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Octave Mannoni
Sergio Rocchietti
Las reglas técnicas propuestas, volvían a decir que el analista no debe dejarse
desalojar de su situación profesional, ni tener en cuenta que es su persona la que
está en juego. Esta frase traducida al inglés -lengua en la cual "profesional" tiene
un sentido ético y alude al juramento Hipocrático- no tendría el mismo alcance. No
se trata sólo de respetar la moral, sino también de resolver la dificultad por los
medios de la técnica psicoanalítica. La situación es "embarazosa", técnica y
moralmente, pero es "difícil" desde otro punto de vista: el de la teoría, cuando se
trata de dar cuenta de ella.
Existe una relación entre estas dos cuestiones. Quizás son -de modo
probablemente inesperado para el lector- las cuestiones "técnicas" las que nos
introducen en una búsqueda "teórica". El pretender deducir las reglas técnicas de
postulados teóricos, sería una actitud "pedagógica" (para no decir pedante) que
debería inspirarnos desconfianza. Podría demostrarse, aunque ello no ocurra
siempre de modo conciente y sistemático, ni siquiera confesado, que es así como
Freud enunciaba y perfeccionaba sus postulados teóricos. Ya se vio cómo se
trastornó su teoría cuando el pequeño Hans le demostró que había olvidado su
análisis (1). La razón por la cual él no lo dijo tiene sumo interés: no quería que sus
alumnos se pusieran a "teorizar" a su modo.
La situación sólo puede parecerle desconcertante: ¿qué puede haber -se dirá él-
de más "positivo" que un amor de transferencia? ¿No es que por amor a él, su
paciente debería hacer un buen análisis, mostrándose dócil y cooperando?
Evidentemente, las cosas no pasan así y Freud ha concluido a partir de ello, que
el amor de transferencia es entonces una resistencia. Esto no constituye,
enteramente, el comienzo de una explicación teórica, pues ese juicio se funda
sobre una regla "técnica", por otra parte algo dictatorial, y que más parece
advertencia que esclarecimiento. Esta regla, bien conocida, expresa que todo lo
que traba el "tratamiento" debe ser considerado como una resistencia. La palabra
resistencia conserva allí, aproximadamente, el sentido que tenía desde las
primeras experiencias de hipnosis, y no es exactamente el mismo que tiene en la
metapsicología... Sin resistencia no habría psicoanálisis, ni sueño, ni transferencia,
ni neurosis, etc. Siendo así, no será la metapsicología clásica la que nos explicará
porqué el amor, de transferencia es un obstáculo al análisis...
Planteado eso, era inevitable que el amor de transferencia cuestionara la teoría, y
de ese plano no podemos evadirnos con la sola idea de resistencia.
De tal modo, el analista que invocara la situación analítica como algo real y
hablara del amor de su paciente como algo ilusorio, no tendría mucha autoridad,
precisamente en el momento en que él creería ejercerla. Estamos siempre en la
técnica, seguramente, pero salpimentada ahora con un poco de teoría. 0 bien,
exprimiendo bien la técnica, extraemos algunas gotas de teoría. Esto no es nuevo
y no pretendo ningún descubrimiento. Lo que hay de nuevo es que confronto ideas
que se habían clasificado demasiado bien. Esto no es nuevo, en tanto Freud -sin
hacer la confrontación- ya lo dijo. Y desde hace mucho tiempo: el 23 de enero de
1907. Por otra parte se apoyó en Kraft-Ebbing. Aquél día se hablaba, en la
Sociedad vienesa, de los perversos que nunca pasan al acto (hasta aquí pura
categoría nosográfica pero, después de todo, quisiera saber si su caso no es, un
poco, el de todo el mundo). "Es necesario, explica Freud, que haya suspensión de
la realidad, como en el teatro". Es de allí de donde Freud ha extraído, con su estilo
peculiar, el "terreno donde se juega la transferencia" (en el Hombre de las Ratas) y
más tarde, al retomarlo en dos oportunidades, las concesiones o las reservas que
el principio de realidad está constreñido a dejar al principio del placer: y esto es lo
que se llama la fantasía. El terreno donde se juega la transferencia, o en un
sentido la realidad, ya no cuenta y no tiene ya su lugar; ¿qué es esto? Y bien,
evidentemente, el espacio analítico, simplemente. No el consultorio de la
Berggasse que es bien real, sino el estatuto que recibe, como espacio de palabra.
(Es Winnicott quien mejor ha seguido a Freud en ese terreno).
Hay más cosas que encontrar en Freud que el tomar sólo su metapsicología,
cuando se la separa del conjunto. Pero eso ya lo sabemos.
