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Érase una vez un viejo molinero que tenía tres hijos. Acercándose la
hora de su muerte hizo llamar a sus tres hijos. "Mirad, quiero repartiros
lo poco que tengo antes de morirme". Al mayor le dejó el molino, al
mediano le dejó el burro y al más pequeñito le dejó lo último que le
quedaba, el gato. Dicho esto, el padre murió.
Hansel y Gretel
Pero esa anciana que parecía tan buena era una bruja que quería hacerlos trabajar.
Gretel tenía que cocinar y hacer toda la limpieza. Para Hansel la bruja tenía otros
planes: quería que tirara de su carro!. Pero el niño estaba demasiado flaco y
debilucho para semejante tarea, así que decidió encerrarlo en una jaula hasta que
engordara. Se imaginan que Gretel no podía escapar y dejar a su hermanito
encerrado!. Entretanto, el niño recibía tanta comida que, aunque había pasado
siempre mucha hambre, no podía terminar todo lo que le llevaba.
Como la bruja no veía más allá de su nariz, cuando se acercaba a la jaula de Hansel
le pedía que sacara un dedo para saber si estaba engordando. Hansel ya se había
dado cuenta de que la mujer estaba casi ciega, así que todos los días le extendía un
huesito de pollo. "Todavía estás muy flaco -decía entonces la vieja-. Esperaré unos
días más!".
Por fin, cansada de aguardar a que Hansel engordara, decidió atarlo al carro de
cualquier manera. Los niños comprendieron que había llegado el momento de
escapar.
Antes de huir de la casa, los dos niños buscaron comida para el viaje. Pero, cual
sería su sorpresa cuando encontraron montones de cofres con oro y piedras
preciosas!. Recogieron todo lo que pudieron y huyeron rápidamente.
Érase una vez un matrimonio de leñadores que tenía dos hijos. Pedro, el mayor, era
un chico muy miedoso. Cualquier ruido le sobresaltaba y las noches eran para él
terroríficas. Juan, el pequeño, era todo lo contrario. No tenía miedo de nada. Por
esa razón, la gente lo llamaba Juan sin miedo. Un día, Juan decidió salir de su casa
en busca de aventuras. De nada sirvió que sus padres intentaron convencerlo de
que no lo hiciera. El quería conocer el miedo. Saber que se sentía.
Estuvo andando sin parar varios días sin que nada especial le sucediese. Llegó un
bosque y decidió cruzarlo. Bastante aburrido, se sentó a descansar un rato. De
repente, una bruja de terrible aspecto, rodeada de humo maloliente y haciendo
grandes aspavientos, apareció junto a él.
Pero Juan nos impresionó. La bruja intentó todo lo que sabía para asustar a aquel
muchacho. Nada dio resultado. Así que se dio media vuelta y se fue de allí
cabizbaja, pensando que era su primer fracaso como bruja.
Tras su descanso, Juan echó a andar de nuevo. En un claro del bosque encontró
una casa. Llamo a la puerta y le abrió un espantoso ogro que, al ver al muchacho,
comenzó a lanzar unas terribles carcajadas. Juan no soportó que se riera de él. Se
quitó el cinturón y empezó a darle unos terribles golpes hasta que el ogro le rogó
que parase.
El muchacho pasó la noche en la casa del ogro. Por la mañana siguió su camino y
llegó a una ciudad. En la plaza un pregonero leía un mensaje del rey. Y a quien se
atreva a pasar tres noches seguidas en este castillo, el rey le concederá a la mano
de la princesa.
Juan sin miedo se dirigió al palacio real, donde fue recibido por el soberano.
Sin duda has de ser muy valiente contestó el monarca. Pero creo que deberías
pensarlo mejor.
Juan, muy enfadado por qué lo hubieran despertado, cogió un palo ardiendo y se
lo tiró al fantasma.
Este, con su sábana en llamas, huyó de allí y el muchacho siguió durmiendo tan
tranquilo.
Por la mañana, siguió recorriendo el castillo. Encontró una habitación con una
cama y decidió pasar allí su segunda noche. Al poco rato de haberse acostado, o yo
lo que parecían maullidos de gatos. Y ante él aparecieron tres grandes tigres que lo
miraban con ojos amenazadores. Juan cogió la barra de hierro y empezó a repartir
golpes. Con cada golpe, los tigres se iban haciendo más pequeños. Tanto
redujeron su tamaño que, al final, quedaron convertidos en unos juguetones que a
gatitos a los que Juan estuvo acariciando.
Llegó la tercera noche y Juan se echó a dormir. Al cabo de unos minutos escuchó
unos impresionantes rugidos. Un enorme león estaba a punto de atacarlo. El
muchacho cogió la barra de hierro y empezó a golpear al pobre animal, quien
empezó a decir con voz suplicante: ¡Basta! ¡basta! ¡no me es más! ¡eres un bruto!
¿no te das cuenta de que me vas a matar?
A la mañana siguiente, Juan sin miedo apareció el palacio real. El rey, que no daba
crédito a sus ojos, le concedió la mano de su hija y, a los pocos días se celebraron
las bodas. Juan estaba encantado con su esposa y se sentía muy feliz. La princesa
también lo estaba. Pero decidió que haría conocer el miedo a su marido.
Una noche, mientras Juan dormía, ella cogió una jarra de agua fría y se la derramó
encima. El pobre Juan creyó morir del susto. Temblaba de terror. Sus pelos estaban
rizados y ¡conoció el miedo, por fin! Juan una vez recuperado, agradeció su esposa
haberle hecho sentir miedo, algo que todo el mundo conoce.
