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El amor de transferencia y lo real

Octave Mannoni

Cuando leemos nos olvidamos de quien es el autor y hasta -como lo hizo


Foucault- uno se puede preguntar: ¿Qué es un autor?. Ahora, cuando leemos y
algo en nosotros disfruta de eso que se produce en nuestro cuerpo, de "eso" no
tan especificable ni discernible, es que gozamos con el sentido oído en nuestra
evocación de los sonidos que se transforman en un maravilloso instrumento
musical y perceptivo. Hay una cadencia especial, un ritmo propio, una respiración
particular, una melodía que surge de la escritura de O.M.; modos propuestos
¿podemos oírlos? No he tenido el privilegio de escuchar la voz de O.M. y ya no
podré hacerlo. Sus modos de decir, de darle aliento a las palabras y a los
conceptos. Igualmente no lo creo necesario, en sus letras está la posibilidad de
solazarse e interrogarse, de pensar junto con alguien y también de recuperar la
vivacidad de una clínica, la psicoanalítica, como pocos han podido realizarlo, y
darlo. Es simplemente una opinión, la mía, y el testimonio de lo que me ocurre
cada vez que me acompaña su presencia al leerlo.

Sergio Rocchietti

Las primeras manifestaciones del amor de transferencia sólo podían plantear


problemas urgentes; eran, en primer lugar, problemas de técnica. La solución de
estos problemas debía permitir, por una parte, la continuación del análisis -en
tanto posible-, y por otra, prevenir las acusaciones que se hacían contra el joven
psicoanálisis en nombre de la moral y las buenas costumbres. Las precisiones
sobre las reglas técnicas debían bastar, en su época, para alcanzar esos dos
fines. Esto es lo que explicaba Freud en 1912.

Las reglas técnicas propuestas, volvían a decir que el analista no debe dejarse
desalojar de su situación profesional, ni tener en cuenta que es su persona la que
está en juego. Esta frase traducida al inglés -lengua en la cual "profesional" tiene
un sentido ético y alude al juramento Hipocrático- no tendría el mismo alcance. No
se trata sólo de respetar la moral, sino también de resolver la dificultad por los
medios de la técnica psicoanalítica. La situación es "embarazosa", técnica y
moralmente, pero es "difícil" desde otro punto de vista: el de la teoría, cuando se
trata de dar cuenta de ella.
Existe una relación entre estas dos cuestiones. Quizás son -de modo
probablemente inesperado para el lector- las cuestiones "técnicas" las que nos
introducen en una búsqueda "teórica". El pretender deducir las reglas técnicas de
postulados teóricos, sería una actitud "pedagógica" (para no decir pedante) que
debería inspirarnos desconfianza. Podría demostrarse, aunque ello no ocurra
siempre de modo conciente y sistemático, ni siquiera confesado, que es así como
Freud enunciaba y perfeccionaba sus postulados teóricos. Ya se vio cómo se
trastornó su teoría cuando el pequeño Hans le demostró que había olvidado su
análisis (1). La razón por la cual él no lo dijo tiene sumo interés: no quería que sus
alumnos se pusieran a "teorizar" a su modo.

Esta cuestión plantea problemas complicados en lo que es, exactamente, la


teorización en análisis... Quizá esto no es tan simple, y las relaciones recíprocas
de la teoría y la técnica (digamos: después de los "plomeros de Florencia"),
merecerían un examen más cuidadoso. Siempre me ha parecido que, al
reflexionar sobre "el amor de transferencia", el pensar sobre las reglas técnicas
me aportaba algunas ideas que el estudio de la metapsicología no me había
provisto. Igualmente admiro el modo en el que Freud vio allí con precisión
ateniéndose al aspecto técnico -pero eso exige algunas explicaciones.

De tal modo, la primera y principal cuestión, que el embarazoso amor de


transferencia plantea al analista es quizás: ¿cómo excluirse de él con honor y, si
es posible, con ventaja para la paciente?

La situación sólo puede parecerle desconcertante: ¿qué puede haber -se dirá él-
de más "positivo" que un amor de transferencia? ¿No es que por amor a él, su
paciente debería hacer un buen análisis, mostrándose dócil y cooperando?
Evidentemente, las cosas no pasan así y Freud ha concluido a partir de ello, que
el amor de transferencia es entonces una resistencia. Esto no constituye,
enteramente, el comienzo de una explicación teórica, pues ese juicio se funda
sobre una regla "técnica", por otra parte algo dictatorial, y que más parece
advertencia que esclarecimiento. Esta regla, bien conocida, expresa que todo lo
que traba el "tratamiento" debe ser considerado como una resistencia. La palabra
resistencia conserva allí, aproximadamente, el sentido que tenía desde las
primeras experiencias de hipnosis, y no es exactamente el mismo que tiene en la
metapsicología... Sin resistencia no habría psicoanálisis, ni sueño, ni transferencia,
ni neurosis, etc. Siendo así, no será la metapsicología clásica la que nos explicará
porqué el amor, de transferencia es un obstáculo al análisis...
Planteado eso, era inevitable que el amor de transferencia cuestionara la teoría, y
de ese plano no podemos evadirnos con la sola idea de resistencia.

La transferencia es siempre ambivalente. El amor, por otra parte, también. Pero


sería muy difícil, casi imposible, oponer el amor de transferencia a lo que se tiene
por un "verdadero amor" y el análisis debería esforzarse para brindarnos un
"diagnóstico" diferencial. EI amor es hasta a veces juzgado tanto más "verdadero"
cuando es más loco y la venda de la locura que cubre los ojos, forma parte de su
panoplia. Freud distinguía una elección de objeto anaclítica de una elección
narcisista. Pero, ¿juzgaría él una elección anaclítica más "razonable" que la otra?
Eso sería salir del análisis y tener en cuenta consideraciones sociales, morales,
familiares, etc. Y, por otra parte, el amor no se lleva muy bien con la razón.

No hay dudas acerca de que el amor de transferencia aporta al análisis un gran


obstáculo y tiene todas las posibilidades de arruinarlo si el analista no lo trata con
una técnica justa y difícil; pero esta dificultad no se refiere, quizás, a una
naturaleza particular del Ubertragünsliebe.

Freud recuerda una historia divertida: la de un Pastor que acude a ver a un


asegurador, a fin de convertirlo, y sale asegurado. En efecto; esta es una imagen
de lo que está en cuestión para el analista: ¿se dejará seducir? Pero esta imagen
puede hacernos reflexionar. Si el analista hubiera tomado en análisis a un
asegurador que se dedicara exclusivamente a querer asegurarlo, ¿no tendría allí,
al menos, alguna relación con la cuestión aquí tratada? Me parece que eso debe
ayudarnos a ver más claro. En todos los casos, sin duda, el amor está sostenido
por la transferencia, pero evidentemente, el amor de transferencia no es,
simplemente, una forma "patológica" de la transferencia. Es otra cosa. En este
parágrafo yo no sólo trato de técnica. Se ve bien claro que el mismo lleva a
cuestiones teóricas. Porque lo que la técnica termina por mostrarnos es que no
existe ningún rasgo particular que caracterice el amor de transferencia (Freud deja
vislumbrar que está de acuerdo); éste es un amor que sólo tiene de particular y
fastidioso el manifestarse en un análisis. ¿Por qué fastidioso? Por razones
morales, profesionales (y "professional"): porque no es el analizante quien hace un
"mal uso" de la transferencia, sino el "analista" si está tentado. No es sorprendente
que no se encuentren muchos esclarecimientos en ese punto refiriéndose a la
metapsicología. Y es muy cómodo el poner la responsabilidad de todas las
dificultades sobre la espalda del paciente. El analista debe aquí llevar una parte de
ellas. Pero, ¿cuál?
Es delicado precisarlo, y eso debe variar dentro de límites de suficiente amplitud.

Volvamos a apoyarnos en la técnica, que es, decididamente, nuestra mejor guía


para introducirnos en las cuestiones teóricas. El analista no es un aprendiz de
brujo que pasa su tiempo levantando represiones, triunfando sobre las resistencias
y que cuando logra dar cuenta del obstáculo, es engullido en el torrente de su
logro.

La regla técnica es más o menos lo mismo que esa palabra de un presidente de la


Cámara de diputados que conocía su oficio: "La sesión continúa". Esto no es
heroico: "Estoy allí, permanezco allí". Pues la autoridad no haría más que agravar
las cosas. La clave está en que la situación analítica es de naturaleza tal que nada
puede allí pasar de real -lo mismo que el trabajo de los diputados es de tal suerte
que nada puede decidirse por la violencia. En análisis nada es real -lo mismo que
en teatro. Hamlet puede matar a Polonio a través del cortinado; los espectadores
están cautivados y conmovidos por ello; pero no creen en que "eso ha ocurrido" si
no son retardados. Una especie de convicción acerca de que "eso ha ocurrido" es
lo que se produce en la desdichada paciente y puede cambiar de dirección el
análisis. Es allí, en una cierta relación entre real e imaginario donde se plantea la
verdadera cuestión. Pero, aunque desagrade al analista, es él quien está del lado
de lo imaginario y la dama del lado de lo real. En lo que se refiere a "tener razón",
ambos tienen razón, lo que no facilita las cosas. Pero el analista tiende a pensar
que él está en una posición sólida y que su paciente flota en lo irreal, en tanto el
amor de transferencia le prueba lo contrario. Es que existe alguna contaminación
de la situación analítica a partir de la situación médica o psiquiátrica, y nunca nos
hemos preocupado bastante de exorcisarla bien de la formación. En tanto nuestra
dama es la paciente, eso que ella presenta, ¿no deben ser, en bloque,
síntomas?... Esto es muy cómodo. La responsabilidad del analista es haberse
creído el amo real de algo, en tanto su único dominio se sitúa en lo imaginario. El
lo pierde cuando ve a su analizante introducir allí la realidad.

Sin duda, el amor de transferencia es de transferencia... Pero un joven que elige


una novia porque ella lleva el nombre de su tía predilecta hace una transferencia y,
sin embargo, si tal amor no fuera un verdadero amor, habría pocos verdaderos. La
transferencia no es, quizá, tan imaginaria; ella debe tener algunas relaciones con
la repetición -y la pulsión de muerte, aunque eso esté muy oscuro. Quizás sea la
oscuridad de lo real, precisamente. Y es quizás por ello que la repetición es tan
poco analizable -quizás ella no puede ser más que puntuada. Lacan -quien quizás
no pensaba, en estas cuestiones- decía que lo real es lo que "vuelve a su lugar"...

No disponemos más que de una batería de significantes totalmente inadecuada


para este género de cuestiones: lo verdadero, lo real, la ilusión, lo ficticio, lo
efectivo, etc. Yo empleo aquí el término "real- en contraposición al de imaginario".
Por oposición a aquél que "imagina" un león, el de que lo alucina está en lo real
-precisamente en el error-. Tantas antiguas discusiones y controversias para
hacerse una idea de la realidad de Dios, han debido legarnos algunos atolladeros
lingüísticos y filosóficos de los cuales no hemos salido bien, o en todo caso, de los
cuales el lenguaje guarda su traza.