En su artículo sobre el Übertragünsliebe, Freud está un poco molesto en tanto
emprende la tarea de defender una moral profesional contra la moral corriente:
teme que se sospeche que los analistas faltarían a las buenas costumbres y
quisiera que el análisis se procurara así, eso que entonces aún no se llamaba una
buena imagen de marca. El no puede decir -eso se dirá después de él, pues todo
se degrada y corrompe- que el amor de transferencia es una ilusión o un sueño
creado o no por el análisis. Se cuida de ello, no porque la situación analítica no lo
sea en la ocasión -hasta por el hecho de que el tratar acerca de ello esté excluido,
lo cual, para el paciente puede ser un desafío a recoger y una suerte de
provocación- sino que, a sus ojos, la cuestión es, precisamente la de lo real, y lo
deja vislumbrar en tanto llegará hasta a tener en cuenta condiciones en la realidad
y a decir que, si el analista y su paciente son los dos libres, y de condición y edad
que correspondan, no existe mayor inconveniente en que celebren justas nupcias.
En ese punto es necesario que uno se saque el sombrero, no por su indulgencia,
que no apruebo -diré por qué- sino porque no comete ningún error teórico: el amor
de transferencia, es el amor. Simplemente, a destiempo. Como para una
comulgante el enamorarse de un cura misógino. Pero si es un catequista que no
ha pronunciado los votos y es bastante joven, ¿por qué no?
Generalmente, las revistas anglo-sajonas exigen que los artículos que publican
estén seguidos de un resumen. A menudo son resúmenes enumerativos, que
recapitulan, que sirven para alimentar los ficheros por materias en las bibliotecas.
Si aquí quisiera agregar algo no sería un sumario, sino precisiones que no han
tenido suficiente espacio. He defendido, desde los años sesenta, una definición de
lo imaginario que hacía de él una suerte de alucinación negada. Partí de una
declaración de Schreber: "Yo soy -dice aproximadamente un incomprendido y
renuncio a hacerme comprender, porque sé que las personas en buen estado de
salud tienen en su espíritu una barrera que les impide, totalmente, tener acceso a
las verdades que yo alcanzo". Freud no tuvo que hacer demasiados esfuerzos
para franquear esta barrera, pues ella consiste, simplemente, en mantener a lo
imaginario fuera de la realidad. Las "Memorias" de Schreber son "imaginarias"
para Freud; para Schreber, describen la realidad; para el lector ordinario, son
fantásticas. He aplicado aquí estos criterios al problema del amor de transferencia
-que no es de ningún modo delirante, sino en la medida en que todo amor lo es un
poco.
Notas:
(2) Esto plantea una cuestión delicada, banal, pero que no está tratada en ninguna
parte. Es "natural" que todo síntoma se remita a lo imaginario -aunque se constate
que tanto la alucinación o la repetición, y muchos otros síntomas, no se dejan
reducir a él. No es sorprendente que, un psiquiatra, ante un paciente alucinado,
imagine sus alucinaciones. Pero quien alucina no imagina. Tengo la impresión que
la imaginación nos hace escapar de los síntomas, y los hace difíciles de
comprender. Volver al texto
Selección: S.R.
Los destacados en el texto son del autor. El artículo: "El amor de transferencia y lo
real" forma parte del libro "Ça n' empeche pas d' exister", Ed. Du Seuil, París,
Francia, 1982. Aparecido en castellano en "Carpeta de Psicoanálisis 2", ed. Letra
Viva, Bs. As., Argentina, 1985.
Federico Aberastury
I. La teoría.
Faltaban aún diez años para el comienzo del siglo, cuando el joven Freud
publicaba en un manual de divulgación médica su artículo sobre Psicoterapias
considerado actualmente, si es pertinente la distinción, como "pre-psicoanalítico".
¿Por qué darle tanto privilegio al afecto? Como si gracias a él hubiese un acceso
directo y auténtico a lo verdadero. En realidad ellos remiten, mas bien, desde el
punto de vista de la experiencia analítica a la rúbrica de lo que engaña excepto la
angustia, para la cual Lacan reserva la cualidad de lo que no engaña.
En "A propósito de los afectos", Jacques Alain Miller precisa esta dirección del
pensamiento de Lacan para acotar enseguida, que, en su enseñanza, en el
psicoanálisis, el afecto que interesa no es verdadero de entrada, sino que se trata
de hacerlo verdadero ("Verificar el afecto"). Señala también que Lacan no empuja
el afecto hacia la emoción, ni considera a ésta como su nódulo. Mas bien las
distingue y empuja en cambio el afecto hacia la pasión, precisamente, dice, la
pasión del alma. Orientación ésta que considera decisiva.
