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Título original: A Love Divine Traducción: Dolors Gallan 1.

a edición: octubre 1997


© 1996 by Lafayette Hill, Inc. © Ediciones B, S.A., 1997
Bailen 84 - 08009 Barcelona (España)
Printed in Spaín ISBN: 84-406-7906-8 Depósito legal: B. 36.193-1997
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LA LLAMA ETERNA

ALEXANDRA RIPLEY
Este libro está dedicado a
mi madre,
Elizabeth Johnson Braid, y a la memoria de
mi padre, Alexander Joseph Braid.
En una pequeña localidad
del sur de Inglaterra
hay un árbol, no muy alto,
que florece dos veces al año,
por Navidad y Semana Santa.
Éste es el relato de la vida y
peripecias del hombre que lo plantó allí.
ÍNDICE

EL COMIENZO.......................................................................................................9

EL HOMBRE, JOSÉ.............................................................................................13

SU FAMILIA..........................................................................................................19

SU MISIÓN.........................................................................................................386

EPÍLOGO............................................................................................................612

COMENTARIOS DE LA AUTORA.....................................................................613
EL COMIENZO

De acuerdo con la cronología que fijarían los calendarios muchos siglos


después, era el 8 de abril del año 6 d. C.
El sol de la tarde arrancaba dorados destellos de tonalidad rosada a la
piedra de las paredes, calles, casas y palacios de Jerusalén. Una tenue brisa
transportaba el aroma de la primavera desde los jardines interiores de la
ciudad antigua hasta la plaza del mercado de la colina occidental.
En un extremo del agora, como así se conocía la plaza del mercado, se
hallaba un reducido grupo de hombres, de aspecto acaudalado. Aunque
vestían las mismas largas túnicas sujetas con cinturón y holgados mantos que
llevaban todos los hombres, incluidos los criados y esclavos, éstas se
distinguían por la calidad de los tejidos: seda, lana fina o suave lino. Las
prendas exhibían además un vibrante colorido y lucían bordados y
pasamanería. Los mantos estaban orlados con cordones y borlas. Las cuatro
borlas azules que pendían de sus esquinas identificaban a estos hombres
como judíos, ya que ése era un adorno obligatorio de acuerdo con la ley de
Moisés.
El hombre que hablaba en ese momento era, con diferencia, el más bajo
del grupo. No era delgado, ni tampoco corpulento, pero bajo las elegantes
sedas que lo envolvían se adivinaba un cuerpo fuerte y musculoso. La negra
mata de tupido pelo ondulado confería a la cabeza un volumen excesivo para
un cuerpo tan menudo. Unas orejas grandes y algo salidas acentuaban la
impresión de desproporción. Las cejas, enmarañadas y muy curvadas, atraían
la atención hacia sus ojos oscuros, cuyas pupilas resaltaban con fuerza sobre
una córnea blanquísima. En el pasado, se había partido la nariz, y el hueso no
había soldado bien; de esa experiencia le habían quedado como recuerdo dos
bultos que le daban un aspecto algo cómico. En reposo, su cara resultaba más
bien fea.
Sin embargo, aquel rostro raras veces permanecía quieto. Su propietario
era un hombre decidido, dinámico. Hablaba con rapidez y énfasis, y hasta
escuchaba con energía, inclinado hacia su interlocutor, reforzando sus
afirmaciones con expresivos y alentadores movimientos de cejas, ojos y boca.
Cuando sonreía, la gente olvidaba que era feo. Entonces mostraba una
dentadura fuerte, blanca y regular, y su boca, al ensancharse, delataba una
tremenda avidez por la vida y el gozo.
Ese hombre era José de Arimatea.
José paró de hablar un instante, cuando la fragancia de los lirios se impuso
sobre el fuerte olor a especias que presidía el aire. Después se disipó la
dulzura, y entonces retomó el hilo de las palabras.
—... el transporte por barco cuesta diez veces menos y la mercancía llega
diez veces más deprisa que por caravana. El invierno ha acabado, y pronto
comenzará la actividad en los puertos.
—¿Y el peligro que acecha a los barcos? —objetó uno de sus acompañantes
—. Mientras tengan escolta para protegerlas de los bandidos, las caravanas
llegan siempre a su destino. En cambio, vuestros barcos están a merced del
viento y las tormentas, José. Soy demasiado viejo para ponerme en manos del
azar.
—Exceptuando los dados, querréis decir, Eleazar —señaló con una
sonrisa otro hombre.
Todos se echaron a reír, incluso Eleazar. La primavera siempre tenía un
efecto embriagador. En primavera la gente podía dejar a un lado sus
preocupaciones y creer que el futuro sólo le deparaba cosas buenas, aun
sabiendo por experiencia que no era así.
En ese hermoso y tibio día no resultaba en verdad infundado concebir
esperanzas. El príncipe Arquelao, el incompetente y abusivo dirigente que los
había oprimido durante diez años, había partido al destierro. Pronto el país
sería regido por un sistema nuevo. Los romanos asumirían el control sin
disimulo, eso era bien cierto. Antaño, durante el reinado del padre de
Arquelao, Herodes, el poder de Roma era menos evidente. No obstante,
ahora al menos tendrían estabilidad, paz. Para los mercaderes como José y
sus amigos, la paz representaba prosperidad y seguridad después de muchos
años de incertidumbre.
José no recordaba haber oído antes tanta profusión de risas en la
populosa agora. La alegría era tan generalizada que hasta los mendigos
sonreían.
—Padre —dijo alguien a sus espaldas.
José se volvió a saludar, sonriente, a su hijo Aarón. El muchacho estaba
ceñudo, con la cara desencajada de rabia.
—Ahora que habéis sacado a colación los dados —dijo Eleazar—, me ha
entrado una sed que saciaría de buena gana en la taberna griega que se halla
próxima al hipódromo. ¿Quiere alguien acompañarme a tomar una copa y
jugar un poco?
—Aarón. —José recordó a su hijo que estaba faltando a la cortesía.
El muchacho dedicó una inclinación a cada uno de los amigos de José
mientras intentaba sonreír, sin resultado. Los mayores saludaron con la
cabeza y comenzaron a caminar.
—No os inquietéis, José —murmuró Eleazar con un malicioso guiño—. Mi
Malaquías era exactamente igual a esa edad. Después me dio cuatro nietos
preciosos. —A continuación apretó el paso para dar alcance a los otros.
José se volvió hacia su hijo. Tenía que levantar la barbilla para mirarlo a los
ojos. A los doce años, Aarón era ya más alto que su padre. José sentía un
íntimo orgullo por ello. Le alegraba que su hijo no tuviera que conocer los
inconvenientes que entrañaba ser más bajo que los demás.
—Ven, Aarón —dijo—. Sentémonos al sol en ese banco y cuéntame lo que te
preocupa. —Por más orgullo que despertara en él la robustez y estatura de
su hijo, José no quería correr el riesgo de que se le agarrotaran los músculos
del cuello.
Una vez sentados, advirtió que Aarón aún tenía los puños crispados y se
armó de paciencia para iniciar la conversación.
—¿Qué ha pasado?
—Se trata de un chico del templo.
José tendió la mirada sobre los tejados de Jerusalén hasta el reluciente
tejado del templo de blanco mármol, centro del culto que rendían los judíos
al Dios Único. Todo el poder y todo el conocimiento se concentraban en el
misterio de ese lugar sagrado. José confiaba en que algún día su hijo fuera
uno de sus sacerdotes.
—¿Quién es ese chico? —preguntó.
—Un don nadie, un pobre diablo —respondió, furioso y acalorado, Aarón—.
Yo estaba con el resto de la clase, escuchando al profesor Hillel.
José lo animó a continuar con un gesto.
—¡Y entonces, padre, ese chico, un infeliz, interrumpió a Hillel! —exclamó
Aarón con voz crepitante de rabia—. ¡Un sucio campesino, que lleva sandalias
de esparto y una túnica harapienta! Se ha puesto a discutir con Hillel, y éste
lo escuchaba como si dijera algo de interés. ¡Un campesino, con un acento
galileo que salta a la legua! Ha sido vergonzoso.
—No hay por qué enfadarse, Aarón. Hillel es conocido por su bondad. Le
habrá dado lástima el muchacho. Todo el mundo sabe que los galileos son las
gentes más atrasadas e ignorantes de Israel.
—No lo entiendes, padre. La discusión ha durado largo rato y otros
profesores se han sumado a ella, incluido Shammai, uno tras otro. Todos han
hablado con ese sucio campesino, le han dejado hacer preguntas, le han
formulado preguntas a su vez y han comentado entre sí lo que decía.
—¿Y qué decía? —preguntó José, intrigado—. ¿Qué puede haberles
interesado tanto?
—No me acuerdo —respondió Aarón, enfurecido, tras levantarse y
empezar a caminar de un lado a otro delante de su padre—. Me ha irritado
tanto que no he prestado atención. Yo quería aprender de las palabras de
Hillel, y no escuchar a un patán durante horas. He aguantado todo lo que he
sido capaz y luego me he ido.
—Te habrás despedido de los profesores, ¿no?
—Ni se han percatado de mi marcha, de modo que yo tampoco me he
molestado en decirles adiós. ¿Cómo han podido dedicar tanta atención a una
persona así, y no hacerme caso a mí? Soy uno de los mejores estudiantes de
la academia. Todos lo dicen.
—Lo sé, hijo. Y con ello me haces sentir el padre más orgulloso de todo
Israel. De todas formas, deberías haber dado alguna explicación. Mañana te
disculparás ante tus profesores.
Con las mejillas encendidas por una rabia incontrolable, Aarón lanzó una
airada mirada a su padre.
—Cálmate —indicó éste al tiempo que levantaba la palma de la mano en
señal de paz—. Cálmate. Te falta menos de un año para cumplir los trece.
Entonces serás un hombre. Los hombres no se dejan dominar por las
emociones. Lo de ese chico no tiene mayor importancia. Quizá los profesores
lo han utilizado para poner a prueba a los alumnos que, como tú, están a punto
de entrar en la madurez. Hillel y Shammai son los hombres más sabios que
existen, y los más sutiles.
»No pienses más en ese galileo. No merece la pena. Regresará al sitio de
donde vino y nunca se volverá a tener noticias de él. —José se puso en pie—.
Vamos. Se hace tarde, y tengo invitados a cenar. Podrás salir a recibirlos
conmigo si te comportas como un hombre y no como un chiquillo enfadadizo.
—Lo siento, padre —se disculpó Aarón, cabizbajo.
José dio a su hijo una palmada en el hombro.
—Olvida lo que ha ocurrido esta tarde. De principio a fin. No tiene
importancia.
Habrían de transcurrir muchos años antes de que José advirtiera que
estaba en un error.
I

EL HOMBRE, JOSÉ
1

José y su hijo se encaminaron a paso vivo hacia su casa. Las calles cubrían
mediante diversos tramos de escaleras el fuerte desnivel de las cuestas de la
colina occidental, donde los ricos habían construido sus moradas para recibir
el frescor del viento durante la estación seca y huir del ruido y los olores de
los pobres que vivían y trabajaban en el valle que atravesaba la ciudad.
Por dentro, la casa de José era semejante a la de cualquier habitante
acaudalado de las principales ciudades del mundo mediterráneo. El suelo
estaba cubierto con baldosas, a trechos con mosaico, y las paredes se
hallaban decoradas con frescos de vivos colores. En el centro había un patio
que estaba rodeado de una galería con columnas a la que daban las puertas o
entradas de las diferentes habitaciones. Los esclavos, vestidos con túnicas
de lino y las bandas distintivas de su condición, trajinaban con silencio y
discreción por ella para servir e incluso prever las necesidades de la familia y
sus invitados.
Al entrar, José y Aarón se sentaron en el largo banco que se hallaba junto
a la puerta para que los esclavos les lavaran los pies en las jofainas a tal
propósito allí dispuestas y les limpiaran el polvo de las sandalias.
—Quédate un momento, Aarón. Quiero hablar contigo —dijo José.
Aarón, que interpretó las palabras de su padre más como una orden que
una invitación, delataba con la rigidez del cuerpo sus sentimientos de rabia y
rebeldía.
José reprimió un suspiro. Y también su propia rabia. ¿Qué se había hecho
del apacible e inteligente chico que vivía en su casa con él? Durante los
últimos meses parecía que un extraño hubiera ocupado su lugar.
Sara, la esposa de José, afirmaba que aquello no tenía nada de extraño.
—Recuerda la relación que tenías tú con tu padre. Os peleabais cada vez
que estabais uno cerca del otro. Es tu hijo; es lógico que haya salido a ti.
No obstante, a pesar del profundo respeto que le inspiraba la sa biduría
de Sara y el gran amor que sentía por ella, José pensaba que esa vez estaba
equivocada. Lo que le había dicho su amigo Eleazar tenía más sentido.
—¡Los apremios de la carne, José! —Se había echado a reír Eleazar al
tiempo que descargaba un puñetazo sobre la mesa de la taberna donde se
encontraban—. No somos aún tan viejos para haber olvidado la turbación y la
angustia que da el tener la mente y el cuerpo dominados por tales apremios.
El chico necesita una mujer y no sabe siquiera que es eso lo que necesita.
José miró a su guapo y enfurecido hijo, y le dio un vuelco el corazón.
¿Cómo era posible hablar de cuestiones tan íntimas frente a esa barrera de
hostilidad tras la que se parapetaba Aarón? Tendría que comenzar con otro
tema para -ganarse primero la confianza del muchacho.
—Como sabes, Aarón, me marcho mañana y no regresaré hasta el final del
verano. Durante ese tiempo tú serás el hombre de la familia. Además,
también durante estos meses tomará posesión el nuevo Gobierno, así que voy
a explicarte cómo funciona la política de los romanos para que de esta forma
puedas hacer frente a cualquier contratiempo que surja. Siéntante aquí, a mi
lado. Voy a tardar un rato.
Aarón obedeció, pero con una actitud de rebeldía que dificultaba el
mantenimiento de la calma a José.
La incredulidad sustituyó la insolencia en la mirada del chico a medida que
el padre describía los usos y costumbres que regían las vidas de los romanos.
—Los llaman patronos y clientes —explicó José—. Un hombre poderoso,
como un senador, que son quienes gozan de más autoridad por debajo de la
familia imperial, después de levantarse y vestirse por la mañana sale al atrio
de su casa. Allí le aguarda ya un grupo de entre diez y cuarenta hombres, o
incluso cincuenta. El senador dirige un gesto a uno de ellos y el aludido se
adelanta, saluda al senador, le presenta sus respetos y luego le entrega un
regalo. Quizás un poema en el que alaba la sabiduría del senador, o a su
distinguida familia, o algo por el estilo; también podría ser una jarra de vino o
de aceite, un paño blanco para que se haga una toga o incluso un brazalete de
oro con joyas incrustadas. El senador le da las gracias y le desea una buena
mañana y éxito en sus todas sus empresas.
Después dirige un gesto a otro individuo, y se repite el mismo ceremonial.
Luego desplaza la atención a otro, y a otro más, y así sucesivamente hasta
que decide parar. En ese momento puede que invite a uno o varios clientes a
desayunar con él. Los demás esperan en el atrio. A continuación, cuando sale el
senador, siempre en dirección al lugar del centro de la ciudad que ellos llaman
el foro, todos sus clientes lo acompañan a pie, con la esperanza de que les
dispense una palabra o les permita situarse a su lado en lugar de ir detrás de
él.
—Pero, padre, ¿por qué hacen todo eso?
—Porque el senador tiene poder. Puede ayudar a un hombre para que lo
nombren gobernador de una provincia, como ese Coponio que es procurador
de Judea, convencer al senado para que no lo manden al exilio por un delito
del que está acusado, o influir sobre otro senador para que acepte el
matrimonio de su hija con el hijo del cliente. Existen tantos motivos como
hombres hay sobre la Tierra.
—O sea, que sobornan al senador.
—Ellos no lo consideran así. Lo denominan un regalo, que se ofrece como
muestra de respeto.
—Así el senador hace lo que ellos quieren.
—A veces. No siempre. Ni siquiera con frecuencia.
—Es horrible. ¿Cómo puede alguien tenerse por un hombre cuando hace
algo tan indigno?
—Porque así funcionan las cosas. Todo el mundo actúa del mismo modo. El
senador es su patrono. Pero el emperador, o algún miembro de su familia,
puede ser el patrono del senador; y algunos de los clientes de los senadores
pueden ser patronos a su vez de hombres que tienen incluso menos influencia
que ellos.
—¿Y cómo se sabe quién es quién?
—Cuando se vive en Roma, eso se aprende rápido por pura necesidad.
Además, es su tema predilecto de conversación, porque el poder de un
hombre se mide por el número de sus clientes y la categoría de éstos. Y el
poder es lo único que cuenta en Roma. Unas veces se acumula, otras se
pierde... Nunca hay una estabilidad garantizada.
Aarón esbozó una mueca de desagrado.
—Escúchame bien, Aarón. Los hombres deben plegarse a la corriente de
los usos, o de lo contrario se destruyen.
—Yo no pienso hacerlo. Jamás. No lo haré nunca. ¿Para qué debería
doblegarme? Yo vivo en Jerusalén.
—Donde ahora hay un nuevo procurador romano, que tiene autoridad para
decidir sobre la vida y la muerte de todos los judíos de Judea. Yo, por
fortuna, tengo un patrono más poderoso que Coponio o su patrón.
»Este es el lado malo que tiene eso de convertirse en hombre, hijo mío —
añadió José, y apoyó una mano en el hombro de Aarón—. Es hora de que
comprendas cómo funciona el mundo. Si ignoras estas cosas, serás como el
cordero descarriado del rebaño, sobre el que se abalanzan los lobos. —Aún
percibía el rechazo en la tirantez que presentaban los músculos de Aarón. Le
dio una leve palmada en el hombro—. Aunque la vida tampoco es tan
desagradable, claro. Están los romanos, sí. Pero también existen los pepinos,
que son mucho más gratificantes.
—¿Pepinos? —preguntó Aarón, perplejo.
José sonrió para sus adentros. La palabra le había salido de forma
espontánea, sin pensarlo. Sin embargo, resultaba perfecta. Aquello iba a ser
mucho más sencillo de lo que había previsto.
—Ése era el nombre secreto que tenía yo para mi miembro viril por la
época en que me hice hombre. —Se señaló vagamente la zona genital con el
índice—. Quizá ya te haya ocurrido eso de que tu cuerpo manifieste una
voluntad por cuenta propia.
—¿Te refieres a que mi... crezca y se ponga tieso? —inquirió Aarón,
demostrando ahora un vivo interés.
La cosa ya había comenzado, dedujo José. Eleazar tenía razón.
—Sí —respondió en tono desenfadado, aunque sin el más leve asomo de
risa—. Así ocurrirá. Y te sentirás muy raro, porque tú no se lo habrás
ordenado. Es como tener una criatura singular que forma parte de tu
cuerpo, pero posee vida independiente.
«Pronto te acostumbrarás —aseguró, sonriendo a su hijo—, porque una
vez que empieza, sucede continuamente; siempre en el momento más
inoportuno, cuando puede causar más turbación. Recuerdo una vez en que
estaba hablando con mi abuela sobre unas malas hierbas que ella quería que
arrancara en el huerto, cosas simples y normales, y de repente, sin ningún
motivo, experimenté una erección. Tuve la sensación de que mi túnica se había
ahuecado vanos palmos. Me quería morir de vergüenza.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó Aarón con los ojos abiertos como
platos.
José rió con suavidad. Después de tantos años, aquel momento estaba en
su recuerdo grabado como algo agradable.
—Rebeca hizo como si no se hubiera dado cuenta. Quizá no se dio
realmente cuenta, nunca lo sabré con certeza. Siempre ha sido una dama
estupenda.
»Sea como fuere, arranqué las hierbas del huerto. Entonces se me ocurrió
un nombre para mi independiente apéndice: Pepino.
—¡Padre!
—Había unas buenas matas de pepinos en el huerto —continuó José—.
Uno de ellos era enorme, exactamente igual a la sensación que yo había
experimentado en mi cuerpo. Lo cogí y lo llevé a mi habitación. Esa noche,
cuando me ocurrió lo mismo hice la comparación con el pepino: éste no era ni
la mitad de grande. Me sentí mucho mejor después de comprobarlo.
—Habíame de otras veces.
—¿De las que el pepino me hacía sentir como un idiota? Fueron decenas de
veces, o quizá cientos, pero ésa es la que recuerdo mejor.
—Pepino. —Aarón se echó a reír.
José sumó su risa a la su hijo, con carcajadas aún más estruendosas.
Hacía mucho que no disfrutaba con él de una proximidad tan rara, tan
especial. Quizá fuera aquélla la primera vez.
Aunque deseaba prolongar el momento, las sombras que se alargaban en el
patio le advirtieron de que pronto llegarían sus invitados, y todavía debía
bañarse y vestirse.
José se puso en pie. Anhelaba abrazar al muchacho, su único hijo, pero
sabía que al hacerlo estropearía el clima que se había creado entre ellos.
—Voy a tomar un baño —anunció, permitiéndose tan sólo esbozar una
sonrisa.
El baño, de estilo romano, se encontraba en la planta baja de la casa. Aun
contando con todas las instalaciones propias de una gran ciudad —un teatro
para conciertos y representaciones, un hipódromo para carreras de cuadrigas
—, Jerusalén no disponía ni siquiera de uno de los baños públicos que tanto
abundaban en las otras urbes del imperio. En tanto que los romanos, los
griegos y el resto de pueblos consideraban que la desnudez era algo natural,
sin mayor importancia, la ley judía la condenaba. José, como la mayoría de
personas de su clase, tenía en su casa una réplica reducida de los baños.
Se introdujo en el agua caliente con un ahogado gemido de placer, la mente
todavía puesta en Aarón. Ya era un hombre, al menos físicamente. Resultaba
agradable saberlo; José se hizo el propósito de comenzar a pensar en una
esposa adecuada para su hijo. Lo haría en cuanto se hallara de regreso, en
otoño.
Era una lástima que Aarón no tuviera hermanas, así como que el chico no
quisiera acompañarlo a las propiedades que la familia poseía en Arimatea,
donde podría tener contacto con sus primas y todas las muchachas del
pueblo. A buen seguro, Aarón se quedaría con la lengua trabada si tuviera que
hablar con una chica. Siempre estaba rodeado de hombres... preceptores en
casa y profesores en la academia. Pasaba muy poco tiempo con su madre,
porque ella no era una persona cultivada y él siempre había sido un alumno
con una gran avidez de conocimientos desde que tuvo el primer contacto con
los estudios, cuando sólo contaba cinco años.
José estaba orgulloso y hasta un tanto maravillado por la capacidad
intelectual de Aarón. Aun así, pese a que intentaba reprimirlo, esa
tendencia de su hijo le producía también cierto recelo. Él había sido un
muchacho de acción, no un pensador, cuando tenía su misma edad.
«¡Basta! —se dijo—. Debes reconocer que tú tienes tu parte de culpa. Nunca
lo has llevado a Roma, aunque siempre hayas querido hacerlo. Ni tampoco a
ninguna otra gran ciudad. Alejandría es el centro mundial de la erudición; a
Aarón seguramente le encantaría verla.»
El año próximo sería el momento idóneo para ello, el año en que
oficialmente el chico accedería a la edad adulta. No había una ciudad en el
mundo mejor que aquélla para colmar de placeres a un hombre. José sonrió al
rememorar las experiencias vividas en Alejandría mientras salía de la bañera
caliente para tomar el baño frío en la habitación contigua.
El vigorizante contraste de temperatura le hizo abandonar esas
divagaciones para concentrarse en asuntos más urgentes. Tenía pendientes
muchas decisiones de negocios.
¿Qué regalo debería presentar al procurador Coponio? Lo había conocido
en la recepción que se ofreció con motivo de su llegada a Je-rusalén justo
antes de la Pascua judía, pero la reunión fue tan multitudinaria que José sólo
tuvo tiempo de reparar en la juventud y en el nerviosismo impregnado de
altanería de Coponio. El regalo debía ser caro y halagador. Para un joven
romano que deseaba pasar por un hombre de mundo, aquello equivalía a
pensar en algo griego. Aunque no lo admitieran nunca, los romanos albergaban
el íntimo anhelo de ser tan civilizados como los griegos; éstos, al fin al cabo,
habían sido los creadores de lo que el mundo contemplaba como civilización.
¿Por qué si no hablaban griego en lugar de latín todas las personas de
categoría? El latín se dejaba para los negocios y la política: contratos,
testamentos, arriendos, proclamaciones del emperador.
Sí, una estatuilla griega de gran valor sería el regalo perfecto. José
sonreía mientras se frotaba con la toalla. Tenía el objeto preciso en la
cámara acorazada de sus oficinas de Cesárea: el busto antiguo de un bello
joven. Como devoto judío, jamás habría guardado algo así en su casa, ya que la
ley de Moisés prohibía las imágenes esculpidas. Sin embargo, como negociante
podía utilizarla para granjearse el favor de un gobernador gentil.
Coponio había regresado ya a Cesárea, sede principal del poder romano
en Judea. Para cuando José fuera a esa ciudad, aproximadamente en el plazo
de un mes, el joven romano se encontraría aburrido y solo, puesto que la
primera oleada de visitas de solicitantes cargados de sobornos ya habría
remitido. Y entonces llegaría un hombre que no le pediría ningún favor, con
un regalo cuyo valor superaba al de cualquier otro objeto que él pudiera
poseer... Coponio sentiría ganas de abrazarlo.
La sonrisa de José se ensanchó. «También puedo darle información sobre
los placeres que ofrece Cesárea: ese tipo de cosas de las que él jamás lograría
enterarse por sí solo. Todavía es mi lugar mágico, igual que cuando yo era un
chiquillo que sólo alcanzaba a soñar sus maravillas. Cuando la ciudad era tan
joven como yo.»
Tan joven...
II

SU FAMILIA
2

José era en extremo joven cuando comenzó a efectuar sus primeras


escapadas en la alquería de Anmatea.
Aun sabiendo que recibiría un riguroso castigo por ello, a menudo se
alejaba furtivamente por los campos y tomaba el primer sendero con el que
topaba, fuera cual fuese su dirección. Siempre conseguía regresar antes del
anochecer, y soportaba las reprimendas de su padre con rígido silencio.
Aborrecía a su padre. De vez en cuando su terquedad soliviantaba tanto al
hombre, que éste le propinaba una paliza. José recibía con alegría los golpes,
porque le servían para justificar su odio.
Cuando apenas había cumplido los nueve años, en una de sus escapadas
llegó hasta Jaffa. Desde lo alto de la colina que albergaba la antigua ciudad,
José divisó por vez primera el mar y aspiró su olor salobre. Luego bajó
corriendo por sus sinuosas calles, atraído por la llamada de ese olor, cada vez
más intenso y embriagador.
Los muelles del puerto eran un hervidero, caótico y a un tiempo
organizado. El chiquillo caminó entre los empujones y codazos que le
propinaban aquellos hombres cargados con fardos, e incluso llegó a caer a
causa de un golpe. Él no reparaba, sin embargo, en la apretura ni en los gritos.
Había quedado hechizado por la belleza y el aura de misterio del barco que se
hallaba anclado en el mar. Observó cómo las últimas barcas que habían servido
para cargarlo se alejaban de él, y luego una gran vela cuadrada de rayas rojas
y azules ascendió por el mástil, hinchada por el viento.
La visión se alejó mar adentro.
José mantuvo la mirada fija en ella hasta que se disipó por completo.
Después regresó corriendo a la alquería, transformado en el muchacho que
más tarde se convertiría en el hombre que había decidido ser.
Sometió al preceptor griego a un auténtico asedio para que volviera a
leerle los versos de Hornero que antes tanto le habían hastiado y le enseñara
todas las palabras, todas las reglas de gramática, sintaxis y métrica. Quería
leer por sí solo el relato de los viajes de Ulises. Con el tiempo copió todos los
pergaminos de la Odisea para tener los suyos propios y de algún modo,
poseer así la vida de un navegante.
Como de costumbre, sólo contó sus experiencias a su amiga Sara. La niña
tenía en los ojos el mismo brillo de entusiasmo que él mientras le hablaba del
barco y de la gran vela que cobró vida cuando la ahuecó el viento. El olor del
mar... no hallaba palabras para describirlo. Sara le acarició el brazo con gesto
comprensivo cuando lo intentó.
Cuando la familia iba a Jerusalén con motivo de las festividades
religiosas, José rondaba entre las multitudes que se congregaban en el
templo y las plazas, preguntando a toda persona dispuesta a escucharlo si
había visto alguna vez un barco o había viajado por mar.
Obtuvo unas cuantas respuestas afirmativas de hombres que habían
viajado en barcos de cabotaje, de Jaffa a Gaza, un importante centro
comercial que acogía en s,u mercado los exóticos tesoros traídos de Oriente
por las caravanas. No obstante, ninguno de ellos le dijo nada bueno respecto
de aquellas experiencias. Habían vivido, comido y dormido en cubierta,
apretados con otros mercaderes como ellos, y habían sentido mareo a causa
del movimiento de la embarcación.
Hasta que por fin un día José conoció a un sirio, uno de los cien tos de
visitantes curiosos que acudían a Jerusalén para ver su famoso templo. El
hombre trabajaba de marinero en un barco de cabotaje como los que le
habían descrito los comerciantes.
—¿Y por qué hace preguntas sobre barcos un chico judío como tú? —
inquirió el marinero.
La amistosa sonrisa con que pronunció estas palabras quitó hierro a su
contenido. Los judíos no eran navegantes; nunca lo habían sido durante todos
aquellos años en que habían habitado un país bordeado de mar.
El sirio repitió con escasas variaciones los mismos detalles sobre los viajes
por mar quejóse ya había escuchado de otros labios. Luego siguió hablando,
sin mirar al chico, con la vista perdida en alguna imagen que sólo era visible en
su recuerdo.
—Lo que tú necesitas encontrar es un fenicio. Ellos son los que conocen
bien los barcos y el mar. Siempre ha sido así, desde el inicio de los tiempos.
Ellos no temen a los monstruos ni las tormentas que levantan montañas de
embravecidas olas. Son los leones del mar, los reyes de las aguas. Ellos no se
dedican a bordear la costa, se adentran hasta el centro de las aguas, allí
donde nadie más se atreve a ir.
»Sus barcos negros son más grandes, más rápidos y magníficos de los que
tú veas nunca, son algo que el dios del mar creó para hacer de ellos sus
compañeros.
—Tengo que verlos —dijo José al tiempo que tiraba de la manga del
hombre—. ¿Dónde están?
El marinero volvió a mirar al chiquillo y, con una carcajada, le despeinó el
cabello.
—Aquí en Jaffa no los encontrarás, eso puedo garantizártelo. Quizás en el
nuevo puerto que Herodes ha construido en Cesárea. Es lo bastante elegante
para que amarren en él los barcos negros de los fenicios.
A partir de entonces los anhelos de José se concretaron en un nombre,
en un lugar. Lo único que tenía que hacer era ir allí.

—Te he comprado un regalo en Jerusalén —le anunció su abuela cuando se


hallaron de nuevo en casa.
José le dio las gracias casi tartamudeando. Los regalos eran algo raro y
especial en la vida simple y austera que llevaba.
—Quiero que me des las gracias haciéndome una promesa —precisó Rebeca
—. Prométeme que después de leerlo, porque es un libro, vendrás a hablar
conmigo sobre él.
José formuló la promesa, a pesar de su desconcierto. Éste se disipó, sin
embargo, cuando vio el título del libro. Era un relato pagano, la historia de un
mítico héroe griego, Jasón, y de las fantásticas hazañas que realizó en los
viajes con su barco, llamado Argos.
—Estás enterada de mi secreto —dedujo José—. ¿Cómo lo has sabido? ¿Se
lo has dicho a mi padre?
—Tranquilo, José. No me atosigues. Me debes un respeto.
José se arrodilló y apoyó la cabeza en las rodillas de Rebeca. De toda la
familia, ella era la única que le inspiraba respeto. Quería a su madre, o así le
parecía, pero ésta profesaba tal lealtad a su padre que el chico era incapaz de
sentir admiración o respeto hacia ella.
—Vamos —lo animó la abuela, acariciándole la cabeza—. Levántate y
siéntate a mi lado. Ahora conozco tu secreto. Antes sólo lo sospechaba,
debido a la repentina sed de conocimiento que demostrabas. Tenía que
comprobarlo viendo el efecto que te causaba otro relato de aventuras en el
mar.
—Tengo que ir al mar, abuela —confesó José—. No puedo ser un labrador
cuando me haga un hombre, porque eso me destruiría. Sería un don nadie.
Rebeca le tomó la barbilla para mirarlo a los ojos. No hubo dulzura en el
gesto, ni tampoco en su mirada.
—Como tu padre. ¿Es eso lo que querías decir, José?
El chico quiso apartar la mirada, pero no pudo. Y después no quiso. La rabia
le confirió un aire retador.
—¡Sí! Eso quería decir. Es un cobarde que teme a su propia sombra. Deja
que todo el mundo le diga lo que debe hacer; lo tolera sin más, como una
bestia sometida a base de azotes. Cuando vamos a Je-rusalén, nunca rechista
si alguien le quita el mejor sitio para permanecer de pie, sentado, o caminar o
comer. Permite que lo aparten de un empujón. En el templo, siempre ha
comprado los corderos más flacos para nuestra comida de Pascua, e incluso
cuando llevamos un cordero de aquí, siempre es de los últimos que hacen el
sacrificio, porque espera todo el día fuera de las puertas mientras otros
pasan delante de él. Me avergüenzo de él. Dice que éramos una gran familia.
Éramos. ¿Por qué no hace que nuestra familia vuelva a ser importante como
antes?
—El rey Herodes mató a su padre y nos arrebató cuanto tenía mos, José,
ya lo sabes. De todas formas, aún somos una gran familia; no poseemos las
riquezas de antaño, pero la verdadera aristocracia no depende de las
propiedades. Deriva de los siglos de linaje, y nosotros somos los
descendientes del propio Zadok, el sumo sacerdote de los tiempos del rey
Salomón, cuando Israel era la nación más santa y poderosa de todas.
José se zafó de la mano de su abuela y abatió la cabeza para ocultar las
lágrimas.
—Tú eres una aristócrata, abuela, pero mi padre no lo es. Él es una persona
sin carácter.
—Escúchame, mi querido chiquillo. Escúchame bien. Tu padre merece que
lo comprendas. Tú has oído a rasgos generales lo que ocurrió, pero no lo sabes
todo. Cuando tu padre era joven, había un consejo que se llamaba el sanedrín.
Sus miembros eran los jueces de Israel, los encargados de preservar la ley.
El mismo rey estaba sujeto a su guía y autoridad. Eran las personas de más
autoridad del país, la aristocracia. El padre de tu padre, mi marido Aarón,
formaba parte del sanedrín y destacaba por su sabiduría.
»Herodes llegó a ser rey mediante la guerra y no por sucesión directa al
trono. Él sabía que no era un auténtico rey, ni siquiera un auténtico judío,
pues era sólo un idumeo, un miembro de esa tribu que había adoptado nuestros
usos y leyes, y temía al sanedrín porque éste dictaminó que no era la persona
adecuada para ocupar el trono.
»Por eso les declaró la guerra a ellos también, aunque no eran guerreros.
Sin previo aviso, sus soldados secuestraron a cuarenta y cinco de los hombres
principales del sanedrín y los mataron. Cuando se llevaron a Aarón, tu padre
corrió a atacarlos. Los soldados lo abatieron a golpes y dieron muerte a su
padre delante de él. La sangre que manó a borbotones del corazón y la
garganta de tu abuelo le cayó sobre los ojos y la boca, que había abierto para
gritar. Después de eso permaneció mudo y ciego durante muchas semanas.
»Tú presenciarás la muerte a la largo de tu vida; tal vez incluso asesinatos.
Ojalá no tuvieras que verlo, pero el mundo es así. Nunca sabrás, sin embargo,
lo que es atragantarse, casi asfixiarse, con la sangre de un ser querido.
Tampoco sufrirás el tormento de pensar que deberías haber hallado la
manera de salvarlo de la muerte, que no fuiste lo bastante hombre.
»Tu padre no es un cobarde, José. Es un hombre valiente que fue
derrotado y se culpa a sí mismo de la derrota.
José trató de comprender; trató de apiadarse de su padre, pero seguía
condenándolo.
—Tú no fuiste derrotada, abuela, y a ti te mataron al marido.
Rebeca contuvo un lamento.
—Pero, verás, José, yo tenía a mis hijos. Como su padre no estaba para
mantener la fortaleza por ellos, yo tuve que hacerme fuerte. Cuando seas
mayor y tengas hijos, sabrás lo que significa ser padre. Las necesidades de
los hijos insuflan un vigor que uno no creía poseer. —La mujer se inclinó para
besar la cabeza de su nieto—. Ahora vete. Quiero estar sola un rato. No te
preocupes, mi querido chiquillo, que no divulgaré tu secreto. Y si sientes con
tanta intensidad la llamada del mar, veré incluso llegar con gozo el día de tu
partida.
José se alejó sin hacer ruido. Estaba horrorizado por la patética escena
que le había referido su abuela, pero aún era demasiado joven para entender
plenamente sus repercusiones. En realidad pensaba en lo extraordinaria que
era Rebeca.
Sabía desde hacía años cómo había muerto su abuelo. Herodes había
anunciado que las cuarenta y cinco víctimas eran traidores y que ello
otorgaba a su dirigente —el mismo Herodes— el derecho a confiscar todas
sus posesiones. Rebeca y sus hijos fueron expulsados de su casa de Jerusalén
con unos hatillos de ropa por todo equipaje. A sus criados los vendieron como
esclavos, echaron el cerrojo a la casa y ésta quedó custodiada por los
soldados de Herodes hasta que éste la vendió con todo cuanto había dentro.
Lo mismo ocurrió con la villa de verano de Jericó y las fincas de Arimatea.
Rebeca se llevó entonces a sus hijos a casa de un tío, hermano de su
madre, que había fallecido mucho tiempo atrás. Enterró a su marido y observó
el luto, llevando negras vestiduras y ceniza en la cabeza. Durante siete días,
tal como dictaba la ley, permaneció sentada en el suelo de la casa de su tío,
primero sollozando hasta que no le quedaron lágrimas, y después abrasada por
el odio que sentía hacia Herodes y sus esbirros. Luego, obligada por la
necesidad y desprendida de toda emoción, caviló en lo que le convenía hacer.
El octavo día, se vistió y se acicaló para adoptar la apariencia acorde con su
condición de gran dama, y escribió una carta a una mujer llamada Mariamna, una
amiga de la infancia. Esta mujer se había casado en fecha reciente con el rey
Herodes, el cual la amaba, según se decía, con locura.
Rebeca llevó la carta a la casa de los padres de Mariamna, pues sabía que
éstos la recordarían. Al cabo de tan sólo cuatro días, le llegó un mensaje
enviado por el propio rey.
Gracias al generoso corazón del rey Herodes y a su noble preocupación por
el bienestar y la prosperidad de todos sus subditos, concedía a la viuda del
traidor Aarón las tierras que justamente habían pasado a ser propiedad del
Estado y el rey de acuerdo con las leyes de Israel; se trataba de las alquerías,
campos, viñedos y pueblo de Arimatea.
Rebeca averiguó el paradero de las viudas de los otros miembros del
sanedrín que habían sido ejecutados. A unas cuantas, que carecían del amparo
de sus familias, les entregó tierras de la alquería. Aunque algunas de las
«casas» no eran más que rincones de establos, en ellos encontraron cobijo
catorce familias. Rebeca les proporcionó cuidados y comida mientras se
recobraban de la pena. Con el tiempo, todos se fueron, excepto la familia de
Sara, pero ninguno olvidó lo que Rebeca había hecho por ellos.
No era de extrañar que José admirara a su abuela más que a ninguna otra
de las personas que componían su reducido mundo. También la amaba, como la
amaban cuantos la conocían.
Cuando el chico se escapó de casa al año siguiente, el año en que cumplió
doce años, dejó una carta para ella, escrita en una de las tablillas de cera que
utilizaba en sus estudios.
De Sara se despidió personalmente, y le pidió que esperase su regreso
para casarse con él.
—Por supuesto —respondió ella.

Esa noche José se alejó furtivamente de la alquería cuando la luna estaba


a punto de alcanzar su cénit. Aprovecharía su luz para caminar y ya se hallaría
lejos de Arimatea cuando en la casa advirtieran su partida. Sus hermanos ni
siquiera se revolvieron en la cama cuando saltó por la ventana de la habitación
que compartía con ellos. Llevaba una bolsa de cuero llena de monedas atada al
cuello con una cuerda. Había estado ahorrando cada cuadrante que había
ganado durante los dos años anteriores, en previsión de ese momento. Ahora,
por fin, se había puesto en camino. En dirección al mar, a Cesárea y a los
negros barcos de los fenicios.
Al despuntar el alba había dejado tras de sí Jaffa y localizado la vía romana
que lo llevaría a su punto de destino.
A mediodía, José lamentaba no haber dejado su bonita capa nueva de lana
en casa y tomado la vieja, que era de lino. No paraba de doblarla por los lados
para despejarse los brazos.
Cuando anocheció, vio que no se había equivocado al elegir la prenda, pues
el calor del día dio paso en un instante al frío de las noches de primavera. Se
sentó en un olivar a aguardar que saliera la luna para alumbrarle el camino y
entonces se arrebujó en la capa, agradeciendo su calidez. También le resultó
acogedor el contacto de la blanda tierra y del tronco del árbol donde
apoyaba la espalda
Despertó cuando los hombros le resbalaron por el tronco del olivo y
chocaron contra el suelo. ¿Cuánto tiempo había dormido? No era su
intención dormir. Bueno, tampoco había sido mucho rato. A juzgar por el
color blanquecino de las hojas de los árboles, la luna aún estaba alta. José
lamió unas gotas de rocío prendidas a la hierba y luego se levantó y desperezó
el cuerpo.
Comprobó que era más sencillo caminar de noche, pues de día a menudo
debía abandonar la calzada para ceder el paso a carros y animales. Ahora
tenía la luna y la gran vía romana a su entera disposición. Adoptó un paso
ligero y rápido, y se puso a silbar.
¡No! ¡Basta! Alguien le había dicho en Jaffa que los marineros creían que
daba mala suerte silbar. Puesto que iba a hacerse marinero, lo mejor era
empezar a conducirse como tal.

La tarde siguiente, José entró cojeando, con los pies llagados y en-
sangrentados, por la gran puerta de la muralla de la ciudad justo en el
momento en que iban a cerrarla. Siguió caminando, atraído por el olor del
mar, y cuando vio el magnífico puerto iluminado por la luz del ocaso, se olvidó
al instante del dolor y el cansancio.
Cesárea era una ciudad mágica, blanquísima, cuyo perfil se recortaba
sobre el azul del Mediterráneo. La construcción de su puerto se había
llevado a cabo con meticulosa planificación y métodos revolucionarios. Allí no
se había efectuado una simple extracción de tierra para crear una ensenada u
entrada en la costa. No, la ciudad bordeaba en línea recta la costa. El puerto
estaba abrazado por diques de mármol blanco de diez metros de altura,
reforzados por escolleras, que se adentraban en las aguas para contener su
embate y proteger de las tormentas y el viento a los barcos que se
encontraban allí amarrados.
En los diques había soportales de mármol blanco, bajo cuyo amparo
funcionaban almacenes, talleres, tiendas de suministro y hosterías para los
marineros. Junto a ellos se abrían anchas avenidas que se prolongaban hasta
más de cien metros de distancia de tierra y conectaban en ángulos rectos
con el malecón del sur, que sobresalía unos quinientos metros en dirección al
malecón del norte. En la punta quedaba una enorme entrada guarecida del
oleaje, donde se alzaba el gigantesco faro que guiaba a las embarcaciones.
En el centro del largo muelle adosado a la ciudad se erguía un templo de
mármol blanco, que estaba dedicado al emperador Augusto César, cuyas
esbeltas columnas se reflejaban en las azules aguas del Mediterráneo. El
resto de la ciudad mostraba igual esplendor que la zona portuaria. El palacio
de mármol blanco de Herodes era inmenso y las mansiones adornaban con su
presencia las rectas calles flanqueadas de palmeras. Incluso las casas más
pequeñas, las tabernas, tiendas y establos tenían las fachadas de mármol
blanco.

Otros edificios de mármol blanco albergaban oficinas de aduanas,


almacenes, empresas marítimas, destacamentos de bomberos y guardia, es
decir, todo lo necesario para el mantenimiento de los barcos y el puerto.
Todas las construcciones eran hermosas y todas veían multiplicada su belleza
al reflejarse en el espejo azul de las aguas.
No obstante, ninguna de ellas llamó la atención del joven José,
embargado como estaba por el hechizo del puerto.
¡Oh sí! Ese era su sitio, el eje de su vida.
A lo largo del muelle, tras los zaguanes y ventanas había habitaciones que
estaban iluminadas con antorchas y lámparas. La gente reía y gritaba, y
alguien tocaba un tambor. También se oían unos címbalos. El muchacho
estaba, sin embargo, demasiado cansado para ir a mirar. Buscó una zona
oscura junto al muro de un gran edificio, se acurrucó en el suelo, exhaló un
suspiro de felicidad y todo el ruido cesó, silenciado por el sueño.

—¡Chico!
José notó una punzada en el costado. Al abrir los ojos vio una cara, muy
cerca de la suya. Enseguida aquellos labios se plegaron para esbozar una
sonrisa y luego de ellos brotó una carcajada. Era un chiquillo, más o menos de
su edad.
—Más vale que te vayas de aquí—dijo el muchacho, agachandose—. La
guardia reparte bastonazos en la cabeza a las personas que se quedan en los
muelles. ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Asíbal.
—José —respondió él con voz estrangulada por la sequedad de garganta
que le provocaba el sueño y la sed—. Gracias por salvarme de un bastonazo en
la cabeza.
—Ven conmigo. Conozco un sitio donde puedes beber algo. Por la voz,
pareces estar igual de seco que el desierto.
José asintió con un gesto. Sí, tenía mucha sed. Al moverse, el dolor de los
pies lo acabó de despertar. Dirigió de inmediato la mirada hacia el puerto.
Aunque el agua aparecía quieta y falta de color a esas horas de la madrugada,
su visión le procuró la energía que siente quien ha cumplido sus objetivos.
Estaba allí, donde quería estar. Vio al otro chico, que ya se alejaba, y echó a
correr tras él.
Asíbal lo llevó a una taberna. Era evidente que el establecimiento había
permanecido abierto toda la noche, pues los clientes dormían la borrachera
repantingados en los bancos. En el suelo abundaban los charcos de vino
barato y vómito entremezclados, que llenaban de pestilencia el ambiente.
Asíbal se abrió camino entre ellos hasta la barra, tras la cual bostezaba un
corpulento y desaliñado individuo.
—Una copa del mejor vino de Chipre que tengáis —pidió el chico.
—Te crees un potentado, ¿eh? —contestó el tabernero con una
carcajada que más parecía un gruñido—. Lo único de Chipre que encontraréis
aquí será un marinero. ¿Quieres que lo haga mear en una copa?
—Sólo preguntaba —dijo Asíbal, y encogió los hombros—. ¿Qué es lo más
aceptable que podéis ofrecer?
Sin responder, el hombre tomó una jarra y sirvió vino en un vaso de barro
cocido, en cuyo borde se advertía una costra de suciedad acumulada.
—Dame un sestercio —exigió al tiempo que tapaba el vaso de vino con la
mano.
—Paga, José —dijo alegremente Asíbal.
—Eso es demasiado —exclamó José, retrocediendo. Un sestercio era el
equivalente de dieciséis cuadrantes, las monedas que tanto le había costado
acumular. Con ese dinero podía comprar tres o cuatro hogazas de pan. De
improviso sintió un gruñido en el estómago y advirtió que tenía hambre—.
Vamos, Asíbal —dijo, y se encaminó a la salida.
—En la zona del puerto son todos unos ladrones —observó Así-bal cuando
ya respiraban el aire limpio y salobre del mar—, pero valía la pena probar. A
veces, al final de la noche venden el vino con poso por sólo un par de
cuadrantes. Miremos en otras tabernas.
—Lo que de verdad quiero es leche —confesó José.
Aunque deseaba presentar la misma apariencia de mundano desenfado
que percibía en Asíbal, en ese momento su estómago vacío era más
importante que el orgullo.
—Claro. Debiste decírmelo. Conozco una tienda de víveres. Podemos
desayunar juntos.
La tienda no era más que una habitación adosada a un edificio que se
hallaba en un callejón contiguo al muelle. Con el alba se abrieron sus
postigos y de dentro emanó un dulce aroma a pan recién horneado. José se
desprendió la bolsa de monedas que llevaba al cuello. En ese momento la
habría dado entera si fuera necesario, pensó. Nunca se había sentido tan
hambriento y sediento en toda su vida.
En realidad, le bastaron unas pocas monedas para saciar su hambre y la de
Asíbal. Después compró otra hogaza de pan para llevársela, pues no quería
encontrarse sin más opción que aceptar las exigencias de un ladrón cuando
volviera a llegar la hora de comer.
—Regresemos al puerto —propuso entonces, ansioso por ver los barcos a
plena luz del día.
Asíbal no puso reparos. Era un muchacho bien informado. Ninguno de los
dieciséis barcos que se encontraban amarrados a los muelles era fenicio,
aseguró.
—Pero son barcos grandes, y hay tres negros —observó José.
—Cualquiera puede pintar la quilla del color que quiera. Pero estos barcos
son de cabotaje y no salen a alta mar. Todavía es temprano para esa clase de
navegación.
José miró a Asíbal como si éste fuera un mago.
—Sabes tanto... —dijo.
—A tí te lo parece porque eres muy ignorante, José —respondió el chico,
sonriente—. ¿Y qué haces aquí pues, si no sabes nada de barcos?
—Pienso aprender —explicó José, sin tomarse a mal la observación—.
Quiero encontrar trabajo en un barco fenicio para aprender todo lo que
ellos saben.
Esperaba que Asíbal se burlara de él, pero no fue así.
—Un buen plan —comentó el chico—. Para eso he venido también yo aquí.
Lo malo es que no te darán trabajo en un barco fenicio, José, ni tampoco en
ninguna otra clase de barco. —Tocó el borde de la capa de José—. Eres judío,
¿verdad?
—Sí. ¿Y eso qué tiene que ver?
—Nadie emplea a los judíos salvo los propios judíos, por ese día de la
semana en que los judíos no trabajan.
José se quedó boquiabierto. No se había planteado la cuestión del
sabbath, ni siquiera se le había ocurrido. El sabbath era algo tan natural en su
vida que ni tan sólo había considerado la posibilidad de que otros pueblos no
lo observaran.
—No lo había pensado —musitó, más para sí que para Asíbal—. Soy un
grandísimo tonto.
—A mí no me importa. Me gustas. De todas formas podemos ser amigos.
Yo soy fenicio.
—¿De veras? —Asíbal le resultaba más fascinante a cada minuto que
pasaba.
Alentado por la actitud admirativa de José y sus ademanes de ánimo, Asíbal
se lanzó a hablar y durante horas estuvo alardeando y prodigándole toda suerte
de confidencias, aseveraciones e información.
Era fenicio, pero no era oriundo de Tiro ni Sidón ni de ninguna ciudad
portuaria. No todos los fenicios eran marinos.
—No habría bastantes barcos en el mundo —explicó.
No, su padre era labrador, igual que lo habían sido su abuelo y su
tatarabuelo. Él era el menor de ocho hijos y no le correspondía ninguna
herencia.
—Mi padre iba a venderme como esclavo, tal como había hecho con tres de
mis hermanos, pero mi madre no quiso. Como soy el benjamín, soy la niña de
sus ojos, ¿entiendes?
Así pues, la madre fue a ver a un primo, el cual a su vez fue a ver a un tío,
que tenía un hijo casado con una mujer cuyo padrastro tenía un sobrino que
conocía a un hombre que era segundo de a bordo en un barco fenicio.
—Llevo una carta para él cosida por dentro en el borde de la capa. En esos
barcos no admiten así como así al primer fenicio joven que aparece pidiendo
trabajo.
Por otra parte, jamás de los jamases aceptaban a alguien que no fuera
fenicio, de manera que José tampoco habría tenido ninguna posibilidad
aunque no hubiera sido judío.
Pero es que además de judío era tonto. Porque mira que había que ser
tonto para llevar el dinero colgado del cuello. Cualquiera lo adivinaría con sólo
ver el cordón. Debía haber cosido el dinero al cinturón, como él. Se aflojó la
faja e invitó a José a palparle la cintura.
—Es la dote de mi madre —anunció con orgullo—. Obligó a mi padre a
dármela porque soy su preferido.
»Claro que recibiré una paga por mi trabajo en el barco, y entonces
devolveré el dinero a mi madre. Pero como no hay forma de prever cuándo
llegará un barco a puerto, mientras tanto tengo que comprar comida y pagarme
la cama en la hostería de los marineros. Ya llevo cuatro días aquí, por eso
conozco tan bien la ciudad. Me levanto temprano, bajo a ver si ha llegado mi
barco y después tengo el día entero para explorar.
¿Sabía José que Cesárea tenía unos grandes baños romanos, donde se
celebraban los entrenamientos para las competiciones atléticas y que la
entrada era libre? También tenía un hipódromo. Desde dentro, parecía que las
hileras de asientos llegaran hasta el cielo. La lástima era que no habría ninguna
carrera de cuadrigas hasta el cabo de varias semanas, y para entonces él ya
habría embarcado.
¡Pero cerca del hipódromo había un circo, donde al día siguiente se
celebrarían combates! Boxeo, peleas de animales... un león africano lucharía
contra cincuenta lobos. ¿Por qué no iban? Siempre que su barco no llegara
antes, por supuesto.
José no tenía inconveniente en dejar que su nuevo amigo le organizara la
vida. El fenicio era tan alegre, tan divertido y tan enérgico, quejóse se hizo
el propósito de imitar su manera de ser. No era agradable vivir agobiado por
el enojo, el desasosiego y el pesimismo. Deseaba con fervor parecerse a
Asíbal. En cierto modo, deseaba algo más que parecerse a él: deseaba ser él.

Ya habían dado cuenta de la hogaza de José y como volvían a tener hambre,


regresaron a la tienda de víveres para tomar un gran cuenco de lentejas
acompañadas con más pan.
Después deambularon por la ciudad, admirando sus maravillas, y se
entretuvieron observando a los hombres que construían una casa de
impresionantes dimensiones y escuchando los también impresionantes gritos
y juramentos que se dirigían unos a otros. Los chicos tomaron buena nota de
aquellas novedosas maneras de insultar y se dedicaron a practicarlas entre sí
mientras regresaban al puerto para ver si había llegado el barco de Asíbal.
—Deben de haberse despertado los borrachos —comentó José al pasar
junto a la taberna en la que habían estado de buena mañana; de ella salía un
gran bullicio—. No sé si habrán fregado el suelo. Ese sucio tabernero sí que es
un gran hijo de puta —añadió con afectada desenvoltura, sintiendo que ya casi
era un hombre por estar enterado de lo que ocurría en las tabernas.
—Oh, sí —convino Asíbal con una risita—. Es... —en ese mismo instante, de
la taberna salió un hombre delgado que vestía una túnica manchada y chocó
tambaleándose contra él— un zurullo de perra en celo —concluyó con
entusiasmo el chico.
—¿Qué has dicho, sinvergüenza? —espetó el borracho, agarrándolo del
brazo.
—Nada. No hablaba con vos, sino con mi amigo.
—Así es —corroboró José—. Soltadlo.
Agarró al hombre del codo para liberar a Asíbal, pero con el brazo libre,
aquél le propinó un codazo en la garganta que le causó una aguda oleada de
dolor en todo el cuerpo. José se dobló, tosiendo, casi sin respiración, y alargó
las manos a ciegas.
—¿Con que no me insultabas a mí, eh, bribón? —gritaba el borracho a
Asíbal.
Mientras abofeteaba a Asíbal sin parar, éste chillaba, tratando de
defenderse a patadas. Atraídos por el entretenimiento, acudieron seis o
siete hombres más. José no logró captar lo que se dijo o hizo entonces, pero
de improviso se inició una refriega general, en la que participó a su pesar,
propinando y recibiendo golpes y patadas. Oyó gritar a Asíbal, se oyó gritar a
sí mismo, oyó gritar a los hombres, notó la garganta abrasada por el frenesí de
sus gritos. Después fue como si le estallara la cabeza y sólo percibió una
mancha oscura, cada vez más negra.

—...José, despierta.
La voz de Asíbal resonó como un mazazo en su cabeza. Entonces emitió un
gemido y trató de abrir los ojos, pero uno de los párpados no le respondía.
Asíbal lo zarandeó. Le dolía todo el cuerpo.
—Para —logró articular; también tenía dolorida la garganta.
Miró con el ojo ileso a Asíbal, que sonreía, y vio que le faltaba un diente.
—Me parece que al final igualmente te han aporreado la cabeza —
comentó el fenicio.
José intentó sonreír, pero el dolor era excesivo. Se palpó la cara. La nariz
había perdido su forma habitual. Aún conservaba los dientes en su sitio, pero
tenía los labios hinchados. Hizo un esfuerzo y logró esbozar algo parecido a
una sonrisa.
—Venga. Te ayudaré a levantarte —dijo su amigo—. Con cuidado. Me
parece que tengo el brazo roto o algo así.
—Puedo hacerlo solo. —José se puso de rodillas y después se levantó
despacio. No estaba tan mal como creía.
—¿Te da vueltas la cabeza?
—Un poco; no mucho.
—Entonces mejor será que te apoyes en mí, en el costado derecho. Pronto
anochecerá. Tenemos que llegar a la hostería antes de que oscurezca... Aaay.
—¿Qué pasa?
—Me parece que también me he roto el pie, o el tobillo. Tendrás que
ayudarme tú.
José advirtió que se hallaban en un callejón próximo a la taberna.
—¿Queda lejos la hostería?
—No mucho.
Aliviado por la respuesta, José rodeó la espalda de Asíbal con el brazo.
—Ya está. Vamos. ¿Por dónde es?
—Sigue por el callejón hasta la siguiente calle y entonces gira a la
izquierda. ¡Agh!
—Lo conseguiremos. Apóyate en la pierna buena.
Aunque avanzaban tambaleantes, muy despacio, antes de salir del callejón
ya habían recobrado el ánimo y las fuerzas suficientes para reírse de su
lamentable estado.
Al llegar a la esquina de la calle, un hombre se fijó en ellos.
—Eh, chicos, ¿qué os ha pasado? Menuda pinta tenéis. Me alegro de no
haber estado en la pelea en la que habréis participado.
José alzó la vista y vio una blanca dentadura rodeada de una tupida barba
negra. El hombre cubría su cabeza con una especie de turbante de lino azul.
—Te sangra la cabeza, chico —dijo—. Espera. Toma. —Estiró de la punta
del turbante y lo desenroscó con asombrosa facilidad—. Enjúgate. Tienes un
aspecto de pesadilla. Yo me ocuparé de tu amigo.
José notó que el desconocido le liberaba del peso de su amigo, y cogió el
pedazo de tela.
—Gracias —dijo con voz carrasposa. Después se llevó la tela a la cabeza y
quedó aterrorizado al ver que se empapaba al instante.
—Gracias —dijo también Asíbal—. Sois un soporte más firme que mi
amigo.
—¿Qué hacéis...? Un momento, ¿qué es esto?
José se volvió hacia su salvador, porque había percibido un matiz
diferente en su voz.
—No sé de nadie que se ponga dos cinturones a la vez —comentó el
hombre—, y menos que uno lo lleve debajo de la túnica, a no ser que esté
relleno de dinero.
José vio que Asíbal caía al suelo y que el hombre extraía algo brillante de
su propio cinturón.
—No...
Entonces dejó caer el pedazo de tela y se inclinó, pero cuando hubieron
transcurrido los pocos segundos que tardó en advertir lo que ocurría, poco
pudo hacer. Cayó de rodillas junto a su amigo y observó cómo aquel individuo
desaparecía entre la creciente oscuridad.
—¡Auxilio! —gritó. Tomó a Asíbal en brazos y lo estrechó contra su
cuerpo. Pesaba mucho—. ¡Auxilio! —volvió a gritar.
Se dio cuenta de que estaba llorando, y sintió vergüenza, pero fue incapaz
de parar. Sabía, sin acabar de comprenderlo, que aquella pesada flaccidez
significaba que Asíbal estaba muerto.
No quería reconocerlo de forma abierta. Permaneció arrodillado durante
horas, llorando, meciendo en sus brazos el cuerpo inerte del muchacho.
Los guardias de la guarnición romana lo encontraron al hacer la ronda.
Aunque eran rudos, lo trataron bien. A la luz de una antorcha, lo separaron de
Asíbal, lo pusieron en pie y, mientras uno de ellos lo sostenía, lo interrogaron.
El que llevaba la antorcha iluminó con ella la zona y entonces José vio el
brillo de la sangre de Asíbal derramada en el suelo.
—No hay ningún cuchillo —comprobó el romano—. El chico dice la verdad.
—¿Tienes otra ropa? —preguntó otro.
José sacudió la cabeza y el dolor le hizo ver fulgurantes chispas.
—Tienes tú más sangre encima que tu amigo. Te has empapado. Toma. Su
manto casi no está manchado; quítate el tuyo y envuélvete con éste. Así no se
te verá la túnica. Ven, te llevaremos a la hostería. Allí tienen un baño donde
podrás lavarte.
Hasta la mañana siguiente, José fue incapaz de coordinar los pen-
samientos, de recordar. «No voy a llorar —se juró a sí mismo—. No voy a
llorar.»
Alguien le había lavado la túnica. Al vestirse, descubrió en el borde de la
capa de Asíbal un trozo rígido donde no había ninguna mancha de sangre
reseca.
Después de pagar por la cama y la limpieza de la túnica, preguntó cómo
llegar a la tienda de víveres que se hallaba próxima al muelle.
«Me enrolaré en el barco fenicio. Seré fenicio y no judío. Seré Así-bal, que
se presenta con una carta de recomendación al capitán.»

El barco negro, el Isis, no llegó al puerto de Cesárea hasta cinco días


después. Para entonces la provisión de monedas de José estaba casi agotada.
Su cabeza, no obstante, estaba mejor, y los morados habían adoptado ya una
tonalidad entre amarilla y verde.
Ahora se conocía al dedillo todas las calles, callejones y recovecos de la
ciudad. Había encontrado el reducido barrio judío en la zona septentrional, y
había sentido el impulso de decir a todos quién era para así verse acogido
por la comunidad a la que pertenecía.
Sin embargo...
José volvió con paso presuroso a la zona portuaria y se sentó en la gran
mole de piedra que se adentraba en el mar. Tenía que elegir, y debía
reflexionar con la mayor lucidez posible para tomar una decisión. ¿Iba a
faltar a la ley? La ley era la fuerza que gobernaba la vida de todos los judíos.
Desde niño le habían enseñado que la ley, entregada por Dios a los judíos, era
lo principal en la vida. Hasta que llegó a Cesárea, hasta que conoció a Asíbal,
ignoraba la existencia de personas que no sabían nada de la ley ni de su vital
importancia. Sí, había escuchado rumores sobre el rey Herodes y sus
transgresiones. Se decía que había asesinado a su mismísima esposa y que
prestaba oídos a consejeros gentiles. Allí en Cesárea, José había visto con
sus propios ojos el imponente templo de mármol en el que se veneraba al
emperador de Roma como si fuera un dios. Y ese templo, al igual que los demás
de Cesárea, lo había erigido el rey Herodes.
«Pero yo no quiero ser un rey —argüyó para sí José—. Lo único que deseo
es navegar. ¿De veras ofendería tanto a Dios por no observar el descanso del
sabbath}»
Palpó la tela del manto de Asíbal y escuchó el reconfortante crujido de la
carta que se hallaba oculta en él.
«Ya estoy incumpliendo la ley. Este manto no tiene cenefas. ¿Acaso Dios
repara en cosas tan nimias como ésta?»
El corazón y todo cuanto había aprendido en la infancia le decían que sí.
Además, a su edad comprendía ya que las cenefas y la observancia del
sabbath eran ante todo símbolos de la actitud de obediencia de un hombre
para con Dios, símbolos manifiestos para recordar y demostrar al mundo que
los judíos eran el pueblo de Dios y le rendían devoción.
Pero... el mar.
«Seguiré siendo judío. Seguiré amando y respetando a Dios. La única
variación será que nadie lo sabrá.
»Tengo que salir a navegar.»

El capitán del Isis era un hombre alto, musculoso y altivo. Escrutó por
segunda vez la carta y de nuevo observó a José de arriba abajo. Era evidente
que estaba irritado.
—De acuerdo —dijo al fin—. Encontraremos la manera de que seas útil.
Pero ten presente una cosa, Asíbal. —Volvió a mirar la carta—: Si no trabajas
duro y obedeces todas las órdenes sin rechistar, te devolveremos al lugar de
donde has venido.
—Haré todo lo que me digáis —prometió con vehemencia José.
—Señor —precisó el capitán—. A todos los superiores del barco les darás
el tratamiento de «señor».
—Sí, señor.
—Tendrás una paga de un sestercio por día, que te será entregada al final
del viaje, si has trabajado bien.
—Sí, señor.
Aquella cantidad le pareció una fortuna a José, que sólo aspiraba a que le
permitieran trabajar. Ni en sueños había esperado que además le pagaran
por ello.
—Ve a la cocina, por esa escalera. Al cocinero le agradará tener un
ayudante tan pequeño, porque el espacio que hay abajo es escaso.
—Sí, señor.
—No te quedes ahí parado haciéndome perder el tiempo, chico. Vete.
José se marchó corriendo.
El cocinero le dio un manotazo en la cabeza en cuanto apareció en la cocina.
—Eso para que no se te olvide quién manda aquí —dijo.
—Sí, señor —murmuró José.
El sopapo le había caído justo en una herida que aún no había sanado del
todo, y el dolor le cortó la respiración. De todas formas, merecía la pena
soportarlo. Estaba en el barco, en el mar, aunque desde la cocina sólo se
percibía el olor a fritura con aceite de oliva: el aroma de las azules aguas del
puerto no llegaba hasta allí.
Durante los cinco meses siguientes, José apenas tuvo ocasión de
contemplar el mar. Solamente salía a cubierta por la noche, para dormir en
una estera que por la mañana enrollaba y guardaba en una caja de madera,
semejante a un sarcófago, junto a las del resto de la tripulación.
De día permanecía en la cocina, fregando ollas, cuencos y vasos,
troceando, pelando, machacando, picando o removiendo alimentos, o bien
sirviendo la comida a los marineros, según le ordenaba el cocinero. También
llevaba la comida a los remeros y recogía sus escudillas, que luego limpiaba y
guardaba en un cesto.
Otra de sus obligaciones era vaciar los grandes bacines donde defecaban y
meaban los remeros. Asimismo, aprendió el vocabulario del barco.
Aquellos hombres, encadenados a los bancos y a los remos, le inspiraban
compasión, hasta que el encargado le hizo ver que no eran dignos de ella.
—Son todos criminales —explicó—. Les dieron a elegir entre pasar diez
años remando o ser vendidos como esclavos para toda la vida. Dado que la
mayoría son asesinos, nadie pagaría gran cosa por ellos. ¿Quién quiere un
esclavo que podría matarlo mientras duerme?
José se acordó de Asíbal y deseó con todas sus fuerzas que el asesino del
chico estuviera encadenado a un remo. A partir de entonces, se limitó a
entregar las escudillas a los remeros y limpiar sus excrementos, sin mirarlos.
Las marcas de latigazos que algunos tenían en la espalda le producían regocijo.
El gran barco navegó desde Cesárea a Alejandría, luego a Cartagena,
Massalia, Putedia, y finalmente a Sidón, la principal ciudad portuaria de
Fenicia. En los puertos, José ayudaba a cargar y descargar la mercancía, en
balas, cajas, sacos, odres y ánforas de todos los tamaños concebibles.
En esas ocasiones podía contemplar el mar desde la pasarela que
comunicaba con cubierta, pero apenas tenía tiempo para ello.
La entrada al puerto de Alejandría le ofreció, al menos, la compensación
de la asombrosa vista de su inmenso faro. Aun con la espalda doblada bajo el
opresivo peso de la carga, logró ver el fabuloso edificio. La ciudad, no
obstante, quedaba oculta más allá del almacén donde descargaba los fardos, y
cuando se halló de nuevo a bordo tuvo que bajar de inmediato a la cocina.
El trabajo en un barco resultó ser muy distinto a lo que había so ñado.
Nunca solicitaban su colaboración para izar, arriar o arrizar la vela. Nunca
tenía oportunidad de hablar con el timonel, que manipulaba las dos largas
palas de la popa. Jamás podía proyectar la mirada sobre tierra cuando
estaban cerca de la costa, ni sobre la infinita superficie del agua en alta mar.
Le quedaba, con todo, el balanceo del barco durante el día, y por la noche,
durante los breves segundos que tardaba en caer rendido de sueño, el olor
embriagador del agua que transportaba el viento. Ni por un instante se
arrepintió de la decisión que había tomado. Estaba donde quería estar. Al
inicio del viaje tenía una fuerza considerable para un chico de su estatura.
Cuando éste terminó, había crecido más de dos centímetros y poseía unos
músculos de acero.
—Te has portado bien, chico —lo felicitó el capitán al entregarle la paga—.
Puedes volver la próxima temporada. Preséntate en Sidón a mediados de mayo.
¿De acuerdo, chico?
—Sí, señor.
Loco de alegría, José fue en busca del cocinero para contárselo.
—Supongo que no iré a quejarme por eso al capitán —dijo éste. Luego le
dio un manotazo en la cabeza—. Pero no te olvides de quién manda aquí.
Su trato con el cocinero había sido lo más parecido a una relación de
amistad con que había contado durante aquellos meses.

En el puerto de Sidón había un pequeño barco de cabotaje que trasladó


a José a Jaffa a cambio de que ocupara el lugar de su cocinero, que había
caído enfermo.
Hacia finales de octubre, llegó a pie al pueblo de Arimatea. Tuvo que
entrar en todas las casas, pues todos lo daban por muerto y querían verlo
y tocarlo para convencerse de que se trataba de él.
En cuanto puso un pie en su casa, fue al encuentro de su padre y le
entregó los treinta y cinco denarios de plata que había ganado.
—Ya sabes que tendré que pegarte por haberte escapado de esa forma —
dijo el padre.
—Sí, señor —reconoció José.
Había albergado la ilusión de tener otro recibimiento, aunque sabía que lo
castigarían. No obstante, su padre podría haberle preguntado dónde había
estado y qué había hecho. También podría haber demostrado algún aprecio
por el dinero. Se trataba de una cantidad sustanciosa, y la familia distaba
mucho de ser rica. Había recuperado la tierra, pero no su fortuna.
José guardó silencio, ocultando su decepción, mientras el padre seguía
hablando.
—Has faltado en la siega y en la vendimia y elaboración del vino.
Necesitábamos tu trabajo. Otros han tenido que deslomarse por tener que
hacer lo que te correspondía a ti.
—Lo sé —admitió José, cabizbajo.
—Lo que hiciste a otras personas puede olvidarse con el tiem po. Pero no
estuviste aquí para observar los peregrinajes de Pentecostés y la fiesta de
los Tabernáculos, tal como ordena la ley. ¡Quizás el pecado más grave que
cometiste fue el faltar el día de la Expiación! —Al padre le temblaba la voz
de cólera—. En todo Israel no debía de haber un judío más cargado de
pecados necesitados de expiación que tú, y aun así decidiste no solicitar el
perdón de Dios.
—Sí, lo hice, padre —afirmó José al tiempo que caía de rodillas—. Ayuné y
pedí a Dios que perdonara mis pecados. No fue por decisión mía, sino porque
me era imposible estar en Jerusalén.
—¿Cómo? ¡Rezaste! ¿Quién eres tú para que Dios escuche tus plegarias?
Eso es la mayor de las blasfemias. El sumo sacerdote, y sólo él, es quien habla
con el Altísimo; y únicamente el día de la Expiación. Dobla la espalda, José.
Como tu padre, tengo la obligación de azotarte hasta que te arrepientas.
José se inclinó hasta tocar el suelo con la frente. Estaba dispuesto a
recibir el castigo; lo había previsto. Pero en el fondo de su corazón no halló
un verdadero arrepentimiento. Estaba contento de haber salido a la mar y
tenía intención de volver a hacerlo.

Tras la azotaina, el padre lo ayudó a levantarse. —Ahora ve al templo y


ofrece un sacrificio de confesión. Entonces un sacerdote rezará para que te
sean perdonados los pecados. Si señor.—Iré mañana.

—Irás ahora mismo. No veras a tu madre ni a tu abuela ni a tus hermanos


hasta que estés libre de la impureza de la culpa.
—Sí, señor.
Por un instante José pensó con alborozo que su padre no había
mencionado a Sara, aunque enseguida debió reconocer que se aferraba a la
fachada de las palabras, sin tener en cuenta su auténtico sentido.
Aún no había cumplido los trece años, la edad en que en su mundo se le
consideraría ya un varón mayor de edad, pero durante los cinco meses
pasados en el Isis había experimentado un rápido crecimiento, no tanto físico
como interior, y era capaz de asumir la responsabilidad de sus actos y
decisiones. Había ido en busca de un sueño y se había topado con la realidad.
Aunque ésta le parecía satisfactoria, tenía el empeño de transformarla y
conseguir algo mejor.
—José...
—¿Sí, padre?
—Llévate un burro y víveres. Es largo el camino hasta Jerusalén.
—¿Por qué ha tenido que mostrarse amable conmigo en el último
momento? —gruñó en voz alta José—. Es muy propio de él. Cuando yo lo veía
con actitud fuerte, se ha ablandado.
El burro agitó las orejas. Estaba comenzando a llover.
«Incluso me ha devuelto la paga: "Para pagar un sacrificio digno." No me he
pasado todos esos meses limpiando bacines para gastarlo todo en un buey. Un
cordero sería más que suficiente para mis pecados.»
No obstante, al aproximarse al enorme templo, el imponente misterio
del Dios Todopoderoso invadió de pronto su rebelde corazón juvenil y
entonces se hizo cargo de la enormidad de su egoísmo, que lo llevaba a faltar
a la ley divina a fin de satisfacer sus propios deseos.
Tras lavarse en el edificio destinado a los baños rituales que se alzaba
junto a la muralla sur, José subió el largo tramo de escaleras hasta la gran
puerta que daba acceso al recinto del templo. En el atrio de los gentiles
encontró a un levita, uno de los guardianes del templo.
—Quiero comprar un animal para sacrificarlo en expiación de mis pecados.
Al observar la solemne expresión del muchacho, el alto levita barbudo, que
iba ataviado con lujosas vestiduras, tuvo el detalle de tomarlo en serio, pese
a su corta edad.
—Todos los animales y palomas que aquí se venden están limpios y cumplen
los requisitos para el sacrificio —contestó, y señaló la zona de galerías donde
había diversos cabritos y corderos atados con cuerdas y palomas enjauladas.
—No —dijo José—. Yo deseo comprar un buey.
—Tus pecados no pueden ser tan graves, chico —señaló el levita con una
sonrisa—. Únicamente las transgresiones del sumo sacerdote exigen un
sacrificio tan grande. El requisito para un rey es un carnero. Tú deberías
ofrecer un cabrito, o un cordero.
—¿Estáis seguro?
—Llevo treinta años de estudio e instrucción. Estoy seguro.
—Gracias —dijo José
Su agradecimiento era sincero. Ahora ya sabía qué debía hacer.

En el atrio de Israel, los hombres arquearon las cejas e intercambiaron


miradas de estupor al ver entrar a José por la puerta de Nicanor con un
cordero bajo cada brazo. Se acercó a la balaustrada que delimitaba el atrio.
Al otro lado vio el gran altar de piedra y, tras él, la entrada del lugar santo,
más allá del cual residía, oculto bajo un doble velo, el misterio del sancta
sanctorum, el lugar santísimo, donde estaba presente Dios.
Siguiendo las indicaciones de un levita, José posó la mano en la cabeza de un
cordero y con voz trémula dijo:
—Ofrezco este sacrificio suplicando humildemente a Dios el perdón de mis
pecados. No he observado el sabbath, ni me he dado a conocer como judío y
orgulloso siervo del Señor.
El levita tomó el animal y lo entregó a uno de los sacerdotes que vestían
de blanco, el cual lo degolló con un cuchillo consagrado. Otro sacerdote
recogió la sangre en una copa de oro. Mientras ésta aún salpicaba el altar, el
primer sacerdote desollaba ya con mano experta la res muerta. La carne
sería quemada en la llama del altar hasta quedar reducida a cenizas para que
su humo, mezclado con incienso, ascendiera al cielo como símbolo de la
desaparición de los actos pasados de José, los cuales se consumían gracias a
la adoración y el perdón.
Durante el sacrificio, un sacerdote entonaba cánticos que se elevarían con
el humo de la ofrenda. Al acabar, un coro cantó un salmo de alabanza a la
piedad e indulgencia del Señor.
José sintió más liviano el corazón, aligerado de la carga de la culpa.
Suplicó valor al Poder invisible antes de presentar el segundo cordero y
posar la mano en su cabeza. Esa vez su voz sonó potente y clara:
—Ofrezco este sacrificio suplicando humildemente a Dios el perdón de
mis pecados. El año que viene repetiré los mismos pecados que he confesado
aquí hoy.

A principios de marzo José cumplió la mayoría de edad. Ya tenía trece


años. Su padre lo llevó al templo, según dictaba la tradición, para que fuera
reconocido como miembro de la comunidad adulta judía y un sacerdote le
diera instrucción y consejo sobre las responsabilidades y el honor que
entrañaba su nueva condición.
El comportamiento y las emociones de José eran los naturales para su
edad. Lo único peculiar era su férrea determinación de volver a marcharse
para embarcar con los fenicios a finales de abril. Varios días después, la
familia se instaló en tiendas de campaña en una colina de las afueras de
Jerusalén para celebrar la Pascua. Fue un periodo dichoso para todos.
Hasta que, una vez concluida la semana que duraba la fiesta, José les
comunicó sus intenciones.
—Padre se puso a gritar, madre lloraba y Amos dijo que me odiaba por
hacer llorar a madre y que ya no quería ser mi hermano. Hasta Caleb, que no
sabe ni hablar, me gritó. Después padre me dio una azotaina. —José miró a su
amiguita Sara, a la espera de escuchar exclamaciones de compasión.
—¿Y qué creías que iba a pasar, José? ¿Por qué no hiciste como el año
pasado?
—Tú no eres más que una niña —replicó él, mirándola con enojo—. Yo
ahora soy un hombre, Sara, y los hombres no se fugan a hurtadillas. Anuncian
que se marchan.
—¡Bah! De esta manera tendrás que aguantar los azotes dos veces en lugar
de una. No tiene gracia. —Sara le pinchó el costado con un dedo—. Deja ya de
poner esa cara de funeral. Cuéntame lo mejor. ¿Qué dijo Rebeca?
—¿La abuela? —José se echó a reír—. Siempre me sorprende. No dijo nada
a padre. Pero a madre le dijo: «Tú no tienes la culpa, Helena. El chico ha salido
a mí.»
—Pobre Helena —dijo Sara.
—No adivinarías nunca lo que me regaló la abuela. ¿Guardarás el secreto,
Sara?
—Ya sabes que sí.
—Pues bien, Rebeca me mandó ir a su habitación y me dio un sencillo manto
de lana, de color azul oscuro. Sin cenefas. «Ya que estás empeñado en irte —
dijo—, no veo la necesidad de que recortes la cenefa de la capa buena que
recibiste por tu cumpleaños.»
—Qué suerte tienes, José —observó Sara con un suspiro—. Nuestras
abuelas son primas, pero la tuya acaparó todo lo que de divertido tuviera la
familia. Me gustaría que corriera sangre de Rebeca por mis venas.
—Creo que corre. No te preocupes por eso.
Se propuso llevar a Sara un regalo cuando volviera de su próximo viaje. Ella
y su abuela eran las únicas personas que parecían comprender su necesidad de
estar en el mar.

Durante los veranos siguientes, el conflicto con su familia apenas


experimentó alteración alguna. José ideó una manera de abreviar en algo la
rutina: iba a Jerusalén a presentar los sacrificios en el templo antes de
regresar a Anmatea.
En el mar, la vida de José cambiaba cada año. Después del primer verano a
bordo del Isis, la experiencia acumulada le permitió ir introduciendo
pequeñas variaciones en su trabajo. Seguía aplicándose en cumplir todas las
órdenes que se le daban, aunque sin el celo fanático del año anterior. Limpiaba
las ollas, pero sin dejarlas relucientes. Cortaba los ingredientes de las
comidas, pero en trozos no tan menudos. Y los remeros tenían algo menos de
tiempo para comer, porque él pasaba a recoger las escudillas antes.
Como consecuencia de ello, disponía de breves momentos para estar en
cubierta. Observaba la manipulación de la vela y hablaba a menudo con el
timonel sobre el funcionamiento de las dos largas palas con que gobernaba
el barco, y hasta osó preguntarle cómo se aprendía a interpretar la posición
y dirección de las embarcaciones mirando el sol y las estrellas.
Como el año anterior se había esmerado tanto en el trabajo, le doblaron la
paga. Para él, sin embargo, la auténtica mejora en su situación consistía en los
minutos que sacaba de aquí y allá para pasarlos en cubierta.
Entonces hacía realidad su sueño... mirando desde la proa el mar que se
extendía ante su vista, rota tan sólo su monotonía por la variación en el color
del agua y en la forma y tamaño de las olas, aspirando su olor perpetuamente
embriagador y sintiendo el azote salobre del viento en los labios, en las
aletas de la nariz y en la boca, que abría con avidez para recibirlo.
Creía que el capitán no estaba enterado de sus escapadas a cubierta, pero el
día en que éste lo mandó llamar descubrió que no era así.
José estaba dispuesto a humillarse, a prometer que nunca más volvería a
abandonar la bodega. Sin embargo, el capitán no estaba enfadado. Aunque no
lo dijo, lo cierto era que José —a quien todos llamaban «chico»— le
recordaba al muchacho que él mismo fue durante su primera época en el mar.
—Ahora avistaremos algo que no debes perderte, chico —dijo—. La costa
que hay al fondo se compone de dos países, Hispania y África. Esos grandes
peñascos reciben el nombre de Columnas de Hércules. Desde el comienzo de
los tiempos, los hombres creían que al otro lado se hallaba el fin del mundo y
que quien navegara entre ellas caería al vacío; o bien al infierno, o al cielo. Hay
cientos de versiones distintas.
»Los fenicios se aventuraron por el estrecho para averiguar qué había
allí. Durante siglos, nadie más se atrevió a hacerlo.
»Ahora verás por qué. Allá fuera hay un océano bravio, cuyas corrientes
pugnan con las del Mediterráneo en ese angosto pasadizo. Aquí las aguas se
lanzan contra los barcos, tratando de aplastarlos, y aquí es donde entra en
juego la auténtica pericia para navegar. Ve a buscar una cuerda y átate al palo
de trinquete. Estás a punto de convertirte en marino.

El barco se balanceaba y cabeceaba, mecido por violentas olas que rompían


contra la cubierta.
José gritaba con gran excitación. A veces observaba unos muros de agua
y espuma que superaban la altura de la vela y otras, desde la cresta de las
olas veía abajo tupidas sombras que bien podían haber sido las puertas a la
aniquilación.
Luego todo cesó de repente. Las aguas se calmaron y de nuevo lució el sol.
José oyó la risa del capitán y sintió que se aflojaban las cuerdas en torno a su
cuerpo.
—Señor... —logró articular, embargado por la emoción.
—Lo sé, chico, lo sé. Ahora regresa a la cocina. Los hombres se han ganado
una buena comida.
Mientras se encaminaba a la escalera que conducía abajo, se paró de
improviso y se volvió.
—Señor, éstas parecen unas aguas distintas. Es como si hubiera más
distancia entre las crestas del oleaje.
—Así es, chico. Ahora estamos en el océano, no en el mar. Puede que
acabes siendo un buen marinero.

Cuando José acudió a Sidón para embarcarse el verano siguiente, se


enteró de que al capitán del Isis le habían asignado un barco más grande.
Ese barco, el Hikane, era un birreme. Era más amplio, tenía mayor eslora
y mayor calado, y por tanto mayor capacidad de carga. Poseía además dos
niveles de bancos, para un total de cien galeotes y cincuenta remos. En la
cocina había casi la misma estrechez que en la del Isis, pues el espacio de las
bodegas se reservaba para la mercancía. No obstante, al contar con más
tripulantes y remeros, el cocinero debía preparar mayor cantidad de comida.
José ya no era el chico destinado a hacer los trabajos más sucios: era el
ayudante del cocinero y tenía a un muchacho —de más edad que él— a sus
órdenes. Su paga volvió a multiplicarse por dos. Ahora ganaría un denario por
día, casi igual que los marineros de cubierta.
Asimismo, los minutos que ocupaba en aprender se multiplicaron por diez,
pero su curiosidad no tenía un efecto tan halagador sobre la tripulación del
Hikane como sobre los hombres del Isis. Por primera vez, los momentos en el
mar no fueron unánimemente el valioso tesoro que habían sido los años
previos. La ruta tenía además muchísimo menos interés. No pasaron por las
Columnas de Hércules ni por misteriosos puertos de tierras situadas al
borde de lo desconocido, como Galia. El Hikane cargaba trigo en Alejandría y
lo transportaba a Puteoli, para alimentar a Roma. Realizaron dos veces el
mismo recorrido, de ida y vuelta, y así concluyó la temporada.
Como en otras ocasiones, lo único que José vio de Alejandría fue el faro
y los muelles. «En un barco tan grande como ese birreme —pensaba lleno de
rabia—, el ayudante del cocinero no debería tener que trabajar también en la
carga y descarga.»
Durante el viaje de Puteoli al puerto de origen del Hikane, Sidón, José
solicitó permiso para hablar con el capitán.
—Señor, querría pedirle algo.
—¿De qué se trata, chico?
—Señor, le agradezco de todo corazón lo bien que se ha portado
conmigo...
—Pero quieres cambiar a otro barco, ¿no es así?
—Señor, no querría que pensara...
—Tranquilo, chico. ¿Crees que no sé apreciar la diferencia que hay entre
el transporte de mercancías y la verdadera navegación? Si tuviera tu edad,
sentiría lo mismo que tú.
—Oh, gracias, señor.
—¿Qué edad tienes exactamente, chico? No lo recuerdo bien.
—Dieciséis años, señor —mintió José. En realidad tenía catorce.
—¿Y cómo te llamas?
—Asíbal, señor —volvió a mentir.
—Haré lo que pueda por ti, Asíbal.
El Tetis era un navio muy similar al Isis. A José se le elevó el ánimo al verlo.
Como le habían dicho que en esa embarcación sería el cocinero, en lugar de
ayudante de cocinero, temía que el Tetis fuera una pequeña embarcación de
cabotaje. Incluso los fenicios, como sabía ahora, poseían barcos que en nada
se parecían a sus célebres naves negras. Bajó a la cocina, para hacer inventario
de los utensilios y víveres, y luego se presentó al capitán.
Hiram era uno de los grandes nombres de la historia fenicia, pues en la
época del imperio la gran ciudad de Tiro había estado gobernada con
legendaria sabiduría por el rey Hiram. Aquel Hiram, gobernante del barco
Tetis, era un hombre achaparrado y belicoso que lucía un parche: le habían
vaciado el ojo en una riña de taberna doce años antes.
—¿Cómo te llamas, cocinero? —preguntó; su aliento apestaba a vino rancio
y a mala digestión.
—Asíbal, señor —respondió José con el debido respeto, pues sabía que las
personas con problemas de estómago a menudo tenían muy mal genio.
—Te llamaré «cocinero». Puedes irte.
José no se lo hizo repetir dos veces, decidido a mantenerse lo más lejos
que pudiera de aquel capitán.
Por desgracia, Hiram reclamaba su presencia después de cada comida para
quejarse de los ingredientes, de la preparación o del aliño, cuando no de las
tres cosas a la vez.
Cada vez que eso ocurría, José recordaba para sus adentros que el primer
puerto en el que fondearía el Tetis era Gadir, la ciudad que se hallaba al otro
lado de las Columnas de Hércules. Estaba decidido a tolerar una montaña de
insultos con tal de volver a vivir la excitante experiencia de navegar entre las
Columnas.
La mala suerte quiso que la exaltación se demorara más de una semana a
causa de una de las raras tormentas que en verano se produ cían en el
Mediterráneo. El Tetis tuvo que sortearla en mar abierto y se alejó muchas
millas del estrecho. Cuando por fin se despejó el cielo, tuvieron que remendar
la gran vela, pues los vientos habían abierto tres grandes brechas en ella.
Todo el mundo estaba de mal humor, en especial Hiram. José se divertía y
apaciguaba imaginando un extremo placer que tenía a su alcance: echar veneno
al vino del capitán. ¿Cómo podía padecer uno de los barcos negros la maldición
de tenerlo por comandante?
Cuando pasaron entre las Columnas averiguó la respuesta: Hiram era un
genio de la navegación. La tormenta había dejado embravecidos los mares.
Hasta los marinos más avezados contemplaban con miedo las enormes y
tumultuosas olas. Hiram, sin embargo, maniobró la nave a través de ellas
como si se tratara de un barco de juguete que se hallara en un plácido
estanque.
—Conoce los mares mejor que Poseidón —explicó el piloto a José.
El chico preparó un vaso de vino de Chipre aromatizado con miel y lo
ofreció al capitán. Era la única manera que tenía de expresar su gratitud por
aquella demostración de dominio de un barco, que quedaría grabada para
siempre en su memoria.
Al entrar en la bahía de Gadir, el sol del atardecer tiñó de fuego la roja
vela, convirtiéndola en una triunfal almenara.
Al cabo de los años José rememoraría con precisión ese momento. En su
recuerdo aquella almenara pasó a ser una especie de presagio, de portento
anunciador del asombroso golpe de suerte del que él sería beneficiario.

En Gadir, como en la mayoría de los puertos, salió a recibir al Te-tis una


embarcación, que iba impulsada por vigorosos remeros, para remolcarlos
hasta los muelles.
En aquella ocasión, empero, había un hombre de pie en la proa del
remolcador. Cuando éste se halló cerca del Tetis, el hombre gritó a los
marineros de cubierta:
—Rápido. Lanzadme esa escalera de cuerda. Tengo que ver al capitán.
José oyó la agitada discusión que mantuvieron Hiram y el desconocido.
Cuando ésta comenzó, él se encontraba en la escalera, a punto de salir a
cubierta.
—Te digo, Hiram, que tienes que cedérmelo. Nuestro cocinero se rompió
un brazo cuando nos sorprendió la tormenta en el estrecho. Por todos los
dioses, mira el cielo. Tengo que hacerme a la mar sin tardanza.
—Puedes quedarte con el ayudante del cocinero, pero no con el cocinero.
Ahora que he conseguido uno cuyos platos no me producen ardor de
estómago, no pienso desprenderme de él.
—Hiram —vociferó el desconocido—, yo voy a las islas secretas. Mi viaje es
más importante que el tuyo y mis necesidades tienen prioridad. Llama a ese
cocinero y dile que venga conmigo.
«Las islas secretas.» ¿Qué podía significar aquello? Los interrogantes se
sucedían en la mente de José. Fueran lo que fuesen y se hallaran donde se
hallasen, él quería ir.
—Llamadme, Hiram —murmuró el chico—, o juro que os provocaré un
ardor de estómago que no olvidaréis jamás.
—¡Cocinero!
José salió a cubierta en menos de un segundo.

El remolcador trasladó al capitán desconocido y a José a otro barco negro


que aguardaba en la entrada de la bahía con los remos plegados. El capitán no
le dirigió la palabra hasta que se hallaron a bordo, se izó la vela y la proa
comenzó a surcar las aguas. José lo observaba todo con fascinación. Aquel
barco era diferente a los otros barcos negros que había visto. La cubierta
no se extendía de forma ininterrumpida de popa a proa: en el centro había
una abertura bajo la cual remaban los galeotes en sus bancos. José consideró
una crueldad añadida tal disposición al pensar que el sol del Mediterráneo
quemaría, hasta hacer saltar a tiras, la piel de aquellos .pobres diablos.
Entonces decidió que aquél no era asunto de su incumbencia y se dedicó a
mirar anhelante en derredor, aprovechando la última luz del día. Según sus
cálculos, el rumbo que habían tomado los llevaría directamente a las infinitas
extensiones del océano, que cada vez aparecía más oscuro. Observó que el
capitán era hombre de escasa estatura, apenas más alto que él, y tenía el
cabello blanco, muy rizado, casi semejante a la lana de un cordero.
Cuando por fin se acercó a José, solamente se le veía el cabello. A su
alrededor reinaba la oscuridad más absoluta.
—Pronto encenderemos los faroles —dijo el hombre en un tono de voz
mucho más agradable que el que había empleado con Hiram—. Supongo que
sabes del accidente que sufrió nuestro cocinero —añadió—. Todo Gadir debe
de estar al corriente.
Luego rió entre dientes y José se relajó. Se había equivocado, porque las
siguientes palabras que pronunció el capitán fueron rápidas y duras, como el
restallido de un látigo.
—Tú no deberías estar aquí. Mi tripulación se compone de hombres que
han sido cuidadosamente seleccionados, con aptitudes especiales que van más
allá de su destreza como marineros, lo cual equivale a decir que son los
mejores de toda Fenicia. Si no das la talla, hallarás una muerte discreta y
rápida. ¿Entendido?
—Sí, señor —respondió José con el aire más resuelto que le fue posible
adoptar, pese a que no entendía nada.
—Yo soy el capitán Leontes. ¿Cuál es tu nombre?
—Asíbal, señor, pero normalmente me llaman «cocinero».
—Muy bien. Este barco es el Halción, cocinero, y algunas cosas son
distintas aquí. Los remeros son fenicios... marineros, no prisioneros. Ellos
reciben raciones dobles de comida, porque su trabajo es más duro que el
nuestro. Esta es una de las particularidades que no debes contar a nadie.
Habrá otras. En suma, no verás nada, no oirás nada ni explicarás nada que
tenga relación con este viaje. ¿Te gusta beber, cocinero?
—No, señor.
—Pues sigue así.
Un hombre subió la escalera de la bodega con un farol en la mano. No se
trataba del farol habitual, con pergamino engrasado en los lados que dejaba
filtrar el máximo de luz. Este era de cobre, que el óxido había tornado de color
verde, con ranuras horizontales que aparecían protegidas por viseras, y sólo
iluminaba una reducida área.
—Coge el farol y ve a la cocina. Tomaremos una comida caliente en cuanto
termines de prepararla.
José lanzó un rápido vistazo a su alrededor antes de bajar. Todo estaba a
oscuras. El viento olía a sal y a inmensas distancias. La inclinación que notó
bajo sus pies indicaba que estaban girando, encarándose hacia un rumbo
invisible e ignorado.
Aquélla iba a ser la travesía más excitante de su vida. Un viaje hacia lo
desconocido.

—¡Que Astarte se apiade de nosotros! —El segundo de a bordo miraba


con incredulidad a José—. Si no eres más que un chiquillo. ¿Qué edad tienes,
cocinero?
—Yo no tengo la culpa de no haber crecido como un álamo —respondió José,
fingiendo aire de ofendido—. Tengo veinte años.
No estaba muy seguro de que se tragara la mentira. Se había añadido
cinco años. Cuando el hombre prorrumpió en estruendosas carcajadas, José
se tranquilizó.
—En este barco nadie hace comentarios sobre la estatura de la gente,
cocinero. Al capitán no le gustaría nada. Yo me llamo Aníbal... y no me gusta
que me hagan bromas con lo de los elefantes.
No fue aquélla la primera vez quejóse se felicitó por las horas que había
pasado escuchando fanfarronear a su amigo Asíbal sobre la antigua grandeza
de Fenicia. Gracias a él supo que Aníbal era el general más célebre del
imperio, el hombre que estuvo a punto de derrotar a los romanos tras cruzar
con su ejército y sus elefantes la barrera de los Alpes.
José rió al ver el buen humor con que trataba Aníbal la cuestión de las
bromas.
—¿Quería mandarme algo, señor?
—No, aunque después de oler ese aroma de pan, tomaré un poco cuando
esté horneado. Vengo a traerte buenas noticias. Los remeros dicen que has
preparado un guiso de cebada excelente.
José notó que se ruborizaba de satisfacción. ¿Por qué no le habría
concedido Dios una barba como la de Aníbal?, se lamentó. De su cara brotaban
sólo unos pelos finos y ralos que no tenía más remedio que afeitarse.
Los remeros fenicios, tal como había descubierto José esa mañana,
disponían de un sistema de soportes verticales y un toldo de tela de lino que
los protegía del sol sin privarlos de la brisa. Todos habían sido muy amables
con él cuando les había llevado la comida, y le alegraba que ésta hubiera sido
de su agrado.
—Lo he cocido con agua de mar —dijo—. No he podido encontrar el bloque
de sal en la despensa. Quizás hubiera algún pez muerto que le ha agregado
sabor.
—No lo contaré —prometió Aníbal, riendo—. Guarda tus secretos,
cocinero. Te llevarás bien con la tripulación.
Así fue, en efecto. Todos los hombres eran mayores que él, marineros con
muchos años de experiencia. Eran los mejores y lo sabían, y por ello podían
permitirse ser generosos. Por otra parte, percibían, aunque ninguno lo
expresara, quejóse amaba tanto como ellos el mar y la aventura que deparaba
el gran océano. De este modo, pasó a ser plenamente aceptado y, además, lo
acogieron como el mejor cocinero que hubieran tenido nunca.
José se mantenía en su lugar. Trataba con deferencia a todos los
hombres, aunque sin servilismo. Procuraba no estorbar cuando estaba en
cubierta, y no hacía preguntas.
Aunque lo cierto era que ardía de curiosidad. ¿Por qué habían
permanecido lejos de la costa desde que partieron de Gadir? ¿Por qué era tan
tibia el agua que recogía del mar para lavar la loza?
Tras once días de navegación, el ritmo de actividad del barco experimentó
un cambio radical. Nadie gritaba ya y, por las noches, los faroles ques se
empleaban eran como aquél de cobre con que se había alumbrado la primera
noche para bajar a la cocina. Lo más llamativo era que ahora los remos
funcionaban desde el amanecer hasta que oscurecía por completo; además, los
habían recubierto con recias fundas de lino y no producían el menor ruido al
chocar con el agua.
En todo el barco reinaba un ambiente de alerta general. José ad virtió que
en ocasiones contenía el aliento, escuchando —sin saber por qué—, hasta
dolerle el pecho.
Cuatro días después sonó el aviso. No fue un grito, sino un susurro,
transmitido de boca a oído.
—¡Tierra!
De inmediato se arrió la vela y el ritmo de los remos se intensificó. Aníbal
encontró a José en la cubierta:
—Deprisa —dijo en voz baja, casi al oído—, baja a la cocina y apaga el
fuego. No debe salir ni una voluta de humo.
José se apresuró a cumplir la orden. Cubrió la olla con la tapadera y la
manta que utilizaba para dormir, confiando que guardara suficiente calor
para que el guiso siguiera cociéndose. Después regresó con paso sigiloso a
cubierta, conteniendo la respiración.
No veía tierra por ningún lado.
Comenzó a caer una fina llovizna. José miró con sorpresa el cielo. Durante
todo el viaje, apenas había habido una nube. Ahora, en cambio, sólo se veía
una baja masa de color grisáceo.
Leontes se dirigió a toda prisa a proa y se puso a hablar afanosamente con
Aníbal y el timonel. Aníbal sacudió de forma vigorosa la cabeza, salpicando
con el agua que se hallaba prendida a su tupida barba. Luego sonrió a Leontes
y señaló al frente.
José dirigió la vista hacia donde indicaba Aníbal. Nada.
Transcurrió un tiempo, que se le antojó horas.
Le escocían los ojos y tenía el cuerpo agarrotado. Nada de nada.
Cuando apareció entre la cortina de lluvia, al principio no la percibió.
Apenas era una mancha de un gris algo más oscuro entre la neblina que
rodeaba el barco.
Y de repente la vio: una solitaria montaña, oscura y desolada. José no logró
hacerse una idea de su altura, pues la cumbre quedaba oculta tras las nubes.
Leontes corrió a asomarse a la fosa de los remeros y agitó los brazos.
Enseguida se aflojó el ritmo de los remos.
La montaña iba perfilándose con mayor nitidez. José emitió una
exclamación ahogada al darse cuenta de que no era una montaña, sino una
colina, y que los separaba de ella tan sólo media milla.
¿Qué hacía aquel pedazo de tierra coronado de nubes en medio de la
inmensidad del océano? ¿Por qué sortilegio la había localizado el Halción ?
José había adquirido algunos conocimientos de navegación a base de hacer
preguntas en los barcos anteriores en los que había estado. Sabía que el
rumbo del barco se determinaba tomando en cuenta su situación con respecto
a la costa y a la posición del sol y las estrellas. Ignoraba, sin embargo, cómo
se aplicaban estos métodos y qué había que mirar en concreto. Sí, el faro de
Alejandría, por ejemplo, se divisaba a muchas millas de distancia, y las
montañas de Sicilia tenían un perfil diferente de las de Creta, pero ¿cómo era
posible llegar a una colina perdida en las vastas extensiones de agua que
habían tardado tantos días en atravesar? Se le erizó el vello de la nuca y
notó un escalofrío en la espalda. Tenía que ser magia.
El Halción se aproximó aún más, impulsado por los remos. Al cabo de poco
José divisó una ancha franja de arena clara en torno a la colina. El sordo murmullo
que producían las olas en su suave vaivén sobre la playa era el único sonido que
resultaba perceptible. Entonces cayó en la cuenta de que los remos estaban
parados. Se hubiera dicho que el universo entero había quedado paralizado, de no
ser por el manso oleaje que lamía el casco. Se sentía petrificado, sometido a la
influencia de un hechizo.
Entonces oyó unos pasos y se rompió el encantamiento. José sacudió la
cabeza con escepticismo. «Magia, qué tontería.» Todo el mundo sabía que lo
que la gente consideraba magia eran patrañas destinadas a engañar a los
incautos. Rebeca se lo había dicho cuando era sólo un niño.
Vio que bajaban una barca por la popa y que los dos cabos de las anclas
estaban tensos. ¿Cómo era posible que no se hubiera enterado de que
echaban las anclas? Debían de haber procedido con mucho sigilo, como hacían
ahora con la barca. Cuando Leontes y Aníbal bajaron al bote, José recibió con
alegría el sonido que producía el roce de la escalera de cuerda contra el
casco.
Aníbal tomó los remos y condujo la barca hasta la playa. Una vez allí,
descargaron varios sacos, que depositaron sobre la arena.
—¿Y ahora qué? —susurró José al marinero que tenía más cerca.
—Ahora toca esperar; y comer, si es que te dignas recordar para qué
estás aquí.
José miró la playa y recordó que Aníbal había ido a la cocina esa mañana.
Sí, el corpulento piloto estaba sacando pan y vino de uno de los sacos.
Normalmente, los marineros acudían a la cocina, donde José les
entregaba una escudilla con comida y un buen pedazo de pan. Después iba a
servir a los remeros. Sin embargo, aquel día fue distinto.
El timonel dio las órdenes. José fue repartiendo las escudillas de madera
y vasos vacíos, tomándolos del cesto donde los guardaba, desde el pie de las
escaleras. Los marineros se inclinaban y él alargaba la mano para dárselos.
Luego les tocó el turno a las ánforas de vino. Después José subió con paso
incierto las escaleras cargado con las ollas de estofado, que llevaba
arropadas con su manta.
Todos se encontraban en cubierta. Los remeros se desperezaban,
repantingados o de pie, y se respiraba un ambiente de celebración, aunque
nadie hacía el menor ruido. Hasta las risas eran mudas.
José iba circulando entre la tripulación, ofreciendo el estofado.
—¿Pan? —preguntó alguien en voz baja.
—El horno está apagado —respondió José en un susurro.
Pronto todos los allí reunidos estuvieron informados de ello, pero nadie
dio señales de fastidio. José observó que las ánforas habían ido pasando de
mano en mano ya antes de que él apareciera con la comida.
Recogió varios cubos de agua del mar para lavar las escudillas y vasos. No
tenía ganas de comer, aunque en general gozaba de buen apetito. Su
curiosidad era más acuciante que las necesidades de su estómago.
Había cesado de llover y sobre la cubierta flotaban jirones de niebla.
Cuando terminó de guardar las escudillas y vasos en la cocina, la niebla se
había transformado en un espeso manto blanco. Al volver a cubierta, vio que
los hombres ya se habían arrebujado en sus mantas y se disponían a dormir.
¿Cómo eran capaces de dormir? José sintió el impulso de zarandear al
marinero que tenía más cerca y exigirle una respuesta. ¿No les interesaba
saber lo que hacían Leontes y Aníbal? Ambos habían desaparecido de la playa
hacía rato, mientras todos comían. José lamentaba no haber estado atento,
para ver adonde se dirigían. Sentado en cuclillas, envuelto con la manta
manchada de estofado, trató de divisar algo entre la niebla. Al poco rato oyó
ronquidos, y sonrió. «No sería mala idea utilizar las fundas de los remos para
tapar la cabeza, a los marineros», pensó.
Se abrigó más con la manta y siguió escrutando.
¿Qué era aquello? José se frotó los ojos. Tal vez estuviera viendo
visiones. No. No, era real. En algún lugar no muy lejano había luz. Aunque
tenue y difuminada por la niebla, era real.
Sin pensarlo dos veces, José se desprendió de la manta y la túnica y
corrió hacia la borda.
«Nunca aprendí a nadar, pero no puede ser muy difícil si lo hacen los
perros, los corderos y las cabras.» Subió a la borda y saltó.
La espesa niebla amortiguó el ruido de la zambullida.

José estuvo a punto de ahogarse; cuando por fin alcanzó la playa, vomitó
grandes cantidades de agua y permaneció largo rato tosiendo y jadeando.

Los veranos pasados en los barcos lo habían vuelto engreído. Su


continuada promoción y creciente competencia y confianza lo habían
convencido de que podía hacer cualquier cosa.
La comprobación de que no sabía nadar sirvió, no obstante, para bajarle
los humos. Se sentó, tembloroso, en la playa a meditar sobre su situación.
No podía regresar al barco con el bote del capitán, porque no ha bía forma
de devolverlo a la playa.
Tampoco era posible volver a nado al barco, porque ahora sabía de cierto
que no podía nadar. A buen seguro se había salvado de morir ahogado gracias
a alguna corriente que lo había impulsado hacia la playa.
Tendría que esperar. El capitán y Aníbal lo encontrarían cuando
retornaran al barco. No alcanzaba a imaginar cuál sería el castigo. ¿De veras
mataría Leontes a las personas que revelaban su secreto? ¿Haría lo mismo con
alguien que sólo intentaba descubrir en qué consistía éste?
José se negaba a creerlo, pero su mente le decía que era posible.
El viento había arreciado. El chico se sentía desdichado en extremo, con
el cuerpo desnudo erizado por el frío.
Salió la luna y se disipó la niebla.
Entonces vio un camino arenoso que discurría por la pendiente de la colina.
¿Por qué no? Si iba a morir a causa de su imprudencia, bien podía
permitirse el acto de llevarla al límite.
Además, no haría tanto frío bajo el abrigo de los árboles.
El camino de arena se interrumpía, pero los animales que lo transitaban
habían marcado un estrecho sendero entre la espesa vegetación que crecía
bajo los árboles. Por él llegó hasta una meseta rocosa que se elevaba en la
cima de la colina.
La panorámica era asombrosa. Por tres de los puntos cardinales, el mar se
extendía, veteado de blancas crestas de ola bañadas por la luz de la luna, por el
cuarto, había una estrecha franja de agua y, más allá, una costa. No se
trataba de una isla, pues las colinas y los valles se prolongaban hasta donde le
alcanzaba la vista.
Se tumbó en el suelo y avanzó a rastras. Pronto vio abajo el origen de la
tentadora luz. Aníbal y Leontes bebían vino junto a una tremenda hoguera.
Mientras José observaba, Aníbal añadió un trozo de leña. Debía de tratarse
de maderos que había transportado hasta allí el mar, dedujo José, puesto que
las ramas de los árboles tenían demasiada savia para arder de ese modo.
En ese instante, José supo cómo regresaría al barco.
Se volvió boca arriba y contempló las estrellas. Aunque eran hermosas, no
reparó en su belleza. Lo que le intrigaba era cómo leía Aníbal su mensaje, cómo
le indicaban ellas la dirección que debía imprimir a la nave.
La luz, que iba en aumento, perdía su tonalidad plateada para adoptar un
matiz grisáceo. Faltaba poco para el amanecer. Tenía que darse prisa e
intentar llegar al barco.
Al incorporarse, con la luz creciente vio que una ancha playa de arena unía
la isla con las tierras que había divisado. Advirtió movimiento cerca de ellas:
eran personas que se aproximaban.
Retrocedió tan rápido como le fue posible y bajó con temeraria
precipitación por el estrecho y pedregoso sendero. De camino recogió una
rama seca, y cuando llegó al agua se adentró enseguida en ella sin concederse
margen para dudar de que la rama flotaría y lo sostendría hasta llegar
mediante sacudidas de brazos y piernas al Halción.
La tripulación iba despertando con la salida del sol.
—¿De dónde sales? —preguntó un marinero cuando José subió por la
escalera de cuerda que colgaba de popa.
—He ido a mear y, como estaba medio dormido, me he caído por la borda
—respondió—. Por poco no me ahogo.
Corrió a buscar su ropa y luego fue a preparar el desayuno. Lamentó
haber mencionado lo de dormir, porque en ese momento era lo que más
deseaba en el mundo.
No, no era cierto. Lo que más deseaba —lo que más necesitaba— era
precisamente lo que había conseguido: hallarse a salvo a bordo.
Cuando visitara el templo al finalizar aquel viaje, ofrecería un sacrificio de
agradecimiento, aparte del sacrificio de expiación.

—¿Cuándo regresará el capitán? —preguntó José al contramaestre.


—Cuando él lo decida —respondió lacónicamente éste.
Aunque tenía un sueño terrible, José resolvió que no le convenía
acostarse, pues con esa acción tan inusual atraería la atención sobre sí. Volvió
a la cocina para idear algún plato que fuera posible preparar sin fuego.
Al oír unos pasos precipitados, subió a cubierta. Sintió ganas de vitorear
cuando vio a Aníbal en la playa. Éste sostenía en cada mano, con los brazos en
alto, los cuernos de una cabra muerta. Sin duda, un buen ingrediente para
cocinar un asado, o un estofado.
Una vez cargadas las cabras en el bote, Leontes agregó los sacos, ya
flaccidos, y subió a él. Aníbal empujó la embarcación al agua y, mientras el
capitán remaba en dirección al Halción, José presenció una demostración de
fuerza que lo dejó sin habla.
Un marinero arrojó un cabo a Aníbal. Con elegante precisión, la cuerda
fue desplegándose en espiral en el aire, hasta caer a los pies del piloto, que
tras colocársela sobre el hombro se alejó por el sendero en dirección a los
árboles. Desde la nave, el marinero iba soltando la cuerda necesaria.
Una vez se halló de nuevo en la playa, tras hacer pasar la soga por detrás
del grueso tronco de un árbol, Aníbal hizo una señal y entonces el marinero
ató su cabo en la proa del barco.
Así, Aníbal llevó el Halción a la orilla, valiéndose tan sólo del punto de
apoyo del árbol y de su impresionante fuerza.
«La marea debe de estar más alta de lo que creía —pensó José—, porque
de lo contrario no podríamos llegar hasta allí.» De todas formas, aquello no
restaba mérito a la proeza que había ejecutado el corpulento fenicio.
Entre tanto, los remeros se habían dedicado a unir con clavos unos
tablones que habían sacado de debajo de los bancos para componer una
pasarela, que entonces extendieron para formar un puente entre el navio y la
playa. Uno a uno, los miembros de la tripulación desembarcaron por este
procedimiento.
—¿Debo ir también yo, señor? —preguntó José a Leontes.
—No. Ellos ya saben lo que tienen que hacer. Tú baja por la escalera y sube
la comida. Ésa es tu responsabilidad.
José tuvo una idea, la descartó, pero al final fue incapaz de resistirse a
probar suerte.
—¿Qué os parece si me adentro un poco por esos bosques? Quizás
encuentre alguna hierba o baya para sazonar la carne.
—Buena idea. Nos merecemos un suculento banquete.

José no estaba seguro de que las plantas que había recogido no fueran
venenosas. Todas le eran desconocidas. Las probaría más tarde en pequeñas
cantidades. Por lo pronto, había visto lo que esperaba ver desde lo alto de la
colina.
No se advertía ni rastro de las personas procedentes de la otra orilla, ante
cuya visión había echado a correr. Pero abajo en la playa había decenas de
cestos —o al menos así le parecía—, que estaban llenos de algún material
pesado. Tenía que tratarse de algo pesado, porque cada marinero cargaba
sólo uno. Los transportaban por la playa que rodeaba la isla, hasta el barco.
La isla volvía a ser una isla. La lengua de tierra había desaparecido,
inundada por la marea. Él había averiguado el secreto que con tantas
precauciones protegían los fenicios.
—¿Qué es eso?
José señaló una de las cajas que había junto a los bancos de los remeros,
encajadas en unos huecos especiales, entre los orificios por donde salían los
remos.
—No te hagas ilusiones, cocinero. Parece plata, pero sólo es estaño. No
sirve para comprar nada.
—¿Y de qué crees que están hechos los sestercios, mentecato? —lo
contradijo el compañero con el que compartía remo—. Pues de bronce, y el
bronce se fabrica mezclando cobre y estaño. El viejo Augusto César lo
pasaría mal si no le suministráramos estaño, porque entonces debería
utilizar plata, o el oro que dicen que tiene guardado en grandes cantidades en
su palacio de Roma.
José se desplazó para servir la comida a los remeros que ocupaban el
siguiente banco.
—¿Cuándo estará listo ese cabrito, cocinero?
—Cuando el capitán dé permiso para encender el fuego.
—Remad más deprisa, compañeros. Me apetece tomar algo más
sustancioso. Ya estoy harto de caldos.

José creyó que se había puesto punto y final al misterio y el engaño


cuando Leontes dio su autorización para encender el fuego y hacer el ruido
normal. No obstante, aún iban a producirse un par de sorpresas más. El
Halción no se detuvo en Gadir, pero cuando se aproximaban a puerto sufrió
una auténtica transformación. De nuevo sacaron los tablones de debajo de los
bancos, aunque esta vez los juntaron para componer una plataforma con la que
taparon el foso de los remeros. Los toldos y sus soportes desaparecieron en
unos compartimentos de los cuales los remeros sacaron cadenas y manillas,
que se pusieron antes de que el barco fondeara en Puteoli, el puerto al que
llegaban las mercancías cuyo destino era Roma.
Otra novedad fue que la tripulación del Halción no tuvo que descargar los
pesados cestos. Una tropa de soldados romanos, ataviados con vistosos
uniformes, se hizo cargo del estaño y lo trasladó a unos carros que estaban
provistos de altos costados opacos.
—La guardia pretoriana —comentó un marinero desde cubierta antes de
escupir al agua—. Son engreídos a más no poder, los niños mimados del
emperador.
El Halción llegó a Sidón cuando aún faltaba más de un mes para que
concluyera la temporada de navegación. José se extrañó de que no
emprendieran otro viaje, y aún fue mayor su sorpresa cuando Leóntes le
pagó. La paga sumaba tres veces más de lo que había recibido los años
anteriores por la temporada completa.
—No es preciso que te repita lo que te dije al principio, ¿verdad, Asíbal?
—No sé a qué os referís, señor. No ha tenido nada de particular llevar
vino a Gadir y transportar el vino que allí producen hasta Roma.
—A los hombres les gusta cómo cocinas. ¿Te interesa volver el año
próximo?
—Sí, señor. Me encantaría.

José estaba contento de que aún faltara un mes para las fechas en que lo
esperaban en Anmatea. Tenía mucho que aprender para el año siguiente, y
aquellos conocimientos no podía obtenerlos en la alquería.

José llegó a Arimatea cuando se recogía la aceituna, tal como había hecho
los años anteriores. Guardó silencio mientras Josué intentaba hacerle ver la
magnitud de sus pecados. Esa vez, sin embargo, no lo azotó. A los quince años,
José era demasiado mayor para recibir castigo físico.
Aparte, había algo más, algo no expresado que había hecho modificar la
actitud del padre. Aquel hijo se había convertido en un extraño, en una
persona desconocida para él.
Un extraño, y también un hombre. Esta impresión nada tenía que ver con
un tradicional y arbitrario reconocimiento de la mayoría de edad. Ese José
ya no era un joven rebelde. En sus ojos ardía una firmeza inquebrantable.
Era un hombre que sabía con certeza cuáles eran su lugar y objetivo en el
mundo.
A Josué ese desconocido le inspiró respeto y a la vez pena, pues sabía
que había perdido a su hijo.
—Te ves distinto este año, José. —Sara lanzó este comentario, a modo de
interrogante, con un leve fruncimiento de ceño que indicaba su desconcierto.
José contó a la chica casi todo lo sucedido, aunque omitió revelarle el
destino secreto de los fenicios. No es que desconfiara de la discreción de
Sara, sino que se sentía ligado por un compromiso de honor a los hombres del
Halción, a la selectísima tripulación de la que había pasado a formar parte.
—El viaje de este verano ha sido el más emocionante de todos —dijo,
resumiento la experiencia.
»He aprendido mucho. Sara, ahora ya sé lo que voy a hacer con mi vida.
Será estupenda, y quiero compartirla contigo. Ya es hora de que nos
desposemos. —Le ofreció una caja de cuero con adornos dorados—. Éste es mi
regalo de compromiso. Me dijeron que Cleopatra de Egipto lo llevó en una
ocasión. Te voy a hacer mi reina y como tal te voy a tratar... Sara, no te rías.
Hablo en serio.
—Ya lo sé —reconoció ella y le dio un beso en la mejilla, aunque siguió
riendo—. ¡Es que dices unas tonterías! Es como si escuchara a mi padre, en
lugar de a un amigo, transmitiéndome lo que ha decidido o dejado de decidir
por mí. No seas bobo, José. Sólo tengo doce años, y no puedo ser tu esposa,
ni mucho menos tu Cleopatra. ¿Qué hay en la caja? ¿Un áspid por el que debo
dejarme morder como hizo ella? ¿Lo ves? Conozco su historia.
José tiró la caja al suelo y le tomó las manos.
—Yo te quiero, Sara. Pensaba que tú sentías lo mismo, que estábamos
predestinados a estar juntos.
—Claro que sí. Siempre lo he sabido, José.
—¿Y me quieres también?
—Sabes que sí. Siempre te he querido y probablemente siempre te querré.
—Eso es lo único que importa.
—Por supuesto. ¿Por qué no empezabas por ahí, en lugar de perorar sobre
Cleopatra?
Le soltó las manos y, con timidez, la rodeó con los brazos. Ella se acercó
más y apoyó la cabeza contra su pecho.
—Qué agradable —murmuró—. José, ¿me enseñarás a besar?
El joven se consagró con entusiasmo a la educación de su futura esposa
durante más de una hora. Como amaba a Sara con todo su corazón, ni por un
instante recordó cómo había aprendido aquello que le enseñaba. Fue en
Alejandría, en el mismo lugar donde había comprado el collar de flores de
lapislázuli que iba a regalarle para los esponsales.

En Sidón, José había encontrado un barco en el que viajó a Alejandría a


cambio de trabajar como marinero de cubierta. Cuando la embarcación entró
en el puerto, saludó con alborozo la vista del faro. «Por fin voy a poder ver
algo más», musitó entre dientes, con el pulso acelerado.
—¿Es la primera vez que visitas este puerto? —le preguntó un marinero.
José asintió. En cierto modo era verdad, pues nunca había salido de los
muelles ni había disfrutado de más de dos minutos seguidos para mirar y
observar, como lo hacía ahora.
—Parece muy grande —señaló con admiración.
—Es la mayor ciudad del mundo después de Roma —corroboró el
marinero—. Tiene trescientos mil habitantes, ¿puedes creerlo?
José reconoció que no alcanzaba a imaginar tanta gente. Junta sumaba
diez veces la población de Jerusalén, la ciudad más populosa que había
conocido hasta entonces.
Su compañero, que hallaba placer en demostrar su familiaridad con la
famosa ciudad, iba señalando los impresionantes edificios que se alzaban ante
ellos.
—Ésa es la famosa biblioteca —informó—. Aunque a la gente como
nosotros le interesan poco esas cosas, hay una anécdota curiosa relacionada
con ella. El viejo Julio César le prendió fuego, y la ciudad entera salió a
trasegar cubos de agua, que recogía en el puerto, para sofocar el incendio.
Debió de ser un espectáculo digno de verse.
—Seguro —convino José.
Ahora tenía frente a los ojos el objeto de su travesía. Para sus adentros
agradeció a aquellos alejandrinos de antaño el esfuerzo que habían realizado
para preservarlo.
Una vez amarrado y descargado el barco, José quedó libre para irse.
Libre para adentrarse en aquella ciudad de fábula. La calle que partía del
puerto era la más amplia y más elegante que había visto en toda su vida.
Estaba flanqueada por altas columnas que sostenían un tejado, bajo cuya
sombra circulaban masas de gente vestida con ropas tan lujosas como jamás
había visto José, ni siquiera en los hábitos de ceremonia del sumo sacerdote
del templo.
Tenía, no obstante, un propósito, y éste no se iba a cumplir si des-
perdiciaba el tiempo mirando tontamente las maravillas de la ciudad. Con esta
reflexión, se acercó al hombre menos imponente que le fue posible localizar,
para solicitar ayuda.
—Disculpad, señor, ¿podríais decirme cómo se va a ese sitio donde está la
biblioteca y los sabios que imparten enseñanza?
—El museo está en esa calle de ahí, a la izquierda.
José quiso dar las gracias al hombre, pero éste ya se había perdido entre
el deslumbrante colorido de atuendos de la multitud.
Bueno, qué le iba a hacer. Si los alejandrinos iban a ser antipáticos y
desconsiderados, él les pagaría con la misma moneda. Abriéndose camino
entre el gentío, caminó con paso decidido hacia el colosal edificio de piedra
que dominaba la calle.
—Quiero recibir educación —anunció al imponente y moreno portero del
museo.
—Loable deseo —aprobó éste—. ¿Y cómo pretendéis satisfacerlo?
José no tenía ganas de perder el tiempo en conversaciones ociosas, y
tampoco le gustaba que se burlaran de él.
—¿Dónde enseñan conocimientos sobre las estrellas?
—En el observatorio. ¿Dónde sino?
—¿Dónde se encuentra?
—¿El qué? ¿El «observatorio» o el «sino»?
—¿Dónde está el observatorio? —preguntó José, conteniéndose.
El hombre señaló con elegante gesto hacia la izquierda.
José tuvo la sensatez de volverse enseguida y regresar a la gran avenida
que partía del puerto. Allí entró en una tienda, una especie de cámara del
tesoro donde las sedas relucían con el mismo esplendor de las piedras
preciosas. En cuanto logró convencer al tendero de que no conseguiría
tentarlo para gastar dinero, éste le indicó cómo podía llegar al observatorio
con instrucciones claras y sucintas.
En el observatorio también había un portero. José se preparó para
sostener otra batalla verbal, pero a ese guardián del conocimiento no le
interesaban los juegos de palabras.
—Id a esa puerta —contestó, señalando—, y pedid que os orienten.
Allí, un hombre entrado en años levantó la vista de un pergamino que
aparecía cubierto con extraños símbolos y, tras comprobar la profundidad
de la ignoracia de José, adoptó un semblante de abatimiento.
—Quizá quiera ayudarte alguno de los estudiantes más jóvenes —dijo con
un suspiro—. ¿Cómo te llamas?
—Así... —Calló un instante—. Me llamo José de Arimatea, y soy judío —
anunció.

El «estudiante joven» era un hombre más viejo que el padre de José. Por
fortuna para éste, sentía un amor apasionado por el misterio de los cielos y
los significados de los cambios que era posible percibir en los movimientos de
los cuerpos celestes. Para él, la navegación era una aplicación menor, aunque
valiosa, del escaso conocimiento que el hombre había conseguido acumular con
los siglos.
—Como comprenderás, José de Arimatea, deberemos realizar buena
parte de nuestro trabajo durante las horas de oscuridad. La trayectoria del
sol podrás aprenderla en pocos días.
Pienso estudiar día y noche, señor. Tengo gran necesidad de aprender.
Aquélla era la actitud perfecta para granjearse los favores de Teócrates.
A continuación éste formuló a José una decena de preguntas prácticas sobre
su experiencia, salud, costumbres, modo de vida y anterior educación, y a
partir de las respuestas le organizó la vida. Lo llevó a una pequeña
habitación que estaba abarrotada de mesas y de jóvenes que leían
pergaminos, discutiendo a un tiempo entre sí sobre el contenido de sus
lecturas. Teócrates golpeó el mármol del suelo con el bastón para reclamar
atención.
—Micah —ordenó—, ven conmigo.
—Aquí tienes a tu mentor —presentó—. Micah, éste es José. También es
judío. Búscale un sitio donde alojarse y comer, llévalo a los baños e intégralo al
grupo con el que vienes aquí de noche. Os veré a los dos a la hora prevista
para retirar la cubierta del techo.
—Ven —lo invitó Micah, sonriendo, antes de conducirlo por un laberinto
de corredores hasta una puerta que daba a una calle estrecha y tranquila—.
Hay una vinatería cerca de aquí. Es un jardín, donde se puede pensar al
amparo del bullicio. Espero que seas rico, porque yo estoy arruinado.
José estaba a punto de descubrir la vida civilizada llevada a su más alto
grado de fruición. Alejandría se había concentrado durante siglos en
desarrollar los placeres de los sentidos, indagar en ellos, refinarlos y
elaborarlos hasta alcanzar una cima de sofisticación insospechada para él
antes de que su buena fortuna lo llevara hasta allí en busca de conocimiento.
El jardín estaba rodeado de muros, y se hallaba adornado con enredaderas
dispuestas en elegantes arabescos y con estatuas de cuerpos desnudos, de
hombre y de mujer, solos o emparejados en sutiles posturas eróticas.
Les sirvieron, en copas de cristal, un vino de un paladar que no se parecía
en nada a los que antes había probado José. Al beberlo sentía unos leves
chispazos de calor en la garganta y en la cabeza.
—Tómalo a sorbos y no a tragos. Así, amigo que has sucumbido al
embeleso de las estrellas, prolongarás el placer.
Micah se encontraba cómodamente repantingado en su sillón de mármol
cubierto de cojines de seda. José trataba de imitarlo, pero se sentía tan
torpe como un buey que se hallara atrapado en un lodazal.
—Tienes la sensación de ser un patán acabado, ¿eh? —Micah había
empleado un tono amistoso, sin asomo de burla ni malicia—. Te he traído aquí
a propósito, José, para que te sintieras así... ¡No, espera! No te enfades. Esto
es Alejandría. Ésta es la manera como vive la gente aquí, la expresión natural
de su forma de pensar. No quiero decir con ello que tenga nada de natural, al
contrario. Todo se controla, manipula y complica hasta extremos rayanos en
la perfección. Algunos alejandrinos llevan las cosas hasta límites más que
perfectos, lo cual llega a ser bastante curioso. Pero tú no corres el peligro de
caer en esa exageración, te lo prometo.
»No te propongo que te vuelvas como nosotros, José. Solamente intento
mostrarte cómo somos. No desperdicies las energías en la desaprobación, la
crítica o la oposición. Lo único que debes hacer es adaptarte lo suficiente
para no llamar la atención y no verte así ridiculizado ni maltratado. Si lo
logras, podrás concentrarte en lo que has venido a hacer en Alejandría,
porque nadie te importunará.
José reflexionó sobre las palabras de Micah y le pareció que no le faltaba
razón. De todas formas, como no tenía nadie más a quien recurrir, debía
aceptar el consejo que éste le brindaba.
—¿Qué debo hacer?