La casita de chocolate
El patito feo
Crac! Crac! Uno tras otro comenzaron a abrirse los huevos, y los
patitos asomaban por ellos sus cabecitas. Pero... que será esa
horrible ave gris que aparecía? Mamá Pata no salía de su asombro.
"Ninguno de los otros patitos es como este!", exclamó.
"Miren, aquí viene otra cría, como si ya no fuéramos bastantes! Y qué feo es ese
patito! Sáquenlo de este corral! No lo queremos!".
"Creo que será mejor que me vaya lejos, muy lejos", se dijo por fin.
Así es que, saltando el cerco, salió a viajar tan rápido como pudo.
Llegó el otoño. Las hojas se pusieron amarillentas y rojizas en el bosque. Una tarde,
a la puesta del sol, aparecieron unos cisnes por entre los arbustos. "Ah! Qué lindo
ser tan hermoso como ellos!", suspiró el patito feo. Vino después el invierno. Los
días eran cada vez más fríos y el pobre patito feo tuvo que nadar en el agua helada
que empezaba a congelarse a su alrededor. Nadie le traía alimentos y apenas tenía
qué comer. Todo era muy triste!.
En la primavera, cuando el sol volvió a calentar la tierra y las
plantas a florecer, el patito feo notó que sus alas se habían
agrandado y eran muy fuertes. Las batió contra su cuerpo, una y
dos veces, hasta que por fin se elevó en el aire. No pasó mucho
tiempo antes de que se encontrara en un gran jardín. Tres
hermosos cisnes nadaban en un estanque.
"Me gustaría ir con ellos", se dijo el patito. Quizá ni siquiera me hagan caso, por ser
tan feo. Pero, sin embargo, no importa, lo intentaré".
Un cisne nuevo! Mírenlo, aquí!" Y después añadieron: "Es el más lindo de todos los
cisnes!".
El cisne nuevo volvió tímidamente la cabeza. Pero se sentía feliz. Aleteó, curvó el
grácil cuello y dijo:
"Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta
vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey,
con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el
reino: que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último
momento, logré escaparme y regresé a Bagdag cargado de joyas..."
Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus
viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De
este modo el muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le
había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna.
El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido
como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un
día, huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró
el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a
caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio de
elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes.
El soldadito de plomo
Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de
plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi
sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa,
una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento
oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros
soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor
y por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con
vehemencia que no. Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no
pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de
sorpresas.
Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo
admonitorio señalaba al pobre soldadito. Finalmente, una noche, el diablo estalló.
"¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!" El pobre soldadito se ruborizó, pero la
bailarina, muy gentil, lo consoló: " No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy
contenta de hablar contigo." Y lo dijo ruborizándose. ¡Pobres estatuillas de plomo,
tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron
separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.
"¡Quedate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo
bien puedes hacer de centinela!" El niño colocó luego a los demás soldaditos
encima de una mesa para jugar. Pasaban los días y el soldadito de plomo no era
relevado de su puesto de guardia. Una tarde estalló de improviso una tormenta, y
un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se
precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la
bayoneta del fusil se clavó en el suelo.
El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros,
pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las
alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara,
cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron
corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más
grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los
tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios. Fue así como
vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua. "¡Qué lástima que
tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa.", dijo uno . "Cojámoslo
igualmente, para algo servirá", dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo. Al otro lado
de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que
llegó hasta allí no se sabe cómo. "¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!" Dijo
el pequeño que lo había recogido. Así fue como el soldadito de plomo se convirtió
en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla
que se tragó también a la barquita.
Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que
quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el rió.
Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces
tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había
estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado. "Este ejemplar
parece apropiado para los invitados de esta noche.", dijo la mujer contemplando el
pescado expuesto encima de un mostrador. El pez acabó en la cocina y, cuando la
cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus
manos. "¡Pero si es uno de los soldaditos de...!", gritó, y fue en busca del niño para
contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba
una pierna. "¡Sí, es el mío!", exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito
mutilado que había perdido. "¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez!
¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!" Y lo
colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la
bailarina. Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados.
Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había
sucedido desde su separación. Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa:
un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer
en el hogar. El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía
que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía
impotente para salvarla. ¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas
estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de
mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al
fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan
cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a
fundirse. El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió
sorprendentemente la forma de corazón. A punto estaban sus cuerpecitos de
fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las
llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la
bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre
una sola peana en forma de corazón.
Erase un principito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta.
Caminando por un barrio miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su
estatura que era en todo exacto a él.
-¡Sí que es casualidad! - dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de
agua.
-Eres exacto a mi - repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas
del mendigo.
Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al
mendigo vestido en aquellos momentos con los ropajes de principe.
El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil.
Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas del palacio, esperaba
que le arrojasen un pedazo de pan.
En una bonita casa del bosque vivía mamá cabra con sus siete
cabritillos. Una mañana mamá cabra le dijo a sus hijos que tenía que ir a la ciudad
a comprar y de forma insistente les dijo:
"Queridos hijitos, ya sabéis que no tenéis que abrirle la puerta a nadie. Vosotros
jugad y no le abráis a nadie". "¡Sí mamá. No le abriremos a nadie la puerta."
La mamá de los cabritillos temía que el lobo la viera salir y fuera a casa a
comerse a sus hijitos. Ella, preocupada, al salir por la puerta volvió a decir: "Hijitos,
cerrar la puerta con llave y no le abráis la puerta a nadie, puede venir el lobo." El
mayor de los cabritillos cerró la puerta con llave.
Al ratito llaman a la puerta. "¿Quién es?", dijo un cabritillo. "Soy yo, vuestra
mamá", dijo el lobo, que intentaba imitar la voz de la mamá cabra.