En tanto Freud, aunque pesimista, se ubica del lado de la razón atea y de los
productos culturales. Apuesta a la sublimación como opción ante la neurosis y
edifica su profesión imposible.
Ana es mi paciente desde hace ya muchos años. Una repetición que tomaba la
forma de una neurosis de destino había marcado su relación con los hombres. A
poco de comenzar su análisis suspendió el mismo para casarse y comenzar su
vida de casada en una provincia del norte. En esas condiciones es abandonada
por su novio la víspera de su boda, casi sin explicaciones, habiendo ella cortado
todos sus vínculos profesionales y dejado su vivienda en la capital. Lo imprevisto
tuvo el efecto de una neurosis traumática. La necesidad de irse a cualquier lugar
se impuso casi compulsivamente ante lo inconmensurable de la angustia.
Decidió aceptar un empleo en el Sur y no tuve noticias de ella durante casi un año.
Cuando regresó retomó sus contactos profesionales y también su análisis.
De ahí en más ser abandonada e intentar retener sufrientemente, y sin éxito, a los
sucesivos hombres que se presentaban a su relación amorosa eran las
coordenadas de su martirio, que se complementaba por el ser maltratada y
humillada, cuando no estafada, por sus eventuales objetos de enamoramiento. La
"curiosidad" de que ella se desinteresara y maltratara a otros candidatos que se
caracterizaran por "quererla bien" completaban el cuadro.
Solo su frigidez y sus dudas sobre ser objeto de "uso" por Pablo ensombrecían su
momentánea felicidad. Hasta que una actitud de Pablo cae sobre ella como un
rayo en un día de sol. Su ex mujer lo llama y las reacciones de Pablo le hacen
sospechar un abandono, aunque éste jura que nada quiere saber con su ex mujer,
que por otra parte lo había dejado por otro. Es allí donde Ana queda embarazada,
a pesar de las precauciones que ambos tomaban. Pablo reacciona agresivamente
y la acusa de haber quedado embarazada para retenerlo. Y es ahí donde, para
Ana, se convierte en causa primera el tener ese hijo.
Ella que nunca había pensado en la maternidad, sustituye el deseo por el hombre,
por un "ahora o nunca" en relación con ese hijo, dejando de esperar vanamente el
amoroso reconocimiento de un hombre. Pablo amenaza, "el embarazo o yo", y ella
elige el embarazo. Pablo desaparece de su vida. La amargura ante el abandono y
la decepción frente al hombre se convirtieron en indignación y enojo. Esto es lo
nuevo en Ana.
Nueve meses después nace Pedro. Luego de esto fue la decisión de una lucha
legal por el reconocimiento de la paternidad y por una cuota alimentaria.
Pablo la destrató y la humilló toda vez que intentó comunicarse con él "por las
buenas". Luego desapareció. Durante dos años Ana se dedicó a su hijo, a su
profesión, y a una nueva relación con sus padres y hermana. Guardaba una foto
de Pablo, con barba, y le decía a Pedro: "este es tu padre". Cada vez que Pedro
veía un hombre con barba por la calle gritaba: "¡Papá!". Al año un hombre de
aquellos que "la quieren bien" se acercó a ella y a Pedro, y luego de un tiempo de
relación, con cierto maltrato por parte de ella, fue descartado por ser pobre y sin
ambiciones porque le daba vergüenza presentarlo a sus padres.
Hace seis meses conoce a Rafael e inicia una relación. Se ocupa de Pedro como
si fuera su hijo y ella se siente bien con él, cosa que le extraña de sí.
Prácticamente conviven.
Angustiada y ante la idea de una psicosis es que Ana me pide: "¿Lo podes ver?".
Tomaría en cuenta para armar la escena lo que era motivo de angustia para la
madre. El síntoma somático del niño, la angustia, el llanto y las crisis de
agresividad. Había decidido manejarme con la hipótesis, a revisar durante el curso
de los acontecimientos de que se tratara de una neurosis de angustia apenas
contenida por la inervación somática ante la circunstancia edípica de la castración
de la madre.
Preparé la escena: Dos pescados de madera pintada y un patito más pequeño del
mismo material. Una lata abierta con caramelos, sobre un bout de pie que
habitualmente uso para apoyar mis pies. El diván y un silloncito enfrente del mío.
5) La interpretación en acto.
Mira a Ana buscando sus ojos. Luego se introduce los dedos en la boca y
acercándose lentamente al borde del diván, a los pies de la madre, comienza a
patear muy suavemente y a pisar la base de la lámpara de pie que allí se
encuentra, altemativamente. Luego juega con el nylon que recubre la parte inferior
del diván (a los pies de la madre, allí recostada) de tal manera que mueve el nylon
hacia fuera y luego lo regresa a su lugar, repitiendo este movimiento varias veces.