Más tarde Micah condujo a José a la mansión de mármol que era


propiedad de su tía Safora. En las grandes instalaciones de baños, José se
había aseado, le habían dado masajes, afeitado, hecho la manicura y
perfumado. Llevaba sandalias de cuero teñido de rojo, suave y flexible, una
túnica de lino amarillo, un cinturón de cuero verde y un manto de cenefas
amarillas con borlas azules en las esquinas. Presentaba el mismo aspecto y olor
que un judío de Alejandría.
—Me siento como un asno disfrazado de caballo —se quejó a Micah.
Éste repitió el comentario de José a Safora y de inmediato la mujer le
echó los brazos al cuello y lo besó en ambas mejillas.
—Te quiero, José de Arimatea. Eres justo la clase de persona que faltaba
en esta casa; un hombre directo y honrado. Te quedarás a vivir aquí, por
supuesto, mientras duren tus estudios.
—Se refiere a que eres diferente, y mi tía siempre está ávida de novedades
—explicó Micah a José más tarde—. Pero tiene un corazón de oro, es una
cocinera magnífica y no pretende que vayas a compartir lecho con ella. Te
encontrarás bien en su casa.
—Necesito aprender la ciencia de las estrellas, Micah, y no la de los
manjares y vinos.
—Y la aprenderás. Todos los días, justo cuando comienza a ponerse el sol,
delante de la Gran Sinagoga nos reunimos un grupo de personas. Vamos
caminando hasta el museo, luego cada uno se dirige a una dependencia distinta
de la academia y después, al cabo de cuatro horas, regresamos juntos a
nuestro vecindario. Las calles son peligrosas por la noche.
—Lo sé.
Durante los años posteriores, las semanas que pasó en Alejandría se
convirtieron para José en algo más parecido a un sueño que a una experiencia
real. Los días de su estancia allí tuvieron, sin embargo, un carácter trepidante,
estimulante, que le hizo adquirir conciencia de cuanto veía, saboreaba, sentía
o pensaba con una intensidad muy superior a la que había experimentado
antes.
Desde la primera noche que acudió al observatorio, quedó fascinado por la
astronomía. ¡Cuántas veces había mirado el cielo sin saber lo que veía! Sin
apreciar el orden que regía la salida y la puesta del sol, la luna, ciertas
estrellas. Las fases de la luna. Los movimientos del cielo. Todos aquellos
cambios podían ser observados, sistematizados y predecidos.
El gran centro de investigación de Alejandría se había fundado hacía más
de tres siglos. Durante todos esos años los hombres habían estudiado el cielo,
dejando constancia de sus hallazgos. La enorme biblioteca contenía miles de
pergaminos que estaban repletos de observaciones. También se guardaban allí
copias de las obras y descubrimientos llevados a cabo por los .astrónomos de
Babilonia, Grecia e incluso China.
La veneración que demostraba José por las maravillas que albergaba la
biblioteca llamó la atención de uno de los cientos de estudiosos que
trabajaban allí. Aunque José nunca llegó a saber su nombre, contrajo con él
una deuda como no la tenía con nadie, ni siquiera con Mi-cah. Ese hombre
tímido y retraído lo introdujo en el conocimiento de los mapas y le hizo tomar
conciencia de su belleza y utilidad. José, que antes no sabía siquiera de su
existencia, los escrutaba ahora durante horas, hasta que le escocían los ojos.
¡Allí, en un pergamino de la biblioteca de Alejandría, aparecían Jerusalén,
Cesárea, el riachuelo que pasaba cerca de Arimatea... así como todos los
puertos en los que había estado y también otros nombres de lugares que
jamás había oído mencionar! Todos estaban allí, en un pergamino, o en dos, o
en cinco.
En un mapa localizó incluso el que sin duda era el punto secreto de
destino del Halción. No la colina concreta, desde luego, ni el continente o la
isla mayor que había visto conectado a ella. Pero desde Gadir, hacia el norte
había interminables millas de tierras, diez, veinte, treinta veces más
extensas que todo Israel. Entonces comprendió la precaución de poner
fundas a los remos, apagar la cocina y guardar silencio. El barco debía de
haber pasado cerca de un promontorio de Galia que aparecía claramente
perfilado en un mapa. Teniendo en cuenta la facilidad con que el sonido se
propagaba sobre el agua, cualquier descuido podría haber hecho que los
descubrieran y hasta que sufrieran un ataque de los soldados romanos que
ocupaban Galia.
José pasaba días enteros en la biblioteca, sin salir a comer ni aun a hacer
sus necesidades, hasta que un violento dolor de cabeza le indicaba que debía
llevarse algo al estómago y aliviar la vejiga.
—José, amigo mío, te estás convirtiendo en un verdadero estudioso —le
decía Micah, entre veras y bromas—. Deberías instalarte de modo definitivo
en Alejandría. Ni en toda una vida tendrías tiempo suficiente para ver todos
los manuscritos de la bibilioteca.
Aquella observación le hizo tomar conciencia del paso de los días y del
objetivo que lo había llevado a Alejandría. Con los conocimientos que ya había
adquirido, durante el próximo viaje podría averiguar qué ruta seguían los
fenicios. Había aprendido, además, el lugar que ocupaba su país —y él mismo—
en relación con el resto del mundo. No podía permitirse dedicar el tiempo a
aprender otras cosas por mero placer. Tenía un propósito y debía ceñirse a
él.
—Se acabaron para mí la biblioteca y el observatorio —anunció a Micah—.
Me queda algo por aprender, pero eso no se enseña en el museo.
—Me tienes intrigado, José. ¿De qué se trata?
—Quiero aprender a nadar.
Micah cayó literalmente de su asiento de mármol, doblado de risa.
Cuando recobró la compostura y le hubieron traído otra copa de vino en
sustitución de la que había roto, tendió las manos para estrechar las de José.
—Amigo mío, no te olvidaré nunca. Me has procurado más sorpresas en
doce días de las que disfrutan la mayoría de hombres en toda una vida. Te
estoy muy agradecido por ello.
—Y yo a ti, Micah —respondió sinceramente José, con cierto embarazo—. Y
aún lo estaré más si me presentas a alguien que me enseñe a nadar.
—Eso no es problema. —Micah se arrellanó en el sillón y tomó la copa—.
Mañana es el sabbath. En lugar de ir directamente a la fastuosa cena de mi tía,
me acompañarás a una reunión de un grupo de hombres del que formo parte.
Siempre nos encontramos al salir de la sinagoga para criticar el sermón y
charlar un rato. Eso nos fortalece contra los excesos de la vida familiar que
nos aguarda en casa. No te preocupes, que no llegarás tarde a la cena de
Safora. Mi tío es uno de los integrantes del grupo y siempre sincroniza las
cosas a la perfección.
José había conocido pocos miembros de la comunidad judía de Alejandría.
Sólo había estado un sabbath en aquella ciudad, y lo había pasado casi de
forma íntegra en compañía de Safora. A ésta le encantaba escuchar todos
los pormenores que pudiera contarle sobre Jeru-salén, y en especial sobre el
templo.
—Sueño con realizar un peregrinaje pascual —decía muchas veees—, pero
temo que nunca llegue la ocasión. Siempre hay un niño enfermo, o mi padre, o
la boda de un primo o de algún familiar.
Cuando Micah lo llevó a la reunión, José supo desde el instante en que entró
por la puerta que aquél era el mundo al que deseaba pertenecer algún día. No
era por las ricas vestiduras que lucían aquellos hombres ni por los cinturones
y pulseras cargados de gemas que algunos llevaban. Era la seguridad que
poseían, el sentimiento de poder que irradiaban lo que fascinaba a José. Su
manera de ser coincidía con la descripción que hacía Rebeca de su abuelo. Ellos
eran lo que quería ser él: personas calmadas, satisfechas, llenas de confianza
que tenían pleno control sobre sus vidas.
La comunidad judía de Alejandría no tenía ningún nexo de unión con los
judíos que habían esclavizado los faraones de Egipto. O, más bien, tenía sólo
el nexo que compartían todos los judíos y, como ellos, celebraba la sagrada
festividad de la Pascua. Moisés, el depositario de la ley divina, había sacado a
aquellos judíos de Egipto en los tiempos de la Antigüedad.
Estos judíos habían fijado su residencia en Alejandría por decisión
propia, por la belleza, la cultura y la riqueza que ofrecía la ciudad. Algunos
eran descendientes de la diáspora, de los israelitas que había capturado y
desperdigado por todo su imperio el infame rey Nabucodonosor de Babilonia
seis siglos antes. La mayoría de las familias, emigradas de otras tierras,
residía en Alejandría desde hacía cientos de años.
Gozaban de respeto, protección e incluso privilegios, garantizados por las
leyes del país. Los egipcios oriundos eran menos importantes que ellos, y su
categoría sólo se veía superada por la de los ciudadanos griegos y romanos.
Tenían más poder sobre sus vidas que los judíos de Jerusalén y Judea.
Mientras los escuchaba y conversaba con ellos, José experimentó un
creciente asombro. Costaba creer que fueran en verdad judíos. Ellos no
estaban oprimidos por nadie. Judea, en cambio, venía padeciendo la opresión
durante toda la vida de José y la de su padre, y la vida de su abuelo había
sido brutalmente segada por la violencia del rey Herodes.
Hizo mención de ello, respondiendo a las preguntas que le habían
formulado acerca de su familia.
—Ah, Herodes —dijo su interlocutor—, ese lunático. Sí, sin duda es una
mancha en la historia de los judíos. Aunque a fin de cuentas, él es un idumeo.
No es de nuestra misma estirpe. Por otra parte, hay que reconocer que ha
dado mucho trabajo a los menesterosos con su incensante afán constructor.
¿Cuántas ciudades lleva erigidas ya? Sebastea, Jericó, Cesárea, y también
esas fortalezas y palacios. Debemos felicitarnos de que haya tenido tiempo de
reconstruir el templo. Yo lo he visto y lo considero magnífico.
—Sí, lo es —acordó José. En realidad sentía deseos de gritar—: Pero mató
a mi abuelo y robó a mi familia. Ni todo el mármol y oro del mundo podrían
borrar sus crímenes.
En ese momento decidió que había llegado la hora de abandonar
Alejandría. Partiría en cuanto hubiera aprendido a nadar.

Micah lo llevó a un extremo del puerto. Al otro lado, el gran faro se alzaba
imponente en su isla. José observó con mirada de experto los barcos que
permanecían anclados allí. Todos eran romanos y, a juzgar por su punto de
flotación, todos tenían vacías las bodegas. Debían de estar aguardando para
recibir una carga de cereales procedentes de las generosas reservas
guardadas en los almacenes que se encontraban diseminados por todo el delta
del Nilo. Deseó suerte a sus tripulaciones. La temporada de navegación
tocaba a su fin: a buen seguro tendrían que hacer frente a más de una
tormenta durante la larga travesía de regreso a Puteoli.
—No me prestas atención, José.
—Perdona, Micah. ¿Qué decías?
—Decía que eres un hombre muy afortunado. Hay una profunda piscina
con agua del mar justo dentro del recinto del antiguo palacio real. El
gobernador romano se halla ausente, como de costumbre. Uno de sus
esclavos será tu profesor de natación. Te presentaré al vigilante de la puerta
contigua al puerto. Está todo arreglado. No olvides darle una buena propina
cada vez que vayas.
Sólo con mirar el agua, José revivió el terror a ahogarse. Estaba
asustado.
—¿Cuántas clases se necesitan para aprender?
—¿Quién sabe? —contestó Micah, al tiempo que encogía los hombros—. A mí
me enseñaron de muy pequeño, y no recuerdo nada. No te preocupes. Tienes
un profesor muy competente.
Micah mostraba una expresión peculiar, como si contuviera la risa. «Si
tiene a alguien ahí adentro con un látigo en la mano, le voy a dar una paliza que
se va a acordar», pensó José.
—Séptimo, éste es el caballero que ha venido a nadar en la piscina —dijo
Micah mientras depositaba con disimulo una moneda de plata en la mano del
hombre.
—Pasad, por favor —invitó con una reverencia el portero a José.
—¡Micah! ¿No vas a entrar conmigo?
—¿Para qué? —respondió Micah mientras se alejaba—. Yo ya sé nadar.
En torno a la piscina había una columnata con tejado, que daba sombra a
varios divanes, mesas y tiestos de palmeras. Una joven se levantó de uno de
los divanes.
—Hola, eres José, ¿verdad? Yo me llamo Nefert y seré quien te enseñe a
nadar.
Una mujer. José no supo qué decir ni qué hacer. ¿Cómo se le había
ocurrido a Micah disponer las cosas de forma que hiciera el ridículo delante de
una mujer? No era de extrañar que estuviera riendo para sus adentros.
—Verás que es muy fácil —aseguró la mujer—. Mírame a mí.
Se desabrochó la túnica por los hombros y ésta cayó al suelo. Luego se
acercó al borde de la piscina, levantó los brazos y se zambulló en el agua.
Sus abultados pechos se habían levantado al poner los brazos en alto.
José estaba aturdido. Nunca había visto una mujer desnuda, sólo niñas de
corta edad, y a menudo había fantaseado a la vista de los senos de las mujeres
cubiertos por la ropa en las calles y hasta en la sinagoga. Sintió deseos de
tocarlos. Parecían más excitantes, suaves y atractivos de lo que había
imaginado. «Vergüenza debería darte», se reprendió a sí mismo. Con las manos
intentó disimular su erección.
Nefert asomó la cabeza y se puso a nadar boca arriba, con los brazos
estirados a ambos lados, moviendo despacio las manos. Sonrió, enseñando
unos dientes blancos que estaban flanqueados por unos labios de un rojo
intensísimo. Tenía la piel de una dorada tonalidad morena y llevaba el pelo
recogido en numerosas trenzas rodeadas de aros de oro dispuestas en bucles
en torno a la cabeza. José la miraba, mudo de admiración. Una gruesa línea de
kohl enmarcaba sus ojos y los párpados estaban pintados de color verde. Bajo
la superficie del agua veía sus pechos, que se balanceaban, flotando, y los
pezones, rojos como los labios.
—No aprenderás a nadar si te quedas ahí arriba —advirtió la mujer—.
Quítate la ropa, siéntate en el borde y luego deslízate hacia el agua. Yo te
recogeré desde abajo.
José era incapaz de mover ni un pie. Se había quedado sin habla.
—Comprendo —dijo Nefert.
Apoyó las manos en el borde de la piscina y con un grácil movimiento se
sentó en él antes de ponerse en pie.
—Querido y joven José —murmuró. Se acercó con airoso paso y posó las
manos mojadas en su cuerpo. Por encima de la tela, le rodeó los testículos con
la mano mientras le frotaba el pene con los pulgares. José exhaló una
exclamación—. Quítate ese manto —ordenó.
José la obedeció. Cuando ella retiró las manos, volvió a emitir un grito
ahogado. La mujer ya estaba aflojándole el cinturón y enseguida le quitó la
túnica. José recibió el frescor de sus manos, que se deslizaron bajo el
taparrabos, con un gemido de éxtasis. Al poco eyaculó, manchando la tela con
un caudaloso chorro de esperma.
—Magnífico —canturreó Nefert—. Eres igual que un elefante. Estoy
impaciente por sentirte dentro. Hagamos el amor, mi dulce y varonil José.
Él se dejó guiar con paso vacilante hasta un diván, sobre el cual lo tumbó
Nefert presionándole los muslos y el abdomen después de quitarle el
taparrabos. Trató de incorporarse.
—No, quédate así —susurró ella al tiempo que sacudía la cabeza, y al
hacerlo, de su pelo cayeron unas gotas de agua que fueron a parar al pecho de
José—. Dame las manos —pidió entonces. En realidad fue ella quien las tomó,
agarrándolo por las muñecas. Luego se inclinó sobre él, y depositó un pecho en
cada una de sus manos—. Ah, qué bien —exclamó—. No estrujes mucho,
elefante mío. Así es mejor.
La mujer le acarició el escroto y a continuación el pene, que aumentaba
rápidamente de tamaño, mientras él sentía la creciente rigidez de sus
pezones. Después colocó las rodillas a ambos lados de sus muslos y con las
manos guió el pene hacia una cálida y suave cavidad, cuyo contacto arrancó un
nuevo grito de la garganta de José.
—Eres estupendo —dijo Nefert.
Pegó las manos a las de José y dirigió las de éste sobre sus senos al tiempo
que movía el cuerpo sobre él en sentido longitudinal. Luego se incorporó con
rapidez. Con ello le dejó las manos vacías, pero ya todo su ser estaba
embargado de calor y de un intolerable placer que emanaba de los movimientos
y las alternacias de presión de su miembro en el interior del misterio que
entraña la mujer. Agarró los muslos de Nefert e intentó penetrar más hondo
en ella, atrayéndola hacia sí. Volvió a eyacular, una y otra vez, hasta quedar
tembloroso y jadeante.
—Ah, mi querido muchacho —musitó Nefert. Le besó los párpados y las
comisuras de la boca—. Me hace muy, muy dichosa que quisieras aprender a
nadar.
Después le ofreció pasteles de miel, vino endulzado y uvas tan rotundas
como sus senos. José le rogó que volvieran a hacer el amor, y de nuevo se
acoplaron. En aquella ocasión, sin embargo, fue él quien la tumbó sobre el
diván y se introdujo por sí solo en la cálida y húmeda oquedad. Trató de
moverse despacio, de prolongar las indecibles sensaciones que invadían con
intensidad cada vez mayor su cuerpo, pero pronto abandonó todo
pensamiento o idea de control. Tras un frenético y primitivo vaivén, se vació
en ella al tiempo que profería un grito de placer.
—¿Te he hecho daño? Seguro que sí... —José estaba acongojado por el
miedo y la culpa.
Nefert le dio un suave beso en los labios, en señal de perdón.
—Lo que quiero...
—Dímelo, por favor. No tienes más que decírmelo. Haré cualquier cosa.
—Quiero nadar plácidamente en la piscina. Ven conmigo, José.
Él habría hecho cualquier cosa que le pidiera, de modo que entró sin
rechistar en el agua. Ella lo sostenía, mientras le susurraba al oído,
indicándole que tomara conciencia de la caricia del agua en su piel, que
sintiera la gozosa libertad de las manos y los pies flotando abrazados por el
agua. José comprobó que tenía razón.
Salieron de la piscina, volvieron a hacer el amor y después le enseñó a
mover las piernas con un encogimiento parecido al de las ranas. José se
mostró alborozado cuando logró cubrir por sí mismo el ancho de la piscina.
—Ahora nada a lo largo, José, a ver si te cansas tanto que no te queden
fuerzas para hacerme el amor.
Sus esfuerzos se vieron coronados por el éxito en ambos casos.
—Se hace tarde —musitó Nefert—. ¿Me dejarás ahora para volver
mañana?
—¡No! No, no quiero separarme de ti. Nunca.
—Entonces encenderé las lámparas. Tomaremos vino y pasteles de miel y
nadaremos juntos.
Las clases de natación y los ardores de erotismo se prolongaron toda la
noche. José había aprendido a bucear sin miedo cuando el sol naciente
transformó la piscina en un espejo de tonalidades rosáceas.
—Se acabó —dijo Nefert.
—No, no, nunca.
—Me has procurado un gran gozo, José —dijo ella, y le tomó las manos—.
Ahora yo voy a ofrecerte un regalo cuyo valor desmerece en poco al tuyo.
Acompáñame a la columnata del lado este. No digas nada. Siéntate sólo a mi
lado con las manos entre las mías.
»Mírame, querido, mira con atención mi cara y mi cuerpo. Observa,
mientras los rayos del sol se alargan e iluminan la realidad. Mira, José,
contempla las pinturas que me embellecen y cubren las marcas de los años
que he vivido.
José quiso volver la cara, pero Nefert le sujetó con firmeza la barbilla,
obligándolo a afrontar la insoportable visión de sus ojos cansados y sus
pechos caídos.
—Ya está —dijo con voz apagada Nefert cuando la expresión de sus ojos
le indicó que había logrado su objetivo—. Lleva contigo esta última lección,
José de Arimatea. Te convenciste de que me amabas, de que hacíamos el
amor. Lo que sentiste provenía de esto... y de esto. —Señaló los genitales de
ambos—. Eso es placer, elefante mío, no amor. Toda mujer y todo varón son
capaces de hallar placer. Quien encuentra amor, recibe un regalo de los
dioses. Te deseo que logres esa bendición.
«Ahora te dejaré solo. Ya eres un nadador competente y arrojado.

En Arimatea, José miró a Sara y supo que la amaba. Le refirió con detalle
las experiencias que había vivido en la biblioteca de Alejandría, la emoción que
le había producido el estudio de los mapas y las estrellas. No le contó, en
cambio, que había aprendido a nadar.
9

Las familias de José y de Sara reaccionaron con enojo al saber que se


habían prometido en matrimonio. Con ello, los jóvenes habían faltado a las
normas. Según la tradición, era el padre del hombre quien seleccionaba a la
novia. La familia de José quería a Sara; todos cuantos la conocían la querían.
Era muy posible que, con el tiempo, Josué la hubiera elegido para su
primogénito. No obstante, no tenía la menor intención de hacerlo en aquel
momento, cuando ella aún no había cumplido la mayoría de edad y José era un
vagabundo que se ausentaba de la alquería justo durante los meses en que
había más trabajo. Además, fuera cual fuese el momento oportuno para
concertar el matrimonio de su hijo, sobre Josué recaía la responsabilidad, y el
privilegio, de tomar la decisión.
La abuela de Sara, Ester, comprendía el enfado de Josué. No obstante,
aunque en público le daba la razón y alababa su deseo de respetar la tradición,
en privado se sintió sorprendida y complacida. Al casar a su hijo, Josué
debería pagar una cantidad por la novia, y Ester estaba impaciente por
recibirla. Hacía más de veinte años que no tenía dinero.
Al igual que el de Rebeca, el marido de Ester había sido ejecutado por
orden del rey Herodes, que también había confiscado sus propiedades. Desde
entonces había mantenido una actitud de amargura y autocompasión. Dado
que era prima lejana de Rebeca, había aceptado el ofrecimiento de asilo en
Arimatea como algo que le correspondía por derecho y no como un acto de
generosidad.
La única hija de Ester había pasado el menor tiempo posible en su casa. La
frialdad de su madre la llevaba a buscar el calor del hogar y los hijos de
Rebeca. Ester, que la consideraba un estorbo, veía con buenos ojos sus
ausencias.
Aun consideró una carga mayor a Sara, la hija de su hija, que fue a vivir
con su abuela cuando sus padres murieron a causa de una virulenta epidemia
de fiebres.
Así pues, Ester acogió con buenos ojos la proposición de José. Estaría
encantada de que su nieta abandonara la casa cuando se hubiera cumplido el
año de noviazgo. Que Rebeca llevara el peso de ser su abuela, pensaba.

—¿Estás contenta, pues, pequeña Sara?


—Oh, sí, Rebeca. Lo único que siento es que todos se hayan enfadado
tanto.
—Yo no estoy enfadada, pequeña. Estoy contentísima por José. Tú eres
exactamente lo que necesita; le darás estabilidad. Yo lo quiero y me alegro por
su buena fortuna. Aunque no sé si este matrimonio será tan buen negocio para
ti. Ya sabes que es un hombre ambicioso.
—Sí, lo sé.
—Nunca se conformará con llevar una vida de campesino y habitar su
reducido mundo.
—Hace mucho que lo sé, pero al final de sus aventuras regresa aquí.
Siempre necesitará volver aquí. Cuando imagino el futuro veo la alegría de su
cara cuando regrese junto a mí y al nuevo hijo que le daré todos los años.
Nacerán a finales de verano y así no me verá nunca cuando tenga el vientre
más hinchado.
—Ven a darme un beso. Me haces igual de feliz que José.
Desde que la llamada del mar lo había llevado a ausentarse los meses de
verano, José había trabajado el doble que cualquier otro hombre de
Arimatea durante el invierno y comienzos de primavera, cuando estaba en
casa.
Ese año no fue distinto. Ayudó a recolectar las aceitunas y a extraer el
aceite de ellas; sembró el trigo y la avena, diseminando la simiente de dos
campos arados en el tiempo que tardaban dos hombres en sembrar uno. Era
invierno, la estación de las lluvias, y como los demás, perdió la noción de lo que
era llevar ropa seca. Le bastaba, no obstante, con el calor de su dicha y el
ardor del peligroso plan que había concebido para el verano siguiente. Nunca le
asaltaba el cansancio ni el malestar.
Como de costumbre, la festividad de las Luces, que se celebraba durante
los días más cortos del año, fue una buena ocasión para celebrar una pausa de
regocijo en medio de los meses de la siembra, del pesado trajín por los
empapados campos. Cada familia encendía una lámpara de aceite justo al
anochecer y la depositaba en la calle, frente a su casa. José bajó con Sara al
pueblo para ver el alegre titilar de las llamas todas las noches, durante los
ocho días que duraban los festejos. De regreso a casa se detenían bajo el
ramaje de un almendro y él le dispensaba más lecciones sobre el arte de
besar. Como estaban prometidos, aquello se consideraba algo aceptable,
normal incluso.
En febrero disminuyeron las lluvias y con frecuencia disfrutaban de días
enteros de sol. Los campos se teñían de verde con el nacimiento de las
plantas, y el almendro al que llamaban «el árbol de las lecciones» se cubrió de
flor casi de un día para otro.
Faltaba poco para la fiesta del Purim. Todo el mundo contaba los días y
comenzaban a correr las bromas sobre el dolor de cabeza que aguardaba a
todos los varones. Nadie conocía el origen de la norma —pues el Purim era,
ante todo, una fiesta religiosa—, pero era obligado que todos los hombres sin
excepción bebieran vino hasta acabar más o menos borrachos. La
celebración, que se prolongaba durante buena parte del día y de la noche, se
desarrollaba en la plaza del pueblo. El padre de José, Josué, tomó la
precaución de mandar tapar el pozo comunitario que había en el centro hacia
media tarde. La música, la danza y las bromas eran componentes esenciales del
Purim, y siempre había la posibilidad de que un grupo de cumplidores
borrachos tuviera la ocurrencia de zambullir a un amigo para darle a beber
agua en lugar de vino.
José levantó a Sara en brazos para poder sentir su cuerpecillo cerca del
suyo y amenazó con arrojarla al pozo antes de que colocaran la tapa. Le
encantaron sus chillidos y su fingido forcejeo. Excitado, lamentó que aún no
estuvieran casados.
A partir del Purim aumentaron los quehaceres. El incremento de las horas
de luz impulsó el crecimiento de la cebada y dio mayor margen de tiempo para
trabajar en los campos. Encorvado, José segaba la mies y la reunía en haces
que recogía tras él Amos, su hermano menor, para formar las gavillas. El otro
hermano, Caleb, aún era demasiado pequeño para ayudar. En los campos
contiguos, las otras familias del pueblo realizaban las mismas labores, y
entre todos creaban un bullicioso ambiente en el que no faltaban las
competiciones y las cabriolas cuando algún breve chubasco propiciaba una
tregua entre el calor y las fatigas del trabajo.
Al igual que el resto de hombres, José acababa con el cuerpo dolorido al
final de la jornada. La cosecha fue, con todo, abundante, y además era
primavera. Al atardecer iba a buscar a Sara y ambos paseaban, cogidos de la
mano, hasta su árbol especial.
—Haré que tengas una vida más maravillosa de lo que puedas imaginar —
prometía José a su amada.
—Ya lo es —respondía ella con un beso.

Las eras eran unos recintos circulares de tierra sin enlosar, que con las
décadas de uso habían adquirido la lisura y dureza del mármol.
Todo el mundo participaba en la trilla. Los hombres se turnaban en las
eras para esparcir la cebada y luego apisonarla con los pesados maderos
tachonados de clavos que arrastraban las muías. Así se separaba el grano de
la paja.
Las mujeres también se turnaban para llevar leche y vino aguado a los
hombres. Con la trilla se levantaba mucho polvo.
Aún era mayor el polvo cuando se aventaba. Al lanzar al aire el producto
que se obtenía de la trilla, el grano, más pesado, caía al suelo mientras las
livianas ahechaduras se alejaban flotando a merced del viento. Los niños
disfrutaban corriendo por las eras, esquivando las briznas, tropezando,
estornudando y riendo.
Una buena cosecha —y el año del compromiso de José, ésta fue muy
copiosa— era siempre motivo de celebración. Cuando las mujeres hubieron
tamizado y guardado la cebada en tinas, todos se congregaron para entonar
salmos de agradecimiento al tiempo que separaban una décima parte de lo
recolectado, el diezmo dedicado a Dios que más tarde acudirían a recaudar
los funcionarios del templo.
No hubo cánticos cuando guardaron en el granero el impuesto destinado
al rey Herodes, una tercera parte de la cosecha que se llevarían sus
recaudadores.
Dos de las festividades religiosas más importantes se celebraban en
primavera, la Pascua y Pentecostés. Josué insistió en que sus hijos lo
acompañaran al templo de Jerusalén para ambas celebraciones, y así
volvieron a comenzar las discusiones.
—Claro que pienso ir a Jerusalén por Pascua, padre. Quiero llevar a Sara
este año. No habrá problema porque madre y Rebeca también irán, como de
costumbre.
»Pero por Pentecostés estaré navegando. Por favor, ¿tenemos que repetir
la misma discusión todos los años? ¿No podemos pasar al menos unos días de
armonía juntos por la Pascua?
El enojo de Josué imprimió un clima taciturno a la comitiva que integraba
su familia y unos cuantos habitantes del pueblo el primer día de caminata
hacia Jerusalén. Durante la segunda jornada, sin embargo, encontraron a
otros grupos de peregrinos que hacían el camino alegres, cantando. Entonces,
incluso Josué se desprendió del mal humor. Cada paso que daba lo
aproximaba a la casa de Dios, y para una persona tan profundamente
religiosa como él, aquélla sólo podía ser una ocasión de júbilo. Llevaba consigo
las obligadas espigas de cebada, cuidadosamente elegidas y reservadas para
ofrecerlas en simbólico sacrificio a Dios, en su templo.
Además, su hijo mayor, su primogénito, cargaba a hombros un cordero
del rebaño de Arimatea, cuya sangre sería derramada en el sagrado altar de
Dios, tal como había ordenado en la Ley.
Después lo asarían y, juntos, sus familiares y los representantes del
pueblo lo consumirían en un banquete, reiterando su dedicación y
agradecimiento al Altísimo.
Josué echó atrás la cabeza y sumó su potente y hermosa voz a los cantos.
—En toda mi vida no había visto tanta gente ni oído tanto ruido—
exclamó Sara. Aquélla era la primera vez que iba a Jerusalén.
—No te sueltes de mi mano ni por un instante, porque sino te arrastraría
la multitud. He oído decir que Jerusalén tiene más de diez mil habitantes,
pero en Pascua esa cantidad se multiplica por diez.
—Es imposible que haya bastante aire para que respiren tantas personas,
José —observó Sara, apretándole aún más la mano.
—Sí lo hay, no te preocupes. Después del banquete, algunos ya se marchan.
Te llevaré a verlo todo la semana que viene. Hay una calle entera que está
llena de tiendas de especias. Huele de maravilla.
—Pues será un buen cambio, porque con toda esta gente y los corderos,
huele bastante mal. Tú has estado tantas veces aquí, José, que debes de
conocer todas las calles, además de todos esos sitios de los que me has
hablado. ¿Era tanta la apretura en Alejandría como la que hay ahora aquí?
José guardó silencio un momento, recordando. Después levantó la mano
de Sara y la besó.
—No —respondió—. Alejandría era muy diferente.
Procuró proteger a Sara de los codazos y empellones con el torso y los
hombros, así como aliviar su agobio evocando un mar abierto y solitario,
barrido por limpias y vigorosas brisas.
Su próximo viaje iba a ser el más importante de todos.

José pasó dos días en Sidón antes de ir al encuentro del Halción.


¿Volvería a admitirlo Leontes ese año, o volvería a emplear al antiguo cocinero?
Éste debía de haberse recuperado hacía meses de la fractura de brazo.
«Tengo que hacer este viaje», se repetía con urgencia, con el mismo martilleo
incesante del canto de la cigarra. Estaba obsesionado y asustado, y al mismo
tiempo ansioso por conocer cuál sería su destino. Con los años había
acumulado abundante información sobre Sidón. Conocía el antiguo barrio
portuario, sus tiendas y hospederías. Sabía dónde podía ir, qué zonas convenía
no frecuentar, qué delicias y placeres se hallaban al alcance de las personas
con dinero, por más extravagantes que fueran sus deseos y apetitos.
Acudió al burdel más caro y lujoso de la ciudad. Al principio el propietario
le impidió el paso.
—Aquí no dejamos entrar a marineros pobres ni a muchachos.
—Quiero una egipcia con piel dorada y labios rojos —informó José, al
tiempo que depositaba en la mano del hombre un áureo de oro.

La mujer de pezones dorados y párpados azules ofreció a José delicias que


no alcanzaba ni a soñar el común de los hombres, pero él las rechazó.
Necesitaba alivio y no estimulación. Los meses de invierno habían sido un
tormento de represión. Cada vez que Sara lo besaba o se apretaba contra él,
el cuerpo, le reclamaba más. Se había contenido por amor hacia ella, pero los
recuerdos de Alejandría habían sido casi irresistibles. Agradecía a Dios la
constante exigencia de las extenuantes labores del campo.
Con su moneda de oro, José compró tres horas: siete orgasmos. La
refinada prostituta le dio una palmada en las sudorosas nalgas al acabar.
—Tú eres el tipo de joven semental, marinero. No malgastes el dinero en un
sitio como éste ni en mujeres como yo. Por unas pocas monedas, cualquier
prostituta de la calle te dará lo que necesitas. Se abrirá de piernas de pie,
apoyada en la pared de un callejón. Dispones para vestirte del tiempo que falta
para que se vacíe la arena del reloj.
José hundió la cara en uno de los cojines de seda que se hallaban
diseminados por la cama y rompió a llorar. Le avergonzaba aquella necesidad
carnal que sentía.
Cuando hubo traspuesto la abigarrada puerta del burdel, no obstante,
notó enseguida el olor del mar suspendido en el aire y echó a andar con paso
inseguro, pero con el corazón liviano, concentrando toda su energía mental en
la culminación de los planes y preparativos que había realizado. Leontes
debería aceptarlo como cocinero. José había practicado incluso el arte de la
condimentación para aportar variedad y sabor a la monótona dieta de potaje
de cebada y lentejas de los marineros. Una mujer de Arimatea, a la que se
consideraba un genio de la cocina, se había avenido, divertida, a enseñarle
algunos trucos.
Llevaba unos saquitos de hierbas aromáticas secas y de especias molidas
en el hatillo de la ropa, y también un pequeño papiro enrollado, en el que
aparecían diminutas reproducciones de los mapas celestes y el perfil de la
costa de Galia.
Lo asaltó un hambre atroz, una avidez de comida mucho menos
perturbadora que los reclamos de la carne. Se dirigió sin tardanza a una
tienda de víveres y se atiborró de pan, leche y potaje de cebada con carne
de cabrito.
Esa noche, en la hospedería de los marineros, se atiborró de exagerados
relatos de peligrosas tempestades y exóticas descripciones de diversos
puertos. Aquél era el tipo de conversaciones que mantenían los marineros.
Era estupendo hallarse de nuevo en el mundo que había elegido.
—Había cuatro nubios en una taberna de Gadir —contó él a su vez—.
Creían que porque yo no era un gigante sería fácil robarme. No se les ocurrió
pensar que para un hombre bajo es más fácil atacar allí donde más duele con
una patada o un cabezazo...
Había escuchado referir esa anécdota al contramaestre del birre-me en
el que había navegado dos años antes, y ahora la reproducía como propia. Eso
hacían todos. Les tenía sin cuidado que las historias fueran verídicas, con tal
de que estuvieran sazonadas de acción y carcajadas.

—¿Qué, Asíbal? ¿Cómo has pasado el invierno? —preguntó Aníbal.


—Lo normal. Trabajando las tierras de mi padre como un esclavo. Ofrecí a
Astarte una libación para celebrar la llegada de la hora de trocar la esclavitud
del campo por la esclavitud en la cocina.
«Me estoy convirtiendo en un virtuoso de la mentira», pensó José
mientras sonreía al fornido fenicio. Estaba tan contento que no cabía en sí de
gozo. Leontes lo había elegido a él como cocinero del Halción.
Pronto descubrió que había franqueado una barrera cuya existencia
desconocía. Ahora lo aceptaban como un miembro más de la «selecta»
tripulación. Puesto que el año anterior los hombres le habían dispensado un
trato correcto, no había advertido el recelo que como intruso despertaba en
ellos. Ese verano hablaban de todo sin disimulo delante de él, incluso de su
vida privada. Cuando les contó que acababa de prometerse en matrimonio,
recibió una plétora de consejos, entre los que se contaban la conveniencia de
tener encerrada a su mujer durante la temporada de navegación o la manera
de apaciguar a un bebé aquejado de cólicos. Dado que el miembro más joven
de la tripulación le llevaba siete años, José fue adoptado por unanimidad
como benjamín.
Por primera vez en su vida José hizo amigos. Durante su infancia, en
Arimatea no había niños de su edad. Con el auténtico Asíbal había pasado sólo
dos días y con Micah, unas pocas semanas. La amistad fue una revelación que
barrió la soledad de su vida.
En ocasiones José se planteaba desistir del plan que se había trazado,
pues tenía la vaga sensación que sería un acto de deslealtad para con sus
amigos. A pesar de ello se mantuvo firme en su propósito. Era demasiado
importante para abandonarlo.
Por las noches, en cubierta, se despertaba a intervalos para estudiar el
firmamento y memorizar la posición de las estrellas.
Cuando echaron anclas en la isla del estaño y Aníbal y Leontes
desembarcaron, José fue grabando en la memoria las variaciones de nivel
que imprimía la marea en la playa hasta que anocheció.
Había llegado el momento de actuar.
Formó un prieto fajo con la túnica y el taparrabos, sujetándolo con el
cinturón, y lo dejó en un rincón de la popa.
En silencio, con todo el cuerpo en tensión, bajó la escalera y se dirigió a
nado hacia la playa, realizando los movimientos aprendidos en Alejandría y que
había estado practicando en secreto, en seco, durante el invierno.
No tuvo dificultad para desplazarse con sigilo hasta el otro lado de la isla
y agazaparse a la sombra de la colina, a espiar a Leontes y Aníbal.
Los dos hombres mantenían una amigable discusión en torno a la supuesta
superioridad del vino que se elaboraba en Chipre. José permaneció agachado
durante horas, con los miembros agarrotados, acechado por una peligrosa
somnolencia. Las apagadas voces de Leontes y Aníbal tenían un efecto
soporífero.
—¿Estás seguro de que verán el fuego? El cielo está bastante cubierto
esta noche.
Estas palabras lo despertaron al acto.
—Siempre lo han visto —respondió, seguro, Leontes—. Ya se está formando
el istmo. Vendrán, no te quepa duda.
—Ojalá supiéramos con la misma certeza cuánto estaño van a traer —se
lamentó Aníbal—. Hubo un año, ¿recuerdas?, en que sólo recibimos siete
cestos.
—Aun así, obtuvimos beneficios. ¿O no? Y hubo otro año en que fue tan
abundante que tuvimos que arriesgarnos a transportarlo tapado con mantas
en cubierta porque no nos quedaba más sitio. Esas criaturas son bárbaros,
Aníbal, no negociantes. No es posible hacer tratos con ellos de una forma
normal. Traen lo que se les antoja, y nosotros no podemos decir nada. Si
protestáramos, tal vez decidirían no venir más.
—Me gustaría saber de dónde lo extraen. Así podríamos encontrar la
manera de procurarnos un mayor suministro.
—Nunca lo sabremos. Hace siglos que nuestros barcos siguen la ruta
secreta y siempre ha sido igual. Este es el único modo posible de hacer
negocio. Nunca nos dejarán poner los pies en su tierra. Son bárbaros, pero no
idiotas. Mantienen a salvo sus secretos.
Aquella conversación estaba despejando los interrogantes de José. Había
acertado al ir a espiarlos. Era evidente que la tripulación no sabía nada de la
existencia de la faja de tierra ni de los hombres que traían el metal.
«¿Qué hacemos?», había preguntado el año anterior una vez que hubieron
abandonado el barco Leontes y Aníbal. «Esperar», le habían contestado. Ese
año se había repetido la misma escena.
Miró con ansiedad el cielo. La luna permanecía oculta por las nubes. Si
éstas se despejaban, tal vez tendría que pagar con la muerte su indiscreción.
—Por fin.
José se sobresaltó al oír el vozarrón de Aníbal, y a punto estuvo de caer.
Tenía las piernas entumecidas a causa de la inmovilidad.
A lo lejos se veían diminutos puntos de luz. Con gran cautela y parsimonia,
José extendió una pierna, dobló la rodilla, el tobillo y los dedos del pie,
soportando las agudas punzadas de dolor. Después repitió la misma operación
con la otra pierna. Las luces se estaban acercando. Tenía que hallarse en
condiciones para correr si las antorchas de los bárbaros amenazaban con
revelar su presencia.
«Quiero verlo todo —pensó con desesperación—. Es preciso. Tengo que
oír lo que dice Leontes. Tengo que enterarme de todo: qué clase de hombres
son esos bárbaros, qué lengua hablan, cuánto les pagan los fenicios por el
estaño. Quizá pueda esconderme entre la espesura de la colina. La vegetación
llega casi hasta la playa. A nadie se le ocurrirá levantar la vista.»
Comenzó a desplazarse, centímetro a centímetro, mientras las luces
avanzaban por la lengua de tierra. Al poco le llegó el sonido apagado de unas
ruedas en movimiento. Entonces avanzó con mayor rapidez, convencido de que
Leontes y Aníbal estarían mirando frente a sí y no a sus espaldas.
Había una buena espesura de matorrales, pero sus hojas rígidas
producían demasiado ruido con el roce. Buscó de forma infructuosa algo que
no lo delatara al tocarlo y siguió avanzando a rastras, apoyando los codos en
el arenoso terreno.
Un árbol. Tenía un tronco grueso, tras el que podía esconderse, y, gracias
al Dios bendito, junto a él crecía una mata de altos heléchos. Se refugió allí.
El sonido de las ruedas era cada vez más audible. Levantó la cabeza y miró
entre las vaporosas frondas.
¿Qué clase de abominación era aquélla? José soltó los helechos para no
delatarse. Estaba aterrorizado. Aquellos hombres no eran hombres, ni
siquiera bárbaros, sino una especie de espantosas fieras. Lo había visto
claramente a la luz de las antorchas. Tenían la piel de color azul.
Emitían una suerte de sonidos, que estaban dotados de una extraña
musicalidad.
No podía mantenerse en la incertidumbre. Volvió a separar el he-lecho.
En el supuesto de que fueran animales, se trataba de animales que
caminaban erguidos, como las personas, y al igual que ellas cubrían su desnudez
con algún tipo de ropaje que se sujetaban a la cintura. Azules. ¿Qué clase de
criatura tenía la piel de color azul?
¿Por qué no? Los nubios tenían la piel negra, los egipcios parda, los griegos
blanca. ¿Por qué no podía haber un pueblo de hombres azules? José
observaba con fascinación. Los sonidos que había oído debían de ser su
lengua. Tenía una extraña y bella sonoridad.
Leontes. ¿Dónde estaba? ¿Conocía él ese lenguaje musical?
José estuvo a punto de emitir un gruñido. Claro. La marea baja que
descubría el istmo había ensanchado también la playa. Leontes y Aníbal se
hallaban en la playa, aunque demasiado lejos para oír lo que decían. La distancia
le impedía asimismo percibir con claridad la cara azul del hombre con quien
hablaban. Aquel individuo, que iba vestido con una larga túnica de color pálido
con capucha, debía de ser el jefe de la tribu azul.
Los demás hombres azules descargaban cestos de estaño de los carros que
José había oído desplazarse.
«Debo regresar al barco. Cuando los hombres azules se lleven los carros
vacíos por la lengua de tierra, tendré que alejarme porque Leontes ordenará
que dispongan la pasarela en cuanto haya suficiente luz.
»Por poco. Me ha faltado tan poco para enterarme de todo. ¿Por qué no
habré tenido en cuenta que la playa se ensacharía?», se recriminaba José,
crispando los puños.

10

«¿Y qué habrías hecho de haber previsto que iba a ensancharse la playa,
ingenioso José de Arimatea? Salir caminando como si nada y preguntar a
Aníbal si les había quedado un poco de vino para invitarte.» José se cargó un
pesado cesto a los hombros y echó a andar en fila hacia el barco. Ese año le
habían permitido participar en las labores de carga.
Aún no se le había pasado el enojo por no haber logrado obtener todas las
respuestas que buscaba. Su admiración por los fenicios era, con todo, mayor
que nunca. Era un rasgo de ingenio el hecho de haber elegido para los
suministros de estaño un lugar que variaba con la marea. Ahora la tierra era
sólo una distante línea de acantilados y árboles. Nadie creería que hubiera un
camino que conectaba con ellas, oculto bajo las olas. Genial.
Aunque, bien mirado ¿de quién había sido la genial idea? José soltó una
carcajada. Los fenicios no habían elegido esa playa. Ellos habían descubierto
la ruta para llegar a ella, allá por la época de expansión de su imperio, pero
debieron de ser los hombres azules, quienes conocían la existencia del istmo,
los que fijaron las condiciones de entrega del estaño. El secreto que con tanto
celo guardaban los fenicios acababa allí. El mayor secreto se hallaba en algún
lugar de la lejanía, protegido por los bárbaros. Tan sólo ellos sabían dónde se
encontraba el metal. ¿Se asemejarían sus risas a la música, igual que su lengua?
Seguramente se habían reído muchas veces de los poderosos capitanes de los
barcos negros.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Asíbal?
José volvió la cabeza hacia el compañero que se hallaba detrás de él.
—Estaba recordando todas las veces que me he quejado de lo que pesan
mis ollas de potaje. Agradezco al cielo que no comamos lo que hay en estos
cestos.

Comenzó a llover cuando el último grupo de marineros subía la carga por la


pasarela.
—Otra comida fría —dijo Aníbal con pesar—. Apenas ha despuntado el día.
Confiaba en que podríamos navegar lo bastante lejos para encender la cocina
antes de que cayera la noche.
José bajó la mirada, por temor a que Aníbal advirtiera un brillo de regocijo
en sus ojos.
—Iré a la colina a buscar más hierbas. Si encuentro mostaza, la comida
parecerá menos fría condimentada con ella.
—Tómate el tiempo que necesites para encontrarla —dijo Aníbal tras
observar los espesos nubarrones del cielo—. No levaremos anclas hoy, y quizá
tampoco mañana.
La escarpada costa se alzaba al otro lado, difuminada por la lluvia. De todas
formas, le bastaba su borrosa imagen para dirigirse a nado hacia ella. José
ató el cinturón a una elevada rama para identificar el lugar donde dejaba la
túnica y las sandalias. Tendría que volver nadando al mismo sitio, vestirse
rápidamente y regresar al barco antes de que repararan en su tardanza.
Al zambullirse en el agua, notó asombrado la presión que ejercían las
corrientes. Por un momento, éstas lo sumergieron, produciéndole un
sentimiento de pánico. Luego reaccionó, pataleando con fuerza, y —justo a
tiempo— logró asomar la cabeza y respirar.
¿Dónde estaba? Podría errar la dirección y perderse en la inmensidad del
océano. «Calma, José —se dijo—. Piensa en lo que haces.» Agitó la cabeza para
retirarse el pelo de la cara.
¡Allá! Algo de color rojo. Era su cinturón. Debía girar a la derecha para
dirigirse a la otra orilla. Esta parecía hallarse a cien millas de distancia. ¿Sería
capaz de llegar?
Tenía que conseguirlo.
Lo conseguiría.

José no supo de dónde habían salido, pero en cuestión de segundos,


mientras caminaba con paso vacilante por una caleta de guijarros, se vio
rodeado por seis azules bárbaros. Hablaban muy deprisa en su extraña
lengua, que ahora sonaba menos musical, más agitada. Lo empujaron por una
cuesta y luego lo ataron a una elevada roca que se erguía solitaria sobre el
terreno. Tiró para comprobar la resistencia de las anchas tiras de cuero que
lo aprisionaban y comprobó que eran duras como el hierro. Dos de ellas lo
mantenían sujeto por el pecho y los brazos, con la espalda pegada a la roca;
otra le inmovilizaba las piernas, un poco más arriba de las rodillas.
Dos de sus captores se habían puesto a discutir. Uno blandía una espada
de hoja ancha; el otro movía frenéticamente los brazos ante el guerrero. José
concibió la esperanza de que este último estuviera tratando de salvarlo e
hizo votos por que sus esfuerzos dieran fruto.
¿Dónde estaban los otros cuatro? Habían desaparecido de forma tan
misteriosa como se habían presentado. Estaba demasiado asustado para
ocuparse más de esa cuestión. El hombre que gesticulaba era más bajo y más
flaco que el que blandía la espada.
De arriba cayó una lluvia de guijarros, que fueron a parar en su mayoría
detrás de José, contra la piedra, aunque no se salvó de recibir el impacto de
algunos. Ése fue el anuncio de la llegada de un nutrido grupo de personas que
se quedaron observándolo con patente odio en la mirada. ¡Hasta sus ojos eran
azules!
¡Si al menos lograra vivir para explicar a sus amigos que existían hombres
azules con ojos azules! Lo acusarían de mentiroso, no le cabía la menor duda,
pero pronto se echarían a reír y volverían a llenarle la copa con el vino al que
atribuirían la invención de tales absurdidades.
José cerró los ojos. No lloró, pues su desesperación era demasia do
profunda para provocarle el llanto.
Cuando los abrió, vio al jefe que llevaba la larga túnica con capucha; ésta era
de un tejido pálido que parecía brillar con un resplandor propio. Aquel hombre
le resultó muchísimo más amedrentador que el que portaba la espada. Sintió
que la sangre se le helaba en las venas.
—No deberías haber venido aquí, fenicio —dijo el jefe en un griego
impecable.
—Oh, señor, ahora ya lo sé... No tengo malas intenciones... señor, os lo
juro... No diré nada... soy una persona pacífica... señor, haré cualquier cosa...
cualquier cosa que me digáis... —balbució, al borde de las lágrimas, casi a
punto de reír, medio enloquecido por el alivio.
—Voy a hacerte unas preguntas —anunció el jefe—. Debes responder la
verdad. Sabré si mientes, y si lo haces, te mataremos.
—Diré la verdad.

Así lo hizo. José contó al jefe todo cuanto éste quiso saber. Le habló de
los años que había pasado en los barcos, le reveló su nombre y su condición de
judío que se hacía pasar por fenicio.
—¿Por qué has venido nadando desde la isla?
—Para averiguar de dónde proviene el estaño. Tiene que ser muy valioso
porque de lo contrario los fenicios no tomarían tantas precauciones para
mantener en secreto la ruta.
—Y de haber encontrado el estaño, ¿qué habrías hecho entonces, José de
Arimatea? ¿Acaso pretendías robar una pequeña cantidad y venderla?
—¡Ah, no!
—¿Qué intención tenías, pues?
—Quería hacer una fortuna, señor, y no ganar unas cuantas monedas.
Quería convertirme en mercader yo mismo, igual que los fenicios. Por eso
estudié las estrellas, para poder aprender la ruta.
—¿No te diste cuenta de que te lo impedirían? No es difícil matar a un
hombre o hundir un barco.
José había olvidado que estaba prisionero. Se hallaba por completo absorto
en la perfección del plan que había forjado, el proyecto que había inspirado
todos sus actos con la promesa de procurarle cuanto deseaba. Inclinaba con
estusiasmo la cabeza hacia su interrogador. Hasta entonces no había tenido
ocasión de comentar con nadie su plan.
—No lo entendéis —contestó con vehemencia—. Los fenicios no tienen por
qué enterarse. Ellos recogerán su estaño y lo venderán a los romanos, igual que
siempre. Pero yo venderé el mío en Israel, al rey de allí. Él acuña sus
propias monedas para su país, y todas son de bronce. Los romanos no
permiten que circulen más monedas de oro y plata que las que se acuñan en
Roma.
»Tal como están las cosas, Herodes compra a los romanos parte del
estaño que éstos adquieren a los fenicios. Si yo se lo vendiera directamente,
podría pagármelo al mismo precio que lo compra el emperador de Roma a los
fenicios. Aunque sea elevado, por fuerza ha de ser inferior al que exige
Augusto.
—¿Sabes qué precio es ése?
—No, señor.
—¿Conoces a ese rey de Israel?
—No, señor.
—¿Y sin embargo arriesgas la vida para encontrar el estaño, sin haber
negociado la venta?
—No puedo vender lo que no poseo.
—Me asombra que conserves al menos una infinitésima capacidad para
reconocer la realidad —señaló el jefe, sonriendo.
José detuvo sin vacilar la mirada en aquellos ojos azules que tenía delante.
—Creo que puedo lograr que se hagan realidad mis esperanzas si trabajo
duro y me mantengo fiel a las leyes de Dios.
—Ah, sí, el Dios Único de los judíos. Me interesa ese tema. Me gustaría
hacerte algunas preguntas al respecto, pero ahora no hay tiempo.
—¿Van a matarme? —preguntó José, apesadumbrado.
—Los dumnoni harán lo que yo les ordene. Te soltaremos para que puedas
volver a tu barco. —EÍ jefe gritó algo en aquella melodiosa lengua bárbara y el
individuo de la espada cortó las ataduras—. La marea te ha transportado a una
gran distancia, pero estás de suerte —añadió—. Ahora ha variado la
tendencia, para llevarte de regreso. No contarás nada de lo que has hecho ni
de lo que has visto.
—¡No me atrevería! —aseguró José—. Leontes me azotaría y luego me
arrojaría por la borda para servir de alimento a los peces.

La suerte le fue propicia una vez más. Al mirar hacia la pedregosa ladera
de la colina que se alzaba detrás del pilar al que lo habían atado, vio las
características flores amarillas de una planta de mostaza.
—¿Puedo coger un poco? —preguntó.
—Siempre que no reveles su procedencia —puntualizó el jefe—. Ahora
vete.
—¿Puedo volver cuando me sea posible?
—¿Para comprar estaño?
—Sí, y para aprender vuestro idioma. Quizás entonces no estéis vos aquí
para traducir.
—O para salvarte la vida. Daré órdenes a Gawethin para que te dispense una
buena acogida y te busque un profesor... Es el hombre que lleva la espada. Él es
el jefe de la tribu. Yo soy un sacerdote —añadió el encapuchado al advertir la
confusión de José—. Cuando regreses, llama a Gawethin antes de llegar a la
orilla. Grita la palabra sennen. Es el nombre de la planta que has recogido;
servirá para identificarte.

—¡Fiuu! —exclamó Aníbal—. Estas gachas frías están picantes a rabiar.


—Pero dan calor al estómago, ¿no?
11

Cuando el Halción se hallaba a un día de navegación de su puerto de origen,


Sidón, José fue a ver a Leontes.
—Señor, he decidido no embarcarme la temporada próxima.
El capitán lo miró con expresión adusta. «¿Acaso sabe lo que hice?» A
José le palpitaban las sienes con tal violencia que temió que Leontes oyera sus
latidos. «¿Sospecha algo?»
—¿Te parece demasiado duro el trabajo, Asíbal?
—No, señor. Me gusta. Pero voy a casarme dentro de un mes y no sé cómo
se tomaría Sara... mi mujer... que estuviera fuera de casa la mitad del año.
—Sabe que eres marinero, ¿no?
—Sí, señor. Bueno, más bien sabe que lo he sido hasta ahora.
—No tardarás en darte cuenta, Asíbal, de que no existe mujer capaz de
ocupar el lugar del mar en el corazón de un hombre —señaló Leontes al
tiempo que sacudía la cabeza—. De todas formas, tendrás que averiguarlo
por ti mismo. Cuando eso ocurra regresa con nosotros, aunque no puedo
garantizarte el puesto de cocinero. Volveré a emplear al que tenía antes. No
le sentó nada bien no poder venir este año. Echa de menos el Halción.
—Yo también lo añoraré, señor. —José sabía ya con certeza que añoraría
el barco, y sobre todo a sus amigos.
Estos estuvieron tomando el pelo sin respiro al «novio» hasta que
amarraron la nave y con ello concluyó de modo oficial el viaje. Aunque
bienintencionadas, las chanzas resultaron un tanto embarazosas, pues
siempre se centraban en cuestiones como la fogosidad de la juventud y los
placeres del lecho conyugal. José se exasperaba cuando conseguían
ruborizarlo. En tales ocasiones, entre sus compañeros reinaba en cambio el
alborozo.
Todos insistieron en ir a celebrar el inminente matrimonio a una taberna
del puerto.
—No paréis de servir vino hasta que todo el mundo haya perdido el
conocimiento —gritó Aníbal—. Paga Leontes.
Los ruidosos vítores de la tripulación bastaron para hacer huir del
establecimiento a los pocos clientes ajenos a ella. En la cocina pusieron a asar
el cordero que había dado su sangre para el sacrificio de agradecimiento a
Poseidón.
Los marineros acabaron, en efecto, muy borrachos, incluido José. Sin
embargo, nadie perdió el conocimiento. Dado el secreto que rodeaba la
actividad del Halción, todos habían adquirido hacía años una autodisciplina que
asumían de modo automático.
Tal vez fuera porque José había pasado mucho menos tiempo en el Halción
o porque aquel último viaje le había brindado su primera experiencia de
camaradería y de integración en un grupo, o quizá por algún otro motivo, pero
lo cierto.es que cuando le ofrecieron un regalo de boda se desmoronó,
cediendo a un incontrolable arrebato de llanto.
—Yo... no sé... cómo... cómo... daros... las gracias.
Todos habían puesto un denario de su paga en una de las escudillas que él
utilizaba en la cocina. Apretándola contra el pecho, los miró con ojos
llorosos.
—Os quiero mucho. —Sollozó.
—Déjate de sensiblerías, Asíbal. Mira que así das mala fama a los
marineros. ¡Guárdatelas para tu mujer! —gritó el contramaestre.

José cedió la décima parte del regalo al templo en ofrenda de gracias.


También realizó los sacrificios habituales, pero en lugar de volver enseguida a
Arimatea fue a las antiguas ciudades portuarias de Jaf-fa, Jamnia, Azotus,
Paralius y Ascalón. Esta última, Ascalón, era un diminuto estado, un
principado independiente dentro de Judea. El rey Herodes la había cedido a
su hermana Salomé, para que viviera allí. Si la dama continuaba manteniendo el
favor de su hermano, lo heredaría a su muerte. De todas formas, ella ya se
autodenominaba «reina».
—Herodes lo hizo para que ella tuviera otro sitio donde mandar, y así
sacársela de su palacio —explicó a José un antiguo marinero de rostro
arrugado—. Es una tirana a cuyo lado Herodes parece un inocente cordero.
En realidad Ascalón no era más que una enorme finca que comprendía un
pueblo y un pequeño puerto. En toda ella se advertía sin embargo una
inmaculada pulcritud, tanto en los fastuosos jardines palaciegos de la reina
como en las letrinas públicas del puerto. El único elemento discordante era
un pequeño barco de ruinoso aspecto que flotaba precariamente en el punto
más alejado del muelle.
—¿Qué es esa carraca? —preguntó José a su compañero.
—La caja de especias de Salomé, lo llamamos nosotros —contestó el viejo,
escupiendo al suelo—. Hace dos años, le sorprendió una tormenta en el mar y
los vientos lo trajeron hasta aquí, a punto de zozobrar. Salomé lo reclamó al
enterarse de que transportaba un valioso cargamento de especias que
procedían de la India.
—¿Por qué no lo salvaron los propietarios? Parece que aún podría
repararse.
—¿Para qué tomarse la molestia? Habían perdido la carga en la que habían
invertido su dinero. Además, Salomé dijo que no podían repararlo e irse sin
más, que tendrían que pagárselo para recuperarlo. Los dos propietarios, que
eran egipcios, le lanzaron unas maldiciones que habrían acobardado a
cualquier mujer normal, pero como todo el mundo sabe, ella no tiene nada de
normal.
José subió al barco y lo revisó centímetro a centímetro. Después se
sumergió bajo el agua cien veces como mínimo para cerciorarse con toda
meticulosidad del estado del casco.
Ése era precisamente el tipo de embarcación que andaba buscando. Ya
había descubierto en otros puertos que sus ahorros no eran suficientes para
comprar un barco en buen estado, ni siquiera uno pequeño.
—¿Cuánto pedirá por él? —preguntó al viejo.
—Más de lo que vale, seguro, aunque desconozco la cantidad exacta. ¿Te
interesa?
José respondió que sí, pero sólo cuando el precio fuera justo. El anciano
escupió de nuevo antes de iniciar una retahila de comentarios sobre la
imprudencia de la juventud. De todas formas, acabó diciéndole lo que quería
saber.
—Tendrás que hablar con un individuo muy atildado que se llama Politemo.
Es él quien lleva los negocios de Salomé. Espero que hables griego. Aquí ya
quedamos pocos judíos. Ha sido un placer escucharte hablar en arameo un
rato.

—Sara, tenía intención de ofrecerte un regalo sorpresa para la boda,


pero al final las cosas han tomado otro rumbo. Se trata de un barco, aunque
está medio destrozado y en su reparación deberé invertir todo el invierno.
Pero el año que viene te enseñaré el mar. Pasaremos el verano navegando
frente a la costa, transportando mercaderías.
—Pero, bueno, ¿no me saludas siquiera? A mí también me alegra volver a
verte.
—Te quiero, Sara —dijo José entre risas, abrazándola—. Te he echado de
menos. Casémonos ya.

—Después de haber prensado y almacenado el aceite —dictaminó el padre


de José—, celebraremos la boda.
José se conformó al pensar que faltaba poco para acabar la recolección de
la oliva. Sara se convertiría en su esposa dentro de pocas semanas.
Rebeca llevó a José a su huerto para conversar con él. Como siempre, no
había ni una mala hierba y el sendero principal estaba limpio como una patena.
—Nunca tuviste necesidad de pagarme para que te trabajara el huerto,
¿verdad?
—Como necesitar, no lo necesitaba, pero prefería que lo hicieras tú. A mí
nunca me ha gustado arrancar las malas hierbas. Sin embargo, no te hecho
venir para hablar de verduras, José. Voy a hablarte de mujeres, de lo que
hacen juntos las mujeres y los hombres.
—¡Abuela! —exclamó José, asombrado.
—No me mires así, muchacho. ¿De dónde crees que nacieron tu padre y
sus hermanos? No salieron de huevos de gallina, eso te lo puedo asegurar.
»Ya sé, José, que has ido con mujeres. No, no malgastes saliva negándolo.
No obstante, siempre fuiste un buen chico, y ahora eres un buen hombre, de
modo que supongo que nunca estuviste con una virgen. Y eso es algo
radicalmente distinto. —Rebeca apoyó la mano en el brazo de José—. Puedes
bajar la vista si quieres. Sé que es embarazoso para ti que tu abuela te hable
de cuestiones íntimas. Le correspondería a tu padre hacerlo, y estoy segura
de que lo intentará, pero él no es más que un hombre; no puede saber lo que
quiere y necesita una mujer. Escúchame con mucha atención y recuerda hasta
la última palabra de lo que voy a decirte.
Rebeca habló de la virginidad, del dolor que por fuerza infligiría a Sara, y
que sentiría también él, cuando consumaran su matrimonio. Después le habló
de la ternura, de los abrazos que eran expresión de amor y no sólo de lujuria.
Describió el periodo que tenían cada mes las mujeres, los inconvenientes de
tener que llevar compresas de lino, la posibilidad de sufrir calambres y
estados de hipersensibilidad emocional durante aquellos días.
La última información que le dio, y que acabó de colmar de asombro a José,
fue que el cuerpo de la mujer podía experimentar la misma sensación
culminante que sentían los hombres con el acto carnal. A veces ésta podía ser
incluso aún más intensa, le aseguró. José, levantó la mirada del suelo,
anonadado, y Rebeca sonrió.
—A las mujeres también les sorprende saberlo —dijo—. Algunas nunca
llegan a enterarse, porque sus maridos ignoran que ellos deben poner de su
parte para que eso ocurra.
»Algunas mujeres son capaces de decir al marido lo que desean, pero Sara
es una chiquilla tímida, muy distinta de como era yo. Por fortuna, los dos
habéis hablado mucho y os habéis abierto el uno al otro. Si le haces saber
que quieres que te confiese qué es lo que le complace más, verá que eres
sincero, y te lo dirá. Por otra parte, tú debes hacer lo mismo, porque ella no
sabe nada de las necesidades físicas de un hombre. Eso no se aprende en un
día ni en una semana ni en un mes. Aun así, es el regalo más importante y
valioso que jamás podrás hacerle.
La abuela besó a su nieto en ambas mejillas.
—Os quiero a los dos y creo que vuestra vida en común estará llena de
felicidad. Sólo te diré una cosa más y luego te dejaré aquí para que te
recuperes de la sorpresa. Hay una cabana donde se cruzan los caminos de
Arimatea y Jaffa. Ve allí el día antes de la boda y lleva diez sestercios en el
bolsillo. En la cabana vive una prostituta excelente, muy limpia. De esta
forma, cuando te cases, no habrá peligro de que hagas daño a Sara por culpa
de un exceso de deseo.

La boda de Sara y José fue la más festiva y lujosa que jamás habían visto
los lugareños de Arimatea. Ni siquiera la de su padre, Josué, y su madre,
Helena, había sido tan alegre. El pueblo entero asistió a ella, y también todas
las familias que vivían en las casas de la alquería que Rebeca había cedido a sus
amigos mucho tiempo atrás. A pesar de los años transcurridos desde que se
mudaron a otros lugares, los hijos volvieron para enseñar a sus nietos el lugar
donde se habían criado sus padres. Aunque hicieron el viaje en honor a
Rebeca, aprovecharon con agrado la ocasión de participar en una festividad
tradicional del campo, que se había perdido en las ciudades donde ahora
residían.
La hermana de Josué, Abigail, acudió con su marido y sus hijos desde
Betania, donde vivían en una pequeña casa. Los hijos de su difunto hermano
trajeron a sus familias desde Sebastea y Perea. Los dos hermanos de Helena
acudieron con sus esposas e hijos desde Hebrón, el pueblo donde había nacido
ella. Todas las habitaciones de las casas de José y de Sara estaban
abarrotadas de esteras y cojines que harían las veces de lecho para los
invitados, algunos de los cuales también se alojarían en las casas más
espaciosas del pueblo.
El día de la boda, Sara y José respetaron el ayuno que dictaba la
costumbre. Él tuvo que abandonar la casa para dar un largo paseo, pues le
resultaban demasiado tentadores los aromas de los platos que estaban
preparando para el banquete y no podía comer hasta que él y Sara fueran
marido y mujer.
Cuando regresó vio a un grupo de hombres que entre risas montaban la
tienda nupcial en un rincón del patio. El matrimonio se consumaría allí, en el
reducido espacio cubierto por una pesada tela de arpillera pintada de rayas
azules, rojas, amarillas, marrones, púrpura y verde. José se apresuró a pasar
de largo.
Se preguntó si a Sara se le haría el día tan inacabable como a él. A buen
seguro, no. Ella probablemente estaría encantada de tener a su alrededor un
montón de personas que le deseaban felicidad, y le dirigían maliciosas miradas
de soslayo y afectadas sonrisas lascivas. Él estaba más nervioso de lo que se
había sentido en toda su vida, más incluso que cuando se vio rodeado de
hombres azules y pensaba que le quedaban sólo unos minutos de vida.
Los hombres azules. Todavía no había contado nada a Sara sobre ellos.
En los últimos tiempos sólo era capaz de pensar y hablar del barco de
Ascalón. Sara disfrutaría cuando él le explicara que había personas cuya piel
era de color azul. Se echaría a reír y se negaría a creerlo. Después, cuando
por fin la hubiera convencido de que era cierto, reiría aún con más ganas.
Personas azules con ojos azules. Vaya, hasta era posible que tuvieran asnos
azules y corderos azules.
José ardía de impaciencia por contárselo. Le gustaba verla reír.
Por fin comenzó a ponerse el sol. Había llegado la hora.
—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —dijo José a sus hermanos.
—Sí —confirmó Amos, que tenía once años—. ¿Y tú?
Luego se echó a reír. Caleb, que a sus cuatro años no entendía el motivo de
aquella hilaridad, se sumó de todas formas a las risas de su hermano. José
miró a su padre.
—¿Es necesario que vengan ellos?
—Habrá otros, José —respondió su padre con una sonrisa—. Entre tanta
gente, ni siquiera te fijarás en tus desconsiderados hermanos. Vamos. Te
están esperando fuera.
—Estoy orgullosa de mi apuesto hijo —dijo Helena, besándolo, tras
tocarle la cabeza con una guirnalda de flores.
José llevaba puesta por primera vez en Arimatea la elegante túnica y el
manto de seda que había comprado en Alejandría.
En el patio se habían congregado los hombres y muchachos de Arimatea.
Veinte de ellos llevaban antorchas encendidas, y otros veinte portaban
instrumentos musicales: pequeñas arpas, címbalos, flautas e incluso una
trompeta y tambores. Todos estaban radiantes, ansiosos por comenzar a
tocar.
Josué y un sacerdote venido del templo de Jerusalén encabezaron la
marcha. José iba en el centro, aturullado por sus acompañantes, que le
deseaban a gritos felicidad. Al llegar a la casa de Sara, todos se quedaron
callados.
José avanzó por el pasillo que había formado la comitiva y llamó a la
puerta.
En las ventanas se veían apiñadas las caras de mujeres y niñas, y las llamas
de las lámparas de aceite que hacían oscilar pendidas de cuerdas. También se
oían sus risas ahogadas.
José volvió a llamar y esta vez se abrió la puerta. Desde el umbral vio
docenas de lámparas y de rostros sonrientes. Luego, entre murmullos y
codazos, las mujeres abrieron paso a la abuela de Sara, Ester.
—¿Quién es el que llama? —preguntó ésta.
—Es el novio —contestó José, reproduciendo las palabras exactas del
antiguo ritual, que llevaba semanas practicando—. Deseo ver a mi futura
esposa.
Ester se hizo a un lado y entonces él vio a Sara, que acudía a su encuentro.
Lucía una túnica de lino de color azul cielo, ceñida a la cintura con un cordón
de seda rosa. El manto, blanco, lo adornaban bordados de guirnaldas de rosas
y ramas entrelazadas que aparecían cargadas de flores del mismo matiz de
azul que el collar de lapislázuli que engalanaba su cuello. Un velo de gasa
rosada le cubría la cara hasta la barbilla.
Según la tradición, José debía levantar el velo y gritar de alegría al ver la
belleza de su novia. Alargó una trémula mano hacia el liviano tejido, lo alzó y
Sara lo miró a los ojos. Era una mirada de amor.
El grito de alegría que exhaló José no fue una mera manifestación de
respeto a la tradición, ni un formulismo para contentar a los presentes que
miraban y escuchaban. Fue un grito triunfal; en los ojos de Sara y en su
corazón estaba contenida toda la dicha a que podía aspirar, en ese momento y
en los años venideros.
Tras él, los hombres repitieron a coro su grito. Detrás de Sara, las
mujeres lanzaban pétalos de las últimas rosas del huerto de Rebeca. Ester
retiró el velo de la cabeza de Sara, se dejó al descubierto una corona de rosas
que servía de diadema a su negro cabello que le caía, sin trenzar, como una
cascada de seda hasta la cintura.
Entonces comenzó a sonar la música y todos se dirigieron en procesión,
alumbrados por antorchas y lámparas, a la casa de José. Los cantos, los gritos y
las cabriolas acompañaron durante todo el trayecto a José y a ->ara, que
caminaban en el centro cogidos de la mano, sin reparar apenas en el bullicio. No
cruzaron ni una palabra. No había necesidad.
El sacerdote escuchó sus juramentos, José puso un anillo de plata en el
dedo de Sara, dos testigos firmaron el contrato matrimonial y después dio
inicio el banquete.
En el patio habían dispuesto dos largas mesas, cubiertas con manteles de
vivos colores. Estaban cargadas de cuencos, bandejas y tajaderos rebosantes
de carnes y aves asadas, guisos de lentejas y cebollas, pepinos, olivas,
pescados en salmuera, frutas maceradas en miel o en vino, panes, quesos y
pasteles en abundancia, además de jarras de vino y de leche.
Había bancos y también alfombras para sentarse en el suelo; había
lámparas en la mesa, en las ventanas, y en las ramas de los árboles que
flanqueaban una de las puertas del patio.
Todos los invitados comieron y bebieron, bailaron y cantaron,
acompañándose de címbalos, celebrando así el gozo de la juventud, del
matrimonio y de la descendencia de futuras generaciones. La música arreció,
y también el ruido de los címbalos, cuando José condujo a Sara a la tienda
nupcial.
—¿Tienes miedo? —le susurró.
—Sólo un poco —respondió ella con vocecilla trémula.
—Volvamos a la práctica de los besos un rato —propuso José. La timidez
de Sara lo hacía sentir fuerte y mucho mayor de lo que era.
Cuando la penetró, ambos exhalaron un grito que se perdió entre el
bullicio del festejo que proseguía fuera.
Al acabar, José estaba igual de tembloroso que Sara.
—Te quiero, esposa mía —dijo, y la estrechó entre sus brazos.
—Dilo otra vez, José. Me gusta como suena.
—Te quiero.
—No, eso no, el final.
—Esposa mía—repitió José—, mi amado gorrioncillo, mi esposa.

La celebración se prolongó tres días más, durante los cuales Sara y José
bailaron, cantaron y se regalaron con todos los invitados.
Cuando, el cuarto día, los lugareños regresaron a sus casas y a su rutina
diaria, y los huéspedes emprendieron camino tras despedirse, la tranquilidad
fue una bendición. Había sido una boda muy lucida.
La flamante pareja disponía de una habitación propia en la casa, con
Rebeca, los padres de José y sus hermanos. Las guirnaldas de rosas las
colgaron encima de la cama para guardarlas una vez estuvieran secas. Sara
puso más pétalos de rosa entre los pliegues de su vestido de boda antes de
guardarlo en el arcón de madera labrada que les había regalado el carpintero
del pueblo. El collar continuaba, sin embargo, colgado de su cuello.
—Es tan bonito —dijo a José—, y tan azul. Al final voy a creer que lo
trajiste del país de los hombres azules.
Para entonces José ya le había contado la historia cuatro o cinco veces
más. A ella le encantaba oírla. Los dos disfrutaban compartiendo aquel
secreto. Cada vez que alguien pronunciaba la palabra «azul», intercambiaban
una mirada de alborozo.
Una semana después José partió hacia Ascalón para trabajar en el barco.
Había dos días de camino a pie. Permanecería tres o cuatro días allí, después
volvería a Arimatea para ayudar en las labores del campo y estar junto a Sara.
Al cabo de unos días, regresaría a Ascalón para proseguir con las tareas de
reparación del barco.
—Te estás agotando con este trajín, José —lo regañó Sara—. Esto es una
locura. Vete. Acaba de arreglar el barco y después regresa a mi lado. Puedes
ir por mar hasta Jaffa. Prefiero un corto trayecto a pie que uno largo.
—¿Seguro que no te molesta?
—¡José! Me molesta más cuando estás aquí, ardiendo en deseos de estar
allí.
—Te echaré de menos.
—Yo también. Remienda deprisa el... como se llame.
—El casco, Sara. Tendrás que aprender esas cosas... —Entonces advirtió
que le estaba tomando el pelo—. Eres una picara.
—Acostémonos pronto esta noche. Tendrás que levantarte al alba para
partir hacia Ascalón.
Los consejos de Rebeca habían sido una ayuda inestimable. La vida de
casados de Sara y José constituía para ambos una inagotable fuente de
deleite cada vez mayor.

12

Fue Sara quien encargó al carpintero del pueblo que tallara «una altiva e
intrépida águila» para el barco de José. Se la entregó cuando regresó a
finales de mayo.
—Cuesta distinguir que es un águila —comentó a modo de disculpa—.
Podría ser un pollo con un pico estrafalario. Pero Simón estaba tan orgulloso
de hacerla para ti que no pude por menos de asegurarle que la encontraba
preciosa.
—Yo también la encuentro preciosa —afirmó José antes de besar a su
esposa con vehemencia.
Permanecieron en el dormitorio durante el resto del día y se retiraron
temprano por la noche. Por la mañana, José volvió a admirar el regalo.
—Es perfectamente adecuada para el barco, Sara, ya lo verás. Parece que
no fuera un barco. He tenido que ponerle parches con todos los materiales
que he sido capaz de encontrar. La vela tiene remiendos de quince telas
distintas; pero todas las cuerdas son nuevas, de cáñamo de primera calidad, y
las palas del timón también son nuevas, del mejor cedro del Líbano. —Un
gesto de aprensión le turbó por un instante el rostro—. Creo que es seguro,
aunque quizá sea mejor que no me acompañes hasta que lo haya puesto a
prueba un poco más.
—No seas estúpido. Nunca he visto el mar ni, por supuesto, he estado en
él. Me muero de impaciencia por navegar.
Sara aplaudió admirada cuando Elias, Juan y José lograron acoplar el
águila a la proa del barco, al que habían puesto por nombre Águila.
Elias era el viejo que José había conocido en Ascalón meses atrás, y Juan
era su nieto. Los dos, explicó José a Sara, trabajaban sin recibir paga, sólo
por la promesa de compartir los beneficios quejóse pudiera obtener.
—Elias era timonel... hace unos cuatrocientos años, se diría, por lo
arrugada que tiene la cara... y está tan contento de poder pisar una cubierta
que le trae sin cuidado si va a sacar algún dinero o no.
—Eso está muy bien, pero más te vale que ganes algo para repartirlo con
Juan. Podría aplastarte con la mano si se enojara.
El nieto era alto y fuerte como una montaña y tenía una masa de pelo
negro tan tupida y rizada en la cabeza y la barba que apenas se le veía la
cara. Sara preguntó si sonreía alguna vez y José le contestó que le había
visto hacerlo en una ocasión.
—Aunque también estuvo riendo casi una hora seguida cuando en un
descuido se me cayó el mástil encima.
Sara no hizo más preguntas.
Habían erigido una especie de tienda en la cubierta para que Sara
durmiera y se cambiara de ropa en ella. Aunque estaba tan llena de remiendos
como la vela, la joven declaró que era con diferencia preferible a cualquier
palacio que pudiera habitar la reina Salomé.
El Águila era una pequeña embarcación que estaba provista de una sola
vela. No tenía remeros, ni espacio para albergarlos. Bajo la cubierta había
sólo la bodega, destinada en exclusiva a la carga. No había necesidad de
disponer de cocina, ya que todas las noches fondearían junto a alguna
población y comprarían víveres en ella.Apenas unos minutos después de
zarpar del puerto de Jaffa, Sara se llevó las manos a la boca. Fue un gesto
inútil. Vomitó cuanto tenía en el estómago y después siguió agitada por
arcadas durante más de una hora.
José le sostuvo la cabeza, le mojó la frente y las sienes con un paño
húmedo y le ofreció sorbos de agua con miel con una cuchara, que sólo
sirvieron para empeorar las náuseas.
—Se está poniendo verde —observó Juan.
—Volvamos a puerto —ordenó José.

—¡Qué mortificación! Al principio me quería morir —explicó Sara a Rebeca


después de que José la llevara de regreso a Arimatea en un carro—. Lo
probamos dos veces más, y me sentí igual de mal o incluso peor.
—¿No has pensado que podría ser...?
—Sí, claro. Un embarazo, fue lo primero que pensé. Pero cuando veníamos
con el carro por el camino de Jaffa me vino el periodo. Justo en la fecha
prevista.
»No, es simplemente que me marea ir en barco. Casi no pudimos alejarnos
de la costa. De todas formas, no es tan grave. José tiene que estar
concentrado por entero en lo que hace y no en cuidar de su mujer.
»Pero no esperaba que fuera tan duro. —Sara dio rienda suelta al llanto.

José y su heterogénea tripulación obtuvieron con su abigarrado barco


unas ganancias que no habían osado ni soñar. Micah y sus compañeros de
reuniones de Alejandría le ayudaron a establecer contacto con minoristas de
especias, un tipo de vendedores a los que dedicaban escasa atención los
grandes mercaderes. Consiguió llenar la mitad de los pañoles de la bodega con
pimienta y hasta logró hacerse con una buena cantidad de mirra, que era una
sustancia muy solicitada. En los otros pañoles transportó sedas de mediana
calidad, aunque de vivo colorido.
El Águila fue costeando, deteniéndose en pequeños puertos. En todas las
poblaciones, José recorría los callejones y las plazas: hablaba con los
tenderos, ofreciéndoles pequeñas cantidades de sus lujosos productos a
cambio de dinero o de cantidades superiores de los productos que ellos
vendían. Los pañoles de la bodega comenzaron a llenarse de las más diversas
mercancías. En cada nuevo puerto, José tenía más materiales qué ofrecer.
En Gaza tuvo la suerte de adquirir unas pulseras de bronce conturquesas a
una caravana que acababa de llegar de Persia. Las trocó por pimienta, que
luego en Ascalón vendió al apoderado de Salomé a cambio de varias monedas
de oro acuñadas con el perfil de la reina. Azotus... Jamnia... Jaffa... Sozusa...
Crocodilon... Dor... Bucolon... Si-caminum... Achzib... Ptolemais... Bentus... Las
semanas transcurrían, aportando en ocasiones buenos resultados y en otras,
decepciones absolutas. El Águila llegó a Trípoli a finales de septiembre. José
volvió de la plaza del mercado con una pesada bolsa de monedas y una in-
trépida propuesta.
—La temporada de navegación prácticamente ha concluido. De todas
formas, los mares siguen abiertos para las personas que como nosotros están
dispuestas a tentar la suerte. A ver qué os parece esto: subiremos
bordeando la costa hasta Antioquía, venderemos todas las mercaderías que
aún nos quedan a cambio sólo de dinero y después iremos a Chipre a comprar
vino. Dado que el vino chipriota es considerado el mejor, podríamos triplicar
su coste cuando lo vendamos en Cesárea.
—¿Antioquía y Cesárea? José, nos hemos mantenido alejados de los
grandes puertos. Ésa era la idea inicial.
—Pero ya estamos en condiciones de ir. Casi todos los mercaderes
regresan ahora a puerto, para dejar inmovilizadas las naves hasta el próximo
verano. Aparte de las risas que pueda provocar su aspecto, el Águila es capaz
de navegar con igual eficacia que cualquier galera mercante. ¿Qué decís?
Tendremos el viento en popa durante toda la travesía desde Antoquía.
—De Antioquía a Chipre hay que aventurarse por mar abierto —señaló
Elias, y se rascó la barba—, y también de Chipre a Cesárea. ¿Tu experiencia
de navegante es suficiente para hacerlo?
—Por supuesto que sí, viejo miedoso. ¿Acaso no estudié con los mejores
sabios de Alejandría?
—¿Cuánto representaría el «coste triplicado» en dinero contante y
sonante? —inquirió Juan tras un carraspeo.
—No lo sé con exactitud —reconoció José—. Aproximadamente, diría que
más de cuatrocientos denarios para cada uno.
Juan se encaminó al palo y comenzó a izar la vela.
—¿A qué esperas, abuelo? Ponte al timón, que nos vamos a Antioquía.

Una súbita tempestad desvió el rumbo del Águila al poco de zarpar del
puerto de Salamina, donde habían llenado la bodega de vino y cargado además
otras cuarenta ánforas que llevaban atadas en la cubierta de popa. Lo único
que pudo hacer José fue arrizar la vela a untercio y rezar para que el viento
no la hiciera jirones y los dejara a merced del oleaje. Azotados por el
vendaval, de momento tenían que dejarse llevar por él y confiar que la carga
nos los hiciera zozobrar.
Tras dos días de sufrir calamitosos vientos en un mar embravecido, el
barco se hallaba aún zarandeado por las olas, pero íntegro. José no tenía ni
idea de dónde se encontraban.
Bajo un cielo encapotado, comprendió la verdad de lo que le habían dicho:
la temporada no se limitaba a los meses de verano porque el tiempo fuera tan
agradable y balsámico, sino porque con el otoño y el invierno llegaban las
tormentas y, con éstas, las nubes, que impedían orientar el rumbo por medio
de la posición del sol y las estrellas.
Tuvieron que pasar tres días más, sin comida, antes de que se disiparan las
nubes.
—A puerto, Elias —gritó José—. Hemos tenido un golpe de suerte como
hay pocos en la vida. Mañana avistaremos seguramente la costa y ya no nos
quedarán más que dos días de navegación hasta Cesárea. Quita el precinto a
una de las ánforas de ese carísimo vino. Nos tenemos merecido un trago.

Aquel vino les deparó unas ganancias de más de quinientos dena-rios por
cabeza. Juan lamentó incluso haber abierto aquella ánfora.
Elias dijo que confiaba en que José no se lo tomara a mal, pero que él era
demasiado viejo para seguir viviendo experiencias tan intensas. Su propósito
era regresar a casa con su nieto y su flamante fortuna. A pie.
José se quedó en Cesarea un par de semanas más, buscando un barco
mayor para comprarlo. Quinientos treinta y cuatro denarios era una gran
cantidad de dinero.

José preveía tener que soportar el enfado de su padre, como era habitual
a su regreso. No obstante, cuando las mujeres de la casa lo recibieron hechas
unas furias —«¿Dónde has estado? ¡Creíamos que habías muerto!»—,
reaccionó con enojo.
—Pensaba que al menos tú te alegrarías de verme —dijo a Sara, que tras
rechazarle un beso permaneció con el cuerpo rígido entre sus brazos—. ¿Qué
te pasa? ¿Es que no confías en mí? Tenía cosas importantes que hacer en
Cesárea, y después tuve que ir bajo la lluvia hasta Jerusalén a ofrecer los
sacrificios al templo.
Se apartó de ella, dándole la espalda, y con las mandíbulas apretadas
descargó un puñetazo en la pared. En su cabeza resonaban gritosreprimidos:
«¿Te tiene sin cuidado que haya ganado una fortuna con un barco que
inspiraba risa a cuantos lo veían? Todo hombre tiene derecho a ser recibido
por su familia con un beso y una sonrisa, e interés por lo que hace. Tenía
trabajo que atender, y también debía cumplir con mi obligación con Dios. No
puedo vivir mi vida como deseen los demás. Tengo que hacer lo que sé que
debo hacer.»
Tenía frío, estaba mojado, hambriento y agotado, y ni su propia esposa se
había dado por enterada. Ni ella ni nadie de la familia. ¿Acaso le había
ofrecido alguien una jofaina de agua para lavarse los pies? Ése era un acto de
cortesía que se dispensaba a cualquiera que entrara en una casa, hasta a un
vagabundo desconocido. ¿Cómo osaban darle un trato peor que a un
pedigüeño, cuando él hacía tanto por ellos?
Sara había comenzado a llorar.
—¡Deja de compadecerte ya! —gritó José, volviéndose hacia su mujer.
La muchacha se dejó caer en la cama y ahogó los sollozos en la almohada.
Ah, cuánto la quería sin embargo.
Se sentó a su lado, la tomó por los hombros y la apretó contra su pecho.
Ella le echó los brazos a la espalda y levantó el rostro cubierto de lágrimas.
—Te he echado tanto de menos —musitó.
—Yo también —dijo José.
Aquella vez no apartó la cara cuando él la besó.

Hicieron el amor con la urgencia y el ansia que habían ido acumulando


durante los meses de separación y después quedaron dormidos, todavía
unidos los cuerpos. Cuando despertaron, aún no había amanecido.
—Estoy hambriento —le susurró José al oído.
Sara se retorció, frotándose contra él.
—No me eches el aliento así al oído. Me da un no sé qué... ya sabes.
—Sí—volvió a susurrar el esposo—, a mí también me excita. Pero antes
debo comer para recobrar fuerzas. ¿Podrías traer un poco de pan y leche?
Al día siguiente José y su padre tuvieron la discusión de rigor. No hubo
gritos ni aspavientos por ninguna de ambas partes. Josué sermoneó a su hijo
con un discurso inspirado por el sentido del deber y lastrado por la conciencia
de su inutilidad.
José se levantó, sin haber pedir permiso para hacerlo, y se puso arecorrer
la habitación mientras hablaba. Sus pesados pasos resonaban como golpes de
tambor que quisieran añadir énfasis a sus palabras.
—No estoy, como dices, absorto en mí mismo y en mis asuntos. Tengo un
objetivo, padre, que concierne a todos, o al menos así debería ser. Nuestra
familia fue una de las más respetadas de Israel antes de que el rey Herodes
la destruyera. Yo me he propuesto recuperarlo todo... las casas, los esclavos,
los caballos y buena parte del respeto. Pienso conseguirlo, aunque tenga que
matarme a trabajar durante años. Voy a ser la clase de hombre que fue mi
abuelo y daré a la familia la posición que él le dio.
Aunque omitió añadir, «la que tú no le diste», la acusación era clara. Josué
se levantó y se alejó de su hijo mayor.
Sara debía de haber hablado con su madre y su abuela, porque ese día lo
trataron como si la desagradable escena de su regreso a casa no hubiera
ocurrido.
José se acercó al pueblo para saludar a todos y elogiar al carpintero por
el majestuoso porte del águila que había tallado.
—Se mantuvo firme y altiva entre las olas —fanfarroneó—, incluso cuando
nos sorprendió una terrible tormenta en plena mar.
—Cuéntanos cómo fue. ¿Viste algún monstruo marino? ¿Eran de verdad las
olas tan grandes como montañas?
Poco a poco, el taller del carpintero se llenó hasta rebosar de aldeanos
que escucharon fascinados el espectacular relato de las aventuras de José.
Él, por su parte, disfrutó sobremanera con el protagonismo que se le
concedía.
De todas formas, su placer aún fue mayor cuando, más tarde, ofreció a
Sara y Rebeca una versión menos exagerada de sus hazañas.
—Ay, qué pena que me maree ir en barco —gimió Sara—. Me hubiera
gustado estar allí.
—No lo lamentes —dijo Rebeca a la joven, con firmeza—. Deja que los
hombres sean quienes arriesguen la piel. Las mujeres somos más sensatas que
ellos.
José volvió a adaptarse con facilidad al plácido ritmo y rutina de la vida
rural. Sembró los campos codo a codo con los otros hombres bajo la lluvia,
compartió las comidas con su familia en la espaciosa cocina de la casa,
compartió lecho con su amada Sara por las noches, compartió la vida y la fe
de los lugareños en la sinanoga durante los sabbath.
—Es agradable estar en casa —repetía a menudo.
Sara parecía radiante de felicidad, lo cual lo llenaba de dicha. Una mañana,
sin embargo, lo despertó el sonido de su llanto.—¿Sara? ¿Qué ocurre? —Se
incorporó y la rodeó con los brazos—. ¿Te encuentras mal?
—¡No! —contestó al tiempo que rechazaba su abrazo—. Me encuentro tan
bien que no puedo soportarlo.
—No lo entiendo. Explícamelo, gornoncillo, ven aquí, que te va a dar frío.
—Oh, José —gimió Sara—, me ha venido la regla. No voy a tener un niño.
José no se había parado a pensar en la posibilidad de que Sara fuera a
tener un niño. Había dado por sentado que tendrían, por supuesto, hijos.
Todas las parejas casadas los tenían. Pero ¿un niño? Entonces sería padre. La
idea le causó un sentimiento de orgullo, una intensa emoción que hasta
entonces no había experimentado. Por un instante sintió deseos de llorar
porque el niño aún no había comenzado a formarse en las entrañas de Sara.
Comprendía por qué la invadía la desesperación, pero...
—No hay motivo para angustiarse tanto —dijo—. Lo entiendo, pero no por
esto debes sentirte desgraciada. Tendremos hijos, muchos hijos, tantos
como queramos. No importa que no hayas quedado embarazada esta vez.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque es lógico. Si cada vez que un hombre y una mujer hacen el amor
se produjera un embarazo, habría tantas personas en el mundo que no
cabríamos todas, ¿no es así?
Sara emitió una risita ahogada.
—No habría ni sitio para los árboles —concluyó la joven.
—Ni para los campos de trigo, ¿y de dónde sacaríamos el pan entonces?
—Ni para viñas, y no habría vino.
—Ni para las camas, y no tendríamos espacio para reposar. Ven,
acuéstate, esposa mía. Encargaremos un niño en cuanto se te acabe el
periodo.
José mantuvo abrazada a Sara hasta que ésta se durmió. Aunque tenía los
ojos cerrados, no lograba conciliar el sueño. ¿Cómo iba a reaccionar ella
cuando le dijera que volvería a marcharse dentro de unas semanas en lugar de
aguardar al inicio de la temporada de navegación?

Era el octavo y último día de la festividad de las Luces.


—Parece como si los luceros del cielo se hubieran posado en la calle,
¿verdad? —dijo Sara—. Me encanta esta fiesta. —Dio la mano a José—.
¿Cuándo te vas?José se quedó anonadado, con la vista perdida en las calles
que aparecían tachonadas de lámparas. ¿Cómo lo sabía?
—Vamos, no seas tonto, José —añadió la muchacha al tiempo que le daba
un codazo—. Cuando estás a punto de partir al encuentro de una de tus
aventuras, vibras como la cuerda de un arpa. Es extraño que no suene música
cuando te toco. ¿Cuándo, entonces?
—Después del sabbath.
—Cuatro días. ¿Se lo dirás a la familia?
—Pensaba... en la cena del sabbath...
—Qué cobarde eres a veces, mi intrépido capitán de los mares —se burló
Sara—. ¿Cuándo volverás?
—Depende de cómo se desarrollen mis planes. No es por cobardía, Sara, la
verdad es que no lo sé. Quizá por Pascua, o tal vez al final de la temporada de
navegación.
—Mmmmm. Si es al final de la temporada, veamos... —Sara empezó a
contar utilizando sus dedos y los de José—. En todo ese tiempo podrías ser
ya padre. Procura traerme un regalo muy especial en compensación del que yo
te voy a dar.
—¡Sara! ¿Estás segura? ¿Cómo lo sabes? —José trató de mirarla a los
ojos, pero las luces de las lámparas eran demasiado tenues.
—No lo sé. Pero es posible, y tengo muchas esperanzas.
—Yo también me llevaré conmigo esta esperanza —dijo, dando a su esposa
un beso en la cabeza—. Y traeré cientos de regalos.
—No exageres, José. Lo más probable es que sólo te dé un hijo.

José pensaba a menudo en la perspetiva de hallar un hijo a su regreso a


casa mientras caminaba por la ancha y recta calzada romana que bordeaba la
costa hasta Alejandría. Tenía previsto tardar un mes en llegar allí, pues debía
cubrir más de trescientas millas de distancia. ¿Por qué se desplazaba la
gente por los caminos, aunque éstos fueran vías romanas, cuando era mucho
más rápido y sencillo viajar por mar? Tal vez se debiera al temor que tenían
los marineros a las tormentas y nubarrones del invierno, se respondió con
desdén. Él no tenía miedo. Lo había demostrado ya una vez. Aun así, su barco,
su hermosa Águila, se hallaba amarrado al amparo del puerto de Cesárea, por
falta de tripulantes con agallas suficientes para hacerse a la mar con él.
Por eso iba a pie. De vez en cuando viajaba en algún carro que
transportaba productos de una ciudad a otra. Antes de que lo sorprendiera el
frío de la noche, se detenía en alguna alquería o aldea para procurarse comida
y un rincón donde dormir en una cocina o un establo.Cuando llegó a Ascalón,
preguntó a uno de los vigilantes del puerto por Elias y Juan.
—Todo el mundo se pregunta qué caravana debieron de asaltar —
respondió el hombre en tono misterioso—. Nadan en la abundancia como los
reyes. Se han comprado una villa cerca de los manantiales de agua caliente y
una esclava que les prepara la comida y les da masajes cuando salen de los
baños.
—¿Dónde están esos baños?
José pasó dos días y dos noches en compañía de sus antiguos socios.
Sentado en la cálida y burbujeante agua con Elias, reconoció que se habían
organizado muy bien la vida.
—Pues espera a recibir el masaje, José. Abita tiene unas manos fuertes.
Pero no le pongas ni un dedo encima. Es de Juan. Ya le ha dado un hijo.
—No voy a sonreírle siquiera —prometió José.
Ahora que era un hombre casado, no tenía interés en las demás mujeres.
No obstante, sonrió a la fornida y joven esclava al darle las gracias por el
delicioso guiso de pescado y el pan y el queso. Juan había realizado, en
efecto, una excelente inversión.
No, rehusó Elias, no querían volver a hacer otro viaje con José, aunque sí,
le explicaría con gusto cómo se manejaban las dos palas del timón.
—Pero tendrás que aprenderlo con la práctica —gritó el anciano por
enésima vez cuando ya José se alejaba por el camino—. Un loco temerario
como tú, José, sería capaz de estrellar un barco contra las rocas sólo por no
haberse tomado el tiempo necesario para aprender.

José tardó dos semanas más de lo previsto en llegar a Alejandría. Al fin,


alcanzó el extremo oriental del delta del Nilo, la extensa zona pantanosa
donde el caudal se repartía en diversos cursos de agua que iban a morir al
Mediterráneo. Nunca había visitado antes la región del delta, ni había visto la
gran variedad de embarcaciones que sus habitantes empleaban para el
transporte y la pesca.
Consiguió, mediante sus dotes persuasivas, pago en dinero y ruegos,
probar toda suerte de embarcaciones, ya fueran propelidas por un hombre,
una vela o un corto remo que servía de timón. Era posible que hubiera topado
con la solución a un problema que llevaba más de un año intentando resolver.
Se imponía regresar al país de los hombres azules y aprender su lengua y sus
costumbres.
Para ello debería pasar semanas con ellos, no sabía cuántas exactamente,
y no podía plantearse el dejar un barco y su tripulación espe-rando durante
un plazo tan largo. Los fenicios habían resuelto la cuestión hacía mucho
tiempo. Los marineros del barco nunca veían a los hombres azules ni la lengua
de tierra que quedaba al descubierto con la marea baja, y de este modo no
podían divulgar el secreto del origen del valioso cargamento que
transportaban. Sin la presencia de un capitán, no pasarían muchos días antes
de que algún marinero hiciera justo lo mismo que había hecho él. Así, el
secreto dejaría de serlo.
Si, por el contrario, fuera factible viajar solo, sin tripulación, a la isla de
la colina, o mejor, rodearla con la marea alta...
A pesar de su valentía y de la gran confianza en su pericia de navegante,
José sentía a la vez un lógico respeto por el mar y los imprevisibles
temporales que lo azotaban. No sabía de ningún hombre que se hubiera
enfrentado solo al mar, ni siquiera de un ser legendario. Además, tratándose
del océano, la hazaña era aún más impensable.
Con todo, no podía dejar de pensar en ello.

Se presentó en la puerta de la casa de su amigo Micah a mediados de


febrero.
—¡José de Arimatea! Qué venturosa sorpresa. Pasa, pasa. Mandaré a
buscar agua para lavarte los pies. ¿Qué te ha traído a Alejandría en invierno?
No, espera. Antes, haré que traigan pasteles y vino. Estoy abrumado de
contento.
José tomó asiento en el taburete que se hallaba junto a la jofaina. Él
también estaba muy contento. Se había acordado a menudo de su elegante y
divertido amigo alejandrino.
—No sé por qué preguntas, Micah —dijo con expresión imperturbable—.
He venido a nado desde Israel. Gracias a las clases que me concertaste, me
he convertido en un campeón de la natación.
—Te especializaste en las brazadas de pecho, seguro —contestó Micah sin
un segundo de pausa.
Los dos jóvenes sonrieron.
—Bienvenido, amigo.
—Es para mí una alegría estar aquí, amigo.

La vida en Alejandría discurría con seductor y lánguido ritmo. José tenía


que recordarse varías veces al día que había ido allí por negocios y no para
regalarse con los lujos y placeres que acechaban en cada esquina y detrás de
cada puerta.
—Pero si estamos haciendo negocios —aseguró Micah—. Estás decidiendo
qué tipo de material de vidrio quieres comprar y vender.
Se encontraban en el jardín de la vinatería, el lugar donde se reu-nían casi
todas las tardes. José, que para entonces ya había aprendido a hallar una
postura cómoda entre los cojines de los sillones de mármol, se echó a reír al
escuchar el comentario de su amigo. Micah tenía un don especial para dar con
el lado divertido de las cosas, incluso de las cuestiones más senas.
—Sí, debo seleccionar mercancías, pero no es imprescindible que me llenen
de vino cada copa que examino, Micah.
—Cuan equivocado estás, José. Imagina lo catastrófico que sería para tu
reputación que vendieras recipientes que agriaran el vino. Bebe, negociante, y
cerciórate bien.
»Fíjate en éste, por ejemplo. —El apuesto alejandrino levantó una copa de
vidrio de una tonalidad dorada—. Permite casi saborear la cálida luz del sol
que propició la plena maduración de las uvas antes de la prensa. Bebe y verás
que tengo razón.
José probó el vino endulzado con miel, pero no apuró la copa. Habían
transcurrido dos años desde su última estancia en Alejandría. Ahora tenía
dieciocho, estaba casado y pronto sería padre. No podía conducirse como
Micah, que no tenía responsabilidades.
—¿Por qué no te casas, Micah? ¿No te ha robado el corazón ninguna
muchacha?
—Por favor, José, no empieces a hablar como mi padre. Guárdate esos
consejos para el hijo del que me has hablado. Sólo tengo veintiún años y me
queda mucha juventud por disfrutar. Me casaré con una hermosa virgen allá
por los treinta, cuando necesite la inspiración de su infantil inocencia para
recobrar el vigor. Por ahora, me siento ple-tórico de energías. ¿Te apetece
acompañarme a una cena esta noche? El anfitrión es un griego viejo y muy
rico al que siempre le da sueño después de una opípara comida, y su esposa es
una preciosa y menuda criatura... no demasiado joven... cuyos apetitos no
quedan saciados en modo alguno por las delicias del menú. Te recibiría
gustosa en sus aposentos privados después. O, bien mirado, a los dos a la vez.
—¡Micah!
—Te estaba tomando el pelo, mi sobrio amigo y cabeza de familia... Tal
vez. —Micah tenía un malicioso brillo en la mirada—. ¿Debo entender que no
te interesa acompañarme a la cena?
José estaba interesado, pero también resuelto a no admitirlo.
—Tengo una cita con Reuben ben Ezra —dijo, nombrando a uno de los
hombres más importantes que había conocido en las reuniones a que asistía
Micah a la salida de la sinagoga.
El joven alejandrino enarcó una ceja al tiempo que emitía un silbido.
—Eres un negociante más próspero de lo que me has dicho, José.
—No ha accedido a verme por negocios, sino por amabilidad.Necesito
recabar información sobre la personalidad del rey Herodes.
—Salud, José —brindó Micah, riendo—. Imagina, yo que creía haberte
asombrado al mencionar a la esposa del griego. Las diversiones de Alejandría
se quedan cortas en todos los sentidos al lado de los palacios de Herodes.
Aquello no era precisamente lo que José deseaba escuchar. Tenía la
ferviente esperanza de hallar una vía de acceso hasta el astuto dirigente de
Israel. La idea le pareció simple y perfecta cuando la expuso al sacerdote de
los hombres azules. Vendería estaño a Herodes a un precio muy inferior al
que éste pagaba al emperador de Roma. El rey estaría encantado.
También cabía la posibilidad de que el rey lo torturase hasta que le
revelara el origen del metal. José de Arimatea no era nadie en comparación al
todopoderoso gobernante del imperio romano.
José necesitaba con urgencia averiguar qué clase de hombre era en
realidad Herodes. Desde niño le habían hablado de la crueldad e injusticia de
éste, y la muerte de su abuelo era buena prueba de ello. El pueblo judío
sufría descontento el peso de su política de recaudación de impuestos.
El hombre que vería esa noche era la única persona a la que había oído
decir algo bueno del rey de Israel. Los grandiosos proyectos de construcción
de Herodes proporcionaban trabajo y buenos salarios a miles de
trabajadores judíos, había señalado. José había comprobado por sí mismo la
veracidad de tal afirmación en la espléndida ciudad de mármol de Cesárea,
donde los ruidos de las obras eran una constante, así como en el templo,
cuyas columnatas extenores y edificaciones aún no estaban totalmente
acabadas.
Claro que Reuben ben Ezra también había tachado de lunático y loco a
Herodes.
Aunque sentía aprensión por lo que pudiera averiguar aquella noche,
lamentaba que las horas que faltaban para la reunión transcurrieran con
tanta lentitud.

13

—Un momento, a ver si te he entendido bien, José.


Reuben no parecía haber tomado a broma sus palabras, aunque mientras le
exponía su problema, el mismo José advertía lo descabellado de su plan.—-
Primero —comenzó a detallar su interlocutor, ayudándose de los dedos de una
mano—: conoces el lugar de origen de un producto que necesita Herodes.
Segundo: por el momento no quieres concretar de qué lugar y producto se
trata. Tercero: pretendes viajar a ese lugar no precisado y comprar una
cantidad no especificada del tal producto. Cuarto: después quieres vender tú
solo ese producto que Herodes necesita, al hombre que ya tiene manera de
obtenerlo a través de otros proveedores más caros. Quinto: Herodes carece
de poder sobre dichos proveedores, pero tú temes que pueda decapitarte si
te niegas a revelarle el secreto del origen de ese producto, impidiéndole que
asuma por cuenta propia el control de su suministro.
»¿Es correcto el resumen?
José asintió con la cabeza, avergonzado.
—Yo no veo ningún problema insalvable —sentenció Reuben.
—¿No?
—No. Puesto que tú te dedicas al transporte de mercancías por mar,
deduzco que hay que acceder a ese producto por barco. Herodes no tiene
armada, y si comenzara a construir una, suscitaría las iras del emperador
Augusto. Una armada implica siempre una expansión de poder. Herodes ya
dispone de más poder del que Augusto otorga por norma a sus gobernantes
provinciales, por motivos que se remontan a una época anterior a tu
nacimiento. Augusto es el patrono de Herodes. Es muy improbable que
renuncie a esta envidiable situación sólo por la curiosidad que pueda
despertar en él tu secreto.
»No digo que yo no hiciera gala de mayor audacia —añadió, riendo, Reuben
—. Tu secreto es tentador, y en mis actividades mercantiles yo alquilo los
servicios de muchos de mis barcos.
Reuben sonrió al ver la expresión de alarma que mostraba José.
—No voy a hacerlo, joven José. No desperdiciaré un dinero que podría
reportarme ganancias por los métodos que ya conozco. ¿He dado una
respuesta satisfactoria a tus preguntas?
—Oh, sí. Os estoy muy agradecido, Reuben ben Ezra. Si no es demasiado
abusar de vuestra generosidad, quisiera haceros otra pregunta.
No fue preciso que la formulara, porque Reuben ya la había adivinado.
—Hay diversas vías para llegar hasta Herodes —le informó—. Una es a
través de su consejero privado, el único hombre que merece su más absoluta
confianza. Se llama Nicolaus y es una persona muy inteligente, que además
está dotada de un tremendo encanto. ¿Tienes algún contacto en Damasco?
José negó con la cabeza.
—Lástima —dijo Reuben—, pues de allí procede Nicolaus. ¿Eresversado en
la filosofía de Aristóteles? ¿No? Lástima también, porque ésa es la pasión de
Nicolaus: a buen seguro su única pasión, por lo que he oído decir.
»Bien, la otra vía es Ptolomeo... un egipcio, por supuesto... que se ocupa de
todas las finanzas de Herodes: recaudación de rentas, impuestos y
beneficios de las extensas propiedades que tiene en otros países, como
viñedos y las minas de cobre de Chipre.
José escuchaba con suma atención.
—Por desgracia, Ptolomeo se considera en el fondo mucho más importante
que Herodes. Tiene séquitos de insignificantes empleados que se encargan de
que nunca lo moleste nadie. Tendrías que invertir mucho tiempo y dinero para
ir ascendiendo por medio de sobornos a través de toda esa cadena de poder
hasta llegar a Ptolomeo.
»La tercera y última vía es Salomé, la hermana de Herodes. Por lo visto,
ella es capaz de convencerlo de cualquier cosa. Pero es una mujer extraña,
difícil, que se implica constantemente en las intrigas que rodean a Herodes
de igual forma que una nube de moscas pulula en torno a una res muerta. Le
cedió el usufructo de un estado y le construyó en él un fastuoso palacio para
mantenerla lo más alejada posible de su corte. Dado que una de sus amigas
íntimas es la esposa de Augusto, a Herodes le conviene tenerla contenta.
—He visto ese palacio —señaló José—. No se apreciaban muchos guardias
en su perímetro.
—Seguramente Salomé estaba fuera. Pasa buena parte del tiempo en
Roma.
Aun así, la hermana de Herodes le pareció a José el más accesible de los
tres personajes.
Agradeció efusivamente a Reuben la información y le ofreció una botella
de vino y dos copas de cristal dorado como las de la vinatería.
—Micah asegura que percibe el sabor del sol que hizo madurar las uvas
cuando bebe en estas copas —explicó.
—Micah debería hacerse poeta; su padre puede permitírselo, y resultaría
más convincente en ese papel que en el de supuesto estudiante del
observatorio. Es un granuja encantador; y también tiene un paladar
excelente, muy refinado. Gracias, José, por este vino. Seguro que será el más
delicioso que haya probado nunca.
»Por cierto —añadió Reuben—. Si lograras audiencia de Herodes, ésta es
precisamente la clase de regalo que deberías presentarle. Es imprescindible
que lleves un regalo, y puesto que Herodes los recibe en gran cantidad,
necesitarás,algo fuera de lo común para atraer su atención.—¿Aristóteles? —
repitió Micah—. ¿Para qué quieres informarte sobre Aristóteles, José?
—Confiaba en que tú ya conocerías todo sobre él. Fui a la biblioteca, pero
hay una sala llena de pergaminos y no tengo tiempo para leerlos todos.
—Ah, José, las obras de Aristóteles no se leen sin más. Muchos hombres
invierten toda la vida en estudiar cada palabra y las palabras que otros han
escrito sobre sus significados. Estás pidiendo algo imposible.
—¿Incluso para ti? —preguntó José, sonriendo.
—¡Eres irresistible! —exclamó Micah tras reflexionar un momento—.
Encontraré alguna forma de procurarte lo que me pides: la filosofía de
Aristóteles en unas treinta palabras. La simple noción de tal propósito hará
temblar las paredes del museo. Eres un auténtico granuja, José.
—Y tú eres mi maestro. ¿Cuánto tiempo necesitarás?
—No tengo ni idea.
—Cuanto antes mejor. Estaré ocupado unos días comprando mercaderías y
buscando tripulantes para mi nuevo barco, pero debo zarpar poco después de
Pascua.

Los judíos de Alejandría santificaban la festividad de Pascua con igual


fervor que los de Jerusalén. A José le pareció, no obstante, extraña y ajena
su forma de celebrarla. En lugar de sacrificar el cordero pascual en el
templo, un sacerdote del templo que residía la mayor parte del año en
Alejandría mataba y sangraba los corderos en el espacioso establecimiento
de un carnicero judío, que luego vendía la carne a la comunidad. A José le
parecía asimismo curioso que aquellos judíos vivieran con tanta piedad la
conmemoración de la liberación de los judíos de Egipto y su retorno a Israel,
cuando ellos mismos habían acabado por regresar a Egipto.
También le produjo extrañeza la actitud de los marineros que había
encontrado disponibles para la temporada, tras pasar varios días hablando
con unos y otros en la zona del puerto.
—¿Compartir beneficios en lugar de recibir una paga?
La mayoría rechazaba la propuesta de inmediato, convencidos de que se
trataba de alguna estafa. Los que presentaban una actitud más favorable
tenían, sin embargo, una mala catadura general que a José le hacía temer que
pudieran apuñalarlo para apoderarse de la mercancía y del barco.
Estaba a punto de renunciar al tipo de acuerdo que tan buenos frutos
había dado con Elias y Juan, cuando se enteró de la circuns-tancia de un
barco macedonio que había naufragado a treinta millas al oeste, en la costa
africana. Los propietarios eran seis hermanos que habían llegado a Alejandría
pocos días antes. Estaban sin dinero, pero rechazaban cualquier propuesta de
trabajo que implicara separarse unos de otros.
No bien logró conversar con ellos sin que estuvieran bebidos, José se hizo
con la tripulación que necesitaba.
Sufragó el pasaje para Cesárea para todos ellos y para sí mismo en una
pequeña galera que zarparía al día siguiente.
—Te confío la documentación de las mercancías que tengo en un almacén
—dijo a Micah—. Regresaré cuando pueda, en mi nueva Águila.
—Te deseo vientos favorables, José, pero que no sean muy veloces.
Todavía estoy haciendo pesquisas para solucionar la cuestión de Aristóteles.
De camino al puerto, pasó por la calle de los Perfumistas. Todavía le
quedaba algún dinero, pues los pasajes para Cesárea le habían costado menos
de lo previsto. Aunque el precio no era un buen indicio de la calidad de la
embarcación, era ocioso preocuparse por ello. Al fin y al cabo, lo único
importante era que los trasladara a Cesárea, donde los esperaba el Águila.
Las lujosas mercancías que tenía almacenadas le reportarían sin duda una
fortuna.
Los beneficios serían aún más cuantiosos si añadía más perfumes a sus
productos, ya que éstos daban un provecho enorme sin ocupar apenas espacio
en las bodegas. Con tales pensamientos, José se adentró en la primera
perfumería que encontró a su paso.
Tras un prolongado regateo, compró lo mejor del establecimiento. Estaba
muy satisfecho del resultado, pero le duró poco la alegría. El perfumista
tenía niños perfumados de pies a cabeza para ofrecerlos a los compradores
importantes como juguetes con los que durante una semana podían practicar
cualquier aberración que les apeteciera. El hombre salió de la rebotica con
uno, que presentó a José con un guiño y una repugnante mueca de lascivia.
Disimulando su desagrado, José miró al niño a los ojos; éstos se hallaban
impregnados de un prolongado conocimiento del mal.
—¿Cuánto pedís por este perfume? —preguntó—. Bien, incluido quien lo
lleva.
El mercader le ofreció gustoso un precio de ganga. El niño ya no era
bonito: se estaba haciendo mayor. Aun siendo bajo para su edad, su atractivo
se había reducido los últimos años. Sin perder tiempo en regateos, José pagó
la cantidad que le pidió el hombre y se apresuró a abandonar la tienda.
—¿Cómo te llamas? —preguntó al niño mientra dejaban atrás la calle de
los Perfumistas.—Antíoco, amo, aunque podéis llamarme por otro nombre si
preferís.
—¿Prefieres tú otro? ¿Qué concepto tienes de ti?
El niño entornó los ojos. ¿Qué quería aquel cliente de él?
—No comprendo —respondió con humildad.
—¿Tienes madre? ¿Padre? ¿Qué nombre te pusieron al nacer?
—Antíoco. Eso me dijo mi primer amo. Él me compró a mi madre.
—Entonces te llamaré Antíoco. Ahora te llevaré a un barco y te daré un
cuenco de sal. Quiero que te frotes hasta que desaparezca por completo ese
olor de tu piel y cabello. Después veré qué hago contigo. No te daré el mismo
uso que hasta ahora te han procurado. Seguramente deberás limpiar ollas en
la cocina.
—Las voy a dejar como los chorros del oro —prometió Antíoco, y besó la
mano de José—. Lo juro por la diosa Isis.
José experimentó un sobresalto. ¿Cómo podía haber sido tan impetuoso
para desembolsar una cantidad de dinero que no podía permitirse, en la
compra de un sodomita pagano?
Los macedonios intercambiaron miradas de complicidad cuando José les
presentó al nuevo pasajero.
El capitán de la galera aceptó con excesivo entusiasmo al nuevo ayudante
para fregar. A José no le hizo ninguna gracia la forma como lo miraba
—Mejor será que lo dejemos —dijo al capitán—. Se quedará conmigo.
La sonrisa y los guiños del capitán le resultaron aún más ofensivos que las
expresiones de asombro que mostraban los macedonios.

Los vientos no fueron precisamente favorables. El barco se bamboleaba y


cabeceaba de tal forma que los pasajeros tuvieron que ayudar a manipular la
cabria para retirar el agua que se acumulaba en la sentina. No había más
alternativa que achicar o zozobrar. El viaje se hizo interminable; era ya a
mediados de mayo cuando por fin llegaron a Cesárea. La temporada de
navegación se hallaba ya en su apogeo.
Los macedonios amenazaron con amotinarse cuando José les comunicó que
iba a ver a su familia y que volvería al cabo de ocho días.
—En ese caso, no iré —cedió José—. A mí me interesa aún más que a
vosotros acelerar las gestiones. Quería dejar el niño allí, pero si preferís
partir con él a bordo...
Al cabo de una hora, José y Antíoco emprendieron camino hacia Arimatea.
Por suerte, Rebeca no hizo preguntas. Estaba por completo absor-ta en el
temblor del niño y el terror que se adivinaba en sus ojos, y Sara le dijo a
José que era maravilloso lo que había hecho.
José se halló de vuelta en Cesárea al cabo de cinco días tan sólo.
Estaba ansioso por hacerse a la mar. El nuevo Águila todavía era un
misterio; deseaba comprobar cómo funcionaba. A sus ojos era una criatura de
incomparable belleza. Con casi dieciocho metros de eslora, cuatro y medio de
manga y espacio para una carga de casi cien toneladas, era un auténtico
barco, capaz de colmar todos sus sueños de adolescencia.
Sus sueños se cumplieron, en efecto. José invirtió unas cuantas monedas
de plata en comprar comida para dos semanas y un millar de pequeños frascos
de bálsamo de Jericó, famoso en el mundo entero. En ese viaje transportaría
sólo las más refinadas mercaderías. Con su porte y su tamaño, el Águila
fondearía hasta en los mayores puertos.
El bálsamo lo vendió sin problemas a los mercaderes de Alejandría. Micah
le entregó un pequeño papiro con tres líneas escritas en griego, que según
afirmó, contenían un resumen de toda la filosofía de Aristóteles. A José le
pareció en especial acertada la aseveración de que, en ciencia, la teoría debe
formularse a partir de los hechos. Después, con la bodega llena de raros y
lujosos productos, el Águila se hizo a la mar.
—Iremos directamente a Puteoli —comunicó José a los hermanos—. Los
romanos aprecian el lujo y disponen de dinero para costeárselo.
Había también otro motivo para aquella elección: tenía que averiguar
cuánto pagaba Augusto a los fenicios por el estaño.
En Puteoli, los agentes de ventas compitieron entre sí para comprarle la
mercancía. A raíz de ello, los macedonios le dispensaron un respeto rayano en
la devoción. Una parte de los beneficios la invirtió en obtener la información
que deseaba, y otra en comprar todas las ánforas de vino italiano barato que
permitía el espacio de la bodega.
—«Mercaderías de lujo», ya veo —comentó en tono sarcástico Fi-lipo, el
mayor de los hermanos. Parecía que le había defraudado su héroe.
—Los chipriotas lo compran para añadirlo a sus vinos —explicó José— y
luego venden sus famosos caldos a los romanos, que beben demasiado para
apreciar el sabor de lo que trasiegan. También compraremos vino de Chipre.
Pero antes lo cataremos.
Los hermanos ni siquiera repararon en los dos días en quejóse se ausentó
en la isla de Chipre. Se desplazó al interior para ver las minas de cobre
propiedad del rey Herodes e informarse sobre los procedí-miemos que se
utilizaban para la fundición, la aleación del bronce y la acuñación de monedas.
Sí, sería sencillo suministrar el estaño directamente en Chipre.
Cuando llegara el momento.
En Cesarea, resultó sencillo obtener las cantidades más elevadas que
exigía la gran calidad de los vinos chipriotas.
José tomó la precaución de buscar un sitio tranquilo y protegido para
contar y repartir las ganancias. Tal como habían acordado, él se quedó una
mitad y entregó la otra mitad a Filipo, para que la dividiera entre los
hermanos.
—¿Vais a repetir la próxima temporada? —preguntó José.
Los «síes» fueron ensordecedores. Aunque le hubiera gustado quedarse a
celebrar el éxito con ellos, estaba impaciente por volver a Arimatea y ver a
su familia. Había reservado dos frascos de bálsamo, por si acaso. Sara podía
utilizar uno para elaborar un excelente perfume, y el otro, para curar las
futuras magulladuras y arañazos del niño. A buen seguro habrían tenido un
niño.
Alquiló un carro con caballos para llegar hasta el desvío del camino de
Jaffa. A partir de allí le separaban sólo dos horas de viaje a pie de Sara. Y
de su hijo.

—Tal vez lo intentamos con demasiada insistencia. Te he dejado agotada.


Pareces un saco de huesos. Debería haber...
—Calla, calla, amor mío —lo atajó Sara, al tiempo que le sellaba los labios
con un dedo—. Dios nos enviará a nuestro hijo en su justo momento. No debes
pensar en ello, y yo tampoco. Yo dedicaré más atención a alimentarme como
debería y tú tienes que hacer lo necesario para que los hombres azules no se
olviden de ti.
Como siempre, José se lo había explicado todo, incluso la descabellada
idea que había tratado de ahuyentar de su mente: ir navegando solo hasta la
tierra de donde procedía el estaño.
—Puedes hacerlo, si crees que debes —lo animó Sara—. No hay nada que
tú no puedas hacer.
«Salvo darte un hijo», añadió José con amargura para sus adentros.
Había comprobado con asombro el cambio experimentado por Antíoco. El
primer día lo encontró en el aula, absorto en un problema de matemáticas. La
abuela le informó de que poseía una inteligencia y una capacidad de
aprendizaje fuera de lo común.
Rebeca se había hecho cargo del niño. Había tardado varios meses en
ganarse su confianza, pero una vez superada esta fase, Antíoco había
empezado a quererla enseguida.
Rebeca no era una mujer indulgente ni efusiva con sus sentimien-tos. No
era una persona pródiga en besos y agasajos. Lo que dispensaba a manos
llenas, tanto a niños como mayores, era libertad, libertad para buscar el
propio camino. Si el esfuerzo era digno de encomio y la vía elegida era la
correcta, Rebeca felicitaba a quien lo realizaba. Una felicitación de Rebeca
tenía mayor valor que mil besos dados por otra persona, porque ella era tan
exigente en sus valoraciones de los actos de los demás como de los suyos
propios.
Cuando Antíoco hubo aprendido a respetarla a ella, Rebeca le ofreció la
manera de granjearse su respeto.
—Como sabes, hay un preceptor en la casa, para mis nietos. Podrías asistir
a las clases. Confío, Antíoco, en que no harás que Amos y Caleb se sientan
como unos estúpidos. Tú y yo sabemos que eres más inteligente que ellos.

Los macedonios aguardaban con impaciencia la llegada de José a Cesarea.


Habían sacado ya el Águila del cobertizo del puerto donde había pasado el
invierno y la embarcación aparecía resplandeciente con su nueva pintura roja
en los lados y la cubierta recién lijada y barnizada. En la proa, el águila de
Anmatea lucía un pico de reluciente tono dorado y un lustroso plumaje negro.
La visión disipó enseguida la pesadumbre de ánimo de José.
Realizaron una corta travesía en dirección sur, hasta Gaza, para ir al
encuentro de las caravanas que traían del este la mayoría de productos que
habían comprado el año anterior en Alejandría. Si bien la variedad no era
tanta, los precios eran inferiores, con el descuento de los beneficios que de
otro modo habrían ido a parar a los mercaderes alejandrinos.
De allí pusieron rumbo al norte, hacia Tiro, para hacerse con el tinte que
sólo en ese lugar se vendía y del cual se extraía el majestuoso color púrpura,
símbolo de riqueza y poder.
—Ahora a Puteoli —indicó José a los hermanos—. Y después a Cartagena.
Tenía que comprobar que no le fallaría la memoria para identificar las
estrellas y guiarse a través de ellas.
Fondearon en el puerto de Cesárea a primeros de septiembre. La
temporada aún no había concluido, señaló José, como si se le hubiera ocurrido
la idea de improviso. ¿Por qué no transportaban un buen cargamento de
bálsamo y remataban el viaje en Alejandría ese año con beneficios aún
mayores? Todos aceptaron de inmediato. Alejandría era una ciudad mucho
más interesante que Cesárea para pasar el invierno, sobre todo en el caso de
los marineros que disponían de dinero.José se despidió de los macedonios
tras repartir las ganancias; les dijo que tenía que visitar a unos amigos y que
después se embarcaría en algún mercante de cabotaje para regresar a casa.
—¿Repetís el año próximo? —preguntó. La respuesta afirmativa fue
instantánea.
En silencio, rezó para que ese encuentro se produjera. No vio a Micah ni a
ninguno de sus amigos, pero dejó un paquete en el observatorio para que
Teócrates, el mentor de Micah, lo entregara a éste al cabo de dos semanas.
En su interior había buena parte de las cuantiosas ganancias obtenidas del
viaje y los documentos que acreditaban la propiedad del Águila. En una nota
indicaba a su amigo que vendiera el barco y enviara el producto de la venta
junto con el oro a Sara, en caso de que él no hubiera acudido a recoger el
paquete en el plazo de un año.
José se apresuró a salir del observatorio para perderse en una mugrienta
calle del barrio obrero donde difícilmente pudiera toparse con algún
conocido.
Sólo Sara estaba al corriente de lo que se proponía hacer, y ni siquiera él
sabía si era factible.
Había comprado una pequeña embarcación antes de partir con el Águila,
que estaba aguardándole en la cabana de un pescador del delta.
Aunque se había planteado ir a consultar la colección de mapas de la
biblioteca para averiguar, si era posible, cuánto podía durar su viaje... en
semanas o millas, al final desistió porque prefería no descubrir que era
imposible.
En teoría no lo era. Podía bordear la costa de África hasta las Columnas
de Hércules. Una vez superadas éstas, sólo tenía que poner rumbo al norte y
seguir el perfil de las costas de Hispania y Galia. Después sólo debería cubrir
una corta distancia hasta la colina y el istmo sumergido que comunicaba con la
tierra de los hombres azules. Encontraría comida y lugar de reposo en
cualquier población costera y, además, con su pequeño barco tendría pocas
dificultades para fondear muy cerca de la orilla.
El mero hecho de que nunca hubiera oído hablar de una travesía como
aquélla no significaba que nadie la hubiera llevado a cabo. Había muchas,
muchísimas cosas de las que él no estaba enterado. Como Aristóteles. José
trató de sonreír para sus adentros.
No lo logró hasta hallarse a bordo de su pequeño barco, dejando tras de sí
el puerto de Alejandría mientras con la mano decía adiós al colosal faro.
Fuera cual fuese el grado de temeridad de un hombre, su espíritu tenía
que revestirse de ímpetu al ir al encuentro de lo desconocido. Ninguna
aventura podía ser más grandiosa que aquélla.

14

José nunca había viajado solo en un pequeño barco. Los recorridos que
había realizado con las embarcaciones del delta del Nilo le habían resultado
interesantes por su rareza. Los propietarios del barco le habían imprimido un
movimiento lento y firme a fin de no entorpecer su venta. Ahora experimentó
la emoción de la súbita velocidad de vértigo cuando el viento impulsaba la
vela, del choque estremecedor del agua cuando topaba con una ola de cara, de
la zozobrante inclinación cuando el viento y el oleaje lo embestían de costado.
Oyó sus propios gritos de excitación y sus alaridos de miedo, y sólo entonces,
al no hallar eco a ellos, fue consciente de su absoluta soledad.
Tardó menos de medio día en dominar el manejo del timón y los aparejos,
pero tuvieron que transcurrir varias semanas para que se acostumbrara a
estar solo.
No es que no tuviera contacto alguno con personas. Cuando fondeaba en la
costa para reponer víveres, los habitantes de los pueblos o alquerías siempre
mostraban una excelente disposición para charlar, hacer preguntas y
ofrecerle consejos y advertencias. Cuando notaba que se avecinaba la noche,
se dirigía de inmediato a la orilla, tanto si avistaba o no alguna población. A
menudo al despertar veía varias caras que se inclinaban con curiosidad hacia
él para ver de qué clase de intruso se trataba. Sólo en dos ocasiones tuvo que
amenazar a alguien con la espada y el cuchillo que mantenía junto a sí bajo la
capa con la que se tapaba por la noche. Por lo general, además de cu riosa, la
gente era afable y le ofrecía compartir la comida que llevaba consigo.
José reparaba en las señas que se hacían entre sí: hacían girar el índice
apuntando a la sien o a la frente mientras abrían de forma desmesurada los
ojos. Sin duda, lo tomaban por loco. A veces —con más frecuencia de la
recomendable— él mismo dudaba de si no tendrían razón.
Hacía pequeñas muescas en el mango de la pala del timón para llevar la
cuenta de los días.
Éstos se iban haciendo cada vez más cortos al tiempo que aumentaba el
frío.
En más de una decena de oportunidades vio, a lo lejos, el tipo de barcos a
los que estaba acostumbrado. Parecían muy grandes y muy seguros.Cuando
llevaba cuarenta y dos días de navegación advirtió que una fuerte corriente lo
empujaba a alta mar. Bajó la vela a la mitad y trató de controlar el barco.
Debía de faltar poco para llegar a las Columnas, aquellos gigantes de
escabrosa roca contra los que podían hacerse añicos los barcos más grandes.
Las olas, cada vez más altas, se estrellaban contra la proa y los costados.
José tomó el cubo de cuero y se puso a achicar agua con el brazo izquierdo
mientras con el derecho intentaba mantener el control del timón. A su
izquierda, divisó, muy próximo, el morro de una roca; luego, al cabo de un
momento, a la derecha apareció otro acantilado, más alto, contra el que
rompían grandes olas.
—¡Perdóname, Sara! —gritó entre el bramido del oleaje.
El barco comenzó a subir de repente y él quedó tumbado de espaldas
sobre el agua de sentina, mirando con los ojos invadidos de sal el despiadado
sol.
Notó un repentino bandazo, luego una aterradora ausencia de contacto
con la superficie del agua, después una violenta caída y, al final, un sublime y
suave balanceo.
El agua de la sentina le mojaba la cara. Despedía una pestilencia real,
desagradable. José se hincó de rodillas y miró con incredulidad a su
alrededor. Las impetuosas corrientes del estrecho habían escupido a su
pequeña embarcación fuera de la zona de turbulencia. Al ver que el barco
estaba casi a rebosar de agua, se puso a achicarla con las manos. No había
tiempo para buscar el cubo, ni tampoco para examinar los posibles
desperfectos. Sus manos y brazos y su voluntad de vivir debían salvarlo.
Al caer la noche, continuaba achicando, exhausto, con movimientos cada
vez más pesados. Cayó rendido, inconsciente, entre la oscuridad y el frío,
encima de la pestilente agua de sentina.
Se despertó con la primera luz del día, con el cuerpo dolorido. Sentía los
brazos pesados como el plomo, pero estaba a flote y tenía hambre. Debía de
seguir, pues, con vida.
Se sentó trabajosamente junto al timón. ¡La pala estaba intacta! Se movía
lentamente, como la cola de un pez, a uno y otro lado, mecida por la corriente
que impulsaba el barco.
¿Hacia dónde?
No había tierra a la vista.
José elevó la vista al cielo. Sólo tenía que observar la trayectoria del sol
para identificar la dirección. El sol estaba, sin embargo, oculto por las nubes,
unas espesas nubes blancas que parecían encendidas en un cielo radiante.
De todos modos, tenía mucho que hacer mientras no escamparan. Fue
hasta el cofre de cobre que había asegurado en la proa y, trascomprobar que
no había sufrido daño alguno, lo abrió y sacó la red de pescar. Junto a ella
había unos pedazos de pan y queso medio enmohecidos. Aunque tenía un
hambre atroz, ésta debería esperar. Arrojó la red sobre la borda y se ató los
cabos al tobillo. De este modo, mientras esperaba a sentir el peso de la pesca
podía dedicarse a achicar. Era imprescindible descargar agua por si aquellas
brillantes nubes blancas acababan por oscurecerse y descargar lluvia.
Se cercioró con un vistazo de la situación general. La espada seguía
envainada en su cinto, y también el cuchillo. La tina del agua potable se había
quedado sin tapa. Debería vaciarla y aguardar a llenarla con agua de lluvia. El
cubo para achicar había desaparecido, como suponía. Él estaba, con todo,
ileso. Le dolían los hombros, pero no se había roto nada.
Notó una presión en el tobillo y al sacar la red, vio que ésta contenía dos
peces. Ambos tenían escamas y aletas y eran, por tanto, aceptables según la
ley.
Degolló el más grande, dejando deslizar la sangre por la mano a modo de
sacrificio en agradecimiento a Dios por haberle preservado la vida. Aunque
realizaría los sacrificios de rigor a su regreso a Jeru-salén, no quería esperar
a dar gracias.
El segundo pescado lo guardó en el cofre, con la intención de cocinarlo
cuando llegara a la costa. Dado que por el momento no había forma de
localizarla, sólo le quedaba encomendarse a Dios.
Aun hallándose a la deriva, magullado, sentía una inusitada calma. El pan y
el queso le supieron mejor que el más abundante festín.
El sol asomó, refulgente, entre las nubes, y entonces José supo que iba
rumbo norte-noreste. La corriente lo impulsaba con ímpetu. Con la llegada de
la oscuridad y bajo un cielo encapotado, resultaba ocioso abrumarse por los
peligros que pudiera correr. José apoyó la cabeza en los doloridos brazos y
se durmió. El aire lo envolvió con una agradable tibieza y quietud.

Durante los días y las noches siguientes, José intentó en vano virar hacia
la costa de Hispania. En una ocasión la avistó a lo lejos, pero un súbito
aguacero enturbió enseguida el horizonte. De vez en cuando, por la noche
divisaba el firmamento con nitidez y saludaba a las estrellas por su nombre,
con gritos de júbilo. Llevaba el rumbo correcto. Un viento constante hinchaba
la vela de día y, sumado su impulso al de la corriente, el barco viajaba a una
velocidad mucho mayor de lo que él percibía.
La lluvia le procuró agua. Cuando hubo dado cuenta de los últimos restos
de pan y queso, pescaba peces que consumía crudos.Cada vez se encontraba
más débil y debía invertir más esfuerzo en sus tentativas por alcanzar la
costa. El viento y la corriente le ganaban en vigor.
Todos los días grababa con diligencia una nueva muesca en el remo.
Anochecía tan rápido que por lo general tenía que hacerlo a tientas, porque le
había sorprendido la oscuridad.
Comenzó a temer por su vida. Aunque sabía que otros hombres más sabios
que él se mofaban de las leyendas que aseguraban que una vez alcanzados los
confines del mundo los barcos caían en el vacío, sentía que era justo eso lo
que le estaba ocurriendo. La corriente que lo tenía a su merced llegaría al
final y se precipitaría, igual que las cascadas de los torrentes en las épocas
de lluvias. Si aquélla debía ser su suerte, estaba resignado a correrla. Sólo
tenía que dejar que acudiera y así acabar de una vez.