De tal modo, el analista que invocara la situación analítica como algo real y
hablara del amor de su paciente como algo ilusorio, no tendría mucha autoridad,
precisamente en el momento en que él creería ejercerla. Estamos siempre en la
técnica, seguramente, pero salpimentada ahora con un poco de teoría. 0 bien,
exprimiendo bien la técnica, extraemos algunas gotas de teoría. Esto no es nuevo
y no pretendo ningún descubrimiento. Lo que hay de nuevo es que confronto ideas
que se habían clasificado demasiado bien. Esto no es nuevo, en tanto Freud -sin
hacer la confrontación- ya lo dijo. Y desde hace mucho tiempo: el 23 de enero de
1907. Por otra parte se apoyó en Kraft-Ebbing. Aquél día se hablaba, en la
Sociedad vienesa, de los perversos que nunca pasan al acto (hasta aquí pura
categoría nosográfica pero, después de todo, quisiera saber si su caso no es, un
poco, el de todo el mundo). "Es necesario, explica Freud, que haya suspensión de
la realidad, como en el teatro". Es de allí de donde Freud ha extraído, con su estilo
peculiar, el "terreno donde se juega la transferencia" (en el Hombre de las Ratas) y
más tarde, al retomarlo en dos oportunidades, las concesiones o las reservas que
el principio de realidad está constreñido a dejar al principio del placer: y esto es lo
que se llama la fantasía. El terreno donde se juega la transferencia, o en un
sentido la realidad, ya no cuenta y no tiene ya su lugar; ¿qué es esto? Y bien,
evidentemente, el espacio analítico, simplemente. No el consultorio de la
Berggasse que es bien real, sino el estatuto que recibe, como espacio de palabra.
(Es Winnicott quien mejor ha seguido a Freud en ese terreno).

Hay más cosas que encontrar en Freud que el tomar sólo su metapsicología,
cuando se la separa del conjunto. Pero eso ya lo sabemos.
En su artículo sobre el Übertragünsliebe, Freud está un poco molesto en tanto
emprende la tarea de defender una moral profesional contra la moral corriente:
teme que se sospeche que los analistas faltarían a las buenas costumbres y
quisiera que el análisis se procurara así, eso que entonces aún no se llamaba una
buena imagen de marca. El no puede decir -eso se dirá después de él, pues todo
se degrada y corrompe- que el amor de transferencia es una ilusión o un sueño
creado o no por el análisis. Se cuida de ello, no porque la situación analítica no lo
sea en la ocasión -hasta por el hecho de que el tratar acerca de ello esté excluido,
lo cual, para el paciente puede ser un desafío a recoger y una suerte de
provocación- sino que, a sus ojos, la cuestión es, precisamente la de lo real, y lo
deja vislumbrar en tanto llegará hasta a tener en cuenta condiciones en la realidad
y a decir que, si el analista y su paciente son los dos libres, y de condición y edad
que correspondan, no existe mayor inconveniente en que celebren justas nupcias.
En ese punto es necesario que uno se saque el sombrero, no por su indulgencia,
que no apruebo -diré por qué- sino porque no comete ningún error teórico: el amor
de transferencia, es el amor. Simplemente, a destiempo. Como para una
comulgante el enamorarse de un cura misógino. Pero si es un catequista que no
ha pronunciado los votos y es bastante joven, ¿por qué no?

Freud tenía razón en el hecho de que el problema es esencialmente técnico. El


amor de transferencia es, a lo sumo, un síntoma como cualquier otro, y entonces
será necesario admitir que los síntomas son más o menos "normales". A un
síntoma no se lo rechaza (2), no se lo combate, uno no se indigna con él; se lo
considera desde un punto de vista analítico. Cualquier otra actitud tiene
posibilidades de agravarlo.

Sin embargo, no apruebo totalmente la línea de conducta preconizada por Freud;


no se lo puede dejar de excusar. El analista, quien no debe aprobar, ni dar
órdenes o prohibiciones -lo que implicaría aceptar la intrusión de la realidad- no
puede tampoco aceptar la solución propuesta por Freud cuanto ésta "conviene", a
saber: "justas nupcias". Esto es sacrificar el análisis. (Sin contar que existen
riesgos también en la realidad, desde el momento en que el analista casado -para
hablar esta vez como Barbey d'Aurevilly- habrá perdido el prestigio que le valía su
función). La solución ideal, es decir aquélla con la cual vale más no contar, es
hacer servir al amor de transferencia para el análisis... Y existe algo que se llama
el despecho... que puede tornar imposible el análisis

La principal dificultad: si el amor es real, ¿cómo analizarlo, es decir, cómo


permanecer en lo imaginario? Es sobre eso que el análisis, si es posible, debe
triunfar. Para poder apreciar las posibilidades y las dificultades, nos harían falta,
evidentemente tener historias de casos y, evidentemente, no las tenemos y
comprendemos por qué ... Ni Jung ni Freud habrían soñado en publicar el caso
Sabina ...

Generalmente, las revistas anglo-sajonas exigen que los artículos que publican
estén seguidos de un resumen. A menudo son resúmenes enumerativos, que
recapitulan, que sirven para alimentar los ficheros por materias en las bibliotecas.
Si aquí quisiera agregar algo no sería un sumario, sino precisiones que no han
tenido suficiente espacio. He defendido, desde los años sesenta, una definición de
lo imaginario que hacía de él una suerte de alucinación negada. Partí de una
declaración de Schreber: "Yo soy -dice aproximadamente un incomprendido y
renuncio a hacerme comprender, porque sé que las personas en buen estado de
salud tienen en su espíritu una barrera que les impide, totalmente, tener acceso a
las verdades que yo alcanzo". Freud no tuvo que hacer demasiados esfuerzos
para franquear esta barrera, pues ella consiste, simplemente, en mantener a lo
imaginario fuera de la realidad. Las "Memorias" de Schreber son "imaginarias"
para Freud; para Schreber, describen la realidad; para el lector ordinario, son
fantásticas. He aplicado aquí estos criterios al problema del amor de transferencia
-que no es de ningún modo delirante, sino en la medida en que todo amor lo es un
poco.

Sostengo la hipótesis que, si el analista estuviera convencido del carácter


imaginario de lo que ocurre en una sesión -como en el teatro- si no pusiera jamás
por delante su realidad de analista, nunca se vería confrontado a un amor de
transferencia. Fui perturbado por las dificultades que presenta el vocabulario
habitual (verdadero, real, imaginario, etc.).

Notas:

(1) Aquí, el llamado a la técnica es la insuficiencia de la teoría del levantamiento


de las represiones. Volver al texto

(2) Esto plantea una cuestión delicada, banal, pero que no está tratada en ninguna
parte. Es "natural" que todo síntoma se remita a lo imaginario -aunque se constate
que tanto la alucinación o la repetición, y muchos otros síntomas, no se dejan
reducir a él. No es sorprendente que, un psiquiatra, ante un paciente alucinado,
imagine sus alucinaciones. Pero quien alucina no imagina. Tengo la impresión que
la imaginación nos hace escapar de los síntomas, y los hace difíciles de
comprender. Volver al texto

Traducción: Ana María Gómez.

Selección: S.R.

Los destacados en el texto son del autor. El artículo: "El amor de transferencia y lo
real" forma parte del libro "Ça n' empeche pas d' exister", Ed. Du Seuil, París,
Francia, 1982. Aparecido en castellano en "Carpeta de Psicoanálisis 2", ed. Letra
Viva, Bs. As., Argentina, 1985.

LOS AFECTOS EN PSICOANALISIS

Federico Aberastury

(Aportes a la clínica psicoanalítica de niños a partir de un caso clínico: ¿Y si no


habla? ¿Y si no juega?)

I. La teoría.

Faltaban aún diez años para el comienzo del siglo, cuando el joven Freud
publicaba en un manual de divulgación médica su artículo sobre Psicoterapias
considerado actualmente, si es pertinente la distinción, como "pre-psicoanalítico".

Su título "Psychische Behandlung (Seelebehandlung) fue traducido como


Tratamiento Psíquico (Tratamiento del alma) por José Luis Etcheverry, Tratamiento
del alma o, desde el alma de las perturbaciones de ésta o del cuerpo por el
"Prístino poder ensalmador de las palabras", instrumento esencial del tratamiento
anímico.

Poniendo el acento sobre la función y campo de la palabra y el lenguaje, Freud se


dirigía a los representantes de la medicina moderna que restringían, por entonces
su interés a lo corporal. Si bien reconocían nexos entre lo anímico y lo corporal
supeditaban la comprensión de los primeros a los "mecanismos racionales" que
permitían desde la física y la química un "conocimiento fisiológico" que lo
explicaba casi todo, coronando la muerte de Dios iniciada en el Siglo de las Luces.
Se avanzaba sobre el "seguro terreno de las ciencias que pisaba fuerte" dejando
que los filósofos, a quienes despreciaban, se ocuparan de lo anímico.

Freud consideraba incorrecta pero comprensible esta orientación del juicio


científico contemporáneo que no dejaría de pesar sobre sus itinerarios. De estos
itinerarios justamente, hemos de interesarnos los psicoanalistas hoy, si con Lacan
entendemos, que como tales privilegiaremos una teoría de los afectos que
considere para la experiencia analítica "lo que en el afecto prevalece de lo
inconsciente". La experiencia conduce al investigador y clínico Freud, a tomar
como punto de partida las manifestaciones del "nerviosismo" y de las personas
neuróticas, buscando allí las relaciones recíprocas entre cuerpo y alma.

"La expresión de las emociones". Ciertos estados anímicos denominados afectos,


desfilan y se ordenan. Miedo, ira, arrobamiento sexual, cuitas del alma... "Estados
efectivos persistentes de naturaleza penosa o 'depresivos' pasan a ser con harta
frecuencia causas patógenas". La pregunta sobre la causa relaciona ya, en este
momento pre-psicoanalítico, pathos y afecto. Afecto y cuerpo. Afecto y
pensamiento. Sigue Freud: "Los afectos en sentido estricto se singularizan por una
relación muy particular con los procesos corporales; pero en rigor, todos los
estados anímicos, aún los que solemos considerar procesos de pensamiento son
en cierta medida 'afectivos' ".

Los estados efectivos, los pensamientos "se revelan" y resuenan en el cuerpo


(Gedamkenverraten). Por cierto es visible que Freud nunca participó de esa
presunta oposición conceptual entre intelecto y afecto, en el sentido de: si me
ocupo del uno no me estoy ocupando del otro.

¿Por qué darle tanto privilegio al afecto? Como si gracias a él hubiese un acceso
directo y auténtico a lo verdadero. En realidad ellos remiten, mas bien, desde el
punto de vista de la experiencia analítica a la rúbrica de lo que engaña excepto la
angustia, para la cual Lacan reserva la cualidad de lo que no engaña.

En "A propósito de los afectos", Jacques Alain Miller precisa esta dirección del
pensamiento de Lacan para acotar enseguida, que, en su enseñanza, en el
psicoanálisis, el afecto que interesa no es verdadero de entrada, sino que se trata
de hacerlo verdadero ("Verificar el afecto"). Señala también que Lacan no empuja
el afecto hacia la emoción, ni considera a ésta como su nódulo. Mas bien las
distingue y empuja en cambio el afecto hacia la pasión, precisamente, dice, la
pasión del alma. Orientación ésta que considera decisiva.

Esto nos lleva a una primera conclusión: si la emoción corresponde al cuerpo en


tanto afectado ( Otro del Otro, si lo hubiera) la pasión como nódulo del afecto es
como su definición lo indica, movimiento del alma, o dicho de otra manera, efectos
del significante entre el Campo del Sujeto (pleno o de la naturaleza) y el Campo
del Otro. En Freud, el factor cuantitativo, "la cuota de afecto" que se amarra o es
amarrada por significantes (ideas-representaciones).

La teoría pulsional o el concepto de pulsión constituye una de las cuatro ficciones


fundamentales del edificio psicoanalítico. Sabemos que la pulsión implica un
montaje del cual la praxis psicoanalítica no puede ignorar sus resortes, pues
hacen a lo más esencial y complejo de la misma, a saber, la transferencia.

Es apuntando a las cuestiones de la transferencia y a su movimiento en el análisis


con niños y adolescentes que me interesa abordar el tema de las pasiones por el
atajo que me permite el establecer un paralelismo entre Sade y Freud
(especialmente desde Lacan), a partir de una materia que les es común y de la
cual ambos abrevan para inaugurar sus prácticas . El libertinaje como "práctica por
la libertad" en Sade y el psicoanálisis como "profesión imposible" en Freud.

