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CUENTO

 HISPANOAMERICANO:  CUENTOS  DE  


AUTORAS  
Claudia  Hernández-­‐  “Invitación”  
Salí porque fui invitada a hacerlo. Acababa de bañarme y estaba asomando los ojos a la ventana
de mi habitación cuando, de pronto, me vi pasar. Era yo. Pero no la yo que miraba en las visiones
del espejo, sino otra yo que conocía y que tenía mucho tiempo de no ver: yo niña. Imposible
confundir mi mirada, mi forma de andar, mi sombra, mi vestido pálido y mis zapatos gruesos. Era
yo que pasaba frente a mi casa corriendo con tanta velocidad que me hice dudar. Pensé que se
trataba de mi imaginación, que debía haber salido a correr por las calles que, siendo de una ciudad
tan joven, se ven ya tan viejas. Me quedé sonriendo por lo bueno que había sido haberme visto de
nuevo con los huesos diminutos y los dientes de leche.

Acomodé mejor la vista en la ventana. Tenía la esperanza de que, si me quedaba ahí, si esperaba,
yo–niña volvería a pasar sobre mi vuelo como hacen las mariposas. Diez minutos después (el
tiempo que de pequeña me tomaba darle la vuelta al barrio), yo–niña aparecí. Me detuve frente a
mí, que estaba esperándome en la ventana, me sonreí de nuevo y corrí alrededor del barrio siete
veces en total. Entonces, yo–niña me invité a bajar con un ademán insistente. Yo —que deseaba
bajar y tomarme de la mano, y correr, correr, correr, correr, correr—, bajé deprisa por las escaleras.

A mitad de ellas me di cuenta de que estaba desnuda y desistí de salir porque recordé que los
vecinos sacaban a pasear a sus infantes a esa hora. Segura de que se alarmarían (las mujeres
desnudas que corren por las calles asidas de la mano de ellas mismas cuando eran niñas no son
muy frecuentes por acá), subí a la habitación para gritarle que no podía acompañarla porque
estaba sin ropas y que lo sentía mucho.

Noté en su rostro que no me había creído. Por eso, me asomé completa a la ventana para
probárselo.

Pareció no importarle. Seguía gritando que saliera, que saliera ya, que saliera pronto, que me
apurara. Pataleaba con insistencia, hacía temblar el asfalto. Me hacía angustiarme. Y, cuando me
llenó de desesperación por no poder salir, entonces escuché mi voz —pero no mi voz de niña ni mi
voz de ahora, sino mi voz de cuando esté ya muy vieja— que me decía que saliera a jugar
conmigo–niña, que no me dejara esperándome. Me hablaba con voz de mando. Me lo ordenaba
mientras —como yo no daba un paso para cubrirme el cuerpo— me vestía con una sábana y me
llevaba de la mano rumbo a la salida. Escaleras abajo, yo–vieja me colgué la llave de la casa al
cuello para cuando volviera, me saqué a la calle y me di un empujón para que me alcanzara a mí–
niña, que, al verme salir, echó a correr colgando las risas en el aire como si se tratara de globos
enormes.

Toda la mañana corrí tras de mí sin darme alcance. Yo–niña me animaba a aumentar la velocidad
y a atraparme, pero seguía corriendo más rápido de lo que a mi edad puedo hacerlo. Corría y
volvía a verme burlona con mi risa de niña mientras yo–vieja nos vigilaba desde mi puerta. Ambas
se veían satisfechas. Parecían modelos de un cuadro. Lo único que quebrantaba la atmósfera de
armonía era yo, que no sonreía, que estaba cansada y que me dolía de mis pies sin zapatos,
lastimados por el asfalto caliente.

Dimos vueltas al barrio. De pronto, yo-niña se internó en la ciudad. Intenté seguirla guiándome solo
por su carcajada. Estaba empecinada en darle alcance, pero tenía la desventaja de no saber dónde
estaba. No reconocía el paraje. La ciudad parecía desordenarse detrás de mis pasos. No
encontraba yo una señal que me revelara su ubicación o la mía. Ni siquiera la gente me ayudaba a
situarme. Unas me decían que estaba cerca de mi barrio; otras, que nunca estaría más lejos que
entonces. Por eso preferí caminar sola. Sabía que, de alguna manera, saldría de allí. Me pedí
paciencia. Me pedí esfuerzo. Me pedí no dejar de caminar. Estaba segura de que conseguiría
descifrar el laberinto y salir de él. Pero toda mi seguridad no alejaba la desesperación, que se
posaba sobre mí en forma de pájaros oscuros a los que tenía que espantar con movimientos de
manos mientras caminaba.

Anduve tanto y tantas veces alrededor de los mismos sitios que perdí la esperanza de regresar. Y,
cuando ya ni siquiera tenía ilusiones, cuando ya ni siquiera deseaba dar con mi casa, visualicé mi
techo celeste y mi ventana. Caminé hacia ellos en el ocaso. La noche se precipitaba tras de mí.

Buscando refugiarme de las noches frías de esta zona, tomé la llave que yo–vieja me ató al cuello
y la metí en la cerradura. Entró sin problemas y hasta giró, mas no abrió. Falló en los cuatro
intentos. Entonces, aunque vivo sola, toqué para que alguien me abriera.

Cuando nadie atendió mi llamado, comencé a pensar en dónde encontrar un cerrajero que me
ayudara y no preguntara por qué me había quedado fuera envuelta en una sábana.

Pensando estaba cuando me cayó una colcha encima. “Para el frío”, me dijo una voz que venía de
mi habitación y que distinguí de inmediato porque era con la que hablaba en la infancia. Yo-niña
me miraba burlona desde la ventana. Se reía de mí. Le grité que me abriera, que me abriera de
inmediato, que me abriera ya. Pero no respondió a mi petición. Solo sonrió y me hizo señales de
despedida con la mano hasta que llegué yo–vieja y la halé hacia el interior de la casa. Me miró
como ve la gente a un ser molesto cuando le pedí que me abriera, cerró la ventana y desapareció.

Intuí que no me dejarían entrar más, así que me di la vuelta y me interné en la ciudad en búsqueda
de un empleo que me permitiera pagar una habitación en la que pudiera vivir. Busqué un lugar en
un edificio alto, muy alto, un sitio en donde las voces de la gente que camina en la calle no pueden
distinguirse, para que si ellas regresan no pueda yo escucharlas ni aceptar sus invitaciones, ni salir
a la calle, ni quedarme de nuevo sin casa

Laia  Jufresa:  “  El  esquinista”  


Estoy sentado a cielo abierto en la ciudad donde nací. Este espacio que abarco pertenece al
antiguo cementerio y esto que escribo hace las veces de testimonio y epitafio. Sé de sobra que los
historiadores del arte van a mal interpretarme. Me resigno a ser carroña suya con tal de alcanzar a
mis otros destinatarios.

Empiezo desde arriba, 3, 2, 1. Mi nombre es Amauro Montiel. Crecí en esta ciudad, no muy lejos de
aquí aunque sí bastante más arriba: en un multifamiliar del tercer nivel urbano. Entonces aún
llamábamos a los niveles por su nombre completo, no como los niños de ahora, que no tienen ni
idea de dónde viene las siglas UL. Soy bastante viejo. Tan viejo como la Gran Prohibición. Nací
exactamente dos meses después de que entrara en vigor el tratado de Qatar. Mi hermana había
nacido cinco años antes y, aunque dice no recordarlo, bajó al subsuelo en una ocasión con mi
padre, que la llevó a tocar el mar cuando ya se hacía inminente la prohibición. Hay una vieja
fotografía 3D. Ella en brazos de él, hacen fila sobre la escalera que cruza la muralla: todavía en
construcción pero ya bien anclada en la arena. En la fila, la gente carga niños y frascos porque
todavía estaba permitido llevarse consigo unos cuantos gramos de arena a modo de souvenir. El
de mi familia viajaba en el bolsillo de mi padre, que en la imagen se distingue abultado.

Crecí sospechando que el privilegio de haber tocado el suelo, olido la tierra, visto el mar, designaba
a mi hermana como alguien irrevocablemente superior a mí. Ella, en cambio, nunca le dio mucha
importancia y al irse de casa me regaló su frasco de arena, sellado con una etiqueta militar que
pone DESINFECTADO. Mi hermana no era superior, pero sí más simple. Quizá también más sabia.
Con los años, he aprendido a valorar la sencillez muy por encima de la exuberancia.

He dedicado la gran mayoría de mis ochenta años a mirar hacia abajo. Me pregunté muchas veces
si esta obsesión se relaciona con aquella primera gran envidia. Viví en más de veinte
departamentos durante mi vida y a todos llevé conmigo el frasco: como una reliquia, como un ídolo.
Sé que en la arena no crecía nada, pero era lo más cercano que yo conocí a la tierra, madre
primigenia.

Durante mi infancia, no había nada arriba del UL3. Todavía no se impermeabilizaba el país y
conocí la lluvia. Jugábamos en jardines que germinaban casi naturalmente sobre los techos
hidropónicos del UL2. El rascacielos donde crecí fue derrumbado hace décadas y el barrio entero
suplantado por un multifamiliar de mil pisos. Pero entonces aún vivíamos a un par de kilómetros del
subsuelo prohibido y en invierno, si el día clareaba, podíamos verlo. O por lo menos lo buscábamos
desde la ventana o los puentes. Aquí dudo: ya no sé si lo intuíamos o si realmente se distinguía
aún el asfalto arcaico, colado por los hombres del siglo XXI. Me pregunté muchas veces cómo
sería caminar allí. Quien esto lea ya ve que no me morí con la duda. O quizá nadie va a leerlo
nunca y lo escribo nada más que para convencerme a mí mismo: es real, Amauro, estás aquí, por
fin aquí.

El subsuelo, “la tierra firme” como lo llaman los geólogos, fue el tema dominante de mi niñez. Y, a
diferencia de otros entusiasmos infantiles, ése nunca menguó. En mi primera pantalla leí
obsesivamente los relatos de los hombres antiguos. Busqué imágenes de la gente que viajó en
horizontal, de los que navegaron y recorrieron el campo descalzos; de los que dejaron a sus
bebés arrastrarse por un suelo aún no letal pero ya irreversiblemente contaminado. Era difícil
encontrar imágenes porque en su necedad esa gente pasó siglos retratándose sobre materiales
perecederos: ¡plata sobre gelatina! ¡Bits y pixeles! Un subtema del pasado me obsesionó por sobre
todos los otros: la sepultura. Sacra o profana. Lo que me fascinaba era el mero, sórdido hecho —
no menos inverosímil por histórico— de que durante milenios los hombres enterraron a sus
muertos en la misma tierra de la que brotaban sus cultivos.

Llevo unas cinco horas aquí abajo. Mi traje de neopreno tiene una garantía de cincuenta años, pero
a mi máscara de oxígeno le quedan dos horas de vida. La emoción que siento por haber
encontrado el cementerio -¡ese faro de la intriga en mis fantasías de niño aéreo!- apenas cabe en
mi traje de neopreno, mucho menos sabría meterla en esta carta. Estoy por fin aquí: donde ya no
puede mirarse hacia abajo. Y sin embargo hay algo abajo. No sean más que residuos y símbolos:
estoy aquí, y bajo de mí están los muertos.
En el piso 67 teníamos lo importante, agua y luz del día. Mis padres se habían rebelado contra la
norma de un solo hijo y por eso vivíamos en esta ciudad, que era más grande que la suya y por
ende más permisiva. Se hicieron una familia y en ella se amurallaron. De pequeño no imaginaba
vivir fuera de nuestro núcleo. Quería repetir la historia valiente de estos obreros retrógradas,
enfamiliados. No tenía más sueño que ése. Sobre todo no el del arte. Nunca dije “de grande quiero
ser esquinista”. Nunca fantaseé con ver mi nombre en la marquesina de una galería abierta. Pero
formas, siempre vi. En las vetas de la puerta y entre las huellas de humedad. Cuando alguna vez
dije respecto a una mancha de aceite: “es un elefante”, mi padre lo consideró un rato y luego siguió
limpiando la mesa, sin tocar la mancha. El aceite fue absorbido por el conglomerado y el elefante
envejeció en mi comedor. Mi madre detenía los paseos a medio puente para que yo buscara
figuras en los niveles bajos. Tienes talento, me decía, pero todas las madres dicen eso. Crecí
pensando que el mío era un caso común. Ni siquiera un caso; la media: que todo el mundo, detrás
del mundo aparente percibía otro, el accidental, el escondido. Hasta que a los ocho años me
convencí de lo contrario.

Mi abuelo vino a la ciudad y me regaló un libro. Era algo inusitado. Yo había oído hablar de ellos,
pero desde luego no poseía ninguno. Era un libro antiquísimo, con fotos 2D del primer nivel de la
ciudad. Sin pensarlo, con mi dedo manchado de betún, tracé sobre las fotos figuras que veía y,
naturalmente, recibí un severo castigo por hacerlo. Más que nada, recuerdo una sensación de
injusticia. No me quedaba nada claro cómo funcionaba el papel de árbol ni por qué era tan grave mi
error y quizá por eso obvié que me estaban castigando por haber destruido una reliquia, no por ver
figuras entre los edificios. Como sea, el ardor me duró diez años. No dejé de ver cosas, pero sí
evité mencionarlas o marcarlas. Mientras tanto, me salió pelo en todas partes, me volví especialista
en mis defectos y aprendí a esconderme más y mejor dentro de mí mismo. El miedo al ridículo y las
ganas de impresionar (esos dos polos entre los que se teje el doloroso zigzag de todo adolescente)
son los peores enemigos de la creatividad y mi caso en nada fue excepcional. El esquinismo me
parecía un juego ajeno, de ricos privilegiados, y mi creatividad me parecía infantil, algo que debía
trascender, dejar atrás como una piel obsoleta y vergonzosa. Entre otras idioteces de la época, me
convencí de que lo importante no era construirse una mirada, sino fijarse una opinión.

Llegué al esquinismo por distraído. Un día, de pie en la azotea de la preparatoria. El maestro


explicaba algo sobre la estratosfera, a unos seis kilómetros de nuestras cabezas. Pero yo, de puro
aburrimiento, en vez de mirar al cielo miraba hacia abajo. Distinguí entonces bajo de mí, entre las
pistas elevadas de la escuela y los estacionamientos del multifamiliar vecino, la caricatura perfecta
de mi amigo Alfred, sin “o”. Se lo señalé pero no pudo verlo, así que esa tarde, a escondidas, volví
a la escuela y tracé la imagen sobre un panel de acrílico transparente que, sostenido a la altura
correcta, unía los puntos y transmitía la idea. Un recurso típico, como descubriría más tarde, de
esquinistas principiantes, o pobres, o que tienen el aerógrafo en el taller. Amarré el acrílico a una
viga de acero. Volví a casa y le pedí a Alfred que subiera a verse al día siguiente. Por suerte, mi
amigo Alfred-sin-o, al que lamento haber perdido por mi estupidez, era una persona de mundo que
en cuanto vio el dibujo dio aviso en la dirección.

¿Cómo lo hiciste, Montiel?, preguntó la directora en la azotea.

Se puede quitar, dije.

Quiero decir, ¿cómo lo viste?

Y yo: No sé, sólo lo vi.


Y ella: Si estuviera en mis manos, te daría permiso de trazarlo en el aire.

Le dije que de todos modos no sabría hacerlo y ella me hizo prometerle que me anotaría en un
curso de esquinismo con un profesor muy bueno que ella conocía. Luego, pasé lo que recuerdo
como un rato muy largo en el techo, solo, con una sonrisa gigante. Algo que no sabía
desacomodado acababa de embonar en mí. Las mariposas del halago son una droga bien
peligrosa, pero eso lo entendí mucho después.

Inti Sol, se llamaba el maestro que la directora conocía y que, pese a su nombre tautológico,
resultó un tipo luminoso. Fue el profesor más sensible que tuve jamás. Hacíamos la clase en
exteriores, como debe de ser, y, una vez a la semana dábamos un paseo largo. Como todos en la
ciudad por aquel entonces, yo conocía el Bisonte, trazado sobre el viejo periférico elevado, y la
Galatea, a la que ya no se accede porque sólo era visible desde el primer nivel urbano. Mis padres
nos llevaron alguna vez a ver ambos. Pero fue con Inti que conocí las grandes obras del Noroeste
de la ciudad.