¡Tierra a la vista! Debía de estar soñando, creando visiones que eran fruto
de la intensidad de su deseo.
José agitó el puño hacia la rosada masa de brumas. «Sal, sol e ilumíname
con tus rayos para que pueda ver.»
Comenzó a llover. Era una turbonada y no una mera llovizna.
José se apresuró a arrizar la vela y se puso a achicar agua. Ahora que
tenía tan cerca la tierra, el cobijo y la comida no podía naufragar. No iba a
consentirlo. Sacó fuerzas de flaqueza y libró un tremendo pulso contra la
tormenta durante un tiempo que no alcanzó a calcular.
Luego, de forma tan repentina como se había presentado, la lluvia cesó. El
mar aparecía salpicado de relucientes cabrillas bajo un sol cegador.
Reconoció los contornos de la cercana costa.
Aquél era el lugar donde debían apagar el fuego de la cocina, amortiguar el
ruido de los remos y bajar la voz. Aquello era Galia, y el país de los hombres
azules quedaba más o menos a un día de distancia en barco.
Ese día llegaría, pero aún no era el momento. Antes tenía que comer y
descansar. Debía recobrar fuerzas antes de comparecer ante la tribu azul.
Se apoyó contra la pala del timón y el barco comenzó a virar.
El agua que se acumulaba en el casco entorpecía el avance y el timón
parecía de plomo. No obstante, con cada minuto que pasaba veía más cercana
la orilla.
Una franja de luz... no, una franja de arena, una playa. José inició un
forcejeo con el timón.
Salió victorioso. Las olas de la orilla rodearon el barco y en su rítmico
avance lo condujeron junto a la blanca franja de tierra justocuando
comenzaba a oscurecer. José arrió la mojada vela y lanzó el ancla. Cayó por la
borda arrastrado por su peso y, muy despacio, se desplazó tumbado sobre la
arena mojada. También su cara estaba mojada de mansas lágrimas de
agradecimiento. Sentía como si la tierra se moviera bajo él, igual que el
barco. Extendió los doloridos brazos y hundió los dedos en la arena.
Antes de caer la noche, dormía ya, aquejado por un agotamiento tan
profundo que no oyó los pasos ni las voces de las personas que acudieron a
observarlo.

El olor a comida lo reanimó. Se llevó el cuenco de humeante caldo a la boca


y lo engulló con avidez. Alguien retiró el cuenco y le puso un pan en las manos.
Después de dar buena cuenta de media hogaza, comenzó a tomar conciencia
de su entorno.
Estaba caliente, abrigado con una pesada capa o manta de lana, y se
hallaba sentado en una ancha piedra lisa. Había un fuego en el centro de un
círculo de piedra y sobre él una marmita en la que, a juzgar por el olor,
estaban preparando más caldo.
—Bienvenido al mundo, Sennen —oyó que lo saludaba en griego un hombre.
Al volver la cabeza vio al sacerdote de túnica blanca que lo había salvado
de los hombres azules dos años y medio atrás.
—Gracias por salvarme la vida... de nuevo —respondió José.
—Estás en un error, Sennen. No habrías muerto en la playa. Después de
descansar, habrías encontrado comida y agua. Yo no te salvé la vida, ni
tampoco soy el sacerdote que conociste en la tierra de los dumnoni, aunque
pertenezco a su misma hermandad. Él nos puso al corriente de tu visita y de
tu nombre. Le he mandado avisar de tu llegada.
»Como has llenado el vientre, ahora te ha dado somnolencia. Acuéstate y
duerme. Cuando despiertes, volverás a comer. Tomarás carne además del
caldo. Entonces hablaremos un rato.
El sacerdote se hallaba en lo cierto. El sopor invadió a José mientras
escuchaba su melódica entonación.
Era de día cuando despertó con hambre renovada. Entonces vio que se
hallaba en una espaciosa cueva.
—Ahora comerás —dijo el sacerdote—, y yo comeré contigo.
Llenó dos cuencos en la marmita, de guiso de cordero, a juzgar por el olor,
y de una hornacina que estaba excavada en la roca tomó cucharas de madera
y una voluminosa hogaza de pan. Después fue a sentarse al lado de José.
—Me llamo Guval —se presentó.—Os estoy muy agradecido, Guval —se
apresuró a contestar José antes de empezar a comer.
El sacerdote, menos acuciado por el hambre, entre bocado y bocado fue
exponiendo información a José. Así, éste se enteró de que se encontraba en
un reducto de la Galia que estaba controlado por los veneti, una tribu que
compartía con los dumnoni lazos dé sangre y similares tradiciones e idioma.
—Mientras te recuperas, Sennen, yo comenzaré a enseñarte su lengua. De
este modo, cuando vayas a las tierras del estaño podrás decir al menos
algunas frases amistosas. Lhuyd, el sacerdote que conociste allí, habrá
preparado al pueblo para tu llegada. Todo irá bien, si eres un hombre de
honor.

Dos días después, el sacerdote lo condujo a un recinto que se hallaba


cercado por una pared de piedra y estaba situado en lo alto de un acantilado,
donde iba a reunirse el consejo de hombres de los veneti. José había
memorizado las palabras que iba a decir, pero cuando vio a los hombres fue
tanta su sorpresa que las olvidó. No fue la considerable estatura lo que le
causó asombro, ya que él había parado de crecer muy joven y su altura estaba
casi siempre por debajo de la media; lo que lo dejó embobado fueron las
tupidas melenas y bigotes, que abarcaban una variada gama de tonalidades
rubias y rojizas.
—Saludos. Me llamo Sennen. Soy amigo —logró articular por fin.
Divertidos por su acento, los veneti repitieron entre risas algunas de sus
palabras.
No obstante, ninguno crispó la mano en torno a las largas lanzas que asían.
José sonrió, más relajado.
«Qué extraño confín del mundo es éste —pensó—. Éstos tienen el pelo del
color del sol y del fuego, y sus parientes de la otra ribera, la piel azul.» Sara
quedaría fascinada cuando se lo contara. José imaginó el sonido de su risa
mientras escuchaba las carcajadas de los fornidos veneti y de repente le
oprimió el pecho un intenso sentimiento de añoranza.
—¿Te encuentras mal, Sennen? —preguntó el sacerdote.
—No, no —se apresuró a contestar José.
Aquel encuentro era demasiado importante para dejar que su vida privada
se inmiscuyera en su desarrollo. Por lo pronto, volvió a mirar sin recato a los
veneti, deduciendo que puesto que ellos también lo observaban fijamente, no
verían mal alguno en ello.
Nunca había visto unas vestimentas ni remotamente semejantes a las
suyas. Llevaban las piernas tapadas con una especie de holgadostubos de un
material de lana de vivos colores, con rayas y cenefas, que a la altura de los
tobillos aparecían remetidos en unas botas que parecían confeccionadas con
piel de cabra. De la cintura partía una especie de falda corta del mismo
material que las piezas de las piernas, mientras que en el torso llevaban una
escueta túnica de distinto color o estampado. Algunos lucían capas de lana
sobre las túnicas y unas extrañas ropas que les llegaban hasta media pierna.
Las capas las sujetaban bajo el cuello con unos broches de bronce curvado en
magnifícos arabescos. Los que iban sin capa lucían en la parte superior del
brazo unos aros de bronce adornados con intrincadas incisiones. Como buen
mercader, José los identificó enseguida como auténticas obras maestras de
joyería.
Su objetivo inmediato era hacer amigos, y no comprar refinadas
mercancías, de modo que se olvidó de las joyas para repetir las frases que le
había enseñado el sacerdote.
Los altos y rubios individuos se apiñaron a su alrededor al tiempo que le
decían sus nombres y proclamaban su amistad.
Uno de ellos le ofreció un cuerno de carnero que contenía algún brebaje.
José pensó que sería una especie de vino, pero se trataba de algo muy
distinto, dulce como la miel y a la vez amargo. Lo bebió de un trago, para
demostrar que le complacía el regalo.
Después, sin previo aviso, se le doblaron las piernas.
Las risas arreciaron.
Un gigante de pelo cobrizo lo agarró con un brazo antes de que cayera y,
levantándolo en vilo, le dio un abrazo que casi lo dejó sin aliento.
—Hidromiel —dijo con su potente vozarrón.
—Hidromiel —repitió José, convencido de que así se llamaba el hombre.
—Siéntate junto a la pared y no bebas más —le aconsejó Guval tras
rescatarlo de las efusiones de su nuevo amigo—. Cuando te halles en
condiciones de caminar, nos despediremos. Has estado muy bien, Sennen.

Tres días más tarde, otros veneti transportaron a José a la tierra de los
hombres azules en unas barcas tan asombrosas como sus ropajes. Tenían
forma semicircular y estaban revestidas de cuero; las velas eran asimismo de
cuero. Lo único que guardaba algún parecido con lo que conocía José eran los
largos remos que utilizaban.
Se aferró con desesperación al borde la embarcación cuando ésta pasó
girando a toda velocidad la zona de turbulencias provocada por la
intersección de mareas contrarias entre el acantilado de la costa yuna
pequeña isla cercana. Una vez superado ese trecho, la embarcación prosiguió
su avance cabalgando sobre las olas con un excitante movimiento que, de
forma paradójica, resultaba muy cómodo. Aun sin comprender bien cómo
manejaban la vela y los remos, reconoció que aquellos hombres eran unos
navegantes formidables. Hubiera deseado decírselo, pero sólo fue capaz de
expresar su admiración con sonrisas y gestos, al tiempo que gritaba:
«¡Bueno!» Aunque rudimentarias, aquellas manifestaciones parecieron ser del
agrado de los marineros. «Bueno» y «no bueno» eran dos de las palabras que
le habían enseñado. También había aprendido «hambre» y «sed». La más
importante, tal como no cesaba de repetirle Gulval, era «amigo».

José señaló la isla junto a la que fondeaban los mercaderes de estaño,


gritando «bueno» y «amigo».
—Itkis —dijo uno de los veneti.
—Itkis —repitió José, con el propósito de preguntar más tarde el
significado de aquella palabra al sacerdote del país del estaño.
En la playa que se hallaba frente a la colina se habían congregado más de
veinte hombres para dar la bienvenida a José y a sus acompañantes. Llevaban
el mismo tipo de ropa, largas melenas tanto rubias como morenas y, golpeando
sus escudos de bronce con espadas de hierro, producían un estrépito junto al
cual palidecía el sonido de sus gritos. Cuando los veneti de la barca se
pusieron también a gritar, José temió que fuera a iniciarse una pelea. Miró a
todas partes, sin lograr localizar al sacerdote de la túnica blanca. Gulval no
había venido.
Algunos hombres se adentraron en el agua y comenzaron a arrastrar la
embarcación hacia la orilla. Entonces José advirtió que sonreían, al igual que
los veneti.
¿Dónde estaba el sacerdote?
¿Dónde estaban los hombres azules?
¿Qué iba a ser de él?
—Amigo —decía—. Amigo, amigo, amigo, amigo, amigo.
—Amigo —le respondió uno de los individuos de la playa—. Ga-wethin.
Amigo. Sennen.
José le miró la cara y lo reconoció. Lo había visto antes, a tan corta
distancia como ahora. La otra vez no sonreía, sin embargo, y además tenía la
piel azul. Era el jefe al que le había recomendado llamar el sacerdote cuando
regresara... en caso de que regresara.
—Gawethin —suspiró José.
Estaba demasiado conmocionado para añadir nada más.—Se embadurnan el
cuerpo con un tinte que extraen de plantas —explicó Nancledra— cuando
prevén el contacto con enemigos. Los mercaderes que vienen a cargar estaño
son romanos, y los romanos son enemigos. Ellos creen que les asusta el color
azul de la piel.
Nancledra era un joven que tendría unos diecinueve años, como José.
Había llegado jadeante poco después de acabado el intercambio de abrazos y
gritos entre los veneti y los dumnoni.
—Perdona el retraso —se disculpó—. Me he extraviado de camino. Hasta
ahora nunca había venido a la tierra de los dumnoni. Me han enviado para que
te haga de intérprete y profesor.
Se hallaba, según averiguó más tarde José, en fase de aprendizaje para el
sacerdocio y todavía no había sido aceptado como miembro pleno de la
hermandad.
José descubrió al instante que Nancledra hablaba con soltura las lenguas
de ambas tribus, aparte de un griego perfecto.
Una vez hubieron trabado amistad, José le preguntó cuántas lenguas
conocía. La respuesta fue veintisiete. ¿ Arameo? Sí, por supuesto. ¿Prefería
tal vez que hablaran en arameo?
Acabaron por emplear un extravagante dialecto particular, compuesto de
vocablos en griego, arameo, algo de latín, y todas las nuevas palabras que
José iba aprendiendo. El idioma de aquellas tierras era el «britónico» y el
territorio que ocupaban sus hablantes se llamaba «Belerión».
—Ese nombre suena a música —observó José—: Belerión.
—Lo mismo ocurre con la lengua. Lo esencial es adquirir el dominio de la
entonación.
José dobló las rodillas y dio unos pasos vacilantes. Aquélla era su forma
de decir sin palabras: «No me es posible hacer lo que queréis que haga,
aunque me gustaría.» La había adoptado cuando los veneti contaron a los
dumnoni cómo había sido su primera experiencia con aquel brebaje a la vez
dulce y amargo. Él, que estaba presente, reconoció la palabra «hidromiel» y la
imitación del colapso que había sufrido. Después no tuvo empacho en
representarlo a su vez y sus compañeros le recompensaron el gesto con
estruendosas carcajadas a las que también se sumó. Aunque no lo sabía
entonces, aquélla era la reacción más inteligente que podía haber tenido. Los
celtas admiraban a los hombres capaces de reírse de sí mismos, ya que con
ello demostraban la ausencia de miedo ante los avatares de la vida.
José permaneció entre los dumnoni más de dos meses. Se acostumbró a
llevar pantalones y comprobó que eran la prenda más práctica que existía. Vio
los arroyos de donde extraían el estaño y observó el proceso que se empleaba
para fundirlo y formar lingotes. Vivió en una de las casas redondas de pared
de piedra que constituían vivien-das en extremo acogedoras. Aprendió a
probar su tolerancia al hidromiel, dosificándolo antes de llegar al borde del
desmayo, y gracias a la genuina admiración que expresaba de forma repetida
sin tapujos, los dumnoni lo aceptaron como persona distinta a los romanos.
No consiguió explicar, ni aun teniendo a Nancledra por intérprete, qué era
un judío. De todas formas, los dumnoni no le reprobaron sus peculiaridades,
como el hecho de no comer el cerdo asado aromatizado con hierbas, que era
precisamente el plato favorito de ellos. Allí se acostumbró a tomar la leche y
la carne de la especie de bovino de cuernos cortos que criaban. Les prometió
que a su regreso traería, para que los probaran, vino y olivas de su país.
—¿Estás seguro —preguntó a Nancledra— que los romanos llaman
«bárbaro» a este pueblo? Son más civilizados que los egipcios y macedonios
que he conocido.
—Los romanos llaman «bárbaros» a todos los que no son romanos, incluidos
los judíos.
José experimentó un tremendo enojo, pues hasta entonces no tenía
conciencia de tal actitud.

La primavera se manifestó temprano en Belerión. Las rocosas laderas


estaban tachonadas de flores cuando se celebró a finales de febrero la
fiesta que coincidía con el nacimiento de las crías de ganado. Había llegado la
hora de regresar a casa.
Los dumnoni trasladaron a José al continente en una de sus barcas de
cuero, que como por entonces él ya sabía, se llamaban coracles. En la otra
orilla los recibieron los veneti, que tras celebrar el reencuentro lo
condujeron por un tupido bosque hasta un ancho río donde se encontraba su
pequeño barco egipcio. Llevaba consigo un lingote de estaño, una estimable
colección de exquisitas piezas de joyería de Belerión y un amuleto de hueso
tallado. Nancledra le había dado instrucciones sobre la ruta que debía seguir.
Cuando, al cabo de muchos días, el río se aproximara a una cadena de
montañas coronadas de nieve, debía detenerse en un pueblo junto a cuyo
embarcadero escalonado se alzaban, como centinelas, tres altos árboles.
Allí acudiría a su encuentro un sacerdote, el cual tomaría las disposiciones
necesarias para trasladar el barco por tierra hasta otro río que desembocaba
en el Mediterráneo.
José se embarcó con entusiasmo en aquella nueva aventura. No tardó en
descubrir, sin embargo, que el invierno de la Galia era la circunstancia más
opresiva que le había tocado sufrir en la vida.
Se consoló al pensar que llegaría a Alejandría mucho antes del inicio de la
temporada de navegación. Entonces daría comienzo su granaventura. Los
dumnoni le proporcionarían el estaño cuando quisiera. Sólo le restaba hallar el
modo de transportarlo sin que se enteraran los fenicios, así como de ponerse
en contacto con el rey Herodes para convencerlo de que se lo comprara.
En comparación con su solitaria travesía hasta el país de los hombres
azules, que no eran tales, aquellos retos no parecían representar escollos
insuperables.
15

El río que con el tiempo recibiría el nombre de Ródano fue otro motivo de
asombro para José. Había visto el Nilo, pero sólo en su cenagoso delta, donde
se dividía en cauces estrechos y poco profundos a causa de la acumulación de
limo que había en el lecho. Aquel gran río de la Galia era una magnífica y
amplia vía de agua de impetuoso caudal en cuyas riberas se sucedían los más
diversos paisajes. Los galos le habían prevenido de la existencia de
campamentos romanos, auténticas poblaciones amuralladas que daban cobijo
en invierno a las legiones, recomendándole que cuando se aproximara a alguno,
aguardara hasta la noche para dejar que la corriente lo transportara más allá
del alcance de las luces y ruidos provenientes de ellos.
Aterido de frío, ansioso, arrebujado en su ropa de lana de Bele-rión, José
oía y veía las manifestaciones de camaradería y los acogedores refugios de
los soldados, y se sentía terriblemente solo. Echaba de menos el clima de
compañerismo que había disfrutado entre los dumnoni. Con excepción del
segundo año en que trabajó en el barco fenicio que se dedicaba al transporte
de estaño, nunca había formado parte de un grupo en pie de igualdad. En
Anmatea, tenía una relación tensa con su padre, se llevaba bastantes años con
sus hermanos y siempre quedaba desplazado con respecto a los del pueblo por
ser miembro de la familia de propietarios y, como primogénito, futuro
propietario. Aunque durante sus estancias en Alejandría le dispensaban una
efusiva hospitalidad, también se sentía extranjero en aquella ciudad.
Las carcajadas con que los dumnoni saludaban sus constantes errores
habían sido en cierto modo más cálidas que las muestras de cortesía de los
alejandrinos.
Con todo, no se planteó ni por un momento volver a Belerión. Tenía un
ansia febril por regresar a casa, correr al encuentro de Sara,el Águila y el
minúsculo imperio de éxito que había imaginado. De todos modos, pensaba a
menudo en las gentes que había dejado atrás y ahuyentaba la añoranza
convenciéndose de que volvería todos los años a Belerión. Para hacerlo
factible, antes debía sortear, sin embargo, bastantes obstáculos... obstáculos
tal vez muy difíciles... No, no debía dudar del resultado. La única incógnita
sería el tiempo que le costaría vencerlos.
El Ródano desembocaba en el Mediterráneo al oeste de Massalia. A partir
de ahí, José se halló de nuevo en su medio habitual. Con el viento a favor, se
dirigió a Cerdeña, luego a Sicilia, después a Creta y, por fin, cinco semanas
más tarde, pasó junto al gran faro para fondear en el puerto de Alejandría.
Había tomado la precaución de esconder los pantalones y la túnica de
Belerión en el cofre que llevaba en la proa, sustituyéndolos por una túnica de
grueso lino y un manto de tosca lana que había comprado en Cerdeña. Aunque
en su mente y su corazón bullían aún los emocionantes recuerdos de su
extraordinario periplo, para mantener en secreto la fuente del estaño era
preciso que no los compartiera con nadie. Debería esperar hasta que volviera
a ver a Sara.
Tras amarrar el barco pequeño a la popa del Águila, se dirigió a los baños,
al barbero y a comprar ropajes de seda. Una vez concluidos estos trámites,
se hallaba presentable para llamar a la puerta de la casa de su amigo Micah.
Allí recuperó el paquete que había dejado a cargo de éste y aprovechó para
practicar el relato ficticio con que pretendía explicar su larga y misteriosa
ausencia.
—Era una mujer extraordinaria, bastante mayor que yo, dotada de unos
conocimientos tan amplios que ni siquiera tú la superarías, amigo mío, y quería
llevarme con ella a su isla del Egeo. ¿Cómo podía negarme? Aunque me
prometió que su marido no iría a su palacio, no acababa de fiarme de que no
fuera a descubrirme. Por eso dejé mi capital en tus manos, para que si Sara
quedaba viuda, pudiera contar con él.
—Y mi familia que no para de presionarme para que me case... —exclamó
Micah con un malicioso brillo en los ojos—. ¿Cuánto tiempo llevabas casado,
José, antes de que te hicieran perder la cabeza los atractivos de esa
fascinante diosa griega? ¿Tres años, no? Yo hubiera sucumbido al cabo de
tres meses, seguro.
Para sus adentros, José pidió perdón a Sara por aquella mentira.

Curiosamente, las cosas quejóse pensaba que presentarían mayores


dificultades fueron las más fáciles de solucionar.
Cuando los macedonios llegaron para preparar el Águila para suviaje, José
ya había llenado la bodega. Mientras detallaba la lista de lujosas mercaderías
a Filipo y sus hermanos, observó cómo se les iluminaba la mirada al imaginar
los beneficios que les iban a reportar.
—¿Os creéis capaces de hacer el viaje sin mí? —les preguntó—. Por
supuesto —se apresuró a añadir—, buscaré a otra persona que ocupe mi lugar.
Sin embargo, me interesa que sea un hombre mayor, y realizará poco trabajo
físico. Su función será llevar el control de las ventas y los precios, para que
todo se halle en orden cuando pasemos cuentas al final de la temporada.
—¿No irás a darle a ese viejo tu mitad, José? —inquirió Filipo, inquieto.
—Por supuesto que no. El barco es mío y también la mercancía, puesto que
yo los he pagado. Me quedaré con la mitad de las ganancias, como siempre.
Vosotros seréis siete, en lugar de seis, a repartir. De todas formas, como
este año tenemos productos más variados y de calidad superior, vuestros
beneficios serán mayores, aunque haya que dividir por siete. ¿Estáis de
acuerdo? —Contuvo el aliento, a la espera de la respuesta.
Los macedonios se mostraron de acuerdo.
Esa tarde José fue a la casa de un comerciante judío de Alejandría, cuyo
hijo lo había relevado al frente del negocio familiar. Padre e hijo recibieron
con entusiasmo la propuesta de que el primero velara por los intereses de
José a bordo del Águila.
—Os acompañaré hasta Ascalón —informó José a la tripulación—. Después
remontaré solo la costa en el barco pequeño, que remolcaremos hasta el
puerto. Entre tanto habré comprobado, estoy seguro, que podéis prescindir
de mí, y Filipo me sustituirá como capitán.
En Ascalón José se dirigió con audaz actitud al palacio de la hermana del
rey Herodes, Salomé, vestido con sus más refinados ropajes alejandrinos.
—Traigo un regalo para la reina —anunció con actitud altiva al guardián de
la puerta.
Tras pasar el filtro de cuatro sirvientes más, uno de ellos acompañó a
José a un pabellón que se hallaba junto a un gran lago artificial, donde se
encontraba Salomé, acompañada de sus criadas y de su eunuco predilecto. Al
parecer éste no le divertía lo suficiente, ya fuera porque las habladurías e
historias que le contaba carecían de novedad o porque las encontraba
aburridas.
Un regalo imprevisto traído por un rico desconocido podía servirle de
entretenimiento, y quizás incluso de diversión.
José se acercó y, en señal de deferencia, se hincó de rodillas en el fresco
suelo de mármol de colores. Se felicitó de que la tradición exi-giera
mantener la mirada baja ante la realeza hasta no obtener permiso para
levantarla, pues le resultaba más fácil exponer la mentira que había estado
practicando sin tener que ver la cara rebozada de pinturas y el huesudo
cuerpo de la mujer que se hallaba frente a él.
—Os ruego que me hagáis el honor de conceder una mirada a esta pequeña
prenda de la devoción que profeso por la legendaria belleza y gracia de la
reina Salomé —dijo al tiempo que presentaba a la mujer un bonito y valioso
cofre de marfil.
Lo había encargado hacer en Alejandría, con una sencillez de estilo
deliberada que admitía como único adorno una pequeña cerradura de oro en la
que iba encajada una delicada llave, también de oro.
Salomé la tomó, hizo girar la llave y levantó la tapa. La impactante belleza
de la pulsera de bronce que había dentro la dejó sin aliento, pese que a sus
más de cincuenta años ya había disfrutado de todos los lujos que el mundo
civilizado era capaz de ofrecer.
Lo cierto era que nunca había visto nada remotamente parecido a aquellas
sinuosas formas entrelazadas ni a las misteriosas incisiones curvilíneas que
recubrían el bronce. La pulsera era salvaje y delicada a la vez.
—¡Esta joya debe ser obra de un mago! —exclamó.
José sonrió, sin hacer ningún comentario.
Salomé quiso saber de dónde provenía, y entonces José alzó la vista.
—Señora, eso es un misterio, que embellece la belleza.
La reina le ordenó que se lo dijera, pero José respondió sin inmutarse que
se había visto obligado a garantizar el secreto al creador de la pulsera como
condición para poder comprarla.
—¿Quién sois? ¿Un brujo?
—Soy José de Arimatea, señora, marino y comerciante, y aficionado a los
objetos raros. Todo Israel sabe que la reina Salomé posee el más exquisito y
refinado criterio para apreciar los tesoros del mundo. Por eso he creído que
debíais ser vos la destinataria de este hallazgo.
Tras admirar el efecto de la pulsera en su brazo, Salomé examinó al
elegante joven que permanecía arrodillado ante ella.
—Me habéis divertido con vuestra almibarada retórica, José de Arimatea
—dijo riendo—, y os estoy agradecida por ello. También me ha complacido
vuestro regalo. ¿Cuál es el precio por la pulsera y el entretenimiento?
—Para vos, señora, una nimiedad. Para mí, comienzo a temer, dos rodillas
rotas. —Sonrió, mofándose de su propia osadía.
Salomé exhaló una ruidosa carcajada.
—Levantaos, pues, atrevido muchacho de meliflua lengua, y venid a
sentaros junto a mi diván.
Invadido por el repentino temor de que la escandalosa peripeciaque le
había contado a Micah estuviera a punto de transformarse en realidad, José
tomó asiento a una prudente distancia.
—No os hagáis ilusiones —le espetó Salomé sin miramientos—. Sois
divertido, José de Arimatea, pero no sois guapo. Yo prefiero los hombres más
fornidos y varoniles. Ahora decidme cuál es el precio. Si no es demasiado
abusivo, os compraré este misterioso ornamento.
—Quiero que me presentéis a vuestro hermano, el rey. Deseo hacerle una
oferta de negocios.
—¿Tiene relación con la pulsera? ¿Podéis conseguir más? ¿Necesitáis
dinero o un ejército para haceros con las joyas?
—Se trata de algo más sencillo, señora. Quiero comprar cobre de sus
minas de Chipre a un precio favorable.
—Qué tediosos sois los comerciantes —se lamentó Salomé con un gesto de
desagrado—. Tenía la esperanza de que me propusierais algo interesante.
Muy bien. Pondré mi sello en una carta para Hero-des. Ahora retiraos y decid
a uno de mis escribas lo que queréis que ponga en ella. Me habéis
decepcionado.
José simuló que le entristecía la despedida, aunque en su interior saltaba
de contento. «Me habéis dado una grandísima alegría, vieja bruja —pensó—.
Si supierais que mi Sara tendrá media docena de pulseras más bonitas que las
vuestras... y varios broches y una diadema para la cabeza.»

Lograr audiencia del rey Herodes y hablar con él le resultó mil veces más
sencillo que adular y agasajar a Salomé. El rey se encontraba en su nuevo
palacio de Cesarea, tal como le había informado el escriba de la reina.
Tras dejar amarrado el barco en un muelle, José llevó el cofre de cobre
que guardaba en la proa a una de las oficinas marítimas del puerto y pagó la
tarifa para dejarlo en custodia. Lo poco que necesitaba podía transportarlo
perfectamente bajo el brazo.
Los baños romanos que había mandado construir Herodes en su ciudad de
mármol eran más pequeños pero más lujosos que los de Alejandría. José
disfrutó más del baño, porque se hallaba de nuevo en Judea, cerca de casa... y
de Sara.
Para acudir a su cita con el rey se puso ropa de lino de calidad, de color
apagado, en lugar de seda. Ese Herodes había asesinado a su abuelo. José
estaba dispuesto a hacer negocios con él a fin de restituir a su familia todo
lo que éste les había robado, pero no iba a postrarse ante él ni comparecer
con los atavíos de un cortesano. Se presentaría y hablaría como lo que era, un
judío que temía al Dios de su pueblo y no al rey marioneta que los romanos
habían encumbrado al trono.La carta de Salomé le franqueó el paso hasta un
salón interior, pero allí tuvo que aguardar junto a otros hombres que también
habían solicitado audiencia. Conteniendo la rabia y la irritación, tomó asiento
y se puso a mirar a los artesanos que trabajaban en el mosaico que decoraba
una pared contigua. La minuciosidad de la labor y el paisaje de jardines que
emergía lentamente de ella lo mantuvo absorto un buen rato.
Tras una larga espera, un guardia armado y uniformado se plantó delante
de él.
—¿Qué tenéis en la mano? —preguntó con brusquedad.
—Es para el rey —respondió José sin alterar la expresión ni levantar la
voz.
Tendió al guardia una sencilla caja de madera de cedro, cuyo contenido
inspeccionó éste antes de devolvérsela.
—Seguidme —ordenó.
José obedeció.
En la sala de recepciones, el aroma dulzón del incienso impregnaba el aire.
Junto a las columnas, que rodeaban la estancia montaban guardia varios
soldados. Herodes se hallaba instalado en una especie de trono tapizado de
telas de damasco, en el centro de un estrado que estaba situado al fondo de
la estancia. Los vivos colores de los intrincados tejidos de las alfombras
persas cubrían el estrado y el palio que aparecía suspendido sobre ella.
José avanzó detrás del guardia, ajustando el paso al de éste. Cuando se
hallaron a corta distancia del rey, el guardia se hizo a un lado.
—En la carta de mi hermana consta vuestro nombre, José de Ari-matea,
pero no se especifica el favor que venís a pedir —dijo Herodes.
El monarca llevaba toga, como un romano, y se ceñía el rizado pelo corto,
teñido de negro, con una corona de laurel. Sus ojos oscuros transmitían la
misma sensación de dureza que la obsidiana.
—No vengo a pedir, rey Herodes —precisó José—, sino a ofrecer.
Levantó los brazos para tender al hombre que estaba sentado allá en lo
alto la caja. Al mirar en su interior, Herodes puso cara de perplejidad.
—¿Qué significa esto?
En la caja había tres compartimentos: el del centro estaba lleno de
monedas de bronce de Israel, que llevaban acuñado el nombre de Herodes; en
el de la izquierda había una bolsa de cobre y en el de la derecha, un lingote
de estaño.
—Los mercaderes fenicios venden estaño al emperador Augusto al precio
de ocho sestercios por libra —explicó José, sin titubeos—. Roma os lo vende
a vos por doce sestercios, en Roma. El coste de su traslado a vuestras minas
y factorías de moneda de Chipre es, aproxi-madamente, de dos cuadrantes
por libra. Yo me comprometo a entregaros el estaño directamente en Chipre
por el precio de diez sestercios por libra.
Herodes se inclinó para observar a José, ponderando su juventud y la
sencillez de su indumentaria; después volvió a mirar el contenido de la caja.
—¿Saben los fenicios lo que os proponéis?
—No, y no deben enterarse.
—Augusto tampoco —añadió el rey.

16

Sara escuchó, fascinada, todos los detalles que José le refirió sobre
aquellos hombres que, según había resultado, no eran azules. Le causó un
alborozo especial verlo con los pantalones puestos. Lo que más la alegró —
aunque no lo dijo— fue verlo sano y salvo, en casa.
La abuela de Sara había fallecido mientras José estaba fuera. Pese a que
la anciana nunca había demostrado afecto por ella, Sara la echaba de menos.
Con el regreso de José, sin embargo, todo volvía a ser perfecto.
Le había traído uno de los vestidos que llevaban las mujeres de Belerión;
se la veía muy menuda entre los pliegues de aquella prenda de cuadros verdes
y amarillos, ceñida la cintura con un hermoso cin-turón de estilo celta. José la
encontró irresistible.
Se pusieron aquellas extrañas ropas sólo para divertirse. Había co-
menzado ya la estación seca y el calor era opresivo. Además, era obligado
mantener en secreto todo lo que guardaba relación con el origen del estaño.
—Deberíamos disponer de nuestra propia casa, Sara, y no sólo de una
habitación. No está bien que nos veamos obligados a hablar en susurros
cuando tenemos ganas de ir a nuestro aire y reír a carcajadas.
—Pero, José...
—Poseo dinero más que suficiente. Cuando concluya su recorrido el Águila,
tendremos más de lo que puedas imaginar. Podemos instalarnos en la casa de
tu abuela. Tú te criaste en ella. ¿No te gustaría que ése fuera tu hogar?
—No. Los recuerdos de los años que pasé con Ester no son especialmente
agradables.
—Razón de más para disiparlos haciendo de esa casa la nuestra.La
llenaremos de días felices, que recordaremos durante el resto de la vida.
José estaba pletórico de energías, rebosante de ideas para la vivienda:
añadir un patio mayor, más habitaciones, instalar mosaicos en los suelos o en
las paredes, o en ambas superficies.
Sara imaginó los largos meses de soledad cuando él estuviera fuera, pero
viendo que aquello significaba tanto para él, consiguió hacer un acopio de
entusiasmo comparable al de su esposo. En cambio, respondí r con una
rotunda negativa a otra de sus ideas. No pensaba ponerse las numerosas
joyas que le había comprado.
—El collar de lapislázuli es todo cuanto necesito o deseo, José. Esas
pulseras y broches son preciosos, pero demasiado llamativos, demasiado
atrevidos para mí. Me encanta disfrazarme con esas ropas celtas, porque es
nuestro juego secreto, pero las joyas son otra cuestión. Dáselas a tu madre y
a tu abuela. Nunca les traes regalos a ellas.
Rebeca quedó impresionada cuando José le dio a elegir cualquiera de las
piezas que le gustaran.
—Supongo que Sara debe de ser la responsable de esta maravillosa
manifestación de afecto —comentó la anciana con una sonrisa maliciosa y
cariñosa a un tiempo.
José lo admitió sin tapujos, pues sabía que era inútil tratar de engañar a
su abuela.
—¿Te gustan?
Rebeca guardó silencio un momento, concentrada en probarse los
brazaletes. Primero se puso uno, luego otro, que cambió de brazo; a
continuación se puso uno más y calibró el efecto que causaban los tres juntos;
se los subió más arriba del codo... Estaba completamente absorta en lo que
hacía, ajena a la presencia de José.
—Magnífico —dictaminó, mirando por fin a su nieto—. Cuando era joven
daba mucha importancia, quizás excesiva, a mi aspecto y siempre procuraba
estar más radiante que mis amigas. Claro que entonces vivíamos en la ciudad y
yo tenía una mayor actividad social. ¡Cómo me gustaría volver a tener
dieciocho años, sin variar otra circunstancia! Me bastaría con diez minutos,
un cuarto de hora tal vez. Todas las mujeres de Jerusalén se pondrían
enfermas de envidia al verme lucir estas joyas. Nunca he visto otras iguales.
En ese instante José percibió un vislumbre de la Rebeca de aquellos
tiempos. Aún era una mujer guapa si se obviaban las canas y las arrugas; pero
mientras experimentaba las diferentes combinaciones y posición de las
pulseras, a él no le fue preciso pasar por alto las marcas de la edad, porque
éstas desaparecieron, y la joven y hermosa Rebeca ocupó su lugar.
—Voy a hacer que todo vuelva a ser como entonces, abuela. Lacasa de
Jerusalén, las joyas, los vestidos de seda, los esclavos, las sillas de manos, la
villa de Jericó... Te lo devolveré todo.
—Mi querido niño. —Rebeca acercó la mejilla a la del muchacho—. Mira
adelante y no atrás. El pasado no se puede recuperar.
Volvió a mirar los aderezos de bronce, entre los cuales había un par de
pequeños broches con que se sujetaban el pelo las mujeres de Belerión
cuando lo llevaban enroscado en la parte postenor de la cabeza, formando
espirales semejantes a los filamentos de bronce de los broches.
—Da uno a tu madre —dijo—. Le gustará mucho. Después convenceré a
Sara para que lleve el otro; eso aún satisfará más a Helena. Quiere a tu
esposa más de lo que crees, José.
Agradeció a su abuela la ayuda prestada. Él no habría sabido qué
seleccionar para su madre, porque apenas la conocía. Hasta donde alcanzaba
su memoria, siempre había mantenido peleas con su padre, y su madre
siempre se ponía de parte de su marido. Tal actitud la había distanciado de su
hijo mayor.
Sus hermanos también eran poco menos que unos desconocidos para él.
Cada vez que regresaba de un viaje, los veía tan crecidos que casi no los
reconocía. Amos tenía ya catorce años y Caleb, nueve. El protegido de
Rebeca, Antíoco, debía de tener nueve u ocho, o incluso siete años de edad.
Si bien el esclavo y Caleb le prodigaban una intensa admiración, Amos era
quien daba ahora órdenes a todos los trabajadores del campo, incluido José.
—Y lo peor de todo —confesó José a Sara— es que es más alto que yo y no
para de crecer.
—Dale al menos esa satisfacción, amor mío. Nunca será la clase de hombre
que eres tú, ni siquiera cuando tenías su edad.
José besó a su esposa, la verdadera áncora de su vida.
Ninguno de los dos habló del hijo que siguió sin cobrar vida en el vientre
de Sara, mes tras mes, en el transcurso del verano. Su casa quedó terminada
antes de que se intensificaran las labores de recolección en agosto. Al
concluir la cosecha, dieron una fiesta para toda la familia y la totalidad del
pueblo, y se trasladaron a vivir a su nuevo hogar.
Aunque en secreto, José abrigaba la vaga y supersticiosa idea de que al
disponer de casa propia desaparecería el impedimento para la concepción, la
realidad le demostró que se hallaba en un error. Para colmo, tenía que partir
de nuevo.
—Será por poco tiempo —prometió a Sara—. Estaré de vuelta para el
invierno. ¿Lo entiendes, gorrioncillo?
—Sabes que sí. Además, mientras estés fuera, podré cambiar de sitio
todos los muebles de la casa, a mi antojo.
José fingió enfadarse, a fin de que Sara lo persiguiera con halagospara
arrancarle un beso y la reconciliación. Acabaron en la cama pese a que era
mediodía.
«Quizá cuando regrese esté creciendo un niño dentro de ella», pensó José
mientras andaba por el camino de Jaffa. Rehusó recordar las numerosas
ocasiones en que había tenido idénticos pensamientos en el trecho idéntico
del camino.
Su punto de destino era nuevo: Tiro, la legendaria ciudad de los antiguos
reyes fenicios. Había realizado una breve visita a su puerto con el Águila,
para comprar el tinte de color púrpura real. Esa vez en cambio tenía intención
de permanecer en la ciudad, visitar sus tabernas y mercados, charlar,
escuchar y fabular historias hasta averiguar si sus esperanzas eran
fundadas. Se decía que los fenicios de Tiro tenían celos de los habitantes de
Sidón, porque ahora el mundo entero reconocía a éstos una supremacía sobre
aquéllos y los consideraba mejores marinos. Además, el puerto de Sidón era
mejor, más espacioso que el de Tiro.
A José le bastó dejar caer el nombre de Sidón la primera noche que pasó
en Tiro para poner al rojo vivo los ánimos de sus interlocutores. Lo
amenazaron con una muerte rápida en la horca... con castrarlo en el acto... con
llevarlo a hacer una visita al dios del mar con un ancla encadenada al pie...
Había acudido al lugar idóneo para reclutar una tripulación experimentada,
que no divulgaría la noticia de que había entrado en competencia con Leontes
en el comercio de estaño.
—¡Sara! ¡Sara, es como si el Todopoderoso me hubiera allanado el camino!
—Chist, José, no blasfemes.
—No, no, si no blasfemo; expreso a gritos mi agradecimiento por la
bondad que me ha dispensado. ¿Sabes quién será el timonel que me ayudará
con la navegación? ¡Mílcar, el hijo de Aníbal, que es segundo de a bordo en el
Halción, el barco fenicio que transporta estaño para los romanos! Deberías
haber estado presente en la conversación que tuvimos, se te habrían saltado
las lágrimas de tanto reír. A mí me costó un gran esfuerzo no hacerlo.
»Es evidente que Mílcar sabe adonde viaja su padre cada verano. En
principio nadie debería saberlo, pues lo primero que se exige a todos los
tripulantes es silencio al respecto. Aunque supongo que es muy difícil que un
padre no acabe contando esas cosas a sus hijos al cabo de los años...
José advirtió que pisaba un terreno peligroso: Sara no lo había recibido
con la noticia de que esperaba un hijo.Se apresuró a retomar la exposición de
las exitosas gestiones que había realizado en Tiro, con la esperanza de
impedir así que Sara acusara su error.
Mílcar había recibido con extremo entusiasmo la oportunidad quejóse le
brindaba de repartir beneficios, seguramente porque sabía la elevada
cotización que tenía el estaño. También estaba informado, y con ello rindió un
incalculable servicio a José, de la trayectoria y cualidades de casi todos los
marineros que aguardaban en Tiro el inicio de la temporada para enrolarse en
un barco.
—Dispongo de una tripulación, con remeros incluidos, que está tan ansiosa
por vivir esta aventura como por recibir el dinero que les va a reportar. La
posibilidad de superar a un barco y una tripulación de Sidón multiplica sus
energías y su pasión. —Con expresión risueña, José simuló sentirse
avergonzado—. Y a mí me ocurre lo mismo, si he de ser sincero —susurró al
oído de Sara—. La verdad más honda de mi corazón es que te quiero,
gorrioncillo.
Sara tomó la cara de su esposo con ambas manos y la mantuvo inmóvil
mientras le daba un beso.
—Igual que te quiero yo, con todo mi corazón —dijo.

Más tarde, después de hacer el amor y cenar en el patio, bajo las


estrellas, Sara formuló una serie de preguntas acerca de los barcos.
—Has mencionado una galera, José. ¿Significa eso que ya no te sirve el
Águila ?
—Oh, no. Aunque ya no se llamará Águila; trasladaré el águila de Anmatea
a la proa de la galera y será ésta la que lleve el nombre de Águila en adelante.
El Águila actual se llamará Gorrión, en honor a ti, mi amada. Continuará
dedicada al mismo tipo de actividades que realiza ahora, con los macedonios.
Filipo puede ocupar mi lugar mientras yo voy a Belerión con la nueva Águila.
Sólo una galera es capaz de vencer las corrientes que hay más allá del cabo
de Galia. Allí es imprescindible contar con remeros.
—¿Y qué nombre de ave vas a adoptar para el barco que compres después
de esta galera? —preguntó Sara en tono jocoso.
José todavía no se había formado una idea de la magnitud de la fortuna
que podía labrarse con ese ligero y modesto metal gris que denominaban
estaño. Era indispensable para fabricar bronce, y se necesitaban millones de
monedas de bronce para atender las necesidades de intercambio diarias: para
pagar tributos, comprar pan, esconder los tributos no pagados, sobornar a los
recaudadores de tributos, pagar Jos medios de transporte, las casas, el
cuerpo de una mujer para una hora, viñas que quedarían en la familia durante
generaciones... Habíauna gran demanda de bronce para las patas de las mesas
de mármol de las moradas de los ricos y también para esculpir los bustos de
sus propietarios. Cuencos de bronce, copas, braseros, ollas, agujas para el
pelo, frascos de perfume, recipientes para guardar ungüentos... Era imposible
enumerar todas las aplicaciones del bronce.
José llevó con el Águila a Belerión vino, pasas y olivas maceradas en aceite
y en salmuera, tal como había prometido a los dumnoni. Regresó con las
bodegas del barco repletas con ocho toneladas de lingotes de estaño.
—Apuesto a que el Halción sólo se llevará uno de esos escuetos
cargamentos que tanto enfurecen a Leontes —comentó Mílcar en tono alegre.
—Tendrás que guardar el secreto —le advirtió José con ansiedad.
—No te inquietes por eso, José de Arimatea. ¡Todavía disfruto más al
pensar que mi padre cree que transporto grano y me aburro solemnemente
con ese trabajo!
Aquel primer viaje con mercancía de estaño se realizó el año en que José
cumplió los veinte.
A los veintidós años, poseía ya otra galera, que tenía por nombre Garza,
además del Gorrión, al mando de cuya tripulación se hallaban el macedonio,
Filipo y dos de sus hermanos, y de otro barco similar al Gorrión, llamado Ibis,
del que se encargaban los otros tres hermanos. Aunque el negocio del estaño
daba unos enormes beneficios, José no se limitaba a él. La segunda galera y
las dos naves más pequeñas navegaban de mayo a octubre, transportando
mercancías para otros, además de comprar y vender productos de lujo de
escaso tamaño y elevado precio. Los agentes de todos los puertos del
Mediterráneo estaban encantados de incorporar la flota de José a la lista de
sus representados.
Había comprado, asimismo, la gran casa de Jerusalén que antaño
perteneció a su familia. Rebeca dijo, con pesar, que se estaba haciendo
demasiado vieja para las empinadas calles de la ciudad y que prefería
quedarse en el entorno, más cómodo, de la alquería.
La respuesta de la anciana fue mucho más grata que el arrebato de furia
con que reaccionó Josué.
—¿De modo que el capitán de barco viene ahora a distribuir dádivas al
padre a cuyas palabras ha hecho oídos sordos durante todos estos años?
¿Esperas que te esté agradecido por la oportunidad que me brindas de vivir
en las habitaciones donde presencié el asesinato de mi padre? Que Dios te
perdone, José, porque tu padre no te va a perdonar.
Helena no discutió con su marido; nunca lo hacía. De todas formas, le
recordó que su hermana Abigail vivía con estrechez en unacasa muy pequeña
con sus numerosos hijos y que su marido podía sacar adelante su negocio de
telares en Jerusalén igual que en Betania, o incluso prosperar más.
Sara destacó algo positivo: que cuando efectuaran el peregrinaje de
Pascua, dispondrían de una casa donde alojarse y así no tendrían que montar
la tienda.
Más tarde, cuando se encontraban a solas, trató de consolar a José.
—Tu intención era generosa y pura, amor mío. Ya se darán cuenta con el
tiempo. Debes comprender que su reacción se debe al amor que sienten por
Arimatea y no a una falta de afecto hacia ti.
José asintió, haciendo como que comprendía. Sara había sido, na-
turalmente, la primera persona a quien había hablado de la casa de Jerusalén.
También había sido la primera en decir que no quería trasladarse a ella.
—Siempre he vivido en el campo, José. Es mi mundo. En Jerusalén no
tendría amigos ni posibilidad de hacer amistades, sobre todo entre la gente
que tú conoces allí. Me aterrorizaría tener que cenar con las esposas del rey
Herodes, como hiciste tú la semana pasada, en compañía de sus hijos. —
Acarició el brazo de José y le tiró de la manga—. Habíame otra vez del
palacio y de la cena. ¿De verdad sirvieron un pavo asado, cuya cola estaba
guarnecida con su propio abanico de plumas?
—Volvieron a ponerle todas las plumas, no sólo las de la cola. Ya te dije
que cuando lo trajeron temí que tuviéramos que comerlo vivo. Parecía vivo, de
verdad.
—¿Y tenía los ojos?
—Hasta la lengua conservaba. Herodes se la arrancó, la mojó en una salsa
y se la comió.
Sara dobló el cuerpo con fingidas náuseas, aunque en realidad estaba
riendo. Aquello levantó en algo el ánimo a José, pero no disipó la decepción
que le había causado el hecho de que nadie, ni siquiera Sara, deseara
compartir el fruto de su éxito.
17

La participación con el rey Herodes en la empresa de la aleación del


estaño y el cobre le reportó unas ganancias como jamás había soñado
alcanzar. Aquella asociación trajo sin embargo una pesada contrapartida, que
no había previsto tener que pagar. Poco después devolver de Arimatea, José
recibió otra invitación. Las invitaciones del rey eran, de hecho, órdenes.
La primera cena, la que había estado comentando entre risas con Sara,
había sido emocionante. José acudió al palacio que tenía Hero-des en
Jerusalén con un sentimiento de excitación. No esperaba recibir tal honor.
Negocios, sí; los beneficios eran siempre bien recibidos, incluso por un rey,
fuera cual fuese su origen. ¡Pero tener una relación personal, cenar en la
mesa del rey junto con su familia! Aquél era el tipo de trato social que había
disfrutado su abuelo.
Con un rey distinto, por supuesto, que pertenecía a la dinastía de los
Macabeos, la auténtica realeza judía. José se había hecho el propósito de no
olvidar nunca que las manos de Herodes estaban manchadas con la sangre del
padre de su padre, el esposo de la abuela a la que él tanto amaba.
La opulencia del palacio superaba la de las viviendas que había visto antes,
incluso entre las acaudaladas familias de la comunidad judía de Alejandría.
Los suelos y las paredes eran de mármol multicolor, dispuesto en múltiples
combinaciones de dibujos. En el centro del enorme patio rodeado de columnas
de mármol, en el que abundaban los árboles y arbustos que daban flores de
dulce aroma, manaba agua perfumada de una fuente de mármol, lo cual
constituía un lujo inaudito en Jerusalén, donde el agua era tan escasa durante
la estación seca que los aguadores la vendían a un precio más elevado que el
vino.
El comedor estaba adornado con tapices de seda que reproducían escenas
de jardines. Los divanes se hallaban tapizados con telas de oro. Las mesas
bajas dispuestas para cada seis comensales, instalados en tres divanes, eran
de plata; los platos, cuencos y copas, de oro, con gemas incrustadas en los
bordes. Los cojines en los que se apoyaban los comensales eran de relucientes
sedas a rayas de cuyas esquinas pendían sartas de magníficas cuentas de
ámbar que aparecían rematadas con borlas de hilos de oro. Encima de cada
mesa había colgada una lámpara en la que ardía aceite aromatizado con
incienso.
Había diez mesas y treinta divanes, para un total de sesenta comensales.
Herodes, vestido con una túnica de seda de color púrpura y tocado con una
corona orlada de amatistas, compartía diván con un guapo joven que le
prodigaba radiantes sonrisas y le acercaba la copa a los labios cada vez que
deseaba beber.
José se preguntó si se trataría del hijo favorito de Herodes. Corría el
rumor de que tenía más de doce hijos varones —lo cual no era extraño en un
hombre que contaba con diez esposas—, sometidos a perpetuos altibajos en
los afectos y predilecciones de su padre. El compañero de diván de José era
un visitante de Siria. José le habría pe-dido de buena gana que lo pusiera al
corriente de quiénes de los presentes eran los príncipes, pero el sirio no se
molestó siquiera en presentarse. Permaneció callado durante toda la cena,
presto a comer y beber cuanto le servían.
José dedicó sus esfuerzos a no beber demasiado y a simular que se sentía
a gusto. Tampoco se sentía enteramente a disgusto, ya que por ejemplo
disfrutó de la música, que no paró de sonar en ningún momento. Los
intérpretes eran excelentes y el sonido le dispensaba de la necesidad de
intentar trabar conversación con los otros cuatro invitados de su grupo.
La comida duró casi cinco horas. El rey Herodes se retiró al cabo de dos.
Otros hombres se marcharon sin ceremonia a lo largo de las horas siguientes.
Algunos volvían y otros no. José hubiera ido también a orinar, pero como no
sabía dónde hacerlo ni a quién preguntar, se aguantó. Cuando los esclavos
retiraron los platos y presentaron cuencos de agua para lavar en ellos las
manos, se alejó de su compañero de diván, que ya roncaba, y del comedor sin
mirar atrás siquiera una vez, ansioso por llegar a la calle y orinar.
Cuando le llegó la segunda invitación de Herodes en Anmatea, José
preguntó al oficial que se la entregó si podría decir que se hallaba ausente,
que no la había recibido. El hombre no sonrió siquiera mientras respondía que
aquello era imposible.
—Mis hombres y yo debemos acompañaros al palacio de Sebastea.
—¿Sebastea? Pero si eso está en Samaría. Yo soy judío, oficial, y los
judíos no vamos a ese territorio de paganos.
—Sebastea —repitió el hombre—. Tenemos los carros esperando en el
pueblo.

Sebastea quedaba a tan sólo unos cuarenta y ocho kilómetros de


Arimatea, más o menos a la misma distancia que Jerusalén, y a José en el
fondo no le importaba mucho la fama de herejes que tenían los sa-maritanos
entre los habitantes de Judea. Con los años había conocido y tomado aprecio
a demasiadas personas de lugares y origen muy variados para desperdiciar
ahora el tiempo pensando en las diferencias de criterio religioso. Él tenía sus
propias creencias, y con eso le bastaba.
El viaje resultó interesante. No había estado nunca en Sebastea ni en sus
alrededores. De hecho, una gran parte del reino de Herodes era territorio
desconocido para él.
Iba de pie en el carro al lado del oficial, que se llamaba Lisímaco, según
supo, y conducía con mano experta los dos veloces caballos del tiro. José
alabó la destreza de éste con una genuina admiración y envidia que contribuyó
a relajar su marcial rigidez, de tal forma que durante el resto del trayecto
estuvo bastante conversador y hasta se avino a contestar algunas preguntas.
Era tracio, explicó, y había sido soldado profesional toda su vida. Poco más
de diez años antes formaba parte de la guardia personal de la reina
Cleopatra, pero a la muerte de ésta fue contratado, como muchos de sus
compañeros, por el rey Herodes.
Oh, sí, por supuesto. La reina era tan hermosa como decía la gente. Él la
echaría de menos durante el resto de sus días. Sólo con verla caminar,
cualquier varón se sentía elevado más allá de la simple condición de hombre.
¿El rey Herodes? José debía comprender que no podía hacer ningún
comentario sobre el rey, ni tampoco sobre su familia.
—Del palacio sí podéis hablarme, ¿verdad, Lisímaco? Hasta ahora sólo he
sido invitado del rey Herodes una vez, en Jerusalén. Como no sabía dónde
orinar, me entró un dolor en el vientre que casi acaba conmigo.
El tracio lanzó una estruendosa carcajada y luego prometió que cuando lo
escoltara hasta la presencia del rey pasarían junto a una letrina para que así
pudiera memorizar donde estaba.
Sebastea, precisó el oficial, no era un simple palacio más entre los
erigidos por el rey Herodes. Éste había construido la ciudad entera sobre las
ruinas de la capital anterior, y la había bautizado con ese nombre en honor
del emperador de Roma, porque Sebastea significaba Augusto en griego. Aun
siendo bella —y había que reconocer que el rey era un gran constructor—,
aquélla no era sin embargo su ciudad preferida.
Masada era el palacio que más le gustaba. Tendría que verlo. La gente lo
llamaba «el palacio colgante». Excavado en la enorme pared de roca que se
alzaba en medio del desierto, en realidad se componía de tres palacios, uno
encima del otro, que se hallaban conectados por escaleras. Uno se sentía
como un águila allá arriba.
¿Otros? Bueno, puesto que José conocía el de Jerusalén, debía de haber
visitado los de Herodíades y Jericó, que estaban tan cerca. ¿No? Tal vez
tendría ocasión de ir más adelante. Generalmente el rey prefería el de
Jericó, aunque todo indicaba que acabaría decantándose por Cesárea una vez
hubieran finalizado los ruidos de las obras que se realizaban en la ciudad.
Faltaba poco para que estuviera concluida.
Había también otros palacios, anexos en su mayoría a las fortalezas de la
zona fronteriza, pero el rey Herodes no había residido en ninguno de ellos,
cuando menos durante los últimos diez años.
—Mis tropas lo acompañan siempre en todos sus desplazamientos. Somos
la élite. No cometáis el error de creer que todos los uniformes que veréis en
Sebastea corresponden a nuestro cuerpo. El ejér-cito del rey Herodes tiene
sus cuarteles generales allí, pero nosotros no tenemos nada que ver con él.
José sintió que le embargaba la aprensión. ¿Dónde se iba a meter en
realidad? Viajaba escoltado por unos guardias a un lugar que se hallaba
poblado por un ejército... ¿Era un invitado o un prisionero? Tal vez la
afabilidad del tracio no fuera más que una argucia destinada a hacerle bajar
la guardia. Llevaba años escuchando habladurías en torno a los fulminates
arrebatos de cólera de Herodes. La gente decía que había asesinado a su
primera mujer, a su padre y a su hermano, que los criados que le disgustaban
desaparecían de modo misterioso y nunca volvía a saberse nada de ellos. José
pensó en su abuelo y se estremeció.
—Hace algo más fresco aquí, por la altura —comentó el oficial tracio.
Ciertamente, en esos momentos soplaba un viento racheado, preñado de
lluvia.
—Falta poco para el invierno —logró decir José.
Tenía la boca seca y sentía la lengua pesada, hinchada. Se agarraba al
borde del carro con manos sudorosas. Por fortuna, la lluvia y la pronunciada
pendiente del camino obligaron a Lisímaco a conducir con mayor atención e
interrumpir la conversación.
—Sebastea —anunció al rato—. Hemos llegado temprano.
Las altas murallas de la ciudad presentaban un aspecto tenebroso, de mal
agüero, rodeadas de bruma y lluvia. José mantenía un mudo diálogo consigo
mismo, reclamando valor a su corazón y fortaleza a su cuerpo para mantener
una postura erguida y digna. Apenas reparó en ningún detalle de la ciudad que
atravesaban, salvo en el gran número de hombres uniformados que circulaban
por sus calles.
Miró hacia atrás y vio que les seguían cinco carros, ocupados cada uno por
dos guardias. Cuando Lisímaco refrenó los caballos, José debió esforzarse
para no perder el equilibrio. Sentía como si las piernas no lo sostuvieran.
—Seguidme —indicó el guardia mientras bajaba con un ágil salto del carro
—. He aquí el palacio.
José echó a andar a trompicones en pos de Lisímaco, para no quedar
rezagado, pues el tracio caminaba con largas zancadas. La visión de los
fastuosos muebles del palacio llegaba desdibujada a su retina, y le costó salir
de su distracción cuando el oficial señaló una alta puerta que aparecía
tachonada de clavos con cabeza en forma de flor.
—La letrina —informó discretamente Lisímaco.
José interpretó el gesto como una buena señal, razonando que de ser un
prisionero, no le tendrían ninguna consideración, y se tranquilizó un poco.
El tracio se paró de repente y José estuvo a punto de chocar conél. Luego
se apartó a un lado para ver al hombre que había detrás de Lisímaco, del cual
emanaba un intenso aroma a pachuli, una carísima combinación de perfumes
que procedía de la India. Su aspecto era radicalmente opuesto a su olor. Se
trataba de un individuo fornido, ya maduro, pero dotado de una musculatura
comparable a la de un gladiador. Vestía una austera túnica, manto de lana de
color pardo y botas de piel marrón. El único aderezo que guardaba
concordancia con el pachuli era la multitud de anillos que llevaba en las manos,
dos en cada dedo y en algunos incluso tres.
—Sed bienvenido, José de Arimatea —lo saludó tras ordenar a Lisímaco
con un ademán que se apartara—. El rey Herodes os espera. Soy Ptolomeo, su
ministro de finanzas. Conozco bien todo lo referente al negocio del estaño.
Acompañadme.
Ptolomeo había hablado con tono duro, sin ningún atisbo de calidez en el
semblante. José irguió la barbilla más de lo que era habitual en él, decidido a
ir con arrogancia al encuentro de lo que pudiera depararle el destino, aunque
fuera la muerte, liberado del abyecto miedo que sentía.
El miedo y la arrogancia quedaron sustituidos por el asombro cuando entró
en una pequeña habitación excesivamente caldeada en la que se hallaba
sentado Herodes junto a una espaciosa mesa, frente a un hombre delgado de
cabello plateado. El rey se levantó al verlo y acudió hacia él con los brazos
abiertos.
—Mi joven lobo de mar. ¡Por fin! —Lo abrazó y le dio un beso en ambas
mejillas—. Necesito que me prestéis consejo. Aquí todos somos unos
ancianos. Venid a tomar asiento al lado de Nicolaus.
El inmenso alivio que corrió entonces por las venas de José surtió un
fulminante efecto de distensión en su vientre.
—S-se-señor —dijo tartamudeando—. ¿Podría ir un momento a la letrina?
—Luego, sin aguardar la venia del rey, abandonó corriendo la estancia.
Herodes y sus dos consejeros estaban riendo cuando volvió. Sospechó que
tal vez rieran de él, pero no se dio por ofendido. Mientras liberaba los
intestinos de la carga del miedo en la letrina de mármol, había estado
pensando en el vergonzoso ridículo en que había incurrido, en el descabellado
miedo a perder la vida. Sin embargo, al final había llegado a la conclusión de
que sus temores no carecían de fundamento; no era una insensatez recelar
del antojadizo carácter del rey Herodes. Debía obrar con cautela, pues
cualquier error podía tener consecuencias fatales.
A medida que transcurrían las horas le resultaba, no obstante, más difícil
mantener aquel propósito. En el sinfín de anécdotas protagonizadas por el rey
Herodes que habían llegado a sus oídos, nunca se ledescribía como una
persona que estuviera provista de un gran encanto. Y lo cierto era que lo
tenía. Estaba trabajando en los preparativos de unos grandes festejos para
celebrar la conclusión de las obras de Cesárea, y su alborozo, y hasta su
orgullo, eran tan espontáneos y frescos como los de un niño que acaba de
construir su primera cabaña con unos cuantos maderos y ramas.
—Vos que sois marino, José, ¿qué nos recomendáis? ¿Colgar fanales en los
mástiles de los barcos... pendones en las arcadas de los malecones... variar el
color de la llama del faro... organizar una regata... tender sartas de flores
entre barco y barco... poner cuencos con incienso que floten en el agua...
representar una batalla ficticia entre piratas... cubrir el muelle con
alfombras de seda...?
El rey demostraba un interés sincero por las opiniones de José y por las
ideas que éste aportara para mejorar el espectáculo. En cuestión de minutos,
José quedó por completo atrapado en el proyecto, hasta el punto de que
cuando entró un esclavo para anunciar que la cena estaba servida, lamentó
tener que separarse de los dibujos y esbozos de Cesárea que cubrían la mesa.
—¡Estupendo! —exclamó Herodes—. Un poco de vino renovará la
creatividad del espíritu. ¿No es eso lo que decís los filósofos, Ni-colaus?
El interpelado, que había permanecido en silencio casi todo el día, esbozó
una sonrisa.
—Es cierto que los sueños tienen mayor vivacidad cuando uno se rinde al
sueño a causa del vino, señor —respondió.
Herodes le hizo un palmo de narices a su consejero.
—Eres casi tan fúnebre como Ptolomeo —se quejó, riendo—. Casi me
llegaba desde el otro extremo de la habitación el sonido del abaco con que
contaba mentalmente, calculando el coste de la celebración.
»Menos mal que tengo al joven José aquí conmigo —añadió al tiempo que
posaba el brazo sobre el hombro de éste—. Él no ha caído en el
anquilosamiento de espíritu y articulaciones que trae consigo la edad.

La estancia donde cenaron era apenas mayor que la anterior donde habían
estado reunidos. La principal diferencia consistía en que aquélla tenía las
paredes cubiertas de frescos, en lugar de dibujos del puerto de Cesárea. Los
frescos, de elegante factura y colorido, representaban escenas de copulación
entre hombres y mujeres, hombres con hombres, hombres con animales y
otras variaciones sobre el tema de la gratificación sexual quejóse no había
imaginado posibles hasta entonces.
—Dejad de fruncir el ceño, Ptolomeo, y sentaos conmigo en el di-van —dijo
Herodes—. He encargado una cena que satisfará vuestro avaro corazón.
José reprimió un suspiro de alivio. Incluso en una habitación como ésa, no
cabía la sospecha de que el severo ministro de finanzas fuera a hacer el papel
de juguete sensual del rey, como había tenido la impresión que ocurría con el
muchacho que lo acompañó en la cena de Jerusalén. Se lavó las manos en el
agua perfumada que le ofreció un esclavo y luego se las secó con la toalla que
le tendió otro. Cuando tuvo delante los platos de lentejas y pierna de cordero
asada, cayó en la cuenta de que tenía un hambre atroz.
—Un brindis —anunció el rey Herodes cuando sirvieron el vino—. ¡A mi
salud! —exclamó entre risas antes de apurar de un trago el contenido de la
copa de oro, que de inmediato volvió a llenar un esclavo.
El estado inicial de la embriaguez acentuó la afabilidad de Herodes.
Brindó alegremente por «los amigos que compartían su mesa» y les dio las
gracias por su lealtad.
—Eso va también por vos, José de Arimatea. Podríais haber pedido un
precio más elevado por el estaño, e igualmente lo habría pagado. Podríais
haber hecho trampas en las cuentas, pero Ptolomeo las ha repasado todas y,
según me dice, sois esa clase de animal mítico, tan difícil de encontrar... un
hombre honrado.
Al cabo de muchas copas más, se puso sensiblero.
—Sé que estáis casado con una sola mujer, José, y que no tenéis hijos. No
podéis ni imaginar qué gran fortuna es ésa. Mis esposas y sus parientes me
atosigan día y noche contándome horribles chismes sobre las demás. Se odian
entre sí. Mis hijos me odian, sobre todo los varones. Quieren matarme para
heredar mis riquezas. Ya son tres las veces que mis catadores han muerto
envenenados, y en ninguna ocasión he logrado desenmascarar al responsable.
Apoyó el hombro en el borde del diván para agarrar a José del brazo.
—Vos no deseáis mi muerte, ¿verdad, joven José?
—No, no la deseo, rey Herodes —respondió José, turbado por lo
embarazoso de la situación.
—¿Por qué no? —insistió Herodes, mientras le apretaba el brazo—. No
iréis a decirme que sentís amor por mí.
—Siento amor por los beneficios que extraigo de las relaciones
comerciarles que mantengo con vos, señor.
Herodes lo soltó y se dejó caer en el diván, riendo y sollozando a un
tiempo.—Es sincero —dijo, a Ptolomeo, gimoteando—. ¿Por qué no tendré
hijos como él?
Entonces Nicolaus se levantó y se acercó despacio al diván de Herodes.
—Alteza —dijo con voz apagada—. Soy un anciano y necesito dormir. ¿Me
concedéis la venia para retirarme?
Herodes lo miró con ojos enrojecidos y anegados de lágrimas.
—Marchaos pues —gruñó—. No reparéis en lo que necesito yo... compartir
mi simple comida con mis amigos.
—Nadie abandona la mesa antes que el rey —convino Nicolaus, y se
arrodilló junto a su señor—. Me quedaré y haré caso omiso a los dolores de mi
cuerpo.
Herodes se volvió hacia su amigo y apoyó la cabeza en su delgado hombro.
—Sois un saco de huesos —se quejó—. Ayudadme, Nicolaus.
José fijó la mirada en el plato de dátiles y queso tierno que tenía ante sí,
para no ver la lastimera imagen del rey de Israel saliendo con paso
tambaleante de la habitación.
Cuando se cerró la puerta, Ptolomeo le indicó que terminara el postre.
Antes de acabarlo, Nicolaus ya estaba de vuelta.
—Querría conversar con José de Arimatea —anunció el anciano a
Ptolomeo—. Iremos a mi estudio y después lo acompañaré a su dormitorio. —
Pidió con un gesto a José que lo siguiera.
—Buenas noches, Ptolomeo —se despidió José.
—Buenas noches —contestó Ptolomeo con una inclinación de cabeza.

El estudio de Nicolaus era en realidad una biblioteca: los anaqueles de las


paredes estaban repletos de pergaminos.
—¡Esto parece Alejandría! —exclamó José.
—Me hago la ilusión de que me hallo en su gran biblioteca —reconoció
Nicolaus—, pero sé que no es verdad. Todos y cada uno de los días de mi vida
los paso añorando los tesoros del museo.
—¿No podéis ir a pasar una temporada allí? Os aceptaría gustoso como
pasajero; mis barcos siempre realizan alguna escala en Alejandría.
Nicolaus agradeció a José el ofrecimiento, pero lo declinó, aduciendo que
no podía dejar a Herodes.
—Me permitiría irme si se lo pidiera, pero no se lo voy a pedir. Depende de
mí. José de Arimatea, poseo bastante información sobre vuestra persona y
por ello confío en que no repetiréis nada de lo que os diga esta noche.
También espero que no divulguéis el tipo decomportamiento que tiene el rey
cuando se siente a recaudo entre amigos.
José asintió con un gesto y entonces Nicolaus pasó a contarle cosas tan
escabrosas que no les hubiera dado crédito de haberlas oído de otros labios.
El rey Herodes se hallaba realmente en peligro. Su temor a que sus hijos lo
asesinaran se fundaba en motivos sólidos. Aparte de ellos había otras
personas interesadas en su muerte, muchas más de las que el propio Herodes
sospechaba. Nicolaus, que estaba al frente de la amplia red de espías e
informadores del rey, impedía que llegaran a conocimiento de éste muchos de
los informes y se encargaba personalmente de desbaratar un buen número de
conspiraciones.
—Herodes no es mala persona en el fondo. Con frecuencia actúa de modo
irreflexivo, pero su familia es como un enjambre de insectos, siempre con el
aguijón dispuesto. No lo dejan en paz. Yo le tengo afecto. Creo que soy la
única persona del mundo que lo quiere. No por ninguna atracción carnal; yo
soy el hermano que debiera ser su hermano de sangre, que no es más que un
conspirador y un fratricida en potencia. Pobre Herodes. Sólo me tiene a mí,
aunque me parece que he conseguido evitar que él se dé cuenta de esta triste
verdad.
»Ahora, José, voy a daros un consejo. Podéis negaros a seguirlo si queréis.
A continuación Nicolaus le recomendó que partiera hacia Cesarea al
amanecer, pues de lo contrario Herodes trataría de incoporarlo a su séquito
real.
—Le habéis causado una impresión muy positiva. Él es por lo general muy
exagerado en la repartición de sus simpatías y antipatías.
El problema que entrañaba trabar amistad con Herodes era que cuando,
de forma inevitable, el amigo lo decepcionaba por algún motivo, real o
imaginario, el rey se sentía traicionado y entonces era imposible predecir su
reacción.
—Yo había llegado a la misma conclusión, Nicolaus —admitió José, al
recordar los minutos de desesperación que había pasado en la letrina—. Pero
no veo cómo puedo marcharme sin que lo considere una ofensa.
Nicolaus tenía lista la respuesta: José partiría precipitadamente hacia
Cesárea para iniciar los preparativos de un acto sorpresa para el rey.
—Podéis organizar una especie de desfile acuático, encabezado por el rey
Herodes, en el que participarán sus familiares, los dignatarios de otros
países... Podéis encargar la construcción de barcazas para todos ellos. La de
Herodes debe ser, por supuesto, la más grande y fastuosa. Podría haber
algunas barcazas con músicos. Yo me ocuparé de que se compongan canciones
especialmente para la ocasión.—Será la atracción culminante de los festejos
—declaró José en tono admirativo.
—Sí, por supuesto. Pero Herodes debe creer que ha sido idea vuestra y
que estabais impaciente por poneros a trabajar en ella.
—Gracias, Nicolaus. Es un detalle de generosidad dejar que recaigan
sobre otro los parabienes por algo que habéis ideado vos.
—De este modo conseguiré que Herodes esté contento por un tiempo. Ésa
será mi recompensa. ¿Aceptáis, pues?
—Con sumo gusto. No vale la pena ni que me acueste.
—Eso es excesivo. Un esclavo os despertará y os servirá el desayuno.
Tenéis ropa de repuesto en el dormitorio. Venid, os enseñaré dónde está y el
recorrido que debéis hacer mañana para llegar hasta vuestro carro.
Cuando ya se disponía a salir del dormitorio de José, Nicolaus se detuvo.
—Querría haceros una pregunta —dijo—, si no os importa responderla.
—No podré asegurarlo hasta saber de qué se trata.
—¿Por qué no odiáis a Herodes? Casi todos los judíos lo odian, y vos tenéis
un motivo especial: la muerte de vuestro abuelo.
—Soy poco dado a odiar —respondió José tras reflexionar un instante—.
Prefiero emplear ese tiempo y energías en algo que me procure placer. Y un
provecho, a ser posible —añadió con una sonrisa—. El odio de mi padre es
suficiente para toda la familia —continuó, recuperando la seriedad—. No
quiero acabar como él.
»Además, el rey Herodes es agradable cuando no está bebido. He
disfrutado con la planificación de los festejos.
—¿Os ha inspirado compasión, entonces?
—No del todo. No pongo en duda la veracidad de lo que me habéis contado,
Nicolaus, pero para la gente corriente es muy difícil sentir piedad por un rey,
y más cuanto éste se compadece de sí mismo.

18

Nicolaus había accedido a mandar un mensajero a Arimatea para informar


a Sara de que José retrasaría su regreso. A éste, recordando la
preocupación que él mismo había sentido con respecto a las intenciones de
Herodes, no le costaba imaginar la inquietud que podría embargar a su esposa
si veía transcurrir los días sin tener noticias de él.En Cesárea, la gente
recibió con entusiasmo y gratitud sus pesquisas para contruir las lujosas
barcazas destinadas al desfile. Ahora que la edificación de la ciudad se
hallaba prácticamente concluida, reinaba el abatimiento entre los diversos
sectores del artesanado. Muchos de los obreros llevaban más de una década
trabajando allí.
—Yo era aún joven cuando comenzaron las obras —se lamentó el capataz
de una cuadrilla que ponía adoquines en una calle— y pensaba que mi buena
fortuna duraría para siempre. Ahora tengo una mujer y cuatro hijos y sólo
veinte metros de pavimento por colocar. Aceptaré el primer trabajo que se
me presente, sea cual sea.
Picapedreros, albañiles, carpinteros, herreros... todos explicaban historias
similares.
José realizó el trabajo que se había propuesto hacer en Cesárea, pero en
su mente bullían, además, otros pensamientos. En Belerión, la producción de
estaño no estaba sujeta a ningún tipo de organización. Cada hombre podía, si
así lo deseaba, recoger la arena mezclada con el metal en cualquiera de los
arroyos que lo transportaban y luego, aprovechando el ímpetu del caudal,
tamizarla en una especie de cesto que servía de cedazo, para después
recoger y llevar los pedazos de estaño reunidos a la casa de fundición. Podía
hacer eso o bien dedicarse, según le apeteciera, a las labores del campo o a
alternar con sus amigos.
¿Aceptarían los celtas algún tipo de organización? ¿Permitirían que unos
extranjeros instauraran unos métodos de trabajo distintos y que los
supervisaran después? Sólo había una manera de averiguarlo. Tendría que
preguntárselo.
También debería localizar entre los trabajadores de Cesárea a aquellos
que estaban dispuestos a abandonar sus hogares para viajar a una tierra
desconocida, con una lengua y costumbres diferentes.
Era probable que se tratara de una ocurrencia ridicula, pero no podía
quitársela de la cabeza.
El sabbath fue a la sinagoga del pequeño barrio de los judíos, que
constituían minoría en aquella ciudad. Solicitó permiso para hablar y dijo a la
gente que cabía la posibilidad —aunque sólo la posibilidad— de que dentro de
unos meses les presentara una propuesta.
—Eso significaría tener que abandonar Israel, viajar a tierras lejanas por
mar, fundar una nueva comunidad e iniciar una vida distinta. Igual que
hicieron otros judíos en Capadocia, Armenia y Cilicia. Como contrapartida
dispondríais de todo el trabajo que quisierais y de más dinero del que hayáis
ganado nunca aquí.
Enseguida le llovieron por todos lados afanosas preguntas.
—No puedo precisar nada más —respondió José—, hasta haberme
cerciorado de que existe trabajo en ese lugar. Volveré en agostocon una
información definitiva. Sólo os he participado esto ahora porque nadie puede
tomar una decisión así sin disponer de tiempo suficiente para reflexionar.
—Mi hermano trabaja de labrador en Siria, cerca de la frontera —planteó
un hombre—. ¿Podría venir él con nosotros?
—Todavía no sé nada de cierto —contestó José con un gesto de
impotencia—. Debéis entenderlo bien, para que nadie renuncie a un trabajo
concreto por una posibilidad que aún es azarosa. De todas formas, podéis
decírselo a quien queráis. Siempre y cuando sea judío. No quiero dar trabajo
a los gentiles.
—Temo haberme precipitado —comentó José a Sara, una vez se halló en
casa—. Seguramente es una idea descabellada.
—Es una idea magnífica —afirmó ella—. Imagina cuando se enteren de que
en Belerión no existen los veranos abrasadores ni las sequías de aquí. Tú me
has hablado del verdor que predomina allí cuando nuestras tierras están
pardas y resecas.
—¿Pero supon que los dumnoni no lo aceptan?
—En tal caso los trabajadores de Cesárea se quedarán en la misma
situación en que se encuentran ahora. ¿Cuándo partirás hacia Belerión?
—En cuanto me sea posible. Los festejos de Cesárea se celebrarán justo
después de Pascua. Durarán una semana, diez días tal vez. Después me haré a
la mar. Ya le he dicho a Mílcar que lo tenga todo preparado. Dispondré del
tiempo justo para hablar con los celtas, cargar el estaño, llevarlo a Chipre y
volver a Cesárea en agosto. En el caso de que se produzca una emigración,
quedaría margen suficiente para trasladar a la gente a Belerión antes de que
acabe la temporada de navegación.
Omitió añadir el resto, pero Sara lo dedujo por sí misma.
—Te quedarás con ellos todo el invierno, para supervisar el asentamiento y
ayudarles a aprender las costumbres de allí.
—Lo más probable es que no llegue a realizarse.
—En caso contrario, vendré contigo.
—¡Sara! Si ni siquiera estás dispuesta a abandonar Arimatea para irte a
Jerusalén, ¿cómo vas a viajar cientos de millas y permanecer meses en una
tierra extraña?
—Aguarda y verás, José. No me conoces tan bien como crees. He sentido
deseos de ver Belerión desde la primera vez que me hablaste de ella. Ya sé
que tendré que aguantar horribles mareos durante semanas, pero me da igual.
Quizás esta vez en lugar de ponerme verde me ponga azul. Así encajaré
perfectamente en el entorno. —La jovense echó a reír y dio un beso a su
esposo—. Y ahora habíame de tu estancia en el palacio de Herodes. ¿Tuviste
que comer pavo para el desayuno?
Sara se puso seria tras escuchar todos los pormenores de la estancia en
Sebastea.
—Siempre va a Jerusalén para las fiestas religiosas. Seguro que querrá
que te alojes en su palacio durante toda la Pascua.
—No, te equivocas. Ya he mandado a Nicolaus un informe completo sobre
el desfile de Cesárea, para que lo enseñe a Herodes. Sólo quería que le
ayudara en la planificación de los festejos.
—Ojalá tengas razón. De todas formas, debemos actuar con suma
prudencia. Abigail y su familia se mudarán en invierno a la casa que compraste
en Jerusalén. Rebeca trata de convencer a tu padre para que celebremos
todos juntos la Pascua allí, pero es una cuestión espinosa y todavía falta
bastante para que el terreno quede allanado.
Por una vez, Sara se había quedado corta en su valoración. Cuando José
entró en la casa de su padre para ver a la familia, salió a recibirlo su abuela a
la puerta. Su aspecto avejentado le produjo una súbita inquietud.
—¿Te encuentras...?
—Chist —susurró Rebeca al tiempo que tapaba la boca a su nieto—. Vuelve
a tu casa. Iré a verte más tarde.
Sin embargo, no lo había hecho callar a tiempo. Josué acudió al zaguán
hecho una furia.
—¡Fuera! —gritó—. No te conozco. Estás impregnado de la repugnante
pestilencia de Herodes. Sal de mi casa y de mis tierras. Por más ínsulas que
te des, aquí no eres el amo. Estás expulsado. No quiero ni oír mencionar tu
nombre. ¡Vete!
Rebeca tomó la palabra con la voz estrangulada y los ojos anegados de
lágrimas, pero habló sin vacilación.
—Josué —dijo—, tú eres mi hijo bienamado y me desespera tener que
herirte. No debes echar a tu hijo. Eres demasiado duro y lo juzgas mal.
—¡No me obligues a ponerte en la calle! —gritó Josué a José mientras
agitaba los puños, tembloroso de rabia.
—Y tú, Josué, no me obligues a hablar de los sufrimientos pasados —dijo
Rebeca, interponiéndose entre los dos—. Después de todo, recuerda a quién
le fue restituido Arimatea. La propiedad es mía y yo le pido a José que se
quede.
Con un alando de desesperación, como el de una fiera atrapada, Josué se
desplomó en el suelo, inconsciente.

19

Rebeca estaba sentada en una silla, con la espalda erguida y la cabeza


alta. Sus nietos, que se hallaban sentados en el suelo, la miraban; todos menos
José que, abatido, mantenía el rostro hundido entre las manos.
—Mi hijo, vuestro padre, tiene el lado izquierdo del cuerpo paralizado —
explicó—. Puede pronunciar sonidos, pero no articula bien las palabras. Oye y
ve perfectamente, y en el brazo derecho conserva toda la fuerza.
»Vuestra madre se encuentra con él, y también Antíoco. Él se ocupará de
su cuidado personal, lo bañará, lo vestirá... Vuestra madre le dará la comida.
»Vuestro padre puede vivir mucho tiempo. No hay motivo para temer lo
contrario, ya que sólo tiene cuarenta y dos años.
»Os he dicho todo cuanto debíais saber. ¿Tenéis alguna pregunta?
—¿Podemos ir a verlo? —inquirió Caleb, que parpadeó para disimular las
lágrimas.
Aunque sólo tenía diez años, estaba muy crecido para su edad y creía que
debía comportarse como un hombre. La abuela le despejó el pelo de la frente
con un gesto cariñoso.
—Pronto podréis verlo —prometió—. Pero deberéis esperar un día o dos
para que se vaya haciendo a la idea de lo que le ha ocurrido. Es un hombre
orgulloso y no le gustaría que lo vierais en un estado de lastimosa debilidad.
Amos, que tenía diecisiete años, preguntó si debería posponer su boda.
—Mañana irás a la casa de Raquel —respondió Rebeca con una leve sonrisa
— e informarás, a ella y a su familia, del percance que ha sufrido tu padre. De
todas formas, no hay porqué alterar la fecha de la boda. Rezaremos todos
para que vuestro padre se encuentre en condiciones de asistir a la
celebración.
Después miró a Sara, que abrazaba a José por los hombros, y sacudió la
cabeza. Sara comprendió la indicación y enseguida retiró el brazo.
—José —dijo Rebeca.
—Yo tengo la culpa de todo —gimió él.
—¡Pórtate como un hombre! —exigió la abuela—. Levanta la cabeza y
mírame.
José obedeció la orden. Sara se mordió el labio al ver la hondura del dolor
y la culpa que se reflejaban en la mirada de su esposo, pero Rebeca se
mantuvo firme.—Durante toda tu vida te he venido diciendo, José, que lo
pasado, pasado está. No hay forma posible de cambiarlo. Lo único que tene-
mos las personas es el futuro. Ya sea éste dilatado o breve, sólo podemos
actuar sobre él, y hasta modificar las cosas, si así lo deseamos.
—¡Sí! —gritó José—. Yo quiero mejorar la relación con mi padre.
—Es muy poco lo que tú conoces sobre el funcionamiento del templo —dijo
la abuela.
¿Para qué hablaba de eso en ese momento, cuando su padre podía morir
con el corazón lastrado de odio hacia su hijo mayor?
José se dispuso a interrumpirla, pero Rebeca se lo prohibió levantando un
dedo.
—Hay más de siete mil sacerdotes —añadió la anciana.
Una vez más, José sintió el impulso de replicar. El había visto el templo
muchas veces y estaba convencido de que no tenía capacidad para albergar
tantos sacerdotes. Rebeca, no obstante, como tantas otras veces, se le
adelantó dando respuesta a sus interrogantes y dudas antes de que él los
hubiera expresado.
El estamento sacerdotal estaba distribuido en veinticuatro clanes que se
hallaban diseminados por todo Israel, y también por otros países. Los
sacerdotes atendían el servicio del templo de forma rotativa, durante una
semana. Las otras semanas del año vivían como el resto de la gente, con sus
familias y amigos en los pueblos y ciudades donde tenían su residencia.
—Esto lo sé —añadió Rebeca, la respuesta a otra pregunta no formulada—
a raíz de la época en que vuestro abuelo estaba vivo y era miembro del
sanedrín. Entre nuestro círculo de amistades había muchos sumos sacerdotes
y un buen número de sacerdotes de menor rango.
»Uno de ellos, llamado Nebuzah, vive en Thamna, que queda más o menos a
una hora de camino de Arimatea. Ve a buscarlo, José. Por aquel entonces era
un sacerdote muy joven, un protegido de tu abuelo; en la actualidad debe de
contar poco más de cincuenta años.
»El origen de la discordia que existe entre tú y tu padre reside en el
hecho de que no observas las fiestas sagradas durante tus viajes. Y en tu
desobediencia, por la cual infringes el mandamiento de honrar a tu padre.
Nebuzah pondrá paz entre vosotros y aportará serenidad de espíritu a tu
padre.
—¿De qué forma? ¿Qué puede decir o hacer él?
—Es un sacerdote del templo sagrado. Tiene autoridad para explicar e
interpretar la ley, y tu padre lo sabe.
—¿Aceptará hacernos el favor? —preguntó Sara con voz aguda, alterada
por la ansiedad.
—Sí —afirmó sin sombra de duda la abuela, desviando la miradahacia Sara
—. Él creía que yo no lo sabía, pero estaba perdidamente enamorado de mí,
con la tierna devoción propia de su edad. Yo fui su primer amor.

Sara y José regresaron a su casa con paso lento y cansino.


—¿Viste la cara que pusieron tus hermanos cuando Rebeca dijo que el
joven sacerdote había estado enamorado de ella? —comentó Sara con una
risita—. Amos se ha puesto rojo como una cereza y a Caleb por poco se le
saltan los ojos de tan fijamente como la miraba.
Sin embargo, José no tenía el ánimo para risas.
Al día siguiente se levantó al amanecer para ir a Thamna en busca del
sacerdote Nebuzah. Sara supo que había regresado con él porque Caleb fue
corriendo a contárselo, pero no vio a José hasta que volvió a casa, ya de
noche.
Lo encontró exhausto, pero sosegado. Le tendió los brazos y per-
manecieron fundidos en un abrazo, sin hablar, durante largo rato. Después él
le tomó la cara y le dio un tierno beso.
—Estoy bien —dijo—, y mi padre parece haber recobrado fuerzas. Le he
prometido que lo llevaría a Jerusalén para el Yom Kippur. Iremos juntos al
templo el día de la Expiación.
—Pero, José, si eso cae casi al final de la temporada de navegación. ¿Cómo
vas a poder llevar a esas personas de Cesárea a Belerión si tienes que estar
en Jerusalén?
—Aún no es seguro que los dumnoni les permitan ir —recordó José a su
esposa. Después esbozó una sonrisa; la amplia y desenfadada sonrisa que le
era tan característica—. Y en caso de que lo permitieran, omitiré decir a mis
pasajeros que probablemente deberemos de soportar alguna que otra
tormenta durante el viaje.
—Menuda perspectiva —exclamó Sara mientras se llevaba una mano al
estómago y otra a la garganta—. Definitivamente, me voy a poner azul.
—¿Entonces estás decidida a acompañarme?
—Aunque tenga que ir de polizón.

Para la fiesta de las Luces, Josué se halló en condiciones de ir al pueblo a


ver sus calles iluminadas y asistir a las ceremonias del sabbath en la sinagoga.
José y Amos lo trasportaron en una litera que Helena había decorado con
largas borlas, mientras las mujeres y Caleb alumbraban el camino con
antorchas.
Repitieron la misma operación con motivo de los animados festejos del
Purim, tres meses después, cuando ya habían cesado las lluviasy el frío
invernales, y los árboles y campos se cubrían de un nuevo verdor.
Sólo faltaba un mes para la Pascua, tras la cual llegarían los festejos de
Cesárea. José había comprado un carro y caballos para desplazarse con
mayor rapidez. Llevaba varios meses viajando cada semana a Cesárea para
supervisar la construcción de las balsas que participarían en el desfile
acuático. Todo debía estar listo a tiempo.
Estaba amenazando a uno de los doradores con dejarle los dos ojos a la
funerala y algún que otro hueso roto, cuando en una calle próxima un gran
estrépito de trompetas y tambores anunció la llegada del rey en persona a la
ciudad que había erigido.
José se sintió tentado de abandonar la ciudad de inmediato, pero desechó
la idea, pues previo que Herodes acabaría por enterarse y se sentiría
ofendido. Por ello, después de transmitir a gritos un ultimátum definitivo al
dorador, se dirigió a toda prisa a los baños para afeitarse, lavarse y
perfumarse. Una vez aseado, se presentó por propia iniciativa en el palacio de
Herodes con objeto de informarle de la marcha de los preparativos.
Como los guardias de la entrada le impidieron el paso, exigió hablar con su
superior.
—Lo conozco —dijo con enojo— y él me conoce a mí. Estará más que
encantado de amonestaros por vuestra arrogancia y estupidez.
Al poco rato, que José pasó recorriendo con impaciencia el porche de un
extremo a otro, por las altas puertas de bronce del palacio salió un oficial
que vestía el uniforme de gala. Su armadura de bronce lucía el mismo
emblema que decoraba las puertas: una cornucopia rebosante de frutas que
estaba rodeada de una corona de laurel. Encima del símbolo de la abundancia
aparecía escrito en griego el nombre de Herodes I.
A pesar de su irritación —pues aquel hombre no era Lisímaco, el oficial
que lo había acompañado a Sebastea—José se echó a reír. Conocía muy bien
aquella narcisista divisa: era la misma que se reproducía en las monedas de
bronce que acuñaba Herodes. El soldado y el palacio eran una muestra más de
las aplicaciones del estaño que él suministraba.
Desconcertado por su risa, el oficial crispó la mano en torno a la
empuñadura de la espada.
—¿Qué es lo que os divierte tanto, currutaco?
José prefirió pasar por alto el insulto, pues era demasiado peligroso
iniciar una pelea. Por otra parte, la abundante exposición de objetos de
bronce le había servido para recapacitar. El era simplemente alguien que
hacía negocios con Herodes. No era amigo del rey y por tanto, no tenía
derecho a esperar que éste lo recibiera según su conveniencia. Había estado
a punto de incurrir en una flagrante impertinencia, que podría haberle
costado muy cara.—Tenía la esperanza de ver al noble Lisímaco —contestó en
tono afable—. Era para pedirle que dijera al ministro Nicolaus quejóse de
Arimatea le informará cuando él lo desee del curso de los preparativos para
la celebración, cuya supervisión me encargó. Quizá mañana tenga más suerte.
Se volvió y comenzó a bajar con lentitud premeditada la escalinata que
daba a la amplia avenida junto a la que se alzaba el palacio. Hasta que no
dobló la siguiente esquina y quedó a cubierto de las miradas de la guardia, no
se permitió dar rienda suelta al temblor que había reprimido.
El criado de Nicolaus acudió a su casa para comunicarle que su amo estaba
ansioso por verlo y le rogaba que fuera a visitarlo a su estudio, en palacio.
José consiguió mantener inalterable el semblante ante los esfuerzos que
realizaban los guardias para abrir las enormes y pesadas puertas. Por si
acaso, tuvo la precaución de no mirarlos a los ojos.
Nicolaus estaba transfiriendo pergaminos de varias bolsas a los estantes
cuadrados de las paredes.
—Detesto tener que ir de un palacio a otro —gruñó el anciano—. Tened la
bondad de disculpar mi mal humor, José, y tomad asiento donde podáis.
Tened sin embargo cuidado en no desplazar ningún pergamino de sitio, porque
los estoy clasificando. Los imbéciles de mis esclavos los pusieron en las bolsas
de cualquier manera, sin orden ni concierto.
—Quizá sería más oportuno que nos viéramos mañana —sugirió José.
—Al contrario. Estoy seguro de que me traéis buenas noticias, y eso es lo
que más anhelo. Todos los días me entero de un desastre u otro relacionado
con esa celebración. Lo único que falta es que se produzca un terremoto. Mi
temor es que eso ocurra justo en el momento en que se encuentren reunidos
todos los notables, con sus familias y séquitos.
José se apoyó precariamente en una pequeña peana decorativa que aún no
tenía su correspondiente recipiente con flores.
—Confiadme vuestros problemas —invitó—. Así evitaréis que mi visita os
dé dispepsia.
—Confiadme los buenos resultados de vuestras gestiones —replicó
Nicolaus—. Será una medicina mucho más eficaz y sin duda menos amarga.
José tardó poco en exponer lo que Nicolaus deseaba oír: las barcazas para
el desfile estaban casi acabadas.
—Ahora me siento mucho mejor —afirmó el consejero del rey—. Salgamos
al jardín y celebrémoslo con una copa del más exquisito vmo de palacio.—Nada
me complacería más. Podemos hablar de Alejandría. Siempre tomo vino allí
con un amigo mío, en el jardín de una taberna.
—¿No será la de la calle de los Mercaderes de Perlas?
—Pues sí. ¿La conocéis?
—Allí fue donde me inicié a los refinamientos de la vida, cuando no era
más que un andrajoso estudiante.
—Yo también, aunque yo iba más elegante de la cuenta y la erudición no
era precisamente mi fuerte.
—Me alegra saber que todavía existe —dijo Nicolaus sonriente —. Vamos.
Haremos como si el bonito, aunque pequeño faro de este puerto fuera el gran
faro de Alejandría. Si bebemos lo suficiente, tal vez lleguemos a creerlo.

José escuchó con alivio de labios de Nicolaus que no era necesario que
fuera a presentar sus respetos al rey Herodes. Además, como comieron una
buena cantidad de pan y queso con el vino, no le fue difícil declinar la
invitación a quedarse a cenar que de manera mecánica formuló Nicolaus.
Convinieron en verse la semana siguiente para realizar un recorrido por los
cobertizos donde se hallaban las barcazas, y después José quedó libre para
volver a la hostería donde había alquilado un par de habitaciones para los
meses de los preparativos y para los festejos. En un principio había pensado
en llevar a Sara, a sus hermanos y a su abuela, si ésta aceptaba, a ver la
multitud de entretenimientos.
Al final, puesto que la enfermedad de su padre lo había trastocado todo, a
buen seguro debería asistir solo. De todas formas, disponía al menos de un
lugar donde alojarse. Habría detestado tener que compartir los aposentos de
Nicolaus en el palacio, tal como éste le había ofrecido. Según el consejero
principal de Herodes, el número de huéspedes aumentaba por momentos; o el
número de «desastres», como los llamaba éste.

Nicolaus quedó francamente impresionado por las barcazas cuando José le


acompañó a verlas, según habían convenido.
—El rey se quedará de piedra —aseguró—. Son mucho más espléndidas de
lo que nos hubiéramos atrevido a soñar, José. Lo dispondré todo para que
mañana las inspeccione él mismo y reparta gratificaciones a los artesanos.
¿Tendréis la amabilidad de advertirles que se laven y comprobar que eí suelo
esté limpio para que no se le ensucie el borde de la túnica? Mandaré a alguien
que os comunique la hora en que debéis acudir a palacio para servir de guía a
la comitiva.—¿Comitiva? —preguntó José con aprensión. —Me temo que sí. Ya
han comenzado a llegar los primeros desastres.
«Para caer como un desastre sobre mí», pensó José.

A la hora de la verdad, el desastre que tanto temía José resultó ser un


fabuloso triunfo. Tal como había augurado Nicolaus, el rey Herodes quedó
extasiado con las barcazas, henchido de satisfacción por los comentarios de
admiración y envidia que expresaban sus huéspedes, los embajadores de los
países vecinos de Nabatea, Armenia y Partía.
Los carpinteros, escultores, pintores y doradores quedaron sorprendidos
y contentos por la generosidad del rey.
A José, Herodes le ofreció el regalo que desde su punto de vista era el
premio más codiciado de todos.
—Habéis elevado aún más la gran estima que sentía por vos, José de
Arimatea —anunció delante de todo el mundo—. Os concedo habitación propia
en mi palacio de Jerusalén durante la semana de la próxima festividad de
Pascua, en que fijaré mi residencia allí. Os consideraré mi huésped de honor.
—Me siento abrumado, Majestad —dijo José, y dedicó una profunda
reverencia al monarca.
Era la pura verdad. Estaba abrumado, aunque no de alegría. Aquélla sería
la primera Pascua que iban a celebrar en la casa que antaño perteneció a su
familia. Su tía Abigail se había instalado en ella con su marido, sus hijos e
hijastros hacía varios meses. Su abuela dormiría en el mismo cuarto que había
ocupado cuando vivía allí, más de veinte años atrás. Y, si se sentía con
fuerzas, su padre había consentido en que lo desplazaran en una silla de
manos hasta Jerusalén para asistir a la cena de Pascua con la familia de su
hermana y la propia.
El gesto de «magnificencia» del rey de Israel acababa de arruinarle la
Pascua.

20

Al final, aquella semana de Pascua en Jerusalén, aunque sujeta a un


constante trasiego y actividad, fue una de las semanas más reconfortantes
de la vida de José.
No se alojó, como tanto temía, en el gran palacio fortificado queHerodes
poseía en lo alto de la colina occidental, sino en otro palacio de menores
dimensiones que se hallaba más abajo, en el que vivían los hijos del rey, sus
familiares y esclavos. Se respiraba en él un ambiente de animosidad, con
frecuentes peleas, y nadie prestaba la menor atención a José ni reparaba en
su presencia o ausencia.
Gracias a ello pudo pasar la mayor parte del tiempo fuera. Aunque sólo
utilizaba su habitación para dormir y nunca comía con la familia de Herodes,
José resolvió aprovechar la ocasión para enterarse de la identidad de cada
cual y de las relaciones que mantenían entre sí. El rey Herodes tenía más de
sesenta años; a su muerte uno de sus hijos —no necesariamente el mayor— lo
relevaría en el poder, y a José le convenía conocer de antemano al hombre
que sería su socio en el negocio del estaño, del cobre y del bronce.
El mayordomo de la casa fue su mejor fuente de información. Si bien
trataba de disimularlo, sentía una acusada aversión hacia los hijos de
Herodes. Los hijos varones del rey sumaban siete en total. Todos tenían
esposas e hijos, y el palacio donde residían distaba mucho de ser un pacífico
hogar.
La casa de la familia de José, que no se hallaba lejos de aquel palacio, sí
constituía un hogar, aunque tampoco podía considerarse un remanso de paz.
Rebeca había dispuesto que sólo acudieran de Arima-tea ella y Sara. De este
modo, se encontraron al instante sumergidas en el seno de la bulliciosa y
alegre familia de la tía de José, la hermana de su padre con quien éste se
llevaba bastantes años.
Abigail se había casado doce años antes con Mateo, un viudo que tenía
siete hijos, y de su matrimonio habían nacido tres vastagos más. La casa era
un hervidero de niños, muchachos y jóvenes, todos entre los cinco y los veinte
años de edad.
La tía de José era una mujer afectuosa, tranquila y desorganizada, que
prodigaba un amor incondicional a cuantos la rodeaban. Pese a que sólo tenía
veintiocho años de edad, seis más que José, recibió a éste y a Sara como si
fueran dos nuevos miembros de su numerosa prole.
Aunque afirmaba que tenía la impresión de haber ido a parar en medio de
una manada de animales salvajes, Rebeca confesó a Abigail y también a José
que le llenaba de gozo volver a ver la vieja casa tan rebosante de vida.
A José le ocurría igual. El mobiliario no era elegante, pero la casa contaba
con la inconmensurable riqueza de la alegría. Habría sido incapaz de decirlo y
procuraba no pensarlo; si él y Sara hubieran podido, en su casa reinaría el
mismo ruido constante de riñas, risas, llanto, carreras y cantos de niños.
Ni siquiera se atrevió a preguntar a Sara si le producía dolor ha-liarse
rodeada de tantos niños. De todas formas, en uno de los escasísimos
momentos de sosiego, durante el segundo día, ella reconoció que sentía
tristeza y alegría al mismo tiempo, pero que esta última superaba con mucho
a la pena. Como siempre, su esposa le había adivinado los pensamientos.
Salían a pasear juntos durante una hora como mínimo, todos los días. Tal
como comentó Sara entre risas, los miles de judíos que habían acudido como
todos los años para festejar la Pascua convertían las calles de la ciudad
antigua en un hervidero casi tan bullicioso como la casa de Abigail.
En la colina occidental, donde la casa de Abigail se alzaba discreta en
comparación con las mansiones más nuevas y fastuosas que se habían
construido más arriba, las calles no estaban tan abarrotadas, ya que los
peregrinos no se aventuraban a adentrarse en el territorio de la rica y
poderosa clase alta.
Fue en esas calles donde José vivió por primera vez de cerca los te-
jemanejes del poder. Todos los días se interponía en su camino más de un
desconocido, en el trayecto que iba desde el palacio de Herodes a casa de
Abigail o viceversa.
Se habían enterado, por alguno u otro procedimiento, de que el rey
Herodes tenía en gran consideración a aquel joven armador y que hasta lo
había instalado en el palacio de la ladera, como si fuera una especie de hijo
adoptivo.
Aquellos hombres se presentaban, lo invitaban a ir a sus casas a tomar una
copa de vino o a comer, le ofrecían oportunidades de negocio, solicitaban el
servicio de sus barcos para transportar el fruto de sus cosechas y otros
bienes que producían, insinuaban que estarían interesados en invertir en sus
empresas, mencionaban que si en algún momento le convenía recurrir a un
préstamo...
Él se mostraba amable con todos, sin pronunciarse de forma abierta sobre
sus demandas y ofrecimientos, y acabó por comprender que podía obtener
cuanto quisiera de ellos, porque necesitaban granjearse la buena disposición
del rey.
Al principio le repugnó la idea, pero después trató de ponerse en su lugar.
Aunque odiaban a Herodes, aquellos hombres sentían un lógico temor ante él.
Buscar el favor de uno de los favoritos del rey era solo una práctica
comercial, una manera sensata de intentar cubrirse las espaldas.
Por otra parte, si conseguía hallar la manera de manipular, de aprovechar
la favorable reputación que había recaído sobre su nombre, una vez hubiera
identificado bien sus objetivos podría conseguir duchas cosas.
Sin embargo, aquella cuestión debería esperar. Por ahora, sus prio-ridades
no admitían intromisiones. Debía coronar la semana de Pascua, después la
semana de los festejos de Cesárea y luego ya podría partir hacia Belerión y
averiguar si sus habitantes permitirían que se instalara allí un grupo de
judíos.
Entre tanto, sucumbió a la fascinación de aquel Jerusalén de la colina
occidental, el marco de la riqueza y el poder que nunca había visto en todos
los años que llevaba realizando con su familia el peregrinaje de la Pascua.
Resultaba agradable caminar por las amplias, despejadas y rectas calles
flanqueadas de mansiones sabiendo que ése era su medio, que a fuerza de
tesón había logrado el éxito, que él también era propietario de una casa en
esa zona, la casa que su familia había ocupado durante generaciones antes
incluso de su nacimiento.
Delante del gran palacio del rey Herodes había una gran plaza de mercado,
el agora, bajo cuyos porches se vendían los productos más exóticos y caros
del mundo conocido. José reconoció allí muchas de las mercancías que habían
transportado sus barcos y se informó sobre los productos que desconocía,
barajando la posibilidad de comerciar con ellos en el futuro.
En conjunto, la semana de estancia en Jerusalén fue placentera y útil a la
vez.

Durante los festejos de Cesarea, José paladeó por primera vez el sabor
del mundo romano. El puerto de Puteoli, mediante el que se comunicaba Roma
por mar, apenas difería de cualquier otra localidad marítima, y él nunca había
dispuesto de tiempo para visitar otras ciudades de Italia. Con todo, Herodes
había construido una ciudad romana en la tierra de los judíos, y entonces
José vio lo que en realidad significaba. Tenía invitaciones para todos los
actos, y asistió a cada uno de ellos.
Presenció las emocionantes carreras de cuadrigas en el hipódromo, lanzó
vítores y gritos de aliento junto a los otros espectadores, sintió la misma
excitación que ellos cuando dos de los participantes lograron adelantarse a
los demás corriendo a una velocidad que jamás habría creído posible,
haciendo restallar los látigos sobre los cuatro caballos que tiraban de los
pequeños carros. Cuando el ganador cruzó la meta con una diferencia de
centímetros respecto a la siguiente cuadriga, José compartió la amarga
decepción de su compañera de banco, que había estado animando a gritos al
perdedor durante toda la carrera.
Sí, tenía al lado una mujer. Las gradas estaban llenas de hombres y
mujeres, lo cual resultaba desconcertante para la arcaica mentalidadde José.
Nunca había puesto en tela de juicio las tradiciones que le habían inculcado.
Las mujeres no asistían a las cenas ni tenían el menor contacto con hombres
que no fueran de su familia. Las únicas excepciones que se admitían eran las
actividades de la sinagoga o las celebraciones del pueblo, y en tales ocasiones
siempre iban acompañadas de su marido, padre o hermano. El ámbito de la
mujer quedaba prácticamente restringido al hogar, al cuidado de la casa y la
familia.
Era evidente que las gentiles tenían mayor libertad de movimientos. José
las vio en las carreras, y también en el anfiteatro, donde presenció anhelante
los peligrosos saltos y volteretas que ejecutaban los acróbatas y la formación
de torres humanas que alcanzaban alturas de vértigo.
Había mujeres incluso en el circo, observando con entusiasmo los
combates que se libraban entre animales, entre hombres y entre hombres y
animales. Él quedó fascinado con los animales. Nunca había visto tigres ni
elefantes ni monos. La muerte de éstos le causó más horror que la de los
luchadores. Había visto morir a otros hombres, pero le disgustaba
sobremanera aquella brutal matanza de fieras, que a su juicio eran víctimas
inocentes, ignorantes del juego al que las sometían. Los tigres, en especial,
eran tan hermosos que constituía un crimen dejarlos morir.
Los combates eran demasiado numerosos, las muertes demasiado inútiles,
la sangre demasiado roja, demasiado abundante. No podía comprender porqué
el público tomaba como un entretenimiento aquel inhumano y ocioso
desperdicio de vidas. Él lo encontraba repugnante.
Así lo expresó a Nicolaus cuando se reunieron para efectuar las últimas
comprobaciones previas al desfile de barcazas.
—De joven habría coincidido plenamente con vos —admitió Nicolaus—.
Pero después de asistir a tantas luchas durante varias décadas, me he vuelto
insensible. No me inspira emoción lo que veo, y eso, me parece, es lo más
repugnante de todo.

El día anterior al desfile, el rey Herodes decidió que deseaba ver las
barcas terminadas, expuestas ya en el agua. José se disponía a desayunar
cuando recibió el mensaje que le ordenaba reunirse de inmediato en el muelle
con el rey y su séquito.
La tendencia de sus pensamientos, algo díscola mientras corría
Por las calles para obedecer la orden real, adquirió un marcado cariz
Qe rebeldía cuando se halló al lado del monarca y escuchó sus críticas.
A esa barcaza no le habría venido mal un poco más de dorados, aquella
otra tenía pocos cojines para los pasajeros, el color azul de los lados de la de
más allá no combinaba bien con la tonalidad azul verdosa del agua.
«Yo he invertido cientos de horas de trabajo y preocupación —pensaba
José—, sin que nadie hiciera mención alguna a ningún tipo de retribución. A
menos que por tal se entienda la pesadilla de tener que estar en el palacio de
Jerusalén con vuestros desagradables hijos y sus insufribles esposas.»
—¿Y dónde tenéis amarrados vuestros barcos, José? —preguntó Herodes
—. Me gustaría ver la galera en la que me traéis el estaño.
Al ver la pequeña flotilla de la que tan orgulloso se sentía José, el rey
realizó un gesto de aprobación, pero enseguida frunció el ceño.
—Muy espartana —objetó—. Supongo que es admirable. No obstante,
quiero que construyáis una nave que ofrezca más comodidades. Ya sabéis a
qué me refiero. Un camarote, o dos, o tres, con confortables lechos y unos
cuantos divanes en cubierta resguardados del sol y del viento. Tal vez un día
de éstos os pida que trasladéis a alguno de mis embajadores o mis hijos.
¿Quién sabe? Hasta puede que sea yo mismo el pasajero.
José se mordió la pared del paladar hasta que notó el sabor de su propia
sangre. Bajó la vista e hizo una reverencia, consciente de que podía acabar
siendo pasto de los tigres si expresaba en voz alta sus pensamientos.
—Será un honor —murmuró.
¿Cómo había podido pensar que el hecho de tener al rey Herodes de
patrono le reportaría algún beneficio? Ese anciano no hacía más que causarle
problemas y escandalosos gastos.
—Asistiréis con nosotros al banquete que se celebrará tras el desfile,
José de Arimatea. Todos querrán felicitaros por las barcazas.
José apenas logró articular las expresiones de contento y gratitud que
eran de rigor.
La idea a la que se aferraba era que en cuestión de días se hallaría en la
cubierta del Águila, sin dorados ni cojines, dejando tras de sí aquella ciudad
gentil repleta de columnas de mármol para disfrutar del aire puro y de la
infinitud de las aguas que tanto amaba.
Ese mismo día, mientras recorría las tiendas de la calle de los Mercaderes
de Seda en busca de más cojines, el ministro de finanzas de Herodes,
Ptolomeo, se le acercó por la espalda, tosiendo para llamar su atención.
—El rey me ha dado instrucciones para que ponga a vuestra disposición los
fondos necesarios para la construcción de una galera de sesenta remos —
anunció con su habitual rigidez y aire reprobador . El tesoro de Cesarea
recibirá notificación de ello de inmediato. Aquí tenéis la carta que os
identificará ante su encargado. —Ptolomeo tendíó a José un pergamino y en
cuanto éste lo hubo tomado, dio media vuelta y se marchó.
A raíz de la aparición de Ptolomeo, el propietario de la tienda duplicó el
precio de los cojines, pero José no se molestó en regatear. Se hallaba
demasiado ocupado pensando en la nueva galera.
El día siguiente amaneció gris, pero las nubes se despejaron antes del
desfile. José escrutó el cielo, y se felicitó por el insignificante triunfo de ver
allá arriba un tono de azul exactamente igual al de la barcaza que Herodes
había criticado. Mílcar ya estaba visitando los mejores astilleros de Cesárea
para decidir quién construiría la nueva galera. José ocupó su lugar en la
plataforma de madera que habían levantado en el muelle para los
espectadores del desfile. Ahora sólo tenía que mirar. La distribución de los
músicos y notables en las embarcaciones, así como la alineación y puesta en
marcha de éstas eran responsabilidades o «desastres» de Nicolaus.
José procuró divertirse y lo consiguió. Dado que ninguno de los ocupantes
del estrado lo conocía, escuchó sus exclamaciones de admiración sin recelar
que no fueran sinceras.
También se permitió creer que eran espontáneos los aplausos que recibió
en el banquete. El rey lo hizo levantarse para recibirlos y luego lo llamó a su
lado.
—Tengo un pequeño regalo para vos, José —dijo Herodes—. Es una
muestra de mi agradecimiento por todo lo que habéis hecho para contribuir al
éxito de la celebración. Asimismo, es una forma de expresaros mi estima y
afecto personal.
Los aplausos de los doscientos invitados arreciaron mientras José abría la
caja que le entregó Herodes. Era la misma que él había presentado dos años
antes al rey, con estaño y monedas de cobre dentro. Ahora contenía también
monedas, pero éstas eran de oro y no de bronce. En el compartimento central
había además un voluminoso anillo de oro de curiosa forma, con un gran rubí
en forma de escarabajo que aparecía sostenido por unos ganchos. Al girarlo,
en el reverso de la piedra vio, exquisitamente grabada en el fondo, una galera
con una vela al viento y la alta y curvada proa rematada con una diminuta
réplica exacta del águila de Arimatea.
—Vuestro sello, José de Arimatea —anunció Herodes en voz baja, para
que sólo lo oyera José—. Con él vuestras cartas recibirán atención inmediata
y podréis entrar sin traba en todos mis palacios y fortalezas, me halle yo en
ellos o no. Utilizadlo como queráis, para vos o para quien os acompañe. Tengo
plena confianza en vos.
En ese momento José comprendió cómo había Nicolaus tomado tanto
cariño a aquel tiránico y voluble rey. Se arrodilló ante Herodes, sin falsedad
ni ironía, con objeto de demostrarle su gratitud y lealtad.Tuvieron que
transcurrir varias horas para que José recordara que ese mismo rey Herodes
había ordenado a sangre fría que apuñalaran a su abuelo y confiscaran todas
sus propiedades.
Al final desistió de todo intento de comprender a aquel hombre, pues con
ello sólo lograba aumentar su confusión.

21

La travesía hasta Belerión estuvo sazonada por todo el espectáculo y


excitación que Mílcar y la tripulación esperaban de antemano con fruición.
Como en anteriores ocasiones, el Águila iba cargada de vino, aceitunas, aceite
y bálsamo de Gilead. El plan para la temporada que debían exponer, si alguien
preguntaba, era comerciar en los puertos de Cartagena y Gadir o bien
Massalia, según el tiempo que hiciera, para acabar en Chipre con el fin de
comprar el vino que tan bien se vendía en Tiro y Cesárea. De todas formas,
era raro que alguien preguntara por la ruta, ya que todos quienes conocían el
mundo de la navegación sabían que era imposible predecir si se obtendrían
buenos precios para vender en un puerto concreto o mercancías que comprar
a un precio favorable en otro. Esta incertidumbre era uno más de los
factores que conformaban el sentimiento de aventura, el canto de sirena del
mar.
El Águila zarpó de Cesárea con la luz rosada del alba y puso rumbo hacia la
costa de Hispania, aunque no hacia Cartagena. José permaneció atento a la
situación del cielo, del mar y de los vientos antes de adentrarse por el
peligroso estrecho que discurría entre las Columnas de Hércules, justo
cuando el sol se disponía a ponerse en el horizonte. Después, en silencio,
arriaron con rapidez la vela de rayas para sustituirla por una de color negro.
Integrada en la negrura de la noche, el Águila prosiguió en dirección oeste y
luego noroeste, pasando sin ser vista frente a las costas de Gadir para ir al
encuentro de la poderosa y rápida corriente y de los vientos favorables que
habían impulsado a José en su viaje en solitario, cuatro años antes.
Los vigías escudriñaban las aguas en todas direcciones, día y noche, por si
los fenicios hubieran alterado sus pautas habituales y aparecieran de
repente. Aunque aquello no había ocurrido los dos años anteriores, los
marinos aprenden con rapidez que nunca pueden confiarse por entero
respecto a nada, y menos cuando se aventuran en la infinitud del océano.Al
avistar la misteriosa isla de la colina, llamada Itkis, la tripulación estalló en
vítores. El Águila no tenía nada que temer de los veneti, la tribu que habitaba
en el promontorio de la Galia. Eran aliados de los dumnoni de Belenón y a
partir de ese momento serían ellos quienes asumirían la vigilancia por si
llegaran los fenicios y avisarían al Águila con señales de fuego y humo. Hasta
entonces aquello tampoco había ocurrido nunca, pero era mejor no bajar la
guardia. José no sabía cómo reaccionarían Leontes y su tripulación en caso de
enterarse de que el Águila comerciaba con estaño, y prefería no averiguarlo
nunca.
El jefe de los dumnoni, Gawethin, y José, o Sennen como lo llamaban los
celtas, habían establecido una rutina que hacía de la llegada del Águila una
ocasión de gala para todos.
En cuanto bajaba la marea y quedaba despejada la lengua de arena, los
celtas acudían corriendo a la playa de Itkis con los carros de lingotes. Los
hombres del Águila, que ya habían descargado en la playa los productos que
traían, salían a su encuentro. Aunque no comprendían lo que decían los otros,
ambos grupos se saludaban con entusiasmo y la mejor voluntad. Después
algunos acarreaban los lingotes y los cargaban en el barco, mientras que
otros llenaban los carros según iban quedando vacíos con los víveres
procedentes de Israel. Una vez cargados los carros, recorrían juntos el
istmo, entre risas, antes de que volviera a cubrirlo la marea.
José y Gawethin intercambiaban noticias de los acontecimientos
acaecidos en sus vidas personales y en los mundos tan distintos en que
habitaban mientras tenía lugar el alborozado trueque de cargas. Asimismo,
Gawethin informaba de la cantidad de toneladas de estaño y José le pagaba
por ellas. Una vez concluido el trabajo, llegaba el momento de ir al poblado de
los dumnoni para celebrar la fiesta de los borrachos. Así la habían bautizado
el primer año, a raíz de la embriaguez general que se había producido al
probar los celtas el vino y los marineros el hidromiel. Todos habían
disfrutado a lo grande, y se había instaurado una tradición.

—Gawethin —dijo José tras el primer intercambio de noticias—. Necesito


la presencia de un sacerdote para que interprete el significado de mis
palabras. Tengo que mantener una conversación especial.
—¿Buena o mala, Sennen?
—Creo que buena. Al menos espero que os parezca buena.
—¿Hay prisa?
—Sí.
—Iremos a mi casa. El sacerdote se encuentra en el pueblo.Como en otras
ocasiones, el sacerdote no era ninguno de los que conocía José. Ese año era
un hombre de barba cana llamado Mulfra. Cuando José comenzó a exponer, en
griego, su proyecto de fundar una colonia de judíos, Mulfra lo interrumpió.
Aquél era un asunto muy serio, dijo, que exigía la presencia de otros
miembros de su hermandad, a los cuales tendría que mandar llamar.
—En ese caso celebraremos ahora la fiesta de los borrachos y ya
hablaremos cuando lleguen —zanjó animadamente José.
El hecho de que no se hubiera producido la rotunda negativa que temía,
era para él suficiente motivo de regocijo.
—¿Fiesta? —le preguntó con optimismo Gawethin, en su propio idioma.
—¡Fiesta! —confirmó José, utilizando la misma palabra.
El sacerdote Mulfra los dejó entretenidos con la celebración.
Cuando habían transcurrido tres días sin que regresara Mulfra,
considerando que la tripulación del Águila tenía derecho a una explicación,
puesto que los años anteriores partían de Belerión al cabo de dos días
después de la fiesta, José los reunió para explicarles su plan de llevar a
Belerión judíos de Cesárea.
—¿Trasladarse al último rincón del mundo para no volver nunca? ¿Por qué
razón iba a hacer alguien una cosa así? —preguntó el contramaestre.
—Para lograr una vida mejor —contestó José.
Los marineros del Águila eran fenicios de Tiro. La proximidad de su ciudad
con Israel hacía que desde la infancia les hubieran enseñado que los judíos
eran un pueblo extraño, obsesionado con Dios, al que ningún hombre normal
podía comprender. Por ello, al oír a José, se limitaron a encogerse de
hombros, reiterándose en su idea de que era imposible hallar un sentido a lo
que hacían los judíos. Aquello no tenía nada que ver con ellos.
El retraso en la partida sí les inquietó en cambio. El barco de Si-dón se
hallaba ya de camino hacia las islas del estaño.
—¿Cuánto vamos a tener que esperar a esos sacerdotes? —preguntó
Mílcar a José.
—Podemos permitirnos tres días más, a lo sumo —le respondió éste—. Si
pasado mañana no han llegado, zarparemos.
Tres horas más tarde, en la playa desembarcaron de un coracle cuatro
sacerdotes que vestían túnicas blancas. Uno se llevó un cuerno dorado a los
labios y emitió un largo toque, agudo y dulce a la vez.
Los dumnoni comenzaron a hablar entre sí con gran agitación. Gawethin se
encaminó rápidamente a la playa y tras un momento de vacilación, José lo
siguió.
Cuando tuvo a los sacerdotes al alcance de la vista, Gawethin sepostró en
el suelo. José se quedó mirando a los cuatro hombres. Uno de ellos, el más
viejo, llevaba una pesada cadena de oro en el cuello; de ella pendía una
hermosa hoz, también de oro.
José efectuó una profunda reverencia, deduciendo que aquél debía de ser
el sumo sacerdote de la religión de los celtas.
—A nosotros nos dan el nombre de druidas —explicó el sacerdote Gulval,
el que había salvado a José de un estado próximo a la muerte en Galia—.
Tenéis el extraordinario privilegio de exponer vuestro plan a nuestro sumo
sacerdote, Zennor.
—Os estoy muy agradecido —dijo José sincero.
—Éste es Borlase —continuó Gulval, y tocó la manga de su acompañante
más joven—; y éste es Mulfra, al que ya conocéis.
José dedicó una reverencia a todos. Después fueron a hablar a la casa de
Gawethin, donde José acabó de perfilar su idea.
—Mi opinión es que dará buenos resultados para todos —dijo a modo de
conclusión—. Los dumnoni tendrán la opción de trabajar menos horas para
obtener las mismas ganancias que en la actualidad, o bien de ganar más dinero
a cambio de un número de horas igual al que dedican ahora. Me consta que
sois hombres de gran sabiduría y no dudo que comprenderéis el aumento de
producción que implica la organización de esfuerzos.
—Habéis dicho «todos», Sennen. ¿Qué ventaja obtendría vuestra gente
de este plan?
José explicó la carga que suponían los tributos que exigían Hero-des y los
romanos, y también la escasez de trabajo que había en la ciudad de Cesárea a
raíz de la conclusión de las obras. La ventaja principal, dijo, era que aquellos
judíos gozarían de seguridad para sus familias y de libertad para adorar a su
Dios.
—Ah, sí —asintió con vivo interés Gulval—. Siempre he lamentado no
haber tenido tiempo para que me hablarais de ese Dios Único de los judíos.
Informadnos ahora del tema, tened la bondad, Sennen.
José habló casi durante una hora y después se dedicó a responder
preguntas durante dos horas y media más.
—¿Estáis seguro de que esos judíos no adorarían a nuestros dioses? —
preguntó, por cuarta o quinta vez, el sumo sacerdote.
—Estoy seguro. Ésta es una condición irrenunciable. Deben disponer de
libertad para construir su propio templo de culto, observar su sabbath y
mantenerse como grupo homogéneo, sin matrimonios mixtos. Ésas son las
reglas de vida de los judíos.
—Debemos discutir esta cuestión —dijo el sumo sacerdote a sus
hermanos—. Ahora dejadnos solos, Sennen.Al salir de la casa, José se dirigió
al pozo del pueblo. Tenía la boca seca y le dolía la cabeza. No tenía ni idea de
cuál sería la decisión de los sacerdotes.
A la tarde del día siguiente le comunicaron que podía regresar con un
grupo compuesto por diez varones judíos como máximo. Todos debían estar
casados. Cualquier violación de una mujer dumnoni sería castigada con la
muerte. Si ella había consentido la copulación o la había provocado, también
sería condenada a muerte.
—¿Y los hijos? —preguntó José.
Debían venir con sus hijos, le respondieron. Les pondrían a un sacerdote
druida de profesor, que les enseñaría la lengua de los dumnoni, la cual ellos
deberían enseñar luego a sus padres.
Por primera vez José tuvo la convicción total de que su plan iba a
coronarse con éxito. El corazón le latía con fuerza por el anhelo de
contárselo a Sara.

Durante la travesía desde Belerión, el Águila evitó ser descubierta por el


Halción gracias a un golpe de suerte y a su vela de color negro. El vigía avistó
los fanales de la cubierta del barco fenicio y el timonel modificó de inmediato
la dirección, para alejarse en la oscuridad. Incluso cuando ya habían perdido
de vista las luces del Halción, les llegó aún el sonido de cantos y de un
acompañamiento de flauta.
—Poseidón se merece un sacrificio especial por esto —dijo Mílcar con voz
apagada.
José concedió la razón a su capitán, aunque para sus adentros él ofrecía
las gracias a su Dios, el Dios Único de los judíos.
Había estado pensando mucho en su Dios últimamente, y también en su
padre, Josué. El sacerdote que acudió a Arimatea había logrado tender un
frágil puente entre padre e hijo, fundado en el ferviente reconocimiento de
culpa por parte de José por haber infringido en el pasado la observancia de
las fiestas de guardar y en su solemne promesa de llevar a Josué al templo el
día de la Expiación, para arrepentirse públicamente y suplicar el perdón de
Dios.
José se había propuesto hacer aún más. Durante el mes de tisbri se
sucedían con breve intervalo tres festividades, la segunda de las cuales era
el día de la Expiación. Si Josué se encontraba en condiciones, José se había
jurado que lo llevaría a Jerusalén para la celebración de Rosh Hashanab y
luego para el día de la Expiación, diez días después, tal como había prometido,
y que se quedaría cinco días más, hasta la fiesta de los Tabernáculos, que era
la más desenfadada y alegre de todas las festividades.
Todo ello, siempre y cuando Josué se sintiera con fuerzas. José nopodía
dejar de pensar en la situación de su padre. El hombre tenía cuarenta y dos
años y estaba medio paralizado.
«Dentro de veinte años tan sólo, yo tendré cuarenta y dos —se repetía
una y otra vez—. No son tanto tiempo, veinte años. Antes habría creído que
era una eternidad, pero ahora sé lo rápido que pasan los años. Sólo veinte
viajes más para comprar estaño. Sólo veinte retornos más a casa, al lado de
Sara.
»Yo aspiro a más, y seguro que mi padre también aspiraba a más. Lo
llevaré al templo en brazos si con ello le procuro algo de paz y felicidad.
»... Pero primero tengo que hablar con los hombres de Cesárea, averiguar
hasta qué punto es firme su decisión de emigrar, seleccionar las diez
familias, redistribuir el espacio de la bodega para alojarlas durante la
travesía, hablar con Mílcar y la tripulación, prevenirles de lo que va a pasar...»
Para un hombre de acción, no resultaba fácil mantenerse concentrado en
las cuestiones del espíritu. La vida se entrometía de continuo.

En la pequeña sinagoga de Cesarea se produjo un tumulto de gritos y


vítores. José estuvo tentado de decir que todo había sido un error y luego
escapar de manera precipitada e ignominiosa. ¿Cómo podía haber tantos
hombres dispuestos a ir un sitio, al que fuere, para llevar una vida de
constante trabajo, por más penoso que éste pudiera ser?
Solamente podía llevar a diez.
Se estrujó el cerebro intentando hallar la forma de resolver la situación,
y por fin levantó los dos brazos.
—Silencio —reclamó—. Dejadme hablar.
Entonces les explicó que tendrían que realizar un largo viaje por mar
hasta llegar al lugar cuyo nombre no le era posible revelar, y que nunca
podrían regresar a Israel, precisamente porque ese nombre debía
permanecer en secreto.
Los hombres, arracimados en una tupida masa se miraron entre sí y luego
miraron a José, enmudecidos de golpe ante aquella perspectiva de exilio.
—Ahora marchaos —ordenó José—. Hablad con vuestras mujeres, con
vuestras familias. Regreso mañana si aún estáis dispuestos a ir.
Cuando hubieron salido, se volvió hacia el encargado de la sinagoga, que
seguía a su lado.
—Lo he enfocado mal —se lamentó José.
—Tendréis suerte si no os apuñala nadie en la cama esta noche corroboró
el rabino, tan disgustado por la desilusión como los fie-les que acababan de
irse—. ¿Cuál es ese lugar innominado y desconocido que pintasteis como el
Jardín del Edén? Quizá lo que en realidad queréis son esclavos de galeras,
para utilizarlos en vuestros barcos o venderlos a los romanos.
José tardó horas en convencerlo de que deseaba lo mejor para aquellos
hombres y de que creía sinceramente que su oferta era buena, a pesar del
misterio y las restricciones que llevaba implícitas.
Aún tuvo que hablar un buen rato más hasta que el rabino accedió a
ayudarlo.
—Os cederé incluso un rincón de mi casa para que durmáis en ella esta
noche —concluyó el rabino con expresión risueña—. Allí estaréis a salvo. Si no
tomamos en cuenta a mi hijo, claro. Es uno de los que quedaron encandilados
con vuestra bella descripción. Intentaré de hacerle ver que a su madre no le
gustaría que se derramara sangre en su propia casa.

