas, la falta de cohesión afectiva, los frecuentes conflictos, los
patrones inadecuados de comunicación familiar, las relaciones maritales violentas, los
malos tratos y el abuso sexual de los hijos por parte de los padres. Así, el valor de estas
experiencias iniciales de aprendizaje por observación es de suma importancia. A veces,
se puede observar que adolescentes procedentes de hogares fríos y distantes se implican
en relaciones amorosas desbordantes (controladoras, celosas, intensas) en una especie
de “acción compensatoria”. Sin embargo, un estilo parental que establece límites claros
a los jóvenes, combinado con unas relaciones entre padres e hijos marcadas por la
cercanía afectiva y la comunicación abierta y positiva parece tener una función
protectora para los adolescentes ante la violencia en sus relaciones de pareja (Vézina y
Hérbert, 2007) .
Finalmente, algunos padres pueden detectar alguno o varios signos de abusos de
los ya comentados en páginas anteriores en la conducta de un hijo/a y de su pareja. Sin
embargo, puesto que los adolescentes se encuentran inmersos en un proceso de
distanciamiento e independencia de los padres, es más fácil que un amigo o un
hermano/a pueda ser la figura de apoyo para poder salir de la relación. Por tanto, es
desaconsejable que los padres fuercen la ruptura ya que de esta manera únicamente
están imponiendo otra relación controladora. Es necesario mantener abiertas las vías y
espacios para la comunicación, evitar juicios, mostrar (incluyendo la propia relación de
pareja) que el amor tiene que ver con conductas y no sólo con sentimientos y buscar
ayuda profesional si es necesario. Por tanto, en este caso hablamos tanto de prevención
terciaria (apoyo para restablecer el bienestar psicosocial de los hijos e hijas) y
secundaria (detección precoz del problema) como de prevención primaria (modelos y
creencias de pareja en los propios padres).
6.2. Profesores
En relación con el contexto escolar de los adolescentes es importante destacar
que sólo muy recientemente (específicamente, a partir de los años 90 en España y de los
2000 en México) se ha comenzado a contemplar la necesidad de superar la socialización
de género entre los objetivos educativos a partir de la inclusión en el currículo escolar
de áreas transversales relacionadas. El propio centro, además, por sus características de
convivencia y por su función educativa, se convierte en un lugar idóneo para llevar a
cabo un análisis crítico de la realidad cotidiana del alumnado, así como de los mensajes
educativos no formales que llegan a través de los medios de comunicación o los iguales.
El objetivo de este tipo de educación debe ser transformar las bases sociales y culturales
que generan en la actualidad la discriminación entre sexos. Desde este modo, dentro de
los planes nacionales de erradicación de la violencia contra las mujeres, se han venido
elaborando intervenciones dirigidas a prevenir la violencia de género potenciando
comportamientos igualitarios en los colegios (por ejemplo, Gorrotxategi y de Haro,
1999; Azaola, 2009).
Al igual que en el caso de los padres, los profesores son personas significativas y
cercanas a los adolescentes y, por ende, importantes modelos de comportamiento en las
relaciones inter-género y en los modos de resolución de conflictos. Por ejemplo, son
preocupantes algunos datos recientes recogidos en el Informe Nacional sobre Violencia
de Género en la Educación Básica en México, entre los que podemos encontrar que sólo
un 8% de los maestros varones detecta problemas de violencia de género entre los
alumnos, frente a un 29% de mujeres maestras, lo que se relaciona con un bajo
conocimiento del profesorado mexicano sobre la violencia de género. Además, se señala
en el estudio que las prácticas violentas que socialmente se asocian a la masculinidad
tradicional se aplauden en la escuela, por los profesores varones principalmente
(Azaola, 2009). Por ello, también los profesores y centros educativos en general deben
asumir pautas igualitarias de relación y de prevención a todos los niveles: detectando y
ayudando a buscar soluciones y alternativas en los casos ya establecidos, incorporando
en el currículo el análisis crítico de los mitos y creencias sociales que sustentan la
violencia asociada al género y, haciendo un hincapié especial en los estereotipos que
están manejando tanto los profesores y profesoras como los chicos y las chicas.
6.3. Iguales
También la relación con los iguales en la escuela juega un papel fundamental en
el desarrollo de la violencia de pareja en las relaciones adolescentes. Específicamente,
se ha constatado que implicarse con grupos de amigos violentos aumenta el riesgo de
los adolescentes de ejercer violencia en las relaciones de pareja (Capaldi, Dishion,
Stoolmiller y Yoerger, 2001). Mantener una estrecha vinculación con un grupo de
iguales violentos en la escuela puede provocar un cierto contagio social de actitudes
negativas hacia las relaciones entre hombres y mujeres y reforzar las creencias y
actitudes que justifican las agresiones como aceptables y normales en las relaciones
afectivas de pareja. De hecho, durante la adolescencia, la conducta violenta puede ser
una forma habitual de relacionarse con los iguales (Muñoz-Riva et al., 2007) y esta
tendencia en el comportamiento de los adolescentes puede afectar a las relaciones
afectivas y de pareja que se establecen en esta etapa (Wolfe et al., 2001).
Además, la investigación también ha mostrado que los adolescentes que son
víctimas de violencia escolar tienen un alto riesgo de sufrir violencia de género en las
relaciones afectivas, (Arriaga y Foshee, 2004; Vézina y Hérbert, 2007) ampliándose de
este modo la victimización y sus consecuencias a distintas esferas de la vida de los
adolescentes. Consideramos que esta confluencia de abusos en distintas relaciones
importantes para los adolescentes victimizados configura una situación de grave riesgo
que puede cursar con una baja autoestima y fuerte minusvaloración, una profunda
insatisfacción con la propia vida y posible ideación suicida. Por tanto, desde todos los
agentes socializadores, y, especialmente desde el ámbito educativo, es necesario
facilitar pautas de detección de estas situaciones y prestar una atención especial al
seguimiento de estos casos.
6.4. Medios de comunicación
Una característica esencial del mundo contemporáneo es su carácter mediático:
los medios de comunicación son fácilmente accesibles e inmediatos en un mundo
globalizado. Frente a otros periodos de la historia, las parejas contemporáneas ya no se
limitan a construirse al amparo de la única exposición a modelos familiares y
comunitarios cercanos sino que también se construyen bajo el importante modelado de
los medios. Así, los adolescentes de hoy encuentran en la televisión, en Internet y en los
videojuegos una fuente importante y fundamental de modelos con los que construirse
una representación social del amor que guía su conducta amorosa. No es necesario
ahondar en un análisis profundo de los contenidos emitidos en dichos medios para
evidenciar que, a través de teleseries, videojuegos de manga, películas de serie B y
pornográficas, publicidad, etc. Los modelos de género son en muchos casos
estereotípicos, y la sexualidad y el amor se asocia con frecuencia a la violencia (el héroe
salva a la chica matando a otros y luego se acuesta con ella “para celebrarlo”). En
palabras de los mismos adolescentes (Fernández et al., 2006):
“La tele, mucho, porque hay muchos programas que hacen cosas, yo que sé, yo los veo
todos, el “Aquí no hay quien viva”, “Los Serrano” y eso… salen cosas. Siempre aprendes
cosas nuevas”
Concretamente, las teleseries parecen ser un género de especial importancia en
la adolescencia y muchas de ellas están constuidas especialmente para este público. Se
considera que el serial televisivo es un género idóneo para el estudio de la transmisión
de valores porque “representa historias cercanas a la vida cotidiana y por la función de
construir modelos ya que ofrece variedad de personajes que pueden funcionar a modo
de ejemplos” (Montero, 2006, p. 26). A través de éstas, los adolescentes ven reflejados
temas sumamente relevantes para la etapa vital que atraviesan (la amistad, los romances,
las relaciones con los padres), evalúan su propia situación personal y aprenden de los
referentes que tienen ante sus ojos para resolver conflictos o para desenvolverse en
distintas situaciones. Por tanto, las series tienen un carácter formativo ineludible para la
construcción de la identidad en esta etapa evolutiva por lo que conformarían, junto con
otros textos mediáticos, una verdadera “caja de herramientas” de la identidad
adolescente (Pindado, 2006).
Consideramos que los medios de comunicación responsables deben ofrecer
modelos positivos de relación y erradicar la violencia que hoy se presenta
continuamente como medio de alcanzar metas puesto que, en la televisión y en el cine,
se presentan formas cada vez más sofisticadas de agredir para resolver las dificultades
de la vida. Además, es significativo reparar en el tratamiento que se da a las noticias
sobre violencia de género en televisión –morboso, sensacionalista y carente de análisis-
reforzando de este modo estereotipos y mitos relacionados con la violencia como
pérdida momentánea del control. En efecto, los propios adolescentes señalan que las
noticias sobre violencia de género tal y como se presentan actualmente pueden generar
un cierto efecto de desensibilización (Fernández et al. 2006):
“Yo creo que si eso no saliera tanto en la tele como ahora, ya en la tele lo
vemos todos los días”
Por tanto, los medios de comunicación no son neutros sino que transmiten ideas
acerca de las normas, estructura y conducta social (Teoría del cultivo, Gerbner, Gross,
Morgan y Signorielli, 1994). Pero en este proceso median otros factores y de forma
importante las interacciones y estilos parentales, de tal modo que cada adolescente
percibe los contenidos televisivos con “sus propias gafas”. En distintos estudios se ha
mostrado que las preferencias televisivas, si bien proceden de elecciones personales,
reflejan los valores y actitudes familiares. Así, por un lado, es importante tener en
cuenta el contenido que los adolescentes están viendo (qué valores, roles sociales, etc.
se manejan) y, por otro lado, el contexto en el que lo están viendo, es decir la mediación
que están realizando los agentes de socialización más directos (padres y profesores) y
que conforman “las gafas” más o menos protectoras que utiliza el o la adolescente para
ver la televisión o utilizar Internet.
A modo de conclusión, como hemos visto a lo largo de este capítulo, las cifras
sobre violencia de pareja en adultos a nivel mundial son alarmantes. La visibilización de
esta realidad ha fomentado el interés y la preocupación de la comunidad social,
educativa y académica sobre un problema que afecta a millones de mujeres en todo el
mundo. De hecho, en las últimas décadas se ha desarrollado una cantidad creciente de
investigación que ayuda a comprender las causas y las consecuencias de este problema
social y una parte de esta investigación ha centrado su interés en el origen de la
violencia en las primeras relaciones de pareja que ocurre durante adolescencia.
Las dinámicas de relación violentas que se establecen entre parejas de jóvenes
adolescentes parecen tener raíces explicativas multicausales. De esta forma, analizar
este problema desde el marco teórico explicativo del modelo ecológico de violencia
intrafamiliar y de pareja (Corsi, 1994), implica analizar los diferentes factores
individuales, familiares, escolares y sociales que nos permitan comprenderlo de una
forma multidisciplinar y sistémica. La implicación de padres, profesores y de la
comunidad en los programas de prevención primaria y la intervención multidisciplicar
en todo el proceso ayudaría a los adolescentes que comienzan una relación de pareja
violenta a salir de la espiral. Por otra parte, una mayor sensibilidad de los medios de
comunicación hacia esta realidad fomentaría un cambio hacia una mayor igualdad y no
discriminación en los roles, creencias y mitos que se establecen entre chicos y chicas
cuando comienzan sus primeras relaciones de pareja.
Por tanto, queremos destacar la importancia de hacer visible esta realidad a
través de estudios rigurosos sobre incidencia y prevalencia de casos, el estudio de las
causas polifacéticas, las consecuencias para las personas implicadas y la definición clara
de los tipos de violencia en las relaciones de pareja en adolescentes. Además,
consideramos de máxima importancia la elaboración y difusión de programas de
prevención e intervención multidisciplinar que impliquen a todos los agentes sociales
para fomentar una mayor consciencia en todos los sectores de la población acerca de
una lacra social que sigue ocurriendo aun en los albores del S XXI. 
CAPÍTULO 6. VIOLENCIA FILIO-PARENTAL
Durante la adolescencia tienen lugar una serie de cambios en las relaciones con
los padres que, no necesariamente, deben desembocar en conflictos graves. Suele ser un
período de perturbaciones temporales donde los jóvenes se vuelven más conflictivos,
rebeldes, oposicionistas o desafiantes aumentando las disputas en el hogar y
disminuyendo el número de interacciones positivas con los padres. Esto nos lleva a
plantearnos en qué se diferencian estas conductas -justificables como parte del proceso
madurativo del adolescente- de aquellas que se enmarcan dentro del fenómeno de la
violencia filio-parental. En este capítulo recorremos algunos de los principales
escenarios de desarrollo adolescente para analizar con detalle las variables que la
incipiente investigación ha revelado como fundamentales para comprender el este tipo
de violencia ejercida por los hijos a sus padres.

1. CONSIDERACIÓN CONCEPTUAL DE LA VIOLENCIA FILIO-PARENTAL


Vamos a tomar como referencia una de las definiciones más completas
desarrollada por Cottrell (2001) quien define el abuso a los padres como cualquier acto
cometido por un hijo que tiene la intención de causar daño o perjuicio físico,
psicológico, emocional y/o financiero para ganar poder y control sobre los padres. El
punto de distinción con otras manifestaciones conductuales normativas en las
interacciones parento-filiales durante la adolescencia es el empleo del término abuso,
lo que implica la intencionalidad de causar perjuicio o daño de cualquier índole a la otra
persona. Algunos autores distinguen cuatro tipos de abuso parental: físico, psicológico,
emocional y financiero (Cottrell, 2001; Fernández, 2007). El abuso físico se refiere a
comportamientos que implican pegar, empujar o lanzar objetos hacia los padres; el
abuso psicológico hace referencia a intimidar y humillar a los padres por medio, en
muchas ocasiones, de violencia verbal; el abuso emocional implica el uso de mentiras,
chantajes y otros juegos mentales maliciosos como amenazas manipulativas y,
finalmente, el abuso financiero se refiere a conductas que implican robo y venta de
posesiones de los padres o incluso la incursión en deudas de las que se desentienden y a
las que deben hacer frente los padres.
Es interesante resaltar que el concepto abuso se emplea normalmente en aquellas
situaciones donde la persona de mayor poder se aprovecha de la más débil como ocurre
en el abuso infantil o de pareja. Sin embargo, en el tema de la violencia filio-parental se
produce un trastorno en la organización jerárquica familiar siendo el miembro que
ocupa la escala inferior en dicha jerarquía (no sólo en cuanto a poder, sino también en
términos de recursos sociales y económicos) el que realiza el acto abusivo. Esta
circunstancia ha sido en gran parte la responsable de la dificultad para aceptar que este
tipo de maltrato pudiera existir, llegando incluso a explicar la conducta agresiva del
adolescente como reactiva al abuso que sufre por parte de sus progenitores (Charles,
1986; Coogan, 2011).
En cuanto a la prevalencia real de este tipo de violencia, padres y madres
muestran una gran tendencia a negar la seriedad de los ataques de sus hijos con el objeto
de preservar el mito de la armonía familiar (Harbin y Madden, 1979). Este secretismo
de la situación familiar conflictiva supone, en muchas ocasiones, un medio a través del
cual los progenitores desean proteger su auto-imagen (Pagani, Larocque, Vitaro y
Tremblay, 2003). La vergüenza que sienten muchos padres por su incapacidad para
controlar la situación de violencia, junto con el miedo a ser señalados como los únicos
culpables del problema en un juicio público sobre sus capacidades como educadores,
son otros factores que contribuyen a que el abuso se mantenga en secreto (Bobic, 2004;
Agnew y Huguley, 1989). Todos estos aspectos hacen realmente complicado el cálculo
de la incidencia real de abuso parental.
Además de lo señalado, las cifras de las que disponemos actualmente deben ser
interpretadas con cautela y contempladas sus aparentes contradicciones bajo tres
condicionantes principales: en primer lugar, la muestra de estudio en cuestión; ya que
pueden ser amplias muestras representativas de la población o muestras clínicas,
criminológicas o judiciales y cuyas diferencias se recogen en la tabla I. En segundo
lugar, muchas de las investigaciones en torno a este tema se desarrollaron entre los años
80 y principios de los 90 cuando únicamente se valoraba la violencia física pero no la
psicológica, emocional y financiera (Bobic, 2002), utilizándose entonces diferentes
escalas de medida y métodos de recogida de datos (Paterson, Luntz, Perlesz y Cotton,
2002). Y, por último, no debemos olvidar las diferencias sociales y culturales existentes
entre los países donde se han desarrollado estos estudios.
Muestras clínicas,
Amplias muestras de población
criminológicas y/o judiciales

Aproximadamente el mismo número de


Sexo del agresor Mayoritariamente varones
varones y mujeres

Víctima de la agresión Igual o ligeramente superior las madres Las madres en mayor medida

Estilos parentales de Amplia variedad pero permisivo


En general estilo autoritario
socialización /indulgente en mayor medida
No hay relación o predomina alto nivel
Nivel socio-económico Alto nivel socio-económico.
socio-económico.
Violencia Existen antecedentes de violencia
Resultados contradictorios o nulos
intraparental intraparental

Menores víctimas de Aunque hay poca evidencia, se sugiere El progenitor víctima rara vez ha
padres abusadores que el padre víctima es también abusador sido abusador
Tabla I. Principales diferencias de resultados entre amplias muestras poblacionales y otros estudios de
violencia filio-parental. Fuente:Gallagher (2004)

Dicho esto, es interesante que recopilemos los datos disponibles y que nos
ofrecen números variables dependiendo del contexto social analizado (Estévez y
Navarro, 2009). Así, según la literatura científica disponible en Estados Unidos, el
número de adolescentes que agrede a sus progenitores se sitúa entre el 5% y el 18%
(Agnew y Huguley, 1989; Paulson, Coombs y Landsverk, 1990; Peek, Fisher y Kidwell,
1985). En Canadá, las investigaciones estiman que alrededor del 10% de padres son
agredidos por sus hijos (DeKeseredy, 1993). En un estudio reciente llevado a cabo en
este país por Pagani, Tremblay, Nagin, Zoccolillo, Vitaro y McDuff (2004), los autores
encontraron que el 64% de los adolescentes entrevistados (tanto chicos como chicas, en
una muestra aleatoria de más de 2000 participantes), agredían verbalmente y
habitualmente a sus madres; el 13.8% cometía además agresiones físicas; de entre estos
últimos, el 73.5% daba empujones a la madre, el 24.1% la golpeaba, el 12.3% admitía
lanzarle objetos, el 44.4% amenazarla con violencia física, y el 4.3% llegó a atacar a su
madre con un arma. Las estadísticas en España indican que alrededor del 8% de las
familias sufren esta situación, una cifra que se encuentra en aumento según los datos
oficiales que confirman que este problema a crecido en un 27% en los últimos años
(Datos del Ministerio del Interior, 2005). Las cifras de prevalencia en Francia son
significativamente inferiores e indican que menos de un 4% de progenitores son
agredidos por sus hijos (Laurent y Derry, 1999).
En los primeros estudios se reflejaban cifras conservadoras de violencia filio-
parental en torno al 7-8% (Peek, Fisher y Kidwell, 1985), sin embargo, investigaciones
posteriores realizadas en diversos países (Cottrell y Monk, 2004; McCloskey y Lichter,
2003; Pelletier y Coutu, 1992; Van Langenhove, 2004) ofrecen datos de incidencia que
van del 10 al 18% en familias con ambos padres y alcanzan el 29% en familias
monoparentales, fundamentalmente monomarentales. Esta cifra puede alcanzar el 50%
en muestras de adolescentes violentos en otros ámbitos extrafamiliares (Kethineni,
2004). En España, el total de denuncias de este tipo se ha duplicado en los últimos cinco
años, pasando de algo menos de 2.500 casos a más de 5.000 en 2010, según la Fiscalía
General. Ibabe y Jaureguizar (2010) aportan datos del País Vasco que sitúan los
porcentajes de violencia filio-parental entre un 13% y un 25%, y en un estudio posterior
(Ibabe, 2011) se constató que el 21% de los participantes había utilizado la violencia
física contra sus padres, el 21% la violencia psicológica (verbal) y el 46% la violencia
emocional (chantaje).

2. VARIABLES SOCIODEMOGRÁFICAS DE AGRESORES Y VÍCTIMAS


Una de las peculiaridades de este tipo de violencia es que se produce en el seno
familiar, entre integrantes unidos por lazos de sangre y donde la jerarquía de poder
parece haberse invertido, siendo los hijos los que ejercen el abuso hacia sus padres.
Pero, ¿qué características sociodemográficas presentan este tipo de familias? ¿Todos los
hijos pueden agredir a todos los padres? ¿Influye el género de agresores y víctimas en la
violencia filio-parental? Estos y otros interrogantes serán analizados en este apartado.
2.1. Sexo y edad del agresor
Los actos agresivos han sido tradicionalmente más aceptados cuando son
llevados a cabo por hombres que por mujeres pero, en la actualidad, las diferencias de
género tienden a desaparecer debido a los cambios culturales que están operando en la
sociedad. En este sentido la mayoría de las investigaciones de amplias muestras
representativas de la población sugieren que no existen diferencias en cuanto al sexo de
los y las jóvenes que agreden a los progenitores (Paulson y cols., 1990), no obstante
cuando se trata de investigaciones clínicas los datos reflejan que son los chicos quienes
tienen más probabilidad de tomar parte en las agresiones a sus progenitores que las
chicas (Agnew y Huguley, 1989). Las diferencias en cuanto al género se ponen de
manifiesto en el tipo de violencia ejercida, siendo el abuso físico mayoritariamente
perpetrado por los chicos mientras que el verbal y emocional es más frecuente por parte
de las chicas (Bobic, 2004).
Respecto de la edad, en Estados Unidos la mayoría de las agresiones filio-
parentales tienen lugar cuando los jóvenes cuentan con edades comprendidas entre los
15 y 17 años. Este rango es coincidente con los estudios empíricos sobre la conducta
antisocial en la adolescencia que suele iniciarse a los 15 años en la cultura americana,
para ir gradualmente atenuándose con la llegada a la edad adulta (Evans y Warren-
Sohlberg, 1998; Walsh y Krietner, 2007). En nuestro país, la edad más frecuente en la
comisión de este delito oscila entre los 14 y los 16 años, mientras que en Canadá entre
los 12 y los 14 años (Cottrell, 2001). Cuanto más temprana es la conducta agresiva
mayor es la tendencia de los padres a subestimarla considerándola una rabieta o pataleta
ya que no supone una seria amenaza. Sin embargo, cuando la analizan
retrospectivamente son concientes de la gravedad que llevaba implícita. Garrido (2005)
destaca algunos indicadores que, de ser observados en la infancia, pueden entenderse
como precursores o elementos facilitadores de un comportamiento violento en la etapa
posterior de la adolescencia. Estos indicadores son los siguientes: (1) Que el niño
muestre incapacidad para desarrollar emociones morales como la empatía, la compasión
y el amor, así como una gran dificultad en expresar sentimientos de culpabilidad; (2)
Que el niño muestre también una incapacidad importante para aprender de los errores y
del castigo, y guíe su conducta exclusivamente en base a intereses propios, mostrando
así un marcado egocentrismo; y (3) Que el niño haga un uso frecuente de la mentira, la
amenaza y otros actos crueles hacia hermanos y amigos. Según el estudio de Garrido
(2005), aproximadamente un tercio de los niños que presentan estas características
durante la infancia, mostrarán un comportamiento violento en la adolescencia.
En cuanto a la relación entre edad y sexo parece que la tasa o índice de gravedad
del asalto se incrementa con chicos de mayor edad y disminuye en el caso de las chicas
más mayores (Cornell y Gelles, 1982). Una posible explicación desde la perspectiva
social señala que las normas culturales premian la agresividad en los chicos
adolescentes mientras que es sancionada en las chicas a esas edades.
2.2. Los progenitores: víctimas de la agresión
Varios autores (Cottrell y Monk, 2004; Gallagher, 2004) sostienen que son las
madres u otras cuidadoras las principales víctimas de estos abusos. Uno de los
principales motivos por los que las madres tienen más riesgo de ser agredidas se debe al
mayor tiempo que pasan con los hijos, encargadas de la crianza y la disciplina
generando mayor frustración en éstos (Montemayor y Hanson, 1985; Ulman y Straus,
2003).
En opinión de Gallagher (2004a), las madres suelen ser más débiles desde el
punto de vista físico que los padres, suelen pasar más tiempo a solas con los hijos, y
suelen sentirse culpables por el mal comportamiento de sus hijos, lo que les atrapa en
una situación donde se dificultan las expresiones asertivas tanto de disciplina como de
afecto. Estos elementos constituyen importantes factores de riesgo para el abuso de la
figura materna por parte de sus propios hijos. Cornell y Gelles (1982) señalan que en
hogares donde se da violencia de género, los chicos, especialmente, aprenden a
considerar a la madre como un blanco apropiado y aceptable para la violencia. Resulta
curioso que, en estos casos, las agresiones se dirijan únicamente hacia las madres por
parte de los hijos pero no hacia los padres; una posible explicación sería que los chicos
tienen más probabilidad de identificarse con el maltratador del mismo sexo que las
chicas (Bandura, 1973). Sin embargo, autores como Peek y cols. (1985) observan que
cuando se trata de chicos agresores de mayor edad son los padres las víctimas más
frecuentes y, también se ha encontrado que los padres y madres de avanzada edad
suelen ser más vulnerables al abuso, es decir, aquellos caracterizados por una
parentalidad tardía (Wells, 1987).
2.3. Nivel socio-económico
Aunque no está clara la relación entre el estatus socioeconómico y las agresiones
filio-parentales sí puede afirmarse que no se encuadran exclusivamente dentro de las
clases sociales marginales o más desfavorecidas (Agnew y Huguley, 1989).
Algunos autores encontraron que las agresiones eran mayores en las familias de
clase media o alta que en aquellas de bajo nivel socioeconómico (Paulson y cols.,1990;
Cyrulnik, 2004), mientras que otros investigadores (Cottrell y Monk, 2004) sostienen
que la pobreza familiar incrementa a menudo la probabilidad de que ocurran este tipo de
agresiones ya que, los jóvenes que crecen en familias de bajo nivel socioeconómico
tienen menores oportunidades de participar en actividades de interés para ellos, creando
esta falta de oportunidades frustración, ira y resentimiento que es dirigida hacia los
padres.
Pero más que el nivel socioeconómico, podría ser el elevado nivel de estrés que
padecen estas familias lo que provoca una disminución de respuestas efectivas ante los
conflictos. En este sentido, el estrés que sufren muchas familias monoparentales -donde
la madre se encuentra a solas educando a los hijos- parece que favorece este tipo de
agresiones (Agnew y Huguley, 1989; Harbin y Madden, 1979; Ibabe, Jaureguizar y
Díaz, 2007; Kennair y Mellor, 2007; Pagani, Larocque, Vitaro y Trembaly, 2003).
Autores como Romero, Melero, Cánovas y Antolín (2005) señalan que la mayoría de las
familias estudiadas disponen de una situación económica que le permite cubrir sus
necesidades básicas, otra cuestión añaden, serían las condiciones laborales (horarios,
contratos, sueldos,…) que estabilizan o desestabilizan a la familia, condicionando su
organización e influyendo en la convivencia. Gelles y Cornell (1985) encontraron que el
desempleo era una causa indirecta del abuso hacia los progenitores, teniendo más
probabilidad de ser agredidos aquellos que no tenían ocupación laboral alguna en el
momento del estudio.
2.4. Estructura familiar
Tomando como punto de referencia la estructura familiar donde se producen este
tipo de delitos algunos autores (Peek y cols., 1985) sostienen que no existe una relación
directa mientras que otros (Agnew y Huguley, 1989; Harbin y Madden, 1979) sugieren
que, aunque hay una ligera prevalencia en familias monoparentales donde la madre se
encuentra a solas educando a los hijos, esta prevalencia en hogares rotos no es
estadísticamente significativa. En nuestro país Romero y cols. (2005) observan en su
estudio que el 44% de los jóvenes agresores viven con la familia nuclear, un 29,3% en
familias monoparentales y el resto viven en el seno de una familia reconstituida o de la
familia extensa. Evans y Warren-Sohlberg (1988) y Laurent y Derry (1999) encontraron
que entre el 50 y el 60% de los abusos tuvieron lugar en familias nucleares mientras que
el resto correspondió a familias monoparentales formadas por la madre y los hijos.
2.5. Lugar en la fratría
Existen pocos datos en cuanto a la influencia de la posición que se ocupa entre
los hermanos y la violencia filio-parental. En el estudio realizado por Sempere, Losa,
Pérez, Esteve y Cerdá (2005) sobre violencia física y/o psíquica hacia familiares por
parte de 52 menores, tan sólo en uno de los casos el agresor era hijo único y, más de la
mitad de los menores tenían hermanos mayores aunque, curiosamente, estaban
emancipados en el momento de los hechos por lo que el agresor ocupaba el primer lugar
o estaba ya solo en el hogar. De igual manera otros estudios en nuestro país (Ibabe y
cols., 2007; Romero y cols., 2005) señalan la primera posición como la más conflictiva.
Uno de los ámbitos donde existen escasos estudios es el referente a la violencia
ejercida sobre los hermanos ya que con frecuencia ha sido pasada por alto en la
investigación. Específicamente se ha observado que los jóvenes que agreden a sus
progenitores a menudo abusan también de sus hermanos menores, y esta experiencia
unida a la agresión hacia sus padres resulta altamente dolorosa y traumática (Haw,
2010; Howard y Rottem, 2008). Además estos jóvenes se encuentran expuestos a la
observación de conductas de riesgo (drogas, novillos…) y debido a la escasa atención
que se les presta, suelen deprimirse o actuar con el fin de llamar la atención de unos
progenitores tensionados y agotados por el agresor (Cottrell, 2001).

