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LAS POSTURAS ÉTICAS EN LAS

ORGANIZACIONES MODERNAS∗

Eugène Enriquez∗∗

La ética no es un vehículo que pueda detenerse voluntariamente


para subir o bajar de él, según sea el caso.
Max Weber

El hombre de las civilizaciones tardías y de claridad declinante


será, en gran medida, un individuo más bien débil.
Nietzsche

Resumen

El retorno de las preocupaciones éticas traduce el profundo malestar de nuestras


sociedades; malestar que es posterior al triunfo de la racionalidad instrumental, la
cual tiende a convertir a los seres humanos en objetos manipulables. Esta
perversión de la racionalidad se expresa de manera particular al interior de las
empresas. Sin embargo, en la actualidad, éstas intentan incorporar una
preocupación ética en su propio funcionamiento. Se puede constar que al hacer
esto, su objetivo es, las más de las veces, desarrollar un consenso profundo
alrededor de los ideales que consideran como propios, tanto por parte de sus
miembros como del conjunto del cuerpo social. También debemos preguntarnos
cuáles son las verdaderas posturas éticas que confrontan las organizaciones
modernas. Con ese objetivo en mente se analizan las éticas de la convicción, de la
responsabilidad y de la discusión. Aparece entonces una cuarta forma de ética, la


Aparecido originalmente en Sociologie et sociétés, vol. XXV, núm. 1, primavera, 1993, pp. 25-38. La
traducción es de Mónica Portnoy.
∗∗
Laboratorio de Cambio Social, Universidad París VII.

1
ética de la finitud. ¿Pueden las organizaciones darle un espacio? Esta pregunta
merece, en cualquier caso, plantearse.
El término ética, en otras épocas reservado a la labor filosófica más difícil y
que era prácticamente desconocido para el gran público, ha ingresado de manera
forzosa en el lenguaje y la práctica de las organizaciones y las instituciones
modernas. La creciente utilización de esta noción puede considerarse, a primera
vista, como un efecto de moda relevante. Sin embargo, si se examina con atención
el cambio de pensamiento y de acción que dan a la ética un valor fundamental, no
se puede evitar el darse cuenta que es, por un lado, el signo de un malestar
profundo que afecta a nuestras sociedades occidentales y, por el otro, una tentativa
para corregir ese malestar, ya sea pretendiendo transformar el síntoma en signo de
curación o esforzándose por descubrir sus causas y sus significados. Este texto
tiene como objetivo demostrar que únicamente este segundo enfoque permite
comprender las razones por las cuales el tema de la ética se ha convertido en una
cuestión central en el momento actual y hasta qué punto condiciona el futuro.

El malestar en nuestras sociedades y la ética

Entremos de lleno en el tema afirmando que nuestras sociedades, igual que


las instituciones y las organizaciones que las componen, ya no aparecen ante
los sujetos individuales y colectivos como legítimas. La desconfianza se
ejerce también frente al Estado, juzgado como incapaz de proponer un gran
proyecto y de asegurar el desarrollo económico y social, así como frente a las
principales instituciones educativas, terapéuticas y carcelarias que garantizan
la regulación social en su conjunto. Sin duda, este proceso de depreciación no
significa que todas las formas sociales sean rechazadas por completo;
simplemente, no parecen capaces de cumplir con su misión, suponiendo que
sean capaces de definir esta última de manera precisa.
El malestar es general. Se encuentra reforzado, dependiendo de los
autores, por el incremento de la individualización y, en consecuencia, por el

2
repliegue de los individuos sobre sí mismos y sobre sus valores privados, así
como por la imposibilidad de representarse el futuro y por el deseo
consecuente de vivir intensamente el momento (culto de lo efímero), por la
formación de “nichos ecológicos” (Duvignaud, 1986) o de “tribus”
(Maffesoli, 1988) en las cuales los individuos tratan de reconstituir formas de
socialización intensa, hasta el momento en que esos sitios ya no pueden
responder a su deseo, por la pérdida de sentido de la trascendencia, por la
divergencia entre las esferas técnico-económica, política y cultural (Bell,
1979).
Nosotros, en cambio, pensamos que el estudio de la racionalidad
occidental y de su impacto puede clarificar la dinámica social actual.
Entonces, afirmemos de entrada que la racionalidad occidental triunfó en el
mundo moderno bajo su forma perversa: la racionalidad instrumental.1 El
progreso de la razón se acompaña, en el siglo XVIII, por el renacimiento de la
pasión y el valor que se le otorga a la misma.
La razón triunfante no puede instaurarse sin efectos perversos, a menos
que se respete la siguiente condición: admitir que es capaz de ponerse al
servicio de las pasiones más aberrantes o, para evitar este defecto, debe
moderarse a través de la fuerza del flujo emocional. De hecho, la razón es en
esencia universalista. El individuo que razona es, en consecuencia, una
entidad abstracta. No se observa ninguna diferenciación entre los individuos.
Cada ser humano, en tanto ser dotado de razón, es (o debiera ser)
estrictamente parecido a los otros. La interioridad de cada sujeto, la alteridad
irreductible del prójimo, la cultura específica en la cual los seres humanos
viven y actúan no se deben tomar en cuenta. El reconocimiento de la potencia
de las pasiones y de los intereses diferentes o divergentes es lo único que

1
En un texto anterior ya analizamos de manera más completa los avatares de la racionalidad occidental.
Véase “L’identification comme processus d’intégration/exclusion”, en Sophie Mappa, L’Europe des douzes
et les autres, Karthala, 1992.

3
señala la existencia de un yo y de un tú, de una historia particular, de una
cultura que posee rasgos particulares.
De esta manera, si se olvida o se inhibe a la pasión, el problema de la
alteridad de los hombres y de las culturas se suprime. Ahora bien, durante
todo el siglo XIX, y más aún durante el siglo XX, se ha dado una disociación
muy nítida entre razón y pasión; el resultado no se hizo esperar: el mundo
que se creó fue aquél en que, a nombre de la razón (y sólo en su nombre), se
pueden manifestar las pasiones que toman un aspecto más delirante que el
silencio en el que aquellos acontecen (ya que no tienen derechos ciudadanos
en la plaza pública), dejando intacto su arcaico poder.
Podríamos realizar el mismo diagnóstico en lo que respecta a la pasión
disociada de la razón. La pasión acaba en la paranoia, así como la razón
acaba en la perversión. Pero dejemos de lado por un momento a la pasión. El
hecho masivo del siglo XX, no solamente para las sociedades occidentales
sino para todas las sociedades que adoptaron su modo de vida, fue la
obligación de identificarse, para poder continuar su desarrollo o simplemente
para sobrevivir, con esta racionalidad disociada de la pasión y negadora de
toda subjetividad. Sin embargo, es necesario recordar que el triunfo de la
razón es un elemento indispensable tanto para la instauración del mercado
como para la construcción democrática. De hecho, a partir del momento en
que al individuo se le reconoce como sujeto de derecho, entra al mismo
tiempo en competencia con los otros que pueden hacer prevalecer su eficacia
económica en el mercado de bienes y servicios, o su voluntad política en el
mercado de los votos. La democracia introduce un orden inestable que
siempre alcanza (en teoría) a poner en marcha un régimen armonioso. Para
que un proyecto como ése se lleve a cabo, aún hace falta que la racionalidad
instrumental se subordine a la racionalidad de los fines. Dicho de otra
manera, es necesario que los ciudadanos se pregunten por qué además de
preguntarse cómo. Ahora bien, la supremacía de la racionalidad se traduce en