Fue en esa época que me enamoré del esquinismo. Del esquinismo en primera persona.
Pasé los siguientes años descubriendo la ciudad a paso lento. Estudié a detalle las obras locales,
las corregí y aumenté en mi cabeza. Me enseñé perspectiva, composición, soltura. Nos enseñamos
unos a otros, también. Cuando en grupo, no solíamos trazar porque había un solo aerógrafo
destartalado para todos, pero nos señalábamos los hallazgos y en concebir la idea del otro se
concentraban las lecciones. Había juego, aprendizajes, miedo del bueno. Crecíamos juntos. No
estaba mejor visto descubrir una medusa que una hamburguesa, la originalidad era el último de
nuestros males. Yo tiro por viaje encontraba tumbas. Con muertos que les salían, claro, o algunos
dolientes alrededor, porque si no aquello no era más que un prisma rectangular, algo tan fácil de
ver que nadie me hubiera dejado malgastar nuestro valioso pigmento en ello. Por esa obsesión mía
con los entierros, los compañeros del taller de Inti me apodaron Lápida.

A los diecinueve años tracé mi primera imagen y no fue mortuoria. Una pareja abrazada, de tres
cuadras y media. Las líneas quedaron temblorosas, además de que el viejo aerógrafo me falló a la
mitad y tuve que improvisarle un sombrero a ella. Como sea, al verlo mis compañeros aplaudieron,
a Inti Sol se le salió una lágrima y yo decidí que iría al Colegio Nacional de esquinismo.

Nina, quizá mi obra más famosa, es el retrato de una amiga mía de aquella época que en realidad
se llamaba Lîla. Ha sido una fuente importante de diversión, para mí, durante los últimos treinta
años, leer las cosas que se han escrito por ignorar este hecho. Las hipótesis son todas sosas, y
falsas. Entonces me era imposible confesar la verdadera identidad de Lîla pero aquí está bien. Me
digo: Amauro, quizás esta carta es para eso, justamente. Me digo: se lo debes.

La conocí en una azotea donde se improvisaban trueques de pigmentos y veladas de esquinistas


en ciernes. Creo que pocos eventos posteriores me han provocado tanta emoción como la que me
cimbraba al llegar a esa azotea donde todo me era nuevo e importante, donde todo era apenas en
potencia.

Lîla tenía un pelo negro como de satín, y luego todas las deformaciones del adolescente. El
tamaño de sus pretensiones la paralizaba y no acertaba a dar ningún primer pasito hacia el
trazado. Era tímida, sabelotodo y angulosa. Cuando hablaba solía atropellarse con juicios
insoportables y mis amigos no la tragaban, ni ella a ellos. Pero fue mi maestra. Como nadie más,
Lîla me enseñó a mirar. Nunca la vi trazar nada pero me regalaba a cada rato descubrimientos.
Mira, se está hundiendo, decía levantando un dedo que yo seguía hasta que entre la calle, el farol,
el ángulo de la cuadra del segundo nivel y los depósitos de basura del primero, lo veía aparecer: un
barco (ese animal mitológico) yéndose a pique.

Una vez pasamos casi una hora de pie en un puente de la zona industrial, aguantando el hedor y
viendo fijo una textura móvil, como de espuma, que salía de los tubos de desperdicio de una
fábrica y te generaba la ilusión de estar viendo las copas de unos duraznos en flor. Una pieza
imposible de capturar, mas no por ello menos obra de arte.

A veces juego a que Lîla no desapareció. Me gusta imaginar que llegó a vieja y aún camina por allí,
cerrando un ojo para hacer el encuadre, como hace sesenta años y diciéndome, como solía: El
esquinista es ante todo un caminante, Lápida, un explorador. Y yo le diría que sí, que ella siempre
supo más que yo, y que perdón. También me gusta imaginarla incurriendo en el pasado por algún
pasaje mágico del tiempo: un grupo de hombres sin rostro la encuentran, está muerta pero saben
cómo salvarla, la lavan en algún río y la llevan a una era en la que el mundo humano aún recorría
la cáscara del planeta.

Un caminante, un explorador: eso era ya el padre del esquinismo. Van Gunten cumplía con su
paseo matutino con un fervor religioso, independientemente del clima (político o meteorológico), y
esta obsesión suya es, en materia de herencias, tan importante como su obra.

Aunque luego Holanda no ha sido el epicentro del esquinismo ni mucho menos, sí jugó un papel
crucial en su nacimiento. Para comenzar, los holandeses inventaron las azoteas interconectadas.
No como un asunto de supervivencia, pues todavía se podía respirar a nivel del mar, sino como
una apuesta artística: meros caprichos arquitectónicos. Entonces se experimentaba apenas con lo
que hoy es norma: los techos verdes, los paseos elevados para unir rascacielos, los muertos
congelados con nitrógeno líquido y luego pulverizados de un golpe, el gel de cultivo hidropónico,
los generadores de H2O y tantas otras cosas que hoy damos por sentadas. ¿Qué decía? Ah, las
primeras azoteas con puentes. Es lógico, pues, que fuera en Holanda que nació el esquinismo: una
forma de arte íntimamente ligada a la arquitectura aérea. Los hombres antiguos tuvieron selva,
playa, montaña, pampa... nosotros tenemos puentes. Jashpat, autor del gran Chakni Wache de
Belice, escribió en la placa junto al mirador para su obra: Los esquinismos se conciben y miran
desde los puentes. Lo demás es pintura, graffiti, arte arcaico.

Holanda fue también pionera en amurallarse contra el mar. Muchas familias holandesas debieron
pasear sobre la muralla, sin prever que un día se firmaría en Qatar la prohibición universal de bajar
al subsuelo y por ende de atravesarla. Pero dos siglos antes de Qatar y de que yo naciera, Van
Gunten deambulaba por los puentes elevados de La Haya cuando, al mirar hacia abajo, notó una
figura que le divirtió. Pasó varias semanas marcando (¡con hilo de acrílico y cadenas de bolsas de
plástico!) el contorno de su archifamosa Los Tres Cocodrilos. Uniendo árboles, cornisas y postes,
inventó mi profesión. Cuentan que los vecinos le llevaban bolsas y algunos le ayudaban a anudar.
Lo hacían porque lo apreciaban pero sin entender nada, hasta que la figura estuvo trazada en su
totalidad. ¡Son tres cocodrilos!, debe haber dicho el primero, probablemente un niño.

Rudimentarios como fueron los métodos de Van Gunten, Los Tres Cocodrilos aún se
considera el primer dibujo aéreo; la primera obra de esquinismo. Por eso se restauró, unos cien
años más tarde, en su actual versión metálica en UL2. (Su versión falsa, diríamos algunos). Pero
desde el original, los hocicos de las tres bestias se forman por las intersecciones de varias calles y
este hecho aleatorio le dio su nombre al esquinismo. No recuerdo si Van Gunten usó el término
primero en una charla o en alguna entrevista, pero imagino una conversación más o menos
pedestre, más o menos así:

—¿Que hizo usted qué?

—Tres cocodrilos.

—¿Que cómo los hizo?

—Juntando esquinas... esquineando... Un esquinismo, eso hice.

Así. Sin diccionarios ni convenciones ni reales academias acuñando nada. Sólo un hombre y los
bichos raros que ve y la voluntad de compartirlos (porque ése es el germen que vale, el germen
que sigue produciendo locos de mi estirpe), y, pero, luego, el hombre tiene que explicarse. Le sale
algo al vuelo, algo insuficiente. Como tal vez todos los nombres. Pero más. Porque lo cierto es que
al esquinismo siempre le quedó chico su nombre: un gran número de obras, quizá la mayoría,
prescinde de ángulos rectos. Para bien o para mal hemos conservado el apelativo torpe, como
homenaje o quizá por comodidad. Quizá lo conservamos para no tener que explicarle al otro el arte
que ni siquiera nosotros entendemos del todo. Yo sé mucho sobre el esquinismo, pero nunca lo
entendí del todo. Y eso fue algo algo bueno, por supuesto.

A pesar de la lamentable solidificación de la obra de Van Gunten, hay que reconocer que aquel
gesto del gobierno holandés abrió camino para nuestro arte. Los siguientes pasos se dieron en la
visión de los esquinistas y también, hay que decirlo, de ciertos científicos, con la invención de los
aerógrafos a distancia y, desde luego, del pigmento flotante: herramientas que, en mi opinión,
siguen siendo irremplazables. Voy a parar ya con todo esto, me disculpo: cuando uno se pone viejo
le da por rememorar obviedades.

El Colegio Nacional resultó ser un fiasco. Los profesores estaban muy enterados de la teoría pero
alejados de la práctica, a la que habían abandonado como un sueño de juventud. Su frustración era
palpable y dotaba el aire de una cualidad pegajosa, en la que uno terminaba sumiéndose hasta
confundir el esquinismo con ese triste alquitrán institucional. Éramos moscas en una telaraña,
aleteando hasta que la densidad nos apagó el entusiasmo. Y sin embargo me quedé hasta el final.
Porque era cómodo. Tenían los aerógrafos, tenían los pigmentos. Además, mi trabajo gustaba y la
falta de crítica me mantenía el ego inflado. También los encargos, que ya me permitían vivir de mi
arte. Crecieron en mí, simultáneamente, una auto complacencia enfermiza y un odio filoso por la
mediocridad, saco en el que metí a todos con los que crucé camino por aquella época. Excepto a
Lîla, que seguía sin trazar pero cuya práctica nunca menguaba: cada día caminaba y cada día
encontraba composiciones más bellas y complejas que parecían venirle sin esfuerzo. No es cierto,
contestaba tajante si yo decía que algo era difícil. Pero qué sabía ella, si ni siquiera se atrevía a
trazar, a ser consecuente con su talento. El talento es un regalo, la instigaba yo: no hay nada más
mezquino que guardárselo. Pero Lîla no me contestaba.

Sólo mucho más tarde entendí lo que ella siempre supo: no es cierto. Que el esquinismo es difícil
es mito. Lo único complejo es renovar la honestidad. Y esto es imprescindible: ese acto de levantar
el telón, rajar los nuevos velos y encontrarse de nuevo en el escenario, otra vez desnudo. Todos
los días.

El joven esquinista busca guías y recibe un manual de prejuicios: hay que trazar lo que se conoce;
abarcar menos de una cuadra es mediocre y más de diez petulante; es vital estar abiertos a la
innovación y a las tendencias y a la crítica: ábrase usted por aquí el pecho y canjee su corazón por
uno nuevo, uno más inteligente; procure no salirse de la raya punteada. Y allí van las moscas
frescas a meterse en la boca abierta de las recetas... Mi abuelo contaba que, cuando lo mandaron
a la guerra, “le dieron fusil pero no le dieron parque". ¿No es precisamente así la juventud?

Pero quizás es necesario envejecer para entender. El esquinismo es más una experiencia
que una visión. Una obra maestra te estruja por sorpresa aún cuando grandes letreros la señalan y
absurdos pies amarillos en el suelo te recomiendan dónde colocarte para admirarla mejor. Por más
que te lo han platicado, nada te prepara para ese momento en que tus ojos se acomodan y del
horizonte brota incendiándose Akira, el dragón de Sophie Deveaux.

Volví diez veces en mi vida a Manchester y siempre un nuevo detalle de Akira me inyectaba
emociones intensas. En verano, una hilera de casas bajas le entristecía la mirada, en primavera se
convertían en pestañas coloridas. Con lluvia parecía moverse y bajo la nieve era un monstruo
agazapado, acechando. Los años la embellecían, la dejaban cada vez más simple, más esencial.
La última vez que la vi fue desde un foro, donde participaba en un congreso al que me invitaron
para opinar sobre si había o no que preservarla. Yo voté en contra. Como único “representante” de
Latinoamérica fui severamente criticado por la mayoría de mis colegas de continente. Pero ésta es
mi única convicción respecto al esquinismo. He dicho otras cosas que, no dudo, el tiempo sabrá
desmentir. Pero sobre el punto de la conservación quedo firme.

Algunas veces, eso sí, mirándola desde lo alto, dudé de mi voto. No por las críticas sino porque
una vocecita dentro de mí me acusaba: ¡Egoísta!, ¿por qué negarle a las próximas generaciones
esta vista extraordinaria? Si voté en contra es porque preservarla sería convertirla en su caricatura.
Habría que desalojar a miles de personas para que otros más afortunados puedan pagarse el
boleto a Inglaterra y pararse en un techo a tener un éxtasis estético más que nada para poder
contar que estuvieron allí. No, el esquinismo no se trata de eso. Los esquinismos están vivos.
Mutan. La vieja barda que delimitaba las llamaradas de Akira fue oxidándose hasta desintegrarse.
Fue el dragón más hermoso porque su escupitajo tenía la cualidad del fuego verdadero: era
extinguible.

El esquinista enmarca la danza de la urbe, pero está fuera de su poder hacer coreografías. Su
trabajo es subrayar, no controlar. Me gusta para hablar de eso una frase de la propia Deveaux: Le
matériel du cornerist est la ville et donc aussi le devenir et le mouvement: nuages, chantiers, corps:
temps, temps, temps.Tenemos que ser firmes en esto: el esquinismo debe dejar de ser tratado
como un arte puramente visual cuando es mucho más un acto escénico. Irrepetible. Longevo, sí,
pero efímero. Un dragón que es muchos dragones y un día ya no es más. La cadena de
mutaciones en un mismo ser conduce naturalmente a la desaparición. Los viejos entendemos de
eso.

A mis cincuenta años me encontré en el cuarto nivel urbano de Sevilla, en el ultimo piso de las
nuevas oficinas de Íbera, mirando hacia sus bulliciosos niveles inferiores. Me habían contratado
para idear una obra que pudiera verse desde varios miradores que ya se habían instalado. Estaba
parado, en más de un sentido, en la punta más alta de mi carrera de esquinista. Pero estaba ciego.
Por primera vez en mi vida la ciudad me parecía una ciudad y nada más. Sólo luz, ruido, hormigas
humanas.

Colocar primero los miradores y luego idear la obra es un juego válido. Ejercita la mirada e incluso,
si uno está lo suficientemente abierto, puede dar lugar a una buena pieza. Sobre todo, puede ser
divertido. Lo que no es divertido es pasar las mañanas, tardes y noches de cinco semanas mirando
una ciudad hermosa y compleja y no ver nada. Recorría el edificio (espléndido, vacío) como un
intruso, oscilando ida y vuelta todo lo largo de la escala emocional, odiando cada día más el
paisaje, hasta que decidí renunciar. No podía hacerlo. Llamé y dije que devolvería el cheque. Salí a
despedirme de la frustrante vista y sólo entonces la vi. Era de noche, surgió con los faroles. Su
largo pelo negro, el Guadalquivir. Brotó completa, como el elefante en la mesa de mi infancia.
Apareció de tajo, torpe y hermosa, como la última vez que la vi. Vino a decirme: Si recuerdas que
es fácil, te perdono. Vino sólo porque dejé de pelear. El arte es así. Hay que empezar
rindiéndosele.

Si pudiera darle algo de parque a algún joven esquinista le diría que sospeche de las
complicaciones. En momentos de confusión lo más provechoso es cerrar los ojos. Perdonarse y
ponerse a caminar. Al final, regresé el cheque. No cobré por trazar Nina porque entendí finalmente
esto: fueron los pagos los que me convirtieron en mercenario. No porque no valiera (eso y más) mi
trabajo, sino porque empecé a querer complacer y con ello resbalé lentamente de vuelta hasta la
viscosa década de mi adolescencia, todo alejado de mí y de mi imaginación. Mucho antes de
Sevilla, el contraste entre mi degradación y la pureza artística de Lîla se me había vuelto
insoportable. Yo funcionaba por contratos, mientras que ella siempre dejó que su curiosidad le
dictara el paso. Aquí dudo. Pero me digo: se lo debes, Amauro.

Teníamos treinta años. O más bien yo tenía treinta, ella debía tener unos treinta y tres, y acababa
de inventarse un nuevo hobby. Con su evacuación definitiva, el primer nivel de la ciudad había
quedado desierto, pero aún no estaba sellado y a Lîla le dio por bajar allí y mirar a la inversa:
buscar formas ya no abajo sino arriba. Un día la acompañé hasta una barda abandonada que ella
había estado frecuentando. Traía una mochilota y pensé que escondía un aerógrafo. Va a trazar,
pensé, va a trazar a la inversa y yo voy a estar allí: seré el primer testigo de un arte nuevo, y de la
genialidad de esta mujer finalmente haciéndose pública. La seguí entusiasmado, sin preguntar
detalles. Bajamos al primer nivel y cuando dimos con la inmensa barda, la escalamos. Al otro lado,
había un precipicio que era imposible descifrar. La evaporación de los gases del subsuelo se
condensaba en una nube gris y cerrada, un merengue sucio. Nos sentamos en la barda. Arriba de
nosotros, se enmarañaban cuatro niveles urbanos. Lîla alzó el brazo y me señaló una forma. Yo no
logré distinguirla a pesar de que, según ella, estaba muy fácil de ver. Luego vio otra, pasó lo
mismo. Me dolía el cuello y el cielo de fondo me deslumbraba. Ella insistió una, dos, tres veces, el
cuello cada vez más torcido, el largo pelo bajándole por la espalda hacía el vacío. Yo me rendí y
ella me miró con desprecio. Me levanté para marcharme.