Esta materia común es la perversión que es homologada en Sade al concepto de


pasión. Tanto Sade como Freud relacionan la cultura, la moral y la organización
social con la represión de la sexualidad perversa en un predominio de la "razón
universal" y el "yo responsable". Sade alienta una revolución por vía del libertinaje.
Coloca su concepción Spinoziana de la naturaleza en el lugar de Dios y de la
razón atea, intentando realmente colocar su discurso en el lugar del Otro. Aboga
por una naturaleza que destruya su obra: el nombre, y edifica la utopía libertina
donde el acto se opone a la razón y a la conciencia moral.

En tanto Freud, aunque pesimista, se ubica del lado de la razón atea y de los
productos culturales. Apuesta a la sublimación como opción ante la neurosis y
edifica su profesión imposible.

Freud diferencia la pasión-perversión como inherente a la organización yoica y por


ende al registro imaginario de la realidad de lo inconsciente. En el lugar de la
naturaleza sadiana está el inconsciente freudiano.

Lacan, en cambio propondrá un "Dios no ha muerto, Dios es Inconciente" como un


núcleo de real más allá de lo inconsciente que abre las puertas a una clínica de lo
real, donde acto y escena tendrán una particular importancia como nuevas
posibilidades clínicas en el psicoanálisis de niños y adolescentes.

II. El caso clínico.

Estoy muy angustiada por lo de Pedrito... ¿Vos podrías verlo?.

Ana se levantó del diván y me miró, casi suplicante, mientras esperaba mi


respuesta.
La miré, mientras le sonreía afectuosamente y le dije que sí, que lo trajera la
sesión siguiente. Su rostro se distendió aliviado y me preguntó. ¿Y que le digo?.
Decile que es para ayudarlo con los ahogos y con lo que lo hace sufrir, que soy
como un médico pero que cura jugando y hablando. También le podes decir que
soy Federico, el que te ayuda a vos. Con eso es suficiente. Gracias, me dijo Ana,
en la puerta, mientras se iba, ya terminada su sesión. El día anterior al del
encuentro pactado me llamó por teléfono. Dice Rafael (su pareja actual), si él
puede venir . Decile que si, que venga nomás, que será bienvenido. Ríe, me
saluda hasta mañana y corta.

Ana es mi paciente desde hace ya muchos años. Una repetición que tomaba la
forma de una neurosis de destino había marcado su relación con los hombres. A
poco de comenzar su análisis suspendió el mismo para casarse y comenzar su
vida de casada en una provincia del norte. En esas condiciones es abandonada
por su novio la víspera de su boda, casi sin explicaciones, habiendo ella cortado
todos sus vínculos profesionales y dejado su vivienda en la capital. Lo imprevisto
tuvo el efecto de una neurosis traumática. La necesidad de irse a cualquier lugar
se impuso casi compulsivamente ante lo inconmensurable de la angustia.

Decidió aceptar un empleo en el Sur y no tuve noticias de ella durante casi un año.
Cuando regresó retomó sus contactos profesionales y también su análisis.

De ahí en más ser abandonada e intentar retener sufrientemente, y sin éxito, a los
sucesivos hombres que se presentaban a su relación amorosa eran las
coordenadas de su martirio, que se complementaba por el ser maltratada y
humillada, cuando no estafada, por sus eventuales objetos de enamoramiento. La
"curiosidad" de que ella se desinteresara y maltratara a otros candidatos que se
caracterizaran por "quererla bien" completaban el cuadro.

Pero ya bordeando los cuarenta años, y en un tramo de su análisis que, a mi


entender correspondía al de la neurosis de transferencia, sucedió un
acontecimiento que cambió radicalmente su vida y concomitantemente el curso de
su monótono padecer.

Pablo entró en su vida y parecía contradecir a sus prototipos anteriores. Quería


estar con ella, y ella con él. Aunque ciertas características de "tiro al aire" y poco
responsable en lo económico, la hacían dudar. No obstante lo presentó a sus
padres (cosa que nunca había hecho con nadie) y todo parecía encaminarse en
armonía.

Solo su frigidez y sus dudas sobre ser objeto de "uso" por Pablo ensombrecían su
momentánea felicidad. Hasta que una actitud de Pablo cae sobre ella como un
rayo en un día de sol. Su ex mujer lo llama y las reacciones de Pablo le hacen
sospechar un abandono, aunque éste jura que nada quiere saber con su ex mujer,
que por otra parte lo había dejado por otro. Es allí donde Ana queda embarazada,
a pesar de las precauciones que ambos tomaban. Pablo reacciona agresivamente
y la acusa de haber quedado embarazada para retenerlo. Y es ahí donde, para
Ana, se convierte en causa primera el tener ese hijo.

Ella que nunca había pensado en la maternidad, sustituye el deseo por el hombre,
por un "ahora o nunca" en relación con ese hijo, dejando de esperar vanamente el
amoroso reconocimiento de un hombre. Pablo amenaza, "el embarazo o yo", y ella
elige el embarazo. Pablo desaparece de su vida. La amargura ante el abandono y
la decepción frente al hombre se convirtieron en indignación y enojo. Esto es lo
nuevo en Ana.

Nueve meses después nace Pedro. Luego de esto fue la decisión de una lucha
legal por el reconocimiento de la paternidad y por una cuota alimentaria.

Pablo la destrató y la humilló toda vez que intentó comunicarse con él "por las
buenas". Luego desapareció. Durante dos años Ana se dedicó a su hijo, a su
profesión, y a una nueva relación con sus padres y hermana. Guardaba una foto
de Pablo, con barba, y le decía a Pedro: "este es tu padre". Cada vez que Pedro
veía un hombre con barba por la calle gritaba: "¡Papá!". Al año un hombre de
aquellos que "la quieren bien" se acercó a ella y a Pedro, y luego de un tiempo de
relación, con cierto maltrato por parte de ella, fue descartado por ser pobre y sin
ambiciones porque le daba vergüenza presentarlo a sus padres.

Hace seis meses conoce a Rafael e inicia una relación. Se ocupa de Pedro como
si fuera su hijo y ella se siente bien con él, cosa que le extraña de sí.
Prácticamente conviven.

Pedro que hasta ese entonces se caracterizaba por su "buen carácter" y el


acomodarse a todo, comenzó con el siguiente cuadro sintomático, ante la alarma y
el azoramiento de la madre. Crisis severas de broncoespasmo y rechazo violento
a los intentos de la madre de nebulizarlo. Llanto ininterrumpido y desolador sin
motivo aparente, matizado por "berrinches". Insomnio, que hace que Rafael lo
acompañe en su cuarto, hasta a veces quedarse a dormir con él. Intuitivamente
Rafael le dice a la madre que ella no vaya, que lo deje ir a él.

Angustiada y ante la idea de una psicosis es que Ana me pide: "¿Lo podes ver?".

Quiere descartar una psicosis infantil y también preguntarme sobre la


conveniencia, o no, de un tratamiento psicoanalítico para Pedro. Se trataría de una
hora de juego diagnóstica según los términos en que fui considerándola en el
curso de mi propia experiencia.
¿ Y si no habla? ¿Y si no juega?. Había expresado temerosa la madre.

"Vos no te preocupes" le había dicho para calmarla, mientras pensaba en el


porqué de tanto miedo al supuesto silencio de Pedro. Parodiando a Hamlet pensé
en la preparación de la escena en que atraparía el inconsciente del pequeño rey.

Tomaría en cuenta para armar la escena lo que era motivo de angustia para la
madre. El síntoma somático del niño, la angustia, el llanto y las crisis de
agresividad. Había decidido manejarme con la hipótesis, a revisar durante el curso
de los acontecimientos de que se tratara de una neurosis de angustia apenas
contenida por la inervación somática ante la circunstancia edípica de la castración
de la madre.

Preparé la escena: Dos pescados de madera pintada y un patito más pequeño del
mismo material. Una lata abierta con caramelos, sobre un bout de pie que
habitualmente uso para apoyar mis pies. El diván y un silloncito enfrente del mío.

Los personajes: la madre, el pequeño, Rafael, porque había querido estar, y yo


mismo en el lugar del Otro de la madre.

III. La sesión: silencios, escenas, sonidos y pocas palabras.

1) momento de la mirada y disposición de la escena.

2) Tildeo especular de movimientos.

3) Hacer jugar la escena.

4) El sonido o ruido y la presentificación del síntoma del cuerpo en sesión.

5) La interpretación en acto.

6) Momento de concluir y acontecimiento.

7) Resolución de los síntomas y conclusiones teóricas.

Momento de la mirada y disposición de la escena.

La entrevista comenzó con la entrada en mi consultorio de Ana, Pedro, y Rafael,


quienes concurrieron a la hora prevista. Luego de saludar por su nombre a Pedro,
con un beso, y hacer lo propio con la madre les pregunté a ambos como estaban,
repitiendo, para Pedro, mientras hablaba con Ana, las características de lo que
íbamos a tratar de hacer para ayudar a Pedro, al estilo de:
"Yo sé que Pedro esta enterado que vos me contaste de sus enfermedades, sus
miedos y sus tristezas". Luego los hice pasar al consultorio donde estaba
preparado el escenario, el diván, mi sillón, un silloncito enfrente y el bout de pie,
con las figuras en madera, y la lata con caramelos abierta. Rafael se sienta en el
silloncito, Ana en el diván, mientras yo ocupo mi sillón. Pedro se ubica, parado al
lado de la madre. Les ofrezco caramelos y Pedro mira a los ojos a la madre, no
acepta el convite y se coloca al lado de ella ofreciéndome su perfil y dando la
espalda a Rafael. Se instala el silencio. Rafael cruza sus brazos y fija su mirada en
el piso, Ana mira a Pedro intentando parecer calma y también me mira como
esperando que yo haga o diga algo, hasta que en un momento dice: "¿Qué
hago?". Le respondo: -Y... si queres podes acostarte. Lo hace, y se recuesta en el
diván como si estuviese en su sesión. Yo tomo un cuaderno y hago un esquema
de la situación mientras soy mirado por Pedro y Ana. Rafael permanece con la
vista baja.

Tildeo especular de movimientos.

He llamado de esta manera a la operación que consiste en observar los


movimientos del niño, cuando éste no juega, ni habla, e imitarlos. Cuidando de
hacerlo a la manera de un grotesco y con semblante de curiosidad, como
aplicándome a la tarea de que la repetición de los movimientos pareciese
compleja y requiriese toda mi atención.

Pedro no parece aceptar al inicio de este encuentro las invitaciones a hablar o


jugar, y queda replegado de toda actividad conmigo quedándose parado al lado de
la madre, ofreciéndome su perfil y la mirada de reojo. Una vez instalado el silencio
me dedico a observar los movimientos de Pedro que paso a relatar.

Mira a Ana buscando sus ojos. Luego se introduce los dedos en la boca y
acercándose lentamente al borde del diván, a los pies de la madre, comienza a
patear muy suavemente y a pisar la base de la lámpara de pie que allí se
encuentra, altemativamente. Luego juega con el nylon que recubre la parte inferior
del diván (a los pies de la madre, allí recostada) de tal manera que mueve el nylon
hacia fuera y luego lo regresa a su lugar, repitiendo este movimiento varias veces.