"No, no, tú no eres nuestra mamá, nuestra mamá tiene la voz fina y tú la tienes
ronca."
El lobo se marchó y fue en busca del huevero y le dijo: "Dame cinco huevos para
que mi voz se aclare." El lobo tras comerse los huevos tuvo una voz más clara.
De nuevo llaman a la puerta de las casa de los cabritillos. "¿Quién es?". "Soy yo,
vuestra mamá." "Asoma la patita por debajo de la puerta." Entonces el lobo metió
su oscura y peluda pata por debajo de la puerta y los cabritillos dijeron: "¡No, no! tú
no eres nuestra mamá, nuestra mamá tiene la pata blanquita.
" El lobo enfadado pensó: "Qué listos son estos cabritillos, pero se van a enterar,
voy a ir al molino a pedirle al molinero harina para poner mi para muy blanquita."
Así lo hizo el lobo y de nuevo fue a casa de los cabritillos. "¿Quién es?", dice un
cabritillo. "Soy yo, vuestra mamá." "Enseña la patita por debajo de la puerta." El
lobo metió su pata, ahora blanquita, por debajo de la puerta y todos los cabritillos
dijeron: "¡Sí, sí! Es nuestra mamá, abrid la puerta." Entonces el lobo entró en la
casa y se comió a seis de los cabritillos, menos a uno, el más pequeño, que se
había escondido en la cajita del reloj.
El lobo con una barriga muy gorda salió de la casa hacia el río, bebió agua y se
quedó dormido al lado del río.
Mientras tanto mamá cabra llegó a casa. Al ver la puerta abierta entró muy
nerviosa gritando: "¡Hijitos, dónde estáis! ¡ Hijitos, dónde estáis!". Una voz muy
lejana decía: "¡Mamá, mamá!". "¿Dónde estás, hijo mío?". "Estoy aquí, en la cajita
del reloj."
La mamá cabra sacó al menor de sus hijos de la cajita del reloj, y el cabritillo le
contó que el lobo había venido y se había comido a sus seis hermanitos. La mamá
cabra le dijo a su hijito que cogiera hilo y una aguja, y juntos salieron a buscar al
lobo. Le encontraron durmiendo profundamente.
La mamá cabra abrió la barriga del lobo, sacó a sus hijitos, la llenó de piedras,
luego la cosió y todos se fueron contentos.
LA OCA DE ORO
Un hombre tenía tres hijos, al tercero de los cuales llamaban «El zoquete», que
era menospreciado y blanco de las burlas de todos. Un día quiso el mayor ir al
bosque a cortar leña; su madre le dio una torta de huevos muy buena y sabrosa y
una botella de vino, para que no pasara hambre ni sed.
Al llegar al bosque se encontró con un hombrecillo de pelo gris y muy viejo, que
lo saludó cortésmente y le dijo: - Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu
vino. Tengo hambre y sed. El listo mozo respondió - Si te doy de mi torta y de mi
vino apenas me quedará para mí; sigue tu camino y déjame -y el viejo quedó
plantado y siguió adelante.
Se puso a cortar un árbol, y al poco rato pegó un hachazo en falso y el hacha se
le clavó en el brazo, por lo que tuvo que regresar a su casa a que lo vendasen. Con
esta herida pagó su conducta con el hombrecillo. Partió luego el segundo para el
bosque, y, como al mayor, su madre lo proveyó de una torta y una botella de vino.
También le salió al paso el viejecito gris, y le pidió un pedazo de torta y un trago de
vino. Pero también el hijo segundo le replicó con displicencia:
- Lo que te diese me lo quitaría a mí; ¡sigue tu camino! y dejando plantado al
anciano, se alejó.
No se hizo esperar el castigo. Apenas había asestado un par de hachazos a un
tronco cuando se hirió en una pierna, y hubo que conducirlo a su casa. Dijo
entonces «El zoquete»:
- Padre, déjame ir al bosque a buscar leña. - Tus hermanos se han lastimado -le
contestó el padre-
- No te metas tú en esto, pues no entiendes nada. Pero el chico insistió tanto, que,
al fin, le dijo su padre: -Vete, pues, si te empeñas; a fuerza de golpes ganarás
experiencia.
Le dio la madre una torta amasada con agua y cocida en las cenizas. y una
botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque se encontró igualmente con el
hombrecillo gris, el cual lo saludó y dijo:
- Dame un poco de tu torta, y un trago de lo que llevas en la botella, pues tengo
hambre y sed.
- No llevo sino una torta cocida en la ceniza y cerveza agria -le respondió «El
zoquete»-; si te conformas, sentémonos y comeremos.
Y se sentaron. Y he aquí que cuando el mozo sacó la torta, resultó ser un
magnífico pastel de huevos, y la cerveza agria se había convertido en un vino
excelente.
- Puesto que tienes buen corazón y eres generoso, te daré suerte. ¿Ves aquel viejo
árbol de allí? Pues córtalo; encontrarás algo en la raíz. Y con estas palabras, el
hombrecillo se despidió.
Y así tuvieron que pasarse la noche pegadas a la oca. A la mañana, «El zoquete»,
tomando el animal bajo el brazo, emprendió el camino de su casa, sin preocuparse
de las tres muchachas, que lo seguían quieras o no, haciendo eses, según le
llevaban a él las piernas. En medio del campo se encontraron con el señor cura,
quien, al ver la comitiva, dijo: - ¿No les da vergüenza, descaradas, correr de este
modo tras este joven en despoblado? ¿Les parece decente? Y sujetó a la menor por
la mano con intención de separarla; pero no bien la tocó, quedó a su vez
enganchado y tubo que participar también en la carrera. Al poco rato acertó a
pasar el sacristán, y, al ver al señor cura que seguía a las muchachas, sorprendido
dijo: - ¿Y pues, señor cura, adónde va tan de prisa? ¿Se ha olvidado de que hoy
tenemos un bautizo? -y corriendo hacia él, lo tomó de la manga, quedando
asimismo sujeto.