Luego que esta secuencia se repite lo suficiente para identificarlas como módulos
diferentes y definidos, me incorporo lentamente colocándome detrás de Pedro,
simulando interés exagerado mientras me rasco la cabeza, parpadeando y
realizando un prognatismo, a la manera de un simio. Mientras Pedro me mira con
sorpresa e insinuando cierta mirada divertida, realizo los movimientos de los dos
módulos, en la misma secuencia, simulando alguna torpeza, lo miro parpadeando,
como solicitando aprobación y vuelvo a sentarme en mi sillón.
Pedro me mira con curiosidad, sin ningún disgusto ni temor, y se retira a su lugar,
pero ya mirando de frente a mí y al bout de pie donde están los objetos.
Comencé a hacer girar sobre si mismo al patito, para representar así el pavor
nocturno y el insomnio. Luego el pescado más grande, que representaba a Rafael,
acudía donde estaba el patito y quedaba junto a él, quedando ambos quietos para
representar la calma momentánea. Del otro lado hacia girar al pescado que
representaba a Ana, para representar la angustia de la madre, (y lo que era mi
hipótesis, la castración de la madre, ante la llegada de Rafael y la sexualidad
genital que este traía para ella, agente de la castración de la ecuación madre-hijo-
falo).
Cuando el pescado Rafael acudía al pescado Ana comenzaba el girar del patito, y
cuando este acudía al patito, comenzaba a girar el pescado Ana, y así varias
veces.
Un ruido exterior llamó la atención de Pedro y éste estornudó, dos veces, mientras
me miraba. Tomé entonces una de las tapas de la lata como si fuese la mascarilla
del nebulizador y simulé un ataque de asma con el intento de alivio mediante la
nebulización, alternando esta representación con el girar simultáneo del patito y el
pescado-Ana mientras miraba a Pedro, quien no me sacaba los ojos de encima.
Entonces, dejando los objetos, sobre el bout de pie, me desparramé como
agotado sobre mi sillón, levanté ambos brazos y dije: "¡Bueno, acá dejamos, por
ahora!". Me levanté y me dirigí a la sala de espera invitando al grupo a seguirme.
Dos días después Ana, me llamó para comunicarme que Pedro aceptaba las
nebulizaciones y hablaba de mí llamándome por mi nombre de pila. A los quince
días se había normalizado la totalidad del cuadro sintomático y al mes había
desaparecido todo rastro de trastorno respiratorio. Pedro no comenzó ningún
tratamiento psicoanalítico y no le fue recomendado por mí a la madre, por lo
menos en las circunstancias actuales.
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La lógica de la culpabilidad
¿Pero cuál es esa culpa constitutiva? ¿De qué somos ontológicamente culpables?
Para contestar, adelantaré la hipótesis de una lógica de la culpabilidad, es decir de
una serie de momentos sucesivos que muestran que la culpabilidad se sitúa en el
centro mismo del sufrimiento neurótico. Si el neurótico debiese resumir en una
palabra el malestar, qué le pasa, la insatisfacción que lo acompaña
permanentemente, enunciaría: "No estoy contento con mi suerte cotidiana y sueño
que algún día obtendré una felicidad que será la felicidad absoluta. Ya que no
tengo algo mejor, me contento con sacar el máximo provecho de tal o cual
pequeño goce efímero, en general prohibido. No obstante sigo insatisfecho y lo
que es peor me siento culpable por haber gozado y transgredido la ley. Y así mis
lamentaciones recomienzan una y otra vez". ¡He aquí la ecuación desafortunada
del neurótico!
Dividiré en tres tiempos el proceso lógico que conduce a ese malestar culpable del
neurótico. Cada uno de esos tiempos está marcado por una angustia especifica: el
primero corresponde a la angustia frente al goce absoluto, el segundo tiempo a la
angustia frente al otro externo, y el tercero, finalmente, a la angustia frente al
super yo. Este último tiempo es el de la culpabilidad propiamente dicha. Quiero
decirles que con el objeto de hacer la teoría más dinámica, tomé la opción de
dramatizar conceptos difíciles dando la palabra al sujeto de la enunciación del
neurótico.
He aquí los goces inhumanos hacia los cuales tiende mi deseo: gozar de la más
perfecta relación sexual, gozar de la destrucción más radical del otra ya sea mi
padre, Dios o mi prójimo y gozar , finalmente, del más inalcanzable ideal
narcisista. Pero he aquí que el miedo me invade. Tengo miedo que mi deseo se
acelere y me lleve a realizar verdaderamente esos sueños obtendría entonces una
satisfacción tan desbordante y sentiría una tensión tal, que inevitablemente se
disolvería mi ser. En una palabra: realizar esos hipotéticas goces extremos y
absolutos sería verdaderamente peligroso para nosotros neurótico "sustanciales".