3. FACTORES DE RIESGO ASOCIADOS CON EL ABUSO PARENTAL


Existe un acuerdo generalizado entre investigadores sociales y profesionales
clínicos acerca de la inexistencia de un único factor explicativo del comportamiento
agresivo de hijos a padres. Más bien, esta conducta parece estar fundamentada en la
interconexión de determinados factores de riesgo que, eventualmente, terminan
desencadenando el comportamiento abusivo. Los estudios que se han centrado en
analizar estos factores de riesgo en la infancia y la adolescencia, han establecido una
clasificación en 4 bloques, a saber: individuales, familiares, escolares y comunitarios.
Desde el punto de vista de la Teoría Ecológica propuesta por Bronfenbrenner (1979),
todos estos factores se interrelacionan y son mutuamente dependientes en la explicación
del comportamiento humano. En los siguientes epígrafes, se comentan cada uno de ellos
en mayor detalle.
3.1. Factores individuales
Algunos estudios recientes han mencionado, respecto a la personalidad de estos
menores, que se trata de jóvenes egocéntricos (Garrido, 2005; Pereira y Bertino, 2009)
oposicionistas, caracterizados por la baja tolerancia a la frustración (Nock y Kazdin,
2002) que les lleva a reaccionar de modo impulsivo reflejando una evidente falta de
control (Cottrell y Monk, 2004). Uno de los rasgos más característicos que presentan
estos jóvenes es la falta de empatía (Ibabe y cols., 2007; Sempere y cols., 2005) definida
como la habilidad de entender y compartir el estado emocional del otro. Son también
frecuentes los sentimientos de tristeza y apatía (Romero y cols., 2005), la baja
autoestima (Ibabe y cols., 2007; Paulson y cols., 1990; Sempere y cols., 2005) y los
intentos de suicidio (Kennedy, Ekmonds, Dann y Burnett, 2010).
Algunos de estos rasgos como la falta de empatía podrían estar relacionados con
el trastorno disocial que ha sido diagnosticado en muchos de estos chicos (Garrido,
2005; Ibabe y cols., 2007; Roperti, 2006). Sin embargo, en otros estudios se afirma que
estos jóvenes no presentan un perfil de psicopatía o trastorno antisocial de la
personalidad (Sempere y cols., 2005). A esta conclusión llegan a partir de los datos que
muestran que la medida de internamiento ha propiciado en algunos de estos menores un
cuestionamiento de su conducta y sentimientos empáticos hacia sus progenitores por lo
que la falta de empatía o minimización de los hechos podría ser más una forma de
distanciamiento emocional de la víctima que un perfil psicopático. Puntualizan que sí
podríamos hablar de determinados rasgos de personalidad antisocial como es la
desconsideración hacia los derechos de los demás.
En general, los trastornos de personalidad en la infancia y la adolescencia han
recibido poca atención ya que muchos investigadores consideran que la personalidad no
termina de cristalizarse hasta los 18 años, edad a partir de la cual pueden ser
diagnosticados de cualquiera de los trastornos de personalidad recogidos en el DSM-IV-
TR. Por otro lado, todo profesional que trata con niños tiene cierta reserva para
etiquetarlos con un diagnóstico que implica gravedad y falta de flexibilidad (Kernberg,
Weiner y Bardenstein, 2002). Lo que no podemos negar es que, cada vez es más
frecuente que se describan patrones de personalidad duraderos que hacen su aparición al
final de la edad preescolar y que llevan a conductas persistentes en la infancia y a
características relacionadas con trastornos subsecuentes como depresión, abuso de
sustancias y comportamiento antisocial y criminal (Fergusson y Horwood, 1995; Flight
y Forth, 2007; Simonoff, 2004; Velsen, 2001).
Otra de las variables que se relaciona con la violencia en la etapa adolescente es
el abuso de drogas y, aunque no se ha podido establecer una relación directa, la mayoría
de los autores destaca su influencia como factor precipitante en cualquier tipo de
agresión, incluida la dirigida hacia los padres (Jackson 2003, Pagani y cols., 2004). En
el estudio realizado por Pagani y cols. (2004) se encontró que el alto nivel de consumo
de drogas (tanto alcohol como otras sustancias ilegales) era un predictor significativo de
la agresión hacia las madres, aumentando el riesgo de violencia verbal en casi un 60%.
Los autores comentan que el consumo frecuente de drogas puede facilitar la aparición
de atribuciones hostiles hacia el comportamiento de los demás, así como la
desinhibición verbal en situaciones de conflicto con las madres. Por otro lado Cottrell y
Monk (2004) constatan el consumo de drogas en más de la mitad de la muestra de
jóvenes agresores de su estudio, sin embargo no concluyen que el consumo sea la causa
directa de la violencia. A este respecto, Cottrell (2001) señala que el abuso de alcohol y
otras drogas no causa la violencia sino que, incrementa su severidad. Evans y Warren-
Sohlberg, (1988) añaden que un 20% de las agresiones hacia los padres tenía lugar
durante discusiones acerca del consumo de sustancias y, en el mismo ámbito, Walsh y
Krienert (2007) encontraron que aunque la conducta violenta no se producía
normalmente bajo los efectos del alcohol o las drogas, los chicos tenían más
probabilidad de cometer la agresión bajo los efectos de dichas sustancias que las chicas.
3.2. Factores familiares
La familia, en los últimos años, ha experimentado una serie de transformaciones
que han afectado a su estructura, funcionamiento y a los valores que transmite. A pesar
de ello sigue siendo una institución fundamental para la socialización de niños y niñas.
En general, puede afirmarse que determinadas características del ambiente familiar se
relacionan con la aparición de conductas delictivas en la etapa adolescente, y que éstas
características se refieren a un funcionamiento familiar inadecuado (Mirón, Luengo,
Sobral y Otero, 1988). Dicho funcionamiento hace referencia sobre todo al papel de los
progenitores como agentes de socialización y, por tanto, como transmisores de
actitudes, habilidades y conductas necesarias para la integración del adolescente en la
sociedad. En opinión de Farrington y West (1971), una de las principales características
de las familias de los adolescentes que desarrollan conductas delictivas es la ausencia de
armonía en las relaciones entre los progenitores. Minuchin, Montalvo, Guerney, Rosean
y Schumer (1967) añaden que en las familias con hijos delincuentes la autoridad
parental ha sido debilitada de alguna manera y, que este debilitamiento tiene lugar en
muchas ocasiones debido al desacuerdo crónico entre los progenitores que los vuelve
ineficaces.
Finkelhor (1983) plantea una hipótesis sobre el papel del poder en las agresiones
filio-parentales donde postula que, una de las características comunes de las familias
donde se producen las agresiones a los progenitores es la confusión que existe en la
estructura de poder, haciendo que el menor asuma responsabilidades impropias y tome
decisiones por toda la familia. El agresor emplearía la violencia como respuesta ante la
enorme frustración que le provoca la desorganización estructural y funcional de la
familia. Harbin y Madden (1979) señalan que aunque estas familias no parecen sufrir un
estrés severo como ocurre en los casos de parricidio, sí tienen algunas dificultades en
cuanto a la jerarquía con respecto a la autoridad y, generalmente uno o ambos
progenitores han delegado su posición de autoridad en la familia o hay una competición
encubierta entre ambos que provoca que las normas no resulten efectivas. A menudo
buscan el consejo de los hijos para la toma de decisiones lo cual socava aún más su
autoridad en la familia y, al no ser capaces de hacer cumplir las normas, el joven usa la
agresión para ganar poder y control que sustituya la inefectividad de sus progenitores.
Así la violencia sería el resultado de otorgar el poder al joven cuando aún se siente
dependiente y sin autoridad.
Algunos investigadores se han centrado también en analizar el posible vínculo
existente entre el abuso parental y el divorcio (Pagani y cols., 2003; Wallerstein, 1991).
Parece que no es el divorcio o el tipo de familia monoparental en sí lo que provoca este
tipo de delitos sino las consecuencias derivadas de esa situación lo que puede perjudicar
la relación filio- parental. Entre estas consecuencias estarían tanto la adaptación del
progenitor como del adolescente a nuevas y mayores responsabilidades, los problemas
por la custodia en caso de divorcio o las dificultades económicas, entre otras. Mientras
el joven se adapta a todos estos cambios y a las nuevas situaciones como por ejemplo, el
régimen de visitas con el otro progenitor, hay una dejación o cambio de normas
disciplinarias. Añaden estos autores que, la búsqueda por parte de la madre de ayuda a
través de una red de apoyo social tras el divorcio aumenta el riesgo de la agresión tanto
física como verbal. Esto tendría dos explicaciones: la primera, señala que el adolescente
podría sentir que su madre “lava los trapos sucios” fuera de la familia sintiéndose
expuesto y humillado ante la estrategia de afrontamiento de su madre; la segunda
explicación haría referencia a la sensación de abandono que siente cuando su madre
intenta buscar apoyo social. El enfado, los celos o el desacuerdo podrían ser expresados
en forma de violencia contra su progenitora. A esto hay que añadir que en ocasiones tras
el divorcio, el padre inicia una campaña de difamación contra su ex pareja en presencia
del hijo, contribuyendo a deteriorar aún más la relación materno-filial (Howard, 2011).
Hipótesis de la bidireccionalidad o la retaliación
Distintas investigaciones y teorías explican la violencia como una respuesta
aprendida en la infancia, bien como testigos, bien como víctimas de la misma. Los
modelos de conductas agresivas en la infancia están asociados con una mayor
probabilidad de reproducción de patrones físicos y verbales agresivos durante la
adolescencia. Por lo que haber sido testigo de la violencia intrafamiliar o haber sido
víctima de ella supone un importante factor de riesgo ya que el sujeto la interioriza
como forma de resolver los conflictos (Cornell y Gelles, 1982; Cottrell y Monk, 2004;
Laurent y Derry, 1999; Pagani y cols., 2004; Paulson y cols., 1990; Peek y cols., 1985).
Para explicar la violencia filio-parental también se ha aludido a la hipótesis de la
bidireccionalidad o retaliación. En esta línea Brezina (1999) tomando como referencia
la Teoría General de la Tensión de Agnew (1992), señala que las agresiones al hijo
contribuyen a que éste presente la misma conducta hacia sus progenitores, pero que la
agresividad del joven tiene la finalidad de reducir la prevalencia del maltrato, es decir,
sería un medio para combatir el estrés familiar y el maltrato que sufre por parte de sus
progenitores. Esto hace que muchos niños y niñas que comenten agresiones hacia sus
padres, sean considerados al mismo tiempo como verdugos y víctimas. Así mismo en
otros estudios (Kennair y Mellor, 2007) se observó que, en muchos casos, estos
menores fueron víctimas de abusos físicos y sexuales por parte de sus progenitores. En
nuestro país Ibabe y cols. (2011) contrastaron la hipótesis de la bidireccionalidad
encontrando que sólo se cumplía en el caso de los chicos que agredían a sus padres y
que el haber sufrido violencia por parte de los padres se relacionaba con la
manifestación de violencia física, verbal y emocional de hijos a padres. Gallagher
(2004) señaló los peligros de considerar a estos niños como víctimas, o al menos como
víctimas puras, ya que esta etiqueta puede eximirles de toda responsabilidad por sus
acciones al tiempo que sienten que sus actos están plenamente justificados, mientras que
se refuerza la culpabilidad exclusiva de los progenitores (Estévez y Navarro, 2009). En
opinión de Routt y Anderson (2011) el hecho de que los padres y madres se sientan
responsables de la conducta del hijo como consecuencia del empleo de estrategias
disciplinarias inadecuadas o por los abusos cometidos, les impide intervenir de manera
efectiva estableciendo límites y consecuencias cuando éstos se rebasan. En síntesis, el
joven agresor no sólo se siente eximido de asumir la responsabilidad de sus actos, sino
que ante la ausencia de medidas correctivas se refuerza su tendencia a minimizar la
gravedad del comportamiento abusivo.
En nuestro país, Romero y cols. (2005) examinaron en su estudio si hay relación
entre la existencia de violencia intraparental y, a la vez, violencia de padres a hijos; es
decir, si ya había habido situaciones de violencia en el núcleo familiar con anterioridad.
Los resultados muestran que en un 56,6% de los casos se da violencia parento-filial y a
la vez intraparental, mientras que en un 44,4% se da violencia parento-filial, pero no
intraparental. Sempere y cols. (2005) observaron que una tercera parte de los casos
estudiados no presentaban en su historial antecedentes de violencia.
Estilos de socialización parental
Dentro de la familia se establecen límites y fronteras con el objeto de permitir
una convivencia sana. Muchos de los problemas de comportamiento en la infancia y la
adolescencia surgen por la falta o la inconsistencia de los límites, ya que se establecen
de forma inadecuada o sencillamente no se establecen. Cuando el niño rebasa los límites
impuestos, las medidas disciplinarias que se tomen por parte de los progenitores les
permitirán corregir, aprender y responsabilizarse de su propia conducta.
Musitu y García (2001) han establecido una tipología de estilos de socialización
parentales basándose en dos dimensiones: implicación/aceptación y
coerción/imposición. A partir de estos dos ejes o dimensiones se tipifican cuatro tipos
de estilos de socialización: el autoritario, caracterizado por la baja
aceptación/implicación y alta coerción/imposición, se fomentan las medidas punitivas y
no se refuerzan las conductas positivas del hijo; el autorizativo, donde la alta
aceptación/implicación y alta coerción/imposición se traduce en mostrar el agrado a los
hijos cuando se comportan adecuadamente, y en caso contrario utilizar la privación y la
coerción física y verbal pero sin dejar de estimular el diálogo; el estilo indulgente
basado en alta aceptación/implicación y baja coerción/imposición, fomenta el diálogo
ante la conducta incorrecta del hijo, evitándose al máximo cualquier tipo de
intervención coercitiva. Por último, el estilo negligente, donde la baja
aceptación/implicación y coerción/imposición denotan una absoluta indiferencia ante las
actuaciones del hijo, privándole del apoyo afectivo y de la supervisión necesaria para el
desarrollo de su personalidad.
En líneas generales, la investigación en torno a las distintas consecuencias de los
diferentes estilos de socialización parentales indica que en las culturas occidentales el
que más se relaciona con altos niveles de ajuste, madurez psicosocial, competencia
psicosocial, autoestima y éxito académico es el autorizativo (Lamborn, Mounts,
Steinberg y Dornbusch, 1991; Musitu, Buelga, Lila y Cava, 2001). Por el contrario, los
jóvenes tienen mayor probabilidad de actuar agresivamente con los progenitores cuando
los estilos de socialización empleados por éstos se caracterizan por una excesiva
permisividad o indulgencia, una inconsistencia entre las normas y sus consecuencias
(Agnew y Huguley, 1989; Charles, 1986; Micucci, 1995) y la falta de coincidencia en el
estilo educativo de ambos progenitores (Ibabe y cols., 2007). A cerca del estilo
educativo indulgente, se ha puesto de manifiesto que en muchas ocasiones responde al
temor que sienten los padres ante la agresividad del adolescente, siendo así que esa
permisividad es a menudo la única opción que contemplan para evitar el abuso o la
violencia (Routt y Anderson, 2011). Otros estudios señalan que la violencia filio-
parental aparece relacionada con formas de violencia dentro de la familia donde se
incluyen técnicas disciplinarias punitivas o violentas (Cornell y Gelles, 1982; Cottrell y
Monk, 2004; Kratcoski, 1985; Pagani y cols., 2004) unidas a un bajo nivel de afecto y
débiles lazos emocionales entre padres e hijos. Heide (1992) añade que, en las familias
sobreprotectoras la violencia aparece como resultado de la lucha que el adolescente
mantiene para conseguir su autonomía y poder, ya que hay familias que estructuran toda
la vida de tal forma que en ningún momento cada miembro tenga su propio terreno lo
que choca con la necesidad de independencia del hijo. También se ha encontrado que el
estilo negligente se asocia con una mayor probabilidad de agresión física y verbal contra
ambos progenitores (Paulson y cols., 1990).
En síntesis, la violencia filio-parental en la actualidad se vincula a estilos de
socialización parental permisivos e indulgentes donde prima la relación basada en la
reciprocidad y la colaboración en detrimento de la jerarquía de poder, mientras que
tradicionalmente se asociaba a estilos educativos autoritarios y negligentes donde la
agresión aparecía como una conducta defensiva (Pereira y Bertino, 2009) .
3.3. Factores socio-educativos
La Teoría del Control Social de Hirschi (1969) atribuye la génesis de la
implicación delictiva de los jóvenes al hecho de su desvinculación social (familia o
amigos) mientras que las Teorías del Aprendizaje Social establecen que el
comportamiento delictivo se aprende por vinculación social con familiares o amigos
delincuentes. Alarid, Burton y Cullen (2000) han encontrado apoyo empírico para
ambas teorías, concluyendo que es posible afirmar que la ruptura de los vínculos
sociales favorece la implicación de los jóvenes en actividades delictivas y, a la vez, que
los comportamientos delictivos se aprenden en grupos próximos al individuo.
Para los niños y adolescentes, los principales agentes de integración social
después de la familia son la escuela y los iguales. Estos agentes favorecen el desarrollo
de vínculos entre el joven y el orden social convencional y, cuando dichos vínculos son
lo suficientemente fuertes, disuaden al joven de realizar conductas de riesgo. De hecho,
la actitud de los adolescentes hacia las reglas escolares y hacia el profesorado está muy
relacionada con sus actitudes hacia la ley y otras formas de autoridad institucional
(Emler y Reicher, 1995; Rigby y Rump, 1979).
Las investigaciones a cerca de la relación existente entre la violencia filio-
parental y las actitudes hacia la escuela señalan que la mayoría de los jóvenes acumulan
diversas incidencias todas ellas significativas como para condicionar e incidir
negativamente en las variables “rendimiento escolar” y “curso superado”, el absentismo,
que se da en una cuarta parte de la población estudiada es una dificultad añadida a los
problemas de adaptación a la escuela que presentan estos menores (Ibabe y cols, 2007;
Romero y cols., 2005). Añaden estos autores que un 35,3% ha manifestado conductas
agresivas y/o violentas en el contexto escolar, ya sea hacia iguales o hacia el
profesorado y que sólo en el 5% de los casos se hace referencia explícita a una clara
implicación de la familia en el proceso escolar del menor. Sempere y cols. (2005)
concluyen que la mayoría de los chicos y chicas de su estudio han tenido problemas de
adaptación y rendimiento en la escuela en la etapa de la ESO, inician faltas de asistencia
a clase a los 11 ó 12 años y han cambiado de escuela más de una vez, en algunas
ocasiones por problemas de conducta. Señalan estos autores que los problemas
escolares coinciden con momentos de cambios en las familias; la situación familiar se
vuelve más relevante que los problemas escolares de los hijos y los progenitores no
pueden atender y /o entender sus dificultades y necesidades. Paulson y cols., (1990)
afirmaron que los jóvenes que agreden a sus padres tienen más probabilidad de
aburrirse, faltar a clase y considerar sus esfuerzos de aprendizaje como poco
importantes. Otros autores (Kratcoski, 1985; Pagani y cols., 2003) constataron que las
conductas disruptivas en clase, el hacer novillos, ser expulsado del centro y el acoso al
profesorado representan un importante predictor de conductas agresivas hacia los padres
por parte de los adolescentes de ambos sexos.
En el ámbito de las relaciones con el grupo de pares se ha observado (Paulson y
cols., 1990) que los jóvenes agresores en el hogar mantienen relaciones familiares poco
gratificantes, identificándose más con su grupo de pares que con sus progenitores siendo
ellos antes que la familia quienes les proporcionan la principal fuente de apoyo
emocional. En opinión de Cottrell y Monk (2004), el grupo de pares contribuye a las
agresiones en varios sentidos; primero, los jóvenes que han sido victimizados por sus
iguales, podrían usar la conducta violenta contra sus padres como medio para
compensar los sentimientos de impotencia y expresar su enfado en un contexto seguro
(desplazamiento); en segundo lugar, algunos grupos de compañeros actúan como
modelo de violencia que puede ser utilizado por el joven como una estrategia efectiva
para ganar poder y control en la relación con sus progenitores. Y finalmente una serie de
actividades prohibidas (abuso de sustancias, robo, absentismo escolar) llevada a cabo
con el grupo de iguales, provoca luchas de poder en el hogar cuando los padres tratan de
establecer límites más firmes. Ibabe y cols. (2007) señalan con respecto al grupo de
iguales que el 65% de los jóvenes que abusan de sus progenitores se relaciona con
grupos disociales y violentos, asimismo un 61,4% y un 65,2% presentan conductas
violentas hacia iguales y conductas violentas hacia adultos, respectivamente.
Por otro lado hay que destacar que las agresiones por parte de los adolescentes
vienen influenciadas por los estereotipos culturales del papel masculino que promueve
el uso del poder y el control en las relaciones. Los adolescentes varones están sujetos a
las normas sociales que promueven la fuerza física y la autoridad como atributos que
definen al hombre. La presión del grupo les anima a realizar conductas machistas y a
participar en actividades con las pandillas que son un ejemplo de cómo se manifiestan
estos estereotipos (Bobic, 2004). Para algunos niños, esos prejuicios pueden conducir a
un conflicto cuando una mujer (generalmente la madre) intenta establecer límites o
imponer la disciplina, más aún si han crecido en hogares expuestos a actitudes
machistas (Gallagher, 2008). En contraposición, las adolescentes utilizan la agresión
como una respuesta paradójica para crear una distancia de los ideales femeninos que se
les atribuyen, todo ello reforzado por el cambio de estereotipo donde las mujeres
empiezan a representar una imagen masculina de poder. El observar a sus madres como
débiles y sin poder sometidas al abuso, les lleva a tomar un camino que les distancie de
esa imagen de vulnerabilidad femenina (Cottrell y Monk, 2004).
Respecto del entorno comunitario, las características del barrio o vecindario
donde vive el adolescente, también configuran ciertas actitudes y valores en la persona,
que se interiorizan a través de la observación de ejemplos de comportamiento en otros
individuos. Este modelado y socialización del niño en su contexto social inmediato, le
aporta información sobre lo que significa que un comportamiento sea aceptable (o no)
desde el punto de vista social (McCord et al., 2001). De este modo, es lógico pensar que
aquellas comunidades o vecindarios donde los actos vandálicos, antisociales y violentos
se suceden con cierta frecuencia y asiduidad, pueden causar un impacto crucial en el
modo en que los niños entienden e interiorizan las normas sociales de conducta
relacionadas con la interacción con otros (Proctor, 2006; Scarpa y Haden, 2006;
Webster, McDonald y Simpson, 2006).
Una influencia similar ejercen los medios de comunicación como la televisión,
el novedoso mundo de Internet y los videojuegos. Existe un acuerdo generalizado sobre
el hecho de que algunas conductas violentas cometidas en la vida real, y en la mayor
parte con autoría de niños y adolescentes, se han inspirado en películas, series de
televisión y cómics. Huessman (1998) encontró en este sentido una relación
significativa entre la cantidad de tiempo empleado para ver la televisión a edades
tempranas y la implicación en actos violentos durante la adolescencia y la adultez.
Hoy en día, además de la importancia fundamental de la televisión como agente
socializador en la vida de los más jóvenes, también Internet y los videojuegos
constituyen canales esenciales de entretenimiento, comunicación e intercambios
sociales. En contraste con la mera visualización de escenas violentas en la pantalla de la
televisión, los videojuegos violentos van un paso más allá e invitan al role playing de la
violencia, donde el jugador asume el rol de agresor virtual. En este sentido se ha
observado que es más probable que los niños informen de la preferencia por
videojuegos violentos que por programas violentos de televisión o violencia en Internet
(Funk, Baldacci, Pasold y Baumgardner, 2004). Así, los videojuegos violentos pueden
ser más perjudiciales para el ajuste de niños y adolescentes por su carácter interactivo,
donde se requiere que el jugador se sienta identificado con el agresor. Aunque existe
una gran laguna en la investigación al respecto, algunos trabajos han mostrado la
asociación entre estos agentes de socialización y el desarrollo de determinados
problemas de ajuste psicosocial, como la inhibición de motivaciones pro-sociales y el
aumento de conductas que suponen la explotación y abuso de otros, debido
probablemente a su influencia en el desarrollo de percepciones distorsionadas de
atribución hostil en el comportamiento y reacciones de los demás (Kirsh, 1998; Sheese
y Graziano, 2005).
UNIDAD III. ADICCIONES Y DELINCUENCIA EN LA
ADOLESCENCIA
CAPÍTULO 7: DELINCUENCIA Y ADOLESCENCIA

David Moreno
Estefanía Estévez
María Jesús Cava
La mayoría de los adolescentes se integra sin problemas en el complejo mundo
de los adultos. Sin embargo, algunos de ellos se implican en conductas de alto riesgo a
lo largo de su desarrollo evolutivo, más o menos graves y que van desde dificultades
ocasionales asociadas a determinados eventos vitales estresantes, hasta problemas
recurrentes especialmente graves. Actualmente, ha aumentado el interés y la
preocupación de la sociedad por la conducta delictiva en la adolescencia. Los medios de
comunicación acrecientan esta inquietud al tratar el tema de forma sensacionalista y
presentan una evolución creciente de esta problemática, tanto en la cantidad de estas
conductas como en la gravedad de las mismas. En el ámbito de América Latina la
delincuencia juvenil es uno de los principales problemas, puesto que representa un
importante factor de inseguridad ciudadana y conlleva un importante gasto social y
económico para los servicios públicos de salud mental, justicia y educación especial.
En las últimas décadas, distintos investigadores han detectado un aumento en el
porcentaje de adolescentes implicados en conductas de carácter delictivo. Por
consiguiente, se ha incrementado el interés científico por comprender las dinámicas
subyacentes de unos comportamientos que, sean ocasionales o no, comprometen el
desarrollo ajustado del joven y la estabilidad familiar y social en general. En este
capítulo analizaremos ampliamente la conducta delictiva en la adolescencia. En primer
lugar, delimitaremos el concepto de delincuencia y reflexionaremos sobre algunos de
los datos que ofrecen las investigaciones más actuales en esta área. Seguidamente,
expondremos los modelos más relevantes que han intentado explicar la delincuencia
adolescente en ciencias sociales, profundizando especialmente en el modelo de Moffitt.
Finalmente, analizaremos los factores más importantes en la explicación de esta
conducta.
1. DELINCUENCIA ADOLESCENTE: DEFINICIÓN Y CONSIDERACIONES
PREVIAS
De acuerdo con Rutter, Giller y Hagell (1998), tras llevar a cabo una amplísima
revisión de datos y estudios diversos, en las últimas décadas se ha experimentado en el
ámbito internacional un aumento de la delincuencia en general y de la delincuencia
juvenil en particular. Además, los delitos cometidos por los jóvenes han cambiado de
naturaleza, haciéndose un poco más violentos, con algo más de probabilidad de ser
cometidos por mujeres jóvenes y, llevándose a cabo en la última etapa de la
adolescencia en lugar de la etapa intermedia. Sin embargo, estas conclusiones de Rutter
y cols. se referían a los últimos 50 años (aunque la tendencia es interpretarlos en los
últimos tiempos) y, por tanto, no nos dicen mucho de cómo está evolucionando la
delincuencia juvenil ahora. Pero son el referente porque, desafortunadamente, el
conocimiento que tenemos de la evolución y tendencia de este tipo de conductas en
nuestros jóvenes es pobre y muy parcial. Las razones hay que buscarlas en la escasez y
características de los datos disponibles.
Diversas investigaciones indican que, en los últimos años, se ha producido un
cambio cualitativo y cuantitativo en el patrón de conductas delictivas y vandálicas en
adolescentes (Martín, 2004; Martín, Martínez, López, Martín y Martín, 1998). Se
observa un incremento de conductas criminales, que es más notable en las acciones
dirigidas contra las personas, sobre todo de la misma edad o más jóvenes (Pfeiffer,
2004). Sin embargo, es necesario contextualizar las pautas y expresiones del
comportamiento delictivo adolescente en nuestro ámbito socio-cultural. Además es
importante considerar las características y procedencia de los datos de los cuales se
derivan estas interpretaciones. Por lo tanto, antes de continuar con su análisis, es
necesario delimitar exactamente a qué tipo de conductas nos estamos refiriendo.
La delincuencia puede entenderse como “un conjunto de conductas que violan
las expectativas institucionalizadas, esto es, las expectativas que se reconocen como
legítimas dentro de un sistema social dado” (Cohen, 1959, p. 462). Desde esta
definición, la delincuencia adolescente haría referencia al conjunto de infracciones
cometidas por los adolescentes, teniendo en cuenta que la noción de infracción o de
delito supone un contacto con la justicia y está íntimamente ligada a las reglas en vigor
en el lugar donde vive el adolescente (Kazdin y Buela-Casal, 1999). Estas acciones,
además de ser calificadas como comportamientos no aceptables por la sociedad de
pertenencia, ponen en peligro, físico o psicológico, al que las realiza y a otras personas
(Cloutier, 1996). De esta manera, el carácter excepcional de este comportamiento se
asocia a la trasgresión de una norma social, así como a un riesgo para las personas
implicadas.
Retomando el aspecto definitorio, desde una perspectiva psicosocial no se puede
considerar la dicotomía “delincuente-no delincuente”, ya que la delincuencia constituye
un continuo de todo un conjunto de actos de menor a mayor gravedad en los que
muchos adolescentes estarían implicados. Es decir, desde el ámbito de lo psicosocial la
conducta delictiva ha sido estudiada como un factor que abarca una amplia gama de
conductas desviadas (por ejemplo, delitos propiamente dichos, peleas, conductas
disruptivas en la escuela, etc.) y que están intercorrelacionadas entre sí (Rowe y
Flannery, 1994). Además, la conducta delictiva es, junto con la violencia y el rechazo
escolar, uno de los índices más importantes de conducta antisocial (Deptula y Cohen,
2004).
La conducta criminal y la trasgresión de las normas están en el núcleo de la
definición de delincuencia y una gran mayoría de estudios realizados en España utilizan
datos legales y policiales como una medida de la evolución de estas conductas. Sin
embargo, el análisis crítico de este tipo de datos entraña una serie de errores que son
inherentes a su naturaleza oficial. Por ejemplo, en una definición tan restringida no
entrarían todos aquellos actos no registrados como delito en lo penal y que, si son
detectados, son tratados de modo informal o desde el ámbito de los servicios sociales.
En efecto, muchas de las conductas delictivas adolescentes no son oficialmente
conocidas, las cifras oficiales generalmente sólo recogen los actos de mayor gravedad.
Además, diversos autores han detectado problemas de fiabilidad y de validez porque los
datos oficiales no miden delincuencia, sino más bien actuaciones de las distintas
instituciones (Aebi, 2008; Diez-Ripollés y Cerezo, 2001). Por estas razones, es
necesario tener en cuenta en el ámbito de la adolescencia un concepto de delincuencia
mucho más amplio que el relacionado con el ámbito legal.
En éste último caso, diversos estudios han dado cuenta de la alta fiabilidad de los
autoinformes en el estudio de las conductas de riesgo en la adolescencia (Flisher, Evans,
Muller y Lombard, 2004; Rutter y cols., 1998). En la investigación psicosocial el
autoinforme utiliza la información proporcionada por padres, profesores y los propios
adolescentes sobre su implicación en comportamientos delictivos (Thornberry y Krohn,
2000). Este método de recogida de datos proporciona indicios sobre diversos factores
personales y sociales asociados a la conducta delictiva, por lo que suponen una
importante fuente de información, ya sea para proponer hipótesis de estudio o para
poner a prueba modelos explicativos sobre la conducta criminal.
No obstante, los resultados obtenidos con el método de autoinforme no están
exentos de errores, como por ejemplo: problemas de deseabilidad social, distorsión de la
conducta evaluada producida por la memoria, sesgos debidos al diseño y procedimiento
de aplicación del instrumento psicométrico. No obstante, numerosos estudios concluyen
que los resultados obtenidos con la técnica de autoinforme cumplen los criterios de
fiabilidad y validez exigidos en Ciencias Sociales (Kirk, 2006; Rutter y cols., 1998;
Thornberry y Krohn, 2000). Dicho esto, es preciso aclarar que tanto los datos oficiales
como los provenientes de autoinforme nos proporcionan información complementaria
en el análisis de la conducta delictiva.
De hecho, la conducta delictiva se relaciona con la agresión y la violencia y
constituye un indicador de los denominados trastornos antisociales de la personalidad
(DSM-IV-TR y CIE.10). En este sentido, según distintos autores, la conducta violenta
es el mejor predictor de la delincuencia, tanto en chicos como en chicas, puesto que la
violencia supone una violación de reglas formales e informales (Deptula y Cohen, 2004;
Kupersmidt y Patterson, 1991; Rutter y cols., 1998). Sin embargo, no todas las
conductas delictivas implican agresión y violencia, es decir, no todos los delitos son
violentos. En el marco del presente capítulo, no nos centraremos en trastornos clínicos
propiamente dichos sino únicamente en aquellas conductas, persistentes o no, que
implican una trasgresión de leyes y normas sociales, estén o no tipificadas oficialmente.
2. EVOLUCIÓN Y TENDENCIAS DE LA DELINCUENCIA ADOLESCENTE
En un estudio reciente realizado por Salazar-Estrada y cols. (2011) se ponen de
relieve los siguientes datos estadísticos sobre la delincuencia en Latinoamérica: 1)
Según la OMS cada año pierden la vida por arma de fuego entre 73 y 90 mil personas
en América Latina, esto es, tres veces más que la media mundial (UNODC, 2008); 2) El
Salvador tiene las tasas de homicidio más elevado de América Latina (58 por cada 100
mil habitantes), y Guatemala y Honduras, alcanzan porcentajes de homicidios de 45 y
43 por cada 100 mil habitantes (Banco Mundial, 2011); 3) En México, los jóvenes de
entre 15 y 34 años constituyen alrededor del 80 por ciento de todas las víctimas de
homicidio y robo (Ranum, 2006); y 4) Asimismo, se encontró que la cuarta parte de los
adolescentes detenidos en Centroamérica eran delincuentes caracterizados como
crónicos o reincidentes, los cuales eran responsables de más de la mitad de los delitos
cometidos por el total de los jóvenes (Muggah y Stevenson, 2008).
En Europa, según un estudio de Pfeiffer (2004), entre los años 80 y mediados de
los 90, aunque no aumentó el número total de delitos, sí se experimentó un incremento
de los delitos violentos (atraco, agresión con agravantes, homicidio y violación)
cometidos por jóvenes y generalmente dirigidos a personas de la misma o menor edad.
Entre los años 1984 y 2000 el número de estos delitos cometidos por jóvenes de entre
14 y 18 años aumentó en un 261.4%. En los años 2000-2003 las cifras han continuado
en aumento en la adolescencia tardía y los primeros años de la etapa adulta (18-21
años).
Las diferencias entre chicas y chicos en la comisión de conductas delictivas es
una constante detectada en la mayor parte de estudios relacionados con la delincuencia
en la adolescencia (Farrington, 1987; Kazdin y Buela-Casal, 1999; Moffit, 1993;
Musitu, Buelga, Lila y Cava, 2001; Popper y Steingard, 1996; Storvoll y Wichstrom,
2002). Según el estudio europeo de Pfeiffer (2004), la conducta delictiva de carácter
violento es un hecho fundamentalmente relacionado con el sexo masculino. Se ha
observado que, frente a los mismos factores de riesgo, chicos y chicas responden con
conductas distintas: los chicos se implican más en conductas relacionadas con la
agresión directa (robo, vandalismo y conductas de oposición en la escuela), es decir en
conductas con mayor “visibilidad”, mientras que las chicas manifiestan un mayor
número de conductas de carácter encubierto tales como utilizar el transporte público o
entrar al cine sin pagar (Cloutier, 1996; Lenssen, Doreleijers, van Dijk y Hartman,
2000; Storvoll y Wichstrom, 2002). En cambio, diversos autores han aludido a la
paradoja del género en relación con las conductas de riesgo: en problemas de conducta
con una ratio desigual, aquellos grupos que muestran menor prevalencia (en este caso
las chicas) presentan peor pronóstico y peores consecuencias a largo plazo (Pedersen,
Mastekaasa y Wichstrøm, 2001; Slomkowski, Rende, Conger, Simons y Conger, 2001).
Cada vez es más frecuente que la opinión pública fomente el debate sobre el
aumento de la delincuencia femenina. No obstante, los resultados de varios análisis
sobre la evolución de esta delincuencia indican una tendencia estable en datos
provenientes de autinforme y un ligero aumento en datos de índole oficial. Este
crecimiento puede explicarse además por un cambio en el sistema judicial de menores,
de tal manera que los informes oficiales evidencian que los comportamientos violentos
delictivos de las chicas son puestos en conocimiento de los organismos competentes en
mayor medida que en años precedentes. Por tanto, es lógico que se haya producido un
aumento de los datos oficiales que recogen, sobre todo, los delitos violentos cometidos
por chicas, aunque en los resultados de autoinformes no se aprecie un aumento respecto
de años anteriores. Pero, además, se ha de destacar que ha aumentado tanto la
persecución y judicialización como la denuncia de los actos delictivos perpetrados por
chicas (Steffensmeier, Schwartz, Zhong y Ackerman, 2005; Steffensmeier, Zhong,
Ackerman, Schwartz y Agha, 2006). Heimer y Lauritsen (2008) exponen que en un
periodo de disminución general de la delincuencia, que las chicas mantengan estable los
índices de conductas antisocial y delictiva, muestra que se benefician en menor medida
que los chicos de los factores que han favorecido esa disminución general. Por tanto, es
necesario ahondar en el análisis desde la perspectiva de género en criminología.
En relación con la edad, los estudios muestran que la función de relación
presenta una forma curvilínea, con un pico de participación en conductas delictivas que
se sitúa en torno a los 15-16 años de edad (Cohen y cols., 1993). Este aumento se ha
observado tanto en chicos como en chicas, sin embargo las chicas tienden a mostrarlo
más tarde que los chicos (Cohen y cols., 1993; Farrington, 1987). De manera similar,
diversos autores corroboran un aumento de la delincuencia entre los 16 y,
especialmente, los 17 años (entre otros, Farrington, 1986; Fernández, Bartolome,
Rechea y Megias, 2009; Rutter y cols., 1998). Respecto a la edad de inicio, Thornberry
(2004) obtiene los resultados que se presentan en el siguiente gráfico:

Nunca 10 años o
12 % meno s
17%
15 años o 11-1 2
más años
20% 16%

13-14
a ños
35 %

Gráfico I. Edad de inicio en conductas delictivas (Thornberry, 2004).


En este estudio, el 17% empezó a delinquir antes de los diez años y el 16% a los
once o doce años. Si se tienen en cuenta estos dos grupos simultáneamente, se puede
considerar a una tercera parte de la muestra como potenciales delincuentes infantiles. El
55% de la muestra inició la actividad delictiva durante la adolescencia, entre los 13 y los
15 años o más, y finalmente, un 12% dijo no haber participado en ninguna actividad
delictiva durante el periodo de de edad estudiado. La edad de inicio y el tipo de delito
son datos de una gran trascendencia, puesto que se ha constatado que ambos son
indicadores básicos para determinar la posible persistencia de la conducta delictiva.
Cuanto más baja es la edad del primer arresto, más probabilidad hay de que el joven
reincida en una actividad delictiva consistente (Garrido y López, 1995) y esta
probabilidad también es mayor si se comienza con delitos violentos que si se trata de
delitos menores. En este sentido, a partir de la edad de inicio y de las diferencias en
relación con la gravedad y tipo de delito cometido, Moffitt (1993) formuló una teoría
que permite explicar la conducta delictiva en la adolescencia a partir de la distinción de
dos trayectorias, transitoria y persistente, que, además, facilitan la predicción de su
evolución en la edad adulta. A continuación revisaremos las aportaciones teóricas de
éste y otros autores también fundamentales en el estudio de la delincuencia adolescente.
3. PERSPECTIVAS TEÓRICAS
En las últimas décadas, la delincuencia adolescente ha sido estudiada
intensamente en sociología y psicología, lo que ha propiciado el desarrollo de varias
teorías sobre el inicio y evolución de la delincuencia en la adolescencia (Granic y
Patterson, 2006; Sampson y Laub, 1992). En este apartado se describen una serie de
importantes teorías para la explicación de la conducta delincuente en jóvenes y
adolescentes desde una perspectiva psicosocial. Específicamente exponemos la teoría de
la conducta problema de Jessor, el modelo de desarrollo social de Hawkins, Catalano y
Miller, la teoría interaccional de Thornberry y el modelo de Moffitt.
3.1. Teoría de la Conducta Problema de Jessor

Una de las propuestas más importante con un acercamiento interdisciplinar al


estudio de las conductas de riesgo es la teoría de la conducta problema de Jessor (1991,
1993). Desde esta perspectiva el concepto de interrelación resulta central, tanto para
explicar el tipo de relación que mantienen entre sí los distintos contextos sociales, como
para reconocer la interrelación que se produce entre distintas conductas y factores más o
menos saludables. Así, las conductas de riesgo en el adolescente se entienden como una
interrelación de factores de riesgo y factores protectores que influyen tanto en los
adolescentes desde el punto de vista individual como grupal. En este sentido, Jessor
divide los factores que pueden influir en la conducta de riesgo en tres dominios: (1) el
ámbito del individuo, que incluye factores biológicos o genéticos y variables de
personalidad como la autoestima, las expectativas de futuro, la tendencia a asumir
riesgos y los valores relacionados con el logro y la salud; (2) el ámbito social, que
incluye por ejemplo, la pobreza o la calidad de las escuelas, y el ambiente percibido,
que alude a factores como el apoyo de padres y amigos; (3) y el ámbito conductual, que
incluye variables como la asistencia a la escuela y la implicación en conductas
violentas.

Desde este punto de vista, se han examinado los efectos acumulativos de los
factores de riesgo: a mayor número de factores de riesgo, mayores son las
consecuencias negativas, conductuales y emocionales (Greenberg, Lengua, Coie y
Pinderhughes, 1999; Liaw y Brooks-Gunn, 1994). Por ejemplo, Smith, Lisote,
Thornberry y Krohn (1995) encontraron que la acumulación de factores de riesgo
familiar estaba estrechamente asociada con conductas delictivas y consumo de
sustancias. Estas conductas problemáticas comparten una buena parte de los factores de
riesgo en su origen y, por tanto, unas se relacionan con otras. Además, según Jessor los
comportamientos de riesgo en la adolescencia presentan una misma oposición en
relación con las normas sociales en vigor y procederían por tanto de factores comunes.
Aunque esto no quiere decir que los adolescentes que consumen drogas se vayan a
implicar necesariamente en otros problemas como la conducta delictiva, sino que se
encuentran en mayor riesgo que aquellos que no consumen.

Del mismo modo, la acumulación de factores protectores se relaciona con una


menor implicación en actos delictivos. En este sentido, Jessor, Van Den Bos, Banderín,
Costa y Turbin (1995) encontraron un efecto buffer o de amortiguación: en condiciones
de alto riesgo, altos niveles de protección moderaban la relación entre la acumulación de
factores negativos y el desarrollo de conductas de riesgo. Por tanto, el adolescente se
sitúa en una posición específica sobre un continuo donde existe cierta probabilidad de
vivir problemas psicosociales. Esta posición depende tanto de los factores de riesgo
como de los factores de protección. Así, una situación de riesgo no tendrá el mismo
efecto en todos los jóvenes porque cada uno posee su “perfil propio de defensas”, es
decir, su sistema personal de protección contra los riesgos. Según Jessor (1993) una
verdadera comprensión de las conductas de riesgo en la adolescencia, como el
comportamiento delictivo, exige que se tenga en cuenta el equilibrio entre factores de
riesgo y protección en el conjunto de contextos que son importantes para la persona.
3.2. Modelo de Desarrollo Social de Hawkins, Catalano y Miller

En el modelo de desarrollo social de Hawkins y cols. (1992), se considera que


los distintos factores de riesgo configuran una matriz biopsicosocial donde todos están
relacionados e incluso con frecuencia se presentan conjuntamente, influyendo de este
modo en el funcionamiento del adolescente en diversos ámbitos. Se entiende, por tanto,
que los adolescentes más vulnerables a implicarse en conductas de alto riesgo tienen
problemas en múltiples ámbitos y tienden a pertenecer a redes sociales que potencian el
desarrollo de estos modelos de conducta. Así, se plantea que cuanto mayor sea el
número de factores de riesgo a los que se expone un adolescente, mayor será la
probabilidad de que cometa actos delictivos o se convierta en un delincuente juvenil
crónico. En esta teoría se integran los distintos ámbitos del desarrollo adolescente –
personal escuela, familia, iguales y comunidad- y se analizan los factores de riesgo que
van desde la vulnerabilidad bioquímica en el primer ámbito, a normas sociales o
condiciones socioeconómicas en el último.

El interés del modelo de Hawkins y colaboradores radica en que se trata de una


teoría general de la conducta humana cuyo objetivo es explicar tanto el comportamiento
antisocial (uso de drogas ilegales y conductas delictivas) como el prosocial. Este
modelo integra además otras teorías previas de la conducta delictiva que han tenido
abundante apoyo empírico, como son la teoría del aprendizaje social, la teoría de la
asociación diferencial y la teoría del control social.

En primer lugar, en consonancia con la teoría del aprendizaje social (Bandura,


1979), Hawkins y colaboradores asumen que los seres humanos son buscadores de
satisfacción y que se implican en actividades y conductas en función de la gratificación
que esperan recibir de ellas. En segundo lugar, según la teoría de la asociación
diferencial (Sutherland y Cressey, 1974), las experiencias desviadas proporcionan
información empírica y refuerzos para acciones futuras y se integran en una cultura de
la desviación. Finalmente, en la teoría del control social (Hirschi, 1969), se hipotetiza
que el comportamiento de la persona será prosocial o antisocial dependiendo de las
conductas, normas y valores predominantes que tengan aquellos a los que el sujeto está
vinculado.
3.3. Teoría Interaccional de Thornberry.

Según Thornberry (1987, 1996), la conducta desviada es el resultado tanto de la


débil vinculación de la persona con la sociedad convencional como de un pobre
ambiente social donde la conducta inadecuada puede aprenderse y reforzarse. Además,
la delincuencia se origina y desarrolla a través de complicados procesos de carácter
bidireccional, en los que el individuo no se limita a ser el receptor de las influencias de
los contextos en los que se encuentra sino que también su comportamiento influye en
dicho ambiente y en las causas y resultados derivados de esta relación.

La teoría interaccional de Thornberry también integra, al igual que el modelo de


desarrollo social los supuestos básicos de la teoría del control social y de la asociación
diferencial. Para Thornberry, los problemas en la familia y la escuela son factores
extremadamente importantes en la génesis de la delincuencia. Además, es primordial un
ambiente de aprendizaje que potencie el inicio, desarrollo, mantenimiento e
interiorización de las conductas y actitudes delictivas. Es durante la adolescencia
cuando los iguales juegan un papel muy relevante en esta socialización de tipo
delincuente. En este sentido, la relación del adolescente con pares desviados aumenta la
probabilidad de que se inicie en la delincuencia. Pero, a su vez, el perpetrar actos
delictivos hace que el individuo pueda implicarse en mayor medida con iguales
delincuentes.

Thornberry también analiza con especial atención la edad de inicio de la


conducta antisocial, y considera que cuanto antes comience la conducta delictiva, mayor
probabilidad habrá de que persista, ya que los efectos bidireccionales crearán un “bucle”
de retroalimentación por el cual el estilo de vida delictivo se hará persistente en la vida
de la persona.

3.4. El Modelo de Moffitt.

Según Moffitt (1993), la delincuencia concierne a dos categorías distintas de


personas, cada uno con una historia y etiología propias. Por un lado, una mayoría
muestra conductas antisociales solamente durante la adolescencia; mientras que, por
otro lado, un pequeño grupo se implica en conductas antisociales en todos los estadios
de la vida. En la literatura científica relacionada con este ámbito de estudio, estas dos
trayectorias se consideran dos grandes marcos interpretativos de la conducta delictiva en
la adolescencia. El primero de ellos postula que estos comportamientos forman parte de
una trayectoria transitoria, es decir, que son en gran parte expresiones de una búsqueda
y consolidación de autonomía y que, por tanto, constituyen tareas evolutivas normativas
en este período del ciclo vital. El segundo acercamiento parte del supuesto de que la
expresión de las conductas delictivas y violentas en la adolescencia es resultado de un
proceso previo y parte de una trayectoria persistente, en la cual están implicados de
forma acumulativa procesos como una socialización negativa, fracaso escolar, etc.

En el marco de la trayectoria transitoria, se describe la adolescencia como un


período de experimentación y, como tal, es un momento en que los adolescentes
exploran distintas alternativas (de ocio, de relaciones sociales y amorosas, etc.) entre las
que se encuentran las conductas de riesgo. Representa, además, una etapa que pone a
prueba la capacidad de toda la organización familiar para adaptarse a los cambios que
demandan los hijos adolescentes. En esta situación, un comportamiento desviado puede
tener su origen en un fracaso de la familia, de la escuela o de ambos en asumir las
necesidades crecientes de autonomía, control y participación del adolescente. Las
conductas de riesgo representan para el adolescente un tipo de conducta social que le
permite el acceso a ciertos contextos y actividades que le hacen sentirse protagonista y
que se relacionan con el estatus de adulto (fumar, beber alcohol, conducir vehículos sin
carné, conductas sexuales de riesgo, etc.).

Como consecuencia, es posible observar a adolescentes de ambos sexos bien


ajustados que comienzan a delinquir en esta etapa del ciclo vital, hasta el punto que
diversas investigaciones nos indican que en esta fase del ciclo vital esta conducta
problemática es común y prevalente, e incluso puede describirse incluso como
normativa (Hawley y Vaughn, 2003; Jiménez, Estévez y Musitu, 2005). En este sentido,
Segond (1999) subraya que la mayor parte de las investigaciones llevadas a cabo en el
Reino Unido y en Suecia durante los años setenta, muestran que la conducta delictiva es
más una característica propia de la adolescencia que un comportamiento patológico.
Así, más del 80% de los adolescentes de una misma cohorte han cometido uno o más
delitos de diversa gravedad sin ser etiquetados como delincuentes, puesto que ni han
sido descubiertos ni han mostrado reincidencia: es decir, que la característica más
destacable de estos actos en la adolescencia es su carácter transitorio.

Desde este punto de vista, para la mayoría de los adolescentes la implicación en


conductas transgresoras disminuye de forma importante al coincidir con la adquisición
de roles sociales adultos, una vez superadas la fase de reafirmación personal y
conformación de la identidad. Moffitt (1993) sugiere que, para muchos adolescentes, la
disrupción no es solamente normativa, sino que también es “adaptativa” en el sentido de
que sirve como expresión y afianzamiento de la autonomía del adolescente. Sin
embargo, la frecuencia y aparente normalidad de estas conductas no debe ocultar su
gravedad. Los delitos que cometen algunos adolescentes a menudo son graves y pueden
tener consecuencias negativas para el propio adolescente, su entorno y la sociedad
(Compas, Hinden y Gerhardt, 1995) y, por tanto, deben ser estudiados profundamente
con el fin de prevenirlos.