4
la supremacía del mercado (y en la del capitalismo), respecto a los valores
democráticos.
En la actualidad, el modelo del desempeño que durante cierto tiempo
compitió con otros modelos (del honor, del prestigio, de la fidelidad) y que
caracterizó el surgimiento del capitalismo occidental, gobierna sin
competidor alguno. A cada individuo se le pide que sea un luchador, un
héroe, una persona “radar”, capaz de adaptarse a cualquier circunstancia;
asimismo, exige a poblaciones completas que tengan como consigna
únicamente el éxito económico y personal. La conclusión es muy clara: los
que puedan adaptarse a una sociedad guiada por estos valores tienen
garantizado el reconocimiento como sujetos y la posibilidad de participar
como ciudadanos en el funcionamiento de la sociedad. Los demás deberán
conformarse (en las sociedades occidentales) con formas de trabajo
subalternas o, todavía peor, terminarán por pertenecer a la categoría de los
descalificados sociales (que reciben asistencia social o que son seres
marginales).
Ciertamente, nunca se pone en marcha una única determinación.
También habría que preguntarse por qué la perversión se convirtió en la
forma privilegiada de las relaciones humanas en nuestras sociedades.2
Además habría que analizar de qué manera la dinámica propia de las
instituciones tiende a acelerar el incremento de un proceso de desidealización
en los integrantes de las mismas. No obstante, lo esencial ya se ha dicho. Sólo
queda todavía un único elemento: para que la razón instrumental sea la única
en mandar, es indispensable que aparezca –en tanto nueva forma de lo
sagrado o, cuando menos en tanto nuevo modelo– como la institución en
donde la razón instrumental hable más fuerte; es decir, como la empresa. Hoy
en día, todos los pensadores están de acuerdo cuando dicen que la empresa

2
Este surgimiento de la perversión se examinó antes en nuestro artículos “Le pouvoir et la mort” (1973) y
“Le gardien des clés” (1979), que aparecieron en Les figures du maître (Arcantère, 1991), así como en
nuestro trabajo De la horde à l’État, París, Gallimard, 1983.

5
(incluso cuando ésta toma prestado la noción de desempeño del mundo
deportivo) es la que trata de imponer su visión tecnicista del devenir humano.
Indudablemente, éste no aparece en toda su plenitud y la empresa comienza a
considerarse como un “coloso con los pies de barro” (Enriquez, 1991) que
tomó para sí un papel más importante en la vida social del que puede, en los
hechos, hacerse cargo.
La empresa, a partir del hecho de tener como único objetivo alcanzar
resultados contables, introdujo lo medible como el único elemento de
diferenciación entre los seres. Sólo son importantes las conductas que pueden
compararse. La cifra se convierte en el signo de la excelencia al interior de la
empresa y cada vez más, en el conjunto de las organizaciones.
Las consecuencias de esta situación son paradójicas:
1) La empresa, al llevar a su apogeo los “valores” del capitalismo
racional e instrumental, contribuyó en gran medida a la primacía de la técnica
sobre lo humano e intentó convertir a cada ser en un manipulador perverso
que no se fía del otro, a menos que con ello satisfaga sus deseos. Es
comprensible entonces que las instituciones que se reclaman solidarias, con
contenido social, sean abandonadas por carecer de una libido positiva, ya sea
porque parezcan remitir a “ideas” en desuso (por ejemplo, el bien común, el
amor mutuo) que ya no provocan efecto alguno puesto que el resultado de su
aplicación en la realidad no puede ser objeto de un análisis contable, o porque
parezcan incapaces de suscitar pasiones ardientes capaces de romper la
muralla de la razón instrumental (por ejemplo, la imposibilidad de definir un
gran proyecto), o finalmente porque estén tan contaminadas por el modelo de
la empresa y su dimensión inclusión/exclusión, que ya no pueden generar
amor y adhesión.
En ese momento, la empresa (y el modelo que la misma instituye)
parece haber triunfado, puesto que ha transformado a los seres “humanos” en

6
seres “técnicos”; dicho de otra manera, en productores y consumidores puros,
y ha transformado las relaciones sociales en relaciones entre mercancías.
2) Sin embargo, es importante remarcar que la empresa, al esforzarse
para convertirse en la Institución Divina, está obligada a encargarse de lo
“religioso”, fundamento mismo de cualquier vida social. En consecuencia, la
empresa movilizará los afectos para poder aparecer como un polo idealizado.
Intentará satisfacer el narcisismo de cada quien, invitándolo a participar en la
grandiosa tarea que representa su desarrollo ininterrumpido.
Una evolución de este tipo tiene una explicación muy clara: si la
empresa no abrigara en su seno más que individuos cínicos y perversos con
mezcla de histéricos (con la consecuente capacidad de seducción), todos los
días correría el riesgo de que alguno de sus miembros, en lugar de
conformarse con el ideal de la organización, se opusiera a esas reglas de
funcionamiento y pusiera de esa manera en peligro de muerte a la compañía.
El triunfo de la técnica se volvería contra la empresa misma. Por estas
razones, se vuelve urgente restablecer el poder de las pasiones y de las
pulsiones para beneficio único de la empresa, que se convierte entonces en el
lugar de la socialización y del amor mutuo (construcción de una cultura de
empresa).
3) A pesar de ello, el movimiento de la sociedad hacia la racionalidad
integral deja deseos insatisfechos. Nadie puede sentirse feliz con la idea del
destino de jugador de ajedrez que se le promete. No sólo porque está en
constante amenaza de perderlo todo (como en todos los juegos de suma cero),
sino porque sabe que, aunque gane una o más veces, siempre estará obligado
a superar nuevas pruebas y que, siendo ganador un día, puede ser el perdedor
al día siguiente. Sabe muy bien, además, que sus desempeños anteriores ya
no se considerarán como parte de su activo, sino de su pasivo, siendo la
opinión generalizada la de “¡qué bien estaba antes!”. En ese tipo de juego,
todo el mundo termina siendo, un día u otro, perdedor. La única que tiene