Luego que esta secuencia se repite lo suficiente para identificarlas como módulos
diferentes y definidos, me incorporo lentamente colocándome detrás de Pedro,
simulando interés exagerado mientras me rasco la cabeza, parpadeando y
realizando un prognatismo, a la manera de un simio. Mientras Pedro me mira con
sorpresa e insinuando cierta mirada divertida, realizo los movimientos de los dos
módulos, en la misma secuencia, simulando alguna torpeza, lo miro parpadeando,
como solicitando aprobación y vuelvo a sentarme en mi sillón.
Pedro me mira con curiosidad, sin ningún disgusto ni temor, y se retira a su lugar,
pero ya mirando de frente a mí y al bout de pie donde están los objetos.

Hacer jugar la escena.

La superficie del bout de pie representaba el escenario. Aun lado de la lata


coloqué a los pescaditos que representaban a la pareja en su cuarto, y del otro
lado, el patito que representaba a Pedro en su pieza.

Comencé a hacer girar sobre si mismo al patito, para representar así el pavor
nocturno y el insomnio. Luego el pescado más grande, que representaba a Rafael,
acudía donde estaba el patito y quedaba junto a él, quedando ambos quietos para
representar la calma momentánea. Del otro lado hacia girar al pescado que
representaba a Ana, para representar la angustia de la madre, (y lo que era mi
hipótesis, la castración de la madre, ante la llegada de Rafael y la sexualidad
genital que este traía para ella, agente de la castración de la ecuación madre-hijo-
falo).

Cuando el pescado Rafael acudía al pescado Ana comenzaba el girar del patito, y
cuando este acudía al patito, comenzaba a girar el pescado Ana, y así varias
veces.

El ruido exterior, la presentificación del síntoma del cuerpo en sesión y la


interpretación en acto...

Un ruido exterior llamó la atención de Pedro y éste estornudó, dos veces, mientras
me miraba. Tomé entonces una de las tapas de la lata como si fuese la mascarilla
del nebulizador y simulé un ataque de asma con el intento de alivio mediante la
nebulización, alternando esta representación con el girar simultáneo del patito y el
pescado-Ana mientras miraba a Pedro, quien no me sacaba los ojos de encima.
Entonces, dejando los objetos, sobre el bout de pie, me desparramé como
agotado sobre mi sillón, levanté ambos brazos y dije: "¡Bueno, acá dejamos, por
ahora!". Me levanté y me dirigí a la sala de espera invitando al grupo a seguirme.

Momento de concluir y acontecimiento.

Tras de mí, se levantó Rafael y pasábamos a la sala de espera, cuando


escucharnos la voz sorprendida de Ana que nos llamaba: "¡Rápido, vengan,
miren!". Regresamos y sorprendimos la siguiente escena: Pedro había tomado la
lata y repetía con sorprendente exactitud mi representación del ataque de asma y
el alivio de la nebulización. Al vernos aparecer tomó la otra parte de la lata que
contenía los caramelos, tomó un caramelo para sí, y nos ofreció al resto, que
aceptamos el convite. Luego saludé a todos con un beso y los acompañé hasta la
salida.
Resolución de los síntomas y conclusiones teóricas.

Dos días después Ana, me llamó para comunicarme que Pedro aceptaba las
nebulizaciones y hablaba de mí llamándome por mi nombre de pila. A los quince
días se había normalizado la totalidad del cuadro sintomático y al mes había
desaparecido todo rastro de trastorno respiratorio. Pedro no comenzó ningún
tratamiento psicoanalítico y no le fue recomendado por mí a la madre, por lo
menos en las circunstancias actuales.

Conclusiones: no sólo la palabra es instrumento de lenguaje sino que a raíz de los


anudamientos RSI y las lógicas nodales que les son correlativas a la
instrumentación de estas categorías, en relación con los fundamentos freudianos,
es posible explorar las condiciones de la escenificación, la actuación y el
acontecimiento.

________________________________________

La lógica de la culpabilidad

Juan David Nasio

¿Qué es la culpabilidad? ¿Cómo entender la naturaleza de este afecto doloroso


que para Freud fue el problema capital del desarrollo de la civilización y que todo
psicoanalista sitúa en el centro del sufrimiento neurótico?

Debo precisar, inmediatamente, que el psicoanálisis no se ocupa del culpable bajo


el aspecto de una ley social, ni de aquél que se siente culpable después de haber
cometido una falta.

No. El psicoanálisis considera la culpabilidad como un sentimiento inconsciente


que regula nuestra relación con el sufrimiento y con nuestras satisfacciones.

Yo distingo tres variantes del sentimiento de culpabilidad. En primer lugar, un


sentimiento efectivamente vivido como opresión que el sujeto se explica por el
hecho de haber cometido una falta real o ficticia. Segundo, un sentimiento que es
igualmente sentido como agobiante, pero sin que tampoco el sujeto sepa de qué
falta él es culpable. En este caso el sentimiento es por cierto padecido, pero la
representación de la culpa permanece inconsciente y reprimida. Y finalmente, la
tercer variante: la más importante, corresponde al sentimiento inconsciente de
culpabilidad propiamente dicho, sentimiento que no es vivido ni tampoco referido a
la mínima idea de una culpa.

Si el concepto psicoanalítico de culpabilidad se muestra tan fecundo, es porque


revela la existencia de un afecto paradojal no sentido concientemente por el sujeto
y no justificado por una causa definida. "El sentimiento de culpabilidad - escribe
Freud - es mudo para el paciente el analizante prisionero de la culpa no se siente
culpable, pero sí enfermo". En efecto, se puede ser culpable en el inconsciente, es
decir no saber que lo somos, puesto que concientemente ninguna opresión nos
pesa, nada nos acusa y no nos parece haber cometido ningún delito. Ahora bien,
esta culpabilidad de la que no hay ninguna huella consciente, se traduce
diferentemente en la clínica de la histeria, de la neurosis obsesiva y de la
melancolía. En la histeria, el sentimiento de culpabilidad y la representación de la
culpa que lo origina permanecen ambos totalmente inconscientes. En la neurosis
obsesiva, la culpabilidad es vivida como un sentimiento opresor, pero la
representación de la falta que determina ese sentimiento de culpabilidad
permanece inconsciente, a pesar que el obsesivo logra siempre justificar su
problema. Y, finalmente, en el caso de la melancolía, la culpabilidad toma la forma
punzante de una voz delirante y persecutoria.

Notemos que ese sentimiento, que es el origen de numerosas conductas de


fracaso frente al éxito, es también el motivo en los criminales, del gesto asesino.
Gesto que provoca un alivio del peso opresor que significa la culpabilidad
inconsciente. En estos casos, el crimen no suscita culpabilidad, sino que a la
inversa, curiosamente es la culpabilidad la que conduce al crimen.

Entre los diferentes comportamientos de fracaso provocados por la culpabilidad


inconsciente, no quisiera olvidar el mencionar el caso ejemplar de la reacción
terapéutica negativa. Después de un trabajo analítico que produce una neta
mejoría del estado del paciente, el psicoanalista constata, inesperadamente la
reaparición y agravación de un sufrimiento que se creía desaparecido. Como si
existiese en el analizante una fuerza ignorada que le impide progresar y le impone
a manera de castigo, la reaparición de un antiguo sufrimiento. La culpabilidad, que
es la que origina un autocastigo tal, bajo la forma de una recaída, no aparece de
ningún modo en forma conciente para el paciente; él no puede hacer más que
quejarse y deplorar el retorno inexplicable de sus síntomas. El paciente se dice
enfermo, pero no culpable.

Sin embargo, más allá de estas manifestaciones clínicas precisas, la culpabilidad


inconsciente está en el centro del ser de deseo y de goce que nosotros somos,
como sí encerrásemos en nosotros el peso de una culpa inconsciente que nos
sería constitutiva, constitutiva y esencial a nuestro ser. Mientras que en la
conciencia somos inocentes, en el inconsciente somos todos eternamente
culpables. "A juzgar por nuestros deseos inconscientes -escribe Freud- no
seríamos más que una banda de asesinos".

¿Pero cuál es esa culpa constitutiva? ¿De qué somos ontológicamente culpables?
Para contestar, adelantaré la hipótesis de una lógica de la culpabilidad, es decir de
una serie de momentos sucesivos que muestran que la culpabilidad se sitúa en el
centro mismo del sufrimiento neurótico. Si el neurótico debiese resumir en una
palabra el malestar, qué le pasa, la insatisfacción que lo acompaña
permanentemente, enunciaría: "No estoy contento con mi suerte cotidiana y sueño
que algún día obtendré una felicidad que será la felicidad absoluta. Ya que no
tengo algo mejor, me contento con sacar el máximo provecho de tal o cual
pequeño goce efímero, en general prohibido. No obstante sigo insatisfecho y lo
que es peor me siento culpable por haber gozado y transgredido la ley. Y así mis
lamentaciones recomienzan una y otra vez". ¡He aquí la ecuación desafortunada
del neurótico!

Dividiré en tres tiempos el proceso lógico que conduce a ese malestar culpable del
neurótico. Cada uno de esos tiempos está marcado por una angustia especifica: el
primero corresponde a la angustia frente al goce absoluto, el segundo tiempo a la
angustia frente al otro externo, y el tercero, finalmente, a la angustia frente al
super yo. Este último tiempo es el de la culpabilidad propiamente dicha. Quiero
decirles que con el objeto de hacer la teoría más dinámica, tomé la opción de
dramatizar conceptos difíciles dando la palabra al sujeto de la enunciación del
neurótico.

Primer tiempo: angustia frente al goce absoluto

Comencemos por el principio, es decir por el deseo que pretende alcanzar


hipotético goce ilimitado. Si, por ejemplo, encarno la figura mítica de Edipo, del
varón edípico, soñaré entonces con el goce que me procuraría la relación sexual
con mi madre deseante tomada como objeto sexual; o de aquél que me procuraría
la relación en la que me ofrezco como objeto sexual de mi padre. Soñaría también
con el goce que me procuraría la muerte de ese padre, y aspiraría, finalmente, al
placer inconmensurable - eminentemente narcisista - de tomar el lugar de ese
padre ideal todopoderoso.

He aquí los goces inhumanos hacia los cuales tiende mi deseo: gozar de la más
perfecta relación sexual, gozar de la destrucción más radical del otra ya sea mi
padre, Dios o mi prójimo y gozar , finalmente, del más inalcanzable ideal
narcisista. Pero he aquí que el miedo me invade. Tengo miedo que mi deseo se
acelere y me lleve a realizar verdaderamente esos sueños obtendría entonces una
satisfacción tan desbordante y sentiría una tensión tal, que inevitablemente se
disolvería mi ser. En una palabra: realizar esos hipotéticas goces extremos y
absolutos sería verdaderamente peligroso para nosotros neurótico "sustanciales".

La angustia frente a la fuerza que me empuja hacia ese paraíso infernal, me obliga
a inventar un artificio, una astucia singular que pueda quebrar mi propio impulso.
Este obstáculo se llama el Otro. Invento un Otro que tendrá el poder de censurar
mis deseos y obligarme a renunciar al goce. Por miedo de reencontrar lo absoluto,
invento como recurso, la instalación de una valla que se erige entre el goce
soñado y yo mismo, la figura de un Otro que obstruye el pasaje y me prohibe
realizar el deseo. Gracias a este "sargento" (policia) creado pieza por pieza, logré
reemplazar mi deseo y mi temor de ir, demasiado lejos, por una prohibición que
viene de afuera y a la cual me pliego.

Gracias a este obstáculo de un Otro inventado, logro desembarazarme de la


angustia suscitada por la amenaza de un goce infinito, pero he aquí que aparecen
nuevas dificultades. Puesto que el deseo permanece siempre tendiendo hacía el
goce absoluto, tropieza ahora con el obstáculo de este Otro que fabriqué yo
mismo. Así, toda satisfacción - por mínima que sea - será ganada con dificultad
por un deseo siempre confrontado a la prohibición de un Otro interdictor. La
prohibición, por tanto, me protege del goce absoluto, pero también me impide
realizar mi deseo. Desde ese momento, las satisfacciones obtenidas no serán más
que satisfacciones parciales ganadas a pesar de la prohibición.