La casa del rabino tenía dos habitaciones y un patio, donde pastaba una
cabra junto a un horno de barro en el que su hija y esposa cocían pan.
A un lado del patio había otro edificio que albergaba una forja.
José estaba abatido y cansado. Le había costado mucho convencer a los
marineros del Aguda para que aceptaran viajar de nuevo a Bele-nón, sobre
todo en los meses en que ya habría concluido la temporada de navegación.
Sólo le había faltado lo de la sinagoga.
No obstante, al ver las frías cenizas de la forja, su fatiga se esfumó de
inmediato. ¿Era posible que el rabino fuera uno de los habitantes de Cesárea
que se habían quedado sin trabajo?
No. Sería una coincidencia demasiado afortunada, casi un milagro, y él no
creía en los milagros. Sólo creía en los frutos del duro trabajo.
De todos modos, a veces ocurrían cosas extrañas. En su vida habían
intervenido muchos hechos extraordinarios, surgidos por azar. No, no era
imposible. Sabía que los dirigentes de las sinagogas no eran sacerdotes; por
lo general eran trabajadores que accedían a esa condición gracias a su piedad
y a su conocimiento de la Tora.
Mientras comía sentado en el suelo junto con el rabino y sus hijos el pan y
el guiso de verduras que habían preparado la mujer e hijas de éste, José
observó la familia y su casa, limpia y austera, y decidió arriesgarlo todo.
—Rabino —comenzó.
—Isaac —lo corrigió el rabino—. Ya no estamos en la sinagoga, José de
Arimatea.
—Isaac —repitió con una sonrisa—. ¿Cómo se llaman los demás?David era
el hijo de expresión adusta, Jacob, el menor; Raquel era la esposa y Ester y
Miriam, las hijas.
—¿Querríais escuchar, vos y vuestra familia, una historia curiosa, Isaac?
Le llevó largo rato relatar las peripecias de un muchacho que empezó
trabajando como ayudante de cocinero y que más tarde, cuando ya era
cocinero, descubrió un secreto oculto entre los heléchos de una misteriosa
colina que se erguía en el mar.
Raquel y sus hijas se pusieron a comer en el suelo con ellos y a escucharle
detallar las maravillas de esa hermosa y extraña tierra cuyas laderas estaban
cubiertas de flores y surcadas de arroyos de impetuosas aguas, que saltaban
entre redondeadas piedras grises.
Viendo que José estaba cada vez más ronco, la pequeña Miriam fue a
buscarle un vaso de agua.
Les habló del tenue brillo del metal en los arroyos, y de los hombres que lo
recogían, personas que vestían extraños ropajes y hablaban una lengua
extraña que sonaba a música.
José sentía el estado de intensa atención de Isaac y sus hijos.
Les habló de los ojos azules como retazos de cielo de verano y del tono
dorado, como de sol, de las trenzas de las mujeres y muchachas.
Después les describió a un hombre, de cabello y ojos oscuros, un hombre
extranjero que propuso a los sacerdotes de blancas túnicas del pueblo de
ojos azules llevar a unas personas con ojos tan oscuros como los suyos
propios a vivir al lado del pueblo de cabello dorado y ojos del color del cielo.
Esas personas morenas irían con sus familias y construirían sus hogares y
una casa para rendir culto al Dios que llevarían consigo. Los varones
enseñarían a los hombres de ojos azules a localizar en las cabeceras de los
arroyos las acumulaciones de metal de las que procedían los pedazos que
bajaban por el lecho. Ayudarían, formarían, dirigirían la actividad de los
hombres azules, organizando la extracción del metal.
Entre tanto los niños aprenderían la extraña lengua en la escuela para
enseñarla luego a sus padres y aprenderían los juegos de los niños de ojos
azules y enseñarían a éstos los suyos. Las mujeres descubrirían las virtudes
de las plantas y frutas del lugar y ordeñarían leche de las ubres de los
extraños animales que pacían en los abundantes pastos de las colinas al lado
de corderos y cabras semejantes a los de otras tierras que les eran
conocidas.
—Ester —dijo el rabino a su mujer cuando José hubo concluido su
explicación—, trae a José una taza de leche endulzada con una cucharada de
miel. Se ha quedado ronco.José e Isaac subieron a la azotea con un odre de
vino y dos vasos y se quedaron charlando hasta que se apagó el brillo de las
estrellas y la brisa del mar les heló el cuerpo. Entonces, cuando faltaba tan
sólo una hora para el amanecer, se tendieron a dormir envueltos en mantas.
José se sentía ingrávido, completamente relajado de cuerpo y espíritu. Ya
estaban tomadas todas las decisiones. Isaac elegiría a las familias que
viajarían a ese lugar desconocido. Él conocía a todo el mundo; la criba
suscitaría resentimientos, sin duda, pero su autoridad como dirigente de la
sinagoga impediría que surgieran problemas.
—Deberemos celebrar la boda de David antes de lo previsto —comentó
Isaac—. Él no lo sabe aún, pero ya están pactadas las condiciones del
contrato. El padre de la novia es un viejo amigo mío. Siempre quisimos que
nuestros hijos se casaran. Ahora sólo quedarán ocho.
—¿Se conocen David y su novia?
—No. Mi amigo vive en Galilea. Harán buena pareja, seguro. Sara es una
muchacha de mucho carácter y David debe aprender que no siempre puede
salirse con la suya.
—¿Sara? Así se llama mi esposa. Ella me acompañará durante los seis
meses que permaneceré con las diez familias. Mi presencia facilitará las
cosas. Yo conozco al jefe del pueblo y a su sumo sacerdote.
—¿Vendrá con nosotros vuestra esposa? Casi estoy por creer que este
viaje se llevará a cabo.
—Tenedlo todo preparado para tres días después de la fiesta de los
Tabernáculos. El cuarto día nos haremos a la mar.
Mientras se le cerraban los ojos, José imaginó cómo sería pasear con Sara
de la mano por las playas de mullida arena de Belerión, ajeno a toda ambición
y afán de negocio. Se durmió con la boca curvada en una sonrisa.

22

Josué había experimentado una considerable mejoría durante los meses


de ausencia de José. Podía hablar, si bien Helena era la única que comprendía
cuanto intentaba decir. Comía solo, con ayuda de la mano en la que conservaba
la movilidad, y cada día tenía más apetito.
No podía caminar, pero apoyado en los fuertes hombros de Amos
conseguía, medio saltando y medio arrastrándose, desplazars de la cama a un
sillón tapizado que había confeccionado expresamen te para él el carpintero
de Arimatea.Sara comentó a José lo contentos que estaban todos con la
recuperación de Josué. Cuando él fue a visitarlo sólo percibió, sin embargo, la
cara torcida y la postura deforme de su cuerpo, y hubo de reprimir el llanto.
—¿Querrás permanecer en Jerusalén más tiempo del que habíamos
acordado, padre? —preguntó José con fingido tono alegre.
—Chist. Baja la voz —indicó Sara—. Tu padre oye perfectamente.
Josué intentó reír. De su boca, tensada en una mueca, brotó sólo un
sonido carrasposo.
José cayó de rodillas y hundió la cara en la manta que cubría el regazo de
Josué, murmurando entre sollozos lamentos y palabras de disculpa entre
sollozos. Su padre lo apartó con brusquedad. En el brazo derecho tenía la
misma fuerza que antes, o incluso más.
Rebeca se llevó a su nieto a su habitación y allí lo dejó descargarse yendo
de un lado a otro, y hasta observó con interés cómo daba cabezazos contra la
pared.
—Una reacción muy útil frente a las contrariedades —reprobó—. Deja de
comportarte como un tonto, José, y sirve un par de copas de vino. Ya sabes
donde tengo mi reserva supuestamente secreta.
Cuando tendió la copa a la abuela, quiso dejar constancia de que él no se
había servido. Rebeca chasqueó entonces la lengua con exasperación.
—Escúchame con atención —dijo—. Sé que tuviste un buen preceptor de
griego. Espero que no habrás olvidado la palabra hybris. Tú no eres
responsable del ataque que sufrió tu padre. Tú no eres Dios.
—¿Tú no me consideras culpable? —preguntó José, con ojos llenos de
asombro.
—No eres perfecto, José. Conozco la mayoría de tus defectos, aunque
pasas tan poco tiempo en casa que probablemente ignoro algunos. De todas
formas, no eres culpable del estado de tu padre. Deja pues de gimotear como
un niño y de angustiar a tu mujer.
»Y a tu abuela —añadió, al tiempo que le presentaba la mejilla Para que le
diera un beso—. Ahora ve con Sara y deja disfrutar a esta ariciana con su
copa de vino. Mañana concretaremos los preparativos Para el viaje a
Jerusalén. Confío en que Abigail no haya tenido otro hijo desde la última vez
que nos vimos.

La familia se desplazó a Jerusalén en carros tirados por asnos. Josué iba


en uno que se hallaba completamente forrado de mantas con su sillón
tapizado a un lado y un largo diván recubierto de cojines en otro.
Gracias a la influencia de Rebeca, José había conseguido vencer las
reticencias de su madre y poner al cuidado de Josué a dos esclavos que
cabalgaban al lado de su carro. Eran egipcios y se habían especializado en el
famoso centro de medicina de Alejandría en la atención de enfermos y
tullidos.
—No sé dónde va a ponerlos Abigail —había comentado Sara.
—Tenemos las tiendas —le recordó José—, y el jardín de Abigail es
espacioso.
Acompañaban a la reducida caravana dos carros cargados con el equipaje,
que eran conducidos también por esclavos; éstos se ocuparían de preparar un
refugio cómodo para pernoctar en caso de que el viaje resultara demasiado
pesado y no fuera posible completarlo en un día. Deberían encargarse
asimismo de transportar a Josué al templo en una silla de manos, junto con
los dos enfermeros.
José había tratado de prever de antemano todas las necesidades y
posibles complicaciones. No tardó en advertir, con todo, que había pasado por
alto un problema de considerables proporciones. En casa de Abigail le
aguardaba un rollo de papiro, con la cornucopia de Herodes estampada en su
sello.
En él se le notificaba que tendría un grupo de guardias a su disposición
para acompañarlo a él y a su padre en toda ocasión que salieran de la casa de
su tía. Cuatro guardias despejarían las calles con antelación, otros seis
contendrían a la gente mientras pasaba el padre de José, transportado en
una de las sillas de manos de palacio por otros cuatro guardias más.
—¿Cómo ha podido enterarse? —preguntó Sara.
—Tiene un ejército de espías y chafarderos —respondió José en voz baja
—. Que no se entere Josué de esto. Cuando pregunte alguien, di que es una
invitación para ir al palacio. Voy a salir ahora mismo hacia allí para atajar esta
cuestión.

—Nicolaus, os hago responsable de lo que ocurra. Vos sois quien controla


los servicios de información. No debisteis permitir que el rey se enterara de
la dolencia de mi padre.
—No comprendéis cómo funcionan las cosas en Jerusalén, José. Vuestra
tía se lo cuenta a una amiga, esa amiga lo cuenta a otra, la esclava de una de
ellas se lo explica a su amante, que es esclavo de palacio... y así, hasta el
infinito. En realidad fue el barbero del rey quien le explicó la desgracia
acaecida en vuestra familia.
José sucumbió al desánimo. Se sentía débil sin su rabia.
—Decidme que podéis anular las órdenes, Nicolaus. Os lo ruego-Es muy
importante.
—Sabéis que no está en mis manos. Herodes dio las órdenes y sólo él
puede anularlas.
—Entonces tengo que verle.
—No es conveniente, con el aspecto que tenéis ahora. Id a bañaros,
afeitaros y cambiaros de ropa y luego volved, sonriente, con el semblante
radiante de dicha por ver a vuestro rey, agradecido por su amabilidad. Ya
sabéis cómo debéis obrar.
José lo sabía, en efecto, y se atuvo al consejo a pesar del sabor de bilis
que le subía por la garganta.
Herodes lo recibió con alborozo.
—¿Cómo va la construcción de nuestra nueva galera? —inquinó.
—Bien, alteza. La han trasladado a Tiro en una barcaza para instalar los
tabiques de cedro de los camarotes. Al menos eso me han dicho. La veré
cuando regrese a Cesárea.
—¿Qué otras disposiciones se han tomado?
Herodes estaba interesado hasta en el último detalle y por ello José tuvo
que esperar un buen rato antes de sacar a colación la cuestión del papiro.
El rey se mostró primero desconcertado, después herido y al fin ofendido
por la negativa de José a aceptar sus dádivas.
—¡Me disgusta la ingratitud, José de Arimatea!
—Rey Herodes, vos ignoráis los sentimientos de mi padre. —Acuciado por
la desesperación, José optó por exponer sin tapujos la verdadera causa—. Su
padre fue ejecutado por orden vuestra. Él fue testigo de su muerte y nunca
aceptará nada que venga de vos.
Herodes frunció los labios y el entrecejo, en un intento de hacer memoria.
—¿Quién era su padre?
—Era miembro del sanedrín cuando vos ascendisteis al trono.
—Pero de eso hace casi treinta años, José —adujo Herodes—. No puedo
recordar todos los pormenores de lo que ocurrió hace tanto tiempo.
»Siento que vuestro abuelo tuviera que morir, y que vuestro padre sea tan
poco comprensivo.
»Al menos —añadió, ya más sereno—, todo este percance se debe a la
insensatez de un hombre enfermo y no a cualquier diferencia que pudiera
haber entre vos y yo. Anularé las órdenes si mi tentativa de demostrar mi
amistad ha de crear discordia en vuestra familia.
Os estoy muy agradecido, rey Herodes.
—Venid a cenar conmigo después de Año Nuevo. Nicolaus os comunicará el
día. —Será un honor.
El rey se volvió hacia uno de los consejeros que permanecían junto al trono
y José se retiró con la mayor discreción posible.
«Belerión —se decía—. Pronto me hallaré lejos de la amistad del rey de
Israel.»

Era como si el penetrante sonido del shofar le partiera, de tan con-


movedor, el corazón. José se llevó la mano al pecho, para aquietar sus latidos.
De nuevo sonaron, repetidamente, las peculiares notas extraídas de los
retorcidos cuernos de carnero, los toques de los cuernos que eran una
llamada a la rememoración. La rememoración de los propios pecados y de
Dios.
Prestad atención, reclamaban los cuernos, atención a vuestros errores,
atención a las necesidades de vuestra alma para con Dios. Atención. Se inicia
un nuevo año con la música del shofar. Un nuevo comienzo. Atención. Recibid
el nuevo año con un corazón purificado, receptivo a la voluntad y a la palabra
de Dios.
José experimentaba ese renacer. Bajo la palma de la mano, el palpitar de
su corazón constituía la esencia de la vida, concedida por Dios. Se sentía
renovado, retraído a épocas pasadas cuando, siendo un chiquillo, el mundo y
sus batallas y recompensas aún no habían cobrado primacía sobre aquella
estremecedora reacción emocional ante el misterio del Altísimo y su templo.
«Debí prestar oídos al shofar y no a la música del viento en las velas»,
pensó, y su corazón se llenó con el dulce dolor del arrepentimiento, cerrando
la hendidura producida por el sonido de los cuernos. Buscó a su padre con la
mirada. Estaba cerca, apoyado en Amos. Tenía los ojos cerrados y le
resbalaban las lágrimas por las mejillas. José sintió deseos de aproximarse,
pero temiendo ser rechazado, se contentó con rezar al Altísimo, dirigir su
palpitante mensaje al hogar oculto de Dios, que se encontraba más allá del
altar envuelto en humo de incienso, tras las cortinas en que se representaba
el mapa de los cielos, el mismo que él había aprendido a descifrar confiándole
su vida. «Dale paz a Josué —rogó; concédele un corazón entero dentro de su
cuerpo medio paralizado.»

—Estás muy callado —murmuró Sara al oído de José—. Intenta participar


un poco en la fiesta. Éste es un día de júbilo por la llegada del nuevo año.
La familia se hallaba reunida al completo en la casa que habían recuperado,
compartiendo el tradicional ritual del Rosh Hashanah. En el centro de la
habitación, sobre una mesa junto a la que se encontra-ba instalado José,
había un gran cuenco con miel. Uno a uno, hombres, mujeres y niños, se
acercaban a la mesa, tomaban un pedazo de pan de las hogazas que se
encontraban dispuestas a un lado y lo sumergían en la miel. Después, jaleados
por las risas generales, lo levantaban y lo comían, tratando de impedir que
cayeran las escurridizas gotas doradas de la miel.
Aquel acto era una demostración simbólica de aprecio de la dulzura del
nuevo comienzo que entrañaba en el cambio de año.
«Debería estar tan contento como ellos —-pensaba José—. ¿Por qué me
abandona el arrobamiento que he sentido esta mañana en el templo?»

—Ahora experimento la dicha que querías que sintiera cuando nos


hallábamos reunidos en torno al cuenco de miel —dijo José a Sara.
En la nota que había hecho llegar Nicolaus no se hacía mención de la cena
en el palacio de Herodes. Se trataba de un mensaje de disculpa. El rey
padecía una congestión de pecho que le impedía recibir invitados por el
momento.

Diez días más tarde José se encontraba al lado de su padre. Era el día de
la Expiación, el Yom Kippur, y habían acudido juntos al templo de Dios, tal
como les había ordenado el sacerdote Nebuzah.
Delante de ellos, ataviado con las sagradas vestiduras que se reservaban a
la festividad más sagrada de todas, el sumo sacerdote hizo avanzar dos
cabras. Dos de sus sacerdotes las mantuvieron inmóviles mientras él arrojaba
unas placas de marfil con símbolos grabados, para averiguar por medio de
ellas la decisión del Altísimo con respecto al sacrificio de los animales. Ante
una indicación del sumo sacerdote, una de las cabras fue conducida al reducto
interior del atrio de los sacerdotes. Reinaba un silencio absoluto que sólo
interrumpía el repiqueteo de las pezuñas de la cabra en contacto con el suelo.
Después se oyeron otros pasos de animal, esta vez de un toro joven que hizo
pasar un sacerdote.
—He ofendido a Dios con mis pecados —entonó el sumo sacerdote—.
Sacrifico este toro en ofrenda por mis pecados y los pecados de todos los
sacerdotes.
Se encaminó a la piedra sacrificial y, tras seleccionar un cuchillo, degolló
al toro y recogió la sangre en un cuenco de oro. Después se lavó las manos en
la enorme pila y, tomando un incensario de oro, subió los escalones que
conducían al sancta sanctorum, el lugar santísimo, detrás de cuyos velos se
hallaba presente Dios.Entre el silencio era audible la respiración anhelante de
los presentes. El sumo sacerdote apartó la cortina exterior y se situó frente
a la cortina interior que tapaba las puertas de recinto sagrado.
Al poco se intensificó el olor a incienso y de entre las cortinas brotó el
humo del sacrificio.
Después salió el sumo sacerdote y entonces todos dejaron de contener el
aliento, y exhalaron un suspiro general.
Dios había aceptado el primer sacrificio.
El sumo sacerdote alzó el cuenco de oro que contenía la sangre antes de
volver al sancta sanctorum.
Por segunda vez Dios aceptó el sacrificio y el sumo sacerdote salió de
nuevo. A continuación sacrificó la cabra y recogió su sangre.
Por tercera y última vez entró en el reducto sagrado, llevando el
sacrificio.
Cuando regresó, José oyó cómo a su alrededor los hombres daban gracias
entre sollozos porque Dios había considerado aceptables todas las ofrendas.
Entonces miró a Josué. Le preocupaba que su padre no resistiera bien el
ayuno ritual que habían iniciado con la puesta del sol del día anterior.
Josué, que había rechazado el ofrecimiento de José de apoyarse en él, se
mantenía sin embargo firme con la ayuda de dos recios bastones.
Clac, clac, clac, clac... Era la segunda cabra, que volvía. Con las manos
posadas en la cabeza del animal, el sumo sacerdote recitó las confesiones
rituales para todo el pueblo, con las que transfería sus pecados al chivo
expiatorio.
Otro sacerdote la tomó del ronzal y la condujo por el pasillo que abrieron
los celebrantes.
Los levitas interpretaron una solemne música mientras los hombres
aguardaban en silencio dentro del templo. Todos sabían lo que sucedería
después: el sacerdote conduciría el chivo expiatorio al desierto y a unos
veinte kilómetros de distancia, lo despeñarían por un profundo barranco. Con
su muerte quedarían lavados los pecados del pueblo.
Después de recibir la señal, transmitida en cadena, el sumo sacerdote
anunció la expiación de sus pecados. Luego pronunció la bendición:

El Señor os bendiga y os guarde.


Que el Señor os ilumine con su rostro
y sea misericordioso;
que el Señor os muestre su semblante
y os conceda la paz.

La música aumentó en un crescendo gozoso y los coros de levitas


comenzaron a cantar.
Los judíos del mundo habían quedado limpios de pecado.

—No esperes demasiado. —Sara había dicho varias veces a José que no
podía dar por sentado que su padre fuera a perdonarlo sólo porque Dios lo
hubiera hecho—. Han pasado más de diez años desde que huiste de casa para
navegar. Tu padre ha acumulado mucha rabia, y el tiempo magnifica las cosas.
No obstante, José tuvo que reconocer que había esperado alguna
manifestación clara de cambio, alguna mirada o gesto por parte de Josué.
A la puesta del sol concluyó el ayuno del Yom Kippur. Abigail se esmeró
como nunca. Había enormes cuencos, platos y jarras de comida y vino, además
de un cesto con panecillos, frente a cada comensal. Como de costumbre,
comieron primero los varones. En el hogar de Abigail reinaba un clima de
considerable tolerancia y laxitud, gracias al cual los niños podían, por
ejemplo, comer en la misma mesa junto a los mayores. Caleb, que tenía sólo
once años, se sentía todo un hombre aposentado al lado de José; el chico
estaba en extremo orgulloso de la apasionante vida que llevaba su hermano
mayor.
—¿Cuándo vuelves a embarcar, José? —preguntó Caleb con estudiado aire
de desenvoltura—. ¿Irás a Alejandría otra vez?
José le había prometido llevarlo algún día consigo, pero ese día aún no
había llegado.
—Esta vez no, Caleb. Pero no lo he olvidado —respondió José, que sentía
un gran cariño por ese pequeño desconocido, admirador incondicional suyo,
que era su hermano—. Me han ofrecido participar en una inversión de
terrenos en Hispania, que parece interesante. Me llevaré a Sara conmigo.
Partiremos después de la fiesta de los Tabernáculos. —Aquello era lo que él y
Sara habían convenido en contar a los demás.
Por un instante Caleb ensombreció la expresión, pero enseguida su
mofletuda cara volvió a irradiar su alegría habitual.
—Quizá traigas algo especial de allí como regalo de boda de Amos. ¿Qué
tienen de especial en Hispania?
Aunque José tenía previsto aguardar a que hubieran pasado las fiestas, la
intervención de Caleb lo obligó a dar la noticia.
—No regresaremos a tiempo para la boda. —Miró a Amos y añadió—: Lo
siento.
No me sorprende lo más mínimo—murmuró Amos, sin mirar a José a los
ojos y concentrando toda su atención en elegir una aceituna del cuenco.José
sintió una opresión en el pecho; hubiera deseado tener a Sara a su lado. Con
ella había hablado muchas veces sobre la boda de Amos.
—No se enterará siquiera de si tú estás ahí o no —había insistido Sara—.
¿Te acuerdas de nuestra boda? Entre tanta música, baile y alborozo, y todas
las caras, carcajadas y conversaciones, lo único en lo que podía pensar era en
la tienda nupcial. A ti te pasaba lo mismo, José, me consta que sí, y lo mismo
le ocurrirá a Amos.
Ella tenía razón. José estaba convencido de que así sería, pero no podía
decírselo a Amos, y menos delante de todos los niños de la familia. Y de su
padre.
—Lo siento —repitió.
—No importa, José —replicó Amos, esta vez sin apartar la mirada.
—Sí importa —declaró Josué, que se hallaba sentado en su sillón, frente a
una mesa repleta de comida sólo para él; los demás compartían la comida que
habían dispuesto en una tarima baja en el centro, medio reclinados en el
suelo, sobre esteras de paja, de tal modo que Josué parecía hallarse muy por
encima de ellos—. Te equivocas en eso, hijo —dijo con su pronunciación
trabajosa y lenta—. Importa, y mucho. Aunque tienes razón en algo: no es una
sorpresa. —Luego añadió—: Ayúdame a ir a la cama. He perdido el apetito.
—Pues yo estoy hambriento —anunció José, y desplegó los puños, que
hasta entonces había mantenido crispados— y esta cena es un auténtico
banquete. Mateo, ¿me acercas ese queso que tiene tan buen aspecto? Me
muero de ganas de hincarle el cliente. Tu esposa es una cocinera de gran
talento.
Al día siguiente Amos llevó a su padre a Arimatea. Josué dijo que ya se
había cansado de estar en Jerusalén.
—Me alegra que se vaya —afirmó con enojo Sara—. Así podremos
divertirnos un poco los demás. La pena es que Helena tenga que irse con él,
con las ganas que tenía de estar aquí para la fiesta de los Tabernáculos.
—Ven aquí, mi gorrioncillo furioso —dijo José con un nudo en la garganta
mientras la atraía hacia sí—. Siempre lo recompones todo. Te quiero.

La fiesta de los Tabernáculos, el Succoth, también llamada fiesta de las


Tiendas o de las Cabañas, celebraba la última cosecha del año y la breve
tregua en el trabajo antes de que se iniciaran los preparativos para la
siembra.Los tabernáculos... las tiendas... eran pequeños cobertizos o cabañas,
pequeñas moradas provisionales que la gente construía en los jardines o en las
azoteas de sus casas o —si se trasladaban en peregrinaje— en las colinas y
los valles de las afueras de Jerusalén.
Mateo y sus hijos ya tenían preparados casi todos los materiales para
confeccionar las cabañas: largas ramas para las esquinas y otras más finas
para la armazón de dos de los lados y el techo. Cuando comenzara la
festividad, una semana después del Yom Kippur, cubrirían el techo con ramas
frescas de mirto y sauce y heléchos.
Aquellas cabañas eran réplicas de las que construían todos los años los
campesinos al lado de sus viñas, las cuales servían de refugio al hombre que
las vigilaba noche y día hasta la vendimia, para que ningún ladrón se llevara
sus maduros frutos.
Se había completado el ciclo. Una vez transformadas las uvas en pasas y
vino, y puesto éste a buen recaudo, era el momento de celebrarlo. Los
hombres de la casa harían con entusiasmo los honores al nuevo vino en la
cabaña y los muchachos probarían por primera vez las mieles de la virilidad.
Todos los varones de más de cinco años dormían en las cabañas por la noche.
Caleb se encontraba tan excitado que apenas podía esperar.
—Salgamos a hacer unas cuantas compras, triunfador y acaudalado marido
mío —propuso Sara por la mañana. Josué se había ido el día antes y aún
faltaban tres días para el comienzo de la festividad.
—Todas las que quieras, amada mía, y algunas más. Iremos al agora.
No, Sara deseaba ir a las estrechas y sinuosas calles de la ciudad baja, la
zona que ella llamaba el auténtico Jerusalén.
—Quiero comprar juguetes para los niños, para los de Belerión y para los
que irán con nosotros. No habrá suficiente con «algunos». Quiero montones
de juguetes, todos los que podamos llevar en el Águila.. Y golosinas también.
Quiero que nuestra llegada dé pie a una celebración que todos recuerden
como un momento realmente feliz.
Unas horas más tarde regresaron, entre risas a casa de Abigail, cargados
con enormes cestos de paja repletos de silbatos, peonzas, pelotas,
corderitos, burros con ruedas y ronzales y bolsas de higos secos endulzados
con miel.
—Ahora averiguaremos qué cosas tienen más éxito —dijo Sara—. Les
daremos éstas a los hijos de Abigail para ver cuáles prefieren y mañana
iremos a comprar más.
—Gracias por no comprar címbalos —gritó Abigail para hacerse oír entre
el bullicio de pitidos y gritos de alborozo.
—¡Claro! —exclamó Sara—. Necesitamos címbalos y flautas de verdad, no
sólo silbatos, y también arpas pequeñas. Siempre quise aprender a tocar el
arpa de niña.—Lo que necesitamos son fornidos acompañantes que carguen
con el peso del afán de beneficencia de Sara —gruñó José en tono exa-
gerado.
No sabía qué explicación inventar para la compra de los juguetes hasta
que se acordó de los hijos de los marineros de su flota. Sara aceptó,
naturalmente, la idea, y propuso comprar juguetes también para ellos.
Apenas quedaba tiempo antes del inicio del Succoth para comprar y
acarrear todas las cosas que Sara había considerado necesarias. Cada día
había más gente en las bulliciosas calles del núcleo antiguo y costaba mucho
recorrer una corta distancia, aun dispensando codazos de vez en cuando.
Igual que por la Pascua, en la ciudad se concentraban muchos judíos que
procedían de regiones apartadas del país, en número quizás incluso superior.
La fiesta de los Tabernáculos era tan alegre que muchos la elegían para
realizar su peregrinaje anual o el único peregrinaje de su vida a Jerusalén.
Aún antes del comienzo de la celebración, José y Sara se cruzaron con
improvisados desfiles de personas que pasaban cantando y bailando, agitando
las largas hojas de palmera denominadas lulabs.
—Si es así ahora, ¿cómo será cuando haya empezado de verdad la fiesta?
—se preguntó Sara, mientras agarraba con fuerza el brazo de José—. Nunca
he estado aquí durante el Succoth.
—Mejor —le prometió José—. Y con más bullicio —añadió gritando—. No
recuerdo gran cosa, porque era muy pequeño la vez que estuve, pero no he
olvidado que me causó gran impresión el ruido. A los niños les encanta hacer
ruido.
—Y a los mayores también, por lo visto. No tienes por qué hablar tan alto.

La fiesta superó todas las expectativas de Sara. Mirara a donde mirase,


veía gente contenta, que reía o sonreía. La música también era omnipresente.
Lo mejor de todo fue la alegría de José cuando alguien lo llamó entre la
multitud. Sara no logró oír lo que decían el desconocido y su marido, pero
observó el cálido abrazo que se dieron. Después se abrieron paso hasta ella
entre el jubiloso gentío.
—Sara, éste es mi amigo Micah, de Alejandría, de quien tanto te he
hablado.
—No tanto como me ha hablado él de ti —dijo Micah al tiempo que se
hincaba de rodillas con impecable donaire ante ella—. Ahora comprendo por
qué se mantuvo como un marido fiel en Alejandría pese a mis intentos de
corromperlo. Es un honor conocerte, Sara.—Para mí también lo es, Micah.
¿Quieres venir con nosotros a tomar una copa de vino? José, a buen seguro,
te debe un río de invitaciones después de la hospitalidad con que lo has
acogido en Alejandría.
—Nada me complacería más. He descubierto un sitio extraordinario cerca
del Ayuntamiento...
—Levántate, malvado, y deja de seducir a mi mujer —espetó José,
hundiéndole un dedo en la espalda—. Vamos —añadió mientras cogía de la
mano a Sara—. No es mala idea que Micah nos haga de cicerone. Seguro que
ha encontrado el local más elegante de todo Jerusalén. —José se hallaba
radiante de contento.

Sara sentía una curiosa sensación de extrañeza, cohibición y regocijo


entremezclados por encontrarse sentada en una vinatería pública, aun cuando
hubiera allí muchas mujeres de aspecto por completo decente. Mientras
tomaba su copa de vino generosamente aguado escuchaba la conversación,
plagada de bravatas, que mantenían los dos hombres. José se estaba
divirtiendo como un loco. Le cayó bien Micah por la alegría que había
despertado en José, y también por el evidente afecto que demostraba el
alejandrino hacia su marido.
—... así que elegí Succoth —decía Micah—. No había realizado ningún
peregrinaje al templo desde que era niño, hará unos mil años, y ésta era la
fiesta que parecía más divertida. Tenía que demostrar que no era un disipado
total, ajeno a las obligaciones para con Dios. El caso es que el momento tan
temido ha llegado. Voy a casarme, y debo convertirme en un adulto
respetable.
»Empiezo a creer —añadió al tiempo que miraba de reojo a Sara— que
incluso podría llegar a disfrutar haciendo de mando.
Sara notó que le subían los colores a la cara.
—¿Quién es la valerosa joven? —preguntó José.
—Valerosa y bella —respondió Micah—. Tiene un parecido a Cleopatra,
según dicen quienes conocieron a la trágica reina. Pero no es una «joven», lo
cual me llena de satisfacción. Es una viuda riquísima con tres hijos que ya
están lo bastante crecidos para vivir en una casa aparte con sus preceptores
y criados. —Micah abandonó su pose lánguida y sofisticada—. Estoy
totalmente prendado de ella. Se llama Julia y su nombre suena a música para
mis oídos.
—Me alegro por ti y por Julia, Micah —lo felicitó Sara, y le dio un beso en
la mejilla.
—Yo también —dijo José—. Aunque me sorprende que no se Produjera al
menos un terremoto cuando decidiste sentar cabeza.
—-¡Eh, yo no he dicho tal cosa! —replicó Micah con fingido horror.—Tu
amigo es muy agradable, José —declaró Sara cuando se dirigían a la casa de
Abigail—. Es estupendo que puedas compartir con él la celebración de esta
noche.
—Lo pasaremos bien. Con Micah las celebraciones son siempre más
festivas.
Uno de los actos más característicos de la festividad del Succoth era la
concentración de hombres en el atrio de las mujeres, donde cantaban,
bailaban y bebían vino con desenfreno. Los levitas tocaban toda la noche en
las escaleras de la Puerta de Nicanor. Ricos y pobres, artesanos y eruditos,
comerciantes y pastores... todos eran iguales. Con lámparas encendidas en la
mano, cantaban y bailaban pasando entre la muchedumbre en sinuosas hileras
que después deshacían para entregarse a otras manifestaciones de gozo. Al
despuntar el alba, una fanfarria saludaba la bienvenida al día, dando casi por
concluida la celebración.

—Por la mañana ve a la cabaña, tapa los oídos con cojines a José para que
no le llegue el ruido de la casa y protégele los ojos de la luz con un paño.
Sara se encontraba con Rebeca, y estaba encantada de pasar un rato a
solas con la anciana que tanto amaba.
—Gracias por el consejo —dijo con una sonrisa—. ¿Qué remedio me
recomiendas para cuando se despierte José?
—Que te alejes lo máximo posible de él. Iremos de compras y nos
llevaremos a Caleb para que nos sirva de poderoso protector varonil. Al pobre
se le está quedando corta la capa por todas partes, y pronto comenzará el
frío. Será un excelente pretexto para ir a la zona de los tejedores. Es una
feliz coincidencia que se halle al lado de las rosaledas y sus perfumes.
—Será un placer. Ya sabes que nos iremos pasado mañana. Tenemos que
zarpar lo antes posible y no podemos quedarnos toda la semana que dura la
fiesta. —A Sara se le anegaron los ojos de lágrimas—. Te voy a echar mucho
de menos, Rebeca.
—Y yo a ti, Sara —dijo Rebeca, y abrazó a la joven—. A José también,
claro está, pero aún más a ti. Habrá menos alegría en Arimatea sin ti.
—¿Y Antíoco? Me dijiste que, aparte de su buena predisposición para los
estudios, posee un gran sentido del humor.
—A José le espera una sorpresa mayúscula. He recaído en mi vieja
costumbre de conspirar con los jóvenes. Ahora que disponemos de esclavos
especializados para cuidar a Josué, Antíoco se ha escapado, con mi ayuda y
bendición. Os estará esperando en Cesárea.—José se pondrá furioso.
—Ya se le pasará. —Rebeca esbozó una sonrisa—. Tú te ocuparás de ello.

23

En cuanto hubieron traspasado las puertas de Cesárea, Sara centró la


atención en localizar a Antíoco. Vio la limpieza, la blancura y la extraordinaria
hermosura de la ciudad de Herodes, pero no la impúdica y sonriente cara del
niño.
Desde que llegaron al puerto, no paró de proferir exclamaciones de
admiración.
—Así me sentí yo la primera vez que lo vi —convino José—. Y todavía me
ocurre lo mismo cada vez que vuelvo. Es tan perfecto que a veces pienso si no
lo habré soñado.
»Pero los dos sabemos —agregó, sonriendo— que yo no tengo tanta
imaginación para inventar todo esto, de modo que debo creer que es real.
Sara devolvió a su esposo la sonrisa, aunque para sus adentros rumiaba
dónde podía haberse metido cierto niño larguirucho, decidido y espabilado.
Como no lo encontró en el barco y ninguno de los tripulantes supo darle
razón de la persona que ella decribía, les pidió que no hablaran del asunto con
José. Seguramente le asaltaría la preocupación e iría a Arimatea para
cerciorarse de que no le hubiera ocurrido nada a Antíoco, y no había tiempo
para ello.
Además, Sara conocía al chico mucho mejor que José y tenía la certeza de
que se encontraba perfectamente; conocía demasiado bien los peligros del
mundo para no haberlos evitado.
Lo más probable era que hubiera cambiado de parecer al caer en la cuenta
del enfado que causaría a José. No habría querido correr el nesgo de ser el
blanco de las iras de su héroe y se habría quedado en la alquería, o habría
dado media vuelta a mitad de camino.
Sara se alegraba de aquel desenlace, porque no quería que José se enojara
con Antíoco.
De todos modos, sentía cierta decepción. Habría sido divertido contar
con la compañía del vivaracho protegido de Rebeca en Belerion. Lo más seguro
era que aprendiera el idioma, los nombres y todo lo relativo al lugar en
cuestión de días. En el aula ya había alcanzado un perfecto dominio del
griego, el latín, el arameo y el árabe.
Bueno, el chico no estaba en Cesárea y no tenía que darle más vueltas.
Ahora podría concentrarse en disfrutar de la aventura que pronto iba a
emprender.
José se hallaba atareadísimo, atendiendo un montón de obligaciones. Sara,
que lo seguía de un lado a otro, advirtió por primera vez lo absorbente que
era su actividad, y también comprendió por qué le entusiasmaba tanto. Tan
pronto se dedicaba a labores insignificantes, como revisar las ánforas de
barro en las que transportaría el aceite de oliva por si tuvieran alguna fisura,
como tomaba —en cuestión de minutos— decisiones trascendentes sobre las
rutas y la carga que transportarían el año próximo sus otros tres barcos. El
Águila viajaría a Belerión, naturalmente, para cargar estaño y traer de
regreso a José y a Sara.
José pasó mucho tiempo hablando con los constructores de la lujosa
galera y examinó palmo a palmo el trabajo que llevaban hecho. Después dejó
que Sara seleccionara las sedas y telas para los cojines y divanes. Aunque se
habría pasado horas admirando la variedad de colores, texturas y dibujos, de
un refinamiento como no había visto igual, Sara notó la energía contenida de
José, el esfuerzo que éste debía realizar para no obligarla a que se
apresurara, de modo que abrevió, imitando la manera de hacer que había
observado en él.
—Ésa —dijo con tono decidido— y ese cordón para el borde. Luego tres de
las azules... no, la de debajo... y ésa de color cobre para dos cojines...
La joven se prometió a sí misma que pasaría un día entero en las tiendas
de telas a su regreso, sólo para tocar y mirar.
Fue sola a la casa del rabino Isaac y se presentó a la familia. El día antes
de zarpar celebrarían la boda del hijo, y entonces conocería a las familias
restantes.
La esposa de Isaac, Raquel, le confió en un aparte un deseo secreto muy
especial.
—Lo único que lamento es tener que dejar mi granado —susurró—. Planté
la semilla el día que nos instalamos en esta casa y casi lo considero un hijo
más. ¿Creéis que podría llevar un pequeño recipiente con esquejes?
¿Dispondremos de bastante agua para que no se mueran? ¿Habrá espacio
suficiente en el barco? ¿Echarán raíces en esa nueva tierra?
Sara había visto ya los preparativos que se habían dispuesto en el Águila.
Había mantas y esteras enrolladas, que se extenderían en el suelo curvado de
la bodega para dormir, así como en cubierta. Todo el espacio disponible se
hallaba ocupado con comida y bebida para latravesía, y las instalaciones
sanitarias no eran más que una zona protegida con cortinas que ocupaba el
fondo de la zona de bancos de los remeros.
No había sitio ni para una semilla de granado, y menos aún para esquejes,
pensó, ¿y quién podía prever cómo sería el clima de Bele-rión? Aun así,
aseguró a Raquel que los esquejes sobrevivirían al viaje y prosperarían sin
duda en el jardín de su futura casa.
«¿Por qué no mostrarse optimista? —se dijo—. Estos colonos son las
personas más valientes que he conocido, y les aguarda un viaje ate-morizador.
»Y también a mí, a decir verdad. Si el brebaje que me dio esa herborista
no surte efecto, no sé qué voy a hacer... Más vale no perder el optimismo.
»Voy a tener a José a mi lado durante seis meses seguidos», pensó con la
mirada fija en los hombres que levantaban la tienda nupcial junto al granado
del patio.
Mientras recorría las calles de Cesárea, lucía una sonrisa tan bella en los
labios que la gente se volvía a mirarla, pero ella no se dio cuenta. Estaba
recordando todo cuanto José le había explicado de Belerión. La tierra de los
hombres azules, como aún la llamaba ella.

José había dispuesto en el barco un alojamiento más confortable para su


esposa que para los emigrantes. En la zona del timón habían montado una
tienda, firmemente anclada a cubierta, que le procuraría intimidad y
protección contra el viento y las posibles lluvias.
—Tengo una idea magnífica —anunció Sara—. En lugar de dormir en esa
hostería tan sosa, pasemos estas dos últimas noches en el Águila.
—Pero, Sara, aunque se encuentre anclado en el puerto el barco se moverá
un poco.
—¡Qué bobo llegas a ser a veces, José! He visto la tienda para la boda de
mañana en casa del rabino, ¿entiendes? Me he sentido como si fuera de nuevo
la novia.
—La novia que se marea en un barco —dijo José, bromeando—. Es una idea
deliciosa, siempre y cuando no te pongas verde.
—¡José!
—Pues yo me siento como un novio —le confesó él al oído al tiempo que la
abrazaba—. Vamonos al Águila ahora mismo.

La boda de David ben Isaac fue una ocasión gozosa y triste a un tiempo.
Junto con las felicitaciones, había que pronunciar muchas palabras de
despedida.José y Sara se escabulleron en cuanto les fue posible. En el Águila
aún quedaban muchos preparativos por ultimar y ellos deseaban disfrutar de
su última noche de intimidad sin apremios, entregados al amor.
También fueron abundantes las carcajadas.
—Seguro de que hay un rebaño de ovejas con ruedas preparándose para
embestirme por la espalda —comentó José en un momento crucial.
Los juguetes estaban guardados en los rincones de la tienda, porque no
había suficiente espacio para ellos en la bodega.
Antíoco apareció el cuarto día. Se presentó ante José con un cuenco de
agua tibia, una toalla y utensilios para el afeitado.
—Buenos días, amo —dijo—. Un día hermoso, un mar en calma y un viento
propicio. Todo perfecto. ¿Listo para afeitaros?
Cuando se hubo recobrado de la sorpresa, José lo regañó y le lanzó una
andanada de terribles amenazas. Los judíos de Cesárea, sentados en
cubierta, estaban demasiado asustados para apreciar la belleza del cielo y de
las aguas, y consideraban el balanceo del barco una prueba de que el mar
distaba mucho de estar en calma. Sus temores se redoblaron al ver la furia
de José, hasta el punto de que las madres reunían como cluecas a sus hijos
con afán protector.
Al final, empero, José se echó a reír.
—Eres un picarón —dijo a Antíoco, enredándole la espesa maraña de rizos
—. Creo que debería ponerte a trabajar en la cocina. Eso es lo que tuve que
hacer yo cuando escapé para embarcarme a tu edad.
—Si me permitís recordároslo, amo, tengo tendencia a romper los
cacharros de cocina. Soy mucho más hábil con la navaja de afeitar.
—Iremos a la tienda, pues. Sara se alegrará de verte, supongo.
—Ya la he visto, y se ha alegrado. Ella me ha dado la navaja y lo demás.

El viaje se desarrolló con menos percances meteorológicos de lo que


habían temido José y la tripulación. El ambiente del barco distaba, con todo,
de ser una balsa de aceite. Muchos de los emigrantes de Cesárea
permanecieron mareados la mayor parte del tiempo y el miedo era patente en
todos. Constantemente sonaban gritos aislados, gemidos y suspiros, y la
estrechez de espacio provocaba fricciones cada vez más frecuentes.
Sara no padecía mareos; el preparado de hierbas que se había llevado era
eficaz, aunque por desgracia le producía un dolor de huesos continuo. Apenas
se movía, y cuando lo hacía se desplazaba con lentitud y rigidez, y a menudo
debía recurrir a la ayuda de Antíoco.—No reina un clima de alegría,
precisamente —comentó Mílcar a José—. Lo que tiene de bueno es que los
remeros se esfuerzan como nunca. No sé si lo planeasteis de antemano, José,
pero lo cierto es que habéis conseguido que esperemos la travesía de regreso
como un regalo del cielo, aun sabiendo que deberemos soportar tormentas y
mala mar.
La profunda y cavernosa carcajada con que remató el capitán fenicio la
observación levantó el ánimo incluso a Sara. Antíoco intentó imitarla. Estaba
tratando de aprender a comportarse como un capitán de barco, porque, como
dijo entonces, la profesión de remero o de marinero no era suficiente para
colmar sus aspiraciones. José intentó propinarle un manotazo, pero el chico
se zafó sin problemas. Se movía por el barco con una soltura que superaba a
la de la gran mayoría de marineros curtidos.

José se puso a rebuscar entre los cestos de juguetes que se hallaban


apilados en la tienda, y acusó un desmoronamiento general.
—Da igual —dijo al ver la consternación de Sara—. Ya estamos llegando.
Mira... allá a la derecha, a lo lejos, esa columna de humo. Son los acantilados
de Galia. Los veneti avisan a los dumnoni de nuestra llegada. Ven a la proa, a
mirar cómo aparece de repente ante nosotros la colina llamada Itkis. —Le
enseñó la reluciente trompetilla que había encontrado—. Anunciaré a
nuestros pobres pasajeros el final de sus sufrimientos.
Pasando entre las abatidas familias que permanecían apiñadas en cubierta
durante el día, José se encaminó a la proa, y allí se detuvo junto al águila de
Arimatea. Sara lo siguió despacio, hasta guarecerse bajo su hombro, y trató
de escrutar el horizonte a pesar del lagrimeo que le provocaba la violencia del
viento.
Entonces José sopló con fuerza en la boca de la trompetilla, arrancando
débiles y disonantes ruidos, que transmitían sin embargo la emoción que lo
embargaba. Antíoco acudió corriendo a su lado.
Entonces, de repente, se hizo visible la verde colina. El olor a tierra y a
vegetación que transportaba el viento los envolvió como una bendición y una
promesa.
Isaac se puso en pie y, dirigiendo los brazos al cielo, comenzó a entonar un
salmo de agradecimiento.

Venid, cantemos al Señor,


aclamemos la roca de nuestra salvación.
Vayamos a su encuentro con acción de gracias,
aclamémoslo, al ritmo de canciones.
El Señor es un Dios grande,
rey poderoso sobre los dioses todos.
En su poder están las profundidades de la tierra,
y las altas montañas a él pertenecen.
Suyo es el mar, él es quien lo ha formado,
y hechura de sus manos
es también el continente.
Venid y saludémoslo, postrados,
doblemos la rodilla
ante el Señor, nuestro hacedor.
Él, cierto, es nuestro Dios
y nosotros el pueblo de sus pastos,
el rebaño conducido por su mano.

Hombres, mujeres y niños se postraron de rodillas. Por sus caras pálidas y


demacradas rodaban las lágrimas mientras contemplaban aquella tierra
desconocida y aspiraban el olor de su exuberancia, suplicando clemencia a su
Dios.
Sara y José se arrodillaron también, cogidos de la mano.
Antíoco permanecía tras ellos, escrutando con mirada ávida las maravillas
que se extendían ante ellos.
La marea alta permitió acercar el Águila a la playa de la isla. El estrépito
que se produjo al lanzar el ancla provocó un revuelo de gaviotas en el cielo.
Cuando tendieron la pasarela, Antíoco fue el primero en bajar por ella
corriendo. Se puso a dar saltos y hacer cabriolas y cayó de bruces varias
veces, sorprendido. Los otros chiquillos lo siguieron a corta distancia y
tampoco se libraron de ir a parar a la arena. Estaban descubriendo el
desconcertante fenómeno que sobreviene tras una travesía: cuando se deja
de sentir el movimiento del barco, parece que la tierra se moviera y las
piernas pierden firmeza al contacto con la inmovilidad del suelo.
José permaneció en lo alto de la pasarela, con objeto de alertar a todos
los pasajeros de que iban a experimentar aquella sensación y recordarles la
palabra de la lengua de los dumnoni que les había enseñado: «Amigo.»
Los hombres y mujeres reían atolondrados ante las piruetas que
ejecutaban los niños, aliviados por la conclusión del viaje y también por el
miedo a lo desconocido que no se habían atrevido a expresar en voz alta.
Mientras se movían con inquietud, reuniendo las pocas pertenencias que les
habían permitido llevar consigo, Antíoco volvió a subir corriendo la pasarela.
—Perdonadme, por favor —rogó a José—. He perdido la cabeza. ¿Qué
puedo hacer para ayudar?
—No pierdas de vista a esos chicos. Sus padres ya tienen bastantes
quebraderos de cabeza como para tener que preocuparse porque se pierda
alguno.
Antíoco miró a la gente que se concentraba en cubierta. Los hijos de las
diez familias de Cesárea sumaban dieciocho en total, ocho de los cuales aún
no habían cumplido los cinco años.
—¿Y si hago volver a esos cinco para que ayuden a sus madres? —propuso
Antíoco, y señaló a los niños que jugaban en la playa.
—Buena idea. A ver si lo consigues.

En menos de media hora habían desembarcado todos en la playa. Sara,


presa de una excitación igual a la de los demás, hacía señas a José,
apremiándolo a unirse con ellos.
—Reúne a la tripulación, Mílcar —indicó José al capitán del barco—. Diles
que traigan el vino. Seguro que ellos ya nos están esperando con el hidromiel
preparado.
—Creo que lo mejor será que os vayáis sin nosotros, José. Está bajando la
marea y deberemos retirar el barco para anclarlo a mayor profundidad.
Además, quiero que los hombres limpien el Águila y lo preparen todo para
instalar la carga. No podemos perder tiempo en celebraciones y resacas
cuando las tormentas de otoño están por echársenos encima.
Entonces, como para dar la razón al fenicio, comenzó a caer una fina
llovizna.
—Me llevaré sólo dos hombres para transportar el vino. Nuestros
pasajeros lo van a necesitar. Después de dejar el vino en el pueblo, volverán
con un cordero para que lo ofrendéis por la llegada.
—Decidles que traigan dos. Ofreceremos otro sacrificio al hacernos a la
mar para solicitar la protección de los dioses.
—De acuerdo. Iré a reunirme con Sara y los demás. Mandad a los dos
marineros enseguida.
En la playa lo recibieron con un bombardeo de preguntas.
—Todavía nos queda un breve trecho por recorrer —señaló José, sin
concretar—. Habrá tiempo de sobras para preguntas en cuanto lleguemos al
pueblo de los celtas. Recordad la palabra que habéis aprendido. Es lo único
que tenéis que decir.
Con una sonrisa, se señaló a sí mismo y repitió la palabra, en la lengua de
Belerión: «Amigo.»—Amigo —repitieron a coro las familias.
—Muy bien. Ahora seguidme.
Con Sara de la mano, inició la larga caminata que los separaba de la otra
cara de Itkis; avanzaba despacio para que nadie se quedara rezagado. Era una
lástima que lloviera. Aquel cielo gris no era lo mejor para levantar el ánimo de
aquella gente.
Cuando con paso cansino, entre trompicones, la comitiva dobló un recodo,
apareció Belerión a la vista y cesó el chubasco. Los contornos de acantilados,
los tumultuosos torrentes, los árboles, las flores se divisaban bajo el velo de
una fina niebla. Los viajeros de Cesa-rea comenzaron a señalar aquí y allá con
excitación.
—Vamos —los animó José—. Aún nos queda camino por hacer.
—Es aún más verde y más bello de lo que me dijiste, José —exclamó Sara
al tiempo que apretaba la mano de su esposo—. Estoy tan contenta que me
pondría a correr y bailar.
—Lo haremos, querida. Todos los días. Diez veces al día, si así lo deseas.
Pero primero tenemos que llegar. Hay que seguir caminando.

Al principio José no reparó en el cambio de tono de las voces que sonaban


a sus espaldas. No lo advirtió hasta que oyó un grito de mujer, un agudo
lamento preñado de pena.
Se volvió para retroceder apresuradamente y averiguar qué había
ocurrido. ¿Una caída? ¿Un niño perdido? Hasta el momento todo se
desarrollaba a la perfección; casi habían rodeado la mitad de la isla, y la otra
orilla quedaba ya cerca.
De repente cayó en la cuenta de que había tenido un descuido im-
perdonable. Se había olvidado de hablarles del istmo y de la marea. Sus
agotados y angustiados acompañantes debían de temer que tendrían que
llegar a nado hasta Belerión.
Justo cuando estaba a punto de alcanzar a David y su esposa, que iban a la
cabeza del grupo, José oyó otro grito, esta vez de júbilo.
—¡Hosanna!
—¡Hosanna! —repitió el rabino Isaac, mientras señalaba al frente.
José se detuvo en seco, pues sabía que el problema se había resuelto solo:
la marea se estaba retirando. Sin perder un instante, regresó al lado de Sara.
Le había prometido que asistirían juntos a la primera visión del puente de
arena entre las olas.
Los viajeros de Judea se pusieron a gritar a coro, y a correr, de tal forma
que pronto tomaron la delantera a José y a Sara, y prosiguieron la marcha
por el resplandeciente camino de arena que a cada instante se hacía más
ancho.
Todos se arrodillaban para tocarlo; algunos cayeron de rodillaspara dar
gracias al Señor, creyendo que se encontraban ante un milagro.
—Mira —dijo Sara mientras tiraba a José de la manga—. Oh, José, mira.
José levantó la vista. Sobre la tierra de Belerión, entre la fina niebla gris,
se elevaba el arco iris.
—El Señor bendice este lugar ignoto —exclamó Isaac—. ¡Ved la prueba en
el radiante arco de los cielos! Vamos, hermanos, entremos en él entonando un
cántico de alabanza.
Comenzó a cantar con voz fuerte y vibrante, henchida de gozo; los demás
se sumaron sin tardanza.
De este modo avanzaron entre las aguas del mar, en dirección a las verdes
colinas que a partir de entonces constituirían su hogar.

24

—Isaac, esto no es como lo que ocurrió en el mar Rojo —insistió José,


armándose de toda su paciencia—. No ha sido un milagro. La marea ha dejado
al descubierto el camino y después lo ha vuelto a cubrir, igual que viene
haciéndolo una y otra vez, todos los días, hasta donde remonta la memoria de
las gentes de este lugar.
No había forma de que Isaac le hiciera caso.
—Os lo repetiré por última vez, José —replicó Isaac, sonriente, al tiempo
que le daba una palmada en el brazo—. Nadie... ni vos, ni yo, ni el jefe de este
pueblo... puede saber que Dios no hubiera decidido, cuando creó el mundo,
dejar este camino entre las aguas para que cuando viniéramos nosotros
sintiéramos su amor y viéramos la huella de su mano en todas sus obras.
La paciencia de Isaac era ilimitada, igual que su fe. José no tuvo más
remedio que darse por vencido.
No obstante, una vez hubo tocado a su fin el largo día, cuando se hallaba a
solas con Sara volvió a sacar a colación el asunto.
—No he podido hacer entrar en razón al rabino —se lamentó—. Lo he
tenido que dejar por imposible.
—Mi pobre José —se burló Sara—. Con tu mente de negociante, eres
incapaz de aceptar lo que no puedes entender. —Le dio un beso en la frente.
~No es verdad. Me gusta y me conforta ver la huella de la mano de Dios en
las cosas que no comprendo. Como, por ejemplo, esa extraordinaria
coincidencia con el idioma de Antíoco. ¿Quién iba a pensar que los habitantes
de su tierra de origen guardaran un parentesco de sangre con las gentes de
Belerión? Galacia está muy lejos de aquí.
—Y sin embargo —señaló Sara—, cuando los ha oído hablar, lo entendía
casi todo. Ha reconocido las palabras que oyó en su más tierna infancia, antes
de ser vendido como esclavo. —Hundió la cabeza en el hombro de José,
abrumada—. Lo que me produce una pena indecible es que no conociera la
palabra que enseñaste a todos: «Amigo.» Nunca la había oído. Es horrible que
haya tenido que crecer con tanto dolor.
José acarició el pelo de su esposa y luego hundió los dedos entre su tupida
melena para tomarla por la nuca y atraer la boca hacia sus labios.
—Olvidémonos del mundo, gorrioncillo, mientras estamos juntos. Te
quiero.
—Y yo a ti —dijo Sara estrechándolo.

Los meses siguientes —medio año completo— fueron como un idilio


ininterrumpido, orlado de dicha, amor y belleza. Sara y José los recordarían
durante el resto de su vida y se referirían a ellos con un nombre secreto: «El
periodo mágico.»
Pasaron juntos más tiempo del que habían pasado nunca, ni siquiera en la
infancia. Aunque debían atender quehaceres, en ocasiones juntos y las más de
las veces separados, siempre disponían de algún rato para dar largos paseos,
explorar los bellos parajes de Belerión, contemplar el majestuoso y rugiente
embate de las olas contra la base de los acantilados y descubrir colonias de
diminutas flores y matorrales que crecían en alguna oquedad, amparados del
viento, incluso en los días más cortos y fríos del año.
Y cuando caía la noche, tenían su refugio privado, una cabaña redonda de
piedra que habían construido para ellos los dumnoni, donde la pareja se
contaba las anécdotas del día y compartía en cuerpo y alma su creciente
amor.

Había una gran cabaña de piedra, de tamaño diez veces superior a la que
ocupaban Sara y José, en la que los dumnoni solían guardar en invierno los
caballos, bueyes y ganado. Ése fue el edificio que, una vez limpiado y
blanqueado de arriba abajo, cedieron a los pasajeros del Águila como vivienda
provisional mientras construían sus casas.
Fue en ese mismo lugar, el mismo día de su llegada, después de que José
sirviera vino a todos los adultos, judíos y celtas, donde Sara repartió los
juguetes a los niños.
Los gritos, risas, juegos y estrépito de trompetillas y címbalos obli-garon
a taparse los oídos por igual a todos los mayores, que de este modo
establecieron una comunicación en la que sobraban las palabras. Los niños
tampoco tenían necesidad de hablar en ese momento, pues estaban
demasiado ocupados lanzado pelotas y haciendo ruido.
Al poco rato, las mujeres rubias trajeron grandes cantidades de comida y
bebida... hidromiel, leche y agua aromatizada con hierbas. Luego señalaron los
colchones de paja que se hallaban apilados junto a las paredes, imitaron con
gestos la acción de comer y después bostezaron y cerraron los ojos. Los
fatigados viajeros mostraron su agradecimiento juntando las manos y
dedicando reverencias a su benefactores, con sonrisas, cabeceos y
pronunciando la palabra «amigo».
—Amigo —repitieron las mujeres celtas.
Después reunieron a sus maridos e hijos y salieron para dejar que los
judíos comieran y descansaran a sus anchas.
José tuvo una gran alegría al ver a Nancledra, el joven que estudiaba para
sacerdote y que le había servido de intérprete durante su primera estancia
en Belerión. Lo acogió con una amplia sonrisa y la forma de saludo que el joven
celta le había enseñado.
—¡Sennen!
Nancledra le ofreció una sonrisa igual de radiante y a continuación le
corrigió la pronunciación, como había hecho decenas de veces antes. José
escuchó una vez más, complacido, el nombre que le habían impuesto los
dumnoni: «Mostaza.»
Enseguida pasó a utilizar el griego, pues le interesaba abreviar. ¿Se
quedaría en el pueblo, preguntó a Nancledra, para servir de intérprete a los
pasajeros del Águila Sí y no, le respondió el celta. El se ocuparía del
aprendizaje de los niños judíos, pero tenía cuatro ayudantes, aprendices de
sacerdotes, que harían de intérpretes.
—Han transcurrido cuatro años desde que pasamos vanas semanas juntos,
Sennen —le recordó—. Durante ese tiempo he progresado en mis estudios.
He superado las pruebas y ahora ya soy un bardo.
—Felicidades, amigo. Estoy muy contento de volver a verte. Esta vez me
acompaña mi esposa; quiero que la conozcas.
—Me encantaría, pero ahora debo ir a la escuela. Me harías un gran favor,
Sennen, si dijeras a tus compatriotas que vayan sus hijos allí. Los padres y las
madres también pueden ir si lo desean.
José se dirigió al gran edificio redondo. En él encontró a los intérpretes y
también a Gawethin, el jefe de los dumnoni, y su esposa. El proyecto de
integración de los judíos se había puesto ya en marcha.Durante los meses de
invierno la suavidad del clima facilitó el trabajo a la intemperie. Con la
experta y desinteresada ayuda de los dumnoni, los hombres de Cesárea
levantaron las paredes de piedra de sus casas.
Éstas eran diferentes de las cabañas circulares, con marcada influencia
de Cesárea. Tenían forma ovalada y se componían de un espacio de vivienda,
otro de taller y un establo, que se hallaban dispuestos en torno a un patio.
Cada familia construyó una, de dimensiones acordes a sus necesidades, y
entre todas formaron dos hileras separadas por una calle pavimentada. El
resultado final fue un pueblo aparte, en cuyo centro se alzaba un edificio
especial que, aun siendo más pequeño y careciendo de patio, había sido el
depositario del mayor esmero de los artesanos.
Se trataba de la sinagoga, la cual dedicó la colonia de judíos a su Dios en
el marco de la celebración de la fiesta de las Luces.
—Ahora ya tengo la seguridad de que mi descabellada idea va a dar fruto
—dijo José a Sara—. Pronto los campos estarán listos para la siembra, y los
dumnoni ya han comenzado a enseñar a los colonos los sitios donde dispondrán
de tierra y el tipo de cultivos que pueden plantar. Muchos de ellos coinciden
con los de Judea: cebada, trigo, lentejas, guisantes... todos los conocen.
—El aprendizaje del idioma no presenta problemas... Antíoco participa
absolutamente en todo, y actúa como el mejor de los intérpretes.
—Los niños están inventado su propia mezcolanza de lenguas —comentó
Sara—. El pobre Nancledra sufre lo suyo, pero les enseña muy bien. Se ve que
les tiene mucho cariño.
—Y a ti también —señaló José en tono burlón.
Era verdad, y él se alegraba. Sara iba a menudo a la escuela, y después de
las clases de lengua Nancledra le enseñaba a tocar el arpa. No con una de las
arpas de juguete; le había regalado uno de los hermosos instrumentos
parecidos a la lira que utilizaban los bardos para interpretar su compleja y
etérea música.
Era un instrumento difícil, y aquel tipo de música aún lo era más. De todos
modos, a José no le molestaban las disonancias ni las interminables
repeticiones de acordes que Sara le arrancaba una y otra vez durante sus
horas de práctica en casa. Al ir a comprar los juguetes, ella había
manifestado su deseo de aprender a tocar el arpa, y él quería que ella tuviera
todo cuanto había ansiado.
Tal vez el arpa podría consolar en algo su pena por no haber concebido
todavía un hijo, ni siquiera durante aquel periodo mágico.Aún les quedaban, no
obstante, cuatro meses de intimidad en aquella tierra especial antes de que
el Águila regresara a buscarlos, y no había motivo para perder las
esperanzas.
No hablaban de aquella cuestión, porque ninguno de los dos quería causar
dolor al otro, aunque sí compartían sin reservas todos los demás
pensamientos y sentimientos con un grado de compenetración del que surgía
la magia.

Gawethin era el jefe de los dumnoni y consideraba a Sennen el jefe de los


judíos, por más que éste tratara de convencerlo de lo contrario. A mediados
de enero convocó una reunión para hablar del estaño. Antíoco rogó que lo
dejaran hacer de intérprete y ambos accedieron.
—Con la condición —advirtió severamente José— de que no interrumpas,
presentes sugerencias ni digas nada cuando opines que estamos equivocados.
Gawethin reprimió una sonrisa, y también José. El muchacho gá-lata se
había convertido en el favorito de todos.
—Mi pueblo siempre ha recogido el estaño de los arroyos —expuso
Gawethin—, tomándolo como un don que nos ofrece la diosa de la tierra y las
aguas. Vuestra gente, si no entendí mal lo que explicasteis el año pasado,
querrá extraer el metal de otra manera. Me preocupa que ello perturbe la
armonía entre nuestros pueblos.
Ambos convinieron en que sería horrible que surgieran desavenencias. En
el breve periodo de tiempo que llevaban los judíos en Be-lerión, se había
producido una colaboración extraordinaria entre las dos comunidades. Los
hombres trabajaban juntos en las obras de edificación y las mujeres
intercambiaban su antigua sabiduría sobre partos, recetas de cocina,
métodos secretos para remediar las tendencias caprichosas de los hijos y de
los maridos.
Las mujeres de Cesárea habían adoptado muchas de las costumbres de las
de Belerión. Llevaban los mismos abigarrados vestidos de lana y lino, porque
eran más bonitos y cómodos que las túnicas y mantos que habían utilizado
hasta entonces, y también se recogían el pelo en trenzas, igual que las celtas.
Además, habían comenzado a reunir algunas de las hermosas joyas de bronce
con las que se adornaban de forma tan profusa las mujeres de Belerión.
Las mujeres dumnoni eran generosas con sus posesiones y pródigas en
consejos. En su sociedad las mujeres gozaban de una relevancia y poder igual
al de los hombres, y no perdían ocasión de animar a las judías para que
exigieran de sus hombres los mismos privilegios.
Las mujeres de Cesárea replicaban con sensatez que no debían
precipitarse. Lo cierto era que aquella igualdad de sexos les compla-cía, pero
preferían mantener a sus hombres sumidos en una plácida ignorancia.
Los varones judíos eran por lo general mucho más conservadores. La
mayoría de ellos desdeñó adoptar el uso de los pantalones celtas, aunque sí
compraron lana de Belerión para confeccionar las capas. Los paños de lana de
Jerusalén eran famosos por su calidad, pero los gruesos tejidos de Belerión
los superaban en resistencia.
Hasta el momento, todo se desarrollaba a pedir de boca. Deseoso de que
no se invirtiera esa tendencia, José escuchó con suma atención a Gawethin.
—Los celtas creemos que el agua es sagrada y que la piedra... por ser lo
más antiguo que conocemos... debe ser honrada y venerada. Si para localizar y
extraer el estaño cambiáramos las aguas y piedras de lugar, tal vez
ofenderíamos a nuestros dioses. Como yo carezco de sabiduría suficiente
sobre este asunto, he mandado llamar a los druidas. Ellos son los depositarios
de la ley, los que interpretan los deseos de nuestros dioses, y nos dirán por
tanto lo que debemos hacer. Hasta que no lleguen los sacerdotes, debéis
garantizarme que no se hará nada con respecto al estaño.
José le dio su promesa formal de que así sería.
—Espero que no tarden mucho esos druidas —dijo a Sara—. Antes de irme
quiero ver cómo se aplica un nuevo método de extracción más efectivo.
—Seguro que llegarán pronto —afirmó Sara tras servir a su esposo una
copa de hidromiel—. Se comunican por medio de señales de fuego desde las
cimas de las colinas; es un procedimiento más rápido que el de los
mensajeros.
José tomó un largo trago y sonrió al notar una leve flojera en las piernas.
—Nancledra te cuenta muchas más cosas de las que me contó a mí cuando
estuve con él todos los días durante una temporada. Me hizo creer que todo
lo que guarda relación con los druidas era secreto.
—Entonces todavía no había superado las pruebas. Quizás él tampoco
supiera gran cosa. Además, tengo la impresión de que todavía le queda mucho
por aprender.
Sara refirió a José lo poco que le había explicado Nancledra. Los celtas
más listos y más valientes aspiraban con frecuencia a convertirse en druidas,
porque éstos componían la casta más respetada de su sociedad, no sólo en la
isla en la que se encontraba Belerión, sino en numerosos países incluidos
dentro del imperio romano.
Los aspirantes iniciaban los estudios desde muy jóvenes. Chicos y chicas
se sometían a un entrenamiento igual de riguroso. Durantedoce años, todos
los días sin excepción, estudiaban las lenguas del mundo y su historia.
También aprendían música, interpretación y composición, así como
astronomía. Todo debían memorizarlo, pues no disponían de pergaminos para
socorrer la memoria.
Muchos estudiantes se quedaban en el camino. Los que no podían seguir el
ritmo que exigían los profesores eran descartados; los que perseveraban con
éxito pasaban a aprender las sagas que relataban la dilatada historia de sus
druidas y de sus dioses. Después se les permitía aprender las leyes mediante
las cuales gobernaban y administraban justicia los druidas a todos los celtas
que se hallaban diseminados en los distintos países.
Nancledra había superado las pruebas de dichos conocimientos el verano
anterior y ahora se disponía a estudiar medicina. Los druidas eran famosos
por sus medicinas, que preparaban con las trescientas sesenta y cinco
variedades de plantas que habían identificado y clasificado hacía ya mucho
tiempo, junto con sus propiedades curativas individuales o combinadas.
Si Nancledra aprendía todo aquello —además de a tratar fracturas y
realizar operaciones quirúrgicas— en los tres años de instrucción que le
darían, se hallaría en condiciones de acceder al programa siguiente, que
duraba tres años.
Esos años estaban dedicados a la interpretación de los presagios para la
predicción del futuro y a la práctica de la magia.
—Nancledra no me ha dicho, no sé si porque no podía o no quería, en que
consistía esa «magia» —señaló Sara con un encogimiento de hombros—. Estoy
convencida de que no me mentía al decirme que si aprendía todo eso, sin
olvidar nunca ni uno de los saberes incorporados en todos esos años, podría
proseguir con su formación hasta alcanzar la categoría máxima, la de
sacerdote druida. Ignora en qué consiste esa preparación y la naturaleza de
las pruebas finales que hay que superar para la iniciación, aunque sí sabe que
es algo temible, porque se ha puesto blanco como la espuma del mar mientras
hablaba de ello.
»Por el momento Nancledra es un bardo, lo que significa que ha coronado
con éxito esos doce años y pasado las pruebas correspondientes. —Sara
sonrió—. También significa que es un profesor de música muy bueno. He
tenido mucha suerte al conocerlo.
»Ahora ya sabes lo mismo que yo —concluyó mientras volvía a llenar la
copa de José—, lo cual no es mucho. Nancledra no ha tenido inconveniente en
explicarme que había aprendido historia, música, lenguas y derecho, pero no
ha entrado en detalles. Seguro que la cosa no se reduce a aprender a tocar el
arpa.
—¿Te das cuenta de que me estás emborrachando? —la acusó José,
agitando el líquido que contenía su copa.—No es mi intención emborracharte,
querido, sólo relajarte y predisponerte a hacer el amor.
—No necesito beber hidromiel para eso —contestó José, y depositó la
copa en el suelo para abrazar a su esposa—. Ven, vamos a la cama.
Sara aceptó con entusiasmo. Cuando se fundieron en su mágico reducto de
amor, logró olvidar la culpa que le producía la única omisión en que había
incurrido en su exposición sobre los druidas: Nancledra iba a conseguirle uno
de sus remedios para curar la infertilidad.

A muchos metros de distancia, una druida llamada Dinasa pesaba con


minuciosidad diversas hierbas machacadas para luego verterlas, en un orden
preciso, en una copa de bronce que contenía agua de un pozo sagrado.
Dinasa era una mujer rubia de treinta y un años, que estaba dotada de una
asombrosa belleza.
Mientras preparaba la mezcla entonaba secretos encantamientos.
No era la medicina para Sara lo que preparaba. Ésta se hallaba lista, en
forma de polvo, y estaba guardada en un recipiente de madera de serbal.
En cuanto acabó de mezclar la poción, Dinasa se sentó en la hierba de un
claro bañado por la luz de la luna. Cantó a las estrellas, a la luna y a las
relucientes aguas de un estanque cercano y después apuró la copa. En
cuestión de momentos, su cuerpo fuerte y ágil se envaró y se le desenfocó la
mirada. Había entrado en trance.
Mientras visualizaba el amor que se profesaban Sara y José, su pálida piel
pareció absorber el brillo del cielo. Tuvo visiones del futuro de la pareja y
experimentó sus alegrías y sus penas. Antes de que concluyeran las visiones,
Dinasa exhaló un grito y cayó inconsciente al suelo. Su espíritu no podía
resistir más.
Cuando se recobró del trance, estaba demasiado débil para moverse, de
modo que permaneció tendida durante horas, hasta que los primeros rayos de
sol le dieron calor y fuerzas. Entonces fue a reunirse con los cinco druidas
que la aguardaban a corta distancia de allí.
—En la señal enviada a Nancledra debemos decirle que el futuro no se ha
revelado —comunicó Dinasa—. Todavía no es uno de los nuestros y no puede
conocer los misterios que he contemplado. Deberá conformarse con la poción
que llevaré a la mujer.

25

Habían transcurrido sólo tres días desde la conversación que habían


mantenido José y Gawethin cuando llegaron tres druidas. En el pueblo de los
dumnoni reinaba una gran excitación mientras los tres hombres bajaban por
los riscos que dominaban el lugar. Los judíos los miraban con aprensión, sin
saber a qué atenerse. Aquellas personas no eran como los intérpretes,
estudiantes de una ciencia pagana, sino los sacerdotes de ese paganismo, y
uno de ellos era además una mujer.
El día anterior, el sabbath, después de las lecturas, el sermón y los
salmos, José había tomado la palabra en la sinagoga para informarles de su
reunión con el jefe de los dumnoni y del motivo por el que éste había
postergado toda actividad relacionada con el estaño.
—Los sacerdotes de los dioses célticos decidirán qué puede hacerse y qué
no. Ya sé los sentimientos que deben de inspiraros esos paganos, pero todos
debemos mostrarnos respetuosos con ellos. Recordad que no adoran ídolos,
sino las creaciones de un solo dios: el sol, la luna, el agua, las piedras, los
árboles... todo lo que creó el Señor.
»Los celtas no son enemigos; ya habéis tenido ocasión de comprobarlo. Si
desdeñáramos a sus dioses y a sus sacerdotes, sí se convertirían en nuestros
enemigos.
—¿Cómo ha ido? —preguntó más tarde José al rabino Isaac.
—Bastante bien. Yo mismo iré a saludar a esos druidas como re-
presentante de nuestro pueblo. De este modo evitaremos los enfren-
tamientos.
—Gracias, rabino.
—Rezad por todos nosotros.

Las posibilidades que más habían preocupado a José no representaron al


final ningún problema.
Subió junto con Gawethin y los dos varones druidas bordeando el curso de
los arroyos ricos en estaño hasta las colinas graníticas, donde éstos tenían su
nacimiento, y enseguida vio que todo iría bien, puesto que los druidas no
tuvieron que realizar consulta alguna para declarar que no representaría
violación de la antigua roca el acto de ampliar la fisura de la que manaba el
agua.
Cuando les preguntó sobre el estaño, se echaron incluso a reír. Si los
hombres querían que bajara en mayor cantidad por el lecho del río, nada
impedía que trocearan las masas donde se concentraba... si su ansia de
acumularlo era tanta que preferían realizar la ardua subidapor aquellas
cuestas en lugar de esperar a que la generosidad de las aguas lo acarreara
hasta sus pies. Sin duda, los sacerdotes no creían en el esfuerzo innecesario.
«Con la excepción —pensó José para sí—, del esfuerzo de aprender de
memoria algo que era posible conservar sin mayor problema por escrito.»
—Alguna persona podría haberse llevado el manuscrito que desearais leer
—señaló el druida de más edad.
José perdió el equilibrio y estuvo en un tris de caer. A menudo había
comentado en broma con Sara que era capaz de leerle el pensamiento, pero
nunca había creído posible que pudiera hacerlo un desconocido.
Con actitud respetuosa y sinceridad absoluta describió el sistema de
compuertas y tamices de juncos entrelazados que deseaba instalar en los
arroyos.
Aquello sí requería consultas.
A continuación vinieron las preguntas. ¿Se modificaría con ello el curso
que las aguas habían elegido por sí mismas? ¿Se produciría demora en la
circulación de las aguas? ¿Se aceleraría su movimiento? Los druidas
repitieron las preguntas en cada uno de los arroyos y en diversos tramos de
su lecho.

Mientras los hombres estaban en las colinas, la sacerdotisa Dinasa se


encontraba con Sara en la cabaña circular donde vivía con José. Dinasa, que
hablaba el arameo a la perfección, fue adaptando su acento al de Sara a
medida que se desarrollaba la conversación que ambas mantenían. Pidió a Sara
que le refiriera la historia de sus tentativas para tener un hijo.
Las preguntas eran tan íntimas que causaron turbación a Sara. No
obstante, era tan desesperado su deseo que las respondió con todos los
detalles que exigía la druida.
Una vez pasado el trago, Dinasa sonrió por primera vez. Entonces Sara
observó con asombro la transformación que la mujer había experimentado en
su apariencia. ¡Si era hermosa, y afable! No tenía nada de intimidatorio.
—Habéis demostrado una franqueza sin fisura, a pesar de lo incómodo de
la situación —declaró Dinasa en tono afectuoso—. No teníais forma de
saberlo de antemano, Sara, pero para los druidas, la verdad es la esencia del
bien, la meta definitiva de nuestra búsqueda de conocimiento. Es un privilegio
para mí conoceros.
—Gracias —dijo Sara al tiempo que sacudía la cabeza—, pero debo
advertiros que falto a la verdad muchas veces. Mi marido no sabe que pedí a
Nancledra la medicina.—¿Pondría inconvenientes?
—No lo sé. Temía preguntarle si le parecía bien por si respondía que no.
Dinasa omitió comentar la postura radicalmente opuesta que tenían las
mujeres celtas con respecto al derecho del mando a controlar los actos de su
esposa. Los labios se le curvaron y formaron una discreta sonrisa al pensar
que su propio mando pudiera plantearse siquiera tal absurdidad.
—Sara, lo que viene ahora será incluso más embarazoso que las preguntas
—advirtió—. Voy a examinar vuestro canal de alumbramiento y el interior del
vientre con la mano. Os daré a beber un concentrado de hierbas, para relajar
las contracciones que pudieran obstaculizar el acceso. Mientras esperamos a
que haga efecto, me lavaré las manos y los brazos y vos os desnudaréis.

Dinasa estaba en lo cierto. El examen físico fue cien y hasta mil veces más
turbador que el interrogatorio. Sin embargo, después Dinasa dictaminó:
—No hay motivo para que no podáis tener un hijo.
Sara sintió una felicidad tan enorme que pasó a considerar el apuro
pasado como una bendición. Lucía una sonrisa radiante mientras escuchaba las
instrucciones que Dinasa le daba para la toma del preparado de hierbas.
—La simiente de vuestro marido podría ser la causa de que no tengáis
hijos —apuntó después la sacerdotisa—. Algunos hombres tienen la simiente
muy débil.
Aquella posibilidad era peor que las que Sara hubiera podido contemplar
en sus más terribles pesadillas. Aunque se negó a darle crédito, le quedó
dentro el diminuto germen de la duda.
Esa noche, cuando hicieron el amor, Sara abrazó a José con más ternura
que pasión. Lo que había dicho la druida no podía ser verdad, pero si había
siquiera una remota posibilidad de que resultara cierto, quería consolarlo.

José había logrado una gran competencia en la comprensión de la lengua


de los celtas, pese a que aún le costaba hablarla. No obstante, Gawethin
estaba tan excitado que José no conseguía desentrañar lo que intentaba
explicarle.
—Antíoco —llamó José—. Ven aquí. Te necesito.
Cuando el chico hubo escuchado a Gawethin, se alteró tanto a su yez que
hasta la traducción resultó confusa. Al fin José consiguió entender de qué se
trataba: el 1 de febrero, diez días después, los celtas celebrarían su
festividad anual llamada Imbolc, y los tres druidas permanecerían en el
pueblo hasta entonces para oficiar los ritos especiales que sólo los druidas
podían oficiar. Belerión quedaba tan distante y aislada de las otras regiones
de Albión, la gran isla en la que vivían, que los dumnoni siempre celebraban la
fiesta sin los ritos. Gawethin nunca había tenido la oportunidad de
presenciarlos. Sólo había un hombre en el pueblo que había disfrutado de tal
privilegio. Éste los había presenciado en Galia, cuando era sólo un niño, y
ahora era ya muy anciano.
—Parece muy interesante, Gawethin —dijo José—. Informaré de ello a
mis compatriotas y averiguaré cuántos asistirán.
—¡No, Sennen! ¡No lo hagas! —José no tuvo problemas para entender lo
que decía ahora Gawethin—. En los rituales de los druidas está prohibida la
presencia de extranjeros. El que viole tal norma puede ser castigado con la
muerte.
José prometió que se quedarían todos en el pueblo, dentro de sus casas si
era preciso. Recordó que en el atrio de los gentiles del templo había un aviso
que amenazaba con la muerte a toda persona no judía que entrara en los
recintos sagrados traspasando la puerta de acceso al atrio de las mujeres.

El rabino Isaac explicaba al druida llamado Pelynt la existencia de ese


aviso al mismo tiempo que José pensaba en él.
—No debéis temer pues ninguna intrusión por nuestra parte.
Comprendemos que los ritos de los sacerdotes no deben presenciarlos los
curiosos.
Se encontraban en la cabaña de Gawethin. El jefe y su familia habían
cedido su vivienda a los sacerdotes. Isaac se había presentado allí, como
representante formal de los judíos, con la perspectiva de mantener a lo sumo
un ceremonioso intercambio de saludos, pero lo cierto era que se estaba
divirtiendo enormemente, con una copa de excelente vino en la mano, en lugar
del potente y agrio hidromiel, y un interesante compañero que era un pozo
inagotable de fascinantes relatos e información.
El vino era un buen ejemplo de ello. Pelynt explicó a Isaac que no tendría
la más mínima dificultad para aprovisionarse con regularidad de tal producto,
ya que entre la Galia y la parte oriental de Albión había un intenso
intercambio comercial.
—Vendemos a Galia paños de lana, metales y caballos... no los veréis aquí
en Belerión, pero criamos unos caballos que despiertan la envidia del resto
del mundo... y les compramos vino y productos traídos de los confines de la
tierra, como especias. Ya veréis cómo losvendedores ambulantes acuden con
toda clase de mercaderías extranjeras en cuanto se alargan los días y
disminuye el frío.
El druida ofreció asimismo a Isaac una asombrosa panorámica de la
sociedad de los celtas. Si bien éstos todavía estaban muy desperdigados en
multitud de países, en otro tiempo habían ocupado territorios que abarcaban
toda la zona del Mediterráneo. Cuatrocientos años antes, los guerreros
celtas habían conquistado Roma y habían aceptado retirarse a cambio de un
soborno.
—Ahora opinamos que debimos haber arrasado aquella pequeña ciudad-
estado, pues Roma no era más que eso en ese momento. La expansión romana
se ha producido en su mayor parte a costa de la conquista y subyugación de
las tribus celtas. Los romanos son la perdición del mundo.
Isaac le dio toda la razón. Por culpa de la opresión y los tributos que
exigían los romanos a través de su rey títere, él y sus conciudadanos judíos
se habían visto obligados a abandonar la tierra de sus padres para instalarse
en Belerión.
Pelynt quedó intrigado con las explicaciones que le dio Isaac sobre la ley
de Moisés. Había oído hablar antes del Dios Único invisible de los judíos; la
mayoría de personas con cierto nivel de cultura estaban al corriente de aquel
extraordinario concepto y de la firme adhesión que le prestaban todos los
judíos, tanto los que vivían en Israel como los que moraban en tierras lejanas,
hasta el punto de mantenerlo frente a toda clase de presiones, incluso frente
a la amenaza de muerte.
—Veamos si lo he comprendido bien, rabino. Como nación y como pueblo,
¿os regís sólo por la ley religiosa?
—En nuestras conciencias y hogares, sí. Pero nuestros opresores nos
infligen además otras leyes.
—Dejando al margen las de los romanos, ¿posee vuestra ley normas que
prevean todas las situaciones y conflictos posibles?
Isaac asintió con solemne orgullo. Después esbozó una sonrisa, y con ello
dejó ver unos dientes blanquísimos entre su morena y tupida barba.
—Me habéis entretenido y enseñado mucho con todo lo que me habéis
contado —agradeció—. Ahora os explicaré una anécdota propia a cambio.
»Es tal la tradición de escrutinio de la ley en nuestro pueblo que los
eruditos pueden debatir acerca del sentido pleno o más profundo de una
palabra sola durante horas, semanas o durante toda su vida. En la actualidad
dos de nuestros más destacados profesores de la ley son Shammai y Hillel.
Estos dos hombres a menudo difieren en sus interpretaciones.
»El caso es, según dicen, que un día un gentil fue al templo, al lugardonde
se hallaban reunidos los estudiantes en torno a esos profesores. "Me
convertiré al judaismo —anunció a Shammai—, si sois capaz de enseñarme la
ley en el plazo de tiempo en que puedo mantenerme de pie sobre una sola
pierna." Shammai tomó como un insulto aquella frivola blasfemia y ahuyentó a
bastonazos al gentil. —Isaac sonrió al druida, que lo escuchaba muy atento,
asintiendo de cuando en cuando con la cabeza—. De modo que el gentil fue
hasta donde se encontraba Hillel. Se cogió un pie con la mano y sostenido por
una sola pierna, le planteó el mismo reto. "No hagas a tu prójimo —respondió
de inmediato Hillel— lo que no querrías que te hicieran a ti. Ésta es la esencia
de la Tora, los cinco libros de la ley. El resto es sólo comentarios."
Isaac celebró con grandes risas el ingenio de Hillel y la previsible
consternación del impío gentil. Pelynt se sumó a sus carcajadas.
—Me gustaría mucho conocer a ese Hillel vuestro. La versión celta de
Shammai ya la conozco por varias personas. —Alzó la jarra de vino y llenó la
copa de Isaac y la suya—. Brindemos por Hillel.

Más tarde, cuando Isaac hubo regresado a su casa y los otros drui das se
reunieron con Pelynt en la cabaña de Gawethin, éste informó a los demás del
resultado de su investigación.
—No hay necesidad de matar a esos recién llegados. No representan
ningún peligro.

La festividad de primavera de los celtas llamada Imbolc había quedado


atrás, y también la celebración de la Pascua judía. La extracción, acarreo y
fundido del estaño funcionaba a pleno rendimiento y procuraba una
impresionante producción. Corría el mes de abril y en Be-lerión el aire estaba
impregnado del dulce perfume de las flores, que cubrían como alfombras las
colinas, y del olor salobre del mar.
Sara nunca había conocido tanta belleza.
Ni tanta felicidad. José ya había terminado su trabajo y podía pasar con
ella todas las horas del día y de la noche. Como mínimo hasta mayo, cuando
viniera a recogerlos el Águila.
A veces la asaltaba, con todo, un intenso dolor, pues los seis meses de
estancia en aquella tierra tocaban a su fin y aún no había quedado
embarazada, pese a que había tomado todos los días sin falta el remedio de
hierbas.
Por otra parte, notaba la creciente inquietud de José, de la que él todavía
no era consciente. Cuando acababa lo que se había propuesto hacer,
necesitaba descubrir un nuevo desafío. Sara lo sabía, siempre lo había
sabido.Aun así, no podía evitar tratar de cambiar las cosas o, como mínimo, de
posponer lo inevitable.
Un día en que las gaviotas revoloteaban con ruidosos graznidos entre las
pequeñas nubes algodonosas que se desplazaban a toda velocidad por el cielo,
Sara se llevó consigo el arpa durante el paseo que dio con José: había
prometido enseñar a su esposo un paraje muy especial y una canción acorde
con el lugar.
—¿Es posible que aún exista un sitio donde no hayamos estado juntos?
¿Me has estado ocultando algún secreto, gorrioncillo?
—No me tomes el pelo, José. Se trata de un lugar que me enseñó
Nancledra. La canción también me la enseñó él, para que la cantara allí y te la
ofreciera a modo de regalo.
No tuvieron que caminar mucho. Cuando llegaron, José comprendió al
instante lo que había querido decir Sara. Se hallaban en una estrecha cala
dominada por un imponente acantilado rocoso cuya silueta se recortaba sobre
el azul intensísimo del cielo.
La roca desnuda que conocía ya no tenía, sin embargo, nada de siniestro.
La calidez y las lloviznas de la primavera la habían cubierto de una lujuriante
vegetación de delicados heléchos que crecían hasta en sus más menudas
grietas y la tapizaban con un manto de vida y belleza.
—Sara...
—Lo sé. Siéntate a mi lado en la arena, querido, y te cantaré mi canción de
regalo.
Con dedos firmes y acariciantes, la joven arrancó del arpa unos sonidos
tan frágiles y bellos como el reluciente verdor que presidía la playa. Su voz,
suave, expresaba la dulzura de su carácter, su amor por el esposo e incluso el
hálito de la primavera.
Iba vestida a la usanza celta, con un vestido de lana fina azul que estaba
adornado con cenefas de cuadros verdes y blancos en el busto y rayas en las
holgadas mangas. El pelo oscuro lo llevaba recogido en trenzas entreveradas
con hebras de lana de diversos colores, cuyas puntas rozaban la arena.
Estaba integrada en el momento, el lugar, la música, la magia de Belerión,
igual que la canción.
Por el acantilado cayeron
las palabras.
El viento las hiló,
las cuerdas que dieron forma a su música.
De las estrellas vino
la diosa de la canción.La cueva era su vivienda.
Su lecho, una alfombra de heléchos.
En el cielo nocturno nació.
Su padre fue el sol.
Las blancas aves la llevaron en sus alas
a su hogar poblado de heléchos.
Con los picos se arrancaron del pecho las más suaves plumas
para tejerle con ellas vestidos.
La alimentaron con su música.
Y en sus canciones le pusieron por nombre
Lluysa del acantilado, la hija de las estrellas.

Cuando Sara terminó la canción, José tomó el arpa y la dejó a un lado.


Luego rodeó a su esposa con los brazos y la mantuvo abrazada en silencio
durante un largo instante. Después le levantó la barbilla para besarla.
—Es el regalo más maravilloso que he recibido nunca, mi amor. Gracias...
¡Sara! ¿Por qué lloras?
—Perdóname —musitó ella, y volvió a hundir la cabeza en su hombro, de
modo que José a duras penas la oyó.
—¿Por qué? ¿Por haberme ofrecido este regalo mágico, por los meses
mágicos que hemos pasado aquí? Te estoy tan agradecido que no tengo
palabras para expresar lo que siento... Sara, no llores. Me parte el corazón
verte así. Dime qué te aflige.
Sara se apartó de él y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Lo he echado todo a perder. Lo siento, José. No creía que me viniera
abajo así.
Él no comprendía nada. Lo único que sabía era que su Sara se sentía
desdichada.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó con voz suplicante.
—Tú no puedes hacer nada, ni tampoco yo. No lloro por eso, todavía no.
No, es que soy una tonta, José, que inventa sueños insensatos, imposibles de
cumplir.
—Dime, gorrión —la animó José, tras besarle las lágrimas de la mano y de
las mejillas—, dime qué sueños son ésos. Quizá yo pueda hacerlos realidad, si
me los cuentas.
—Podrías intentarlo, querido, pero no es posible —afirmó Sara, y esbozó
una trémula sonrisa—. Imaginaba sólo que esta magia que hemos vivido
pudiera prolongarse de forma intacta, que fuera posible permanecer en
Belerión durante el tiempo que nos queda antes de que me repudies.—¡Pero yo
nunca te repudiaría! Tú lo eres todo para mí, Sara.
—No tienes en cuenta la ley, José. La mujer de Isaac me habló de esa
norma, y luego él mismo me confirmó que es verdad. La ley dice que el hombre
debe divorciarse de la esposa si ésta permanece estéril durante diez años.
Nosotros llevamos casados más de siete, y ya no tengo esperanzas de
concebir un hijo.

26

El Águila llevó a los judíos de Belerión regalos y cartas de sus familiares y


amigos de Cesárea, y también alimentos y vinos de su tierra. Isaac y Raquel
ofrecieron una fiesta en el patio de su casa, junto al granado, el cual había
enraizado con brío y ya alcanzaba más de medio metro de altura.
José y Sara asistieron a ella y abrazaron a todos —hombres, mujeres y
niños— para despedirse.
Al día siguiente se despidieron de sus amigos celtas. Sara se llevó a
Antíoco a dar un paseo a solas.
—Puedes quedarte aquí —dijo al muchacho—. José no tendría in-
conveniente. Esta gente es de tu misma raza. Eres muy inteligente y muy
despierto, Antíoco, y no deberías desperdiciar tu talento. Podrías estudiar,
igual que Nancledra, y convertirte en un druida, una persona respetada por
todos. En Judea eres un extranjero, un esclavo. ¿Por qué no te quedas? Yo
quiero que seas feliz.
—José me dio la felicidad cuando me rescató del lodo; vos y todos los de
Arimatea me disteis la felicidad al procurarme un hogar y una familia a quien
querer. Voy a regresar.
Había respondido con rotundidad, igual que en las anteriores ocasiones en
que Sara y José, juntos y por separado, habían intentado de convencerlo para
que aceptara una nueva vida.
En algunos momentos Antíoco había sentido la tentación de quedarse. El
tenía sangre celta y, aunque había sido arrancado de forma cruel del lugar
donde había nacido, un hondo poso de vaga memoria lo hacía identificarse con
la cadencia musical de la lengua; sabía con certeza que aquella gente de
cabello rubio eran sus semejantes, de raza y espíritu.
Y la posibilidad de estudiar para convertirse en druida... En realidad,
nunca había puesto a prueba su capacidad intelectual; el preceptor de
Arimatea había reconocido que Antíoco había aprendido hacía tiempo todo
cuanto él era capaz de enseñarle. ¿Estaría a la altura delas exigencias del
sistema educativo de los druidas? Sin duda, era un reto seductor.
En febrero, en la fiesta del Imbolc, Antíoco se había introducido a
escondidas en la zona boscosa donde se oficiaron los ritos. Sabía que de este
modo se arriesgaba a recibir un espantoso castigo, pero su curiosidad y su
naturaleza aventurera superaban con creces al miedo.
Desde su escondite había visto, fascinado, cosas extraordinarias.
Mientras el crepúsculo se abatía sobre el claro del bosque, los tres
druidas salmodiaron encantamientos, palabras que Antíoco no reconoció,
mientras el bardo Nancledra interpretaba etéreas melodías con la lira. La
excitación de los dumnoni se exacerbó hasta quedar sustituida de repente
por la calma, una calma que para Antíoco resultó más amedrentadora que el
frenesí anterior.
Casi había anochecido cuando los druidas desplegaron un rectángulo de
metal en el centro del claro. La oscuridad de la noche se hizo más patente, al
contraste con el resplandor de los tonos amarillos, rojos y anaranjados del
lecho de brasas que el rectángulo contenía.
Volvió a sonar la música y, uno tras otro, los druidas atravesaron
lentamente el rectángulo de fuego. Bajo el borde de las túnicas, encendidas
de rojo por el oscilante resplandor, se apreciaban sus pies desnudos.
Los dumnoni profirieron admirativos gritos de asombro. Después el
sacerdote hizo una señal a Gawethin.
A pesar de la distancia, Antíoco percibió el terror del jefe. Contuvo el
aliento mientras éste se acercaba al rojo pasadizo de brasas. Los druidas
comenzaron a cantar y Gawethin se quitó las botas. Como impulsado por los
cánticos y la música, Gawethin situó los pies sobre el ardiente lecho. Emitió
un grito, no de dolor, sino de júbilo. Su cara, teñida de rojo a causa del
reflejo del fuego, aparecía transfigurada por la exaltación mientras
caminaba, a paso lento como los sacerdotes, sobre las brasas. Al llegar a la
otra punta, se miró las plantas de los pies y, tras comprobar que no había
señal de quemadura, lanzó un grito triunfal a su pueblo.
—¡Yo, Gawethin, he superado la prueba del fuego!
Antíoco experimentó el urgente anhelo de ponerse también él a prueba,
de salir corriendo hasta el centro y pasar por encima de las brasas. Tuvo que
aferrarse a la espinosa rama de un arbusto cercano para contener aquel
deseo irrefrenable.
Los dumnoni no se vieron en la necesidad de contenerse. Más de una
tercera parte de los presentes, tanto hombres como mujeres, se descalzaron
y corrieron hacia el resplandeciente rectángulo, aunqueen lugar de recorrer
el camino de brasas se pusieron a bailar, girando con los brazos en alto, en
exultante actitud de celebración.
Sonaron unos fuertes tañidos de lira y enseguida la gente regresó al linde
del claro. Después se hizo el silencio.
Dos de los sacerdotes avanzaron junto con un hombre del pueblo, llamado
Mulvirn. Aquel individuo había constituido un enigma inexplicable para
Antíoco a lo largo de todo el invierno. No tenía nada especial, ni por su
aspecto ni por su carácter ni por sus aptitudes, o como mínimo él no lo había
advertido. Era un hombre rubio y corpulento de mediana edad, ligeramente
zambo, con aire ausente, al que los lugareños trataban con inexplicable
respeto y admiración, superiores incluso a los que demostraban hacia su jefe,
Gawethin.
Quizás, aventuró Antíoco, Mulvirn estuviera emparentado con los druidas
que lo acompañaban. Tal vez fuera ése el motivo del trato privilegiado que
recibía, concluyó, contento de haber hallado una respuesta al misterio.
Lo observaba todo sin perder detalle. ¿Iba a caminar Mulvirn sobre las
brasas? La música era diferente ahora, y el tipo de cántico que entonaba uno
de los druidas sonaba asimismo distinto.
¿Qué era aquello? Los tres druidas se postraron ante Mulvirn, y también
todos los del pueblo.
El sacerdote continuó cantando mientras se incorporaba y luego levantó
los brazos y los extendió. Las holgadas mangas de su túnica parecían unas
enormes alas. Mulvirn se arrodilló delante de él y alzó la mirada.
A Antíoco le pareció como si las gigantescas alas hubieran abrazado la
cabeza y hombros de Mulvirn en un veloz descenso en picado que provocó un
destello de luz. Al cabo de un momento, Antíoco comprendió que los otros dos
druidas sujetaban a Mulvirn para impedir que cayera. Del tajo abierto en su
garganta manaba sangre, que se desparramaba sobre la tierra y el borde de
la túnica de su verdugo.
¿Era un castigo? ¿Por qué? Si Mulvirn era un criminal, ¿por qué se habían
postrado todos ante él? ¿Por qué le habían mostrado tanto respeto durante
tantos meses?
El druida volvió a levantar los brazos y esa vez Antíoco comprendió las
palabras de su cántico.
—La Tierra ha aceptado el sacrificio voluntario de nuestro hermano. La
cosecha será rica y abundante.
Después volvió a sonar la música, una música alegre y gozosa, y los dos
druidas cargaron el cadáver de Mulvirn a hombros, iniciando una solemne
procesión.Antíoco no llegó a saber adonde lo llevaban, porque en esos mo-
mentos se alejó, arrastrándose entre la oscuridad del bosque, tan asustado
que no le sostenían las piernas.
Sabía que no debía revelar nunca lo que había presenciado. A partir de
entonces supo que no deseaba quedarse en Belerión.

El estaño estaba cargado y había bajado la marea. Sara y Antíoco


recorrieron el camino de arena en dirección a la isla de la colina y el Águila.
—No miréis atrás —dijo Antíoco a Sara—. No miréis atrás.
A José le aguardaban cestos llenos de correspondencia en el Águila, y
también varias horas de conversación con Mílcar para ponerse al corriente de
las novedades de Israel. A éstas asistió Sara junto con Antíoco. El muchacho
los convenció de que ya era mayor para escuchar, puesto que según sus
cálculos tenía trece años o le faltaba poco. Ya era, pues, prácticamente un
hombre.
Las noticias no eran buenas, El rey Herodes había reunido a su ejército y
había atacado a los árabes de Nabatea, el país con el que compartía frontera
Israel al este y al sur. Mílcar ignoraba el desenlace y la magnitud del
conflicto, pero era posible que cuando llegaran a Israel la guerra se hubiera
extendido por todo su territorio.
—Eso podría representar que os confiscaran los barcos, o que los
destruyeran incluso. Por eso mandé que se hicieran a la mar, a comerciar, sin
esperar que llegarais a Cesárea para dar las órdenes. Pensé que era mejor
mantenerlos alejados de posibles complicaciones.
—Perfecto —felicitó José a su capitán y amigo—. Ahora hablad-me de la
galera de lujo del rey.
—Se encuentra acabada —respondió Mílcar con una mueca cómica—. Sólo
falta seleccionar la tripulación. No he visto un barco como ése en toda mi
vida.
José le hizo una serie de preguntas y prorrumpió en estrepitosas
carcajadas mientras Mílcar exponía los detalles sobre la exagerada y
voluptuosa opulencia del barco.
Sara sonreía, pero su estado de ánimo no era tan alegre como el de José.
Sabía por qué su esposo se mostraba tan contento y consideraba que estaba
en un error.
—Isaac no sabe nada —había declarado José después de hablar con éste
sobre la cuestión del divorcio—. El es sólo un fariseo y un rabino. Iré a ver a
los sacerdotes del templo. Ellos son saduceos, igual que yo y mi familia. El
templo es la única autoridad que puede pronunciarse con legitimidad sobre la
ley. Esos fariseos y sus sinagogas existen sólo desde la época de nuestros
tatarabuelos. Los saduceos, encambio, hemos sido los dirigentes del pueblo
desde los tiempos del rey Salomón.
José se negaba a dar crédito a lo que no deseaba creer. No podía aceptar
la idea del divorcio, ni siquiera hablar de ello.
Sara optó por concentrarse en los elementos positivos que tenía al
alcance. El remedio para potenciar la fertilidad había surtido un imprevisto
efecto secundario como preventivo de los mareos. De esta forma le fue
posible disfrutar del placer de la contemplación del mar, el cielo y los
hipnóticos rizos de blanca espuma que levantaba la puntiaguda proa del barco.
Por otra parte, pensaba, si la medicina de los druidas se revelaba tan
eficaz para eliminar una desgracia, tal vez tuviera un efecto igualmente
mágico en otro aspecto. Aún había tiempo...

José ordenó a Mílcar que pusiera rumbo directo a Cesárea, donde debían
desembarcar Sara y Antíoco.
—Yo también desembarcaré —anunció—. Debo atender un asunto personal,
aparte de acompañar a Sara a Arimatea. Llevad el Águila a Chipre, haced las
compras pertinentes y luego reunios conmigo en Cesárea.
—¿Y si hay guerra?
—Lo sabremos en cuanto nos aproximemos a la costa. Si los barcos de
cabotaje se encuentran en activo, es una señal de normalidad.
Antes de llegar a Israel, Sara sustituyó su cómodo vestido celta por una
túnica y un manto de lino. No volvió a adoptar, sin embargo, su antiguo
peinado. Siguió llevando el cabello recogido en trenzas, sujetas en torno a la
cabeza con las largas agujas de bronce de profusos adornos que llevaban las
mujeres celtas. Sabía que le sentaba muy bien aquel tocado y no estaba
dispuesta a renunciar a él.
Llevaba consigo más agujas de pelo, para regalar a Rebeca y a Helena.
Abrigaba la esperanza de transformar la alquería en un mundo con
reminiscencias celtas, al menos en lo que a la ropa se refería, pues ahora se
sentía incómoda con el manto y la túnica.
Sara ardía en deseos de ver a Rebeca. En aquel momento en que debía
afrontar una realidad que la asustaba, necesitaba más que nunca la valiente
visión de la vida que poseía la anciana. «Voy a ser fuerte, realista, inmune a la
autocompasión, exactamente igual que Rebeca», se prometió Sara.
No obstante, cuando paseó por el pueblo con José y escuchó las palabras
de bienvenida de las personas a quienes tanto quería, recordó que en cuestión
de pocos años ya no tendría un lugar allí.Vio el árbol donde se citaba con José
para susurrarse palabras de amor y aprender a besar.
Después entró en la casa que era el hogar de su matrimonio.
Sara salió corriendo hacia la casa de la familia de José, encontró a Rebeca
en el huerto y, sin decir palabra, le arrojó los brazos al cuello y dio rienda
suelta a un torrente de quejidos y sollozos.
Rebeca la mantuvo abrazada, en silencio, hasta que hubo agotado las
lágrimas y las fuerzas de la joven se extinguieron.
—Ven a mi habitación —dijo—. Debes descansar antes de ver a los demás.
En un rincón del huerto, a la sombra de los árboles, Antíoco se quedó
quieto como una estatua, sin saber qué ocurría ni en qué podía contribuir él a
remediarlo.

José no había sido testigo del desmoronamiento de Sara, porque una vez
hubo dejado atrás el pueblo se bajó del carro y dejó a Antíoco las riendas
para que éste lo condujera hasta la alquería.
—Volveré pronto —dijo, sin más explicación.
Atravesó campos y viñas hasta llegar al camino que conducía a la casa del
sacerdote Nebuzah, el hombre que había utilizado la ley para aportar una
mínima dosis de paz a la relación entre José y su padre.
Cuando regresó a la alquería había oscurecido ya. Los caminos eran
peligrosos de noche, pero él estaba demasiado impaciente para oír la voz de
la prudencia. Tenía que comunicar de inmediato la noticia a Sara. Nebuzah le
había dado la solución a su problema.

José vio con rabia que no había luz en su casa. Sara debía de encontrarse
en la casa de su familia, y él no estaba preparado para verlos, en especial a su
padre. Tendría que esperar para anunciarle la buena noticia, aunque se
consumiera de impaciencia. Aquél era un asunto entre él y Sara, que no
incumbía a nadie más.
Pasó unos minutos intentando convencerse de que no faltaría a la cortesía
si entraba en la casa y se acostaba. Estaba cansado y se mostraría más
agradable con los demás después de reposar.
No, concluyó, mejor sería que fuera a saludarlos de una vez. Además, Sara
tal vez estaría preocupada por su tardanza. Haciendo acopio de voluntad, se
encaminó con paso vivo a la casa donde había transcurrido su juventud.
—¡José! ¡Bienvenido a casa!
La habitación estaba llena de gente. Sara se apresuró a acudir a su lado y
apoyó la mano en su brazo.—Cuando he Hegado, tu madre ha mandado avisar a
Amos y a su esposa Raquel, de modo que aquí los tienes —explicó, y puso un
discreto énfasis en la palabra «esposa» para impedir que José incurriera en
un terrible error—. Les he estado haciendo rabiar a más no poder, pues les
he dicho que habíamos traído un regalo especial de boda desde Hispania, pero
que no se lo enseñaría hasta que tú estuvieras presente.
Sara le presentó a continuación a los padres de Raquel, que habían acudido
desde Galilea a pasar una temporada allí. José murmuró las palabras de
acogida de rigor, las expresiones de gozo por tener en Raquel una nueva
hermana, las disculpas por no haber asistido a la boda, los deseos de que su
estancia fuera grata y placentera...
Helena, su madre, lo rescató con un abrazo y la exigencia de que fuera a
saludar a su padre y a su abuela.
—¡Y a su hermano! —añadió Caleb.
José saludó la intervención de su hermano con una carcajada, la primera
que lanzaba de forma espontánea desde que había llegado. También fue
genuina la admiración que le produjo la escudilla de cobre que Sara ofreció
como regalo a Amos y Raquel. Omitió decir que era la primera vez que la veía,
y tampoco mencionó que reconocía la distintiva belleza céltica de las líneas
curvas que aparecían grabadas en el metal en torno a las grandes piedras
verdes incrustadas como decoración en los lados del cuenco.
—A mí también me impresionó la artesanía de Hispania —comentó con
recato Sara.
José sintió deseos de alzarla en volandas y ponerse a dar vueltas hasta
que ella chillara, como hacía cuando eran niños y le llenaba de un alborozo
especial alguna de sus travesuras.
La velada no duró tanto como había previsto José. Rebeca le besó las
mejillas, Josué emitió un gruñido que podía interpretarse como un saludo y
Helena se sentó al lado de su marido después de haberlo rescatado del apuro
inicial. Los padres de Raquel eran unas personas agradables y su hija era una
muchacha encantadora. Saltaba a la vista que adoraba a Amos y que éste la
correspondía por igual.
A José la velada se le antojó, no obstante, larguísima. Se sentía im-
paciente por comunicar la buena noticia a Sara.
No bien se hallaron en su propia casa, después de cerrar la puerta José
tomó a Sara en sus brazos y la estrechó hasta dejarla sin aliento. jJespués,
abrazándola con más suavidad, le besó las mejillas, los ojos, 'os labios, la
nariz, la barbilla, el pelo.
Estás loco —exclamó Sara entre risas—. ¿Qué pasa?
José le plantó un sonoro beso en medio de la frente.
Esto por ser una esposa perfecta. Sin tu ayuda, no me habríaacordado de
la esposa de Amos, ni de que se habían casado siquiera,
»Y éste —añadió tras darle otro sonoro beso— para celebrar que seguirás
siendo mi perfecta esposa por siempre jamás. He consultado al sacerdote de
Thamna y él ha encontrado la manera de lograr que sigamos casados. No
habrá divorcio, querida. Sabía que el rabino Isaac estaba equivocado.
—Oh, José. —Sara lo abrazó con vehemencia—. Soy tan feliz. —Apoyó la
cabeza en su pecho, con el rostro más radiante que la llama de la lámpara de
aceite que descansaba sobre la mesa.
Su semblante fue ensombreciéndose, poco a poco, a medida que él le
refería con gran entusiasmo lo que le había dicho el sacerdote. En lo tocante
al divorcio, la ley debía interpretarse como una medida para garantizar la
supervivencia y hasta la expansión del pueblo judío, mediante la exigencia de
que todo varón engrendrase futuras generaciones.
No había, con todo, ninguna ley en contra de la poligamia, y las diez
esposas de Herodes eran buena prueba de ello. Si bien el común de los
hombres tenía una sola mujer, no estaba prohibido que tuviera más.
Lo único necesario era, por, tanto, que José tomara una segunda esposa y
engendrara un hijo antes de que hubieran transcurrido diez años de su
matrimonio con Sara. En ese caso, no tendrían que divorciarse, aun cuando
ella fuera estéril.
Sara notaba que el frío se adueñaba de su cuerpo. «Esto es la muerte —
pensó—. Qué raro sentirse muerta sin haber muerto antes. Debería estar
celosa, furiosa, dolida, pero sólo siento frío. Estoy muerta. Mi vida ha
acabado. ¿Por qué sigue hablando? Los muertos no oyen.»
—La madre del hijo debe provenir, por supuesto, de una familia honorable,
y tendré que proporcionarle una casa y criados, para que el niño disponga de
todos los cuidados.
»Pero tú serás mi esposa, mi única esposa verdadera, por siempre. No
puedo perderte, querida. Haré cualquier cosa para impedirlo.
José reparó de repente en la inmovilidad y el silencio de Sara. La tomó
por los hombros y la separó de sí para verle mejor la cara.
—Sara. ¿Qué ocurre? ¿No me he expesado con claridad? No tendremos
que divorciarnos. ¿No estás contenta?
—Sí —respondió la joven con voz apagada y fría—. Es perfecto. —
Retrocedió para zafarse del contacto de su mano—. Estoy muy cansada. Voy a
acostarme.

Sara durmió durante más de dieciséis horas. Si soñó, no se agito m se


revolvió en sueños. Yació paralizada y pálida, sin que bajo la fina colcha de
lino se advirtieran señales de su liviana respiración.Al despertar, abrió los
ojos, pero no se movió.
Sólo reaccionó al percibir el tierno afecto que transmitía la voz de
Rebeca.
—Mi nieto es un hombre, y ya se sabe que por lo general los hombres son
unos necios. —La abuela de José posó la mano en el frío brazo de Sara y le
transmitió su calor—. Por mi propio interés —añadió—, confío en que
prefieras la necedad al divorcio. No quiero perderte.
—Soy incapaz de soportarlo —dijo Sara, y estrechó la mano de Rebeca.
—Por supuesto que puedes. Todos somos capaces de resistir lo que nos
viene impuesto. Dentro de un tiempo... no será breve, lo reconozco... verás
que esto es lo mejor que se puede hacer en estas circunstancias que no
admiten elección sin contrapartida. Al igual que yo, José no desea perderte.
—No quiero hablar con él de esto. Él está contento y yo no puedo ni
mirarlo a la cara.
—Es natural. Por eso lo he animado a que fuera a Cesárea a atender los
asuntos de sus barcos.
—¿Qué se ha ido? —exclamó Sara, al tiempo que se incorporaba a la
velocidad del rayo—. ¿Así, sin más? ¿Sus malditos negocios son más
importantes que yo? ¡Lo voy a matar!
—Te estás reponiendo —observó Rebeca, riendo—. Estupendo. Ahora
veamos qué hay de comer.

27

José recibió, junto a varios centenares de prominentes ciudadanos de


Cesárea, una invitación para asistir a la celebración de la victoriosa incursión
del rey Herodes en Nabatea. En el palacio, que aparecía decorado con
grandes coronas de laurel, símbolos del triunfo, las bandas de músicos se
desplazaban de una sala de recepción a otra para interpretar los toques de
trompeta que llamaban al ataque a las tropas.
Herodes, que iba ataviado con túnica de seda de color púrpura y oro y
aderezado con una espléndida corona y gran profusión de pulseras en brazos
y antebrazos, reía y fanfarroneaba con excelente humor.
Cuando vio a José, dejó plantado a un grupo de sicofantes que le
prodigaban halagos.
¡Mi armador! —gritó—. ¿Cuándo podré ver la galera terminada?—Cuando
queráis —respondió José—. Me gustaría contar con vuestra orientación para
los últimos detalles.
—¡No tendréis que esperar! —exclamó Herodes—. Mañana al amanecer.
Las decisiones y las actuaciones rápidas son, como acabo de demostrar, la
clave del éxito. ¡Preguntádselo sino a los nabateos! ¡Ja! Su vil primer ministro
os lo corroborará. ¡Preguntádselo a Silaeo! —Las carcajadas de Herodes eran
más estrepitosas que el ruido de la fanfarria.
El puerto de Cesarea no había albergado nunca una nave que fuera
comparable a la galera. No estaba pintada de color negro, como los otros
barcos de José, sino de vermellón. Las guirnaldas esculpidas en torno a las
aberturas de los remos eran de color oro y los remos, sobre un fondo del
preciado turquesa de Persia, lucían volutas de color vermellón. La pintura de
la cubierta de madera imitaba un mosaico en el que estaban representadas
las fantásticas criaturas de los viajes de Ulises. En la cubierta de popa,
varios pabellones confeccionados de seda a rayas, con flecos y borlas
doradas, protegían del sol divanes y sillones que se hallaban tapizados con
telas de brillante colorido.
La galera disponía de seis camarotes, todos provistos de un tabique
interior de madera de sándalo labrada de tal forma que semejaba una celosía
cubierta de enredaderas. En los suelos había mullidas alfombras de Persia y
entre el mobiliario destacaban unos amplios divanes con armaduras doradas,
que aparecían adornadas con turquesas y doseles de gasa de seda de color
vermellón y oro, tensados con doradas sartas de perlas y cuentas de jade.
—Es ostentoso a más no poder —comentó José al verlo—. Seguro que al
rey le gustará.
Su previsión resultó acertada. Herodes fue sentándose en todas las
camas y divanes sin excepción, y sonrió satisfecho al comprobar su blandura.
Llegó incluso a probar los estrechos lechos que componían las literas de
los camarotes destinados a los criados de los pasajeros. Solo procedió con los
de abajo, pero José le aseguró que los de arriba eran igual de cómodos.
Al ver el baño y la letrina de las cabinas, el monarca declaró que e mármol
verde veteado de rosa con que habían sido tallados era inc u so más bello que
el de su palacio.
—¿Pero dónde están las toallas? —preguntó—. ¿Y los frascos y jarros para
los perfumes y aceites? Las toallas deben ser del mas lino, José, y los
frascos, de oro.José agradeció a Herodes que le hiciera caer en la cuenta de
aquel descuido y prometió corregirlo en cuanto le fuera posible.
__Sacadlos de donde los hayáis escondido, José —dijo el rey con
estrepitosas carcajadas—. Ahora que ya me habéis concedido el placer de
encontrar algún defecto, podéis dejar de fingir. No voy a tomar a mal la
excelencia de vuestras previsiones.
Nicolaus, que acompañaba a su señor, dirigió una sonrisa y un guiño a José.
Todo había salido a pedir de boca, tal como ambos habían planeado.
Unos eficientes esclavos de palacio les sirvieron en cubierta vino,
pastelillos de miel y dátiles rellenos de almendras, mientras probaban en toda
regla la comodidad de los divanes.
Después les llevaron cuencos con agua tibia para lavarse los dedos y
toallas perfumadas para secarse.
—Ha sido una visita sobresaliente —sentenció Herodes con buen humor—.
Ahora tendré que decidir un destino de viaje; quizás un recorrido por las
minas de Chipre gracias a las cuales os conocí, mi buen José. Os garantizo
que disfrutaríais yendo allí. Las mujeres chipriotas son casi tan exquisitas
como el vino del lugar.
«Encargaos de los preparativos, Nicolaus —indicó el rey mientras se ponía
en pie—. Ahora debemos regresar a palacio y a las obligaciones que en él nos
aguardan. Tal vez Ptolomeo tenga ya la relación de tributos de Nabatea. Los
correos debían llegar hoy.
Nicolaus dio las gracias a José mientras Herodes se acomodaba en su silla
de manos.
—Habéis aumentado la dicha de Herodes y por consiguiente la mía. Me
alegra verlo tan complacido con su mundo. Hacía mucho que no estaba tan
pletórico.

—Impresentable. —Así calificó Mílcar la galera real—. Deberéis


mantenerla oculta si no queremos ser el hazmerreír de todos los navegantes.
—Esta tarde volverán a ponerla a cubierto. La he sacado hoy para la
inspección del rey.
—Apuesto a que le ha gustado ese burdel flotante —declaró Mílcar tas de
escupir en el suelo—Ése es el estilo de Herodes, con la salvsdad de que él
cambia de esposas, mientras que los hombres honrados cambian de puta.
José conservó el semblante imperturbable, aunque por dentro sintió como
si Mílcar le hubiera propinado un puntapié. El hecho de que él tomara una
segunda esposa sería visto como una manifestación de desmedido apetito
sexual. Sería un insulto, ante el cual no podría siquiera darse por aludido,
porque prefería que la gente pensara lo peor de él a que se supiera que Sara
era estéril. Consideraría una profanación el que ella andará en boca de
cualquier hombre por cuestiones tan íntimas y estaba seguro de que, si se
diera el caso, tendría que vengar la afrenta dándole muerte.
—A ver si los hombres se dan un poco más de prisa y así abrimos un
ánfora de las que habéis traído, Milcar. Eso de entretener a un rey le deja un
mal sabor de boca a un humilde comerciante como yo.
El Águila había llegado de Chipre un rato después de que José se
despidiera de Nicolaus y el rey. Ahora faltaba guardar el vino de Chipre en
los almacenes y dividir las ganancias del estaño. La tripulación podría pasar un
tiempo con sus familias antes de que el barco se hiciera de nuevo a la mar.
Cuando regresara a Jerusalén, José debería ofrecer un sacrificio para
dar gracias a Dios por el éxito del asentamiento de los judíos en Belerión.
También tendría que solicitar el consejo de los sacerdotes para la selección
de... no podía pensar en ella como una esposa... la madre de su hijo.
Milcar y José contemplaban una gloriosa puesta de sol sentados en el
borde del muelle, con los pies colgando, como niños, con un ánfora medio vacía
descansando en un rollo de cuerda que habían situado entre ambos.
—Y yo digo que es preferible Alejandría —insistía Milcar—. Podríamos
vender parte del cargamento de vino de Chipre allí, y las sedas y las especias
son siempre garantía de buenas ganancias al regreso.
—Pero si vamos a Pireo, a la vuelta tendremos el viento a favor, y el vino
griego es tan horrible que por el cargamento de Chipre nos pagarán el doble
que en Egipto.
Aunque la discusión era acalorada, no había animosidad en ella. Sólo se
estaban divirtiendo y a los dos les traía sin cuidado a donde fueran. Lo que
contaba era navegar, gozar del mar, el viento y la libertad, lejos de los
problemas que los acuciaban en tierra firme.
De improviso Nicolaus acudió a toda prisa por el muelle. Iba solo, sin
guardaespaldas, y parecía angustiado.
—Necesito hablar con vos. ¿Podéis venir ahora mismo? Se trata de una
emergencia.

La victoria de la que tanto se ufanaba Herodes había producido una crisis


de considerable alcance. El emperador Augusto estaba muy enfadado, ya que
Roma prohibía terminantemente que los dirigentesde los estados sometidos a
ella expandieran sus dominios más allá de sus fronteras. Además, tampoco se
permitía la existencia de ningún tipo de relación entre dos países, aparte de
las visitas meramente protocolarias que realizaban los diplomáticos en
celebraciones y festejos, como los que habían tenido lugar en Cesárea a raíz
de la conclusión de las obras. Cualquier actuación militar representaba un
acto descabellado.
—El rey ha recibido hoy un mensaje del emperador —informó Nicolaus a
José—. El correo ha llegado mientras pasábamos tan agradable rato en la
galera. Augusto ha sido el protector de Herodes durante décadas; ahora las
cosas han cambiado. «Hasta el día de hoy —le ha escrito el emperador— os
he tratado como a un amigo. De ahora en adelante os consideraré un subdito,
igual que cualquier otro.» Es un desastre de grandísima magnitud.
José observaba, impresionado y algo inquieto, la transformación que había
experimentado Nicolaus. El anciano erudito, siempre tan irónico y calmado, se
mostraba desolado y parecía que en el espacio de tiempo transcurrido desde
la mañana le hubieran caído diez años encima.
Herodes se hallaba en un verdadero apuro, José no tenía duda de ello.
Pero ¿qué tenía que ver aquello con él? Sí, él le vendía estaño a Herodes, pero
sólo había visto al rey en persona unas cuantas veces. Difícilmente podían
considerarle una persona estrechamente asociada a Herodes. Éste había sido
generoso con él y le había concedido favores, aun cuando éstos no fueran de
su agrado, como la habitación que había dispuesto para él en el palacio de
Jerusalén. Sin embargo, todo ello no hacía de José un íntimo ni un consejero
como Nicolaus.
—¿Por qué me contáis todo esto? —preguntó a Nicolaus—. Yo no estoy
integrado en el palacio. Sólo soy un marino que está al margen del poder y la
política.
Nicolaus respiró hondo y consiguió calmarse un poco.
—Tenéis razón, José. Por supuesto. Estoy tan alterado que he cometido
una indiscreción, el peor error en que puede incurrir el consejero de un trono.
Es curioso cómo un hombre tan joven como vos es capaz de suscitar tanta
confianza en las propias dotes y capacidad de juicio.
»Me he excedido, pero ya está hecho. Esta información es absolutamente
confidencial. ¿Cuento con vuestra palabra de que no la divulgaréis?
Sí. Es algo que no me incumbe.
De todos modos, os veréis envuelto en las repercusiones. El burdel
flotante... oh, sí, ya sé que los marineros de Cesárea lo llaman así-.. va a
realizar su primer viaje. Iremos a Roma.—¿Vos y el rey Heracles?
—No. Vos y yo. Y quizás alguien más, no el rey.
—Pero, Nicolaus, si ni siquiera he contratado la tripulación, y tengo un
montón de cuestiones que atender.
—No tenemos que zarpar mañana. Es posible que dispongamos de una
semana, aunque no puedo asegurarlo. Ah, José, hay tantos cabos sueltos en
esta maraña.
Habían ido caminando a paso vivo en dirección al palacio de He-rodes
mientras conversaban en voz baja y en griego. En las proximidades del
palacio, los transeúntes no eran ya gentes de poca instrucción, como los
trabajadores de los muelles y los vendedores ambulantes que hasta entonces
habían encontrado en su trayecto.
—Tomaremos vino en mi jardín. Pasaremos una hora charlando con
tranquilidad sobre los posibles aditamentos que necesita la galera,
¿entendido? —Nicolaus bajó aún más la voz para añadir—: El jardín no ofrece
ningún lugar para que alguien escuche a escondidas.
José pasó a interpretar sin dificultad el papel que se le había adjudicado,
aunque por dentro su aprensión iba en aumento.

Según le confió Nicolaus cuando se hallaron a salvo de oídos indiscretos,


Silaeo, el primer ministro de Nabatea, era la clave del problema.
—Hará cinco o seis años, la hermana del rey, Salomé, se encaprichó de él.
¡Fue algo ridículo, José! Una mujer de más de cuarenta años, casada,
enviudada y divorciada varias veces, que se conducía como una muchacha
desesperada por perder su virginidad. Silaeo comenzó a suspirar, a escribirle
poemas... plagiados de los clásicos, sin duda... y a cortejarla como un
muchacho transido de amor. Aquélla era su oportunidad para pasar a formar
parte de la familia real y dejar de ser el empleado de un viejo y decadente
rey árabe. Obodas llevaba diez años en un estado senil.
»De modo que —prosiguió Nicolaus con la repulsión pintada en el
semblante— Salomé fue a ver a su hermano, el rey, y le dijo que quería
casarse con Silaeo. Herodes, naturalmente, se lo prohibió. Salomé se puso
histérica y nos obsequió con una constante retahila de escenas, juramentos,
denuncias y amenazas de suicidio. Aquello fue peor que el caos de las
perpetuas peleas e intrigas que se traen entre si los hijos del rey.
De repente Nicolaus se echó a reír entre dientes y a José poco le faltó
para dar un brinco a causa del sobresalto.
—Herodes es un viejo zorro —señaló el anciano—. Adivinó enseguida
cuáles eran las intenciones de Silaeo, y no sólo en lo que con-cernía a Salomé.
Sabía que Silaeo tenía un «miembro» que era célebre por su fenomenal
energía y tamaño; no había hembra en Nabatea que no corriera riesgo al
hallarse cerca de él. De manera que Herodes mandó transmitir a Silaeo un
mensaje en el que ponía por condición a su matrimonio con Salomé que se
circuncidara y se hiciera judío.
»La perspectiva de someter al contacto de un cuchillo su famoso falo
aterrorizó tanto a Silaeo que interrumpió todo contacto con Salomé. Ella
echó la culpa a Herodes, desde luego, pero aún fue mayor su ira contra
Silaeo. Hay cosas que las mujeres son incapaces de comprender. —José
advirtió que Nicolaus mantenía las piernas muy juntas. El consejero de
Herodes era un gentil.
José no acababa de creer lo que había oído. Recordó a la hermana de
Herodes, la intimidatoria mujer de Ascalón a la que había regalado la pulsera
de Belerión, hacía ya tanto tiempo. Era vieja. La idea de que se hubiera
enamorado como una jovencita le resultaba repugnante.
—Así que el rey Herodes perdió la amistad del emperador de Roma para
salvar el orgullo de su hermana, ¿es eso lo que queréis decir, Nicolaus?
—Oh, no, qué bobada. Herodes atacó Nabatea para amedrentar a Obodas,
porque éste le había pedido dinero prestado y no se lo había devuelto. Silaeo
lo había convencido para que demorara el pago debido al resentimiento, por
haberse entrometido en su relación con Salomé.
—Debía de tratarse de una gran suma de dinero para tener más valor que
la amistad de César Augusto.
Nicolaus efectuó un elocuente gesto de desesperación, golpeándose la
frente con los puños.
—¡No hagáis eso! ¡Os vais a hacer daño! —gritó José.
—Trato de ordenar los datos que tengo en el cerebro, por si surgiera la
pieza que falta. Herodes está convencido de que el gobernador de Siria lo
animó a emprender el ataque, lo cual equivale a que Augusto diera la orden, ya
que las legiones romanas de Siria son la amenaza constante que tenemos a
nuestra espalda. No acierto a comprender qué pudo ocurrir. —¿Silaeo? —Es
la explicación más lógica. Quizá consiguiera sobornar al gobernador romano.
Con el dinero que Obodas debía a Herodes, seguro. No tengo, sin embargo,
ninguna certeza de ello, y eso me vuelve loco. »Lo que sé de cierto —prosiguió
Nicolaus con un encogimiento de hombros— es que Silaeo ha ido a Roma, a
presentar quejas al emperador. La carta que ha recibido Herodes ha sido el
resultado. Debe de haber mentido con la elocuencia de Hornero. El ataque
contra Nabatea apenas pasó de ser una escaramuza. No llegaron ni a cien los
árabes que murieron.»No obstante, Silaeo ha causado un grave perjuicio a
Herodes. Me corresponde a mí desenmascararlo y recuperar para el rey el
favor del emperador. Por eso debemos ir a Roma, con Salomé. Ella estará
encantada de procurar a Silaeo todo el daño que pueda. El rey le ha enviado
ya sus mensajeros más veloces. Tiene un palacio en el sur, una especie de
reino en miniatura para ella sola que le dio Herodes hace tiempo para
mantenerla alejada de su palacio, porque le estaba amargando la vida desde
que mandó ejecutar a su marido.
—Un momento, Nicolaus. Parad, por favor. Empiezo a creer que nunca debí
abandonar la alquería. Yo no estoy familiarizado con la vida de las altas
esferas y me es imposible escuchar como si tal cosa todas estas
explicaciones sobre reyes, emperadores, reinas y primeros ministros sin
pensar que son producto de mi imaginación o que me estáis tomando el pelo.
Esta desenfadada mención a una ejecución entre familia es para mí el colmo
de la irrealidad.
—Pararé —aceptó Nicolaus, que de nuevo encogió los hombros—. Llegará,
sin embargo, el día en que tengáis que informaros del resto. Salisteis de la
alquería, José de Arimatea, y no hay forma de regresar. Estáis relacionado
con el reducido grupo de privilegiados que tienen bajo su control una gran
porción del mundo. ¿Qué edad tenéis, José? Mis informadores me han dicho
que veintitrés, ¿es cierto? ¿Sí? Pues bien, ya podéis comenzar a ensanchar
vuestros horizontes mentales, amigo mío, porque os predigo que antes de
cumplir los treinta seréis una persona conocida en todos los centros de
poder.
José sintió el calor de la ambición en las entrañas, pero enseguida lo
sofocó.
—Eso es imposible, Nicolaus. Sólo soy un judío bajito y poco instruido,
originario de un pueblo del que nadie ha oído hablar. Conozco mis limitaciones.
—Eso creéis, pero la vida es una caprichosa aventura. Yo era un chico
larguirucho y serio, que se había criado en el seno de una pobre familia de
tejedores de Damasco. Me fui a Alejandría porque su biblioteca albergaba
todos los textos de Aristóteles. Los maestros repararon en mí y me
enseñaron, y encontré trabajo impartiendo clases a los estudiantes
rezagados. Así me ganaba el pan.
»Un día, sin previo aviso, me comunicaron que sería el preceptor de los
hijos de la reina Cleopatra y Marco Antonio. No era cuestión de decir: "No,
gracias, pero no me interesa"... José, ¿de qué reís?
—No he podido evitarlo, Nicolaus. Fijaos en los nombres que han ido
surgiendo aquí, en este agradable e íntimo jardín. Herodes... Augusto... el rey
de Nabatea... y ahora los famosísimos Marco Antonio y Cleopatra. No me
diréis que no tiene su lado cómico.
—Sí —reconoció Nicolaus con una sonrisa forzada—. Pero escuchad bien lo
que os diré, José. No permitáis que la risa os haga olvidar la precaución. Las
máscaras de la comedia y la tragedia aparecen colgadas juntas en todos los
teatros. —Sirvió a José el vino que quedaba—• Ahora debo volver a las
dependencias reales. Acabad la copa e iniciad las gestiones para contratar la
tripulación más experta que sea posible encontrar para el burdel. Detesto ir
en barco; me causan terror todas las olas y todas las nubes del cielo. Os
comunicaré el momento de la partida en cuanto lo sepa. Tenedlo todo
preparado para dentro de cinco días.
José permaneció absorto varios minutos, con la mirada fija en el líquido
de color rubí que contenía la copa; luego se echó a reír. Lo que acababa de oír
era demasiado absurdo para seguir pensando en ello. Depositó la copa de
excelente vino sobre la mesa y abandonó el jardín y el palacio del rey
Herodes.
Tenía mucho qué hacer.