Trotando así los cinco, topáronse con dos labradores que, con sus azadones al
hombro, regresaban del campo. Los llamó el cura, pidiéndoles que lo
desenganchasen, a él y al sacristán; pero no bien hubieron tocado los hombres a
este último, ¡helos también aprisionados! Y ya eran siete los que corrían en pos de
«El zoquete» y su oca.
Poco después llegaron a una ciudad, cuyo rey era padre de una hija tan seria,
que nadie, había logrado hacerla reír. Por eso el Rey había hecho pregonar que
daría la mano de la princesa al hombre
que fuese capaz de provocar su risa.
Y lo llevó a la corte del Rey, el cual había mandado reunir toda la harina del
reino y cocer con ella una enorme montaña de pan. El hombre del bosque se situó
enfrente de ella, empezó a comer, y, al ponerse el sol, aquella enorme mole había
desaparecido.
Por tercera vez reclamó «El zoquete» a la princesa; pero el Rey, buscando
todavía excusas, le exigió que le trajera un barco capaz de ir por tierra y por agua. -
En cuanto llegues navegando en él -díjo-, mi hija será tu esposa.
Nuevamente se encaminó el muchacho al bosque, donde lo aguardaba el viejo
hombrecillo gris con quien repartiera su torta, y que le dijo:
- Para ti he comido y bebido, y ahora te daré el barco. Todo eso lo hago porque
fuiste compasivo conmigo.
Y le dio el barco que iba por tierra y por agua; y cuando el Rey lo vio, ya no
pudo seguir negándose a entregarle a su hija. Se celebró la boda; a la muerte del
Rey, «El zoquete» heredó la corona, y durante largos años vivió feliz con su esposa.
Érase una vez un molinero muy pobre que no tenía en el mundo más que a su hija.
Ella era una muchacha muy hermosa. Cierto día, el rey mandó llamar al molinero,
pues hacía mucho tiempo no le pagaba impuestos. El pobre hombre no tenía
dinero, así es que se le ocurrió decirle al rey:
-Tengo una hija que puede hacer hilos de oro con la paja.
-¡Tráela! -ordenó el rey.
Esa noche, el rey llevó a la hija del molinero a una habitación llena de paja y le dijo:
-Cuando amanezca, debes haber terminado de fabricar hilos de oro con toda esta
paja. De lo contrario, castigaré a tu padre y también a tí. La pobre muchacha ni
sabía hilar, ni tenía la menor idea de cómo hacer hilos de oro con la paja. Sin
embargo, se sentó frente a la rueca a intentarlo. Como su esfuerzo fue en vano,
desconsolada, se echó a llorar.
De repente, la puerta se abrió y entró un hombrecillo extraño.
-Buenas noches, dulce niña. ¿Por qué lloras?
-Tengo que fabricar hilos de oro con esta paja -dijo sollozando-, y no sé cómo
hacerlo.
-¿Qué me das a cambio si la hilo yo? -preguntó el hombrecillo.
-Podría darte mi collar -dijo la muchacha.
-Bueno, creo que eso bastará -dijo el hombrecillo, y se sentó frente a la rueca.
Al otro día, toda la paja se había transformado en hilos de oro. Cuando el rey vio la
habitación llena de oro, se dejó llevar por la codicia y quiso tener todavía más.
Entonces condujo a la muchacha a una habitación aún más grande, llena de paja, y
le ordenó convertirla en hilos de oro. La muchacha estaba desconsolada.
"¿Qué voy a hacer ahora?" se dijo.
Esa noche, el hombrecillo volvió a encontrar a la joven hecha un mar de lágrimas.
Esta vez, aceptó su anillo de oro a cambio de hilar toda la paja.Al ver tal cantidad
de oro, la avaricia del rey se desbordó. Encerró a la muchacha en una torre llena de
paja.
-Si mañana por la mañana ya has convertido toda esta paja en hilos de oro, me
casaré contigo y serás la reina.
El hombrecillo regresó por la noche, pero la pobre muchacha ya no tenía nada más
para darle.
-Cuando te cases -propuso el hombrecillo- tendrás que darme tu primer hijo.
Como la muchacha no encontró una solución mejor, tuvo que aceptar el trato.
Al día siguiente, el rey vio con gran satisfacción que la torre estaba llena de hilos de
oro. Tal como lo había prometido, se casó con la hija del molinero.
Un año después de la boda, la nueva reina tuvo una hija.
La reina había olvidado por completo el trato que había hecho con el hombrecillo,
hasta que un día apareció.
-Debes darme lo que me prometiste -dijo el hombrecillo.
La reina le ofreció toda clase de tesoros para poder quedarse con su hija, pero el
hombrecillo no los aceptó.
-Un ser vivo es más precioso que todas las riquezas del mundo -dijo.
Desesperada al escuchar estas palabras, la reina rompió a llorar. Entonces el
hombrecillo dijo:
-Te doy tres días para adivinar mi nombre. Si no lo logras, me quedo con la niña.
La reina pasó la noche en vela haciendo una lista de todos los nombres que había
escuchado en su vida. Al día siguiente, la reina le leyó la lista al hombrecillo, pero la
respuesta de éste a cada uno de ellos fue siempre igual:
“Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le
respondió: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?” Y el gallo le dice:
“quiquiriquí”. “Ay no, contigo no me casaré que no me gusta el ruido que haces”.