Otros adolescentes, en cambio, presentaban ya conductas delictivas en un


momento más temprano de la vida, agravándose estas conductas en la adolescencia y en
la edad adulta (Farrington, Loeber y Van Kammen, 1990). Según Moffitt (1993) la
precocidad de la conducta delictiva caracterizada por la comisión de actos de gravedad
es el mejor predictor de una delincuencia crónica. Una situación tal estaría indicando
una trayectoria persistente de la conducta delictiva. Este modelo se centra en los
factores biológicos (por ejemplo, déficits neurofisiológicos), psicológicos
(temperamento difícil, déficits cognitivos) y sociales (ambiente familiar aversivo) que
influyen de forma temprana en el desarrollo de una personalidad o estilo conductual
agresivo y antisocial en la adolescencia.

A continución, adjuntamos una tabla resumen con los principales supuestos de


cada una de las diferentes teorías.
La conducta delictiva se explica por los efectos acumulativos derivados
Teoría de la Conducta de la presencia de numerosos factores de riesgo, en combinación con la
Problema de Jessor ausencia de factores de protección.
Los adolescentes que se implican en conductas delictivas tienen
Modelo de Desarrollo Social
problemas en múltiples ámbitos y pertenecen a redes sociales que
de Hawkins, Catalano y
potencian el desarrollo de estos modelos de conducta. El comportamiento
Miller
delictivo depende fundamentalmente del contexto social del adolescente.
El comportamiento delictivo es el resultado de la interacción entre las
características de la persona y su débil vinculación con los valores
Teoría Interaccional de
socialmente establecidos en su contexto de desarrollo. La influencia entre
Thornberry
la persona y el contexto es bidireccional, de modo que ésta también
influye en dicho ambiente con unos resultados concretos.
La conducta delictiva se considera, para la mayoría de adolescentes,
como un comportamiento transitorio propio de este período de
Modelo de Moffitt experimentación. Una minoría, sin embargo, que ha mostrado una
conducta antisocial previa, seguirá una trayectoria persistente también en
la adultez, con conductas que incrementan su gravedad.

Tabla I. Principales teorías psicosociales de la delincuencia y supuesto fundamental.


Fuente: Elaboración Propia

En este ámbito, son numerosos los investigadores del comportamiento delictivo


que señalan que la violencia es una característica profundamente persistente y crónica
de determinados sujetos en todas las edades (Farrington y cols., 1990; Smetana y Bitz,
1996), así como que una vez desarrollada, las personas continúan seleccionando
entornos que favorecen y sostienen los actos violentos, creando una disposición
duradera al comportamiento antisocial (Caspi, Elder y Bem, 1990). De este modo estas
conductas se tornan reiterativas con el consecuente deterioro del ajuste personal e
interpersonal de la persona (Garrido y Martínez, 1998). Además, existe un consenso
entre los investigadores sociales preocupados por la delincuencia juvenil, en la idea de
que la raíz de las conductas delictivas se encuentra fundamentalmente en los entornos
más cercanos a la persona: familia, pares y escuela.

En contraste con la cronicidad observada para este patrón de desarrollo de la


conducta antisocial, desde el patrón transitorio se considera que la delincuencia es un
problema característico de la adolescencia. Para la mayoría de adolescentes, el
incremento en la comisión de conductas antisociales y delictivas durante esta etapa
evolutiva declina en la temprana madurez hasta alcanzar proporciones bajas y similares
a las que se dan en los periodos previos a la adolescencia (LeBlanc, 1990; Moffitt,
1993). En el siguiente gráfico se presentan las diferencias entre ambas trayectorias en
función de la edad: la línea de puntos representa la trayectoria persistente de la conducta
delictiva y la línea discontinua representa la transitoria.
Infancia...........Adolescencia..........Madurez
Gráfico II. Trayectorias de la conducta delictiva. Fuente: Elaboración Propia

Si se tienen en cuenta estas dos reflexiones teóricas, tenemos que asumir que las
conductas de riesgo en la adolescencia son, o bien parte integrante de la búsqueda de
consolidación de la identidad y autonomía del adolescente, o bien, el resultado de un
proceso previo, centrado, fundamentalmente, en las relaciones negativas con los otros
significativos como padres y educadores. Sin embargo, creemos que estas dos
orientaciones presentan puntos comunes en la explicación de la conducta delictiva en la
adolescencia (importancia del entorno familiar, escolar y de iguales, por ejemplo), por
lo que no debieran considerarse como opuestas sino, más bien, como complementarias
en el ámbito de la investigación de factores explicativos y, obviamente, en la prevención
e intervención.

4. FACTORES DE RIESGO Y PROTECCIÓN

Históricamente las investigaciones que han analizado la delincuencia en la


adolescencia han asociado este comportamiento a un amplio número de factores
relacionados tanto con el ámbito biológico y genético como con el psicológico y social.
Actualmente, se aboga por una perspectiva interactiva entre la genética y las
características ambientales y psicosociales del individuo. Además, los factores genéticos
y biológicos se encuentran en muy pocos casos entre las causas directas de la conducta
problema, actuando frecuentemente como parte de un síndrome de causas que, además,
no pueden explicar comportamientos antisociales que se desarrollan después de la
primera infancia y que cesan, la mayoría de las veces, durante la edad adulta.

Debido a la multiplicidad de factores implicados en el desarrollo de la


problemática delincuente, la selección de las variables que se analizan en este apartado
obedece a su importancia y a su novedad en el estudio de esta temática.
4.1. El contexto familiar

Existe una extensa literatura sobre la influencia de las características del sistema
familia y, en particular, de los estilos educativos de los padres, en el desarrollo de
problemas de conducta de los hijos (Maccoby, 2000; Oliva, 2006; Steinberg, 2001). Las
repercusiones negativas derivadas de la forma en que los padres intentan educar a sus
hijos, utilizando estilos emocionalmente inadecuados, han sido constatadas en diferentes
estudios que han relacionado los estilos menos democráticos de educación y la
utilización excesiva del castigo y, en particular, del castigo físico, con la conducta de
tipo delictivo en adolescentes (Fletcher, Steinberg y Sellers, 1999; Loeber y cols.,
2000). De hecho, los hijos de padres autoritarios o poco implicados en su educación –
negligentes- son los que presentan mayores problemas de comportamiento (García y
Gracia, 2010). También se ha observado que un excesivo control parental combinado
con una disciplina coercitiva, se relaciona con la afiliación con iguales desviados
(Vitaro, Brendgen y Tremblay, 2000). Los resultados que confirman estas relaciones
negativas se han obtenido en diferentes estudios de países del Sur de Europa y
Latinoamerica (García y Gracia, 2010; Martínez y García, 2007; Martínez, García y
Yubero, 2007; Musitu y García, 2004; Villalobos, Cruz y Sánchez, 2004).

Al contrario, los adolescentes que definen a sus padres como cercanos y


democráticos son los que presentan menos problemas de conducta. Un estilo
democrático fundamentado en el apoyo, la sensibilidad hacia los hijos, la implicación en
la crianza, y la consistencia en las decisiones, se relaciona con la presencia de menos
problemas de comportamientos y de sintomatología depresiva, y contribuye a potenciar
la autoestima y el rendimiento académico en la escuela, siendo estas dos últimas
variables, a su vez, dos importantes factores de protección (Doyle y Markiewicz, 2005;
Juang y Silbereisen, 1999) frente al desarrollo de problemas de ajuste psicosocial.

En los estudios sobre familia y conducta delictiva también se ha observado que


la calidad de las relaciones entre padres e hijos constituye una de las variables
predictoras más importantes de la conducta antisocial del hijo adolescente. En este
sentido, algunos de los factores que más se relacionan con la participación en actos
delictivos son la baja cohesión familiar, es decir, la baja vinculación emocional entre
los miembros de la familia y una pobre interacción entre padres e hijos, especialmente
con la madre (Crawford-Brown, 1999; Matherne y Thomas, 2001). Sin embargo, la
presencia de unos lazos afectivos estrechos entre padres e hijos constituye una
importante barrera frente al desarrollo de conductas antisociales (Buist, Dekovic, Meeus
y Van Aken, 2004). También, el conflicto familiar, así como la utilización de estrategias
disfuncionales para su resolución (violencia o huída del problema), se relaciona de
manera positiva con problemas como la agresión y la delincuencia (Formoso, Gonzales
y Aiken, 2000; Webster-Stratton y Hammond, 1999). Por el contrario, la utilización de
estrategias funcionales de resolución de conflictos familiares como el diálogo y la
negociación se relacionan con una baja implicación del adolescente en conductas
delictivas (Martínez, 2002).

Respecto de la comunicación en la familia, los adolescentes que muestran


comportamientos antisociales y delictivos informan de un ambiente familiar negativo,
caracterizado por la falta de expresión de opiniones y sentimientos o por la presencia de
una comunicación negativa, hiriente o desafiante (Loeber y cols., 2000; Musitu y cols.,
2001; Martínez, 2002). Contrariamente, la comunicación abierta y fluida, donde el
intercambio de puntos de vista entre padres e hijos se realiza de forma clara y empática,
con respeto y afecto, ejerce un efecto de protección frente a la implicación en conductas
de tipo delictivo (Buist y cols., 2004; Kerr y Stattin, 2000) y la actitud positiva hacia la
ruptura de las normas socialmente establecidas (Stattin y Kerr, 2000). Por último,
algunos estudios han señalado el tipo o composición familiar como una variable
asociada con la conducta delictiva de los hijos. En estos estudios se distingue entre
familias con ambos progenitores, familias monoparentales y familias reconstituidas. En
general, se ha observado que si la monoparentalidad está asociada a un conflicto marital
mal resuelto (por ejemplo el divorcio frente a la viudedad) y que si el progenitor faltante
es la madre, el riesgo de participar en conductas delictivas es mayor (Juby y Farrington,
2001).

4.2. La relación con los iguales

Los determinantes de los problemas de conducta no se limitan exclusivamente al


ámbito familiar. La importancia creciente que tiene el contexto de los iguales en la
adolescencia hace que éste sea un importante ámbito de estudio en relación con las
conductas delictivas (Deptula y Cohen, 2004; Pfeiffer, 2004). En los trabajos más
recientes se destaca la importancia que tiene la imagen social que el adolescente quiere
transmitir a los demás –reputación- y la implicación en conductas antisociales y
delictivas. La reputación social, más específicamente, hace referencia al conjunto de
juicios que una comunidad realiza acerca de las cualidades personales de uno de sus
miembros (Muñoz, Jiménez, Moreno, 2008), y puede determinar el grado de integración
o rechazo del individuo.

La importancia que adquiere la reputación durante la adolescencia puede


aumentar la susceptibilidad ante la presión del grupo, posibilitando que, en aquellos
casos en los que el entorno social sea menos favorable, lleve al adolescente a implicarse
en conductas de riesgo (Berndt, 1996) que favorezcan su aceptación y mejoren su
estatus social en un grupo de pares desviados (Oliva, Parra y Sánchez, 2002). Así,
algunos adolescentes se implican en comportamientos ilegales o antisociales porque se
han asociado con amigos que también participan en conductas delictivas. Entre ellos
definen y crean sus propios códigos y normas, y refuerzan sus propias conductas. Los
actos antisociales son aprobados, por lo que la posibilidad de que la desviación se
agrave se incrementa. En este sentido, algunos autores (Carroll, Houghton, Hattie y
Durkin, 1999; Emler y Reicher, 1995) aportan evidencias de que muchos adolescentes
se involucran en comportamientos antisociales y violentos para conseguir
reconocimiento social y mejorar su reputación entre los compañeros.

Pero, ¿cómo se inicia este proceso en el que el adolescente adquiere una


reputación social fundamentada en el respeto, el liderazgo, el poder en el grupo y el no-
conformismo? Según la teoría de la Mejora de la Reputación por Objetivos (Carroll,
Houghton, Hattie y Durkin, 2001), algunos adolescentes se encuentran en un estado de
transición en el cual los niveles de compromiso relacionados con los objetivos de
desarrollo propios de su edad están disminuyendo, y comienzan a comprometerse con
otro tipo de objetivos caracterizados por una actitud violenta y disruptiva, que les
resulta más atractiva y que puede reportarles mayores beneficios en términos de estatus
reputacional. Además, en contra de lo que a priori pueda pensarse, los adolescentes
desviados presentan un alto compromiso para construir y mantener su reputación social,
seleccionando y eligiendo objetivos muy específicos que les ayuden a tal fin. De tal
modo que, en efecto, los adolescentes violentos y antisociales son en numerosas
ocasiones figuras importantes en su grupo de iguales (Gifford-Smith y Brownell, 2003;
Hawley y Vaughn, 2003) e incluso populares y queridos entre sus compañeros
(Salmivalli, Lagerspetz, Björkqvist, Österman y Kaukiainen, 1996).
4.3. El contexto escolar

La escuela, junto con la familia y el grupo de iguales, es el principal ámbito de


socialización a lo largo de nuestra vida y, obviamente, es fundamental en el periodo
adolescente. Distintas investigaciones han constatado cómo la predisposición a aprender
y la buena trayectoria escolar del adolescente actúan como factores inhibidores de la
violencia escolar, mientras que el fracaso escolar, la desidia y la imposición son factores
que colaboran a explicar el comportamiento violento en la escuela (Hernández, Sarabia
y Casares, 2002). Por tanto, la escuela es un contexto decisivo en el desarrollo de la
inadaptación y la marginación, aspectos que pueden derivar en el comportamiento
violento y delictivo (Elliot, Huizinga y Ageton, 1989; Funes, 1990). Las características
negativas de la institución escolar, pueden sumarse a carencias familiares en la
educación de los hijos, favoreciendo la implicación en comportamientos antisociales y
delictivos (Martín y cols., 1998). En el siguiente cuadro se presentan algunos factores
referentes a la organización del aula que se han asociado con problemas de conducta en
alumnos (Cava y Musitu, 2002).

1. La realización de actividades altamente competitivas entre los estudiantes.


2. El aislamiento y rechazo social que sufren algunos alumnos.
3. La tolerancia y naturalidad con la que se perciben las situaciones de
violencia y maltrato entre compañeros.
4. La poca importancia que se concede al aprendizaje de habilidades
interpersonales.
5. El desconocimiento de formas pacíficas de resolución de conflictos.

Tabla II. Características de la Organización del Aula Asociadas a Problemas de


Conducta (Cava y Musitu, 2002).

Otro aspecto que se ha relacionado con la conducta delictiva es la actitud del


alumno hacia el contexto escolar. Así, la actitud negativa hacia la autoridad formal,
como el profesorado y la escuela, se asocia con el fracaso escolar y problemas de
comportamiento (Emler y Reicher, 1995; Epps y Hollin, 1993; Heaven, 1993; Loeber,
1996; Samdal, 1998). También la falta de asistencia a clase es un factor de riesgo que
contribuye a facilitar el paso a la delincuencia ya que ofrece oportunidades para ejercer
comportamientos antisociales fuera del centro en una franja horaria que debería estar
ocupada por las tareas y la convivencia escolar (Robins y Robertson, 1996). Diferentes
intervenciones han mostrado que la mejora del clima escolar y la actitud positiva hacia
dicho contexto pueden prevenir los comportamientos violentos y desajustados en las
relaciones interpersonales que se dan en el centro (Cecchini, González, Carmona y
Contreras, 2004; Meyer, Allison, Reese, Gay y Multisite Violence Prevention Project,
2004; Trianes y Fernández-Figarés, 2001).

Actualmente, la investigación del clima escolar se centra en dos líneas de estudio


fundamentales: el clima académico y el clima social de la clase (Trianes, Blanca, De La
Morena, Infante y Raya, 2006). El clima académico puede definirse como el grado en
que el entorno de aprendizaje estimula el esfuerzo y enfatiza la cooperación (Roeser y
Eccles, 1998), mientras que el clima social de la clase se conceptualiza como la calidad
de las interacciones entre las diferentes díadas, por ejemplo, estudiantes-profesores,
estudiantes-estudiantes y padres-profesores (Cava y Musitu, 2002; Emmons, Comer y
Haynes, 1996; Férnandez, 1998) o como la percepción por parte de los miembros del
contexto escolar de bienestar personal y sentimientos positivos de aceptación por los
demás en la convivencia diaria (Trianes, 2000). En este sentido, puede observarse que la
dimensión más relacional y afectiva del clima escolar se equipara claramente al
concepto de convivencia escolar.

El clima escolar, como conjunto de percepciones subjetivas que profesores y


alumnos comparten acerca de las características del contexto escolar y del aula
(Trickett, Leone, Fink y Braaten, 1993), influye en el comportamiento de los alumnos
(Cook, Murphy y Hunt, 2000; Cunningham, 2002). Cuando los estudiantes se sienten
aceptados, valorados, sienten que pueden expresar sus sentimientos y opiniones, que se
les escucha, y que pueden realizar aportaciones e implicarse en diversas actividades, el
clima social del aula se entiende como positivo (Trianes, 2000). Este clima óptimo
favorece un buen ajuste escolar, psicosocial y comportamental, especialmente en
adolescentes con altas probabilidades de desarrollar problemas de conducta,
emocionales o académicos (Haynes, Emmons y Ben-Avie, 1997).

Para favorecer la convivencia en la escuela, diversos autores (por ejemplo, Díaz-


Aguado, 2005; Garaigordobil, 2004; Johnson y Johnson, 1999) abogan por el diseño de
actividades innovadoras en el aula que fomenten el aprendizaje cooperativo, alejadas de
las actividades escolares tradicionales, centradas en la competitividad, en las que el
énfasis recae fundamentalmente en el éxito de unos pocos. Diversas investigaciones
comparan los efectos de programas de juego cooperativo y competitivo, evidenciando
un aumento de las conductas positivas de ayuda y una disminución de las agresivas en
los primeros (Bay-Hinitz, Peterson y Quilitch, 1994; Finlinson, Austin y Pfister, 2000).
Además, los trabajos sobre los efectos de la interacción cooperativa confirman
que ésta estimula las habilidades sociales, desarrolla la cohesión grupal, aumenta la
conducta prosocial, incrementa la aceptación de los miembros del grupo, colabora a
reducir los conflictos intergrupos y las conductas sociales negativas, y disminuye la
agresión física e interacciones verbales negativas entre los alumnos (Baggerly, 1999;
Ballou, 2001; Desbiens, Royer, Bertrand y Fortin, 2000; Fisher, 1992; Gillies, 2000;
Grineski, 1991). Estas actividades favorecen a su vez la compresión y la empatía hacia
los demás, facilitando una percepción más positiva tanto de los compañeros como de los
profesores, contribuyendo al surgimiento de actitudes más positivas hacia la escuela y
los estudios, y configurando un clima social más positivo que, al mismo tiempo,
conlleva una convivencia escolar más armónica y la mayor integración social de
alumnos con distinta problemática.

4.4. El contexto comunitario

Numerosos autores han subrayado la importancia que tiene para el adolescente


poder disponer de recursos distintos a los de la familia inmediata y contar con miembros
de la comunidad, que contribuyen positivamente en su desarrollo. En este sentido, en un
interesante estudio realizado en Holanda (De Winter, Kroneman y Baerveldt, 1999) los
adolescentes señalaron que el origen de problemas como la implicación en conductas de
tipo delictivo no estaba tanto en déficits o dificultades en sus familias sino en la falta de
apoyo y atención en un contexto más amplio como otros adultos del vecindario y la
escuela.

En relación con el ámbito comunitario, se considera que la implicación


comunitaria, definida a partir de la integración y participación del adolescente en su
comunidad, (involucrarse en organizaciones voluntarias y en la vida social en el barrio)
es un factor clave en su ajuste (Gottlieb, 1981; Jiménez, Musitu, Ramos y Murgui,
2009), en la medida en que esas dimensiones comunitarias reducen significativamente la
frecuencia de conductas violentas y delictivas (Hull, Kilbourne, Reece y Husaini, 2008;
Jiménez y cols., 2009; Sun, Triplett y Gainey, 2004). Este efecto puede atribuirse, en
buena medida, al hecho de que el compromiso de otros adultos significativos de la
comunidad en la socialización del adolescente es mayor en comunidades cohesivas que
en las no cohesivas (Buelga, Musitu, Vera, Ávila y Arango, 2009). Los padres y adultos
de la comunidad actúan como modelos sociales y desempeñan la función de supervisión
y guía del comportamiento de los más jóvenes (Sampson Raudenbusch y Earls, 1997).
Como consecuencia los adolescentes expresan menos conductas delictivas y muestran
un mejor ajuste emocional y social. Este proceso puede atribuirse a la implicación social
del adolescente en la vida cotidiana del barrio y, también, a la implicación de su familia
(Martínez, 2007).

Otros estudios concluyen que los adolescentes implicados en la comunidad


expresan mayores sentimientos de satisfacción vital. Este potencial efecto en el
bienestar subjetivo se asienta en las relaciones de amistad con otros iguales y adultos
del barrio, que suponen la ampliación y el fortalecimiento de la red de apoyo social del
adolescente (Arias y Barrón, 2008; Sun y cols., 2004). Las relaciones que se establecen
en la comunidad favorecen el ajuste del adolescente, al incidir positivamente en el
autoconcepto, los sentimientos de valía y control personal y la conformidad con las
normas sociales (Cohen, Gottlieb y Underwood, 2000; Jiménez y cols., 2009).
CAPITULO 8. EL CONSUMO DE DROGAS EN LA
ADOLESCENCIA
Sofía Buelga
Javier Pons

Como hemos visto en capítulos anteriores, la adolescencia es una etapa del ciclo
vital de grandes cambios, oportunidades y retos para el desarrollo positivo de la
persona. Sin embargo, también es cierto que el tránsito de la infancia a la edad adulta
para algunos adolescentes puede ser particularmente difícil. A este respecto, la
literatura señala que la adolescencia es la etapa más crítica en la experimentación y
participación en conductas temerarias, ilegales y antisociales (Buelga, Ravenna, Musitu
y Lila, 2006). En este contexto, una de estas conductas de riesgo es el inicio en el
consumo de drogas, que puede responder en esta fase evolutiva a las necesidades de
estímulo y de búsqueda de nuevas sensaciones, de reconocimiento y aprobación de los
demás, de acceso al mundo adulto y/o simplemente a una forma de participar con los
pares en la cultura de diversión y de ocio juvenil del momento (Pons y Buelga, 2011).

Los nuevos patrones de consumo de sustancias tanto institucionalizadas como


no institucionalizadas, así como la aparición en los años noventa del siglo XX de una
nueva generación de sustancias denominadas drogas sintéticas, representa en España,
como en muchos otros países del mundo, una realidad estrechamente vinculada a las
creencias normativas que sustentan la cultura recreativa de la juventud. Aunque para la
mayoría de los adolescentes el consumo de drogas es transitorio y se limita a este
periodo evolutivo concreto de su vida, este valor “normalizado” en el uso de sustancias
para divertirse, evadirse, desinhibirse, relacionarse y experimentar placer con los
iguales, no deja de ser una conducta de riesgo. Es un hecho contrastado que el consumo
de drogas se asocia a una mayor accidentalidad, intoxicaciones por sobredosis,
trastornos mentales, problemas con la ley y relaciones sexuales arriesgadas (United
Nations Office on Drugs and Crime [UNODC], 2008). El consumo inicial y continuado
de drogas puede marcar la trayectoria de vida del adolescente. Muchas sustancias crean
adicción, y el consumo de unas facilita el consumo de otras. Según la llamada gateway
theory (Kandel y Jessor, 2002; Kandel, Yamaguchi y Chen, 1992), el tabaco y el
alcohol son la puerta de entrada para el consumo del cannabis, y éste para el consumo
de otras sustancias como la cocaína. En todo caso, el efecto es facilitador, lo cual no
implica que el consumo de determinadas drogas lleve a consumir las siguientes en la
“escala”. Las cuatro drogas mencionadas son, de hecho, y como veremos
seguidamente, las sustancias psicoactivas más consumidas en el mundo, tanto en
población general como en población adolescente (Observatorio Europeo de las Drogas
y las Toxicomanías, [OEDT], 2010).
En este capítulo estudiaremos ampliamente el consumo de drogas en la
adolescencia. En primer lugar, diferenciaremos entre el consumo de drogas
institucionalizadas y no institucionalizadas exponiendo algunos de los datos que ofrecen
las investigaciones más actuales en este ámbito de estudio. Seguidamente, analizaremos
las teorías más relevantes que han intentado explicar el consumo de drogas,
profundizando en el modelo biopsicosocial que desde una perspectiva ecológica integra
en su explicación, la constelación de factores más importantes asociados a esta conducta
de riesgo en la adolescencia.

1. CONSIDERACIONES PRELIMINARES SOBRE EL CONSUMO DE


DROGAS EN LA ADOLESCENCIA
1.1. Consumo de drogas institucionalizadas: tabaco y alcohol
El consumo de tabaco es la principal causa aislada de morbilidad y mortalidad
prematuras y evitables en los países desarrollados: diversos tipos de cáncer,
enfermedades coronarias, lesiones cerebrovasculares y enfermedades pulmonares
crónicas son sus principales efectos nocivos sobre la salud (World Health Organization
[WHO], 2010). En la combustión del cigarrillo han sido identificadas más de 5.000
sustancias tóxicas que pueden alterar, de manera significativa, el funcionamiento de los
procesos metabólicos vitales. Una de las sustancias tóxicas identificadas es la nicotina,
un estimulante central y vegetativo con elevada capacidad adictiva (Cordero, 2000). A
este respecto, Furest (2000) ha planteado que la adicción a la nicotina se produce en
cuatro fases secuenciales:
(1) Preparación. En esta primera etapa, el potencial fumador es consciente que
en el mundo que le rodea, hay personas que fuman. El joven adolescente desarrolla
actitudes y creencias favorables acerca del tabaco, y tiene la intencionalidad de realizar
esa conducta.
(2) Experimentación. El adolescente empieza a consumir sus primeros
cigarrillos en algún contexto relacional, siendo la edad media de inicio con el tabaco a
los 13 años (Alfonso, Huedo-Medina y Espada, 200). Cuando la experiencia es
gratificante y se produce la aprobación social de los iguales, la probabilidad de repetir
ese consumo aumenta. Algunos adolescentes pueden seguir en esta fase de
experimentación con ciclos intermitentes de consumo mientras que otros con un
consumo más regular pasarán a la siguiente etapa.
(3) Habituación. En esta fase empieza a surgir la tolerancia a la nicotina, por lo
que el adolescente comienza a sentir la necesidad de consumir tabaco más
regularmente. Aparece el consumo diario, en general a la edad de 15-16 años, y se
produce el refuerzo de la conducta a través de las experiencias positivas del consumo:
reducción de la ansiedad en situaciones específicas, reducción del craving (deseo
intenso de consumir la droga), incremento de la autoconfianza,… Son decisivas, en esta
etapa, las creencias acerca de los efectos gratificantes del tabaco, de la respuesta
positiva de los amigos y de la autoimagen gratificante, todo ello frente a los riesgos
conocidos para la salud.
(4). Mantenimiento y adicción. En esta fase se ha alcanzado la dependencia a
los cigarrillos, que suele ocurrir en la adolescencia tardía −18-19 años− o primera
juventud. Las influencias decisivas para el mantenimiento son las mismas que en la fase
anterior, unidas a la adicción a la nicotina. El Instituto Nacional de Salud Pública
[INSP] (2008) ha informado que más de la mitad de los jóvenes fumadores que quieren
dejar de fumar y que lo han intentando durante el último año, fracasan por su adicción a
la nicotina. De hecho, la dependencia al tabaco hace que muchas personas, pese a
querer dejar de fumar, sigan fumando durante más de veinte años (Asociación Española
contra el Cáncer, 2012).
Aunque España sigue siendo uno de los países del mundo con mayor tabaquismo
entre la juventud (uno de cuatro jóvenes de 16 a 24 años fuma a diario con una
prevalencia más alta de este hábito entre las chicas), el consumo de tabaco entre los
adolescentes se ha reducido entre el año 2000 y 2012, casi en un 7% (Villalbí, Suelves,
García-Continente, Saltó, Ariza y Cabezas, 2012). Los avances en las políticas de
control del tabaquismo explican este descenso, que también ha sido constatado en otros
países como Francia, Reino Unido y Estados Unidos. Sin embargo, también es cierto
que en países como Francia, están emergiendo otras formas de consumo diferentes a los
cigarrillos tradicionales, como son el tabaco de mascar o los narguiles (pipas de agua)
(Villalbí y cols., 2012).
Por otra parte, y con respecto al consumo de alcohol, también se ha observado
entre los jóvenes de diferentes países del mundo una modalidad de consumo
concentrado, caracterizada por la ingesta de cantidades elevadas de alcohol, realizada
durante pocas horas, principalmente en momentos de ocio de fin de semana,
manteniendo un cierto nivel de embriaguez y con algún grado de pérdida de control
(Choquet, 2010; Cortés, Espejo, Martín y Gómez-Íñiguez, 2010; Farke y Anderson,
2007). A este respecto, Hibell y cols. (2009) han informado que casi la mitad de los
adolescentes europeos encuestados han tenido, en los últimos 30 días, al menos un
episodio de consumo concentrado de cinco o más copas. Autores como Chambers,
Taylor y Potenza (2003) y Winters, (2004) han resaltado que debido a que el organismo
de los adolescentes se encuentra en proceso de maduración, aun sin llevar a cabo
consumos excesivamente elevados de alcohol etílico su desarrollo cognitivo puede
verse perjudicado por esa conducta de ingesta concentrada.
En España, se ha ido imponiendo también entre la población juvenil otro tipo de
consumo de alcohol que recibe el nombre de “botellón”. Se trata del consumo de
alcohol, principalmente en noches de fines de semana en espacios públicos, como
parques, parkings, plazas o calles (Pons y Buelga, 2011). De acuerdo con Cortés y cols.
(2010) un 69% de los adolescentes de 14 a 18 años practica esta modalidad de
consumo, siendo la edad de inicio en este tipo de consumo a la edad temprana de 13
años. Estos mismos autores han comprobado que, en la práctica del botellón, los
jóvenes doblan las cantidades de consumo que se consideran de riesgo −60 g para los
chicos y 40 g para las chicas−, haciendo un consumo abusivo de alcohol una o dos
veces por semana, de nueve a diez meses al año.
Esta actividad de ocio normalizada entre la población joven llama la atención de
los investigadores y de la sociedad en general, debido a los riesgos que tiene el
consumo de alcohol, no sólo como puerta de entrada a otras sustancias, sino también
por las altas tasas de morbilidad, siniestralidad y comportamientos antisociales
vinculados al uso y abuso de alcohol, no sólo en el periodo de la adolescencia sino
también en todas las otras etapas de la vida (WHO, 2010).
Otra cuestión relevante es la vinculación entre el consumo de alcohol con el uso
de drogas no institucionalizadas. Los resultados de estudios como los de Alfonso y
cols. (2009) y de Pons, Pinazo y Carreras (2002) han encontrado, en consonancia con
esta idea y con la teoría de la puerta de entrada, que el consumo de tabaco y de alcohol
son las variables que mejor predicen el consumo de cannabis. En este sentido, el
informe de Comisión Interamericana para el Control y Abuso de Drogas [CICAD]
(2010), realizado con una muestra de adolescentes latinoamericanos de 14 a 17 años, ha
constatado que la prevalencia de consumo de marihuana entre los adolescentes que
consumen alcohol y tabaco, es entre 10 y 20 veces más alta que entre los jóvenes que
no consumen estas drogas institucionalizadas.
1.2. Consumo de drogas no institucionalizadas
Las investigaciones han comprobado que el patrón de consumo de drogas no
institucionalizadas tiene un carácter particular. Los estudios han sugerido que existe
una relación curvilínea entre la edad y el consumo de las drogas no institucionalizadas:
la prevalencia y la cantidad de consumo es muy baja hasta los 14 años, aumentado
progresivamente su uso hasta la primera fase de la edad adulta. A partir de este punto
de inflexión, y siendo entre los 20 y los 24 años, las edades de mayor prevalencia de
consumidores de drogas no institucionalizadas, el uso de estas drogas comienza a
reducirse de forma importante, al coincidir con la adquisición de los roles sociales
adultos (Buelga y cols., 2006). No obstante, para algunos adolescentes, esta trayectoria
de consumo no será transitoria sino crónica, debido a los problemas de dependencia, y
al desarrollo de otras conductas-problema (Jessor, 1991) que determinarán muy
negativamente su trayectoria de vida.
La droga no institucionalizada más consumida entre los adolescentes de todos
los países del mundo, tanto en forma de monoconsumo como de policonsumo con otras
drogas legales e ilegales es el cannabis o cáñamo índico −Cannabis sativa− (CICAD,
2010; WHO, 2010). El principal agente psicoactivo en los cannábicos es el delta-9-
tetrahidrocannabinol (THC), que produce efectos psicoactivos agudos de relajación,
ligera euforia, alteraciones perceptuales en relación al tiempo, al sonido, el color y el
gusto, alterando la capacidad de concentración, los mecanismos atencionales, los
sistemas sensoriales de conciencia, la memoria a corto plazo y el control postular y
cinético (Redolar, 2008).
El informe del Observatorio Europeo de las Drogas y Toxicomanías [OEDT]
(2011) ha indicado que casi la mitad de los escolares de la República Checa de entre 15
y 16 años ha consumido esta droga (45%) a lo largo de la vida. Le siguen Estonia,
España, Francia, Países Bajos, Eslovaquia y Reino Unido, con niveles de prevalencia
que varían entre el 33% y el 26%. Con respecto al consumo en el último mes, el
Observatorio Español de Drogas [OED] (2008) ha revelado que un 20% de los
adolescentes españoles entre 14 y 18 años ha consumido esta droga en los últimos
treinta días. Este dato contrasta con las bajas prevalencias que se han encontrado en
países como Perú (1.8%) y Bolivia (2.6%), siendo más similares a España, aunque más
bajos, los niveles de prevalencia registrados en Uruguay (16.9%) y en Chile (12.9%)
(CICAD, 2010). Dónde sí que parece que hay acuerdo en todos los trabajos mundiales
es en el hecho contrastado que el consumo de cannabis, y, en realidad, de todas las
sustancias no institucionalizadas, es más frecuente entre los varones que entre las
mujeres, con una proporción de 2/1, respectivamente (OEDT, 2010; UNODC, 2008).
Aunque durante mucho tiempo se ha dudado de la capacidad adictiva de los
cannábicos, se ha demostrado que el THC genera tolerancia y respuestas neuronales
adaptativas, con síntomas de abstinencia (Fernández-Ruiz y Ramos, 2006). La
aparición de la dependencia de cannabis es más gradual que la observada en otras
drogas (Wagner y Anthony, 2002), y su consumo prolongado se asocia, además, a un
mayor riesgo de deterioro cognitivo, alteraciones endocrinas y enfermedades
pulmonares (Goldstein, 2001). También el consumo prolongado de cannabis se
relaciona con el síndrome amotivacional, caracterizado por apatía e indiferencia ante
las actividades sociales, intelectuales e interpersonales (Quiroga, 2000), aunque todavía
no hay evidencias suficientes para saber si este síndrome se produce por el consumo de
cannábicos o por características previas en el consumidor abusivo.
Los informes mundiales sugieren que, después del cannabis, la cocaína es la
segunda droga no institucionalizada más consumida en el mundo tanto en población
general (UNODC, 2008) como en población escolar española (OED, 2008). En el año
2004, el informe del OED destacaba que el consumo de cocaína en adolescentes
españoles de 14 a 18 años se había multiplicado por cuatro desde 1994, así como que
España era el país de la Unión Europea con mayor número de adictos a la cocaína.
Aunque desde el año 2005 se ha producido, al menos, en población escolar, un
descenso en el consumo de cocaína, el informe anual de la Junta Internacional de
Fiscalización de Estupefacientes [JIFE] (2012) ha revelado que España sigue siendo,
con Italia y el Reino Unido, el país de Europa con mayor consumo de cocaína en
población de 15 a 64 años.
De hecho, en nuestro país, la edad media de inicio en el consumo de cocaína es a
la temprana edad de 15.3 años, con un 5.1% de adolescentes españoles de entre 14 y 18
años que han consumido alguna vez esta sustancia, un 3.6% en los últimos 12 meses, y
un 2% en el último mes (OED, 2008). Por otra parte, el uso y abuso de cocaína está
aumentando en Argentina, Chile y Uruguay (JIFE, 2012) en población escolar de 13 a
17 años (CIDAC 2010). En Uruguay y en Chile, el informe de la CIDAC (2010) ha
indicado que casi el 5% de los chicos y el 2% de las chicas han consumido cocaína en
el último año.
Un problema adicional al consumo de esta droga es el uso concomitante con
otras drogas. De acuerdo con el informe del OED (2008), de la totalidad de los
adolescentes que han consumido cocaína en el último mes, el 82.1% ha fumado tabaco,
el 98.9% ha consumido alcohol, el 87.5% cannabis, el 44.4% éxtasis, el 45.9% speed, el
36.7% alucinógenos y el 24.6% tranquilizantes. Como se ve en este policonsumo, casi
todos los consumidores de cocaína han ingerido también alcohol, lo cual parece
confirmar la fuerte asociación que existe entre el consumo de cocaína y el consumo de
alcohol (Llopis y Castillo, 2008). A este respecto, resulta de especial relevancia señalar
los efectos nocivos que tiene, precisamente, la interacción de estas dos drogas, que
producen en el organismo un metabolito conocido con el nombre de etilcocaína o
cocaetileno. Este metabolito aumenta la duración y el potencial tóxico de ambas
sustancias por separado, existiendo un mayor riesgo de intoxicación (Pastor, Llopis y
Baquero, 2003). El consumo de alcohol provoca, además, un incremento del craving de
cocaína, con un mayor deseo de consumo de esta droga, mayor pérdida de control y de
episodios de intoxicación más graves. Un porcentaje elevado de personas adictas a la
cocaína, entre el 60% y el 90%, presentan también, problemas de abuso y de
dependencia al alcohol (Salazar, Peralta y Ruiz, 2010).
Otras drogas. El consumo de éxtasis, prácticamente desconocido en Europa
hasta finales de los años ochenta, aumentó de forma muy rápida durante la década de
los años noventa y principios del siglo XXI. La popularidad de esta droga,
tradicionalmente vinculada a los entornos discotequeros y asociada a la música techno
y house afectó particularmente a países como Holanda y España (OEDT, 2010). En
España, en el año 2000, el 6.2% de los escolares había consumido éxtasis a lo largo de
su vida y el 5.2% en el último año (OED, 2008). En el año 2008, estos niveles de
prevalencia descendieron respectivamente al 2.7% y 1.9%. En la mayoría de los países
de la Unión Europea se ha producido un descenso en el consumo de éxtasis, salvo en
Europa oriental, dónde países como Bulgaria, Estonia, Eslovaquia y Letonia presentan
niveles más elevados del uso de esta droga en población adolescente (OEDT, 2010).
Como en el caso de los consumidores de cocaína, las personas que consumen
éxtasis, consumen también otras drogas, y en particular, alcohol, siendo en realidad, el
alcohol, la droga más utilizada en todas las pautas de policonsumo de drogas. Más del
90% de los adolescentes que han consumido éxtasis en los últimos 12 meses, también
han consumido alcohol (OED, 2008, OEDT, 2010). También un porcentaje
significativo de los adolescentes consumidores de éxtasis han consumido cannabis
(86.1%), cocaína (66.1%), speed (57.9%), alucinógenos (54.3%) y tranquilizantes
(26.4%) (OED, 2008).
Algunos de los efectos adversos más negativos del consumo de éxtasis son la
hipertermia severa; un aumento de la temperatura corporal a más de 40º, que puede
producir un colapso en el sistema cardiovascular. También, el uso continuado de éxtasis
se ha asociado con la aparición de alteraciones psiquiátricas recurrentes y duraderas,
tales como psicosis, depresión o trastornos de ansiedad. En el trabajo de Miñarro,
Aguilar y Rodríguez (2003), los autores han señalado que los jóvenes consumidores de
éxtasis presentan mayor riesgo de ataques de pánico, ansiedad y desórdenes afectivos
que los que no consumen este tipo de drogas. Posiblemente, estas alteraciones tengan
también que ver no sólo con la toxicidad del MDMA, sino también con el consumo
concomitante con otras drogas (Álvarez, 2003).
Por otra parte, los datos en España indican que desde el año 2004 se ha producido
también un descenso en el consumo de sustancias anfetamínicas (anfetaminas,
metanfetaminas y metcatinonas) en población general y escolar. Una disminución que
no se ha registrado en la República Checa ni en Eslovaquia, particularmente afectadas
por el consumo abusivo de metanfetamina; una droga, conocida como hielo –ice–,
vidrio –glass–, cristal –crystal– y que tiene unos efectos muy intensos y severos sobre
el sistema nervioso central (OEDT, 2010). En la República Checa el 59%, y en
Eslovaquia el 29% de las personas que inician un tratamiento de deshabituación de
drogas lo hacen por su dependencia y adicción a la metanfetamina.
Por lo que respecta al consumo de alucinógenos, los informes europeos de la
OEDT (2010, 2011) han informado acerca de una nueva tendencia en el uso de estas
drogas perturbadoras que alteran el estado de conciencia y la percepción de la realidad,
provocando alucinaciones visuales, auditivas y táctiles (Ministerio de Sanidad, Política
Social e Igualdad, 2011). El consumo de alucinógenos sintéticos (LSD, más conocido
como tripi, ácido), aunque bajo en población adolescente, se ha sustituido por un
aumento en el consumo de alucinógenos naturales (hongos alucinógenos, más
conocidos como setas mágicas). En la mayoría de los países europeos, el consumo a lo
largo de la vida de este tipo de drogas es inferior al cuatro por ciento, con la excepción
como ocurre también con la metanfetamina, de la República Checa (7%) y de
Eslovaquia (5%).