La angustia frente a la fuerza que me empuja hacia ese paraíso infernal, me obliga
a inventar un artificio, una astucia singular que pueda quebrar mi propio impulso.
Este obstáculo se llama el Otro. Invento un Otro que tendrá el poder de censurar
mis deseos y obligarme a renunciar al goce. Por miedo de reencontrar lo absoluto,
invento como recurso, la instalación de una valla que se erige entre el goce
soñado y yo mismo, la figura de un Otro que obstruye el pasaje y me prohibe
realizar el deseo. Gracias a este "sargento" (policia) creado pieza por pieza, logré
reemplazar mi deseo y mi temor de ir, demasiado lejos, por una prohibición que
viene de afuera y a la cual me pliego.
Pero si bien es cierto que mi angustia me aleja de él, en cambio el amor que le
tengo me incita a acercarme y a conservarlo dentro mío. Por tanto, me separo de
él en la realidad, pero la guardo como una parte de mi mismo que tiene por
nombre "Super yo". Así podríamos afirmar que el nacimiento del super yo se
produce no sólo por angustia sino también por amor.
Una vez establecida esta lógica, veamos ahora cuál es ese Otro externo que, una
vez interiorizado, constituye el Super yo. Empleo la expresión "Otro externo" en
singular, pero deberían mejor escribir "Otros externos" pues son cuatro. ¿Quiénes
son ellos? Una mujer deseada y deseante, un hombre deseado, un hombre temido
y odiado y, finalmente, un hombre amado.
La madre deseada como objeto sexual pero también deseante; el padre deseado,
el padre temido y odiado como autoridad; y, finalmente, el padre amado como
ideal; he aquí los cuatro personajes prototípicos del Otro externo. Estos
personajes no son más que simples formas huecas, moldes en los cuales el yo
hace fluir la energía de sus deseos. En esos moldes ustedes pueden alojar el ser
de su elección a condición, bien entendida que él sea deseado, temido, odiado y
amado.
Puede parecer llamativo que, para dar cuenta del origen del Superyo, ponga en
escena cuatro figuras exteriores, y no me detenga en la del padre represor temido
y odiado como uno lo piensa habitualmente. En efecto, yo propongo considerar al
Super yo no sólo bajo los rasgos de un gendarme autoritario y malo, sino
construido como una criatura compuesta por cuatro facetas: la de una madre
deseada, la de un padre igualmente deseado, y hasta perverso, de un padre
terrible y rival y de un padre ideal.
Cada una de estas facetas resulta por lo tanto de la introyección de uno de esos
personajes externos que debí abandonar por angustia y guardar en mi seno por
amor. Pero, ¿por qué razón haberlo abandonado?
El tercer super, yo, "super yo del ideal narcisista", es aquél que tiene como función
exigir la máxima perfección. Está formado por la introyección del padre amado y
admirado como modelo a alcanzar. La conminación implacable ordena al yo:
¡"Esfuérzate! Sé perfecto según la imagen de mí mismo!". La respuesta será otra
vez la impotencia: "Yo no podré jamás llegar a igualar tu imagen".
El cuarto super yo, que yo llamo "super yo sádico", es un tirano que humilla y hace
gozar al yo de su humillación. Este super yo está formado por la introyección de
un padre que no es ni amado, ni odiado o temido, sino de un padre al cual quisiera
ofrecerme pasivamente como objeto de su deseo perverso. El super yo sádico
envilece al yo y con una voz penetrante , lo intima: "Sométete, déjate hacer!" Te
hará sentir y vivir el goce más supremo!". A diferencia de las otras respuestas de
impotencia, el yo aquí se deja, sin embargo, subyugar por el super yo y goza
masoquísticamente de ser humillado, posición que Freud calificó de masoquismo
femenino, femenino no porque se trate de masoquismo de una mujer, sino porque
el varón goza imaginándose siendo una mujer abusada sexualmente por un
hombre, padre perverso.
Ahora, bien, retomemos nuestra pregunta del principio: ¿De qué nos sentimos
culpables? ¿Qué culpa nos abruma? Ante los diferentes super yo que lo exhortan
al goce, el yo es culpable de no realizar su deseo: es una culpa por defecto; ante
el super yo que prohibe y condena, el yo es culpable de transgredir la censura y
realizar parcialmente su deseo: es una culpa por exceso. Doblemente culpable a
las ojos del super yo: por no llevar adelante su deseo y a la inversa, por haberlo
realizado a pesar de la prohibición. Así el yo permanece paralizado y atrapado por
la tenaza de esas dos exigencias antagónicas .