Segundo tiempo: angustia frente al otro externo

Hagámonos ahora la pregunta que nos conducirá al tema de la culpabilidad, a


saber: ¿quién es ese Otro que me sirve de represor? Es ante todo un Otro
externo, una autoridad externa, seguramente mi padre, pero también mi prójimo, la
sociedad, Dios o también el destino. Más adelante, el rol del represor será tomado
por un Otro interno que ya conocemos y que el psicoanálisis llama "super yo". El
pasaje del primero al segundo, del exterior al interior, constituye el salto decisivo
que significa la llegada del super yo y el nacimiento de la culpa.

Detengámonos un instante para comprender bien cómo se produce ese salto y


como se origina el super yo. Pero antes de convocar a los personajes que
encarnarán al Otro interno, quisiera hacer aquí algunas observaciones previas.
En principio, el Otro externo, llamado a hacerse interno debe ser deseado, temido,
odiado y amado, sobre todo, temido. De estas cuatro mociones afectivas que se
dirigen al Otro -deseo, angustia, odio y amor- la más importante, insisto, es la
angustia. Puesto que es por angustia, es decir, por miedo al peligro que significa
su autoridad, que debo escaparme del Otro, abandonarlo y, en el fondo, perderlo
en la realidad exterior.

Pero si bien es cierto que mi angustia me aleja de él, en cambio el amor que le
tengo me incita a acercarme y a conservarlo dentro mío. Por tanto, me separo de
él en la realidad, pero la guardo como una parte de mi mismo que tiene por
nombre "Super yo". Así podríamos afirmar que el nacimiento del super yo se
produce no sólo por angustia sino también por amor.

Una vez establecida esta lógica, veamos ahora cuál es ese Otro externo que, una
vez interiorizado, constituye el Super yo. Empleo la expresión "Otro externo" en
singular, pero deberían mejor escribir "Otros externos" pues son cuatro. ¿Quiénes
son ellos? Una mujer deseada y deseante, un hombre deseado, un hombre temido
y odiado y, finalmente, un hombre amado.

La mujer deseada y deseante es, bien entendido, la madre, es decir la mujer de


otro hombre. El hombre deseado es mi padre, del cual yo desearia ser el objeto
femenino de su deseo: ocupar frente a sus ojos el lugar de la mujer que él desea.
Luego, el hombre temido es también mi padre, pero esta vez en tanto autoridad
que, en nombre de la ley prohibe, y se presenta ante mí como un rival odiado, en
la lucha por la conquista de un objeto "tercero". Y, finalmente, el hombre amado
sigue siendo aún mi padre, pero admirado como el ideal que yo quisiera ser.

La madre deseada como objeto sexual pero también deseante; el padre deseado,
el padre temido y odiado como autoridad; y, finalmente, el padre amado como
ideal; he aquí los cuatro personajes prototípicos del Otro externo. Estos
personajes no son más que simples formas huecas, moldes en los cuales el yo
hace fluir la energía de sus deseos. En esos moldes ustedes pueden alojar el ser
de su elección a condición, bien entendida que él sea deseado, temido, odiado y
amado.

Puede parecer llamativo que, para dar cuenta del origen del Superyo, ponga en
escena cuatro figuras exteriores, y no me detenga en la del padre represor temido
y odiado como uno lo piensa habitualmente. En efecto, yo propongo considerar al
Super yo no sólo bajo los rasgos de un gendarme autoritario y malo, sino
construido como una criatura compuesta por cuatro facetas: la de una madre
deseada, la de un padre igualmente deseado, y hasta perverso, de un padre
terrible y rival y de un padre ideal.
Cada una de estas facetas resulta por lo tanto de la introyección de uno de esos
personajes externos que debí abandonar por angustia y guardar en mi seno por
amor. Pero, ¿por qué razón haberlo abandonado?

La angustia de ser castigado por el padre represor me ha obligado a renunciar, a


esa mujer -mi madre- que es el objeto de mi deseo incestuoso. Otra razón de
haber necesitado separarme de mi madre ha sido mi miedo a su propio deseo
devorador. Por otra parte, mi odio contra ese padre castigador y autoritario se
torna en una angustia tal de ser castrado, que hace que necesite huir. Además, el
miedo de desaparecer por el peso aplastante de ese mismo padre, ha sido una
razón de más para abandonarlo. Finalmente, la angustia de fundirme en la imagen
ideal de un padre perfecto también me ha conducido a abandonarlo. Es entonces
por angustia que me separo de cada uno de esos personajes externos, pero es
por amor que conservo sus huellas en mi psiquismo. Huellas que revivo
constantemente prestándoles voces que me hablan sobre el modo incitativo de la
seducción, imperativo de la prohibición y exhortativo del ideal. Voces todas que
materializan y encarnan presente al Super yo.

Tercer tiempo: angustia ante el super yo o la culpabilidad

Distingo, entonces, cuatro cabezas en esta criatura híbrida que es el super yo -


cada una de ellas vociferando su conminación superyoica. La primera, a la que
llamo "super yo del goce" se ha formado por la introyección de la madre, mujer no
sólo atractiva y objeto de deseo, sino también, deseante y atractiva. Este primer
super yo tiene por función incitar a la transgresión de todos los límites. Su
hechizante exhortación cautiva al yo susurrándole al oído: "¡Anda. Ven. Goza!" Y
éste, a su vez, se defiende reconociendo su impotencia: "No puedo y tampoco
quiero porque me está prohibido".

El otro super yo al que llamo "super yo prohibidor", está formado por la


introyección de la autoridad paterna coercitiva, temida y odiada. Su comunicación
es una vociferación brutal y violenta que le grita al yo: ¡"Cuidado! Te prohibo que
toques a esta mujer y te prohibo gozar. ¡Renuncia al goce!" Y el yo, aturdido aún
por las palabras amenazantes, se dice a sí mismo en silencio:" Realmente no
sabré renunciar porque mi deseo es tan vivo y exigente que me arrastrará
inevitablemente a transgredir tu ley".

El tercer super, yo, "super yo del ideal narcisista", es aquél que tiene como función
exigir la máxima perfección. Está formado por la introyección del padre amado y
admirado como modelo a alcanzar. La conminación implacable ordena al yo:
¡"Esfuérzate! Sé perfecto según la imagen de mí mismo!". La respuesta será otra
vez la impotencia: "Yo no podré jamás llegar a igualar tu imagen".

El cuarto super yo, que yo llamo "super yo sádico", es un tirano que humilla y hace
gozar al yo de su humillación. Este super yo está formado por la introyección de
un padre que no es ni amado, ni odiado o temido, sino de un padre al cual quisiera
ofrecerme pasivamente como objeto de su deseo perverso. El super yo sádico
envilece al yo y con una voz penetrante , lo intima: "Sométete, déjate hacer!" Te
hará sentir y vivir el goce más supremo!". A diferencia de las otras respuestas de
impotencia, el yo aquí se deja, sin embargo, subyugar por el super yo y goza
masoquísticamente de ser humillado, posición que Freud calificó de masoquismo
femenino, femenino no porque se trate de masoquismo de una mujer, sino porque
el varón goza imaginándose siendo una mujer abusada sexualmente por un
hombre, padre perverso.

¿Qué podemos deducir? Que el yo del neurótico sometido a tres exhortaciones


superyoicas que le ordenan gozar y a una exhortación opuesta, la del super yo
prohibidor que le prohibe gozar. Tres exhortaciones que le dicen: "¡Anda!" y una
que le dice: "¡Para. Cuídate. Renuncia!".

El yo es incapaz de responder a esas exigencias contradictorias. No puede


someterse a la demanda opresora de tres voces que lo intiman gozar, y al mismo
tiempo obedecer a una voz opuesta que, al contrario, le prohibe gozar.

Ahora, bien, retomemos nuestra pregunta del principio: ¿De qué nos sentimos
culpables? ¿Qué culpa nos abruma? Ante los diferentes super yo que lo exhortan
al goce, el yo es culpable de no realizar su deseo: es una culpa por defecto; ante
el super yo que prohibe y condena, el yo es culpable de transgredir la censura y
realizar parcialmente su deseo: es una culpa por exceso. Doblemente culpable a
las ojos del super yo: por no llevar adelante su deseo y a la inversa, por haberlo
realizado a pesar de la prohibición. Así el yo permanece paralizado y atrapado por
la tenaza de esas dos exigencias antagónicas .

¿ Qué entonces la culpabilidad? Propongo dos definiciones. La culpabilidad es en


primer lugar una angustia, un sentimiento de angustia que surge cuando nos
sentimos impotentes para responder a las conmínaciones intransigentes y
contradictorías del super yo. Segunda definición, esta vez más general y que es
una variante de la primera: la culpabilidad es la angustia que emana de un
fantasma inconsciente en el cual estamos sometidos a órdenes desmedidas,
proferidas por un Otro, órdenes enunciadas para no ser seguidas, relativas a lo
que puede y no puede mi deseo.
Esta es la neurosis, la coyuntura típicamente neurótica. Retomemos nuestro
camino, que está jalonado por los tres grandes tiempos de esta lógica que llamo
lógica de la culpabilidad.

Primer tiempo: corresponde a la angustia frente al peligro del goce absoluto. Esta
angustia conduce al neurótico a buscar un Otro que le prohiba el goce. En primer
lugar, ha encontrado este Otro en la figura de una autoridad externa, deseada,
temida, odiada y amada.

Segundo tiempo: está marcado por la angustia frente al peligro que significa la
autoridad de este Otro exterior. La angustia frente al Otro de afuera conduce al
neurótico a abandonarlo en la realidad y a reencontrarlo en su psiquismo como
una voz opresora, la voz del super yo. Una autoridad cuya representación no se
limita sólo al carácter cohercitivo del padre, sino que se extiende a diferentes
atributos tales como el de ser un objeto sexual, a el de ser un padre ideal; y esta
autoridad se extiende igualmente a la madre en su rol no sólo de un atractivo
objeto sexual, sino también de un Otro deseante. Subrayemos bien esta última
característica de la madre de ser atrayente y deseante, puesto que es este
aspecto el que origina el super yo de goce.

Tercer y último tiempo: es el surgimiento de una nueva forma de angustia,


denominada culpabilidad, ante las exigencias inexorables de este maestro
irracional que es el super yo.

¿Qué ha hecho entonces el neurótico? Ha transformado la angustia frente al goce


impersonal, desconocido y temible, en culpabilidad ante un Otro interno que
encarna y personaliza a la vez ese goce, pero también su prohibición. 0 dicho de
otra modo: ha cambiado una angustia intolerable frente al peligro de lo
desconocido en una culpabilidad relativamente soportable frente al Otro interior.
Convengamos que el beneficio de esta operación neurótica es bien pobre. En
total, ¿qué ha obtenido el neurótico, sino afrontar el goce soñado y temido
transformándolo en voces inexistentes?

Quisiera concluir con una pregunta: ¿podemos nosotros concebir una exigencia
que no venga de un Otro, sea exterior o interior? ¿Existiría un deber que no se
confunda con las normas impuestas por el Otro? Sí; hay una exigencia; es un
imperativo, que no proviene de ninguna autoridad, ni ningún super yo. Un
imperativo tranquilo, no violento, un deber exigido por una voz serena, en las
antipodas de vociferaciones superyoicas, una voz que emana de lo más intimo del
ser.