2. FACTORES DE RIESGO Y DE PROTECCIÓN ASOCIADOS AL CONSUMO


DE DROGAS EN LA ADOLESCENCIA: EL MODELO BIOPSICOSOCIAL

Antes de explicar los factores de riesgo y de protección asociados al consumo


de drogas en la adolescencia, nos vamos a detener brevemente en consideraciones
previas relacionadas con los modelos y teorías explicativas sobre el consumo de drogas.
Así, una cuestión relevante tiene que ver con el desarrollo de los modelos teóricos que
han evolucionado desde los enfoques intrapersonales de la década de 1960, centrados
en variables de personalidad, a las perspectivas ecológicas actuales, que sitúan a la
persona en interacción dinámica con los entornos sociales en los que participa y se
desarrolla a lo largo de su trayectoria vital. Ciertamente, las primeras aproximaciones
realizadas en los años sesenta se centraban en describir el consumo de drogas a partir
de factores individuales, tales como características de personalidad, déficits en la
construcción del self o deficiencias en las relaciones entre el sujeto y el contexto social.
Sin embargo, investigaciones epidemiológicas posteriores han demostrado que
el consumo de drogas no ocurre en personas trastornadas o desviadas, sino que se trata,
como hemos visto en este capítulo, de un patrón de comportamiento extendido,
especialmente, entre la población joven (Buelga y cols., 2006). En este sentido, en la
década de los setenta y de los ochenta se propusieron varias teorías que, hoy en día,
siguen siendo vigentes para explicar ciertos aspectos concretos y procesos básicos que
intervienen en el consumo de drogas. Estas teorías clásicas se resumen en la Tabla 1.

Teoría del aprendizaje social (Bandura, 1979). Las conductas se aprenden a través
de refuerzos simbólicos vicarios y verbales. Las conductas de consumo de drogas
se realizan cuando la persona cree que la acción será reforzada, cuando valora el
refuerzo y cuando se percibe a sí mismo como capaz de ejecutar la conducta.

Teoría del control social (Elliot, Huizinga y Ageton, 1985; Hirschi, 1969). La
conducta problema se origina porque hay un debilitamiento de los lazos que unen
al sujeto con la sociedad, así como una escasa interiorización de los valores
sociales normativos. La influencia de grupos de iguales desviados tiene aquí un
peso muy importante como elemento de refuerzo y modelado en el consumo de
drogas.

Teoría del cluster de iguales (Oetting y Beauvais, 1987). El grupo de pares es la


única variable que tiene una influencia directa en el consumo de sustancias. Los
amigos configuran las actitudes sobre las drogas, proporcionan las sustancias, crean
un contexto social facilitador del consumo y comparten ideas y creencias que
justifican o no el uso de drogas.

Teoría de la inoculación (McGuire, 1972). La presión del grupo de iguales se puede


anular, inoculando al niño y al adolescente contra los argumentos persuasivos y
estrategias que serán utilizadas por los pares para consumir drogas, preparándolo
por otra parte, a utilizar contraargumentos.

Teoría de la acción razonada (Ajzen y Fishbein, 1980). La conducta está


determinada por las intenciones del individuo, las cuales están a su vez
determinadas por la influencia de sus actitudes y de sus creencias normativas sobre
el uso de las drogas.

Modelo de creencias de salud (Becker, 1974). Las conductas de salud dependen de


factores como la valoración del riesgo o el daño percibido de la sustancia, la
capacidad para evitar el daño a través de la realización de conductas apropiadas y
de la habilidad percibida para acceder a los recursos que se necesitan.

Tabla 1. Teorías clásicas explicativas del consumo de drogas

Por otra parte, desde una perspectiva más ecológica, se han construido algunas
teorías psicosociales que proporcionan explicaciones interesantes para comprender los
factores de riesgo y los factores de protección vinculados, en el periodo de la
adolescencia, al consumo de drogas, así como a otras conductas problemáticas, tales
como el vandalismo y la conducta delictiva.

Desde esta perspectiva ecológica, finalizaremos este capítulo tratando de


integrar, en un modelo biopsicosocial que contenga desde el nivel individual al nivel
macrosocial, los principales factores de riesgo y de protección que se han estudiado para
explicar el inicio y el uso continuado de las drogas en el periodo de la adolescencia.

2.1. Factores individuales

-Variables biológicas. Los trabajos que han estudiado la vulnerabilidad


biológica al consumo de sustancias encuentran cierta predisposición genética en la
dependencia de drogas. En este sentido, y a pesar de que se desconozca todavía el
mecanismo genético de transmisión, distintos estudios realizados con gemelos y con
niños adoptados han observado que las variables genéticas se hallan presentes, de forma
significativa, en la etiología del alcoholismo y de la adicción a otras sustancias como el
cannabis (Frances y Franklin, 1996; Verweij, Brendan, Zietsch y Lynskey, 2010). Así,
Frances y Franklin encontraron que la presencia de alcoholismo en los hijos,
independientemente de haber sido criados por padres adoptivos o biológicos, es cuatro
veces mayor cuando sus padres biológicos varones son alcohólicos, en comparación con
los hijos biológicos de no alcohólicos. Por otro lado, se ha observado que el marcador
de dopamina D2 es más frecuente en personas que abusan de las drogas (Guardia,
Catafau y Battle, 1998; Salazar y cols., 2010).

El consumo experimental y ocasional de drogas en la adolescencia responde más


a factores sociales que a factores personales, lo cual no ocurre con el consumo
continuado y abusivo, que están más condicionados por los procesos de refuerzo
positivo y negativo derivados de los efectos psicoactivos de las drogas. En este sentido,
se ha comprobado que muchas drogas producen elevación del estado de ánimo o
euforia, y liberan directa o indirectamente dopamina en el núcleo accubems o en la
corteza prefrontal (Redolar, 2008). La potenciación de estos mecanismos
dopaminérgicos produce los efectos reforzadores e interviene en la capacidad adictiva
de diversas sustancias de abuso y en el desarrollo de la dependencia conductual (Salazar
y cols., 2010). Además de la dopamina, se ha comprobado que determinadas proteínas y
otros neurotransmisores contribuyen también a la patofisiología de la predisposición
individual de dependencia a las drogas (NIDA, 2008b).

-Variables psicológicas. Muchos trabajos han puesto de manifiesto la


importancia que tienen en el inicio del consumo y el uso continuado de drogas las
expectativas hacia las éstas, la percepción de vulnerabilidad y la autoestima, entre otros
factores psicológicos.

Las expectativas hacia las drogas actúan como predisponentes próximos de la


conducta de consumo (Pons, 2001; Pons y Buelga, 2011). Así, las creencias referidas a
los efectos que las drogas producirán en el comportamiento, el estado de ánimo y las
emociones de quien las ingiera, predicen el consumo inicial de sustancias (Ajzen, 2001;
Pilatti, Cassola, Godoy y Brussino, 2005). En el caso del alcohol, las expectativas
positivas hacia su consumo están ya presentes en los niños, antes incluso de que tengan
su primera experiencia directa de consumo de esta sustancia con el grupo, y estas
expectativas se van incrementando con la edad hasta llegar a la adolescencia (Dunn y
Goldman, 2000; Hipwell y cols., 2005). A medida que los niños crecen, van
desarrollando imágenes más positivas del joven bebedor, creencias acerca de que es
normal beber en la adolescencia e intenciones conductuales de beber al llegar a esa edad
(Hampson, Andrews, Barckley y Severson, 2006; Pons y Berjano, 1999).

La repetida experimentación de la droga depende, en gran medida, de los efectos


logrados y esperados, es decir, de los efectos reforzantes de la sustancia, sea el refuerzo
positivo −placer, euforia, relajación, nuevos estados de conciencia, empatía− o negativo
−reducción de la ansiedad, disminución del estados de distrés y de malestar−. La acción
reforzante del efecto psicoactivo de la droga representa uno de los mecanismos más
importantes de la dependencia y adicción a las drogas.

Por otro lado en la adolescencia, otro proceso que facilita el consumo de droga
es la invulnerabilidad percibida (Pons y Buelga, 2011; Rutter, 1987) reflejada en
creencias del tipo: “a mí no me puede pasar nada malo”, “yo controlo”, "consumir
drogas no es tan malo como dicen". Obviamente, este tipo de creencias se relaciona con
el riesgo percibido en la decisión de consumir experimentalmente algún tipo de droga, y
de repetir su consumo. En igualdad de otros factores, conforme aumenta el riesgo
percibido de consumir una droga, disminuye la probabilidad de ese consumo, y
viceversa (OED, 2008).
Otra variable psicológica considerada en las investigaciones sobre factores
relacionados con el consumo de drogas es la autoestima. Diversos estudios han
encontrado que existe una relación entre el uso de drogas en adolescentes y una baja
autoestima (Mendoza, Carrasco, y Sánchez, 2003; Zullig, Valois, Huebner, Oeltman y
Drane, 2001). A este respecto, Pons y cols. (2002) concluyeron que la probabilidad de
consumo de alcohol y de cannábicos es más alta entre aquellos adolescentes que tiene
una valoración negativa de sí mismos y de sus relaciones familiares. De hecho, los
adolescentes policonsumidores presentan una autoestima más baja en cuanto a la
valoración general que hacen de sí mismos, y en cuanto a cómo creen que son valorados
por los demás (Graña, Muñoz-Rivas, Andreu, y Peña, 2000). En esta dirección,
Ravenna (2005) señalaron que algunos adolescentes con problemas de autoestima
utilizan las drogas para lograr un mayor sentimiento de competencia social en sus
relación con los otros.

Sin embargo, otras investigaciones destacan la existencia de relaciones positivas


entre la autoestima y el consumo de drogas en la adolescencia. En este sentido, Pastor,
Balaguer y García-Merita (2006) concluyeron en su estudio que una alta autoestima
social predice de forma positiva el consumo de sustancias: los adolescentes que se
sienten más aceptados por sus iguales son los que consumen tabaco con mayor
frecuencia. Por su parte, López, Martín y Martín (1998) encontraron en su investigación
que los jóvenes que consumen drogas no institucionalizadas tienen una autoestima más
elevada que el grupo de no consumidores.

El consumo de drogas puede convertirse en una práctica normativa en ciertos


grupos de adolescentes, que llegan a recibir por ello la aprobación de sus compañeros.
En relación con esta idea, Giró (2007) informó que la gran mayoría de los adolescentes
están de acuerdo en ver a los que consumen alcohol como “marchosos” y “enrollados”,
además de felices y bien adaptados. Cava, Murgui y Musitu (2008) encontraron que la
relación entre autoestima social y consumo de alcohol es diferente en la adolescencia
temprana y en la adolescencia media: en la adolescencia temprana ambas variables no
muestran relación significativa, mientras que en la adolescencia media la autoestima
social actúa como predictor del consumo de alcohol. Pasado el principio de la
adolescencia, explican estos autores, los individuos con más facilidad para relacionarse
y hacer amigos son, precisamente, los que presentan una mayor probabilidad de
consumo, relación ésta que todavía no se ha materializado en la primera adolescencia,
donde el deseo de autonomía convive con una mayor supervisión familiar. La
autoestima social guarda una relación directa con el consumo juvenil de alcohol, ya que
los adolescentes con menor autoestima social pasan menos tiempo con sus iguales y
tienen, consecuentemente, menos oportunidades de manifestar conductas como fumar o
beber, que suelen iniciarse en la adolescencia con el grupo.

2.2. Factores microsociales

- El contexto de la familia

Como hemos visto en otros capítulos de este libro, la familia es el contexto más
inmediato de desarrollo de la persona, constituye el sistema de apoyo más importante
para el bienestar y ajuste del adolescente. Sin embargo, la familia también ha sido
analizada como una fuente de posibles factores de riesgo asociados al consumo de
drogas de los hijos. Entre ellos se ha estudiado el papel del estilo educativo parental, la
calidad de la relación entre los padres y de éstos con los hijos, así como la importancia
del modelado conductual de los padres.

En las revisiones de Buelga y cols. (2006) y de Musitu, Buelga, Lila y Cava


(2001) se ha indicado que los estilos educativos de los padres son uno de los principales
factores explicativos del consumo de drogas de los hijos. Existen determinados patrones
parentales antecedentes que predicen el inicio y uso continuado en el consumo de
sustancias (Baumrind, 1991). En este sentido, Gracia, Fuentes y García-Pérez (2010)
compararon el efecto de cuatro estilos diferentes de socialización familiar, basados en
dos dimensiones: afecto y control. Estos autores encontraron un mayor consumo de
alcohol, tabaco y cannábicos en los adolescentes de padres que utilizaban un estilo de
socialización de bajo afecto y alto control, o de bajo afecto y bajo control. Por el
contrario, el consumo de estas drogas en los hijos era menor cuando el socialización de
los padres era de alto afecto y alto control, o de alto afecto y bajo control.

De acuerdo con Musitu y cols. (2001), los estilos parentales basados en el afecto
se relacionan estrechamente con las funciones del apoyo social proporcionado por el
grupo familiar. El grado de apoyo social percibido, es decir, la medida en que el sujeto
se siente amado, estimado y protegido por la familia, se asocia con el consumo de
sustancias. En este sentido, se han observado tanto relaciones de riesgo −el bajo apoyo
familiar se relaciona con alto nivel de consumo de sustancias en los hijos adolescentes−,
como relaciones de protección −el alto apoyo familiar se relaciona con un bajo consumo
de drogas en la adolescencia− (Jiménez Musitu y Murgui, 2006; Musitu y Cava, 2003).
Más específicamente, Catanzaro y Laurent (2004) encontraron que el apoyo familiar se
relaciona negativamente con el consumo de alcohol, tabaco y cannabis, y que tiene un
papel moderador del efecto de otros factores de riesgo, tales como las presiones sociales
para el consumo.

Por su parte, Hawkins y cols. (1992) plantearon que el riesgo de abuso de drogas
se incrementa cuando las prácticas educativas en la familia se caracterizan por
expectativas poco claras, escaso control y seguimiento, pocos e inconsistentes refuerzos
para la conducta positiva y castigos excesivamente severos e inconsistentes para la no
deseada. En este sentido, también algunos autores han sugerido que las diferencias en la
prevalencia de consumo entre chicos y chicas pueden deberse, al menos en parte, a
diferencias en los tipos de socialización y control ejercidos por los padres. Así, según
Hser, Anglin y McGlothlin (1987), los chicos son menos controlados por los padres y
tienen mayor libertad para adoptar conductas no convencionales, mientras que el estilo
educativo es más rígido para las chicas, quienes reciben más presión para acomodarse a
las normas sociales.

También otro factor familiar vinculado al consumo de drogas es la calidad de las


relaciones familiares: relaciones entre los padres y entre padres e hijos. Una de las
conclusiones más importantes en este ámbito es que una relación positiva entre los
miembros de la familia, en la que predomina la vinculación emocional, actúa como
mecanismo de prevención en el consumo de drogas (Nuez, Lila y Musitu, 2002). La
cohesión entre los miembros de la familia y la coherencia de puntos de vista entre los
padres sobre la educación de los hijos parecen tener un efecto de prevención del
consumo de drogas. Una dimensión facilitadora y un elemento crítico para la adecuada
vinculación emocional entre los miembros de la familia es, como indica Olson (1991),
la comunicación familiar. La capacidad de comunicación y de discusión de los
conflictos en la familia cumple funciones protectoras frente al consumo de drogas,
mientras que la ausencia de comunicación paterno-filial o pautas negativas de
comunicación tales como dobles mensajes y críticas, así como un clima familiar
conflictivo, son factores facilitadores de la conducta de consumo de sustancias. De
acuerdo con Buelga y Pons (2004), los adolescentes consumidores abusivos de alcohol
perciben a su familia como un contexto conflictivo en el que existe poco entendimiento,
en mayor medida que los abstemios o los consumidores ocasionales. Por otro lado,
McGee, Williams, Poulton y Moffitt (2000) hallaron que un clima familiar conflictivo y
una pobre interacción padres-hijos predecían el consumo de cannabis en adolescentes.

Otra variable familiar consistentemente asociada al consumo de drogas en la


adolescencia es el modelo de consumo parental. Existe un efecto directo de la conducta
de consumo de los padres en el consumo de los hijos, que se explica a partir del
aprendizaje por modelado (Bandura, 1999; Vink, Willemsen, Engels y Boomsma,
2003), de tal modo que el consumo de sustancias institucionalizadas por parte de los
padres, tiene un efecto de modelado en el inicio del consumo de esas drogas en los
hijos. Diversas investigaciones han comprobado, además, una mayor probabilidad de
consumo abusivo en los adolescentes conforme aumenta la frecuencia de consumo
alcohólico de sus padres (Buelga y Pons, 2004; Buelga y cols., 2006; Fromme y Ruela,
1994).

La actitud favorable o desfavorable que los padres mantienen hacia las drogas
influye también en la probabilidad de que el adolescente se inicie y continúe en el
consumo de sustancias. A este respecto, Alfonso y cols. (2009) y Calleja y Aguilar
(2008) han señalado que un factor de riesgo en el consumo de tabaco en los hijos es una
actitud permisiva hacia su uso por parte de los padres. Del mismo modo, Jones y
Heaven (1998) observaron una relación directa entre el consumo de alcohol de los
adolescentes y la actitud acrítica de los padres hacia este consumo.

En conclusión, queda ampliamente reconocido que el entorno familiar es un factor


de riesgo (o de protección) muy importante en el consumo inicial de drogas
institucionalizadas. Además, recordemos que el tabaco y el alcohol son drogas
facilitadores de otros consumos, siendo, el alcohol, la droga más utilizada en todos los
polinconsumos con otras sustancias.

- El grupo de iguales

La influencia del grupo de los iguales es otro de los factores más estudiados en
los comportamientos de riesgo en la adolescencia. Así, si bien la conducta parental de
consumo de sustancias institucionalizadas contribuye en los hijos al consumo
experimental de tabaco y de alcohol, la influencia directa del grupo de pares parece ser
más decisiva en el uso continuado de estas drogas (Engels, Vitaro, Blokland, De Kemp,
y Scholte, 2004). Algunos autores sugieren, a este respecto, que el hábito de fumar y de
beber son conductas sociales que habitualmente se aprenden y se practican en compañía
de otras personas, y en el caso de los adolescentes, este aprendizaje se efectúa con el
grupo de iguales (Musitu y cols., 2001; Vega y Garrido, 2000).

Por otra parte, el primer contacto que tiene el adolescente con las drogas no
institucionalizadas ocurre, generalmente, con el grupo de iguales (López y cols., 1998).
En este contexto, los procesos de presión grupal pueden ser especialmente relevantes en
el consumo experimental con las drogas (McGuire, 1972, Vega y Garrido, 2000), y los
procesos de identificación grupal con el uso continuado de las sustancias (Cava, Buelga,
Herrero y Musitu, 2011). Sin embargo, Bauman y Ennet (1996) han sugerido que se ha
sobreestimado la influencia de la presión del grupo de iguales en el consumo de drogas.
Sin negar la evidente incidencia de este factor, Bauman y Ennet han afirmado que el
adolescente selecciona sus amistades en función del atractivo que el grupo tiene para él,
atribuyendo frecuentemente su propio comportamiento de consumo a la influencia de
los amigos.
La investigación ha constatado que los adolescentes son semejantes a sus amigos
en actitudes y conductas relacionadas con el consumo. Así, los consumidores de
sustancias cannábicas suelen pertenecer a grupos cuyos miembros consumen también
esta droga (Alfonso y cols., 2009; Comas, Jiménez, Acero y Carpallo, 2007). Entre
estos adolescentes, el consumo de esta sustancia se asocia a la diversión y a la relación
con el grupo de amigos (Olivar y Carrero, 2007). Por su parte, Pastor y cols. (2006)
encontraron que, entre los adolescentes varones, hay una relación positiva entre el
consumo de cannabis y la percepción de popularidad entre los compañeros, mientras
que en las chicas esta relación se observa con la percepción de habilidad para hacer
amistades íntimas. En esta línea, Villarreal (2009) sugirió que determinados consumos
son, precisamente, un modo para aumentar la red de amistades o para integrarse en
grupos de adolescentes y que, además y hasta cierto punto, puede estar bien visto
socialmente el consumo de ciertas drogas. Los jóvenes integrados en esos grupos
pueden ver reforzada su aceptación social y su autoestima social cuando realizan estos
consumos con sus iguales.
2.3. Factores macrosociales

-Disponibilidad de las drogas

Está ampliamente demostrado que el consumo de drogas depende, en gran


medida, de la disponibilidad del producto, es decir, de su presencia física en la sociedad
(Buelga y cols, 2006; Pons y Buelga, 2011). Cuanto más cerca y accesible esté la droga,
mayor es la probabilidad de iniciarse y de repetir su consumo. Como indica la CICAD
(2010), la dificultad de acceso define una barrera objetiva para acceder a las drogas,
puesto que una menor disponibilidad dificulta claramente su uso. El fácil acceso a las
drogas institucionalizadas y, aunque en menor medida, también al cannabis, podría
explicar, en parte, el consumo extendido de estas sustancias entre los adolescentes
(CICAD, 2010; OEDT, 2010; OED, 2008). En este sentido, Wagner y Anthony (2002)
plantearon que verse involucrado en el uso de drogas es consecuencia de la exposición a
oportunidades para usarlas y ofrecen evidencia, en concreto, de que los consumidores de
alcohol o de tabaco tienen mayor riesgo de usar marihuana y éstos de consumir cocaína,
precisamente porque en cada etapa del proceso tienen una mayor exposición a
oportunidades para acceder a estas sustancias y realizar un consumo repetido de las
mismas.

La disponibilidad de las drogas depende de la presencia física de la sustancia en el


medio social −en la casa, en el local de ocio, en el comercio,…− y de su facilidad de
adquisición −incluyendo el precio y las restricciones legales−, pero también de factores
psicosociales y socioculturales vinculados entre sí, como son los significados sociales
atribuidos a la droga. En este sentido, el extenso uso de sustancias institucionalizadas,
tanto en población general como escolar, se explicará no solo por la presencia física y la
facilidad de adquisición, sino también por la actitud acrítica mantenida por la sociedad
hacia esta droga y por la función tradicional que tiene el alcohol en actividades festivas,
lúdicas y cotidianas, reflejado también, por otro lado en los medios de comunicación:
publicidad, series de televisión,… que presentan el alcohol vinculado a situaciones
sociales gratificantes.

-Medios de comunicación y nuevas tecnologías de la comunicación y de la


información

La influencia de los medios de comunicación es tan importante que resulta difícil


analizar los problemas de la adolescencia en la sociedad actual sin relacionarlos con la
televisión, y con Internet. La televisión sigue siendo uno de los medios de ocio
preferidos por los adolescentes, junto con Internet y el teléfono móvil. De acuerdo con
el informe del Defensor del Pueblo (2010), los adolescentes españoles de 12 a18 años
ven todos los días la televisión un promedio de dos horas. En su estudio, De Noray y
Parvex (1994) señalaron que los adolescentes de 13 a 15 años pasan unas 1.500 horas
anuales delante de la televisión, viendo cada semana, aproximadamente 670 asesinatos,
858 reyertas y 18 situaciones explícitas de consumo de drogas no institucionalizadas.

Desde una postura institucional, aparecen muchos mensajes que rechazan la


exposición de estas conductas en los medios de comunicación. Hay restricciones legales
que regulan el contenido de los programas. Sin embargo, el adolescente está
frecuentemente expuesto a mensajes contradictorios. Por una parte, se encuentran frente
a campañas de prevención de la violencia y del consumo de drogas, y por otra, las
películas y series de televisión normalizan el uso de las drogas, distorsionando y
minimizando sus consecuencias negativas. En España, la publicidad del alcohol,
permitida en los medios audiovisuales a partir de las 21:00 para las bebidas alcohólicas
de menos de 20º, sigue asociando su consumo a efectos positivos: evasión, éxito,
integración, diversión, amistad,…

La teoría del aprendizaje social ya puso de manifiesto que se imitan


comportamientos de modelos que reciben recompensas, o que salen airosos de
situaciones comprometidas o arriesgadas (Bandura, 1979). En este sentido, Internet se
ha convertido en la actualidad en una plataforma de aprendizaje privilegiada para los
adolescentes. Se trata de la herramienta más utilizada para la búsqueda de información
en general y en particular, para la obtención de información, sobre las drogas. En la
Red, el adolescente encuentra no sólo información segura sobre las drogas, sino también
información que le incita a su consumo, enseñándole, además, cómo lograr efectos
psicoactivos más potentes y duraderos.

Y éste, solo es uno de los problemas del mal uso de las tecnologías, que como
veremos, en el siguiente capítulo, se extiende a otras adicciones diferentes a las drogas,
como son las adicciones tecnológicas, y también a otros problemas de violencia en la
Red, como es el ciberacoso.
CAPÍTULO 9. EL ADOLESCENTE FRENTE A LAS NUEVAS
TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN Y LA COMUNICACIÓN
Sofía Buelga
Mariano Chóliz

Las Nuevas Tecnologías, habitualmente denominadas TICi no solamente son


herramientas esenciales en las sociedades actuales, sino que puede decirse sin temor a
equivocarnos que identifican el actual momento histórico, al cual en muchas ocasiones
se le denomina, precisamente, “Era de la Información y de la Comunicación”. La
relevancia económica que ha adquirido se pone de manifiesto por el hecho de que
durante el año 2010, los hogares españoles gastaron aproximadamente 13.500 millones
de euros en las TIC (telefonía móvil y fija, Internet en el hogar y televisión de pago). En
ese mismo año, el índice de penetración del móvil en España es ya del 116%, lo cual
significa que hay más líneas de móvil activas (alrededor de 50 millones) que habitantes.
Además, el 60% de los hogares tiene conexión a Internet (Observatorio Nacional de las
Telecomunicaciones y de la Sociedad de la Información [ONTSI], 2011). Para darnos
una idea de la relevancia mundial de este tipo de tecnologías, solamente es preciso
indicar que en el año 2010 el conjunto del mercado TIC movió en el mundo 2.75
billones de euros (ONTSI, 2010).
Puede asegurarse que el móvil e Internet forman parte del estilo de vida actual
en cualquier sociedad, con independencia del régimen político, del nivel económico o
de si se trata de poblaciones rurales o urbanas. Precisamente, una de las características
que definen las sociedades de hoy en día es su funcionamiento en red (Barney, 2004), lo
cual puede constatarse por el hecho de que las comunidades virtuales pueden utilizarse
tanto para comunicarse con amigos y familiares, como para organizar un evento, una
protesta o favorecer el seguimiento de un líder político. Y ello puede darse tanto en
sociedades muy desarrolladas económicamente como en países en los que la mayoría de
sus habitantes viven en el umbral de la pobreza.
En este capítulo nos vamos a centrar en la centralidad de las “nuevas
tecnologías”ii en la adolescencia, ya que a pesar de que se trata de herramientas
absolutamente imprescindibles y ampliamente generalizadas en la población en general,
son los adolescentes quienes las encuentran verdaderamente fascinantes y son ellos
quienes sufren algunos de los principales problemas del mal uso de las mismas
(Echeburúa, Labrador y Becoña, 2009). Las redes sociales significan para jóvenes y
adolescentes algo más que herramientas eficaces de comunicación, ya que mediante
ellas llegan a crear formas nuevas de comunicación que modifican y mediatizan las
relaciones interpersonales (Hearn y Footh, 2007) y en la actualidad son una fórmula de
inclusión social para jóvenes y adolescentes (Notley, 2009). Y es que las TICO
(permítasenos utilizar este término) tienen muchas cualidades que las hacen
especialmente atractivas (incluso fascinantes) para ellos, si bien las mismas
características que les atraen son las que pueden llegar a ahondar la brecha generacional.
Los niños y adolescentes (probablemente también los jóvenes) conforman lo que se ha
llegado a denominar como “nativos digitales” (Prensky, 2001), término con el que se
hace referencia al hecho de que han nacido y se han desarrollado en una sociedad
tecnológicamente muy avanzada, en la cual la electrónica está a la base tanto del
desarrollo tecnológico como del funcionamiento de cualquier sistema. Llegan a
aprender con facilidad el manejo y la lógica del funcionamiento de muchas actividades,
ya que los procesos implicados en ellas son comunes para muchas tareas en las que está
implicada la electrónica. En este sentido, es proverbial el que los más jóvenes adquieran
destrezas en el manejo de cualquier actividad tecnológica que a muchos adultos, que no
son sino “inmigrantes digitales generacionales”, les cuesta desarrollar y, en algunos
casos, admitir. Debido al hecho de que las TICO permiten la realización de
innumerables actividades especialmente atractivas para jóvenes y adolescentes –de
hecho, cualquier herramienta tecnológica dispone de múltiples funciones que sólo los
más jóvenes suelen aprovechar-, las tecnologías se han convertido en uno de los más
destacables objetos de deseo y las empresas del sector ven en este colectivo el principal
nicho de mercado.
En este capítulo estudiaremos, en primer lugar, las adicciones tecnológicas.
Analizaremos, por separado, la adicción a Internet, a los videojuegos y al móvil, debido
a cada una de estas adicciones tiene unas funciones características y unos procesos
psicológicos diferentes. En segundo lugar, analizaremos, el ciberacoso, profundizando
en el estudio del cyberbullying para finalizar con la explicación de otras conductas de
ciberacoso, como son el sexting y el grooming.
1. ADICCIONES TECNOLÓGICAS
La adolescencia es un periodo del desarrollo especialmente vulnerable a las
adicciones (Chambers, Taylor y Potenza, 2003). Y no solamente en lo que se refiere a
las drogodependencias (Wagner y Anthony, 2002), sino también a las denominadas
adicciones comportamentales, ya que cualquier dependencia se caracteriza por una
incapacidad de controlar el consumo, tanto de sustancias como de cualquier otra
actividad. Dicha vulnerabilidad se debe, principalmente, a que algunos de los
principales factores de protección del desarrollo de conductas adictivas se ven
debilitados por el hecho de que durante la adolescencia se dispone de un menor control
de la impulsividad (Swady, 1999; Rogers y Robbins, 2001), no se suelen tener en cuenta
planificaciones a largo plazo y se minimiza el riesgo de algunas actividades
potencialmente peligrosas, lo cual es fruto de su inmadurez cortical (Bechara, 2001),
especialmente del córtex prefrontal (Chambers y cols., 2003). Además, se trata de un
periodo de autoafirmación, -generalmente en contra de los modelos paternos o adultos-
lo cual favorece el que se lleven a cabo comportamientos para los que no están
preparados o sobre los que no han adquirido las suficientes habilidades o recursos. Tales
acciones y conductas, aunque muy significativos para el proceso de autodeterminación
respecto de los adultos, no están exentas de riesgos.
En lo que se refiere a las adicciones tecnológicas, tanto el DSM-IV-TR como el
CIE-10 sólo reconocen la existencia de trastornos por dependencia de sustancias, es
decir, lo que tradicionalmente se conoce como drogodependencias. Ni siquiera el juego
patológico es considerado como trastorno por dependencia, ya que en la actualidad está
clasificado en la categoría de “trastorno del control de impulsos”. No obstante, muy
probablemente esto cambie en quinta edición del DSM, dado que las diferentes
comisiones de expertos existe un acuerdo prácticamente unánime por parte de la
comunidad científica en entender que el juego patológico cumple con los principales
criterios diagnósticos de un trastorno adictivo (Potenza, 2006) ampliándose, de este
modo, la categoría de trastorno adictivo a las adicciones comportamentales, o “sin
droga” (Echeburúa, 1999). Igualmente, las adicciones tecnológicas, a pesar de su corta
historia, ya cuentan con bastante evidencia clínica, social y científica sobre su entidad
como un trastorno por dependencia (Griffiths, 1995), aunque quizá ello todavía tarde un
tiempo en reflejarse en el DSM.
La característica principal, y la más significativa, de los trastornos adictivos es
que se trata de un problema de dependencia, es decir, de una utilización desadaptativa
de las tecnologías, que interfiere con otras actividades y está resultando perjudicial para
el individuo, pero que se es incapaz de dejar de usarlas. Las adicciones tecnológicas más
significativas son a Internet, móvil y videojuegos (Echeburúa y cols., 2009), si bien
estas herramientas cada vez están más relacionadas entre sí, hasta el punto de que es
posible (y cada vez será más frecuente) conectarse a una red social para jugar a un
videojuego online, a través del móvil. En ese caso es preciso analizar los procesos
psicológicos implicados en el desarrollo de la dependencia, porque muy probablemente
las tres tecnologías tienen características que son sustanciales para la explicación de la
adicción: el aspecto lúdico y absorbente de los juegos, la interactividad e interacción
social que favorece el uso mediante Internet, o la accesibilidad y disponibilidad espacio-
temporal del móvil.
Así pues, centrándonos en el proceso psicológico principal implicado en las
adicciones, que es la dependencia, es posible analizar hasta qué punto las adicciones
tecnológicas tienen una entidad clínica, siguiendo los criterios del DSM-IV-TR para el
diagnóstico de los trastornos por dependencia de sustancias. En este caso, lo que es
preciso analizar es si dichos criterios también se cumplen en el caso del uso de Internet,
móvil o videojuegos, en cuyo caso nos encontraríamos con auténticos trastornos por
dependencia. Los criterios definitorios de dichos trastornos aparecen en la Tabla 1:

Criterios de dependencia de las “Nuevas Tecnologías”


1. Tolerancia: necesidad de utilizar cada vez más las tecnologías para
conseguir los objetivos iniciales o, similarmente, no ser suficiente con
el uso que se hacía inicialmente de las mismas
2. Abstinencia: malestar emocionalmente significativo cuando se lleva
un tiempo sin utilizar la tecnología o cuando se interrumpe su uso
3. Mayor uso del que se pretendía
4. Deseo de dejar de utilizar Internet, móvil o videojuegos, pero ser
incapaz de hacerlo
5. Emplear excesivo tiempo en actividades relacionadas con las
tecnologías
6. Dejar de hacer otras actividades para poder usar más Internet, móvil
o videojuegos
7. Seguir utilizándolas a pesar de saber que le están perjudicando
Tabla 1. Criterios de Dependencia de las “Nuevas Tecnologías” (Chóliz y Marco, 2012)