28

José bautizó la voluptuosa galera con el nombre de Fénix. Según refería la


fábula, más antigua que los fantásticos relatos de Hornero y aun que los
mitos de la Grecia clásica, el fénix, el ave de más glorioso plumaje del mundo,
vivía durante quinientos años para morir envuelta en una espontánea torre de
fuego y luego renacer de entre sus propias cenizas.
José explicó a Nicolaus que el ave fénix podía simbolizar la feliz
coronación de aquel viaje inaugural con la restitución del favor de Augusto a
Herodes. No obstante, la verdadera razón por la que había elegido aquella
fabulosa ave era la excesiva fastuosidad de la galera. Un joyero egipcio
afincado en Cesárea se había avenido gustoso a trabajar día y noche, ayudado
por una docena de trabajadores, para transformar la vulgar talla de un gallo
en un magnífico mascarón dorado revestido de gemas, con esmeraldas por
ojos, rodeado de llamaradas rojizas perfiladas con rubíes.
Esa representación del ave fénix costó casi tanto como la propia galera,
pero a José no le inquietaba el asunto, ya que Herodes corría con todos los
gastos, y a buen seguro le entusiasmaría aún más el mascarón que el resto del
barco.
Lo mínimo que podía decirse de él era que llamaba la atención. Cuando
regresó de su apresurado viaje a Jerusalén, José vio una gran concentración
de gente en el muelle, a la que varios guardias del palacio de Herodes
mantenían a raya a punta de espada.
—¿Qué ocurre? —le preguntó a un hombre que arreglaba unas cuerdas a
poca distancia.
—Están mirando el pájaro del rey, tratando de idear la manera de hacerse
con él sin que les partan la cabeza.
José se enteró entonces de que el joyero había concluido el trabajo a
tiempo. Aquélla era una noticia halagüeña.
Además, había conseguido llevar a cabo todo lo que se había propuesto
hacer en Jerusalén.
En el templo había ofrecido incienso y un cordero, a modo de sacrificio
para agradecer la culminación sin percance del viaje de ida y vuelta a
Belerión. También había ofrendado diez corderos por las diez familias de
judíos que se hallaban instaladas allí, y un buey, el sacrificio máximo, en
gratitud por la preservación de su matrimonio.
Después había hablado con uno de los sacerdotes sobre el problema que
suponía localizar a una mujer que pudiera garantizar su fertilidad, a fin de
casarse con ella a tiempo de impedir así el divorcio. El sacerdote le prometió
que tendría identificadas varias candidatas cuando regresara de Roma.
Tras haber realizado estos trámites, José se sintió más tranquilo. Sólo le
quedaba escribir a Sara para decirle que llevaba a Nicolaus a Roma, pero sin
explicarle el motivo.
Luego, después de una buena noche de descanso, por la mañana sólo
tendría que buscar un mensajero que llevara la carta a Arimatea, alquilar un
carro con asnos y regresar a toda prisa a Cesárea antes de que expirara el
plazo de cinco días que le había dado Nicolaus.

Ahora estos quehaceres habían quedado atrás. Sólo restaba por cumplir la
tarea más difícil y azarosa: convencer a los marineros del Águila para que
hicieran de tripulantes del Fénix...
—Será un viaje normal a Puteoli. Los pasajeros llevarán a sus propios
criados consigo. Vosotros sólo tendréis que tripular la galera. Es posible que
en algún momento os molesten por ponerse en medio, pero eso también
ocurrió con los judíos que transportamos a Belerión, y ya sabéis que no
representó ningún problema serio.
—Querrán darnos órdenes —gruñó el contramaestre.
—Os doy mi promesa de que no lo permitiré.
—El barco está por estrenar. ¿Quién sabe cómo responderá a las
maniobras sin haberlo probado antes? Las letrinas y los baños demármol no
son un lastre normal, José, y esos camarotes... todo ese espacio vacío, que
sólo contiene mobiliario propio de un prostíbulo. La primera embestida podría
hacernos zozobrar sin posibilidad de reacción.
Era el timonel quien había expuesto tales objeciones. No se quejaba por
capricho; el miedo era patente en su voz, pese a tratarse de un hombre que
nunca demostraba temor, ni siquiera cuando remontaban las corrientes de las
Columnas de Hércules, donde habían naufragado cientos de barcos. José no
disponía de una respuesta capaz de disipar sus dudas y así se lo hizo saber.
—El constructor de la galera es el mejor de Cesárea, y el que se ha
ocupado de los aditamentos, incluidos los baños de mármol, es el mejor de
toda Fenicia. Ambos han garantizado que la nave apenas difiere de una galera
normal. Si están en lo cierto, identificaremos las diferencias y haremos los
ajustes pertinentes. Si se equivocaran de plano, podríamos perder el barco y
la vida. Pero esa posibilidad existe cada vez que nos hacemos a la mar, en
cualquier barco. ¿No es ése el verdadero atractivo de la navegación?
»Al menos recibiremos la paga por adelantado —señaló con una sonrisa—.
Puesto que no hay ninguna mercancía que vender, nos pagarán sólo por el
transporte de pasajeros. Todos sabéis lo que vale una hora en un burdel de
lujo. Sólo tenéis que multiplicar esa cantidad por el número de horas que
llevará ir a Italia y volver, para haceros una idea de la suma que he pedido al
administrador de Herodes. Hoy mismo nos entregarán el oro. Por la noche
seréis hombres ricos.
»A menos que vayáis a despilfarrarlo todo en la Academia de Terpsícore.
El artístico nombre del opulento burdel que había cerca del puerto
siempre suscitaba la risa. José exhaló un suspiro de alivio al oír el coro de
carcajadas que inspiró su mención.
Más tarde, cuando se hallaban solos, Mílcar disipó sin embargo su buen
humor.
—No voy a navegar con vos —anunció a José—. Tengo mi orgullo y no
quiero ser el capitán de un fastuoso remedo de barco.
»Me reuniré con vos aquí para la próxima travesía del Águila. No os doy la
espalda a vos, sino a ese navio impresentable.
Por más que lo intentó, José no logró hacerlo cambiar de parecer. Fue por
lo tanto él mismo quien, dos días más tarde, dio la orden de sustituir los
recargados remos en cuanto el Fénix hubiera salido del puerto de Cesárea.
—Sacad los buenos de debajo de los bancos —gritó—, y remad con brío.
Nos vamos a Italia.A consecuencia de la deserción de Mílcar, José debió
ocuparse de cumplir las funciones de capitán. De hecho, la situación le
complacía, ya que la reina Salomé le provocaba la misma sensación de
incomodidad y amenaza que había experimentado la vez anterior que la vio, y
se alegraba de no disponer de tiempo para aceptar sus invitaciones a cenar o
contemplar la puesta de sol junto a ella desde el pabellón de cubierta.
Nicolaus le sugirió, empero, que hiciera lo posible por aceptar al menos
uno de sus ofrecimientos.
—No va a Roma sólo para procurar vengarse de Silaeo. Augusto es
demasiado astuto para dejarse influir por una mujer a la que ha desdeñado un
amante. Lo esencial en todo esto es que Salomé ha pasado muchas
temporadas en Roma a lo largo de los años. Es amiga íntima de Livia, la esposa
del emperador, y se dice que ésta condiciona a menudo sus decisiones.
»Salomé puede concertaros un encuentro con el César, José, si trabáis
una buena relación con ella.
—No, no estoy preparado para aprender a desenvolverme en la corte del
emperador. Estoy seguro de que tendría algún tropiezo.

El Fénix arribó a Puteoli a principios de septiembre. Las aguas del puerto


aparecían tranquilas, como cubiertas por una capa de aceite, bajo el peso del
calor y la humedad de finales de verano. El rutilante mascarón y el lujoso
pabellón de seda atrajeron a todos los marineros y comerciantes del muelle
hasta la nave.
Los cuatro guardaespaldas de Herodes que habían acompañado a su
hermana y a su consejero bajaron del Fénix no bien estuvo amarrado, para
montar guardia en prevención de cualquier posible conflicto. José y su
tripulación observaron con alborozo cómo aquellos fuertes soldados
revestidos de armadura tenían que realizar esfuerzos para mantener el
equilibrio sobre el pavimento de piedra.
Nicolaus aguardó hasta que un centurión romano se abrió paso entre la
multitud para hablar con los guardias. Entonces abandonó el barco y gracias a
la breve conversación que mantuvo con él, averiguo que el emperador se
hallaba todavía en su villa de verano de la bahía de Ñapóles y que regresaría a
la ciudad cuando remitiera el calor.
—Es posible que los acontecimientos se desarrollen con mayor rapidez de
lo que preveía —dijo el anciano a José, tras volver a bordo—. Todo
dependerá, claro, del humor del emperador. De todas formas, no tendré que
realizar el viaje hasta Roma, cosa que supondrá un ahorro de tiempo y
complicaciones. El centurión mandará un mensajero a la villa para anunciar la
llegada de Salomé. Yo iré con ellay, cuando sepa cuál es la situación, os haré
saber en cuánto calculo la duración de nuestra estancia.
—Ya sabéis, Nicolaus, que la temporada de navegación concluye pronto.
Debemos zarpar dentro de cinco semanas, y aún así correremos cierto riesgo.
El Fénix no es una galera como las demás.
—Me lo habréis dicho unas setenta y cuatro veces ya, José —se quejó el
consejero de Herodes, perdiendo su paciencia habitual—: Os repito, como en
las setenta y cuatro veces anteriores, que si el asunto del tal Silaeo no tiene
trazas de solucionarse con prontitud, pasaré los meses de invierno en Roma y
vendréis a buscarme el año que viene.
»Por el momento, los legionarios custodiarán el barco y el práctico del
puerto tomará las disposiciones necesarias para trasladarlo a un sitio
protegido. Vos y vuestros hombres podéis disfrutar de los discutibles
placeres de Puteoli.
—Que los disfruten ellos si quieren —contestó José, sonriendo—. Yo me
voy a Roma. Volveré dentro de cuatro semanas para recibir instrucciones
vuestras, si os parece bien.
Nicolaus dio su aprobación. Tenía la mente ocupada con otras cuestiones
más importantes y se sentía aliviado de poder librarse del Fénix, de su
capitán y de los peligros que ocultaba el impresionante oleaje del mar.
«Qué cobarde —pensó José mientra reía para sus adentros—. El terror le
ha mantenido una palidez cadavérica en la cara durante todo el viaje, pese a
que el mar estaba como una balsa de aceite.»
José preguntó al práctico del puerto por dónde quedaba el barrio judío de
Puteoli y echó a andar a paso vivo siguiendo sus indicaciones.
Una de las muchas ventajas de ser judío era el poder contar con una
buena acogida en el seno de las comunidades judías que se hallaban
desperdigadas por el mundo.
29

«¿Cómo puede respirar la gente aquí? ¿A esto le llaman vivir?» José


caminaba despacio por una angosta y tortuosa calle, reprimiendo las ganas de
volver corriendo hacia el río a la máxima velocidad que le Permitieran sus
piernas.
A ambos lados de la calle se alzaban unos edificios de ladrillo de cuatro,
cinco y seis pisos de altura, que se hallaban unidos entre sí. José tenía la
impresión de que se apoyaban unos contra otros para no desmoronarse, y
también que se inclinaban hacia las casas de enfrente.
Sentía el temor de que en cualquier momento le cayera un ladrillo en la
cabeza. Los otros transeúntes no parecían compartir, sin embargo, su
inquietud. En la estrecha calle reinaba un bullicio de voces, risas, gritos y
quejidos de niño. La gente compraba. En la planta baja de cada edificio había
varias tiendas diminutas, meras concavidades provistas de una mesa o un
estante que se exhibían al exterior. En ellas se vendía toda suerte de
productos: pan, cazuelas, cuencos y vasos de barro; aves, conejos y tajadas
de carne que pendían del techo; espejos de plata y adornos para el pelo, ropa,
sandalias; sopas y guisos humeantes, pescados de todos los tamaños,
especias, vino, calderos de cobre y de hierro; flores, carbón, aceite y
lámparas de aceite; legumbres y frutos secos; granadas e higos frescos...
Si no miraba arriba y se abstraía del ruido, casi podía imaginar que se
encontraba en la ciudad baja de Jerusalén. En ambos lugares reinaba el
mismo ambiente festivo y la misma actividad frenética.
Lo peor era sentir la amenazadora presencia de las gigantescas paredes
con ventanas que ocultaban la vista del cielo. Además, a su alrededor
escuchaba una lengua extraña, y sólo acertaba a comprender una palabra de
cada diez. Era latín, pero el ritmo y la entonación con que allí se hablaba lo
hacían incomprensible para él.
Por otra parte, los altos edificios retenían los olores, todos los olores de
las tiendas —a carne, pescado, pan, productos en mal estado— y los propios
de la concentración humana de las ciudades: aceite rancio, putrefacción,
ratas, heces, sudor, suciedad corporal... Las calles de Jerusalén producían
también su combinación de olores, pero éstos ascendían al cielo y el seco aire
del desierto los dispersaba al instante.
Roma era por completo distinta. ¿Cómo era posible soportar aquel agobio?
—¿Necesitáis ayuda, forastero? —oyó que le decía alguien en griego.
Al bajar la vista, vio un niño de cara mugrienta, ojos vivarachos y dientes
salidos, que se hallaba sentado en el suelo.
—Soy Marco Aprico —se presentó el chiquillo.
—Yo me llamo José. Trato de localizar a un hombre. —José miró el retazo
de vitela que sostenía en la mano—. Se llama Arconte Rufino.
—Arconte es un título, no un nombre —informó Marco, riendo—• Seguro
que buscáis la sinagoga. Os acompañaré hasta allí si me compráis una jarra de
vino.
—De acuerdo.
El niño puso entonces dos bastones en posición vertical y, apo-yándose en
ellos y en el quicio de la puerta de una vinatería, se puso en pie. Lo hizo con
tanta agilidad quejóse no se percató de lo que hacía hasta que el chiquillo ya
estuvo erguido.
—Soy un tullido, pero puedo serviros de guía —afirmó Marco—. Primero,
compradme el vino.
—¿Cómo sé que te lo vas a ganar? Te daré una moneda cuando haya
encontrado a ese hombre.
—¿Y cómo sé yo que me daréis la moneda? Estáis más necesitado de guía
que de monedas, José. Compradme el vino y pongámonos en camino.
El chico tenía razón. Decidiendo que podía permitirse correr el riesgo,
José sacó un denario de la bolsa que llevaba cosida al cinturón y lo depositó
en la barra. El hombre que dormitaba tras él abrió un ojo para cogerlo y luego
reanudó la siesta.
—Mi padre —informó Marco con un guiño—. Siempre se despierta al oír el
tintineo de la plata. Por aquí.
Echó a andar con asombrosa rapidez, con los bastones encajados en las
axilas, arrastrando la pierna izquierda, que era tan flaca como el palo que
suplía sus funciones.
José apuró el paso para alcanzar al chiquillo. Los tullidos eran una parte
integrante de la sociedad. Se los podía ver en las puertas de todas las
ciudades, en las escaleras de todos los templos e incluso en las galerías del
templo de Jerusalén: pedían limosna, mostraban sus deformidades, tiraban
de la capa de los viandantes, suplicaban, gemían, acusaban o bendecían a las
almas generosas. José, que hasta entonces no había visto un tullido que no se
compadeciera de sí mismo ni exhibiera su mal, sintió una tremenda admiración
por su joven guía.
Marco se detuvo junto a la fuente de una plazuela en la que desembocaba
una calle más estrecha que aquella por donde habían venido y, dejando el
bastón del lado derecho en el borde, se puso a beber.
De improviso José cayó en la cuenta de que tenía sed. Cuando ambos se
hubieron saciado, el chico señaló el callejón de la izquierda.
—Id por allí. La puerta de la sinagoga se encuentra al fondo.
—Gracias, Marco. —José tendió otro denario al chiquillo y éste lo hizo
desaparecer al instante.
—Ya me habéis pagado. ¿Lo habíais olvidado?
—No. Esto es por el agua. Estaba sediento.
A mí también me caéis bien, José —declaró el chaval con su sonrisa de
pilludo—. La próxima vez que os perdáis, dejaré que volváis a alquilar mis
servicios. —Acto seguido, tomó su bastón y se alejo sin dejar margen a que
José replicara algo.La sinagoga ocupaba la mitad de la planta baja de uno de
los altos edificios de ladrillo. Estaba abierta, pero no había nadie dentro.
José se sentó en un banco del fondo a esperar. Por contraste con el bullicio
de las calles, le pareció una maravilla la paz que se respiraba allí dentro.
Cerró los ojos y mentalmente repitió uno de los salmos de acción de gracias.
Tenía muchas cosas que agradecer, entre ellas no tener que vivir en Roma...
Una voz calmada y un leve roce en el hombro lo sacaron de sus
reflexiones.
—Bienvenido —dijo el hombre.
Esa noche José acumuló mucha información sobre Roma. El hombre que lo
había encontrado en la sinagoga no era el arconte Rufino, el nombre que le
habían dado los judíos de Puteoli. Era un hombre ya mayor llamado Judá, un
presbítero, según explicó. Aquél era un título meramente honorífico que
significaba «anciano» y que se le había concedido en reconocimiento de los
años de continua devoción, mientras que un arconte era un oficial elegido que
se encargaba de la administración de los fondos de la sinagoga. Éste tenía,
entre otros cometidos, alquilar los edificios, cobrar los alquileres y llevar el
recuento y gestión de las ofrendas y donativos de los fieles.
Judá se disculpó por no poder conducirlo ante Rufino, ya que éste se
encontraba en la villa que poseía en las colinas de las afueras de la ciudad.
Todos los que tenían recursos huían del calor de Roma en verano.
Sin embargo, muchos romanos —la mayoría, a decir verdad— no podían
permitirse salir de vacaciones. Judá llevó a José a su casa, donde su esposa
sirvió refrescos en el patio del edificio y le fueron presentados más de
treinta miembros de la sinagoga que no habían abandonado la ciudad. Todos
ellos estaban ansiosos por oír las novedades que José podía contarles sobre
Jerusalén y por hablarle, a su vez, de las maravillas de Roma.
En consideración a José, hablaban en griego y sólo utilizaban el latín
cuando les faltaba la palabra griega adecuada. A lo largo de la velada, José
fue incorporando muchas palabras e incluso frases a su bagaje de latín, ya
que cuando hablaban de la gran capital en la que residían no hallaban palabras
en griego para designar muchos de los objetos y costumbres de Roma.
Al parecer, aún no había visto nada de la ciudad. La barcaza que lo había
traído por el Tíber lo había dejado en el punto más próximo al barrio al que
se dirigía, pero el Transtiberino apenas podía considerarse parte de Roma. La
ciudad se encontraba al otro lado del río.
¡Y qué ciudad! José escuchó atentamente, con creciente incredulidad y
ciertas dosis de desagrado.
Los altos edificios que había visto tenían la jocosa denominaciónde
insulae, islas, porque en ellos cabía la gente necesaria para poblar una isla
real. En los dos pisos inferiores solía haber apartamentos grandes con
habitaciones espaciosas y alquileres desorbitados, pero a medida que
aumentaba la altura los apartamentos eran más baratos, porque eran más
pequeños. Los pisos superiores albergaban por lo general sólo habitaciones,
en las que se apiñaba una familia entera o incluso dos.
De vez en cuando alguno se venía abajo, a causa de la aglomeración
excesiva de gente, para la cual no estaba preparado; aunque lo más normal
era que fueran destruidos por el fuego. Los apartamentos no tenían cocina,
de modo que los inquilinos debían comer frío o ir a una taberna. Tampoco
había calefacción en invierno. Por eso, muchas personas utilizaban braseros o
cocinas de barro que se alimentaban con carbón. Los accidentes eran
inevitables.
A pesar de estos incovenientes, los ciudadanos de Roma ni se planteaban
ir a vivir a otro sitio. La ciudad les procuraba raciones semanales de grano o
pan, de carne o pescado y de dinero suficiente para comprar algún capricho o
invertirlo en las apuestas de los acontecimientos deportivos o los juegos con
que pasaban el tiempo en las tabernas.
Además, más de la tercera parte de los días del año eran festivos. El
trabajo no era en Roma la perpetua y pesada carga que soportaban en otros
lugares del imperio.
Un buen ejemplo de ello eran los ludí Septemtilis, los festejos que
celebraban el final del verano y la reanudación de la actividad constante del
senado, los tribunales y todo el funcionariado del Gobierno. Todo el mundo
regresaba una vez terminado el verano, pero en Roma no tenían que
incorporarse de inmediato a la cotidianidad. Los ludí, los juegos, duraban
quince días, durante los cuales el senado, los juzgados, los talleres y los
negocios permanecían cerrados para que los ciudadanos pudieran disfrutar de
las representaciones de teatro, los desfiles, las competiciones y los
combates del foro y, sobre todo, las carreras que se ofrecían en los dos
circos de forma ininterrumpida, a razón de veinticuatro carreras por día.
El Gobierno hacía todo lo posible para mantener contentos a los
ciudadanos.
A José le parecía del todo inaceptable aquello de vivir de limosnas, en
lugar de ganarse la vida, y pasar semanas enteras del año asistiendo a
espectáculos en lugar de trabajar.
Primero pensó quedarse un día para ver lo más destacado, el famoso foro
y los monumentos paganos, y emprender luego el regreso a Puteoli.
Por otra parte, debía reconocer que había disfrutado mucho con las
carreras de cuadrigas de Cesárea. Quizás asistiría a ver una o dos —no a las
veinticuatro— antes de partir. Había efectuado un largo camino para llegar
allí y no tenía ninguna intención de volver.
La vida romana no era de su agrado. A él le gustaba ganar, no ser
gratificado por no hacer nada.

A la mañana siguiente Judá condujo a José hasta el río por un de-


sorientador laberinto de calles y callejones.
—No tendréis dificultad para encontrar la isla —dijo el anciano—, puesto
que es la única que hay en el Tíber. Os esperaré allí cuando el sol inicie su
ocaso.
Después de darle las gracias, José comenzó a caminar por el arqueado
puente que conducía a una extraña construcción que se hallaba en medio del
río. Uno de sus extremos tenía la misma forma curva de la proa de un barco,
pero era de piedra en lugar de madera, y detrás se alzaba un gran templo de
roca de travertino, que estaba rodeado de galerías sostenidas por
impresionantes columnas de piedra.
—¡Dejad paso! —gritó alguien por detrás al tiempo que propinaba a José
un brusco empellón.
Éste se volvió enfurecido, con el cuchillo que llevaba prendido del cinturón
ya desenvainado, y entonces vio al individuo que lo había empujado. Era uno de
los cuatro hombres que transportaban una silla de manos. En ella viajaba una
mujer joven, rubia, aquejada de una palidez tan extrema que las finas venas
de la frente y la garganta le destacaban de forma espectacular bajo la piel.
De sus ojos cerrados resbalaban lágrimas y producía un horripilante ruido con
su respiración lenta y trabajosa. José se apartó aún más. No deseaba ser
testigo de la desventurada muerte de tanta belleza.
Ahora ya podía distinguir las imágenes esculpidas en la especie de proa
que presidía la punta de la isla. La serpiente era el símbolo de Esculapio, el
dios griego de la medicina y el edificio debía de ser por tanto un templo que
estaba dedicado a él.
Al cruzar la isla, José corroboró su suposición. Bajo las galerías, gentes
de todas las edades, color y condición aguardaban para entrar en el templo y
suplicar al dios una cura para sus males.
José pensó un momento en su padre. Al menos Josué se hallaba rodeado
de su familia y no de una multitud de desconocidos que se arracimaban en un
templo pagano. Qué necios eran esos idólatras que buscaban el socorro de
una estatua, de una imagen esculpida por un hombre cualquiera. Cuando el
Dios Todopoderoso enviaba la enfermedad a una de sus criaturas, el afectado
sabía que era un justo castigo y rezaba para obtener el perdón, sin engañarse
creyendo que hallaría una mejoría o una cura si viajaba a una isla extranjera
que se hallaba en medio de un cenagoso río de Italia.
José poseía la intolerante arrogancia de los jóvenes y de quienes gozan de
una robusta salud; además, le resultaba más cómodo desdeñar la necedad que
compadecerse de los desgraciados que se apiñaban en las galerías. Sin
demorarse, cruzó el otro tramo de puente. La ciudad quedaba en esa orilla.
Sus ruidos le servirían para acallar el imborrable sonido de la respiración de
la mujer moribunda.

Frente a él se extendía una calle abarrotada de personas, animales, sillas


de manos que componían una abigarrada masa de colores cambiantes delante
de un alto edificio circular que estaba rodeado de columnas y de una
gigantesca escalinata. A la izquierda había unos jardines, llenos de plantas y
de populacho.
Y, por encima de todo el trasiego y color, más allá del impresionante
círculo de piedra y mármol, se erguía un gran templo blanco que parecía
reinar sobre Roma.
«Todo es tan enorme —pensó José mientras salía del puente y se
adentraba en la ciudad—. Tiene el aspecto que cabe esperar de la capital de
un imperio.»

Advirtiendo su evidente condición de extranjero, dos prostitutas


pintarrajeadas acudieron cada una por su lado para poner en práctica sus
artes de seducción, con la intención de robarle. Aún no había dado más de
cuatro pasos más allá del puente, cuando una de ellas lo agarró del brazo
izquierdo y la otra le obligó a rodearle el talle con la mano derecha.
Las dos putas se lanzaron bufidos y maldiciones mientras José, en el
centro trataba de zafarse de ellas. Sabía que su cinturón, donde guardaba el
dinero y el cuchillo, corría peligro, pero las mujeres lo tenían apresado. Con
una fuerza increíble, lo movían, retorcían, tiraban y presionaban sin tregua,
ora en una parte del cuerpo, ora en otra.
Al igual que cualquier marino, José había sido abordado por prostitutas en
todos los puertos que había visitado. Los ladrones que merodeaban por los
muelles a menudo trabajaban en colaboración con expertas rameras. Los
marineros más viejos le habían avisado cuando era sólo un chiquillo, y nunca
jamás lo habían sorprendido con la guardia baja.
Hasta ese momento. Se sentía un idiota rematado.
En ese instante la mujer de la izquierda comenzó a chillar. Ya no Profería
insultos como antes, sino gritos de dolor.Al cabo de un segundo oyó alaridos a
su derecha.
Acto seguido, quedó libre.
José miró con asombro a un hombre bajo y delgado que mantenía
agarradas por el pelo a las dos mujeres. Con el cuerpo doblado de dolor, éstas
sacudían la cabeza de un lado a otro, en un intento de soltarse.
Con sus brazos nervudos, provistos de unos músculos duros como rocas y
unas venas que parecían cuerdas, el desconocido zarandeó a las prostitutas.
Al oír sus alaridos rió, mostrando unos dientes pequeños cuya blancura
contrastaba con su tez morena. La piel de cuello, cabeza y cara tenía un brillo
aceitoso. Estaba completamente calvo.
Soltó a las mujeres y, con impresionante rapidez, les asestó un puntapié
en el trasero que las hizo caer de bruces.
—Forastero —dijo a José—, creo que me debéis una copa de vino. —Volvió
a reír y, mirando a las mujeres, rectificó—: Que sean dos.

Se llamaba Aquiles, según dijo; luego precisó que nunca había tenido
ningún problema en los talones. Era actor, originario de Atenas, pero no se
consideraba ciudadano de ningún lugar en concreto, porque era miembro de
una compañía que viajaba de teatro en teatro, de festejo en festejo, por
toda la ribera del Mediterráneo.
—También hago malabarismos, acrobacias, lucha y mimo. Lo que haga falta.
Aquiles, que había acudido a Roma con sus compañeros para los ludí, como
venían haciendo desde hacía tiempo, cinco veces al año, se asignó por
iniciativa propia las funciones de guía de José.
—No duraríais ni una hora solo —aseguró en tono afable.
De este modo, proporcionó a José un hilarante día y un montón de
información errónea. En el foro romano, frente al pequeño templo circular de
Vesta, diosa de la casa y el hogar, le ofreció la siguiente explicación:
—La forma redonda es para representar el orificio que tienen las mujeres
entre las piernas, porque allá —señaló un edificio alargado y bajo, que se
hallaba cerca— viven las sacerdotisas de Vesta. Les llaman las vírgenes
vestales y están al servicio del emperador y de los generales del ejército.
»Para conmemorar el valor de Augusto —aclaró, dirigiendo un enfático
gesto hacia el arco de triunfo que tenían delante—. Ya podéis imaginar en qué
tipo de proezas.
A uno y otro lado, los blancos templos de mármol decorados con elementos
de vivo colorido parecían competir para reclamar su aten-ción. Aquiles los
identificaba, y aderezaba las descripciones con comentarios soeces.
—Esa mole es el templo de Castor y Pólux. Ya debéis de conocerlos,
puesto que se les considera los patronos de los marineros. Eran unos gemelos
gigantes, y por eso su templo tenía que ser de dimensiones gigantescas. Es
uno de los mejores lugares de la ciudad para localizar a esos notables, los
senadores. Aceptan sobornos en una mitad del templo y pierden el dinero
jugando a los dados en la otra.
»Allá enfrente también corre el dinero. Esos hombres gordos que están
apostados detrás de las mesas son cambistas. A veces, cuando estoy muy
aburrido, me sitúo cerca y les hago el favor de morder las monedas de oro y
plata a las infortunadas víctimas de los cambistas. —Aquiles soltó una
carcajada, y con ello exhibió su blanca dentadura—. Me divierte doblarlas.
Los cambistas me pagan para que me vaya.
»Hoy no iremos a importunarlos, porque no vale la pena perder el tiempo.
Lástima que aún no hayan vuelto los políticos. Se suben aquí —Aquiles dio una
palmada sobre una amplia tarima— y pronuncian discursos en los que alaban
las excelencias de sus personas. Al que consigue ser escuchado a más de
medio metro de distancia le erigen un templo en su nombre y le asignan el
dinero de las multas que impone la ciudad a los que dejan que rebuznen sus
asnos. —Aquiles señaló con la reluciente cabeza una construcción de
dimensiones más reducidas que las demás, provista de un pórtico de sólo seis
columnas—: Ese insulso edificio es la curia, el sitio donde se reúnen
normalmente los senadores. Lo pusieron a la distancia justa del templo de
Castor y Pólux para que los nobles dirigentes de Roma hicieran un poco de
ejercicio. Por lo general sus esclavos los llevan de un lugar a otro, pero para ir
a recibir los sobornos se desplazan entre el gentío valiéndose de sus
aristocráticos pies.
José observó la muchedumbre y concluyó que no sería fácil atravesarla, ya
fuera con una u otra finalidad. Había vendedores de todo tipo de productos
—comida, vino, agua, reproducciones en miniatura de los monumentales
edificios—, muchos soldados distribuidos en grupos de dos o tres, multitud
de prostitutas que se les insinuaban o los insultaban a gritos, familias
apiñadas que compraban pastelillos para los agotados niños, esclavos que
vestían túnicas a juego con el color de las literas que transportaban, niños
que corrían alocados sin reparar en las personas concentradas a su alrededor,
hombres solitarios que leían poesía en voz alta a las pocas personas que
fingían escucharlos, oradores instalados en las escaleras de todos los
templos, que Peroraban apasionadamente sin dirigirse a nadie en particular.
José no tenía problemas para distinguir quiénes eran romanos yquiénes
extranjeros, como él. Los forasteros elevaban con asombro la mirada hacia
las monumentales columnas de los grandiosos templos que, más altas que los
troncos de cualquier árbol conocido, parecían sostener no sólo los techos sino
la misma bóveda del cielo.
Los romanos quedaban empequeñecidos por las dimensiones de las
estructuras de su ciudad, pero no daban muestras de reparar en su
insignificancia. Utilizaban los templos, el foro y la ciudad con la desenvoltura
de quien se halla en su propio territorio.
José admiraba su espíritu, pero no les envidiaba la vida que lo había
originado. No creía que esa vida —sin espacio para respirar, en habitaciones
que podían venirse abajo y sepultarlos en una tumba de ladrillos entre las
ruidosas y atestadas calles— fuera un precio justo por el privilegio de ser un
ciudadano de la mayor ciudad del mundo, el corazón del imperio.
—Habéis elegido un buen momento para realizar vuestro recorrido —
felicitó Aquiles a José—. La ciudad se encuentra casi vacía. Cuando regrese la
gente del campo, el foro estará más intransitable.
José recibió con una carcajada el comentario.
—No pensaba que fuera tari pequeño —comentó.
Era cierto. El atrio de los gentiles del templo ocupaba una superficie
mayor que aquel centro neurálgico del imperio. El foro le había decepcionado.
La estrechez de espacio entre los edificios creaba una sensación de
desorden, de descuido incluso. Era como lo que había ocurrido en la galera,
cuando la reina Salomé se había empeñado en llenar todos los espacios libres
de su camarote con algo... mesas y taburetes traídos de otros camarotes,
braseros para quemar incienso, grandes calderos de agua para lavarse los
pies diez veces cada poco rato... De igual manera, en el foro, algunos
edificios, estatuas, arcos u obeliscos habían sido colocados donde estaban
por el mero hecho de que allí quedaba un espacio despejado.
—Abarrotado —convino Aquiles, pese a que José no había precisado tanto
sus impresiones—. Por eso Julio César añadió otro y después Augusto mandó
construir otro más. Quedan por allí, detrás de la curia. Podemos ir si queréis,
pero antes propongo que comamos algo.
—¿Son como éste los otros foros?
—En absoluto. —Aquiles irguió la barbilla con gesto altanero—• Son mucho
más imperiales. El juliano tiene un solo templo, que esta dedicado a Venus,
frente al cual hay varias estatuas, imitaciones bastante logradas del estilo
griego. Allí suele comprar la gente rica. Tiene dos largos soportales que están
llenos de tiendas donde se venden productos de lujo importados.
«Augusto se construyó una cámara del trono al aire libre, donde recibe
magnánimamente los regalos y dinero que le presentan los ern-bajadores. De
vez en cuando da un banquete o pronuncia un discurso.
»El viejo y desordenado foro, el primero, es el auténtico. Allí se oye el
palpito del imperio en los melodiosos y engañosos reclamos de los vendedores
ambulantes.
—No iremos a comer lo que llevan en sus cestos, espero —dijo José,
alarmado—. No he desayunado y querría tomar una comida en regla.
—Os llevaría al Palatino, esa colina que está cubierta de árboles —
contestó Aquiles con una mueca de pesar—, para tomar un bocado con mi
querido amigo el emperador, pero por desgracia se halla fuera de la ciudad.
Me temo que deberemos conformarnos con la taberna que yo frecuento, en
las proximidades del teatro.
»La comida es excelente y abundante y el vino, copioso y no del todo malo.
El único inconveniente es que está llena de actores.
—Si todos los actores son como vos, Aquiles, ésta será la comida más
grata que haya disfrutado en toda mi vida.
—Pocos pueden comparárseme en belleza —replicó Aquiles—, pero son
gente divertida.
En efecto, lo eran, y José estuvo perfecto en su papel de público. Las
risas y la admiración con que celebró sus historias eran por completo
sinceras.
Aquiles y sus amigos narraron las aventuras que habían vivido en los
teatros y en diferentes ciudades. Conocían bien Cesárea y también
Jerusalén, mejor incluso que el propio José.
Se divirtió tanto que al acabar vació la bolsa que llevaba sobre la mesa.
—Permitidme el honor de pagar la comida y la bebida que hemos tomado.
—Es demasiada plata, José —señaló el corpulento actor que estaba
sentado a su lado.
—Entonces tomad algo más, ahora o después. Yo debo irme.
La tropa de actores aplaudió a José mientras salía. Todos estaban
contentos menos Aquiles.
—Pretendía aliviaros de la pesada carga de la plata sin que lo advirtierais,
José —dijo en tono lastimero.
—Ya me parecía, amigo —respondió José con una sonrisa.

Judá lo esperaba en el puente, junto a la isla. José lo divisó al salir de la


taberna, pues ésta se hallaba justo al lado opuesto. ¿Habéis tenido un buen
día? —se interesó Judá.
—Espléndido.
—El arconte Rufino ha regresado a la ciudad y confía teneroscomo
huésped en su casa, José. Me he permitido aceptar en vuestro nombre. ¿Os
parece bien?
—Por supuesto —aprobó José.
Estaba seguro de que la cama en la que había dormido la noche anterior
era la de Judá. El anciano vivía en un exiguo apartamento de dos
habitaciones, en el cuarto piso de una ínsula.
—Excelente —se felicitó Judá, dando una paternal palmada en el hombro
de José—. Os conduciré a la casa de Rufino ahora mismo. He traído la bolsa
de oro que me habéis pedido que os guardara.

30

José descorrió las cortinas de la entrada del dormitorio y salió al


peristilo. Una vez allí, se detuvo, a la sombra, para observar la tierna escena
que se desarrollaba a corta distancia, en el patio.
Una mujer peinaba la tupida melena caoba de la joven que se hallaba
sentada en un banco contiguo a la fuente. El sol formaba un arco iris en el
surtidor y arrancaba destellos de fuego al cabello de la muchacha.
—Perdonad mi intromisión —dijo José—. ¿Puedo pasar para dirigirme a la
puerta? Voy a ir a la ciudad.
Cuando la muchacha se volvió a mirarlo, él se quedó sin aliento. Llevaba una
túnica de lino amarillo, del mismo color que las flores de los tiestos de barro
que aparecían dispuestos en torno a la fuente, y comía una granada que había
teñido de un tono rosa intenso sus carnosos labios.
—Adelante —lo animó—. Sólo me estoy secando el pelo.
A continuación, volvió de nuevo la cabeza para que la mujer continuara
cepillándole el cabello. Con el movimiento, la túnica resbaló por su hombro
izquierdo, el lado donde se encontraba José. Al subírsela con dos de los
dedos de la mano con la que sostenía la granada, le resbalaron unas gotas de
jugo por el cuello.
—Vais a mancharos la túnica, Débora —la regañó la mujer.
—Tendré cuidado, Meneptah —prometió la muchacha—. No os enfadéis.
«Todavía es una niña —pensó José—, que procura no enojar a su ama.» Sin
embargo, al desbocársele el vestido había asomado la redondez de un seno, y
el sol que incidía en el fino lino perfilaba un cuerpo de mujer. Mientras
atravesaba el patio, contuvo el impulso de mirarla. Deseaba, no obstante,
volver a oír su voz. Era una criatura que carecía de artificio, que aún no había
tomado conciencia de su poder para conmover a los hombres. Francamente
impresionado, José reparó por el rabillo del ojo en aquellos pies desnudos que
aparecían coronados por unas diminutas uñas sonrosadas.
Al arconte Rufino le habían ido bien las cosas. En su villa de las afueras de
Roma poseía extensos olivares y obtenía pingües ganancias con la venta del
aceite que extraía de su producción de olivas. Tendría unos cincuenta y cinco
años de edad y, como no era despilfarrador, había amasado una cuantiosa
fortuna; ésta le había permitido comprar su casa de la colina Aventina y
dejar la ínsula de apartamentos del Transtiberino, donde vivía antes.
La noche anterior, durante la cena, había hablado sin parar, abrumando a
José con toda suerte de detalles.
Ahora, desde la altura de la calle a la que daba la puerta de su casa, José
contempló el Tíber y los populosos barrios donde residían los pobres.
Los logros de Rufino merecían un respeto. Después de todo, ¿no hacía él
algo parecido tratando de abrirse camino en el mundo y amasar fortuna?
Aunque lo del aceite de oliva... ¿Dónde estaba el espíritu de aventura en
esa clase de negocio? Bien mirado, Rufino se parecía demasiado a Josué.
Durante la cena, cuando José explicaba cómo había pasado el día en Roma,
Rufino había torcido el gesto y deplorado que hubiera tenido trato con
actores y admirado los templos paganos.
¿Sería la muchacha del patio la nieta de Rufino? ¿O —qué idea más
grotesca— su esposa? El arconte le había dicho que la madre de sus hijos, su
honrada mujer, había muerto varios años atrás. No era raro que los hombres
mayores se casaran con chicas jóvenes. José descartó con furia tan
repugnante posibilidad y luego volcó la ira contra sí mismo.
«¿Qué te pasa, José de Arimatea?» No le gustaban nada las sensaciones
que lo habían asaltado momentos antes en el patio. Quizá le convendría más
acudir a un buen burdel en lugar de a los baños y al barbero, como era su
intención.
Pero ¿a quién podía pedirle que le indicara donde había burdeles limpios?
¿A Rufino? José sonrió sólo de pensarlo y enseguida se sin-üo mejor. No, iría
a asearse y a que le lavaran la ropa, y después visi- taría el famoso circo
Máximo. Así podría abandonar Roma al día siguiente. Tampoco tendría gran
incidencia en su vida el hecho de noquedarse para ver las carreras. Merecía la
pena prescindir de ellas con tal de perder de vista a tan fatuo anfitrión.
Y a la muchacha de la granada. Se creía capaz de espiar entre las cortinas
de su habitación con la esperanza de volver a verla. La idea resultaba sin
duda repugnante.

Tras el baño y un vigoroso masaje, José se sintió como nuevo. El barbero


manejaba con extrema pericia la navaja, y la túnica y el manto que le habían
entregado los lavanderos presentaban mejor aspecto que si fueran nuevos.
José se encaminó a las tiendas del foro de Julio César, de las que le había
hablado Aquiles. No estaría de más averiguar qué mercancías importadas
tenían más aceptación en Roma. ¿Y las joyas de Belerión? ¿Sería Roma un
buen mercado para ellas? Él siempre estaba interesado en una posible
expansión de su negocio y, además, allí podría comprar regalos para Sara, su
madre y su abuela.
Dado que el circo Máximo quedaba en la base de la colina Aven-tina,
resolvió visitarlo cuando regresara a la casa de Rufino, donde tendría que
soportar otra tediosa cena, la última.

Aunque procuraba por todos los medios no dejarse intimidar ni


impresionar por Roma, la inmensidad de la ovalada pista y de las gradas de
mármol del circo lo dejaron estupefacto.
La población entera de Jerusalén llenaría sólo una pequeña fracción de los
asientos. Entonces José comprendió realmente, impresionado de veras, el
alcance de la talla de Roma.

Rufino enseguida trasladó a cifras concretas aquella impresión. Jerusalén


tenía poco más de treinta mil habitantes y la capacidad del circo Máximo era
de casi un cuarto de millón de espectadores.
A continuación hizo una pausa, para dar margen a que José elogiara su
gran caudal de conocimientos, cosa que éste hizo de forma cortés.
Sí, al arconte siempre le había agradado la precisión de los números, y
aparte, Dios le había concedido el don de la memoria. Ése era, sin duda, el
motivo por el que resultaba elegido arconte una y otra vez; los miembros de
la sinagoga sabían que él mantendría en orden todas las cuestiones
económicas.
Hasta su patrono recurría a su buena memoria, aseguró Rufino con una
sonrisa de suficiencia.
José se preguntaba cuántos minutos más debería seguir escuchan-do a
ese desagradable viejo antes de que sirvieran la cena. ¿Qué era eso del
patrono? preguntó sin mayor interés. Sabía que le daba pie a lanzarse a una
perorata, pero después de todo, él era quien le proporcionaba la comida y la
cama y ésa sería la última velada en que tendría que soportar su aburrida
compañía.
No obstante, la explicación que le dio Rufino sobre el sistema de patronos
y clientes no le causó aburrimiento, sino irritación. Resultaba intolerable la
indignidad, la degradación, la perpetua ansiedad que tenían que sufrir los
clientes. A duras penas logró contenerse para no expresar el desdén que le
producían los hombres capaces de tolerar tanta ignominia.
—... el rey Herodes... —decía Rufino.
—Pero eso son negocios —replicó José, elevando el tono—. No es lo mismo
que rebajarse al nivel del suelo.
—Sí —continuó el arconte—, su generosidad ha sido extraordinaria. El año
pasado nos regaló un candelabro de oro. Nunca hemos lamentado el haber
puesto por nombre a nuestro lugar de culto la Sinagoga de los Herodienses.
José sintió el malicioso impulso de comentar que haría saber a Herodes lo
encantados que estaban Rufino y sus amigos la próxima vez que cenara en su
palacio, pero lo reprimió. Las personas que había conocido en Roma sólo
sabían de él que era un comerciante y propietario de barco que visitaba por
primera vez la ciudad.
El portero de Rufino entró en el salón para anunciar la llegada de Aurelio
Hermias. «Con un poco de suerte, comeremos ya», pensó José. No sabía que
Rufino esperara a un invitado. No cabía, sin embargo, hacerse grandes
ilusiones con respecto a una persona que aceptaba cenar en casa del arconte.
Lo más probable es que se tratara de alguien tan desagradable como él.
Los hechos demostraron a José que estaba equivocado. Aurelio Hermias
era bastante más joven que el arconte y cien veces más interesante. Poseía
una de las tiendas que había visitado José en el foro juliano aquella tarde, un
establecimiento donde se vendían magníficas alfombras persas, zapatillas y
lujosos ornamentos de bronce. José tomó asiento en la mesa, saboreando de
antemano la conversación que iba a desarrollarse en torno a ella.
No se pusieron a hablar de negocios directamente. Primero Hermias
formuló la pregunta de rigor: ¿Qué le parecía Roma?
Con absoluta sinceridad, José respondió que la encontraba asombrosa.
Un diplomático y hábil retórico —comentó Hermias a Rufino con una
carcajada—. No hicisteis suficiente justicia a este hombre al hablarme de
él.El arconte se puso muy tenso. Entre tanto, José dirigió una sonrisa a
Hermias.
A partir de entonces se estableció un clima de complicidad entre ambos.
Hermias era el máximo responsable de la gerusía de la sinagoga, el consejo de
ancianos que mediaba en las disputas entre sus miembros.
—Me vanaglorio al pensar que aún me quedan algunos años de vida antes de
sentirme un anciano —bromeó Hermias—. De hecho, me concedieron ese
honor porque mi familia es saducea.
—Como la mía —no perdió ocasión de precisar el arconte.
—Y la mía —terció José—. Mi abuelo era miembro del sanedrín antes de
que el rey Herodes aboliera sus poderes, y acabara de paso con la vida de mi
abuelo.
Lo dijo sin darle importancia, intentando mantener el tono humorístico que
imprimía Hermias a la conversación. La religión y la opresión del judaismo no
eran, sin embargo, temas que se tomaran a la ligera aquellos judíos, los cuales
componían una reducida minoría en pleno centro del poder imperial.
José se arrepintió de inmediato de la imprudencia cometida, al tiempo que
el arconte se enzarzaba en una descripción del constante escrutinio que se
veía obligado a mantener sobre el almacén que distribuía el subsidio otorgado
por el Gobierno a los ciudadanos de Roma. Julio César y más tarde Augusto
habían dictado una normativa especial para los judíos. Los días de
distribución debían fijarse de manera que se respetara el sabbath, pero los
administradores de los almacenes cambiaban con frecuencia y, cada vez que
nombraban uno nuevo, él tenía que enfrentarse a él, informarle de la nor-
mativa y a menudo solicitar el apoyo de un funcionario de rango superior.
—Realizáis una labor admirable, Rufino —lo interrumpió con pericia de
experto Hermias para, acto seguido, cambiar de tema sin ofender al arconte
—. ¿Cuántas personas creéis que debería invitar a la celebración de la
mayoría de edad de mi hijo? ¿A todos los de la gerusía? ¿A toda la
congregación?
Rufino precisó el número exacto de componentes de ambos grupos y luego
el coste que representarían en comida y vino, siempre y cuando Hermias se
andará con tino en las compras.
José se esforzó por no cruzar una mirada con Hermias, por temor a
echarse a reír.
—Cuan afortunado sois, Hermias, con la perspectiva de tan dichosos
acontecimientos. Un hijo que pronto cumplirá la mayoría de edad, y cuatro
varones más tras él. Mi querida esposa me dio nueve hijas. No entiendo qué
pecados he podido cometer para recibir estecastigo. Sus hermanas dieron a
sus maridos cinco robustos varones en quienes depositar su orgullo.
—Vergüenza debería daros hablar así, Rufino. Vuestras hijas son una
honra para vos, todas sin excepción. Y os han dado muchos nietos.
—Pero ellas se deben a su marido y no a su padre. ¿Quién cuidará de mí en
la vejez? Sólo me queda Débora, y cuando se case me dejará solo. —En la
mesa había un cuenco con higos y granadas. José revivió la imagen de la roja
gota de zumo de granada que resbalaba sobre la blanca piel de la muchacha
del patio. Débora.
—Arconte —dijo—, quiero casarme con vuestra hija.
31

Rebeca y Sara estaban arrodilladas en el huerto, limpiándolo de las malas


hierbas que Antíoco había omitido arrancar. La tierra, cavada hacía poco,
exudaba humedad y un fuerte olor acre. La llegada de las primeras lluvias
había endulzado el aire.
—Cada año me alegra más el final de la estación seca —dijo Rebeca—. El
siroco vuelve quebradizos estos huesos de vieja.
—Sí, huesos de vieja —repitió, entre risas, Sara—-. A mí me crujen más
las articulaciones cuando me arrodillo que a ti.
—Me he estado planteando seriamente la posibilidad de azotar a Antíoco
—confesó Rebeca—. Los esclavos deben hacer todo lo que les mandan, y estoy
segura de que dejó más hierbas de las que arrancó. De niño, José solía dejar
el huerto preparado para plantar sin una sola mala hierba.
—¿Cómo creéis que será, Rebeca?
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? La nueva esposa.
—Será ancha de caderas y tendrá buenos pechos para amamantar a la
criatura. Ése es el único requisito. Ya sabes lo que nos dijo Abigail la semana
pasada: José encargó a los sacerdotes del templo que le buscaran candidatas.
Están intentando encontrar una viuda con hijos, para tener la certeza de que
es fértil. No puede superar en edad a José en más de diez años, porque sino
le quedaría poco tiempo de fecundidad.
«Sabes perfectamente, Sara —añadió, mirándola con afecto—, que ella no
significará nada para José. Eres una persona sensata y no debelas
martirizarte de este modo. La vida debe aceptarse tal como se presenta, y
este matrimonio es la única vía para evitar el divorcio.—La sola idea de
imaginarlos juntos me vuelve loca.
—Déjate de tales pensamientos, tonta. Tú no eres una mujer cualquiera.
Eres la esposa de mi nieto, y él te quiere. Derramará su simiente en esa
mujer sin poner más sentimiento que si estuviera montando una oveja, o una
puta. Ya debes saber que los hombres son así. Normalmente se descargan, y
sólo raras veces hacen el amor.
—Nunca he querido pensar en esas cosas —reconoció Sara al tiempo que
se sentaba sobre los talones—. ¿Crees que ha ido con prostitutas?
—Seguro. Durante la mitad del año es marinero y, según me han contado,
en los puertos hay más burdeles que tabernas.
—¿Quién te lo ha dicho?
—No me lo ha dicho José, si es eso lo que pensabas. Fue una esclava, una
peluquera, que teníamos por la época en que vivíamos en Jerusalén. Había
trabajado en un burdel muy distinguido.
—¿De peluquera o... de lo otro?
—Nunca se lo pregunté. La verdad es que me dejaba muy guapa con los
peinados que me hacía..
—Todavía te ves guapa, Rebeca.
—Mientes muy bien, hija. A mí me puedes contar todos los embustes que
quieras, pero no debes mentirte a ti misma. Los malos tragos hay que
afrontarlos de cara. Es un hecho inevitable que, a su regreso, José tomará
una segunda esposa y tendrá un hijo con ella. Comprará una casa en algún
sitio, y mobiliario, y la tratará con respeto y generosidad, porque ella se lo
merecerá. También pasará parte de su tiempo allí, porque querrá a su hijo; no
me cabe duda de ello.
»Pero en su corazón tú seguirás siendo su esposa, su única esposa. Estoy
tan segura de eso como de que el sol se pondrá hoy y volverá a salir mañana.
—Te creo, Rebeca. Aprenderé a afrontar lo que me espera. —Sara hizo
trizas las hierbas que tenía en la mano—. Ojalá sea muy fea.
—Sí, horrorosa —convino Rebeca—. A Abigail y a mí nos gustaría que
tuviera pelos bien negros en el bigote.

32

—Quiero casarme con vuestra hija. —José tenía la mirada fija al frente,
como si leyera en el aire las palabras que acababa de pronunciar. No era
posible que hubiera dicho aquello. No podía ser.Sabía, con todo, que aquellas
palabras habían brotado de sus labios, y que habían quedado flotando en la
habitación.
—¡Ni hablar! —contestó con firmeza el arconte Rufino, elevando la voz,
aunque sin llegar a gritar. José tragó saliva. Fue tanto el alivio experimentado
que le costaba hasta respirar.
—Vamos, Rufino —intervino Aurelio Hermias, en un intento de suavizar la
situación—, no hay necesidad de hablar con tanta dureza. Ya sabemos que no
queréis desprenderos de Débora, y es comprensible, pero tampoco debéis
conduciros así con este joven.
Rufino murmuró algo incomprensible, que Hermias le hizo repetir.
—Es que ha sido tan repentino, tan imprevisto...
»Os pido perdón por mi rudeza —añadió, dirigiéndose a José, con
admirable dignidad.
José se apresuró a responder, pero sólo consiguió hilar incoherentes
frases en una mezcla de latín y griego. Viendo que Rufino no lo comprendía,
respiró hondo y volvió a comenzar.
—No es preciso que os disculpéis, arconte. La culpa ha sido mía. Os pido
perdón por mi impetuosidad, y retiro lo que he dicho.
—¿Veis? Todo arreglado —zanjó Hermias, y alzó la copa de vino—.
Bebamos.
Observó a José con viva curiosidad. Éste rehuyó la mirada, acuciado por la
necesidad desesperada de abstraerse del embrollo que había creado y de la
incomodidad a que había dado lugar. Lo único que acertó a hacer fue levantar
la copa y apurar su contenido.
Estaba vacía. Qué ridículo. Al tratar de reprimir la espantosa carcajada
que pugnaba por aflorar a su boca, se atragantó. Comenzó a toser, asfixiado,
y Hermias se inclinó para darle unos golpecitos en la espalda.
—Lo siento —dijo con voz entrecortada cuando por fin logró aspirar un
poco de aire.
—¿Un poco de agua? —ofreció Hermias solícito.
José asintió con la cabeza.
Rufino dio una palmada para reclamar la presencia de un criado.
Hermias le prestó otro servicio. Mientras José bebía el agua que le
llevaron, comentó que Roma fatigaba a los visitantes más de lo que estos
advertían, absortos como estaban en contemplar las maravillas que ofrecía la
ciudad.
—Vuestro joven huésped debería tal vez abreviar la velada y acostarse
pronto para disfrutar de un largo reposo restaurador. ¿No os Parece,
arconte?
Rufino le dio la razón de inmediato.José dormía con sueño inquieto y
agitado. Cuando Débora le puso los dedos en los labios, se despertó al
instante.
—Chist —musitó la muchacha—, no hagáis ruido.
Llevaba una pequeña lámpara de la que subía una baja y frágil llama. Su
oscilante luz se reflejaba en las pupilas de sus oscuros ojos. Su cara no era
más que una pálida mancha rodeada de oscuridad.
—Lo he oído —susurró con voz afanosa, impregnada de temor—. Estaba
escuchando en la puerta. Os he oído hablar del teatro... y del circo... y de mí.
Oh, por favor, haced que mi padre diga que sí. Nunca me deja ir a ningún
sitio. Haced que consienta que me case, y llevadme con vos.
Aunque José sólo tenía veinticuatro años, viendo el infantilismo de la
muchacha se sintió como si tuviera doscientos. ¿Era posible que quisiera
casarse con un hombre sólo porque quería ir al teatro o a las carreras de
caballos? ¿Era posible que fuera tan ignorante? ¿Que no supiera lo que
realmente significaba el matrimonio?
Se incorporó en la cama, y tras apartar la mano de la joven de su boca, le
acercó los labios al oído. El pelo le olía a colonia de flores, y a leche el aliento
que despedía con su agitada respiración.
—Debéis regresar a vuestra habitación —susurró José en un tono aún más
bajo del que ella empleaba—. Nunca vayáis a la habitación de un hombre,
Débora.
La muchacha se puso a llorar.
—Tranquila, tranquila —susurró José—. Marchaos. Id a acostaros.
—Pero yo quiero irme con vos. Habéis dicho que queríais casaros conmigo.
Se arrebujó en la cama y la lámpara osciló peligrosamente en su mano,
derramando un poco de aceite. José se apresuró a apagar la llama para
impedir que se incendiara la ropa. Entre la oscuridad, sentía la calidez de
aquel cuerpo agitado por los sollozos.
—No me hagáis marchar —oyó que le decía al oído; con los brazos
tendidos, lo buscaba a tientas, rozándole el pecho, los hombros, el cuello.
José reaccionó de modo involuntario, con una incontrolable erección.
—No —insistió, elevando la voz—. Marchaos, Débora. —Alargó las manos
hacia ella con intención de empujarla y notó la blandura de su contacto—. No
—repitió.
Sus dedos, no obstante, comenzaron a acariciarla como por impulso propio,
recorriendo el contorno de sus pechos, el suave cuello donde había caído la
roja gota de zumo.
Enseguida recobró el control. Entonces trasladó las manos a su cintura y
tomándola con firmeza, la bajó de la cama.—Marchaos ahora mismo. Hablo en
serio.
_¿Sí?
—Sí. Marchaos.
—¿Convenceréis a mi padre para que me deje casarme con vos?
—Iros. Haré lo que sea si os vais. Marchaos, Débora.
Cuando se hubo ido, sólo quedó su perfume y el aceite derramado. Y un
frustrado ardor que impidió conciliar el sueño a José hasta el cabo de varias
horas.

A la mañana siguiente abandonó la habitación atenazado por el


nerviosismo, con el temor de que alguien los hubiera oído, supiera que ella
había estado allí, que él la había acariciado... Debía olvidar aquello. Debía dar
las gracias a su anfitrión, despedirse y partir sin más dilación.
El portero lo aguardaba en el peristilo.
—Ha venido a veros un hombre, señor. Está en el salón con el amo.
¿Quién podía ser? Por un instante José consideró la posibilidad de que el
osado Aquiles estuviera escandalizando al arcóme, pero enseguida cayó en la
cuenta de que debía de ser Judá o alguno de los hombres que había conocido
a través de éste. «Estupendo —se dijo—, así podré despedirme de él y
agradecerle su acogida.»
—¡Nicolaus!
Con la sorpresa y la alegría, José tropezó en el umbral de la gran zona de
recepción contigua a la entrada principal. Una vez hubo recobrado el
equilibrio, corrió a abrazar a su amigo, en cuyo rostro se advertía que sus
esfuerzos por reconciliar a Herodes habían dado fruto.
—Arconte Rufino —dijo José, recordando en el último momento las
exigencias de la cortesía—, permitidme que os presente a mi amigo Nicolaus
de Damasco.
—Ya me he presentado yo mismo, José, y el arconte me ha recibido con
suma amabilidad mientras vos desperdiciabais la mañana durmiendo, granuja.
Ahora deberéis apuraros, y encontrar un barbero muy rápido. Tenemos una
cita a la que no podemos faltar. No os preocupéis, ya he comunicado a vuestro
anfitrión que iba a llevaros conmigo. —Luego se volvió hacia el arconte—:
Volveremos, descuidad prometió al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa—.
Estoy impaciente por conocer a la dama.
Esta noche —explicó Rufino, tras un carraspeo. He dedicado muchas horas
a reflexionar sobre mi precipitado arrebato emocional, José, y me he dado
cuenta de que me había equivocado por completo.
Mientras os esperábamos, he informado a vuestro noble amigo de los
esponsales entre vos y mi Débora.
José sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago. De modo
que Rufino estaba enterado de lo que había ocurrido la noche anterior.
Quizás había incluso visto entrar o salir a Débora de su habitación. «Estoy
atrapado —gimió para sí, pero luego se corrigió—: Yo mismo me he metido en
la trampa.»

En realidad Rufino no sabía nada de la escapada nocturna de su hija. Lo


que sí sabía, porque Nicolaus se lo había dicho, era que César Augusto,
emperador de Roma, había invitado a José a ir a su residencia de la colina
Palatina.
Ningún conocido de Rufino había puesto un pie en las dependencias
privadas del emperador; ni siquiera sabía de alguien que conociera a una
persona que hubiera tenido ese honor.
Y ese José de Arimatea iba a conocer al emperador. En persona. En su
casa. De ello se deducía que el visitante de Jerusalén era un hombre en
extremo importante y poderoso. A Rufino le convenía por tanto establecer
con él la estrecha alianza que garantizaría su matrimonio con Débora.
Apenas era capaz de contener su entusiasmo, impaciente por ir a la
sinagoga a contárselo a todo el mundo.

—No hay de qué preocuparse —aseguró Nicolaus a José—. Las leyes de


Roma no permiten la poligamia. Puesto que ya tenéis una esposa en Israel, no
podéis convertiros en el marido de una ciudadana romana.
José le había explicado el apuro en que se hallaba y, de paso, le había
reprochado que lo hubiera empeorado con su intervención.
—Si no hubierais comentado a Rufino que iba a ver a Augusto...
—Pero lo he hecho, y es la verdad. Ya os he dicho que Roma no permitirá
el matrimonio; así que más vale que os olvidéis de eso y os alegréis de esta
oportunidad de conocer al emperador.
—Nicolaus, no me atrevo a ir a su casa. El César, la cabeza suprema de
todo el imperio de Roma. No puedo. Fijaos en mi aspecto. Necesito un
atuendo mejor, unos zapatos adecuados. Parezco un pescadero del
Transtibenno.
El experimentado Nicolaus esbozó una sonrisa. Era reconfortante, dijo,
ver quejóse era un ser humano normal. En algunas ocasiones había dudado que
hubiera algo en el mundo capaz de amedrentarlo.
—Augusto verá con buenos ojos lo que a vuestro parecer podría
considerarse un defecto. Él es partidario de la simplicidad, deplora la
ostentación. Ya lo comprobaréis.José lo comprobó, en efecto. No podía dar
crédito a lo que veía. La residencia de Augusto apenas era mayor o más lujosa
que la alquería que Josué poseía en Arimatea. Los únicos indicios que delata-
ban la condición real de su propietario eran los magníficos uniformes de los
guardias y los elaborados atuendos de los esclavos. Hasta el palacio de
segundo orden que Herodes había construido en Jerusalén era diez veces
más lujoso que la casa donde vivía el emperador de Roma.
Augusto se encontraba en un jardín contiguo a la casa, inspeccionando las
hojas amarillentas de una higuera al tiempo que hablaba muy serio con dos
hombres, jardineros sin duda, cuya indumentaria aventajaba en elegancia a la
del emperador.
Nicolaus y José permanecieron discretamente junto al cenador de la
entrada, a la espera de que Augusto advirtiera su presencia. En cuanto los
vio, éste despidió a los jardineros con la advertencia de que debían abonar
mejor la tierra y luego se dirigió hacia los recién llegados.
Sin lograr evitarlo, José se quedó mirando con fijeza al hombre más
poderoso del mundo. El emperador guardaba poca semejanza con el bello
retrato de juventud que se reproducía en las monedas de oro que José
llevaba en la bolsa. Estaba bastante gordo y tenía el cabello tan ralo que se le
veían perfectamente las manchas del cuero cabelludo. Vestía una túnica de
tosco lino, ceñida con una cuerda que comenzaba a deshilacharse en las
puntas.
Cuando Augusto se hallaba a pocos pasos de ellos, Nicolaus se encorvó
para observar con gran atención un insecto que estaba posado en un arriate.
—Princeps —dijo el anciano—, es posible que esta rara especie de mosca
sea digna de estudio. Nunca había visto un ejemplar igual. Éste es José de
Arimatea, el joven capitán de barco judío del que os hablé.
José ignoraba si debía arrodillarse ante el emperador, pero su in-
certidumbre duró poco, porque Augusto le posó las manos en los hombros y le
sonrió.
—Bienvenido a mi casa —lo saludó— y a Roma. Nicolaus me ha dicho que es
la primera vez que visitáis la ciudad.
Luego apartó las manos de sus hombros para dar un par de palmadas y
volvió a sonreír a José.
—Iba a pedir un poco de agua de cebada, aunque, si preferís vino...
—Prefiero el agua de cebada, princeps —respondió José, utilizando el
título que había oído emplear a Nicolaus.
No quería faltar en nada a la corrección. Al mirar el sonriente rostro del
emperador, había advertido que la sonrisa no alcanzaba a sus Pequeños ojos
castaños. No había enojo ni hostilidad ni emoción al-guna en ellos. Estaban
midiendo, sopesando, reuniendo datos antes de formular un juicio sobre el
desconocido que observaba.
José sintió un escalofrío en la espalda, convencido de hallarse en
presencia de un hombre de inteligencia superior a la normal, que poseía un
poder ilimitado y no vacilaba en hacer uso de él.
Dos esclavos acudieron presurosos y se postraron ante el emperador, a la
espera de sus órdenes.
—¿Nicolaus? ¿Vino o agua de cebada? —preguntó Augusto.
—Agua, por favor.
—Una jarra de agua de cebada y algo para acompañar —indicó Augusto a
los esclavos. Volvió a sonreír y miró a José—: Espero que el refrigerio sea de
vuestro agrado. Lamento tener que irme. Me reclama el trabajo. Pero
Nicolaus está al corriente del pequeño problema al que tal vez vos podáis dar
solución. Él os lo explicará.
»Estaré en deuda con vos, José de Arimatea, si podéis serme de ayuda en
esto —añadió, al tiempo que le daba un breve apretón en el brazo.
Aunque la presión de los dados le había causado el mismo efecto que una
tenaza, José no se alarmó, pues esa vez el emperador le había sonreído con
todo el semblante, incluidos los ojos.
Si bien no alcanzaba a imaginar cómo podría él solucionar un «pequeño
problema» de Augusto César, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que
éste le pidiera.
Había sucumbido por completo al hechizo del misterioso encanto que
mantenía ligadas a millares y millares de personas al emperador de Roma.
—Ayudadme a ponerme en pie, si sois tan amable, José. Me he quedado
agarrotado. —En el tono de voz de Nicolaus había cierta hilaridad y también
simpatía: su joven amigo parecía estar prendado, herido por los dardos de
Cupido.
—¿A qué viene tanto interés por las moscas? —preguntó José mientras lo
ayudaba—. ¿Creéis que son dañinas para las higueras?
—Sólo sé una cosa sobre las moscas, José —respondió Nicolaus al tiempo
que estiraba alternativamente sus largos brazos y piernas—, que son una
plaga. Lo que ocurre es que cuando Augusto está de pie, siempre busco un
motivo para permanecer cerca del suelo. Es muy susceptible en lo que
respecta a su estatura y, como soy tan alto, prefiero no incomodarlo.
—Pero si es más bien alto, Nicolaus. Yo tenía que doblar el cuello para
mirarle a los ojos.
Nicolaus resolvió esperar un tiempo antes de decir a José que Augusto
llevaba unas sandalias provistas de unas suelas de varios centímetros de
grosor, que elevaban su estatura. No había razón para re-bajar la imagen de
su nuevo héroe, y menos cuando parecía que José le había caído simpático al
emperador, no sólo porque fuera considerablemente más bajo que él.
El agua de cebada y el «algo para acompañar» resultó ser casi un festín,
compuesto de vino además de agua, pan, quesos, carnes frías y un surtido de
fruta y pasteles. Los dos comieron con apetito, instalados en una mesa que se
hallaba a la sombra de unos árboles.
Nicolaus aprovechó para detallar a José el buen desenlace de su misión.
Mientras esperaba a ser recibido por el emperador, se había presentado otro
visitante imprevisto con un séquito de cientos de esclavos que cargaban
regalos de toda clase, desde tigres enjaulados a cofres de oro llenos de
mirra. Se trataba de Aretas, el nuevo rey de Nabatea. Mientras Silaeo se
encontraba en la corte de Augusto denunciando al rey Herodes y Nicolaus se
hallaba de camino a Roma, el viejo rey Obodas había muerto y Aretas había
aprovechado la ocasión para autoproclamarse rey.
Aquel presuntuoso acto, una infracción de la ley romana mucho más grave
que la alocada aventura militar de Herodes, había desplazado el objetivo de
la ira de Augusto. Aretas llegó, con todo, acompañado de abundantes pruebas
de su lealtad al mandatario de Roma y, además, había hecho las delicias de
Nicolaus con su elocuente, apasionada y pormenorizada descripción de la
hipocresía e inmoralidad de Silaeo, amén de toda suerte de defectos capaces
de destruir su reputación.
La reina Salomé, entre tanto, había realizado una magnífica labor de zapa,
repitiendo los traicioneros comentarios que Silaeo había expresado contra
los dirigentes de Roma y añadiendo algunos de su propia cosecha.
—Una vez acabamos unos y otros, en comparación con las iniquidades de
Silaeo el delito del rey Herodes parecía una mera travesura —concluyó
Nicolaus.
—¿Qué le van a hacer?
—De momento está en la cárcel. Lo ejecutarán, supongo.
—Y ahora, decidme, ¿cuál es el servicio que debo prestar al emperador?
—Mi pobre José, me temo que vais a necesitar la legendaria sabiduría del
rey Salomón para proporcionar a Augusto lo que desea. Veréis, Salomé
llevaba una pulsera que suscitó una admiración extrema en su arruga la
emperatriz. Salomé afirma que vos se la regalasteis. Livia, que tiene
dominado al emperador, le hará la vida imposible hasta que éste le consiga
una igual; o, a ser posible, dos, para así superar a Salomé.
José sintió una amarga decepción; esperaba que le pidieran algún acto de
valentía, alguna proeza, algo más espectacular.
A mi abuela le regalé tres, y todas son más hermosas que la que utilicé
para lograr de Salomé una carta de presentación para el rey Herodes.
—Ah, sí, lo recuerdo, aunque no sabía cómo la conseguisteis. Bien, si
vuestra abuela está dispuesta a desprenderse de las pulseras, no habrá
problema. El emperador mandará correos para que las traigan a Roma con la
misma celeridad con que transmiten los despachos rutinarios, como
declaraciones de guerra y cuestiones por el estilo. Me parece, sin embargo,
que vamos a necesitar las tres. Así Augusto podrá dar dos a Livia y, cuando
ésta se haya cansado de pavonearse delante de Salomé, dará la tercera a
ésta. ¡Mujeres...! —Con esta imprecación, Nicolaus expresó toda la
exasperación y frustración acumulada por alguien que, como él, había
sobrevivido a la corte de Cleopatra.

Bajaron despacio por la ladera del monte Palatino, disfrutando de la


perspectiva de Roma.
—¿Querríais hacerme un favor, Nicolaus? —preguntó José.
—Si está en mis manos y no me requiere mucho esfuerzo; y si vos me
hacéis otro a mí. He ofrecido al rey Aretas un camarote en vuestra galera
para el viaje de regreso a Cesárea. Salomé se quedará a pasar el invierno con
Livia.
José sonrió. Sería un placer transportar al nuevo rey de Nabatea, sobre
todo si no tenía que soportar a la reina Salomé.
—¿Con o sin tigres? —bromeó.
—Sin, siento tener que decir. Le he puesto como condición que no lleve
más de veinte sirvientes. Gracias, José. Y ahora, ¿cuál es el favor?
—Que me saquéis de esa casa. Dormiré en un árbol, si es preciso, pero no
puedo pasar otra noche allí.
—Es fácil. Podéis dormir en el suelo de mi habitación, en la residencia del
emperador. Apostaría que estaréis más cómodo que yo en la cama. Nos iremos
mañana al amanecer, le plazca a Aretas o no. Nos conviene partir antes de
que empiecen los juegos. Aparte, tengo que llevar la buena noticia a Herodes
lo antes posible.
José se mostró plenamente de acuerdo. Si de él hubiera dependido, no
habría esperado hasta el amanecer.
—Acompañadme a la casa. Así podréis impresionar a Rufino después de
que le haya anunciado la imposibilidad de la boda —propuso—. Luego os
invitaré al mejor vino que tengan en Roma para celebrar la conclusión de este
asunto. ¡Mi libertad! —A continuación se puso a hacer alocadas cabriolas en
pleno foro.

Rufino había reunido a la plana mayor de la sinagoga: el archisinagogo


Gadias, Hermias, el presidente de la gerusía que había conocido el día
anterior, Judá, el presbítero en cuya casa se había alojado la primera noche,
y otro anciano llamado Marcio. Los había congregado en su casa para que
actuaran como testigos de los esponsales, y también de la conformidad de
José al ketubah, el contrato en el que se especificaba la dote de la novia, la
cantidad que correspondía pagar al novio, la compensación financiera que
debería pagar el marido a la esposa en caso de una eventual separación o
divorcio y otras cuestiones de carácter económico.
El arconte lo había redactado y escrito en la mejor vitela, con su pulcra y
nítida letra que tantos elogios suscitaba entre los miembros de la sinagoga
cuando presentaba algún documento asociado a sus responsabilidades de
arconte.
José, que era una buena persona, se sentía abrumado por el trastorno que
iba a causar a Rufino. De todos modos, debía hacerlo, así que se decidió a
exponerle, delante de testigos, el motivo por el que no podía llevarse a cabo
la boda.
Tres horas más tarde el arconte mojó una pluma recién afilada en un
tintero y la ofreció a José, para que firmara el ketubah.
Momentos después Débora entró en la habitación con su doncella. Llevaba
el pelo recogido en un tocado, sujeto con agujas de marfil talladas en forma
de flor. La túnica de seda, de un tono verde pálido, iba ceñida a su cuerpo con
cintas doradas, en dos hileras según la usanza romana, una a la cintura y otra
por debajo de sus firmes y abultados senos. En el borde de la túnica había
una cenefa de flores bordadas con hilo de oro y, bajo ella, un delicado
entramado de cordones dorados calzaba sus menudos pies.
Tenía las mejillas arreboladas, los labios rojos como si hubiera estado
comiendo granadas, e iba perfumada con un aroma primaveral.
El arconte tomó la mano de su hija y la mano con que José había firmado
el contrato, y las situó juntas sobre la palma de su mano. Luego pronunció la
bendición con voz solemne, y así concluyó la ceremonia. El ama se llevó a
Débora, Nicolaus se despidió con diplomacia por los dos y después se fue en
compañía de José.
De acuerdo con la ley judía, José era a todos los efectos el marido de la
hija de Rufino. La ley romana, según había declarado sin titubear el
archisinagogo, carecía de importancia a los ojos de Dios.
La boda se celebraría, de todas formas, en Jerusalén, donde no podía
cuestionarse la legalidad de una unión poligámica. Rufino asistiría eUa, como
era natural. Toda su vida había deseado realizar un peregrinaje a la Ciudad
Santa. Su nuevo yerno lo transportaría hasta allí, Junto con Débora y su
doncella, en uno de sus lujosos barcos.Todas estas cuestiones estaban
especificadas en el ketubah, junto con el requisito de quejóse proporcionara
a su esposa una casa y criados, así como un millar de siclos que deberían
guardarse en el tesoro del templo, aparte de correr con los gastos de la casa,
vestuario y necesidades varias.
La dote de Débora consistía en doscientos áureos de oro, que su padre le
guardaría por cuestión de seguridad.

—He intentado ayudar, José, pero me han ganado la partida —se lamentó
Nicolaus—. Lo siento de veras —se disculpó al tiempo que volvía a llenar su
copa y la de José.
»De todos modos —observó tras tomar un largo trago—, la novia es una
criatura deliciosa. Muchos os envidiarían, reconocedlo. Una virgen siempre es
algo que se valora.
José apuró de golpe la copa. Estaba resignado a correr con las
consecuencias de su error, y no tenía nada que decir. Además, no estaba
dispuesto a expresar en voz alta sus pensamientos sobre la muchacha a quien
había jurado —por escrito— honrar como esposa. Ese matrimonio tenía como
finalidad los hijos y no el sexo. Debía recordarlo. No era precisamente motivo
de orgullo el que ya lamentara los meses que deberían transcurrir antes de
que se consumara el matrimonio. La túnica de seda había cubierto, pero no
disimulado, el cuerpo de su novia.
33

—¡Se suponía que tenías que engendrar un hijo y no casarte con una niña!
Sara agarró lo primero que encontró a mano y se lo arrojó a la ca beza. Por
desgracia se trataba del arpa que le había regalado el bardo Nancledra, un
objeto por el que sentía un afecto especial. Al chocar contra la pared sus
cuerdas produjeron un horrible sonido, de rabia y desesperación, y luego al
caer al suelo el armazón se quebró con un seco crujido. Sara prorrumpió en
llanto.
—Fuera de aquí —gritó entre sollozos—. No quiero ver tu cara en mi casa.
Ni en mi cama.
José se fue a exponer sus penas a su abuela, junto con la petición de que
le devolviera las pulseras que le había regalado.Rebeca se echó a reír de
forma afectuosa.
—Perdóname, José. No es que me divierta tu situación. La vida es cómica,
pero no así las vidas de las personas que amamos. Toma las pulseras; ya me
traerás otras.
»Creo que deberías ausentarte de Arimatea por el momento. Tienes la
obligación de construir o alquilar una casa en Jerusalén. Eso te mantendrá
ocupado un tiempo y luego ya veremos si puedes volver a casa. Llévate a
Antíoco. Él hará de mensajero y también puede serte útil en otros sentidos.
»Ah... José, no sería buena idea que te alojaras con tu tía Abigail.
A José le complació tener a Antíoco de acompañante, pues aunque toda su
familia reprobaba su decisión, el chico al menos conservaba intacta su
admiración por él y deseaba estar a su lado.
«El chico. Antíoco ya no es un chico», se recordó José. El asustado y
receloso chiquillo de la calle de los Perfumistas de Alejandría era ahora un
hombre educado y competente que merecía, por cierto, la oportunidad de
labrarse su propio camino en la vida. En el trayecto de Arimatea a Jerusalén,
José participó tales pensamientos a Antíoco y le hizo una generosa oferta.
—Con tu inteligencia... sobre todo con tu talento para las matemáticas...
puedes llegar a donde te propongas, Antíoco.
»Puedes ser profesor o, si lo deseas te prestaré el dinero para que
montes un negocio. Sólo tienes que decidir lo que quieres hacer con tu vida.
Te concederé la libertad.
—Ya sé lo que quiero.
—Estupendo. ¿Qué?
—Me gusta ser vuestro siervo y quiero ser vuestro amigo. Llevadme allí
donde vos vayáis.
En cuestión de días, José se dio cuenta de que apenas conocía Jerusalén.
Los únicos sitios con los que en realidad estaba familiarizado eran el templo,
la vinatería que había descubierto Micah, la casa de Abigail y los dos palacios
del rey Herodes. Incluso en las populosas y estrechas calles de la ciudad
baja, nunca se había fijado en las caras de los tenderos ni de los transeúntes;
los había visto sólo como componentes de una multitud.
Entonces comenzó a mirar con otros ojos y a raíz de ello sintió un
creciente orgullo por su gente y su ciudad. Desde su más temprana in-rancia
le habían dicho que había sido objeto de una singular bendición Por nacer
judío y ser miembro del pueblo elegido de Dios, el privilegiado depositario de
su sagrada Ley. Tenía tan inculcada aquella no-cion que nunca la había
cuestionado ni había reflexionado al respecto.Al pasear por las empinadas
calles de Jerusalén y explorar sus callejones y barrios, en cada esquina se le
hacía patente lo que significaba vivir conforme a la Ley. Los judíos se regían
por la moralidad, no por un Gobierno. Era cierto que los vendedores se
entregaban a regateos e intentaban obtener el precio más elevado posible,
pero también era verdad que daban parte de sus productos a los
hambrientos, si les sobraba género, y ofrecían una parte de sus ganancias a
los mendigos ciegos y tullidos cuando se dedicaban a otra clase de
mercancías.
La gente se abría paso a empujones en los mercados para acceder primero
a los productos más frescos, pero cedía el paso a los ancianos y enfermos,
que carecían de presencia para ese forcejeo.
Cuando un niño perdía a su madre, las operaciones de compraventa, los
gritos y codazos se detenían y algunas personas se quedaban a consolar al
pequeño mientras los demás buscaban a la desesperada madre hasta
localizarla y reuniría con su hijo. Al recordar aquellos vendedores de
artículos de lujo alejandrinos, que proporcionaban niños prostituidos a los
buenos clientes, José concluyó que las viejas y sucias calles de la ciudad baja
de Jerusalén eran más dignas de admiración que las magníficas columnatas de
mármol que decoraban el hermoso puerto egipcio.
De forma inevitable comparó las siete colinas de Roma con las dos colinas
que presidían Jerusalén. En Jerusalén los pobres vivían en casas diminutas y
por lo general destartaladas, que se desparramaban por las faldas de la colina
occidental tan pegadas entre sí que las calles, carentes de cualquier orden,
no superaban los cincuenta metros antes de acabar en una tapia o un
atestado patio, cuyo uso compartían los inquilinos de las viviendas
circundantes. No obstante, cada casa, hasta la más pequeña, tenía una azotea
donde la gente podía comer, dormir y charlar con los vecinos de las azoteas
próximas. Encima de ellos se extendía el cielo y las estrellas, y no el peso de
varios pisos de apartamentos. En Jerusalén, un pobre seguía siendo un
hombre y no un animal atrapado en una jaula junto con decenas de
semejantes.
Además, allí los hombres se ganaban el pan con su esfuerzo. José
encontraba aún más ofensivo el subsidio romano que el degradante sistema
de patrono y cliente. A él le encantaba ver los símboles que llevaban muchos
trabajadores como distintivo de su profesión. Los tintoreros se ataban al
brazo un retal de tela de vivos colores; los carpinteros se ponían un trocho
de madera detrás de la oreja; los sastres lucían prendida al pecho de la capa
una gran aguja de hueso.
Debía reconocer, con todo, que el bello hipódromo que había construido
Herodes era claramente inferior al circo Máximo, y que el teatro era una
bagatela si se comparaba con la inmensidad del teatro de Marcelo. Recordó la
actitud desdeñosa de Aquiles y no halló argu-mentos para rebatirla. También
recordó el ingenio y el humor obsceno de los actores, y de repente se
sobresaltó al caer en la cuenta de que aun cuando Aquiles y su compañía
acudieran al teatro de Jerusalén, le sería imposible pasar una despreocupada
tarde con ellos en una taberna. En Jerusalén él no era simplemente José, el
armador de barcos; era José de Arimatea y tenía la responsabilidad de
mantener la dignidad de su familia.
Mantenerla y potenciarla. José apuntaba más alto en su ambición. Se
encontraba en Jerusalén para comprar o construir una casa y, por tanto, sólo
dedicaba una parte de su tiempo a conocer las calles y admirar a los
habitantes de la ciudad baja. Aunque los respetaba, no deseaba vivir como
ellos. No estaba dispuesto a vivir ni siquiera como el emperador. Había
probado el lujo y le había gustado.
Había alquilado una pequeña casa en la zona del mercado, una colina baja
que se hallaba entre la fortaleza Antonia y la muralla de la ciudad. En ese
barrio, más elevado y prestigioso que la ciudad baja, que estaba dotado de
calles más amplias y limpias, tenían sus viviendas y almacenes los
comerciantes de cierta posición.
Para él se trataba, empero, de un mero cobijo temporal. Quería una casa
en la ciudad alta, en la colina occidental, donde las viviendas normales eran
mansiones y las más destacadas palacios, entre los cuales se contaban el del
sumo sacerdote del templo y los del rey Herodes.
No sabía, sin embargo, por dónde iniciar la búsqueda.
—La casa que había pertenecido a mi abuelo no me presentó ninguna
dificultad —se quejó a Antíoco—. No tuve más que llamar a la puerta,
preguntar por el amo de la casa y ofrecerme a comprarla al precio que me
pidiera.
«Pero cuando quise hacer lo mismo con una elegante mansión cercana al
agora, el portero me dijo que su amo no quería ni hablar conmigo.
—Dejadlo en mis manos —propuso el muchacho—. Los esclavos siempre
hablan con otro esclavo. Yo puedo averiguar lo que os conviene saber.
José no lo puso en duda ni por un instante. Comenzaba a pensar que la
habilidad de Antíoco no tenía límites. Fue él quien localizó al artesano que
elaboraba las arpas para los músicos del templo y quien lo convenció para que
por una vez pasara por alto la rígida norma que seguía de no trabajar para
personas ajenas al templo.
Antíoco había llevado asimismo el arpa a Arimatea, como regalo de José
para Sara. Y, según había prometido y jurado, le había faltado Poco para
persuadir a ésta de que permitiera a José ir a casa.
No lo conseguí del todo —admitió—, pero casi. Se puso a llorar como una
niña mientras abrazaba el arpa, y cuando le hablé devuestro posible regreso
no respondió con una negativa de inmediato. Tardó un poco en decir que no.
José intentó consolarse con la explicación de Antíoco, pero no le pareció
que aquel «poco» fuera precisamente una gran muestra de vacilación. Echaba
de menos a Sara cada vez que veía algo o pensaba algo nuevo. Hasta donde
alcanzaba su memoria, ella había sido la única persona a quien había confiado
sus pensamientos y sentimientos, sus aspectos más íntimos que no compartía
con nadie más. La había añorado muchas veces durante sus viajes y aventuras,
pero antes siempre había podido ir reservando cuanto quería decirle con la
certeza de que llegaría el momento en que estarían juntos, en que hablarían y
ella le haría preguntas, se reiría o se burlaría cuando él diera alguna que otra
muestra de engreimiento.
Ella nunca le había dado la espalda, nunca. Ahora se sentía solo y
abandonado. También tenía un poco de miedo y un punto de rabia. No creía
ser merecedor de castigo por lo que había ocurrido en Roma. ¿O sí? Había
pensado tanto en ello —demasiado, probablemente— que ya no sabía qué
pensar. Sólo sabía que estaba harto de dar vueltas al asunto.
José estaba a punto de ir a Arimatea y echar abajo la puerta de su casa si
fuera preciso, cuando se presentó Antíoco portando una buena noticia.
—Una casa magnífica, José, recién acabada, con los mejores materiales y
el estilo más moderno, y la podéis comprar por una suma insignificante... es un
decir, claro, en relación a lo que vale.
»La construyeron para un hombre de Corinto, riquísimo, que había
decidido pasar los últimos años de su vida cerca de Dios. El final le llegó, sin
embargo, antes de lo previsto. Su socio lo asesinó y huyó con el dinero que
había acumulado. El constructor necesita dinero con urgencia, porque los
picapedreros amenazan con matarlo.
—¿Dónde está?
—Cerca del agora. El constructor se encuentra allí ahora, rezando sin
duda para que no le haya contado una mentira y aparezca de nuevo con vos.
—Es una mansión muy especial —aseguró el constructor, con la cara
sudorosa a causa del nerviosismo—. Al entrar, creeréis que os encontráis en
Roma y no en Jerusalén.
El pobre hombre ignoraba que aquello era lo peor que podía decir a José.
Años más tarde, cuando ya eran amigos, José se lo confesó.
—Si no hubierais mencionado Roma, habría pagado diez veces más. En
cuanto crucé la puerta supe que había encontrado justo lo que buscaba.
La casa presentaba cierta semejanza con la de Rufino, el padre de
Débora. Tenía un patio, con una fuente en el centro, que estaba rodeado de
un peristilo. El constructor enseñó con orgullo el ingenioso sistema de aljibes
que permitía disponer de un constante flujo de agua para la fuente, a pesar
de la escasez de agua que padecían en verano en Jerusalén.
José quedó aún más impresionado ante las puertas del peristilo que daban
acceso a las habitaciones: eran de madera maciza y estaban provistas de
buenos pestillos.
Se acordaba de Débora con más frecuencia de la que hubiera deseado.
Sara debía ser, era, la única mujer que le importaba.
José estaba casi decidido a ir a Arimatea con la excusa de pasar allí la
fiesta de las Luces, cuando Herodes llegó a Jerusalén, como hacía para todas
las fiestas señaladas. El rey se enteró de que había comprado una casa y, en
cuestión de horas, José se halló asediado por una nube de artesanos y
vendedores de todo tipo de accesorios y objetos que tienen cabida en una
casa.
Además, el rey se presentó en persona, sin avisar, anunciando que había
decidido regalar a su «marino predilecto» el mobiliario de su nuevo hogar, que
él mismo se encargaría de seleccionar.
El único aspecto positivo de aquella perturbadora experiencia fue la
presencia de Nicolaus, con quien tuvo ocasión de hablar algún rato en medio
del caos. No en vano, el consejero de Herodes se había convertido en el
mejor amigo que tenía.
Aparte de Sara, por supuesto.
Lo primero que hizo Nicolaus cuando se encontraron a solas fue reiterar
sus disculpas por no haber sido capaz de evitar los esponsales.
—Espero que no habréis dicho al rey que voy a casarme —replicó José, sin
más preámbulo.
—Esperaré a decírselo en el último instante —lo tranquilizó Nicolaus—.
Así podréis planear la boda sin la enérgica asistencia de Herodes.
En otro momento Nicolaus lo puso al corriente de las novedades que
concernían a la casa imperial. Los juegos, que habían sido todo un éxito,
habían tenido como acto culminante la consagración de un altar a la paz, que
Augusto había construido cerca del Tíber. Poco tiempo después, sin embargo,
el servicio de correo del emperador había traído la alarmante noticia de que
el hijo menor de Livia, Druso, se hallaba gravemente herido en el campamento
militar de Germania. Su otro hijo, Tiberio, había cabalgado día y noche para
acudir al ladode su hermano. Había regresado a Roma escoltando el féretro
de Druso, para el funeral de Estado, el más grandioso espectáculo que había
tenido la ciudad desde la época de Julio César.
Augusto había quedado incluso más apenado que su esposa. Según decía la
gente, amaba más a su hijastro que su propia madre.
—Yo no me canso de repetir a Herodes que la muerte de Druso es el
motivo por el que Augusto ha dejado de mandarle los informales y amistosos
mensajes que solía escribirle, pero él no quiere creerme. Está convencido de
que nunca recobrará la estima que antes le profesaba el emperador.
»Se halla sometido a una presión constante, y me inquietan los efectos
que ésta le produce. Estoy agradecido de que hayáis aparecido vos con
vuestra nueva casa, José, porque es la primera alegría que experimenta
después del error que cometió al atacar Nabatea.
José afirmó que él también se felicitaba por ello, y no lo dijo por cortesía.
En ciertas ocasiones sentía una simpatía real por Herodes; y si con ello hacía
más llevadera la vida de Nicolaus, daba por bien empleadas las molestias que
pudiera causarle el placer que proporcionaba a Herodes el acondicionamiento
de su casa.
De todos modos, se alegraba de que la fiesta de las Luces no durara más
de ocho días y de que éstos estuvieran por cumplirse.
Entonces iría a Arimatea, pasara lo que pasase.

—Te echo tanto de menos que no sé qué hacer, Sara. Estoy deshecho.
La había encontrado sola en su casa, tocando la hechizadora canción celta
en el arpa que él le había hecho llegar por medio de Antío-co, y se había
arrodillado a una prudente distancia antes de hablar.
Sara paró de tocar en cuanto lo vio. Después de escuchar su súplica, se
quedó mirándolo durante un tiempo que a José se le antojó una eternidad.
Después sonrió.
—No quiero tirarte ésta. Tardé mucho en afinarla. Levántate, José, que
sino te darán calambres en las piernas. —Dejó el arpa en el suelo.
»Ven y dame un beso —susurró mientras abría los brazos para acogerlo—.
Yo también te he echado de menos.
Sara le expuso toda una serie de condiciones. No quería oírle mencionar el
nombre de «esa niña». Nunca. No quería saber nada de la boda. Nada. Ni la
fecha ni el lugar ni qué sentía al respecto, ni nada que guardara relación con
ella.No permitiría que la «niña» pusiera los pies en el pueblo ni en la alquería,
dijeran lo que dijesen su padre, Helena o la propia Rebeca.
Ella continuaría yendo a casa de Abigail siempre que quisiera y se quedaría
todo el tiempo que se le antojara. José tendría que ocuparse de que la «niña»
nunca apareciera por casa de Abigail durante el tiempo que ella estuviera en
Jerusalén.
Y cuando José fuera a Arimatea, primero debería pasar por la casa de
Josué antes de ir a la suya, para quitarse la ropa, bañarse de arriba abajo y
ponerse las vestiduras que Rebeca tendría reservadas para él.
José accedió sin vacilar a todas las demandas.
—Y —agregó Sara— si alguna vez hablas en sueños, José, te prometo
solemnemente que te ahogaré con la almohada.

34

José trató de convencerse de que todo volvía a ser igual que antes, en
Arimatea y en su relación con Sara.
Pero nada era lo mismo, por más que todos se empeñaran en fingir lo
contrario.
Al cabo de varias semanas, José se sentía aquejado de una inquietud e
irritación tales que experimentó un auténtico alivio cuando Sara lo echó otra
vez. Ocurrió después de la cena del sabbath, que se celebró en la casa de
Josué. Delante de toda la familia, Amos anunció con orgullo el embarazo de su
esposa Raquel. Raquel se ruborizó al escuchar el coro de felicitaciones. Sara
se puso blanca como el papel, aun cuando expresara junto con los demás su
enhorabuena.
—Me alegro de veras por Raquel y Amos —dijo a José cuando se
encontraron solos en su casa—, pero esto es muy duro para mí. Creo que no
puedo seguir interpretando el papel de «la pobre Sara, que afronta con tanta
valentía los reveses» cuando otra mujer va a traer a Arimatea el niño que
debería haber tenido yo, precisamente por la misma época en que se va a
celebrar tu boda. Vete, amor mío. Te veré en casa de Abigail por Pascua.
Vete.

Al igual que la mayoría de los negociantes de Judea, José guardaba su


dinero en el templo. Cuando inició el transporte del estaño, obtuvo unas
ganancias tan cuantiosas que, tras comprar la casa donde vivía Abigail, aún le
había sobrado dinero. Desde entonces habían transcurrido tres años, con sus
correspondientes cargamentos de estaño, a cuyos beneficios había que sumar
los que compartía con los hermanos macedonios, que cada temporada
realizaban vanos viajes con su segunda galera y los dos barcos más pequeños.
Al comprar la mansión de Jerusalén, acudió al templo confiado, con la
certeza de haber acumulado suficiente dinero para pagarlo. Entonces
descubrió que no sólo podía pagar con holgura la elevada suma que le pedían
por la casa, sino otras diez mansiones iguales si hubiera querido. La fortuna
de la que tan orgulloso estaba era muy superior lo que suponía. Esa
constatación le hizo recriminarse por descuidar sus negocios: de haber
estado más atento, habría sabido con mayor aproximación lo que tenía.
En cuanto salió de Arimatea, se puso manos a la obra para corregir el
error. Su primer lugar de destino fue Cesárea. Allí inspeccionó sus barcos,
vendió los dos pequeños y compró dos galeras en su lugar. Ahora tenía cuatro
naves de gran capacidad y, en caso necesario, dispondría de cuatro
tripulaciones de galera, con remeros incluidos, de modo que si el rey Herodes
quería utilizar el burdel sólo debería desprenderse de una cuarta parte de
sus mejores hombres y no, como antes, de la mitad. Después fue a Tiro, a ver
a Mílcar para hacer las paces con él, asegurarle que no le guardaba rencor
por haberse negado a capitanear la nave de Herodes y solicitar su ayuda para
seleccionar los tripulantes para las nuevas galeras.
José se hallaba de nuevo inmerso en el mundo de los barcos y el mar, su
elemento. Volvía a sentirse entero, recuperado, capaz de hacer lo que mejor
sabía hacer, lejos de reyes y emperadores, de ciudades y sedas.
Para la Pascua volvió a Jerusalén. Cuando contó a Sara las noticias más
halagüeñas —el hijo de Mílcar, Barca, iba a sumarse a la tripulación del Águila
— no entendió por qué ella mostró un entusiasmo incluso superior al suyo
propio.
—Porque vuelves a ser mi José de siempre, y te quiero —explicó.
Estas palabras no disiparon su desconcierto, pero el beso que le dio a
continuación le hizo sentir que se hallaba de nuevo en su hogar.
Después llegó el momento de volver a Belerión. Antes tuvo que
reorganizar las tripulaciones y cerciorarse de su buen funcionamiento,
seleccionar y cargar los productos que llevaría a los judíos de Belerión y
localizar a Antíoco, que se había escondido en la bodega.
Por fin todo estaba a punto. El Águila salió del puerto de Cesárea, a mar
abierto. Las velas, izadas, se hincharon con el viento, haciendo innecesario el
uso de los remos. «La vida es maravillosa», pensó José.
Rebeca estaba, según dijo, «encantada con las nuevas pulseras, y con el
collar, José, ¿cómo has dicho que lo llaman? ¿Torque, no? Yo lo llamaré el
"disimulador de arrugas". ¿O acaso es eso lo que significa torque en celta?».
La abuela sonrió al ver la expresión de desconcierto que mostraba su nieto.
—Vamos, José. ¿Acaso creíste que me tragué esa ridicula historia de
Hispania? En menos que canta un gallo sonsaqué la verdad a An-tíoco.
»Oh, sí, Sara está al corriente de que lo sé. Y se alegra, porque así puede
contarme toda las fascinantes experiencias de esos meses que pasasteis allí.
Lo único que lamento es no poder ir yo misma. No te preocupes, que no te
pediré que me lleves. No estoy en condiciones de aprender una nueva lengua y
no deseo abandonar mi huerto. Tengo un chico nuevo del pueblo que me lo
cuida aún con más esmero del que ponías tú.

—Hace siglos que está enterada —confirmó Sara—. Ya conoces a Rebeca;


no se le escapa nada.
Sara quedó maravillada con las agujas de pelo que José le ofreció. Había
perdido una de las que tenía. Y el vestido que le enviaba Nan-cledra era, en su
opinión, la prenda más hermosa que hubiera tenido nunca una mujer, incluida
la reina Cleopatra. Era de la mejor lana de Belerión, suave como la seda y tan
ligera que podía llevarla todo el año, salvo en los días más calurosos del
verano.
—Aunque es casi demasiado bonito para llevarlo. Fíjate en el color, José,
el azul del firmamento, y en las estrellas bordadas, mezcladas con heléchos
verdes. Es la canción que él me enseñó.
—Y tú eres la reina —aseguró José, por completo convencido de ello.
—Una diosa azul —añadió Sara con una risita.
De todas las noticias que le había traído José de Belerión, la que más
regocijo le causaba era la que le había contado el rabino Isaac. Cuando
llegaba el barco fenicio, igual que venía haciendo desde hacía años, los
dumnoni seguían pintándose la piel de azul y formando una empalizada de
lanzas en su playa. El color tenía por objeto amedrentar a los enemigos, y los
fenicios nunca habían llegado a ser amigos.
—Debo reconocer, José, que sufrí una gran decepción al comprobar que ni
uno solo tenía la piel de color azul. Me reconforta saber que no se tiñeron
porque les inspirábamos simpatía.
»Ahora vete, querido —lo animó al tiempo que le daba un breve beso—. Ya
sé que debes hacer otro viaje esta temporada. A Roma. No te preocupes.
Estoy bien.
—Yo no —se quejó José—. Nicolaus vino a verme en cuanto atracamos en
Cesárea. El rey Herodes quiere que traigamos a su hermana Salomé.
—¿No es esa mujer tan despótica?
—Un auténtico demonio.
—Qué maravilla —exclamó Sara, aplaudiendo—. Le hará la vida imposible a
la niña. Espero que además le maree ir en barco. Que tengas un magnífico
viaje, querido.

Barca no compartía los prejuicios de su padre contra los «burdeles


flotantes» y, como quería pasar el mayor tiempo posible en el mar, asumió las
tareas menores de las que anteriormente se encargaba Antíoco en el Águila.
El hijo de Mílcar tenía quince años y era un muchacho fuerte y bien parecido,
de ojos oscuros y pelo negrísimo. Gracias a él, el viaje del Fénix fue un
clamoroso éxito.
Salomé se había puesto hecha una furia cuando José le informó de la
identidad de los otros pasajeros.
—¡Un insignificante funcionario de una sinagoga y su hija! No tenéis
derecho a esperar que tolere semejante compañía.
—La joven se casará conmigo cuando lleguemos a Judea, señora —replicó
José, tensando la espalda—, y su padre es una persona digna y merecedora de
todos los respetos.
Livia experimentó un íntimo placer al ver cómo aquel valiente hombrecillo
plantaba cara a la geniuda Salomé. A veces ésta se comportaba como si fuera
la emperatriz, cosa que a Livia no le hacía la menor gracia.
Esta reacción fue lo que suscitó el regalo que José y su novia recibieron
de César Agusto. José fue nombrado oficialmente ciudadano de Roma; el
documento acreditativo, provisto del sello del emperador, le fue entregado
en una funda cilindrica de oro que aparecía adornada con una reproducción en
plata de los perfiles de Augusto y Livia.
Rufino se agotó de tanto ir a enseñar a uno y otro amigo el presente. Sin
embargo, el arconte daba por buena la fatiga. Salomé y todos sus
acompañantes se desplazaron a Puteoli en lujosos carruajes tirados por
caballos de los establos de la guardia pretoriana y escoltados por una cohorte
de caballería de la célebre Duodécima Legión.
Rufino estaba demasiado maravillado para reparar en el cansancio.
Débora se sentía tan contenta de abandonar por fin su casa que no habría
protestado si hubiera tenido que hacer el trayecto a pie.
José, por su parte, estaba deslumbrado. Había olvidado lo hermosa que
era la muchacha, y también la conmoción que le había causado la primera vez
que la vio. Cuando fue a casa de Rufino a anunciar su llegada a Roma, Débora
corrió a su encuentro y lo dejó literalmente apabullado con su sensual belleza.
Desde aquel momento había permanecido en un estado de excitación sexual
apenas controlada, en el que percibía la realidad amortiguada, pues lo único
que vivía plenamente era el deseo de hacerla su esposa.
Una vez a bordo del Fénix, no obstante, su faceta de marino relegó a un
segundo plano sus apetitos carnales. El mar era su gran amor. Y el viaje fue
prácticamente perfecto.
Salomé se llevó a Barca a su camarote y a su cama en cuanto le puso la
vista encima, y él la complació con la indiscriminada glotonería sexual de la
juventud. La completa gratificación recibida convirtió a la reina del minúsculo
estado inventado de Ascalón en una mujer agradable y magnánima con
cuantos tenía alrededor.
Débora la había hecho depositaría de una entusiasta adoración. La
muchacha, que nunca había soñado alternar con la nobleza, y menos aún con la
realeza, veía poco a Salomé, porque ésta pasaba la mayor parte del día y de la
noche practicando variadas posturas de copulación con el vigoroso y joven
fenicio. Con todo, de vez en cuando subía a cubierta para disfrutar de la
brisa del mar, instalada en el pabellón de seda. En tales ocasiones, mientras
tomaba vino y se regalaba con los manjares que preparaba su cocinero
particular, le gustaba tener a Débora cerca y dejarse adorar por ella.
El pobre Rufino permanecía mientras tanto en su camarote, mareado como
una sopa, imposibilitado para importunar a José.
La regularidad e intensidad del viento permitió una rápida travesía, que
concluyó en Cesárea el 4 de octubre.
José y Débora se casaron en los jardines de la mansión de Jerusalén el 10
de octubre, o el 27 de tishri, según el calendario judaico.
Entre los invitados se encontraban muchos de los comerciantes quejóse
había conocido mientras el rey Herodes le amueblaba la casa. Les
acompañaron sus esposas, ansiosas por ver la mansión, conocer a su
propietario, el amigo del rey, y a la mujer romana que había tenido la suerte
de conquistarlo.
La familia de José estuvo representada por su tía, su esposo y su caterva
de hijos. También asistieron su abuela, su madre, sus dos hermanos y la
esposa y el hijo del mayor.
Nicolaus de Damasco transmitió el pesar del rey por no poder asistir y
presentó los regalos que enviaba éste: un collar de perlas de la India para la
novia y una bandeja, una jarra y doce copas de oro decoradas con turquesas
para el novio.
Nicolaus, además, no perdió de vista al servicio mientras se desarrollaba
el fastuoso banquete. José, con gran astucia, había llegado a un trato con él.
—Os evitaré el padecimiento de un terrorífico viaje por mar trayendo yo
mismo de Italia a Salomé, con la condición de que me busquéis los esclavos
necesarios para llevar la casa con más eficacia incluso que los palacios de
Herodes. Pagaré con gusto el precio que sea necesario.
»Quiero los mejores, no lo olvidéis, y deben ser gentiles, porque los judíos
no aceptamos tener a nuestros compatriotas como esclavos.

Las bodas en la ciudad no eran los acontecimientos comunitarios


tradicionales que se celebraban en los pueblos. No había tienda en la que se
consumara el matrimonio mientras los invitados bebían, bailaban, bromeaban
y hacían cabalas sobre las probabilidades de que se produjera una concepción
el mismo día de la boda en la tienda nupcial.
Las bodas en la ciudad permitían disfrutar a la pareja de la intimidad de
una habitación cerrada. José y Débora recibieron una salva de aplausos
mientras él se llevaba a la novia cogida de la mano a la cámara nupcial. Estaba
nervioso. No quería que ella viviera su primera experiencia sexual como algo
agobiante o. amedrentador, pero sentía una urgente ansia de poseerla, que no
estaba seguro de poder controlar. Además, nunca habían estado juntos a
solas, nunca se habían besado ni habían compartido ratos de ternura.
—¿Sabes lo que vamos a hacer ahora, Débora? —preguntó José temiendo
una total ignorancia de su parte.
—Oh, sí —respondió alegremente la muchacha—. Mi aya Meneptah me lo
ha explicado. Tú te quitas la ropa y yo me desnudo también. Después me
introduces en el cuerpo una cosa alargada. No dura mucho, me ha dicho.
«Podría haber sido peor», se consoló José.
—Desnúdate —dijo con voz ronca, anhelante por verle los pechos y
tenerlos en sus manos.
Él se quitó la túnica y el taparrabos.
Era indescriptiblemente bella. José le tocó los pechos y pegó los labios a
los suyos, encendido de pasión.
Débora permaneció pasiva, sin corresponder a su beso ni a sus caricias. No
parecía, sin embargo, asustada ni ofendida.
—Abre las piernas —rogó José. Le acarició el turgente vientre y las
piernas y luego le separó los muslos. Débora lanzó un grito cuando la penetró
y le empujó el pecho. José interrumpió la copulación.
—Meneptah no me dijo que fuera a dolerme —sollozó la joven • No me
gusta estar casada.
José agradeció disponer de una gruesa puerta maciza, bien cerrada.No
fue difícil contentar a Débora. Rufino la había protegido tanto de lo que él
consideraba la corrupción del mundo que el simple hecho de salir de la casa
era todo un acontecimiento para ella.
—Llévame fuera, José —le pidió la mañana después de la boda.
—¿Adonde quieres ir?
La habría llevado a la luna si ése hubiera sido su deseo y hubiera estado
en sus manos complacerla. Había pasado toda la noche evocando sus
lastimeros sollozos, aun cuando ella se entregara a un plácido sueño después.
José estaba decidido a quitarse ese mal sabor de boca. Debía conseguir que a
Débora le gustara estar casada; no podía soportar la idea de que fuera
infeliz.
—Afuera. Quiero salir. Me da igual adonde.
José sonrió, apreciando su fervor. Estaba adorable, con las suaves
mejillas sonrosadas y los grandes ojos llenos de vehemente súplica.
—Entonces saldremos —accedió.
La casa daba a una de las calles principales de la ciudad alta. A cada
trecho la calzada aparecía interrumpida por amplios tramos de escalones,
para facilitar el descenso al puente que comunicaba con el templo. Una de las
primeras cosas que advirtió Débora por la mañana fue su deslumbrante
tejado dorado, en el que incidía el sol.
—¡Oh, mira! —exclamó—. Lleva una corona. ¿Vive un rey allí?
—Débora, el Dios Todopoderoso vive allí.
—Igual que en la sinagoga —dijo, perdiendo el entusiasmo—. La sinagoga
era el único sitio adonde podía ir. He oído hablar tanto de Dios que ya tengo
bastante para el resto de mi vida. Vayamos en dirección contraria. —Volvió la
espalda al templo, la gloria de Jerusa-lén, la razón de su misma existencia.
No era consciente de lo que decía, la disculpó José, recordando su
extrema juventud. Más adelante sacrificaría varias palomas en su nombre,
para solicitar el perdón del Señor. Ella era tan inocente como una paloma.
Tras una corta subida, llegaron al agora.
—¿Es un foro, José? —preguntó Débora—. Nunca he estado en el foro.
—No hay foro en Jerusalén, aunque es posible que esto te guste más. Es
el agora y en ella hay un sinfín de cosas bonitas que comprar. Me gustaría
comprarte algo, un regalo especial para el primer día de nuestro matrimonio.
—Ay, me encantaría. Gracias, José.
«Tiene una sonrisa más resplandeciente que el sol», pensó con embeleso
José. El pelo caoba emitía destellos a través del fino manto de seda que le
cubría la cabeza y los hombros. Su piel era más blanca que la leche.No se
habría cansado de mirarla, pero como le había prometido un regalo, tuvo que
dejar de admirar su belleza.
—Ven por aquí, Débora. Sé de una tienda donde podríamos encontrar un
broche para que te prendas el manto a la túnica.
La joven quedó hechizada ante las joyas que exhibía el establecimiento y
no dejó anillo, broche, pulsera ni pendiente por probar.
José conocía al joyero, un sirio llamado Mileto, famoso por su refinado
gusto y sus elevados precios.
—Mi esposa escogerá un broche hoy, Mileto —advirtió José con una
sonrisa—. Sólo un broche: aunque, a juzgar por su interés, estoy seguro de
que tras él vendrán muchas más compras.
Mileto devolvió la sonrisa a José. Había estado calculando un monto total
de media docena de piezas, y ambos lo sabían.
—En homenaje a vuestra dicha, os haré un precio especial por el broche,
José. En un futuro deberemos discutir los precios.
Débora tenía un espejo de plata en una mano y con la otra sostenía un
broche de oro del que pendía una cascada de lágrimas de cuarzo tallado, que
centellearon cuando lo varió de posición.
—Este —resolvió—. ¿No té parece que éste me queda bien, José?
—La dama muestra un discernimiento exquisito —alabó con alegría Mileto,
con lo cual José dedujo que Débora había elegido una de las piezas más caras.
—¿Quieres que te lo abroche? —se ofreció.
—Oh, no. Sé cómo va —respondió.
—Volveré —dijo José a Mileto. El joyero asintió; no había necesidad de
hablar de dinero delante de una preciosa recién casada.
Débora no paró de proferir exclamaciones ante todos los artículos
expuestos en cada una de las casi cincuenta tiendas que había en el agora.
—Me gustan las cosas bonitas —comentó a José sin ninguna malicia.
Pasaron la mañana de compras. Cuando José sugirió que volvieran a casa
para comer, el animado semblante de Débora se ensombreció.
—¿Debemos regresar? Quedan todavía tantas cosas y sitios por ver...
—Tenemos que descargar las compras —señaló entre risas José, que
llevaba más de doce paquetes encima—. Tendré que comprar un esclavo para
dedicarlo en exclusiva a llevarte las compras.
—¿Podría? —preguntó Débora con cara de asombro—. ¿De veras podría
tener un esclavo a mi disposición?
—Querida, la casa está llena de esclavos que se hallan a tu disposición.
—¿De veras, José? ¿Puedo mandarles que hagan algo y lo harán.Meneptah
es mi esclava, pero siempre ha sido ella quien me ha dicho lo que debo hacer.
—Eso es cosa del pasado, Débora. Ahora eres una mujer casada y tienes
tu propia servidumbre. Ya no tendrás que hacer lo que te ordene un ama,
nunca más.
—Oh, José —suspiró, extasiada, Débora—. Me encanta estar casada.

La madre de José, Helena, apareció a la entrada cuando los oyó llegar.


—He pensado que no os importaría que tu padre y yo viniéramos a
visitaros desde la casa de Abigail —dijo después de saludarlos.
José enarcó las cejas, sorprendido. ¿Su padre, interesado en visitarle?
—Me alegra mucho, madre. Pediré que os traigan algo de beber.
—Rufino ya se ha encargado de ello. Está en el salón con tu padre.
—Iremos dentro de un momento.
José y Débora estaban sentados en el banco contiguo a la puerta, para
lavarse los pies. José rechazó con un ademán la ayuda del esclavo que se
disponía a secarle los pies y volvió a ponerse las sandalias tras quitarles el
polvo.
—No te molestes —le dijo—. Prefiero hacerlo yo mismo.
Débora prefería, por lo visto, lo contrario. Se miraba feliz los pies
mientras el esclavo se los lavaba y secaba.
—No —dijo—. No quiero volver a ponerme estas sandalias. Ve a buscarme
otras —ordenó con un leve temblor en la voz. Al ver que el esclavo se
levantaba y se dirigía sin rechistar a su habitación, miró con alborozo a José
y emitió una risita—. Lo he hecho —anunció—. He hecho lo que me has dicho y
ha funcionado.

A José la vida le había deparado muchas sorpresas, pero ninguna tan


mayúscula como la que experimentó al entrar en el salón.
Josué, su padre, y Rufino, el padre de Débora, se hallaban sentados en
dos aparatosos sillones, semejantes a tronos, enzarzados en animada
conversación. Era evidente que coincidían en todo. Mientras hablaba uno, el
otro asentía vigorosamente con la cabeza y luego invertían los papeles.
¿Madre? —preguntó en tono lacónico a Helena.
Llevan más de una hora así —respondió su madre—. No sé como, pero lo
cierto es que Rufino comprende mejor la dificultosa habla de tu padre que yo.
Y el acento romano de Rufino no representa ningún inconveniente para tu
padre, mientras que yo tengo que pedirle que repita cuanto me dice.
Rufino descargó un puñetazo en el brazo del sillón y Josué imitó el gesto,
aunque con menos vigor. Después se miraron, cabeceando para corroborar lo
dicho.
—¿De qué hablarán?
—De todo lo que va mal en el mundo —explicó Helena, que intentó reprimir
una sonrisa sin lograrlo—. Parece que su tema predilecto es la creciente
desobediencia a la ley.
—¿De dónde han salido esos tronos? —preguntó José, perplejo—. Nunca
los había visto.
—No es que te desvivieras precisamente acondicionando tu casa, por lo
que me han dicho —comentó su madre—. Rufino los vio en una habitación
donde hay una pared llena de hornacinas con pergaminos, y los criados los
trajeron al salón.
José se puso a reír discretamente.
—¿Qué es lo que te hace gracia? —preguntó Débora.
—Todo.
—No lo entiendo, pero da igual. ¿Podemos irnos ya?

Helena imitó los puñetazos en los brazos de los sillones y los agitados
asentimientos.
—Continúan así hasta cuando les sirven la comida. ¡Pobre José, si hubierais
visto la cara que ha puesto cuando por fin ha comprendido que Josué le decía
que iba a quedarse por una temporada!
»Como los enfermeros de Josué se han instalado también allí, mi
presencia no era necesaria, de modo que he vuelto a casa.
Rebeca todavía reía al recordar la descripción que había hecho Helena de
los dos hombres.
—Personalmente, la parte que más me gusta es la de los tronos. Deben de
ser totalmente ciertas las habladurías que nos transmitió Abigail. No hay
duda de que el rey Herodes se ocupó de amueblar la casa de José. ¿A qué
otra persona se le ocurriría tener un par de tronos de repuesto por ahí?
—Pobre José —dijo Sara, sin un asomo de compasión en la voz.
Las tres mujeres se miraron y prorrumpieron en risas a la vez.
—Soy horrible —se reprochó Helena—. No debería mofarme de mi marido
y mi hijo.
—¡Tonterías! —replicó Rebeca—. Has sido una esposa cumplidora y
obediente durante más de veinticinco años, Helena. Josué es mi hijo y
siempre he agradecido al Altísimo que te enviara a ti, porque has sido una
bendición para él y también para mí. Nada me conven-cera de que uno no
pueda reírse de alguien a quien quiere y de que por ello disminuya su amor
hacia esa persona. Sinceramente, confío en que hayas pasado algún que otro
rato divertido a mi costa.
—Recuerdo una vez —confesó Helena— cuando compraste aquella peluca...
ya sabes, cuando en tu cabeza empezaron a proliferar las canas. Josué se la
probó una noche cuando te habías acostado. Se puso muy tieso, como haces
tú cuando estás enfadada, y repitió el sermón que nos habías dado a raíz de
algo. Después de tanto tiempo he olvidado de qué iba la reprimenda, pero
recuerdo que repitió palabra por palabra lo que habías dicho. ¡Y con esa
peluca! Nos morimos de risa.
Sara notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Nunca había imaginado
que Helena y Josué hubieran sido jóvenes y hubieran hecho payasadas juntos.
La sola idea le produjo una oleada de ternura. Helena siempre había sido una
figura amable pero distante para ella. De haberlo sabido antes...
Reprimiendo las lágrimas, se precipitó hacia su suegra y la abrazó.
—Te quiero —dijo de improviso—. Y también me gusta divertirme. —Se
secó con el dorso de la muñeca las lágrimas, que se desbordaban ya por sus
mejillas—. Ahora hagamos burla de José, por favor. Lo necesito.

Rebeca creía firmemente en la necesidad de afrontar cuanto antes mejor


las malas noticias. No bien hubo regresado de Jerusalén el día después de la
boda, con Amos y su familia, Caleb y Antíoco, se fue con una jarra de su
reserva especial de vino a casa de Sara.
—Vamos a beber un poco más de la cuenta mientras te hablo de la casa de
José y de su esposa. Te guste o no, me vas a escuchar, Sara. —Llenó dos
copas hasta el borde.
»Toma —dijo, y la obligó a coger la copa—. Bebe. Puedes llorar, gritar,
romper la copa, revolearte por el suelo y rabiar cuanto quieras. A mí no me
molestará.
»Se llama Débora y es la muchacha más bella que he visto en toda mi larga
vida. Tiene el pelo rojizo, los labios rojos, la piel sin mácula y un cuerpo que es
como una réplica de Venus

-Helena se mostró igual de franca que Rebeca.


—José está ridículo, Sara, pero de una manera que no creo que te cause
risa. No conoce su propia casa ni los nombres de los esclavos de altísima
categoría que tiene en ella. Es como si se encontrara de visita. Se le ve
confuso.
»Está confuso. Se desvive por su esposa y ella le da las gracias condonaire
para, a continuación, impartirle la siguiente orden. Es su esclavo y el padre
indulgente que, por lo que se ve, ella no tuvo nunca. Yo estuve sólo un día allí,
para dejar instalado a Josué, y le hizo acompañarla de compras por la mañana
y por la tarde.
«Durante la cena lo obligó a prometer que la llevaría al teatro, a las
carreras, a ver el palacio de Herodes... Y le dijo que debía dar como mínimo
dos recepciones por semana para que ella pudiera conocer gente e iniciar una
vida social. A mitad de la comida anunció que había ordenado a los esclavos
que trasladaran sus pertenencias a un dormitorio que había elegido. Añadió
que él podía ir, para hacer lo que tenía derecho a hacer como marido, pero
que a la hora de dormir deseaba tener toda la cama para ella sola. Sara, José
no dio siquiera muestras de estar molesto. Cuando le preguntó qué prefería,
si ir primero al teatro o a las carreras, me quedé de piedra.
»Lo siento, querida —se disculpó Helena, y miró con ansiedad a Sara.
—No me consoléis —replicó Sara con la barbilla muy erguida—. Es mejor
saberlo. Yo habría imaginado algo peor. De hecho, he imaginado cosas
muchísimo peores.
—Quédate a cenar con nosotros —la animó Rebeca.
—No, gracias. Estoy un poco cansada. —Sara dio un beso a ambas mujeres
y un fuerte abrazo a Helena antes de marcharse.
Al llegar a casa, mezcló su dosis de hierbas medicinales con queso tierno y
luego se sentó junto a la ventana para disfrutar de la tibieza que había
adquirido el aire con las primeras lluvias. Había una tenue neblina, parecida a
la de Belerión: el periodo mágico.
Ahuyentó los sentimientos de añoranza y la autocompasión. «¿Por qué sigo
tomando esta medicina?» se preguntó. Recordó la horrible posibilidad que
había señalado la druida. ¿Simiente débil? ¿Y si la nueva esposa de José... No,
Débora. «No temas a un nombre, Sara. ¿Y si Débora no tiene un hijo?
¿Tendrá entonces que divorciarse de mí? ¿Y de ella, al cabo de diez años?»
Con desgarradora sinceridad, Sara admitió que preferiría divorciarse a
que la hermosa esposa de José diera a éste un hermoso hijo.

35

La situación en la nueva mansión de José no era tan extrema como la había


descrito Helena, porque Antíoco estaba allí, dedicado con total lealtad a
José. En cuestión de días, Antíoco se había puesto al corriente de todo
cuanto ocurría en la casa. Al ser un esclavo, los demás esclavos hablaban y
actuaban sin disimulo delante de él. Gracias a ello sabía que le engañaban en
las cuentas, que vendían valiosos ornamentos cuya existencia ignoraba y que
comían mejor que la familia y los invitados de José. Cuando éste recuperara
la sensatez, le hablaría de los cambios que era preciso realizar. Estaba
seguro de que un día recobraría la razón.

José halló un genuino placer en la vida social que Débora le había instado a
organizar. Siempre despertaban en él algún interés las personas, aun cuando
no fueran de su agrado y, por otra parte, en Jeru-salén todo el mundo
disponía de información sobre algo que, por más trivial que fuera, le apetecía
escuchar.
Además le producía una satisfacción inagotable ver la excitación y la
alegría de Débora, a la cual se sumaba la innoble gratificación de ver
reflejada la admiración por su esposa y la envidia hacia él en las miradas de
todos los varones.
El dato más útil que averiguó en los corros de conversaciones masculinas
fue que la noción que tenía Débora del matrimonio estaba muy extendida y se
consideraba normal. Las esposas se sometían al acto sexual, sin participar.
José había creído que, a fuerza de ternura y paciencia, ella llegaría a
disfrutar del sexo y a desearlo, pero según le dijeron era muy raro que se
produjera tal desenlace. No sabía la suerte que tenía, le aseguraron, de que
ella le permitiera verla desnuda a la luz de la lámpara y le dejara tocar y
besar la cintura, los pechos y los pies.
En ciertos momentos le tomaba por sorpresa el recuerdo de Sara en sus
brazos, en su cama, entregada con avidez, pero enseguida lo apartaba de la
mente. Sería una despreciable vileza mezclarla a ella en su vida con otra
mujer.

Las cuestiones prácticas que aprendió por aquel entonces le resultaron


muy útiles en el futuro. Dado que el rey Herodes lo distinguía con su favor,
los hombres que lo trataban daban por sentado que él conocía todos los
entresijos del poder: dónde residía, cómo conseguirlo, utilizarlo, parapetarse
frente a él aprovechar su existencia real, sus posibilidades, las dimensiones
atribuidas por los demás...
José, que cultivaba desde siempre la costumbre de guardar silencio
respecto a su intimidad y negocios, descubrió, fascinado, que la mayoría de la
gente otorgaba al silencio el significado que deseaba o temía que tuviera.
Lo más importante que aprendió fue el valor de la información.Lo averiguó
de forma inconsciente, pues nunca antes había reflexionado sobre ello.
Entonces se dio cuenta de que la información debía buscarse de forma activa,
a menudo comprarse y nunca se podía confiar del todo en ella, aun cuando se
utilizara y comerciara con ella.
Al poco tiempo José comenzó a dar cenas en su mansión de estilo romano.
A diferencia de Roma, en Jerusalén la asistencia a las cenas estaba todavía
limitada a los varones. De este modo, las conversaciones genuinamente
masculinas podían iniciarse desde el primer momento y prolongarse de forma
ininterrumpida, sin tener que dispensar atenciones a las mujeres, hasta la
hora que les apeteciera.
Débora puso mala cara cuando José dio la primera cena y se quejó cuando
aceptó la invitación para asistir a otra. No tardó, sin embargo, en averiguar
que las mujeres tenían sus propios pasatiempos: refrigerios o almuerzos a
media mañana, salidas de compras con esclavos en sustitución de los varones
de la familia, visitas a las casas de las amigas para hablar de las otras
amigas...
En cuestión de pocas semanas, Débora y José se convirtieron en una
pareja cuya presencia se codiciaba en los círculos de la ciudad alta y que
llevaba una vida muy similar a la de sus conocidos.
La única particularidad era que él acudía a la habitación de ella todas las
noches en que no tenía el periodo y le invadía el desaliento cuando se
presentaba éste, no porque no pudiera acostarse con ella, sino porque era una
prueba de que no estaba embarazada.
Todavía la mimaba y apreciaba su regocijo infantil cuando le hacía un
regalo y de vez en cuando se quedaba sin aliento al observar su belleza, pero
lo que lo llevaba a su cama era el deseo de fecundarla y no el amor.
Al cabo de dos meses de ininterrumpido y enérgico acuerdo, Josué y
Rufino toparon con una cuestión que suscitó diferencias. Josué golpeó el
suelo con el bastón, reclamando la presencia de sus cuidadores, y Rufino se
fue con paso airado a la biblioteca que nadie utilizaba, tomó un pergamino y
se puso a examinarlo al lado de la ventana.
José podía por fin ir a Arimatea: su padre había decidido regresar a casa.

Volvió tras una estancia de tres días en la alquería. Si bien la familia lo


recibió con afabilidad, tuvo la impresión de que los problemas de la dentición
del hijo de Amos tenían para ellos una importancia muy superior a lo que él
les contara sobre la gente que frecuentaba en Jerusalén. Además, Sara tenía
la menstruación, o al menos eso fue lo que dijo.«Un día de éstos voy a
estrangular a Rufino», pensó José. Intentaba pasar de puntillas junto al
salón, pero el anciano conservaba un oído excelente para su edad y siempre lo
llamaba al oír sus pasos. Entonces tenía que escuchar una de las peroratas a
las que tan aficionado era Rufino y que a él le ponían los nervios de punta.
Débora no le ayudaba nada a ese respecto. Decía que al casarse se había
librado de los sermones de su padre y que no pensaba volver a escuchar otro
en toda su vida. La única persona de la casa capaz de tolerar a Rufino era el
ama de Débora, Meneptah. José la sobornaba sin pudor para que lo distrajera
por las mañanas mientras él salía de casa. Por otra parte, estaba dispuesto a
aceptar las invitaciones de casi todo el mundo con tal de no tener que cenar
con su suegro.
Una tarde, al volver a casa y encontrarse a Rufino esperándolo en la
entrada, se puso a temblar.
—¡No os sentéis! ¡No os quitéis las sandalias! Os han llamado del palacio
del rey Herodes. —Rufino sonreía, cosa bastante infrecuente en él. José giró
sobre sus talones y se fue de inmediato, por si el anciano se ofrecía a
acompañarlo: había visto que tenía la capa en el banco.

Nicolaus se apresuró a ir a su encuentro cuando llegó, escoltado por un


guardia, a la entrada del inmenso jardín de palacio. Al verle la cara, José
ahogó el alegre saludo que estaba a punto de dirigirle.
—Amigo mío —saludó sin más preámbulos Nicolaus—, ¿podéis llevarme
ahora mismo a Italia en uno de vuestros barcos? No en el burdel. En el más
rápido que tengáis.
José extendió las manos, y señaló las nubes bajas que encapotaban el
cielo.
—Nadie navega en la época de lluvias. Creía que lo sabíais.
El consejero de Herodes miró al cielo y luego bajó la vista, abatido.
—Confiaba... en que si hubiera alguien capaz de hacerlo, esa persona
seríais vos.
—No puedo arriesgar las vidas de mis tripulantes, aun cuando dispusiera
de un barco listo para zarpar. ¿Qué ocurre, Nicolaus? ¿Puedo hacer algo más
para ayudaros ?
—No. No es nada. Sólo una carta que manda Herodes a Augusto. Pensaba
que os gustaría ir conmigo a ver al emperador.
José intuyó que su amigo le mentía, a buen seguro por primera vez. No
sabía qué hacer. No podía acusarlo de mentiroso ni preguntarle por el
contenido de la carta; como consejero del rey, Nicolaus no Podía revelarle
algo confidencial.
—Lo siento mucho —dijo José al fin, presionándole ligeramente el brazo.
—Os creo —afirmó Nicolaus—. No os inquietéis. La mandaré por el
servicio de correo romano. Aunque por tierra se tarda más, no son tan de
temer los avatares del tiempo. —José trató de idear algo, lo que fuera, para
levantar el ánimo a Nicolaus.
—¿Os apetece cenar conmigo? Haremos como los romanos y contaremos
con la presencia de mi bella esposa. Débora se pondrá su túnica más bonita.
—Gracias, José, pero no puedo. Debo volver al lado del rey. Estamos en
Masada. La lluvia no es tan oprimente en el desierto. Venid, os acompañaré a
la salida.
José no realizó ninguna otra tentativa: las largas zancadas con que
caminaba su amigo eran claro indicio de que deseaba quedarse solo.
Mientras los guardias abrían la puerta, Nicolaus retuvo a José un instante.
—Gracias —dijo con una sonrisa triste, pero sincera—. Por venir, por
comprender y por no divulgar que he estado en Jerusalén, ni el contenido de
nuestra conversación.
—Volved pronto. A cenar.
—Decid a Débora que se vista de verde. Volveré en primavera.

El agora estaba abarrotada, como de costumbre, a pesar de la lluvia.


Mientras recibía saludos de unos y otros, José adivinó la curiosidad que había
despertado su presencia en las proximidades del palacio de Herodes, y por
ello se puso a reír y bromear sobre el dominio que ejercía su esposa sobre él.
—Me ha mandado a comprarle aceite perfumado para el baño y no he
podido negarme. —Estaba seguro de que todos sabían que complacía siempre
los antojos de Débora.
—José de Arimatea —lo saludó con alegre vozarrón el propietario de la
tienda de perfumes—. En cuanto os veo llegar doblo los precios.
José correspondió al saludo con una carcajada. Sentía una especial
simpatía por Eleazar, un importador oriundo de Alejandría que conocía a su
amigo Micah y lo apreciaba tanto como él.
—Deliráis, Eleazar, si creéis que os voy a comprar ese aceite rancio que
apesta a estiércol y al que vos llamáis perfume. —Siempre era divertido
chancearse de Eleazar, que, como buen alejandrino, tenia siempre a mano una
rápida e ingeniosa réplica.
—No es delirio, amigo mío, sino una visión que he tenido. Os he visto
besando a un camello, ansioso por conservar un recuerdo de tan romántica
relación.Ya con el perfume en la mano y tras celebrar el cierre de la tran-
sacción con una copa de vino, José se levantó para marcharse.
—No os despidáis aún, José. El aire está viciado aquí y no me vendrá mal
caminar un poco bajo la lluvia. —Eleazar se abrochó la capa.
—¿Qué habéis averiguado? —preguntó a José cuando hubieron dejado
atrás el mercado.
—¿A qué os referís?
—Vamos, José. Os han visto entrar en el palacio de Herodes. ¿Qué os ha
dicho vuestro informante sobre los arrestos?
José sintió que un escalofrío le recorría la nuca. ¿Estaría Nicolaus en
peligro? ¿Era ésa la razón por la que le había mentido?
—No sé nada, Eleazar, os doy mi palabra. ¿A quién van a arrestar?
—¡Por las estrellas! —exclamó Eleazar tras escrutarle la cara—. Es verdad
que no lo sabéis. Herodes ha arrestado a sus hijos Alejandro y Aristóbulo. ¿A
qué habéis ido si no era a informaros?
—Quería asegurarme de que me reservaran una invitación para el baile de
máscaras del Purim. Débora estará varios meses sin hablarme si no puede ir.
—¡Buf! A veces creo que sois un caso perdido, José. Tenéis acceso al
palacio de Herodes y no habéis contratado los servicios de ningún
informante. Yo tengo siete. Me han contado lo de los arrestos, pero aunque
les he ofrecido una bolsa de oro aseguran que desconocen los detalles.