7
garantizada la perennidad es la empresa. Por lo demás, los hombres se
resisten a la instrumentalización. De hecho, lo que convierte a cada quien en
un ser humano y social, es justamente esa capacidad de vivir en estado de
carencia, de formularse nuevos deseos, de dejarse llevar por su imaginación
creadora, la cual está en los orígenes de cualquier reflexión y de cualquier
proyecto, y de establecer con los otros relaciones que presiente con toda la
razón, como indispensables para su integridad y vida misma. De la misma
manera, una ley sociológica bien establecida, aunque esté sistemáticamente
oculta, pretende que cualquier acción tenga ocasionalmente como
consecuencia el efecto deseado y siempre el efecto inverso. El capitalismo
engendra una fantasía social y conductas capitalistas, pero también crea las
utopías socialistas y el socialismo real; la economía de mercado es necesaria
para la democracia, aunque puede instaurarse en un régimen dictatorial; el
“poder a los soviets” da lugar a un régimen que se pretende igualitario, pese a
que se basa en el totalitarismo, etcétera. En consecuencia, es normal que una
sociedad basada en la funcionalidad y en la racionalidad despierte entre sus
miembros deseos de espontaneidad, de hechos gratuitos, de tiempo perdido,
de fuertes pasiones y de convivencias favorables entre las personas, así como
es normal que una sociedad cuyo eje es la ley del beneficio y de la
eliminación de los más débiles haga resurgir exigencias éticas.
Así, una sociedad perversa puede, al mismo tiempo, continuar con
conductas perversas, generalizar la instrumentalización de los individuos,
intentar transformarlos en una “masa estancada” (Canetti, 1960), en la que
nadie realice su propio deseo sino el deseo presupuesto de los otros y en la
que vivan por mimetismo, pero al mismo tiempo, debido a su propio carácter
excesivo, esta sociedad puede generar entre sus miembros la voluntad de
establecer condiciones de vida en las que la alteridad de cada quien fuese
plenamente reconocida y donde (de acuerdo con la expresión de O. Mongin,
1991) se pasaría del “temor del otro al temor por el otro”.

8
La ética al servicio de las organizaciones

Resulta interesante señalar que los dirigentes de las organizaciones (y en


particular los de las empresas) comprendieron tan bien esta evolución que
llegan a manifestar preocupaciones éticas. Pero como al mismo tiempo
tampoco les interesa cambiar nada que sea esencial para el funcionamiento
social que les brinda la satisfacción de conservar sus puestos de poder,
quisieron hacer (nuevo artificio de la razón instrumental) de la ética un medio
más sutil al servicio de un desempeño jamás cuestionado. Como señala el
filósofo Alain Le Guyader, se trata menos de ética que de una etología que
“toma prestado sus cánones de la ciencia del comportamiento animal para
instaurar dispositivos de servidumbre voluntaria que garanticen la adhesión a
los objetivos exclusivos de la empresa” (agreguemos: de las organizaciones,
de las instituciones; véase Le Guyader, artículo mimeograbado).
Puesto que se trata de una ética disfrazada, sería normal que
transcurriera de manera silenciosa. Pero ya que es prácticamente la única en
gozar de derechos ciudadanos, en ocupar páginas enteras de libros, artículos y
entrevistas, es inevitable tomarla en consideración.
La ética funciona bajo un doble control: el primero, social; el segundo,
empresarial. Ambos registros tienen entre sí vínculos profundos.

El control social

La empresa prototípica de la organización moderna, el nuevo objeto sagrado


(temporal), intentará dar un sentido a la sociedad para paliar las deficiencias
de las demás instituciones. Para conseguirlo promoverá “cierta imagen del
hombre común, actor, creador, responsable” (declaración del grupo de trabajo
del CNPF [Faber, 1991]), tanto en la empresa como en la sociedad. Para
construir este nuevo hombre, la empresa debe volverse ciudadana, es decir,

9
llevará a cabo acciones que favorezcan la inscripción de los sujetos al interior
del cuerpo social. Para crear este objetivo se movilizarán numerosos medios:
desarrollo del mecenazgo (por ejemplo, la Fundación Apple para la difusión
de películas artísticas y de ensayo), elaboración de productos que alienten la
protección del ambiente (la empresa se pone al servicio de la naturaleza que
está a punto de convertirse en el nuevo objeto sagrado que incita a la
unanimidad), realizar un esfuerzo educativo para la integración de los
inmigrantes y ayudar al funcionamiento de las universidades y de las grandes
escuelas, llevar a cabo acciones a favor de los barrios, dirigir grupos
deportivos cuyo objetivo es no sólo el mejoramiento del desempeño del
equipo sino también la adquisición de un nuevo prestigio para la ciudad (por
ejemplo, el equipo olímpico de futbol de Marsella)... no tiene mucho caso
continuar, la lista de actividades asumidas por las empresas (y a veces por
alguna otra organización) se extiende día con día. Lo que debe destacarse es
lo siguiente: la empresa difunde una visión del devenir social (estético,
armonioso y dinámico), utiliza los medios para alcanzarlo y, como
consecuencia, crea héroes positivos tales y como los concibe. La empresa
asume, por lo tanto, no sólo el desarrollo económico de la nación, sino
también su desarrollo social, psicológico, cívico. Puesto que a priori no
existe ningún campo de la vida que le esté vedado, la empresa se concibe a sí
misma como de “responsabilidad ilimitada” (Faber, 1991).3 Por esta razón
ciertos autores no temen decir que la empresa hace “una usurpación de la
ciudad” y que algunos dirigentes de empresas sueñan con tener “un destino
nacional”.