Esta voz nos dice y ustedes la van a reconocer fácilmente, si recordáramos esa
máxima sanmartiniana: "¡Sé! Sé lo que debas ser, sino no serás nada!" Sí
tuviésemos que calificar el super yo que enunciara este imperativo , lo
llamaríamos como "Super yo ético", super yo de una ética psicoanalítica. Puesto
que, ¿qué otro principio rige el psicoanálisis que el de definir al humano como un
ser de deseo? "Sé lo que debas ser" significa "Sé un ser de deseo". En otros
términos, es el sujeto en sí mismo el que debe tolerar la tensión de un deseo que
empuja y que es frenado. Como si el analizante, en un momento privilegiado de la
cura, después de atravesar una adversidad, debiera comprender que él es un ser
de deseo, que el deseo es y estará siempre ahí, realizándose a través de
satisfacciones limitadas. Como si él debiese sobre todo comprender que el deseo
-por más insatisfecho que esté-, por más desconocido, por ser la cosa más íntima
y sin embargo más ajena a su ser, el deseo es la vida misma.

Si hay una falta de la cual el yo se siente culpable es la de no serle fiel al impulso


de sus deseos, es la de olvidar que su deseo, por más insatisfecho que esté,
seguirá siendo su bien más preciado.

Texto revisado por su autor. Corresponde a la tercera reunión del seminario


realizado en Buenos Aires en agosto de 1996 cuyo tema fue: "El dolor, el odio, la
culpabilidad".

Traducción del francés: A.M. Gómez, L. Neuman, M. Olasagasti.

Revisión y destacados: S.R.

EL ODIO

Esta mañana vamos a trabajar un sentimiento que de manera general preferimos


ignorar: el odio. Como si el hecho de hablar del odio, despertara en nosotros un
malestar, un malestar hasta físico de reconocer que ese afecto pueda existir en
nosotros. La literatura psicoanalítica tampoco es muy abundante con relación al
odio, y esto a pesar de su importancia decisiva tanto en la experiencia de la cura
como en la teoría y en la clínica. Después de haber situado brevemente su función
en cada uno de estas campos vamos a examinar el concepto de odio desde dos
perspectivas diferentes: el odio como pulsión y el odio como reacción de defensa
del yo contra el dolor.

En una cura de análisis, el peso del odio es tal que Freud la aisla como el criterio
más claro para distinguir la técnica psicoanalítica del conjunto de los otras
métodos terapéuticos. Contrariamente a las diversas terapias alternativas, en las
cuales se desarrollan espontáneamente transferencias afectuosas y amistosas
con relación al terapeuta, en el tratamiento analítico, y en un momento preciso de
la cura, las tendencias al odio deben ser despertadas, traídas a la conciencia y, de
esta manera, favorecer la disolución de -son las palabras de Freud- las
transferencias amistosas.

Para Freud, uno de los rasgos especificos del psicoanálisis, consiste en estimular
con mucha tacto, el surgimiento del odio o por lo menos no frenar, la hostilidad
inconsciente contra el terapeuta, en la actualidad de la transferencia.

Pero la importancia del odio surge también en la teoría como el aguijón que ha
permitido a Freud inventar el complejo de Edipo. En efecto, no fue la constatación
del amor del niño por la madre lo que le permitió descubrir el Edipo, sino la
observación de la rabia y el odio del hijo hacia su padre r¡val. Recordemos que el
concepto de complejo de Edipo aparece por primera vez a la largo de un capitulo
de "La interpretación de los sueños" consagrado a los sueños de muerte de
personas queridas, capítulo en el que Freud revela la moción inconsciente de odio
hacia el difunto, en el corazón mismo de la persona en duelo.

Si pensamos ahora en el caso del Edipo femenino recordamos el papel jugado por
el odio en lo que se llama la prehistoria del Edipo . Mientras el niño se separa de la
madre por, miedo, la niña se separa por odio y rencor. El vínculo de la niña con su
madre, se rompe una primera vez a causa del odio, un odio muy particular. Es una
rabia dificil de justificar. Es una hipótesis de Freud muy discutida, sobre todo por
las mujeres. Se trata de un odio por, decepción , de un reclamo irritado. Una parte
de ese odio termina por disiparse con el tiempo. En cambio, la otra parte es tenaz
y está destinada a permanecer inconsciente, y a durar a lo largo de la vida de la
mujer. Ocurre que esta parte, que ha quedado inconsciente, puede más tarde
desencadenar una reacción de ternura exagerada o de culpabilidad penosa hacia
la madre o hacia cualquier otro sustituto materno.

Quisiera señalar aquí uno de los destinos posibles de ese odio antiguo e
inconsciente de la niña hacia su madre: creemos, a menudo, y con toda razón,
que cuando una mujer elige a un hombre, esta elección está sobredeterminada
por la antigua relación con su padre. Pero hay que tener en cuenta también la
eventualidad siguientez cuando el lazo con el hombre elegido queda establecido
de manera durable, y que esta pareja se convierte, por ejemplo, en marido y padre
de sus hijos, ocurre que la mujer no redescubre en él a su padre sino a su madre.
La mujer adopta entonces con relación a su marido las mismas actitudes que
tomaba con respecto a su madre.

Cuando una mujer odia a su marido, podemos suponer que esta actitud está
dirigida no contra el padre sino contra la madre. La antigua hostilidad ya olvidada e
inconsciente contra la madre, reaparece y se encarna en el odio contra el
compañero.

Vayamos a la presencia del odio en la clínica de la neurosis y la psicosis.

En este ámbito como en los precedentes, el odio interviene siempre íntimamente


ligado al amor, su asociado inseparable, cualquiera sea el registro en el que actúa.
Aquí, en el campo de la clínica, la interacción entre ambos justifica la causa de
cada neurosis y de cada psicosis.

Me explicaré describiendo en pocas palabras el juego complejo de la relación del


amor y del odio en cada una de las configuraciones clínicas.

En el caso de una neurosis obsesiva, Freud habla de una coexistencia crónica y


apasionada del amor y del odio con relación a una misma persona. Pero lo que
resulta llamativo en este funcionamiento psíquico, es el hecho de ver que el amor
consciente puede más que el odio y reprime el odio; el amor reprime el odio y lo
hace retroceder hasta el inconsciente. Pero este odio reprimido no se apaga; por
el contrario, se mantiene muy activo y se desarrolla hasta el punto de provocar un
incremento excesivo del amor consciente, una sobrecompensación amorosa.

Es decir que el amor consciente aumenta de forma reactiva para mantener la


presión de la censura sobre el odio reprimido. Aquí se esclarece un rasgo típico
del obsesivo: su amor exagera, insoportable, a menudo posesivo e, incluso,
sádico. Algunas veces este amor hipertrofiado se agota y se transforma en su
contrario: un amor inhibido. Se instala entonces, una alternancia de amor excesivo
y de amor ahogado. A esta fluctuación obsesiva del amor, Freud le da el nombre
de "duda del amor". La que sorprende es el hecho de constatar que las
indecisiones para cumplir tal o cual acto, así como las dudas del pensamiento, tan
características del obsesivo, no son sino variantes de la "duda del amor".

Siempre pensé que el obsesivo sufría en el pensamiento, - como el histérico sufre


en el cuerpo - o el fóbico sufre en el espacio. Ahora me digo que el sufrimiento
obsesivo del pensar es la expresión de un "sufrimiento obsesivo del amar".

Si ahora nos fijamos en el caso de la neurosis fóbica, vemos que aquí también el
odio es reprimido y desplazado, pero, a diferencia de la neurosis obsesiva, este
odio se encuentra proyectado hacia afuera sobre un objeto exterior que se
convierte para la conciencia del fóbico, en un objeto angustiante y hostil. Ahora
bien, ocurre un fenómeno curioso, privilegio exclusivo del amor del fóbico: para
protegerse de la angustia, el sujeto fóbico se apega y aferra tan sólidamente a su
pareja amada, verdadera armadura contra el miedo, que el amor consciente, el
vínculo amoroso deja de ser un sentimiento para convertirse en necesidad,
necesidad física de protección.

En el caso de la histeria, no es el odio lo que se reprime sino el amor, el amor por


el Otro femenino - la mujer mayúscula - la mujer ideal. Amor que es preferible
hacer aflorar a la superficie del análisis, cada vez que surjan en el paciente hay
esos odios tenaces y rencorosos tan propios al histérico.

Consideremos finalmente, la paranoia y reconozcamos la presencia no sólo de un


odio consciente, sino más aún, de un odio delirante en un grado tal que podríamos
calificar la paranoia como un "delirio de odio". Ustedes conocen el mecanismo de
proyección que explica el funcionamiento psíquico de esta enfermedad. El amor,
acerca del cual el paranoico no sabe nada, ni quiere tampoco saber nada , es
proyectado en el mundo exterior y depositado sobre una persona ya admirada por
él. El amor así proyectado se transforma en odio , del Otro. El Otro del paranoico
se convierte en un enemigo al que se trata con la misma virulencia rabiosa. El
delirio de odio de la paranoia funciona en doble sentido: del otro contra sí, y de sí
contra el otro.

Vayamos ahora más directamente al concepto de odio. Lo enfocaré


sucesivamente desde dos puntos de vista complementarios: el odio como pulsión
de conservación del yo, y el odio considerado como reacción defensiva del yo para
evitar el dolor de la pérdida de un objeto particular, en circunstancias precisas.

El odio pulsión: el odio y el amor en la génesis del yo

Comencemos por el odio-pulsión, que yo llamo odio primordial, y que quisiera


presentarles juntamente con su doble, el amor primordial.

El odio primordial y el amor primordial designan los dos grandes movimientos que
participan del nacimiento del yo psíquico. El odio y el amor primordiales, no son
otra cosa que las fuerzas maestras desplegadas por el yo en su lucha con el
mundo exterior, a fin de afirmarse, conservarse y sobrevivir. Desde ya debo
precisarles que el nacimiento del yo, tal como voy a describirlo, es hablando con
precisión, un mito, un montaje imaginario destinado a hacer, comprender que odio
y amor no sólo son sentimientos sino también son pulsiones.

Para el psicoanálisis, odio y amor, constituyen fuerzas generadoras y protectoras


del yo desde el comienzo de su existencia, hasta el momento actual de su
desarrollo, cualquiera sea ese momento. Voy a presentarles un mito. Un mito que
dibuja la formas más primitivas del amor y del odio. Esas formas primeras no
corresponden a los sentimientos pero les pido, sin embargo, que piensen a
medida que hablo en los afectos de amor y de odio expresados por nuestros
pacientes, si es que practican la escucha, o bien en los sentimientos que
experimentan ustedes mismos. Quiero decirles también que este mito no sólo ha
sido comentado por Lacan en los "Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis" -de manera distinta a como lo voy a hacer hoy- sino que ha sido la
base sobre la cual Melanie Klein ha sentado su teoría. Luego de leer y profundizar
el mito del nacimiento del Yo en "Pulsiones y destinos de pulsión", me dí cuenta
que toda la teoría kleiniana toma de allí su raíz teórica o ideológica. Es mi
interpretación. No conozco nadie que haya establecido esta precisa relación entre
el Freud de 1915 y Melanie Klein.

Antes de entrar de lleno en este mito de la génesis del yo, quisiera decirles que las
fuerzas elementales del amor y del odio persiguen tres fines: evitar el displacer
que significa la tensión interna, buscar el placer que apacigua esa tensión y
preservar la ¡integridad del yo.

Evitar el displacer, tal es la función del odio primordial. El odio es el nombre que
damos a la pulsión más arcaica entre todas, aquella que rechaza. El odio es el
rechazo de todo objeto -cosa o persona -susceptible de crear una sensación
displacentera. Así el odio es el movimiento de un yo precoz que dice "¡No!" al
displacer; o con más exactitud, que dice "¡No!"a todo objeto que provoca el
aumento intolerable de la tensión psíquica. El amor primordial es también un
empuje, una moción del yo que busca, por el contrario, los objetos de placer, es
decir cualquier cosa o persona que procure una regulación agradable y placentera
de esa misma tensión. Mientras que el odio es movimiento de rechazo, el amor es
movimiento de apertura y expansión del yo.