Primer tiempo: corresponde a la angustia frente al peligro del goce absoluto. Esta
angustia conduce al neurótico a buscar un Otro que le prohiba el goce. En primer
lugar, ha encontrado este Otro en la figura de una autoridad externa, deseada,
temida, odiada y amada.
Segundo tiempo: está marcado por la angustia frente al peligro que significa la
autoridad de este Otro exterior. La angustia frente al Otro de afuera conduce al
neurótico a abandonarlo en la realidad y a reencontrarlo en su psiquismo como
una voz opresora, la voz del super yo. Una autoridad cuya representación no se
limita sólo al carácter cohercitivo del padre, sino que se extiende a diferentes
atributos tales como el de ser un objeto sexual, a el de ser un padre ideal; y esta
autoridad se extiende igualmente a la madre en su rol no sólo de un atractivo
objeto sexual, sino también de un Otro deseante. Subrayemos bien esta última
característica de la madre de ser atrayente y deseante, puesto que es este
aspecto el que origina el super yo de goce.
Quisiera concluir con una pregunta: ¿podemos nosotros concebir una exigencia
que no venga de un Otro, sea exterior o interior? ¿Existiría un deber que no se
confunda con las normas impuestas por el Otro? Sí; hay una exigencia; es un
imperativo, que no proviene de ninguna autoridad, ni ningún super yo. Un
imperativo tranquilo, no violento, un deber exigido por una voz serena, en las
antipodas de vociferaciones superyoicas, una voz que emana de lo más intimo del
ser.
Esta voz nos dice y ustedes la van a reconocer fácilmente, si recordáramos esa
máxima sanmartiniana: "¡Sé! Sé lo que debas ser, sino no serás nada!" Sí
tuviésemos que calificar el super yo que enunciara este imperativo , lo
llamaríamos como "Super yo ético", super yo de una ética psicoanalítica. Puesto
que, ¿qué otro principio rige el psicoanálisis que el de definir al humano como un
ser de deseo? "Sé lo que debas ser" significa "Sé un ser de deseo". En otros
términos, es el sujeto en sí mismo el que debe tolerar la tensión de un deseo que
empuja y que es frenado. Como si el analizante, en un momento privilegiado de la
cura, después de atravesar una adversidad, debiera comprender que él es un ser
de deseo, que el deseo es y estará siempre ahí, realizándose a través de
satisfacciones limitadas. Como si él debiese sobre todo comprender que el deseo
-por más insatisfecho que esté-, por más desconocido, por ser la cosa más íntima
y sin embargo más ajena a su ser, el deseo es la vida misma.
EL ODIO
En una cura de análisis, el peso del odio es tal que Freud la aisla como el criterio
más claro para distinguir la técnica psicoanalítica del conjunto de los otras
métodos terapéuticos. Contrariamente a las diversas terapias alternativas, en las
cuales se desarrollan espontáneamente transferencias afectuosas y amistosas
con relación al terapeuta, en el tratamiento analítico, y en un momento preciso de
la cura, las tendencias al odio deben ser despertadas, traídas a la conciencia y, de
esta manera, favorecer la disolución de -son las palabras de Freud- las
transferencias amistosas.
Para Freud, uno de los rasgos especificos del psicoanálisis, consiste en estimular
con mucha tacto, el surgimiento del odio o por lo menos no frenar, la hostilidad
inconsciente contra el terapeuta, en la actualidad de la transferencia.
Pero la importancia del odio surge también en la teoría como el aguijón que ha
permitido a Freud inventar el complejo de Edipo. En efecto, no fue la constatación
del amor del niño por la madre lo que le permitió descubrir el Edipo, sino la
observación de la rabia y el odio del hijo hacia su padre r¡val. Recordemos que el
concepto de complejo de Edipo aparece por primera vez a la largo de un capitulo
de "La interpretación de los sueños" consagrado a los sueños de muerte de
personas queridas, capítulo en el que Freud revela la moción inconsciente de odio
hacia el difunto, en el corazón mismo de la persona en duelo.
Si pensamos ahora en el caso del Edipo femenino recordamos el papel jugado por
el odio en lo que se llama la prehistoria del Edipo . Mientras el niño se separa de la
madre por, miedo, la niña se separa por odio y rencor. El vínculo de la niña con su
madre, se rompe una primera vez a causa del odio, un odio muy particular. Es una
rabia dificil de justificar. Es una hipótesis de Freud muy discutida, sobre todo por
las mujeres. Se trata de un odio por, decepción , de un reclamo irritado. Una parte
de ese odio termina por disiparse con el tiempo. En cambio, la otra parte es tenaz
y está destinada a permanecer inconsciente, y a durar a lo largo de la vida de la
mujer. Ocurre que esta parte, que ha quedado inconsciente, puede más tarde
desencadenar una reacción de ternura exagerada o de culpabilidad penosa hacia
la madre o hacia cualquier otro sustituto materno.