—No te puedes ir, encontré una puerta.

—¿Una puerta a dónde?

—Al subsuelo —le dio unas palmadas a la mochila, —traigo provisiones—. Sacó una máscara de
oxígeno y me la tendió. Yo me negué, ella insistió. Es hoy o nunca, decía: Van a sellarlas esta
semana, ¿no es lo que siempre has querido?

Le dije que era peligroso, ella me llamó cobarde. Le dije: Ve tú si quieres, y me bajé de la barda.
Me alejé de más, empujado por el miedo o la admiración, y cuando finalmente me volví, ni mi
amiga ni lo alto de la barda se distinguían ya entre los humos que emanaba el precipicio. Lîla entró
en esa nube para siempre. Se fue buscando una puerta imposible, sola con una mochila de
víveres, y yo ni siquiera intenté detenerla.
Durante años soñé que regresaba trepando por la barda. O que caía. O que seguía abriendo, una
tras otra, puertas cada vez más pesadas. A veces su máscara de oxígeno tenía el rostro de mi
hermana. Las pesadillas y la culpa sólo terminaron cuando tracé Nina. También entonces se
esfumó el aguijón de la envidia. Me resigné a no tener su talento y decidí unírmele aquí algún día,
para seguir aprendiendo de ella. Me tardé tres décadas más en juntar los sobornos necesarios para
poder bajar desapercibido, pero lo logré y ahora voy a alcanzarla en el misterio de la tierra firme.
Me mostrará las visiones que ha tenido en medio siglo mirando el mundo desde abajo.
Exploraremos juntos, enfamiliados. Esta tumba que cavo es para ambos.

Hay que saber que soy viejo, estoy enfermo y voy a morir pronto de todas maneras. No me estoy
entregando al drama. Estoy dándole un gran obsequio a mi curiosidad. Estoy aquí, por fin aquí.
Subí a la muralla. Miré largo rato el mar. Me llamaba: da tanta tentación saltar, morir como un barco
yéndose a pique. Pero yo no bajé para eso. Yo bajé para enterrarme. Los cerebralistas del futuro
quizá llamen a esto "mi último gesto". Lástima por aquellos incapaces de imaginar la alegría de las
horas que me esperan: las uñas negras, el abrazo de la arcilla, el peso en el pecho, la posición
fetal. Lo que más quiere un viejo es descansar.

Caminé hasta dar con el sitio preciso. Hurgué con las manos. El cansancio hará más placentero mi
último sueño: mi caminata estática. A ratos me inunda el miedo, luego se disuelve entre el sudor y
el entusiasmo. El suelo, ya lo veo, no es uno sino millones de partículas. La tierra tiene una capa
seca, dura, de muertos recientes y residuos químicos: la materia marrón gris de la memoria
inmediata. Pero luego, más abajo, hay capas más blandas: húmedas, negras, densas como el
olvido, o como lo que cubrimos porque no lográbamos olvidar.

Ahora voy a despedirme. Adiós a mí, a los hombres que fui, y a ustedes: futuro, esperanza.
Emprendo la caminata. Soy todo asombro.

Lina  Meruane  “hojas  de  afeitar”    


Era lo que hacían ellos sobre sus rostros, con espuma, con una gruesa brocha de cerdas suaves, y
mirándose atentamente al espejo para no cortarse. Pero también nosotras nos mirábamos en el
tembloroso espejo del asombro, rasurándonos, las unas a las otras, durante el primer recreo de los
lunes y el último de los jueves. Esperábamos a que se sintiera la aspereza sobre la piel para
recomenzar el lento ritual que nos desnudaba de ese vello rasposo. No dejábamos ni un rastro de
jabón en las axilas; y era tan excitante hacerlo, cada vez más intensa la emoción, que pronto
fuimos extendiendo el filo de la gillette por los brazos, por las pantorrillas y los muslos. Nos
afeitábamos puntualmente, tan en punto como las llegadas por la mañana a la reja de fierro
coronada de puntas; exactas como el timbre que tocaba sin dulzura el dedo duro e insistente de la
inspectora. Rasurar era un procedimiento tan matemático como el de copiarnos durante los
exámenes de álgebra; las ecuaciones iban siendo resueltas y repetidas en un sonoro cuchicheo a
oídos sordos de la vieja de ciencias. Pero no todas nuestras maestras eran tan ancianas ni oían tan
mal. Había que proceder siempre entre señas y susurros, guardar para nosotras el secreto.

Nuestros cuerpos iban hinchándose de a poco, llenándose de bultos sorprendentes.


Simultáneamente nos crecieron las tetas, se levantaron nuestros pezones con pelos alrededor que
también eliminábamos con esmero. El pubis se nos había vuelto una madeja oscura que
derramaba sangre, sin aviso, sincronizadamente; esa sangre tenía un resabio metálico que nos
excitaba, como el murmullo de nuestras voces roncas, como ese laberinto que íbamos penetrando
apasionadamente. Con entusiasmo solíamos empezar la tarea por el pelillo que se asomaba sobre
los dedos de los pies; la gillette subía por los empeines desnudos como un acerado calcetín,
deslizándose por los muslos como una panty, dejando un surco de piel pálida entre el espumoso
jabón del baño; la filosa caricia se arrastraba por la ingle y luego descendía fría desde el ombligo
hacia abajo, y por debajo del elástico, de la tela suave del calzón que por fin quitábamos, y separa
las piernas, abre un poco más, idiota, quédate quieta, y nos entraba la risa al descubrir la lengua
asomándose por el pubis, la carcajada nerviosa que nos hacía temblar espiando el beso que
imprimía en los labios la hoja de afeitar.

Una de nosotras se quedaba vigilando la entrada del baño, esa puerta negra al final de un largo
corredor, tras la espinosa rosaleda. La vigilante cubría nuestro murmullo cantando en voz alta
nuestro himno a la reina de Inglaterra, lo repetía en una letanía hasta que veía a la inspectora en el
fondo del pasillo, y entonces entonaba la canción nacional, para avisarnos, para distraer a la
delgada inspectora que hinchaba el pecho al escuchar esa arenga patriótica, que deformaba hacia
delante los labios haciendo más visible la oscura línea de vello que alguna vez, soñábamos,
afeitaríamos a la fuerza, y entonces, buenos días señorita decía nuestra cómplice mientras
nosotras, ahí dentro, ocultábamos las hojas de afeitar, y buenos días hija, contestaba la sargenta,
pero no se interrumpa, siga cantando, le recomendaba, y permanecía ahí un momento más, con
los ojos cerrados, disfrutando. La inspectora se iba como un sereno caminando dormido en su
ronda; el peligro siempre pasaba de largo y nosotras nos bajábamos del retrete, recuperábamos las
hojas escondidas y entibiadas dentro de los calzones, nos levantábamos otra vez el jumper y
continuábamos rapándonos, las unas a las otras. Detrás, los muros de azulejos blancos.

Tampoco las demás compañeras sospechaban, o quizá sí, pero disimulando. Nunca ninguna se
nos acercó; ninguna osó aventurarse por nuestro baño. Era como si percibieran que ese territorio
estaba marcado, cercado; como si de nuestras miradas emanara una sucia advertencia. Las
dejábamos admirar de reojo nuestra evidente superioridad física, nuestras rodillas lustrosas y los
calcetines a media pierna; observaban de lejos el modo obsesivo en que nosotras, en la esquina
del patio de cemento, pelábamos membrillos. Porque eso hacíamos cuando no estábamos en el
baño, pelar y pelar membrillos con nuestras pequeñas navajas de acero. Ejercitábamos nuestra
habilidad manual despellejando esa fruta ácida, competíamos por lograr la monda más larga sin
que se partiera, pero el grueso y opaco rizo que íbamos sacándole siempre se rompía. Nos
consolábamos de ese fracaso lamiendo la pulpa que nos dejaba la lengua áspera y reíamos a
carcajadas. Todavía nos estábamos riendo cuando sonaba el timbre y debíamos doblar la hoja
metálica para regresar a clases. Guardábamos también las cáscaras rotas en una bolsa plástica,
era un precioso desinfectante para las accidentales incisiones.

Era miércoles y ya estábamos inquietas. Sentadas en la última fila, en línea, nos rascábamos
mutuamente. Qué picor cuando empezaba a salir el pelo, y desde que nos afeitábamos cada vez
salía más, y más grueso. Nos dejábamos marcas blancas sobre la piel con las uñas, pero evitando
hacer ninguna mueca de gusto o de dolor, sin dejar un instante de fijar los ojos en el pizarrón
donde la vieja de castellano explicaba las cláusulas subordinadas. Teníamos hojas nuevas y
todavía quedaban quince minutos para el recreo, pero faltaba un día entero para el jueves. La
impaciencia por regresar al baño empezaba a debilitarnos: se nos había ido adelgazando la
voluntad, y en ese momento, en medio de una oración copulativa, en el instante más exasperado
de nuestra picazón, se abrió la puerta y entró nuestra directora con la nueva estudiante. Toda la
clase se puso de pie y repitió un saludo unísono en inglés, y después escuchamos su nombre.
Para nada nos fijamos entonces en las duras facciones de Pilar ni en sus ojos penetrantes; no nos
llamó la atención su sorprendente estatura, la escualidez de esa desconocida agazapada como la
muerte en el oscuro uniforme de poliéster. Sólo nos desconcertaron sus pantorrillas tapadas de
pelo. No vimos más que esa excitante maraña: toda una pelambrera virgen que nos erizó de asco y
de alegría.

La brisa fría se colaba por las ventanas del invierno, nuestro último invierno, y Pilar estaba ahí,
desafiante como una hoguera en un patio de viento. Sólo quedaba un asiento libre, en la esquina
de la primera fila y ahí iba a apostarse, en ese pupitre de madera: se quitó el abrigo azul marino, el
chaleco azul, y se arremangó para exhibir impúdicamente el espeso vello de sus brazos. Antes de
sentarse volteó hacia atrás y bajo sus gruesas cejas hirsutas su mirada osciló lentamente entre
nosotras, como si se nos entregara, como si se dejaba lamer por nuestros ojos. Se soltó la cola de
caballo y empezó a escribir mientras nosotras apurábamos los lápices debajo de las mesas. No
parece una mujer, decía la primera línea de la hoja del cuaderno que hicimos circular. Es cierto, es
peluda, es demasiado flaca para tanto pelo, escribió otra de nosotras. Alguna se ensañaba en el
borde de la uña cuando por fin se movieron las manos del tiempo y la inspectora hundió su dedo
tieso en el timbre. Corrimos todas juntas por el pasillo, cruzamos la rosaleda, entramos al baño sin
dejar vigilante. Frenéticamente, descuidadamente, dejándonos llevar por el arrebato y los gruñidos,
estrenamos nuestras hojas en una carnicería inútil. Las unas contra las otras. Intentando librarnos
del pelo ardiente de Pilar su pelambrera infinita nos arropaba más, se nos iba ensartando.

Pilar se paseaba ante nosotras en el patio mientras pelábamos membrillos. Dejábamos correr el
jugo de la fruta por nuestras manos, nos chupábamos los dedos imaginándola desparramada en
nuestro baño. Su mirada insidiosa, esa tarde, nos cortaba el aire. Después la vimos aventurarse
lentamente por el pasillo, detenerse en la puerta negra y agitar la melena. La seguimos. Oímos
cuando se encerraba en el retrete, su chorro interminable. ¿Quería o no quería? Se lavaba las
manos cuando nos apostamos alrededor y le anunciamos lo bien que iba a quedar. No se movió
mientras sacábamos las hojas pero se puso pálida: supimos que gritaría, tuvimos que agarrarla de
pies y manos, sujetarla firme sobre el suelo, meterle en la boca un pañuelo para silenciarla. Se
resistía, pero le levantamos el uniforme, le bajamos los calcetines, le quitamos los zapatos negros.
Tenía pelo incluso sobre el empeine, y eso excitó aún más nuestra pasión por ella: qué desnuda
iba a quedar cuando termináramos. Qué suave, que pálida. Pero seguía revolviéndose con los ojos
muy abiertos y yo, que tenía la gillette en la mano, que no paraba de susurrarle que se quedara
quieta por su bien, para no hacerle daño, empecé a rasurarla. A cortarla cada vez que se movía. La
sangre en vez de asustarnos nos azuzaba, nos instaba a seguir. Nuestra saliva anestesiaría los
ardores de su piel.

El suelo estaba cubierto de pelos y de sangre. Sólo faltaba el pubis y Pilar por fin dejó de moverse.
Por un instante pensamos que se nos ahogaba con el pañuelo o que se nos estaba desangrando, y
entonces no nos quedó más que desocuparle la boca. Como te muevas, idiota, te quedas sin ojos.
Pilar sudaba con los párpados cerrados, pero respiraba suavemente, y nosotras suspiramos
porque temíamos tener que cumplir esa promesa y matarla. La hoja fue cortando su calzón por los
lados y, con mucho cuidado, sin descubrirla por completo todavía, empezó a afeitar primero la piel
que lucía arriba del elástico y después hacia abajo, retardando la aparición del precioso y ansiado
pubis de Pilar. Su pubis hinchado y negro. Sonrió ambiguamente cuando quitamos la tela y vimos
aparecer esa enorme lengua asomada por sus labios, una lengua que al engordar nos dejó con la
boca abierta, sin palabras, atónitas un momento mientras la lengua oscura se iba levantando.
Entonces tiramos al suelo las hojas de afeitar y le besamos la boca y nos besamos con la lengua,
enloquecidas por el éxtasis del descubrimiento.
Alejandra  Costamagna  :  “Sin  voz”  
He llegado a pensar que estoy muerta. Mis pasos van dejando huellas de barro en estas calles
desoladas. No comprendo a qué obedece este fastidioso desamparo. Miro muros de pinturas
desdibujada, veo raíces de árboles sin hojas ni ramas, veo troncos, veo naranjas repartidas por el
suelo, veo gatos y luego ya no los veo.

Abrocho mis zapatos, toco mi panza para comprobar su estado y me pierdo en los innumerables
callejones de este pueblo, en sus laberintos de cemento. Hace horas camino hacia la casa de mis
padres y siempre retorno hacia la misma esquina. Entonces vuelvo a partir y doy con la esquina y
parto y la esquina y así: me cansa esta circularidad.

La noche cae de golpe, aplasta mi sombra en una ronda oscura. Enciendo un fósforo, pero su luz
dura un segundo antes de que la brisa la apague. Enciendo todos los fósforos de la caja y un a uno
se van consumiendo en su calor. En penumbras debo hacer un esfuerzo por regresar a la esquina
sin tropezarme. A estas calles les han hecho algo, no sé, las han disfrazado ante mi visita. Qué
maldad. Yo no hago más que caminar. Golpeo todas las puertas de este pueblo huidizo, me asomo
por los patios y los jardines. No hay señales de nada. Con suavidad tiro piedras a las ventanas.
Luego lo hago bruscamente. Quiebro un vidrio, incluso. Pero a nadie le afectan acá los cristales
rotos. Todos se han ido ¿dónde? No sé. Siento que mi panza se abulta cada vez más y de a poco
me invade la intuición de que es una lombriz lo que llevo a dentro. ¿Por qué cargo con este
parásito? Se lo traigo a mi madre para que lo acune cuando salga de mí. Respondo a su vieja
petición. Pero ella me sorprende con su ausencia. ¿Por qué todos se han ido?

Cuando los encuentre los golpearé. Partiré por mi madre y seguiré por los demás. Serán azotes de
protesta los míos. Es muy miserable su abandono. ¿Qué significa esto de desaparecer sin aviso?
¿Acaso creen que tengo toda la vida para encontrarlos? Juegan a las escondidas los malditos y me
obligan a levantar las tapas de los basureros, a remover los escombros, a patear las piedras, a
gritarles desde la copa de un árbol. ¿Dónde están? Mi madre decía que iba a ser yo quien la
perseguiría alguna vez. Hablaba con rabia desde la cama y se tapaba con las sábanas y cerraba
los ojos y no me permitía ver su cuerpo desfigurado. Yo entonces me iba, desaparecía un par de
semanas, unos meses, muchos años. Pero aquí estoy, mamá: es de noche, volví. ¿Es que el
rencor te ha desterrado? Está bien, tenías razón. No debí haberte abandonado en la agonía. Pero
no veo por qué el resto, un pueblo entero, me rehuye. Es una gente muy descortés ésta. Yo
también nací acá, sacudí los naranjos para que botaran las frutas, coleccioné piedras en la plaza,
caminé por los andenes despoblados en las tardes de invierno. Yo me levanté en las mañanas y
me acosté en las noches. Y sí, olvidé sus caras también. ¿Cómo eran? Pálidos como yo, seguro.
No, qué digo: mi madre era morena. Lo recuerdo porque a veces comparábamos el color de
nuestra piel y nos reíamos. Estoy segura de que nos reíamos. ¿Con quién? ¿Qué decía? Las
caras, eso, las imágenes. Mueren como gotas mis visiones.