A continuación vamos a detenernos en describir las características de las tres


principales adicciones tecnológicas.
1.1. Adicción a Internet
De entre las herramientas tecnológicas actuales, Internet es una de las que mayor
impacto ha producido en cualquier actividad humana en las sociedades modernas
(Mossberger, Tolbert y McNeal, 2008). Y no sólo por el hecho de que un porcentaje
muy importante de la gente es internauta, sino también porque cualquier actividad
económica o social depende de Internet, con independencia de que alguien sea usuario
directo de la misma, o no. La Red es la forma más eficaz y eficiente de transmisión y
almacenamiento de datos en formato digital, lo cual incluye no sólo a los contenidos
que pueden transcribirse mediante escritura, sino también a muchos otros formatos de
diferente cualidad, como imagen, sonido, datos, etc. que son digitalizados y, de esta
forma, almacenados y distribuidos mundialmente.
Con ser Internet un adelanto extraordinario en el acceso a la información, el paso
más significativo que se ha producido en la última década y que tiene una mayor
relevancia en el tema de las adicciones en los adolescentes es la aparición de la web 2.0
(Alexander y Levine, 2008). El usuario ha dejado de ser un elemento pasivo o, en todo
caso, receptor en el proceso de comunicación -por muy ágil que ésta sea-, para
convertirse en un elemento activo y esencial en la transmisión de la información. El
internauta no sólo es un navegante por el ancho océano de la Red sino que, con su
actividad, genera información, contenidos y, en el caso de los adolescentes, relaciones
interpersonales, principalmente.
Así pues, las redes sociales onlineiii -también denominadas “comunidades
virtuales”- son, en el año 2012, la herramienta de Internet más utilizada por jóvenes y
adolescentes y representan gran parte de la actividad que llevan a cabo en la red. En
España la red social más utilizada por los adolescentes es Tuenti, mientras que en toda
Latinoamérica es Facebook, si bien Orkut todavía mantiene la supremacía en países
como Brasil.
El atractivo de las redes sociales es la interactividad, es decir, la posibilidad de
ser agente activo en el proceso de comunicación. Los adolescentes disponen de una
herramienta extraordinaria para comunicarse y relacionarse, hasta el punto de que ésta
puede llegar a convertirse en un fin en sí misma. Cuando el uso excesivo deviene en
abuso y muchas de las facetas de la vida giran en torno a la red social, la dependencia
psicológica de la misma está al otro lado de la esquina.
El Test de Dependencia de Internet (TDI) (Chóliz y Marco, 2012) evalúa las
principales dimensiones de la adicción a Internet por parte de los adolescentes. Éstas
son las siguientes:
a. Problemas en el control del impulso. Se refiere a la dificultad para abandonar
Internet una vez que se ha comenzado a utilizar, así como la utilización
excesivamente frecuente en ocasiones en las que su uso no es conveniente –por
ejemplo si el uso de Internet interfiere con otras actividades, como el estudio,
trabajo, etc. Este problema se agrava (o incluso se origina) cuando los adolescentes
disponen de Internet en su habitación.
b. Preocupación obsesiva por Internet. Hace referencia al hecho de que Internet
se ha convertido en un tema central en la vida del adolescente. Muestra sumo interés
por todo lo que está relacionado con la Red y ya le resulta indispensable para el
establecimiento y mantenimiento de sus relaciones personales.
c. Tolerancia y Abstinencia. Se trata de los dos principales criterios para el
diagnóstico de los trastornos por dependencia. En el caso de la adicción a Internet, la
tolerancia se manifiesta por el hecho de que cada vez se utiliza la red durante más
tiempo para conseguir los mismos objetivos que lograba al principio. Es decir, que
ya no es suficiente con utilizar Internet durante un tiempo determinado, sino que
cada vez se necesita estar conectado periodos mayores y utilizar más recursos y
herramientas informáticas para satisfacer las mismas necesidades. Por otro lado, la
abstinencia se caracteriza por un malestar significativo cuando no es posible
conectarse a Internet o si éste no funciona adecuadamente. Dicho malestar puede
manifestarse mediante intranquilidad, aburrimiento excesivo, dificultad de
concentración en otras actividades o incluso irritabilidad.
d. Uso excesivo. A diferencia de otras adicciones, en las cuales los problemas de
dependencia se producen aunque el tiempo dedicado al consumo no sea excesivo, en
el caso de Internet los adolescentes llegan a pasar excesivo tiempo en la Red.
e. Problemas derivados del abuso. La dependencia de Internet está asociada a un
uso excesivo, interfiriendo con otras actividades cotidianas y acarreando problemas
con familiares o amigos. Las relaciones interpersonales, la actividad académica o
laboral, incluso la propia salud se ven afectadas por el uso excesivo de Internet.
1.2. Adicción a videojuegos
Los videojuegos son una de las actividades de ocio y entretenimiento preferidas
por niños, adolescentes y jóvenes. Representan la modernidad en el ocio y son un buen
ejemplo de cómo la electrónica ha servido para desarrollar una de las actividades más
característicamente humanas, como es el juego (Juul, 2005, 2009; Tavinor, 2009).
Además, la industria de los videojuegos se ha convertido en un poderoso negocio, lo
cual es -sin ninguna duda- uno de los principales instigadores del consumo.
El juego tiene unas características que hacen de éste una actividad sumamente
relevante para el ser humano, y no solamente en la etapa infantil. Algunas de las
funciones principales del juego son las siguientes (Chóliz, 2008) son: a) la facilitación
de la integración de las experiencias; b) el desarrollo de habilidades sociales; c) el
entrenamiento en resistencia a frustración y d) el incremento de la motivación
intrínseca.
Por otra parte, las características principales que presentan los videojuegos y
que hacen de ellos una actividad motivada intrínsecamente son las siguientes (Chóliz y
Marco, 2011):
- Suelen tener una estética agradable y escenarios atractivos.
- Presentan feedback de ejecución.
- Favorecen una elevada interactividad de las acciones que se llevan a cabo.
- Tienen niveles de dificultad graduable, lo cual favorece la consecución de
objetivos y metas.
- Proveen sensación de dominio provocada por la consecución de dichos
objetivos.
- Contienen temáticas atractivas, en muchos casos mitológicas y fantásticas.
- Favorecen la sensación de autodeterminación.
- Provocan una absorción de la realidad, como consecuencia de la congruencia
entre las habilidades y los objetivos.
Todas estas características hacen de los videojuegos una actividad sumamente
atractiva y motivadora. El adolescente dedica mucho tiempo y esfuerzo a esta actividad,
por la que muestra un enorme interés. Las principales dimensiones de la adicción a
videojuegos, evaluada con el Test de Dependencia de Videojuegos (Chóliz y Marco,
2011) son las siguientes:
a. Abstinencia. Se hace referencia al malestar que le provoca tanto la interrupción
de los videojuegos, como el pasar un tiempo sin poder utilizarlos. La abstinencia
también se caracteriza por el hecho de que el juego es una actividad que se lleva a
cabo para superar estados de ánimo disfóricos. La evitación o escape del malestar
es un poderoso reforzador negativo de la conducta de jugar, cuya extinción será
más difícil y penosa que si se juega principalmente por placer o para obtener
contingencias positivas.
b. Preocupación por el consumo excesivo, que aparece cuando el adolescente
reconoce que dedica demasiado tiempo a los videojuegos e intenta jugar menos,
pero no puede. También indica una dificultad en controlar el impulso de jugar, a
pesar de saber que jugar tanto le está perjudicando.
c. Problemas derivados del consumo excesivo. De nuevo, el jugar en exceso
puede tener consecuencias perniciosas, especialmente en las relaciones
interpersonales (familiares y sociales), así como puede llegar a perturbar los
hábitos saludables (pérdida de sueño, etcétera).
d. Tolerancia, manifestada por la necesidad de jugar cada vez más para tener el
mismo nivel de satisfacción. La tolerancia provoca el que cada vez se necesite
jugar más y, por lo tanto, el juego interfiera con otras actividades o, simplemente,
se abandonen porque no se les dedica suficiente tiempo.
1.3. Adicción al móvil
A pesar de que el móvil es la herramienta mas reciente, ya que antes de 1995 los
móviles eran algo muy testimonial y solamente las personas con un elevado poder
adquisitivo podían permitirse el gasto que suponía su adquisición y mantenimiento, en
la actualidad es la herramienta tecnológica más utilizada. Si nos referimos a los
adolescentes, se puede asegurar que la práctica totalidad de ellos tienen un móvil
(Chóliz, Villanueva y Chóliz, 2009). Y es que el móvil probablemente ha incorporado
un sinfín de herramientas tecnológicas, hasta el punto de que no solamente sirve para
hablar a distancia (el significado etimológico de “teléfono”), sino que se utiliza para
enviar y recibir información en forma de mensajes de texto, realizar fotografías, grabar,
reproducir (¡y editar!) videos, escuchar música y un largo etcétera de funciones. Su
multifuncionalidad, junto con la posibilidad de comunicarse en cualquier momento y
situación, es lo que hace que el móvil sea un dispositivo capaz de producir problemas de
dependencia (Chóliz, 2010a). En lo que se refiere a la relación con las demás
tecnologías, es ya habitual que un adolescente se conecte a una red social con el móvil
para jugar a un videojuego, lo cual hace que pueda hablarse propiamente de “adicción a
movilnet”. La aparición de los smartphones, que facilitan enormemente la conexión a
Internet desde el móvil, así como las diferentes formas de mensajería, de la que el
WhatsApp es la más característica, hacen del móvil una de las herramientas tecnológicas
con mayor potencialidad adictiva.
Entre las principales características del móvil que lo hacen especialmente
atractivo para los adolescentes podemos destacar las siguientes (Chóliz, 2010b):
- Autonomía, ya que el móvil es un instrumento que permite definir el propio
espacio personal y que les provee de autonomía respecto de padres o familiares.
- Identidad y prestigio. Más que la propia posesión de móvil, la marca o el tipo
de aparato significan estatus, estilos de conducta, o actitudes; en definitiva, moda
(Katz y Sugiyama, 2006).
- Aplicaciones tecnológicas. Las innovaciones tecnológicas asociadas con la
computación y electrónica ejercen una fascinación especial en los adolescentes,
quienes no sólo están más dispuestos a dedicar tiempo y esfuerzo en aprender a
utilizar las numerosas funciones que les brindan los desarrollos tecnológicos, sino
que también suelen adquirir las destrezas implicadas en dichas aplicaciones con
mayor rapidez que los adultos.
- Actividad de ocio. Las innovaciones tecnológicas del móvil no sólo están al
servicio de la optimización del proceso de comunicación, sino que en muchos
casos son esencialmente una forma de disfrutar del tiempo libre, convirtiéndose
una fuente de ocio especialmente atractiva para los adolescentes.
- Fomento y establecimiento de relaciones interpersonales. Las diferentes
aplicaciones del móvil favorecen el establecimiento y mantenimiento de las
relaciones interpersonales, ya que el móvil permite que la comunicación se realice
de forma rápida, concisa, eficaz y discreta. Pero no solamente sirve para optimizar
la comunicación habitual, sino que aparecen nuevos patrones de comunicación a
partir del desarrollo de las herramientas tecnológicas.
Al igual que ocurre con Internet y videojuegos, el móvil puede llegar a producir
una auténtica dependencia en el adolescente en el caso de que no pueda dejar de
utilizarlo o si lo necesita para llevar a cabo tareas, actividades o funciones que bien
podría realizar de forma alternativa.
Las principales dimensiones que caracterizan la adicción al móvil, según el Test
de Dependencia del Móvil (Chóliz y Villanueva, 2011) son las siguientes:
a. Abstinencia. Es decir, el malestar que se produce cuando se lleva un tiempo
sin utilizar el móvil, así como las perturbaciones emocionales y comportamentales
que provoca la imposibilidad o dificultad de seguir usándolo.
b. Ausencia de control y problemas derivados del abuso. Esto ocurre cuando
resulta en extremo dificultoso dejar de utilizar el móvil, lo cual puede provocar
verdaderos problemas con familiares o profesores, así como serios riesgos si se
utiliza en situaciones inapropiadas.
c. Tolerancia e interferencia con otras actividades. La dependencia se
caracteriza también por el hecho de que cada vez se necesita utilizar más el móvil
(enviar más mensajes, gastar más dinero, mandar más llamadas perdidas, utilizar
más la mensajería) para conseguir los mismos objetivos. O que utilizarlo igual que
antes ya no reporta la misma satisfacción. Dicha utilización excesiva interfiere con
otras conductas, ya que ello supone disminuir el tiempo que se les dedica o
perturbar su ejecución.
Las adicciones tecnológicas, en definitiva, son las más recientes adicciones
comportamentales, cuya prevalencia es especialmente significativa, y está aumentado
entre los adolescentes. Hemos distinguido entre cada una de estas adicciones (Internet,
videojuego y móvil), porque, como hemos señalado en la introducción, cada una de
estas conductas mantiene unas funciones muy características y porque están implicados
diferentes procesos psicológicos. Además, es todavía útil mantener la distinción entre
las tres, especialmente a la hora de desarrollar programas preventivos (Chóliz, 2011).
2. CIBERACOSO: ACOSO A TRAVÉS DE INTERNET Y DEL MÓVIL
Además de las adicciones tecnológicas que acabamos de ver, otro tipo de uso y
abuso inapropiado de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación es
el llamado ciberacoso. Este tipo de acoso consiste en la utilización de medios
electrónicos para dañar, intimidar y maltratar a otros. En este contexto, Internet y el
móvil son los dispositivos más utilizados para lograr estos fines.
El cyberbullying es una de las modalidades de acoso digital más conocidas y
utilizadas por los adolescentes para hacerse daño entre sí. El cyberbullying ha sido
definido como una “una conducta agresiva e intencional que se repite de forma
frecuente en el tiempo mediante el uso, por un individuo o grupo, de dispositivos
electrónicos sobre una víctima que no puede defenderse por sí misma fácilmente”
(Smith, Mahdavi, Carvalho, Fisher, Russell, y Tippett, 2008). Este tipo de ciberacoso,
desconocido hasta el año 2000, y que se caracteriza porque ocurre entre iguales, ha
aumentado de forma muy importante entre los adolescentes de todos los países
desarrollados del mundo; España, Reino Unido, Estados Unidos, Corea, Japón,
Australia, México. Su disminución y prevención se ha convertido en uno de los grandes
retos de este siglo XXI.
2.1. Cyberbullying: maltrato entre iguales
Los niños pueden ser crueles, pero armados con las nuevas tecnologías pueden
ser crueles a escala mundial (Sullivan, 2006).
Los avances tecnológicos de los últimos 10-15 años han posibilitado, sin
proponérselo, que el acoso escolar tradicional haya traspasado las barreras de los patios
escolares para continuar en las propias casas de las víctimas. Como ha visto el lector en
el capítulo 4 sobre violencia escolar, aunque el cyberbullying es un nuevo tipo de acoso
propio del mundo digital de este nuevo siglo, en realidad, es un viejo problema en un
nuevo envase, o como dice Li (2007) “An old wine on new bottle”. El nuevo envase son
los dispositivos electrónicos o tecnológicos que sirven para acosar a la víctima, y el
viejo problema es el acoso escolar.
El cyberbullying como el bullying se caracteriza por su intencionalidad de causar
daño, repetición de la conducta agresora y desequilibrio de poder entre el acosador y la
víctima. De hecho, en muchos casos, hay una prolongación de la experiencia de acoso
escolar con el acoso cibernético de modo que los problemas de muchos niños y
adolescentes en el contexto escolar se trasladan y siguen en el ciberespacio. Así,
enfrentamientos que comienzan, por ejemplo, en el patio continúan ahora en redes
sociales, como el Tuenti muy popular en España, o también por emails y por mensajería
instantánea.
De cualquier forma, el cyberbullying, también conocido con los términos aunque
menos utilizados de online bullying (Willard, 2006), electronic bullying (Raskauskas y
Stoltz, 2007), acoso cibernético (Kowalski y Limber, 2007), e-bullying (Ortega,
Calmaestra y Mora-Merchan, 2008), tiene unas características propias y diferentes al
acoso escolar, que aumentan su potencial dañino: anonimato del agresor, alcance y
amplitud de espectadores, imposibilidad de huir, reproducción de la agresión
indefinidamente.
A diferencia del acoso escolar dónde la mayoría de las veces la víctima sabe a
quién se enfrenta, en el cyberbullying, el agresor utiliza pseudónimos o nombres falsos
para acosar e intimidar a la víctima. Esta ocultación de la identidad no solo propicia la
agresión sino también la impunidad del acosador. El agresor no percibe de forma directa
e inmediata el dolor que provoca en la víctima, lo cual, facilita una mayor violencia y
crueldad en sus actos cibernéticos. Por otra parte, desde la perspectiva de la víctima, la
invisibilidad del acosador acrecienta su indefensión al no saber realmente a quién se
enfrenta, aunque la mayoría de las veces, cree conocer su identidad. Este sentimiento de
indefensión, de vulnerabilidad, y ahora también, de humillación, se potencia aún más
por el carácter público que tienen las ciberagresiones. Éstas pueden llegar rápidamente a
cientos, miles, millones de espectadores, que pueden convertirse, a su vez, en nuevos
agresores. La reputación social, tan importante para el adolescente, se ve muy afectada
por este carácter marcadamente público de las ciberagresiones. No existen lugares
seguros para evitar las agresiones públicas; éstas pueden aparecer en cualquier lugar del
escenario virtual y en cualquier momento del día durante las 24 horas. Los mensajes o
imágenes difundidas en Internet o por el teléfono móvil pueden recuperarse y, por tanto,
revivirse una y otra vez, lo que hace que el daño de la agresión permanezca en el
tiempo, ampliando sus efectos sobre la víctima.
El alcance público de las ciberagresiones con la pérdida de control sobre las
mismas, y la humillación personal y social producida por la situación vivida, puede ser
tan nociva para el adolescente, que en casos más extremos, se pueden llegar al suicidio.
Estos finales trágicos ya han ocurrido en los Estados Unidos con los jóvenes Ryan
Patrick Halligan de 13 años en 2003, Megan Meier de 13 años en 2006, y Tyler
Clementi de 18 años en 2010. Así, los encuentros sexuales de Tyler con otro joven,
fueron grabados y subidos a la red por un compañero de su piso, con el desenlace final
de que el 22 de septiembre de 2010, Tyler saltó al río Hudson desde el puente George
Washington.
Las formas de intimidar y de acosar en el ciberespacio son muy variadas y como
en el acoso tradicional, puede agruparse a lo largo de un continuum según la gravedad
de la acción realizada. En el extremo más severo podrían incluirse aquellas agresiones,
que penalmente son constitutivas de un delito, tales como las acciones que van en contra
de la integridad moral de la víctima (injurias, calumnias, amenazas, coacciones), o
delitos contra la intimidad de la víctima, tal el caso de Tyler Clementi (con el agravante
de difusión de los contenidos de privacidad más íntimos de la persona). El hecho es que
hay muchos tipos de ciberagresiones, los cuales, la mayoría de las veces, los
adolescentes desconocen no solo el alcance psicológico de las mismas, sino también las
consecuencias jurídicas que muchas de éstas pueden llegar a tener para los adolescentes
implicados y para su familia.
Una de las primera clasificaciones de ciberagresiones ha sido realizada por la
abogada y directora del Center for Safe and Responsable Internet Use, Nancy Willard
(2006, 2007). Esta autora ha clasificado las conductas de cyberbullying en los siguientes
tipos: (1) hostigamiento (envío repetido de mensajes ofensivos o humillantes a la
victima); (2) denigración (envío o difusión de rumores o informaciones falsas sobre la
víctima con el fin de dañar su reputación o su círculo de amistades); (3) suplantación
de la identidad (envío de mensajes maliciosos haciéndose pasar por la víctima para
mancillar su reputación o para involucrarla en problemas); (4) violación de la
intimidad (difusión de secretos, informaciones o imágenes embarazosas de la víctima);
(5) exclusión social (exclusión deliberada y cruel de la víctima de grupos on line); (6)
cyberpersecución (envío repetido de mensajes amenazantes o intimidantes con el fin de
provocar miedo real en la víctima).
Kowalski, Limber y Agatston (2010) han propuesto la misma clasificación,
añadiendo la ciberagresión de paliza feliz (happy slapping). Este tipo de agresión, que
se dió a conocer en el año 2005 en el metro de Inglaterra, consiste en grabar por el
móvil, una paliza con el fin de difundirla más tarde por Internet.
Por otro lado, Flores (2008) ha indicado que las ciberagresiones más frecuentes
entre los adolescentes españoles consisten en las siguientes conductas: (1) subir a
Internet informaciones y imágenes comprometidas sobre la víctima (reales o
manipuladas); (2) hacer una página web contra la víctima (dónde se la vote, por
ejemplo, como la más odiosa del colegio; (3) crear un perfil falso sobre la víctima en
una red social; (4) hacerse pasar por la víctima dejando comentarios ofensivos en foros
o en chats para generar peleas; (5) dar de alta la dirección de correo electrónico de la
víctima en sitios comprometidos para que ésta reciba mensajes de desconocidos; (6)
cambiar la clave de correo electrónico de la víctima para entrar en su cuenta; (7)
provocar a la víctima para que reaccione violentamente y sea expulsada de las redes
sociales; (8) difundir rumores falsos sobre la víctima para provocar el rechazo en los
demás y (9) enviar mensajes amenazantes a la victima por e-mail o SMS, para
provocarle angustia y desazón.
Lógicamente, debido a las consecuencias tan graves que tiene esta nueva forma
de acoso entre iguales, un interés creciente en la investigación actual es el estudio de su
prevalencia en el mundo (Garaigordobil, 2011; Kowalski y cols., 2010). Los
investigadores concuerdan en afirmar que la incidencia del cyberbullying ha aumentado
de forma muy importante en esta primera década del siglo XXI (Buelga y Pons, 2012).
Las razones que explican el aumento de este nuevo problema mundial, se explican,
entre otros, por la enorme expansión de los dispositivos tecnológicos en la sociedad
actual, y en particular, por su penetración en los hogares de las familias, a los cuales, los
niños acceden a edades cada vez más tempranas. Como Cervera (2009) ha apuntado,
mientras los padres utilizan Internet, los hijos viven en Internet, y tienen más
oportunidades para utilizar de forma inadecuada las TICs.
De hecho, en los Estados Unidos, entre un tercio (33%) y casi la mitad de los
adolescentes (48.8%) han sido víctimas de cyberbullying en el último año (Raskauskas
y Stoltz, 2007; Ybarra y Mitchell, 2008). En Europa, esta tasa de prevalencia desciende,
por termino medio, al 25% de victimización (Smith y cols., 2008), y al 15% en América
Latina (Del Río, Sádaba, y González, 2010). A este respecto, en España, Buelga, Cava y
Musitu (2010) han encontrado una incidencia de victimización del 26.8%, y Estévez,
Villardón, Calvete, Padilla y Orue (2011), del 30%. Por otro lado, el estudio realizado
por Del Río y cols. (2010) en ocho países de América Latina ha señalado que la
prevalencia de cibervíctimas es del 16%.
Con respecto a los agresores (Tabla 2), en este trabajo, Del Rio y cols. (2010) han
constatado que los países con mayor porcentaje de agresores son Venezuela (17.5%) y
México (14.7%), y los países con los porcentajes más bajos Brasil (8.4%) y Colombia
(11.3%). También se ha constatado que en todos los países (menos en Chile), hay más
chicos agresores que chicas (cuestión que trataremos en las próximas líneas).

Argentina Brasil Chile Colombia México Perú Venezuela Total


Chicos 123 180 134 206 609 169 96 1517
Chicas 166 171 137 167 495 83 51 1270
% Total Muestra 14.6 8.4 13.3 11.3 14.7 11.9 17.5 13.3

Tabla 2. Prevalencia de ciberagresores según sexo en países de América Latina (frecuencia y porcentaje)
Ciertamente, otro foco de enorme interés es el estudio de las diferencias de
género y de edad. Los resultados de los escasos trabajos realizados hasta el momento
son también contradictorios entre sí. Algunos estudios han sugerido que no hay
diferencias en la cibervictimización entre sexos (Katzer, Fetchenhauer y Belschak,
2009), otros han encontrado más víctimas entre los chicos (Del Río y cols., 2010), y
otros, entre las chicas (Buelga y cols., 2010). Pese a estas divergencias, muchos trabajos
han coincidido en señalar que hay una mayor frecuencia de víctimas entre las chicas que
entre los chicos. En el trabajo de Kowalski y Limber (2007), se observó el doble de
victimas entre las chicas que entre los chicos; un 15% de victimización entre las chicas
frente a un 7% entre los chicos.
En relación a los agresores, los estudios concuerdan más en señalar que hay una
mayor prevalencia de agresores de sexo masculino (Navarro 2009). En esta línea,
Sourander, y cols. (2010) han encontrado en Finlandia que el 16% de chicas son
acosadas por chicos y sólo el 5% de los chicos son agredidos por chicas. También, Del
Río y cols. (2010) ha constatado en su trabajo con adolescentes latinoamericanos que el
22.4% de los chicos frente al 13.4% de las chicas, han utilizado el móvil o el Messenger
para acosar a sus iguales. Por otra parte, Calvete, Orue, Estévez, Villardón, y Padilla
(2010) han indicado que las ciberagresiones realizadas por chicos se relacionan más con
grabar y difundir imágenes degradantes sobre la víctima y enviar contenido sexual no
deseado y molesto. En esta línea, Buelga y Pons (2012) han constatado que los chicos
acosan más en conductas de hostigamiento, de persecución, y de difusión de imágenes
degradantes sobre la víctima. En otras conductas más indirectas y relacionales, estos
autores no han hallado diferencias de género.
Por lo que respecta a las relaciones entre cyberbullying y la edad, las
investigaciones han sugerido, como en el caso del bullying (Cava, Buelga, Musitu y
Murgui, 2010; Buelga, Cava y Musitu, 2012), que la etapa más crítica de victimización
es la adolescencia temprana (12-14 años), con una disminución de estos
comportamientos violentos en la adolescencia media (Kowalski y Limber, 2007). En
este sentido, Buelga y cols. (2010) han encontrado más víctimas de cyberbullying en los
dos primeros cursos de enseñanza secundaria obligatoria (1º y 2º de la ESO), con un
descenso significativo de este tipo de acoso en el ciclo superior de enseñanza secundaria
(3º y 4º de la ESO).
Con respecto a la edad de los agresores, mientras Williams y Guerra (2007) han
señalado que la edad prevalente es a los 13 años, Buelga y Pons (2012) han encontrado
que es a los 15 años. También, otros autores no han hallado diferencias significativas en
las edades de los agresores (Ortega y cols., 2008). Una aportación interesante que arroja
cierta luz sobre estos resultados, contradictorios entre sí, es el estudio de Garmendia,
Garitaonandia, Martínez-Fernández y Casado (2011). Estos autores han constatado que
mientras que el cyberbullying severo (más de una vez, por semana) es más frecuente en
la adolescencia temprana, el cyberbullying de intensidad moderada (menos de una vez
por semana) lo es en la adolescencia media, lo cual podría explicar las variaciones
encontradas entre los diversos trabajos.
En conclusión, el cyberbullying es un problema que está aumentado de forma
muy importante en todos los países desarrollados, siendo necesario esclarecer todavía
muchas cuestiones pendientes para prevenir este tipo de conducta entre los adolescentes
del mundo. Y aún más, si se tiene en cuenta que también han surgido entre los
adolescentes, otros comportamientos cibernéticos realmente preocupantes, como los que
vamos a ver a continuación.
2.2. Sexting, Sextorsión y grooming
El sexting es un neologismo inglés, entre las palabras sex (sexo) y texting
(mensajes de texto de teléfonos móviles; SMS), que consiste en la difusión o
publicación de contenidos de tipo sexual (principalmente fotografías y/o vídeos)
producidos por el propio remitente, utilizando para ello, el teléfono móvil u otro
dispositivo tecnológico (Instituto Nacional de Tecnologías de la Comunicación,
[INTECO], 2011). Cuando la grabación se realiza a través de una web cam en lugar del
teléfono móvil, y se difunde por correo electrónico o por redes sociales, se habla más de
sex-casting que de sexting (aunque el término más utilizado siga siendo sexting).
La mayoría de las veces, los protagonistas de esta peligrosa práctica de
grabación y envío de fotografías y/o videos sexuales, son chicas que envían este regalo
picante a su novio/a. En el informe de Teen Online and Wireless Safety Survey (2010),
se ha señalado que el 65% de los adolescentes que hacen sexting son chicas frente al
35% de chicos. También, en no menos ocasiones, el destinatario de estas imágenes de
contenido sexual explícito es alguien que le gusta a ese adolescente (21%); amigos en
general (18%); su mejor amigo/a (14%); desconocidos (11%) y compañeros de clase
(4%).
Obviamente, las consecuencias de esta moda practicada por un 20% de
adolescentes norteamericanos pueden ser muy graves. Hay una pérdida absoluta de
privacidad y de control sobre la difusión de estos contenidos sexuales, que violan
gravemente la intimidad del adolescente cuando son distribuidos y difundidos, sin su
permiso. Un 8% de los adolescentes españoles de 10 a 16 años han informado, en este
sentido, haber recibido en su móvil sin haberlo pedido, fotos o videos de chicos o chicas
conocidos en posturas sexualmente provocativas (INTECO, 2011). En esta encuesta, el
60% de los padres de menores españoles de 10-16 años han manifestado que para ellos,
sería muy negativo que sus hijos recibiesen fotos de chicos o chicas en posturas sexy.
Estas imágenes privadas enviadas como regalo al novio/a, como señal de flirteo,
como juego entre amigos, como prueba de osadía y madurez, muchas veces causada por
la presión de los pares, escapan irreversiblemente al control del adolescente en el
momento mismo de su envío a terceros. Los medios tecnológicos posibilitan, como
hemos visto en este capítulo, la difusión masiva e inmediata de unos contenidos que
pueden permanecer y reproducirse para siempre en el espacio digital. En un
nanosegundo, el envío de estas imágenes íntimas puede pasar a ser de dominio público
y causar un daño irreparable al adolescente.
En Junio de 2008, Jessica Logan, de 18 años se ahorcó en su habitación, después
que su ex novio por venganza enviase una foto de ella desnuda que circuló entre cientos
de adolescentes de Ohio, su ciudad natal. Durante meses, fue hostigada con insultos
como "prostituta" y "reina del porno" en MySpace y Facebook…
La imposibilidad de detener la distribución de las imágenes ni de preveer las
reacciones que puede provocar en el ciberespacio, evidencia los graves riesgos a los que
los adolescentes que hacen sexting se exponen sin saber realmente las repercusiones que
pueden tener en el presente y también, en el futuro. La difusión masiva de las imágenes
sexuales no solo puede proceder del novio o de otros destinatarios conocidos o
desconocidos (por fanfarronear, divertirse o vengarse), sino también puede ocurrir por
incidentes relacionados con el robo o pérdida del teléfono móvil y también, por acceso
de terceros al dispositivo tecnológico (craking). De ahí, que el adolescente pueda ser
víctima de sextorsión no solo por parte de alguien con el que ha compartido
voluntariamente imágenes privadas (novio, amigos, conocidos), sino también por
personas que han accedido sin su consentimiento, a las imágenes privadas de su
terminal, y que le amenazan con publicar estas fotografías o videos de contenido sexual.
Por lo general, a cambio de no difundir esas imágenes privadas, la víctima chantajeada,
sigue enviando al agresor más fotos o videos de carácter sexual, y, en casos extremos,
puede llegar a realizar concesiones de tipo sexual con contacto físico (INTECO, 2011).
También, a cambio de no publicar el material comprometido, el agresor puede realizar,
además, un chantaje de tipo económico.
Un tipo de sextorsión muy grave, también provocada por la grabación y envío de
imágenes sexuales a otros (sexting), es el grooming. Este delito consiste en acciones
realizadas deliberadamente por un adulto con el fin de establecer una relación y un
control emocional sobre un niño o niña con la finalidad de abusar sexualmente del
menor. Esos fines incluyen casi siempre la obtención de imágenes del menor desnudo o
realizando actos sexuales, y en caso extremos, en acceder a un encuentro sexual entre el
adulto y el menor.

Obtiene fotos de sexting de niñas de 11 y 12 años contactadas en Tuenti y Messenger (29 sept., 2011)

La Audiencia Provincial de Cantabria impondrá una pena de cuatro años de prisión y más de 7.000 euros
en multas e indemnizaciones, a un hombre que se hizo pasar por una chica de 14 años en la red social
online Tuenti y convenció al menos a dos niñas, de 12 y 11 años (quienes por dicha edad no podrían ser
usuarias en Tuenti), para que la enviasen fotografías en las que aparecían desnudas.

Al parecer estuvo utilizando una cuenta de Messenger y dos en Tuenti entre septiembre de 2008 y enero de
2009 para contactar con diversas niñas fingiendo ser una chica de 14 llamada Isabel.

El hombre pedía a las niñas que le enviasen fotografías en las que estuviesen desnudas o que conectasen

su webcam con la excusa de que así sabría su talla y podía ayudarlas a «entrar en el mundo de la moda».
También se hacía pasar por el supuesto novio de la tal Isabel y las amenazaba si no le entregaban dichas
imágenes. Así logró que dos niñas de 12 y 11 años le remitiesen varias fotografías en las que aparecían
desnudas y en el caso de la más joven, en posturas y actitudes de tipo sexual. El acusado usó además las
fotos de las menores para enviarlas a otras chicas y que les sirvieran de cebo pues mostrarían que no había
nada malo si ya lo habían hecho otras niñas.

http//sexting.wordpress.com/2011/09/29/obtiene-fotos-de-sexting-de-ninas-de-11-y-12-anos-
contactadas-en-tuenti-y-messenger/

El grooming es un proceso que puede durar semanas, incluso meses, y que suele
pasar por las siguientes fases:
(1) El adulto simula ser un menor en foros, chats o redes sociales de niños y
adolescente para contactar con niños;
(2) El adulto comienza a establecer con la víctima lazos emocionales de amistad
y de confianza, obteniendo informaciones personales e íntimas de ésta, que podrán ser
utilizadas en su chantaje posterior;
(3) En ese clima de amistad ficticia entre dos supuestos niños o dos
adolescentes, el adulto engatusa, embauca al menor a hacer “cosas” sexuales
(fotografiarse desnudo, filmarse semi desnudo o desnudo delante de la webcam, etc.);
(4) Obtenidas imágenes íntimas del menor, el adulto procede, entonces, a
chantajearlo. Le exige al menor que siga proporcionándole más fotografías sexuales
suyas, a cambio de no difundir estas imágenes en la red o a sus contactos (familia,
amigos, conocidos). El menor entra en una espiral de abuso, de la que no sabrá salir sin
la ayuda de un adulto.
Las tácticas para chantajear a un niño o un adolescente son muy variadas, y
aunque éste es el proceso más habitual del grooming, también la extorsión puede ser
mucho más rápida y directa. La aceptación de una simple petición de amistad en el
Messenger o en una red social puede ser ya la puerta de entrada directa para el chantaje.
El adulto incluye con la solicitud, un virus que puede infectar el ordenador del menor
(soy un hacker y te he metido un virus en tu ordenador… si no quieres perderlo todo,
enséñame tus pechos), o un virus que también puede capturar y enviar al agresor las
contraseñas de las cuentas privadas del menor (tengo tu contraseña y me voy hacer
pasar por ti en tu Messenger para decir cosas guarras a los chicos… si no quieres que
lo haga, debes…). También la publicación inocua de fotos del menor en la red puede ser
la táctica para realizar directamente el chantaje (tengo fotos tuyas que he bajado de la
red social, y voy a publicarlas en páginas X aportando tu perfil… si no haces…).
Las estrategias y tácticas del grooming son lamentablemente muchas y muy
variadas, y las consecuencias psicológicas para la víctima muy graves. En la sociedad
tecnológica actual, son necesarios muchos esfuerzos para erradicar no solo este
insidioso tipo de ciberacoso sexual, sino como hemos visto en este capítulo, otros tipos
de ciberacoso.
La educación preventiva dirigida a los niños y a los adolescentes debe
claramente contener acciones orientadas a concienciar a los menores sobre sus
actuaciones. En muchas ocasiones, los menores no son conscientes de las repercusiones
y consecuencias psicológicas y legales que tiene su conducta cibernética sobre su propia
vida presente y futura, como se ha visto con el sexting, y con el cyberbullying. Los
programas de prevención deben obviamente, incluir a los adultos (y, en particular, a los
progenitores). Es necesario aumentar en los adultos su conocimiento sobre las nuevas
tecnologías, reduciendo de este modo, la brecha digital que los separa de los nativos
digitales que son sus hijos. En un mundo tecnologizado, dónde sin salir de casa los hijos
están expuestos, cada vez más a peligros reales en la red, el papel de los padres es
fundamental. No solo para evitar en sus hijos conductas tan peligrosas e inadecuadas
como el cyberbullying, sexting y grooming, sino también como agentes de socialización
para potenciar el uso positivo y saludable de las nuevas tecnologías, que ciertamente
bien manejadas, son muy beneficiosas para los adolescentes y en definitiva, para la
sociedad del siglo XXI.

Notas

i Aunque mejor sería denominarlas TICO (Tecnologías de la Información, Comunicación y Ocio), porque
la dimensión afectiva, tanto de la comunicación como del entretenimiento, es la principal variable que
explica el interés de los adolescentes por el uso de estas herramientas tecnológicas.

ii Volvemos a poner entre comillas lo de « nuevas » tecnologías porque para los adolescentes,
precisamente, no se trata de algo que pudieran considerar novedoso. Los adultos, sin embargo, las hemos
visto desarrollarse y en algún caso, incluso aparecer.

iii El concepto de red social abarca a disciplinas como sociología, psicología, economía o física y se basa
en modelos como la teoría de redes, que han supuesto una metodología de trabajo para el estudio de las
relaciones interpersonales desde principios del siglo XX. La utilización de Internet como herramienta que
facilita el contacto entre los miembros de la red ha favorecido el nacimiento y expansión de comunidades
virtuales, que es el término que mejor definiría al tema que nos ocupa.

Nota final: Una de las más conocidas redes sociales (aunque no la primera de ellas), Facebook, significa,
literalmente, «libro de caras» y es bien conocido que su origen se remota a la existencia de un documento
que se daba a los universitarios de Harvard cuando se matriculaban, en el que constaba una breve reseña
biográfica de cada compañero de la universidad ilustrada con una fotografía. Ese documento tenía la
función de favorecer el acercamiento entre los compañeros merced al conocimiento de algunas
características personales de cada uno. El gran salto hacia adelante se produjo cuando la información de
ese libro de caras pudo ampliarse por parte de los interesados y, sobre todo, cuando se distribuyó
ampliamente entre los compañeros o los conocidos de los compañeros, o los conocidos de los conocidos
de los compañeros… precisamente en forma de red.
UNIDAD IV. PROBLEMAS EMOCIONALES EN LA
ADOLESCENCIA
CAPÍTULO 10. LA AFECTIVIDAD EN LA ADOLESCENCIA
La adolescencia constituye un importante periodo de transición en el curso del
desarrollo humano, puesto que implica el paso progresivo de la infancia a la edad
adulta. El cambio es la esencia de la adolescencia. En efecto, el segundo decenio de la
existencia humana se caracteriza por la variedad e intensidad de las transformaciones en
todos los aspectos del desarrollo: el biológico, el psicológico y el de la vida social. Este
periodo, al igual que la niñez, es un periodo evolutivo que ha sufrido cambios en su
grado de “visibilidad” social a través de la historia y las culturas. Aunque es evidente
que la pubertad -entendida como el conjunto de cambios físicos que denotan la madurez
física de una persona adulta- ha existido siempre, la adolescencia, tal y como hoy la
entendemos, es un concepto que no está presente en la sociedad occidental hasta ya
entrado el siglo XX.

La consideración de la adolescencia como un periodo tormentoso y estresante,


de confusión normativa y de oscilaciones y oposiciones, apuntada inicialmente por
Stanley Hall a principios de siglo pasado, ha sido el principal referente teórico hasta
hace poco tiempo y ha llegado a cristalizar en la representación cultural que aún hoy se
tiene de esta etapa. Sin embargo, en las últimas décadas esta visión ha sido reemplazada
por otra que conceptúa la adolescencia como un período de desarrollo positivo durante
el cual la persona se enfrenta a un amplio rango de demandas, conflictos y
oportunidades.

Un cambio de enfoque tal, supone la reevaluación de los mitos existentes acerca


de esta etapa evolutiva que la suelen presentar como un periodo asociado a elevados
niveles de estrés, en el que se produce una distancia intergeneracional entre padres e
hijos y en el que los cambios hormonales implican graves dificultades para el
adolescente. Por el contrario, se ha constatado que la presencia de estrés es similar a la
encontrada en otras etapas de la vida, que la prevalencia de psicopatologías no es más
alta en la adolescencia que en otros momentos vitales, y que no existen datos empíricos
que avalen el foso profundo entre padres y adolescentes, sino que más bien existe una
relación positiva en la que ambos comparten una parte importante de los valores
sociales fundamentales. Aunque existan partidarios de ambas posturas, se podría decir
que la psicología contemporánea se ha desmarcado de la visión de la adolescencia como
una etapa de crisis inevitable y ha optado por poner el acento en la idea de que una gran
mayoría de adolescentes tiene los recursos necesarios para adaptarse a los cambios
internos y externos que caracterizan este período e integrar esas nuevas realidades en su
esquema vital.

Se puede afirmar que la adolescencia supone una transición evolutiva en la que


el sujeto debe hacer frente a numerosos cambios. En este sentido, una de las diferencias
entre este periodo y otras etapas del desarrollo evolutivo es, precisamente, el número de
cambios a los que el sujeto se debe enfrentar, así como la brevedad y rapidez de los
mismos. Todas estas transformaciones se articulan en tres grandes áreas: cambios en el
desarrollo físico o biológico, cambios en el desarrollo psicológico y cambios en el
desarrollo social. En los siguientes epígrafes haremos referencia a un aspecto específico
de este período como son las transformaciones afectivas.

1. LA IDENTIDAD EN LA ADOLESCENCIA
En este periodo es crucial la cristalización de la identidad entendida como un
conjunto de rasgos y de características personales que configuran el self. Se podrían
distinguir 3 aspectos diferentes de la identidad:

- Identidad objetiva, percepciones de otras personas sobre la propia identidad.


Esta identidad no es necesariamente real, refleja el modo en que otras personas
ven al sujeto. Cada uno de nosotros poseemos un conjunto de identidades
objetivas, ya que con cada persona que interactuemos, aparecerá un punto de
vista sobre nosotros.

- Identidad subjetiva, hace referencia al modo en que el adolescente percibe que


las personas de su entorno le perciben.

- Autoidentidad, es la versión privada que cada uno/a de nosotros/as realiza


respecto del conjunto de rasgos y características personales que mejor le
describen. La auto-identidad es una autodefinición compleja que incluye
informaciones emocionales y personales diversas relacionadas con el
entendimiento del sí mismo (self), y que no siempre es coincidente con la
identidad subjetiva (Miller, 1963).

Con respecto al concepto de identidad, su principal característica es la necesidad


que tiene el sujeto de reconocerse distinto del resto de individuos. En este sentido, desde
la psicología clínica se analizan los problemas derivados de la pérdida de la identidad, y
desde la psicología evolutiva, autores como Erikson (1981) o Marcia (1993, 2001)
indican la importancia de la búsqueda de la identidad en la etapa evolutiva de la
adolescencia.

Basándose en los trabajos de Erikson (1981) y Marcia (1993, 2001) se han


descrito cuatro estadios a partir de dos dimensiones claves: crisis y compromiso, ver
tabla I.

1. Moratoria psicosocial, período donde se retrasan los compromisos y las


obligaciones de la adultez. Los/as adolescentes en este status están en crisis de
identidad y de existir compromisos, éstos son vagos.

2. Identidad hipotecada, se produce cuando se establecen compromisos antes de


que la crisis de identidad haya seguido su curso.

3. Confusión de identidad, describe a aquellas personas que habiendo pasado


una crisis de identidad, no han establecido compromisos con una ocupación o
ideología.

4. Identidad lograda: sigue sus propias decisiones y metas. Asume los


compromisos y vive crisis en los procesos de toma de decisiones.

COMPROMISO
SI NO
CRISIS

SI Identidad lograda Moratoria psicosocial


Identidad Confusión de
NO
hipotecada identidad
Tabla I. Estadios de la identidad. Fuente: (elaboración propia).
El período de consecución de la identidad personal puede ocasionar diversos
trastornos afectivos, de los cuales sólo vamos a analizar la depresión, que junto con la
sintomatología depresiva es uno de los más frecuentes. Se define la depresión como una
carencia de energía y bienestar.