La diferencia entre objeto de amor y objeto de odio, es que el primero es ante todo
benéfico y estimulante, asimilable e integrable en el seno del yo; en última
instancia el objeto de amor nos es homogéneo. Por el contrario, el objeto de odio
es fundamentalmente nocivo y amenazador para la supervivencia del yo puesto
que es inconciliable y disonante en relación a todos los otros componentes del yo.
Es un objeto que nos es extraho y permanece inasimilable y, en última instancia
heterogéneo.

Mientras que el objeto de odio no es sólo heterogéneo al yo sino, al mismo tiempo,


semejante al yo, el objeto de amor es semejante al yo. Unicamente puede ser
odiado lo que es cercano. El objeto de amor es semejante al yo; el objeto de odio
es a la vez semejante y extraño al yo.

Después de esto, preguntémonos más directamente cuál es el proceso de


generación del yo psíquico. Desde el comienzo el yo es capaz de encontrar en sí
mismo, quiero decir sin la ayuda del mundo exterior, la satisfacción de sus
necesidades. Alcanza el placer por sí mismo y en sí misma, a tal punto que este
yo narcisista es indiferente al mundo de afuera y no siente por él ningún afecto, ni
tiene ninguna representación. Esta indiferencia radical del yo hacia el mundo que
lo rodea, este cerrarse a su entorno, es lo que constituye la primera figura del odio
primordial. El yo, replegado sobre sí mismo y autosuficiente ignora al Otro. El odio
es aquí el nombre de esta ignorancia arrogante , de este desinterés, de esta
despreocupación frente a lo exterior. Si pensamos en la relación con el amor,
podemos decir, que en esta etapa inicial de la génesis mítica del yo, el amor toma
la forma de la autosuficiencia del amor por sí mismo y el odio, el de la indiferencia
hacia el Otro.

Quisiera detenerme aquí un instante y hacer un comentario importante sobre el


orden de aparición del amor y del odio. ¿Cuál de los dos afectos es el primero, el
amor a el odio? Contrariamente a la que se piensa, el odio primordial considerado
como indiferencia, precede al amor, va por delante del amor. Antes del amor está
la indiferencia. Sin embargo debo decir que no se trata del amor de sí mismo sino
del amor por el afuera . Este amor, esta tendencia hacia el afuera surgirá
únicamente en la etapa siguiente. Quisiera ser preciso. Desde el punto de vista de
la relación al Otro, el odio es, entonces, más antiguo que el amor, la indiferencia
hacia el Otro precede al amor por el Otro. De este modo podemos también decir
que el odio primordial se confunde con la autosuficiencia y protege al amor de sí
mismo. La secuencia es, la siguiente: amor de sí mismo -indiferencia, es decir odio
primordial- amor por el Otro.

Quisiera citar una frase de Freud que me ha acompañado a todo lo largo de la


preparación de esta conferencia. En ese pasaje Freud reconoce haber
comprendido, finalmente, en oposición a la opinión común que, en los primeros
balbuceos de las relaciones humanas, el odio precede al amor. He aquí lo que
escribe en 1913: "Una tesis de Stekel, -Stekel fue una de los primeros discípulos
de Freud-, me parecía incomprensible en otro tiempo. Esta tesis postula lo
siguiente: es el odio y no el amor la que constituye a relación primaria entre los
humanos". Más tarde, en 1915, retoma esa frase casi literalmente: "El odio, en
cuanto relación con el objeto, es más antiguo que el amor; proviene del rechazo
originario que el yo narcisista opone al mundo exterior."

Decía que esta frase no ha cesado de acompañarme durante mi trabajo, no sólo


por la prioridad que Freud acuerda al odio como base de nuestros sentimientos
humanos, sino, sobre todo, a causa del corolario que se deduce de esta primacía
del odio sobre el amor, y que concierne, precisamente, a la culpabilidad.

He aquí la que Freud añade: "El hecho que el odio sea el precursor del amor,
funda la capacidad de hacer nacer a la moral". Proposición que podríamos
parafrasear de la manera siguiente: el hecho que el odia sea el precursor del
amor, funda la capacidad de hacer nacer la culpabilidad ¿Por qué decir
culpabilidad? Si admitimos que el odio primordial es indiferencia, rechazo pasivo e
indiferencia hacia el mundo, como así también protección de si mismo,
comprenderemos que este gesto de cierre y de afirmación de sí, pueda engendrar
culpa ¿Qué tipo de culpa? La de existir en detrimento de otro; la culpa de ser uno
mismo, ignorando al Otro. Si algun delito, si alguna falta hay aquí, será la falta
original de amarse uno mismo con exclusividad, olvidando al Otro. Así pues, seria
el odio y no el amor lo que constituiría la fuente y el fundamento primero de la
moral de los hombres.

Pero abordemos el segundo tiempo de nuestra génesis. Sucede ahora que el yo


debe imperativamente abrirse hacia el exterior para responder a sus apremiantes
exigencias vitales. En esta etapa, al necesitar imperiosamente la ayuda
benevolente del mundo, el yo debe, obligatoriamente interesarse y por él y
consagrarle su energía . En este estado de necesidad material, y sometido al
principio que ordena buscar siempre el placer, el yo incorpora los objetos externos
agradables, rechaza los desagradables y expulsa fuera de él todo la que es motivo
de displacer. He aquí, pues, tres acciones por medio de las cuales el yo regula sus
intercambios con el exterior: incorporar, rechazar y expulsar.

Podemos considerar la incorporación como la primera figura de la tendencia de


apertura al Otro, -quiero decir, de amor por el Otro en cuanto objeto de placer-,
esta incorporación implica la supresión, la abolición de la existencia exterior de
ese Otro. Así con este fenómeno, nos encontramos en presencia de dos
movimientos simultáneos: un amor que incorpora y un odio que destruye.

Subrayemos que, durante esta segunda fase de la génesis mítica del yo, el mundo
exterior se divide de esta manera, en dos partes bien diferenciadas: una, fuente de
placer que será interiorizada por el yo, es decir, amada y destruida; otra, extraña al
yo que será rechazada y odiada porque es inasimilable. En resumen, en este
segundo estado, el yo tiende, en cuanto a él, a convertirse en un ser de puro
placer purificado, mientras que el "afuera" se constituye como una parte amada en
tanto asimilable, y una parte mala y extraña en tanto inintegrable, y para decirlo
todo, odiada.

Desarrollemos la tercera fase de nuestra mito. El "afuera" está organizado ahora


como un bloque que envuelve al yo, a la manera de un medio ambiente
principalmente inasimilable y hostil; este "afuera" se ofrece al yo ahora como un
desafío , como un territorio que debe ser conquistado y sometido. El yo más
decidido que nunca, diría :"Puesto que no puedo incorporar esa masa de
displacer, debo apoderarme de ella, respetando su existencia, pero neutralizando
su autonomia". A este empuje del yo tendiente a dominar y tomar posesión del
medio ambiente extraño, Freud lo califica de "pulsión de dominio". La finalidad de
semejante pulsión es la de obtener placer de conquistar el campo de la
heterogéneo para conocerlo, someterlo y modificarlo. ¿Cuál es, entonces, la parte
de odio y de amor en este impulso de conquista del yo? El amor se manifiesta
aquí a través del carácter seductor de la pulsión de dominio destinada a llamar al
Otro, seducirlo y envolverlo; mientras que el odio corresponde al objetivo tiránico
de someter al Otro y abolir su individualidad ya que no su existencia.

Como en el caso de la incorporación, el amor y el odio permanecen, en la pulsión


de dominio, indisolublemente ligados.

Este es el mito de la formación del yo. ¿Cuáles han sido en esta génesis las
diferentes figuras adoptadas por el odio? La primera y la más vigorosa es la
indiferencia o rechazo pasivo; luego el rechazo activo y la expulsión de lo
displacentero interior, y la destrucción de lo malo exterior, del objeto exterior
incorporado. Más tarde, en la tercera fase, el odio se reviste de una nueva figura,
abolir la independencia del objeto conquistado pero sin destruirlo materialmente.
En síntesis: el odio es una fuerza protectora del yo.

El odio en su relación con la destrucción, el sadismo, la pulsión de muerte y el


masoquismo primario

Es frecuente constatar que el dominio ejercido sobre un objeto, su conquista y


sometimiento, no se obtienen si no es al precio de su destrucción parcial. La
pulsión de dominio o de conquista se confunde con una pulsión de destrucción. Y
el odio agresivo y conquistador se convierte en una acción brutal y violenta. Este
estado, en el que el odio equivale a la destrucción, es llamado por Freud "sadismo
originario"; sadismo tendiente a destruir, pero despojado toda intención de hacer
sufrir a la víctima conquistada ; sadismo sin finalidad sexual sádica. El ejemplo
más expresivo para ilustrar este sadismo sin finalidad sexual, es el de la inocente
crueldad con que el niño rompe y destroza sus juguetes por el simple placer de
distruir y de experimentar con ello el poder, de su fuerza muscular. Digamos que la
musculatura es el sustrato orgánico de la pulsión de dominio. He hablado hace un
instante de "placer de destruir y ejercitar la fuerza", pero debo añadir: "placer de
conocer el interior del juguete, de arrancarle su secreto". Pues la pulsión de
dominio no consiste únicamente en una tendencia a dominar y destruir
parcialmente al Otro; también consiste en ese deseo que nos anima tan a
menudo, de conocer y de saber, de revelar el enigma de las cosas. La pasión de
conocer seria así, un deseo sublimado de la pulsión de dominio.

A fin de delimitar el sentido de términos tan próximos como "odio" y "sadismo".


Dijimos que el "sadismo originario", era el placer de destruir por destruir, sin
buscar hacer sufrir al otro. Esto es entendido como sinónimo de "odio". Al
contrario, cuando al placer de agredir, se añade el placer de suscitar el dolor del
otro, nos encontramos en presencia de un "sadismo perverso". ¿Qué es el
sadismo perverso? Quisiera detenerme un instante y precisar que no podríamos
gozar del dolor del otro sin una condición previa: la de haber experimentado uno
mismo, en la realidad o en el fantasma, ese mismo dolor que se quiere infligir a la
víctima. Es decir que yo no podría gozar sádicamente del dolor del otro, si no logro
ante todo identificarme al Otro sufriendo ese misma dolor. Una tal identificación
-condición necesaria y previa a mi goce sádico- está en relación con un fantasma
masoquista en el que soy yo quien sufre. Para ser sádico, necesito apoyarme
sobre el sustrato de un fantasma masoquista. Para ser sádico en la realidad,
necesito ser masoquista en mi fantasma.

En una palabra: el sadismo originario, no perverso, cuya mejor ilustración es la


crueldad infantil, no está al servicio de una función sexual; en cambio, su opuesto,
el sadismo perverso, comporta, a su vez, un componente sexual manifiesto:el
placer sexual de ver, entender y sentir el dolor del Otro, o mejor aún el Otro
sufriendo.

¿Cómo conceptualizar, entonces, el odio con relación al sadismo? Pues bien;


diremos que el odio es idéntico al sadismo no perverso, puesto que está
despojado de cualquier componente sexual. Sin embargo, sigue siendo verdad y
es frecuente el que tal o cual acceso de odio que podamos reconocer, muestre ser
una pasión sádica y perversa de hacer sufrir al otro odiado. En este caso, el odio
eminentemente sexualizado y erotizado, se confunde, sin duda, con el sadismo
perverso que acabamos de definir. Pero entonces se me preguntaría: ¿por qué
distinguir tan netamente el odio del sadismo perverso, puesto que constatamos
fácilmente que ese odia conlleva a menudo un componente perverso?