José explicó a Rufino y a Débora una mentira similar para justificar su


visita al palacio.
—Voy a ver a Miriam y a sus hermanas ahora mismo —anunció con alborozo
Débora—. Ellas sabrán qué tipo de ropa hay que llevar a esas fiestas de
disfraces.
José le dijo que debía disfrazarse de reina de Saba o de Cleopatra, aun
cuando ella las superara en hermosura.
Hizo votos por que Herodes no faltara a su costumbre de desplazarse a
Jerusalén para todas las festividades, porque de lo contrario no habría baile
de máscaras. Al día siguiente presentó una ofrenda en el templo para pedir a
Dios que protegiera a Nicolaus.

—Antíoco, últimamente no te veo casi nunca. Necesito de tu es-Pecial


talento. Averigua, por favor, qué tipo de disfraces se llevan en ios bailes de
máscaras que se dan en el palacio de Herodes con motivo de la fiesta del
Purim. Acaba de llegarme la invitación. ¿Podrás hacerlo?La mirada que le
asestó Antíoco podría haber marchitado hasta el más recio árbol.
José estalló en risas. Acababa de caer en la cuenta de que había echado
de menos la impertinencia del gálata.
—Averigua también dónde puedo comprarlos o mandarlos confeccionar. El
tiempo apremia. —Observó a Antíoco por primera vez desde hacía meses—.
¿Qué te ha pasado? Has crecido más de un palmo. Necesitas ropa nueva; esa
túnica te queda pequeña.
—Hace semanas que estoy igual. Lo que pasa es que vos no os habíais
fijado.
—He estado ocupado.
—Demasiado ocupado para vuestra familia de Arimatea y para vuestra
verdadera mujer.
Aquélla fue una de las rarísimas ocasiones en que José perdió los estribos.
—¿Cómo te atreves? —gritó, al tiempo que levantaba la mano para pegar a
su esclavo.
Antíoco se encogió de forma instintiva, pero enseguida irguió la espalda.
—¿Cómo he sido capaz? —exclamó José, horrorizado—. No lo entiendo.
¿Podrás perdonarme?
—Os perdono —respondió Antíoco con un aplomo impropio de su edad—. Y
os comprendo. Soy vuestro amigo. Podéis contar conmigo.
»Dicen —añadió con una maliciosa sonrisa— que hay un tipo de sombrero
especial para disfrazarse de tonto. Quizá pueda conseguiros uno.
—Tal vez debería haberte pegado —replicó José, sonriendo a su vez—.
Vete, pilludo, y haz lo que te he dicho. ¿Antíoco? —llamó José antes de que el
muchacho saliera por la puerta.
—Sara es fuerte y os ama, José, aunque sufra —declaró el chico.
Sabía perfectamente lo que José necesitaba oír y no se atrevía a
preguntar.

El Purim conmemoraba la liberación de los judíos del exterminio masivo


que había decretado siglos atrás un rey persa. El relato aparecía en el Libro
de Ester.
El día anterior a la festividad, debía realizarse un riguroso ayuno. Ese era
el único requisito solemne relacionado con el Purim. La fiesta duraba
veinticuatro horas, tras las cuales se celebraba el comienzo de la primavera,
el periodo de eclosión de las flores en que el aroma de los almendros
perfumaba el aire. En Jerusalén los festejos eran mucho más complejos que
en los pueblos como Arimatea.
Allí las gentes de todas las edades, muchas disfrazadas, invadían la calle y
hacían sonar cuernos y carracas mientras bailaban entre una algarabía de
gritos y cantos.
El jardín del palacio de Herodes estaba repleto de flores, y de todas las
ramas pendían lámparas que se encenderían al anochecer. El palacio se
componía en realidad de dos edificios, que se hallaban separados por el
extenso jardín. Ambos estaban decorados con guirnaldas, coronas y ramos de
flores, y en el inmenso comedor de cada uno de ellos se ofrecía un banquete,
compuesto de los más deliciosos manjares al que asistían tanto hombres como
mujeres, a la usanza romana. En los comedores, los músicos interpretaban
plácidas melodías, y en el jardín y las espaciosas salas de recepción se oían
piezas más animadas, para bailar.
Era requisito tradicional del Purim que todos los varones bebieran vino
hasta achisparse, aunque sin llegar a una borrachera en toda regla.
En aquella ocasión, como en todas, Rufino siguió al pie de la letra los
dictados de la tradición. José rió hasta saltársele las lágrimas al ver lo bailar,
ensordecer con su trompetilla a cuantos tenía alrededor y realizar
frecuentes idas y venidas a la fuente de la que manaba el vino.
Débora disfrutó aún más que su padre. Llevaba una túnica de tela de oro,
una máscara de seda verde bordada con hilo de oro y el pelo recogido en una
red dorada que estaba salpicada de esmeraldas. Permaneció siempre rodeada
de una nube de admiradores que no paraban de rogarle que se quitara la
máscara, y hasta el mismo Herodes le rindió una reverencia y se quitó un
anillo de esmeraldas del dedo para ponérselo en el pulgar.
En un momento determinado, Nicolaus condujo a José a una habitación
solitaria para conversar un momento con él. Los rumores que circulaban sobre
los príncipes eran ciertos, le confirmó. Estaban bajo arresto, custodiados en
el palacio de Herodíades.
Si al menos hubieran podido dejar a Salomé en Roma..., se lamentó el
consejero. A su regreso se había quedado en la corte de su hermano, en lugar
de instalarse en su propio palacio, y había dedicado cada instante de su
tiempo a su afición favorita: fomentar la discordia y la sospecha. Al final
había logrado convencer a Herodes de que sus hijos tramaban asesinarlo. Sus
amigos y criados lo habían corroborado, bajo tortura.
—En la carta enviada a Augusto, Herodes le pedía que dictaminara el
castigo que merecen Alejandro y Aristóbulo. No quiere volver a actuar al
margen de la autoridad imperial, como hizo en Nabatea.
—i Qué ha dicho Augusto?
Todavía no tenemos respuesta. Es demasiado pronto. Me temo,sin
embargo, lo peor. Mi rey se está volviendo loco, José. Algunos días sufre un
ardor en las entrañas tan insoportable que jura que se dará él mismo muerte.
—¿Corréis peligro vos, Nicolaus?
—No, amigo mío. Como sabéis, soy la única persona en la que Herodes
confía. No obstante, quiero haceros una advertencia. Manteneos alejado de
nosotros. Es la única forma de quedar a resguardo. Mañana partiremos hacia
Jericó y regresaremos por la Pascua. Para entonces habremos recibido ya la
respuesta de Augusto.

Débora estaba que no cabía en sí de gozo con la nueva amistad que había
hecho en el baile de máscaras.
—Se llama Rosana, tiene diecisiete años y no está siquiera prometida. ¡Es
una princesa, José! Es hija del rey y quiere ser amiga mía.
—¿Dónde vive? —preguntó José, alarmado.
—Con su madre, en el palacio. Aunque sólo estarán un tiempo aquí. Después
se irán a Jericó. Me ha hablado de ese sitio y parece maravilloso, José.
¿Podemos tener una casa allí también?
—No —contestó José.
—¿No? —inquirió con extrañeza Débora, pues aquélla era la primera vez
que recibía una negativa de José—. ¿Por qué no? Yo quiero una.
—Porque me quedaría demasiado lejos para llevar mis negocios.
Tendría que conformarse con aquella explicación, porque no podía decirle
que deseaba mantenerse lo más lejos posible de Herodes.
Débora no perdió el tiempo en mostrar su contrariedad. Estaba invitada a
ir al palacio para ver a su nueva amiga.
Faltaba poco menos de un mes para la Pascua y Rufino pasaba la mayor
parte del día en el templo, preparando el alma para la más sagrada de las
fiestas. Se había propuesto aprovechar todos los momentos de piedad que
podía deparar el templo y aquella santa celebración. La mayoría de los
miembros de su sinagoga de Roma no habían estado nunca en Jerusalén, ni
tendrían ocasión de hacerlo. Rufino estaba decidido a ser generoso con ellos
y describirles con todo detalle lo que se habían perdido.
José también acudía a diario al templo, a ofrecer incienso y corderos y
solicitar a Dios protección para sus seres queridos. Nicolaus le había
infundido un gran temor, y toda la familia de Arimatea pasaría la Pascua en la
ciudad, en casa de Abigail, muy cerca del palacio del rey Herodes.
La amistad de Débora con Rosana le causaba asimismo preocupación. Su
joven esposa pasaba demasiado tiempo en el palacio. Le ordenó que dejara de
ir, haciendo valer su derecho de esposo, pero ella se había echado a reír,
aduciendo que Rosana y su madre se trasladarían ese mismo día al palacio más
pequeño y que eso le proporcionaría ocasión de ver el interior de otro palacio,
cosa que al parecer constituía para ella una experiencia fascinante.
—¿Sabe Rosana que su padre, el rey, ha arrestado a dos de sus hermanos?
—Ah, a ella no le importa, José. Son mucho más mayores y ya están
casados y con hijos. No son verdaderos hermanos. Son hijos de otras madres.
El rey Herodes tiene tantos hijos que Rosana no recuerda bien de qué
hermanos se trata.
Recordando el pandemonio que reinaba en el palacio pequeño cuando él se
alojó allí, José tuvo que reconocer que a Rosana no le faltaba razón. En el
palacio había más de cincuenta dormitorios destinados a los hijos del rey. Al
fin resolvió que no valía la pena exigir a Dé-bora que dejara de ver a Rosana.
Lo más probable era que Herodes ni siquiera supiera de la existencia de
aquella muchacha, ya que su atención se centraba en los hijos varones, los
posibles herederos del reino.
La víspera de Pascua se encontraba en el templo con Rufino, aguardando
junto con varios centenares de hombres su turno para sacrificar el cordero
pascual. Como siempre, los balidos de los corderos ahogaban la música de los
levitas, y el olor a personas, a animales y a sangre quemada, sumado a las
espesas nubes de humo de incienso, tornaba sofocante el ambiente. Rufino
estaba encantado, pero José deseaba acabar cuanto antes con el sacrificio.
La Pascua siempre había sido una celebración gozosa para él. La familia
siempre se había reunido en un clima de alegría que ni la severa piedad de
Josué había sido capaz de enturbiar.
Ese año, en cambio, José presidiría la cena pascual, que consistiría en
cordero, pan ácimo y hierbas amargas, teniendo por comensales sólo a Débora
y Rufino.
Mientras tanto, Sara, Rebeca y los demás cenarían en casa de Abi-gail.
Afortunado Antíoco... que estaría allí y no en la mansión. Rufino no toleraría
compartir la cena con un esclavo gentil, pero en el ruidoso hogar de su tía
Antíoco sería acogido como uno más de la familia.
La guardia del templo irrumpió en el atrio de los judíos para hacer
retroceder a la muchedumbre.
—Viene el rey. El rey.
La noticia corrió entre la multitud, junto con ahogados murmullos de
desagrado. Herodes nunca había sido muy popular y, ahora, cuando todo
Israel sabía que había encarcelado a sus hijos, los judíos, amantes de la
familia, daban muestras de descontento.
Tenían, sin embargo, la prudencia de no proclamarlo a voces, por-que
además de los guardias del templo, era sabido que el propio ejército de
Herodes se encontraba en Jerusalén para proteger al rey. Puesto que la
mayoría de sus componentes eran gentiles, no habían podido acompañarlo a
los recintos interiores del templo, pero era probable que se hallaran
apostados cerca, en el atrio de los gentiles.
El sumo sacerdote en persona recogió en una copa la sangre del cordero
que sacrificó por Herodes. Con pulso tembloroso, éste tuvo que asestar
varias cuchilladas al animal para matarlo.
José, que se hallaba a corta distancia, advirtió el dolor del rey en su
arrugado semblante y en sus labios pálidos y apretados.
¿Sufría a causa de sus hijos?, se preguntó José. ¿O bien del ardor de
entrañas del que le había hablado Nicolaus? Nunca sabría la verdad. Sí le fue
dado advertir, empero, una verdad de mayor alcance: el rey Herodes estaba
viejo y no tardaría en morir.

36

José y Mílcar examinaban el Águila; cada centímetro de su superficie


debía hallarse en perfecto estado para hacer frente al embate de las
corrientes y el oleaje del océano. Mílcar acarició el mástil con una expresión
de alborozo en su atezado rostro de marino. Al igual que José, le embargaba
de emoción la perspectiva de hacerse a la mar y burlar a los fenicios en el
viaje a Belerión. José lo miraba con envidia. Ese año no iba a poder ir.
Tenía que dejar embarazada a Débora.
Ella tenía que darle un hijo antes del otoño del siguiente año, o de lo
contrario debería divorciarse de Sara.
—¿Qué es eso? —Mílcar se escudó los ojos del sol para mirar en dirección
a un súbito alboroto que se había producido.
En la gran plaza próxima al puerto se estaba concentrando un gentío que
afluía por todas las calles, incluidos los muelles. Los marineros abandonaban
los barcos y también se estaban vaciando las oficinas y los almacenes. Todos
querían ver lo que sucedía. José y Mílcar echaron a correr tras ellos.
—Allá arriba lo veremos mejor.
Mílcar se precipitó hacia las escaleras del monumental templo dedicado a
Augusto César y José lo siguió entre el torbellino de gente. Desde la
columnata tendrían una mejor visión que si permanecían en la caótica plaza.Al
principio no pudo descifrar qué sucedía, ni qué protegía el círculo de soldados
erizado de lanzas.
Con las lanzas, los soldados formaron un pasillo por el que desfiló el grupo
asediado, y entonces José vio más hombres uniformados, más lanzas, espadas
desenvainadas y a Alejandro y Aristóbulo, los hijos de Herodes, cargados de
pesadas cadenas, de pie en un carro. Tenían las túnicas rasgadas y sucias, las
caras hinchadas y amoratadas, y en sus ojos era patente el miedo.
Los había visto sólo un par de veces y no le habían gustado. Sin embargo, a
pesar de la arrogancia y el desdén con que lo habían tratado entonces, no le
alegró verlos degradados de aquel modo. Tal vez fuera cierto que habían
conspirado contra Herodes. Quizá merecieran la cárcel e incluso la ejecución.
Pero la humillación pública... aquello no lo merecía ningún ser humano. La gente
de la plaza arrojaba piedras, cascos y excrementos de asno a los príncipes.
Volvió la cabeza para no presenciar aquel espectáculo. Cuando las tropas
consiguieron hacer avanzar el carro en dirección al palacio de Herodes, José
bajó las escalinatas junto con la muchedumbre. Encontró a Mílcar en el
muelle. Ninguno de los dos hizo comentario alguno sobre lo que acababan de
ver.
—Tengo pensado enviar a Barca en la Garza —informó al capitán del
Águila—. Irá directamente a Puteoli, a llevar a Rufino a Roma. Aunque es un
pesado, no resultará tan extenuante para vuestro hijo como lo fue la reina
Salomé.
Aquel jocoso comentario no sirvió para levantarles el ánimo, de modo que
prosiguieron, taciturnos, con la inspección del barco. Cuando oyeron otro
griterío, no imitaron el ejemplo de los marineros que echaron a correr. Ya
habían tenido suficiente con lo que habían presenciado antes.
Después del crepúsculo cenaron en una taberna del puerto, donde dos
nombres les explicaron lo ocurrido. Varios centenares de soldados habían
abandonado el campamento permanente en el que residían, fuera de la ciudad,
y se habían concentrado en la plaza que había trente al palacio de Herodes
para protestar contra el tratamiento infligido a los príncipes. Aristóbulo y
Alejandro gozaban, al parecer, de popularidad entre las tropas de
mercenarios, aunque no se sabía el Porqué.
Al poco rato llegaron más tropas, un auténtico hervidero de hombres
armados hasta los dientes, en número tres veces superior al de los
rnanifestantes. Éstos habían sido arrestados y se hallaban cautivos en el
anfiteatro.
El día siguiente se presentaba muy interesante, aseguraron los dos
individuos. No pensaban perdérselo por nada del mundo.Después de cenar,
Mílcar propuso que regresaran al Águila y José convino que era lo mejor.
—Iremos a la hostería y nos llevaremos a todos los tripulantes que
encontremos. Esta noche dormiremos a bordo y al amanecer alejaremos el
barco del muelle. A juzgar por lo que han dicho nuestros compañeros de
mesa, mañana saldrán a merodear por las calles todas las ratas de las cloacas.
No quiero que nadie suba a bordo.
La barahúnda de la plaza se oía claramente desde la cubierta del Águila. El
ruido duró varias horas, hasta que fue acallado por el sonido de las trompas
militares.
A la mañana siguiente, los soldados que habían protagonizado la protesta
fueron conducidos al centro de la plaza entre la muchedumbre de curiosos, a
través de un pasillo formado por soldados que empuñaban espadas
desenvainadas.
Otros soldados formaron un muro compacto en los cuatro costados de la
plaza y luego, desde las escaleras del templo, un oficial anunció con voz de
trueno la orden que había decretado el rey: la multitud debía matar a golpes
a los trescientes manifestantes. En las esquinas de la plaza y al pie de las
blancas escalinatas de mármol del majestuoso templo de Augusto había pilas
de piedras y garrotes.

—¿Qué ha pasado? —preguntó José a Nicolaus cuando volvió a verlo, unos


meses más tarde.
En su respuesta a la carta de Herodes, Augusto le había ordenado que no
se tomara la justicia por su mano ni tratara de cargar la responsabilidad al
emperador. Debía convocar un tribunal de ciento cincuenta personajes
prominentes de la provincia romana de Siria y presentar ante ellos las
pruebas de la culpabilidad de los príncipes. El tribunal decidiría si eran
culpables y, eventualmente, el castigo que debía aplicárseles.
—Votaron la pena de muerte —dijo Nicolaus—. Anstóbulo y Alejandro
fueron estrangulados, en Sebastea, después de haberlos paseado por varias
ciudades como ejemplo para quien pudiera sentir la tentación de conspirar
contra el rey.
—¿Los sirios los condenaron? ¿Quién seleccionó a esos ciento cincuenta
hombres?
—Herodes —respondió Nicolaus, encogiéndose de hombros.

37

Sara extendía sobre unas esteras las uvas maduras que se convertirían en
pasas; se protegía la cabeza del sol con un ancho sombrero de paja. Rebeca
se daba aire con un abanico de paja, sentada a la sombra de una higuera.
La estación seca había comenzado y aún faltaban tres meses para que
cayeran las primeras lluvias.
José hizo su aparición en tan bucólica escena a lomos de un burro,
llamando a gritos a Sara. Luego se bajó del animal y corrió hacia ella, sin
reparar en que pisaba las uvas que con tanto primor habían dispuesto las
mujeres.
—¡Sara! —La levantó en vilo y se puso a dar vueltas—. ¡Débora está
embarazada!
Como el sombrero le impedía besarla, se lo arrancó y lo tiró. Sara
intentaba hablar, pero él no le prestaba atención. Estaba ocupado besándole
la cara, el pelo, los párpados, las comisuras de los labios, la barbilla...
—No habrá divorcio —dijo, mientras la atraía hacia su pecho—. No habrá
divorcio, gorrión. Soy el hombre más feliz de la tierra.
Rebeca agradeció las lágrimas que afloraron a sus ojos, porque en los
escasos segundos en que tardaron en evaporarse le refrescaron un poco las
mejillas.
Cuando Sara y José desaparecieron corriendo hacia su casa, tomó el burro
del ronzal y lo llevó a beber a la sombra.
«Menos mal que no tengo gran afición por las pasas», se dijo. Sonreía con
serenidad, a pesar de que sus ojos estaban empañados.
Sara y José hicieron el amor en la penumbra de su dormitorio, tras los
postigos cerrados, murmurando palabras de cariño, paladeando con fruición el
gusto salobre de la piel sudada del otro, ambos exultantes por haber
reencontrado el arrobamiento que anhelaban. Después, con la respiración aún
agitada, permanecieron tumbados, separados, en un intento de hallar alivio al
opresivo calor. Se tocaban sólo con las puntas de los dedos, pues ninguno de
los dos quería interrumpir del todo el contacto físico con el otro.
—Pensaba que no soportaría que ella te diera el hijo que yo no pude tener
—comentó Sara—. Ahora no parece importarme. Ya tendré tiempo de rabiar.
El hijo no es importante, ya lo sabes. Lo único que cuenta es que no
tendremos que divorciarnos.
Eso suena horrible, José. Todos los hijos son importantes. ¿No te sientes
orgulloso? Vas a ser padre.—Me trae sin cuidado. Tú eres lo único importante
para mí. Te he echado tanto de menos...
Sara esbozó una sonrisa, convencida de que cuando naciera el niño José
cambiaría radicalmente de actitud. Por el momento, no obstante, le complacía
oír aquellas palabras.
De todas formas, a la mañana siguiente lo mandó de vuelta a Jeru-salén.
—Débora necesita cuidados, José. Si aún no está asustada, pronto lo
estará. Ten en cuenta que casi es una niña.
Sara experimentó un sentimiento de triunfo. Había pronunciado el nombre
de Débora sin sentir la más mínima punzada de dolor. Antes, con sólo pensar
en aquel nombre le entraban ganas de llorar.
—Ay, José, tengo tanto miedo. Hablé a mis amigas del embarazo y todas
las que han tenido un hijo me explicaron cómo es. Duele, José, duele mucho
dar a luz.
Con las mejillas surcadas de lágrimas y el pelo desmadejado, a punto de
soltarse de la cinta que lo sujetaba en una cola, Débora parecía poco menos
que una niña.
—Encontraremos la forma de apaciguar tu miedo —la tranquilizó José, al
tiempo que le daba una palmada en la mano—. ¿Te gustaría ir al mar? En la
orilla del agua siempre sopla una brisa muy agradable.
—Preferiría ir a Jericó. Rosana me dijo que hay piscinas muy bonitas y
frescas. La gente se sienta dentro y los esclavos les sirven zumos de fruta y
pastelillos.
—Al lado del mar se está aún más fresco —insistió José, temeroso de que
Herodes se hallara en Jericó—. ¿Te acuerdas de la reina Salomé? Ella tiene
su palacio en la costa, en Ascalón.
—¿Sí? Ella debe de estar mejor enterada que Rosana. Vayamos a la costa.
José no tuvo problemas para encontrar una casa en Cesárea ni para
contratar trabajadores que excavaran y revistieran de mosaico una piscina en
el centro del jardín. Si bien la sola mención de Herodes le producía un
escalofrío, seguía prendado de la blanca ciudad de mármol que éste había
construido. El largo acueducto de Herodes suministraba un agua fresca y
pura a todas las casas, en cantidades suficientes para mantener fuentes y
piscinas.
Débora quedó entusiasmada al ver la piscina.
—¿Puedo invitar a Rosana a pasar una temporada aquí? Estará celosa,
porque yo no tengo que compartir la piscina con un montón de hermanos y
primos.
José aceptó a pesar del recelo que le producía todo cuanto tuvieraque ver
con Herodes, porque preveía que a Débora se le harían muy largos los seis
meses que aún faltaban para el parto.
Antíoco también le pidió algo.
—La casa de Jerusalén ya se encontraba en funcionamiento, con la
servidumbre incorporada, cuando llegué. Pero de ésta, quiero ser yo quien
lleve el control.
Cuando José adujo que era demasiado joven, Antíoco replicó que José era
el amo y que si ordenaba a los esclavos que le obedecieran a él, éstos
aceptarían su autoridad. El picaro chiquillo, del que ya poco quedaba, volvió a
cobrar vida un instante en la risueña mirada de Antíoco.
—Les diré que soy vuestro hermanastro bastardo, hijo de una esclava, y
que por eso me concedéis privilegios.
La mera idea de que Josué se hubiera atrevido a hacer una cosa como
aquélla dejó pasmado a José.
—Si tienes que recurrir a una historia de ese tipo —señaló, una vez
repuesto—, mejor di que soy tu padre. La precocidad que me implica hará que
me tengan un gran respeto y quizás así no roben tanto.
«Naturalmente que roban —afirmó José al advertir la cara de perplejidad
que ponía Antíoco—. Es la moneda corriente en este mundo. ¿Creías que no lo
sabía? Lo que no sé es cuánto roban. Si consigues que disminuyan los hurtos,
será un buen logro, pero no conviene que lo cortes en seco, porque entonces
se sentirían privados de sus derechos y comenzarían a tirar escupitajos en la
sopa.
»Lo que no pienso tolerar —añadió al tiempo que apoyaba las manos en los
hombros de Antíoco— es que vendan información sobre mis actividades o
sobre lo que ocurre en mi casa. Eso también es moneda corriente en nuestro
mundo. Si descubres ese tipo de falta, lleva de inmediato al culpable, sea
hombre o mujer, al mercado de esclavos y véndelo. Te daré un documento que
te autorizará a hacer todo lo que consideres importante o necesario durante
mis ausencias.
—¿Llegaría a tanto vuestra confianza en mí, José?
—A tanto, y a más. Es ilimitada la confianza que tengo en ti.
—Soy un hombre hecho y derecho —dijo Antíoco con voz estrangulada, y
dio bruscamente la espalda a José—. Es ridículo que se me llenen los ojos de
lágrimas.
—Debe de haberte entrado polvo.
—Seguramente.

Ese mismo día Antíoco volvió a ir al encuentro de José. —He olvidado


decíroslo antes, pero deseo pediros algo más. En realidad, es una sugerencia.
¿Por qué no traéis a Caleb a pasar un tiempo aquí? Tiene más o menos la edad
de Débora y le hará compañía. Además, últimamente se le ve cada vez más
descontento. Amos lleva muy bien la dirección de las tierras, pero se muestra
muy impaciente con Caleb. A Rebeca le preocupa que pueda escaparse de casa
como hicisteis vos. Josué no lo soportaría, porque con cada año que pasa está
más débil.
—Me sentiré como un viejo en una casa llena de niños —rezongó José.
Aceptó, de todos modos, la propuesta de Antíoco, y lo cierto fue que
aquella observación que había formulado en broma se reveló por completo
acertada. El estaba a punto de cumplir veintiséis años; Antíoco tenía
dieciséis, Débora quince, Caleb trece y Rosana dieciséis. Contando con el
entusiasta acompañamiento varonil de Caleb, las dos jóvenes aprovecharon de
pleno los entretenimientos veraniegos que se ofrecían en Cesárea. Vieron las
pantomimas en el teatro, las carreras que se celebraban todas las semanas en
el hipódromo y los números con animales, los juegos malabares, las acrobacias
y danzas que se interpretaban en la plaza o en las amplias avenidas de la
ciudad. José les prohibió asistir a los combates de gladiadores que se
desarrollaban durante cuatro días en el circo y que constituían la
especialidad veraniega de Cesárea, y Débora estuvo haciendo pucheros
durante media hora. Todo volvió, sin embargo, a la normalidad cuando Rosana
le recordó que habían abierto dos nuevas tiendas en las galerías de la plaza.
José pudo disponer de gran parte del tiempo para sí y lo aprovechó en los
negocios. Se enteró, por ejemplo, de que un cliente de un astillero no podía
pagar la galera que había encargado, a causa de un revés financiero, y la
compró a un buen precio. Cuando el Águila fondeó en el puerto en septiembre,
transfirió junto con Mílcar el águila de Arimatea a la nueva nave, y el fenicio
sacrificó un centenar de palomas en su cubierta para propiciar la buena
fortuna.
Según fueron llegando, uno a uno, el resto de sus barcos, José comprobó
que, en efecto, la fortuna le sonreía. Estableció un contrato en exclusiva con
el agente comercial más hábil de toda Cesárea. A partir de entonces, Stratos
invertiría sus famosas dotes únicamente en la flota de José y se cercioraría
de que ninguno de sus barcos llegara o partiera de Cesárea sin utilizar toda
su capacidad de carga.
José se ausentó sólo para acompañar a Caleb a Arimatea. Permaneció allí
pocos días, los cuales sirvieron no obstante para alegrarle las semanas y
meses que faltaban para el final de la temporada de navegación. Todos los
sabbath acudía a la sinagoga para agradecer a Dios los múltiples dones con
que lo bendecía.Regresaron a Jerusalén a comienzos de octubre, cuando las
primeras lluvias habían refrescado ya el ambiente. El desplazamiento fue
lento, porque Débora viajaba ahora en una silla de manos. Se hallaba
embarazada de seis meses y su estado le producía un gran desasosiego. Se
quejaba de dolor de espalda, que provocaba la alarma de José, y de
aburrimiento, cosa que suscitaba la irritación de éste.
Antíoco partió con antelación a Jerusalén con la mitad de los esclavos
para acondicionar la casa. Los ocho restantes, entre los que se contaba el
cocinero y Meneptah, viajaron con la comitiva de José. A media tarde había
que descargar y montar las tiendas, disponer los pucheros, hornos y
utensilios en una tienda que se hallaba apartada de las otras a fin de que el
olor de la comida no molestara a Débora.
José había alquilado los servicios de varios mercenarios del rey Herodes
para que montaran guardia en torno a su campamento y los protegieran de los
bandidos que merodeaban por los caminos. En total eran veinte hombres, que
se distribuían por turnos la vigilancia. En circunstancias normales, habría
bastado con la mitad, pero aquélla no era una situación normal. Débora debía
quedar al margen de cualquier preocupación, trastorno y sobresalto. Ahora
que su estado de gravidez era evidente para él, José habría hecho cualquier
cosa por protegerla. El niño debía nacer sano y fuerte, sin percance. De ese
modo no tendría que divorciarse de Sara.
Por la mañana debía volver a guardarlo y cargarlo todo antes de
emprender otra lenta jornada de camino.
Tardaron nueve días en llegar a Jerusalén. Dado que para entonces la
festividad del Succoth había concluido ya, José acompañó junto con los
guardias a Rosana hasta Jericó.
José nunca había estado en aquella célebre y antigua ciudad, que se
hallaba bendecida por multitud de manantiales y un entorno de verdor. Sentía
por ella una profunda repulsión, que le había contagiado su padre. El palacio
de Herodes estaba construido sobre los cimientos de la casa de veraneo de
su familia, confiscada por la época en que se había producido el asesinato de
su abuelo.
Aquellas antiguas animosidades ya no turbaban el ánimo de José, puesto
que el éxito del que gozaba había disipado en él toda sensación de privación.
La presencia de Herodes sí le resultaba, en cambio, perturbadora. Aun
sabiendo que era imposible, José imaginaba el pavimento de la plaza de
Cesárea todavía manchado de sangre.
Se aproximó al palacio, embargado de inquietud. Rosana se alejó
corriendo, sin despedirse.
—Querría presentar mis respetos al rey Herodes y al consejero Nicolaus
—anunció José a los guardias de la puerta, tras mostrarles su anillo.Después
de quitarle el cuchillo que siempre llevaba en el cinto, dos guardaespaldas del
rey lo condujeron a uno de los jardines.
Herodes se hallaba instalado en un sillón, junto a un estanque; sostenía
una pequeña red de pesca en el regazo y se protegía del sol con una sombrilla
que aguantaba un esclavo.
—Venid a ayudarme a pescar la cena, José de Arimatea —lo llamó con voz
firme Herodes.
José se acercó y le dedicó una reverencia.
—Nada de formalidades en los jardines, José. Sentaos en este taburete.
Yo arrojaré la red y vos la recogeréis. —Lanzó la malla provista de pesos con
mano de experto y luego entregó las cuerdas a José—. Me han dicho que
habéis tenido en vuestra casa a una de mis hijas durante varios meses. Estoy
en deuda con vos. ¿Qué me pedís a cambio?
—Nada, rey Herodes —respondió, a la vez sorprendido y ofendido, José—.
No invité a Rosana con la idea de recibir nada a cambio.
Herodes emitió unas carcajadas que se convirtieron en toses y, cuando
hubo recobrado el aliento, le sonrió.
—Había olvidado que sois muy orgulloso —dijo.
Al ver aquella sonrisa, semejante a la mueca de una calavera, José
comprendió que el soberano estaba muy enfermo y, apiadadado, se olvidó de
su aprensión.
—Rosana ha sido una bendición para mi casa —dijo en tono animado—.
Tengo una esposa joven, como tal vez recordaréis, y vuestra hija ha sido una
acompañante mucho más agradable para ella de lo que hubiera sido yo.
Herodes sufrió otro acceso de tos.
—No hagáis reír en exceso a un viejo como yo. Os compadezco de veras.
Ya sé lo que es tener que soportar la tediosa compañía de las esposas
jóvenes... Atento, el agua se mueve. Recoged la red. ¡Rápido!
José reaccionó en el acto, pero el pez se escapó.
—¡Qué se le va a hacer! —suspiró Herodes—. Ahora podéis retiraros.
Los guardias acompañaron a José a la estancia donde se encontraba
Nicolaus. El amigo de José tenía mejor aspecto que la última vez que éste lo
había visto. Parecía menos cansado.
Las cosas transcurrían con aceptable calma, explicó a José. Los médicos
habían preparado una poción para aliviar el dolor a Herodes.
—Ha vuelto a modificar su testamento. Su hijo mayor Antipater es ahora
su heredero, y ha asumido muchas de las fatigosas obligaciones, como
escuchar peticiones, que tanto agotaban a Herodes. Eso es al menos positivo.
—¿Pero? —inquirió José, al interpretar que había algo más.—Lo de
siempre. Salomé. Le dice a Herodes que Antipater espera con impaciencia su
muerte, lo cual probablemente es cierto. También lo atormenta con respecto
a su hermano. Feroras se enamoró de una esclava y se casó con ella
contraviniendo las órdenes de Herodes. Salomé se dedica a interpelar a las
esclavas jóvenes en presencia de Herodes para preguntarles si están
emparentadas con el rey.
—¿Por qué no le buscáis un guapo y fogoso muchacho? Ya os conté que
durante el viaje desde Italia Salomé estuvo como una seda gracias a Barca.
Nicolaus convino que valía la pena intentarlo y preguntó si estaba Barca
disponible.
—No. Ha descubierto que hay montones de mujeres jóvenes ansiosas de
complacerlo y en estos momentos Salomé no podría competir con ellas.
José se marchó al poco rato, pues no le gustaba dejar sola a Débo-ra en
esa fase del embarazo.

El pequeño llegó a medianoche, a comienzos de febrero, cuando los


almendros del jardín se hallaban en plena floración.
Era un niño, rojo y arrugado, que emitió un vigoroso llanto. Después de
bañarlo y envolverle con prietas fajas de lino el torso y las piernas para que
crecieran rectas, las comadronas lo presentaron a José.
—Se llamará Aarón —anunció éste.
Ese era el nombre de su abuelo y del primer sumo sacerdote de los
israelitas, el hermano de Moisés. José apuntaba alto en las ambiciones que
depositaba en su hijo.
Siguiendo los dictados de la ley, Aarón fue circuncidado ocho días después
de su nacimiento. Pasados cuarenta días, José llevó a Débora y a su hijo al
templo, donde sacrificó un cordero y depositó cinco siclos en uno de los
dorados receptáculos de donativos que se destinaban al tesoro del templo,
para consagrar a un varón primogénito.
En la casa celebraron el nacimiento de Aarón con una fastuosa recepción a
la que acudieron sus familiares y cientos de invitados. El pequeño permanecía
dormido junto al pecho de su ama en las tranquilas habitaciones que se habían
dispuesto para él. Débora tenía algunas molestias en los pechos, que llevaba
vendados porque aún no se le había cortado del todo la leche. Aun así, estaba
contenta por haber recuperado su figura y belleza y ser el centro de
atención.
Además, veía ante sí un futuro halagüeño. Después del alumbramiento,
contó entre lloros a José lo mucho que le había dolido.
—No quiero volver a pasar por esto.
—No habrá necesidad, Débora. Me has dado lo que más quería y puedes
tener cuanto desees. Si no quieres tener más hijos, no los tendrás.
—¿De verdad?
—De verdad, querida niña.
—¿Y no tendré que dejarte venir a mi habitación?
—No iré a tu habitación.
—También quiero un ama de cría —reclamó Débora, sonriendo con la cara
aún surcada de lágrimas—. Todas mis amigas han tenido amas de cría.
—Tendrás un ama de cría.
—Entonces no creo que me importe ser madre. Gracias, José.

Otra persona que también asistió con gran satisfacción al acto fue Josué.
Había visto al primogénito de su primogénito.
Helena y Rebeca estaban asimismo satisfechas. Sabían la dicha que
embargaba a Sara, porque al fin había quedado descartada la posibilidad de
divorcio.
En la casa que constituía su hogar y el de José, Sara entonaba el cántico
celta dedicado a las estrellas a modo de canción de cuna que ella regalaba al
niño que amaba, porque gracias a él había recuperado a su marido.
Josué falleció a los pocos meses de nacer Aarón. José no se enteró de su
muerte hasta que su familia se desplazó a Jerusalén por Pascua.
—¿Por qué no me avisasteis? —gritó—. Habría acudido de inmediato. No
sabía que estuviera tan enfermo.
—Hijo mío —contestó su madre, apenada y ojerosa, pero serena—, le
habías dado lo que necesitaba para ver culminada su vida. Estaba preparado
para el final. No le aquejó enfermedad alguna. Simplemente, dejó de
despertarse una mañana.
De acuerdo con la ley, José era ahora propietario de la alquería, las
tierras y el pueblo de Arimatea. Cuando regresó su familia, los acompañó.
Lo primero que hizo fue ir a la tumba de Josué. Era una cueva natural
formada en la rocosa ladera de las suaves colinas que se alzaban cerca de los
viñedos. La entrada aparecía bloqueada por una gran piedra, cuya superficie
recién blanqueada indicaba que allí habían enterrado a alguien hacía poco.
Según la costumbre, cuando el cadáver de Josué se hubiera descompuesto
del todo depositarían sus huesos en un osario, una simple urna de piedra
donde constaría su nombre y la fecha de su muerte. Este osario se colocaría,
junto con los de sus antepasados, en un saliente de la roca que componía una
repisa natural dentro de la cueva.
José posó las manos en la piedra encalada y dijo adiós a su padre. Después
se dirigió al pueblo del que era flamante propietario.
Éste era, más o menos, igual a los millares de pequeñas localidades que se
hallaban diseminadas por todo el país. En el centro había una plaza sin
pavimentar, un ensanchamiento del estrecho camino que lo recorría de una
punta a otra. En medio de la plaza, un pozo procuraba agua a los lugareños y
un lugar de reunión para las mujeres que acudían a llenar en él sus cántaros.
La sinagoga, de reducidas dimensiones, se hallaba a un lado, al amparo de la
sombra de varios árboles.
El camino se encontraba flanqueado de casitas y tiendas, construidas con
ladrillos de barro, que se componían de una o dos habitaciones, una azotea a
la que se accedía por una escalera exterior y un patio con un cobertizo que
servía de albergue a una o dos cabras y unos cuantos pollos. En el patio
también había un horno de barro para cocer el pan y, en algunos casos, una
higuera que proporcionaba una agradable sombra en verano. La azotea era el
espacio donde se vivía y dormía en la estación seca, cuando las estrellas y la
luna creaban un techo de belleza y luz celestial.
En el pueblo de Arimatea residían diecisiete familias. La mayoría de los
hombres trabajaba en los campos y, aparte, había un carpintero, un herrero y
un alfarero. José recorrió la aldea, recibiendo los saludos de unos y otros.
Los conocía a todos, hasta a los niños de menor edad.
Entró en todas las casas y tiendas y trabó conversación con sus
moradores. Compartió recuerdos con ellos, escuchó sus condolencias por la
muerte de su padre y dio a su vez el pésame en los hogares en que se había
producido algún fallecimiento reciente.
Se puso al corriente de las vicisitudes de la existencia de su gente. Se
enteró de las preocupaciones, las esperanzas, las alegrías y las penas de
aquellas personas, de cuyas vidas sería responsable a partir de entonces.
Una vez concluida la ronda de visitas, José subió por el sendero que
conducía al gran caserío de su padre, donde ahora vivían su abuela y su
madre. Llevaba un sombrero de paja trenzada que había comprado en un
puesto de la plaza, idéntico, salvo por su tamaño, a uno que había tenido en su
niñez. Era agradable volver a sentirse en casa.
La ciudad y sus problemas parecían quedar muy lejos.
A continuación debería afrontar la entrevista más ardua. Sus hermanos !o
esperaban para hablar con él.
De acuerdo con la ley, el hijo mayor heredaba el doble que los menores.
Después, lo habitual era que el primogénito comprara su parte a sus
hermanos con objeto de mantener la unidad de la propiedad.
Amos conocía la ley y la tradición, pero no estaba conforme con las
inusuales circunstancias que se habían dado en su familia.
—Yo he estado a cargo de todo desde que padre sufrió el ataque, porque
era el hijo mayor que vivía aquí. He trabajado por dos, por nuestro padre y
por mí. No veo por qué razón tendría que sacrificarme por ti, José, sólo
porque tú naciste primero. Tú nunca has trabajado la tierra. Preferiría
quedarme con la cuarta parte que me corresponde de la heredad y trabajarla
para mí, no para ti.
—Comprendo tus sentimientos, aunque no considero acertada tu
estrategia. ¿Con qué cuarta parte te quedarás? ¿Con los campos de trigo?
Entonces no tendrás vino ni aceite ni cebada. Escucha antes la propuesta que
os voy a hacer. En mis negocios con los barcos aplico un sistema que aprendí
de nuestra abuela.
Caleb y Amos intercambiaron una mirada al tiempo que arqueaban las
cejas. José rió entre dientes.
—Sí, tal como lo habéis oído —confirmó—. Rebeca me enseñó cómo se
debe llevar un negocio. De niño le cultivaba el huerto. No es que me
apeteciera, precisamente. Cavaba, quitaba las malas hierbas y acarreaba el
agua porque me lo habían ordenado, pero lo hacía de mala gana. Mi actitud
cambió cuando, con su proverbial sabiduría, la abuela me llevó a un rincón y
me hizo entrar en razón. «La tierra es mía y también son mías las semillas —
dijo—. Tú pones el trabajo. Por consiguiente, nos repartiremos a partes
iguales lo que produzca el huerto, o las monedas que reporte la venta en el
pueblo. Ya verás que si te esfuerzas más en la labor, al final te
corresponderán más verduras y más monedas.»
»Rebeca se hallaba, como de costumbre, en lo cierto. Con los tripulantes
de mis barcos aplico el mismo principio, dividiendo al cincuenta por ciento los
beneficios del comercio, lo cual me reporta excelentes resultados. Mis
barcos zarpan a tiempo, con marineros que cumplen las órdenes sin rechistar,
porque saben que saldrán ganando con ello.
En opinión de José, ese mismo sistema podía dar buenos frutos en
Arimatea y era aplicable hasta el último escalafón, el de los jornaleros del
pueblo. Si a éstos se les asignaba sus propios campos y parcelas de frutales y
viñedos, se despertaría en ellos el mismo estímulo y sentimiento de orgullo
que en los marineros de los barcos de José. Trabajarían con mayor ahínco y
obtendrían mayores ganancias.
—La otra mitad, la que en los barcos me quedo yo, creo que debe ir a
parar a vosotros dos. Yo no trabajo la tierra, sino en el mar. Por ello,
considero que la mitad del dinero que se gana en el mar me corresponde por
derecho propio, y no así la de Arimatea.»
Os pagaré bien la parte que habéis heredado. Podríais comprar otras
haciendas, pero serían más pequeñas, y ésta siempre ha sido vuestro hogar.
Creo que sería una buena idea invertir ese dinero y lo que aquí ganéis en
comprar tierra para cederla en un futuro a vuestros hijos. Mientras, seréis
vosotros quienes llevéis estas tierras como si fuerais los propietarios. La
salvedad es que, de hecho, estaréis manteniéndolas para mi hijo, que las
heredará dentro de muchos años.
José continuó exponiendo su plan, sin hacer mención a las quejas que
Caleb le había expresado en Cesarea : su resentimiento por tener que estar
siempre sometido a Amos.
—Creo que Caleb debería encargarse de los olivares y los viñedos y, tú,
Amos, de los campos de cereales y los frutales. Así los dos dispondréis de
algunas semAnas de descanso a lo largo del año y sabréis a ciencia cierta
qué beneficios corresponden a cada cual.
A Caleb le produjo tal alegría la perspectiva de dirigir él el trabajo sin
estar supeditado a Amos que dio en el acto su aprobación.
Amos se tomó más tiempo. La propuesta de José era demasiado novedosa
para él, y necesitó varias horas de preguntas y explicaciones para
comprenderla. Al fin comprendió, no obstante, que era muy ventajosa para él,
y eso suscitó su recelo.
—¿Y quién te asegura que no voy a engañarte, José, que no voy a
haraganear ni a adoptar decisiones equivocadas?
—Sé que no lo harás, porque ya tienes unos hábitos formados, Amos. Te
gusta ver cómo la tierra rinde al máximo de su capacidad. Eres un campesino
muy competente.
Al final, sus hermanos consintieron en convertirse en hombres ricos
gracias a él y a su propio esfuerzo a la vez.
José decidió que aquel día había sido una jornada de trabajo muy
productiva. Una vez concluida ésta ya podía regresar a casa, a pavonearse de
su habilidad ante Sara.
—Te estás burlando de mí, gorrión —la acusó al advertir que ella le
prodigaba excesivos halagos—. ¿Qué es lo que te causa tanta gracia?
—Como siempre, tú, querido. Sí, has dispuesto las cosas de tal forma que
Amos y Caleb saldrán beneficiados, pero no tanto como tú. Siempre te sale la
faceta de negociante. Aarón heredará las tierras más bien cuidadas de toda
la llanura de Sharon, sin que tú tengas que encorvarte ni para recoger un solo
grano de uva.
José trató de disimular su azoramiento, que enseguida Sara disipó al
señalar lo afortunado que era Aarón de tener un padre tan inteligente al que,
por lo demás, ella amaba con toda su alma.
Esa noche José yació con Sara y el mundo entero se redujo al universo de
felicidad que emanaba de su amor. Después la mantuvo abrazada, aspirando el
dulce aroma de su pelo, que caía en cascada sobre su hombro y su garganta.
—¿Sabes, gorrión? —murmuró somnoliento, hablando en arameo como si
fuera un campesino—. Tal vez me instale a vivir en Arimatea. Esta tarde he
estado sentado en una azotea del pueblo, bebiendo vino de un vaso de arcilla
moldeado por el alfarero del pueblo mientras sentía la fresca caricia de la
brisa que transportaba el dulce olor de las viñas, y he comprendido que ese
jornalero era más rico con su casa de barro de sólo dos habitaciones que el
rey Herodes con todos sus magníficos palacios.
—Ay, José, cuánto te quiero... —exclamó, riendo, Sara—. Serías el peor
campesino que jamás haya existido. Tú no puedes llevar una vida apacible, sin
continuas novedades y desafíos.
Un momentáneo acceso de rabia sacó a José de su sopor. No tardó en
reconocer, sin embargo, que ella tenía razón, y entonces rompió a reír.
—Me conoces demasiado bien —reconoció, íntimamente satisfecho de que
así fuera.
—Duérmete, labriego. El canto del gallo te despertará para que vayas a
atender los campos dentro de unas horas.
Sara se dio la vuelta, descargando el brazo de José del peso de su cuerpo,
y se arrebujó con la colcha de lana. Las noches eran aún bastante frías.
No le confesó a José que había algo que la perturbaba. Cuando éste partió
para embarcarse, sí habló de la cuestión con Rebeca y Helena.
José no daba ninguna muestra de amor por Aarón. No le había comentado
nada acerca del niño, de su aspecto, de cuánto pesaba, ni de las gracias que lo
dejaban arrobado.
—Los hombres son así —opinó Rebeca—. No les interesan los niños de
pecho.
—Los niños de pecho son patrimonio de las madres —convino Helena—.
Luego, cuando crecen, son los padres quienes toman el relevo.
Sara reconoció que tal vez tuvieran razón. Después admitió, avergonzada,
que le alegraba quejóse demostrara tan poco interés por ese hijo que le había
dado otra mujer. De todas formas, sentía pena por Aarón.
—Tienes un gran corazón y te quiero por ello, Sara, —dijo Helena,
besándola—, pero te equivocas. José vivió en un estado de dicha perpetua
hasta que su padre comenzó a interesarse por él. A partir de entonces,
siempre se sentía desgraciado o enojado, o ambas cosas a la vez. Las madres
prodigan adoración y los padres, castigos.
Ninguna de las tres mujeres de Arimatea era capaz de sospechar que
Débora tenía intención de dejar a Aarón con su ama de cría y Meneptah en
Jerusalén. Había decidido ir a la casa de Cesarea en cuanto comenzara a
arreciar el calor y tuviera la certeza de que José se había hecho a la mar.

Cuando, a su regreso de Belerión, se enteró de lo que había hecho Débora,


José montó en cólera. Ya no era una niña, le gritó, era una madre y tenía
responsabilidades de persona adulta.
Débora replicó, igualmente enfurecida, que el esclavo Antíoco la había
acompañado junto con la servidumbre a Cesarea y que nunca, ni siquiera una
vez, la había dejado salir sola.
Una vez recobrada la calma, José escuchó la versión de Antíoco. En
resumen, tenía dos hijos a su cargo y debía tomar medidas para que ambos
recibieran los cuidados necesarios.
En realidad, no fue tan difícil solucionar aquella cuestión. Contrató a un
antiguo esclavo romano que se había ganado la manumisión después de servir
durante veinte años como criado de un legado, comandante de una legión de
Roma. Aulus era un intrépido y curtido veterano, que había pulido sus modales
y aprendido latín y griego gracias al contacto con su amo. Se hallaba próximo
a los cuarenta años de edad y tenía una esposa de veintidós, que también
había sido esclava. Drusila había sido la doncella de la esposa del legado.
Aulus la había comprado, le había dado la libertad y se había casado con ella,
todo en el espacio de un día. Antes, habían sido amantes durante diez años.
La pareja cumpliría las funciones de protectores y acompañantes de
Débora siempre que ésta quisiera salir. Drusila, además, se convirtió en su
consejera en asuntos de cosmética, cuidado de la piel y aderezo del cabello.
Estas cuestiones tenían una importancia tan capital para Débora que aceptó
la compañía de sus custodios como un maravilloso regalo.
Para Aarón, Antíoco localizó a una esclava siria, de nombre Glatira, a quien
le habían arrebatado el hijo para venderlo; y de este modo, el hijito de José,
de tan sólo siete meses de edad, pasó a ser el depositario del amor y
dedicación que la mujer no había podido dar a su hijo.
La vida de José seguía, en general, un curso bastante satisfactorio. En
Jerusalén disfrutaba de sus amistades de negocios y de un abanico cada vez
mayor de conocimientos e inversiones. Se codiciaba contar con él como
invitado y también asistir a los raros actos en que actuaba de anfitrión. En
las recepciones y acontecimientos sociales era el fortunado marido de la más
bella de las mujeres presentes.En privado, era el feliz marido de una esposa a
la que adoraba y veía a menudo a raíz de sus frecuentes desplazamientos a
Arimatea.
De este modo transcurrieron los meses de otoño e invierno. José cayó en
una especie de complaciente sosiego. El nuevo sistema que se había
instaurado en Arimatea comenzaba a arraigar y los campos mostraban la
promesa de una abundante cosecha. Los informantes que tenía en el palacio
del rey Herodes le comunicaron que Antipater estaba asumiendo
responsabilidades cada vez mayores, las cuales atendía con considerable
destreza. Aquello auguraba un relevo pacífico en el poder, a la muerte del
viejo rey.
José quedó realmente complacido cuando recibió una carta de Herodes, a
pesar de que eso significaba que ese año debería renunciar al viaje a Belerión
que tanto le gustaba.
«Mi estimadísimo hijo Antipater irá a ver a César Augusto en calidad de
embajador —decía la carta—. Os pido que lo llevéis a Roma con toda
comodidad a bordo de vuestra nave especial.»
José envió una respuesta inmediata por medio de un veloz mensajero; en
ella expresaba su gratitud por el honor que suponía la petición del rey y su
buena disposición a complacerla.
«Qué suerte. Así tendré una oportunidad inmejorable para conocer al
próximo rey de Israel», pensó.
En cuanto el rey se hubo instalado con su nutrido séquito en los palacios
de Jerusalén con motivo de la festividad de Pascua, José se engalanó con
ropas de fina seda para ir a ver a Herodes y conocer a su hijo. Conoció,
asimismo, a otras personas.
—Esta es Berenice —le presentó Herodes, señalando a la atractiva y
elegante mujer, algo entrada en carnes, que tenía a la izquierda—. Ella y sus
hijos viajarán con vos, además de Antipater.
«¿Será una de las esposas de Herodes?», se preguntó José. Mientras de
viva voz se mostraba encantado por tener tal compañía, repasó
apresuradamente todos los nombres que había oído en el transcurso de los
años.
También observó de soslayo el semblante de Herodes. Estaba mas
demacrado, sus arrugas aparecían más marcadas y el dolor le había dejado
como secuela unas profundas ojeras.
Nicolaus acudió a rescatar a José, aduciendo que lo llevaría un momento a
su despacho para tratar de las disposiciones que hacían referencia al viaje.
Una vez allí, Nicolaus le dispensó algunos consejos e información.
—Antipater —dijo— ya comienza a considerarse a sí mismo rey de Israel.
Se le ha subido el poder a la cabeza. Tratadlo con mas deferencia de la que
ha exigido nunca Herodes.»
No descuidéis, sin embargo, a Berenice. Potencialmente, es más
importante para vos que Antipater. Su marido era el príncipe Aristóbulo, al
que mqndó ejecutar Herodes. Él y Alejandro fueron unos niños maravillosos,
despiertos, atractivos y encantadores. Se criaron en el hogar de Augusto y él
les tenía un gran cariño. Por suerte para vos, el emperador no volvió a verlos
después, cuando a su regreso a Israel se convirtieron en los desagradables
hombres que vos conocisteis. Él recuerda a los niños y por eso recibirá a
Berenice con sumo afecto.
»Ella será digna merecedora de tal acogida, sin duda, porque es una mujer
cálida y afectuosa. Estoy seguro de que vais a despertar sus simpatías, José.
Tenéis un don especial para la amistad. Cultivad la de Berenice. Os reportará
placer y, lo que es más importante, os granjeará una vía de acceso directa a
la casa y al afecto de Augusto.
»Antipater es una pieza necesaria para vuestra posición en Israel, qué
duda cabe, pero Israel constituye tan sólo una pequeña parte del imperio
romano. Berenice puede situaros en las altas esferas de un mundo mucho más
extenso.
»No os inquietéis, amigo mío —señaló Nicolaus, divertido ante la expresión
de alarma que mostraba José—, Berenice no se parece en nada a Salomé.
Vuestra virtud está a salvo.
38

Se trataba de un hecho ineludible: para el viaje a Italia se necesitaría


otra galera más. En el Fénix no podía hallar de ningún modo cabida todo el
equipaje que Berenice pretendía llevarse.
Viendo la multitud de carros abarrotados que llegaban sin parar al muelle,
José se encaminó al palacio, poseído por una rabia sorda. Nicolaus había
colaborado con él en los preparativos, pero en ningún momento habían tratado
aquella cuestión.
—¡Mujeres! —exclamó Nicolaus—. ¿Cómo iba yo a saber que Berenice tenía
que transportar tantas cosas a Roma? No me había fijado en lo abarrotadas
que estaban las habitaciones en el ala del palacio que ocupaba con Aristóbulo.
Yo ya tenía contratado un cargamento para esa galera. ¿Qué voy a hacer
ahora con él? No sólo perderé las tarifas, sino mi reputación.
Ptolomeo os recompensará las pérdidas, José, y pagará además las mismas
tarifas por transportar los enseres de Berenice. Es lo único que cabe hacer.
José no tuvo más remedio que aceptar las condiciones. Enseguida se puso
a hacer cálculos. Las tarifas de transporte dobladas sumaban casi el precio
de una galera. Si lograra encontrar una, con tripulación incluida, podría
comprarla para cumplir con sus compromisos de transportar el cargamento a
Alejandría. Una vez allí, volvería a cargarla y así costearía con los beneficios
obtenidos las pagas de los marineros. De este modo cubriría los gastos y
aumentaría su flota. Valía la pena intentarlo.
—Tendré que demorar la partida una semana —advirtió—. Es una condición
innegociable.
—Seguramente Berenice habría tardado eso, o más, en reunir todos los
objetos susceptibles de ser transportados —contestó, sin inmutarse,
Nicolaus.
Las pocas galeras que había a la venta se hallaban en un estado bastante
deplorable. Aun así, al correr la voz de que había un comprador con prisas por
adquirir una, los propietarios aumentaron los precios, y José tuvo que pagar
por la más aceptable de ellas un precio que no merecía. Por otra parte, la
profesionalidad de la tripulación del barco dejaba mucho que desear.
—Ahora veremos de qué es capaz vuestro hijo —dijo José a Mílcar. Había
nombrado a Barca capitán de la galera.

Para cuando el Fénix abandonó Cesarea , José había acumulado una gran
hostilidad hacia Berenice.
Al cabo de una hora, sin embargo, sentía adoración por ella.
Había llegado al muelle con su séquito de preceptores, amas, criados,
cocineros, sus tres perros y sus cuatro hijos. Tanto los perros como los niños
llevaban un arnés del que partía una correa. Berenice vestía una sencilla y
holgada túnica de lino y un pañuelo enroscado en la cabeza.
—Buenos días tengáis, José de Arimatea —saludó—. No me será posible
mantener encerrados a mis pequeñines, pero os prometo que los tendremos a
raya. Y ahora decidme... ¿dónde están mis camarotes?
Antipater viajaba con sus esclavos personales, su barbero, su asistente
especial para el baño y veinte guardaespaldas.
—Indicad a la servidumbre dónde debe ir —ordenó a José antes de
repantingarse en uno de los divanes del pabellón.
El primero de los numerosos hijos de Herodes era un hombre corpulento,
de poco más de cuarenta años de edad. Vestía túnica y toga de seda roja, con
cenefa dorada, y al igual que su padre se había teñido el pelo de color negro
azabache.
José temía que aquel viaje se le haría larguísimo.La realidad fue que lo
pasó muy bien; tanto que apenas notó el transcurso de los días. Y todo gracias
a Berenice.
En cuanto dejaron atrás el puerto, la mujer apareció con dos cestos llenos
de fruta y bebida y se puso a recorrer con desenvoltura el barco,
ofreciéndola a los marineros.
—No podéis despreciármela —le advirtió con desenfado a José cuando a
éste le tocó el turno—. Ya sabéis que se estropeará si no la comemos pronto.
Se habría podrido en la cocina de palacio.
«Espero que no os parezca mal lo que he hecho, José. He mandado a los
criados que quitaran todas esas magníficas colchas de seda y pusieran unas
mantas que he traído. Sería una pena que los perros las hicieran jirones y
destruyeran la elegancia que tanto os ha costado crear.
»¡Antipater! Haceos a un lado, si sois tan amable. —Dejó los cestos en el
suelo y se sentó en la punta del diván contiguo al de su cuñado.
»He traído uno poco de ese magnífico vino con miel que elaboran en
Alejandría, para manteneros un poco achispados durante toda la travesía. Es
lo único que se me ha ocurrido para hacernos más llevadera la constante
presencia de mis hijos. Causan un ruido espantoso cuando están contentos y
satisfechos, y aún son más escandalosos cuando se disgustan y lloran.
«Podríamos convertir este viaje en una especie de Purim flotante, ¿qué os
parece?
—Yo debo centrar la atención en asuntos de peso, Berenice —replicó
Antipater, haciendo alarde de su posición y dignidad—. Estaré demasiado
ocupado para reparar en vuestros hijos.
—Pobre —dijo en tono compasivo Berenice al tiempo que daba a su cuñado
un golpecito en el brazo—, no sabéis lo que decís.
Aunque debía de tener unos veinte años menos que el hermano de su
difunto mando, Berenice lo trataba como si fuera uno más de sus retoños,
necesitado de consuelo.
—Bueno —indicó Berenice en voz alta —, dejadlos salir de la jaula.
En menos de medio minuto, en la cubierta se produjo un desbarajuste de
perros y niños que corrían, tirando cada uno de un esclavo al otro extremo de
las correas. El aire se llenó de chillidos, gritos, ladridos y agudas risas.
Sin hacer comentario alguno, Berenice tomó una gran jarra de vino y llenó
la copa de Antipater hasta el borde. Luego se puso a comer higos maduros
con evidente placer mientras se entretenía observando a sus hijos.
Al poco rato, chiquillos y animales acudieron a su lado, reclamando un higo.
Algunos se instalaron en el diván; uno de los perros y unode los niños treparon
hasta su regazo; otro perro levantó una pierna y se orinó en su tobillo.
—Pobrecillo. Estás nervioso, ¿eh? —dijo ella con voz arrulladora. Después
humedeció la punta de una toalla en una jarra de leche y se enjugó el tobillo y
el pie—. Ahora haremos como los pajaritos —anunció.
Los dos benjamines presentaron la boca abierta a su madre y ésta
depositó medio higo en cada una. Los dos mayores ya tenían un higo en la
mano. A continuación, Berenice tiró un pastel desmenuzado a los perros.
Antipater se puso en pie y, ajustándose los pliegues de su lujosa toga, se
encaminó a su camarote sin despedirse siquiera. Berenice lo miró alejarse con
expresión comprensiva.
—A ver, niños —dijo cuando su cuñado se hubo ido—. Sentaos con las
piernas cruzadas en el suelo, como los sastres, y os daré una taza de leche y
un pastel de miel. Pero solo uno, ¿eh?, porque si no no cenaríais.
«Llevaos un momento a los perros, por favor —pidió a los esclavos—.
Tomarán la leche después de los niños.
»Mirad qué bonita que se ve la vela rodeada del azul del cielo, ni ños. Os va
a encantar el mar y el balanceo del barco, tan parecido al de una hamaca.
¿Queréis que mamá os hable de la primera vez que viajó en el agua? —
preguntó mientras llenaba cuatro tazas de leche.
—¡Sí! —gritaron los niños a coro.
Berenice ofreció una de las tazas.
—¡Sí! ¿Qué pasó?
—Sí, mamá, por favor.
Cada manecita asió una taza.
—Era un barco muy pequeño.
Las otras manos libres quedaron ocupadas con un pastelillo de miel.
—Pero como yo era una niña muy pequeña, más pequeña que Herodías, me
pareció muy grande...
La historia duró un buen rato. Cuando hubo concluido, la niña llamada
Herodías dormía en el regazo de Berenice y los otros tres niños estaban
apoyados en sus costados, rodeados por sus protectores brazos.
Observándolos, José cayó en la cuenta de a quién le recordaba Berenice. Se
trataba de su tía Abigail. Las dos poseían un idéntico don: derramaban amor y
calidez sobre cuantos las rodeaban.

Más tarde José se enteró de los nombres de los niños y de los perros.
Aristóbulo, tocayo de su padre, tenía ocho años de edad. Herodes Agripa
tenía cinco. Las niñas, algo regordetas como su madre ,eran Miriam, de cuatro
años, y Herodías, de tres. Los perros, de la misma carnada y todos de una
edad aproximada de dos años, se llamaban Bolita, Bota y Colita.
A medida que transcurrían los días, José fue tomando un apego especial a
Herodes Agripa. Era un niño robusto, de ojos brillantes y mente ágil y
despierta. Le fascinaba el barco y todo lo que José le explicaba sobre la
navegación.
José imaginó a su propio hijo dentro de cuatro o cinco años. Sería tan
inteligente y vivaracho como Herodes Agripa. Tal vez incluso más. No, no sólo
tal vez, seguro.
Berenice coincidía en otro rasgo con Abigail. La gente hablaba con ella.
Las conversaciones que suscitaba no eran meros intercambios de
formulismos. Sus interlocutores le hablaban de sí mismos, de sus esperanzas
y sus decepciones, y ella los escuchaba con sincera atención y actitud
comprensiva.
El contramaestre le contó que su esposa tenía una bonita voz y que a
veces, al escuchar el viento, se figuraba que la oía cantar.
El timonel le habló de su hijo alfarero y de su portentosa destreza para
modelar el barro. Le llevó incluso un paquete cuidadosamente envuelto, que
durante años había mantenido intrigados a sus compañeros de barco. Sin
embargo para Berenice lo abrió y le enseñó una elegante jarra con asas que
imitaban la cornamenta de un carnero.
El propio José, que nunca hablaba de sí mismo, le confió que había
fantaseado imaginando a Aarón en el lugar de Herodes Agripa, en la cubierta
del barco, entusiasmado con la navegación.
Hasta Antipater —que durante semanas se resistió a alternar con
Berenice en cubierta— acabó relatándole las amargas vicisitudes de los años
en que había permaneció en el exilio junto con su madre por orden de
Herodes. Cuando el emperador Augusto puso a Herodes en el trono, éste
había repudiado a su primera mujer y a su hijo para casarse con una mujer de
sangre real.
Berenice recordó a Antipater que su padre era muy joven por aquel
entonces.
—Mucho más joven de lo que eres tú ahora, Antipater. Tú también habrás
cometido errores de juventud, ¿verdad? Debes tener en cuenta, además, que
al cabo de unos años volvió a restituirte en la cordura. Y ahora...
No hubo necesidad de que Berenice concluyera la frase. Antipater se alisó
el cabello, que le había despeinado el viento, preparándolo para recibir la
corona.

José acompañó a Berenice a Roma, accediendo a la petición de ésta. No le


costó complacerla, por varios motivos. El principal, como debía reconocer, era
que le apetecía ver a Augusto y deseaba que éste lo viera en compañía de
alguien que conocía bien a la familia imperial. Alguien que, a buen seguro,
gozaba del afecto de todos sus miembros, pues no era posible conocer a
Berenice y no quererla. Él mismo sentía ya un gran afecto por ella, y ése era
el segundo motivo que lo llevó a acompañarla. Sabía que echaría de menos la
mezcla de calidez y caos que creaba junto con sus «animalillos».
Por otra parte, había advertido que Berenice atraía el deseo de
confidencias. Si lograba cimentar una amistad con ella, podría enterarse de
muchas cosas que le serían de utilidad.
Además de disfrutar del genuino placer de la proximidad de Berenice, el
viaje a Roma le serviría para mantener el contacto con Antipater. Si bien
éste no había despertado en él grandes simpatías, ni siquiera al final, cuando
se había mostrado más afable, era importante cultivar el trato con el
próximo rey de. Israel. Cuando Antipater ascendiera al trono, agradecería las
semanas que había pasado con él en el limitado reducto de un barco.
Finalmente, también le interesaba ir a Roma para ver a Rufino. Le había
enviado, por supuesto, un mensaje para comunicarle el nacimiento de Aarón,
pero no había recibido respuesta. Ello se debía probablemente al azar a que
estaban sujetas las comunicaciones: la única forma de hacer llegar una carta
para quien no tuviera modo de utilizar la red de correos del Gobierno imperial
—como era el caso de José— era confiarla a un viajero que se dirigiera al
lugar de residencia del destinatario. La noticia del nacimiento de Aarón había
partido de Jerusalén con un armador que iba a Tiro, el cual la entregó al
capitán de una nave que zarpaba para Italia, donde éste la transmitiría a otra
persona que fuera a Roma.
Rufino tenía que haber recibido ya la carta, pues hacía más de un año que
ésta había salido de Jerusalén. De todas formas, José se sentía en la
obligación de contar al abuelo de Aarón lo robusto y hermoso que crecía su
nieto.

—¿Muerto? ¿Cómo? ¿Cuándo?


José no podía dar crédito a lo que acababa de oír. Rufino era viejo, pero
estaba fuerte como un roble.
—Siento haberos causado tanta sorpresa —se disculpó la hermana mayor
de Débora, Rufina—. Estaba segura de que Débora había recibido la carta
que le envié. Se la di a uno de los miembros de la sinagoga, que iba a realizar
el peregrinaje por Pascua. Él me dijo que la había entregado.
José tuvo que dar por buena la explicación de Rufina, y también el infecto
pastel de dátiles y almendras que ésta le ofreció y que, según se jactaba,
había preparado ella misma.
De regreso al monte Palatino, José descartó sin gran sorpresa cualquier
posibilidad de recuperar la dote de Débora. En la residencia de Augusto
encontró al emperador de rodillas en el jardín, jugando a las tabas con
Aristóbulo y Herodes Agripa. Se sumó con alegría al juego, pues se creía
bastante experto en él.
Herodes Agripa los ganó a todos.
—Había jugado muchas veces a las tabas con vuestro padre —dijo Augusto
—. Él también me ganaba siempre.
Cuando los preceptores se hubieron llevado a los niños, el emperador miró
a José.
—Nunca me abandonará el pesar que siento por Aristóbulo y Alejandro.
¿Cómo está el rey Herodes, José?
—Muy enfermo, aquejado de intensos dolores. Nadie sabe cuánto tiempo
le queda de vida.
—El tiempo transcurre con más rapidez cada año —sentenció con un
suspiro Augusto—. No era más que un niño cuando lo conocí. También era un
niño yo entonces, a decir verdad. —El emperador se puso en pie con agilidad
—. No me vendría mal un vaso de agua de cebada —dijo—. ¿Ya vos, José de
Arimatea?
—Me apetece mucho, princeps —aceptó, levantándose a su vez.
Estaba muy cerca del emperador. Esa vez había visto la gruesa suela de
sus sandalias y había comprendido; él mismo había sido bastante susceptible
con respecto a su estatura durante toda la vida. Para complacer a su héroe
César Augusto, se situó frente a él y dejó que lo mirara desde arriba. En
ciertas ocasiones el poder era irrelevante. Todos los nombres sin excepción
deseaban ser altos. José lo sabía muy bien.
José abandonó Roma con genuino pesar. Los escasos días que había pasado
en la acogedora e informal atmósfera del núcleo íntimo de la familia de
Augusto habían sido muy especiales.
En el mojón que indicaba el kilómetro dieciséis de la Via Apia, José
espoleó los flancos del caballo que había alquilado. La temporada de
navegación se hallaba en su apogeo y aún disponía de siete semanas antes
de reunirse con Antipater para trasladarlo a Israel en el Fenix. Podía utilizar
la galera en la que habían transportado el equipaje de Berenice para
comerciar en tres o cuatro puertos de Grecia antes de que cambiara el
tiempo.Ya tendría tiempo de sobras para pensar en Roma, en el emperador y
en su privilegiada estancia en la residencia de Augusto. Sin embargo, tal vez
no fuera conveniente, ni prudente, pensar en César Augusto como hombre y
no como emperador. Los dirigentes debían de ser por fuerza distintos del
común de los hombres.

39

Justo mientras José admiraba la belleza del Partenón, Salomé advertía a


su hermano Herodes que Antipater planeaba en secreto envenarlo para
acceder al trono, según lo dispuesto en el testamento de Herodes. El
objetivo del viaje de Antipater a Roma había sido precisamente lograr la
validación del emperador para dicho testamento.
Herodes replicó con dureza a Salomé, acusándola de amargarle la
existencia con sus incesantes tentativas de predisponerlo en contra de sus
hijos. No le habló de las pesadillas que turbaban su agitado sueño, conseguido
gracias a la medicación, en las cuales veía a Aristóbulo empuñando una
espada, dispuesto a hundírsela en la garganta.
Salomé siguió atormentando a Herodes a propósito de la esposa de
Feroras, la antigua esclava, suscitando furibundas reacciones por su parte.
Pero entonces Feroras falleció de improviso. A buen seguro lo había matado
la esclava, apuntó con malicia Salomé. Había que abrir una investigación.
Nicolaus envió agentes secretos al palacio de Feroras, en Perea. Éstos
interrogaron a la servidumbre bajo tortura, con intención de sonsacarles
respuestas incriminatorias contra la esposa. Lo que averiguaron fue mucho
peor. Cuando informaron de ello a Nicolaus, éste se quedó anonadado.
Salomé se hallaba en lo cierto. Había un complot para envenenar a
Herodes, y sus protagonistas eran Feroras y Antipater. El hermano de
Herodes era quien debía llevar a cabo el envenenamiento, con objeto de que
no recayeran sospechas sobre su hijo. El veneno se encontraba en un frasco,
en los aposentos privados de Feroras.
Nicolaus no tuvo más remedio que comunicarlo al rey. Ademas de su
padecimiento físico, éste tuvo que soportar el golpe de enterarse de que el
primogénito en quien había depositado tantas esperanzas era un traidor.
Ante los ojos de Nicolaus, Herodes el moribundo volvió a ser, una vez más,
Herodes el rey de Israel.
—Ocupaos —ordenó a su consejero— de que no llegue ni una pa~labra de
esto a Antipater en Roma. Conviene que siga creyendo que a su regreso
recibirá la sorprendente noticia de la muerte de su padre y su inminente
nombramiento como rey.
En septiembre, el Fénix partió de Puteoli con un solo pasajero. Antipater
debía de haber coronado con éxito su misión en Roma, pensó José, al reparar
en el excelente estado de ánimo que mostraba el hijo de Herodes.
Aunque su buen humor podía deberse también a algo más simple. Tal vez
estuviera alegre sólo porque no tendría que soportar en el viaje de regreso la
algarabía de los hijos y perros de Berenice.
Cuando el Fénix entró en el puerto de Cesarea , en el muelle aguardaba
una cohorte de soldados del rey. Antipater se situó en la proa, con la mano
posada en el rutilante mascarón y la toga roja y dorada flotando al viento.
En cuanto hubo atracado la galera, Antipater avanzó con paso majestuoso
hacia la pasarela. Tras recibir el saludo del oficial, preguntó qué noticias
tenía. La respuesta fue que estaba arrestado.
José y sus tripulantes observaron perplejos cómo se llevaban a Antipater,
maniatado.
Mientras tanto, en la costa de Siria, al norte de Sidón, un correo romano
cabalgaba a galope tendido. Llevaba un despacho de Herodes para César
Augusto, en el que se incluía un nuevo testamento que se debía someter a la
aprobación de éste.

De vuelta en Jerusalén, José anunció a Débora la noticia de la muerte de


su padre. «Ah, sí, ya estaba enterada», contestó ella en tono despreocupado.
—¿Por qué no dijiste nada, Débora? ¿Por qué no me informaste?
—¿Para qué, José? Si total, no me dejó nada. Me olvidé del asunto.
José permaneció allí sólo un momento para ver a su hijo, que dormía, e
informarse por Antíoco de que todo iba bien en la casa. Después partió hacia
Arimatea.

En Arimatea las cosas iban cada día mejor. Amos y Raquel habían tenido
una hija, Susana; el pequeño David, de tres años, estaba encantado con su
hermanita. Caleb afirmaba pletórico de orgullo que había obtenido una
cosecha de vino que superaba en una cuarta a las cantidades obtenidas en los
años anteriores.
En casa, Sara aguardaba a José con los brazos abiertos. Le pareció
enternecedor que Augusto aumentara su estatura con unas sandalias
especiales, se mofó de José por el cariño que le había tomado a Berenice y
declaró que ya era hora sobrada de que hicieran el amor.
En aquella ocasión, más que nunca, José lamentó tener que irse cuando
llegó el momento de regresar a Jerusalén.

Eleazar, el amigo de José, ya estaba al corriente de la historia del triste


complot de Feroras y Antipater. José, no obstante, se halló en condiciones de
coronar su relato con la dramática descripción del arresto.
—Pobre necio —dijo, impresionado, Eleazar—. Esperaba ser escoltado con
todos los honores hasta el trono y lo llevaron directamente al juicio que
Herodes ya tenía preparado. El gobernador de Siria estaba al lado de
Herodes para escuchar los cargos. Antipater se encuentra en alguna prisión;
lo ejecutarán cuando llegue la carta de autorización del emperador.
—¿En la estación de lluvias? Tardará meses.
Los dos amigos fueron a una taberna para brindar por su libertad, su salud
y su buena suerte por hallarse a distancia de la familia del rey Herodes.
Por un momento, José tuvo el lúgubre pensamiento de que había
desperdiciado mucho tiempo trabando una buena relación con el príncipe y
antes previsible futuro rey de Israel. Después se acordó sin embargo de
Berenice, de sus hijos y sus perros, y concluyó que el viaje había valido sin
duda la pena.
¿Quién sucedería a Herodes cuando éste muriera? Eleazar y José
hicieron cabalas durante horas. Los hijos varones que aún seguían vivos eran
bastante jóvenes, demasiado a su parecer.
—¿Os dais cuenta de cómo hablamos? —señaló con irónico ademán de
pesar Elazar—. Nos estamos haciendo viejos. ¿Qué edad tenéis, José?
—Veintisiete años.
—¿Y cuántos teníais cuando comprasteis el primer barco?
—Dieciséis; si es que podía llamarse barco a aquella carraca.
—¿Lo veis? Yo tenía quince cuando comencé a comerciar con mis dos
hermanos. No somos las personas adecuadas para decir que los hijos de
Herodes son demasiado jóvenes para iniciarse en las actividades de gobierno.
Quienquiera que asuma el trono tendrá a su disposición el ejército y los
consejeros de Herodes, así como todo el engranaje de palacio. Apenas
importa a cuál de ellos nombren.
José pensó en aquel anciano que vivía acuciado por el dolor, el a tual rey
de Israel.—Espero que sea pronto.
—Como todos. No podemos hacer otra cosa que esperar. Al menos de
momento reina la calma. Todo el mundo se mantiene a la expectativa.

No todo el mundo estaba a la expectativa. En las calles de la ciudad baja,


en las puertas de la ciudad, en las puertas y escalinatas del templo e incluso
en sus atrios, unos individuos predicaban con fervorosos gritos, proclamando
que el atroz sufrimiento de Herodes era el castigo de Dios por sus pecados,
por su traición al judaismo y por haber sometido al pueblo judío al yugo de los
impíos poderes de Roma.
Algunos de estos predicadores eran acólitos de dos maestros fariseos que
enseñaban en una de las academias de Jerusalén en donde se impartían
estudios sobre la ley. Matatías ben Margalit y Judá ben Zippori eran muy
diferentes de los célebres profesores Hillel y Shammai. Eran más jóvenes y
más radicales. Hablaban con elocuencia sobre una nueva doctrina que se
basaba en la creencia de una vida eterna tras la muerte, en la que los justos
recibirían recompensa y los pecadores castigo.
Los justos, decían a sus celosos estudiantes, no podían permanecer
pasivos ante las violaciones de la ley que había traído consigo el mandato de
Herodes. Debían rebelarse contra él, sin reparar en las consecuencias,
desafiando incluso la muerte, puesto que el martirio al servicio de Dios
garantizaba la bendición eterna.
Una mañana del mes de marzo esos maestros dirigieron la atención de sus
alumnos hacia la que consideraban una de las más ultrajantes profanaciones
de Herodes. Varias décadas antes, al construirse el templo, Herodes había
exigido una imagen esculpida encima de la gran puerta del atrio de los
gentiles, una colosal águila dorada con las alas extendidas.
—¡Destruidla! —los alentaron—. Acabad con esa abominación.
Después, seguidos por decenas de discípulos, iniciaron la marcha por las
calles de la ciudad baja. La gente chillaba y les dejaba libre el paso al ver los
destellos que arrancaba el sol a las hojas de las hachas que blandían algunos
estudiantes.
Subieron como una tromba las amplias escalinatas del templo. En el atrio
de los gentiles había los habituales grupos de fieles, curiosos, compradores y
vendedores de animales, cambistas, gente que se había dado cita allí,
doctores enzarzados en debates, rabinos que impartían sus enseñanzas en el
centro de un corro de jóvenes... Los jóvenes zelotes irrumpieron gritando en
la explanada y se arremolinaron en torno a la base de la puerta, señalando la
gigantesca águila dorada que recataba el dintel.La gente observó con mirada
atónita cómo tres de ellos se encaramaban a hombros de sus compañeros
para luego escalar hasta lo alto de los elevados muros de piedra. Desde abajo
les arrojaron cuerdas, por las que subieron otros más, armados con hachas.
Seis de ellos se suspendieron por las cuerdas hasta quedar frente a la odiosa
águila.
Todos los que estaban en el atrio de los gentiles se mantenían pendientes
de aquella asombrosa acción y en la puerta se congregó un gran gentío,
atraído por el sonido de los hachazos descargados sobre la reluciente
estatua dorada. La muchedumbre celebró con vítores la caída de los primeros
pedazos y, acto seguido, los estudiantes se precipitaron a desmenuzar con las
hachas las alas y la cabeza, todavía reconocibles en el suelo. La exaltación era
tan contagiosa que casi nadie se percató de la llegada de una falange de la
policía del templo. Los pocos que lo advirtieron se apresuraron a despegarse
de la multitud, y así evitaron el arresto.
Varios centenares de personas quedaron rodeadas y fueron conducidas en
tropel al palacio de Herodes. Los guardias del palacio los condujeron a
empellones hasta la inmensa sala de recepción bordeada de columnas, donde
la mayoría se amilanó al ver la magnificencia de las paredes y techos de
mármol. El temor comenzaba a hacer mella en ellos.
Los maestros fariseos y sus alumnos se mantuvieron, en cambio,
inasequibles al miedo. Cuando los oficiales preguntaron quiénes eran los
responsables del ultraje, dieron con altivez unos pasos al frente. Los guardias
los llevaron ante Herodes. Lo habían vestido con una espléndida túnica de
seda púrpura bordada con oro y una voluminosa corona ornada con rutilantes
gemas.
Su apariencia no inmutó a los profesores. Con ardoroso celo, declararon
que no se avergonzaban de sus actos. Al contrario, estaban orgullosos. Era
Herodes quien debía avergonzarse, por haber profanado el templo poniendo
el águila en su recinto.
—¿Osáis criticar al rey? Podríais ser acusados de traición —tronó
Herodes con voz animada por la furia, a pesar de la tonalidad cenicienta que
mostraba su piel.
Un estudiante se precipitó hacia él, pero los guardias lo agarraron por los
brazos.
—Podéis hacerme lo que queráis... a mí o a ellos. No nos dais miedo.
Acogeremos la muerte en defensa de nuestro Dios, porque nos abrirá las
puertas de la gloria y el gozo eternos.
—Esposadlos —ordenó Herodes—. A todos. Esa noche, mientras la ciudad
dormía bañada por la brillante luz de la luna, los soldados abrieron una de las
puertas de la muralla. Por ella desfilaron los prisioneros, cargados de
cadenas, para emprender la marcha por el pedregoso camino de Jericó.
Mientras aquella penosa procesión recorría, a trompicones, los veintidós
kilómetros que distaban hasta la lujuriante ciudad oasis, Herodes se
trasladaba al palacio que en ella tenía mediante una silla de manos cubierta.
Justo después de mediodía los soldados «escoltaron» a los notables de
Jericó hasta el anfiteatro, que estaba en los límites de la ciudad. Los
prisioneros se encontraban ya allí, en el centro de la arena, donde en tantas
ocasiones los gladiadores o las fieras habían combatido para entretenimiento
de aquellos mismos notables.
Ese día la batalla se libró entre Herodes y varios centenares de ha-
bitantes de su capital, cubiertos de polvo y con los pies llagados. Los
ciudadanos de Jericó debían dictar la sentencia. Ninguno abrigaba dudas
sobre cuál debía ser la sentencia. A todos les habían relatado lo sucedido en
Jerusalén.
Tras pronunciar la acusación de traición, una delegación de ciudadanos de
Jericó, compuesta de tres hombres, se aproximó a Herodes. Todos conocían
al rey desde hacía años y estaban conmovidos por la piedad y horror que
inspiraba su estado. También les atenazaba el temor por lo que pudiera hacer
alguien que, como el rey, se hallaba atormentado por un dolor tan atroz, a
quien osara contradecirle en lo más mínimo.
Demostraron ser hombres valerosos: con sosiego y paciencia lograron
convencerlo para que dejara en libertad a los curiosos que se habían visto
sorprendidos en el arresto general y castigara sólo a los estudiantes y a sus
maestros.
Esa noche había luna llena y la arena de la palestra aparecía especialmente
blanca.
Después se volvió roja, cuando los dos rabinos y cuarenta y cuatro jóvenes
seguidores suyos fueron quemados vivos.
Luego una sombra se desplazó muy lentamente sobre el anfiteatro, hasta
cubrirlo de una oscuridad que sólo disipaban las llamas.
Los aterrorizados espectadores de la ejecución se taparon la cabeza con
los brazos, presas del pánico. Se había producido un eclipse to-^1 de luna.

Eleazar sacudió con solemnidad la cabeza.


Nunca más pienso poner en entredicho lo que diga mi mujer. Nunca más.
Este año yo quería ir más temprano a nuestra casa de Jericó, porque el calor
comenzó pronto. Ella se negó, aduciendo que siempre hemos ido después de
Pascua y que no le gusta alterar las cosas. Si no hubiera sido tan terca... o
mejor, si no hubiera tenido razón cuando yo estaba equivocado... yo habría
sido uno de los que se hallaban presentes en ese anfiteatro.
»¡Mira que quemarlos vivos! ¿Os imagináis los gritos, José? —Eleazar se
estremeció—. El viejo rey debe de haber perdido por completo el juicio.
—¿Quién sabe? La enfermedad lo consume vivo. Eso bastaría para
enloquecer a cualquiera.
«¿Por qué no se morirá?», pensaba José. Entonces Antipater sería, a
pesar de todo, el nuevo rey. Faltaban pocas semanas para el viaje a
Belerión, y ese año José no quería volver a perdérselo. Pero ¿quién sería su
socio en el negocio del estaño tras la muerte de Herodes? Necesitaba
establecer un contrato con ese hombre, fuera quien fuese.
Ni José ni Eleazar hicieron mención del eclipse. Habían oído hablar de él,
por supuesto. La gente decía que era una señal de Dios, un augurio de algún
hecho portentoso, del fin del mundo tal vez.
Sin embargo, ellos no lo habían visto. Como la gran mayoría de la gente, se
encontraban dentro de sus casas, iluminadas con lámparas, o acostados en la
cama cuando había ocurrido. En el supuesto de que hubiera ocurrido. ¿Quién
podía dar crédito a la versión de un hombre que había sido obligado a
presenciar cómo morían quemadas vivas cuarenta y dos personas? Era muy
posible que ante una experiencia como aquélla los hombres imaginaran que una
mera nube interpuesta delante de la luna era algo más.

40

Los acontecimientos se desarrollaron de modo favorable para José.


Herodes falleció al cabo de pocas semanas , y Ptolomeo y Nicolaus con-
tinuaron en su cargo de consejeros del nuevo rey. Ptolomeo accedió enseguida
a renovar el contrato de colaboración para la obtención del bronce, ya que
resultaba en extremo provechoso para las arcas reales.
Antipater no sería, empero, su beneficiario, porque estaba muerto. Era
casi como si Herodes se hubiera mantenido vivo por pura fuerza de voluntad
hasta que llegó la carta de Augusto. En ésta autorizaba la ejecución de
Antipater y daba su consentimiento a lo que aparecía dispuesto en el
testamento definitivo de Herodes.Su reino quedó repartido entre tres de
sus hijos. Arquelao, de dieciocho años, era rey de Judea, Samaria e Idumea.
Su hermano Antipas, de diecisiete, recibió las provincias de Galilea y Perea. A
su hermAnas tro Filipo le correspondió la fértil región de la Traconítida,
situada al este del río Jordán.
Faltaban pocos días para la Pascua y en Jerusalén reinaba una gran
agitación. Muchos todavía conservaban la cólera por la atrocidad de las
ejecuciones que se habían llevado a cabo en Jericó. Asimismo, había un
descontento general porque el nuevo rey era el hijo de una samaritana, una
mujer perteneciente a un pueblo que suscitaba el rechazo de los judíos de
Judea. Se esperaba, como siempre, una masiva afluencia de peregrinos, cuya
insatisfacción se sumaría a la de los habitantes de Jerusalén. José envió un
mensaje a Arimatea, en el que les decía que no realizaran el peregrinaje ese
año. Mandó colocar postigos de hierro en las ventanas de su casa y en la de
Abigail, y prohibió salir a Débora a la calle. Ésta reaccionó encerrándose en
su habitación.
La víspera de Pascua, José fue uno de los primeros en sacrificar el
cordero en el templo, tras lo cual regresó sin dilación a casa. Todos los atrios
estaban abarrotados, como de costumbre, pero no se respiraba el habitual
clima de devota celebración. La beligerancia flotaba en el aire.
Abandonó justo a tiempo el templo. El joven e inexperto Arquelao mandó
una cohorte, una tropa de cuatrocientos ochenta soldados, para imponer la
paz entre las airadas multitudes del templo.
Soliviantada por la visión de los uniformes, símbolo de opresión, la gente
apedreó a los militares. Murieron más de cuatrocientos; el tribuno que la
comandaba cayó herido de gravedad y tuvo que desplazarse a rastras,
ensangrentado, desde el atrio del templo hasta la fortaleza Antonia.
Entonces Arquelao envió al resto del ejército. La caballería atacó los
campamentos de peregrinos que salpicaban las colinas de las afueras de
Jerusalén. La infantería invadió en disciplinado orden las calles y callejones
de la ciudad baja.
Aun detrás de los postigos de hierro, hasta los oídos de José llegaron los
gritos y gemidos de la masacre, las carreras de la gente perseguida por los
soldados. Aarón se puso a saltar. Quería salir a la calle, porque creía que
fuera estaban jugando.
Al cabo del día, en las calles, los valles y las colinas de Jerusalén había
casi tres mil cadáveres. En toda la noche no cesaron de sonar los lamentos.
Al día siguiente, el día en que se celebraba la liberación del pueblo judío
de la esclavitud, el aire estaba todavía preñado de gritos de dolor. Dado que
la ley prohibía enterrar a los muertos en los días de fiesta, los allegados,
tuvieron que esperar hasta el atardecer a que concluyera la Pascua.José fue
a casa de Abigail para cerciorarse de que no se había producido ninguna
desgracia en la familia. En la ciudad alta, el barrio de los ricos, no se
apreciaban indicios de agitación, salvo por la presencia de los soldados en el
agora y alrededor del palacio de Herodes, ahora residencia de Arquelao.
Abigail aseguró a José que estaban bien y declinó su ofrecimiento de
buscarle una escolta para que los acompañara a Arimatea.
—Nuestra familia fue expulsada una vez de esta casa por Herodes, y no
pienso permitir que un hijo suyo vuelva a hacerlo. Los horribles postigos que
me proporcionaste constituyen una hermosa protección, José. No
necesitamos nada más.
De todas formas, José se valió de su anillo para llegar hasta Nicolaus, y
éste a su vez se valió de su influencia para hacerse con una tropa que
patrullara en las proximidades de la casa de Abigail y una docena de soldados
que escoltaría a Débora, Aarón y la servidumbre en su desplazamiento a
Cesarea . Al amanecer, la puerta de la muralla se abrió expresamente para la
comitiva.
Antíoco insistió en acompañar a José a Arimatea. Ambos se separaron del
grupo en Amaús y prosiguieron camino solos.
La calma reinaba en los caminos y en las poblaciones próximas a ellos.
Nada había enturbiado tampoco la paz de Arimatea. José habló con todos los
hombres, advirtiéndoles que debían mantenerse alerta por si los disturbios
se propagaban hasta allí.
Convenció, asimismo, a Sara para que se trasladara a la casa de la familia,
con Rebeca, Helena y Caleb.
—Tendrás que proteger a nuestras mujeres —dijo a su hermano.
—Descuida —lo tranquilizó Caleb con voz firme y varonil.
José no dudó de que lo haría, llegado el caso. Su «hermano pequeño» se
había convertido en un alto y fornido hombre de dieciséis años de edad.
—No nos ocurrirá nada —aseguró Sara a José—. Ve a Belerión. Da
recuerdos de mi parte a todos y tráeme unos cuantos metros de lana. Los
hijos de Raquel y Amos tienen muy gastadas las túnicas que les confeccioné
con la tela de Belerión, y a Rebeca no le vendría mal otra manta para el
invierno.
—Y tú, gorrión, ¿qué quieres que te traiga?
—Mi mejor regalo es tu presencia. Ya lo sabes.

Nicolaus había pedido a José que llevara a Arquelao a Italia en uno de sus
barcos. Él nuevo rey debía solicitar al emperador la confirmación de su
posición, y más ahora, después del desastroso inicio que había tenido su
reinado.José accedió de inmediato, con la condición de que él no tuviera que
acompañarlo y que el barco no fuera el Fénix.
Probablemente era una imprudencia no cultivar la amistad del nuevo
dirigente, pero José se sentía hastiado de tanta prudencia política.
No concebía la idea de tener que pasar varios meses con el jovenzuelo que
acababa de masacrar a miles de personas en un día que siempre había sido
motivo de gozosa celebración.
—Bienvenido —saludó Mílcar desde la cubierta del Águila cuando subió a
bordo.
—Soltad amarras —ordenó José—. Necesito el aire puro y los espacios
despejados del mar.
Antíoco los despidió desde el muelle. Le entristecía no poder ir con ellos,
pero José le había confiado la seguridad de su casa de Cesa-rea, en especial
la de su hijo, y Antíoco se tomaba muy a pecho aquella responsabilidad.
Arquelao dejó la seguridad de su país a cargo del gobernador romano de
Siria, un hombre llamado Publio Quintilio Varo. Éste, que desde hacía años
supervisaba por encargo de Roma la situación del reino de Herodes, preveía
que el pueblo no aceptaría fácilmente el gobierno de tres jóvenes que habían
pasado gran parte de su juventud en Roma, aprendiendo las lenguas, historia
y costumbres de Grecia y de Roma y que apenas conocían el idioma y los usos
de su pueblo.
Los disturbios se iniciaron de forma simultánea en diversos puntos. Se
produjeron revueltas en Galilea y Perea, y en Jerusalén una gran turba
enfurecida acorraló a la legión enviada por Varo en el palacio de Herodes,
contra el que lanzaron repetidos e infructuosos ataques.
Varo apostó tropas en Cesarea . Dado que la ciudad portuaria quedaba a
menos de cuatro kilómetros de la frontera siria, no convenía dejarla
desprotegida, pues podría utilizarse como base para atacar Siria.
Después avanzó, con dos legiones compuestas por diez mil curtidos
soldados profesionales, para sofocar la rebelión de los judíos.
Galilea era la primera zona rebelde. Varo quemó la capital, Séforis,
localizó los reductos de insurgentes y los aplastó. Los supervivientes fueron
encadenados y conducidos a Siria para ser vendidos como esclavos.
De camino a Jerusalén incendió las ciudades y pueblos que oponían
resistencia.
En Jericó capturó al esclavo llamado Simón y a sus seguidores, que habían
quemado el palacio de Herodes y proclamado rey a Simón. Se los llevaron
encadenados a Jerusalén para darles allí castigo.
En Jerusalén, Varo apresó a muchos de los asediantes de la legión recluida
en el palacio, aunque muchos integrantes de la multitud lograron huir antes
de su llegada. A los capturados los encerraron junto con los prisioneros de
Jericó.
Varo dejó una de sus legiones en Jerusalén para mantener el orden. La que
había rescatado quedó a cargo de los cautivos acumulados durante la marcha
desde Galilea, y los legionarios tomaron cumplida venganza de la ignominia del
asedio, flanqueando de crucifijos los cuatro caminos principales que partían
de Jerusalén. Las cruces sumaban dos mil en total, y las aves de carroña
oscurecieron el cielo.
El país que había gobernado Herodes quedó medio arrasado, pero
pacificado. Varo regresó a sus cuarteles generales de Damasco antes de
finalizar el verano. El ejército de Roma era la pieza más fuerte y eficaz del
engranaje del imperio.
En Roma, Augusto dio su aprobación condicional al testamento de
Herodes. No concedió, sin embargo, a Arquelao el título de rey, tal como
había dispuesto Herodes. Lo nombró etnarca, es decir, príncipe. A los otros
hijos de Herodes también se les asignó el tratamiento de príncipes, aunque
de inferior categoría: tetrarca. Israel había quedado dividido y devaluado.

José se enteró de todos aquellos acontecimientos a su regreso a Cesarea .


Tras realizar una breve visita a Débora y Aarón, se dirigió de inmediato a
Arimatea. El pueblo había quedado al margen de los disturbios, ya que los
romanos habían avanzado por Perea y no por la llanura de Sharon.
Pasó el mayor tiempo posible con su familia y la esposa a la que amaba y
después volvió a Cesarea para recibir a sus barcos, que estaban a punto de
llegar, y atender asuntos de negocios y familia que reclamaban su atención.
Mandó despojar el Fénix de su refinada decoración y guardarlo en un
edificio. Vendió la galera que había tenido que comprar de forma precipitada,
y Barca dividió su tripulación en dos grupos, la de los marineros que valía la
pena conservar y de los que era mejor descartar. Con la asistencia de Barca y
la orgullosa aprobación de Mílcar, ordenó construir una nueva galera.
—Tú te encargarás de completar la tripulación —anunció José a Barca—, y
todos os beneficiaréis del sistema de reparto de ganancias.
Mílcar corrió con los gastos de la celebración por el ascenso de su hijo.
José trató de imaginar una escena equivalente, en el futuro, cuan do
celebrara los logros de su propio hijo. Le resultó difícil. A sus doaños y
medio, Aarón era un niño regordete y alegre, igual que los demás. Cuando
estaba con él, a José le asaltaba el aburrimiento en cuestión de minutos.
Por desgracia, a Débora le ocurría lo mismo. Los trágicos sucesos del
verano la habían beneficiado personalmente, ya que ahora tenía una nueva
amiga, esposa de un oficial de las tropas romAnas que Varo había apostado
en Cesarea . Débora charlaba alegremente, detallando los nuevos peinados
que su amiga le había enseñado, las cintas y peines que requerían, y explicó
que habían visto un funambulista que atravesó de un extremo a otro la plaza
caminando sobre una cuerda.
—¿Siempre es así? —preguntó José a Antíoco.
—O peor —respondió Antíoco.
—En adelante estarás conmigo y me acompañarás a donde vaya. Busca a
alguien que lleve la casa en tu lugar.
—Si fuera un esclavo como Dios manda —observó Antíoco con una sonrisa
—, os besaría los pies por vuestra bondad.
—Y yo te daría un puntapié si hicieras tal cosa. Haz lo que te he dicho.
Debemos partir hacia Jerusalén antes de que comience la temporada de
aguaceros, porque sino tendremos un viaje horrible.
De regreso a Jerusalén, José fue a ver a Nicolaus mientras los demás se
instalaban en la casa.
Aun antes de que su amigo se lo confirmara, José ya percibió el desorden
del gobierno de Arquelao. Eran indicio sintomático de ello la postura relajada
y la actitud casi impertinente de los guardias de palacio.
Nicolaus parecía estar encantado de la vida. José se quedó atónito, hasta
que se enteró de que su amigo había anunciado ya a Arquelao su intención de
retirarse en cuanto éste se lo permitiera.
—No tardará en darme el consentimiento, José. Ese infortunado
muchacho es el tipo de persona incapaz de reconocer quiénes son sus amigos.
Le disgustan mis consejos y aceptará gustoso librarse de ellos.
«Entonces... ah, qué dicha indescriptible... me iré a Alejandría, alquilaré
una habitación cerca de la biblioteca, localizaré un sitio decente donde comer
y pasaré plácidamente el resto de mis días.
—Dejaréis un vacío en mi vida, Nicolaus, y en mi corazón.
Era verdad. Hasta ese momento José no se había hecho cargo de hasta
qué punto apreciaba a aquel hombre sabio y honrado.
Nicolaus conocía bien a José, mucho más de lo que éste jamás llegaría a
conocerlo a él. Por eso le conmovió aquella emotiva confesión; abia que José
era muy reservado en ese terreno.—Tendréis que ir a verme a Alejandría,
José —dijo, y le dio un cálido abrazo—. Tengo muchos corresponsales allí y
uno de ellos me escribió no hace mucho que había oído lamentarse a un amigo
vuestro llamado Micah de vuestra prolongada ausencia.
—Lo haré, contad con ello. ¡Ese Micah! Siento curiosidad por ver si el
matrimonio lo ha transformado.
—Cuando lo vea, le diré que pronto iréis a visitarlo.
Nicolaus tenía poco que contar sobre Arquelao. Ése era precisamente el
problema, a su juicio: que no tenía una identidad formada.
—Como no sabe lo que quiere, no hay forma de prever cómo va actuar. Ya
ha depuesto al sumo sacerdote del templo con la vana esperanza de hacer
recaer sobre el templo la responsabilidad del desastre de Pascua.
»No cabe esperar nada bueno de él, porque no está capacitado. Ni nada
malo, tampoco. Las cosas irán a peor, pero se deberá más a su ineptitud que a
una vileza premeditada. Estrechad los vínculos que ya tenéis con el César. El
futuro de Judea depende en última instancia de él.
—Me limitaré a mantenerme alejado del etnarca. No será difícil.
—Qué optimista sois, José. Pero me temo que esta vez no os acompañará
la suerte. Rosana, la hija de Herodes, reside aquí en palacio y espera
impaciente el regreso de vuestra esposa a Jerusalén.
De este modo, la vida de José volvió a adoptar la misma rutina de antes:
un sinfín de actos sociales e invitaciones y, en casa, un sinnúmero de visitas
de Rosana.
Se procuró una vía escape. Débora no perdía ocasión de aludir a la
«hacienda» de su marido, pero le repugnaba la vida del campo. Así, José podía
inventar problemas que reclamaban su atención en Arima-tea para refugiarse
a menudo allí.
Siempre lo acompañaba Antíoco, que a su manera quería a la familia tanto
como José.

Allí José disponía del tiempo, la tranquilidad y las palabras de aliento de


Sara para reflexionar sobre su vida e imprimirle un nuevo rumbo.
—Tienes que incorporar un poco de dicha, José, y eso no se consigue sólo
trabajando.
—Tú eres mi fuente de dicha, Sara.
—Tonto —contestó ella, y chasqueó con impaciencia la lengua-^ A mí me
tienes siempre, como te tengo yo a ti. Ése el mayor bien con que contamos.
De todas formas, deberías disfrutar con otra gen-te. Yo lo hago. Paso mis
buenos ratos con todas las personas de aquí; comparto con ellas experiencias,
recuerdos, risas y a veces lágrimas. Tú deberías tener también esa clase de
relaciones.
A raíz de aquello, José comunicó a Mílcar que al inicio de la temporada de
navegación zarparían con el Águila, pero realizando un nuevo itinerario.
Primero iría a Alejandría, donde se quedarían una semana como mínimo,
después continuarían hacia Belerión y luego, Chipre, como de costumbre. Ese
año, en lugar de vender el caro vino chipriota en Cesarea , lo llevarían a
Puteoli y así José tendría ocasión de visitar a Berenice y sus hijos en la
residencia de César Augusto.
Después pondrían rumbo a Israel al final de la temporada de navegación
en lugar de un mes antes, como ocurría otros años.

Aquella modificación le reportó excelentes resultados. Cuando, dos años


más tarde, Débora le anunció que prefería vivir en Cesarea todo el año y no
sólo en verano, la vida de José tomó un rumbo aún más satisfactorio.
Aarón permaneció a cargo de José, por supuesto, y éste pudo escoger
hombres interesantes para hacer de preceptores de griego, latín, ma-
temáticas y geografía. Dado que vivían en la casa, eran una agradable
compañía cuando él deseaba hablar de cuestiones ajenas a los negocios.
Puesto que dos de ellos habían sido esclavos, no tenían ningún reparo en
que Antíoco se hallara presente cuando comían o tomaban vino juntos.
Los preceptores aseguraron a José que su hijo era un estudiante
excepcional. Antíoco le corroboró que era cierto, que no se trataba de meros
halagos de los profesores.
De esta forma, José fue perfilando en su imaginación el futuro de su hijo.
Aarón sería sacerdote, sí, pero un día llegaría a ser sumo sacerdote, el
hombre más honrado por todo el pueblo judío.
El problema era que Arquelao no paraba de nombrar y deponer sumos
sacerdotes. José se había hecho el propósito de entablar relación con el
sumo sacerdote y prestarle de algún modo su ayuda para que, llegado el
momento, Aarón fuera elegido para servir en el templo. Los sacerdotes
debían ser invitados por el templo a asumir aquel honor. Por más instruido que
fuera Aarón, ni él ni su padre podían solicitar que se le concediera tal honor.
Si al menos hubiera un sumo sacerdote que durara, en sus funciones, uno
cuya amistad mereciera la pena cultivar... José no había olvidado el esfuerzo
y el tiempo que había desperdiciado con Antipater.
Empezaba a comprender que el tiempo era un elemento insustituible en la
vida de los hombres. Por eso era tan valioso.Rebeca esbozó una sonrisa
cuando le comentó aquel descubrimiento.
—A veces pienso que la verdadera sabiduría contenida en la ley que obliga
a engendrar hijos a los hombres es que los obliga a comprender precisamente
eso. No hay nada mejor para advertir el paso del tiempo que ver crecer a los
propios hijos. —Exhaló una carcajada, con ademán juvenil—. Yo no me percaté
de que era una vieja hasta que me convertí en bisabuela al nacer el hijo de
Amos.
—Tú nunca serás vieja, Rebeca —protestó José—. No pienso permitirlo.
La abuela le tocó la mejilla con uno de sus dedos, todavía gráciles.
—No me quieras quitar años, José. Yo los aprecio en lo que valen. Gracias
a ellos valoro mucho más todas las horas, porque sé que cada día me quedan
menos por vivir. De joven, uno está demasiado ocupado para reparar en los
espléndidos placeres cotidianos, como la comida o la bebida, o para
contemplar la belleza que nos rodea, en el diario juego de luces y sombras
que despliegan tierra y cielo.
—Yo sí lo contemplo, Rebeca —observó José, y la tomó de la mano—,
cuando estoy en el mar. Allí se me cae la venda de los ojos. El horizonte, el
viento, las estrellas y los colores del crepúsculo y el alba conmueven al
hombre en lo más profundo. Aun cuando pretenda negarlo, es superior a él.
—En eso consiste Dios —declaró Rebeca, en tono sosegado.
41

Después de esta conversación con Rebeca, José fue comprobando la


verdad que contenían las palabras de la anciana. En adelante, su conciencia
del transcurso de los años estuvo marcada por los cambios de los niños que
conocía.
No sólo le servía de referencia Aarón. José estaba fascinado por el
desarrollo de los hijos de Berenice. Herodes Agripa, su preferido, era un niño
de curiosidad insaciable y entusiasmo ilimitado, que cada año lo asaltaba con
alborozo al verlo llegar. Le prodigaba un torrente de preguntas y siempre
tenía algo que enseñarle, un ejemplo de su último descubrimiento: un año eran
unos huevos de pájaro, el siguiente un poney sobre el que cabalgaba de pie, y
el tercero, un mazo de pinturas en miniatura en las que se representaban
actos sexuales tan depravados que hicieron ruborizar a José.Ése fue el año
en que Berenice volvió a casarse. Su marido era un patricio, antiguo senador y
ahora legado, comandante de una de las legiones que se hallaban instaladas en
las riberas del Danubio para mantener el control de Roma sobre los
territorios de Germania.
—La boda fue un acto perfecto, sencillo y normal —explicó Berenice a
José—. Una maravilla, después del fasto de la ceremonia en la que me
convertí en esposa de Aristóbulo. Emilio simplemente me tomó la mano y
murmuró algo. Supongo que diría «Te tomo por esposa» o algo así. Después
tuvo que partir con celeridad a Germania.
»Todo fue muy precipitado y terriblemente discreto. No me refiero a la
boda, sino a los acontecimientos que obligaron a Emilio a marcharse de esa
manera.
Berenice redujo la voz a casi un susurro. El problema era Julia, la hija de
Augusto, aclaró. Era su única hija no adoptiva y él le prodigaba un cariño
desmedido. Por eso todo el mundo procuró que no llegaran hasta sus oídos los
rumores que de ella circulaban desde hacía al menos veinte años.
—Sexo —musitó Berenice al tiempo que enarcaba las cejas para dar a
entender hasta qué extremos llegaban los excesos de Julia—. El caso es que
un pobre desgraciado de la guardia nocturna no la reconoció y la arrestó hace
unos meses. Estaba en el foro, en las escaleras de la tribuna de los rostra,
invitando a todos los hombres que pasaban a «disfrutar de un servicio
gratis»... creo que ésa era la frase que usaba. Julia se enfureció tanto por el
arresto que fue a ver a Augusto para exigirle que castigara al guardia. A
partir de ahí no hubo forma de impedir que todo, o buena parte de la historia,
saliera a la luz.
»Augusto se puso como un loco, de pena, creo yo. La exilió a una pequeña
isla perdida en el mar. Al pobre, lo que más le preocupaba, en su ingenuidad,
era que sus hijos se enteraran de esas cosas tan horribles sobre su madre,
como si no lo supieran ya. Por eso les hizo abandonar Italia con tanta prisa.
Lucio fue a Galia y Gayo a Germania, como comandante de las legiones, nada
menos. Así que mi apuesto Emilio es legado sujeto al mando de un muchacho
de dieciocho años, aunque en realidad hace de ayo, porque Augusto le pidió
que cuidara de Gayo.
»Los hombres de su legión tampoco están muy contentos, que se diga.
Habían vuelto de Hispania hacía sólo unos meses. —Berenice exhaló una risita
—. Fue tiempo suficiente para nuestro noviazgo. Mi querido Emilio está
bastante prendado de mis encantos. Es muy tímido con las mujeres. Estuvo
casado, hace mucho, y su matrimonio fue un desastre, según tengo entendido.
La esposa era una astuta arribista. Después de que ella tuviera el detalle de
morirse, no quiso comprometerse con nadie.»Tendréis que conocer a Marco,
su hijo. Es mi nuevo protegido, igual de tímido que su padre, el pobre. Tiene
once años y todavía lo atemoriza el desbarajuste en el que vivimos. Ya nos
conocéis, José.
—Y aplaudo ese desbarajuste —afirmó José.
Aunque había sido absolutamente sincero, se puso en el lugar de Marco y
se apiadó de él. El chiquillo se mostró en extremo cortés cuando se lo
presentaron. José sintió deseos de decirle que no tenía de qué preocuparse,
que Berenice lo arroparía con su desorganizado afecto y entonces se sentiría
más a gusto de lo que había soñado nunca.
Berenice causaba ese efecto en la gente. El mismo José notaba que se
relajaba al cabo de estar cinco minutos con ella y advertía que lo mismo les
ocurría a otras personas. Su amiga más íntima era una alta patricia, Antonia,
una viuda cuyo hijo y sobrino eran grandes amigos de Herodes Agripa. Los
tres daban la impresión de que el hogar de Berenice fuera para ellos la
fuente mágica de la felicidad.

En casa de Abigail, en Jerusalén, se respiraba el mismo ambiente de


desbarajuste y amor. José llevaba a Aarón allí siempre que tenía ocasión.
Después de que Débora decidiera permanecer en Cesarea todo el año, José
se planteó llevar a Aarón a casa de Abigail para celebrar la Pascua con toda la
familia, pero lo descartó pensando en Sara. Ella había visto a Aarón una sola
vez y después había dicho a José que se había sentido desgarrada entre el
amor que le inspiraba el niño y el dolor que le causaba el que no fuera hijo
suyo. El encuentro se había producido en Arimatea, adonde José lo había
llevado cuando tenía tres años para enseñarle las tierras que un día
heredaría. Aquella visita había sido un error. Aarón tenía miedo de los
animales de la alquería y escondía la cabeza en el regazo de su ama cada vez
que alguien intentaba hablarle.
Rebeca recomendó a José que dejara transcurrir el tiempo antes de
volver a llevar a Aarón allí.
—Es un niño de ciudad, José, muy distinto de los que se crían en el campo.
A medida que transcurrían los años, José percibía cada vez con mayor
claridad el acierto de la observación que había hecho su abuela. Los tres
hijos de Amos eran como los demás niños del pueblo. Atezados, deambulaban
por él descalzos, fuertes y felices, mezclados con los demás. Cuando Caleb se
casó con una muchacha llamada Hannah, de su matrimonio nacieron tres hijos
que pasaron a engrosar la población de Arimatea sin distinguirse del resto.
Aarón, entre tanto, mostraba una disposición cada vez más marcada por el
estudio y se afanaba en su particular paisaje compuesto depalabras, pluma y
tinta, en lugar de sol, lluvia y plantas. Incluso durante los meses de verano, en
Cesarea , prefería quedarse en casa a salir a jugar a la piscina o al jardín, o
pasear en el puerto y observar el vuelo de las gaviotas.
José reconocía, con orgullo patente, que su hijo constituía un misterio
para él.
—Yo fui el peor alumno del mundo. Siempre estaba distraído. Tenía
amargado a mi preceptor y el maestro que nos enseñaba la Tora en el pueblo
me dio buenos bastonazos intentando inculcarme la ley.
Aarón, en cambio, absorbía la Tora con la facilidad con que se embebe de
agua la tierra a las primeras lluvias de primavera. Al igual que todos los niños
judíos, comenzó a asistir a la escuela, llamada «casa del libro», a los cinco
años. Dado que vivía en Jerusalén, iba a una auténtica escuela, mientras que
sus primos de Arimatea recibían clases en la sinagoga, o debajo de un árbol.
Tanto en los pueblos como en la ciudad, las clases tenían el mismo contenido.
Primero se enseñaban las letras del alfabeto hebreo; después las palabras; a
continuación las frases; y finalmente los versículos de la Tora, la ley. Los
alumnos repetían, una y otra vez, los sonidos que emitía el maestro, y
memorizaban el significado de los símbolos escritos que éste les mostraba.
El hebreo era la lengua antigua, que se utilizaba sólo en el templo y la
sinagoga, donde se divulgaban al pueblo la ley, los salmos y la palabra de los
profetas.
La rapidez con que Aarón asimilaba las clases y su prodigiosa memoria
llenaban de gozo a José. No había duda posible: su hijo estaba destinado a
convertirse en sacerdote.

Para José de Arimatea, los diez años de reinado del hijo de Herodes,
Arquelao, transcurrieron sin sobresaltos, después de un caótico inicio. Cada
año difería poco de los demás, salvo en los interesantes cambios y
transformaciones que experimentaba su propio hijo, los hijos de sus
hermanos, los hijos de sus amigos de Jerusalén, Belerión y Roma y, en el caso
de Elazar, sus nietos.
José llevaba, en realidad, una triple vida. Tenía su vida de verano, que
dedicaba a los viajes, al comercio y a su inacabable fascinación por el mar; en
invierno su vida se dividía entre Jerusalén —la familia de Abigail, su hijo y
sus amistades de negocios— y Arimatea: su fa-milia y su amada, su esposa, su
Sara.
La vida era agradable.
Como toda vida, no estaba exenta de algún motivo de aflicción. Mílcar
abandonó la navegación después de perder la visión en un ojo acausa de un
accidente, y a Nicolaus lo encontraron muerto en su habitación de Alejandría,
con la cana cabeza apoyada en un manuscrito de Aristóteles. No obstante,
Barca asumió las funciones de su padre como capitán del Aguila. Y Micah, que
era inasequible a los estragos de la edad, presentó a José a «otro filósofo
cuyo vuelo de pensamiento no alcanzarás a seguir», un joven judío llamado
Filón, y a su hermano Alejandro, a quien José comprendía sin problema,
puesto que era el oficial de aduanas que supervisaba el tráfico de mercancías
del fabuloso puerto egipcio.
La vida de José también experimentó algunas otras transformaciones. El
incompetente Arquelao, príncipe de Judea, Samaría e Idumea, sufría una
perpetua falta de liquidez para mantener el lujo con que se rodeaba en la
placentera vida que llevaba encerrado en su palacio, perturbada tan sólo por
esporádicas revueltas y ataques fallidos contra sus tropas. Vendió a José las
minas de cobre que había heredado de su padre, Herodes, con lo que aquél
pasó a controlar una gran parte de las existencias de bronce de la zona
oriental del Mediterráneo. Entre los principales compradores de la fundición
de bronce de Chipre se contaban los otros dos hijos de Herodes, que
acuñaban sus monedas allí.
De este modo José llegó a conocer a Herodes Antipas y visitó la ciudad
reconstruida de Séforis, capital de su territorio de Galilea. También viajó a
la corte de Herodes Filipo, instalada en la ciudad que había construido,
llamada Cesarea de Filipo, en honor de Augusto. Ésta no era ni remotamente
comparable a la anterior Cesarea , que a partir de entonces recibió la
denominación oficial de Cesarea Marítima, aunque todo el mundo seguía
llamándola Cesarea a secas. La ciudad de Filipo era más o menos como él:
atractiva, pulcra, tranquila, sencilla, agradable en conjunto.
En opinión de José carecía, sin embargo, del esplendor necesario para
hacer los honores a Augusto. El emperador continuaba siendo su héroe, pese
a que había envejecido visiblemente y padecía asma y trastornos digestivos.
Augusto había nombrado su heredero oficial a su hijastro Tiberio, un
hombre que nunca había acabado de convencerle. Sus dos nietos, Gayo y
Lucio, habían muerto, uno en un naufragio y el otro a consecuencia de las
heridas recibidas en el campo de batalla.
Berenice estaba convencida de que el asma y la indigestión del emperador
se debían al desagrado que le inspiraba el próximo emperador de Roma.
—Pero no se lo digáis a nadie, José. Antonia no me lo perdonaría nunca.
Tiberio es el hermano de su difunto esposo Druso, y ya sabéis que ha
renunciado a su vida para ser la viuda más devota que haya existido
nunca.Personalmente, a José no le disgustaba Tiberio. Lo había visto varias
veces en casa de Berenice. También había conocido a Emilio, el marido de
Berenice, y entre ambos había surgido un sentimiento de simpatía, de tal
modo que Emilio había aceptado ser el patrono de José.
Sí, al concluir los diez años de reinado de Arquelao, José disfrutaba de un
buen estado de ánimo y de una excelente posición. Los romanos habían
asumido el control directo y eso pacificaría el país. Además, tenían muy
buenas conexiones para desenvolverse con el nuevo régimen romano.
El paso de aquellos diez años también produjo modificaciones en la actitud
personal de José. A medida que aumentaba su riqueza e influencia, fue
asumiendo de forma inconsciente un enfoque entre escéptico y egoísta, muy
propio de los hombres de negocios.
Era un judío totalmente helenizado, políglota, que se encontraba como pez
en el agua en las grandes ciudades de la cuenca del Mediterráneo, un hombre
cosmopolita de su época.
Por fortuna, aún pasaba parte de su tiempo en Arimatea, donde volvía a
ser el José de antes, el José provisto de sentimientos.

42 Año 6 d.C, 9 de abril

José se levantó antes del amanecer, ansioso por ponerse en camino hacia
Arimatea. Quizás Aarón lo acompañara esta vez. El día anterior se había
forjado un buen clima entre ambos, cuando a Aarón se le había pasado ya el
enfado por el chico galileo que había impresionado a Hillel y Shammai. La
conversación en el atrio, las risas que había suscitado la ocurrencia del
pepino... ése era el tipo de trato que debía instaurarse entre padre e hijo.
José sonrió al recordarlo.
La sonrisa se disipó rápidamente. Estaba concibiendo falsas esperanzas.
La forma más segura de destruir ese frágil vínculo era presionar a Aarón
para que fuera a Arimatea. No quería tener nada que ver con su familia de
allí, ni siquiera con su abuela y su bisabuela. Lo había expresado sin tapujos.
Antíoco decía que ello se debía a que Aa- ron había advertido mucho tiempo
atrás que José amaba a Sara y no a su madre, Débora. José opinaba que
aquella hipótesis era una tontería.
Sacudió la cabeza, ahuyentando tales pensamientos. No estabadispuesto a
agriar su buen humor tratando de esclarecer aquello. Le bastaba con
saborear el recuerdo de las risas que había compartido el día antes con su
hijo y su inminente partida hacia Arimatea. Dispondría de casi un mes para
estar allí antes de que el inicio de la temporada de navegación reclamara su
presencia en Cesarea .
Entonces se abrió la puerta de la habitación y Antíoco entró sosteniendo
una lámpara.
—No he llamado porque todos duermen aún en la casa —dijo—. Me alegra
veros levantado. Ha venido Eleazar. Dice que trae noticias que os conviene
saber antes de partir hacia el campo.
—¿Antes del alba? Debe ser grave. ¿Dónde está?
—Lo he hecho pasar a la biblioteca. Sus guardaespaldas se han quedado en
la sala.
—¿Guardaespaldas? Voy ahora mismo. Debe de hallarse en apuros.
—Todos nos hallamos en apuros, José —afirmó su amigo—. He recibido la
noticia a media noche y lo más seguro es que a mediodía ya se haya extendido
por toda la ciudad. Ayer Coponio recibió en Cesarea un despacho de Roma. Mi
informante tuvo que arriesgarse a cabalgar durante horas en la oscuridad
para ponerme al corriente. Van a hacer un censo.
—Coponio lo va a embarullar de mala manera —auguró José.
—No, no va a poder. Se encargará de ello el nuevo gobernador de Siria, un
hombre llamado Quirinio. Vendrá con cinco legiones de infantería y dos
cohortes de caballería. Los romanos prevén hallar resistencia. Sólo cabe
deducir que subirán los tributos.
—Mis pobres agricultores —se lamentó José.
Las personas como Eleazar y José podían soportar un aumento de
impuestos sobre los abundantes beneficios que les reportaba su actividad;
además, conocían la forma de ocultar una parte de dichos beneficios para no
tener que pagar tanto a Roma. En el campo, sin embargo, los recaudadores
eran hombres de la región, que seguían de cerca la evolución de las cosechas
y sabían perfectamente qué proporción correspondía a Roma. Hasta el
momento, Roma exigía ya una cuarta parte. De acuerdo con la ley de Moisés,
los campesinos debían entregar además un diezmo de sus productos o de sus
ingresos al templo, aparte del medio siclo con que debía contribuir todo varón
judío a las arcas del templo.
Los campesinos de Arimatea no tenían que pagar al menos el arriendo por
sus casas ni por la tierra, como les ocurría a la mayoría. Aun así, la mitad de
sus cosechas no daba para vivir con holgura suficiente y desprenderse sin
gran sacrificio de una parte considerable de ellas. Sus hermanos se hallaban
en una situación parecida, ya que aparte de pagar los mismos tributos, tenían
que comprar todo lo necesario para cultivar los campos: la simiente, los
arados, los bueyes... —No se equivocan los romanos en sus previsiones —
señaló José—. Toparán con una resistencia generalizada cuando el censo
descubra los campos y animales surgidos desde el último censo. Los
recaudadores de los pueblos los pasan por alto a cambio de unas cuantas
monedas.
»¿Cómo ha podido incurrir el emperador Augusto en tal desatino? Éste es
el momento más inoportuno. La gente necesita tiempo para adaptarse al
cambio. Arquelao no era muy buen gobernante, pero al menos era judío; en
parte, para quienes exigen una pureza total de linaje. Pero no se le podía
tachar de romano ni de gentil.
—¡José! —exclamó Eleazar al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza
—. ¿No sabéis nada? Roma está amenazada por la hambruna. Augusto teme lo
que pueda ocurrir cuando se acaben las existencias de los graneros. La plebe
se sublevará. Necesita subir los tributos para comprar grano para los
ciudadanos de Roma.
José, que había adoptado una postura de abatimiento mientras pensaba en
la gente de Arimatea, irguió la espalda y esbozó una sonrisa.
—Pensad, amigo mío —dijo, y dio una palmada en el hombro de Eleazar—.
Pensad en lo que eso significa. Los almacenes de Alejandría están repletos de
grano, pero los barcos de Roma no irán allí hasta que no comience la
temporada de navegación. Con viento a favor y los musculosos brazos de mis
remeros, puedo tener fondeadas en su puerto seis galeras en cuestión de una
semana. Además, es posible que en Alejandría aún no estén enterados de la
hambruna. ¿Por qué conducto lo habéis sabido vos?
—Debería haberme mordido la lengua —contestó Eleazar—. La hambruna
es un secreto.
—Vamos, Eleazar —presionó José con visible irritación—. Deberíais daros
por satisfecho con que reconozca que vuestros informantes son mejores y
más rápidos que los míos. Estoy descontento con mis espías y conmigo mismo.
No necesito que preciséis nombres, sólo que me digáis si es posible que la
noticia haya llegado a Alejandría.
Eleazar fue incapaz de reprimir una sonrisa de suficiencia. Aquélla era una
de las raras ocasiones en que había ganado la partida a José.
—Mi espía de Roma consiguió enviarme el mensaje en el mismo Paquete del
despacho imperial. La noticia es fresca y reciente como la ttiisma primavera.
En tal caso os pagaré bien la información. Vos y yo compraremos todo el
grano almacenado en Egipto que nos permita nuestro caudal. Cargaré mis
barcos, desde luego, pero el resto lo dejaremos donde está. En cuanto la
noticia de la hambruna llegue a Alejandría, se doblarán o triplicarán los
precios. Entonces venderemos la reserva de cereal que mantendremos en los
almacenes.
—Amigo José, sois un genio. ¿Cuándo podrán zarpar vuestros barcos?
—No soy un genio, Eleazar. Si lo fuera, vuestros informantes de Roma
trabajarían para mí y no para vos. Como los mares no ofrecen seguridad para
navegar hasta dentro de un mes, disponemos de tiempo suficiente para
prepararlo todo.
Eleazar hizo ademán de hablar, pero José se le adelantó.
—No, no esperaremos a tener garantizada la seguridad, Eleazar. Los
capitanes y los marineros saben que su oficio entraña riesgos. Oíd lo que
vamos a hacer...
Mientras se vestía a toda prisa, José explicó a Antíoco lo que había
contado Eleazar y lo que se proponía llevar a cabo.
—Debo pedirte que te quedes aquí, Antíoco, para cuidar de Aarón.
—Por supuesto.
—Envía mensajes a la puerta de Damasco para alquilar carros con caballos
y conductores. Procura contratar los servicios de varios guardias para mi
viaje, para la casa y para Arimatea. Si todo va bien, llegaré al pueblo antes
del anochecer y mañana les informaré del asunto del censo. Al ser el
sabbath, se encontrarán todos reunidos en la sinagoga. Ahora debo ir al
templo.
—Cuando volváis ya habré mandado a los chicos.
Todas las casas de notables disponían de un mínimo de seis jóvenes
esclavos especialmente preparados para memorizar mensajes que transmitían
de forma oral. Los documentos escritos se enviaban en raras ocasiones, ya
que el papiro y la vitela eran en extremo caros.

Los rituales sagrados del templo se iniciaban todos los días al rayar el
alba. José descendió con paso apurado las empinadas calles de la colina
occidental, tomó el viaducto que sorteaba la ciudad baja y llegó a una de las
puertas del templo justo cuando la abrían.
Saludó a los oficiales del templo sin detenerse a conversar y luego
atravesó apresuradamente el atrio de los gentiles y el de las mujeres, en
dirección a las colosales puertas de la entrada de Nicanor. Los primeros
rayos de sol arrancaban rojos destellos en el metal, de tal modo que parecía
que las puertas fueran de fuego.
José se paró, de repente impresionado. La música del primer rito
sacrificial del día parecía proceder del mismo firmamento y no del corazón
del templo, y el intenso olor a incienso tenía un halo de misterio, surgido de
pronto entre el fresco aire del amanecer.
Era un raro acontecimiento encontrarse prácticamente solo en losvastos
recintos, aún inmersos en la penumbra, de los atrios del templo. Pronto todo
aquello se llenaría de gente, animales, guardias, sacerdotes y levitas, de ruido
y trajín, de un murmullo general de voces que pugnarían por hacerse oír entre
las demás. Los habitantes de Jerusalén utilizaban los dos atrios exteriores
del templo como espacios seculares de encuentro, donde charlaban y reían
con los amigos y cerraban incluso negocios. Por ello, no era infrecuente
perder la conciencia de la Divinidad que residía en el tabernáculo, invisible y
todopoderosa.
José sintió en ese momento la presencia Divina y lo asaltó un sentimiento
de vergüenza, porque había acudido al templo a atender sus propios intereses
y no para rendirle adoración.
José traspuso con unción las relucientes puertas de cobre que daban
acceso al atrio de Israel. La música era más intensa allí, y también el olor a
incienso, mezclado con el humo del cordero sacrificial que se consumía más
allá, en el imponente altar de piedra del atrio de los sacerdotes. Era la
ofrenda al Altísimo, ordenada por la ley de Moisés.
José permaneció en silencio hasta que concluyeron las ceremonias.
Entonces habló en voz baja con uno de los sacerdotes, un joven llamado
Tarfón. Al cabo de poco más de una hora, José regresó en compañía de
Eleazar. Tarfón los esperaba.
En el atrio de los sacerdotes, al que tenían prohibido el acceso los laicos,
había muchas cámaras de tesoro. Algunas de ellas contenían las riquezas del
templo; cálices, incensarios y aguamaniles de oro y plata, sus vastas
acumulaciones de monedas que procedían del diezmo pagado por todos los
judíos de Israel y del medio siclo que pagaban todos los judíos adultos del
mundo, y los donativos de metales y piedras preciosas que ofrecían los ricos
como muestra de gratitud a Dios. Aparte de ello, algunas de las cámaras
servían para que la gente dejara en depósito sus caudales individuales.
José y Eleazar habían ido a retirar una parte de su dinero, para comprar
cereal en Alejandría.
—No podréis acarrearlo solos —observó Tarfón.
—He mandado ir a varios hombres al atrio de los gentiles para cargarlo —
explicó José—. Ya deben de haber llegado. Los guardias nos ayudarán a llevar
los sacos hasta allí, ¿verdad?
Aquélla era una práctica habitual.
—Desde luego —convino Tarfón con una sonrisa—, pero tardarán un poco
más de lo que tal vez pensáis. He conseguido disponer las cosas tal como
habéis solicitado.
Los sacos de cuero pesaban mucho, porque al oro que contenían se le había
añadido arena para impedir que se oyera el sonido característico del roce del
metal.—¿Y la otra petición? —preguntó José, a sabiendas de cual sería la
respuesta.
—Tenéis mi palabra de que está cumplida —contestó, sonriendo, Tarfón.
José y Eleazar correspondieron con una sonrisa al sacerdote. Habían
pedido que se transfirieran algunos sacos de su oro —sin arena— al tesoro
del templo, en muestra de agradecimiento a Dios por haberles sido concedida
la oportunidad de hacer negocio con el grano de Alejandría.
En el atrio de los gentiles, Antíoco y los esclavos que había seleccionado
éste cargaron los sacos a hombros para llevarlos a los carros alquilados que
aguardaban fuera. En ese estadio de su desarrollo, la economía del
Mediterráneo no contaba aún con ningún sistema de crédito ni de pagarés y,
por tanto, todas las transacciones de compra y venta debían realizarse
mediante oro, plata o bronce.
Ese mismo día, antes del crepúsculo José se hallaba en Arimatea con su
familia. Su plan funcionaba, por el momento, según lo previsto. Antíoco había
contratado antiguos soldados que acompañaron a José en el espacioso carro
alquilado. Todos eran curtidos combatientes e iban armados hasta los
dientes. Ninguno de ellos estaba al corriente de lo que contenían los sacos
que llevaba apilados a su lado en el carro más pequeño.
El servicio de la sinagoga siguió su curso normal a la mañana siguiente.
Primero hubo una lectura de la Tora —los cinco libros de la ley— en hebreo.
Después otro hombre del pueblo repitió el texto, esta vez en arameo, para
asegurar la perfecta comprensión por parte de todos. A continuación, una
tercera persona comentó el pasaje de la Tora, explicando e interpretando su
sentido.
Ese día participaron en el servicio el alfarero del pueblo, que era también
el maestro de la pequeña escuela para niños, y dos campesinos, padre e hijo.
Después del salmo de acción de gracias que entonaron todos los
asistentes, llegó el momento en que, de acuerdo con la práctica común,
cualquier miembro de la congregación podía dirigir unas palabras a los
asistentes. José se puso en pie y los lugareños se volvieron hacia él con
actitud anhelante, ansiosos por saber qué lo había llevado a acudir a Arimatea
acompañado de una escolta armada.
Cuando les explicó que habría un censo y el aumento de los tributos que a
buen seguro ello entrañaría, se elevó un coro de agitadas exclamaciones. La
mayoría de la gente no conservaba recuerdos de la última vez que se había
elaborado un censo. Muchos aún no habían nacido y otros, como José, eran
muy niños por entonces y no habían captado el sentido de la presencia de
aquellos hombres uniformados que revisaban las propiedades y hacían
preguntas a los mayores.
—Escuchadme con atención y creed lo que os diré —advirtió José—. No
intentéis ocultar nada a los hombres que vendrán, y no les presentéis
resistencia por más rudos o insultantes que se muestren. Si os roban vuestro
mejor cordero o rompen las tinajas de vino, no protestéis, aunque ardáis de
furia. Yo sé hasta dónde alcanza el poder de Roma, y es mayor de lo que
imagináis. Aplasta a quien lo desafía. Lo pagaríais muy caro, con vuestra
sangre y la sangre de vuestros hijos.
En la pequeña sinagoga resonaron murmullos de rabia, miedo y
desesperación.
Entonces un joven se levantó.
—¿Acaso es el poder de Roma superior al de Dios? Nos enseñan que la
tierra y todos sus frutos y criaturas le pertenecen a El, al Altísimo, y no a
esos idólatras de Roma. Yo propongo que nos unamos a quienes están
dispuestos a luchar por restituir la tierra de Dios al pueblo de Dios. Me
avergüenza la cobardía que domina nuestras vidas. ¿Debemos vivir como
bestias brutas que, uncidas, arrastran el arado a fuerza de latigazos para
que nuestros opresores se queden con el fruto de nuestro trabajo? Si somos
hombres, debemos actuar como tales.
El padre del muchacho lo agarró del brazo y lo obligó a sentarse en el
banco.
—Os ruego que perdonéis a mi hijo —dijo—. Es un soñador, y aún no sabe
lo que es la vida.
Las discusiones sostenidas en voz baja preñaron el ambiente de tensión.
De repente se hizo el silencio. Rebeca se dirigió con paso lento al estrado.
—¡Basta! —dijo en tono contundente—. A todo hombre y a toda mujer le
ha sido concedido el don de la vida. Quienes no lo valoren son libres de
sacrificarla por sus creencias, pero no tienen derecho a exigir que los demás
hagan lo mismo, ni a sacrificar las vidas de sus vecinos o de sus hijos. Que
cada cual obre según su conciencia, sin fomentar la discordia.
»Yo soy ya muy vieja, pero os aseguro que pienso disfrutar de todas las
horas de vida que aún me queden. La vida es un don más valioso que las perlas.
Sé de qué hablo.
«Ahora id a vuestras casas y compartid la comida del sabbath con vuestra
familia. Yo así lo haré. Estoy hambrienta.
Rebeca se encaminó a la puerta y salió a la plaza. Los demás, que salieron
tras ella, la vieron levantar la cara hacia el cielo y el sol, para aspirar el
aroma que procedía de los campos. Luego sonrió y, por un instante, adoptó la
apariencia de una muchacha.
La vida es hermosa —exclamó.—Eres maravillosa —dijo José a su abuela
al despedirse a la mañana siguiente—. No te inquietes por lo que pueda pasar.
Diré a los soldados que vigilen en especial a ese joven exaltado que tomó la
palabra en la sinagoga.
«Regresaré en cuanto pueda. Beberemos juntos el nuevo vino del año.
—Tú bebe todo el que quieras, José —contestó, riendo, la anciana—. Yo
tomaré el vino añejo de mi reserva especial. Es mucho mejor.