En cada lugar emergen fracciones de recuerdos. Son diminutos, casi podrían no ser. La estación
de trenes evoca a mi padre, por ejemplo. ¿Quién era mi padre? Me detengo a mirar los rieles
oxidados y hago esfuerzos por traerlos a mi memoria. Algo me bloquea su contorno. Estoy obligada
a adivinar sus facciones, su mueca de fatiga. Incluso llego a inventarle un olor. ¿Esto es un
engaño, es mi mente escarbadora? Mi padre a veces se iba lejos y no volvía en muchos meses,
me engaño o escarbo. Pero tal vez nunca estuvo, nunca se fue, nunca volvió. Apoyo mi oído en el
suelo del andén. Hay rumores, voces perdidas. Una de ésas debe ser la suya. Papá ¿me
escuchas, papá? Tomo aire, intento retenerlo al respirar, pero entonces su olor se confunde con
una pestilencia que invade toda la estación. Hay ratas, hay peste. Me alejo de este lugar
sosteniendo mi panza cada vez más pesada. Juro que nunca los dejaré acariciar mi bulto. Corro
hacia la esquina fija. Muy pronto advierto que debo disminuir la marcha: si no cuido mis pasos,
podría caer dentro de una alcantarilla.

Ahora los caminos se superponen con desorden. No sé dónde está mi esquina. Ésa es la escuela,
sí, creo. Me veo, veo a mis hermanos, a mi compañera de banco. Pero está todo en penumbras. A
tientas abro la reja y camino por los patios. Me detengo en el quiosco de golosinas. Hay un silencio
sepulcral. Intento llegar hasta las salas. No puedo: hay candados en todas las puertas. Me parece
ver barreras en los pasillos. ¿Es que también los niños y los maestros y la inspectora de falda
ajustada y el vendedor de maní han desaparecido? Tanta soledad no me cabe. De nuevo quiero
correr, pero mi panza no me lo permite. Vuelvo a la calle y camino aceleradamente, como si mis
piernas fueran algo independiente de mi cuerpo. Llego a la plaza. La compostura de ese farol me
abruma. ¿Qué es todo esto? Hay un vendedor ambulante sentado en un banco de madera.

Por fin alguien me dará una explicación. El viejo tiene una lámpara a parafina y se dispone a
apagarla. La sopla: desaparece con su aliento. Ya no hay nada. No hay viejo ni farol ni plaza.
Intento gritar, pero mi lengua se ha vuelto torpe. Solo enredo y desenredo palabras, letras sueltas.
Soy un cuerpo de sonidos difusos, nada más, y me consumo en la mudez.

Una bruma pesada lo confunde todo. No veo. Es como si me hubieran cerrado los ojos con una
venda. Y yo sigo rastreando la esquina entre las calles desoladas. Mis pasos son intuiciones. El
cemento de las avenidas se mezcla con el aire y muy pronto el pavimento desaparece y es un
camino pedregoso el que me toca aplastar. Voy a gritar y confirmo que no tengo voz. Tampoco
escucho con claridad. Me parece oír murmullos lejanos, palabras apretadas. ¿Qué son esos
ruidos? Tapo mis oídos para no seguir confundiéndome. Huele a humedad en este laberinto. Tal
vez llueve y no tengo paraguas. Estiro la palma de mi mano hacia arriba esperando recibir gotas
del cielo. Nada. No hay agua, no hay truenos, no hay nada. Por momentos me parece estar debajo
de la tierra. Quizás lo que llueve son terrones de barro. ¿Dónde están, por favor? Cada vez es más
oscuro y brumoso el aire. Me cuesta caminar. ¿No estaré yendo hacia atrás? La panza me cuelga,
tengo la sensación de que se va a desprender de mí. Debería cosérmela al cuerpo. Es imposible;
no veo hospitales. Ni siquiera veo una puerta que permita abrir la noche. Qué descuidada, debí
haberme cosido antes de partir. Pero no recuerdo el minuto de mi partida. ¿De dónde partí?

Las piernas ya no me sostienen, que peso tan intolerable. Si encontrara una tijera podría acabar
con esta gordura inútil. Crece a cada minuto y de a poco se apropia de mis sentidos. Ahora me
tiene sin respiración. Es una brutalidad seguir guardando esta carne. Me duele. Debo agacharme y
gatear para continuar la búsqueda. No doy un paso sin que la panza me estorbe. El viejo de la
lámpara vuelve a aparecer detrás de un farol. Juega conmigo el viejo de mierda: aparece y
desaparece riéndose. Deme una tijera, le pido. Me parece distinguir un metal brillando entre sus
manos, pero es solo una ilusión. Sáqueme este bulto, por favor. Entrégueselo a ella, le ruego. ¿A
quién?, pregunta antes de soplar nuevamente su lámpara. A ella, insistió. A mi madre, señor. La
oscuridad se lo lleva definitivamente y vuelvo a estar sola, sola con mi cuerpo deforme.

Creo que de nuevo están cayendo gotas. No, soy yo la que se humedece. Estoy salpicándome. Mi
vestido se cubre de rojo. Le arranco una manga para detener el avance de la cañería que se me ha
abierto. Maldita la sangre con que me hicieron. Amarro mi cintura con el trapo y vuelvo a la
normalidad. Qué alivio. Pero ahí está fluyendo de nuevo, maldita sea. Ahora sale del ombligo, de la
garganta, de mi cuerpo completo. Maldito el fruto de mi panza. Me amarro entera, hago un nudo de
mi misma. Me sostengo en ese trípode que es mi cuerpo, me desprendo de la curiosidad que me
trajo a este lugar y comienzo a olvidar a mis seres perdidos. Soy un ovillo de la roja. Redonda
como me he vuelto, ruedo por la noche vacía. Ruedo, ruedo, ruedo sin perder mi circularidad
apañada. Puedo ver mi deslizamiento por las rutas disparejas de este pueblo, por la esquina fija.
Me invade el vértigo, ay. Estoy superando la velocidad del sol; me pierdo. Pero sé que voy a traer
el amanecer por el norte cuando logre traspasar las arterias y este cielo opaco. Malditos ellos que
se fueron, ¿quiénes? Maldita yo que los olvidé.

Andrea  Jeftanovich:  “Árbol  genealógico”


No sé en qué momento me comenzaron a interesar las nalgas de los niños. Desde que los curas, lo
senadores, los políticos exhibían sus miradas huidizas en la pantalla de televisión. Pensaba en la
curvatura de sus traseros desde que los diarios de vida infantiles eran pruebas fidedignas en los
tribunales. Nunca antes había sentido una palpitación por esos cuerpos incompletos. Pero todo el
tiempo bombardeado con “las erosiones de 0.7 centímetros en la zona bajo del ano”. O, con la
frase en el periódico “a los chicos reiteradamente violados se les borran los pliegues del recto”. Y
en la radio, la brigada de delitos sexuales alertando a la población sobre las conductas cambiantes
en los niños y el examen periódico de sus genitales. Los niños del país con los pantalones y las
faldas abajo. Y el servicio médico legal ratificando las denuncias después de los peritajes físicos.
Mi hija Teresa miraba de reojo esas noticias y se paraba incómoda. Llevábamos cinco años
viviendo solos desde que su madre se había ido. Mi hija no dijo ni preguntó nada. Nunca supe si
ambas habían hablado la noche anterior. Nadie que hace su maleta y cierra la puerta de esa
determinada manera, regresa. Apenas se insertó la lengüeta en el picaporte y sus pies sigilosos
rozaron el piso de baldosas. No quise mirar por la ventana, saber si la esperaba un auto, o un taxi o
si caminaba sola por la vereda. Teresa tenía nueve años. Quitó todas las fotos de ella y sin que yo
le pidiera asumió el rol de dueña de casa. “Que falta esto, lo otro, hemos comido demasiada
carne”. Lo demás siguió igual: sus amigos, la escuela, sus gustos. Una chica estudiosa, tímida, que
dibujaba mirando las montañas y el papel.

Desde hace un tiempo Teresa espía mi mirada cansada con un brillo especial. Se esmera más en
la comida y decidió que la persona que la cuidaba no se quedara más a dormir.

― ¿Por qué diste esa orden? – inquirí molesto.

― Ya estoy grande, no necesito que nadie me vigile de noche.

― No estoy de acuerdo, a veces llego tarde…

― Me gusta estar sola.

― Es peligroso.

― Hay un guardia en el pasaje y tenemos un perro.

Las cosas continuaron extrañas. Ahora cuando invitaba a alguna amiga a tomar un café, se
encargaba de merodear y hacer ruidos extraños a través de los tabiques. Justo cuando comenzaba
a tener deseos de conocer a otras mujeres. Una vez le di un timorato beso a una compañera de
trabajo en el sofá. Era una mujer fresca, madura y dulce. Cuando estaba despegando mis labios de
los de ella vi el ojo de mi hija en medio de una ranura de la pared. Era un ojo cíclope. Contuve el
grito de espanto e inventé una excusa para llevar de vuelta a mi invitada a su casa.

Teresa se vestía distinto, se maquillaba de modo exagerado. Si llegaba a casa vestida de escolar
cuando yo estaba ahí, corría por lo pasillos a cambiarse de ropa. Aparecía arreglada en la sala de
estar. No sé cuándo ni con quién aprendió a delinearse los ojos, a rellenar sus labios con capas de
colores hasta dejarlos entre abiertos. De todos modos su ropa infantil, su cuerpo de niña se veían
algo grotescos en esa máscara de adulta. Pasaba por mi lado rozándome, se sentaba en mis
rodillas cuando leía el diario y acomodaba sus caderas entre las mías. No sabía cómo manejar la
situación, era una niña, era mi hija.

― ¿Qué quieres?- le dije un día molesto.

― Nada, verme bonita, bonita para ti.

― No me gusta que te pintes tanto.

― Como tú quieras. – Caminó indiferente a su pieza.

Esa noche regresé tarde, intentaba retomar el romance con mi compañera de trabajo y salimos a
tomar algo. Había sido una linda noche. Algo mareado me senté en la cama y ahí esta Teresa, con
una camisa ligera, el pelo escarmenado, la cara limpia y perfumada.

― Te extrañaba.

― Sí, yo también, pero es tarde. Anda a tu pieza. – dije con la cabeza entre las manos.

― No puedo dormir.

― Sí puedes, sino lee un libro.

― No puedo.

― ¿Qué es lo que quieres?

― Dormir contigo.

― Las hijas no duerme con sus padres. Tienes tu pieza, tu cama.

― No quiero dormir sola.

― Está bien. Quédate por esta vez.

Me acosté en un borde de la cama, cuidando no tocarla. Le di la espalda. Me dio la impresión que


no cerró los ojos en toda la noche. Al despertar giré y ahí estaban sus pupilas abiertas, fatigadas,
fijas en mí. Me afeité pensando una serie de cosas. Y ella seguía observándome desde el canto de
la puerta, todavía en su camisa de dormir, acariciándose un mechón de pelo.

― ¿Qué pasa?

― Nada, me gusta ver cómo te afeitas.

― Es muy aburrido.
― No, me gusta mirar cómo estiras el cuello, cómo arqueas las cejas; ladeas la cara y pasas la
navaja.

― ¿Vas hoy a clases, verdad?- pregunté inquisitivo.

― No, comenzaron las vacaciones. No tengo clases hasta marzo.

― ¿Y qué piensas hacer todo ese tiempo? ¿Quieres tomar alguna clase? Dime y te acompaño.
Saldremos de vacaciones unas semanas a fines de febrero.

Era absurdo pero me sentía acosado por mi propia hija. Me la imaginaba como un animal en celo
que no distinguía a su presa. Se arrastraba por las paredes con el pelaje erizado, el hocico
húmedo, las orejas caídas. Como decirle sin ofenderla que se buscara un muchacho, un novio. Sus
signos corporales de lascivia me angustiaban. Se subía la falda, se agachaba a tirar la basura
dejando a la vista sus pequeños calzones. Ahora usaba sostenes y se los acomodaba frente a mí.
Era una hembra, desperdigando hormonas por la casa. Marcando su territorio y cercándome a mí
dentro de él. No sé si era bueno o malo, pero Teresa no se parecía en nada a mi ex mujer. Es más,
era una versión femenina de mi rostro anguloso. Una vez escuché que estuvo horas revolviendo
cosas en el entretecho. Al día siguiente me esperaba vestida con ropa de su madre. Reconozco
con pudor que la imagen me perturbó tanto que la abofeteé. Quedó estupefacta con su mejilla
magullada y sus ojos muy abiertos. Salí a tomar aire y regresé cuando estaba dormida sobre la
cama tras un evidente ataque de llanto.

El verano transcurrió pesado, mientras ella se abocaba a una misteriosa investigación. Navegaba
horas y horas en la red imprimiendo documentos, saltando de un sitio a otro. Los noticieros
mostraban cómo el poder judicial anunciaba sobreseídos al senador, al empresario, al cura. Todos
pidiendo libertad provisional, dejando sus causas amparadas bajo la inercia estival. Todos
apelando a su inocencia, a la confusión de sus gestos cariñosos. Porque el político defensor de los
menores, el cura consagrado al cuidado de los niños y el empresario caritativo habían hecho tanto
por los niños en riesgo social. Entonces cómo explicarse lo de los niños con los genitales
desfigurados. Cierta noche mirábamos la entrevista realizada a uno de los supuestos pederastas.
Al ser consultado si tuvo sexo con una lista de menores en la que se detallaban iniciales y edades,
el inculpado respondió con displicencia: “Sí, con todos los que se ha mencionado”. Y agregó: “Yo
era una persona tremendamente sola en esa época, y de alguna manera pagaba servicios para
estar acompañado”. Teresa musitó entre dientes con terror una frase que nunca olvidaré:

– Vámonos, antes que lleguen aquí.

No era fácil escapar. Yo seguía trabajando en reemplazo de que quienes iban saliendo de
vacaciones en una oficina de propiedades y no lograba hacer dinero extra. Para mi turno un
compañero solidarizó prestándome una cabaña en una playa no muy frecuentada. No logré que
Teresa invitara a alguna amiga pese a mi insistencia. Llegamos a una modesta casita en medio de
un bosque de pinos. En su interior había una silla en la esquina, una cama dividiendo la pieza en
dos, un armario de madera con las puertas medio abiertas y un gran espejo colgando de la pared.
Ya en la tarde Teresa había ordenado todo a su manera, saturando los cajones con poleras mal
dobladas y ropa de invierno. Había venido para quedarse. En ese momento recorrí la habitación
buscando una salida pero ya era tarde.

Esa noche no fui capaz de esquivar su seducción. Nos hundimos en el colchón. Yo sobre ella
mirando esos ojos grises, que eran mis ojos grises. Mientras la besaba sentía que me estaba
besando a mi mismo. Me estaba acariciando en los huesos marcados, estaba chocando contra mi
propia nariz aguileña, calcando mi frente estrecha. Envidiaba en ella su juventud y su feminidad.
Las palmas más suaves que las mías, tenía miedo y no tenía; tenía más miedo del que creía tener.
Una pierna dormida se escapó en medio de un crujido de huesos, y ella me decía “ven, más, más
cerca”. De pronto miré la masa amorfa de nuestros cuerpos en el espejo de la pared. Me vi con las
cuencas de los ojos vacías. Lancé un zapato para destruir la imagen pero no nuestro abrazo.
Trozos de cristal quebrado en mil partes. Pedazos irregulares, vidrio molido esparcido entre las
caricias. No más testigos, ni el azogue ciego. Ahora el secreto estaba por escribirse dentro del
espejo.

Cuando tenía sexo con Teresa ella no era mi hija, era otra persona. Yo no era su padre, era un
hombre que deseaba esa piel joven y dócil. Un hombre abocado a la tarea de hacer madurar este
cuerpo ambiguo, entre infantil y adulto. Un escultor dedicado a cincelar su imperfecta figura, sus
parciales miembros, sus extremidades toscas. Me esmeraba en hacer adelgazar su cintura,
oscurecer su pubis, estilizar la curva del cuello, contornear sus pantorillas. Quería sacar toda la
mujer que había en esta púber en ciernes. No, no era mi hija, era la misión plástica de amoldar sus
seños puntiagudos, de dotar de sensualidad sus estrechas caderas, sus movimientos torpes. Dejar
atrás todo el espanto de la infancia e inaugurar pensamientos y gestos sofisticados. Ignoro qué
pensaba ella, tal vez en acentuar los pliegues de mis ojos, revitalizar mi piel fatigada, reducir mi
abdomen abultado.