Un indicador de este estado es la sensación de desamparo e impotencia que lleva


a los adolescentes a sentir que los acontecimientos se hallan fuera de su control personal
y, en los casos más severos puede llegar a pensar en la posibilidad de suicidio, que
posteriormente analizaremos de forma más exhaustiva.

A continuación, se presentan una serie de criterios que pueden ayudar a detectar


signos de depresión en los adolescentes:

1. Actitud de infelicidad y desánimo.


2. Un cambio notable en los hábitos de comida y/o sueño.
3. Un sentimiento de desamparo, desesperanza y disgusto ante sí mismo.
4. Incapacidad para concentrarse y para dedicarse a algo.
5. Todo (incluso hablar y vestirse) es considerado como un esfuerzo.
6. Conducta irritable y agresiva.
7. Un cambio repentino en el rendimiento escolar.
8. Una búsqueda permanente de distracciones y nuevas actividades.
9. Asunción de riesgos peligrosos (por ejemplo: drogas/alcohol)
10. Abandono u olvido de amigos.

La depresión puede enmascararse tras los cambios de la adolescencia, y por lo


tanto no detectarse con facilidad. Otro problema que se plantea, es que cualquiera de
estos indicadores puede acontecer sin que por ello se convierta en síntoma de un
trastorno depresivo. Paradójicamente, las elevadas metas que se fijan los adolescentes
pueden ser también generadoras de problemas, como una excesiva autocrítica. Así
mismo, la depresión constituye un rasgo central de la ideación suicida, normalmente
acompañada de problemas afectivos y de conducta, los cuales a su vez, se relacionan
con el estrés psicológico y social.
2. LAS RELACIONES AFECTIVAS EN LA ADOLESCENCIA
En este periodo, los iguales desempeñan un papel vital en el desarrollo
psicológico de la mayor parte de los adolescentes. Además de cumplir las mismas
funciones que en la infancia, sirve de prototipo para las relaciones adultas posteriores en
el ámbito social, laboral y en la interacción afectivo-sexual. Estas relaciones con los
iguales adquieren mayor importancia, a causa de su progresiva autonomía e
independencia.
2.1. El apego y la autonomía en la adolescencia
En la adolescencia la función principal de la relación de apego con los padres es
proporcionar una base segura desde la cual la adolescente pueda explorar los estados
emocionales conectados a la consecución de la autonomía (Allen y Land, 1999). El
apego puede definirse como clase específica de vínculo afectivo que constituye una
unión afectiva intensa, duradera de carácter singular, desarrollada y consolidada entre
dos personas, por medio de su interacción recíproca y que una vez establecido
promueve la búsqueda y proximidad con la figura de apego con el fin de obtener los
cuidados y protección necesaria para obtener una sensación de seguridad y bienestar
tanto física como psicológica (Lafuente, 1989). El apego es característico de la
naturaleza humana y presenta manifestaciones menos intensas y absorbentes después de
la infancia.
No obstante, el deseo de amor y de cuidados persiste siempre y es acuciante
cuando una persona atraviesa momentos estresantes, que le alteran y producen ansiedad.
En consecuencia, estas necesidades afectivas en etapas posteriores a la infancia no
deben considerarse infantiles o regresivas. Para entender el apego y su evolución a lo
largo del ciclo vital, hay que tener en cuenta que no es un vínculo aislado, sino que
forma parte de un sistema intrafamiliar básico, dentro del cual, la persona resuelve
principalmente sus necesidades de seguridad emocional, contacto y vinculación (López,
1999). Durante la infancia las figuras principales de apego suelen ser el padre o madre,
y los familiares más cercanos. Y en este periodo se inicia tímidamente la presencia de
las figuras afectivas.
En el periodo que nos ocupa, existen diferencias interindividuales en las
relaciones parentofiliares, en un extremo se sitúan los adolescentes que se alejan por
completo de sus padres, y en el otro, los que permanecen “apegados” con preferencia
por sus progenitores frente a otras personas con las que se relaciona. No obstante, para
la mayoría de los adolescentes el apego a los padres es más importante por considerarlo
fundamental en su satisfacción con la vida (Laghi, D´Alessio, Pallini, y Baiocco, 2009).
En la adolescencia como en etapas posteriores, parte de la conducta de apego se suele
dirigir hacia personas fuera de la familia e incluso hacia grupos o instituciones, aunque
el vínculo con el grupo se establece por el apego hacia un miembro destacado de ese
grupo o institución.
Llegada la juventud, la pareja y los amigos son las figuras principales de apego
junto a los padres que todavía siguen siendo considerados como figuras de apego
principales, mayor en la relación con la madre que con el padre. La preferencia por la
madre radica en el componente de refugio emocional y base de seguridad. En este
sentido, existe cierta tendencia, en igualdad de estatus relacional, a señalar más a
mujeres que a hombres como principales figuras de apego. Este hecho podría explicarse
por el reconocimiento que socialmente se ha otorgado a las mujeres en relación con una
mayor intimidad y expresividad emocional.
2.2. Concepto y funciones de la amistad
De acuerdo con Hartup (1983) el grupo de iguales es el constituido por los
compañeros que interactúan entre sí de forma regular y que ejercen algún grado de
influencia recíproca entre sí. Este conjunto de personas desarrolla un sentimiento de
pertenencia al grupo y establece unas normas para relacionarse entre sí y con otras
personas externas al grupo, conformando una jerarquía en la que los miembros están
ordenados según el grado de dominancia y popularidad. Dentro del grupo surgen
relaciones de amistad entre los integrantes, que son más profundas e intimas que las
relaciones que se establecen con simples conocidos. La amistad es un vínculo horizontal
y afiliativo, marcado por la preferencia, afiliación y afecto compartido, que surge dentro
de una relación voluntaria, estable y diádica (Howes, 1987).
La relación de amistad, a diferencia de otras, implica un intercambio afectivo
bidireccional y, a partir de ciertas edades lleva implícito compartir intereses,
sentimientos, cuidarse y ayudarse mutuamente (Kimmel y Weiner, 1998). En este
sentido, Bukowski, Hoza y Boivin (1994) observaron que la amistad incluye los
siguientes aspectos o cualidades: compañerismo, ayuda-auxilio, ayuda-protección,
intimidad-vinculación afectiva, intimidad-valoración reflejada, seguridad-alianza fiable,
seguridad-problemas transcendentales y conflicto. Podemos considerar que éstos son los
componentes más característicos de la amistad, su significado puede variar en función
de la edad y de la experiencia evolutiva del individuo. En el siguiente esquema se
exponen las principales funciones de este constructo.
- Contribuye a desarrollar estrategias (positivas o competentes, agresivas, pasivas o de
recurso a la autoridad) y habilidades sociales, así como al desarrollo de sí mimo. El
amigo/a es un espejo donde mirarse.
- Proporciona una estructura para determinadas actividades (juego, deportes,
actividades escolares en grupo etc.)
- Refuerza y consolida las normas del grupo, así como determinadas actitudes (actitudes
sexuales apropiadas) y valores (compañerismo, lealtad, cooperación etc.). Los niños y
adolescentes son agentes socializadores recíprocos, con la edad cada vez más potente.
- Ayuda al aprendizaje moral en la medida en que se aprenden normas y valores.
- Ayuda al desarrollo de la competencia moral y de grupo.
Tabla II. Funciones de la amistad. Fuente: (Hartup, 1970)
Además de las funciones recogidas por este autor, podemos añadir que la
amistad proporciona placer y diversión, ayuda a aprender roles, proporciona
estimulación, favorece la exploración y el aprendizaje, satisface necesidades
emocionales y necesidades de cercanía (intimidad, relación, conexión), muy valoradas
por preadolescentes de ambos sexos. La amistad es responsable del bienestar emocional
en esta etapa vital y es clave en el proceso evolutivo, cuando se inician las primeras
relaciones románticas y de pareja.
La aceptación y el rechazo del grupo de iguales
La personalidad y la conducta social determinan la aceptación del adolescente
por sus compañeros. Una gran variedad de estudios sociométricos indican que los
adolescentes aceptados por sus compañeros son valorados cuando son tolerantes,
flexibles y simpáticos; se muestran cariñosos, poseen sentido del humor, actúan
naturalmente y con confianza propia, poseen iniciativa, entusiasmo y planifican e
inician actividades interesantes para el grupo. También son considerados más
favorablemente por sus compañeros cuando contribuyen a que los demás se sientan
aceptados e implicados y promueven interacciones constructivas entre los compañeros
(Musitu y cols., 2001). Existen otros factores, además de los anteriormente señalados,
que contribuyen a la aceptación o rechazo por los compañeros como son el nivel o
capacidad intelectual, apariencia física, etc.
Es importante subrayar que el rechazo afecta profundamente el ajuste y calidad
de vida de los adolescentes. La conciencia de no ser aceptado disminuye la
autoconfianza e incrementa su sentimiento de aislamiento social (Hartup, 1970).
3. LAS RELACIÓNES AMOROSAS EN LA ADOLESCENCIA
Tal y como se señaló anteriormente, durante la adolescencia la pareja es
percibida como una de las principales figuras de apego. En consecuencia, es habitual
transferir a la pareja romántica los cuatro componentes conductuales característicos del
apego: búsqueda de proximidad, refugio emocional, protesta de separación y base de
seguridad. Fundamentalmente, disminuye el apego experimentado hacia las figuras
parentales y aumenta el apego hacia la pareja. Este proceso se produce de manera
esencial en dos etapas: la primera etapa de atracción, en la que la relación de pareja aun
no constituye un vínculo de apego, que es la que se produce fundamentalmente en la
adolescencia y, la segunda, en la que la transformación desde la filiación al apego ya se
ha producido. En la siguiente tabla se expone más detalladamente, y en función del
tiempo, la transferencia de apego de las figuras parentales hacia su pareja sentimental.
Menos de un año de Nadie considera a su pareja su principal fuente de seguridad, ni
relación experimenta protesta de separación.
Más de un año y Experimenta protesta de separación y dice que su pareja es su
menos de tres principal fuente de seguridad.
La mayoría experimenta protesta de separación y considera a la
Más de dos años
pareja su principal fuente de seguridad.
Tabla III. Cronología del apego hacia la pareja. Fuente: (Hazan y Zeifman, 1999)
Los miembros de la pareja inician su relación buscando la proximidad y el
contacto mutuos y, transcurrido cierto tiempo de interacción y conocimiento, se
transforman en fuentes recíprocas de refugio emocional y, después de un período más
prolongado suelen proporcionarse protección y cuidados por lo que se convierten en
fuentes recíprocas de bienestar y seguridad física y emocional. En estudios transversales
y longitudinales, se ha constatado que en la fase de atracción, cuando la relación es
inestable, el nivel de ansiedad con respecto a la pareja es superior que cuando la
relación ya se ha consolidado (Eastwick y Finkel, 2008). Hazan y Zeifman (1999)
propusieron un modelo de formación del apego adulto en la pareja, el cual se estructura
en 4 etapas paralela de formación del primer apego en la infancia.
1ª etapa. Preapego: atracción y flirteo. Se caracteriza por el interés y buena
disposición hacia la interacción social. En esta etapa el adolescente muestra interés y
buena disposición hacia la interacción social en general: conversa animadamente, se
muestra expresivo, sonríe, establece contacto ocular de una forma relativamente
frecuente, tal y como sucede en el comportamiento denominado flirteo. La excitación
que va asociada a los intercambios propios del flirteo parece más relacionada con la
actividad de emparejamiento sexual que con el apego.
2ª etapa. Apego en formación: enamoramiento. Cuando una pareja pasa de la
atracción inicial al enamoramiento sus interacciones se hacen más suaves e íntimas,
mostrando preferencia por actuar con personas conocidas. Simultáneamente se observan
distintos signos como formas características de contacto físico y de habla (cogerse la
mano, cogerse del hombro, susurrar, habla infantil) que contrastan con las formas más
características de la etapa anterior. Con esta etapa la pareja comienza a compartir
confidencias convirtiéndose en refugio emocional
3ª etapa. Apego definido: amor. Esta etapa, menos frecuente en la adolescencia
y más en la edad adulta, se caracteriza porque disminuye la frecuencia de la actividad
sexual y aumenta el apoyo emocional y el cuidado mutuo.
4ª etapa. Asociación de meta corregida: la fase post-romance. En esta etapa
aumenta la actividad exploratoria y se busca un mayor contacto y proximidad con los
iguales. Además, disminuyen las conductas como el contacto visual, los besos y
abrazos. La pareja deja de ser el centro de atención y, el interés se dirige a otros ámbitos
(trabajo, amistades). La vinculación no es tan visible pero ya se ha formado una
profunda interdependencia emocional, razón por la cual si se produce la separación se
experimentan importantes repercusiones psicológicas y físicas de forma muy negativa.
En la adolescencia y juventud se producen las dos primeras etapas enunciadas,
fundamentalmente la primera, la atracción. En esta etapa, la pulsión sexual es intensa y
busca en sus parejas la satisfacción de sus deseos, produciéndose sobre todo en las
chicas el ensoñamiento romántico y la idealización. Es importante que en esta etapa las
relaciones sean igualitarias porque existe el peligro de que las chicas influidas por viejas
concepciones románticas renuncien a su recién estrenada identidad y anhelos en pro de
los deseos de los chicos. La segunda etapa, de enamoramiento da lugar a una relación
mucho más afectiva en la que prima el intercambio de sentimientos, teniendo en cuenta
que el intercambio sexual sigue siendo importante. Esta etapa se suele producir en los
últimos momentos de la adolescencia.
4. DESARROLLO DE LAS ACTITUDES Y LA CONDUCTA SEXUAL EN LA
ADOLESCENCIA
Una de las tareas más difíciles del o la adolescente es integrar significativamente
su sexualidad con los otros aspectos evolutivos, como el desarrollo de la identidad y las
relaciones con los demás.

La dificultad reside en que el sexo y el amor poseen tantas facetas, tantas


características y complejidades ocultas y significan cosas tan diferentes para las diversas
personas, que no siempre es posible dar explicaciones del todo satisfactorias. A pesar de
ello, nuestro lenguaje no sólo refleja las suposiciones, prejuicios, mitos y estereotipos
acerca del sexo, sino también nuestras ideas, actitudes y valores más explícitos. Estos
condicionantes intervienen decisivamente en nuestra forma de enfocar, pensar y
desarrollar las relaciones sexuales.

4.1. Factores biopsicosociales y conducta sexual adolescente


Los estudios sociológicos ponen de manifiesto que la conducta sexual es
fundamentalmente una conducta social aprendida durante su proceso de socialización y
regulada “a través de la cultura (primer nivel), de la organización concreta de la
sociedad (segundo nivel); y la de la red de relaciones más cercana, la familia, la pareja
y los iguales (tercer nivel)” (Sáenz, 2009, p. 281-282).
Las actitudes y relaciones sexuales asumen distintas formas al final de la época
adolescente, en la que los patrones sexuales correspondientes ya están relativamente
bien consolidados. Durante la pubertad tiene lugar, cambios físicos y hormonales que
contribuyen de manera determinante en la adquisición y consolidación propia de su
sexo. Junto con estos cambios tienen lugar otros procesos de gran importancia en
ámbito social y emocional.
El grado de permisividad de la respuesta sexual en distintas culturas varía
ampliamente. Algunas son muy restrictivas en relación con la actividad sexual a lo largo
de la infancia, la adolescencia e incluso parte de la edad adulta. Otras son más
permisivas en todas las edades. Existen, también, otras culturas que son muy restrictivas
durante la infancia y la adolescencia y de repente se convierten en más permisivas e
incluso exigen la actividad sexual durante la edad adulta.
Los padres y madres, como agentes socializadores, transmiten a sus hijos a
inhibir o controlar la conducta sexual presumiblemente con el objeto de emitir estas
respuestas cuando sean personas adultas atendiendo a las normas sociales de cada
cultura. Debido a distintos tabúes muchas veces se enseña una no adaptación sexual,
que tiene como consecuencia una gran insatisfacción y problemas de ajuste psicosocial
en las personas afectadas. Hoy en día, muchos padres y madres siguen teniendo
problemas para abordar la educación sexual en el ámbito familiar y, en las escuelas, aún
siguen sin integrarse en el curriculum formalmente (Fernández, Infante, Barreda,
Padrón y Doblas, 2006). La frecuencia de determinadas respuestas sexuales varía en
función de la cultura y los niveles socio-económicos.
4.2. El desarrollo psicosexual en la adolescencia
Durante los años de la adolescencia, se produce un despertar en el mundo sexual
del adolescente principalmente motivado por los cambios físicos y hormonales que se
producen en la pubertad. Estos cambios tienen su repercusión no sólo en el plano
corporal, sino también en la dimensión psicosocial del adolescente. Es un momento de
responder nuevos interrogantes y conocer aspectos individuales a veces desconocidos
hasta ese momento del ciclo evolutivo. Al proceso de construcción de la identidad
individual y social del adolescente se incorporan los sentimientos y atracciones sexuales
que la persona experimenta.

Esta etapa cumbre en el desarrollo psicosexual del sujeto está influida por
múltiples factores: genéticos, gonadales, hormonales, neurobiológicos, culturales,
sociales y familiares. Son tres los aspectos principales a considerar en este proceso: la
orientación sexual, la identidad de género y el rol de género.
Orientación sexual, identidad de género y rol de género en la adolescencia

Es importante distinguir la orientación sexual de la identidad de género y rol de


género porque muchas veces se confunden. La orientación sexual es una atracción
emocional, romántica, sexual o afectiva duradera hacia otros. Se distingue fácilmente de
sexo biológico (ser hombre o mujer), identidad de género (es la propia conciencia de
sentirse hombre o mujer) y rol social de género (es la manifestación pública de la propia
identidad de género). Existen diferentes tipos de orientación sexual independientemente
del sexo biológico (hombre /mujer) y de la identidad de género de la persona:

a) Heterosexual. Las personas heterosexuales sienten una atracción romántica y


física hacia miembros del sexo opuesto: los hombres heterosexuales sienten atracción
por las mujeres y las mujeres heterosexuales sienten atracción por los hombres.

b) Homosexual. Las personas homosexuales sienten una atracción romántica y


física hacia personas del mismo sexo: las mujeres que sienten atracción por otras
mujeres son lesbianas; a los hombres que sienten atracción por otros hombres se los
suele llamar gays. (El término “gay” también se utiliza, en algunas ocasiones, para
describir a personas homosexuales de cualquier sexo).

c) Bisexual. Las personas bisexuales sienten una atracción romántica y física


hacia personas de ambos sexos.

En otro orden de cosas se encuentra el transexualismo relacionado con


identidad de género, que consiste en una discrepancia sino la discrepancia entre la
identidad y el rol de género, por una parte, y los caracteres sexuales (primarios,
secundarios, etc.), por otra (Gooren, 2006). Desde este punto de vista, una persona que
nace con los caracteres sexuales de un varón pero que siente que su identidad de género
es la de una mujer, se podrá sentir atraída por un hombre, una mujer o ambos
(orientación sexual).

La orientación sexual es un concepto más amplio que el de conducta sexual y en


ella se incluyen aspectos emotivos e identitarios que van más allá del plano
comportamental, pudiendo una persona expresar o no su orientación sexual a través de
sus conductas sexuales. Por ejemplo, según Savin-Williams (1990), hay adolescentes
homosexuales que no tienen experiencias sexuales o que pueden tener experiencias
heterosexuales, al igual que adolescentes y jóvenes heterosexuales pueden tener
experiencias homosexuales o fantasear con mantener relaciones con personas del mismo
sexo, sin que ello determine por sí mismo que su orientación sexual cambie a ser
homosexual.

Un aspecto de suma importancia es el debate acerca del carácter voluntario o


heredado de la orientación sexual. Para la mayoría de los seres humanos, la orientación
sexual surge a principios de la adolescencia sin ninguna experiencia sexual previa. Si
bien podemos elegir actuar de acuerdo con nuestros sentimientos, los profesionales de
este ámbito no consideran la orientación sexual una elección consciente que pueda
cambiarse voluntariamente (APA, 2012). Es importante reconocer que existen
probablemente muchos motivos para la orientación sexual de una persona (genéticos,
hormonales, ambientales, sociales, etc.) y los motivos pueden ser diferentes para las
distintas personas. Esto explicaría por qué algunas personas pueden cambiar su
orientación sexual a lo largo de su ciclo vital.

Adolescencia y homosexualidad

En el Informe Juventud del INJUVE (2008), correspondiente al año 2008, la tasa


de homosexualidad reconocida entre los adolescentes españoles era del 3.5% para los
chicos y del 2.2% para las chicas. Por otro lado, un 1.4% de los chicos parece tener una
apertura a la atracción por el mismo sexo, aunque “casi siempre” se sienta atraído por
mujeres. Resulta significativamente más alto el número de chicas que dicen sentirse
algunas veces atraídas por chicas, a pesar de que casi siempre les atraigan los chicos: un
4.5% (CIMOP, 2010). Entre la población general, la encuesta de hábitos sexuales del
INE (2004) recoge un 3.9% de varones entre 18 y 49 años que se declaran
homosexuales y un 2.7% de mujeres. En otros estudios menos conservadores se reflejan
cifras entre el 5 y el 20% de población adolescente homosexual (Lock y Steiner, 1999;
Narring, Stronski-Huwiler y Michaud, 2003).

Como afirman Díaz Montes y cols., (2005), los adolescentes con orientación
homosexual, bisexual o insegura afrontan estresores psicosociales adicionales a los del
resto de iguales. Estos adolescentes tienen más probabilidad de sufrir violencia física y
emocional por parte de compañeros en el contexto escolar (Durant, Kowchuck y Sinal,
1998; Russell, Franz y Driscoll, 2001), como se puede apreciar en el gráfico siguiente.
Gráfico I. Prevalencia de distintos tipos de violencia sufrida por adolescentes LGTB. Fuente:
(CIMOP, 2010).

Asimismo, un grupo importante de estos adolescentes no cuenta con el apoyo


emocional de su familia (Beaty, 1999; Savin-Williams y Dubé, 1998), informan un
mayor número de síntomas depresivos que el grupo de adolescentes heterosexuales
(Díaz Montes y cols., 2005); puntuaciones más elevadas en ideación suicida e intentos
de suicidio (Udry y Chantala, 2002); mayor riesgo de exclusión social (Takács, 2006) y
un menor rendimiento académico, fracaso escolar (muy acentuado en adolescentes
transexuales) y mayores tasas de absentismo. Con respecto a este último punto,
COGAM (2006) en una investigación conjunta con el Departamento de Antropología
Social de la Universidad Autónoma de Madrid realizada en diversos centros educativos
concluyen que:

· El 28% de los alumnos varones no sabe que la homosexualidad no es una


enfermedad.

· El 32% de los alumnos varones no ve incorrecto tratar despreciativamente a las


personas gays, lesbianas, transexuales y bisexuales.

· El 28% de los varones se muestra en desacuerdo con que gays y lesbianas


muestren su afecto en público.

· El 90% del alumnado cree que las personas gays, lesbianas, transexuales y
bisexuales son peor tratadas que las demás.

Por su parte, Horn y Heinze (2011) afirman que los adolescentes que se basan en
la socialización para explicar el origen de la homosexualidad tienden a evaluarla
negativamente, se sienten menos cómodos al interactuar con iguales gays y lesbianas, y
no suelen considerar que la exclusión y las burlas hacia gays y lesbianas sean algo
negativo. En cambio, los adolescentes que utilizan argumentos biológicos tienden en
menor medida a evaluar la homosexualidad como algo negativo, se sienten más
cómodos al interactuar con gays y lesbianas y es más probable que evalúen la exclusión
y las burlas como algo negativo. Las conclusiones del informe “Juventud y diversidad
sexual” (CIMOP, 2010) apoyan estos datos:

De cualquier modo, y aunque sea claramente minoritaria

en la práctica totalidad de los perfiles juveniles, la

patologización de las opciones sexuales no normativas, no

heterosexuales, está algo más presente entre determinados

perfiles de jóvenes. Destacan, así, por su mayor acuerdo

con esa frase: los varones (9.8%, frente a un 6.1% de

mujeres); los más religiosos, tanto los católicos

practicantes (14.3%) como, sobre todo, los creyentes de

otras religiones (26.9%); y por último, los jóvenes de

otras nacionalidades (23.2%), y muy en particular, los de

nacionalidad rumana, donde el acuerdo con la concepción

patológica de la homosexualidad alcanza el 40.6% (pp. 16-

17).

Estas dificultades relacionales en el medio escolar pueden estar también


presentes en el hogar. Los sentimientos de ser diferentes, el miedo al rechazo, el temor a
defraudar las expectativas parentales y la confusión que a veces acompaña el proceso de
definición de la orientación sexual puede llevar a que algunos adolescentes deban fingir
sentimientos que no experimentan para encajar e incluso mantener su orientación sexual
en secreto ante sus principales fuentes da apoyo. De forma general, la Federación
Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales (FELGTB) en su Guía para
Jóvenes LGTB titulada “Cómo decírselo a tu familia” (2011) recomiendan al
adolescente la auto-formulación de una serie de preguntas con el fin de comunicarse
eficazmente con su familia:
1.- ¿Te sientes cómodo/a con tu orientación homo/bisexual?

2.- ¿Cuentas con el apoyo de otros/as?

3.- ¿Tienes suficientes conocimientos acerca de la homo/bisexualidad?

4.- ¿Cuál es el ambiente emotivo en el hogar?

5.- ¿Puedes ser paciente?

6.- ¿Qué te motiva a hablar ahora?

7.- ¿Tienes materiales disponibles?

8.- ¿Dependes económicamente de tu familia?

9.- ¿Cómo te llevas generalmente con tu familia?

10.- ¿Estás decidiendo esto tú mismo/a?

Para finalizar este epígrafe queremos destacar el grado de aceptación diferencial que
por parte de los adolescentes tienen sus compañeros y compañeras con orientaciones
sexuales minoritarias. Según el informe del CIMOP (2010), la tolerancia y el respeto
mostrados por los jóvenes hacia la diversidad afectivo-sexual no alcanza por igual a todos
los colectivos LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales). Mientras que los
varones gays parecen haber logrado un grado notable de visibilidad y aceptación, el
lesbianismo continuaba apareciendo como una realidad invisible o invisibilizada. Con
mucha mayor claridad, la bisexualidad y, sobre todo, la transexualidad, siguen siendo
“incomprendidas” y resultan aún objeto de un extendido rechazo. Siendo estos datos de
inicios de la segunda década del siglo XXI y provenientes de un contexto, el español,
caracterizado por un nivel de apertura legislativa considerable (matrimonios homosexuales,
ley de parejas de hecho, procesos de reasignación de sexo para personas transexuales
financiados por la sanidad pública, posibilidad de acogimiento y adopción por parte de
parejas homosexuales, etc.) queda aún mucho camino por recorrer en la defensa del
reconocimiento y visibilización social de ciertos colectivos que por su carácter minoritario
pueden acabar siendo excluidos o rechazados.
4.3. La educación afectivo-sexual en la adolescencia
La forma en que los adolescentes enfocan las relaciones sexuales a medida que
se aproximan a la madurez sexual depende de la educación que hayan recibido acerca
del sexo durante los años de la niñez. No se trata sólo de la educación referente a la
mecánica de la conducta sexual sino también una formación sobre la moral sexual, las
obligaciones recíprocas entre los seres humanos, los roles de género y la influencia de la
sociedad y los ideales y valores como, por ejemplo, el respeto, la responsabilidad y el
amor. La educación afectivo-sexual tiene que ser capaz de capacitar a los niños y
adolescentes para entender y disfrutar de forma satisfactoria, plena y sana su sexualidad,
respetándose a sí mismo y a los demás y, como propugna la Organización Mundial de
la Salud (OMS, 2010), promover la salud sexual entendida como la ausencia de
temores, de sentimientos de vergüenza, culpabilidad, de creencias infundadas y de otros
factores psicológicos que inhiban la actividad sexual o perturben las relaciones sexuales.
Aunque como acabamos de enunciar es preferible que la educación sexual se
inicie antes de llegar a la adolescencia, es necesario que en esta etapa se siga prestando
ayuda y apoyo al adolescente, ya que nuevos interrogantes derivados del proceso de
desarrollo psicosexual humano adquirirán en este periodo del ciclo vital una especial
relevancia. En la Tabla IV se presentan algunas orientaciones a tener en cuenta para
elaborar programas de educación afectivo-sexual dirigidos a adolescentes.
1. Ayudar para comprender los hechos biológicos y anatómicos que
constituyen la base de la educación sexual.
2. Explicar qué otros factores psicológicos, emocionales, sociales y morales
intervienen en una relación sexual responsable.
3. Tratar de eliminar temores y mitos acerca de los cambios que se producen
en la pubertad y acerca de la actividad sexual.
4. Fomentar la aparición de una actitud positiva y sana hacia las cuestiones
del sexo. Sexo=placer y no Sexo=ansiedad, angustia.
5. Explicar cuáles son los peligros de las enfermedades de transmisión
sexual.
6. Explicar el riesgo del embarazo.
7. Proporcionar consejos con respecto a los métodos anticonceptivos.
8. Profundizar en las diferentes opciones sexuales.
9. Organizar los programas sobre salud sexual desde la participación activa
de los jóvenes.
Tabla IV. Orientaciones que pueden servir en el ámbito de la educación sexual adolescente.
Fuente: (elaboración propia).
En cuanto a los programas afectivo-sexuales implementados en el medio
educativo por el profesorado, Wainerman, Di Virgilio y Chami (2008) distinguen 4
perspectivas programáticas que presentamos a continuación:
1.- Educación (confesional) para una sexualidad con fines reproductivos:
promueven la abstinencia hasta el ingreso en la vida sexual activa (marcado por el rito
del matrimonio) dirigida en exclusiva al fin reproductivo. Sexualidad es equiparado a
genitalidad, y se rechazan la homosexualidad, el placer, deseo y los métodos
anticonceptivos. Su visión de las enfermedades de transmisión sexual (ETS) y del SIDA
es muy negativa.
2.- Educación (científica) para la prevención de las consecuencias de la
sexualidad: se hace hincapié en proporcionar información biomédica dirigida a la
prevención de embarazos no deseados y ETS. Por tanto se facilita información sobre
métodos anticonceptivos y se forman “mediadores en salud” para que los propios
adolescentes puedan ayudar y asesorar a sus iguales.
3.- Educación para el ejercicio de una sexualidad responsable: se trabajan
aspectos comunicacionales, relacionales y afectivos de la sexualidad, más allá de lo
puramente genital y reproductivo, incluyendo en su concepto de sexualidad
componentes psicológicos, sociales y culturales. Se apuesta por la toma responsable de
decisiones por parte de ambos miembros de la pareja apostando por la construcción de
conductas independientes y saludables.
4.- Educación para el ejercicio del derecho a la sexualidad: su objetivo
central es la defensa de los derechos del niño y adolescente a tener una sexualidad
plena, no limitada a la procreación, donde el placer, el goce, la fantasía y la libertad de
elección de la pareja más allá del modelo heterosexual predominante son los pilares
educativos.
Desde esta última perspectiva la Organización Mundial de la Salud en su
Informe sobre los estándares para la Educación Sexual en Europa (2010) propone siete
características de la educación sexual holística, capaz de integrar aspectos físicos,
afectivos, sociales y culturales:
a) Debe basarse en la participación activa de los jóvenes.

b) Debe ser interactiva y basarse en la comunicación recíproca, contando con


las experiencias, necesidades y deseos de los jóvenes.
c) Debe ser continua, puesto que el desarrollo psicosexual humano es un
proceso que dura toda la vida.

d) Debe ser multisectorial y coordinada, por lo que debe ser impartida de modo
intercurricular y multidisciplinar pudiendo ser objeto de distintas materias
educativas.

e) Debe ser contextualizada y partir de las experiencias concretas de los grupos


de jóvenes con los que se trabaje.

f) Debe estar estrechamente coordinada con los padres y con la comunidad.

g) Debe estar basada en la sensibilidad a las diferencias de género para


garantizar que los problemas y necesidades asociados a esta variable
encuentren respuesta.