3
Con esto, el autor anticipa la noción de empresa “de responsabilidad ilimitada”.

10
El control empresarial

Al interior de la empresa se trata de actuar de manera tal que los miembros en


su totalidad (y no sólo algunos, como antes) se sientan partícipes de la
organización, ayuden a la construcción de un proyecto de empresa, se
adhieran a la cultura que se les propone, remplacen sus propios ideales por el
ideal común definido por la empresa y se sometan a los procesos de
autorrepresión y de represión puntualizados por la empresa (Enriquez,
1972).4 En principio, la ética parece estar fuera de las preocupaciones de los
dirigentes que desean primordialmente movilizar las energías. Aunque una
interpretación como ésta puede resultar engañosa. Para que los individuos
puedan desempeñar el papel de héroes positivos, es necesario que sean
hombres de convicción, que tengan el sentido de las responsabilidades; en
suma, como dice el texto del CNPF citado, que prueben contar con una “ética
de la convicción y con una ética de la responsabilidad”. Entonces, si los
hombres “comunes, creadores y...” no están profundamente convencidos de
sus ideas y no se sienten responsables de su accionar frente a sí mismos,
frente a la organización (e igualmente frente al ambiente), serán capaces de
participar en un juego individual fatal para la supervivencia de la
organización. Ahora bien, las organizaciones “niegan la realidad del tiempo y
de la muerte” (Enriquez, 1972). Pretenden que son inmortales, aunque sean
concientes de su posible desaparición. Funcionan bajo el amparo de la
desaprobación (lo sé bien, pero al menos...) que las protege de tomar
consciencia de sus dificultades, de la finitud inevitablemente ligada a sus
acciones y del desafío a lo real (Enriquez, 1973). En consecuencia, las
empresas tienen una necesidad vital de albergar en su seno individuos
capaces de sacrificarse por ellas, hombres de deber, de virtud y de virtus (la

4
A partir de ese texto, varios autores trataron de analizar los procesos de integración y de sumisión a la
voluntad de la empresa.

11
virtus, para Maquiavelo, no significaba otra cosa más que la disposición al
coraje). Estos individuos deben además volcar la totalidad de su libido en la
organización, no necesariamente porque esperen recibir de ella satisfacciones
de acuerdo con la medida de los sacrificios que ellos aceptaron, sino sobre
todo porque piensan que la organización merece la dedicación que reclama.
Estos “seres para la organización” no se plantean una vida distinta de la
que les procura la organización y no buscan otros polos con los cuales
identificarse. Pero para poder provocar un amor de tal magnitud, o cuando
menos para suscitar un flujo de afectividad positiva, la empresa debe aparecer
como un objeto maravilloso, capaz de generar en los individuos procesos de
idealización. Ahora bien, por definición, un objeto nunca es maravilloso.
Para que se convierta en un icono o en un ídolo es necesario que también
exhiba algunas virtudes. Éstas pueden manifestarse en el mundo de las
apariencias: “No falta absolutamente nada para mejorar el clima interno de la
empresa (SAS-Estocolmo): alberca, club deportivo, incluso existe una
pequeña orquesta de cámara.” “No falta absolutamente nada (Challenger-
Versailles) para garantizar el confort de los 2 500 colaboradores del grupo
que trabajan en los casi 40 000 m2 de oficinas. Salas de conferencias
modulares, salón de belleza, agencias de seguros y de viajes, puestos de
periódicos, cableado inteligente, sin dejar de mencionar el gimnasio con
sauna, la sala de bronceado, etcétera.” (Bloch y Hababou, citados en Faber,
1991). De hecho, las organizaciones actuales cuidan su look, no sólo para
mejorar su imagen exterior, sino sobre todo para ofrecer a sus miembros la
sensación de estar alimentados, protegidos, satisfechos por completo
mediante los beneficios que la organización les otorga. Sin embargo, éste no
es el aspecto más importante, incluso aunque sea el más espectacular. Los
dos elementos centrales son la gestión de recursos humanos y la distribución
de responsabilidades. Por estos medios, los dirigentes pretenden manifestar la
confianza que tienen en el ser humano. No se dan cuenta que utilizan una

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consigna de Stalin, de siniestra memoria: el hombre, el capital más preciado.5
No se dan cuenta del aspecto directamente instrumental de su discurso: los
hombres son dominados, tratados (a veces mejor, a veces no tan bien) como
inventarios cuya rentabilidad debe garantizarse, como si fueran mercancías (a
veces de mala calidad: el término “limpieza” es el síntoma más evidente de
esto) que hay que utilizar de la manera más conveniente o de las cuales hay
que saber desprenderse. Además, si los hombres son considerados como
recursos, no se ve muy claro cuál es el milagro por cual pudieran percibirse
como personalidades autónomas, sujetos de derecho y sujetos psíquicos que
tienen cosas por decir tanto acerca de la evolución de la organización como
de la sociedad. Aunque es posible disfrazar la connotación desagradable de
los términos gestión y recursos al subrayar que lo que se le pide al hombre es
que sea responsable. Ahora bien, la responsabilidad sólo puede ser asumida
por un sujeto psíquico, por un sujeto de derecho. La insistencia sobre la
responsabilidad sería la prueba fehaciente de que la organización considera al
hombre en todas sus dimensiones. No se menciona en esta afirmación que la
responsabilidad de la que se habla es únicamente una responsabilidad
organizacional (actuar de manera que la tarea realizada favorezca el
desarrollo de la organización, dicho de otra manera, que los logros
alcanzados sean transitivos respecto a un fin último) y una responsabilidad
técnica (establecer los medios más apropiados y la competencia más
apropiada para realizar el trabajo, al menor costo posible y de una manera
excelente). La responsabilidad política (¿cuáles son las consecuencias de la
acción llevada a cabo de acuerdo con el sentido de la organización y tomando
en cuenta el papel que ésta desempeña en la dinámica social?), la
responsabilidad social (¿las decisiones tomadas favorecen la autonomía o la
heteronomía de los demás miembros de la organización?), la responsabilidad

5
Cuanto más se idealiza al hombre a través de las palabras, más se lo denigra en los actos. Este aforismo,
comprobado miles de veces, debiera reconocerse como una ley sociológica.

13
cívica (¿qué influencia tendrá una acción –o una omisión– sobre la
posibilidad de vida o de supervivencia de los demás ciudadanos?), la
responsabilidad ecológica (¿cuáles son los efectos de las conductas humanas
sobre el medio natural,6 sobre la fauna, la flora y sobre las poblaciones
cercanas o lejanas?), la responsabilidad psíquica (¿qué opinión o sentimiento
puede formular –o experimentar– cada sujeto sobre el valor de sus actos, más
allá de las sanciones positivas o negativas en las que pudiera incurrir?) no son
tomadas en cuenta, la mayoría de las veces, cuando las responsabilidades se
asignan a actores sociales.
De hecho, que los hombres pertenecientes a la organización sean
señalados como responsables, generalmente sólo significa que están
obligados a rendir cuentas de sus decisiones y del buen curso de sus servicios
a sus superiores, así como a aceptar el juicio de éstos sobre sí mismos. Ser
responsable significa entonces convertirse en el blanco de todas las
sanciones, al tiempo que el individuo en cuestión se ve desprovisto de
posibilidad alguna de evaluar su propia acción. Es completamente
comprensible entonces que algunos no asuman las responsabilidades que se
les confían o incluso huyan de ellas, puesto que comprendieron bien la lógica
de la organización: todo responsable es un sospechoso constante y un
culpable probable.
Sin embargo, en muchos casos la empresa llega a hacer creer a sus
miembros que es virtuosa, que considera lo que le pasa a los hombres, sus
comentarios y lo que sucede en sus vidas y que en consecuencia puede
convertirse en el polo idealizado por excelencia. La empresa arriba a esta
situación apelando al juego de la doble referencia de los grupos y del
individuo:

6
Si bien no se trata de hipostasiar a la naturaleza –ya que, más allá de la todavía selva amazónica, toda la
naturaleza es producto de las actividades humanas (S. Moscovici, 1968)– resulta evidente que el problema
“natural” por fin se ha planteado y se ha convertido en una preocupación de todos los dirigentes políticos y
no sólo de algunos seres marginales (cf. la Conferencia de Río de 1992).