El carro grande traído de Jerusalén se quedó en la alquería. Dos soldados


partieron flanqueando otro de mayores dimensiones, con seis ruedas, que
había prestado Amos. Iba cargado de enormes tinajas, que se hallaban
forradas con paja para evitar posibles roturas y que contenían aceite de oliva
de calidad inferior, elaborado en la tercera prensa de la aceituna y que sólo
servía para alimentar las lámparas. José había comprado el aceite a su
familia. Tras romper la capa de cera que cubría la boca de las tinajas, él y
Sara habían introducido monedas de oro envueltas en lino y luego habían
vuelto a taparlas.

43

Al llegar a Cesarea, José se dirigió a sus oficinas de la zona del puerto. Su


agente, Stratos, lo saludó con júbilo, sorprendido de verlo en aquellas fechas
del año.
José le dirigió una mirada de reconocimiento, no exenta de afecto.
—Stratos, estamos a punto de conseguir lo imposible.
Stratos se cubrió la cabeza con el brazo, como si se protegiera de algún
peligro.
—Otra vez no, por favor —gimió con dramatismo. Luego miró a José y se
echó a reír—. No sé por qué, pero sospecho que pronto no voy a tener tiempo
para comer y dormir como Dios manda.
—Porque no os va a quedar más remedio. Tengo un cargamento de aceite
muy especial que debo guardar sin tardanza en la cámara acorazada. Dadme
las llaves y vos os ocuparéis de avisar a todos los marineros e iniciar los
preparativos para que los barcos se encuentren listos para zarpar.
—La mayoría de los marineros está en sus casas, José —señalo egriego,
con repentina seriedad—. La temporada de navegación no ha comenzado aún.
Algunos viven lejos, en Damasco, por ejemplo.
—Entonces, enviadles mensajeros muy veloces.
—Aunque no me va a gustar la respuesta, debo preguntároslo. ¿Cuándo os
proponéis zarpar?
—Dentro de cuatro días como máximo.
—No es posible.
—Lo será. Nosotros nos encargaremos de que lo sea.

En su recorrido por las calles de Cesarea , viendo la ubicua presencia de


los romanos, José había descartado la necesidad de disponer una guardia
especial en su casa. Después de poner a recaudo las ánforas de aceite en la
cámara acorazada, pagó a los soldados que las habían traslado hasta allí.
—Devolved el carro a mi hermano en Arimatea —les indicó— y después
montad un campamento en las afueras del pueblo, cerca del camino. No
preveo que haya disturbios, pero si los hubiera, proteged a mi gente. Vendré
a veros a mi regreso y os pagaré por el tiempo que habréis pasado allí.
Débora también se sorprendió de ver aparecer a José, pero el reci-
bimiento que dispensó a su esposo fue menos caluroso que el de Stratos.
—No te alarmes —le dijo José—. Comeré algo en mi habitación y luego me
iré a acostar. Me quedaré sólo unos días en la ciudad y pasaré casi todo el
tiempo en el puerto.

Stratos obró prodigios. Al cabo de tres días, la pequeña flota de José


estaba cargada, con la tripulación al completo, lista para zarpar. Durante ese
tiempo José hizo un paréntesis para visitar a Coponio; vistió su mejor túnica
y manto de seda, y le llevó como regalo la estatuilla griega. El joven romano
quedó tan impresionado y agradecido como José había previsto.
José echaba de menos a Antíoco. El gálata ya debía de haber averiguado
la identidad del valioso informante que tenía Eleazar en la residencia de
Coponio, y a buen seguro lo habría convencido para que trabajara también
para José. Aunque Stratos tenía en nómina tres informantes, no cabía duda
de que el de Eleazar era mejor.
Aquella cuestión debería esperar. El viaje era más importante en ese
momento. José saludó a los capitanes de las naves a su llegada y les confió el
puerto de destino y el motivo de la prisa. Cuando se hubo incorporado la
totalidad de los marineros, supervisó personalmente la carga de la frágil
mercancía, que distribuyó a partes iguales entre las seis galeras. Gracias a
Dios, nunca había naufragado ninguno de sus barcos. No obstante, aún
faltaban varias semanas para el comienzo del buen tiempo y no era prudente
correr demasiados riesgos. Si los temporales y el mar engullían una de sus
galeras, perdería al menos sólo una sexta parte del oro.
El Águila pasó junto al faro de Alejandría siete días después. José saludó
su visión con alivio. La poderosa borrasca con la que se habían topado le había
recordado cuan atinados eran los límites que los marineros habían fijado
mucho tiempo atrás para el inicio de la actividad marítima.
—Quédate a recibir a las otras galeras —dijo a Barca—. Yo iré a hacer los
tratos para la compra del cargamento.
Ninguno de los dos expresó la preocupación que ambos sentían por el
resto de la flota. No habría servido de nada, y además el peligro era un hecho
real en la vida de todo marinero.
—¡José de Arimatea! ¡Bienvenido! —El encargado de aduanas, su amigo
Alejandro, lo acogió con un caluroso abrazo—. Os serviré una copa de vino y
mientras tanto me explicaréis qué mosca os ha picado para aparecer tan
pronto por Egipto.
—Estaba impaciente por saber si vuestro hermano había acabado su nuevo
libro —bromeó José—. Ya sabéis lo mucho que me agradan sus escritos.
Alejandro prorrumpió en estrepitosas carcajadas. Tanto él como José
reconocían sin rubor que no comprendían nada de las teorías filosóficas que
estaban procurando celebridad a Filón de Alejandría en todo el imperio
romano.
—Estará contento de aburriros hablándoos de él esta noche durante la
cena —vaticinó Alejandro—. Por desgracia, Micah no nos acompañará. Se
encuentra fuera y no regresará hasta dentro de un mes. Por lo general no
honráis nuestra ciudad con una visita hasta más entrado el año.
—Muy bien, amigo mío —dijo José con una sonrisa. No se le escapaba que
Alejandro ardía de curiosidad—. Volved a llenarme la copa y os explicaré por
qué estoy aquí.

Alejandro fue un valiosísimo aliado. Por otra parte, estaba tan en-
tusiasmado con la audaz aventura de José que sólo le subió un poco el
porcentaje de su «comisión» habitual.
—Ni siquiera notaréis el incremento, José —advirtió, riendo Os compraré
ese aceite barato para las lámparas del faro.En cuestión de diez días, la
operación estuvo concluida. Las galeras, que habían llegado a puerto sin
percance, aguardaban con las bodegas llenas de grano, listas para hacerse a
la mar. José y Eleazar eran propietarios de más de una quinta parte del
cereal que se hallaba almacenado en los graneros de Alejandría. Alejandro se
ocuparía de venderlo cuando la noticia de la inminente hambruna de Roma dis-
parara los precios. El montante de los beneficios quedaría a su cargo hasta
que José volviera a reclamarlos, para lo cual habría que esperar a la
conclusión del censo y tasación que los romanos llevarían a cabo en Israel.
—Os felicito, José —dijo Alejandro al despedirse—. No es poca cosa
haber conseguido todo esto antes del inicio de la temporada. Me honra ser
depositario de vuestra amistad.
—Sobre todo si además os sirve para llenaros un poco más los bolsillos —
replicó José de buen humor—. Bueno, yo también salgo beneficiado. Mis más
sinceras gracias, Alejandro. Decid a Filón que me resultó muy instructivo su
discurso. Nos veremos cuando las circunstancias lo permitan.

El viaje de Alejandría a Roma transcurrió con exasperante lentitud. Los


vientos del norte y del noreste creaban una especie de barrera que debían
sortear navegando en diagonal, con lo cual sólo avanzaban cinco millas reales
por cada sesenta recorridas. José partió de Alejandría la tercera semana de
mayo y desembarcó en Italia a principios de julio.
Desde la cubierta del Águila había visto varios birremes romanos y sabía
que había muchos más en el mar. Todos se dirigían a Alejandría, a comprar
grano. José se felicitaba de su astucia.
En realidad, no eran los enormes beneficios que estaba obteniendo la
causa de su placer. Al igual que Eleazar, poseía ya suficiente dinero para vivir
con holgura el resto de su vida. Lo que contaba para José era el riesgo de la
empresa, la emoción de desafiar los mares y los vientos antes del periodo
normal, de reconocer y cazar al vuelo una oportunidad. A José le gustaba
ganar.
Cuando el Águila se adentró en el gran puerto de Puteoli, José expresó a
Barca su contrariedad por la repetida demora de las obras de ampliación del
pequeño puerto de Ostia, que el emperador había asegurado una y otra vez
que se iban a emprender.
—Desde aquí hasta Roma hay un centenar de millas. En Ostia, podríamos
trasladar las mercancías a barcazas y llevarlas a la capital remontando el
Tíber.
Barca le dio la razón, como había hecho en tantas otras ocasiones,cada
vez que se aproximaban a Puteoli. Estaba convencido que aquella misma
conversación se repetiría muchos años más, aunque siempre omitía
comentárselo a José.

En cuanto tuvo conocimiento del cargamento que transportaba el Águila, el


práctico del puerto mandó avisar de inmediato a los mercaderes de cereales
de la ciudad. Al poco rato José tuvo el gusto de presenciar el espectáculo de
la ruidosa y frenética puja que mantuvieron los cinco ansiosos comerciantes
que competían por comprar las toneladas de trigo y cebada.
—Yo correré con los gastos de las merecidas vacaciones de toda la
tripulación mientras paso unos días en Roma con mis amigos —notificó José a
Barca—. A ti, mi valiente capitán, te sugiero el establecimiento más lujoso de
toda la bahía de Napóles. Te tienes merecido eso, y más.
—Sí, disfrutaré de «más», y en abundancia. Con la mitad de los beneficios
de este viaje no voy a parar de sonreír durante una larga temporada, y a la
tripulación le ocurrirá lo mismo. Si a ello sumamos las ganancias de Belerión,
podremos retirarnos todos y no volver a navegar más. ¿Qué haréis entonces
con vuestros barcos?
—Iré a recibiros a Cesarea al inicio de la temporada del año próximo.
Para entonces, después de tantos meses de estar con vuestras esposas e
hijos, estaréis ansiosos de volver a la plácida vida de a bordo.
—¡Qué va! —exclamó Barca, aunque sabía que José estaba en lo cierto—.
¿Para cuándo tenéis previsto partir hacia las islas del estaño?
José reflexionó un instante antes de contestar. Aquel viaje había
trastocado las fechas habituales, ya que por lo general iban a Roma a su
regreso de Belerión.
—Deberé quedarme aquí hasta que lleguen las otras galeras, para vender
el grano —musitó—. Después habrá que planificar las rutas con los capitanes.
Luego son seis días de viaje de ida y vuelta a Roma, más el tiempo que me
quede allí. No sé. —Sacudió la cabeza, riendo—. Te lo diré mañana, Barca.
Después de disfrutar de una buena cena y una mullida cama, estaré en
condiciones de pensar con mas claridad.
Al día siguiente, sin embargo, dio instrucciones al capitán del Águila de
preparar el barco para zarpar en cuanto hubieran llegado las otras galeras.
Se había enterado de que la hambruna de Roma había quedado relegada a un
segundo plano, eclipsada por los horripilantes e inéditos peligros que
amenazaban a la totalidad del imperio, incluida Judea. Al otro lado del
Adriático, frente a Italia, la revuelta había cundido en dos extensas
provincias. Dalmacia y Panonia se hallaban sumidas en el caos; las matanzas,
los combates y los pillajes se habían propagado por todo el territorio. Las
insurrecciones eran algo bastante frecuente en todo el imperio. José podía
atestiguarlo, pues Judea no era una excepción. Con todo, las célebres
legiones de Roma siempre acudían con prontitud a sofocar los levantamientos
y daban inevitablemente muerte a los rebeldes.
Ahora los rebeldes estaban ganando. En Panonia, los campamentos
fortificados de las cuatro legiones habían sido invadidos y destruidos. Las
villas de los acaudalados ciudadanos de Roma y las ciudades residenciales de
la costa con población romana habían sufrido saqueos e incendios, y sus
habitantes habían sido asesinados. El invencible poder del ejército de Roma
había quedado en entredicho. Los rebeldes estaban unidos y disponían de un
ejército de más de doscientos mil soldados de infantería y casi diez mil de
caballería, armados y equipados con el material capturado a las tropas
romAnas a las que habían derrotado y masacrado.
—Se dirigen a Roma —le había dicho a José en una taberna un fatigado
centurión con el que tomó unas copas—. Augusto ha dispuesto que todos los
patricios abandonen la ciudad para instalarse en sus propiedades del campo y
ha reclutado a todos los hombres en edad de luchar, esclavos y senadores
incluidos. —El curtido veterano apuró la copa y emitió una sorda y amarga
carcajada—. ¡Senadores! ¿Os lo imagináis? El mismo emperador acudió en
persona a su inútil asamblea de la curia. «Las hordas de bárbaros podrían
estar en las calles de Roma de aquí a diez días —dijo—. Quedáis alistados
todos en el ejército.» ¿Y qué espera César que hagan, que martiricen a los
dirigentes rebeldes con su oratoria hasta que éstos se rindan, cansados de
oír sus peroratas?
—¿Diez días? ¿Es posible? —José no podía creerlo.
—De momento no ha ocurrido, y eso ocurrió hace dos semanas . Pero si
Tiberio no llega con sus legiones de Germania a tiempo para contener el
avance de los rebeldes, atravesarán los Alpes y continuarán hacia Roma. El
peligro es real. Yo he venido aquí para reclutar a ios hombres de la ciudad y
conducirlos a Macedonia. Las legiones de allí han quedado reducidas a una
cuarta parte y necesitan refuerzos para sustituir a los soldados que se han
desplazado hacia el norte en persecución del ejército dálmata. Cuando se
propague la noticia de que nuestras legiones no son invencibles, un buen
número de provincias podrían tratar de repetir lo que han hecho los dálmatas.
José durmió poco esa noche. Judea era una de esas probables pro-encías
y, para colmo, en ella se estaba elaborando un censo.Con todo, había que
tener presente que las noticias se propagaban con lentitud, de manera
imprevisible, y a menudo eran poco fiables. De todas formas, la derrota y
destrucción de las legiones de las provincias del Adriático constituía una
novedad tan revulsiva que no podía dejar de extenderse por la totalidad del
imperio; incluso hasta el pueblo llano de Judea, entre el que los ánimos
estaban ya bastante encrespados.
Debía regresar a casa con la mayor celeridad. Antes de que sus seres
queridos salieran malparados... a manos de los rebeldes o de los romanos.
44

En Cesarea no se advertían muestras evidentes de preocupación entre la


soldadesca romana ni tampoco entre la población. La plaza se encontraba
abarrotada de elegantes compradores y de artistas callejeros, y ni en el
teatro ni en el circo se había suspendido ninguna función.
Aun así, José tomó la precaución de contratar protección para su viaje a
Arimatea y Jerusalén, y Barca asignó turnos de guardia a bordo del Águila,
que se prolongarían mientras la nave permaneciera en puerto.
—No sé cuándo podré regresar —dijo José a Barca—, pero si es factible,
iremos a Belerión este año.
Se marchó de inmediato, sin dedicar una visita a Débora. Habían recorrido
poco trecho cuando se produjo el ataque. José, que cabalgaba al lado del
cabecilla de los ocho guardias, un sirio llamado Sareptes, estalló en risas al
ver que éste desenvainaba la espada. Le parecía increíble que se tomara como
una auténtica amenaza a las docenas de niños que bajaban corriendo y
gritando por la ladera de la colina que se elevaba junto al camino.
Entonces una angulosa piedra lanzada con una honda impactó en la frente
de Sareptes. La sangre brotó a borbotones, y salpicó ajóse en la cabeza y la
espalda. Su caballo se encabritó, lo arrojó al suelo y se alejó al galope.
Entre una lluvia de piedras, los caballos relinchaban aterrorizados y los
hombres hablaban a voces, creando una confusa algarabía.
Los gritos infantiles se convirtieron en agudos alaridos mientras, a lomos
de sus caballos, los guardias asestaban mandobles y estocadas contra los
niños bandidos.Todo concluyó en un par de minutos. José, que para entonces
ya se había levantado, corrió hacia Sareptes.
—¿Necesitáis tratamiento para esa herida? —le preguntó al observar su
ensangrentada cara—. Podemos volver a Cesarea .
—Llevo un ungüento en las alforjas y uno de mis hombres sabe coser
heridas —respondió Sareptes, desmontando—. Lo hará mientras mis hombres
atrapan y traen de vuelta vuestro caballo. —Hizo un ademán a dos de los
guardias, y éstos partieron al galope—. Primero debemos rematar el trabajo.
—Dirigió un gesto a los cinco guardias restantes, que bajaron de sus
monturas para reunirse con él. Uno de ellos mantenía el brazo derecho
doblado y lo apoyaba en la mano izquierda—. Sostén las bridas con el brazo
ileso —ordenó Sareptes—. Nos ocuparemos de ese brazo roto dentro de un
minuto.
El aludido se sentó, con el brazo derecho apoyado en las rodillas, y soltó
una sarta de maldiciones en varios idiomas, mientras Sareptes y los demás
pasaban entre los cuerpos tendidos, volviéndolos con los pies para
cerciorarse de que estaban muertos. A los niños que aún respiraban los
pasaron a cuchillo. Cuando volvieron al camino, tenían las botas y las piernas
salpicadas de sangre.
Para entonces se aproximaba un grupo de hombres que conducían un
rebaño de ovejas en dirección a Cesarea . José se apresuró a salir a su
encuentro, con las manos en alto, para demostrar que no iba armado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el joven pastor.
—Un ataque de niños bandidos —respondió José—. ¿Dónde queda el pueblo
más cercano? Tengo que encontrar a quien los entierre y, si logro averiguar
quiénes son, notificarlo a sus familias.
Al joven pastor se le demudó la cara. Un hombre mayor, probablemente su
padre, acudió a su lado.
—Ve a ver si tu hermano es uno de ellos —dijo. Después miró a José, con
los ojos hundidos en una telaraña de arrugada y cenicienta piel—. ¿Habéis
sufrido alguna baja? —preguntó sin emoción, en tono apagado y resignado.
—Nada de importancia —contestó José—. Espero que no le haya ocurrido
nada tampoco a vuestro hijo.
—Si no ha sido esta vez, será la próxima, en otro lugar —afirmó el pastor
—. Está infectado por el ánimo de la rebelión que capitanea ese Judas el
Galileo.
»Los secuaces del Galileo están mejor organizados y armados, y además
ellos sólo luchan contra los romanos, pero la fiebre se extiende con rapidez.
Los jóvenes son exaltados e ignorantes. Para ellos, cualquier hombre que vaya
a caballo constituye un enemigo.
Estaba mirando por encima del hombro de José ahora y a sus ojosasomó
un atisbo de emoción. José se volvió y vio que el joven pastor se acercaba,
sacudiendo sonriente la cabeza. No cabía duda: entre los cadáveres no había
identificado a su hermano.
El hombre mayor señaló un sendero que partía del camino.
—El pueblo queda a menos de un kilómetro y medio —informó—. Nosotros
nos vamos.
Alzó el cayado y los hombres que se habían quedado junto al rebaño
comenzaron a emitir los peculiares sonidos cuyo sentido sólo comprendían
ellos y sus corderos.
José tomó el sendero y al poco rato regresó con dos hombres del pueblo.
Les bastó una mirada para confirmar que ninguno de los niños muertos era del
pueblo, aunque reconocieron a dos.
—Nosotros nos encargaremos de todo —dijo uno de ellos a José—.
Gracias por habernos avisado.
—¿Me permitirán pagar las familias los flautistas y las plañideras? —
preguntó—. Lo tendría por un honor.
El hombre aceptó las monedas que le tendió José, sin dar las gracias, pues
éste lo habría considerado un insulto. Después José se reunió con Sareptes y
sus guardias. El que se había roto el brazo lo llevaba en cabestrillo y
Sareptes exhibía en la frente un cosido de oscuros hilos.
—Debemos apurarnos para llegar a Arimatea —anunció José.
Sareptes ordenó montar a sus hombres y ayudó a subir a José a su
caballo, ya recuperado. José aún no había tomado las riendas cuando
Sareptes ya se había situado a lomos de su montura a su lado. Emprendieron
la marcha al galope.

Nada había enturbiado la paz de Arimatea. El inventario del censo se


había ejecutado sin incidentes, y ni a la alquería ni al pueblo habían llegado
noticias de la existencia de Judas el Galileo.
José contó a su familia lo poco que sabía sobre la rebelión y la sublevación
de Dalmacia, y encargó a su hermano Amos que comunicara a los del pueblo
las noticias que considerara oportunas.
—¿De veras sucumbirá Roma al ejército rebelde? —preguntó Caleb-
—En caso afirmativo, acabaremos por enterarnos —le respondió José—.
Es posible que ya haya ocurrido, aunque no advertí ningún desasosiego
especial entre las tropas de Cesarea . ¿Quién sabe lo que puede pasar? Sólo
nos queda adaptarnos a la situación presente y esperar a conocer el
desenlace.
—Ese Judas —exclamó con enojo Amos— podría haberse quedado en
Galilea a hacer sus tropelías. ¿Quién le manda sembrar la agitación en Judea?
—Jerusalén está en Judea, y los conflictos siempre se concentran en
Jerusalén, aunque se hayan iniciado en otro lugar. Mañana iré a la ciudad. Si
me entero de algo que os convenga saber, os enviaré un mensaje.

Esa noche, con Sara en sus brazos, José se olvidó de que más allá de las
paredes de su casa el mundo estaba en una fase de ebullición. Cuando se
despidió de ella a la mañana siguiente, se sentía con fuerzas para afrontar
cualquier problema que le deparara la vida.
Pagó una generosa suma de dinero a los guardias que se hallaban
apostados en las afueras del pueblo y éstos accedieron a quedarse hasta
recibir nueva orden.
—En marcha —dijo a Sareptes—. A Jerusalén.

Antíoco aseguró que todo estaba en calma. En los atrios del templo y en
las calles de la ciudad baja se formaban, por supuesto, grupos de gente que
expresaba a voces sus quejas contra el censo y la opresión romana o que
discutían furtivamente ideas y planes de probable carácter sedicioso, pero
en Jerusalén venía ocurriendo lo mismo desde hacía décadas.
Todo el mundo hablaba de Judas el Galileo, pero por lo visto nadie sabía
gran cosa de él. Unos afirmaban que era un rabino respetado en su tierra
natal. Otros sostenían que era hijo de un Judas anterior, que había
encabezado una sublevación en los tiempos del rey Herodes y había sido
ejecutado. No obstante, Judas era un nombre muy corriente; debía de haber
miles de ellos tanto en Judea como en Galilea. Lo único que se sabía con
certeza era que ese Judas aún no había dirigido ningún ataque contra las
fuerzas romanas que estaban apostadas en Jerusalén, a las que de todos
modos no habría tomado precisamente desprevenidas.
¿Una revuelta triunfal en Dalmacia? No, nadie había comentado nada al
respecto.
En la casa, la vida transcurría con placidez. Aarón había pasado, como de
costumbre, la mayor parte del tiempo en la academia de Hi-Uel y con sus
compañeros de estudios en la casa de comidas cercana al centro. Cuando
estaba en la casa, se iba a su habitación a estudiar o a dormir.
En resumidas cuentas, José, no veo motivos para que supendáis el viaje a
Belerión. Ni tampoco para que no os llevéis a vuestro fiel esclavo celta como
acompañante. Me he aburrido sobremanera.
—Pero el censo...—Les enseñé toda la casa —explicó Antíoco entre risas—,
las meticulosas y creativas cuentas financieras elaboradas por mí y vuestro
documento de ciudadanía romana, con el perfil en relieve del emperador, su
sello y su firma. Se comportaron con extrema educación. —El gálata esbozó
una sonrisa—. Olvidé mencionar que estabais en Egipto, amasando y ocultando
una gigantesca fortuna. La aventura se coronó con éxito, si mal no supongo.
Con las recientes preocupaciones por los peligros y discordias que
dominaban la escena, José casi había olvidado aquel triunfo.
—Con un éxito rotundo —confirmó a Antíoco, sonriendo—. Más tarde te lo
explicaré en detalle. Ahora es mejor que vaya a informar de las buenas
noticias a Eleazar.
Regresó a casa, tras celebrar su buena fortuna con su amigo, de un humor
excelente. Su contento aún fue mayor al ver que Aarón estaba esperándolo.
Quizás el muchacho deseara averiguar algo más sobre los pepinos, aventuró
alegremente José. Tal vez hubiera alguna chica que le gustaba...
—Padre, falta poco más de seis meses para mi mayoría de edad, para mi
presentación como hombre —dijo Aarón. Parecía incómodo, como si no supiera
de qué forma continuar.
José le sonrió afectuosamente, pensando que había acertado en sus
suposiciones.
—Así es, hijo mío. Será uno de los acontecimientos más importantes de tu
vida. He reflexionado mucho sobre ello. Por lo general, un sacerdote se
encarga de impartir consejo y admoniciones sobre la ley a los muchachos
antes de que se les franquee la entrada en el atrio de Israel para realizar su
primer sacrificio como hombres. Mi intención es, sin embargo, que sea el
propio sumo sacerdote quien te administre consejo. Y para tus sacrificios,
habrá una docena de carneros y el incienso más puro.
«Después, en la celebración en casa ofreceremos un festín más refinado
que cualquiera que se haya servido jamás en Jerusalén, ni siquiera por la
época del rey Salomón. —José aguardó a oír algún comentario admirativo por
parte de Aarón, pero éste mantenía una expresión sombría.
—De eso quería hablarte. No deseo que me preste consejo el sumo
sacerdote —dijo—. Prefiero que sea Hillel quien me instruya sobre la ley.
—¡Necio! —le gritó José, dominado por la rabia—. ¡Insensato. ¿Cómo es
posible que un hijo mío sea tan idiota? Admito que no es malo escuchar las
enseñanzas de esos maestros fariseos, pues nunca es excesivo el tiempo que
se invierta hablando de la sabiduría de la palabra divina. Pero nosotros somos
saduceos. Nuestra familia siempreha sido saducea. Siempre hemos recurrido
a la sabiduría de los sacerdotes del templo, los elegidos por Dios, y no a unos
pretendidos «sabios» salidos del arroyo. Obrarás de forma acorde a la
dignidad y a la posición que has tenido la fortuna de heredar. No consentiré
que te rebajes al nivel de cualquier infeliz que corre por las apestosas calles
de la ciudad baja.
Aarón se alejó, igual de enfurecido que su padre. Mientras contemplaba la
tensa retirada de su hijo, a pesar de que aún bufaba de rabia José lamentó
haber perdido los estribos. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿No encontraría nunca
una vía de acercamiento a su hijo?
A la mañana siguiente entró con paso vivo en el templo sin detenerse a
contemplar su esplendor ni fomentar el sentimiento de recogimiento y unción
que su imagen podía inspirar. Ese día no experimentaba piedad, sino rabia y
resentimiento. Iba en busca de Hillel, el hombre que le había arrebatado el
afecto de su hijo. Se abrió paso entre los grupos de hombres, mujeres y
animales que abarrotaban el atrio de los gentiles, sin prestar oídos a sus
exclamaciones de admiración ante el edificio cuya fama se había extendido
por todo el mundo, ni a los gritos de los vendedores ni a los regateos que
suscitaban la infinidad de productos que allí había a la venta. Por lo general le
complacían el color, el trajín y el bullicio, pero ahora no había tiempo para
tales distracciones. Al entrar en el atrio de las mujeres, divisó a Hillel y se
dirigió hacia él, ceñudo y con las mandíbulas apretadas.
El famoso doctor murmuró unas palabras a las personas que lo rodeaban
antes de ir al encuentro de José.
—Paz —dijo a modo de saludo.
Hillel presentaba una apariencia anodina; vestía una túnica de confección
casera, ceñida con una faja a rayas, un holgado manto de tosco lino de un
tono pardo descolorido y unas sandalias de cuero marrón. Estaba próximo a
cumplir los setenta, pero parecía más joven. Tenía una musculatura firme y la
piel atezada, ya que trabajaba como jornalero cuando no ejercía de maestro.
Tenía el pelo castaño, de un matiz algo más claro que el de su larga barba, y
tanto en el cabello como en la barba apenas se apreciaban cAnas . El
aspecto de Hillel, en suma, no tenía nada de particular.
Aquella primera impresión se transformaba cuando uno lo miraba a los
ojos, unos ojos despiertos que irradiaban inteligencia y humor, y en ese
momento—, compasión. José tuvo la incómoda sensación de que aquel hombre
conocía exactamente el motivo de su visita. «Si se esta riendo de mí... si, lo
que sería aún más insoportable, se compadece de mí...» Tales cavilaciones no
hicieron más que aumentar su aprensión y resentimiento. «Paz», había dicho
Hillel. ¿Acaso se trataba de un sarcasmo?José señaló la torre Antonia, la
fortaleza desde la que se dominaban los grandes espacios públicos del
templo, en lo alto de la cual montaban guardia varios soldados romanos.
—¿Es esto una señal de paz? —replicó—. Esperan que en cualquier
momento salte la chispa, y quizás incluso lo están deseando.
—¿Habéis venido a verme para hablar de eso, José de Anmatea?
—No, no...
José no acertó a definir, ni siquiera en su fuero interno, qué era lo que
quería decir. La incertidumbre era algo tan impropio de él que se sentía
confundido.
—Caminemos mientras conversamos —propuso Hillel, tocándole levemente
el brazo—. He constatado que en muchos casos viene bien estirar las piernas.
Su movimiento es mucho menos dificultoso que el de las ideas.
José comenzó a caminar al lado de Hillel.
—Ese Judas el Galileo —dijo el maestro— ha fracasado ya.
José empezó a escuchar con gran interés, intrigado por lo que Hillel
supiera de aquel rebelde.
—Es un rabino, un maestro, un siervo del Señor, igual que su compañero
Zaduc. —Hillel suspiró—. Creen que la ley que nos fue dada a los judíos es la
única que existe, y que debemos negarnos a obedecer las leyes de los
romanos, aun a costa de nuestras vidas. Nuestro pueblo pagará un terrible
precio por culpa de su celo, sin que Judea quede libre del yugo de Roma. —
Hillel volvió a exhalar un suspiro, más hondo que el anterior, y luego sonrió,
para asombro de José.
»José de Arimatea —prosiguió—, las palabras del sumo sacerdote Joazar
son las más atinadas en estos tiempos luctuosos. Todos los días, en el sermón
que dirige a la gente que se congrega en el templo, la anima a someterse al
censo que han ordenado los romanos. Y ahora decidme, ¿qué opinión tenéis de
Hillel? Estoy reconociendo que el sumo sacerdote, un saduceo, da mejores
consejos que esos rabinos, que son fariseos. A vos, que sois saduceo, ¿os han
complacido mis palabras o bien os han confirmado la idea de que ningún
fariseo es digno de confianza porque juega con las palabras y manipula y
tergiversa su sentido natural?
José no supo qué responder y así lo admitió.
—Hillel, yo no soy como Filón de Alejandría. No poseo cualidades para la
sutileza. ¿Qué pretendéis decirme?
—Que no soy enemigo vuestro, bajo ningún concepto —le respondió Hillel
con repentina seriedad, mirándole directamente a los ojos—. Me gustaría
entablar amistad con vos, aunque quizá no sea sencillo. Creo que merezco
vuestra confianza y que podría ganarme la. ¿Me habéis comprendido bien,
José? Esto es muy importante.Entonces fue José quien sonrió. Era imposible
dudar de la sinceridad de Hillel o mantener la rabia y el resentimiento en su
presencia.
—Contáis con mi confianza, Hillel, y me honra que queráis mi amistad.
Permitidme que os la ofrezca ahora.
—Aguardad un poco —contestó Hillel con una sonrisa—. Primero
hablaremos de Aarón.
José se puso en guardia, y confió en que Hillel no lo advirtiera, aunque
sabía que eso era imposible.
—Vuestro hijo os honra —aseguró Hillel— tal como exige la ley. No
obstante, tiene la certeza de que no igualará nunca vuestros extraordinarios
logros y eso le provoca resentimiento contra vos. Está convencido de que
siempre lo consideraréis un fracasado. Desde su punto de vista, nunca pasará
de ser eso comparado con su padre.
—Pero... su erudición... Yo nunca podría igualarlo en ese terreno.
—Con la erudición no se compran mansiones de mármol, José. Aarón es
joven aún, y la juventud genera confusión y un caudal excesivo de emociones.
¿No os ocurría lo mismo a vos? Recuerdo que a mí sí.
José quedó desarmado ante la afabilidad de Hillel. Casi podía ponerse en
el lugar de Aarón. Refirió al maestro la discusión que había tenido con su hijo
a propósito de las ceremonias y celebraciones previstas para su mayoría de
edad.
—Comprendo ambas posturas —dijo Hillel después de escuchar con
atención—. Le expondré esto a Aarón, lo escucharé y también le recordaré
que aún no es un hombre, por más que él piense lo contrario. Debe obediencia
a su padre. Se lo expresaré, desde luego, de una forma más diplomática, no
perdáis cuidado.
José y el sabio Hillel se echaron a reír.

Todavía conservaba la sonrisa en los labios cuando abandonó el montículo


del templo. Había perdido la conciencia del transcurso del tiempo mientras
caminaba y conversaba con Hillel. Se sentía mejor, más reconciliado con
Aarón, consigo mismo y con su futuro. Ése era el efecto que Hillel producía en
la gente.
Habían hablado, sin animosidad, sobre el duradero abismo que mantenía
distanciadas sus dos sectas, la saducea y la farisea.
Los saduceos eran tradicionalistas. Aceptaban los cinco primeros libros de
la Biblia, la Tora, como única verdad y única ley. Se consideraban
descendientes de Zadok, el sumo sacerdote del templo del y Salomón, y los
sacerdotes del segundo templo de Jerusalén salían de entre las filas de su
linaje. Rechazaban los libros de los profetas, Precursores de la práctica
farisea de interpretar y ampliar el sentido delas palabras que el Señor había
dejado escritas en la Tora. Para ellos la vida se circunscribía al presente: el
hombre obediente a la ley sería recompensado en vida con el éxito. La vida
postuma residía en el honor asociado al nombre que un hombre transmitía a
sus sucesores.
Los fariseos representaban un aspecto del judaismo de más reciente
formación, que aún se hallaba en fase de desarrollo. Respetaban el templo y
contribuían a él con diezmos, el tributo del medio siclo anual y sacrificios en
su altar. Sus actividades principales se desarrollaban, sin embargo, en las
sinagogas, el lugar donde se reunía la gente humilde para aprender las
enseñanzas de la Tora y de los profetas, y reafirmar su devoción por el Dios
Único.
Creían en un mesías, que redimiría a los judíos del sufrimiento y destruiría
a sus opresores, y en la resurrección de los muertos en el día del Juicio Final,
cuando a los buenos se les recompensaría con la vida eterna y los pecadores
serían arrojados al horror eterno del infierno.
Para los doctores como Hillel, el principal objetivo de la vida estribaba en
el descubrimiento y transmisión de la verdad divina. Reconocía, al igual que
todos los fariseos, que el mundo había cambiado desde los antiguos tiempos
en que se escribió la Tora, destinada a un pueblo agrícola seminómada. De
acuerdo con ello, la transformación de la situación y necesidades del pueblo
judío hacía necesaria una indagación e interpretación del más hondo sentido
que subyacía en la ley.
Aun reconociendo la lógica de la postura y razonamientos de Hillel, José
no veía que fueran aplicables a él ni a su hijo. Él mismo había demostrado con
su éxito la validez de las creencias saduceas y lo mismo ocurriría con Aarón,
con los hijos de éste y los hijos de sus hijos.
—Y ese asunto del mesías sólo sirve como bandera para que el pueblo
apoye a ese Judas el Galileo. Además, Hillel, no puedo tomarme en serio la
invención farisea de unos ángeles y demonios que flotarían invisibles en el
aire encima de nosotros.
—Yo tampoco estoy seguro —admitió Hillel, al tiempo que volvía la cabeza
hacia el cielo—, pero no puedo negar de forma rotunda su existencia. De
todos modos, es una posibilidad interesante.
«Mantenemos nuestras diferencias en cuestiones concretas, José, pero
nos une la creencia en el Altísimo y en su palabra. Ése fue el gran regalo que
nos donó a los judíos, y unos y otros le estamos agradecidos por ello.
José asintió con la cabeza.
—Ofrezcamos un sacrificio de agradecimiento compartido —propuso—.
Compraré dos carneros.
—Compartiría con gusto el sacrificio y accedería a que vos lo pagueis José
—objetó Hillel—, pero sugiero que sea un par de palomas. Son un símbolo más
acertado de nuestra flamante amistad, ¿no os parece?
José, pensó, sonriendo que sin duda las palomas eran lo más idóneo. Eran
la prueba definitiva de la sinceridad del saludo de Hillel: «Paz.»

A su regreso del viaje a los territorios de los celtas, José comprobó que
la paz reinaba en su casa y en su país. Aarón no estaba precisamente
encantado con la obligación de celebrar su entrada en la virilidad tal como
José deseaba, pero Hillel lo había convencido para que lo aceptara de buen
grado, con obediencia.
El nombre de Judas el Galileo había dejado de correr en boca de todos.
Se había retirado a un paradero desconocido después del fracaso de su
ataque contra una cohorte romana, en el que perecieron las dos terceras
partes de sus seguidores. En las cuevas de las colinas de Galilea aún quedaban
reductos de bandidos que realizaban una actividad de guerrilla, escudándose
en su nombre.
No obstante, los bandidos siempre habían constituido un peligro en Israel,
Galilea, Samaría, Judea o Idumea por igual. Lo único que variaba con los siglos
era los nombres que utilizaban.
Por otra parte, Dalmacia y Panonia habían quedado estragadas por la
guerra, pero pacificadas. El imperio estaba intacto, bajo el dominio de la Pax
Romana.
45

El nuevo sumo sacerdote, que había sido recién nombrado, ejecutó en el


templo los sacrificios cuando Aarón cumplió su mayoría de edad. Se llamaba
Anás y tenía un rostro ascético, anguloso, y unos ojos oscuros y ardientes,
hundidos en las cuencas. Tenía, pues la apariencia acorde con la dignidad con
la que se le había revestido. José se sintió honrado de que accediera a oficiar
el primer sacrificio que ofrecía Aarón.
José tenía asimismo esperanzas fundadas de que Anás continuara largo
tiempo en su cargo. Había sido el gobernador de Siria, legado de Roma, quien
lo había designado, y eso era un indicio de estabilidad.
El banquete de celebración fue tan abundante y fastuoso como no se había
visto otro igual en Jerusalén, ni siquiera en los tiempos del rey Herodes. Los
vinos que se sirvieron eran de Chipre y Alejandría, los cabritos estaban
rellenos de olivas y almendras, y los corderos, de ajo y hierbas aromáticas;
había incluso pavo, presentado con su plumaje repuesto después de asado.
José lamentó que Sara no estuviera para verlo, recordando lo mucho que
habían reído con aquella extravagancia que en cierta ocasión se había servido
en la mesa de Herodes.
Rebeca prometió contárselo a Sara y llevarle plumas de la cola.
Helena abrazó calurosamente a su hijo y a su nieto.
—Ojalá tu padre hubiera vivido para ver llegado este día, José. Se
sentiría muy orgulloso.
Para sorpresa de José y alborozo de Aarón, Débora se había desplazado
de Cesarea para la ocasión. Estaba hermosísima, con el cabello teñido de
henna y entrelazado con sartas de perlas, y los ojos expertamente perfilados
con kohl, igual que una reina egipcia. Estaba a punto de cumplir los treinta
años, y la madurez realzaba sus encantos. Ya no parloteaba como una
chiquilla; al contrario, se mantuvo silenciosa casi todo el tiempo, dedicando de
vez en cuando una radiante sonrisa a quienes le recordaban que la conocían de
antes. También fue pródiga en sonrisas con los compañeros de Aarón, alumnos
de la academia del reverenciado Hillel, que se ruborizaban y tartamudeaban,
rendidos de admiración. A Débora no parecía desagradarle la sensación que
causaba.
En cierto momento se llevó a José lejos del bullicio del convite. En un
tranquilo rincón del peristilo, lo felicitó por el éxito de la recepción y convino
que Aarón era un hijo digno del orgullo de su padre.
—Quiero pedirte un favor —anunció de repente.
—Cuenta con ello, si está en mis manos concedértelo —respondió José.
No era nada difícil, le aseguró Débora. Simplemente, quería ir a ver a sus
hermanas a Roma. Le preocupaba que después de tantos años casi ni las
conociera. ¿Podía darle acomodo en uno de sus barcos?
Desde luego, aceptó José. Haría las disposiciones pertinentes no bien
llegara a Cesarea , al cabo de un par de semanas .
—Gracias, José. Me has hecho muy feliz.
Por un momento pareció la misma Débora de antes, la chiquilla que
reaccionaba con alborozo cuando recibía un regalo. Al observarla, José
percibió sin embargo a una desconocida, vestida y engalanada con suma
exquisitez. Le era del todo imposible creer que fuera la madre de Aarón y
sospechó que tal vez pudiera ocurrirle lo mismo al chico.
No, debía concienciarse de que ya no podía referirse a Aarón como un
chico. Ya era un hombre hecho y derecho.

—Padre, ahora soy un hombre. Querría hablar contigo de hombre a


hombre —anunció, muy ceremonioso, Aarón.
José tuvo que disimular su irritación. El chico —no, el hombre-^había
elegido el peor momento para hablar. Barca estaría consumido de impaciencia,
ya que la fecha habitual de partida del Águila se había retrasado a causa de
la celebración de la mayoría de edad de Aarón. «Debería alegrarme de que
quiera hablar conmigo», se dijo José.
—Me complacerá escucharte —respondió—. Sentémonos en el banco del
jardín.

—... ¡No! No sabes lo que dices.


—Sí lo sé, padre. He pensado mucho en ello. Tú querías que fuera
sacerdote, pero no creo que sea ése el camino que Dios ha dispuesto para mí.
—Has estudiado la palabra de Dios desde los cinco años, Aarón. Has sido
siempre el mejor. En la Casa del Libro, y después en los estudios más
avanzados. Incluso en la academia de Hillel. ¿Cómo puedes volver la espalda a
Dios ahora?
—No lo hago. En mi opinión son los sacerdotes quienes le han vuelto la
espalda. Desde hace mucho tiempo.
—Blasfemia —musitó, atónito, José.
Aarón se puso en pie para pronunciar el discurso que llevaba varios días
ensayando y memorizando. El creía en las enseñanzas de los fariseos, declaró,
en las interpretaciones de la ley que día a día enriquecían y hacían aflorar el
sentido más profundo de la ley divina. La postura saducea de José, que
admitía sólo la lectura literal de los textos de la Tora, era demasiado
limitada, y su devoción hacia el templo y el estamento sacerdotal era
anticuada. El templo siempre tendría una importancia capital, como centro de
la identidad espiritual de los judíos, pero la sinagoga y los rabinos eran ahora
el elemento vivo del judaismo, por su crecimiento y aportaciones.
El mundo saduceo era demasiado rígido, se aferraba en exceso a la
tradición. No había aceptado las revelaciones descubiertas por los doctores,
los rabinos, los fariseos.
—Nuestro mundo está cambiando, padre, y tú no estás dispuesto a
cambiar con él. Te compadezco.
—¿Que tú me compadeces? No eres más que un chiquillo. ¿Qué sabes tú
del mundo, si te has pasado toda la vida en las aulas?
Aarón exhaló un exagerado suspiro antes de replicar.
—Ya me temía que esta conversación no conduciría a ninguna Parte. Eres
incapaz de escuchar ni de entender.
En eso tienes razón, Aarón —replicó José, dominando su rabia—. No
entiendo. ¿Qué significado tiene lo que me dices? Dejémonos de
descripciones sobre saduceos y fariseos. ¿Qué repercusión tiene eso en la
vida, en tu vida? ¿Quieres ser un rabino en lugar desacerdote, es eso? ¿O
acaso deseas integrarte en una de esas comunidades de fanáticos religioso,
como los esemos? ¿Qué es lo que pretendes?
Aarón volvió a suspirar.
—Es típico de las personas de mente cerrada tachar de fanáticos a los
que no viven como uno, en tu caso, pensando en los negocios en lugar de en la
gloria de Dios.
José había llegado al límite de su tolerancia y notaba que la rabia se
adueñaba de él.
—Aarón, estoy a punto de perder la paciencia. No estoy dispuesto a
tolerar tu condena ni tus aires de superioridad. Por el momento olvidaré que
me has faltado al respeto. Me marcho, para ocuparme de los negocios que
tanto desdén te merecen. Espero que al final de la temporada, cuando
regrese, hayas recapacitado. Entonces volveremos a hablar. Es mejor no
tocar esas cuestiones durante el viaje a Cesarea . ¿Has preparado el
equipaje?
—No voy a ir este año. Pasaré el verano estudiando con los ancianos.
—¡Perfecto! —espetó José, dando rienda suelta a su rabia—. Así tendré un
viaje mucho más placentero. —Entró como un vendaval en la casa, llamando a
gritos a Antíoco.
—El hombre llamado Aarón va a pasar aquí el verano —anunció a Antíoco—.
Asegúrate de dejar a su cuidado un par de criados, porque no tiene ni el buen
juicio para acordarse de comer o para abrocharse por sí solo las sandalias.
—Vamos, no pierdas el tiempo. Tenemos que ponernos en camino hacia
Cesarea .
Absorto en el hechizo del mar, José se olvidó del conflicto que había
dejado en Jerusalén. No se acordó en ningún momento de Aarón hasta que vio
a su joven predilecto, Herodes Agripa, hijo de Berenice.
—Tenéis un aspecto magnífico, José de Arimatea —exclamó el joven al
verle—. Debe de ser por esos cercos más pálidos que os enmarcan los ojos.
Su contraste con la cara atezada anuncia que esos ojos han visto remotas y
exóticas riberas. ¿Por qué no salís conmigo y con Druso esta noche? Vamos a
agotar el vino de las tabernas y a divertirnos a lo grande. Las mujeres caerán
de espaldas en cuanto os vean. Druso y yo tenemos que darles un empujoncito
para rendirlas.
—¡Serás calavera! —espetó Berenice con fingido asombro—.Pediré a José
que te perdone. Ahora vete, que no tengo tiempo para escuchar tus
desvarios.
En ocasiones dijo Berenice a José, casi lamentaba ser judía. Herodes
Agripa y sus amigos tenían un comportamiento escandaloso. Entre los jóvenes
romanos era normal ir de juerga todas las noches. Bebían demasiado,
irrumpían en los burdeles y cometían barbaridades, destruían las
propiedades, se enzarzaban en peleas con las patrullas nocturnas.
Todo aquello se acababa cuando los romanos cumplían dieciocho años,
porque entonces recibían su toga, se convertían en hombres y tenían que
enrolarse en una de las legiones para cumplir un servicio militar de una
duración mínima de tres años.
—Treinta y dos kilómetros o más de marcha cargando a la espalda los
treinta kilos del equipo les quita pronto las ganas de alborotar, según dice
Emilio. Marco también opina lo mismo. Está siguiendo los pasos de Emilio.
Lo malo es que los judíos están exentos porque no pueden luchar en
sabbath. Por eso es muy posible que Herodes Agripa no madure nunca.
—Tal vez debería casarse —sugirió José.
Berenice se echó las manos a la cabeza. Pobre de la chica que eligiera por
esposa. Además, apenas acababa de cumplir los diecisiete. No quería
preocuparse antes de tiempo. Había un montón de cosas mucho más
interesantes en las que pensar.
—Marco se casará el mes próximo. ¿Podéis quedaros para la boda, José? A
Emilio le complacería mucho, y a mí también. La novia es encantadora. Se
llama Cornelia. No es una belleza, que se diga, pero es muy dulce. Creo que
harán una magnífica pareja. Es un matrimonio por amor, algo muy poco común
en nuestros días.
—Y ahora preparaos a escuchar un profundo y sombrío secreto —anunció
en tono alegre—: Herodías va a casarse también. ¡No adivinaríais nunca con
quién! Con Herodes Filipo. Será una princesa, como lo fui yo, con la diferencia
de que el viejo Herodes ya no está en condiciones de hacerla enviudar.
—Es muy joven, ¿no? —José recordaba a la perfección aquella chiquilla
regordeta y risueña del verano anterior.
—Os vais a quedar de piedra, José. Herodías se ha transformado de
repente en una mujer.
Berenice no se equivocaba en sus predicciones. José se quedó realmente
de piedra al ver aparecer a la muchacha en la habitación. Había adelgazado y,
a sus catorce años, poseía una belleza y sensualidad que habrían suscitado la
envidia de la diosa pagana Venus.
Teniendo en cuenta lo que le había explicado su madre sobre las
costumbres de los jóvenes acomodados de Roma, José dedujo que ésta debía
saber muy bien lo que hacía al desposar a su hija con Herodes Filipo. Cuanto
antes hubiera colocado a Herodías, lejos de Roma, mayor sería su
tranquilidad.—Tal vez nos veamos algún día en la ciudad de Filipo... ¿cómo se
llama? —continuó Berenice—. Las madres siempre tienen que inmiscuirse en
las vidas de sus hijas. Y en las de los hijos, también, según piensan algunas.
Antonia vendrá seguramente dentro de un rato. No le mencionéis los
disturbios de Dalmacia, por favor, José. Augusto ha enviado a su hijo allí para
reunirse con Tiberio.
—No diré una palabra —prometió José.
No le sería difícil cumplir aquella petición. Excepto cuando se encontraba
en Roma, nunca pensaba en los problemas que pudiera haber en las fronteras
del imperio. No era aquélla una cuestión que le concerniera de modo directo.
Le alegró oír que vería a Antonia en casa de Berenice. Antíoco se
encontraba en la parte posterior de la casa con los regalos, aguardando a que
lo llamara y recabando información de los criados. Quedaría mucho mejor
presentar los regalos a Berenice y a Antonia a la vez. Así no sería tan
evidente que estaba comprando la buena disposición para con su persona de la
cuñada del futuro emperador de Roma.

Débora tal vez se encontrara aún en Roma. José se planteó si debía


realizar un esfuerzo para verla a ella y a sus hermanas.
No le costó convencerse de que no había necesidad. Dado que la
temporada de navegación estaba pronta a su fin, a buen seguro ya habría
vuelto a casa, razonó, y además él también debía zarpar lo antes posible.
A su llegada a Cesarea , descubrió que Débora había regresado, en efecto,
a casa. No podía decirse lo mismo en su caso. La casa de Cesarea ya no le
pertenecía. Débora había tomado posesión de ella, de acuerdo con lo
estipulado en el contrato matrimonial, al divorciarse de él en Roma.
—Tú también eres un ciudadano romano, José. Recuerda el regalo de
bodas del emperador. Por eso me divorcié según las leyes de Roma. Lo único
que exigen es que recupere mi dote y te deje, sin intención de volver contigo.
Ya te he dejado. Lo único que falta es que me devuelvas la dote.
Débora estaba tan serena como un plácido estanque. José casi sintió
admiración por ella. ¿Qué más daba que Rufino nunca le hubiera entregado la
dote a él? A la larga, resultaría mucho menos oneroso entregarle los
doscientos áureos que continuar corriendo con sus gastos.
—Te la devolveré mañana —declaró José con una calma similar a la de ella.
—Y, naturalmente, tú te quedas con nuestro hijo —añadió Débora—. Eso
también está estipulado en la ley romana. ¿Qué iba a decir a Aarón? El chico
se sentía tan orgulloso de su hermosa madre... Aun cuando aquel verano había
preferido no ir a Cesarea , tal vez cambiara de idea al año siguiente.

—Sara, ¿qué le digo al chico?


—Dile que ahora tiene que comportarse como un hombre y no sólo hacerse
pasar por tal.
Sara se había enfurecido cuando José le contó la discusión que sostuvo
con Aarón después de la fiesta por su mayoría de edad.
—Ahí está el conflicto. Tuvimos un enfrentamiento muy duro antes de
irme, y ya temía la próxima conversación con él. Sólo faltaba lo del divorcio...
—Vamos, José, dile simplemente eso: que se comporte como un hombre.
Cuando llegues a Jerusalén, mándalo llamar. Empieza a hablarle de inmediato,
sin dar tiempo a que se produzca otra escena desagradable. Dile sin rodeos:
«Aarón, debo comunicarte algo que te va a doler. Tu madre ha decidido
romper su relación conmigo y contigo, con los dos.»
»Si se viene abajo, podrás consolarlo. Si eso no funciona, envíalo a ver a
ese profesor que tanto admira.
»Si no se viene abajo, puede ser señal de que realmente ya es un hombre.
De todos modos, dile que vaya a ver a ese maestro. Es una lástima que Aarón
no haya podido contar con la presencia de Rebeca en su vida, como tú —
añadió, al tiempo que suavizaba la expresión—. Bien pensado, siento pena del
pobre muchacho.
»Aunque él no me inspira ni la mitad de compasión que tú, mi pobre y
queridísimo José. ¿Estás muy preocupado?
José le escrutó los ojos mientras ella lo observaba con aire inocente e
interrogador.
—¿Por qué lo preguntas?
—Para que me contestes que no —replicó Sara, oprimiéndole el costado
con un dedo—. Lo sabes perfectamente.
José se echó a reír, y la abrazó. Sara lo había atrapado con su embrujo. El
mundo no era tan tenebroso, después de todo, puesto que ella era capaz de
hacerle reír.
—Te quiero, gorrión —dijo.
Aarón permaneció rígido como un soldado de guardia mientras José le
hablaba de Débora, y también después.
Ninguno de ellos volvió a mencionar a Débora delante del otro, tampoco
hicieron referencia alguna a las palabras de censura queAarón había dirigido
contra su padre durante su anterior entrevista.
De hecho, apenas se veían. Aarón pasaba todo el día en la academia y
luego, a la salida, se quedaba con sus compañeros en la casa de comidas que
había cerca. Ésta consistía en una estancia de tamaño reducido, que se
hallaba provista de una larga mesa sin mantel y dos docenas de toscos
taburetes. Los estudiantes y profesores se enzarzaban en enfebrecidas
disquisiciones, de tal modo que cuando el propietario les servía las escudillas
de sopa y las rebanadas de pan de avena comían distraídamente, sin reparar
en lo que engullían.
José retomó sus hábitos rutinarios: conversaba, bebía y comía con sus
amistades de negocios en su propia casa, en la de ellos o en la elegante
vinatería con jardín que se hallaba próxima al agora. Dio un banquete de
despedida con ocasión del regreso de Eleazar a Alejandría. De vez en cuando
comía en casa de Abigail, iba con frecuencia a Arimatea y alguna que otra
noche se quedaba en casa cenando con la única compañía de Antíoco, con
quien hacía planes sobre los itinerarios de los barcos para la temporada
siguiente.
Cuando ofrecía sacrificios en el templo, siempre compraba dos corderos y
sacrificaba uno en nombre de Aarón. Para la fiesta de las Luces fue a
Arimatea, y cuando llegó el Purim, dio un baile de máscaras para todos los
habitantes del pueblo.
Al día siguiente Rebeca lo mandó llamar.
Entró en su habitación tocando uno de los cuernos de juguete que habían
utilizado en la celebración de la víspera. Su abuela se tapó los oídos, riendo.
Con una sonrisa, José le dedicó una reverencia al tiempo que le ofrecía el
cuerno. Rebeca bajó la mano para cogerlo. El reluciente metal lanzó un
destello cuando ella lo tomó. Tenía las manos aquejadas de una ligera
parálisis.
La voz de la anciana, en cambio, sonó tan clara y afectuosa como siempre,
inmune al paso de los años.
—Siéntate aquí a mi lado, José —indicó, señalando el lado de la cama
donde se hallaba incorporada, con la espalda bien erguida gracias a unos
cojines.
»Tu fiesta estuvo muy bien, pero me cansó un poco —explicó.
—¿Quieres que te sirva una copa de tu vino de reserva?
—No. Deseo hablar contigo sobre una cuestión que, de un tiempo a esta
parte, oigo tratar en la sinagoga. ¿Qué sabes de esa doctrina de la
resurrección?
—He oído hablar de ella. Dicen que Dios pondrá fin al mundo un día y que
entonces se abrirán las tumbas y los muertos recobrarán la vida, una vida
eterna.
—¿Crees en esa doctrina?—No —respondió José, fiel a su costumbre de
no mentir nunca a Rebeca—. Pero siento un gran respeto por un hombre
llamado Hillel, que sí cree en ella.
—Yo no temo a la muerte, José.
—Rebeca...
—Chist. Escucha. No me da miedo la muerte, pero no deseo morir, José. La
vida es maravillosa. No quiero que se acabe.
—¿Hay algo...?
—No estoy enferma. Soy vieja, muy vieja, José. Setenta y seis años son
muchos años. Me lo dicen mis huesos y mi cansancio. Debería conformarme
con acostarme y no despertar un día, pero no quiero. No me gusta esa
perspectiva. Ansio la vida y no la muerte. —Rebeca esbozó una sonrisa. No
era una sonrisa forzada, sino auténtica, como ella—. Ojalá pudiera dejarme
convencer por esas teorías de la sinagoga, pero no puedo. Quería saber qué
opinabas tú.
—Lamento no poder decirte otra cosa, algo que desees oír.
—¡José! La verdad ha sido lo único que he deseado oír durante toda mi
vida. No variaría esa postura aunque viviera cien años.
—Te quiero, Rebeca de Arimatea. Y te honro, con todo mi corazón.
La abuela le tocó la mejilla con un dedo, con la delicadeza del roce de un
ala de insecto.
—Ahora quiero descansar —dijo—. Gracias, José.
Después de besarle la arrugada mejilla, José abandonó la habitación. No
podía creer que Rebeca fuera a morir. Estaba demasiado llena de vida para
morir.

Cuando regresó ese año de su periplo, José presentó a Rebeca un tarro de


colorete y un frasco de aceite perfumado.
—Acicálate —le ordenó— y nos regalaremos con un festín. Tú pondrás el
vino y yo una extraña fruta llamada zanahoria, que los romanos importan de
Germania.
Rebeca observó el manojo de raíces anaranjadas que su nieto agitaba.
—¿Las has probado?
—Sí, y no entiendo por qué gustan tanto a los romanos. Seguro que, como
son muy caras, creen que son muy buenas.
—Trae el vino —dijo riendo Rebeca—, y llama a Sara y a Helena. Nos
pintaremos la cara y nos divertiremos viendo cómo las comes. Trae también a
Antíoco. Él se comerá la otra mitad.Al año siguiente, mientras José se
encontraba en el mar, Rebeca dejó de despertarse una mañana.

José se balanceaba, con el cuerpo y la mente vencidos por un insoportable


dolor.
—¡Ella no quería morir! —gritaba.
Sara permaneció a su lado hasta que se apaciguó en algo la angustia inicial.
—Acuérdate de las zanahorias, querido, y de lo mucho que nos reímos —le
dijo con ternura—. Ella querría que recordaras su humor, aparte de su
sabiduría. Rebeca no está muerta, porque podemos recordarla y seguir
amándola.
»Además, ella ignoraba que iba a morir cuando se acostó. No se despertó,
pero no tenía modo de saberlo. Continúa dormida.
—Está muerta, Sara.
—Eres un digno descendiente de Rebeca. —Sara le dio un beso—. Ella
aplaudiría el hecho de que optes por la verdad.

Tras la muerte de Rebeca, Helena quedó como única ocupante de la casa


de mayores dimensiones de la alquería de Arimatea. El día que se había
designado como jornada de mudanza, José y Antíoco ayudaron a Amos, Caleb
y Helena a trasladar sus enseres de una casa a otra. Helena se llevó sus cosas
a la pequeña casa donde vivía Sara, aquélla que José consideraba su hogar, y
entonces comenzó la diversión. Las mujeres proporcionaron comida y bebida y
un sinfín de consejos mientras Amos, en su condición de hijo mayor residente
allí, se trasladaba con su familia a la casa más grande. Después Caleb, con su
esposa Hannah y sus tres hijos, dejó la exigua casita donde vivía para
instalarse en la vivienda que antes ocupaba Amos.
Los percances fueron escasos y las risas, abundantes. Con inagotable
energía, los numerosos sobrinos de José no paraban de entorpecer el
trasiego en su afán por ayudar.
A la caída de la tarde, José y Sara recorrieron, tomados de la mano, los
senderos que comunicaban los hogares de la familia; disfrutaron del
resplandor de las lámparas que se apreciaba a través de las ventAnas y de
la placidez del campo circundante después de tan alegre y ruidoso día.
—Me consumía la envidia —reconoció José ante Sara—. Mi único hijo es un
extraño para mí, y los hijos de mis hermanos quieren a sus padres.
Sara no dijo nada. Había vivido con esa envidia cada hora del díadurante
diecisiete años. Por suerte, su capacidad para sentirla se había adormecido
con el tiempo. Sólo seguía experimentando en toda su crudeza el dolor por su
infertilidad, igual que lo había experimentado durante casi un cuarto de siglo.

Poco tiempo después, José compartió el júbilo triunfal que sintieron todos
los habitantes de Judea, Galilea y Perea al enterarse del desastre acaecido a
las legiones romAnas de Germania.
El nuevo gobernador romano, Marco Ambíbulo, lo anunció en un bando. En
los sombríos bosques de la provincia rebelde, las fuerzas de un caudillo tribal
habían masacrado tres legiones romanas . Los judíos no se regocijaban porque
hubieran muerto quince mil hombres. El motivo de su sentimiento de triunfo
era la suerte que había corrido su comandante; la destrucción de su
reputación a la vez que la de su cuerpo. No en vano el romano fallecido y
deshonrado no era otro que Varo, quien, siendo gobernador de Siria, había
atravesado el país con sus legiones, dejando a su paso una estela de
incendios, asesinatos y dos mil judíos crucificados.
Para un general romano, el deshonor era mil veces peor que la muerte.
Varo había recibido el mayor castigo que pudiera existir para él.

La primavera siguiente, justo antes de la Pascua, José recibió el honor que


culminaba su propósito de restituir a su familia la posición de la que antaño
había gozado.
Su mansión de Jerusalén era mayor y más lujosa que la casa de su abuelo
asesinado, en la que ahora vivía Abigail, pero eso no le bastaba.
Aunque su fortuna era superior a la de su abuelo, no se daba por contento
con ello.
En marzo, el gobierno romano restableció el poder y el prestigio de la
antigua institución que Herodes había suprimido. El sanedrín renació. Y el
sumo sacerdote acudió en persona a casa de José, acompañado con boato por
un numeroso grupo de levitas, para anunciarle que lo habían elegido miembro
del tribunal religioso que, durante siglos, había sido dispensador del juicio
indiscutible como autoridad suprema de la ley del pueblo judío.
El, José de Arimatea, era uno de los setenta componentes del sanedrín.
Después de treinta años de esfuerzos, había logrado su objetivo:
recuperar el orgullo de su familia.
Lástima que Rebeca no viviera para verlo. José subió a la azotea de su casa
esa noche y lloró bajo las estrellas que habían guiado surumbo por las
inmensidades del mar y el océano. Tenía el corazón rebosante de gozo y de
dolor.
Allá arriba, el firmamento se le antojó más vasto y misterioso que los
mares. Una racha de viento le heló la piel.
¿Qué podía anhelar ahora?
La satisfacción lo había dejado vacío.

46

—¡Es magnífico! —Eso fue lo que dijo Sara cuando José le contó que iba a
formar parte del sanedrín—. Es absurdo. —Ése fue el comentario que le
mereció la desesperación de su esposo.
José se sintió dolido. Sara siempre ejercía sobre él un influjo positivo, no
negativo. Era cruel que se tomara con tanta ligereza su congoja.
—Quieres que te compadezca, ¿verdad, querido? Ay, José, no es
precisamente piedad lo que inspira el hombre que ha alcanzado un éxito
excesivo, ni siquiera si ese hombre eres tú. No, no deseo que sufras, pero no
tienes derecho a autocompadecerte. ¿Has logrado al fin lo que perseguías?
Perfecto. Si no te satisface, proponte otro reto. —Sonrió, con un malicioso
brillo en los ojos.
»Aquí tienes uno que no está mal. Busca una esposa para Aarón. No puede
ser bueno para un hombre de dieciséis años pasarse todo el tiempo leyendo
cosas como la pasión del rey David por Betsabé y los devaneos de Dalila con
Sansón cuando nunca ha besado siquiera a una chica.
—¡Pepino! —exclamó de repente José, tras reflexionar un instante.
Aquél era un buen recuerdo, la tarde en que había logrado tener una
proximidad con su hijo.
—¿Pepino? ¿Que quieres pepino? ¿Has perdido el juicio? No estarán
maduros hasta el verano.
—No, no, se trata de algo que acabo de recordar.
—Cuéntamelo —pidió Sara, intrigada.
Cuando se lo hubo referido, ella se echó a reír como una chiquilla-
—Mi pobre corderillo. ¿Todavía te pasan esas cosas?
—Sólo si recibo algún estímulo —respondió José, acariciándole el regazo.
—¿Qué apuestas a que me quito la ropa más depnsa que tú?Antíoco apoyó
la propuesta de Sara con respecto a Aarón.
—Todo hombre tiene sus apetitos, aunque no sepa identificarlos. Yo, por
ejemplo, sólo descubrí que el cochinillo asado era lo que anhelaba cuando lo
probé. Hasta entonces, desperdicié años comiendo manjares menos
exquisitos, como pavo...
—Un poco de seriedad, Antíoco.
—Siempre me produce placer atormentaros, José, un placer auténtico, de
verdad.
—Déjate de bromas. Ayúdame a seleccionar una esposa para Aarón. Hace
años que pensé hacerlo, pero al final renuncié. No sé por dónde empezar.
Como siempre, Antíoco fue un pozo de información. Conocía los nombres,
las edades y temperamentos de todas las jóvenes casaderas de la ciudad alta,
aparte de la trayectoria íntima de sus familias, incluidos los parientes
lejanos. José tenía la cabeza a punto de estallar antes de que Antíoco
acabara de trazar toda la relación de posibles candidatas.
—¿De veras crees que Aarón se casará con la novia que yo elija? Ya sabes
que no tiene un gran concepto de mí.
—Pero es un hombre sano. Ha de tener sus necesidades, como los otros
hombres. Aunque su mente febril os censure, no puedo creer que la llamada
de su cuerpo no supere la de los libros.
—Ojalá tengas razón. Me pondré a mover los hilos después del verano.
—Cobarde. Hacedlo ahora, José. Queda una semana antes de Pascua.
Escoged a la muchacha. Hablad con su padre. Cuando hayáis llegado a un
acuerdo, comunicadlo a Aarón... ¡No! Ya sé lo que vais a decir. No, no lo
consultéis primero con él. Decídselo después de haber atado los cabos. La
tradición está de vuestra parte.
José topó con una inesperada partidaria de la postura de Antíoco en la
persona de su tía Abigail. Una tarde que fue a verla mencionó muy de paso la
cuestión del posible matrimonio de Aarón, sin entrar en detalles.
Su cautela fue inútil.
—Compra una novia a tu hijo —dijo sin titubear Abigail—. Puedes
permitírtelo y ésa será la única forma de que consiga una. Cualquier chica que
se encuentre en su sano juicio echaría a correr después de echarle una
ojeada.
José pensó que tal vez debería darse por ofendido en lo que a su hijo
respectaba, pero no pudo por menos que dar la razón a su tía.
—Mañana hablaré con mi amiga y lo planificaré todo. Luego tú hablarás con
su padre al día siguiente, después de que ella me haya expuesto su opinión
sobre el asunto.—¿De qué diablos estás hablando, Abigail?
—De mi amiga Verónica y de su hija Ruth. El marido de Verónica, Moisés,
vende pescado en salazón en la plaza que hay al lado del templo. Él también es
un rabino, con menos sentido práctico de la vida que uno de sus pescados.
Paga un precio excepcionalmente alto por Ruth, José. Moisés no gana lo
bastante ni para llenar los estómagos de toda su familia, si no es con el
pescado que le sobra al cabo del día, y tiene once hijos.
»Ruth será la esposa perfecta para Aarón. Como se crió en una casa donde
la religión era más importante que el pan, no le parecerá tan extraño como lo
vería otra muchacha cualquiera. Y no esperará demasiado de él. Ése es el
secreto de un buen matrimonio, no esperar demasiado. Así, todo lo que venga
de más se recibe como un regalo.
José estaba seguro de que en la relación que había pensado Antíoco no
constaba la hija de un pescadero. De todos modos, la propuesta de Abigail le
pareció muy sensata.
—¿Dónde tiene el puesto Moisés? —preguntó—. Iré a verlo pasado
mañana.
Esa noche, José comunicó a Antíoco su decisión.
—Hay que confiar en las mujeres, porque siempre son más listas que los
hombres —concedió el gálata al tiempo que sacudía la cabeza—. Yo pensaba
en una alianza entre dos grandes familias, mientras que ella se ha centrado
en el buen funcionamiento del matrimonio.

Aarón se mostró aún más práctico que Abigail.


—Me gusta el pescado —declaró por todo comentario después de que José
le expusiera, hecho un manojo de nervios, lo que quería de él.
—Ya os dije que sus necesidades físicas superarían sus aficiones
espirituales —dijo Antíoco—. Lo que no esperaba era que se concentraran en
el estómago.
Los esponsales se celebraron en la habitación donde vivía la familia de
Ruth, junto al puesto de pescado. José había mandado una docena de ánforas
de vino, y Verónica y Ruth prepararon una gran cazuela de pescado guisado.
Todos los vecinos asistieron a la celebración. Aarón parecía indiferente,
fuera de lugar. Ruth se afanaba sirviendo pescado en los platos. Antíoco
temió que a José se le hubiera clavado una espina en la garganta, al ver que
tenía un ataque incontrolable de tos. El motivo era bien distinto: se había
atragantado con el vino cuando Verónica le ofreció un plato de pepinos en sal-
muera.
El sanedrín se reunía en una sala del templo, en la que había una serie de
asientos profusamente tallados, que se hallaban dispuestos en forma de
herradura. Cada miembro tenía reservado el suyo. Anas, el sumo sacerdote,
ocupaba el del centro, que aún era más recargado. En ambos extremos había
una mesa con papiro, plumas y tinta para los escribas.
Cuando le mostraron el sillón que le correspondería para el resto de su
vida, José experimentó el sentimiento de culminación que hasta entonces
jamás había logrado sentir. Con semblante impenetrable, se permitió dirigir
sólo una leve ojeada a los demás componentes del grupo. Reconoció muchas
caras, como la del mentor de Aarón, Hillel; otras muchas le eran
desconocidas.
No tardaría en conocerlos a todos. Los demás sentirían por él el mismo
interés que suscitaban ellos en él. Juntos componían la autoridad máxima de
la ley, tanto en lo relativo a su significado como a su observancia. El sanedrín
disponía de su propio cuerpo de policía. Podía ordenar arrestos por delitos de
orden civil y penal, así como por violaciones de la normativa religiosa.
Durante el mandato de Herodes y su hijo sólo había tenido jurisdicción en
disputas de índole religiosa, pero ahora Roma le había restituido todos sus
poderes, salvo uno: no podía dictar sentencia de muerte. Los castigos se
circunscribían al encarcelamiento, trabajos forzados, multas y azotes. Las
decisiones se tomaban tras un debate conjunto y debían ser aprobadas por la
mayoría, aunque siempre se aspiraba a alcanzar una completa unanimidad.
El sanedrín se reunía cada dos viernes. La no obligatoriedad de asistencia
a todas las reuniones permitía a José continuar con sus actividades de
navegación en la temporada de verano. Asimismo, se convocaban reuniones
extraordinarias para casos especiales. En circunstancias excepcionales, era
posible que el sumo sacerdote convocara un grupo más reducido para
escuchar testigos, dar dictamen de culpabilidad e imponer castigo. Delante
de todo el cónclave en pleno, Anas reconoció la escasa probabilidad de que se
diera tal acontecimiento.
—No quiero que se diga que alterno con ladrones y prostitutas apostilló
con una sonrisa.
Aquella ligera nota de humor sirvió a José para liberarse de la tensión, y
de este modo se halló en condiciones de concentrarse en las palabras de los
denunciantes, los acusados y los testigos de los casos que debía juzgar ese
día el tribunal.
Durante la cena describió a Antíoco el desarrollo de la sesión.
—No era muy difícil decidir si un hombre era culpable o no, pero los
castigos han suscitado continuas controversias. Algunos de los Jueces
querrían poner en la cárcel a todo el mundo durante un mínimo de diez años,
aunque el delito fuera robar una col de un puesto del mercado. Otros, por lo
visto, consideran que una multa de un cuadrante es castigo suficiente para
todo, incluso para una violación.
—¿Habéis juzgado a un violador?
—Sí. Ha sido repugnante. El denunciante era el padre de la muchacha, y
partía el corazón ver su vergüenza.
—¿Cuál ha sido la sentencia?
—Anas ha estado genial. Como el violador era un hombre de posición, le
impuso una multa considerable. Así la muchacha dispondrá de una dote con la
que conseguirá fácilmente marido aunque no sea virgen.
—¿Cuándo es la próxima reunión?
—No pongas esa cara de preocupación. Sí, me gusta eso de hacer de juez,
pero de todas formas nos iremos mañana a Arimatea y dentro de poco
partiremos hacia Cesarea . La temporada está a punto de comenzar.
Helena y Sara escucharon fascinadas sus explicaciones sobre el sanedrín
y acogieron con alegría la noticia de los esponsales de Aarón. José
únicamente contó la anécdota de los pepinos a Sara.
—Preferiría que mi madre viviera con uno de mis hermanos en lugar de
contigo —se lamentó—. Siento que no puedo hablar ni estar tan a mis anchas
como cuando la casa era sólo de los dos.
—No seas egoísta, José. Yo vivo muy a gusto con Helena. ¿Y por qué crees
que hemos cenado en casa de Caleb? Porque Helena se quedará allí esta noche
para dejarnos solos. Mañana irás a cenar con Amos y su familia y luego me
acompañarás a casa. —Le echó los brazos alrededor del cuello—. ¿Vas a dejar
que tanta gente se tome todas estas molestias para no sacar partido de su
consideración? Bésame, juez.

—¿De modo que sois juez, José? Qué buena suerte la mía.
—Herodes Agripa seguía siendo el mismo pilluelo, encantador e incorregi-
ble—. Ahora si algún día siento el incontenible impulso de ser un buen judío,
puedo ir a visitar nuestro famoso templo de Jerusalén y, si me busco
complicaciones, vos me sacaréis del apuro.
—Haré prometer a José que te mande azotar —declaró Berenice en tono
reprobador—. Debí hacerlo yo misma cuando eras niño. Eres una calamidad.
Herodes Agripa se precipitó hacia ella, la tomó en brazos y se puso a dar
vueltas hasta que Berenice comenzó a chillar. Después le dio un ruidoso beso
y volvió a depositarla en el diván.—Pero me quieres —dijo—, y yo te adoro.
Reconoce, mi queridísima madre, que soy mucho más divertido que mi
envarado y tedioso hermano.
—Aristóbulo es un respetado consejero del emperador.
—Claro que lo es. Augusto tenía problemas para conciliar el sueño, y
Aristóbulo, a golpe de aburrimiento, consigue que disfrute de unas cuantas
reparadoras siestas.
—Fuera de aquí, Herodes. Vete. Me agotas.
—Dentro de un momento, madre. Quiero enterarme de cómo funciona eso
de ser juez. Decidme, José, si volviera a Judea, ¿podríais procurarme un
puesto en el sanedrín? Sería un buen juez. No existe prácticamente ningún
delito que yo no haya cometido. Comprendo la mente de los criminales.
Establecería en el acto cuándo un hombre miente o dice la verdad.
Tras la exageración y las bravatas, José intuyó que Herodes Agripa le
formulaba una pregunta real, y por ello le dio una respuesta cabal.
—Tu abuelo y tu padre dejaron un mal recuerdo; no creo que por el
momento te recibieran con los brazos abiertos en Jerusalén, Herodes Agripa.
—Sois un gran amigo —observó, sonriendo, el apuesto joven—. Gracias,
José. En Roma nadie habla con sinceridad. Bueno, qué más da. De todas
formas, me temo que en Jerusalén me moriría de aburrimiento en cuestión de
un par de días.
»Y ahora, para complacer a mi amada y bella madre, me iré. Druso me
espera para que lo ayude a diseñar el más vistoso uniforme que haya lucido
nunca un flamante oficial. —Herodes estrechó el brazo de José—. Me hacéis
sentir orgulloso de ser judío, José. Venid a vernos más a menudo.
No se podía negar. Herodes Agripa poseía el don del encanto en una dosis
fuera de lo común. José no abrigaba dudas de que debería censurar la actitud
de un hombre de veinte años que no tenía oficio ni beneficio, era
irrespetuoso con las leyes de cualquier país y manipulaba a todo el mundo,
desde el esclavo más ínfimo hasta el propio emperador.
Sin embargo, tras mantener alguna conversación con el escandaloso hijo
de Berenice, siempre se le quedaba una sonrisa prendida a los labios.
Se dispuso a enfrascarse en las tranquilas charlas que mantenía con
Berenice y hacer acopio de todas las habladurías de su entorno que, aun
pudiendo parecer frivolas, eran impagables.
—A Augusto han tenido que arrancarle otra muela —comenzó a decir la
mujer—. Ha perdido tantas que resulta extraño oírlo hablar, es como si
bisbiseara, o algo así...

47

Abigail reconocía que le gustaba dirigir los actos de la gente.


—Tú eres especialmente gratificante, José, porque siendo un hombre tan
importante y tan influyente eres mucho más obediente de lo que fueron
nunca mis hijos.
—Sin ti estaría perdido, Abigail.
No era un cumplido, sino la pura verdad. De haber sido por él, habría
montado una boda por todo lo alto para Aarón, aún más fastuosa que las
celebraciones con motivo de su mayoría de edad. Abigail le hizo ver que una
fiesta de esas características no sería adecuada.
—¡Por Dios, José! ¡Piensa un poco! La hija de un pescadero tocada con una
corona y montada en un elefante engalanado con sedas no es la idea de
prosperidad que la familia de Ruth aceptaría sin sonrojo. Y si Aarón reparara
en algo, no estaría conforme con nada. No, déjalo todo en mis manos.
Observaremos todas las tradiciones, pero con rotunda sencillez.
Abigail también eligió la casa donde vivirían Aarón y su esposa. No estaba
en la ciudad alta ni tampoco en los angostos callejones de la parte inferior de
la ciudad baja. Se encontraba en la falda de la colina, encima de la calle de los
Perfumistas.
Esa zona tenía un poco de mala fama, ya que los rabinos condenaban el
perfume porque lo llevaban las mujeres de mala reputación. Por ese motivo,
las casas no eran caras. La mayoría de los hijos y nietos de Abigail vivía en
aquel vecindario. Además, el ambiente estaba impregnado de un dulce aroma.
—Después de vivir detrás de un puesto de pescado, Ruth seguramente se
desmayará de felicidad.
La misma Abigail se encargó de amueblar la casa.
—Es que disfruto gastando tu dinero, José —decía.
Asimismo, acordó con su amiga Verónica que la pareja recibiría una
asignación respetable, pero no demasiado cuantiosa, para no suscitar
comentarios. Fingirían que era la dote de Ruth, aunque sería José quien se la
haría llegar por medio de Abigail.
—¿Por qué no puedo darle simplemente a Aarón una parte de la fortuna
que heredará? ¿Por qué ha de ser tan retorcido?
José en realidad habría preferido que su hijo tuviera motivos para estarle
agradecido.
—Porque a mí me gustan las cosas retorcidas —contestó en tono
contundente Abigail, y así dio por zanjado el asunto.Después de que Aarón se
instalara en su nuevo hogar, José intentó convencer a Sara para que fuera a
vivir a Jerusalén. Nunca, desde la primera época de su matrimonio, alegó,
había disfrutado del lujo de encontrarse con ella todos los días al regresar a
casa. ¿Por qué no podían vivir juntos ahora? Con las reuniones periódicas del
sanedrín y las que se convocaban entre medio, no podía quedarse muchos días
seguidos en Arimatea.
—José, he pasado cada uno de los cuarenta años de mi vida en el campo.
Aquí llevo mis vestidos de Belerión, el pelo recogido en trenzas y, aunque
todos me consideran algo rara, me conocen y me quieren, de modo que da
igual. No deseo renunciar a ello, ni siquiera por ti.
¡Cuarenta años! José observó a su amado gorrioncillo y vio la misma
chiquilla con la que se había casado.
—Tú no envejeces, Sara —señaló con asombro.
—Te ciega el amor, querido.
Nunca le había hablado de la mezcla de hierbas que le había proporcionado
la sacerdotisa druida. Aunque no había remediado su infertilidad, sí había
eliminado los dolores de la menstruación, y su piel mantenía la suavidad y
elasticidad propias de una muchacha. Cosa de magia, le había dicho
Nancledra. Los druidas estudiaban magia. Aun sabiendo que se trataba de una
práctica pagana e impía, a Sara le gustaba mantenerse lozana y joven.
Antíoco le llevaba cada año las hierbas para renovar sus existencias. Ése era
su secreto.
José había tomado conciencia del paso de los años. Tal vez se debiera al
hecho de que ahora era juez, pero lo cierto era que cada vez le preocupaba
más presentar una apariencia digna. Llevaba botas en lugar de sandalias y
vestía túnicas más elegantes y mantos de colores más oscuros. Se había
planteado incluso la posibilidad de dejarse crecer la barba.
Cuando se lo comentó a Sara, ésta estalló de risa. Antíoco mostró más
tacto, pero José advirtió que se reprimía para no echarse a reír.
—Me alegra que seas un esclavo, porque así te puedo vender —espetó.
De todos modos, siguió afeitándose. Hasta que un accidente le dejó una
cicatriz en la cara.

Ocurrió tres años después de que su idea de dejarse barba suscitara


tanta hilaridad. Ese año el viaje a Belerión había sido una fuente de alegría y
también de tristeza. La cada vez más numerosa colonia de judíos que él había
transportado desde Cesarea hacía más de veinte años lo había convencido al
fin para que trasladara a algunos de sus familiares. En Cesarea , el
sentimiento antisemita había ido en aumento desde los tiempos del primer
procurador romano, Coponio. El que lo relevó, tres años después, fue peor. Y
el sucesor de éste, un obeso anciano llamado Rufo, había intentado llevar a la
práctica un edicto que obligaba a los propietarios de las tiendas a abrir los
sabbath. La negativa había acarreado multas desorbitadas y los propietarios
habían tenido que cerrar sus establecimientos.
Por otra parte, una mañana, al abrir la sinagoga para impartir las clases
sobre el libro, el maestro encontró la puerta forzada y el interior lleno de
cerdos.
El rabino Isaac habló con Gawethin, jefe de los dumnoni. Los celtas y los
judíos habían desarrollado desde hacía tiempo un armonioso sistema de vidas
en paralelo. Gawethin solicitó a los druidas de Albión que se pronunciaran
sobre el asunto y, con el tiempo, éstos accedieron a acoger cien personas
más.
Ése fue el año en quejóse los trasladó allí, tomando las habituales
precauciones para que no supieran qué ruta seguían hasta su lugar de destino.
Su desembarco debería haber sido motivo de ilimitado gozo, y así fue
para los antiguos y nuevos colonos. Las familias conocían a parientes de los
que sólo habían oído hablar, los hombres de Cesarea observaban maravillados
los pantalones que vestían sus tíos, sus tíos-abuelos y sus primos, y las
mujeres judías de Belerión abrían sus casas y sus brazos para acoger a los
recién llegados.
Sin embargo, José sólo experimentó una sensación de alejamiento.
Gawethin había muerto el invierno anterior. El nuevo jefe era un hombre al
que no conocía. Lo mismo ocurrió con los druidas que actuaron como
observadores e intérpretes. Si bien la gente del pueblo lo trató con la misma
afabilidad de siempre, José reparó como en ninguna otra ocasión en que cada
vez eran menos las personas que habían sido sus compañeros durante el
periodo mágico que había pasado con Sara en aquellas verdes y amables
tierras.
—Es muy diferente, Barca —dijo al capitán del Águila—. Me alegra que tu
padre no esté aquí con nosotros.
—Estoy seguro de que él también se alegra, José. Le daban miedo los
sacerdotes de Belerión. Decía que notaba los poderes con que se hallaban
revestidos.
—Bobadas de fenicios —se apresuró a replicar José. No quería que
corrieran ese tipo de comentarios entre la tripulación.
Le alegró comprobar que todo seguía como siempre en Chipre, y hasta le
hizo gracia que se repitiera en el barco el mismo misterio de todos los años:
un significativo número de ánforas de vino fue presentando fugas durante el
viaje hacia Puteoli. Aquélla era una broma clásica, y mientras la tripulación se
mostrara comedida al respecto, él nunca intervenía.

Dejó a Barca al cuidado de los trabajos de descarga. Ese año llegaron a


Italia en fechas más tardías debido a la inmigración. Por este motivo, ni él ni
Antíoco se enteraron de la noticia hasta haber realizado una buena parte del
trayecto hasta Roma. Primero vieron a los soldados. Hacían parar a todos los
viajeros.
—¿Se habrá producido una rebelión? —preguntó Antíoco.
—Lo más probable es que se trate de un nuevo tributo, por el uso del
camino —apuntó José.
Los dos se equivocaban. Los soldados les dijeron que debían pasar
cabalgando despacio frente al templo de la siguiente población, que se hallaba
a un kilómetro y medio de distancia. Sin hacer ruido, sin hablar siquiera entre
sí.
—Es para dar muestra de respeto —explicó el oficial—. El emperador
reposa allí, en su ataúd.
—Oh... no...
José notó que se le anegaban los ojos de lágrimas. Augusto. Su héroe. El
hombre que había creado el imperio. El hombre que había perdido jugando a
las tabas con los hijos de Berenice.
El cortejo fúnebre se desplazaba sólo de noche debido al calor. Los
senadores se relevaban en el transporte del ataúd. Tiberio caminaba detrás,
con el alto y fornido cuerpo muy erguido, el yelmo bajo el brazo, revestido
con la resplandeciente armadura de su uniforme, que todos los días bruñían
antes de la marcha nocturna.
José los seguía a respetuosa distancia, también a pie. Había mandado a
Antíoco a Roma con los caballos, porque prefería estar solo con su pena.
Una guardia de honor salió a recibir a la procesión en las puertas de la
ciudad. Sus miembros trasladaron el cadáver a la residencia de Agusto en el
monte Palatino, a la sencilla casa que rehuía toda grandiosidad.
No se permitió a nadie seguirlos. José se dirigió al foro y se sumó a las
multitudes que aguardaban en el interior del templo de Castor y Pólux. El
ambiente festivo que reinaba en él lo llenó de furia, pero al menos se
encontraba solo entre aquel gentío. No podía afrontar la perspectiva de
hablar con nadie, ni siquiera con Berenice.
Al día siguiente, todas los actos que guardaban relación con el fu-neral se
centraron en el senado. José se separó de la muchedumbre congregada
delante del edificio y se encaminó a los baños. Necesitaba asearse y
presentar una apariencia digna, en honor de Augusto. Durmió en uno de los
divanes, después de tomar vino y recibir un masaje.
Antes del amanecer se encontraba en el monte Palatino, más arriba del
camino que conducía al foro. Mientras salía el sol, vio cómo el cortejo
abandonaba la casa y descendía por la ladera. El ataúd iba cubierto con una
tela de color púrpura y oro en la que descansaba una efigie en cera de
Augusto, del joven Augusto, vestido con la misma coraza dorada y falda corta
de cuero que había llevado cuando celebró su triunfo sobre Marco Antonio y
fue proclamado emperador de Roma. El ataúd y sus dos cesares reposaban en
un lecho de marfil y oro. Bajo la luz arrebolada de la aurora, el oro parecía
cobre y el marfil, los pétalos de una rosa deshojada.
—Adiós, princeps —musitó José—. Os añoraré.

José debía reunirse con Antíoco en casa de Berenice, en el monte


Esquilino. No consiguió, sin embargo, abrirse paso en esa dirección,
arrastrado por la marea humana que se encaminaba al río. Desde lejos divisó
las llamas de la pira funeraria, que se alzaban con ímpetu por encima de las
cabezas de la gente apiñada en derredor.
—El viejo chocho había dejado de traer gladiadores —dijo un individuo
que estaba a la izquierda de José—, pero ahora nos ofrece todo un
espectáculo.
José propinó al insolente un puñetazo en la boca.
—¡Será hijo de perra! —espetó el agredido, con la boca ensangrentada.
Después José sintió el primer golpe, un puñetazo en el estómago-, y luego
el segundo, un codazo en la oreja.
Se defendió, por Augusto, con una ferocidad y una fuerza que no
sospechaba poseer, hasta que lo redujeron dos soldados que se hallaban
apostados en la zona para controlar a las multitudes. Lo arrastraron hasta el
río y lo arrojaron a sus cenagosas aguas.
José recobró la razón al entrar en contacto con el agua. Alcanzó a nado la
isla que mostraba forma de barco y se acurrucó entre la maraña de
agostados arbustos. Todavía le zumbaban los oídos y notaba un ardor en las
entrañas.
Le dolían las manos. Al observarlas, vio que tenía sangre en los nudillos y
sonrió.
El barrio judío quedaba cerca, justo al otro lado del puente, lejos de las
llamas que ya perdían vigor y del clima festivo de la muchedumbre. José se
puso en pie y, abriéndose paso entre los resecos ma-tojos y ramas, se dirigió
a la zona pavimentada que rodeaba el templo de Esculapio.
Llevaba cuatro días sin comer y estaba herido. No se percató de que había
una losa suelta y tropezó en su canto. Cayó de bruces y su cabeza fue a dar
contra el primer escalón de mármol del pórtico del templo. Perdió el
conocimiento en el acto. No sintió cómo el acerado fragmento de mármol se
hundía en su barbilla, justo debajo de la comisura de la boca.

Lo despertó el olor a comida. Pestañeó para protegerse del resplandor de


la lámpara que alguien le había acercado a la cara. Después la luz se apartó, e
iluminó el semblante del hombre que la sostenía. Por un momento José pensó
que se trataba de un druida. Llevaba una capa blanca con capucha.
Su piel, sin embargo, era oscura y cuando le dirigió la palabra, por el
acento José reconoció que era egipcio.
—Bienvenido —dijo—. Habéis sufrido un accidente y, por lo que parece,
participasteis en alguna pelea, pero vuestra salud no peligra. Os he traído un
caldo de cebada. Bebedlo con cuidado. Os hicisteis un corte cerca de la boca,
que he tenido que coser. No la tenséis, porque se romperían los puntos. El
cuenco tiene una cánula que os facilitará la operación. Dejad que os lo
muestre. Así.

—Vais a tener un aspecto muy distinguido con la barba, José, pero


tampoco hacía falta que recurrierais a tales extremos para justificarla.
—No tiene gracia, Antíoco —replicó José, con la pronunciación algo
impedida.
Aún no se había acostumbrado a los nuevos contornos de su boca. La
cicatriz formaba una tupida pared, como de piel encallecida, que le tiraba
hacia arriba la comisura de los labios, componiendo un perpetuo remedo de
sonrisa.
Hacía muchos días que no sonreía por impulso propio. La razón no era el
dolor que le causaba la herida, es que ahora se estaba convir-tiendo en un
exasperante picor que no hallaba alivio por más que se rascara. Lo que le
había producido una desazón, mucho más honda que la herida, eran las
solícitas atenciones que había padecido en el bullicioso hogar de Berenice.
Demasiadas palabras de ánimo, demasiados manjares para tentarle el apetito,
demasiadas voces, demasiados cuidados. Había tenido que soportar la carga
de tanta amabilidad durante más de dos semanas , hasta que se encontró
en condiciones devolver al templo para que los médicos le examinaran la
herida y le quitaran los puntos.
Estaba cansado de oír alentadores y alegres comentarios. Le enojaba que
su boca pronunciara las palabras de manera tan peculiar y, sobre todo, le
enfurecía que aquello le hubiera ocurrido por culpa de una insignificante
torpeza. No podía echar las culpas a nada ni a nadie, sino a sí mismo. Le
mortificaba sentirse como un estúpido.

En cuanto el Águila se hubo hecho a la mar y perdieron la tierra de vista,


José comenzó a recobrar la serenidad. Cuando el barco fondeó en Cesarea ,
casi le parecía agradable el tacto del pelo que crecía en su barbilla. Además,
sus palabras sonaron claras al impartir las habituales órdenes para atracar el
barco.
—No os olvidéis de ir al circo, José.
—Deja ya de hacer el papel de médico, Antíoco. Estoy harto.
—Pues yo también. Ésta es la última vez que me preocupo del asunto. El
egipcio del templo de Esculapio dijo que teníais que ir a ver al médico del
circo de aquí para que os hiciera un último examen de la herida. Seguro que
éste sabe más de heridas que el de Roma, porque cose a los gladiadores
después de cada combate para que puedan volver a luchar. Los gladiadores
son unas criaturas valiosas, José, mucho más que vos. Las localidades para los
combates reportan grandes sumas de dinero a sus propietarios.
—Detesto el circo. Es un espectáculo bárbaro.
—Precisamente por eso se venden tantas localidades. No tenéis que
presenciar los combates, José, sino sólo ir a ver al médico.
José sabía que el gálata estaba en lo cierto. Ese era precisamente uno de
sus rasgos más molestos: siempre tenía razón.
—De acuerdo —concedió—, pero no quiero que vengas a controlarme. Ve a
abrir la casa y compra algo de comida. Yo iré más tarde. —Sonrió, torciendo
la boca.
Cuando Débora tomó posesión de la villa de Cesarea , Antíoco localizó una
casa más pequeña que estaba en venta. José la compró de inmediato. Poco le
importó que la vivienda tuviera una magnífica distribución y una austera
belleza. Lo único que deseaba era disfrutar de las comodidades a que estaba
acostumbrado, sin tener que dormir en el duro camastro de una hostería. En
cuanto hubo adquirido las camas, ya se dio por satisfecho.
Stratos, con ostentosa discreción, omitió hacer alusión alguna al cambio
que había experimentado la apariencia de José. Depositó en a mesa, frente a
él, la contabilidad de las otras galeras, aguardando sus comentarios. José
siempre detectaba los errores. Por lo general pasaba por alto algunos, pero
obligaba a Stratos a corregir unos cuantos para recordarle que no se dejaba
engañar.
No obstante, ese día ya de entrada, dio por buenas las cuentas. Tenía
prisa. Ya estaba avanzada la tarde y tenía que salir de la ciudad para ir al
circo y regresar antes de que cerraran las puertas al anochecer.

¡Perfecto! Los letreros anunciaban combates para el día siguiente, lo cual


significaba que ese día no había habido ninguno. El médico debía de estar
libre. José localizó la discreta puerta que daba a las instalaciones adyacentes
al circo. La puerta se abrió con un desagradable chirrido.
Dentro, un fornido guardia acudió a su encuentro.
—No se permite la entrada al público —gruñó.
—Busco al médico —dijo José, señalándose la roja cicatriz que le surcaba
la barbilla—. Tuve un accidente en Roma. Me cosieron la herida en el templo
de Esculapio y me dijeron que viniera a ver al médico de aquí para que me
examinara. Pagaré la tarifa que me pida, claro está. —José sacó un denario de
plata del cinturón—. Esto es como agradecimiento por indicarme dónde puedo
encontrarlo.
Tras comprobar con los dientes la autenticidad de la plata, el guardia
apuntó hacia un pasillo tenuemente iluminado con pequeñas lámparas que se
hallaban situadas en hornacinas.
José echó a andar a paso vivo y accionó el picaporte de la primera puerta
que encontró.
—¡No! —gritó el guardia—. Esa puerta no.
La puerta ya estaba, sin embargo, abierta, y José observaba con asombro
la escena que tras ella se desarrollaba.
Era una exigua habitación, sin tapices ni alfombras, y estaba iluminada por
al menos una veintena de lámparas que magnificaban cada ondulación, cada
defecto de las paredes encaladas. La luz también permitía ver con todo
detalle a la pareja que ocupaba la alta camilla de masaje que ocupaba en el
centro de la estancia.
La mujer se encontraba apoyada de espaldas, con las rodillas flexionadas a
la altura de las orejas y los tobillos entrecruzados detrás del cuello del
hombre, que se mantenía agazapado sobre ella. Este poseía un cuerpo muy
musculoso y en su piel reluciente, ungida de aceite, resaltaban las blancas
líneas de prominentes cicatrices diseminadas por la espalda, hombros, muslos
y brazos. Se agitaba frenéticamente, ensartándose, jadeante, una y otra vez
en el cuerpo de la mujer, mientras ésta gritaba «Más. Más. Más. Más. Más».
Ella movía la cabeza ansiosamente, con el cuello —blanco como las cicatrices
del gladiador— tenso, vibrante. Se tocaba los voluminosos pechos y con las
uñas pintadas de rojo se arañaba hasta hacer brotar la sangre. Su cabello
resplandecía, desparramado sobre el borde de la camilla como si fueran hilos
de sedoso cobre y bronce.
—Más. Más. Más. —Era Débora.
José cerró la puerta.
—¿Dónde está la puerta del médico? —preguntó con voz neutra, en la que
se reflejaba su aturdimiento y estupor.

—¡José! Qué sorpresa.


Débora le tendió lánguidamente una delicada mano coronada de uñas rojas.
Lucía un vestido de seda roja de estilo romano, orlado de azul. La multitud de
trenzas que le rodeaban la cabeza estaban entrelazadas con cintas azules, y
también eran azules las flores esmaltadas que salpicaban las pulseras con que
adornaba sus blanquísimos brazos. Iba maquillada a la perfección, con las
cejas depiladas y sustituidas por airosos arcos pintados.
—Gracias por la carta en que me informaste de la boda de Aarón. Tengo
intención de mandarle un regalo, pero... —Por primera vez observó realmente
a José—. ¿Qué quieres? —preguntó, abandonando su anterior tono seductor.
—Ayer cometí un error, Débora. Me equivoqué de puerta y te vi a ti y a un
esclavo germano... —Fue incapaz de continuar.
—Vamos, dilo, José. Sigues siendo tan pudibundo como una vieja. Nos viste
a Cirelo y a mí follando como locos. Es el último grito en Cesarea . Es muy
caro, pero que muy, muy caro. Aunque vale su peso en oro. Todas mis amigas
coinciden en ello. Los otros gladiadores no son ni la mitad de buenos que él. —
Se echó a reír al advertir la expresión de disgusto de José.
«Deberías verte la cara. Seguramente yo también ponía la misma cuando
tú te afanabas con tanta diligencia conmigo para engendrar tu ansiado hijo.
Eras tan tierno, tan considerado, temías tanto hacerme daño... No supe para
qué servían los hombres hasta que Roma se aposentó en Cesarea . Nunca me
hiciste daño, José, después de la primera vez. No me extraña que sintiera
repulsión cada vez que me tocabas.
José giró sobre sus talones y se marchó. Tenía intención de hablar con
dureza a Débora, de exigirle que recordara que era la madre de Aarón, que
no debía avergonzarlo con su comportamiento. Era una diablesa. Lo único que
cabría hacer era rezar para que Aarón no se enterara nunca.
José no era un corderillo inocente. Había yacido con muchas mujeres y
conocía el éxtasis que ellas sabían procurar por vías a veces extrañas y
artificiosas. Pero el dolor —infligido o recibido— era una abominación.
Débora le inspiraba asco.

48

Aarón había tenido un hijo. José no podía creerlo. Se había convertido en


abuelo.
Además, para colmo, Aarón también se había dejado barba, una espesa y
reluciente barba, negra como la noche. José se acarició los ralos pelos
elegantemente recortados que le cubrían la barbilla y se sintió algo ridículo.
De todos modos, experimentó una genuina alegría al ver a la preciosa niña,
y aún más porque le hubieran invitado a ir a la casa de Aarón.
Aquélla era la primera vez que los visitaba. José estaba seguro de que
aquello era obra de Abigail y de su amiga, la madre de Ruth. Aun así, lo habían
invitado y allí estaba, con Ruth, Aarón y Leah. Componían la estampa de una
familia, su casa parecía acogedora y el vecindario donde vivían era una
auténtica comunidad de familias, más o menos como la suya.
—Aarón trabaja de profesor ahora —anunció con orgullo Ruth.
Luego se apresuró a taparse la boca con los dedos y bajó la mirada.
«Ah —dedujo José—, de modo que ésta es la clase de familia que
componen. La esposa cocina, limpia, tiene hijos, admira al marido y no habla a
menos que le dirijan antes la palabra.» Su alegría se desvaneció al instante.
Era evidente que Aarón se había involucrado aún más en la rígida rama del
judaismo que se autodenominaba «ortodoxa», tachando con ello de judíos de
segunda y tercera clase a quienes no comulgaban con su tendencia.
En ese momento José lamentó más que nunca la muerte de Hillel, acaecida
varios meses atrás. ¿Quién sería ahora el portavoz de la razón y la
compasión?
Después de felicitar de nuevo a los padres, José se despidió. Su hijo no
insistió en que se quedara un rato más.
De improviso recordó el risueño y cínico semblante de Herodes Agripa. El
hijo de Berenice era la encarnación de todos los defectos que un padre
temería de un hijo. Estaba por completo volcado en la búsqueda de los
placeres, vivía del dinero que le daba su madre, nunca pensaba en asumir
ningún trabajo ni responsabilidad, tenía encanto en lugar de carácter y era,
con toda probabilidad, un mentiroso redomado.
Sin embargo, José sentía por él un afecto que no le inspiraba Aaron. «Tal
vez yo sea —pensó— un hombre inmoral y un mal padre.»
Por el momento resolvió asumir la actitud de Herodes Agripa: no ejarse
inmutar por sus defectos. Recompuso los holgados plieguesde su manto de
seda y se encaminó al templo para asistir a la reunión periódica del sanedrín.
Se sentía más a gusto allí, entre personas de su misma condición.

Ese año resultó pródigo en nacimientos. Berenice estaba entusiasmada con


la hija de su hija.
—Debe de ser una auténtica belleza, José. Herodes Filipo es un hombre
muy guapo, y ya conocéis a Herodías. Le han impuesto el nombre de Salomé.
Espero que no sea un mal presagio. Si sale a la horrible hermana del rey
Herodes, le negaré la entrada en mi casa. Aunque para eso quedan aún
muchos años. Tengo preparados un montón de regalos y una carta para
Herodías, en la que le ruego que me traiga a la niña para que la vea. ¿Tendréis
la amabilidad de llevársela?
José respondió que sería un placer para él, y no mentía. El cariño que
sentía por Berenice aumentaba con los años, y habían transcurrido muchos
desde que la conoció. Veinte en concreto, desde que había compartido viaje
con ella y sus «animahllos» a bordo del Fénix.
Aquí no se acababan las noticias, prosiguió alegremente Berenice. Su
querido Emilio también era abuelo.
—Marco y Cornelia tuvieron un niño el mismo mes que Herodías. ¿No sería
maravilloso que se casaran de mayores? Después de todo, Marco no es hijo
carnal mío, aunque lo quiero como a un hijo. El caso es que no son parientes de
sangre. Y el niño... Julio se llama, Julio Emilio Flavio, qué nombre tan largo
para una cosita tan pequeña... —Julio no sería antisemita ni nada por el estilo,
teniendo una abuela judía.
José se interesó por los otros hijos de Berenice. Todo eran buenas
noticias. Aristóbulo trabajaba para Tiberio en un cargo administrativo, y
Miriam a buen seguro se casaría pronto. Había pasado una temporada con sus
primos en Calcis y había recibido una interesante oferta de un rico
terrateniente de allí.
¿Y Herodes Agripa?
—Ay, un caso perdido como siempre, José. Druso ha regresado y vuelven a
formar la misma pareja de irresponsables de antes. Aunque su padre ha
tomado las disposiciones para nombrarlo cónsul... una posición terriblemente
importante y encumbrada... Druso prefiere ir de fiesta en fiesta con
Herodes. Naturalmente, los invitan a todas partes. La gente ya comenta que
tendremos un emperador muy apuesto cuando muera Tiberio. No hay hombre
en cualquiera de las ciudades de Roma que no intente ganarse las simpatías
de Druso. ¡Y los que tienen hijas, ya ni os cuento!
—¿Haciendo de casamentera otra vez? —El marido de Berenice entró
risueño en la logia donde ésta se encontraba con José.
José se levantó para saludar al senador retirado, su patrono. José sentía
admiración y aprecio por aquel aristócrata entrado en años. Emilio era un
hombre de honor.
Los tres se enfrascaron en una grata conversación. Emilio puso al día a
José sobre las novedades acaecidas en el imperio en el ámbito militar, su
principal foco de interés; José escuchó con satisfacción que la rebelión de
Iliria había quedado del todo sofocada. La cuestión no le atañía
personalmente, pero algunos de sus amigos negociantes le agradecerían
aquella información obtenida de buena fuente.
Poco después llegó Herodes Agripa, acompañado de Druso. «Realmente es
apuesto —pensó José mientras saludaba al hijo de Tiberio—; al contrario que
su padre.»
Berenice preguntó a los jóvenes si se quedarían a cenar, informándoles de
que tendrían como comensales a José y a algunos amigos más.
Druso y Herodes contestaron casi al unísono que no podían.
—¿Vais a una fiesta? —preguntó Berenice.
—Por supuesto —respondió Herodes—. Me parece que será... memorable.
Hay cuatro bailarinas, tan flexibles que se diría que están hechas de goma.
Hacen cosas increíbles con su...
—Basta —lo atajó Emilio—. Después tu madre se queda angustiada,
lamentando tu depravación.
Herodes Agripa sonrió a su padrastro y luego fue a besar a su madre.
—Por eso me invento estas patrañas. En realidad, Druso y yo vamos a
escuchar la lectura de algunos capítulos del último libro de historia de
Claudio.
—No te creo en absoluto —replicó Berenice.
—¿Lo ves? —señaló Herodes con un ampuloso gesto de ofendida inocencia
—. Diga lo que diga, siempre estás predispuesta a creer lo peor.
Druso dedicó una reverencia a Emilio, José y Berenice, despidiéndose, y
urgió a Herodes:
—Debemos irnos. Primero tengo que pasar por la casa de mi padre.
Herodes Agripa se despedía también, cuando de repente tuvo una
ocurrencia. José debería de ir con ellos, dijo. A ningún hombre de negocios le
venía mal conocer al emperador.
José rechazó la idea, alegando que sería una intrusión. Berenice señaló
que había un largo trecho para ir caminando hasta el Palatino. Herodes
despejó tal inconveniente, anunciando que Tiberio no se encontraba en la
residencia de Agusto. Cuando tenía mucho trabajo Cumulado, se lo llevaba a la
casa del monte Esquilino donde vivía antes. Así podía concentrarse sin
interrupciones, porque nadie sabía que se refugiaba allí. En cuanto a la
observación de José, la verdad era que es haría un gran favor a Druso y a él
acompañándolos.—Cualquier cosa que vos o yo despacharíamos en diez
palabras, Tiberio la alarga a diez mil. Si se lanza a una interminable perorata
con vos, José, emprenderemos la huida. —Herodes dirigió un guiño a su madre
—. Para asistir a la lectura de los textos de Claudio.

El nuevo emperador estaba sentado frente a una mesa que aparecía


abarrotada de rollos de papiro, con expresión decididamente sombría.
Tomó el rollo que le había llevado Druso y coronó con él una de las pilas.
Fuera o no cierto, aseguró que recordaba a José, por las ocasiones en que se
habían visto hacía varios años.
—Tomad asiento —lo invitó Tiberio—. Me gustaría que me pusierais al
corriente de la situación de Judea. ¿Qué impresión ha causado Valerio
Grato? Tenía buenos informes de él y por eso lo nombré procurador. Siempre
he creído que debería ser más prolongado el mandato de los representantes
provinciales, porque su pronto relevo perjudica su posición. En mi opinión...
Herodes dispensó una maliciosa sonrisa a José mientras se escabullía por
la puerta con Druso.

José había oído decir que Tiberio no deseaba ser emperador. Pero
Augusto lo había elegido, lo había nombrado emperador en su testamento, y
Tiberio poseía un sentido demasiado elevado del deber para desobedecer. Su
negativa podría haber sumido al imperio en otra guerra civil, como la que
Augusto había librado y ganado, para convertirse en el primer emperador de
Roma.
Tiberio estaba dotado de la dureza física y la determinación propias de un
militar. Había pasado en el ejército la mayor parte de su vida, en concreto
cuarenta años, veinte de los cuales en calidad de eficiente general. Ahora,
abrumado por la carga de administrar el imperio heredado, se le veía
incómodo e infeliz.
José tuvo ocasión de constatar la veracidad de los rumores que había
escuchado, y también que, por desgracia, Augusto había desaparecido sin
dejar huella. Su heredero carecía del entusiasmo, la humanidad y el genio del
hombre que había sido el héroe de José.
Tiberio era trabajador sin duda, y también concienzudo. Formuló a José
un sinfín de preguntas, solicitando detalles sobre la vida y actitudes de los
habitantes de Jerusalén, Cesarea , las ciudades menos populosas y las aldeas.
José respondió con sinceridad, pero se reservo prudentemente parte de la
información. Comenzaba a preguntarse si tendría que quedarse allí hasta
pasada la hora de la cena. Le convenía irse, porque por un lado estaba
hambriento y, por el otro, causaría ungran trastorno a Berenice que, teniendo
otros invitados, tuvieran que esperarlo sin saber a ciencia cierta cuándo
regresaría.
Se disponía a componer mentalmente un discurso de despedida cuando de
improviso Tiberio apartó un montón de rollos hacia un lado.
—Veo que sois un hombre de gran inteligencia, José de Arimatea —dijo—.
Un momento... un momento... Aquí está, una hoja de papiro en blanco. Os daré
una carta para Grato. No sabe con quién puede contar en Judea. Le diré que
sois digno de toda consideración y que puede consultaros para la toma de
decisiones.
José se quedó paralizado en su asiento. Lo que Tiberio le ofrecía
entrañaba un grado de poder e influencia impensable para cualquier judío de
Judea. Se pasaría el resto de la vida presentando disculpas a Berenice, todos
los días si fuera necesario, pero ahora no pensaba dejar al emperador aunque
éste siguiera hablando toda la noche o durante un mes entero.
Tiberio terminó de redactar la carta y después, tras buscarla en varios
sitios, localizó la caja que contenía la cera para el sello. Por su puesto, no
había llama en la lamparilla que se utilizaba para fundir la cera. El emperador
de Roma se levantó, enojado, y sin decir palabra abandonó la habitación.
A su regreso, Tiberio llevaba una gran lámpara encendida. La depositó en
la mesa, acercó la barra de cera a la llama, luego depositó con cuidado unas
gotas en la parte inferior de la carta que había escrito y estampó su sello con
el anillo.
Salvo la última, todas aquellas acciones las podría haber realizado algún
secretario o ayudante. El mismo José se excedía queriendo controlar
personalmente demasiados detalles de su negocio, pero disponía de la
suficiente experiencia y sentido común para reconocerlo y delegar muchos
quehaceres en sus subalternos.
Sus actividades, empero, se circunscribían a seis galeras, un almacén y a
la reposición de velas, remos, pintura y madera para reparaciones.
Aquel hombre trataba, al parecer, de dirigir el imperio de Roma sin ayuda
de nadie. De repente el juerguista y joven Druso se le antojó como un
candidato mejor para asumir aquella responsabilidad.
Tiberio pasó a interesarse a continuación por los productos que
exportaban Judea y Galilea y por las cualidades del puerto de Cesarea en
relación a otras ciudades marítimas. Aquél era un terreno mucho menos
espinoso y José respondió con autoridad a todas las preguntas.
Estaba por concluir una frase cuando sus tripas se quejaron con un
escandaloso gruñido. Tiberio se echó a reír, con unas carcajadas secas y
breves tan parecidas al ladrido de un perro que José también estalló en risas.
—He olvidado la hora que es —dijo Tiberio—. Marchaos enseguida. No quiero
que Berenice se enfade conmigo.
No se molestó en dar las gracias a José por el tiempo y la información que
éste le había ofrecido. Tiberio no era especialmente cortés.
José sí dio las gracias al emperador. Cuando cerraba la puerta tras de sí,
advirtió que éste ya estaba ocupado en la lectura de un pergamino.
José echó a andar hacia la salida por un corredor en penumbra, con
cautela para no tropezar. Entonces se acordó de la carta. La había dejado en
la mesa.
Se apresuró a volver sobre sus pasos, llamó a la puerta y entró en el
despacho de Tiberio. La corriente de aire apagó la llama de la lámpara.
—Lo siento muchísimo —dijo José. Solamente percibía la silueta más
oscura de Tiberio entre las sombras de la habitación—. Me he olvidado de la
carta.
—No, no, no os preocupéis. Traedme una de las lámparas del pasillo.
Después de encender la lámpara con la que le había llevado José, Tiberio
le entregó la carta y le deseó con afabilidad que tuviera una buena velada.

José llegó a casa de Berenice justo cuando servían la cena. Expresó una
retahila de disculpas, pero Berenice restó importancia al retraso.
—No he esperado, José. Todos conocemos a Tiberio. Podría haberos
retenido toda la noche.
José recibió el comentario con una carcajada. Luego saludó a los demás y
se instaló en un diván junto a un antiguo senador, como Emilio, y la amiga de
Berenice, Antonia.
—No es que esté muy orgulloso de lo que me facilitó la huida —explicó—.
El hambre me ha ocasionado un gruñido de tripas tan estrepitoso que debe de
haberse oído en toda la ciudad. —Se lavó y secó las manos y luego cogió unas
olivas de un cuenco que había en la mesa. Antes de llevárselas a la boca,
concluyó el relato de sus meteduras de pata—. Me había dejado algo en la
mesa del emperador, así que he vuelto, y al abrir la puerta la corriente ha
apagado la vela. Dos desastres, el segundo peor que el primero.
—No es un desastre, José, sino todo lo contrario —afirmó Antonia,
mientras depositaba los huesos de oliva en un plato antes de servirse unas
cuantas más en la palma de la mano—. Mi cuñado siempre ha sido muy
supersticioso en lo tocante a las señales y los presagios. -Cree que una
lámpara apagada por una ráfaga de viento es el mejor augurio de buena
suerte que pueda existir. Acabáis de hacer un amigo

49

A su llegada a Cesarea , al final de la temporada, José fue al palacio de


Herodes, donde tenía su residencia y sus dependencias de trabajo el nuevo
procurador Grato. José no albergaba dudas de que siempre continuaría
pensando en el magnífico edificio de mármol como «el palacio de Herodes».
El paso del tiempo había borrado de su memoria las atrocidades que había
cometido el monarca, dejando sólo el recuerdo de sus atenciones y de su
asombroso encanto. El palacio presentaba ahora un aspecto descuidado y un
frío aire marcial. Era como si hubiera soldados montando guardia por doquier.
Tal como preveía, la carta de Tiberio le granjeó la atención y el respeto
absolutos del procurador. José se quedó un breve rato y luego se fue,
complacido consigo mismo y convencido de que podría utilizar su influencia en
beneficio propio y de muchos de sus amigos.
En Arimatea, el relato de su involuntario gruñido de tripas suscitó las
risas de todos. La parte de la lámpara sólo se la contó a Sara.
—Al final creo que me gusta la barba —le dijo ésta más tarde—. Al
principio rascaba, pero ahora es suave como el pelo de un animali-llo.
Acaríciame el vientre con ella, a ver si me gruñen las tripas.
Los ahogados jadeos de intenso placer que brotaron de su garganta no
presentaban, en cambio, ninguna semejanza con un gruñido.

La vida de José había adoptado unas tranquilas pautas de regularidad en


las que él se encontraba cómodo, tal vez debido a la edad. Le satisfacía la
autoridad y prestigio que le procuraba la posición de que gozaba en Jerusalén
y, con Tiberio como patrono oficioso, en Roma. Sus estancias en Arimatea
eran siempre una fuente de júbilo.
También experimentó alguna que otra pena inevitable. Hillel había muerto
durante la primera época de su participación en el sanedrín.
Emilio, el marido de Berenice, había sido desarzonado por un caballo
joven, demasiado brioso para montarlo a su edad, y había fallecido en el acto,
desnucado.
La muerte de Helena, su madre, le partió el corazón.
—Nunca llegué a conocerla. Siempre deseé pasar más tiempo con eUa,
pedirle que me hablara de sí misma, decirle lo mucho que lamentaba los
trastornos y disgustos que le causé —confesó a Sara—. Lo fui Postergando
una y otra vez. No conocía a mi propia madre.
Sara lo abrazó, como si ella fuera la madre y él un niño desvalido.—Ella te
conocía, José, y eso le bastaba. Estoy segura de ello, créeme. Hablábamos
con mucha frecuencia de ti durante los años en que vivimos juntas.
La enorme tristeza que le produjo la muerte de su madre se vio incluso
superada por algo que descubrió a raíz de ese acontecimiento. No había
recibido a tiempo para ir a Arimatea el mensaje en que le informaban de su
ataque de corazón, pero asistió al funeral. Intentó ayudar a Amos, Caleb y
sus cuatro hijos a mover la gran roca que cubría la entrada de la tumba, pero
ellos trabajaban bien juntos y él no hacía más que estorbar, de modo que se
hizo a un lado.
«Hace mucho, mucho tiempo, que me hice a un lado —advirtió—. Considero
Arimatea mi hogar, pero no trabajo la tierra ni conozco a fondo la vida ni los
sentimientos de sus gentes, ni siquiera los de mis hermanos y sus familias.»
Se sintió doblemente despojado. Había perdido no sólo a su madre, sino
también su hogar.

En la siguiente reunión del sanedrín expuso su caso. La ley dictaba que la


tierra debía pasar del padre al hijo mayor, de éste a su primogénito, y así
sucesivamente a lo largo de las generaciones.
—Todos me conocéis con el apelativo de José de Arimatea. En mi corazón
seguiré siendo siempre, hasta que muera, José de Arimatea, porque allí nací y
de allí me considero. Yo, sin embargo, no pertenezco a la tierra; soy sólo su
propietario. Solicito una interpretación del sentido profundo de la ley, sin
apego a la superficie de la palabra. Tengo dos hermanos, los dos buenos
hombres, que a su vez tienen hijos que también lo son. Padres e hijos aran la
tierra, la siembran, la cuidan, recogen sus frutos y la aman por la cosecha que
les da en compensación a sus esfuerzos.
»Yo también tengo un hijo. Ya lo conocéis. Es un profesor, el rabino Aarón,
responsable de la sinagoga que hay junto a la piscina de Siloé. Cuando era niño
lo llevé a Arimatea, a la tierra de sus antepasados. Los animales le asustaron
y en él no le suscitaron ningún interés los árboles, las viñas ni los campos. El
es un estudioso y sus conocimientos llenan de júbilo y orgullo mi corazón. Pero
su corazón esta en los escritos, no en la tierra de Arimatea.
»Esto es lo que os pido: que aprobéis que haga de mis hermanos los
propietarios legítimos de la tierra de sus padres.
La cuestión era interesante. El debate duró más de una hora, durante la
cual se formularon muchas preguntas a José.
Él prestó una atención especial a las que hicieron dos hombres, tavez los
miembros más destacados del sanedrín: Gamaliel, el nieto de Hillel, y Eleazar,
hijo de Anas y actual sumo sacerdote.
Al final, la votación arrojó un resultado de cuarenta a treinta. José, como
es natural, no pudo participar en ella al ser parte afectada. Sus compañeros
de tribunal dictaminaron que podía ceder las tierras a sus hermanos.
José fue después a casa de Aarón y allí se enteró de que Ruth había dado
a luz hacía poco. Había tenido otra niña. José comunicó a Aarón el dictamen
del sanedrín y le preguntó si estaba dispuesto a renunciar a la tierra que
había de heredar a cambio de su valor en metálico, que él mismo le
entregaría.
—Abriré mi propia academia —dijo Aarón—. Sembraré la semilla de la
palabra de Dios y obtendré unos frutos más gratos a sus ojos.
La semana siguiente José compró una tumba que se hallaba excavada en la
roca cercana a la muralla de la ciudad y a la puerta de Damasco. Había seis
tumbas, todas recién excavadas, muy espaciosas y con una holgada separación
entre sí. De estas características se deducía que eran muy caras. La
propiedad era, por tanto, digna prueba de la posición que ocupaba José en
Jerusalén. «Me enterrarán aquí —pensó—, y también a Aarón, su esposa y sus
hijos. Nosotros somos de Jerusalén. Arimatea acogerá los huesos de Sara.
Ella pertenece allí.»

En la siguiente de las visitas que con regularidad realizaba a Roma, la


ligera autocomplacencia de José con su situación de hombre importante
sufrió un serio revés.
En Puteoli le esperaba un mensaje de Berenice, que decía: «Daos prisa.
Problemas terribles.» Dejó todas las tareas relacionadas con e\ Águila en
manos de Barca, alquiló caballos y cabalgó con Antíoco día y noche sin parar,
hasta que llegaron a Roma al atardecer del día siguiente.
—¡José! —Berenice se arrojó a sus brazos y hundió la cabeza en su pecho
—. Gracias a Dios que estáis aquí.
No supo cómo reaccionar. Entre él y Berenice había un gran afecto que,
sin embargo, nunca había dado pie a ese tipo de efusiones. Por otra parte, ni
por un instante se le pasó por la cabeza que el abrazo de Berenice fuera
indicativo de una repentina atracción física. Al fin optó Por darle una
prudente palmada en el hombro, pensando que era lo más adecuado.
—¿Qué ocurre, Berenice? ¿En qué puedo ayudaros?
La mujer se separó de él, dio un taconazo en el suelo y prorrumpió en
llanto.
—Estoy tan rabiosa —sollozó— y tan asustada, y no puedo hacer nada al
respecto.Al final José logró desentrañar el significado de aquellas incohe-
rentes frases y sollozos. Comprobó que no había exagerado en su mensaje.
Había problemas. Y eran terribles.
El senado romano había promulgado un decreto por el que debían ser
deportados a Cerdeña cuatro mil varones judíos adultos. La población judía de
Roma sumaba entre veinte mil y treinta mil individuos, contando a las
mujeres, ancianos y niños. Los cuatro mil hombres representaban
prácticamente la totalidad de los cabezas de familia con hijos menores a su
cargo.
—¿Cuándo se promulgó? —preguntó José con incredulidad.
—Hará cosa de un mes. Aún no se ha puesto en práctica, pero cualquier día
de éstos los soldados bajarán al barrio judío y... —Bere-nice volvió a dar otro
taconazo—. Es ese miserable de Sejano, estoy segura. Pero nadie quiere
escucharme.
—¿Qué dice Herodes Agripa de todo esto?
—¡Herodes! —Berenice prorrumpió de nuevo en llanto—. ¿Qué sabe éí lo
que representa ser judío? No come los alimentos prohibidos, o al menos eso
me dice, pero no -se toma en serio esto. Asegura que el senado no es más que
un grupo de hombres que hablan y hablan y no hacen nada.
José tenía una opinión bastante similar al respecto. El poder de Roma
reposaba en el emperador y en el ejército, no en esos individuos que vestían
toga e iban en desfile al senado con su cuadrilla de clientes detrás, para
demostrar lo importantes que eran o creían ser.
De todas formas, tendría que averiguar qué había de verdad en todo
aquello, aunque sólo fuera para disipar la preocupación de Berenice.
—Me ocuparé de ello —dijo a su amiga.
—Sabía que lo haríais José. Ya me siento mejor.
A la mañana siguiente José se dirigió al barrio judío que se hallaba, al otro
lado del río. Antíoco estaba recabando información, con sus propios métodos
inimitables, entre la servidumbre de los senadores.
Al sumergirse en las calles atestadas de altos edificios, lo asaltó la misma
impresión de agobio que había experimentado muchos años antes. Se perdió
de inmediato. Esa vez, sin embargo, no acudió a socorrerlo ningún niño tullido.
Preguntó por el camino para llegar a la sinagoga, intentó seguir las
indicaciones y volvió a perderse al menos diez veces.
Al fin la localizó, pero estaba cerrada. Ya se alejaba cuando le pareció oír
voces en el interior. Llamó a la puerta y dentro se hizo el silencio.
Sí, había gente dentro. Permaneció golpeando la puerta largo rato,hasta
que por fin se abrió un resquicio que le permitió ver un ojo y un fragmento de
cara.
«Ninguno de mis antiguos conocidos estará aquí —pensó José—. Yo podría
ser cualquiera, y si tienen cerrada la puerta es por miedo. ¿Cómo los
convenceré de que deseo ayudarlos?»
Comenzaba a creer que la alarma de Berenice estaba justificada.
Con voz recia y clara recitó las palabras que le habían enseñado de niño:
—«Escucha, oh Israel: ¡El Señor es nuestro Dios, el único Dios!»
La puerta se abrió al instante y, antes de volverse a cerrar, alguien lo
agarró del brazo y lo hizo pasar. Luego oyó el ruido de los cerrojos.
—Soy José de Arimatea y de Jerusalén, y he venido a ayudaros —dijo. «Si
es que puedo», añadió para sí; su sensación de importancia y poder había
mermado seriamente.
La sinagoga estaba llena a rebosar de hombres, mujeres y niños que
rezaban con desesperación, algunos acompasando sus lamentos con rítmicos
golpes en el pecho. A José le enseñaron el bando que habían colgado los
romanos en el interior del edificio. Era un texto duro y simple, que no le
costó leer a pesar de su deficiente dominio del latín.
El 20 de septiembre, al cabo de cinco días, todos los varones judíos
adultos y sanos, de entre veinte y treinta y cinco años de edad, debían
situarse delante de sus casas, donde pasaría a recogerlos una tropa del
ejército romano.
¡Cinco días!
—¿Podéis impedirlo?
El hombre había formulado la pregunta con un escepticismo que José fue
incapaz de reprocharle. Lamentó no poder responder con una mentira, pero
eso iba en contra de sus principios, y más tratándose de un asunto de tamaña
gravedad.
—No lo sé —respondió—. Hay una posibilidad, sólo una... Haré cuanto
pueda.
José abandonó la sinagoga y salió a la diminuta plaza que había delante.
Tenía que intentar ver a Tiberio. ¿Se acordaría de él el emperador? ¿Qué
podía aducir para conseguir una audiencia?
—¡Señor! ¡Señor! ¡Señor! —José se detuvo al ver que lo seguía un niño de
corta edad.
Al niño se le salieron los pies de las sandalias, demasiado grandes para sus
pies gordezuelos. Las cogió con la mano y siguió corriendo, descalzo, hacia
José.
Cuando lo alcanzó, lo miró a la cara con sus enormes ojos negros.
—Señor. ¿Sois el Mesías?
—Por supuesto que no. Dame las sandalias, que te vas a lastimar los pies.
—Tenéis que ser el Mesías. Mi padre dice que él vendrá pronto, destruirá
a los romanos y nos liberará. Y ahora todos los mayores tienen miedo de los
romanos, incluso mi padre. Pero vos habéis venido. Tenéis que ser el Mesías.
—No te muevas —indicó José al tiempo que sujetaba al pequeño por la
cintura—. Levanta un pie. Así. Y ahora el otro. Escúchame —pidió, una vez lo
hubo calzado—. Yo no puedo destruir a los romanos. Ningún hombre puede
destruir por sí solo a los romanos. Necesitaría muchos ejércitos. Yo sólo voy
a hablar con un hombre muy importante que conozco. Quizá pueda conseguir
que los romanos varíen de intención. ¿Lo entiendes?
—No —respondió el niño mientras sacudía la cabeza.
José situó al pequeño de cara a la sinagoga.
—Vuelve con tu padre —le dijo—. Y no pierdas las sandalias.