Los métodos anticonceptivos


El embarazo involuntario representa uno de los acontecimientos vitales más
estresantes en el periodo de la adolescencia que plantea dilemas psicológicos y morales
tanto a los jóvenes como a sus familias. A la adolescente embarazada se le puede causar
un grave daño si la presión social o paterna va en contra de sus inclinaciones personales
como puede ser abortar, tener al bebé o contraer un matrimonio no deseado.
Entre el año 2001 y en 2005 en España, el número de embarazos adolescentes
aumentó un 76% (Sanz, 2009). En esta línea, los datos estadísticos ofrecidos por el
Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, las tasas de Interrupción
Voluntaria del Embarazo por 1.000 mujeres de 19 años o menos también se han visto
incrementadas en los últimos años, como se muestra en la siguiente tabla:
2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010
8.29 9.28 9.90 10.57 11.48 12.53 13.79 13.48 12.74 12.71
Tabla V. Tasas de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Fuente: (Ministerio de Sanidad, Servicio
Sociales e Igualdad, 2011).
Ante esta realidad, debemos tener en cuenta las conclusiones puestas de relieve
por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y la Fundación Española de
Contracepción en un estudio realizado sobre “Maternidad adolescente en España”
durante los años 2009 y 2010. En esta investigación se especifica que “la maternidad
adolescente ha supuesto una circunstancia claramente desfavorecedora respecto a sus
coetáneas”. Entre las consecuencia destacan el acortamiento de los estudios, un patrón
de actividad de menor intensidad que al de cualquier otra edad, menores porcentajes de
empleos estables. Además, se pone de manifiesto la “fragilidad de las unidades”,
llegando a duplicarse los patrones de rupturas en varias de las cohortes de unidades
(Delgado, Barrios, Cámara y Zamora, 2011).
A pesar de que la concepción de la sexualidad ha evolucionado
considerablemente hasta el momento actual en el que es considerada como un aspecto
favorecedor para el buen desarrollo humano y para el bienestar; los principales riesgos,
tales como embarazos no deseados, interrupciones voluntarias del embarazo o
infecciones de transmisión genital, siguen estando entre las principales preocupaciones
de la educación sexual (Sanz, 2009).
Desde la década de los 90, va en aumento la fecundidad adolescente. Y aunque
se esta incrementando la utilización de métodos de planificación familiar, la tasa de
embarazos no deseados sigue siendo considerable (Oviedo y García, 2011). El
embarazo en la adolescencia es una situación compleja y a menudo conflictiva. Además,
“(…) la precariedad, la pobreza y la ausencia de recursos estatales y sociales (…)”
hacen que la gestación en la adolescencia sea realmente delicada (Oviedo y García,
2011, p. 939). En este sentido se hace imprescindible un asesoramiento que proporcione
una orientación objetiva, sensible y práctica.
La decisión de que el embarazo siga o no su curso dependerá de cómo se
responda a las siguientes preguntas, algunas de las cuales involucran valores morales, y
otras hacen referencia a cuestiones cotidianas y prácticas
1. ¿Cuál es la actitud moral que se tiene con respecto al hijo no nacido (en
estado embrionario o fetal), y qué sentimientos se experimentan ante él?
2. ¿Qué actitud moral o afectiva siente hacia el aborto?
3. ¿Qué proyecto vital tienen lo miembros de la pareja?
4. ¿Hay entre ellos una relación estable?
5. ¿Se habían comprometido a vivir juntos y en algún momento a crear una
familia?
6. ¿En qué posición económica se encuentra/n (ambos/ella)?
7. ¿Disponen de vivienda, en el caso de que:
- deseen criar al hijo en su propia casa?
- ella desee criarlo como madre soltera, ya sea en su propia casa o con sus
padres?
8. ¿Qué nivel de madurez emocional y de recursos materiales aportan ambos
padres (o sólo ella) para asumir un rol paterno?
9. ¿Están preparados los miembros de la pareja (y sus familias) para criar al
niño o para cederlo en adopción)?
Finalmente, existen dos interrogantes decisivos: ¿Qué es lo que conviene más al
hijo que va a nacer? ¿Qué es lo que conviene más a sus propios padres? No siempre
resulta fácil conciliar estos dos tipos de intereses. Independientemente de la decisión
adoptada, lo importante, tal y como plantea Oviedo y García (2011) es “(…) continuar
trabajando con ella en la construcción de su ser-mujer” (p. 941). Pues es fundamental
enfocar la prevención desde el análisis crítico y la reflexión sobre las adolescentes
mismas, sobre las distintas posibilidades de insertarse en la sociedad como sujetos
femeninos, al igual que también habría que trabajar con ellos, futuros padres y co-
responsables de ese niño.
CAPITULO 11. DESÓRDENES ALIMENTICIOS
La evolución conceptual de la salud hacia parámetros explicativos de carácter
multifactorial ha permitido la participación multidisciplinaria de diversos campos del
conocimiento entre ellos el de la Psicología. Por tal motivo, las concepciones teóricas de
nuestra disciplina tendrán que abandonar los antiguos conceptos unicausales y
deterministas para adoptar posturas multicausales de campo que proporcionen a la
Psicología una mayor capacidad heurística y a su vez le permita implementar en el
plano terapéutico y de prevención, diseños de intervención que complementen las
actividades planteadas por las diversas disciplinas que integran el campo de la salud.
Desde esta óptica, el presente capitulo plantea una concepción de campo psicosocial de
los desórdenes alimenticios como una alternativa conceptual y teórica de los desórdenes
alimenticios que representan un problema de salud pública a nivel mundial
1. EL PAPEL DE LA PSICOLOGÍA EN EL CAMPO DE LA SALUD
En el campo de la salud cada vez se destaca mas el papel de la Psicología en las
denominadas enfermedades crónicas las cuales son definidas por el Center for Disease
Control and Prevention (CDC) como enfermedades de etiología incierta, habitualmente
multicausales, con largos períodos de incubación o latencia; largos períodos subclínicos,
con prolongado curso clínico, con frecuencia episódico; sin tratamiento específico y sin
resolución espontánea en el tiempo. Sin embargo, los esfuerzos en la vinculación
Psicología-Salud se han enmarcado en concepciones plurales y no siempre bien
delimitadas, respecto a la salud y la naturaleza de las dimensiones psicológicas que le
son pertinentes (Ribes, 2008), por lo que resulta necesario delimitar el papel de nuestra
disciplina en problemáticas que implican un deterioro físico como es el caso de los
desórdenes alimenticios.
Originalmente, la salud consideraba solo aspectos biológicos conceptualizándose
como la ausencia de enfermedad. Sin embargo, producto de las modernas concepciones
en ciencia que evolucionan de simples nociones unicausales a explicaciones
multifactoriales, el concepto salud contempla actualmente que en el estado de salud,
además del factor biológico están implicados factores personales, grupales, sociales y
culturales como determinantes tanto en el origen como en el mantenimiento, evolución
y pronóstico del proceso de enfermar.
Desde esta perspectiva holista han surgido una serie de conceptos respecto a la
salud. La Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1948 la definió como un estado
de completo bienestar físico, mental, y social y no sólo la ausencia de afecciones o
enfermedades. Por su parte, Salleras (1985) conceptualiza la salud como constructo
social a definirla como el nivel más alto posible de bienestar físico, psicológico, social y
de capacidad funcional que permitan los factores sociales en los que vive inmerso el
individuo y la colectividad. Asimismo, Gamba, Hernández, Bayarre y Rojo en el 2007
reafirman la postura de que el concepto de salud está sujeto a convalidaciones públicas,
al señalar que la salud es una percepción humana, influida por los juicios de valor del
conjunto social de pertenencia, asumida arbitrariamente y transformada en un derecho
reclamable. Su reconocimiento como valor se relaciona con las consecuencias éticas de
las relaciones contractuales establecidas al respecto entre el individuo, el grupo, la
comunidad y la sociedad.
A partir de lo anteriormente expuesto es posible reseñar que la evolución del
concepto de salud que parte de una concepción médico biológica a una postura holista
en donde se contemplan además las dimensiones sociocultural y psicológica, considera
a la salud, como un constructo biopsicosocial producto de una normatividad
consensuada que tiene como parámetros en lo biológico la bio-sustentabilidad y la
funcionalidad biológica individual, en lo psicológico la funcionalidad interactiva
individual y, en lo social, el funcionamiento inter e intra comunitario. Esta concepción
multifactorial de la salud que integra las dimensiones, orgánica, psicológica, social y
ecológica implica el análisis de las diversas concepciones en Psicología, con la finalidad
de determinar su pertinencia teórica y ámbito de actuación a través del área de
aplicación denominada Psicología de la salud.
Esta área de aplicación de la Psicología, tiene sus orígenes en la publicación
Handbook of Social Psychology, en la cual, Lindzey (1968) destacó la importancia de la
investigación y práctica de la Psicología de la salud. Sin embargo, dos eventos fueron
clave en la consolidación de la Psicología de la salud como campo de aplicación de la
psicología a finales de los setenta; en el primero de ellos Marc Lalonde ministro
nacional de salud de Canadá en 1974 destacó en su informe “A new perspective on the
health of Canadians: a working document” que el gobierno de Canadá daría la misma
atención a los aspectos tanto del orden biológico como a los ambientales y de estilos de
vida.
En ese mismo informe, Lalonde hace énfasis al señalar que cerca de la mitad de
los problemas de salud son de origen psicológico y que además esta proporción tiende a
crecer haciendo hincapié en que la salud mental, en comparación con la salud física, ha
sido un área descuidada por años, expresando que hay desgraciadamente todavía un
estigma social conectado a la enfermedad mental, con el mismo énfasis. Lalonde
destacó los avances que en esa época obtenían la modificación de conducta y los
cambios en el medio ambiente. Estas declaraciones tendrían eco más tarde en los
Estados Unidos donde en 1977 en la conferencia de Yale sobre medicina
comportamental en la que se fortalece la idea de la conceptualización de la salud
integral (Rodríguez-Marín, 1995).
Desafortunadamente esta transición histórica del modelo médico al modelo
holista de la salud viene precedido de una evolución que se gesta en espiral ya que
después del surgimiento de la denominada medicina comportamental en donde florece
la concepción holista, esta toma su mayor auge en la década de los 80’ y principios de
los 90’ para decaer posteriormente a mediados de los 90’ producto de la biologización y
de la gestión económica de los servicios que, del Reino Unido se propaga hacia EUA
para posteriormente retomar de nueva cuenta el concepto holístico actual (Kenkel, et al.,
2005).
Estos autores enfatizan la relevancia que tiene para el resurgimiento de una
concepción integral de la salud la declaración realizada en abril del 2004 por el
presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, George W. Bush en donde se
establece la firme intención de invertir en una investigación que marque los rumbos de
la asistencia médica integral. Asimismo, estos autores comentan que un año más tarde
en abril del 2005 el presidente de la American Psychological Association (APA) Ron
Levant declara que la separación histórica de lo físico y lo mental a través de nuestro
sistema médico asistencial es precisamente el problema que se plantea resolver en la
iniciativa presidencial, motivo por el cual se ha desarrollado el programa de Asistencia
Médica para la Persona Integral.
Esta visión integral de la salud que se tiene en los países industrializados se ha
expandido prácticamente a todo el orbe, en México por ejemplo, el Programa Sectorial
de Salud 2007-2012 plantea impulsar como prioridad, “la promoción de la salud, y la
prevención de enfermedades, enfatizando la importancia de la adopción de estilos de
vida saludables y fomentando el auto-cuidado de la salud, para así lograr generaciones
de mexicanos más saludables”.
La aplicación de la Psicología científica en el ámbito de la salud incide no
solamente en la etiología de las enfermedades físicas, pues se extiende además a su
tratamiento, rehabilitación y prevención, es también un factor clave en la instauración
de estilos de vida saludables y conductas de auto-cuidado dentro del marco de la
promoción de la salud. Así, la relevancia que ha cobrado el factor psicológico en el
concepto holístico de la salud hace necesaria la revaloración de los parámetros que
orienten la actividad científica (investigación) y profesional (práctica) de la Psicología
de la Salud.
2. PSICOLOGIA Y DESORDENES ALIMENTICIOS
La traducción castellana del término anglosajón Disorders en el campo de la
Psicología emplea generalmente el concepto “trastorno”, lo cual implica una serie de
preconcepciones inherentes al término que limitan su significado actual. En Psicología,
referir a un trastorno conlleva la preexistencia de instancias internas que reflejan un
anacronismo reduccionista del dualismo mente-cuerpo. Inclusive, el Manual
Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-IV-TR) en su apartado de
definición de Mental Disorder, hace referencia que el término que se maneja en dicho
manual, no contempla esta postura dualista.
Otra concepción ligada al término trastorno es la de conceptualizar a este como
una enfermedad psicológica. Es decir, una psicopatología que se gesta y desarrolla en el
individuo (emulando a las enfermedades biológicas) y que además, generalmente no se
constituye conceptualmente con una nosología propia sino que es una forma sintomática
de otra estructura clínica, causando con esto una confusión respecto a la delimitación de
lo psicológico al no precisar la determinación de las categorías analíticas que faciliten la
definición operacional de este factor.
Esta confusión es patente en el DSM-IV-TR cuando al pretender operacionalizar
el concepto trastorno mental menciona la presencia de factores comportamentales,
psicológicos y biológicos sin establecer una delimitación operacional y/o conceptual
entre estas dimensiones:
“En este manual cada trastorno mental es conceptualizado como un
síndrome o un patrón comportamental o psicológico de significación clínica, que
aparece asociado a un malestar (p.ej., dolor), a una discapacidad (p.ej., deterioro
en una o más áreas de funcionamiento) o a un riesgo significativamente
aumentado de morir o de sufrir dolor, discapacidad o pérdida de libertad. Además,
este síndrome o patrón no debe ser meramente una respuesta culturalmente
aceptada a un acontecimiento particular (p.ej., la muerte de un ser querido).
Cualquiera que sea su causa, debe considerarse como la manifestación individual
de una disfunción comportamental, psicológica o biológica. Ni el comportamiento
desviado (p.ej., político, religioso, o sexual) ni los conflictos entre el individuo y
la sociedad son trastornos mentales, a no ser que la desviación o el conflicto sean
síntomas de una disfunción”.
Esta falta de especificación conceptual entre factores, podría explicarse si
consideramos la influencia biologicista del DSM-IV-TR, pues aun y cuando éste critica
el carácter reduccionista del dualismo, se hace patente al conceptualizar lo
comportamental y lo psicológico como factores diferentes. Lo cual sugiere que lo
comportamental pertenece a una categoría analítica diferente a lo psicológico, o bien
que el comportamiento es únicamente un síntoma de una psicopatología de carácter
interno y subjetivo lo que nos lleva de nuevo al problema mente-cuerpo. Esta
concepción del término trastorno se hace patente en otras definiciones, Weissberg y
Quesnel (2004) consideraron que un trastorno hace referencia a un conjunto de
síntomas, conductas de riesgo y signos que puede presentarse en diferentes entidades
clínicas y con distintos niveles de severidad.
Con la finalidad de utilizar una terminología más acorde con el nuevo
metaparadigma científico que, ha migrado de explicaciones unicausales centradas en las
características y propiedades de los objetos a concepciones multifactoriales que
contemplan la interacción de diversos factores, hemos optado por emplear el concepto
de desordenes alimenticios en sustitución del tradicional término de trastornos
alimenticios ya que este último refiere un reduccionismo maquinista causal que
estigmatiza y responsabiliza a las personas al considerarlas enfermos o responsables de
su problemática.
En la determinación del factor psicológico de los desórdenes alimenticios es
preciso considerar la confluencia de factores sociales, ambientales y biológicos de tal
forma que, las diversas problemáticas relacionadas con la alimentación deben ser vistas
como una disfunción orgánica (biológica) e interactiva (psicosocial) y no como una
enfermedad.
Las diversas definiciones de los desordenes alimenticios giran en torno a una
disfunción del comportamiento alimenticio. Schlundt y Johnson, (1990) los definen
como un patrón de conducta anormal respecto a la ingesta de alimentos y el balance
energético. Por su parte, la APA (2011) menciona que son hábitos alimenticios
anormales que pueden poner en peligro la salud o incluso la vida. Sin embargo, Franco
(2011) en concordancia con el DSM-IV-TR los conceptualizó como síndromes
caracterizados por graves alteraciones en la conducta alimentaria y preocupación
excesiva por la imagen corporal o el peso.
El contemplar que alteraciones de la Imagen Corporal (IC) son el factor
psicológico determinante tanto en la etiología como en el diagnóstico de los desórdenes
alimenticios (Baile, 2003), propiciando una laguna teórica al no considerar la obesidad y
a los problemas alimenticios de la infancia (Pica, Rumiación y desórdenes de la
ingestión alimentaria de la infancia y niñez). A este respecto, el DSM-IV-TR argumenta
que estas problemáticas no se clasifican dentro de los desórdenes alimenticios porque
no se ha establecido su asociación consistente con síndromes psicológicos o
conductuales. Consideramos que esta aseveración es producto de generalizaciones
erróneas pues en realidad solo se refiere a que no existe una asociación con la
explicación psicológica basada en alteraciones de IC que sustenta dicho manual. Por tal
motivo, es necesario realizar un análisis teórico-conceptual de este concepto con el fin
de clarificar y delimitar el papel de la IC en los desórdenes alimenticios.
El concepto de IC se basa en el análisis de un componente perceptual y otro
actitudinal. El perceptivo refiere a la estimación del tamaño y apariencia, mientras que
el otro se ocupa de los sentimientos y actitudes hacia el propio cuerpo (Gardner, 1996).
A partir de estos elementos que integran la imagen corporal, se conceptualiza su
trastorno como una alteración en aspectos perceptivos, afectivos y cognitivos,
definiéndose como una preocupación exagerada por algún defecto imaginario o
sobreestimado de la apariencia física. Dichas alteraciones propician que el individuo
devalué su apariencia, se preocupe en exceso por la opinión de los demás y piense que
no se puede ser querido debido a la apariencia física; por ello las personas con
trastornos de la imagen corporal ocultarán su cuerpo, lo someterán a dietas y ejercicio y
evitarán las relaciones sociales (Espina et al., 2001).
Garner y Garfinkel (1981) manifestaron que esta aproximación teórica considera
que las alteraciones de la IC incluyen una distorsión perceptiva de la talla que conlleva
una sobreestimación de partes del cuerpo y una alteración cognitivo-afectiva asociada a
la insatisfacción y preocupación por la figura, contemplando de igual forma que ambas
alteraciones se encuentran estrechamente relacionadas. Aun y cuando el término IC
presenta una estructura conceptual y clasificatoria, diversos investigadores sobre el tema
(Baile, Guillen y Garrido, 2002; Sepúlveda, León y Botella, 2004) señalaron que no
existe un consenso sobre la IC, ni cómo se manifiesta una alteración de ella, lo cual
dificulta el análisis científico de esta variable pues su evaluación dependerá de la
naturaleza, dimensión y concepción teórica de la imagen corporal.
Respecto a esta falta de consenso en torno a la naturaleza de la IC Baile, Raich
Garrido (2003) argumentan que, sólo haciendo referencia a varios factores implicados
podemos intuir a qué nos referimos. Resulta evidente que estos autores pretenden,
realizar un análisis conceptual donde lejos de intentar explicar el término bajo una
estructura multifactorial terminan aglutinando diferentes criterios teóricos.
Cuando se habla de una perspectiva multifactorial de los desórdenes alimenticios
se debe de hacer referencia precisamente a la necesidad de contemplar desde un marco
interdisciplinar los diversos factores interactuantes tanto de carácter psicológico, como
biológico, nutricionales, ambientales y socioculturales. Sin embargo, es común que
algunas posturas contemporáneas en Psicología confundan lo holístico con lo ecléctico,
ya que en lugar de contemplar la interacción de diversos factores, mezclan concepciones
de diferentes posturas teóricas para conformar y/o complementar un concepto,
obteniendo no una integración teórica sino una simple hibridación ecléctica de diversas
explicaciones sobre un concepto. Esta raigambre conceptual lejos de conducir a una
explicación amplia del tema o concepto en este caso la IC, propicia una confusión
conceptual al plantear integraciones conceptuales espurias de teorías inconmensurables.
Esta maraña conceptual que caracteriza a la Psicología contemporánea parece
expresarse plenamente en el caso de los desórdenes alimenticios cuando Raich, (2001),
propuso una forma de integralidad en torno al concepto al expresar que la IC consta de
varias dimensiones que se refieren a aspectos perceptivos, emocionales, cognitivos y
comportamentales.
Sin embargo, esta hibridación conceptual en torno a la IC no es validada por la
comprobación empírica ya que un estudio de meta análisis realizado por Cash y Deagle
(1997) sobre más de 60 trabajos científicos en este campo, en donde investigaron qué
métodos de evaluación son más eficaces de IC, llegaron a la conclusión de que los
métodos cognitivos-evaluativos o de alteraciones actitudinales son los que reportan
mejor evidencia empírica que los que registran aspectos de carácter perceptual.
Sepúlveda, Botella y León (2001), definieron a la alteración de la imagen corporal como
la presencia de juicios valorativos sobre el cuerpo que no coinciden con las
características reales, el hecho de conceptualizar a la alteración de imagen corporal
aduciendo aduciendo a la presencia de juicios valorativos descalifica el carácter
perceptivo como un factor importante a considerar y así lo expresan cuando argumentan
que hay que tomar con precaución los aspectos perceptivos de la denominada distorsión
de la imagen corporal, al estar influidos por los aspectos actitudinales ante el propio
cuerpo. Estos mismos autores en otro estudio de meta análisis en el 2004, afirman que
una gran parte de los métodos evaluativos usados respecto a la distorsión perceptiva
hasta ahora parten de una posición errónea ya que la mayoría de los cuestionarios y
pruebas de percepción se basan en la presunción de que IC es un fenómeno estático. Por
otra parte Epling y Pierce (1996) en una investigación con pacientes anoréxicos y con
sujetos que presentaban conductas alimentarias de riesgo concluyeron que la distorsión
de la imagen corporal se presenta producto del deterioro biológico, por lo que no puede
considerarse como una variable psicológica causal o precurrente de los desórdenes
alimenticios.
Lo anteriormente señalado sugiere que la delimitación entre lo perceptual y lo
cognitivo como factores independientes o interactuantes no es muy clara argumentando
que el aspecto perceptual de la imagen corporal no se refiere a una distorsión
meramente preceptiva sino que más bien referencian aspectos actitudinales hacia el
propio cuerpo. Esta consideración puede tornarse preocupante para aquellos
profesionales de la Psicología que adoptan los criterios del DSM-IV-TR como si fuese
el libro sagrado de nuestra disciplina pues tendrían que considerar que sus criterios
diagnósticos hacen referencia a alteraciones de la percepción del peso y de la silueta
corporales como ya mencionamos anteriormente.
Atendiendo a los factores o diversas facetas que componen la imagen corporal
según Raich (perceptivos, emocionales, cognitivos y comportamentales) de los cuales
ya se ha descartado el componente perceptual (Cash y Deagle 1997; Sepúlveda, Botella
y León 2001; Sepúlveda, León y Botella 2004) es preciso analizar los demás
componentes.
Los aspectos cognitivos y emocionales han sido objeto de profundos análisis y
una diversidad de posiciones teóricas respecto a la naturaleza y sus formas de
interrelación, desde una perspectiva cognitiva de la emoción es factible considerar un
aspecto central en las diversas teorías cognitivas sobre la emoción que es el de la
valoración (appraisal), este postulado basado en la concepción de la intencionalidad de
Brentano (1838-1917) filósofo alemán que supone que una emoción cognitivamente
hablando es una evaluación en pro o en contra de un estado de cosas que es causada por
creencias y que está conectada semánticamente con sus contenidos (Reisenzein y
Schönpflug, 1992). Estas posturas cognitivas, afirman que las emociones como sus
elementos internos son estados representacionales mentales, lo que supone que existe un
sistema interno de representaciones, lo cual conlleva que las emociones como
valoración son una función cognitiva y no un proceso diferente a la cognición; desde
esta perspectiva, la faceta emotiva de la imagen corporal antes mencionada sería un
componente del proceso cognitivo y, por consiguiente, teóricamente no sería posible
considerarlo como un factor distinto al cognitivo.
Al parecer de los cuatro elementos mencionados por Raich solo sería factible el
considerar dos: el aspecto cognitivo (el cual podría incluir o no una valoración emotiva)
y el comportamental; lo cual nos lleva irremediablemente al eterno dilema en Psicología
respecto a la dualidad mente-cuerpo y todos sus derivados: interno-externo, objetivo-
subjetivo, público-privado.
Partiendo de la suposición platónico-cartesiana en la que se asume que lo
psicológico está compuesto de dos instancias o elementos tal y como lo dicta la
tradición intelectualista en Psicología (Ribes, 2002), hablamos entonces que la mayoría
de las posturas teóricas en Psicología conceptualizan lo mental y lo comportamental
como dos entidades diferentes aunque complementarias, el problema de tal asunción no
es únicamente el considerarlas como entidades distintas sino establecer y esclarecer
cuáles son las propiedades que delimitan sus características validándolas como factores
independientes aunque interactuantes.
Tal problema al parecer no ha sido resuelto aun por la Psicología mentalista
propiciando con esto confusiones a la hora de conceptualizar y evaluar sus constructos.
Así parecen expresarlo Sepúlveda, León y Botella (2004) cuando hablan de los métodos
de evaluación cognitivo-afectiva argumentando que estos tratan de evaluar la actitud y
sentimiento del individuo hacia su propio cuerpo, que refleja variables actitudinales y
afectivas, obteniéndose con ello, un índice de insatisfacción corporal. Sin embargo,
advierten que la principal desventaja de estas evaluaciones es que los encuestados
puedan falsear los auto-informes, lo cual nos lleva a cuestionar qué es lo que realmente
miden dichos auto informes si los sentimientos y actitudes del entrevistado o más bien
lo que el sujeto considere pertinente informar en función de las circunstancias y el
contexto.
El suponer que lo mental, lo cognitivo y lo emocional son disposiciones internas
que condicionan o delimitan la acción y que éstas pueden ser medidas excluyendo la
influencia tanto biológica como ambiental, contextual y de historia personal, es la
principal limitante de esta tradición intelectualista en Psicología. Esto debido a que no
podemos conceptualizar lo interno como algo separado o aislado de la acción y, por lo
tanto, no puede distinguirse del comportamiento, puesto que lo que realmente medimos
es precisamente el resultado de la interacción de todos estos factores, es decir, el
comportamiento psicológico y no una parcial y confusa reducción categorial de
atributos internos.
Finalmente, el análisis realizado en torno a las dimensiones de la imagen
corporal nos lleva a considerar que la Insatisfacción de Imagen Corporal (IIC)
considerada como producto de una evaluación cognitivo afectiva se encuentra
relacionada con desórdenes alimenticios caracterizados por el infrapeso, también
denominados Trastornos de Conducta Alimentaria (TCA). Sin embargo, los autores de
este capítulo consideran que la insatisfacción de la imagen corporal (IIC) no es una
evaluación mental sino más bien es producto de una normatividad social. En diversos
estudios se ha encontrado que la IIC se encuentra asociada a pacientes diagnosticados
con TCA (Espina, et al, 2001) o bien con población en general que reporta Conducta
Alimentaria de Riesgo (CAR) (Sánchez-Sosa, 2007; Lora-Cortéz y Saucedo-Molina
2006; Ballester, de Gracia, et al, 2002; Sánchez, et al, 2000; Baile, Guillen y Garrido
2002; Baile, Raich y Garrido, 2003; Acosta-García y Gómez-Péresmitré, 2003;
Monleon, et al, 2003; Suárez y Vaz, 2003).
Por su parte, el DSM-IV-TR señala, dentro de las características diagnósticas de
la anorexia, que:
Existe una alteración de la percepción del peso y de las siluetas

corporales (criterio C). Algunas personas se encuentran

<<obesas>>, mientras que otras se dan cuenta de que están

delgadas, pero continúan estando preocupadas porque algunas

partes de su cuerpo (especialmente el abdomen, las nalgas y los

muslos) les parecen demasiado gordas (p.XXX)

El mismo manual, en relación a la bulimia, respecto a los criterios diagnósticos


señala:
Las personas con bulimia nerviosa ponen demasiado énfasis en el

peso y la silueta corporales al autovalorarse, y estos factores son los


más importantes a la hora de determinar su autoestima (criterio D).

Estos sujetos se parecen a los que padecen de anorexia nerviosa por

el miedo a ganar peso, el deseo de adelgazar y el nivel de

insatisfacción respecto a su cuerpo (p. XXX)

Estos hallazgos y consideraciones en torno a la relación existente entre las


estimaciones perceptuales y actitudinales de la imagen corporal han propiciado que se
estudie a ésta casi exclusivamente como una variable asociada a trastornos de
comportamiento alimentario especialmente con la bulimia y anorexia.
No obstante, es necesario tomar en cuenta que la IIC se encuentra también
asociada al sobrepeso. Delgado, et al. (2002) concluyeron en su estudio que los obesos
mórbidos presentan una frecuencia significativa de conductas bulímicas, una elevada
insatisfacción corporal y una importante tendencia hacia la delgadez. En un estudio
realizado por Úbeda, et al. (2003), observaron cómo la excesiva preocupación corporal
en adolescentes obesos puede ocasionar graves problemas de salud como el sincope
vasovagal. Asimismo, en una investigación de 659 mujeres adultas, Lora-Cortez y
Saucedo-Molina en el 2006 encontraron que, a mayor índice de masa corporal, mayores
porcentajes de conductas alimentarias de riesgo; respecto al índice de masa corporal y la
insatisfacción corporal, el 96% de las participantes que mostraban sobrepeso reportaban
estar insatisfechas con su imagen en contraste, en las encuestadas que presentaban bajo
peso se encontró que la insatisfacción de imagen corporal respecto a pretender ser más
delgada fue del 14%. La determinación de las categorías diagnósticas para la anorexia
que según el DSM–IV clasifica como criterio A el infrapeso, criterio B al miedo a
convertirse en obeso y como criterio C a la alteración en la percepción y preocupación
(insatisfacción) corporal, no parece ser apoyada por los hallazgos encontrados en una
investigación realizada por Sánchez-Sosa, Villarreal-González y Moral, (2009) ya que
los resultados indicaron que tanto la insatisfacción de imagen corporal como la conducta
alimentaria de riesgo está más asociada con el sobrepeso que con el infrapeso.
El hecho de que la insatisfacción de imagen corporal sea considerada como
factor de riesgo de desordenes alimenticios que incluyen no solamente problemáticas
relacionadas con el infrapeso, sino que están igualmente asociadas a actividades en
donde prevalece el sobrepeso, pone en entredicho la consideración de contemplar las
alteraciones de la imagen corporal como predictores y/o categorías diagnósticas de
trastornos de conducta alimentaria.
Asimismo, es preciso delimitar conceptual y operacionalmente la imagen
corporal ya sea como una distorsión perceptiva o cognitiva de la imagen corporal en
términos de representaciones mentales (Rivarola, 2003) derivadas de un proceso
cognitivo de comparación, autoevaluación y autorechazo (Baile, Guillen y Garrido,
2002), la cual podría resumirse como juicios valorativos sobre el cuerpo que no
coinciden con las características reales (Sepulveda, Botella y Leon, (2001) o bien,
conceptualizarla como una conducta adaptativa respecto al grado de aceptación y/o
adopción al modelo estético de delgadez, lo cual implicaría conceptualizar a ésta no
como distorsión perceptual o cognitiva sino como una adaptación a parámetros sociales
impuestos respecto al ideal de belleza de la cultura occidental. Esta concepción
concuerda con la postura de Gismero (2001) quien señala que culturalmente, la
delgadez se ha impuesto como modelo ideal de belleza, por lo que la insatisfacción
corporal y el seguimiento de dietas se han llegado a convertir en si misma en una
conducta normativa que se apega a parámetros reales en la medida que han sido
validados por una comunidad. Desde esta perspectiva resulta fundamental considerar
que el sujeto no distorsiona una realidad sino que intenta adaptarse a esta realidad
conceptualizada como normatividad social.
Consideramos que, si queremos predecir y/o explicar los desórdenes
alimenticios es necesario tomar en cuenta que el pretender individualizar, e incluso
patologizar, los desordenes alimenticios representa un error conceptual y teórico ya que
al desvincular esta problemática de sus multideterminaciones, se reduce la
responsabilidad de otros factores implicados a nivel social, familiar, académico,
mediático e institucional, como consecuencia del intento de personalizar un conflicto
heterocondicionado (Moral y Ovejero, 2004).
De los hallazgos encontrados y las consideraciones teóricas señaladas se
desprende que en lugar de trabajar sobre grados, niveles o patologías intrínsecas
preceptúales (distorsión) y/o actitudinales (insatisfacción) de la imagen corporal, las
investigaciones en este campo deberán de ir encaminadas a la búsqueda de modelos
multifactoriales que expliquen la conducta alimentaria, apoyados en técnicas de
ecuaciones estructurales que tomen en cuenta los diversos factores interactuantes (White
y Grilo, 2005). Estos modelos, deberán de tener un fuerte impacto en la investigación
empírica que derive en una validez científica aunada a una utilidad clínica (Wonderlich,
et al, 2007).
La integración de modelos explicativos que contemplen el carácter cultural y
contextual de los desórdenes alimenticios tendrán que replantear no solamente las
categorías taxonómicas y los parámetros diagnósticos, lo cual implica la
reestructuración de los criterios clasificatorios y de diagnóstico actualmente validados
por el DSM-IV-TR, sino que también es necesario el replanteamiento de las
concepciones en torno al factor psicológico de los desórdenes alimenticios.
3. LA CONCEPCION DE CAMPO EN PSICOLOGIA
La concepción de campo en Psicología, representa una evolución paradigmática
en la que se reestructuran ontológica y epistemológicamente los fundamentos de nuestra
disciplina. Por tal motivo, se expondrá a continuación una breve explicación de esta
perspectiva metateórica. La adopción de un modelo de campo en Psicología implica que
la explicación psicológica, no busque causalidades productoras o creadoras de
fenómenos, sino más bien el poner de manifiesto el sistema de interdependencias
existentes entre los elementos participantes en ese campo psicológico.
Una concepción de campo, considera que las leyes que rigen el universo, desde
su expansión hasta las interacciones entre las llamadas partículas elementales que
componen la materia ordinaria, deben formar parte de una teoría unificada. Producto de
esta concepción de campo, emergen en el terreno de nuestra disciplina dos corrientes:
La Psicología Topológica de Lewin y la Psicología Interconductual de Kantor, ambos
autores coinciden en el rechazo a aceptar determinantes de los fenómenos psicológicos
que no sean los derivados de la forma o estructura organizativa de los elementos que
intervienen en aquello que denominamos comportamiento. Sin embargo, existen
diferencias significativas entre ambas posturas que mencionaremos a continuación.
Considerado el padre de la Psicología social, Kurt Lewin, inspirado en los
estudios perceptivos de la Gestalt que disocian figura y fondo, define el comportamiento
humano como consecuencia del conjunto de las circunstancias ambientales. La
Psicología de campo topológica, al superar la simple concepción maquinista de sus
antecesores (Brentano y Stumpf) plantea una estructura general de los eventos, abriendo
la posibilidad de auténticas descripciones de campo. Sin embargo, esta postura conserva
aun una concepción dualista y fenomenológica al hacer referencia a abstracciones
internalistas.
La propuesta conceptual de Kantor (1980) no se trata de una teoría dentro de la
Psicología, sino de una teoría acerca de la lógica y contenidos sustantivos de esta
disciplina, es decir, una metateoría de la Psicología como ciencia (Ribes, 1994). Kantor,
formula un sistema descriptivo y explicativo sincrónico al poner de relieve el concepto
de interdependencia en campos de relaciones, a diferencia del esquema causal clásico el
cual es lógicamente diacrónico. Contrario a las posturas teóricas clásicas (incluyendo
algunas conductistas), la propuesta interconductual no destaca como objeto de análisis a
ciertas formas funcionales de actividad del organismo, sino que pone de relieve la
interacción misma entre el organismo y el ambiente como centro de interés teórico
(Ribes, y López, 1985)
Kantor (1969) señala que la esencia de una construcción de campo es aquella en
la que todos los eventos deben considerarse como interacciones complejas de
numerosos factores en situaciones especificas, por lo que toda explicación de una teoría
de campo necesariamente tendrá como primer condición el suplir las concepciones en
términos de principios y propiedades de los objetos o eventos, ya sea que estén
localizadas dentro de los objetos o eventos sujetos a observación o en alguna condición
o cosa externa a ellos.
La teoría de campo interconductual especifica los detalles funcionales de la
acción en lugar de apoyarse en una abstracción explicativa general, no propone causas
internas tales como la mente, procesadores de información o pulsiones (mentalismo)
tampoco proponen causas externas ubicadas en las condiciones medioambientales
(conductismo Skinneriano) pues esta postura no asume la tradicional teoría de los dos
mundos (Ryle, 2005), por lo que se argumenta que no existe lugar en el campo
integrado para tales abstracciones, pues ninguna de ellas son necesarias o siquiera útiles
dentro del sistema.
De tal forma que, una auténtica teoría de campo exige la exclusión de principios
psíquicos e internos. Así, la construcción del campo psicológico se debe derivar de la
conducta real de los organismos con objetos y eventos en condiciones específicas.
4. EL MODELO ECOLÓGICO DE LOS DESÓRDENES ALIMENTICIOS
La finalidad del análisis teórico conceptual de los desordenes alimenticios que
hemos efectuado en este capítulo, tiene como objetivo el plantear las bases teóricas y
meta teóricas de un modelo explicativo que contemple factores contextuales y
personales desde una perspectiva ecológica. El planteamiento meta teórico de este
modelo se fundamenta en una perspectiva de campo en donde los eventos psicológicos
no son conceptualizados como respuestas provocadas por alguna condición externa o
interna sino como interacciones complejas, por lo que se considera que cualquier
cambio conductual es un cambio en el campo total y no en una simple respuesta o en
algún atributo interno (Kantor, 1971). Precisamente esta concepción de campo
interactivo en donde las variables personales son consideradas como eventos prístinos y
no como eventos mediadores de procesos causales de naturaleza interna (psíquicos o
cognitivos) es lo que da sentido al carácter psicosocial de las variables personales.
La estructura contextual del Modelo Ecológico de los Desordenes Alimenticios
(MEDA) toma los conceptos del modelo de desarrollo ecológico de Bronfenbrenner
fundamentados en la teoría de campo gestáltica de Lewin (Torrico, et al, 2002; Ramos,
2008). El modelo ecológico afirma que las interacciones y acomodaciones entre la
persona en desarrollo y su ambiente, explican cómo los acontecimientos en diferentes
contextos afectan la conducta humana directa o indirectamente (Martos, 2005). Aun y
cuando el modelo ecológico retoma el carácter fenomenológico reduccionista de la
Psicología topológica (Lewiniana). Se rescata el análisis sistémico contextual (círculos
concéntricos) mismo que está exento de toda explicación fenomenológica.
En la especificidad del análisis, el MEDA se centra en la determinación de
factores de riesgo y protección asociados a la implicación del adolescente en problemas
de conducta (Musitu, et al, 2001). Este modelo considera que la adolescencia (etapa en
donde se presentan y desarrollan los desórdenes alimenticios) es un producto
contextual, construido a partir de materiales e interacciones entre múltiples contextos
como el cultural, familiar, escolar, comunitario y legal que definen el marco de sus
posibilidades y oportunidades (Funes, 2005; Jiménez, 2006).
Cabe mencionar que la integración teórica propuesta (ecológica–psicosocial) se
utiliza en numerosos artículos en la explicación de diversas conductas desadaptativas
(Cava y Musitu 2000; Cava y Musitu, 2001; Cava, Musitu y Murgui 2006; Cava,
Musitu y Murgui 2007; Cava, Murgui y Musitu 2008; Musitu, Jiménez y Murgui 2007;
Buelga, Musitu y Murgui, 2009; Estévez, et al, 2008; Estévez, Musitu y Herrero 2005;
Estévez, Musitu y Martínez 2004; García, Musitu y Veiga 2006; Gracia, Herrero y
Musitu 2002; Herrero y Gracia 2004; Jiménez, Murgui y Musitu 2005).
Este modelo explicativo se centra en determinar la influencia de diversos
contextos (familia, escuela y comunidad) en los desórdenes alimenticios. Además, de
pretender examinar el rol mediador de determinadas variables psicosociales asociadas
con dichos desórdenes entre los distintos contextos analizados.
El MEDA tiene como objetivo ser un modelo científico que contemple una
aproximación teórica y, epistemológicamente congruente integrando una estructura
conceptual que, oriente vincule y de coherencia a la actividad profesional y de
investigación del Psicólogo con una pertinencia en el plano inter y multidisciplinario
que le permita aportar conocimientos básicos en cuanto al papel de los factores
psicológicos en la prevención y tratamiento de los desórdenes alimenticios que facilite
en el plano profesional, el pasar de un nivel de asistencia consultiva (plano
multidisciplinario) a un nivel colaborativo (Plano interdisciplinario) que implique co-
responsabilidad en la práctica profesional de los desórdenes alimenticios.
5. PREVALENCIA DE LOS DESORDENES ALIMENTICIOS
Los desórdenes alimenticios obedecen a un continuo en donde tanto los
problemas de infrapeso como de sobrepeso abaten no solo a los países occidentales sino
que se extienden por el proceso de aculturación a los denominados países
occidentalizados entre los cuales podemos contar a México y España.
Respecto a los llamados trastornos de conducta alimentaria, un informe de la
UNICEF (2002) revela que la anorexia y la bulimia tienden a afectar especialmente a
los adolescentes en los países industrializados en donde uno de cada 10 individuos con
anorexia fallece a consecuencia de su enfermedad. Igualmente reportan que las mujeres
adolescentes son casi 10 veces más propensas a desarrollar esos trastornos alimenticios
que los hombres.
En los países desarrollados, los niveles de prevalencia de trastornos de conducta
alimentaria se han incrementado en los últimos años, la anorexia y la bulimia son los
dos trastornos alimenticios más frecuentes, sobre todo en la población femenina.
Estudios entre estudiantes escolarizados de diez países del Caribe pusieron de
manifiesto que el 31% de ellos no está satisfecho con su peso. Alrededor de una sexta
parte ha usado al menos un método para perder peso, incluyendo dieta o ejercicio
(15%), laxantes (15%), vómitos inducidos (8%) o pastillas para adelgazar (6%)
(UNICEF 2002).
Resultados arrojados por la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición
(ENSANUT) (2006) revelaron que la prevalencia de baja talla en población femenina en
México aumentó progresivamente con la edad. Así, en las mujeres de 12 años la
prevalencia fue de 6.5% aumentando hasta 19.7% en las de 17 años. Si bien es cierto
que la prevalencia de TCA no representa niveles de carácter epidemiológico como en el
caso de la obesidad, es necesario tomar en cuenta que en el caso de la anorexia el
trastorno está asociado a un elevado riesgo de mortalidad además de tener la
característica de presentar un reducido porcentaje de recuperación, si además aunamos a
esto que los TCA constituyen hoy la tercera enfermedad crónica entre la población
femenina adolescente y juvenil en las sociedades desarrolladas y occidentalizadas
(Peláez, Labrador y Raich 2007) resulta particularmente importante la determinación de
los factores que inciden en el establecimiento de la conducta alimentaria de riesgo la
cual es una medida pre clínica de trastornos de conducta alimentaria.
En España, Peláez, Labrador y Raich, (2007). En un estudio, realizado en la
Comunidad de Madrid en una amplia muestra de población adolescente, arrojó una
prevalencia total de 3.43% de trastornos de conducta alimentaria. La estimación para
mujeres fue de 5.34%, específicamente el 2.72% presenta un trastorno de conducta
alimentaria no especificada, el 2.29% bulimia y 0.33% anorexia. La estimación en el
caso de los varones fue de 0.64% donde el 0.48% corresponde con un trastorno de
conducta alimentaria no especificada, 0.16% bulimia y 0.00% anorexia. A este respecto,
cabe destacar las medidas tomadas por el Ministerio de Sanidad española que en el 2006
se firmaron acuerdos con la industria de la moda para unificar las tallas de la ropa
propiciando que los responsables de la Pasarela Cibeles vetaran a las modelos más
delgadas, medida que desafortunadamente no fue replicada en otros países.
La obesidad y el sobrepeso son considerados como el principal problema de
Salud Pública en México país que ostenta el primer lugar mundial en niños con
obesidad y sobrepeso, y segundo en adultos. Estos problemas afectan a cerca de 70% de
la población (mujeres, 71.9 %, hombres, 66.7%) entre los 20 y 60 años, en ambos sexos,
sin embargo, entre las mujeres existe un mayor porcentaje de obesidad que entre los
hombres y el 26% de la población en niños (ENSANUT, 2006). Ver tabla 1
Tabla 1. Índices de obesidad y sobrepeso en México

Grupos México
% No. Personas
Mujeres mayores de 20 años 72 20.52 millones
Hombres mayores de 20 años 66 16.96 millones
Niños en edad escolar 26 5.54 millones
La prevalencia de obesidad en los adultos mexicanos ha ido incrementando con
el tiempo. En 1993, resultados de la Encuesta Nacional de Enfermedades Crónicas
(ENEC 1993) mostraron que la prevalencia de obesidad en adultos era de 21.5%,
mientras que con datos de la Encuesta Nacional de Salud (ENSA 2000) se observó que
en ese año, 24% de los adultos la padecían y, actualmente, con mediciones obtenidas
por la ENSANUT 2006, se encontró que alrededor de 30% de la población mayor de 20
años (mujeres, 34.5 %, hombres, 24.2%) tiene obesidad en México. Este incremento
porcentual debe tomarse en consideración sobre todo debido a que el sobrepeso y la
obesidad son factores de riesgo importantes para el desarrollo de enfermedades
crónicas, incluyendo las cardiovasculares, diabetes y cáncer. México gasta 7% del
presupuesto destinado a salud para atender la obesidad, solo debajo de Estados Unidos
que invierte el 9%.
La prevalencia de obesidad en España de acuerdo a datos proporcionados por
Peláez, Labrador y Raich, (2007) muestra un menor porcentaje que en México con un
13.9% y la de sobrepeso y obesidad del 26.3% (sólo sobrepeso, 12.4%). Asimismo,
contrario a los datos encontrados en México, la obesidad es mayor en varones (15.6%)
que en mujeres (12%), y también lo es el sobrepeso.
El carácter epidemiológico de los desórdenes alimenticios relacionados con el
sobre peso, el deterioro físico de los desórdenes concernientes al infrapeso así como la
comorbilidad asociada a ambas problemáticas, requiere de una concepción psicológica
acorde a los modernos paradigmas científicos. Los modelos explicativos que
conceptualizan los desórdenes alimenticios como trastornos producto de una
psicopatología, contemplan una explicación unicausal y reduccionista que refiere
atributos causales de índole interna conceptualmente confusos que dan lugar a una
concepción internalista de la salud, que no es compatible con una concepción holista.
El concepto tradicional que presupone la existencia de una Psicología que
contempla que las diferentes posturas teóricas se refieren a campos de fenómenos
complementarios de un universo empírico coherente, y al suponer que los conceptos y
datos de las teorías amparadas por distintos paradigmas son complementarias e
integrables sin considerar sus características ontológicas y epistemológicas totalmente
divergentes, ha llevado a nuestra disciplina a adoptar posturas eclécticas. Lo más
preocupante es que estas hibridaciones teóricas transgreden los límites entre el
conocimiento científico y el conocimiento ordinario y en ocasiones hasta del
conocimiento religioso ocasionando una confusión conceptual en la Psicología que la ha
llevado en el campo profesional y de investigación a amalgamar una serie de prácticas
pseudo científicas y anticientíficas (Campo, 2004) en donde las primeras utilizan un
lenguaje científico pero sin bases teóricas como es el caso de la programación
neurolingüística y las segundas rechazan o ignoran los procedimientos y el lenguaje
científicos dando lugar así a una Psicología de Consumo o Psicología Chatarra en la que
se sustituye el criterio de pertinencia (investigación teóricamente fundamentada y
técnicas terapéuticas emanadas de teorías científicas) por el de abundancia
(multiplicidad indiscriminada de variables en investigación y diversidad de técnicas de
diferentes teorías en la práctica profesional) (Zarzosa, 1991).
En el marco de un contexto pluralista multi e inter disciplinar la Psicología de
Consumo no está en condiciones de proporcionar un marco teórico confiable en
investigación, ni tampoco ofrecer una intervención psicológica pertinente ya que carece
de la rigurosidad científica necesaria tanto para la investigación como en la atención
integral en los desórdenes alimenticios. Por tal motivo, es necesario reorientar la
investigación psicológica de los desórdenes alimenticios contemplando modelos
teóricos pertinentes, que permitan plantear alternativas de tratamiento de los desórdenes
alimenticios en el plano psicológico.
CAPITULO 12. IDEACION SUICIDA

Definido como la epidemia del siglo XXI (Mengual y Izeddin, 2012), el suicidio
se ha instaurado como la primera causa de muerte violenta en el mundo, pese a esto, las
explicaciones de este tipo de violencia autoinfringida siguen careciendo de teorías
solidas fundamentadas en la investigación científica. Pretendiendo emular las
explicaciones biológicas, la Psicología sigue adoptando concepciones fundamentadas en
instancias y/o atributos de carácter interno que dan lugar a interpretaciones
reduccionistas y maquinistas que no aportan soluciones a este complejo problema de
salud pública. Resulta necesario desarrollar modelos explicativos sobre el suicidio que,
desde una perspectiva psicosocial permita el desarrollo tanto de programas preventivos,
como estrategias de prevención efectivas.
1. EL SUICIDIO DESDE UNA PERSPECTIVA PSICOSOCIAL
El suicidio, considerado como una forma de violencia auto infringida, es un
concepto que surge precisamente de la necesidad de distinguir entre la agresión a uno
mismo y el hecho de agredir a otra persona. Krug et al. (2003) en el informe mundial
sobre violencia y salud de la Organización Mundial de la Salud (OMS), definen la
violencia como
El uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como

amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que

cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños

psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones, contemplando que el

uso intencional de la fuerza o el poder físico incluye el descuido y todos los

tipos de maltrato físico, sexual y psíquico, así como el suicidio y otros actos

de autoagresión.