Quisiera señalar aquí uno de los destinos posibles de ese odio antiguo e
inconsciente de la niña hacia su madre: creemos, a menudo, y con toda razón,
que cuando una mujer elige a un hombre, esta elección está sobredeterminada
por la antigua relación con su padre. Pero hay que tener en cuenta también la
eventualidad siguientez cuando el lazo con el hombre elegido queda establecido
de manera durable, y que esta pareja se convierte, por ejemplo, en marido y padre
de sus hijos, ocurre que la mujer no redescubre en él a su padre sino a su madre.
La mujer adopta entonces con relación a su marido las mismas actitudes que
tomaba con respecto a su madre.
Cuando una mujer odia a su marido, podemos suponer que esta actitud está
dirigida no contra el padre sino contra la madre. La antigua hostilidad ya olvidada e
inconsciente contra la madre, reaparece y se encarna en el odio contra el
compañero.
Si ahora nos fijamos en el caso de la neurosis fóbica, vemos que aquí también el
odio es reprimido y desplazado, pero, a diferencia de la neurosis obsesiva, este
odio se encuentra proyectado hacia afuera sobre un objeto exterior que se
convierte para la conciencia del fóbico, en un objeto angustiante y hostil. Ahora
bien, ocurre un fenómeno curioso, privilegio exclusivo del amor del fóbico: para
protegerse de la angustia, el sujeto fóbico se apega y aferra tan sólidamente a su
pareja amada, verdadera armadura contra el miedo, que el amor consciente, el
vínculo amoroso deja de ser un sentimiento para convertirse en necesidad,
necesidad física de protección.
El odio primordial y el amor primordial designan los dos grandes movimientos que
participan del nacimiento del yo psíquico. El odio y el amor primordiales, no son
otra cosa que las fuerzas maestras desplegadas por el yo en su lucha con el
mundo exterior, a fin de afirmarse, conservarse y sobrevivir. Desde ya debo
precisarles que el nacimiento del yo, tal como voy a describirlo, es hablando con
precisión, un mito, un montaje imaginario destinado a hacer, comprender que odio
y amor no sólo son sentimientos sino también son pulsiones.
Antes de entrar de lleno en este mito de la génesis del yo, quisiera decirles que las
fuerzas elementales del amor y del odio persiguen tres fines: evitar el displacer
que significa la tensión interna, buscar el placer que apacigua esa tensión y
preservar la ¡integridad del yo.
Evitar el displacer, tal es la función del odio primordial. El odio es el nombre que
damos a la pulsión más arcaica entre todas, aquella que rechaza. El odio es el
rechazo de todo objeto -cosa o persona -susceptible de crear una sensación
displacentera. Así el odio es el movimiento de un yo precoz que dice "¡No!" al
displacer; o con más exactitud, que dice "¡No!"a todo objeto que provoca el
aumento intolerable de la tensión psíquica. El amor primordial es también un
empuje, una moción del yo que busca, por el contrario, los objetos de placer, es
decir cualquier cosa o persona que procure una regulación agradable y placentera
de esa misma tensión. Mientras que el odio es movimiento de rechazo, el amor es
movimiento de apertura y expansión del yo.
La diferencia entre objeto de amor y objeto de odio, es que el primero es ante todo
benéfico y estimulante, asimilable e integrable en el seno del yo; en última
instancia el objeto de amor nos es homogéneo. Por el contrario, el objeto de odio
es fundamentalmente nocivo y amenazador para la supervivencia del yo puesto
que es inconciliable y disonante en relación a todos los otros componentes del yo.
Es un objeto que nos es extraho y permanece inasimilable y, en última instancia
heterogéneo.
He aquí la que Freud añade: "El hecho que el odio sea el precursor del amor,
funda la capacidad de hacer nacer a la moral". Proposición que podríamos
parafrasear de la manera siguiente: el hecho que el odia sea el precursor del
amor, funda la capacidad de hacer nacer la culpabilidad ¿Por qué decir
culpabilidad? Si admitimos que el odio primordial es indiferencia, rechazo pasivo e
indiferencia hacia el mundo, como así también protección de si mismo,
comprenderemos que este gesto de cierre y de afirmación de sí, pueda engendrar
culpa ¿Qué tipo de culpa? La de existir en detrimento de otro; la culpa de ser uno
mismo, ignorando al Otro. Si algun delito, si alguna falta hay aquí, será la falta
original de amarse uno mismo con exclusividad, olvidando al Otro. Así pues, seria
el odio y no el amor lo que constituiría la fuente y el fundamento primero de la
moral de los hombres.