Se fue el gallo y apareció un perro. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te
quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué
ruido haces?”. “Guau, guau”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido me
asusta”. Se fue el perro y apareció un cerdo. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita,
¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú por las noches
qué ruido haces?”. “Oink, oink”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido es
muy ordinario”. El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato blanco, y le
dice a la ratita: “Ratita, ratita tú que eres tan bonita ¿te quieres casar conmigo?”.
Y la ratita le dijo “No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches?”. Y el gatito
con voz suave y dulce le dice: “Miau, miau”. “Ay sí contigo me casaré que tu voz
es muy dulce.” Y así se casaron la ratita presumida y el gato blanco de dulce
voz. Los dos juntos fueron felices y comieron perdices y colorín colorado este
cuento se ha acabado.
EL BOSQUE ENCANTADO
Había una vez, un bosque bellísimo, con muchos
árboles y flores de todos colores que alegraban la
vista a todos los chicos que pasaban por ahí. Todas
las tardes, los animalitos del bosque se reunían para
jugar.
Los conejos, hacían una carrera entre ellos para
ver quién llegaba a la meta. Las hormiguitas hacían
una enorme fila para ir a su hormiguero. Los
coloridos pájaros y las brillantes mariposas se
posaban en los arbustos. Todo era paz y
tranquilidad.
Hasta que... Un día, los animalitos escucharon ruidos, pasos extraños y se
asustaron muchísimo, porque la tierra empezaba a temblar. De pronto, en el
bosque apareció un brujo muy feo y malo, encorvado y viejo, que vivía en una casa
abandonada, era muy solitario, por eso no tenía ni familiares ni amigos, tenía la
cara triste y angustiada, no quería que nadie fuera felíz, por eso... Cuando escuchó
la risa de los niños y el canto de los pájaros, se enfureció de tal manera que grito
muy fuerte y fue corriendo en busca de ellos.
Pasaron varios años desde que nadie pisaba ese oscuro y espantoso lugar, hasta
que una paloma llegó volando y cantando alegremente, pero se asombró
muchísimo al ver ese bosque, que alguna vez había sido hermoso, lleno de niños
que iban y venían, convertido en un espeluznante bosque.
- ¿Qué pasó aqui?... Todos perdieron su color y movimiento... Está muy tenebroso
¡Cómo si fuera de noche!... Tengo que hacer algo para que éste bosque vuelva a
hacer el de antes, con su color, brillo y vida... A ver, ¿Qué puedo hacer? y despues
de meditar un rato dijo: ¡Ya sé!
La paloma se posó en la rama seca de un árbol, que como por arte de magia,
empezó a recobrar su color natural y a moverse muy lentamente. Después se
apoyó en el lomo del conejo y empezaron a levantarse sus suaves orejas y, poco a
poco, pudo notarse su brillante color gris claro. Y así fue como a todos los
habitantes del bosque les fue devolviendo la vida.
Los chicos volvieron a jugar y a reir otra vez, ellos junto a los animalitos les
dieron las gracias a la paloma, pues, fue por ella que volvieron a la vida. La
palomita, estaba muy feliz y se fue cantando.
¡Y vino el viento y se llevó al brujo y al cuento!
-No; la rosa más incomparable la vi ante el altar del Señor -afirmó el anciano y
piadoso obispo-. La vi brillar como si reflejara el rostro de un ángel. Las doncellas
se acercaban a la sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de su bautismo, y
en sus rostros lozanos se encendían unas
rosas y palidecían otras. Había entre ellas
una muchachita que, henchida de amor y
pureza, elevaba su alma a Dios: era la
expresión del amor más puro y más
sublime.
-¡Madre! -dijo el niño-. ¡Oye lo que acabo de leer!-. Y, sentándose junto a la cama,
se puso a leer acerca de Aquél que se había sacrificado en la cruz para salvar a
los hombres y a las generaciones que no habían nacido.
-¡Ya la veo! -exclamó-. Jamás morirá quien contemple esta rosa, la más bella del
mundo.
EL ABETO PEQUEÑO
Había una vez un pequeño abeto en un gran bosque que estaba muy triste. Y
lloraba. ¿Sabéis por qué? Por que no le gustaban sus hojas.
- Snif, Snif – lloraba – no me gusta estas hojas tan puntiagudas. Todos los árboles
tienen hojas más bonitas que las mías.
Estuvo llorando todo el día, hasta que de noche, se durmió. Al día siguiente, el
abeto se despertó y vio que sus hojas eran grandes hojas de oro.
- ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más preciosas! Son todas tan doradas ...
Pero tan bonitas eran que pasó un ladrón y se las llevó todas. Y el pequeño abeto
volvió a llorar:
- Snif, snif – lloraba – Ya no quiero hojas de oro. Ahora quiero hojas de cristal, ¡que
son igual de brillantes pero incluso más bonitas!
Esa noche volvió a dormirse pensando en tener hojas
de cristal. Y otra vez al despertarse vió su deseo
cumplido. Hojas y hojas de cristal coronaban su copa.
- ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más
preciosas! Son todas tan brillantes ...
Pero ese día sopló un viento huracanado que tiró
todas las hojas, rompiéndolas en pedacitos. Y el
abeto volvió a llorar.
- Snif, Snif – lloraba – Ya no quiero hojas de cristal.
¡Ahora quiero hojas verdes!
Y con ese deseo se durmió otra vez. Y una vez más, al
despertarse, vio su deseo hecho realidad
- ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más
preciosas! Son todas tan verdes ...