Mi respuesta es clara: reconozco esta posibilidad, pero prefiero dar mayor


importancia al odio como pulsión no sexual y conservadora del yo. Concebir el
odio como una pulsión de conservación del yo, es decir, como una fuerza vital del
yo sin finalidad sexual, permite hacer del odio un concepto autónomo, no disuelto
en la noción vecina de sadismo, y conferirle así la nobleza de una sana defensa
del yo.

Aquí debo introducir un nuevo término, insoslayable si se quiere estudiar el odio, a


saber: el concepto tan delicado en su utilización, como es el de "pulsión de
muerte".

¿Qué relación podemos establecer entre el odio y la pulsión de muerte? Es una


relación doble. Por un lado, el odio actualiza la pulsión de muerte, cuando esta
pulsión, vuelta hacia el exterior, se manifiesta baja la forma de una pulsión de
destrucción, pulsión de dominio con finalidad agresiva, la misma de la que
acabamos de hablar. Definir el odio como expresión de la pulsión destructora,
equivale a definirlo como expresión de la pulsión de muerte dirigida hacia el
exterior. Esto se da, evidentemente, cuando a esta vertiente exterior de la pulsión
de muerte, se añade un componente erógeno, es decir un placer sexual y sádico,
el placer de gozar del dolor del Otro violentado.

Examinemos ahora la segunda relación entre el odio y la pulsión de muerte, en el


caso en que la pulsión de muerte está orientada no hacia el exterior, sino hacia el
interior del yo. Se trata aquí de un lazo muy extraño, como lo verán. La vertiene
interior de la pulsión de muerte expresa el aspecto menos localizable, el más
silencioso; al contrario de su vertiente exterior cuya manifestación es siempre
tumultuosa y tangible. Entonces, ¿qué pretende la pulsión de muerte cuando se
dirige al "adentro" de nosotros? ¿Nuestra desaparición? ¿Nuestra muerte? Es una
respuesta posible, siendo como es tan sugerente el vocablo de muerte y tan
ambiguo el concepto de pulsión de muerte.

Ciertas pasajes de la obra de Freud van en este sentido y permiten pensar que la
pulsión de muerte significa la tendencia natural del ser humano a autodestruirse.
Pero ¿qué encubre esta palabra de autodestrucción cuyo sentido se revela
múltiple?

Una primera interpretación consiste en ver en la tendencia autodestructora de la


pulsión de muerte un movimiento tendiente a llevar al ser viviente hacia un más
acá de su punto de origen, hacía el estado inorgánico. Una interpretación diferente
consisitiría en considerar la tendencia autodestructora coma una tendencia
inconsciente que acompaña el movimiento biológico hacia ese final fatal destinado
a todos los seres vivientes: la muerte.

Yo les propongo una tercera interpretación, enlazada con mi trabajo de


elaboración con el odio; esta interpretación no excluye las otras, pero las
completa. Consistiría en considerar que la autodestrucción perseguida por la
pulsión de muerte no busca, de manera alguna la desaparición o la extinción del
ser viviente sino toda lo contrario: buscaría su conservación. La autodestrucción
no sería autosupresión de nosotros mismos, sino más bien, destrucción en
nosotros mismos de todo lo que es perjudicial e inútil. En otros términos, la pulsión
de muerte dirigida hacía nuestro interior, debe ser comprendida como una
tendencia a separarnos de nuestras propias producciones inútiles; una tendencia a
hacer envejecer y perecer aquello que, ineluctablemente, debe separarse de
nosotros con el fin de regenerar y renovar mejor la substancia viviente. En
resumen, la pulsión llamada de "muerte", podría ser calificada como pulsión "de
separación y de pérdidas", y definida en consecuencia, como una potencia de vida
psíquica destinada a conservar al individuo, haciendo perecer en él aquello que le
es perjudicial.

Entendida así, como una fuerza de separación, de pérdidas y de renovación en el


seno mismo de nuestro yo, la actividad de la pulsión de muerte produciría un
placer singular, como si la separación de nuestra relación con los objetos caducos
y su caída, hubiesen implicado un placer sexual. Esta hipótesis de un placer
sexual suscitado por la actividad interna de la pulsión de muerte, justifica la
llamativa fórmula empleada por Freud de "masoquismo primario" , placer surgido
de la autodestrucción según la acepción en la que la tomamos, es decir:
separación, pérdidas y renovación.

¿Qué decir, entonces, del odio manifestado a una mismo sino que está dirigido
contra lo heterogéneo que hay en nosotros, para separarlo de nosotros y
rechazarlo? Volvamos al comienzo mismo de nuestra génesis mítica del yo, al
momento en que afirmábamos que, en este estadio primítivo, el odio primordial era
más antiguo que el amor por el Otro.

En este punto de nuestro desarrollo, y a la luz de la hipótesis freudiana del


masoquismo primario, debemos postular la existencia de un odio dirigido hacia
uno mismo, que es todavía más originario que el odio primordial dirigido al Otro,
aquel que identificábamos con la indiferencia.

A la secuencia: amor de sí ------- indiferencia------odio contra otro------ amor por el


otro propuesto al comienzo de este trabajo, debemos añadir ahora, el elemento
"odio contra sí" y situarlo en paralelo con el primer término que era: amor de sí.

El odio: reacción defensiva del yo para evitar el dolor

Al igual que para la angustia y la culpabilidad, la sede del odio es el yo,


contrariamente a lo que hemos observado en el caso del dolor, en el que implota
bajo el efecto de una ruptura en el fantasma en el Ello.

El lugar del odio es pues, el yo. Pocas emociones existen en la vida que, al igual
que el odio, puedan conferir al sujeto una convicción tan intensa de estar en la
verdad y estar acompañadas de un sentimiento tan completo de omnipotencia.
Cuando alguien vive el odio, éste se le convierte en una fuente de placer narcisista
que surge porque él ya se siente confortado en su sentimiento de ser yo. Si el
amor puede definirse como una demanda de ser reconocido por el otro, quiera
decir, reconocido en mi ser, el odio se especifica por ser un movimiento impulsivo
de auto-reconocimiento, a cambio, del desprecio por el otro.

Pero, ¿qué es entonces, hablando con precisión, el odio? ¿Cómo justificar mi


definición que concibe al odio como una reacción defensiva y narcisista del yo a fin
de evitar el dolor de la pérdida de un objeto preciso en circunstancias precisas?
¿Cuál es esta pérdida y cuáles son esas circunstancias?

Digamos en primer lugar, que el odio sólo puede nacer en el seno de una relación
durable con un otro amado del cual dependemos. Que esta dependencia sea
fácilmente localizable o no, el caso es, nótenlo bien, que el Otro del amor es
siempre un Otro que dispone del poder de responder a nuestra demanda o, al
contrario, de ignorarla. Es precisamente ésa la razón por la cual los casos de odio
más frecuentes -y nuestra experiencia de analistas nos lo enseña - se dan cuando
la persona odiada es un miembro de nuestra familia. Es entre miembros de una
misma familia o entre antiguos enamorados cuando se observa el odio más
encarnizado y destructor.

Quisiera ser preciso en mi definición de la relación amorosa porque, si el odio


viene después del amor y sobre el fondo del amor, no podemos comprender su
mecanismo sin antes haber detallado y elucidado la lógica del amor. Acaba de
decir que el odio sucede al amor y, hablando del odio-pulsión, he afirmado
también, en sentido opuesto, que el odio es anterior al amor. Estas proposiciones
no se contradicen: en tanto pulsión, el odio precede al amar, en tanto reacción
narcisista del yo, el odio sucede al amor.

¿Qué es pues el amor? Esta es la pregunta que debemos hacernos. El amor es


una promesa, la promesa de que un otro -llamémoslo el Otro del amor -tiene el
poder de conceder o no. ¿Y qué es ese don cuya promesa me ata al otro? No es
una cosa concreta sino la parte que supuestamente colmaría mi "falta en ser". El
don que espero del Otro es, en realidad, una nada, una nada cuya virtud consiste
en preservar y alimentar mi espera. Esta nos permite comprender la célebre
fórmula de Lacan:"El amor consiste en dar la que no se tiene". Yo la traduciría as¡:
el amor es la promesa de un don que algún día llegará, o también: el amor es la
promesa de un don que algún día llegará o, si nos ponemos en el lugar del que
recibe: el amor consiste en esperar la nada del Otra. Seamos claros: lo que cuenta
en el amor no es el don sino la tensión de la espera; es el suspenso de la
promesa.

Recuerden ustedes que, al estudiar el dolor, he definido la angustia como la


reacción a la amenaza de perder al ser amado, o de perder el amor de este ser
amado. Ahora podemos reemplazar esta expresión por la proposición siguiente: la
angustia es la reacción ante la amenaza de perder mí espera del don del otro; es
decir mi esperanza, mi ilusión de que un día él sabrá colmar mi ser.

Volvamos al odio reacción y distingamos en él dos tiempos: el despertar del odio y


la realización del odio. Si el Otro del amor tiene el poder de concederme o no el
don esperado, el Otro del odio posee también un poder temible, el poder de
herirme. El Otro del odio tiene el poder, no ya de concederme un don, sino de
hacerme mal y de gozar de ese mal. El odio que siento contra alguien ha sido
engendrado por mi suposición -justificada o no en la realidad, eso no importa- de
que el Otro, por su crueldad, está en el origen de mi sufrimiento. Al Otro del odio lo
supongo siendo perverso o más exactamente, sádico. Una de los reproches más
frecuentes que quien odia dirige al ser odiado sería el siguiente:"Tú has excitado
mi deseo para luego frustrarlo", o de otra forma:"Tú me has seducido y despertado
mi amor para luego abandonarme".

Como todos los sentimientos humanos, el odio sólo puede subsistir apoyado en un
fantasma alimentado por imágenes y hecho manifiesto en gestos y palabras. Y
justamente, ¿cuál es el fantasma del odio? Consiste en lo siguiente: el Otro
perverso del odio ha perdido todo poder y, en el momento presente, se encuentra
reducido al estado de objeto sometido a las fuerzas de mis pulsiones destructoras.
Se convierte as¡ en la marioneta atormentada que alimenta mis imágenes crueles
y agresivas.

He aquí lo que deseaba transmitir acerca del concepto de odio en cuanto reacción
narcisista.

Puedo ya adelantar la proposición que me parece caracterizar la naturaleza del


odio, proposición con la que quisiera concluir: el odio es una defensa, un
sobresalto del yo, una crispación agresiva para evitar la experiencia dolorosa de la
pérdida del amor, de la pérdida de la promesa de un don. Aquéllo que quien odia
no puede admitir, es el haber perdido la promesa que la vinculaba al Otro, la
esperanza de que un día su falta será colmada.

Para definir el odio he adelantado la palabra "sobresalto" a fin de indicar que este
odio es una reacción transitoria y, en última instancia, una vana tentativa de negar
el dolor de ser abandonado . Digo "vana tentativa" porque tarde o temprano, el
sujeto que odia deberá afrontar, inexorablemente, la pena, la pesadumbre a la
tristeza.

Quisiera cerrar esta reflexión con una última frase que, a mi juicio, puede puntuar
nuestra relación al amor y al odio. Yo la colocaría en los labios de un analizante, al
final de su análisis:"conocer bien a alguien equivale a haberle amado y odiado
sucesivamente. Amar y odiar equivale a experimentar con pasión, el ser de un
ser."

Texto revisado por su autor. Corresponde a la segunda reunión del seminario


realizado en Buenos Aires en agosto de 1996 cuyo tema fue: "El dolor, el odio, la
culpabilidad".
Traducción del francés: A.M. Gómez, L. Neuman, M. Olasagasti.

Destacados: S.R.

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