Un día Teresa me entregó un dibujo: un árbol verde con un ancho tronco de gruesa corteza. Pensé
que se trataba de los últimos resabios de su niñez. Pero cuando me puse los lentes y observé los
detalles entendí lo que estaba tramando. Era un árbol frondoso, de un solo tronco desde el cual se
desprendían muchas ramas de las que, a su vez, salían más ramas. En cada rama aparecía un
cuadrado, con un nombre masculino en su interior, y un círculo con un nombre femenino. Las
figuras geométricas se iban multiplicando en forma exponencial en las cuatro generaciones
esbozadas.

― ¿Qué significa esto?

― Nuestro clan. Nosotros estamos en la base.

Miré su nombre y el mío en la figura correspondiente. Después la escuché. Teresa me sermoneaba


citando la Biblia, afirmando que en un principio de todo fue el incesto. La sociedad comienza en
una pareja fundante que procrea y que para dar paso a la sociedad debe transgredirse. El padre o
la madre, según sea hijo o hija, deberán dormir con su procreado y engendrar un nuevo hijo o hija.
Es un gesto necesario para que nazca una nueva sociedad.

― Una nueva sociedad… -musité

― Sí. Una nueva especie a partir de nosotros. Serás el padre y el abuelo de nuestra criatura. Es la
maldición del origen pero es para un futuro mejor.

― ¿Y después?- pregunté entre confundido y absorto.

― Otro hijo, hasta dar con la niña o el niño que necesitemos para multiplicar esta nueva red de
personas. Es un requisito de sobrevivencia. Hay que romper el triángulo y formar el cuarteto que
seguirá fracturándose en nuevas formas geométricas. Dos hermanos originales copularán para dar
paso a nuevos hijos que se multiplicarán sin distinguir tíos, primos, hermanos y sobrinos.
― Cállate, sólo tienes quince años.

― Pero he leído demasiado.

La secuencia argumental que encadenaba sus ideas me puso la piel de gallina. Había estudiado
todos los factores. La consistencia de su plan me dejaba mudo.

― Nacerán todos enfermos, deformes, retrasados. ¿Esa es la nueva sociedad que quieres
formar?- Atiné a decir.

Me miró furiosa a los ojos y aseveró.

― Son mitos, la endogamia no es necesariamente perjudicial para la herencia genética: aunque


reduce la variabilidad, potencia características positivas. – Tomó el dibujo y habló más, no
prestando atención a mi indocto juicio.

― Cada vez que tengamos un hijo, se ramificará el árbol y se hará más y más grande.

Mi hija encerrada en esa cabaña, vestida de paredes. Intento descifrar el mensaje de sus labios.
No es una chica para esperar príncipes azules. Acerca su frente cubierta de sudor a la mía, las
aletas de su nariz tiemblan. Se monta sobre mí, me fuerza las piernas. Con la boca casi pegada a
la oreja encaja palabras febriles acerca de su plan: “más savia para los nuevos brotes”. Su lengua
sedienta por convocar nombres propios: Sebastianes, Carolinas, Ximenas, Claudios; un árbol
genealógico con apellidos que se anulan unos a otros porque todos son Espinoza Espinoza. Yo, mil
veces nacido en mis hijos, en mis nietos, sobrinos, primos. Su útero joven desinvernaría un feto
cada nueve meses. Días cocidos a la espera de más niños. Y para ese entonces al hombre, tres
veces tu edad, dos veces tu cuerpo, sangre de tu sangre; ya no le importaba mirarte largo a los
ojos y detenerse en tu boca.

No regresamos a Santiago, armamos nuestro mundo ahí, un día miré a Teresa y era lógica la
causa de su aumento de peso, de la curvatura de su pelvis. Esperamos a la criatura en paz,
caminando entre cipreses y pinos alzando la vista hasta sus copas. Ella tomaba sol en una
improvisada terraza mientras aumentaba el diámetro de su figura. Yo bajaba una vez a la semana
al pueblo en busca de víveres. A veces compraba el diario y seguía el caso de los políticos, de los
senadores, de los curas. Respiraba aliviado al estar lejos de todo eso. Pero no lo niego, “¿dónde
queda la ciudad?”, es la pregunta que temo mi hija pronunciará alguna vez en forma de soplido.
Por ahora, pienso en el follaje, en esta vida bajo los árboles, contando las hojas perennes,
acariciando las raíces añosas, cortando madera para el invierno. Presagiando cuándo las ramas
que afirman este tronco dejarán que se quiebre en dos.

Vivian  Abenshushan:  “Mate  a  su  jefe,  renuncie”  


I. ¡Pare de sufrir!

¿Siente usted que trabaja cada vez más y tiene cada vez menos (tiempo, dinero, deseo, ímpetu)?
¿Cree que sus vacaciones son demasiado cortas o demasiado caras o demasiado aburridas? ¿Ha
sentido, al menos una vez en la vida, el deseo de llegar tarde al trabajo o de abandonarlo antes de
hora? ¿Es usted un trabajador autónomo (un free lance) y cada mes su vida pende de un hilito?
¿Cuántas veces ha dejado de pagar impuestos por olvido, por falta de tiempo, por insubordinación?
¿Ha pensado que las horas que tarda en desplazarse al trabajo y en regresar a su casa podría
emplearlas en hacer el amor? ¿Desde qué edad es usted un multiempleado? ¿Tiene seguridad
social? ¿En qué piensa usted durante las horas muertas de la oficina? ¿Aborrece a su patrón?
¿Cuántas veces le ha ocurrido que, incluso estando fuera del trabajo, sólo puede pensar en el
trabajo? ¿Sospecha usted que aun si trabajara los domingos nunca tendrá una vivienda propia?
¿Cuántas horas de su tiempo libre dedica a mirar la televisión? ¿A hojear catálogos de mercancía?
¿A gastar su sueldo? ¿A leer? ¿A no hacer nada? ¿Cuántas veces ha deseado estampar en la
cabeza de su jefe el recibo de su salario? ¿O acaso es usted un productor de bienes inmateriales
(un trabajador creativo) sin jefe, sin contrato, sin salario? ¿Le estremece pensar que lleva una
eternidad sudando la gota gorda a cambio de un stereo all around que nunca usa, porque no tiene
tiempo para usarlo? ¿Realiza labores de tres o cuatro personas por el sueldo de una? ¿Desde
cuándo padece usted la nueva precariedad del cognitariado? ¿Duerme bien? ¿Ha tenido la mala
suerte de trabajar para alguien que nunca le pagó por sus servicios? ¿Desea abandonar su empleo
pero teme dar un salto al vacío o quedarse sin jubilación? ¿Cuántos libros ha dejado de comprar en
los últimos cinco años, porque si lo hace, no llegará a fin de mes? ¿Y aun así no llega a fin de
mes? ¿Se pregunta si tiene remedio todo esto? ¿Qué puede hacer? ¡Pare de sufrir! mate a su jefe:
renuncie…

II. Un esténcil me apunta con el dedo (crónica de Buenos Aires)

Fue a finales del 2004 cuando pasé una larga temporada en Buenos Aires, donde proliferaba el
rotundo arte del esténcil: EL MICROCENTRO SE DESPLOMARÁ / WAR DISNEY / NO AL
CÓDIGO HIJOS / EL CONSUMO NOS CONSUME / SE CAYÓ EL SISTEMA. Síntesis y humor
negro y un efecto estético punzante, el temblor neuronal de un cambio de luces. despertate, decía
otro oráculo callejero bajo la alarma de un enorme reloj de cuerda, para advertir sobre el estado de
embotamiento al que había llegado la sociedad post industrial. El 2000 había sido el año de la
explosión estencilera en BsAs, como si las gotitas del aerosol —unas gotitas furiosas y casi
siempre lúcidas— anunciaran la tremenda sacudida que se vendría. Y en efecto, el ramalazo
financiero llegó pocos meses después de que la clase media urbana hubiera comenzado a
estampar sobre los muros de la ciudad su total desconfianza hacia el sistema y sus precios
dolarizados: su vida peligra, anunciaban unas figuras silueteadas en uno de los esténciles más
ominosos y bellos de Palermo.

Viajé a Buenos Aires en busca de los libros que ya no encontraba en México, del cine que aquí
nunca vería (el de Mariano Llinás, por ejemplo) y del talante ácido, inconforme, arriesgado del
porteño post corralito. Estaba huyendo, en suma, de la frivolidad imperante de la literatura
mexicana, en cuyos tentáculos comenzaba a enredarme estúpidamente. Había caído en una
trampa y lo sabía: después de varios años de escritura en la sombra y miseria funcional, me había
llegado la hora de buscar un empleo y un sueldo fijo y lo hice incluso con entusiasmo. Pero el
principio de realidad siempre es terrible. Muy pronto descubrí que el trabajo es un purgatorio inútil,
sobre todo si se trata de venderle el alma a la industria cultural —una industria tan salvaje como
cualquier otra— que en las últimas décadas ha adoptado un abominable esquema leonino: horarios
del siglo xix, subsueldos, impuntualidad en los pagos, ningún contrato ni prestación social, ninguna
garantía; o cosas aún más graves, como toda esa mercadería desesperada y a menudo obscena a
la que se ha entregado sin reserva, la promoción de una cultura homogénea en su nivel más bajo,
el desprecio soterrado hacia el pensamiento y la escritura, el culto al pop más ramplón… Crucé la
industria de un extremo a otro, desde festivales de libros (con cantautores que se hacían pasar por
escritores), hasta revistas culturales (donde cualquier categoría estética era suplantada a diario por
las categorías del departamento de ventas).
Sin ningún tipo de gratificación intelectual, todo aquel sacrificio me parecía una simple forma de
explotación. No sólo eso, trabajaba de mala gana cerca de diez horas diarias en medio de un
ambiente asfixiante y lleno de falsas pretensiones (con demasiada frecuencia escuché esas dos
perlas del idioma que definen la ideología de mi generación: “posicionamiento” y “aspiracional”),
respondiendo a intereses que no sólo no eran los míos, sino que contradecían violentamente mi
idea —una idea acaso demasiado romántica— de la literatura. En medio del desánimo dejé de
escribir y comencé a sentirme enferma. Los domingos sólo quería ver partidos de la liguilla y comer
pollo rostizado frente al televisor. Me había convertido en el vivo retrato de lo que Adorno llamó “el
monstruoso aparato de la distracción”: hordas de hombres acumulando jornadas de trabajo, para
obtener su cuota de vacío en “el ínfimo paraíso de los fines de semana, donde la gente comulga en
la fatiga y el embrutecimiento” (Vaneigem). El día que tuve que entrevistar a Juanes supe que
estaba tocando fondo.

Tal vez por eso, en cuanto llegué a Buenos Aires hasta la basura que se acumulaba en sus calles
(había una huelga municipal) me pareció atractiva. Ahí las cosas parecían ocurrir de un modo
distinto, con más librerías, mejor cine nacional, más literatura (proliferante, incisiva, vigorosa),
menos glamour de por medio. Ahí la cultura no parecía un objeto de lujo en disputa ni una carrera
burocrática ni un desierto mediatizado. Ahí la literatura te saltaba encima como las moscas, o sea,
como algo natural y ligeramente incómodo y perturbador. Leí a Copi, descubrí a Cucurto, vi la
versión cinematográfica de Pornografía de Gombrowicz, encontré cientos de libros que nunca
llegarían a las cinco librerías que sobrevivían entonces en el df. En uno de ellos, Aguafuertes
porteñas de Roberto Arlt, decía: “¡Digan ustedes si no es lindo vagar! Hay quienes sienten la
vagancia, no como el no hacer, sino como un placer físico, una alegría profunda… Y es que en
todo vago, aun el más atorrante, hay una naturaleza contemplativa”. Así comenzó a rodearme toda
esa fiesta antilaboral, todas esas ediciones de La Marca Editora, como el libro de Hakim Bey, Zona
Temporalmente Autónoma, un pasquín que devoré a la sombra de un árbol en Boedo, o la
antología Con el sudor de tu frente: argumentos para la sociedad del ocio, con Séneca a la cabeza.
Leía en los parques y en los cafés y en las librerías, compraba libros a montón, me dedicaba a la
vagancia. ¡Tenía tanto tiempo y tan poco dinero! Así debería ser la vida, pensé, simple, barata,
ociosa, con tiempo para ser uno mismo.

Una tarde, mientras caminaba hacia San Telmo (era domingo y las calles estaban desiertas,
sucias), encontré sobre un muro descascarado un esténcil que parecía apuntarme con el dedo:
MATE A SU JEFE: RENUNCIE. Se trataba del rostro de Mr. Burns, el capitalista siniestro de Los
Simpsons, asomando la nariz entre el cochambre de la ciudad. Me quedé helada, como si
bruscamente todos mis sentimientos ocultos hubieran encontrado en él una expresión nítida:
renunciar, eso debía hacer al volver a México. Tomé una foto de Mr. Burns (en realidad, tomaba
fotos de todos los esténciles: me había convertido en turista de los muros) y me marché.

Como ocurre con todos los libros que han dejado una impresión turbulenta en nuestro ánimo, no he
dejado de preguntarme desde entonces en dónde radicaba el poder de aquella frase. Tal vez, lo
pienso ahora, en que proclamaba no sólo la revolución contra los checadores de tarjeta, sino el
alzamiento contra la frustración autoimpuesta y el conformismo. Pero lo mejor de todo era que, en
medio de una de las peores crisis de desempleo en Argentina, la pinta tenía la desfachatez de
promover la renuncia en masa. No se trataba de ironía, sino de un revival del no trabaje nunca, la
proclama situacionista que apareció en los muros de París en 1953, lanzando una crítica radical
hacia el carácter insaciable de la economía de mercado, donde la productividad es esclavitud bajo
la apariencia de una dicha pasajera.
No es extraño que una pinta así apareciera en el “París de América”. Durante la década de los
noventa, Buenos Aires se ostentó como la capital latinoamericana del rat race, compitiendo
absurdamente con Londres, Nueva York y Roma, las ciudades más caras del mundo, donde es
necesario trabajar quince horas diarias para pagar un cuarto-ratonera. La supervivencia había
sustituido a la vida, pero de todos modos la juventud porteña, la burguesía ilustrada, los escritores,
los amantes del shopping parecían felices entre tanto confort de ensueño. Quizá por eso, la
debacle argentina encarnó tan plástica y trágicamente la corrosión del bienestar contemporáneo y
la fragilidad de sus falsas aspiraciones.

III. Que trabajen los enfermos

Nunca antes como ahora se había vuelto tan necesaria la actualización del viejo proverbio chino:
“Si el trabajo lo enferma, deje el trabajo”. Pues ¿qué otra cosa representa la productividad sino una
degeneración del empleo, una compulsión malsana y autodestructiva? Basta mirarse en ese espejo
cotidiano multiplicado al infinito: miles de workaholics solitarios, de mujeres exhaustas que ya no
hacen el amor, de jóvenes consumidos por el desencanto y cuya única esperanza se reduce a que
llegue el día de la quincena. La noción de futuro es una noción empobrecida, su vigencia es de una
semana y aun así la gente se sacrifica diariamente por ella, por la jubilación o el crédito hipotecario
o la cuota vencida del estercolero donde irán a parar sus restos cuando muera. El sistema de
apartado en el cementerio es un fenómeno altamente revelador de esta época suicida, lo mismo
que la reacción de ansiedad laboral con la que responden los asalariados ante las llamadas
insistentes de los empresarios de la muerte: “Sea previsor: no se convierta en un lastre para su
familia”. Lejos de escandalizarse o sentir por lo menos escalofríos, los empleados de marras, los
auxiliares administrativos, las recepcionistas, los agrimensores, los celadores, los freidores de
papitas, los supervisores de sección, los oscuros oficinistas de tribunal, los que persiguen todos los
días la chuleta, se ponen a trabajar horas extra después de escuchar las palabras ominosas, como
si de esa forma agregaran un poco de tiempo a su cuenta regresiva. Tanta gente sudando la gota
gorda para pagar a plazos un departamento y un ataúd de las mismas dimensiones ¿no es acaso
una imagen aterradora?