Pero ese día pasó un rebaño de cabras y vieron sus hojas verdes tan apetecibles
que se las comieron todas. Y el pequeño abeto volvió a llorar.
- Snif, Snif – lloraba – Ya no quiero hojas verdes. Ni de cristal. Ni de oro. ¡Quiero
mis hojas puntiagudas!
Y esa noche, triste, se volvió a dormir. A la mañana, al despertar, vio que volvía a
tener sus hojas puntiagudas. Y sin nadie que las robara, las rompiese o las comiese,
creció hasta hacerse un gran abeto y dar cobijo a los animales del bosque.
ALI BABA Y LOS CUARENTA LADRONES
Alí Babá era un pobre leñador que vivía con su esposa en un pequeño pueblecito
dentro de las montañas, allí trabajaba muy duro cortando gigantescos árboles para
vender la leña en el mercado del pueblo.
Una vez allí Alí Babá dejó de escuchar a los caballos y cuando vio como el sol se
estaba ocultando ya bajo las montañas, se acordó de que tenía que cortar
suficientes árboles para llevarlos al centro del poblado. Así que afiló su enorme
hacha y se dispuso a cortar el árbol más grande que había, cuando este empezó a
tambalearse por el viento, el leñador se apartó para que no le cayera encima,
descuidando que estaba al borde de un precipicio dio un traspiés y resbaló
ochenta metros colina abajo hasta que fue a golpearse con unas rocas y perdió el
conocimiento.
Cuando se despertó estaba amaneciendo, Alí Babá estaba tan mareado que no
sabía ni donde estaba, se levantó como pudo y vio el enorme tronco del árbol
hecho pedazos entre unas rocas, justo donde terminaba el sendero que atravesaba
toda la colina, así que buscó su cesto y se fue a recoger los trozos de leña.
Cuando tenía el fardo casi lleno, escuchó como una multitud de caballos
galopaban justo hacia donde él se encontraba ¡Los leñadores! - pensó y se
escondió entre las rocas.
El hombre que entraba el último, era el más alto de todos y llevaba un saco gigante
atado con cuerdas a los hombros, al pasar junto a las piedras que se encontraban
en la entrada, una de ellas hizo tropezar al misterioso hombre que resbaló y su
fardo se abrió en el suelo, pudiendo Alí Babá descubrir su contenido: Miles de
monedas de oro que relucían como estrellas, joyas de todos los colores, estatuas
de plata y algún que otro collar... ¡Era un botín de ladrón! Ni más ni menos que
¡Cuarenta ladrones!.
Alí Babá no lo pensó dos veces, aún se respiraba el polvo que habían levantado los
caballos de los ladrones al galopar cuando este se encontraba frente a la entrada
oculta de la guarida de los ladrones. ¡Ábrete Sésamo! Dijo impaciente, una y otra
vez hasta que la grieta se vio ante los ojos del leñador, que tenía el cesto de la leña
en la mano y se imaginaba ya tocando el oro del interior con sus manos
Una vez dentro, Alí Babá tanteó como pudo el interior de la cueva, pues a medida
que se adentraba en el orificio, la luz del exterior disminuía y avanzar suponía un
gran esfuerzo.
Tras un buen rato caminando a oscuras, con mucha calma pues al andar sus
piernas se enterraban hasta las rodillas entre la grava del suelo, de pronto Alí Babá
llegó al final de la cueva, tocando las paredes, se dio cuenta que había perdido la
orientación y no sabía escapar de allí.
Se sentó en una de las piedras decidido a esperar a los ladrones, para poder
conocer el camino de regreso, decepcionado porque no había encontrado nada de
oro, se acomodó tras las rocas y se quedó adormilado.
Cuando llegó al lugar en el que Alí Babá dormía, el ladrón se puso a rebuscar entre
las montañas de oro algún saco para llevarse, y con el ruido Alí Babá se despertó.
Pero Alí babá se preguntaba si el ladrón que estaba con él había sido también
arrestado ya que aunque la entrada de la cueva había permanecido cerrada, no
había escuchado moverse al bandido en ningún momento. Con mucha calma, fue
caminando hacia la salida y susurró ¡Ábrete Sésamo! Y escapó de allí.
Cuando se encontró en su casa, su mujer estaba muy preocupada, Alí Babá llevaba
dos días sin aparecer por casa y en todo el poblado corría el rumor de una banda
de ladrones muy peligrosos que asaltaban los pueblos de la zona, temiendo por Alí
Babá, su mujer había ido a buscar al hermano de Alí Babá, un hombre poderoso,
muy rico y malvado que vivía en las afueras del poblado en una granja que
ocupaba el doble que el poblado de Alí Babá. El hermano, que se llamaba Semes,
estaba enamorado de la mujer de Alí Babá y había visto la oportunidad de llevarla
a su granja ya que este aunque rico, era muy antipático y no había encontrado en
el reino mujer que le quisiera.
Sin detenerse un instante, Semes se colocó frente a la cueva y dijo las palabras que
Alí Babá le había contado, al instante, mientras la puerta se abría, la guardia se
abalanzó sobre Semes gritando "¡Al ladrón!" y lo capturó sin contemplaciones,
aunque Semes intentó explicarles porque estaba allí, estos no le creyeron porque
estaban convencidos de que el último ladrón sabiendo que sus compañeros
estaban presos, inventaría cualquier cosa para poder disfrutar él solo del botín, así
que se lo llevaron al reino para meterle en la celda con el resto de ladrones.