14
a) mediante la transformación de la organización-sociedad en
organización-comunidad;
b) mediante la difusión del culto a la excelencia que brinda satisfacción
a los deseos narcisistas.

a) La empresa como comunidad

Desde el surgimiento de la teoría de la dirección participativa por objetivos,


se ha impuesto la idea de que la empresa ya no representaba un sistema de
funciones jerarquizadas edificado para obtener determinado trabajo y
determinado beneficio, sino más bien constituía un lugar de cooperación
entre los miembros, integrantes de un equipo consagrado a la obtención de un
objetivo común y movido por el mismo ideal.
Por esta razón, la representación de una organización como sociedad,
en la que las conductas humanas están definidas por reglas imperativas y se
llevan a cabo en un mundo de relaciones formalizadas, se disimula para dar
lugar a la de una comunidad de seres fraternales que se unen mediante
relaciones de convivencia y son responsables de sus actos al tiempo que
desean el bien común.
Los teóricos saben tan bien que las organizaciones nunca han sido
espacios exclusivamente formales, funcionales, impersonales, que llegaron a
demostrar que incluso en las burocracias más rígidas existían relaciones
“informales”, agrupamientos basados en las afinidades selectivas, en la
necesidad del trabajo, en el desvío de las reglas, o en la defensa colectiva.
Todas las organizaciones esconden en su seno comunidades diversas, micro-
culturas, y se constituyen como un espacio de vida y no sólo como un simple
lugar de trabajo. Sin embargo, pasar de esta aseveración a la afirmación
según la cual la organización se convirtió en una comunidad que funciona sin
un aparato de poder separado, que instituye cierta orientación y determinado

15
estilo de vida, es desdeñar la existencia de estratos diferentes que cumplen
funciones con más o menos prestigio en relaciones de consenso y de
conflicto.
No obstante, esta ideología constituye el fundamento del management
participativo. Y si miembros de la organización a menudo la aceptan, es
porque esta ideología plantea que la organización no puede existir “sin que
los individuos se sitúen como seres humanos; es decir, como actores que
tienen que expresarse, amos de sus deseos y que trabajan positivamente para
alcanzar el éxito del conjunto” (Enriquez, 1991). Convengamos en que es
verdaderamente difícil resistir a tal clamor, al tiempo que el imaginario social
igualitario de la comunidad crea un mundo de plenitud que permite a cada
quien creer que su necesidad de reafirmación personal será satisfecha.

b) El culto a la excelencia

Esta necesidad es además tan fuerte que instaura el culto a la excelencia.


Excelencia, cierto, de los líderes carismáticos o estratégicos que favorecen la
identificación con su persona. Pero también excelencia por parte de cada
individuo, ya que no importa que el “hombre sin cualidades”7 pueda
convertirse algún día en el ser excelente que los demás admirarán e imitarán,
a condición de que pretenda desempeñarse bien a cualquier precio y por tanto
dedicarse a esto en cuerpo y alma. Así, el tiempo del heroísmo llegó para
todos. Se admirará el brío de este nuevo culto que sabe hacer caer a los
individuos, con una habilidad sin precedentes, en la trampa de sus deseos
narcisistas. ¿Cómo negarse a ser un héroe, un hombre capaz de “salirse de la
formación colectiva” (Freud, 1986), en vista de que un futuro como ése está
al alcance de cualquiera? El único problema es la imposibilidad de que todo
el mundo resulte vencedor. En cualquier batalla existen vencedores y

7
Concepto tomado del título de la novela de R. Musil, L’homme sans qualités.

16
vencidos. Nadie nos convencerá de que en las organizaciones únicamente se
llevan a cabo juegos de suma positiva en donde todo el mundo debe ganar.
Los cadáveres, reales o simbólicos, acumulados desde hace generaciones,
confirman la realidad generalmente violenta de la vida organizacional. Más
aún, la concepción propuesta del héroe es, en lo esencial, falsa. El hombre
heroico ha sido, desde siempre, un ser capaz de pensar de manera solitaria (o
junto con algunos otros) contra la idea (o más precisamente la doxa) gregaria
de la “mayoría compacta” (Ibsen),8 capaz de aceptar riesgos (“En mi trabajo
arriesgo mi vida y en él mi razón se ha hundido a medias...”, son las últimas
palabras escritas por Vincent Van Gogh a su hermano Théo), de buscar el
conflicto y no la conciliación, de demostrar consistencia (como lo señaló S.
Moscovici, 1971), y de saber que no debe esperar de los demás –los cuales
seguirán sus pasos algún día– ni amor ni reconocimiento. Estamos muy lejos
de esos “héroes portátiles” que, como dijera de manera humorista Andy
Warhol, serán célebres “sólo un cuarto de hora de su vida”, ya que hay que
dejarles el lugar a los demás, héroes “débiles”, como los percibiera Nietzsche.
Finalmente, no hay que olvidar que el verdadero héroe, aquel que se
convertirá en un padre simbólico, que provocará la identificación con su
persona y creador de sujetos que busquen la autonomía, estará marcado, un
día, por el fracaso o la muerte. Moisés no llegó a ver la tierra prometida,
Cristo fue crucificado, Mahoma tuvo que emigrar a Medina. En la actualidad,
más prosaicamente, Churchill fue reprobado por los suyos, De Gaulle tuvo
que retirarse, Gandhi fue asesinado igual que Martin Luther King. Los falsos
héroes que mueren sus bellas muertes (Stalin, Mao) son personas que
construyeron su imperio y su empresa con la sangre de sus conciudadanos.
Podemos darnos cuenta entonces hasta qué punto el imaginario de la
comunidad y de la excelencia es un imaginario ilusorio, cuyo objetivo es

8
Expresión de H. Ibsen citada frecuentemente por Freud, sobre todo en L’homme Moïse et la religion
monothéiste, op. cit.