Subrayemos que, durante esta segunda fase de la génesis mítica del yo, el mundo
exterior se divide de esta manera, en dos partes bien diferenciadas: una, fuente de
placer que será interiorizada por el yo, es decir, amada y destruida; otra, extraña al
yo que será rechazada y odiada porque es inasimilable. En resumen, en este
segundo estado, el yo tiende, en cuanto a él, a convertirse en un ser de puro
placer purificado, mientras que el "afuera" se constituye como una parte amada en
tanto asimilable, y una parte mala y extraña en tanto inintegrable, y para decirlo
todo, odiada.
Este es el mito de la formación del yo. ¿Cuáles han sido en esta génesis las
diferentes figuras adoptadas por el odio? La primera y la más vigorosa es la
indiferencia o rechazo pasivo; luego el rechazo activo y la expulsión de lo
displacentero interior, y la destrucción de lo malo exterior, del objeto exterior
incorporado. Más tarde, en la tercera fase, el odio se reviste de una nueva figura,
abolir la independencia del objeto conquistado pero sin destruirlo materialmente.
En síntesis: el odio es una fuerza protectora del yo.
Ciertas pasajes de la obra de Freud van en este sentido y permiten pensar que la
pulsión de muerte significa la tendencia natural del ser humano a autodestruirse.
Pero ¿qué encubre esta palabra de autodestrucción cuyo sentido se revela
múltiple?
¿Qué decir, entonces, del odio manifestado a una mismo sino que está dirigido
contra lo heterogéneo que hay en nosotros, para separarlo de nosotros y
rechazarlo? Volvamos al comienzo mismo de nuestra génesis mítica del yo, al
momento en que afirmábamos que, en este estadio primítivo, el odio primordial era
más antiguo que el amor por el Otro.
El lugar del odio es pues, el yo. Pocas emociones existen en la vida que, al igual
que el odio, puedan conferir al sujeto una convicción tan intensa de estar en la
verdad y estar acompañadas de un sentimiento tan completo de omnipotencia.
Cuando alguien vive el odio, éste se le convierte en una fuente de placer narcisista
que surge porque él ya se siente confortado en su sentimiento de ser yo. Si el
amor puede definirse como una demanda de ser reconocido por el otro, quiera
decir, reconocido en mi ser, el odio se especifica por ser un movimiento impulsivo
de auto-reconocimiento, a cambio, del desprecio por el otro.
Digamos en primer lugar, que el odio sólo puede nacer en el seno de una relación
durable con un otro amado del cual dependemos. Que esta dependencia sea
fácilmente localizable o no, el caso es, nótenlo bien, que el Otro del amor es
siempre un Otro que dispone del poder de responder a nuestra demanda o, al
contrario, de ignorarla. Es precisamente ésa la razón por la cual los casos de odio
más frecuentes -y nuestra experiencia de analistas nos lo enseña - se dan cuando
la persona odiada es un miembro de nuestra familia. Es entre miembros de una
misma familia o entre antiguos enamorados cuando se observa el odio más
encarnizado y destructor.
Como todos los sentimientos humanos, el odio sólo puede subsistir apoyado en un
fantasma alimentado por imágenes y hecho manifiesto en gestos y palabras. Y
justamente, ¿cuál es el fantasma del odio? Consiste en lo siguiente: el Otro
perverso del odio ha perdido todo poder y, en el momento presente, se encuentra
reducido al estado de objeto sometido a las fuerzas de mis pulsiones destructoras.
Se convierte as¡ en la marioneta atormentada que alimenta mis imágenes crueles
y agresivas.
He aquí lo que deseaba transmitir acerca del concepto de odio en cuanto reacción
narcisista.
Para definir el odio he adelantado la palabra "sobresalto" a fin de indicar que este
odio es una reacción transitoria y, en última instancia, una vana tentativa de negar
el dolor de ser abandonado . Digo "vana tentativa" porque tarde o temprano, el
sujeto que odia deberá afrontar, inexorablemente, la pena, la pesadumbre a la
tristeza.
Quisiera cerrar esta reflexión con una última frase que, a mi juicio, puede puntuar
nuestra relación al amor y al odio. Yo la colocaría en los labios de un analizante, al
final de su análisis:"conocer bien a alguien equivale a haberle amado y odiado
sucesivamente. Amar y odiar equivale a experimentar con pasión, el ser de un
ser."
Destacados: S.R.