Al día siguiente Alí Babá consiguió salir de su encierro, y fue en busca de su mujer,
le contó toda la historia y esta entusiasmada por el oro pero a la vez asustada
acompañó a Alí Babá a la cueva, cogieron un buen puñado de oro, con el que
compraron un centenar de caballos, y los llevaron a la casa de su hermano, allí
durante varios días se dedicaron a trasladar el oro de la cueva al interior de la casa,
y una vez habían vaciado casi por completo el contenido de la cueva, teniendo en
cuenta que su hermano estaba preso y que uno de los ladrones estaba aún libre se
pusieron a buscarlo. Tardaron varios días en dar con él, ya que se había escondido
en el bosque para que no le encontraran los guardias, pero Alí Babá conocía muy
bien el bosque, y le tendió una trampa para cogerle. Así que lo ató al caballo y lo
llevo al reino, donde lo entregó a cambio de que soltaran a su hermano, este,
enfadado con Alí Babá por haberle vencido cogió un caballo y se marchó del reino.
Alí Babá ahora estaba en una casa con cien caballos, que le servirán para vivir
felizmente con su mujer, y decidió asegurarse de que los ladrones jamás intentasen
robarle su tesoro, así que repartió su fortuna en muchos sacos pequeños y le dio
un saquito a cada uno de los habitantes del pueblo, que se lo agradecieron
enormemente porque así iban a poder mejorar sus casas, comprar animales y
comer en abundancia.
Así fue como Alí Babá le robó el oro a un grupo de ladrones que atemorizaban su
poblado, repartió sus riquezas con el resto de habitantes y echó a su malvado
hermano del pueblo, pudiendo dedicarse por entero a sus caballos y no teniendo
que trabajar más vendiendo leña.
Se dice hoy que cuando Alí Babá sacó todo el oro de la cueva, esta se cerró y no se
pudo volver a abrir.
El bosque de las golosinas
Nasha y el dragoncito
Carmela era una niña muy inteligente, más que los demás. Esto hacía que cada día, en su
escuela, observase muchas cosas que no le gustaban y que a ella le parecía que estaban
mal. Aquellas cosas nunca le afectaban a ella directamente, pero lo cierto es que eso no
hacía que le importasen menos.
Sabía reconocer con facilidad a todos aquellos compañeros que durante la hora del recreo
se disfrazaban de abusones. Y Carmela sabía muy bien lo que pensaba en cuanto a que se
disfrazasen de abusones, porque estos mismos chicos cuando llegaban a casa se
convertían en seres blanditos y mimados por mamá. Lo cierto es que no había visto nunca
que esto fuese así, pero Carmela no podía evitar imaginarse a aquellos compañeros
refunfuñando en sus casas por unas tortitas, por ver más y más horas la televisión o por
jugar a los videojuegos.
Al igual que muchos niños se disfrazaban de abusones, había otros que se vestían de
cobardes, de tímidos o de personas débiles. Estos compañeros y compañeras del cole
siempre estaban en el punto de mira de los abusones, y a menudo eran el blanco de sus
bromas y de sus grandes hazañas. Aquellas hazañas consistían, para los abusones, en
perseguir hasta el cansancio a los cobardes para buscarles siempre su punto débil y reírse
de ello. En realidad no existía ningún punto débil, porque estos compañeros en teoría
cobardes, llegaban a casa y ayudaban en todo a sus padres, visitaban a sus abuelitos,
hacían siempre sus deberes, eran amigos de sus amigos…un montón de cosas y
responsabilidades sobre sus espaldas que no les hacían flaquear ni abandonar. Y a pesar
de tener que aguantar a diario a los abusones, seguían levantándose cada mañana para ir
al cole con la cabeza bien alta y con una buena sonrisa para sus padres.
La inteligencia de Carmela hacía que pudiese observar y analizar todo aquello que veía a
su alrededor como si se tratase de un puzle. Las piezas encajaban y unos personajes
parecían ser necesarios para que hubiese otros, y así, como cuando analizaban poemas en
clase y hablaban del bien y del mal.
Sin embargo, aunque Carmela no lo sabía, ella también tenía un papel y formaba parte del
grupo que denominada “de los cobardes”. Observaba todas aquellas cosas que la
removían por dentro, y era incapaz de pronunciar una sola palabra de disgusto o de
rechazo. Tenía miedo de los abusones, al igual que muchos otros de sus compañeros, y
eso que sabía muy bien que aquellos niños se convertían en un ovillo de lana cuando eran
regañados en casa por sus padres y por la razón que fuese. El miedo engullía toda la
confianza de Carmela, esa confianza tan gran que demostraba a la hora de plantear sus
ideas en su interior, casi como una adulta.
Y así sería el paso de Carmela por la
escuela, hasta casi el final. Un paso
inadvertido por asignaturas y
compañeros que terminarían
desapareciendo de su vida para
siempre. Lo que no sabía Carmela
entonces es que aquellos abusones se terminarían convirtiendo en cobardes y los
cobardes en fuertes y seguros de sí mismo. Y es que la escuela definía el camino de los
niños y niñas con mucha frecuencia. El suyo también había sido definido y Carmela, con
los años, se convirtió en una excelente abogada de las causas injustas.
La niña y la princesa
Samanta era una pequeña y humilde niña que vivía en las afueras de un hermoso
reino. Su familia tenía pocos recursos y era una de las
más pobres del pueblo.
Sin embargo, Samanta estudiaba en uno de los
mejores colegios del reino, pues su padre se
esforzaba trabajando para el Rey y, en lugar de recibir
monedas de oro como pago, le pedía que su hija
pudiera estudiar en la mejor escuela, ya que era una
niña muy estudiosa.