17
producir individuos conformistas que respeten el ideal de la organización. En
ese juego los individuos, cada vez que piensan que van a ganar, pierden. La
única vencedora es la organización que recibe de esta manera un incremento
de su legitimidad, que continúa meciéndose con sueños de inmortalidad y que
cree, así, que no será tocada por la crisis que afecta al conjunto de las
instituciones.
Ahora bien, como ya se dijo, las organizaciones –a pesar de su deseo
de acceder al estatuto de Institución Divina– también se ven afectadas por la
crisis de legitimidad y por el aumento del individualismo perverso que
parecía, en principio, ir en su ayuda y contribuir a su éxito. Las
organizaciones, cada vez que se alimentan de victorias, están cerca del
fracaso. Después de todo, la roca Tarpeya estaba cerca del Capitolio. Existen
verdades que es bueno repetir incansablemente, puesto que la verdad provoca
una herida narcisista y siempre es difícil hacerse oír.

Los verdaderos problemas éticos

Si la ética no puede ponerse al servicio de las organizaciones, esto no impide


que las organizaciones modernas no oculten el problema de la ética so pena
de ser abandonadas o traicionadas por sus miembros, los cuales se vuelven
más perversos que ellas mismas y se dejan llevar hacia el sinsentido de la
vida, puesto que nada (ninguna organización, ninguna doctrina) es capaz de
dar un sentido a su vida.
Cuando se menciona el tema de la ética, se acostumbra diferenciar, a
partir de Weber, entre ética de la convicción (de la cual Kant dio la
explicación más clara) y ética de la responsabilidad.
A éstas hay que agregar, si se considera la obra de J. Habermas, la ética
de la discusión. Estos tres tipos de ética servirán de hilo conductor para el
propósito siguiente. Nos preguntaremos si no es necesaria la elaboración de

18
una cuarta categoría para comprender de manera completa los problemas
actuales.
La ética de la convicción es una ética de todo o nada. No se le pueden
introducir matices. Si la orden terminante es “poner la otra mejilla”, habrá
que ponerla en cualquier circunstancia. Si el prójimo no debe ser tratado
nunca como un medio sino como un fin, esto implica la negación general y
definitiva de cualquier intento de instrumentalización de los seres humanos.
De esta manera, una convicción no se negocia. Además, esta ética no se
preocupa por las consecuencias de los actos. Si “poner la otra mejilla”
significa darle el poder a las potencias del mal, ‘no importa’. Esta ética sólo
se interesa en el fin último, por lo que cualquier medio es bueno si permite
alcanzar el fin deseado.
Este tipo de ética plantea un problema que Max Weber evoca muy
bien:

Para alcanzar fines “buenos”, la mayoría del tiempo estamos obligados a


usar, por un lado, con medios moralmente deshonestos o cuando menos
peligrosos, y por el otro, con la posibilidad o incluso la eventualidad de tener
consecuencias lamentables. Ninguna ética del mundo puede decir, tampoco,
en qué momento y en qué medida un fin moralmente bueno justifica los
medios y las consecuencias moralmente peligrosos. (Weber, 1919, 1984, p.
173.)

Sin embargo, estas preocupaciones se hallan ausentes en los hombres


de convicción. De hecho, se trata generalmente, como lo dice Freud

de iluminados, de visionarios, de hombres que sienten ilusión, de neuróticos


o de locos. [Ellos] han desempeñado desde siempre un papel importante en
la historia de la humanidad. Tales personas ejercieron una influencia
profunda en su época y sobre sus discípulos, impulsaron importantes

19
movimientos culturales y realizaron grandes descubrimientos. Pudieron
cumplir con tales proezas, por un lado, gracias a la parte intacta de su
personalidad, es decir, a pesar de su anomalía; pero por otro lado, los rasgos
patológicos de sus caracteres, su desarrollo unilateral, el fortalecimiento
anormal de algunos deseos, el abandono acrítico y desenfrenado hacia un
solo objetivo les da el poder de arrastrar a los otros a su estela y de vencer la
resistencia del mundo. (Freud y Bulitt, 1990.)

Sujetos excepcionales como éstos escogen su vida y no la cambian por nada.


Por tal razón, no ven:
a) que al utilizar medios cuestionables o al emplear los mismos medios
que los adversarios contra los que pelean, no pueden alcanzar el fin
pretendido, ya que éste se encuentra completamente contaminado por los
medios. No quieren ver que lo que importa en lo social, no es la intención –
sin importar qué tan loable sea esta última– sino los medios que imponen,
siempre y por dondequiera, su propia dictadura. Por esta razón las
revoluciones, cuando tienen éxito (la Revolución Francesa, no nos
olvidemos, no logró su objetivo y por eso sólo constituye aún una referencia),
no son portadoras de “futuros cambiantes”, sino de esclavitud generalizada y
de genocidios. Los benefactores de la humanidad, si no se plantean la
cuestión de los medios, son sus propios enterradores;
b) que al no pretender plantearse las consecuencias de una acción, los
sujetos excepcionales no pueden tener conciencia de sus errores de
apreciación y siguen forzados a imputar los resultados no previstos a los
culpables que ellos mismos eligen. El hombre de convicción es un ser que
crea, sin ningún tipo de dificultad, víctimas que cumplen el papel de chivos
expiatorios.
Y, sin embargo, sin la existencia de hombres de convicción, sin seres
movidos por una “idea fija”, que luchan contra viento y marea, que creen en

20
lo increíble, que piensan que las montañas se pueden mover, que se dan topes
contra las paredes con la certeza de que las pueden derribar,9 que están
poseídos por un fervor sagrado, el mundo sólo sería “un remanso tranquilo” y
la vida una sucesión de instantes monótonos. Los grandes hombres, para
convertirse en creadores de historia (Enriquez, 1981), deben presionar a esta
última, correr el riesgo de fracasar o de ser repudiados. Moisés, Jesucristo,
Mahoma, no eran seres tibios dispuestos a la conciliación, sino todo lo
contrario. A su nivel, los grandes jefes de empresa están hechos de la misma
madera. El problema es que del hombre de convicción podemos esperar tanto
lo peor como lo mejor.
La ética de la responsabilidad se presenta de otra manera. No es que los
hombres de convicción carezcan del sentido de las responsabilidades. Muy
por el contrario, toman a su cargo la transformación del mundo y saben que
algún día sus actos serán juzgados. Pero estos hombres no eligen sus
conductas en función de su probabilidad de éxito. Por el contrario, el hombre
movido por una ética de responsabilidad estimará que las consecuencias son
imputables a su propia acción, en la medida que podría haberlas previsto
(Weber, 1919, 1984, pp. 192), y por lo tanto se colocará en la condición de
anticipar los resultados probables. El hombre “de responsabilidad” es
fundamentalmente un “político”, el cual está consciente de que lo mejor es
enemigo del bien y que considera al contexto para tomar las decisiones
aceptables para la mayoría. La ética de la responsabilidad es exigente. De
hecho, como se dijo, el hombre siempre tiene varias responsabilidades
(responsabilidad organizacional, técnica, política, social, cívica, ecológica,
psíquica) y le es difícil asumir todas al mismo tiempo, por lo que algunas
responsabilidades pueden presentar aspectos contradictorios (por ejemplo, un
empleado adscrito a la oficina de personal considerará su responsabilidad