Trabajar y morir fueron los castigos divinos por probar el fruto prohibido y los hombres hemos
vivido siempre tratando de escapar de ellos. ¿Por qué ahora nos lanzamos histéricamente a los
brazos de nuestros verdugos? Hemos visto en los últimos cien años una de las conversiones más
embusteras de la historia, la transformación de la maldición bíblica (“Ganarás el pan con el sudor
de tu frente”) en la búsqueda voluntaria de autoflagelación (“Trabajo, luego existo”). Quizá por eso,
el día que mandé a mi jefe al matadero, todos los fieles del yugo me miraron con desprecio, casi
incluso con horror. Y es que desde el siglo xix una nueva moralidad, la moralidad del dinero,
proclamó el pecado de “perder el tiempo”. Se acabó la era contemplativa, sólo queda la televisión.
Pero yo les digo a todos los que me miran con alarma que son ellos quienes me preocupan. O
como sentencia aquel dicho que escuché a un chileno: “Si el trabajo es salud, que trabajen los
enfermos”.

Guadalupe  Nettel:  “Ptosis”  


El trabajo de mi padre, como muchos en esta ciudad, es un empleo parasitario. Fotógrafo de
profesión, se habría muerto de hambre –y con él toda la familia– de no haber sido por la propuesta
generosa del doctor Ruellan, que, además de un salario decente, le otorgó a su impredecible
inspiración la posibilidad de concentrarse en una tarea mecánica, sin mayores complicaciones. El
doctor Ruellan es el mejor cirujano de párpados de París, opera en el Hôpital des 15/20 y su
clientela es inagotable. Algunos pacientes prefieren incluso esperar un año para obtener una cita
con él en vez de optar por un médico de menos renombre. Antes de intervenir, nuestro benefactor
le exige a sus pacientes dos series de fotografías: la primera consiste en cinco tomas cercanas –de
ojos cerrados y abiertos– para que quede constancia de su estado antes de la operación. La
segunda se lleva a cabo una vez practicada la cirugía, cuando la herida ya ha cicatrizado. Es decir
que, por más satisfactorio que les parezca el trabajo, vemos a nuestros clientes solo dos veces en
la vida. Aunque en ocasiones ocurre que el doctor comete alguna falla –nadie, ni siquiera él, es
perfecto–: un ojo queda más cerrado que el otro o, por el contrario, demasiado abierto. Entonces la
persona se vuelve a presentar para que le tomemos una nueva serie por la cual pagará otros
trescientos euros, pues mi padre no tiene la culpa de los errores médicos. A pesar de lo que pueda
pensarse, las cirugías de los párpados son muy frecuentes y sus razones innumerables,
comenzando por los estragos de la edad, la vanidad de la gente que no soporta las marcas de
vejez en el rostro; pero también los accidentes de coche, que a menudo desfiguran a los pasajeros,
las explosiones, los incendios y otra serie de imprevistos: la piel de un párpado es de una
delicadeza insospechada.

En nuestro negocio, cercano a la Place Gambetta, mi padre tiene enmarcadas algunas fotografías
que tomó durante su juventud: un puente medieval, una gitana tendiendo ropa junto a su remolque
o una escultura expuesta en el jardín de Luxemburgo, con la que ganó un premio juvenil en la
ciudad de Rennes. Basta verlas para saber que, en una época muy lejana, el viejo tenía talento. Mi
padre también conserva en sus paredes obras de factura más reciente: el rostro de un niño muy
bello que murió en el quirófano de Ruellan (un problema de anestesia), cuyo cuerpo resplandece
en la mesa de operaciones, bañado por una luz muy clara, casi celestial, que entra de manera
oblicua por una de las ventanas.

Comencé a trabajar en el estudio a la edad de quince años, cuando decidí dejar la escuela. Mi
padre necesitaba un ayudante y me incorporó a su equipo. Aprendí entonces el oficio de fotógrafo
médico especializado en oftalmología. Aunque después, con el paso del tiempo, me fui encargando
de las labores de oficina, entre ellas la contabilidad del negocio. Pocas veces he salido a la ciudad
o al campo en busca de una escena que inspire a mi veleidoso lente. Cuando paseo, generalmente
lo hago sin la cámara, ya sea porque se me olvida o por miedo a perderla. Confieso sin embargo
que a menudo, mientras camino por la calle o los pasillos de algún edificio, siento deseos
repentinos de tomar una foto, no de paisajes o puentes como hizo alguna vez mi viejo, sino de
párpados insólitos que de cuando en cuando detecto entre la multitud. Esa parte del cuerpo que he
visto desde la infancia, y por la que jamás he sentido ni un atisbo de hartazgo, me resulta
fascinante. Exhibida y oculta de manera intermitente, obliga a permanecer alerta para descubrir
algo que de verdad valga la pena. El fotógrafo debe evitar parpadear al mismo tiempo que el sujeto
de estudio y capturar el momento en que el ojo se cierra como una ostra juguetona. He llegado a
creer que para eso se necesita una intuición especial, como la de un cazador de insectos, no creo
que haya mucha diferencia entre un aleteo y un batir de pestañas.

Me cuento entre el escaso porcentaje de la gente a la que le apasiona su trabajo y, en ese sentido,
me considero afortunado. Pero esto no debe causar confusiones: nuestro oficio tiene algunos
inconvenientes. Por el estudio pasa toda clase de individuos, la mayoría de las veces en
situaciones desesperadas. Los párpados que llegan hasta aquí son casi todos horribles, cuando no
causan malestar, dan lástima. No es gratuito que sus dueños prefieran operarse. Al transcurrir los
dos meses de convalecencia, cuando los pacientes, ya transformados, regresan por la segunda
serie fotográfica, respiramos con alivio. Esa mejoría pocas veces alcanza el cien por ciento pero
cambia por completo un rostro, su expresión, su gesto permanente. En apariencia los ojos quedan
más equilibrados, sin embargo, cuando uno mira bien –y sobre todo cuando ha visto ya miles de
rostros modificados por la misma mano–, descubre algo abominable: de algún modo, todos ellos se
parecen. Es como si el doctor Ruellan imprimiera una marca distintiva en sus pacientes, un sello
tenue pero inconfundible.

A pesar de los placeres que otorga, esta profesión, como cualquier otra, termina causando
indiferencia. Recuerdo haber visto pocos casos verdaderamente memorables en nuestro
establecimiento. Cuando esto ocurre, me acerco a mi padre, que prepara la película en la
trastienda, y le pido al oído que me deje disparar el obturador. Él siempre accede, aunque sin
entender la razón de mi súbito interés. Uno de esos hallazgos ocurrió hace menos de un año, en el
mes de noviembre. Durante el invierno, el estudio, situado en la planta baja de una antigua fábrica,
se vuelve insoportablemente húmedo y es preferible salir a la intemperie que permanecer en esa
cueva gélida y oscura por las necesidades del oficio. Mi padre no estaba esa tarde y yo, muerto de
frío junto a la puerta, me entretenía con las indecisiones de la lluvia mientras maldecía a una clienta
que tenía más de un cuarto de hora de retraso. Cuando su silueta apareció por fin detrás de la reja,
me sorprendió que fuera tan joven, debía de haber cumplido cuando mucho veinte años. Un gorro
negro, impermeable, le cubría la cabeza y dejaba resbalar las gotas por su cabello largo. Su
párpado izquierdo estaba unos tres milímetros más cerrado que el derecho. Ambos tenían una
mirada soñadora, pero el izquierdo mostraba una sensualidad anormal, parecía pesarle. Al mirarla
me embargó una sensación curiosa, una suerte de inferioridad placentera que suelo experimentar
frente a las mujeres excesivamente bellas.

Con una parsimonia exasperante, como si el retraso la tuviera sin cuidado, se acercó a
preguntarme en qué piso se encontraba el fotógrafo. Seguramente me confundió con el portero.

–Es aquí –le dije–. Está usted frente a la puerta. –Abrí el cerrojo y, en un gesto exaltado que ella no
pudo adivinar, encendí todos los reflectores, como cuando en un salón de baile hace su aparición
un miembro de la realeza. En cuanto estuvo adentro se quitó el sombrero, su pelo negro y largo
parecía una extensión de la lluvia. Como todos los clientes, me explicó que había conseguido una
cita con el doctor Ruellan para que resolviera su problema.

«¿Cuál problema?», estuve a punto de preguntar. «Usted no tiene ninguno». Pero me abstuve. Era
tan joven…, no quería turbarla y preferí hacer un comentario banal:

–No parece usted de París, ¿de dónde viene?

–De Picardía –contestó ella con timidez, evitando el contacto con mi vista, como suelen hacer los
pacientes. Solo que ahora, en vez de agradecerlo, esa actitud esquiva me desesperó. Hubiera
dado cualquier cosa por seguir mirando durante la tarde entera ese párpado pesado y al mismo
tiempo frágil y habría dado el doble por que esos ojos se fijaran en mí.

–¿Le gusta París? –pregunté yo, empleando un tono falsamente distraído.

–Sí, pero no podré quedarme mucho tiempo. En realidad he venido únicamente para la operación.

–París la atrapará, puede estar segura. Cuando menos lo imagine, se vendrá a vivir aquí.
La muchacha sonrió bajando la cabeza. –No lo creo. Quisiera volver cuanto antes a Pontoise, no
me gustaría perder el año por esto.

La idea de que esa mujer viviera en otra ciudad bastó para deprimirme. Empecé a sentirme
malhumorado. De manera repentina, quizás un poco brusca, interrumpí la charla para ir a buscar la
película.

–Siéntese aquí –la apuré al regresar. Nunca en mi vida profesional había sido tan poco amable. La
muchacha ocupó el banquillo y se echó el cabello hacia atrás poniendo sus rostro en evidencia.

–No sé si usted está enterada –le dije simulando compasión–, los resultados nunca son perfectos.
Su ojo no será jamás igual al otro. ¿Se lo ha explicado el doctor?

Ella asintió en silencio.

–Pero también me dijo que los dos párpados quedarán a la misma altura. Para mí es suficiente.

Me disponía a enseñarle una serie de fotografías de operaciones sin éxito con el fin de
desanimarla. Pensé en decirle que, de cualquier manera, quedaría con el sello inconfundible de los
pacientes operados por el doctor Ruellan, esa tribu de mutantes. Sin embargo, no tuve el valor
necesario. Sin decir una palabra, coloqué el telón de fondo blanco detrás de su cabeza, apuntando
el reflector hacia sus ojos. En lugar de las tres tomas habituales disparé el obturador quince veces
y habría seguido así hasta el anochecer si mi padre no hubiera llegado.

Al escuchar el cerrojo de la puerta, apagué los proyectores de luz. La joven se puso de pie y se
acercó al mostrador para firmar un cheque donde leí su nombre en letra de colegiala.

–Deséeme suerte –dijo–. Nos veremos dentro de dos meses.

No puedo describir el abatimiento en el que caí esa tarde. Revelé las fotos de inmediato; metí las
más convencionales en un sobre con el sello del hospital y conservé la que me pareció mejor
lograda en el cajón de mi escritorio: una toma de frente, soñadora y obscena.

Mis esfuerzos por olvidarla resultaron inútiles. Durante tres meses esperé con auténtico terror a
que viniera por la segunda serie, de ninguna manera quería estar presente. Cada lunes echaba un
vistazo a la agenda de mi padre para saber en qué momento ausentarme. Pero ella nunca vino.

Una tarde, a principios del verano, mientras caminaba por los muelles en busca de algún párpado
interesante, volví a verla. El cauce del Sena estaba sereno en esos días; las piedras reflejaban su
color verde oscuro y su vaivén oscilante. Ella también iba mirando el río, de modo que por poco
chocamos de frente. Para mi gran sorpresa, sus ojos seguían siendo los mismos. La saludé con
cortesía, haciendo lo imposible por ocultar mi júbilo, pero al cabo de unos minutos no aguanté más:

–¿Cambió de opinión? –pregunté–, ¿decidió no operarse?

–El doctor tuvo un impedimento y fue necesario aplazar la fecha hasta el fin del año escolar.
Mañana ingreso en el hospital. Como no tengo familia en la ciudad, permaneceré internada tres
días.

–¿Cómo van sus estudios?


–La semana pasada presenté el examen de la Sorbona –respondió sonriendo–. Quisiera mudarme
a París.

Parecía contenta. En su mirada advertí esa expresión de esperanza que suelen tener los pacientes
en vísperas de cirugía y que otorga a los rostros más deformes un aire de candor.

La invité a tomar un helado en la isla Saint-Louis. Una orquesta de jazz tocaba cerca y, aunque
desde donde estábamos no era posible ver a los músicos, las notas se oían en el muelle como si
emergieran del río. La luz del sol le teñía los párpados de naranja. Caminamos varias horas, a
veces en silencio otras hablando de lo que sucedía durante el paseo; de la ciudad o del futuro que
le esperaba en ella. De haber llevado la cámara tendría ahora alguna prueba, no solo de la mujer
ideal sino también del día más alegre de mi vida.

Al anochecer la acompañé al hotel donde se hospedaba, una pocilga cerca de Bonne Nouvelle.
Pasamos la noche juntos en una cama decrépita, en peligro constante de irse al suelo. Una vez
desnudos, los veinte años de diferencia que había entre nosotros se hicieron más evidentes. Le
besé los párpados una y otra vez y, cuando me cansé de hacerlo, le pedí que no cerrara los ojos
para seguir disfrutando de esos tres milímetros suplementarios de párpado, esos tres milímetros de
voluptuosidad desquiciante. Desde el primer abrazo hasta el momento en que, agotado, apagué la
lamparita de noche, sentí la necesidad de convencerla. Entonces, sin ningún tipo de pudor o
inhibiciones, le rogué que no se operara, que se quedara conmigo, así, como era en ese momento.
Pero ella pensó que se trataba de una cursilería, una de esas mentiras exaltadas que se dicen en
circunstancias como esa.

Prácticamente no dormimos esa noche. ¡Si el doctor Ruellan lo hubiera sabido! Él, que siempre
exige a sus pacientes el más absoluto reposo en vísperas de una cirugía. Llegó al pabellón
preoperatorio con unas ojeras que la hacían verse mayor y también más hermosa. Le prometí
acompañarla hasta el último momento y después, cuando se recuperara de la anestesia, venir a
verla de inmediato. Pero no me fue posible: en cuanto la enfermera entró al cuarto para llevársela
al quirófano me escapé reptando hasta el elevador.

Salí del hospital hecho añicos, como quien acaba de encarar una derrota. Pensé tanto en ella al día
siguiente. La imaginé despertando sola, en ese cuarto hostil con olor a desinfectante. Hubiera
deseado poder estar ahí acompañándola y lo habría hecho de no haber habido tanto en juego: mis
recuerdos, mis imágenes de esos ojos que, de haberlos visto después, idénticos a los de todos los
pacientes del doctor Ruellan, habrían desaparecido de mi memoria.