Con la intención de establecer una distinción entre la agresión auto infringida y


la violencia hacia otros, Sir Thomas Browne (1642) acuño el término suicidio,
basándose en los términos del latín sui (uno mismo) y caedere (matar). Además de
esclarecer el concepto del suicidio como una forma de violencia, este se enfrenta a otra
problemática pues las muertes por suicidio son solo una parte de este problema ya que
además de los que mueren, son muchas las personas que sobreviven a los intentos de
acabar con su propia vida.

Canetto y Lester (1995) proponen una categorización del suicidio considerando


el tipo de daño contemplando dos tipos de comportamiento:

1) Comportamiento suicida mortal - Los actos suicidas que ocasionan la muerte.


2) Comportamiento suicida no mortal - Las acciones suicidas que no provocan la
muerte. Este tipo de actos son conocidos en Estados Unidos como “intento suicida”
o “parasuicidio” y “daño auto infringido deliberado” en Europa.

Respecto a la prevalencia de suicidio, la OMS (2004) en su informe sobre la


salud en el mundo ha reconocido que la magnitud del problema pudiera ser más
alarmante de lo que muestran las estadísticas ya que es muy común el pretender ocultar
un suicidio con el fin de evitar la estigmatización de la persona que ha acabado con su
propia vida, o de la familia de la persona, o bien por conveniencia social, razones
políticas, o porque quien comete el suicidio lo hace aparecer como un accidente.

Aun y con estos atenuantes, el suicidio representa la tercera causa de muerte de


adolescentes en el mundo (Suk, et al. 2009; World Health Organization, 2001). En
relación a este problema, la OMS en el 2009, informó que aproximadamente un millón
de personas murieron por suicidio en el año 2000, y que las tasas de suicidio global han
aumentado en un 60% en los últimos 45 años, lo que le ha permitido alcanzar la
decimotercera causa principal de muerte en el mundo. Entre las personas de 15 a 44
años de edad, las lesiones auto infringidas son la cuarta causa de muerte y la sexta causa
de mala salud y discapacidad.
El departamento de salud mental y abuso de sustancias de la OMS (2009),
sostiene que el suicidio provoca más muertes que los asesinatos y las guerras ya que
cada 60 segundos alguien se quita la vida en el mundo. Entre los países que registran las
mayores tasas de suicidios están Finlandia, Rusia, Bielorrusia, Ucrania y otros del ex
bloque soviético, mientras que entre los países en desarrollo se encuentran Sri Lanka,
Mauricio y Cuba. Sin embargo, por cada suicidio pueden producirse hasta 20 intentos
fallidos, considerando este dato, estaríamos hablando de que alguien intenta suicidarse
cada tres a cinco segundos. En el caso de los intentos suicidas se calcula que en México,
por cada suicidio consumado hay de ocho a diez intentos de suicidio y por cada intento
ocho lo pensaron, planearon y estuvieron a punto de hacerlo (González-Forteza, et al.
1998).
La mayoría de los países en todo el mundo reporta un aumento en las tasas de
suicidio entre los adolescentes. Borges (2010) señala que en México la tasa pasó de uno
por cada cien mil habitantes en 1970 a cuatro por cada cien mil en el año 2007, lo cual
motivo que el suicidio ocupe actualmente la cuarta causa de muerte en adolescentes. Por
otra parte, el organismo denominado Parliamentary Assembly Council of Europe en un
informe emitido en el 2008, apunta que el 15% de los adolescentes que han tenido una
tentativa de suicidio son reincidentes y el 75% no son hospitalizados. Además, informan
que la tasa de suicidas adolescentes es más elevada entre jóvenes lesbianas,
homosexuales, bisexuales y transexuales.
Chávez, Macías, Palatto y Ramírez (2004) realizaron en México, un análisis de
mensajes póstumos que dejaron 116 de 747 víctimas entre 1995 y 2001, encontrando
que el 73% de quienes expusieron sus motivos de muerte aludieron “no tener objetivos
para vivir”; 46.7% tenía una edad entre 20 y 29 años y 36.4% era menor de 20. Un
segundo análisis, que próximamente publicaran estos autores, mostrará cambios
sustanciales, como que el rango de edad de los suicidas bajó significativamente, a la par
que crecieron las menciones de no tener objetivos para vivir. Estas evidencias sugieren
que el problema del suicidio no puede ser considerado como un trastorno mental, es
decir, una psicopatología de etiología intrínseca que determina el comportamiento
suicida, sino que por el contrario el suicidio es un comportamiento multideterminado en
el que inciden factores culturales, sociales y psicológicos.
La adopción de una estructura explicativa multifactorial del suicidio implica
necesariamente una concepción de campo en donde el comportamiento psicológico
tiene que ser descrito como una organización funcional y no como un simple síntoma
para buscar supuestos determinantes internos o externos que lo producen. Desde nuestra
perspectiva, una concepción de campo exige la exclusión de principios psíquicos e
internos, pues la construcción del campo psicológico se debe derivar de la conducta real
de los organismos con objetos y eventos en condiciones específicas. Esta postura, no
destaca como objeto de análisis a ciertas formas funcionales de actividad del organismo,
sino que pone de relieve la interacción misma entre el organismo y el ambiente como
centro de interés teórico (Ribes, y López, 1985).
En  una  teoría  de  campo,  los  eventos  se  consideran  como  interacciones 
complejas  de  numerosos  factores  en  situaciones  específicas,  por  lo  que  las 
concepciones en términos de principios y propiedades de los objetos o eventos no son 
necesarias en el campo explicativo. En otras palabras, las modernas concepciones en 
Psicología  deberán  de  abandonar  la  noción  de  que  lo  psicológico  y/o  sus  supuestos 
procesos  (emoción,  aprendizaje,  percepción,  etc.)  sean  algo  que  le  sucede  a  un 
organismo  o  algo  que  sucede  en  el  organismo;  en  vez  de  esto,  se  considera  que 
cualquier  cambio  conductual  es  un  cambio  en  el  campo  total.  Esto  es  especialmente 
relevante considerarlo en caso del suicidio ya que, además del impacto psicológico y 
social que genera, afecta directamente a otras personas. La OMS (2000), señala que en 
promedio, un suicidio individual afecta íntimamente al menos otras seis personas y en 
caso  de  ocurrir  en  una  institución  educativa  o  en  el  sitio  de  trabajo,  el  impacto  se 
extiende.  

El suicidio es, sin duda un comportamiento complejo producto de una


multiplicidad de factores que la investigación en el tema aun no termina de precisar y
que sin embargo representa el punto culminante y fatal en la vida de muchas personas.
Sin duda, las tesis que contemplan al suicidio como una decisión íntima, producto de la
sola voluntad o convicción del individuo pertenecen a teorías obsoletas. El considerar al
suicidio como un fenómeno multifactorial, ha permitido la evolución de teorías
fatalistas y deterministas hacia la construcción teórica de modelos explicativos
psicosociales que permitan evaluar desde diversos contextos y dimensiones los factores
que inciden directa e indirectamente en el suicidio.
2. LA IDEACION SUICIDA COMO PRIMER ESLABON DEL SUICIDIO

El consenso casi generalizado de definir al suicido como un proceso compuesto


por diversas acciones que inicia con la ideación suicida (Pérez, 1999; Dias de Mattos, et
al. 2010) ha propiciado que el interés de la comunidad científica sobre esta temática se
incremente en los últimos años. En México, Jiménez y González-Forteza (2003)
destacan que entre 1982 y 2003 la Dirección de Investigaciones Epidemiológicas y
Psicosociales (DIEP) del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente (INPRF),
publicó 56 trabajos de investigación sobre suicidio, de los cuales el 30% de los trabajos
se concentró en la ideación suicida. Posteriormente, este mismo instituto publicó un
conjunto de trabajos que abarcaban de los años 2003 a 2010 sobre epidemiología
psiquiátrica, producto de una iniciativa internacional coordinada por la OMS para
evaluar trastornos mentales, donde se señalaba que el 17% de las investigaciones
referían como tema principal el suicidio (INPRF, 2011).
Existen diversas concepciones en torno a la ideación suicida, Eguiluz (1995)
menciona que la ideación suicida es una etapa de vital importancia como factor
predictor para llegar al suicidio consumado y la define como aquellos pensamientos
intrusivos y repetitivos sobre la muerte auto infringida, sobre las formas deseadas de
morir y sobre los objetos, circunstancias y condiciones en que se propone morir. Por su
parte, Jiménez y González-Forteza (2003), han definido el suicidio como un proceso
que comienza con la idea de suicidarse y pasa por la tentativa o los intentos de suicidio,
hasta concluir con la muerte auto infringida. Consideramos que estas dos concepciones
sobre la ideación suicida que tienen como característica similar el ser conceptualmente
inespecíficas, tienen problemas para su operacionalización. Sin embargo, Pérez (1999)
define la ideación suicida considerando una serie de pautas como la preocupación
autodestructiva, planeación de un acto letal y el deseo de muerte.
El suicidio se conceptualiza de esta forma como un proceso, pues este implica
un conjunto de acciones con las que se asume que una persona busca quitarse la vida.
Por lo anterior, es importante estudiar los procesos que anteceden a los suicidios como
son la ideación y el intento para así conocer y atender esta problemática. Algunos
autores como por ejemplo Miranda, et al., (2009) señalaron cinco etapas aclarando que
no necesariamente tienen que ser secuenciales:
1) Ideación suicida pasiva,
2) Contemplación activa del propio suicidio,
3) Planeación y preparación,
4) Ejecución del intento suicida, y
5) El suicidio consumado.
Generalmente la ideación suicida se considera como una entidad de naturaleza
interna a la que, de acuerdo a los cánones tradicionalistas en Psicología se le atribuye
una relación causal reduccionista-determinista (Mondragón, et al., 1998). Aun y cuando
diversos autores señalan que el suicidio es un fenómeno multideterminado y que la
ideación suicida está contemplada como uno de los factores principales, se sigue
destacando su carácter fenomenológico (Jiménez y González-Forteza, 2003; Serrano y
Flores, 2005). Desde una perspectiva de campo en psicología en donde la naturaleza o
propiedades de los factores no son necesarias en la explicación de los fenómenos, la
ideación suicida sería considerada como una variable latente. Las variables latentes, son
construcciones o elaboraciones teóricas acerca de procesos o eventos que no son
observables, sino que deben inferirse a través de la presencia de objetos, eventos o
acciones. Sin embargo el considerar que las variables latentes no son observables a
simple vista no presupone aceptar la noción mentalista clásica de que estos constructos
sean entidades internas transespaciales (Kantor, 1969).
Desde esta perspectiva las variables latentes se definen operacionalmente en
términos de comportamientos que deben representarlas (Corral, 1995). En el caso de la
ideación suicida, podría definirse como las primeras manifestaciones conductuales del
suicidio que van desde expresiones que denotan una dificultad para vivir como “no vale
la pena vivir”, hasta manifestaciones que se acompañan de intención de morir o de un
plan suicida. Es decir, en una concepción de campo interactivo, la ideación suicida es
considerada como un evento prístino (Kantor, 1971) y no como un evento mediador de
procesos causales de naturaleza interna (psíquicos o cognitivos). En otras palabras, la
ideación suicida, no es una entidad diferente a la conducta suicida que pueda ser
considerada como factor asociado o de riesgo. Al contemplar la ideación suicida como
el comportamiento inicial del continuo denominado suicidio, se resalta la relevancia del
estudio de esta pandemia en esta primera etapa, pues los resultados de la investigación
proporcionarían la base para la implementación de estrategias de prevención del
suicidio.
Por otra parte, el intento suicida, definido como la acción orientada a provocar la
propia muerte que no logra su objetivo (Amezcua, 2003), forma parte de este eslabón
que se inicia con una idea de cometer suicidio o el deseo de quitarse la propia vida,
aunque la intención de morir no es un criterio necesario para el comportamiento suicida
no mortal. En relación a la prevalencia de comportamiento suicida no mortal al igual
que en el suicidio consumado, es difícil contar con datos fidedignos puesto que las
personas que intentan suicidarse comúnmente no acuden a los centros de salud por
diversas razones que van desde aspectos culturales hasta limitantes legales ya que en
algunos países en desarrollo aun se considera el intento suicida como un delito. Una
investigación realizada por Kjoller y Helveg-Larsen (2000) menciona que en promedio,
solo cerca de 25% de los que llevan a cabo actos suicidas hacen contacto con un
hospital público y estos casos no son necesariamente los más graves.
De acuerdo a datos proporcionados por McIntosh, et al. (1994), el
comportamiento suicida no mortal es más prevalente en los jóvenes que en las personas
mayores. Estos investigadores estimaron que la razón entre el comportamiento suicida
mortal y el no mortal en los mayores de 65 años es del orden de 1:2-3, mientras que en
los jóvenes menores de 25 años la razón puede alcanzar un valor de 1:100-200. En
relación con el género se ha observado que las mujeres presentan tasas más altas de
conductas e ideación suicida que los hombres: sin embargo las tasas de mortalidad
generadas por dichas conductas son mayores en hombres en una relación de 4:1
(Moscicki, 1995).
La tasa elevada de prevalencia entre los jóvenes de comportamiento suicida no
mortal aunada a la falta de registros sobre este comportamiento que dificulta la
obtención de datos útiles para fines de investigación y de prevención del suicidio, nos
llevan a incursionar en el análisis de la ideación suicida en adolescentes como una
fuente que nos permita encontrar factores de riesgo de suicidio. De lo anteriormente
expuesto, la investigación en ideación suicida, así como la identificación de factores
asociados a esta, resultan de particular importancia en la prevención del suicidio.
3. FACTORES DE RIESGO ASOCIADOS A LA IDEACIÓN SUICIDA
La ideación suicida como etapa inicial del suicidio es un fenómeno
multifactorial, complejo e interrelacionado en donde intervienen factores psicológicos,
sociales (contextuales) y biológicos, (Cheng, et al. 2009). Además, es preciso considerar
que estos factores de riesgo de suicidio se influyen recíprocamente, por lo que la
identificación de dichos factores y su relación con el comportamiento suicida mortal y
no mortal son elementos esenciales en la prevención del suicidio.
3.1. Ideación suicida y factores psicológicos
El factor personal o psicológico representa el grupo de variables con una mayor
relación con la ideación suicida. La literatura especializada informa que problemas
como la depresión, una baja autoestima, el consumo de drogas (legales e ilegales) e
incluso los desórdenes alimenticios, así como otras formas de violencia son variables
que comúnmente se asocian a esta problemática. Por lo que consideramos importante
realizar un breve análisis de cada uno de estos factores de riesgo.
Cabe destacar que en una perspectiva de campo como la que se adopta en este
escrito, las variables psicológicas se consideran como una descripción del
comportamiento psicológico como organización funcional y no se preocupa en buscar
supuestos determinantes internos o externos que lo producen. Por tal motivo, a
continuación se realiza una breve descripción de las variables psicológicas asociadas a
la ideación suicida, así como la reconceptualización en términos de campo de dichas
variables.
Ideación Suicida y Depresión
Diversas investigaciones reportan que la depresión es la variable más
relacionada con la ideación suicida (Au, Lau, y. Lee, 2009; Garlow, S. et al. 2008;
McLaren, y Challis, 2009; Sánchez-Sosa, et al 2010; Coffin, Álvarez y Marín, 2011).
Krug et al. (2003) en el informe mundial sobre la violencia y la salud de la OMS se
señala que aproximadamente el 80% de las personas que se suicidaron tenían varios
síntomas depresivos. Inclusive se plantea que un estado de ánimo depresivo se debe de
considerar como una condición previa necesaria para la presencia de ideación suicida
(Hintikka, et al, 2009). En una investigación realizada por Sánchez-Sosa et al. (2010)
con población adolescente, encontraron mediante un análisis de modelamiento
estructural que la sintomatología depresiva presenta una relación significativa, directa y
positiva con la ideación suicida. Señalándose como la variable que mejor predice la
ideación suicida al constituirse como el factor con el coeficiente estructural más alto.
La APA (2002) en su manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales
DSM-IV-TR considera la depresión como un trastorno del estado de ánimo que se
caracteriza por desesperanza y tristeza aunado a una pérdida de interés o placer en casi
todas las actividades. Coffin, Álvarez y Marín (2011) plantean que la depresión ocurre
en las esferas psíquica, somática y conductual y se refleja en lo social, donde se pierde
el interés de interactuar con el grupo de pertenencia. Esta concepción de la depresión
como entidad causal propia de la tradición intelectualista en Psicología que, además de
adoptar una postura unicausal enfatiza que lo psicológico es producto de entidades
internas subjetivas. Sin embargo, una supuesta evolución del mentalismo argumenta que
estas entidades internas son interactivas, lo que genera una doble función que por un
lado son independientes (como causa) pero a la vez dependientes (como elemento
interactuante) de la relación social entre los individuos. Generando con esto una
confusión conceptual respecto a este factor.
Desde una perspectiva de campo las emociones son consideradas como
conductas complejas que tienen una base biológica y por lo mismo este tipo de
conductas no son propias del ser humano como comúnmente se cree sino que también
está presente en otros organismos. Sin embargo, en los humanos, estas conductas
emocionales (alegría, tristeza, euforia, nostalgia, coraje, etc.) son en la mayoría de los
casos conductas aprendidas, en el sentido de que su ocurrencia se da bajo condiciones
complejas no naturales. Por ejemplo, el llanto de una persona por una lesión sufrida es
una respuesta biológica, no aprendida, mientras que el llanto de la misma persona ante
la separación de su pareja, es una conducta emocional aprendida, ambas respuestas
aunque similares difieren, ya que la situación esta mediada por experiencias previas de
aprendizaje.
Así, en base este concepto se debe considerar a la emoción como un
comportamiento biológico-funcional producto de interacciones complejas con el medio
ambiente físico y social. Por su parte, la depresión constituiría un comportamiento
emocional disfuncional. De tal forma que una concepción de campo de la depresión se
deberá centrar en el ámbito interactivo y no en supuestas características y/o
propiedades, sobre todo cuando dichas propiedades son subjetivas e inespaciales.
Ideación Suicida y Autoestima
La autoestima, es también una variable psicológica relacionada con la ideación
suicida. Miranda, et al., (2009) encontraron diferencias significativas en donde
observaron que el grupo con ideación presenta una autoestima más baja en comparación
con el grupo sin ideación, por otra parte, Au, Lau, y Lee, (2009) encontraron
correlaciones significativas con medidas de auto concepto social.
El auto-concepto como constructo psicológico ha sido objeto de diferentes
posiciones teóricas probablemente las de mayor representatividad según son las
orientaciones emanadas de la Psicología cognitiva y conductismo social de Mead. El
conductismo social y la Psicología cognitiva son orientaciones que difieren en el énfasis
que le otorgan al estudio del Yo y del Mí, en donde el conductismo social se centra en el
Mi, es decir en el componente social del auto-concepto, en cómo éste se configura a
partir de la interacción del individuo con los demás miembros de la sociedad, mientras
que la Psicología cognitiva se ha preocupado de investigar los aspectos procesales
centrándose en lo que sus autores llaman estudio del Yo, abocándose a las estructuras de
conocimiento relativas a uno mismo y su incidencia en la conducta del individuo,
adoptando un carácter reduccionista al centrar sus explicaciones en aspectos procesales
de naturaleza interna.
George Herbert Mead quien desarrolló el conductismo social y a quien
erróneamente se le asocia con el interaccionismo simbólico (Belanger, 2001), considera
que la conducta del grupo social no es construida de acuerdo con la conducta de los
individuos que lo componen, sino que se debe comenzar con un todo social dado, de
actividad grupal compleja (la red social), en el cual se considera el comportamiento de
cada uno de los individuos que lo integran (Forni, 1988). Desde la perspectiva del
conductismo social, la Psicología social de Mead es un intento de explicar la conducta y
la experiencia del individuo en términos de la conducta organizada del grupo social
(Mead, 1934).
Aunque tanto el Conductismo Social (Mead) como el Interaccionismo Simbólico
(Blumer) basan sus concepciones en la Psicología pragmática, estas posturas mantienen
posiciones ontológicas contrarias ya que mientras Blumer sostiene la posición ontológica
del nominalismo social, Mead se centra en el realismo social. Así, mientras que para el
Interaccionismo Simbólico el punto de partida es el sujeto, para el conductismo social
comienza observando a la sociedad como un todo (Forni, 1988). Este análisis que
expresa Forni en torno a estas dos posturas perfila la posición ontológica del
interaccionismo simbólico bajo una perspectiva fenomenológica de tipo Lewiniano,
mientras que los postulados de Mead están relacionados con la perspectiva de campo
que se propone en este capítulo.
La autoestima se define en términos de la auto-evaluación que de sí mismo hace
una persona, expresando su sentir con una actitud de aprobación o de rechazo; mediante
este constructo expresa el grado en que la persona se siente capaz, exitosa, significativa
y valiosa. En suma, la autoestima es un juicio que tiene de sí mismo una persona; es
decir es un evento privado pero no en el sentido internalista sino de unicidad, por lo que
debe de conceptualizarse como un evento personal y no subjetivo. De tal manera que, el
concepto de autoestima es considerado como un tipo de aprendizaje social de auto
descripción (Epling y Pierce, 1992) producto de la interacción y la historia
comportamental del individuo.
La evidencia empírica con respecto a la relación entre autoestima e ideación
suicida es controvertida ya que mientras en algunas investigaciones se observa que la
autoestima no se relaciona significativamente con la ideación suicida (Jiménez,
Mondragón y González, 2007), en otras se constata una relación directa y significativa
entre estas variables (Yoder y Hoyt, 2005). Asimismo, Wilburn y Smith (2005)
proponen en otro estudio que una baja autoestima predispone al adolescente a la
depresión y por ende a las ideas suicidas. La falta de consenso encontrada en la
literatura especializada en torno a la relación entre autoestima e ideación suicida, podría
encontrar explicación en los resultados obtenidos en una investigación, realizada por
Sanchez-Sosa et al. (2011) en donde se plantearon tres modelos explicativos de ideación
suicida (uno general y dos en base a sexo), encontrando que la relación directa estimada
entre la autoestima social y la ideación suicida en el contraste empírico no fue
significativa tanto para el modelo general como para el modelo de mujeres. Sin
embargo, en el modelo de hombres se expresa una relación directa y significativa entre
autoestima social y la ideación suicida, además de una relación indirecta entre estas a
través del efecto directo de la autoestima social con la sintomatología depresiva. Este
Modelo Explicativo Psicosocial de Ideación Suicida en hombres propuesto en esta
investigación se encuentra en la misma línea que en el modelo estructural propuesto por
Sun, Hui y Watkins (2006), quienes observaron una relación directa de variables
contextuales con la autoestima la cual, a su vez, tenía una relación directa con la
depresión que finalmente predecía a la ideación suicida. Estos resultados sugieren que la
relación entre autoestima social e ideación suicida esta mediada por el sexo, por lo que
consideramos que en futuras investigaciones se tome en cuenta esta variable.
Ideación Suicida y Consumo de Drogas
El consumo abusivo de drogas legales, específicamente el alcohol y las drogas
ilegales son variables que frecuentemente están asociadas a la ideación y el
comportamiento suicida. Murphy y Wetzel, (1990) informaron que en los Estados
Unidos de Norteamerica una cuarta parte de los suicidios están vinculados con el abuso
del alcohol llegando incluso a considerar que el riesgo a lo largo de toda la vida de
cometer suicidio en las personas alcohólicas no es mucho menor que en las que
presentan trastornos depresivos. Esto resulta particularmente relevante si tomamos en
cuenta que el consumo de alcohol es el primer factor de riesgo en los países en
desarrollo y el tercero en los países desarrollados (OMS, 2004), lo cual representa una
grave amenaza para la salud pública ya que genera consecuencias negativas en todos los
niveles: biológico, físico y psicológico no solamente en quienes lo consumen, sino
también en las personas con las que interactúan.
Asimismo, los problemas asociados al alcohol como los accidentes de tráfico, la
violencia en sus diferentes acepciones incluyendo al suicidio han adquirido
proporciones alarmantes, hasta el punto que el consumo de esta sustancia se ha
convertido en uno de los riesgos sanitarios y sociales más importantes en el mundo
(Elzo, 2010; Fernández y Marco, 2010; Ministerio de Sanidad, 2010). Esta condición se
agrava si se toma en cuenta que tanto en México como en los países nórdicos y del
mediterráneo el patrón de consumo se caracteriza por una alta ingesta en un período
corto de tiempo -al menos cinco copas por encuentro cada fin de semana y, en los casos
graves, a diario (Choquet, 2010; Elzo, 2010). Si a esto añadimos el hecho de que el 64%
de los adolescentes cree que beber es normal y que la edad de inicio en el consumo sea
de 14 años (Elzo, 2010; Hernández, 2009) conlleva un importante peligro tanto para la
salud individual como para la salud pública, con el agravante de que bajo ciertas
condiciones, aumenta la probabilidad de que se mantenga o agudice este problema y por
ende los problemas asociados al consumo (como lo es el suicidio) durante la vida adulta
(Villarreal et al., 2010; Laespada, 2010).
Ideación Suicida y Desórdenes Alimenticios
Estudios recientes han encontrado una relación importante entre variables
asociadas a problemas alimentarios y la ideación suicida. Goldney, et al., (2009)
realizaron un estudio para determinar la relación entre índice de masa corporal, salud
mental e ideación suicida en el cual concluyen que no existe relación entre valores altos
de índice de masa corporal e ideación suicida. En una investigación con adolescentes
coreanos, Don-Sik, et al., (2009) encontraron una relación significativa entre valores
bajos de índice de masa corporal, conductas alimentarias de riesgo y la ideación suicida.
Estos hallazgos sugieren que más que una relación con índices antropométricos, la
ideación suicida está asociada a desórdenes alimenticios. En relación a este supuesto,
Sánchez-Sosa et al. (2010) encontraron una relación directa y significativa de las
conductas alimentarias de riesgo con la ideación suicida.
Ideación Suicida y otras formas de Violencia
Como mencionamos al principio del capítulo tanto el suicidio como la ideación
suicida son considerados como violencia auto-infringida, por tal motivo su relación con
otras formas de violencia como la violencia escolar, violencia entre la pareja y violencia
intrafamiliar, son variables que comúnmente están presentes en estas problemáticas.
Serrano y Flores (2005) en una investigación realizada con adolescentes
enfatizan la importancia de la dimensión de la pareja en la vida de los adolescentes, la
cual, al ser caracterizada por relaciones agresivas, influye en la aparición de rasgos
suicidas. Respecto a la relación de pareja en los adultos, Krug, et al. (2003) señalan que
los estudios sobre la relación entre el estado civil y las conductas suicidas revelan que
las tasas más altas de este fenómeno se dan entre las personas separadas o divorciadas,
incrementándose este porcentaje entre los hombres, especialmente en los primeros
meses de la pérdida o separación. Pérez-Olmos, et al., (2007) en un estudio realizado en
una clínica de Colombia durante el periodo 2003-2005 encontraron que los eventos
estresantes familiares fueron los que más se relacionaron con ideación e intento suicida.
3.2 Ideación Suicida y Factores Sociales (Contextuales)
Otro grupo de factores asociados a la ideación suicida tiene que ver con los diversos
contextos sociales de interacción sobre todo cuando se trata de adolescentes como serían
el contexto familiar y escolar. En este periodo de vida del ser humano, el entorno social
se transforma, las amistades y el grupo de iguales adquieren una mayor relevancia, por
lo que resulta necesario analizar la relación existente entre el adolescente y sus
contextos más significativos (familia, escuela) constituidos como los entornos donde
éste pasa la mayor parte de su tiempo, ya que dependiendo del grado de adaptación del
joven en este periodo de la vida, favorecerá o dificultará que el adolescente llegue a la
adultez con un bagaje de experiencias personales y sociales saludables y positivas.
Siendo la familia y la escuela los principales referentes de desarrollo para el
adolescente, es prioritario el análisis de la influencia que directa e indirectamente tienen
estos contextos en la ideación suicida.
Ideación Suicida y Contexto Familiar
Resulta innegable como la influencia de la familia es un factor fundamental para
el buen desarrollo y ajuste de los hijos. Cuando las relaciones entre padres e hijos
adolescentes se caracterizan por un adecuado funcionamiento familiar es mucho más
probable que los adolescentes sean futuros ciudadanos responsables. Por el contrario,
cuando la relación entre padres e hijos se fundamenta en el conflicto y en la carencia de
apoyo y diálogo, pueden surgir graves problemas de ajuste en los adolescentes como,
por ejemplo, problemas de autoestima y de satisfacción con la vida, síntomas
depresivos, estrés y ansiedad, así como la implicación en conductas antisociales y en
comportamientos de riesgo poco saludables para la persona.
Musitu y Cava (2003) determinaron mediante una investigación la gran
importancia que el apoyo de los padres tiene para el ajuste del adolescente. Estos
investigadores encontraron que en el caso del ánimo depresivo, éste es menor en los
adolescentes que perciben mayor apoyo del padre y de la madre. El apoyo familiar se
plantea de esta forma como, un importante recurso social para el adolescente cuya
influencia en el bienestar puede ser tanto directa (saber que se cuenta con el apoyo de
los padres durante esta transición y disponer de su ayuda) como indirecta (mediada por
las estrategias de afrontamiento y la autoestima) (Musitu, et al., 2001).
En relación al contexto familiar, Lai y Shek (2009) en una investigación de 5557
estudiantes de secundaria de Hong Kong reportan correlaciones significativas (r = -
.460) entre funcionamiento familiar y la ideación suicida. Por su parte, Van Renen y
Wild (2008) en un estudio comparativo encontraron que el grupo que reporto ideación
suicida también informo una menor comunicación y conflictos con sus padres. En un
estudio de prevalencia realizado en la Ciudad de México, Pérez-Amezcua, et al. (2010)
concluyeron que los estudiantes que refirieron tener poco apoyo familiar tienen un 69%
más posibilidad de presentar ideación suicida. Sánchez-Sosa et al. (2010) encontraron
que a menor funcionamiento familiar, mayor sintomatología depresiva, lo que
incrementa a su vez el riesgo de ideación suicida.
Ideación Suicida y Contexto Escolar
La escuela representa para el adolescente un contexto interactivo crucial en el desarrollo
y ajuste del adolescente ya que estos pasan aproximadamente una tercera parte de su
tiempo en la comunidad escolar, lo que implica, a su vez, una larga convivencia con
iguales y profesores. Los iguales y profesores, como en el caso de la familia, pueden
proporcionar oportunidades valiosas para el aprendizaje y entrenamiento de habilidades
sociales y el establecimiento de relaciones positivas, pero también pueden constituir un
terreno fertil para el desarrollo de conductas desadaptativas. Desde esta perspectiva,
Musitu y Cava (2003) conceptualizaron que el adolescente contribuye positivamente a
su propio desarrollo y se encuentra implicado en un proceso de negociación con sus
padres, con objeto de ejercer un mayor control sobre su propia vida.
Sánchez-Sosa, et al. (2010) encontró una relación negativa y significativa entre
el ajuste escolar y la ideación suicida. Por su parte, Perez-Amezcua, et al. (2010)
refieren que los adolescentes con poco reconocimiento escolar son más proclives a
manifestar ideación suicida. Por otra parte, Bonanno y Hymel (2010) determinaron
mediante un análisis de regresión que la victimización escolar es un factor predictivo de
ideación suicida. Sánchez-Sosa et al. (2011) estimaron un Modelo Explicativo
Psicosocial de la Ideación Suicida en el que los problemas de integración escolar se
relacionan directa y significativamente con la sintomatología depresiva y la
victimización escolar y estas dos variables a su vez se asocian directa y
significativamente a la ideación suicida. Lo cual ratifica el hecho de que la simple
escolarización de los adolescentes no es un factor de protección, como comúnmente se
cree. Sino que por el contrario, los problemas de integración escolar se constituyen
como factores de riesgo de conductas desadaptativas en los adolescentes. Lo que
implica que los sistemas educativos deberán de centrarse en modelos centrados en el
aprendizaje y el desarrollo integral de los educandos, dejando a un lado los métodos
tradicionales basados en la instrucción y la enseñanza, que son promotores de criba y
retraso académico, así como desintegración escolar.
En México, la Dirección General de Prevención al Delito de la Procuraduría
General de la República (2011) informó que en el 2009, las agresión a compañeros de
escuela la ejercen 8.8% de los niños de primaria y 5.6% de los estudiantes de
secundaria. Asimismo, reportaron que el saldo fatal del bullying durante ese año fue de
190 suicidios de adolescentes lo que representa que uno de cada seis jóvenes víctimas
terminó suicidándose. Sin embargo, no solo las víctimas de bullying están expuestas al
suicidio. En un estudio de más de 16,000 adolescentes realizado en Finlandia, los
investigadores encontraron mayor prevalencia de depresión e ideación suicida grave
tanto entre los que eran intimidados en la escuela como entre los autores de la
intimidación (Kaltiala-Heino, et al. 1999).
A modo de resumen, consideramos tres aspectos que nos parecen de interés
destacar de este capítulo, que son:
1) El suicidio como un continuo,
2) El suicidio como un fenómeno multideterminado y,
3) El planteamiento psicosocial de campo de las variables psicológicas asociadas
al suicidio
En cuanto al primer punto ya hemos planteado al suicidio como un continuo que
en términos generales se inicia con una idea, pasa por una etapa de intento suicida, para
finalmente consumar el acto suicida propiciando la muerte del individuo. El hecho de
que la ideación suicida sea considerada como la etapa inicial de dicho continuo y no
como un factor de riesgo independiente del comportamiento suicida, implica que la
investigación desarrollada en ideación suicida, sea particularmente importante para el
diseño e implementación de programas preventivos de esta problemática mundial.
Respecto al carácter multifactorial del suicidio, conlleva desde nuestro punto de
vista un planteamiento holístico de índole metateórico que enriquece substantivamente
lo hasta ahora planteado por la Comunidad Científica Internacional, en el sentido de que
al adoptar esta postura holística se trascienden las explicaciones fatalistas que centran la
causalidad en variables de naturaleza interna, para adentrarnos en otros escenarios en
los que participa activamente el adolescente, como la familia (funcionamiento familiar),
la escuela (problemas de integración escolar y victimización escolar), además de las
variables psicológicas algunas comúnmente estudiadas como la depresión y autoestima
y otras que empiezan a cobrar relevancia como las conductas alimentarias de riesgo.
Asimismo, cabe destacar que la multideterminación de la conducta suicida, pone de
manifiesto la necesidad de plantear modelos explicativos que contribuyan a la
prevención de este problema, que deberá de ser considerado no como causa o síntoma
sino más bien como consecuencia de una serie de factores de riesgo que potencian el
desarrollo de conductas desadaptativas en los adolescentes y que a su vez propician la
consumación del suicidio.
Finalmente consideramos que el planteamiento de campo psicosocial de las
variables psicológicas asociadas al comportamiento suicida, específicamente en la etapa
de ideación es el aporte más importante y sustancial de este capítulo. La concepción de
campo Psicosocial propone un sistema descriptivo y explicativo sincrónico al poner de
relieve el concepto de interdependencia en campos de relaciones, a diferencia del
esquema causal clásico el cual es lógicamente diacrónico (Ribes, 2004). Contrario a las
posturas teóricas clásicas, la propuesta de campo destaca como objeto de análisis la
interacción misma entre el organismo y el ambiente como centro de interés teórico
(Ribes, y López, 1985). Esta postura acorde con el concepto multifactorial del suicidio
sirve de base para que en futuras investigaciones se analicen variables que integren
aspectos sociales (contextuales) y psicológicos con la finalidad de construir modelos
con mayor poder heurístico.
Un ejemplo de esto se puede observar en el Modelo Explicativo Psicosocial de
Ideación Suicida en adolescentes (MEPIS) en el que Sánchez et al. (2011) estudiaron las
relaciones entre variables contextuales y personales con la ideación suicida. Los autores
de este trabajo encontraron una relación directa y significativa de la victimización
escolar y de las conductas alimentarias de riesgo con la ideación suicida, además de
relaciones indirectas del contexto familiar (funcionamiento familiar) y escolar
(problemas de integración escolar) a través de las variables psicológicas. Asimismo,
estos investigadores encontraron que la relación entre autoestima social e ideación
suicida se encuentra moderada por el género.
Estos hallazgos trascienden lo hasta ahora planteado por la Comunidad
Científica Internacional, que centra las explicaciones de esta problemática en la relación
con variables de tipo emocional, pues los resultados expuestos implican variables
psicológicas como problemas alimenticios, de autoestima y victimización, además de
escenarios en los que participa activamente el adolescente, como la familia
(funcionamiento), y la escuela (integración escolar). Consideramos al igual que Cheng,
et al. (2009) que la investigación futura tiene que contemplar la interacción de factores
de diversa índole con el fin de encontrar explicaciones que permitan conocer esta
compleja conducta denominada suicidio.
i
Aunque mejor sería denominarlas TICO (Tecnologías de la Información, Comunicación y Ocio), porque
la dimensión afectiva, tanto de la comunicación como del entretenimiento, es la principal variable que
explica el interés de los adolescentes por el uso de estas herramientas tecnológicas.
ii
Volvemos a poner entre comillas lo de « nuevas » tecnologías porque para los adolescentes,
precisamente, no se trata de algo que pudieran considerar novedoso. Los adultos, sin embargo, las hemos
visto desarrollarse y en algún caso, incluso aparecer.
iii
El concepto de red social abarca a disciplinas como sociología, psicología, economía o física y se basa
en modelos como la teoría de redes, que han supuesto una metodología de trabajo para el estudio de las
relaciones interpersonales desde principios del siglo XX. La utilización de Internet como herramienta que
facilita el contacto entre los miembros de la red ha favorecido el nacimiento y expansión de comunidades
virtuales, que es el término que mejor definiría al tema que nos ocupa.

Notas

Una de las más conocidas redes sociales (aunque no la primera de ellas), Facebook, significa,
literalmente, «libro de caras» y es bien conocido que su origen se remota a la existencia de un documento
que se daba a los universitarios de Harvard cuando se matriculaban, en el que constaba una breve reseña
biográfica de cada compañero de la universidad ilustrada con una fotografía. Ese documento tenía la
función de favorecer el acercamiento entre los compañeros merced al conocimiento de algunas
características personales de cada uno. El gran salto hacia adelante se produjo cuando la información de
ese libro de caras pudo ampliarse por parte de los interesados y, sobre todo, cuando se distribuyó
ampliamente entre los compañeros o los conocidos de los compañeros, o los conocidos de los conocidos
de los compañeros… precisamente en forma de red.

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