9
M. Crozier, autor particularmente reservado respecto a las acciones desmesuradas señala, incluso con
humor, que a veces la cabeza no se destroza y los muros sí se rompen (Crozier y Friedberg, 1986).

21
técnica y organizacional en la aplicación de las medidas de retiro del personal
“excedente”, en detrimento de su responsabilidad social y cívica). Así,
hombre “de responsabilidad” deberá mediar entre las responsabilidades que
asume y aquellas que rechaza. Tenderá generalmente a considerar como
responsabilidades aquellas que la organización defina como tales. A partir de
entonces, podrá saber exactamente cuáles serán las sanciones positivas o
negativas que tiene derecho a recibir, de modo que se colocará en una
situación de máxima seguridad. No obstante, no es tan simple. Desde tiempos
inmemoriales, algunos hombres privilegiaron, por ejemplo, su
responsabilidad social o psíquica frente a su responsabilidad organizacional.
En la actualidad el problema es mucho más agudo, puesto que las
organizaciones son más complejas y plantean a sus colaboradores demandas
diversas. La emergencia de una exigencia ética en la organización hace
justamente que las responsabilidades política, cívica, ecológica y psíquica
deban garantizarse cada vez más, no sólo porque el dinamismo de las
organizaciones lo exija, sino más bien porque para quien quiera resulta
imposible ser indiferente a su causa, so pena de ver triunfar sólo al cinismo
perverso. Existe, indudablemente, la tentación del cinismo, de instalarse en el
sinsentido y del individualismo egoísta, tal y como lo ha demostrado la
primera parte de este documento. Pero si esas tentaciones ocuparan todo el
campo, la organización y la sociedad no tendrían entonces legitimidad
alguna. Cualquier autoridad sería cuestionada, la angustia vinculada a la
pérdida de referentes predominaría sin límites y el reconocimiento de sí
mismo y de los otros se volvería imposible.
Por esta razón, las responsabilidades se multiplican. Ya no existen
empresas que legítimamente puedan desligarse de la preocupación ecológica.
Tampoco existen empresas en las que esté ausente la preocupación social
(véanse en particular a las empresas japonesas).

22
Aún es demasiado pronto para decir cuál es la jerarquía de
responsabilidades que nuestra sociedad aceptará. Empero, podemos anticipar
que el establecimiento de una jerarquía como ésa constituye el meollo de las
luchas en las cuales se debaten diversos grupos sociales y de los conflictos
internos que cualquier ser humano debe considerar. Por esta razón, el tema de
la responsabilidad (más allá de cualquier búsqueda de culpabilidad) se ha
convertido en un tema central para nuestras sociedades, incluso aunque no
sepan muy bien cómo resolverlo. De todos modos, sea cual fuere la lista, es
evidente que uno de los problemas esenciales al que la sociedad deberá
enfrentarse concierne no sólo al futuro sino también al pasado. De hecho, los
sujetos humanos y sociales no son responsables únicamente frente a las
generaciones futuras del peso de sus acciones presentes, son responsables
también de la manera en la que resolvieron el pasado, cuya historia conservan
en la memoria, aceptándola y deformándola. Por ejemplo, en Francia, el
ocultamiento durante cerca de 50 años del periodo de Vichy, favoreció la
eclosión del fenómeno Le Pen y el éxito del Frente Nacional, de la misma
manera que la ignorancia de los crímenes nazis en la República Democrática
de Alemania (los dirigentes sostenían que todos los nazis llegaban de la
República Federal Alemana) facilitó la implantación de un neonazismo en la
Alemania del Este. Aquello que se inhibe vuelve a aparecer (Freud lo había
anticipado con insistencia), y a medida que es más intenso, cada vez es más
virulento. No se puede pretender entonces responsabilizarse del presente y
del futuro olvidando el pasado. Ser responsable es hacerse cargo de las
deudas (y las amortizaciones) de las generaciones pasadas para no caer en un
mecanismo de repetición cuya consecuencia tendrían que padecer las
generaciones futuras.
Con Jürgen Habermas se desarrolló una ética de la discusión. Este
autor plantea un enfoque de la intersubjetividad. Para él, resulta esencial que
los hombres puedan intercambiar argumentos racionales relacionados con sus

23
intereses en un espacio público de libre discusión. Así, se considera a cada
ser como autónomo, dotado de razón, que puede dar su punto de vista. De la
discusión, de la cual sólo están definidas las propiedades formales, nacerán
nuevas normas e intereses universalizables. Habermas sintetiza su idea en
estas líneas:

La voluntad formada de manera discursiva puede llamarse “racional” porque


las propiedades formales de la discusión y de la situación de deliberación
garantizan de manera suficiente que el consenso sólo pueda originarse a
partir de intereses universalizables, interpretados de manera adecuada, y yo
entiendo por eso a las necesidades compartidas de manera comunicacional.
La barrera que representa un tratamiento decisorio de las cuestiones
prácticas, se franquea a partir del momento en que se le pide a la
argumentación que analice el carácter universalizable de los intereses, en
lugar de resignarse frente al pluralismo aparentemente impenetrable de los
valores últimos (o de los actos de fe o de las actitudes). (Habermas, 1978, p.
150.)

Lo que presupone esta posición es que la ética de la convicción (en la


que cada quien defiende sus posiciones y no las cambia) cederá el paso a la
ética de la discusión, en la que cada quien podrá realizar concesiones y donde
las normas creadas serán consideradas como aceptables por todo el mundo.
De hecho, para Habermas, cualquier norma válida

debe satisfacer la condición según la cual las consecuencias y los efectos


secundarios que, de manera previsible, proceden del hecho de que la norma
se ha ya cumplido de manera universal en el proyecto de satisfacer los
intereses de todo el mundo, puedan aceptarse sin restricciones por todas las
personas involucradas. (Habermas, 1987, p. 87.)