Algunas tardes, sobre todo en los periodos austeros en que la clientela no ofrece ninguna
satisfacción, pongo su fotografía sobre mi escritorio y la miro unos minutos. Al hacerlo me invade
una suerte de asfixia y un odio infinito hacia nuestro benefactor, como si de alguna forma su
escalpelo también me hubiera mutilado. No he vuelto a salir con la cámara desde entonces, los
muelles del Sena no me prometen ya ningún misterio.
Cera

L​e gusta verlas retorcerse, aunque tal vez decir retorcerse sea una
exageración. Pero le gusta. Le gusta verlas dar esos respingos, morderse los
labios, apretar los apoyabrazos, pretender mirar al techo como si nada. Le
gusta ver su piel reaccionar, ponerse roja, y ese como sarpullido que aparece al
comienzo y hace ver sus piernas como las de unos pollos tristes. Le gusta no
hablarles, ni piropearles el bronceado. Hacer como que no las escucha y
demorarse más de la cuenta en responder a los mensajes que le piden que por
favor les dé una hora para hoy, que es urgente, que se van de viaje. Le gusta
hacerlas esperar, sobre todo cuando se trata de una de esas señoras que se
creen importantes y van por la vida como esperando aplausos. Le gusta ver sus
pelos encarnados y las estrías en los muslos, en el trasero. Y tironear con rabia
ese parchecito de cera justo encima del labio, esos pelos rubios que solo ellas
ven, para dejarles una marca bien roja que no se les quite por toda la tarde.
Le gusta ver la cera disolverse y aplicarla sobre la piel cuando aún está
demasiado caliente.
Imagina los rostros de las clientas, sentadas en la sala de espera, al escuchar
los gritos. Se concentra en ellos, los guarda, no los deja ir.
Pero no siente nada.
No siente nada desde hace meses. Hace meses es innecesariamente abstracto,
hace meses es el catorce de diciembre, a las cuatro de la tarde, al lado de la
piscina de un vecino. Pamela recuerda sus pasos atolondrados sobre el pasto,
la respiración agitada, un cuerpo pequeño sobre el agua mientras el vecino
atendía una llamada telefónica. Pablo no sabía nadar y, sin embargo, ahí
estaba. Flotando.
El recuerdo se vuelve húmedo, el cuerpo ya sobre el pasto, gritos. Otros gritos.
Ella, en cambio, no había gritado, aunque sí parecía haberse llevado toda el
agua consigo. Pamela estaba segura: ese día se había inundado por dentro, y
hoy ya nada funcionaba en ella.
Al principio mantuvo una foto de su hijo sobre el mueble en el que guardaba
los insumos. Pero las clientas siempre preguntaban. Cuando se aburrían de
hablar de sus vacaciones y de los últimos chismes de farándula, ellas siempre
preguntaban por la foto. Para mostrar cercanía o quizás para tratar de
disimular la vergüenza de que alguien estuviera trabajando en sus
entrepiernas, siempre, sin falta, preguntaban por su hijo.
(Si no era eso, era por el calendario que, en la pared, estaba detenido en
diciembre).
Y Pamela asentía con la cabeza mientras tironeaba de la cera con más rabia
que nunca.
Por semanas lo intentó. Miró mil veces todas las fotos que tenía de Pablo.
Compartió anécdotas del colegio con sus amigas (y eran ellas las que lloraban,
ellas las que no podían seguir conversando) y visitó su tumba en el cementerio.
Pero nada. A veces, antes de dormir, se ponía una mano sobre el pecho para
asegurarse de que su corazón seguía ahí.
Los gritos de sus clientas la despertaban.
Entonces llegó la antropóloga. Pamela no quiso saber su nombre y ella
tampoco se lo dijo. Comentó como al pasar —una voz débil, que parecía pedir
permiso para asomarse entre los dientes— que estaba haciendo una
investigación sobre la belleza, sobre las prácticas de belleza. Rituales, dijo,
mientras Pamela revolvía la cera espesa con una espátula.
Vestía de forma sencilla y tenía ojeras. Las manos con las uñas sin pintar (en el
salón también se ofrecía este servicio, pero ella se había negado) y un enorme
anillo de compromiso en el dedo. Pamela no había preguntado por la fecha del
matrimonio. Ni por la investigación. El silencio solo era interrumpido por los
rugidos de la cera al despegarse de la piel, como rasgando el aire con su
violencia. La antropóloga no dijo nada. Ningún gesto que delatara dolor o
incomodidad. Incluso, como gran insolencia, tuvo la calma de tomar notas
mientras Pamela trabajaba en la parte inferior de sus piernas.
Había vuelto a las pocas semanas y Pamela la vio quitarse los pantalones sin
ninguna vergüenza para quedar con un mínimo calzón rojo de encaje. El anillo
había cambiado de dedo y ahora estaba acompañado de una argolla de
matrimonio. Pamela preparó la cera sin mucho cuidado, reciclando incluso un
pedacito de cera antigua, aun con unos pelos de otra clienta, de lo más
privados.
La antropóloga, como siempre, se recostaba sobre la camilla y con una libreta
entre las manos. Pamela esparcía la cera viscosa, sin piedad, por sus piernas, y
ella, como si nada, insistía en hacer listas, dibujos. Todo, menos preguntas. A
las demás las había interrogado hasta el cansancio: a la manicurista, a la
encargada de la pedicura, a la peluquera. Traía una grabadora chiquitita y a
veces también sacaba fotos. A Pamela, en cambio, la dejaba trabajar tranquila
y en silencio.
(Pero la cera caía sobre su piel cada vez más caliente, y se retiraba con mayor
violencia).
La antropóloga ni se inmutaba. Se iba con la piel enrojecida bajo faldas y
pantalones. Sin chistar.
En otros centros de belleza más elegantes se jactaban de usar miel de abejas y
las clientas volvían a sus casas de lo más tranquilas y olorosas. En el suyo no.
En el suyo la cera era como un caramelo pegajoso que se llevaba todo a su paso
y cuyo olor impregnaba el aire hasta hacer doler la cabeza. Algunas veces le
habían sugerido que pusiera música, o al menos prendiera la radio, pero
Pamela era inflexible. Necesitaba escuchar hasta la más mínima reacción,
anticipar cada movimiento.
Una vez le había tocado depilar la espalda, piernas y brazos de un reconocido
campeón de natación. Era altísimo y muy guapo, y Pamela había sido
implacable con su belleza. El nadador apenas logró disimular un par de
lágrimas. Pamela, en cambio, tuvo que ahogar una carcajada.
Una adolescente, casi una niña, levanta el brazo, y Pamela cubre de cera su
axila al tiempo que en su celular tintinea una nueva llamada.
Es la profesora jefe de su hijo.
(El aullido de la chica se escucha desde la calle).
Quieren hacerle un acto de conmemoración en el colegio. Inventarle una
canción, poner flores junto a su foto. Pero Pamela no quiere ir. No puede.
Tiene miedo de no sentir nada.
En su última visita, la antropóloga se había recostado sobre la camilla como un
cuerpo preparándose para una autopsia. Tenía las uñas carcomidas y las
manos sin ningún adorno. Estaba pálida y se movía incómoda sobre la camilla.
No quiso que le retocara el rebaje, ni las cejas, solo las piernas y lo más rápido
posible, por favor. Pamela había sido diligente. Los ojos de ella siempre fijos
en el techo. Sin gritos. Sin gestos.
Esa tarde, Pamela había vuelto a casa cansada. Miró dibujos y juguetes de
Pablo. Por horas.
Nada.
Hoy las manos de la antropóloga están hinchadas y sin anillo. Cuenta, como al
pasar, que ya ha terminado lo que estaba escribiendo. Que lo están revisando.
Que muchas gracias. Al quitarse los pantalones y colocarse de espaldas queda
en evidencia su estómago abultado. Pamela no puede evitar mirarlo más de la
cuenta y la antropóloga por fin hace una pregunta: ¿tienes hijos?
Pamela aprieta los dientes. Espera sentir rabia, pero ni siquiera hay eso. Los
ojos de la mujer se quedan fijos en la pared, como si ya no esperara la
respuesta, como si no importara realmente.
No insiste.
Pamela depila una de sus cejas un poco más irregular que la otra. No hay
espejo para enterarse. La antropóloga no deja propina esta vez. Promete
recompensarla para la próxima.
Le toca cerrar el salón y Pamela se quita el delantal con cuidado. No hay
ruidos, apenas un par de luces encendidas. Algunos pelos en la camilla, a la
que ya va quitando su capa de papel. Al costado, junto a la pared, encuentra la
pequeña libreta de la antropóloga. No le gusta curiosear pero la abre justo en
el centro. Hay una imagen, la foto de una ecografía. Una posibilidad: flotando.
Pamela deja caer la libreta al piso como si ardiera.
Al acercarse al calentador, sus manos se detienen frente al botón de apagado.
En la pared, un calendario de Lugares de Chile sigue detenido en diciembre.
La cera todavía hierve.
Pamela cierra los ojos.
Es solo un segundo.
Las sumerge.

“el ojo”- Liliana Colanzi.
A ella le cayó mal desde que él la dejara plantada a última hora para un trabajo de grupo durante
el primer año de la universidad. Estoy enfermo, dijo él por teléfono con el tono de voz neutro de quien
no reclama simpatía, y ella ofreció hacerse cargo del trabajo. Esa noche, mientras ella regresaba a casa
en el auto de su madre –el trabajo hecho y cuidadosamente copiado en un flash memory–, lo vio
caminando por la calle de un mercado junto a una chica gótica, las manos en los bolsillos y la mirada
fija en algún punto en la distancia. La chica le pareció un vampiro con zancos que movía agitadamente
las manos mientras hablaba; él, en cambio, se limitaba a asentir, la cabeza un poco inclinada,
avanzando hacia la oscuridad de la calle.
La escena la tomó por sorpresa. Se quedó paralizada en medio del tráfico, demasiado aturdida
como para decidirse a avanzar o llamar al chico por la ventanilla del auto. Más tarde, mientras cenaba
con su madre, regresó una y otra vez a la misma imagen, a la expresión atenta de él y a la chica vestida
de negro, semejante a una urraca o una viuda. Sintió náuseas.
Estás rara, le dijo su madre, escrutándola por encima del plato de ravioles. Algo has hecho.
Simplemente estoy cansada.
¿Es un hombre?, insistió la madre, y la chica negó con la cabeza y se puso colorada. La madre
acostumbraba a revisar el kilometraje del auto cada día para asegurarse de que no se fuera a otra parte
en las horas en que debía estar en la universidad.
La madre prosiguió:
El Enemigo viene disfrazado de ángel, pero su verdadero rostro es terrible. No te olvides nunca de
que llevas su marca en la frente. Él conoce tu nombre y escucha tu llamado.
La madre hizo la señal de la cruz y la chica se atragantó con un raviol. Hipó.
Muéstrame las manos, ordenó la madre.
Mamá, protestó nerviosamente, pero la madre insistió. La chica colocó con reticencia las manos
pecosas, de uñas mordisqueadas, sobre el mantel a cuadros. La madre las inspeccionó y, con un gesto
rápido, se las llevó a la nariz.
Basta, gritó la chica, desasiéndose, y corrió a su habitación. Echó el cerrojo a la puerta y se tiró de
bruces en la cama, donde sus muñecas –regalos de su madre que no se atrevía a arrojar a la basura– la
observaban con sus implacables ojos de vidrio. Todavía la abrumaba el peso de la traición del chico.
Cuando el profesor explicó días atrás que los trabajos se realizarían en grupo, ella se acercó de
inmediato a él: lo había escogido. Era la primera vez en su vida que tomaba la iniciativa. Al pensar en
lo que había arriesgado mintiéndole a su madre para poder reunirse con él, en lo comprensiva que se
había mostrado ante su enfermedad ficticia, en el tiempo que le había tomado hacer la parte del trabajo
que le correspondía a él, en el maquillaje estridente de la chica gótica, algo en ella se agitaba como
ante la presencia de una víbora. El mundo, de pronto, era un lugar hostil. Quería graduarse con honores,
de manera que pudiera postular a un doctorado en el extranjero y así alejarse para siempre de la estricta
vigilancia de su madre, de su Ojo que lo abarcaba todo. La mentira del chico era una afrenta personal,
un atentado contra el futuro que había diseñado para sí misma, contra su idea de la felicidad y del
mundo, y de pronto se sintió impotente y estafada y a punto de llorar.
Corrió al baño, montó el pie sobre el inodoro y se levantó la falda. Tomó la navaja y, sin un solo
suspiro, se hizo un corte transversal en el muslo, donde desvanecían algunas cicatrices antiguas. Luego
se dio tres, cuatro, cinco cachetadas veloces, hasta que el espejo del baño le devolvió la imagen de sus
mejillas encendidas. Entonces se acomodó el cabello detrás de la oreja, se limpió la sangre del muslo

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con un pedazo de papel higiénico que tiró al inodoro y luego volvió a la cama, donde permaneció
leyendo El maravilloso secreto de las almas del purgatorio, de Maria Simma, hasta quedarse dormida.
Al día siguiente llegó a la universidad con el trabajo impreso. Había borrado el nombre del chico.
Anticipaba su reacción cuando se enterara de las consecuencias de su mentira: el trabajo final era
decisivo para aprobar la materia. Lo imaginaba confundido al verse descubierto, tartamudeando
excusas para finalmente rendirse ante la evidencia de su engaño. Dejaría que le rogase un poco antes
de volver a escribir su nombre en la carátula en un último gesto magnánimo, para enseñarle que ella
sabía perdonar. Solo entonces el orden de las cosas sería restablecido. Sin embargo el chico no llegó
jamás a clases y ella entregó el trabajo sin su nombre, y no supo más de él ni intentó acercarse nunca
más a nadie.
Por entonces la madre había comenzado a olisquear la ropa interior de la chica a sus espaldas, e
insistía en dejarla en la puerta de la universidad y en pasar a buscarla todos los días, a pesar de que se
trataba de una precaución inútil. Mi madre tiene razón, pensaba la chica. Llevo una marca que me
separa del resto como el fuego. No había forma de borrar la marca, de disimularla. Así que se empeñó
ciegamente en conseguir notas perfectas, hasta que una profesora la llamó un día a su oficina y le
informó que no le daría la nota máxima aunque hubiera cumplido con todas las tareas.
Usted, señorita, lo que tiene que hacer es aprender a desobedecer, le dijo, mirándola con
impaciencia. O mejor dicho, aprender a pensar por usted misma, que no es lo mismo que memorizar.
La chica –que amaba y temía a la profesora– se ruborizó violentamente, apretó la mochila contra
el pecho y no dijo nada. A la profesora le exasperaba la docilidad casi inhumana de la chica; quería
hacerle ver que la suya era una actitud antiintelectual, contraria al espíritu de indagación de la
universidad. Ahora que la tenía enfrente se daba cuenta de que sus argumentos se desbarrancaban ante
el mutismo de la chica. Su fragilidad –¿o era acaso esa fragilidad otro tipo de voluntad, una voluntad
alienígena que se le escapaba?– le causaba repulsión.
Usted confunde inteligencia con memoria, repitió la profesora.
La chica no levantó los ojos. Un temblor imperceptible le cruzó los labios. La luz de la tarde hizo
resplandecer las partículas suspendidas en el aire.
Eso era lo que tenía que decirle, dijo la profesora, ya del todo convencida de la inutilidad del
encuentro.
La chica murmuró una disculpa y corrió a encerrarse en uno de los baños de la universidad. Las
paredes estaban cubiertas de garabatos superpuestos: Puta la que lee esto viva el pichi Yeni ve visiones
FEMEN viva el MAS mujeres libres, lindas y locas TE VOY A MATAR PUTA DESGRACIADA. El
corazón le golpeaba enloquecido. Se inclinó sobre la tapa rota del inodoro y empujó dos dedos hasta
el fondo de su garganta. La comida del almuerzo salió casi sin esfuerzo, convertida en una papilla
amarillenta. Utilizó los dedos hasta escupir un líquido amargo que le incendió la garganta, pero el
alivio tardaba en llegar. Desde el inodoro, emergiendo en medio de una burbuja de vómito, vio aparecer
al Ojo. Carecía de párpado; sin embargo, la chica reconoció en el iris azul oscuro la mirada –¿burlona?
¿amenazante?– de su madre. El Ojo –¿era posible?– sonreía. Largó la cadena. Un chorro de agua se
llevó al Ojo y a los restos de la masa amarillenta. Antes de salir del baño, la chica miró varias veces
por encima del hombro para cerciorarse de que el Ojo no volviera a aparecer flotando desde las
cañerías.
A partir de ese día agudizó todos los sentidos. Esperaba aquello que iba a suceder, porque algo
estaba claramente a punto de suceder: debía ser importante para haber despertado al Ojo. El Ojo –así
lo había entendido– era la señal. Por eso no sufrió ni se tajeó los muslos cuando la profesora le dio una
nota mediocre por el trabajo final –con un solo comentario: «¡Piense!»– ni se inquietó al descubrir a

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su madre cada vez más absorta en el bordado del camisón que quería llevar puesto al momento de su
muerte. Su madre, no tuvo dudas, también esperaba.
Faltaban pocos días para la Navidad cuando se encontró con el chico en una calle del centro. Ella
caminaba mirando la nieve artificial de las vitrinas cuando chocaron de frente. Él la saludó como si
nunca hubieran dejado de verse en todos esos meses. Durante ese tiempo, notó ella, la cara de él había
perdido la redondez de la infancia. Era una cara hermosa, afilada y distante. La cara de alguien que
aún no es del todo adulto pero que nunca ha sido un niño. Ella cruzó la mano instintivamente sobre su
cartera. Él dijo que iba al cine, ella no se sorprendió cuando la invitó a acompañarlo. Pensó en su madre
esperándola en la casa, observando a intervalos cada vez más breves el reloj de la cocina mientras
bordaba el camisón a velocidad alucinada, pero ya sus pasos iban tras los del chico. Durante el camino
se dijeron poco. Ella le preguntó tímidamente por qué había abandonado la universidad. Él contestó
que la universidad lo aburría y que ahora tenía una banda de rock. A esto ella no tenía mucho qué
agregar; por suerte el chico caminaba con los oídos cubiertos por los audífonos de su iPod. En la
taquilla del cine cada uno pagó su propia entrada. Era la función de la tarde y una pareja de niños se
entretenía arrojando pipocas al aire varias filas más adelante. Apenas se apagaron las luces y las letras
ensangrentadas anunciaron el nombre de la película, los dedos de él se cerraron sobre su muslo.
Tú eres aquel que viene y toma, pensó ella, y un espasmo le recorrió la espalda con la intensidad
de un relámpago. En la pantalla un enorme monstruo verde se deslizaba en medio de una selva
tenebrosa. Se estremeció. El Ojo acababa de brotar de entre el follaje de los árboles y ahora se dirigía
flotando hacia ella; se detuvo a pocos centímetros de su butaca, brillando acusador en la oscuridad.
Procuró espantarlo cerrando los ojos. Llevas la marca de tu origen en la frente, le susurró la voz de su
madre al oído. Pero la lengua del chico le hacía cosquillas en la oreja. Pequeño cordero en la colina,
rezó, corre lo más rápido que puedas, tu vida ni siquiera empieza, ni siquiera ha empezado. El chico le
succionó los dedos de la mano, uno a uno, mientras sus propios dedos buscaban el camino hacia la
boca de ella y en la pantalla una mujer aullaba, arrollada bajo una cosechadora mecánica que avanzaba
enloquecida. Las tripas de la mujer salieron volando a un costado. La chica soltó un suspiro y mordió
a ciegas las yemas de esos dedos que hurgaban en su boca. Yahvé Dios hizo llover sobre Sodoma y
Gomorra azufre y fuego, chilló enfurecida la voz de la madre, y las butacas del cine se elevaron unos
centímetros por encima del suelo. Los niños de la fila de adelante gritaron de placer. El chico se abrió
la bragueta, y sosteniendo a la chica por el cuello, forzó su cabeza sobre su verga. La chica empezó a
lamer, a chupar, a ahogarse con los pelos de él, que la sostenía por la nuca y los cabellos sin delicadeza
alguna, y entonces ella fue tocada por el rayo de la gracia como un haz cegador de luz que la inundaba.
Era como si hubiera perdido su vida para reencontrarla en la sala del cine, y entendió que había sido
traída al mundo para ese momento, y que todo lo que había sucedido hasta entonces no era otra cosa
que una preparación para ese encuentro, para el momento de una revelación que la superaba y ante la
cual se rendía por completo, como ante la corriente de un río bajo el sol del mediodía. Era el chico
quien la había elegido. El chico había esperado desde el principio de los tiempos el momento en que,
a través de ella, echaría a andar los motores de la gran destrucción. El chico era el Enemigo del que
siempre le había hablado su madre, pensó, maravillada, y su propia vocación –ahora lo sabía–había
sido la de abrir las compuertas del vacío. ¡Qué destino el suyo, el de propiciar la llegada de la noche
de los tiempos!
¿Estás bien?, murmuró el chico, algo molesto, subiéndose la cremallera del pantalón, pero a ella–
la cabeza aún apoyada en su entrepierna– ya no la alcanzaban las palabras. El Ojo había desaparecido
y la chica podía sentir en sus huesos el crepitar de las primeras bolas de fuego que se dirigían hacia la
Tierra. Había empezado.