En el colegio, Samanta era el blanco perfecto para las
bromas pesadas debido a sus orígenes. Diariamente
merendaba sola y alejada de sus compañeros de clase
para no levantar ningún alboroto.
Un frío día, Samanta se encontraba en una de las
pequeñas mesas del patio a la hora de la merienda.
Tenía frío y hambre, puesto que sus padres pasaban
por una terrible crisis. Su vestimenta era pobre y
escasa, aunque poseía un pequeño y ligero abrigo que
la protegía un poco del terrible frío. Pasó unos
minutos observando a los demás niños comer y algo
llamó su atención inmediatamente: Johana, una de las niñas más populares, había
discutido con sus amigos y estos le habían destrozado su abrigo en pequeñas e
inservibles partes. Samanta, en lugar de sentirse bien por lo que había sucedido,
se sentía preocupada por ello. Corrió hasta Johana, y sin pensarlo demasiado, se
quitó su fino abrigo cubriendo sus hombros. Después, como la directora había
salido para avisar a todos de que la hora de la merienda había
terminado, Samanta se fue corriendo sin despedirse de Johana.
Esa misma tarde, a la hora de la salida, Samanta recorrió la ruta de costumbre
directa a casa, sin darse cuenta de que la compañera a la que acababa de ayudar,
Johanna, la seguía. A la mañana siguiente un gran alboroto hizo que Samanta
saltara de su cama y corriera hasta la salida de su casa. Allí vio a su madre
llorando de rodillas y a su padre hablando con el mismo Rey en persona. Detrás
del hombre, había una carretilla llena de comida, semillas para sembrar y ganado.
Tras aquel gesto la familia de Samanta era más rica que nunca.
La verdad era que aquella niña a quien Samanta había ayudado con tanta
humildad era la hija del Rey, quién quedó agradecida profundamente por aquella
acción y decidió recompensar a la familia de Samanta por ello. Desde ese mismo
día, Samanta y su familia ya no volvieron a tener una vida difícil y la pequeña
se pasaba los días en el reino jugando con su nueva mejor amiga, Johana.
Había una vez una hermosa princesa que tenía el don de sanar y de que todo
fuera perfecto con solo sonreír. Pero un día, una malvada bruja aprovechó una
oportunidad para llevársela y encerrarla en lo más alto de su castillo, siendo
custodiada por un enorme dragón que era lo único que amaba.
Los soldados enviados por su padre hicieron todo lo posible por rescatarla, pero sin
éxito. A la princesa se le había borrado la sonrisa del rostro; estaba muy triste y,
por esto, la gente de su castillo también. A los niños no se les veía jugar; las flores
iban muriendo; los arboles no daban frutos; ya no salía ningún arcoíris y todo se
tornó gris. La malvada bruja había logrado lo que quería.
Al pasar los días todo empeoraba, hasta el punto de que enfermara incluso el
enorme dragón. Sí, aunque pertenecía a la bruja, a dragón le gustaba la alegría
que reinaba en el castillo de la princesa.
La bruja, al ver a su dragón tan enfermo, tomó la decisión de dejar en libertad a la
princesa. Ésta se puso tan, pero tan feliz, que su sonrisa volvió y con ella asomó
un bello arcoíris que hizo desaparecer todo lo gris. Florecieron las rosas, los
árboles se llenaron de los mejores frutos, las personas y los niños se veían
alegres….
Y la princesa, acercándose al dragón casi moribundo, sonrió y le dijo:
¡Mejoraras hermoso dragón!
El dragón comenzó a abrir los ojos y a tener fuerzas nuevamente. La bruja
también se puso muy contenta y esto hizo que se volviera hermosa. Se dirigió a la
princesa y dijo:
¡Gracias princesa! Prometo nunca más hacerte daño. Mi dragón y yo vamos a
cuidarte siempre para que nadie lo intente.
Y la princesa y sus padres se mostraron agradecidos y vivieron muy felices.
Anabel y su plantita
El caracol triste
Érase una vez un pequeño caracol que vivía en un huerto. Siempre estaba muy
triste porque los demás caracoles tenían hermosas casas y la de él era vieja y
aburrida.
Cada mañana los caracoles felices se paseaban por el huerto con sus hermosas
casitas y él se queda en un rincón muy triste, mirando como los caracoles felices
triunfaban enseñando sus hermosas casas.
El caracolito se sentía muy desolado y se escondió tras una lechuga, allí pensaba
en cómo podría conseguir una casita similar a la de sus compañeros.
De repente, el caracol triste vio pasar a otro caracol con una velocidad
impresionante. Se quedó mirándolo un rato, era fantástico correr tanto, pensaba el
triste caracol. Yo con una casa vieja y tan lento, no impresiono a nadie.
El caracol, aún más triste, fue a esconderse tras una fresa. Decidió que nunca más
saldría. Cuando más triste estaba nuestro pequeño amigo, un caracol más viejo y
sabio pasó delante de él, iba preparado como para irse de viaje. El caracol triste se
quedó muy sorprendido, era el primer caracol que salía del huerto. El caracol viejo
se dio cuenta de su tristeza y se acercó a él, proponiéndole irse de viaje los dos
juntos. Nuestro pequeño amigo, al oír esas palabras sonrió tanto que su alegría
fue la envidia de todos los caracoles. Corrió para preparar sus maletas y su
velocidad también fue la envidia de todos, y en menos de un segundo el caracol,
ahora alegre, estaba allí preparado para irse de aventura. Todos le envidiaban.
Así salió el caracol de aquel huerto, alegre y bien reconocido por los demás. Esto
sirvió para que aprendiera que la envidia es mala y que cada uno tiene lo que tiene
porque se lo ha ganado.