24
El pensamiento de Habermas exhibe un gran parecido al pensamiento
psicosociológico, en particular con el de Lewin, siendo la diferencia más
importante el hecho de que el consenso obtenido no se realizará sobre la base
“de los contenidos axiológicos que remiten a las convicciones antropológicas
de las partes involucradas, sino sobre la base de un consenso obtenido a partir
de los términos de procedimiento de un compromiso entre esas convicciones”
(Ferry, 1991, p. 172). Sin embargo, más allá de las diferencias, lo
fundamental es la idea de que si los sujetos se comunican entre sí, respetando
las exigencias de validez del discurso, sabiendo que ese discurso tiene un
sentido, que expresa la búsqueda de la verdad, que es sincero y que
demuestra justedad normativa, entonces esos sujetos están en condición de
llegar a ponerse de acuerdo y de lograr soluciones justas y eficaces.
Ciertamente, Habermas no se deja seducir por la utopía (tampoco lo hace
Lewin) según la cual los individuos llegarán siempre a formular intereses
universalizables. Lo que le parece esencial a Habermas es la necesidad de
definir las condiciones que permitan que todos los seres humanos utilicen su
racionalidad consensual y comunicacional, y por consiguiente que existan
como tales.
Aunque un enfoque como éste pueda reflejar las tendencias
consensuales de nuestra sociedad de manera demasiado evidente, pueda
parecer un poco sospechoso y la racionalidad sin pasión pueda convertirse en
perversa, hay que admitir su interés, ya que subraya la eminente dignidad del
hombre en tanto ser capaz de reflexionar, de expresarse y de confrontarse a
los demás. Si esta perspectiva es menos original de lo que parece (Merleau-
Ponty ya había señalado, hace mucho tiempo, que la objetividad provenía de
la subjetividad), al menos nos hace sentir la imposibilidad de formular una
ética que no esté basada en la reciprocidad. En ese punto es donde nos
permite comprender mejor que la participación, tanto en las organizaciones
como en la sociedad, implica tomar en cuenta las ideas del conjunto de los

25
sujetos que están ubicados en un plano de igualdad. También permite
eliminar cualquier tipo de manipulación.
No obstante, esta perspectiva no es completamente satisfactoria, puesto
que no considera a los hombres en su aspecto pasional, en sus intereses
indiscutiblemente contradictorios, y porque elimina los efectos de la pulsión
de la muerte en las organizaciones y en las instituciones. Por tanto, es posible
mencionar ahora una cuarta forma de ética que, provisionalmente, será
llamada ética de la finitud. De acuerdo con esta concepción, las conductas
humanas se definirán:
a) por el papel que desempeñan en la rigidez, la homogeneización y la
posible destrucción de las estructuras y de los hombres o, por el contrario,
por su espontaneidad y su capacidad para favorecer el proceso de
autonomización;
b) por su capacidad para explicar no sólo la actividad de pensar y el
placer que le es propio, sino también las pasiones, los temores, los
sufrimientos y las limitaciones que afectan la vida;
c) por su aptitud y su valentía para aceptar las heridas narcisistas, la
finitud y la mortalidad, para someterse al trabajo del duelo y para
confrontarse continuamente con la pulsión de muerte en sus aspectos auto- y
alo- destructores.
Pudieran haberse utilizado otros términos, pero lo que evocan están
contenidos en las tres primeras formas de ética: el arrojo de la ética de la
convicción, el futuro de las estructuras y de los hombres en la ética de la
responsabilidad, la autonomía y el reconocimiento de la alteridad en la ética
de la discusión. Como contraparte, ninguna de las tres primeras formas de
ética considera la aceptación de la impotencia, la toma de conciencia de los
límites, el cuestionamiento de la identidad y del narcisismo de la muerte, la
consideración de las consecuencias nefastas respecto al devenir del género
humano, la connivencia de cada quien con la muerte que lleva en sí mismo y

26
que puede proyectar a los otros. Cuando el sujeto se ubica simultáneamente
como portador de vida y de muerte, como egoísta y altruista, como ser
racional y pasional, es cuando puede tener convicciones fuertes y al mismo
tiempo ser capaz de cambiarlas, si en ese cambio el sujeto llega a
transformarse, a saber pensarse solo y con los demás, a concebirse como
responsable sin sentirse impedido por el temor a las responsabilidades, a
templar sus ideas (o las de los demás que él mismo ha aceptado) con
cuestionamientos acerca de su posible deformación al escoger ciertos medios,
sabiendo que las consecuencias imprevistas se hallarán más fácilmente que
las previstas. Un sujeto como éste es capaz de sublimar, es decir, de buscarse
a sí mismo en los demás, y a los demás en sí mismo (Enriquez, 1990) en una
exploración permanente hacia la verdad.
Así, la ética de la finitud puede integrar las tres primeras formas de
ética. Evidentemente, cada una presenta características que no pueden
reducirse a las demás. Pero la ética de la finitud realiza precisamente un
trabajo de transformación de esas características para hacerlas
pragmáticamente compatibles. Justo porque el hombre tiene una idea de los
límites, puede ser un hombre de convicción al aceptar comunicarse con los
demás, y justo porque conoce las capacidades mortales de las discusiones es
que las aceptará hasta el momento en que comprenda que la negociación que
permanentemente lleva a cabo le hace perder su alma. Debido a que persigue
objetivos y que realmente quiere alcanzarlos (y no se contenta solamente con
proclamarlos), será muy cuidadoso con la elección de los métodos que le
permitan lograrlos. Así, autonomía y heteronomía no se oponen del todo, más
bien se complementan, igual que la comunicación y la soledad, la fuerza de
voluntad y la percepción de los límites.
Ciertamente, una ética como aquélla –que deberá algún día formularse
de manera más clara– es especialmente limitante. Requiere hombres dotados
de pasión (sin la cual no puede surgir la imaginación), de juicio (sin el cual

27
ninguna realización es posible), de referencia hacia un ideal (sin el cual el
deseo no abandona su forma arcaica), de aceptación de lo real y de sus
obligaciones (sin lo cual los sueños más ambiciosos se transforman en
pesadilla colectiva). Exige también que las organizaciones sean un lugar en el
que la manipulación se descarte y donde se reconozcan los esfuerzos de todos
para la construcción de la organización y para la edificación de lo social. Aún
estamos lejos de lograrlo. Pero mientras las organizaciones prefieran hombres
que las idealicen, en lugar de hombres “de sublimación”, seguirán
edificándose sobre bases de arena y desaparecerán lentamente, sin llegar a
encontrar las razones de su desventura.

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