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“LAS BALLENAS GRISES”

"Dedicado a mis dos matrimonios literarios:


A Alma Rivera, por prestarme sus hombros para secar lágrimas.
A Emilio del Carril, por sus besos en la nuca.

Finalmente, a la musa que siempre ha de ser musa,


Mamota, idolatrada a perpetuidad por esta cielonga de amor."

¿Cómo se vive después de algo así? ¿Después de la opresión atravesándote el pecho?


¿Vuelve a latir el corazón igual? ¿Se puede respirar con semejante perturbación sobre
las sienes?
Camino sobre cubierta con los ojos mojados. Alzo la mirada hacia las velas izadas.
Regreso al timón y le doy una vuelta leve. Vamos decididos, mi barco y yo, hacia el
nuevo destino. No puedo quedarme impávido, de brazos cruzados. No soy culpable.
Voy a protestar. Voy a renegar y a negarlo. Ante aquella acusación, el silencio me tragó
antes de yo engullirlo. Aún así, no pude abrir la boca en ese momento, pero hoy, ahora,
voy a confrontarlo.
El agua parece una plataforma de destellos grises que quiere tragarse el horizonte. Los
bultos, como los de un terciopelo mustio, desabrido, se abren y cierran, se agrandan y se
achican, saltan y se sumergen. No tienen dientes, pero me muestran las barbas que les
guindan de la boca, las barbas cremas que les cuelgan de cada labio. Devoran las
profundidades. ¿Devoran mis recuerdos? ¿Se han tragado mis memorias como lo hacen
con el fondo marino, absorbiendo sedimentos y crustáceos, separando los pedazos del
resto con sus filamentos?
La impresión que recibo al acercarme a una ballena dormida es, sobre todo, de
inmensidad. Es como si cada ojo de ballena arrinconara un universo. Miras el ojo, la
esfera, y uno se pregunta si dentro de cada córnea puede hallar una dimensión distinta.
Enormidad, soledad de espacios, de carnes, de piel dura grisácea. Su presencia es
abrumadora, apabullante. Te inspira una tristeza irremediable que no se extingue, como
la propia especie. Hoy las ballenas lloran conmigo.

-Mi hija viene a visitarme.- voy recogiendo el ancla y me volteo para esperar la reacción
de Ambrosio ante la noticia. Él se pone feliz. No la conoce, pero está loco por
conocerla, o al menos así me ha dicho siempre. Quiero a Ambrosio como a un hijo y
cada vez que puedo le hablo de mi Viveca. A veces le muestro algunas fotos de ella, de
cuando estaba en la escuela o de cuando era chiquita y me ayudaba en el pequeño
negocio de pesca que teníamos. Era linda la niña. Parecía un palillo de dientes,
flaquísima, pero siempre linda. También le muestro la única foto que me envió de
cuando se fue a estudiar biología marina a la universidad. En ella se veía más ancha,
más grandota, todavía hermosa. Hizo su internado por varias islas del Caribe. Llegó a
viajar a España también y después regresó a México a hacer un trabajo con la UNAM.
Todo eso me lo contó en la única carta que alguna vez me escribiera. Desde hace mucho
no nos vemos. En estos días me acaba de enviar un telegrama. “Iré a visitarte. Viveca”,
decía. Pienso en volver a verla y un mariposeo se me atraganta en el estómago. Quisiera
recordar más cosas de cuando era pequeña. El salitre me lo hace imposible.

“En momentos como este, el ser humano percibe que se aproxima a una criatura que
sobrepasa su comprensión, a una presencia misteriosa encarnada en un increíble cilindro
negro.” Terminé de leer la cita. Viveca miró hacia arriba, recostada de la baranda de la
lancha, los ojos saltones, dos colas de cabello rubicundo a cada lado de su cabeza, la
falda de querubines cuadriculados. Menudita era mi Viveca.
-Jacques Yves Cousteau, el oceanógrafo.- dijo. Sonreí orgulloso y cerré el libro
asintiendo. Mi hija cada vez memorizaba mejor. Incluso mejor que yo. Esa mañana,
luego de creerme listo para la travesía, había dejado olvidado el atuendo de buceo en
alguna parte de la cabaña. No recuerdo exactamente en dónde. Ella, sin embargo, a sus
siete años de edad, puede grabar en su memoria citas como aquella y hasta más
extensas. Ha traído sobre los hombros, sin que yo se lo recordara, su mochila con la
toalla, el bañador, la boquilla de buceo y los anteojos para sumergirse. Esa tarde, por
primera vez, hemos divisado al cetáceo.
Después de ello, muy periódicamente, continuamos viéndolos en nuestras travesías. Las
relucientes aguas de la bahía Magdalena nos regalaron muchos y hermosos vistazos del
impresionante animal. Me volví guía. Comencé a traer grupos de personas, cada vez
mayores, para que vieran a aquel fenómeno marino que era del mismo grande de un
autobús. Aquellas masas colosales no se asustaban, todo lo contrario. Parecían disfrutar
de la compañía. Nos observaban curiosas a medida que salían a la superficie para
respirar, cada tres o cinco minutos. En principio cabíamos todos a bordo de una pequeña
lancha que fui reparando de a poco con mis propias manos. Luego, con el cobro del
espectáculo natural que nos obsequiaban las ballenas y que yo colectaba gustoso, pude
hacerme de una embarcación un poco más grande.
Me convertí en guía porque mucha gente anhelaba observar a esas maravillosas
criaturas. Todos los años emigraban a las lagunas de Baja California para aparearse y
parir. Pocos marinos y pescadores se atrevieron a hacerles frente. Las razones eran
diversas. Muchos dependían de la pesca para subsistir y no deseaban invertir en un
proyecto nuevo que quizás no diera resultado. ¿Qué saben los pescadores de ser guías
turísticos? ¿Qué saben los marineros de dirigirse a las gentes, de hablarles, de
explicarles sobre la vida marina de ciertas especies? Dedicarse a lanzar sus redes y
llevar comida a la boca de sus familias, los alejaba de algunos retos como aquel. Yo
mismo pensaba igual a ellos por un tiempo. Trabajar duro para mantener a los de uno,
era el lema. Pero las bocas que alimentar fueron disminuyendo en mi círculo
consanguíneo. Una fiebre extraña cobró las vidas de mi mujer y mis dos hijos varones.
Quedamos solos la chiquita y yo. En un rapto de intensa tristeza quise cambiar mi
rutina, para no acordarme de mis fallecidos. Las pérdidas son demasiado grises, mucho
más grises que las ballenas dormidas. Creo, y ahora que lo pienso lo creo con más
vehemencia, que fue ahí cuando mi mente empezó a borrar memorias.

Viveca llegó y trajo consigo un aire de corales y algas saladas. Creo estar casi seguro
que Ambrosio ha quedado impactado con su belleza. Está alta y redondeada. Posee unas
libritas de más que no le vienen mal y que para nada han logrado que Ambrosio deje de
mirarla a todas horas. Va a quedarse con nosotros diez días, que es el tiempo que le
toma al transportista de la ciudad regresar con su camioncito lleno de turistas. Se ha
registrado en una cabaña de los alrededores y promete visitarme a la casa todas las
veces que pueda. Entre vacacionar y visitar a su vejete padre, desea tomar fotos de las
ballenas y redactar o escribir algo así como un ensayo de biología marina, de la materia
esa que estudió en la universidad.

Apago el motor, y nos acercamos remando sigilosamente. Estamos hoy en la lancha


pequeña. Las ballenas parecen ajenas por completo a nuestros movimientos. Ya están
acostumbradas. Podemos observar la ceremonia de cortejo. Chapaletean, giran sobre sí
mismas, arrojan sus chorros, se zambullen. Hacen ostentación de la aleta caudal. Viveca
nos cuenta que esas sumergidas tan sincronizadas se llaman “salidas de
reconocimiento”. Asoman la cabeza fuera del agua y avistan los alrededores.

-Debe conocerte, Francisco, -me dice, y aún me pregunto por qué Viveca ha decidido no
llamarme “papá”.- Las ballenas dormidas tienen buena memoria.

Las envidio. Quisiera poder recordar más cosas sobre la madre de Viveca y sobre mis
dos niños que ya no están. Ambrosio asiente, pensativo. Me sonríe y luego mira a
Viveca. Me da pena aceptarlo, pero ella lo ha ignorado por completo desde que llegó.
-En el siglo diecinueve se sometió a estos animales a una caza tan encarnizada que casi
quedaron exterminados en el Pacífico oriental.
-¿Cómo han llegado hasta acá de tan lejos?-pregunta Ambrosio, más para dejar de
sentirse invisible ante Viveca que por cualquier otra cosa. Ella se levanta de hombros,
me mira y me pide que por favor, le preste un abrigo porque tiene frío. Bajo a la cabina
y se lo traigo.
-Gracias, Francisco.-me dice, y vuelvo a sentirme igual de raro, de incómodo, hasta de
receloso. Pero no se lo digo. No se lo digo.
-Por el calorcito. Y por comida. Llegan hasta acá de tan lejos por comida. Se dan un
banquete de pequeños crustáceos en el Pacífico, y luego siguen buscando alimento hasta
llegar a estas lagunas. Les toma de dos a tres meses llegar. En el trayecto pierden buena
parte de su peso. En ese período dependen casi exclusivamente de su reserva de grasa.
En el cuarenta y siete se le otorgó protección total por la Comisión Ballenera
Internacional, y en años recientes, el gobierno mexicano ha establecido para ellas
santuarios y reservas. En la actualidad la ballena gris ya no se considera especie
amenazada.
-Sabemos que las hembras preñadas son las primeras en arribar a las lagunas, y aquí
paren a los ballenatos.-Ambrosio aprovecha el repentino ataque de atención- Nacen de
cola, los hemos visto. Asisten en cada parto otras dos hembras; les decimos las tías.
-Sí, actúan de comadronas, Viveca. Es de lo más simpático todo el asunto. –le digo yo.
-Francisco, ¿cómo se llama aquel ballenato que nació el día de tu cumpleaños? ¿Te
acuerdas? Le pusimos nombre…-Ambrosio me lo pregunta luego de dar una risotada.
Trato de recordarlo, pero no lo logro. Se me hace imposible.

Les cuento a mi grupo de turistas que, aunque está prohibido situarse a menos de treinta
metros de estos cetáceos, a veces las madres ballenas, dominadas por la curiosidad, se
dirigen con sus crías hasta las lanchas e incluso se dejan tocar. Ellos gritan emocionados
cuando se dan cuenta que mi comentario es más una advertencia que otra cosa, porque
ya se ha acercado una de las ballenas y saca su ojo por encima del agua y nos rocía con
su pequeña ducha salada. Exhibe unas manchas blancas en la piel, ocasionadas por las
bellotas de mar y otros parásitos. La escuchamos respirar y gustosamente volvemos a
dejarnos mojar por su chorro. Ambrosio se coloca un letrero muy atractivo, en colores
brillantes, que anuncia un precio bastante módico para aquellos valientes que deseen
palpar la piel de la ballena.

-Los cetáceos permanecen en las lagunas dos o tres meses, de enero a mediados de
marzo. Aprovechen ahora para tocarlos.-intenta convencer Ambrosio- Ya casi se nos
acaba la temporada.

Los turistas corren y hacen una fila larguísima en cubierta. Todos van a pagar por aquel
recuerdo tan único. Como Viveca hoy viaja con nosotros, la miro. Está del otro lado,
parada cerca del timón. Estudio su perfil. Una de las velas posee el mismo color que sus
ojos. Está triste. Me le acerco un tanto dubitativo.
-Mañana es el décimo día, hija. ¿Te vas con el transportista? ¿Te regresas?
-No. Voy a quedarme otros diez días más.
Me pongo feliz.
-¡Que bueno! Así podemos pasar más tiempo juntos.
Ella me mira de frente. Sin rodeos, desafiante. Su mirada es gélida. La comisura de sus
labios se aprieta de un modo extraño.
-Tenemos que hablar, Francisco. Por eso voy a quedarme.

Puede ser posible. ¿Puede ser? No reacciono. Mi intención es tratar de entenderla, pero
no lo consigo. Ella me cuenta, me habla, me confiesa un mar de palabras sin fondo. Me
exige.

-¿Cómo no puedes acordarte? He pasado el resto de mi vida odiándote, olvidándote,


brincando de crisis nerviosa en crisis nerviosa. Mira mis uñas, comidas, masticadas
hasta la mitad del dedo. Casi no poseo uñas, casi no duermo. Nunca he soñado después
de lo que me hiciste. Siempre he tenido pesadillas. Sueño que regresas y vuelves a
hacerme lo mismo. ¿Cómo puedes decirme ahora que no lo recuerdas? ¿He estado
internada en hospitales mentales, posponiendo mis estudios, afectándome en las notas,
para que tú me digas hoy que no te acuerdas de lo que me hiciste? He venido hasta acá
intentando superar mis fantasmas. He venido a verte a petición de mi siquiatra. ¿Y eso
es todo lo que puedes decirme? ¿Qué no lo recuerdas?

¿Cómo explicarle? ¿Cómo se vive después de esta opresión atravesándote el pecho?


¿Vuelve a latir el corazón igual, luego de lo que te han dicho, luego de lo que te has
enterado? ¿Me estoy enterando? ¿Se puede volver a respirar con semejante perturbación
sobre las sienes?

Camino sobre cubierta con los ojos llenos de lágrimas. Alzo la mirada hacia las velas
izadas. Regreso al timón y le doy una vuelta leve. Vamos decididos, mi barco y yo. Voy
a apuntar con el dedo a Viveca. Voy a gritarle. No puedo quedarme impávido. No soy
culpable de lo que se me acusa. Voy a protestar. Voy a renegar y a negarlo.

Olvido que la acusación no ha sido hecha hoy. Fue hace años. Olvido que Viveca ya no
está para confrontarla, que de Ambrosio ya no sé hace siglos, que ya no soy guía de
nadie. Olvido que mi hija no pudo aguantar el dolor de vivir con algo tan fuerte. Olvido
su rostro sin vida, sus venas rotas, el charco escarlata sobre cubierta, las velas
manchadas y las ballenas olisqueando fluidos raros. Olvido sus gritos nocturnos, sus
piernas de batalladora, sus bofetadas mientras empuja. Las pérdidas son demasiado
grises, mucho más grises que las ballenas dormidas. Lo olvido todo porque en el fondo,
duele y recuerdo demasiado.
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