Antíoco estaba sentado en la escalinata del templo de Esculapio, comiendo


dátiles. Al ver a José, acudió a su encuentro y le tendió los tres dátiles que
tenía en la mano.
—Comed un poco —dijo—. Parecéis cansado.
José tomó los dátiles y luego se miró con sorpresa la mano al notar su
tacto pegajoso. No había reparado en lo que hacía. Arrojó los dátiles entre
los arbustos.
—Traigo malas noticias —anunció.
—Y yo peores —replicó en tono tranquilo Antíoco—. Pero no me quitan el
apetito. Si no ibais a comerlos, podríais habérmelos devuelto.
—¿Qué has averiguado? —preguntó José con un gesto de impaciencia.
Mucho. Antíoco se lo expuso mientras atravesaban el puente y seguían
caminando por la otra orilla del río. Recientemente se había producido un
escándalo. Una patricia romana, convertida al judaismo, había entregado un
valioso donativo, un cuenco de oro y un pedazo de seda de color púrpura de
precio incalculable, al templo de Jerusalén. Por desgracia, los hombres a
quienes lo entregó, pensando que eran rabinos, eran en realidad unos
timadores que se quedaron con el donativo y trataron de venderlo. Sí, eran
judíos.
Ése era el pretexto para la expulsión de los judíos, aunque en realidad el
motivo estaba representado por la mujer y no por los timadores. En los
últimos años cada vez se daban más casos de conversiones, sobre todo entre
las mujeres, muchas de ellas pertenecientes a la nobleza. Se sentían atraídas
por la moralidad del judaismo en una Roma que día a día caía en una
depravación cada vez más honda. La genasistía a los festejos en honor de las
deidades romanas y frecuentaba los templos sólo como punto de encuentro
para actividades lícitas o ilícitas, no por devoción. Sus dioses habían dejado
de tener sentido para ellos.
Aún había más: el motivo de fondo se hallaba en la violenta animosidad que
inspiraban los judíos al comandante de la guardia pretoriana, la fuerza militar
permanente de la ciudad. El responsable último era un hombre llamado
Sejano.
—¡Sejano! —exclamó José, interrumpiendo a Antíoco—. Berenice dijo algo
de él. ¿Quién es?
—Es un individuo inteligente, trabajador, apuesto y ambicioso. Atiende al
emperador en calidad de administrador, secretario y todo lo que haga falta.
Sejano lee los informes y peticiones, selecciona los importantes para que les
dedique atención Tiberio, se ocupa de los asuntos cotidianos...
—Es verdad que Tiberio necesita ayuda. Yo lo vi con mis propios ojos.
—Una cosa es ayudar, José, y otra manipular. Este Sejano ha colocado a
Tiberio en una situación de total dependencia respecto a él. El emperador lo
considera su mejor amigo.
«Tiberio nunca ha tenido amigos, lo dice toda la gente. Estuvo muy unido a
su hermano, pero éste murió hace ya treinta años. Era el marido de Antonia,
ya sabéis, la amiga de Berenice. La misma Antonia dice que Tiberio es frío
como un témpano. Y a Druso, que es su hijo, le disgusta su compañía. No es
lógico que haya comenzado a hacer amistades a estas alturas.
«Pensad, José. Imaginad que sois un hombre solitario, sin amigos, con un
hijo que os evita. Os sentís además abrumado por un trabajo que odiáis y
para el que no estáis capacitado. Tiberio es un soldado, no un político o
diplomático. Entonces aparece un hombre, otro soldado, que actúa como si le
gustarais, como si os admirase, y se muestra dispuesto a descuidar sus
propias necesidades y placeres para ayudaros, por el afecto que le inspiráis.
Al poco tiempo comenzáis a depender de él. Más adelante ya os resulta
imposible prescindir de él; por el trabajo, por su compañía, por su admiración.
»De eso a dejar que os diga lo que tenéis que pensar no hay más que un
paso, tras lo cual os habréis convertido en su marioneta sin ni siquiera
percataros.
—Soy capaz de imaginarlo, pero no puedo creerlo —objetó José—. íiberio
es el emperador de Roma. No puede ser tan estúpido.
—¿Y quién mejor que un emperador para permitirse tales estupideces?
José no supo qué responder a aquello.—Bueno, está bien —concedió al fin
—. Supongamos que todo lo que dices es cierto. Pero ¿cómo se explica ese
odio que experimenta Sejano hacia los judíos?
—Ah, para eso no tengo respuesta. No he logrado averiguarlo. Pero es
antisemita. Todo el mundo coincide en eso.
—Deberé idear algo, alguna manera de hacer cambiar de parecer a
Tiberio. ¿Es verdad que puede obligar al senado a retirar un decreto?
—Si quieren conservar sus privilegios, harán lo que les mande. Eso no lo
contempla la ley, pero es un hecho.
—Tendré que intentarlo —dijo José, que se estremeció de aprensión—.
Iré a hablar con Tiberio. Esperemos que se acuerde de aquella llama de
lámpara que apagó el aire.
Mientras subía el monte Palatino, hacia la casa que antaño fuera de
Augusto, lo embargó un sentimiento de extrañeza y de melancolía. Tuvo que
hacer acopio de voluntad para que no se reflejara el abatimiento en su porte.
Dos miembros del cuerpo pretoriano, la guardia del emperador, que
custodiaban la puerta le cerraron el paso entrecruzando sus jabalinas.
—Avisad al emperador —dijo con altivez— de que ha venido a verlo José
de Arimatea.
No dio resultado.
—El prefecto Sejano decide quién ve al emperador —replicó uno de los
guardias, sin mirarlo siquiera.
—Entonces hablaré con el prefecto Sejano —convino José. Tenía que
intentarlo.
—El prefecto está ocupado —contestó el soldado.
Su compañero sí miró a José. Tenía una expresión imperturbable, pero en
sus ojos había un asomo de burla.
—Los solicitantes pueden esperar fuera de la casa del prefecto por la
mañana. Entonces atiende a algunos de ellos.
Sin dar muestras de la humillación que en realidad sentía, José se volvió
en redondo y se alejó.

—Berenice, quiero pedir un favor a Antonia. ¿Cómo lo abordo?


—Pedídselo simplemente. No queráis andaros con rodeos ni sutilezas. Es
algo que no soporta. Su casa queda cerca de aquí. Os acompañaré.
—Mejor voy solo, si no os importa. Tal vez rehuse, y sería embarazoso
para vos y para ella que estuvierais presente.
—No seáis ridículo, José. Antonia y yo somos amigas desde hacedemasiado
tiempo para que se den ese tipo de cosas entre nosotras.
—Entonces digamos que sería embarazoso para mí. Prefiero ir solo.
—Es por lo de los judíos, ¿verdad? Esa rata de Sejano no os ha dejado ver
a Tiberio.
—Exacto. Lo único que se me ha ocurrido es pedirle a Antonia que me
ayude a sortear a Sejano.
—Una idea muy sensata, José. Id pues. Tomad el camino de la derecha al
salir de aquí. Antonia vive en la segunda villa. No vais a necesitarme, porque
ella detesta a Sejano.
Los guardias parecieron encogerse bajo la imperiosa mirada de Antonia.
Se trataba ni más ni menos que de la hija de Marco Antonio y Octavia, la
hermana del emperador Augusto, ahora elevado a la condición de dios.
—Señora Antonia, qué honor. —El oficial que salió a saludarla era
extremadamente bien parecido—. ¿En qué puedo serviros?
—Apartaos de mi camino, Sejano. Llevo a este amigo a ver a mi cuñado.

El emperador de Roma, que vestía con una túnica orlada de púrpura e iba
calzado con sandalias, estaba comiendo uno de los pájaros asados que había
en un plato, en la mesa contigua a su sillón.
Al ver a Antonia, se sacó de la boca el pájaro que tenía a medio comer y se
puso en pie.
—Sentaos y acabad de comer, Tiberio —dijo en tono magnánimo la mujer
—. Supongo que recordaréis a nuestro amigo José, que tanta ayuda os presta
desde Jerusalén. Ha venido para impedir que los idiotas del senado os
acarreen complicaciones.
Tiberio depositó el ave en la mesa.
—¿Qué intentan hacer esta vez? —preguntó con tono cargado de recelo.
A partir de ahí todo fue fácil. José le expuso brevemente el peligro de
que se produjeran disturbios y amotinamientos en Jerusalén, e incluso en
toda Judea. El ejército del procurador podría sofocarlos, naturalmente, pero
la destrucción ocasionaría pérdidas y se interrumpiría la recolección de la
aceituna, para la que faltaba poco, con la correspondiente merma en los
tributos que se obtenían de la oliva y el aceite.
—¿Por qué van a mandar a esos judíos a Cerdeña? —preguntó Tiberio.
—Tengo entendido que los senadores pretenden utilizarlos para eliminar la
plaga de salteadores de caminos que asola la isla.
Tiberio echó atrás la cabeza y su risa perruna resonó en la estancia.
—¿Judíos luchando contra bandidos? Más valdría enviar una bandada de
estas aves. —Volcó el contenido del plato—. Al menos ellas tienen picos
afilados y saben dar picotazos. Los judíos son blandos. Lo único que saben
hacer es no trabajar cada siete días y echar las culpas a su Dios.
Llamó a voces a Sejano.
—Acabo de oír una cosa muy graciosa —dijo cuando entró el prefecto—.
Hacedle saber al necio del senado que tuvo la ocurrencia que dejen en paz a
los judíos de Roma y no los manden a Cerdeña. Tendrán que decretar la
anulación de su decreto.
«Gracias, José. —Tiberio todavía reía—. Son raras las veces en que oigo
algo que me cause risa. Sabía que me traerías suerte.
—Decidme, os lo ruego —pidió José a Antonia después de abandonar la
residencia palatina—, cómo puedo demostraros mi gratitud. Haré cualquier
cosa que esté en mis manos.
Ahora fue Antonia quien se echó a reír, aunque con discreción.
—Me habéis recompensado con creces, José. ¿Habéis visto la cara que ha
puesto Sejano? Se estaba hinchando, como el sapo que es. Creí que se le iban
a saltar los ojos de las cuencas. Ha sido glorioso.

En la sinagoga, el niño que iba calzado con una sola sandalia escandalizó a
toda la congregación cuando, mirando a José, declaró:
—Sabía que vos erais el Mesías.
Si bien en el barrio judío nadie compartía el erróneo y blasfemo
convencimiento del pequeño, lo cierto era que sentían por José un
agradecimiento rayano en la adoración.
No permitió, con todo, que se le subieran los humos. Todo aquel suceso
había tenido un saludable influjo sobre el concepto que tenía de sí. Sin amigos
y sin una buena dosis de suerte, no era importante ni poderoso.

La suerte se mantuvo de su lado. De camino a Puteoli, él y Antíoco fueron


atacados por unos bandidos que iban armados con garrotes y cuchillos, cuatro
en total.
Antíoco rajó un odre de aceite perfumado que les había confiado Berenice
para hacerlo llegar a su hija Herodías y lo arrojó a sus atacantes. De este
modo lograron huir mientras los caballos de los salteadores resbalaban en la
aceitosa mancha que se extendió por el suelo.
Llegaron a una casa de postas y se adentraron en su patio. Tras dejar sus
sudorosas monturas a cargo de un mozo de cuadra, Antíoco habló con voz
apagada a José antes de entrar en la taberna.
—Más vale no comentar nada de este percance, José. Supongo que no os
ha dado tiempo a reparar en los caballos que montaban. En los arneses
llevaban el emblema de bronce de la guardia pretoriana.
50

En Puteoli la fortuna le fue propicia una vez más. Charlando con un capitán
de una galera que estaban cargando, se enteró de que una parte del
cargamento consistía en el mismo aceite perfumado que le había salvado la
vida. Así, compró un duplicado del regalo que Berenice le había mandado a su
hija.
—Qué madre más amantísima —comentó con un silbido.
Aquel aceite valía tres veces más que cualquiera de los aceites con los que
él había comerciado. No regateó, no obstante, ni un denario. La estima en que
tenía a Berenice era ahora mayor que nunca. Ella había sido, de forma
indirecta, la responsable de que se bajara del pernicioso pedestal de orgullo
en que se había instalado.
Después de atracar en Cesarea , decidió llevar personalmente a Herodías
las cartas y el regalo. Aunque había una distancia considerable hasta Cesarea
de Filipo, Herodías recibiría antes el aceite y las misivas y además así podría
hablar a Berenice de Herodías y la hija de ésta la próxima vez que la viera.
Herodías estaba, si cabe, más hermosa que la última vez que la vio, seis
años antes. Tenía un majestuoso porte, muy adecuado para la esposa de un
gobernante, aunque éste fuera sólo un príncipe que dominaba un pequeño
territorio.
Pidió a José que le describiera hasta el último detalle cuanto pudiera
recordar de su madre, sus hermanos y de Roma. De Roma sobre todo.
—La echo mucho de menos, José. Llevo aquí cinco años y siento una
terrible añoranza. ¿Podríais llevarme con vos la próxima vez que visitéis a mi
madre?
Por Berenice, José aseguró que sería un placer para él. Confió en que
Herodías no se acordara del Fénix, porque estaba decidido a no volver a
navegar nunca más con él.Después de visitar la corte de Herodes Filipo, José
fue a ver a Herodes Antipas, su socio en el negocio del bronce. Antipas
emulaba a su padre, aunque en menor escala. Estaba construyendo su propia
ciudad a orillas del mar. No se trataba, sin embargo, del Mediterráneo, sino
del mar de Galilea. El paraje era con todo extremadamente bello; se hallaba
rodeado de relucientes montes de roca negra por tierra y del blanco oleaje
de las límpidas aguas.
Antipas anunció muy ufano que iba a poner a su nueva capital el nombre
de Tiberíades, en honor al emperador, y que abrigaba la esperanza de que
éste acudiera al acto de dedicación. El padre de su esposa estaría, desde
luego, entre los asistentes. Su suegro era Aretas, rey de Nabatea. Rey y
emperador. Su presencia haría de la ceremonia una ocasión digna de
recordarse.
José le dio la razón con fingido entusiasmo. De repente se sentía muy
viejo. Aretas, rey de Nabatea. José recordó el viaje que había realizado a
Roma en compañía de Nicolaus cuando Herodes —el auténtico Herodes— tuvo
problemas con Augusto. Aretas se había apoderado del trono ese mismo año.
Hacía tanto tiempo de aquello... Nicolaus había muerto, hacía también mucho
tiempo.
«Tengo sólo cincuenta años —se dijo José—. Si me siento viejo es porque
miro demasiado hacia el pasado. Ahora mismo voy a cambiar de actitud.
Volveré a casa junto a Sara. Ella siempre me hace sentir joven.»

—¡Vaya, José! Te han salido canas en la barba y en el pelo. Te dan un aire


muy distinguido... ¿De qué te ríes, José?
Las largas trenzas de Sara eran negras como el azabache. Ante la mirada
amorosa de José, ella seguía teniendo el mismo aspecto que el día en que se
casaron... Hacía tanto tiempo de eso.

Al año siguiente dejó que Barca se hiciera cargo del viaje a Belerión para
poder llevar a Herodías al lado de su madre justo al comienzo de la
temporada. Cuando llegaron a Roma, dio gracias a Dios por aquella decisión:
Berenice se encontraba a las puertas de la muerte.
Nadie sabía qué enfermedad la aquejaba, explicó Herodes Agripa a José.
El exuberante y bromista joven quejóse había conocido todos aquellos años
había desaparecido. Ahora Herodes estaba serio y en su semblante se
advertían las marcas de la pena y la preocupación.
Sin embargo, su expresión cambiaba cuando estaba en presencia de su
madre. Entonces representaba el papel del Herodes que ella amaba y al que le
gustaba reprender. Le contaba escandalosos relatos de juergas y
desenfreno, siempre con una risueña y burlona actitud reacia a admitir
cualquier responsabilidad o sentimiento de vergüenza. Las risas de Berenice
sonaban débiles, a menudo interrumpidas por la tos, pero no cabía duda de
que su hijo le levantaba el ánimo.
A José siempre le había gustado Herodes Agripa, aun cuando creyera que
debía reprobarlo. Ahora, por primera vez, admiraba y honraba al díscolo hijo
de Berenice.
Herodías también se esforzaba por animarla. Aunque carecía del ingenio y
la vivacidad de su hermano, alegraba el corazón de su madre describiéndole
las elegantes recepciones que daba o a las que asistía, los atuendos que
llevaba en ellas, los cambios y mejoras que había introducido en el palacio de
Filipo... Al final Berenice se sumía en un plácido sueño, arrullada por la dulce
voz de su hija. Entonces Herodías salía corriendo de la habitación para llorar
y sollozar, abrazarse a su hermano en busca de consuelo, aun cuando él no
pudiera prestárselo, atenazado como estaba por la desesperación.
José se planteó dejar la casa para que la familia tuviera intimidad, pero
Antonia se lo prohibió de forma terminante. Había asumido la dirección de la
casa de su amiga, hasta el punto de preparar ella misma y servir la comida de
Berenice.
Herodes explicó el motivo de aquella actitud a José. El hijo favorito de
Antonia, Germánico, había muerto a finales del año anterior. Había sido
envenenado, nadie lo cuestionaba, por el gobernador romano de la provincia
de oriente a la que se había desplazado. El gobernador se había suicidado
para eludir su juicio y ejecución.
—¿No creerá de veras que tu madre ha sido envenenada?
—No, desde luego que no. Pero puede hacer por ella lo que no pudo hacer
por Germánico. Eso le procura algún alivio. Mi madre lo sabe y por eso deja
que Antonia la atosigue con sus cuidados. Han sido amigas durante mucho
tiempo, José, y se profesan un gran cariño.
Antonia ofrecía la misma apariencia de siempre: autoritaria, organizada,
impasible, casi insensible. Bajo su control, el hogar de Berenice había perdido
el acogedor desorden. Todo estaba limpio y arreglado, las comidas se servían
a la hora en punto, a las visitas se les ofrecía las más frescas frutas, panes y
quesos, con los mejores vinos servidos en jarras de plata escrupulosamente
bruñida. Aquel cambio resultaba descorazonador para cuantos habían hallado
un remanso de humor y paz en el alegre caos que caracterizaba el entorno de
Berenice.
José constató que había muchísimas personas que sentían por Berenice el
mismo afecto que él. Marco, su hijastro, acudió desde su Puesto, en uno de
los campamentos del Danubio, trayendo consigo a su esposa y a su hijo de
cinco años. Berenice, para quien Julio era como un nieto, derramó lágrimas de
alegría cuando éste la abrazó demasia do fuerte y luego se bajó de un salto
de la cama, contándole que tenía un poney sobre el que cabalgaba a toda
velocidad.
Marco tomó a su hijo en brazos para sacarlo afuera y entonces,
también él dio rienda suelta al llanto. José se quedó atónito. Marco,
vestido de uniforme, era la personificación del curtido oficial roma-
no. Para un hombre como él mismo, que procedía de los territorios
orientales donde se aceptaban mejor los desahogos emocionales, era
normal llorar, pero no así para los impasibles y disciplinados milita-
res profesionales. Aquél fue quizás el mayor tributo que recibió Bere-
nice, aunque hubo muchos otros. Tiberio encargó leer a un poeta las
floridas alabanzas a su belleza que éste había escrito a petición suya.
Y cuando fue a visitarla la hija de Antonia, Livila, con un ramo de
flores, llegó acompañada de su hermano Claudio, el historiador de
que habían hecho chanza Druso y Agripa unos años antes. Claudio
era de la misma edad que éstas, veinticinco años, pero, por desgracia
estaba falto de su buena presencia y encanto. Era torpe en el andar y
sufría una tartamudez que resultaba igual de embarazosa para quienes
lo escuchaban que para él mismo.
La tartamudez se disipó, no obstante, mientras estuvo con Bere-
nice. Se sentó en un taburete junto a su cama y, tomándola de la mano,
recitó con dicción clara y melodiosa los versos de una oda que había
compuesto para ella. El tema era el amor que dispensaba a cuantos la
rodeaban y el amor con que éstos la retribuían.
—Gracias, querido Claudio —dijo Berenice.
—Gracias, amada Berenice —respondió éste, al tiempo que le be-
saba la mano.

El desgarrador alarido de Herodes Agripa fue el anuncio de que


su madre había muerto.
—Ha abierto mucho los ojos, con cara de sorpresa, ha dicho «oh»,
y después ha expirado —contó más tarde.
La quemaron en una pira, como era costumbre hacer en Roma
con los personajes que eran honrados por el imperio. Herodes entre-
gó a José la caja de plata finamente labrada que contenía sus restos.
Berenice así se lo había pedido. Quería que la enterraran con su padre,
en su tumba de Alexandrium, cerca de Jericó.
—¿Vendrás conmigo, Herodes Agripa?
No, respondió el hijo de Berenice. No guardaba ningún recuerdo
de Judea. Roma era el único lugar que conocía. Marco era ahora el
propietario de la casa de Berenice. La había heredado de su padre, con
la condición de que ella tenía derecho a pasar su vida allí. Marco re-
gresaría a la región del Danubio, con su esposa y su hijo, y había dicho a José
que podía permanecer en la casa todo el tiempo que quisie-
ra, y también Herodías. Esta tenía intención de quedarse todo el oto-
ño y el invierno y regresar a Cesarea de Filipo al año siguiente.
Antes de marcharse, José vio que Agripa recorría todas las habita-
ciones y el jardín, provocando un deliberado desorden. Aquél era un
buen indicio: pronto se recuperaría del golpe.

—Aún quedan dos meses para el cierre de la temporada de nave-


gación —señaló Antíoco—. ¿Qué planes tenéis?
—Llevar las cenizas de Berenice a su destino, naturalmente.
—No —replicó Antíoco—. Ella previo que querríais hacer precisa-
mente eso y me hizo prometerle que no lo permitiría. Os conocía bien,
José. «Sucumbirá al abatimiento y la tristeza —me dijo—, a menos que
se encuentre demasiado ocupado para pensar. Manténlo ocupado.»
¿Qué hacemos pues? ¿Viajar por Italia? ¿Zarpar hacia Hispania?
—No sé.
—Entonces yo daré las órdenes. Nos vamos a Alejandría. Vuestro
viejo amigo Micah siempre os rejuvenece.
Ocurrió tal como había predicho Antíoco. Aun siendo mayor que
José, aparte de ganar algún kilo cada año Micah se conservaba muy
bien y mantenía el mismo acusado hedonismo y afición a la elegancia
que lo caracterizaban.
Eleazar los llevó a un lujoso local de juego, el último que se había
abierto en la ciudad, y animó a José a descubrir los placeres de la po-
breza perdiendo todo su dinero. Él lo hacía a menudo, según aseguró,
porque así tenía que trabajar el doble para recuperarlo y poder vol-
vérselo a jugar.
Alejandro, el amigo de José que también estaba con ellos, añadió
su grano de sal a la historia de Eleazar.
—Yo me juego el dinero que he recaudado en la aduana para los
romanos. Tengo que ganar por fuerza, porque de lo contrario, no
sólo pierdo el dinero, sino también la cabeza.
José se sumó a las carcajadas de los otros, pero por dentro sintió
un escalofrío. Si Tiberio continuaba bajo la influencia del antisemita
Sejano, podía ocurrir prácticamente cualquier cosa.

El y Sara fueron juntos a Jerusalén, a casa de Abigail, y luego a Ale-


xandrium para cumplir los deseos de Berenice. Después de la ceremonia
de entrega de las cenizas, visitaron Jericó. Su intenso verdor y las abun-
dantes fuentes dejaron maravillada a Sara. En Judea aún no había con-
cluido la estación seca, los cinco meses de calor y paisaje reseco y pardo.—Ya
está decidido —declaró José, mientras caminaba de un lado
a otro, presa de la excitación—. Compraré el terreno donde se alzaba
el palacio de Herodes, despejaré las ruinas y construiré una casa para
los dos. En ese mismo lugar tenía mi abuelo una casa. Pasaremos los
veranos aquí, juntos. Barca puede encargarse del viaje a Belerión con
la misma eficacia que yo. Este año ya lo ha hecho.
Sara detuvo el deambular de su esposo para abrazarlo.
—Me encantaría. ¿Estás seguro de que serás capaz de prescindir
del mar?
Sí, estaba seguro. Por completo. Estarían juntos. Durante varias ho-
ras recorrieron las ruinas del palacio de Herodes, planificando dónde si-
tuarían las habitaciones, el jardín, la logia... Encontraron trozos de azu-
lejos, una fuente rota, rosales y una higuera que aún se mantenían vivos.
Pasaron la noche en el acogedor albergue donde se hospedaban
quienes visitaban Jericó, hablando y trazando planes. A la mañana si-
guiente fueron de nuevo a ver «su casa» y después regresaron junto a
Abigail para informar, a ella y a su marido, de que les reservarían una
habitación especial en ella, con su propio jardín privado incluido.
Lo dejaron todo convenido. Durante los próximos meses, mien-
tras estaba en Jerusalén, José tomaría las disposiciones para comprar
el terreno y limpiarlo de escombros. La estación de lluvias no sería
impedimento para ello, ni tampoco para la localización del mejor
constructor y la preparación de los planos de la casa.
La casa se construiría durante el verano, mientras él viajaba a Be-
lerión. Vivirían en ella todo el año. Daba igual que sólo estuviera de
moda pasar en Jericó los meses de verano. ¿Qué importancia tenía la
moda para las personas que sabían lo que querían?

José y Sara habían sostenido al principio posturas distintas con


respecto al viaje a Belerión. Él quería quedarse en el albergue de Jeri-
có para supervisar las obras.
Sara se mostró, sin embargo, tajante. Por una parte adujo que de-
bía ir por última vez a Belerión, para decir al jefe de los dumnoni que
Barca contaba con su plena autorización para sustituirlo; por otra,
que debía dejar a los obreros en paz, pues de lo contrario pondrían
expresamente puertas que no cerraran bien y dejarían fugas de agua
irreparables en las piscinas.

Ese año José se desplazó a Arimatea con mayor frecuencia que


nunca. El viernes asistía a la reunión del sanedrín, después venía el sab-
bath y al día siguiente se reunía con el constructor para agregar detalles y
elegir entre los distintos tipos de azulejos, pinturas y mármoles.
A continuación llevaba las muestras de material a Arimatea, para
revisarlas junto con Sara. Luego volvía a Jerusalén, a ver al construc-
tor, para modificar cualquier decisión que hubiera tomado antes, si
Sara no la consideraba acertada.
José aguardaba con impaciencia la llegada del verano, pues enton-
ces se iniciarían las obras de la casa.
El constructor también aguardaba con ansiedad la llegada del ve-
rano, para perder de vista a José.
La familia se trasladó, como siempre, a Jerusalén para pasar allí la
Pascua. Como todos habían oído hablar hasta la saciedad de la casa de
Jericó, declinaron la invitación de José para ir a ver el solar. No obs-
tante, todos se quedaron un día más para que Sara pudiera ir a Jericó.
Ella y José pasaron un día y una noche gloriosos allí y después regre-
saron a Jerusalén.
Había llegado el momento de que Sara regresaría a Arimatea con
la familia, mientras él se dirigía a Cesarea para embarcarse en el Águi-
la y poner rumbo a Belerión.

Ese año no fue a Alejandría, ni tampoco a Roma. Deseaba volver


a casa lo antes posible. En Belerión, la comunidad judía ofreció una
fiesta de despedida, con música y baile, en su honor. Los dumnoni
también lo agasajaron con una fiesta. Los bardos cantaron una balada
épica, El hombre llamado José, en la que se relataban sus viajes suce-
sivos en el curso de los años. Le ofrecieron, asimismo, muchos rega-
los, para él, para Sara y para ambos.
José quedó profundamente conmovido por ambas celebraciones.
—¿No se me ha notado, verdad Antíoco, que estaba deseando irme?
—Sólo podrían haberse percatado los druidas —lo tranquilizó el
gálata—. Sólo ellos captan los pensamientos de las personas.

José oyó la canción de Belerión mientras se aproximaba a su casa


de Arimatea. Sara cantaba, acompañándose con el arpa.
Cuando entró, Sara le dirigió una sonrisa. Continuó tocando el
arpa, aunque ahora la letra de la canción era distinta, en arameo en lu-
gar de celta.
—«Mirad —cantó—, ahí llega el anciano de barba gris, junto a su
esposa Sara.» Bienvenido a casa, Abraham —dijo, tras emitir una sor-
da carcajada.—¿Sara?
—He inventado esta canción —explicó ella con trémula sonrisa—
con el fin de prepararte para el milagro. Oh, José, mi muy amado
José, a duras penas encuentro las palabras para expresarme. Estoy
embarazada. José, por fin, por fin, después de tantos años, se ha pro-
ducido. Voy a darte un hijo. —Dejó el arpa a un lado y se acarició la
leve prominencia que se advertía bajo el vestido—. Ven, toca, saluda
a tu hijo.
51

Los dos estaban ebrios de gozo. Cuando José notó que el niño se
movía en el vientre de Sara, bajo las palmas de sus manos, exhaló una
exclamación y las apartó con tanta precipitación que cayó al suelo.
Sara se echó a reír. Ella había tenido varios meses para acostum-
brarse a aquel prodigio, para comenzar a creer que era cierto y adap-
tarse luego a la certidumbre.
José se arrodilló a sus pies, le palpó el vientre y aguardó. Al poco
se produjo un nuevo movimiento. Luego, entre sollozos y risas, co-
menzó a besar la cara de Sara.
Transcurrió más de una hora hasta que se acordó de llamar a An-
tíoco para comunicarle la noticia.
El gálata era un apuesto y desenvuelto hombre de cuarenta y pico
años, pero aun así se ruborizó cuando Sara le tomó las manos y las
posó en su vientre. Cuando el niño se movió, se quedó boquiabierto
y mudo, mirando alternativamente, con los ojos abiertos como pla-
tos, a Sara y a José.
—Querido Antíoco —dijo Sara, soltándole las manos—, ahora
deberías agitarte y revolearte un poco. Pareces un pez recién pescado.
Observó a su marido y al mejor amigo de éste con la tierna sonri-
sa de superioridad que desde tiempo inmemorial venía curvando los
labios de todas las futuras madres.

Más tarde, cuando José hubo recuperado medianamente la capa-


cidad de raciocinio, Sara le contó todo lo que había estado pensando.
La concepción debió de producirse cuando fueron ajericé después de
la Pascua. El bebé nacería por consiguiente en enero. Vería la luz allí,
en Arimatea, en el mismo lugar donde había nacido su padre. Ya había
acordado con la comadrona del pueblo y su hija que acudirían en
cuanto las avisaran.
Por supuesto, el niño se criaría en Jericó. Ya sabían que ése sería
un sitio propicio para él.
—Podríamos instalarnos allí ya —la interrumpió José—. La casa
debe de estar terminada. Iré de inmediato a asegurarme y a dejarlo
todo preparado.
—No —rehusó Sara—. Ya sé que la Sara de Abraham tenía no-
venta años cuando dio a luz a Isaac, según la Tora, pero de todas for-
mas no me considero una jovencita a mis cincuenta años. Debo extre-
mar los cuidados. Nada de viajes ni emociones fuertes. Ya tengo
suficientes tal como van las cosas... ¿Qué te parece si le ponemos de
nombre Isaac, José? Ése fue el nombre que impusieron Sara y Abra-
ham a su hijo.
—¿Cómo puedes estar tan segura de que será un niño? A mí me
gustaría tener una niña y que fuera exactamente igual que tú.
—Ah, no. Voy a darte un varón, un maravilloso niño, alegre y vi-
varacho, que te compense de la decepción de Aarón.
»De todas formas, debes partir ahora mismo hacia Jericó, José.
Quiero conocer hasta el último detalle sobre el estado de la casa, y quie-
ro que la amuebles y la acondiciones para que podamos trasladarnos a
ella en cuanto Isaac y yo nos encontremos en condiciones de viajar.
José se disponía a replicar que no estaba dispuesto a apartarse de
su lado ni por un minuto, pero de improviso cambió de parecer.
—Iré mañana —aseguró—. Ahora voy a ofrecer el mayor sacrifi-
cio y donativo de agradecimiento que haya recibido nunca el templo.
—Como mínimo una docena de palomas —convino Sara.
—Cien corderos. No, mil; y dos mil chivos. Además de cien libras
de oro. No, doscientas. Cuatrocientas. Mi agradecimiento a Dios no
tiene límites.
—Quédate al menos el dinero suficiente para pagar al carpintero
del pueblo —señaló Sara con una sonrisa—. Le he encargado una
cuna para el niño.

Inevitablemente, ambos se fueron calmando con el tiempo. Sara


insistió para que José asistiera a las reuniones del sanedrín hasta la fes-
tividad de las Luces. A partir de esas fechas quería tenerlo a su lado.
A medida que avanzaba la gestación, él insistió para que la hija de
la comadrona del pueblo se instalara a vivir con ellos y ayudara a Sara
en las labores domésticas.
Le prohibió ir a ver la iluminación del pueblo cuando llegó la fes-
tividad. Sara obedeció sin protestar. Se hallaba muy voluminosa, reconoció
entre risas, y además estaba segura de que debía de tener mo-
rados por dentro.
—Tendremos que aplicarle mano dura a Isaac. Le gusta dar patadas.

Después se inició el compás de espera. José trajo a la comadrona,


pese a que junto a la hija de ésta, la cocinera habitual de la casa y las
esposas e hijas de Amos y Caleb que iban a visitarlos cada día, apenas
se cabía en la casa.
José y Antíoco, que se había abrigado con dos mantos, permane-
cían sentados en el patio bajo una fina lluvia, bebiendo más de lo pru-
dente, mientras hablaban de sus pasadas aventuras en intento de dis-
traerse de aquella inminente aventura en la que ellos no tendrían
participación alguna.
Por fin comenzó el parto. La comadrona salió a la puerta, agitan-
do una toalla.
—Marchaos. Id a casa de Amos. Decid a su mujer, Raquel, que
puede venir, pero vosotros dos quedaos allí hasta que os vayan a bus-
car. Y vos, José, no os emborrachéis. A Sara no le gustará recibir un
beso que apeste a vino cuando todo haya acabado.

—Me voy a volver loco —gimió José.


—A mí me ocurrió lo mismo la primera vez —convino Amos en
tono compasivo—. Pero después ya me acostumbré. Siempre parece
más largo de lo que en realidad es.
Cayó la noche. José divisaba en la lejanía la luz de las lámparas
que alumbraban su casa y creía oír terribles gritos, aun sabiendo que
se hallaba demasiado lejos para oír nada.
El cielo comenzaba a adoptar la grisácea luminosidad precursora
del alba cuando la esposa de Amos, Raquel, regresó a casa.
—Sara se encuentra bien —anunció de inmediato—. Está cansada.
Yo también lo estoy, a decir verdad. Pero todo ha ido bien...
José ya había echado a correr, y Antíoco le pisaba los talones.
—Tienes una hermosa hija —le gritó Raquel.

Sara estaba radiante de felicidad, resplandeciente como el fulgor


del más puro oro. Sostenía en brazos a una diminuta criatura calva,
con la piel moteada.
—Chist —susurró—. Acaba de dormirse. Ven a mirarla, José.
Mira qué uñas más pequeñas. Y qué orejas. Y qué naricita. Y los ho-
yuelos de los codos. ¿No es hermosa? Es perfecta.
José tenía miedo a tocar aquella frágil y perfecta miniatura.
—Cobarde —le tomó el pelo Sara—. Cógele la mano.
José adelantó un dedo y al tocar la arrugada palma, cuatro menu-
dos dedos se cerraron a su alrededor. Su mirada se encontró con la de
Sara; el amor unió a la madre y el padre, derramándose sobre su hija.
—Bueno, ya está bien —los regañó la comadrona—. ¿Queréis que
se resfríe? Ahora mismo la voy a fajar y envolver con una manta.
La mujer abrió los dedos de la pequeña, la tomó con manos de ex-
perta de brazos de Sara y la llevó hasta la mesa que había en el rincón.
Encima ya estaban preparadas las anchas fajas de lino, calentadas, que
ceñidas a las piernas y torso garantizaban que los niños crecieran con
la espalda recta, sin arqueamiento de piernas.
Mientras realizaba la operación, no dejó de importunar a la pareja.
—José, marchaos ahora mismo. Sara necesita descansar. Sara, po-
neos a dormir enseguida. Tú, esclavo, ¿cómo te llamas?, corre las cor-
tinas de esa ventana. Está saliendo el sol.

—No os la llevéis —rogó Sara—. Quiero tenerla en brazos.


—Ya la tendréis —replicó la comadrona—. Después de que la
haya bañado y cambiado. ¡Uf! Ven aquí, que te voy a lavar. —Des-
pués de coger la niña, se fue a toda prisa a la cocina.
Sara sonrió a José. El le tomó las manos, devolviéndole la sonrisa.
Estaban aislados del mundo, pletóricos de dicha.
Los dos observaban con inacabable fascinación a la pequeña, tan-
to dormida como despierta.
—¿Seguro que no querías un niño? —le preguntó Sara por enési-
ma vez.
—Quería otra Sara, y eso es lo que me has dado —respondió él,
igual que en las anteriores ocasiones, con absoluta sinceridad.
—Aún no le hemos puesto nombre siquiera —señaló Sara—. An-
tes de nacer, yo siempre la llamaba Isaac, pero no creo que ahora sea
adecuado. —Rió al ver la expresión de José y luego añadió con serie-
dad—: Me gustaría llamarla Helena, como tu madre. Yo le tenía mu-
cho cariño.
—Es un bonito nombre para una bonita niña —acordó José.
—¡Serás ciego! No es bonita, es preciosa.
—Preciosa —declaró obedientemente José—. Se verá preciosa en
cuanto le haya crecido el pelo.
Sara propinó un golpecito a su esposo. Él fingió que le dolía, aun-
que el golpe apenas había pasado de ser un roce.
Después volvió la comadrona, con un berreante fajo recién cam-
biado entre las manos.—Parece que tiene hambre.
Sara se apresuró a extender los brazos.
—Ábreme el camisón —pidió a José.
La comadrona se volvió de espaldas. En su vida nunca había oído
de ningún caso en que un hombre mirase cómo amamantaban a un
niño. Le parecía una indecencia.
José desabrochó el camisón de Sara. La afanosa boquita empezó a
succionar con asombrosa concentración.
—Es maravilloso —dijo Sara al tiempo que exhalaba un suspiro
de contento—. Me siento tan importante. ¿Sabes, José? La materni-
dad tiene toda clase de ventajas. Siempre me incomodó tener los pe-
chos tan pequeños. Pero ahora, gracias a Helena, están rotundos y
turgentes.
La comadrona abandonó presurosa la habitación, escandalizada
hasta lo indecible. Las mujeres hablaban de esas cosas, sí, ¡pero nunca
con sus maridos!

Helena tenía seis días y mamaba ruidosamente, mientras Sara y


José la miraban sonrientes, compartiendo el mismo embeleso. En-
tonces, en un instante de pesadilla, él advirtió el luminoso matiz,
casi transparente, de la piel de Sara. Lo había visto antes: en Bere-
nice.
—Sí, querido —confirmó Sara con calma y ternura al percibir la
consternación en su mirada—. No quería decírtelo. Cada día me sien-
to más débil.
—¡No! —gritó José.
Helena se sobresaltó y, separada la boca del pezón de Sara, co-
menzó a llorar. Su madre volvió ofrecerle su pecho.
—Éste es un ejemplo perfecto de lo que debes hacer, José. No
puedes permitir que mi muerte te haga descuidar a nuestra hija. Ella te
va a necesitar. Raquel sabe de un ama de cría, pero ella sólo le dará le-
che. Tú tendrás que darle amor por los dos. Tú serás su padre y su
madre a la vez. Prométemelo, José.
Era lo único que podía hacer por la mujer que amaba más que a sí
mismo.
—Lo prometo —dijo con voz ronca.
—Sé que lo harás —dijo Sara—. Ahora toca el otro, glotona. —Cam-
bió de pecho a Helena y después miró a José.
—Lo siento, amor mío. Yo tampoco querría dejarte. Cuando no
soportes el dolor, piensa en esto, José. Me has dado todo cuando he
deseado, incluso desde que éramos niños. Mira, llevo el collar. Sera
para Helena, que es el mejor regalo que me has dado, lo único que me
faltaba. José, moriré feliz. Aunque hubiera vivido cien años más, sin
tener un hijo, habría fallecido con el pesar de que me faltaba la única
cosa verdaderamente esencial.

Sara vivió tres días más. El último día, se encontraba tan débil que
José tuvo que sostenerla con el brazo mientras ella daba de mamar a
Helena. La dicha de Sara resplandecía en su pálida piel, rutilante
como una llama.
Después, ya de noche, su llama fue menguando hasta apagarse por
completo. Tenía los ojos abiertos, pero sin vida. De sus pechos mana-
ba leche.
José exhaló un grito estrangulado. Con dulzura, le cerró los ojos
y tapó con la colcha las dos manchas que se habían formado en su ca-
misón. Cumpliendo su última petición, le quitó el collar de flores de
lapislázuli que rodeaba su cuello. Aquél sería el último favor que pu-
diera hacerle.
Abatió la cabeza, hasta tocar el borde de la cama con la frente, y
con los hombros agitados a causa de los sollozos que no lograban
brotar de su garganta pegó las flores de piedra azul a sus labios.
—Tendremos que ir a buscar al ama de cría en cuanto amanezca
—susurró la hija de la comadrona.
—¿Quién va a decirle que la niña no tiene movimiento en las pier-
nas? —dijo su madre—. Al menos Sara no tuvo que enterarse. Ha
sido una bendición.
III

SU MISIÓN
52

Fue Antíoco quien se lo dijo a José. Lo halló, desmoronado, en el


banco del patio.
—Haced acopio de entereza —le gritó—. Tenemos que localizar
a un médico.
Antíoco se había enterado por el ama de cría. Sentada fuera, al
fresco de la mañana de primavera dando de mamar a Helena, la chica
lo había sobresaltado al dirigirle la palabra, pues él no se había perca-
tado de su presencia.
—Qué lástima lo que le pasa en las piernas, ¿verdad? —comentó
la muchacha en tono afable.
Cuando Antíoco preguntó a qué se refería, se lo enseñó. Helena te-
nía el fajo suelto, listo para cambiarla. Sus piernecitas estaban perfecta-
mente formadas, pero pendían, flaccidas e inútiles, del brazo del ama.
Antíoco agarró del brazo a la muchacha y se fue en busca de José,
arrastrándola tras de sí. Ella mantuvo de modo instintivo el otro brazo
plegado para mantener a la pequeña pegada a su pecho.
—José.
—No necesitamos ningún médico, Antíoco. Está muerta.
—José, mirad. Es la hija de Sara la que necesita un médico. La ne-
cia de la comadrona no lo mandó llamar.
José se quedó mirando, con incredulidad. Levantó una de las pier-
nas de Helena; estaba caliente, viva, y a un tiempo muerta. Su pensa-
miento tomó nuevas alas. Su pena debería esperar.
—A Cesarea—dijo—. Todos los caminos que conducen a Jerusa-
lén están enfangados. Podemos alquilar caballos y un carro en Jaffa, e
!r por la vía pavimentada. De prisa. —Miró a la muchacha que llevaba
la hija de Sara en brazos—. Abrigadla bien. Tomad mi manto, os ser-
virá para taparos a las dos. —Se lo puso sobre los hombros.
—¿Qué os proponéis? —preguntó la joven, y se zafó del brazo de
Antíoco—. Yo no voy a ninguna parte.
—Oh, sí. Mi hija necesita que le deis de mamar.
—También lo necesita mi hijo, al que he dejado en casa —replicó,
tirando el manto de José al suelo.
—Tráela, Antíoco. Abrígalas bien.
La muchacha retrocedió unos pasos y, agachándose, depositó rá-
pidamente a Helena sobre el manto de José.
—Dejadme. No os atreváis a ponerme una mano encima. No voy
a dejar morir de hambre a mi hijo para alimentar a una tullida. Bus-
caos otra ama de cría. O una cabra. —Echó a correr hacia el pueblo
como si la persiguiera el demonio.
—Ve a buscar una cabra, Antíoco. Yo llevaré a Helena.
José se encorvó junto a su hijita y la envolvió cuidadosamente con
el manto. Estaba dormida y a sus labios afloraban pequeñas burbujas
de saliva lechosa.Era tan menuda que prácticamente no se notaba su peso.
Observando a aquella indefensa criatura, José cayó presa de un temor como
no había sentido en toda su vida. No podía hacer nada, salvo tratar de
encontrar a alguien capaz de curar a la pequeña. No le importaba el
funeral de Sara. Sabía que ella querría que dedicara toda su atención a
la niña.

En Cesarea los almendros formaban vaporosas nubes blancas,


pero José y Antíoco no repararon en su belleza ni en el embriagador
aroma de la primavera, que ya estaba en todo su apogeo en la costa.
Antíoco fustigaba sin piedad a los caballos, y el carro recorría a velo-
cidad trepidante las calles, en dirección al circo. José sostenía a Hele-
na con el brazo derecho mientras con el izquierdo se aferraba a un
lado del carro. La pequeña lloraba; llevaba llorando tanto rato que sus
berridos se habían reducido a un ahogado lloriqueo. La cabra que lle-
vaban atada a la parte trasera del vehículo también se quejaba, produ-
ciendo un sonido muy similar.
Los gritos y agudos chillidos que brotaban de la multitud les in-
dicaron que estaban celebrándose combates en el circo. Antes de que
se hubiera detenido del todo el carro, José bajó de un salto. Empujó la
misma puerta por la que había entrado la vez anterior. Dentro encon-
tró al mismo guardia, aunque en esta ocasión vestía de uniforme.
—¡Eh, deteneos!
Sin aminorar el paso, José sacó una pequeña bolsa de dinero y se
la arrojó.
—El médico —dijo, enfilando a toda prisa el pasillo.En esta ocasión el
médico no se encontraba solo. A su lado había un individuo que miraba a un
hombre tendido en una camilla. Éste se se tapaba con las manos una enorme
herida que tenía en el vientre, por la que le asomaban, entre una masa
sanguinolenta, los intestinos.
—Bebe esto. —El hombre que se hallaba junto al médico levantó
la cabeza al gladiador y le acercó una copa a los labios—. No, apúra-
lo todo. Aplacará el dolor mientras te cosen.
—Doctor —reclamó José—. Necesito que me ayudéis.
—-Marchaos. Estoy ocupado.
—Cosedlo más tarde. Yo os necesito con urgencia.
El otro hombre miró a José, con sus grises ojos entornados.
—¿Qué traéis? Por el sonido se diría que es un niño.
—Así es. Es mi hija, y le ocurre algo.
—Tiene hambre —señaló, riendo, el individuo de ojos grises—.
¿Dónde está vuestra esposa, que no le da de mamar?
—Mi esposa murió anoche.
—Bueno, la niña tampoco se morirá de hambre mientras acaba-
mos con este paciente. Aguardad fuera.
José depositó a la pequeña en brazos de Antíoco, que acababa de
entrar e increpó al médico.
—Necesito ayuda de inmediato. El gladiador puede esperar. Lo
compraré y lo degollaré si es preciso, para que no sirva de estorbo y
examinéis ya a mi hija.
El otro individuo levantó los párpados del gladiador y asintió con
la cabeza. Luego hizo sonar un gong.
Enseguida acudieron cuatro hombres que vestían con túnicas
azules orladas de rojo; se llevaron al cadáver, dejando un fino reguero
de sangre a su paso.
—Poned a la niña en la camilla —ordenó el médico—. Tenemos
que apurarnos, porque después de los combates contra los leones
siempre hay muchas heridas que coser.
—No pienso poner a mi hija aquí encima —se negó José al tiempo
que observaba con disgusto la sangre que impregnaba la camilla.
Antíoco frotó con escaso resultado la sangre con la manga de la cha-
queta y después depositó a Helena, envuelta con el manto de José, en el
centro de la camilla. Al apartar la tela, el médico se echó atrás.
—Es una recién nacida. Yo no trato recién nacidos.
Helena agitó un pequeño puño y empezó a llorar con renovada
energía. Movía la boca ansiosamente, en busca de alimento.
—Es un pecho lo que necesita, no un médico —observó con una carcajada el
hombre de ojos grises—. Estáis perdiendo el tiempo, no tiene nada.
—Las piernas —señaló Antíoco.
Las risas de burla se interrumpieron en seco. El ayudante del médico alargó
sus fuertes manos hacia las flaccidas piernas de Helena y la tocó con firmeza
y suavidad a un tiempo. Desplazando rápidamente los dedos, le palpó las
rodillas, los tobillos, los músculos.
Después le recorrió con la uña la planta de un pie, y a continua-
ción del otro.
—No tiene reflejos —concluyó—. No hay nada qué hacer.
—Me niego a creerlo —contestó José—. ¿Dónde puedo encontrar
un médico mejor?
—No seáis necio —dijo el ayudante, asestándole una fría mira-
da—. Queréis a esta niña, ¿verdad? Entonces dadle de comer. Haced
lo que podéis hacer. No se puede dispensar cura donde no hay ningu-
na enfermedad.
—¿Qué queréis decir con ninguna enfermedad?
Fuera de la habitación sonó un gong.
—Marchaos —ordenó el médico—. Traen a un herido. Yo estoy
aquí para curarlo, no para atender a vuestra hija tullida.
—No, no es una tullida. ¡No! Estáis equivocados.
Antíoco envolvió a Helena con el manto. Se había manchado de
sangre.
—José —dijo—. José. Ese hombre se equivoca con lo de las pier-
nas, pero tiene razón al decir que la pequeña tiene hambre. Primero
démosle de comer y después ya buscaremos otro médico.
—No sé qué hacer —admitió José con gesto de impotencia y la
voz cargada de desesperación.
Antíoco salió al pasillo con Helena. José se disponía a seguirlo,
pero una mano que se cerró como una tenaza en torno a su brazo lo
detuvo.
—Esperad. Os ayudaré. —Era el hombre de ojos grises—. No sa-
béis cómo cuidar a esa inocente criatura.
—Sé resolver solo mis problemas —replicó José, soltando con
brusquedad el brazo.
—En este caso no sois vos quien sufre el problema, sino vuestra
hija. ¿Impediréis con vuestro orgullo saciar su hambre?
José lo miró a los ojos.
—¿Sabéis cómo podemos solucionarlo? —preguntó en tono hu-
milde.
—Conozco a una persona que sí sabe. Os acompañaré hasta allí-

—Me llamo Homero —dijo el hombre de ojos grises—. ¿Dónde


está vuestro amigo?
José señaló hacia el carro. Antíoco, sentado al lado, en un banco, intentaba
apaciguar a Helena meciéndola en sus brazos y tarareando
una canción.
—Una cabra —observó Homero—. Quizá no seáis tan estúpido
como parece.
La taberna a la que los condujo Homero estaba entonces casi va-
cía. Pronto se llenaría, cuando terminaran los combates.
Homero se acercó a la propietaria, una arrugada y enojadiza mu-
jer que permanecía junto a la puerta, y le susurró algo al oído. Tras es-
cucharlo con el entrecejo fruncido, la mujer clavó la mirada en José y
Antíoco.
—¿Dónde está la cabra? Llevadla al patio de atrás, y también a la
niña. ¿Dónde la habéis dejado?
Antíoco adelantó los brazos. Helena, que se había quedado dor-
mida, agotada por el llanto, estaba oculta entre los pliegues del manto
de José.
La irritable anciana, llamada Miriam, avanzó hacia Antíoco y
apartó el embozo que tapaba a Helena.
—Chist—susurró en voz baja—. Tan pequeñina, la pobrecilla. —Al
deslizar las manos en torno a Helena, ésta se despertó y se puso a llo-
rar—. Y, para colmo, está mojada. ¿Qué saben esos tontuelos de
hombres de los cuidados que debe recibir una niña?
»¿Dónde está la cabra? —preguntó con dureza a José—. ¿Acaso
estáis sordo? —Su tono cortante se transformó en un arrullo cuando
tomó a Helena en brazos—. Un baño caliente, una manta tibia y un
poco de leche, y quedarás como una rosa, ya lo verás.

La mujer estaba totalmente en lo cierto. Una hora más tarde He-


lena reposaba soñolienta en su regazo, chupando todavía el pedazo de
lino retorcido que Miriam había utilizado para darle la leche de cabra
diluida. Los tres hombres estaban sentados frente a ella, al otro lado
de la mesa, bebiendo vino aguado. Fuera la gente llamaba a la puerta,
exigiendo que les dejaran entrar. Miriam había echado el cerrojo.
Estuvieron conversando durante horas. En realidad fueron Mi-
riam, Homero y Antíoco quienes conversaron. José asentía de vez en
cuando, cuando le pedían la opinión, y recurría a toda su fuerza de
voluntad para escuchar lo que decían los otros. Era incapaz de creer
que todo aquello fuera cierto: la muerte de Sara, el desamparo de He-
lena, su propia ignorancia y —por encima de todo— las piernas sin
vida de la hija de Sara.
Oyó que Miriam se comprometía a localizar un ama de cría. Oyó los
pormenores de la profesión de Homero. Era entrenador
del circo. Mantenía en condiciones óptimas a los boxeadores, gladia-
dores y luchadores mediante ejercicios especializados y masajes.
Oyó que Homero ponía reparos a la hora de dejar un empleo
duro pero bien pagado para cuidar a un bebé y convertirse en una es-
pecie de niñera, en lugar de trabajar, como cualquier hombre, al lado
de otros hombres.
Oyó que al final aceptaba, reconociendo que el caso de Helena
despertaba su interés. Aunque sólo le había realizado un examen so-
mero, parecía que tuviera los huesos perfectamente formados y el te-
jido muscular normal. Podría manipularle las piernas para favorecer
el desarrollo de los músculos e impedir su atrofia. También intentaría
averiguar la razón de su inmovilidad.
Oyó que Antíoco contaba lo que había sucedido a Sara. No le
causó dolor oír su nombre. Su corazón estaba muerto.
Asintió cuando Homero le manifestó sus exigencias de salario.
Asintió cuando Miriam le ordenó que procurase a su hija un ho-
gar cómodo y acogedor y que dejara las carreras en pos de los médi-
cos para más adelante, para cuando la pequeña fuera mayor y no es-
tuviera tan delicada.
Asintió cuando Miriam le preguntó a bocajarro si quería a Hele-
na. Tenía que quererla. Se lo había prometido a Sara.

Dosha era una joven y fornida esclava rubia, que había sido cap-
turada en Germania. La habían violado los soldados romanos, el mer-
cader de esclavos que la había comprado, los otros esclavos del grupo
en el que la trasladaron a Damasco y el mercader de esclavos que la
compró allí. Uno de ellos la había dejado embarazada. Cuando el hijo
nació muerto, sintió una terrible gratitud, creyendo que sus dioses
habían destruido una partícula del violador que lo había engendrado.
Le traía sin cuidado la niña a la que ahora debería amamantar. Lo
único que le importaba era que su ávida boca la aliviara de la doloro-
sa tensión que le provocaba la acumulación de leche en los rebosantes
senos.

Helena tenía quince días cuando el abigarrado grupo partió de


Cesarea. Viajaba con Dosha en una mullida litera protegida con cor-
tinas. Homero detenía varias veces al día la comitiva para quitarle las
fajas con objeto de moverle y masajearle las piernas.
Él iba en un carro, abarrotado con sus pertenencias. Antíoco conducía los
cuatro asnos que componían el tiro.José iba a caballo, entre los seis guardias,
también montados, que había contratado para que les dieran protección
durante el largo y lento trayecto hasta Jericó.
La villa de Jericó tenía una piscina, y Homero necesitaba una para los
ejercicios de Helena.
José se parapetó ante cualquier pensamiento relativo a aquella
casa, que había sido construida para compartir en ella su dicha con
Sara. Carecía de fuerzas para soportar el tormento que tales pensa-
mientos podían acarrear.
En lugar de ello se concentraba en la letanía de pecados recorda-
dos: no ofrecer sacrificios para las festividades, no observar el sab-
batb, no honrar a su padre, faltar al ayuno el día de la Expiación... Lo
que le había sucedido a la hija de Sara debía ser un castigo por sus pe-
cados. No encontraba otra explicación.
Pasaría el resto de su vida tratando de expiarlos, de obedecer la ley
sin fisuras ni excusas.
Y hallaría una cura para la hija de Sara. Se lo debía a Sara.

53

La casa de Jericó era perfecta para los propósitos de Homero.


—De haber sabido que mi nuevo patrón tenía un auténtico com-
plejo de baños romanos en su casa, le habría pedido un salario más
elevado —comentó a Antíoco.
—Estáis al cuidado de la hija de un hombre muy importante —se
limitó a señalar el gálata antes de alejarse.
No le gustaba el entrenador griego porque, en su opinión, con-
templaba a Helena como un espécimen y no como una niña.
Tampoco le gustaba Dosha, por la misma razón. Para ella, Helena
era sólo una boca que alimentar. No había afecto en el abrazo de Dos-
ha cuando la mantenía prendida de su pecho.
Consideraba, no obstante, con mayor indulgencia la fría actitud
de José. Sabía que éste se había rodeado de un muro de insensibilidad
por temor al suplicio que lo invadiría si lo abatiera.
Antíoco, por su parte, prodigaba a Helena todo su amor y la
inundaba de ternura y atenciones siempre que estaba con ella. Pese a
que los masajes y ejercicios de Homero ocupaban la mayor parte del
tiempo que la pequeña pasaba despierta, siempre había algunos mo-
mentos del día en los que poder abrazarla, acunarla, hablarle y can-tarle. Sus
sonrisas, tan inocentes y vulnerables, le partían el corazón.
Deseaba con desespero que siguiera risueña y feliz para siempre, pero
sabía que llegaría el día en que descubriera que no tenía fuerza en las
piernas.
José se ausentaba a menudo de la casa y de la lujuriante población
que se hallaba rodeada de desierto. Recorría a pie el sinuoso camino
que ascendía hasta las colinas de Judea donde se alzaba Jerusalén, con
la mirada fija en el pedregoso suelo, sin reparar en el rápido avance de
la primavera, con su profusión de flores silvestres y la acariciadora ca-
lidez del sol.
En la ciudad asistía a las reuniones del sanedrín, atendía mensajes
relacionados con sus negocios e invariablemente ofrecía sacrificios y
plegarias en el templo. Se quedaba a dormir en su casa de Jerusal én, en
la que mantenía toda la servidumbre —Antíoco había comprado nue-
vos esclavos para la casa de Jericó—. Ahora ya no daba cenas ni acep-
taba invitaciones. Quería estar solo, parapetado tras el muro que ha-
bía erigido en torno a él.
Abigail, que no estaba diapuesta a consentirlo, entró como una
tromba en su casa, desoyendo las protestas del portero, y localizó a
José en la ostentosa biblioteca que nunca había utilizado nadie.
—José.
Él levantó la mirada del pergamino que tenía delante. Tenía los
ojos apagados, y no la saludó siquiera.
—José —repitió Abigail con voz severa—. No has ido a verme, no
has ido a Arimatea, te estás comportando muy mal. De nada te va a
servir esa actitud.
—Abigail, no es mi intención ofenderte, pero no deseo verte. Mo-
dérate, por favor.
—No pienso irme. En las penalidades es cuando más se necesita a
la familia. José, comprendo tu aflicción. Sé lo que representaba Sara
para ti. También sé de la enfermedad de la niña. Son golpes duros.
Pero la vida continúa. No puedes esconderte y quedarte al margen.
Hay cosas que estás obligado a hacer. Toda la gente de Arimatea y
muchos de la familia están horrorizados por la forma en que desapa-
reciste. Es desconcertante que no asistieras siquiera al funeral de Sara.
Y aterrorizaste a la muchacha que amamantaba a la niña. Les debes
una excusa. Son tu gente, José.
—No, no lo son. Arimatea no significa nada para mí.
—¡José! —Abigail se quedó mirándolo, pálida de rabia, como si
tuviera delante a un completo desconocido—. Tu familia. Amos, Ca-
leb, sus esposas y sus hijos. Aarón ha tenido un hijo, José. ¿Lo sabías.
¿Acaso no importa?
—No.Abigail se estremeció. Aquello era monstruoso.
—Debes de estar poseído por un diablo. ¿Hay algo que te importe?
—Sí, encontrar una cura para la hija de Sara.
Abigail se acercó a José y, con todas sus fuerzas, le propinó una
bofetada.
—José, esa pobre niña es tu hija. No es sólo hija de Sara.
Lo dejó allí sentado, tal como lo había encontrado, con los dedos
marcados en la mejilla. José inclinó la cabeza para leer el manuscrito.
Cuando se hubo cerciorado de que no contenía la respuesta que bus-
caba, lo arrojó al suelo junto con los otros que ya había descartado.
Tenía previsto llevar a la hija de Sara a Alejandría una vez hubieran
concluido las fiestas de primavera. Allí residían los mejores médicos.
La respuesta, la cura, debía hallarse en alguno de los miles de rollos
que albergaba la gran biblioteca, donde se hallaba recopilado todo el
saber del mundo.
Mientras llegaba el momento de la partida, continuaría exami-
nando la diversidad de pergaminos que los decoradores de Herodes
habían puesto en la biblioteca de su casa, sin dejar por explorar si-
quiera uno.
Había logrado todas las metas que se había fijado en la vida y es-
taba decidido a coronar con éxito el presente propósito. La determi-
nación inflexible y el trabajo duro siempre superaban los obstáculos.
Él lo había demostrado y volvería a demostrarlo una vez más.

La víspera de Pascua José sacrificó el cordero que exigía la ley y lo


llevó a su casa de Jerusalén para que lo asaran entero. Lo comió al día
siguiente, con hierbas amargas y pan ácimo, tal como dictaba la ley.
Asimismo, a la mañana siguiente quemó la carne que no había comi-
do, siguiendo los preceptos de la ley. Durante el resto de la semana se
impuso la obligación de comer pan ácimo. No le gustaban aquellas
compactas tortas de pasta harinosa. En años anteriores había optado
por prescindir totalmente del pan puesto que la ley prohibía la leva-
dura, pero ahora ponía todo su empeño en comer el pan sin levadura.
No quería faltar a ninguna de las normas de la ley, nunca más.
Faltaban seis semanas para la festividad de Pentecostés. José dis-
ponía pues de tiempo de sobras para ir a Cesarea y asegurarse de que
se estaban cumpliendo las instrucciones que había hecho llegar a tra-
vés de un mensajero.
Todo discurría de modo satisfactorio. Habían sacado el Fénix de
la nave donde estaba guardado, lo habían limpiado y revisado el esta-
do de todas y cada una de sus planchas.
—Sacad todas esas sedas y sustituidlas por lino —ordenó José.
La hija de Sara no iba a viajar en un burdel.
Apenas le quedó tiempo para contratar una tripulación antes de
volver a Jerusalén con objeto de asistir a la reunión del sanedrín. Les
mandó que comenzaran a realizar cortos viajes a diario, utilizando
tanto los remos como las velas, para acostumbrarse a las particulares
características del barco.
—Quiero conseguir la mejor tripulación de todo el Mediterráneo
—advirtió a Sidonio, el capitán fenicio que había contratado—. Susti-
tuid a todo marinero que no esté a la altura. Los que queden al final
recibirán una paga tres veces superior a la normal.

Después de la reunión, regresó a Jericó. Al cabo de cuatro sema-


nas zarparían hacia Alejandría, comunicó a Antíoco.
—Allí encontraremos la cura.
También informó a Homero de la partida.
—No os inquietéis —añadió—. Hay espaciosas bañeras a bordo.
Decid a Antíoco qué aceites y ungüentos vais a necesitar para un pe-
riodo de tres meses.
El tiempo reservado para el viaje era más bien justo, pero quería
estar de vuelta en Jerusalén para el Yom Kippur ya que, aun sin ser una
de las festividades más destacadas, la ley ordenaba su observancia.
Además, sería el inicio de un nuevo año. Un año mejor, si Dios quería.
Aparte de la ofrenda preceptiva de dos hogazas de pan con leva-
dura, por Pentecostés sacrificó cuatro corderos.

Dosha permaneció tan impasible y callada como de costumbre


durante el trayecto hasta Cesarea y al subir al barco. Homero emitió
un corto silbido al ver la lujosa nave. Helena exhaló un alegre gorgo-
rito. Estaba a punto de cumplir los cinco meses y ya tenía una suave
mata de cabellos morenos y un buen repertorio de sonidos, que por lo
general acompañaba con palmadas de alborozo.
Antíoco observaba con pesadumbre quejóse no parecía percatar-
se del crecimiento de su hija ni de los ruidos casi cantarines que hacía.
Estaba intentando enseñarle a decir «Abba», el equivalente arameo
de «padre», con la esperanza de que cuando aprendiera a pronunciar-
lo tal vez José reaccionara como un verdadero padre.
Al ver la vieja águila de Arimatea erguida en la proa en lugar del
fénix de pedrería, decidió considerarlo un buen auspicio. El Águila había sido
siempre el buque insignia de la flota de José.José había enviado una carta a
su amigo Alejandro, el encargado de aduanas, y éste había cumplido la
petición que en ella le expresaba. Alejandro, a quien avisó de su llegada en
cuanto el Águila traspasó el faro, los esperaba en el puesto especial de
amarre que había solicitado José. Se trataba de una zona privada que antaño
estaba reservada a la realeza. Comerían y dormirían en el barco, informó
José a sus acompañantes. Desde aquel muelle partían unas escaleras que
conducían al antiguo palacio de Cleopatra, a la gran biblioteca y al museo.
—Querido amigo —lo saludó, radiante, Alejandro—. Siempre me
inunda la alegría al veros, aun cuando esta vez sea tan triste el motivo
que os ha impulsado a venir. ¿Dónde está la infortunada criatura? Ah,
sí, allí. ¡Qué niña más preciosa! Oh, y qué sonrisa más encantadora.
No te preocupes, pequeña. Tu padre te ha traído al hogar de la sabi-
duría, donde todos los males hallan remedio.
Viendo que José permanecía insensible a sus palabras, Alejandro
dirigió una mirada de preocupación a Antíoco, que con un leve movi-
miento de cabeza, le confirmó su impresión. Era inútil tratar de des-
pertar en aquel hombre ceñudo al José de antaño.
—Os estoy muy agradecido, Alejandro —dijo con envaramiento
José—, por el amarradero y por venir a recibirnos. ¿Tenéis el nombre
del médico?
—Tengo cuatro nombres, José. Todos gozan de fama mundial.
Sin realizar ningún esfuerzo para mostrarse jovial, Alejandro le
entregó una hoja de papiro y luego se despidió. Miró un instante a
Antíoco, y éste asintió con la cabeza. Sí, iría más tarde a verlo para ex-
plicarle cuanto le fuera posible sobre José.

Todos los médicos quedaron fascinados por la anomalía de Hele-


na. Formularon a Homero numerosas preguntas. A la niña le movie-
ron las piernas, le palparon el resto del cuerpo y le provocaron can-
sancio e irritación.
Cada uno recetó un medicamento distinto. «Para activar los hu-
mores»... «Para fortificar la sangre»... «Para estimular los músculos»...
«Para vigorizar los fluidos mentales que controlan el funcionamiento
de los miembros.»
El primero produjo decaimiento a la niña; el segundo la dejó agi-
tada e insomne; el tercero le provocó un violento malestar y vómitos
que duraron varias horas, hasta que el final sólo salía de su boca un
fino fluido veteado de sangre.
Antíoco suplicó a José que no se empecinara en hacerle tomar el
cuarto remedio. José miró a la torturada criatura; por un instante, susojos
reflejaron un atormentado sentimiento de culpa, pero enseguida
recuperaron la dureza.
—El último podría ser la cura. Dejad pasar un tiempo hasta que se
recupere y luego administrádselo.
Luego se marchó, para volver a la biblioteca, donde pasaba horas
haciendo preguntas a los más vanados eruditos, sin hacer distingos en
cuál fuera el campo de su especialidad.
Helena dejó de tomar el pecho. Homero le frotó las piernas con
bálsamo y luego le dio un suave masaje con aceite en la espalda y los
hombros. La niña lo miró con dolor y desconcierto, como un anima-
lillo que ha recibido un golpe de una persona en quien confiaba, y se
echó a llorar.
—Lo siento, pequeña. Perdóname, valiente Helena.
En ese momento Antíoco comenzó a cambiar de actitud con res-
pecto a aquel griego, experto en el funcionamiento motriz del cuerpo.
—La queréis —dijo a Homero.
Éste observó a Helena y con sus hábiles dedos alisó las arrugas de
dolor que surcaba su frente.
—Me ha partido el corazón —confesó— y se ha ganado un lugar
en él. Yo quiero que se recupere, que disfrute de la libertad y la dicha
de los niños que pueden correr y jugar.
Cuando la cuarta medicina, administrada en una dosis muy infe-
rior a la recetada, sumió a Helena en un estado de coma que duró va-
nas horas, Antíoco y Homero tuvieron que aunar sus fuerzas para re-
ducir a José y atarlo con una cuerda. Había jurado que mataría al
médico.
Los médicos —los tres que José consintió en volver a ver— pre-
pararon después ungüentos para aplicarlos en las inertes piernas de
Helena.
En vista de que éstos no dieron resultado, los médicos aconseja-
ron realizar sacrificios y plegarias en el gran templo de Semiramis, si-
tuado en el centro de Alejandría.
—Yo soy judío y no adoro a los dioses paganos —replicó José con
odio.
Le habían decepcionado y, no contentos con ello, ahora le insul-
taban a él y a su Dios, el único que podía levantar aquel castigo im-
puesto por sus pecados.
Cuando Alejandro le ofreció una barcaza para desplazarse a Men-
fis, al templo del dios Imhotep, de quien se aseguraba que obraba mi-
lagros, José reaccionó insultándolo a gritos.
—José, José —dijo Alejandro en tono apaciguador—, recordad
que yo también soy judío. Imhotep era un hombre, un hombre de una
sabiduría que no ha sido igualada. Vivió y murió, igual que todos los hombres,
hace miles de años. Los egipcios lo convirtieron en dios, de
la misma forma que los romanos deificaron a Augusto. Esto es devo-
ción por los logros de un mortal, José, no religión.
«Imhotep fue arquitecto, astrólogo y médico del faraón. Sus ha-
zañas se han convertido en leyenda. La gente dice que en el santuario
dedicado a él todavía queda una emanación de su persona. ¿Qué pue-
de haber de malo en intentarlo? Hay misterios que van más allá de la
capacidad de comprensión del hombre. Esto no es ninguna blasfemia.
José accedió. Tenía que intentarlo. Estaba tan seguro de que los
sabios alejandrinos tendrían la respuesta que buscaba... Ahora, tras
descubrir que eran tan impotentes como él en aquella cuestión, se sen-
tía destrozado y confundido.
En su corazón reinaba asimismo una gran confusión. Había visto
sufrir a Helena; la había visto al borde de la muerte. Por su culpa. Por
primera vez tomó verdadera conciencia de que tenía a su cargo a una
criatura viva, capaz de sentir dolor y emociones.

La barcaza avanzaba lentamente por el delta del Nilo, rodeada de


un infinito y reluciente paisaje plano en cuyos caudales reverberaban
los rayos del sol, dotándolo de una belleza misteriosa e irreal. Antíoco
empezó a concebir una tenue esperanza. Tal vez, en una tierra como
aquélla, el espíritu del antiguo genio pudiera perdurar con el paso de los
siglos, para obrar maravillas que el hombre era incapaz de comprender.

El templo de Imhotep se hallaba en la antigua ciudad de Menfis,


junto al gran río, frente a las impresionantes pirámides de los faraones
que se alzaban en la orilla opuesta.
Las personas que acudían en busca de curación recibían esteras de
paja e instrucciones: debían quemar sus peticiones, junto con el in-
cienso especial que vendían los guardianes del templo, y luego dormir
sobre las esteras en el suelo de mármol del templo, con el corazón y la
mente abiertos para recibir la visita del dios.
José compró grandes cantidades de incienso, formuló su petición
—la curación de las piernas de Helena— y tomó las finas tiras de pa-
piro en las que un guardián había escrito unos símbolos que le resul-
taban desconocidos.
Helena, en brazos de Homero, observaba con gorjeos y cantari-
nos sonidos las pinturas de las paredes del templo. Tocaba los pájaros
y plantas, barcas y cocodrilos, peces y hombres de vivos colores, sa-
ludándolos en su lenguaje particular que ningún adulto podía com-
prender.—Quizá las pinturas entiendan lo que les dice —señaló Home-
ro—. Yo, desde luego, no he entendido nada.
El solicitante debía dormir y recibir en sueños la respuesta a su pe-
tición. José no podía conciliar, sin embargo, el sueño. Contemplaba las
pirámides de piedra con sus racionales y a un tiempo prodigiosas for-
mas geométricas. Las percibía tan cercanas en el puro aire seco de la
noche, reflejando entre la oscuridad circundante el potente fulgor de
unas estrellas que parecían tan próximas a la tierra y el río dormidos...
Aquella extraña sensación de misterio le infundió una esperanza
que fue en aumento mientras aguardaba el alba. Cuando el dorado
arrebol comenzaba a despejar lentamente las sombras del templo, se
puso en pie y se acercó a Helena, que yacía junto a Dosha.
La pequeña tenía ya los ojos abiertos y observaba los pájaros y pe-
ces pintados, cuyos colores cobraban vida con la incidencia de la luz.
Al ver a José inclinado hacia ella, sonrió y le tendió los brazos. Él la le-
vantó y la llevó a ver el amanecer. Junto a las aguas del río, espejo de los
tonos rosa y oro de la aurora, le quitó el fajo para dejarle libres las pier-
nas. Helena emitió un gorjeo y sus ininteligibles expresiones de placer.
El cielo había variado de tonalidad. El dorado resplandor que ha-
bía apagado las estrellas, bañó de claridad el aire, las imponentes pirá-
mides y la espantosa flaccidez de las piernecillas de Helena.
Al ver la alegre sonrisa de deleite que iluminaba la cara de su ino-
cente hija tullida, los recios muros de insensibilidad tras los que José
se había protegido se vinieron abajo, y dieron paso a un dolor más
abrasador que el fuego. No tuvo fuerzas para gritar, para dar rienda
suelta con alaridos de bestia a la congoja que le atenazaba el corazón.
Sólo pudo apretar contra su pecho el tibio cuerpecillo y entregarse
con desesperación al llanto.
La luz de la mañana formó un arco iris en los prismas de las lágri-
mas de José. Helena quiso tocarlos con sus dedos gordezuelos y, al
notar la humedad, estalló en risas.
—Ab-ba —dijo—, ab-ba, ab-ba, ab-ba, ab-ba.

54

Era septiembre cuando el Águila llegó a Cesarea. Helena tenía


ocho meses y era un manantial de gozo y sufrimiento en la vida de
José. Éste volvía a sentirse vivo, sujeto al dolor que entraña la vida, y
también a sus maravillas.Disponía del tiempo justo para llevar a la pequeña a
casa con los demás, a Jericó, y volver solo a Jerusalén para asistir en el
templo a las ceremonias del Año Nuevo, con sus promesas de renovación.
Todos los días ofreció sacrificios y oraciones en el templo, prepa-
rándose para el día de la Expiación, en que sus pecados, junto con los
de todos los judíos, serían tal vez perdonados por Dios, arrojados al
desierto y destruidos de forma simbólica por medio del chivo expia-
torio.
Seguía convencido de que la parálisis de Helena era la manifesta-
ción del castigo que Dios le enviaba por sus pecados. Cuando hubie-
ra expiado dichos pecados, cuando le hubieran sido perdonados, po-
dría abrigar esperanzas de que su hijita se curara.
La ley prescribía guardar ayuno la vigilia del día de la Expiación.
José ayunó y pasó toda la noche y todo el día de rodillas, rezando.
Contuvo el aliento cada vez que el sumo sacerdote entró en el
sancta sanctorum para presentar el sacrificio, temeroso de que el Altí-
simo lo rehusara, y con él, su propio arrepentimiento individual. Tres
veces traspuso el sumo sacerdote el velo y la puerta, y las tres veces sa-
lió indicando que Dios había aceptado el sacrificio. Después transfi-
rió al chivo expiatorio los pecados de los hombres, incluido José.
Cuando se recibió en el templo la noticia de la muerte del animal, José
se sumó a los vítores que surgían por doquier, hasta quedarse ronco.
Regresó a Jericó con precipitación, casi a la carrera. Tropezó va-
rias veces en las rocas del camino, pero no le importaba. Quería ver
por sí mismo la materialización del perdón de Dios, el movimiento de
las piernas de su hija.
Helena flotaba en el agua caliente del baño, sostenida por el aro de
vejigas de cordero infladas que Homero había ideado para ella. Le en-
cantaba jugar en el agua, salpicar, dar vueltas impulsándose con la
mano, dirigir su parloteo especial a las ondas que producía con sus
chapoteos.
—¡Abba! —dijo al ver aparecer a José. Luego lo celebró con un
chapoteo.
José saltó a la piscina, y con ello produjo grandes salpicaduras que
alborozaron a Helena. Le movió las piernas bajo el agua, para demos-
trarle lo que él creía que podía hacer.
Sin embargo, Helena no podía.

La siguiente festividad era la destacada celebración del Succoth, la


fiesta de los Tabernáculos, para la que faltaba menos de una semana.
José cortó hojas de las palmeras que rodeaban su villa y ramas de mir-
to de los setos que bordeaban el jardín. El sauce fue a buscarlo a laempinada
pendiente del arroyo que discurría cerca de su propiedad.
Transportó el follaje a Jerusalén, junto con Dosha y Helena, en un
carro tirado por un asno. Antíoco y Homero iban a pie como él.
Helena quedó encantada con la cabana que construyeron en el
jardín de la casa de Jerusalén. Arrancaba las hojas de las ramas de mir-
to y se las ponía en la boca, hasta que Antíoco se dio cuenta y se las
quitó. Ahora ya se sostenía sentada y se incorporaba por sí sola cuan-
do la dejaban tumbada en una estera.
Después de participar en las celebraciones del templo, José volvió
invariablemente a casa todos los días durante la semana de duración
de la festividad para estar con su hija en aquellas fechas sagradas y
prepararse para lo que sabía él que debía hacer.
Al concluir el Succotb, llevó a Helena a casa de Abigail con obje-
to de presentarla a la familia. También había mandado un mensaje a
Aarón, pero éste no le contestó. Después de la visita, José tomó de
nuevo el carro con el asno y trasladó a su hija al sitio donde ésta había
nacido, el mismo sitio donde nacieron su padre y su madre: Arimatea.

Primero se detuvo en el pueblo. Enseguida comprobó que Abigail


tenía razón. Todos estaban molestos porque no había asistido al fu-
neral de Sara. No obstante, cuando vieron a Helena, la devoción des-
medida que sentía por ella y la penosa realidad de su estado, el enojo
se transformó en compasión. José quedó loadamente conmovido por
la generosidad que mostraba aquella gente sencilla. Ellos sabían, sin
necesidad de debates ni filosofía, lo que de verdad importaba en la
vida: el amor.
Aquello le insufló ánimos para subir hasta la alquería y enfrentar-
se a su familia y a la casa que había compartido con Sara.
Una rabia ciega le inundó el corazón cuando vio que vivía alguien
en la casita. Aquél era el hogar de Sara, pensó. Nadie debería profa-
narlo.
En cuestión de segundos se apaciguó. Las viviendas eran para las
personas y no para los recuerdos. Los hijos de Amos y Caleb se ha-
bían hecho mayores y necesitaban viviendas para constituir nuevas
familias.
José fue a hacer las paces con todos ellos. Si bien no le demostra-
ron la compasión inmediata que le habían ofrecido los aldeanos, sí lo
recibieron con amabilidad.
Raquel, la esposa de Amos, había guardado las cosas de Sara. José
estuvo a punto de desmoronarse cuando las vio. Eran tan pocas: el co-
llar que él le había regalado con motivo de su boda tantos años atrás,
sus vestidos y agujas de pelo de Belerión, el arpa.—Quédatelas tú, Raquel. Yo
no las necesito para mantener vivo su recuerdo.
—Tu hija debe tenerlas cuando sea mayor, José. Ella no guardará
ningún recuerdo de Sara.
Raquel se hallaba en lo cierto, y así lo reconoció José, le agradeció
el gesto. Después llevó a Helena a la tumba de Sara. Necesitaba tener-
la a su lado para afrontar aquel momento, el más duro de todos.
—Aquí dentro reposan los huesos de tu madre —dijo a su hija,
aunque ésta no lo comprendiera—. Y también los de tu abuela y de tu
bisabuela. Desciendes de una estirpe de magníficas mujeres, Helena.
Tú también serás magnífica, a tu manera. Quizá tengas que ser la más
valiente de todas, pero ahora no vamos a pensar en eso. Todavía que-
da un montón de médicos por consultar.
Helena le tiró de la barba, entre risas.

Antíoco levantó el arpa de Sara y rasgueó las cuerdas. Estaba ho-


rriblemente desafinada. Esbozó una mueca de disgusto y la dejó a un
lado.
—Perdóname, Helena. Quería tocar la nana que te tocaba tu
madre antes de que nacieras. La había olvidado. Espera un momen-
to a que haga memoria y te la cantaré. Ya afinaremos más tarde el
arpa.
»No es muy halagador el interés que muestras. Son tan pocos los
ratos que puedo pasar contigo que no vendría mal que me agasajaras
con esos gorjeos y sonrisas que tú sabes hacer.
Helena se concentraba en succionar el pecho de Dosha. Como
siempre, ésta la sostenía con firmeza mientras mantenía la mirada per-
dida a lo lejos. Era deprimente, pensaba Antíoco, que la mujer no sin-
tiera nada por la niña a la que amamantaba. A Helena no parecía im-
portarle. Comía con avidez y al acabar siempre exhibía una expresión
de satisfacción, de felicidad casi.
Después de tararearla un poco, Antíoco comenzó a cantar la can-
ción celta de Sara.
—«Por el acantilado cayeron, las palabras...» —El resultado fue
alarmante.
Dosha lo miró con ojos anhelantes y se puso a hablar de forma
atropellada, presa de una intensa emoción.
Durante todos aquellos meses apenas había dicho palabra. Su vo-
cabulario se reducía a «sí», «no», «niña», «hambre» y «dormir», tér-
minos que siempre pronunciaba en tono indiferente y apagado.
Ahora hablaba con marcadas inflexiones, sin parar, mientras cla-
vaba la vista en Antíoco y le transmitía una vehemente súplica.Al fin éste
cayó en la cuenta de que la muchacha hablaba en celta.
Aunque el acento era distinto y él desconocía muchas de las palabras,
logró comprenderla a grandes rasgos. Le hacía preguntas. ¿Quién
era? ¿A qué tribu pertenecía? ¿Qué canción era aquélla?, no cesaba de
preguntar.
Antíoco tomó a Helena, separándola de Dosha. Por fortuna la niña
estaba casi saciada. Se la apoyó en el hombro, frotándole la espalda tal
como había visto hacer a Dosha hasta que la pequeña eructaba.
Sin dejar de frotar a Helena, respondió a Dosha en la variedad de
celta que él dominaba, una mezcla de los dialectos de Galacia y Belerión.
Luego ella volvió a tomar la palabra, con fervor. Antíoco le tenía
que pedir con frecuencia que hablara más despacio, que repitiera lo
que acababa de decir.
José, que se dirigía hacia ellos, se detuvo a cierta distancia. No
daba crédito a lo que estaba viendo. Dosha, animada, sonriente, exta-
siada.
A partir de ese día, mientras mamaba, Helena recibía un pequeño
concierto de cancioncillas celtas, que, a decir de Dosha, todos los ni-
ños de su país aprendían desde pequeños.
Antíoco la acompañaba a menudo con el arpa y, con frecuencia,
cantaba a dúo con Dosha.
Helena no mostró reacción alguna; sólo parecía atender a la can-
ción que cantaba su estómago: sáciame.

La estación de lluvias, con sus fríos vientos, tomaba por sorpresa


a José cada vez que éste se desplazaba de Jericó a Jerusalén. El desier-
to que rodeaba Jericó parecía absorber las lluvias e impregnar de cali-
dez los vientos antes de llegar al oasis. Para las tribulaciones de José,
el hecho de poder ofrecerle al menos eso a Helena tenía un efecto bal-
sámico.
Al igual que el año anterior, inmediatamente después de Pente-
costés el grupo de José se trasladó a Cesarea. Allí los aguardaba el
Águila, lista para zarpar hacia Puteoli. José se había enterado de la
existencia de un médico romano, Aulo Cornelio Celso, que llevaba
todas las trazas de convertirse en el hombre más famoso del mundo.
Había escrito ya ocho libros sobre sus descubrimientos y tratamien-
tos. La demanda era tal que se había organizado un escritorio con cin-
cuenta mesas a fin de reproducir copias de ellos.
55

A José le iba a ser imposible observar las festividades del Año


Nuevo y del día de la Expiación en el templo. El viaje a Puteoli sería
lento, ya que deberían navegar con el viento en contra. Después quV;
daban por salvar el centenar de millas de camino que había hasta
Roma y el tiempo que pasasen en el médico, el cual resultaba imposi-
ble de prever.
Aquélla era una tesitura amarga para él. Por una parte sabía que
los judíos de Roma eran personas piadosas y que en sus sinagogas se
celebraban con solemnidad y servicios especiales las fiestas. No obs-
tante, como saduceo, nunca había acabado de creer que el culto en una
sinagoga fuera ni remotamente comparable al culto que se rendía en
el templo. Además, se hallaba absorbido por su intento de recuperar el
favor de Dios. Ahora incluso observaba el sabbath durante las trave-
sías por el mar, cosa que no había hecho a lo largo de todos sus años
de navegante. Era una suerte que su capitán y su tripulación fueran
gentiles, pues de lo contrario habría tenido que correr el riesgo de
naufragar. Tal como estaba la situación, no trabajaba; incluso cuando
veía que había que modificar la posición de las velas, esperaba a que
alguien lo advirtiera e impartiera la orden. Era duro mantener aquella
pasividad.
Más duro sería depositar su fe en la validez del culto de la sinago-
ga. La sinagoga era el mundo de los fariseos. No obstante, debería ad-
quirir aquella fe.
Aparte, José tenía otra clase de fe, de índole ajena a la religión: su
fe en los libros. Un médico que escribía libros —libros que consulta-
ban otros médicos— tenía que ser la persona que andaba buscando.
Ahora Helena podría librarse de la parálisis en las piernas. Había de-
sarrollado un método de locomoción asombrosamente rápido; la pe-
queña se desplazaba impulsándose con los brazos y los codos por
cualquier superficie que fuera medianamente lisa. Siempre que la veía
moverse así, arrastrando las piernas, se le partía el corazón.

José estaba realizando las gestiones para alquilar vehículos y ani-


males de tiro y contratar escoltas para el largo camino que les esperaba
hasta la capital cuando se le acercó un hombre sucio, de mala catadura.
—Tengo la tripulación al completo —dijo.
En todos los puertos había individuos como aquél, por lo general
borrachos irremediables, que buscaban trabajo de cargadores o mari-
neros.—No digáis nada —susurró el hombre— y no me miréis. José,
soy Herodes Agripa, y necesito vuestra ayuda. Continuad con lo que
hacíais. Nos veremos más tarde en la choza de los reparadores de re-
des. Hasta entonces.

—¡Gracias a Dios que habéis venido! —exclamó Herodes Agripa


al tiempo que estrechaba las manos de José—. He estado escondido
en las colinas que dominan el puerto, a la espera de la llegada de vues-
tro barco. Si no hubierais venido este año, no sé qué habría hecho.
Sois la única persona en quien puedo confiar.
En aquel hombre no se observaba el menor vestigio del risueño,
inconsciente e impertinente Herodes Agripa de antaño. No era la su-
ciedad m los harapos lo que causaba aquella impresión. Era el miedo.
Ese hombre era presa de un auténtico terror, terror a morir.
El causante de su situación era Sejano, explicó Herodes. Cada vez
era mayor su poder sobre Tiberio, Roma y el imperio.
—Ay, José —se lamentó. Herodes con ojos llorosos—, mató a
Druso, mi mejor amigo, porque era el único hijo de Tiberio y temía
que éste lo escuchara. Druso intentaba precaver a su padre en contra
de Sejano.
«Sejano siempre aplica métodos tortuosos. Sedujo a la esposa de
Druso. Livila está locamente enamorada de él, hasta el extremo de que
fue ella quien administró el veneno que Sejano le había dado para ma-
tar a Druso. Fue dosificándolo, poco a poco. Cada día que pasaba,
Druso estaba más débil y más pálido. No pude hacer nada. Él se re-
sistió a creer que su mujer quisiera asesinarlo, ni aun cuando le llevé el
eunuco esclavo de Livila, el mismo que me había informado del enve-
nenamiento.
»El eunuco ha muerto también. Yo soy el siguiente, José. Lo sé.
Tenéis que sacarme de aquí a escondidas. Mi vida corre peligro.
Todo aquello sonaba exagerado, y Herodes Agripa era conocido
por su tendencia a aderezar mentiras. Nadie lo tenía, sin embargo, por
un necio, ni tampoco por un cobarde, y el hombre que se hallaba fren-
te a José estaba desesperado y acobardado.
—Tenéis que sacarme de aquí, José —insistió, agarrándolo de la
manga—. Si no, soy hombre muerto. Conseguí salir de Roma, pero
tengo un montón de deudas...
—No te preocupes, Herodes, las pagaré.
—No es eso. ¿No lo entendéis? Sejano las utilizará como pretex-
to para arrestarme, y entonces quedaré a su merced. Está al corriente
de que yo sé que es el culpable de la muerte de Druso. No puede de-
jarme seguir con vida.—¿Adonde irás?
—No hay sitio seguro para mí en todo el imperio. Pero mi abuelo, el
rey Herodes, era de Nabatea. Allí es un personaje admirado, a diferencia
de lo que ocurre en Judea. Dado que los nabateos son básicamente nó-
madas, si logro ponerme en contacto con mis parientes de esa región,
ellos podrán mantenerme escondido el tiempo que sea necesario.
«Podríais llevarme a Ascalón. Es un puerto muy pequeño, y ni si-
quiera Sejano puede tener guardias en todas partes. Desde allí puedo
llegar a Nabatea.
—De acuerdo, Herodes Agripa. Pero va a ser complicado. Tengo
que ir a Roma y no sé cuánto tiempo permaneceré allí. Tendrás que
confiar en mi tripulación. Inventaré alguna historia; dirán que eres un
marinero. Ya puedes comenzar a encallecerte las manos, porque nadie
que tenga ojos en la cara creería que esas manos tuyas han trabajado
ni dos días seguidos. Quédate aquí. Volveré con mi capitán y él se
hará cargo de ti. Tengo que irme. He contratado unos guardias, y es-
tarán preguntándose dónde me he metido.
José sentía un gran aprecio por el hijo de Berenice y deseaba ayu-
darlo. De todos modos, no estaba dispuesto a que ello redundara en per-
juicio de Helena. El viaje a Roma seguía siendo su objetivo prioritario.

Al igual que todos los mercaderes y propietarios de barcos, José


disponía de una red de agentes, administradores, propietarios de al-
macenes e informantes distribuida en las principales ciudades y puer-
tos del imperio.
Por medio del servicio de correo urgente había solicitado a su re-
presentante comercial que les buscara un alojamiento cómodo, con
criados. A través del mismo servicio de correo había hecho llegar
también a su informante la orden de que estuviera localizable para
mantener un encuentro con él y le preparara un informe detallado so-
bre el médico Celso.
El día de su llegada, en agosto, Roma languidecía bajo un sofo-
cante calor, envuelta en un miasma de aire estancado. El lugar don-
de iban a alojarse era un espacioso y lujoso piso que se hallaba en la
segunda planta de uno de los edificios expresamente construidos
para los ricos en la colina Aventina. Tenía un balcón con árboles que
crecían en macetas y —en los días mejores— hasta él llegaba la brisa
del río.
Aquel día en concreto no había brisa y ni bajo la sombra de los ár-
boles era posible sustraerse al bochorno. José permanecía allí, refle-
xionando, con los pies sumergidos en una jofaina de agua. No era de
extrañar que el propietario del piso se ausentara de la ciudad duranteel
verano, y comenzaba a inquietarle la posibilidad de que el médico
también hubiera hecho lo mismo.
Cuando uno de los criados anunció que tenía una visita, José pen-
só que debía de ser su representante, que acudía a interesarse por si te-
nía alguna queja del piso. Por ello le sorprendió ver al alto oficial del
ejército, que avanzaba hacia el balcón con autoritario porte.
—¡Marco! —lo saludó José con alegría. Era el hijastro de Bereni-
ce, al que no había visto desde hacía tres años, en el funeral.
—¿José de Arimatea? —Marco parecía aún más sorprendido que
José—. No tenía ni idea de que fuerais vos. —La arrogancia de su por-
te había desaparecido por completo.
José mandó al esclavo que trajera vino.
—Venid a sentaros —invitó a Marco—. Aquí en la sombra se está
algo mejor. Contadme qué novedades tenéis. ¿Cómo se encuentra
vuestro hijo?
Marco estaba visiblemente incómodo. Parecía casi el mismo chi-
quillo tímido que José había conocido en casa de Berenice muchos
años atrás. ¿Qué edad tenía ahora? Unos treinta y cinco años, calculó
José. Además, saltaba a la vista que estaba acostumbrado a ejercer el
mando. Su uniforme indicaba que había alcanzado la posición de le-
gado, la misma que su padre. ¿Para qué había ido Marco allí, y qué era
lo que le producía aquel malestar?
Una vez se hallaron instalados en los asientos, mientras compar-
tían la jarra de vino Marco se lo explicó. Aquel piso era propiedad del
padre de su esposa, Cornelia, que siempre pasaba los veranos en su
finca del campo.
El encargado del edificio se había apresurado a informar a Marco
en cuanto José se había instalado en él.
—Lo único que me ha dicho —dijo Marco— es que el inquilino
era judío. He venido a ordenaros que lo abandonéis. No tenía ni idea
de que se trataba de vos.
»José —Marco se inclinó hacia él con vehemencia—, no deberíais
quedaros en Roma. No os imagináis cuál es la situación aquí. El em-
perador tiene un consejero personal, un hombre muy poderoso, que
odia a los judíos.
—Sejano.
—Sí —confirmó Marco, sorprendido de que José lo supiera ya
—Es extraño que vinierais a Roma estando enterado de su existencia.
Cada día es más peligroso. Uno de los últimos procedimientos que
emplea es hacer que un hombre acuse a otro de traición. El mero he-
cho de que se plantee una crítica es pretexto suficiente para iniciar un
proceso. En el juicio, por llamarlo de algún modo, el denunciante pre-
senta testigos, y sobre el acusado recae de modo invariable la conde-na. Le
confiscan las propiedades, que a menudo salen a la venta. El de-
nunciante y los testigos se quedan con una parte y la porción más sus-
tanciosa va a parar a manos de Sejano. Teniendo en cuenta el odio que
muestra Sejano contra los judíos, he temido que pudiera ser perjudi-
cial para el padre de Cornelia tener un judío en su piso. A raíz de ello
podría ser blanco de una de esas falsas acusaciones.
—Habéis hecho bien en actuar —aprobó José—. Diré a mi repre-
sentante que me busque otro alojamiento de inmediato.
—Ah, no, ni hablar. Vendréis a mi casa. Cornelia y yo estamos en
la casa del monte Esquilino, que ya conocéis bien. La trasladé a casa
desde el campamento del Danubio, porque está embarazada. Estamos
locos de contento. Julio ya cuenta casi ocho años de edad y casi ha-
bíamos perdido la esperanza de tener otro hijo.
—Ah, no, de ningún modo. Si el hecho de alquilar una casa a un
judío puede ser peligroso para vuestro suegro, ¿qué consecuencias
traería el tenerlo como huésped?
—José, no pienso conformarme con una negativa, ni siquiera vi-
niendo de un viejo amigo de la familia como vos —aseguró, perdida
toda timidez, Marco—. El padre de Cornelia será tan pusilánime
como quiera, pero yo soy un oficial del ejército imperial. Por más que
tenga la guardia pretonana bajo su control, Sejano no dispone de auto-
ridad entre los soldados. Y aun cuando la tuviera, yo consideraría una
obligación y un honor desafiarlo. Mi madre era judía.
»Para mí, Berenice siempre será mi madre —corroboró Marco,
desprendiéndose de toda su rigidez militar—. Ella me quería y me
hizo feliz, y yo la correspondía con todo mi corazón. Siempre con-
servaré ese amor por ella.
José continuó dando argumentos para no aceptar la invitación, y
al fin aludió al numeroso grupo de personas que lo acompañaban y a
las atenciones especiales que exigía la invalidez de Helena.
—La algarabía que forman cuando está despierta es poco menos
que ensordecedora. Dosha canta, Homero grita cuando Helena se es-
capa mientras él le da un masaje en las piernas, el estrépito que forma
la niña cuando se mete debajo de una mesa y la vuelca, y el de Antío-
co con su arpa y sus interminables tentativas para afinarla... Os ase-
guro, Marco, que a veces he estado tentado de saltar por la borda y
llegar a nado a Puteoli.
—Me levantáis el ánimo, José —dijo Marco, que se echó a reír con
ganas—, teniéndoos a todos en casa; casi se creará el mismo ambiente
que yo viví de niño. No pienso aceptar una negativa.
—Quizá Cornelia no comparta vuestra afición al caos.
—Como buena esposa de militar, se adapta a las circunstancias.El hijo de
Marco, Julio, se erigió de inmediato en cuidador y pro-
tector de Helena. Sufría una auténtica decepción cuando ella hacía
una siesta o estaba ocupada con una sesión de ejercicio o masajes con
Homero durante las horas en que él estaba libre, después de las clases
que le daba su preceptor. Julio intentaba arrastrarse como lo hacía
Helena, pero no conseguía resultados tan notables como ella. Estaba
fascinado por las habilidades de la pequeña.
Cornelia, en cambio, no compartía en absoluto aquel interés.
—Ojalá se fueran —dijo a su esposo—. Cuando veo a esa pobre
criatura me entra un miedo terrible por el niño que espero.
—Será por poco tiempo —prometió Marco—. En cuanto ese mé-
dico regrese a la ciudad, verá a la hija de José y se acabará la espera: o
tiene cura o no la tiene. No hay más opciones.

A José, la espera le resultaba igual de dura que a Cornelia. Para


entonces ya sabía que no debía hacerse grandes ilusiones, porque des-
pués era muy duro el golpe al verse éstas frustradas. No obstante, a
medida que pasaban los días, crecían sus expectativas. Su informante
había reunido casi un centenar de informes, donde se alababa la asom-
brosa capacidad de Celso.
El agente no había logrado averiguar, sin embargo, cuándo volve-
ría el médico. Su casa estaba cerrada y no había nadie. Los vecinos y
las personas con quienes mantenía trato sólo sabían que se había ido
de vacaciones a algún sitio, llevándose consigo la servidumbre.
El caos que tanto complacía a Marco, se le hacía cada vez más in-
soportable. Dado que, por prudencia, permanecía en la casa para no
causar complicaciones a Marco y a su familia, no podía disfrutar del
teatro ni del incesante trajín de los foros.
Se habría contentado con tratar de enseñarle a Helena nuevas pa-
labras y probar a desentrañar las que ya conocía, pero pronunciaba
mal. A Dosha la llamaba «Sha», a Homero «Ho», a Julio «Ju». Hele-
na se convertía en su boca en «Ela», y Antíoco en «Oc». José era el
único que tenía un nombre completo y correcto. Él era «Abba».
Por desgracia, otros acaparaban el tiempo libre de Helena: Julio y
una de las doncellas de Cornelia, que había sucumbido por completo
al hechizo de la niña. Cloe era una joven esclava griega cuyo principal
cometido era cepillar el pelo de Cornelia y ayudar a la peluquera en el
cotidiano ritual de peinar al ama. Según confió a Homero, el cariño es-
pecial que sentía Cloe por Helena se debía a que «ella tiene sólo un ca-
bello de niña, que no da para hacerle mil trenzas y ponerle mil agujas».
La esclava ayudaba a Homero a bañar y a vestir a Helena y, por su
cuenta, la aficionó a comer pastelillos de miel y a tomar leche en taza,en
lugar de mamarla del pecho de Dosha. Helena efectuó el cambio de
un día para otro; no en vano, de los pechos no manaban pastelillos de
miel.
—¡Abba, mira! —canturreó Helena, mostrando a José la novedad.
José aplaudió y le dio un beso en la sudorosa mejilla.
Esa tarde Antíoco mantuvo una conversación en privado con
José.
—Durante años el tema ha sido un motivo de broma entre noso-
tros, José, pero ahora no bromeo. Quiero que me concedáis la libertad.
—Por supuesto —respondió José, estupefacto—. Hoy mismo re-
dactaré los documentos.
—Quería pediros otro favor, José. Conceded la libertad a Dosha
también. Aún no se lo he dicho, pero quiero llevarla a su casa, entre su
gente. Nunca dejará de añorar la vida de la que la arrancaron.
José creyó adivinar lo que había detrás de aquel propósito. Aun-
que pareciera increíble, Antíoco, el celta gálata, se había enamorado
de Dosha, la celta germana.
—Sé lo que estáis pensando, José —señaló Antíoco al tiempo que
reía entre dientes—. Pues os equivocáis. Admito que tiene unos pe-
chos magníficos, pero mis intereses no se decantan por los volúmenes
excesivos.
»No, siento compasión por la muchacha, nada más. De alguna
manera, me gustaría salvarla, como me salvasteis vos a mí. Vos me dis-
teis un hogar y una vida. Yo puedo devolver a Dosha la vida que tenía
antes.
»Pero sería peligroso para ella hacer un viaje tan largo sola. Por
eso la acompañaré como hombre libre, porque quien encuentre a un
esclavo tiene la obligación de devolverlo a su propietario. Marco me
proporcionó un salvoconducto para los distintos campamentos del
ejército y me aconsejará sobre la ruta más conveniente.
»Volveré, José. No os quepa duda. Si habéis partido de Italia, me
dirigiré a Jericó. —Antíoco esbozó una sonrisa y sus ojos adquirieron
su característico brillo malicioso—. Naturalmente, doy por sentado
que me pertrecharéis con una bolsa bien abultada de dinero junto con
los documentos de manumisión.
»A mi regreso, tal vez incluso permitiré que volváis a comprarme.
Valgo mi peso en oro.

Una semana después Antíoco y Dosha emprendieron, como per-


sonas libres, el largo viaje. Antíoco abrazó a Helena y a Homero, y a
José, con un afecto especial. Aunque parecía tan imperturbable como
de costumbre, Dosha besó las manos de José y en celta le dijo:—Que los
dioses os bendigan a vos y a vuestra hija.

Al día siguiente José recibió la noticia de que Celso, el médico, se


hallaba de nuevo en su casa.
—Quizá lo hayan traído los dioses celtas —bromeó Homero.
José se estremeció al oír tal blasfemia.

56

Aulo Cornelio Celso era un hombre engreído, que contaba unos


cuarenta y cinco años de edad. Llevaba una toga de blancura inmacu-
lada, dispuesta con elegante precisión, que disimulaba a la perfección
su pecho hundido y su prominente vientre. Homero, que percibía la
condición de los cuerpos más allá de cualquier camuflaje, sintió una
aversión inmediata hacia la inmoderada falta de disciplina que delata-
ba aquel pobre tono físico.
José, por su parte, quedó impresionado por el aire de omniscencia
que transmitía el médico y por los pergaminos pulcramente ordena-
dos que vio en los estantes de la pared.
—Interesante —convino el médico—. Sí, muy interesante.
Estaba sentado detrás de una mesa en la que aparecían dispuestos
cuencos de olivas, almendras y dátiles, los cuales iba tomando de for-
ma alternativa con aquellos blancos dedos que lucían vistosos anillos.
Mientras masticaba, reflexionaba con la mirada perdida. Cuando de-
positaba los huesos de las olivas y los dátiles, cada uno en un cuenco
reservado a tal cometido, se concentraba por completo en el grácil
arco que se formaba desde su muñeca a sus cuidadas uñas.
Viéndolo comer, Helena alargó la mano hacia los cuencos, pero se
encontraba demasiado lejos para alcanzarlos.
—Abba —reclamó, al tiempo que tiraba de la barba de José—.
Ela, aaam.
—Después —prometió José—. Helena tomará después pastelillos
y leche.
La niña se arrellanó cómodamente en su pecho, por el momento
satisfecha.
Aulo Cornelio Celso se volvió hacia otra mesa más pequeña para
lavarse los dedos en un cuenco de agua perfumada con aceite de rosas.
A continuación se las secó con una toalla de lino que había al lado.
—Voy a examinar a la niña —dijo—. Llevadla a la sala de recono-
cimiento.
Un ayudante le quitó con respetuosa actitud la toga y los anillos.
Homero no se sorprendió al ver el poco margen de holgura que deja-
ba la barriga del médico en la túnica.
—En la camilla, por favor.
La sonrosada piel de Helena ofreció un saludable contraste sobre
el blanco paño de lino que cubría la mesa.
Celso se desprendió de su elegancia epicúrea junto con la toga. El
mismo Homero tuvo que reconocer con admiración la competencia
con que movió las manos sobre el cuerpo de Helena, sin dejar de
palpar ni un centímetro.
—Habéis realizado una excelente labor manteniendo la vitalidad
de los huesos y músculos —aprobó Celso.
Homero se sintió gratificado por la observación. Sólo un auténti-
co profesional podía hacerse cargo de la dificultad de su trabajo y per-
catarse de sus resultados.
El médico apoyó una mano entre el pecho y el abdomen de Hele-
na y con la otra le levantó una pierna, presionándola hacia atrás hasta
que la pequeña exhaló un grito de dolor.
José se dispuso a intervenir, pero Homero lo detuvo. Debían de-
jar que acabara su reconocimiento.
Cuando Celso repitió la operación en la otra pierna, Helena reac-
cionó con un grito aún mayor y una llorosa llamada.
—Abba, abba, abba.
José ya no logró contenerse. Apartó a Homero y se acercó a su hi-
jita. Celso dio por concluido el examen.
—Llevadla afuera hasta que se calme —indicó—. Después venid a
la oficina. Sé lo que es preciso hacer.
José estrechó a Helena mientras le susurraba palabras tranquiliza-
doras.
—Fuera —repitió Celso.
—Es evidente que no existe conexión entre los músculos del cuer-
po y de la pierna —dictaminó Celso, que se había puesto de nuevo la
toga y se hallaba tras la mesa.
Seleccionó una oliva, a la cual siguió una almendra, y a ésta un dá-
til. Cuando hubo depositado todos los huesos en sus respectivas cuen-
cas, continuó hablando.
—Voy a operar. Abriré el cuerpo en el punto donde falta la cone-
xión. Según lo que me encuentre al abrir, uniré el músculo a la pieza
no conexa que pudiera existir ya, o bien introduciré un injerto de te-
jido animal, de tripa de gato, probablemente. —Tomó otra aceituna.
Lo que decía sonaba tan lógico y tan profesional que al principioJosé no
advirtió lo que ello implicaba. Cuando se dio cuenta, no dio
crédito a sus oídos.
—¿Qué queréis decir con eso de «abrir el cuerpo»?
Celso aplastó una almendra con las muelas y la engulló antes de
responder.
—Muy sencillo. Cortaré por el sitio donde se une la pierna a la ca-
dera. Dejaré al descubierto el punto donde reside la dificultad. Cor-
tando desde el centro de la parte frontal y el centro de la parte poste-
rior, dispondré de una imagen interna suficiente.
Homero se puso en pie, demasiado enojado para permanecer
quieto.
—¿Vais a cortar a la niña la pierna por la mitad para averiguar si
son correctas o equivocadas vuestras suposiciones?
Celso frunció el entrecejo al advertir la dureza del tono que em-
pleaba el griego y devolvió al cuenco el dátil que había tomado.
—No hay otra manera de averiguarlo —dijo con aire de paciente
superioridad—. No tengo dudas sobre lo acertado de mi diagnóstico.
Si, por algún remoto azar incocebible, éste resultara incorrecto, no se
habrá producido ningún perjuicio. Cerraré la incisión. Al margen de
la cicatriz, la pierna y la cadera quedarán en gran medida igual como
están ahora.
Homero se aproximó a la mesa de Celso y de un manotazo arro-
jó los cuencos al suelo.
—«En gran medida.» ¡Un pronóstico muy científico ése, de autén-
tico carnicero! ¡La niña padecerá dolores durante el resto de su vida, si
es que sale con vida!
Celso había retrocedido, impulsando la silla con rápidos movimien-
tos de pies. Aunque estaba alarmado, su confianza permanecía intacta.
—En muy raras ocasiones se me muere un paciente al operar. La
medicación puede aliviar el dolor. Yo no veo dónde estriba el proble-
ma. Me traéis una tullida. Si no me acompaña el éxito, tendréis una tu-
llida; no salís perdiendo nada. Si, lo que es más probable, la operación
da resultado, habréis participado en un descubrimiento fundamental
de la medicina. Lo haré constar por escrito en mi próximo libro.
Homero miró a José. ¿Qué estaría pensando?, se preguntó. ¿Por
qué permanecía tan callado?
José tenía a Helena en brazos y le acariciaba la espalda.
—Controlaos, Homero —dijo, al tiempo que se levantaba—. Este
hombre no ha comprendido nada de lo que habéis dicho. Pero a mi
me va a oír.
»Aulo Cornelio Celso, como le pongáis una mano encima a mi
hija, os la cortaré y os la haré comer. Entre tanto podréis ir deposi-
tando los huesos en un cuenco.Acto seguido, abandonó con paso airado la
habitación.
—¿Quién va a querer un pastelillo? ¿Helena, tal vez?
Homero salió tras él.

Ya de regreso a la casa de Marco, Homero bañó a Helena, la dejó


chapotear un poco y después le dio un largo y delicado masaje. Ese día
no habría ejercicios. En sus oídos aún resonaban los gritos que había
provocado Celso a la pequeña al apretarle las piernas contra el pecho.
Cloe lo ayudó a vestir a Helena.
—Pasteles —dijo la chiquitína confiada.
—¿Puede quedarse conmigo, por favor? —pidió Cloe.
Tras dejar a la pequeña con la esclava, Homero fue a la logia, don-
de José se hallaba contemplando la ciudad.
—¿Qué vamos a hacer ahora, José? ¿Esperaremos a que vuelva
Antíoco?
—No. Tal vez tarde meses, y la temporada de navegación se aca-
bará pronto. Mañana es el día de Año Nuevo, según el calendario ju-
dío. Asistiré a los servicios de la sinagoga, el día siguiente lo dedicare-
mos a los preparativos y las despedidas, y al otro nos pondremos en
camino hacia Puteoli.
—Yo también me siento apesadumbrado —confesó Homero, al
percibir en la voz y la postura de José la honda tristeza que lo embar-
gaba—. Contad conmigo para lo que haga falta.
—Gracias, amigo. —José encogió los hombros—. Más vale olvi-
dar esta pesadilla. Tengo que comprar algún regalo para Marco y
Cornelia, en agradecimiento por su hospitalidad. ¿Se os ocurre algo?
—Miró un momento a Cloe y Helena, que estaban jugando—. Tam-
bién quiero hacer un regalo a esa esclava. Se ha portado muy bien con
Helena.
»¿Qué ocurre, Homero? Os veo pálido.
—José... —Homero titubeó un instante antes de dar rienda suelta
a un torrente de palabras—. ¿Por qué no compráis Cloe a Marco? Sin
Dosha, nos vendría bien disponer de una mujer que cuidara a Helena.
No es que a mí me moleste hacerlo, pero quizás una mujer sea más in-
dicada para ciertos menesteres. No cabe duda de que cuando sea ma-
yor no debería ser un hombre quien la bañara y la atendiera en toda
circunstancia.
«Además, os ahorraríais el precio que pueda costaros Cloe, por-
que teniéndola a ella no necesitaréis contratar a un preceptor griego.
Helena ha de aprender un griego más refinado que el que pueda ense-
ñarle yo, que sólo conozco el vocabulario de las tabernas y...
—Un momento, Homero —interrumpió José—. Nunca os habíaoído hablar
tan deprisa ni tan seguido. ¿Queréis a la muchacha para
vos? ¿Es eso lo que intentáis decirme?
—¡No! —contestó con enojo Homero—. No es lo que pensáis,
José.
José observó la rabia que se traslucía en el clásico semblante de
Homero, y esbozó una discreta sonrisa.
—¿Entonces es otra cosa? Estáis enamorado de ella. No tiene por
qué avergonzaros el reconocerlo. Yo quise a la madre de Helena des-
de que éramos niños, y ese amor fue lo mejor que me deparó la exis-
tencia durante todos esos años. Todavía sigue siéndolo, creo.
Homero admitió quejóse se hallaba en lo cierto. Cloe, sin embar-
go, era aún una inocente niña y él no quería asustarla con sus senti-
mientos. Su esperanza era que, después de pasar unos años juntos en
la misma casa, ella llegara a tomarle afecto y después...
—Supongamos que entre tanto aparece otro hombre y la con-
quista. ¿Qué haríais entonces? —José no pudo resistir la oportunidad
de hacer rabiar al curtido entrenador de gladiadores.
—Lo llevaría a rastras hasta la consulta del doctor Celso para que
éste le cortara los testículos.
José prorrumpió en carcajadas. ¡Qué bien sentaba reír!

—¡Gracias a los dioses que se han ido! —exclamó Cornelia con


alivio.
—No me negarás que ha sido provechoso el gesto de hospitali-
dad, querida —señaló, riendo, Marco—. Has vendido a esa muchacha
de quien siempre te quejabas por incompetente, a cambio de una
suma que te permitiría comprar cuatro peluqueras. Y esas perlas que
José te regaló harán empalidecer de envidia a todas tus amigas.
—¡Mira quién habla! ¿Acaso no te han gustado los cuatro caballos
que te regaló a ti? Nadie posee unos ejemplares tan magníficos en
toda Roma.
—Echaré de menos a Ela —dijo Julio con pesar—. Me hacía reír.
—Esa pobre criatura se llama Helena —lo corrigió su madre—•
Pronto tendrás tu propia hermanita, así que olvídate de ella. Tu her-
mana será perfecta, no una tullida.
—¿Y si es un hermano?
—También será perfecto. Igual que tú.

Cuando los soldados romanos subieron a inspeccionar la carga


del barco, José creyó, por primera vez, que Herodes Agripa no ha-
bía exagerado al describir el peligro que lo acosaba. Herodes se habíapuesto
frenético cuando José le dijo que el Águila no zarparía hasta
después del día de la Expiación.
—Voy a observar la fiesta en las ceremonias de la sinagoga de Pu-
teoli —contestó José—. Y tú deberías hacer lo mismo.
—¿Dejarme ver en un sitio donde pudieran ir a buscarme los
hombres de Sejano? ¡Estáis loco, José! Deberíamos irnos ahora mis-
mo. Ya he estado demasiado tiempo aquí y vos ya disfrutasteis de una
holgada estancia en Roma.
—Partiremos cuando yo lo diga. Si quieres ir conmigo, deberás
esperar. Sólo serán cuatro días más, Herodes Agripa.

Ahora José comenzaba a comprender el pánico que sentía Hero-


des. Aquellos hombres parecían decididos e implacables. Pensó en
Herodes, sentado abajo en un banco, haciéndose pasar por un reme-
ro más; no engañaría a nadie que tuviera la más mínima noción de lo
que exigía aquel trabajo. Herodes había conseguido encallecerse las
manos, pero sus hombros y brazos carecían de la fortaleza muscular
propia de un verdadero galeote.
—Llevo fondeando en este puerto más de treinta años —dijo José
a los soldados—, y nunca nadie ha tenido la insolencia de venirme con
estas exigencias. No consentiré que reviséis la carga. Más vale que
abandonéis mi barco de inmediato.
Uno de los hombres hizo ademán de desenfundar la espada.
—Le falta disciplina a vuestra tropa, centurión —espetó José a su
superior—. Supongo que ahorraré tiempo enseñándoos algo de entra-
da. —Se encaminó con pausados pasos al cofre hermético donde
guardaba los efectos de importancia y extrajo los documentos de ciu-
dadanía que le había concedido Augusto y la carta donde Tiberio ha-
bía estampado su sello. Los llevó al centurión y se los presentó dentro
de la misma funda circular de oro en que se los había entregado
Augusto—. Esto me lo regaló el divino Augusto. Aquí podéis ver su
efigie y la de la emperatriz Livia. Gracias a este regalo, soy ciudadano
de Roma. Si tenéis algún cargo contra mí, apelaré a los derechos que
me amparan como tal. Un ciudadano de Roma puede recurrir direc-
tamente al emperador para que éste dicte juicio. —José agitó la carta
donde aparecía el sello de Tiberio ante el oficial—. No tendré reparos
en hablarle a Tiberio de vuestra desfachatez si me obligáis a ello. Sin
embargo, no quiero desperdiciar el viento y lo que queda del verano,
de modo que os dejaré marchar, a condición de que lo hagáis sin más
dilación.
Dos horas más tarde José mandó al remero auténtico abajo e invi-
to a Herodes Agripa a reunirse con él en cubierta.—Ya hemos perdido la
tierra de vista. Me imagino que no te vendrá mal una copa de vino.
—José, he sentido cómo se me volvía el pelo blanco a causa del
terror. Una copa es una ridiculez. Mandad que me traigan un ánfora
llena.
El Herodes Agripa quejóse conocía había vuelto a aflorar a la su-
perficie. El viaje prometía resultar entretenido.

57

Cuando las lluvias de invierno hubieron refrescado el ambiente,


José y Homero llevaron a Helena a una zona desértica donde residía
una numerosa comunidad de esenios. Los esenios componían una
secta aparte y, a decir de algunos, tenían buena reputación como cu-
randeros.
Había muchos grupos de esenios. Algunos vivían en localidades
propias y otros en barrios específicos de las diferentes poblaciones de
Judea. Evitaban el contacto con cualquiera que no perteneciera a su
hermandad. A causa de esta tendencia al aislamiento, circulaban ex-
trañas opiniones acerca de ellos: que si eran ángeles, que si diablos,
que magos, que eran unos locos...
Si bien tales rumores producían un natural recelo en José, había
oído hablar tanto de sus poderes curativos que se decidió a correr el
riesgo de emprender aquel arduo viaje.
Atravesaron un territorio desolado y peligroso. Los perfiles cam-
biantes de la arena dificultaban la orientación, y bajo ella era fácil to-
par con algún nido de víboras. De vez en cuando entre el arenal sur-
gía la forma rojiza de alguna roca mellada por la erosión. Su lugar de
destino era unos altos peñascos horadados de cuevas. Más allá se en-
contraba la vasta y misteriosa masa de agua que algunos denominaban
mar Muerto.
A su alrededor todo parecía estar, en efecto, muerto. José había al-
quilado camellos y contratado los servicios de un camellero que asegu-
ró conocer el desierto y la ruta que debían seguir. Por su parte tenia
poca experiencia con camellos, unos animales que no despertaban en él
ninguna simpatía. Resultaba inquietante viajar sentado a tanta distancia
del suelo, en el abultado lomo de una bestia que se movía de una forma
tan extraña y ondulante. Ni por un momento dejó de sentir el terror a
perder el equilibrio y caer de bruces contra la arena. El hecho de llevara
Helena en brazos acentuaba aún más esta sensación de precariedad.
—¿No es emocionante? —dijo Homero con entusiasmo. El, que
era un atleta, no tenía dificultad en adaptarse a los andares de su ca-
mello.

Mientras se aproximaban a la base de los peñascos, José observó


con asombro que había fértiles campos de regadío. Los hombres ves-
tidos de blanco que los cultivaban se enderezaron para mirar con
muda hostilidad a la caravana de tres camellos, y uno de ellos acudió
a su encuentro.
—¿Quién sois y qué queréis?
Al oírlo hablar en arameo, como cualquier campesino de Judea,
José experimentó un alivio instantáneo. A pesar de su osquedad,
aquel hombre sudoroso tenía el aspecto de un sufrido labrador. No
parecía un ángel ni un diablo, ni tampoco un loco.
José le explicó el motivo de su presencia allí.
—¿Podrán ayudar vuestros curanderos a mi hija? —concluyó.
—Dejad los camellos y seguidme —dijo el esenio—. Dejad tam-
bién a vuestro acompañante.
Condujo a José por un empinado camino rocoso hasta llegar a un
rellano que estaba excavado en lo alto del peñasco. Más allá había una
antesala que comunicaba con otra entrada.
Mientras subían, Helena iba parloteando en su propia combina-
ción políglota de palabras celtas, griegas y arameas al tiempo que se-
ñalaba las rocas, los matojos que crecían en los intersticios y los pája-
ros que pasaban volando. En el rellano, apuntó hacia la gran cisterna
horadada en la roca que había a un lado.
—Baño —dijo con alborozo; le encantaban las sesiones de chapo-
teos en el agua templada.
El esenio la miró sin un asomo de sonrisa en el semblante.
—Vos y vuestra hija debéis lavaros antes de entrar —dijo—, para
eliminar la impureza del aceite. Quitaos la ropa.
La fresca agua de la cisterna no fue del agrado de Helena, ni tam-
poco el vigoroso roce de la piedra pómez con que la frotó el esenio, de
modo que se puso a berrear para mostrar su disconformidad.
José la comprendía a la perfección: los dos esenios que habían
aparecido estaban sometiéndolo a un tratamiento similar.
Cuando ambos quedaron adecuadamente «purificados», según pa-
labras de su guía, fueron conducidos a una espaciosa sala por cuyas ven-
tanas penetraba la luz a raudales. Entonces entraron tres hombres que
vestían túnicas de lino blanco y el guía se marchó.
—Examinaremos a la niña —dijo el mayor de los tres.José apretó a Helena
contra su pecho y ésta se aferró con fuerza a su barba. José tenía una aguda
conciencia de su desnudez y del sentimiento de vulnerabilidad que ésta le
producía.
—Pequeña, no te vamos a hacer daño —aseguró a Helena el esenio.
Aunque José no advirtió nada de particular en aquella voz, Hele-
na le soltó la barba y tendió los brazos hacia el hombre.
Él y sus compañeros se arrodillaron en el suelo de piedra, en tor-
no a Helena, y le palparon con cuidado el cuerpo.
Aunque no intercambiaron palabra alguna, los esenios debieron
de haber llegado a un mudo consenso, porque todos se levantaron al
mismo tiempo.
—José de Arimatea —dijo el más joven, mientras sostenía a Hele-
na en brazos—, no podemos hacer nada por vuestra hija hoy. —Su
voz sonaba en extremo animada, habida cuenta del mensaje que trans-
mitía—. No os desesperéis —prosiguió—. Pronto se librará la batalla
definitiva entre el bien y el mal, y las fuerzas del bien saldrán victo-
riosas. Ese día, cuando este mundo corrupto toque a su fin, vuestra
hija recobrará la integridad, porque es un ser inocente, libre de peca-
do. —Entregó la niña a José—. Bañadla con frecuencia en agua y
mantenedla pura hasta entonces.
Los tres salieron y entonces el guía volvió a entrar. Atendiendo a
su gesto, José pasó a la antesala donde habían dejado la ropa. Después
de vestirse, cuando ya bajaban por el camino Helena se puso a charlar
y a cantar. Desde que la bañaron, no había emitido hasta ese preciso
momento el menor sonido.

Los camellos los devolvieron a Jericó y al lujo de la villa. José


trató en vano de convencerse de que aquella vida, libre de deseos y
preocupaciones, sería adecuada para la felicidad de Helena. Cuando
se inició la temporada de navegación, la llevó, junto con Homero y
Cloe, a Sicilia. En la isla había varios manantiales de aguas termales
que eran famosos por sus benéficos efectos sobre las enfermedades
óseas y musculares. Sogesta... Himera... Selinus... En todos ellos había
médicos que, de entrada, mostraron su confianza en que las misterio-
sas sustancias de las aguas pudieran curarla y, al final, sorpresa por la
ausencia de resultado. Después se trasladaron a la pequeña isla de Li-
pari, en el mar Tirreno, que se hallaba flanqueada por otras islas, de
cuyos volcanes en activo surgían oscuras columnas de humo que en-
turbiaban la nitidez del cielo.
Antíoco los esperaba en Jericó a su regreso.
—Pero que niña más hermosa —dijo por todo saludo—. Ven con
Antíoco, Ela. Como me hayas olvidado, me moriré de pena.Helena lo miró
entre perpleja y curiosa. Tenía casi tres años y ha-
cía más de doce meses que no lo veía.
Antíoco comenzó a cantar una de las canciones celtas de Dosha y,
con el semblante iluminado, la pequeña se sumó a su canto.

José advirtió con asombro lo mucho que significaba para él el re-


greso de Antíoco. Había echado de menos la muda comprensión del
gálata cada vez que había visto frustradas sus esperanzas de hallar una
cura. Si bien a José no le cabía duda alguna de que Homero sentía un
gran afecto por su hija, Antíoco se preocupaba también por él, y su
presencia le habría servido para soportar mejor el padecimiento que
acarreaban los fracasos.
Incapaz de expresar con palabras tales sentimientos, cuando se
acabó la canción se limitó a abrazar a su amigo y decirle:
—Me alegro de verte.
—Os veo mal —observó Antíoco tras contemplar la cara ojerosa
y macilenta de José.
Aquel comentario no se refería, sin embargo, al aspecto que ofre-
cía José. Era una constatación de todo lo que éste había sufrido y se-
guía sufriendo aún.
—Cantemos otra canción —rogó Helena.
—A vuestras órdenes, gentil dama —respondió Antíoco, y le ten-
dió los brazos—. Después hablaremos —dijo a José mientras levanta-
ba a Helena del sillón donde estaba sentada.
Cuando ella le rodeó el cuello con los brazos, la emoción hizo
aflorar unas lágrimas a los ojos azules del gálata. Su voz sonó, no obs-
tante, clara y animada cuando comenzó a entonar una cancioncilla so-
bre flores que había aprendido, especialmente para Helena, en Ger-
mania.

Los dos amigos tenían mucho que contarse. José recibió con ale-
gría la noticia de que Dosha había encontrado la dicha en un nuevo
hogar, junto a sus primos, en una aldea del Rin.
Antíoco reaccionó con alborozo al enterarse del enamoramiento
de Homero, pero sus risas carecían de malicia. Cuando José le refirió
el episodio de la visita al famoso médico de Roma, permaneció calla-
do, expresando sólo con la mirada su furia y su compasión por la an-
gustia que embargaba a José.
—Lástima que no pudiera acompañaros —comentó en relación al
viaje que los había llevado hasta la comunidad de esenios—. Hace
años que siento curiosidad por ellos.Luego apoyó la mano en el hombro de
José y, en tono afectuoso, le hizo una propuesta:
—Escuchadme antes de replicar, José. Ya sabéis lo mucho que
respeto vuestras creencias y vuestra piedad. A veces os envidio ese
Dios Único. No obstante, hay algunas cosas impías que creo que de-
beríais plantearos sin prejuicios antes de descartarlas.
El barco que tomé en Massalia me dejó en Gaza. Mientras espe-
raba allí para hallar transporte hasta Jericó, oí hablar mucho de un
mago que realiza curaciones milagrosas.
—La magia es para los paganos, Antíoco —espetó José sin mira-
mientos—. Vuestros druidas celtas afirman que obran magia. Es algo
sucio, impuro, una abominación contra Dios.
—Pensadlo bien, José —insistió Antíoco, sin darse por ofendi-
do—. No hay prisa. Si funcionara...
José no quiso escuchar más.
De todas maneras, no pudo evitar seguir pensando en lo que ha-
bía dicho Antíoco. Envió a un hombre de Jericó, un gentil, a recabar
información sobre el mago de Gaza. No le explicó a nadie, ni siquie-
ra a Antíoco, lo que había hecho.
El gentil volvió repitiendo las historias que Antíoco había escu-
chado y otras más. Él mismo había conocido a un hombre que había
padecido sordera durante años, y ahora podía oír gracias al mago.
También había hablado con una mujer que había vivido atormentada
por una plaga de furúnculos; el mago la había tocado y éstos se habían
esfumado al instante. Incluso él, afirmaba el gentil, le había pedido
que lo librara del dolor de cabeza que lo martirizaba desde hacía me-
ses; el mago había ordenado que desapareciera, y así había sucedido.
El mago provocaba un estado llamado «trance». Sumía a la gente
en una especie de hipnosis y entonces lograba que hiciera cualquier
cosa que él ordenara: ladrar como perros, levantar tremendos pesos
que nadie en condiciones normales era capaz de mover, hablar en le-
guas que desconocían... Durante el trance, el mago ejercía un control
total sobre el cuerpo y la mente de esas personas. Podía conseguir de
ellas lo que deseara; incluso había hecho caminar a un tullido.
Era tanta la desesperación de José que envió a Antíoco a Gaza con
una fortuna en áureos de oro y la orden de volver con el mago a Jericó.

—Ha huido de Gaza —explicó, abatido, el gálata a su regreso—-


Las autoridades habían recibido aviso de Petra e iban a arrestarlo,
pero escapó. Se ha descubierto que ha estado en un sinfín de sitios, y
siempre ha hecho lo mismo. Llega con un par de actores a los que
«cura», y cuando corre la voz comienza a recibir ruegos y ofrecimientos. A
los enfermos ricos les promete una cura, toma el dinero
por adelantado y abandona precipitadamente la población, de noche,
con sus cómplices. Os pido perdón por haberos situado en esta qui-
mérica vía, José.
«Traté de aliviar la decepción —prosiguió Antíoco con un suspi-
ro— diciéndome que al menos llegué demasiado tarde a Gaza y eso
evitó que os estafara, pero es escaso el consuelo. Sé que a vos os debe
de ocurrir lo mismo.
José se volvió de espaldas a su amigo, incapaz de expresar sus pen-
samientos y emociones. Se sentía traicionado por el hombre en quien
había confiado, que le había inspirado nuevas esperanzas para luego de-
jarlo caer otra vez en la desesperación. La rabia le atenazaba el corazón.

—José, es hora de que pensemos en Ela —dijo Antíoco unas se-


manas después.
—Se llama Helena, y por mi parte no pienso más que en ella.
¿Quién te crees que eres para hablarme así?
—Soy vuestro amigo, José. Por eso os hablo de esta manera. Es-
táis tan obsesionado con curar a la niña que casi sois incapaz de verla
tal como es.
—¡Una tullida! ¿Crees que no lo sé, que no pienso en ello cada
día, que no sueño con ello todas las noches?
—José, es una hermosa y alegre niña de tres años que padece un
mal de parálisis. El mal es trágico, pero no debéis permitir que éste sea
el centro de su vida, como habéis hecho hasta ahora. Dejad que sea lo
que es. Vos mismo debéis llegar a cierto grado de aceptación para que
ella pueda ser feliz.
»Le encanta la música. Buscad a alguien que le enseñe a tocar el
arpa. Yo soy demasiado malo para hacerle de profesor. Necesita un ca-
rrito o algo parecido para desplazarse. No le gusta que la tengan que
llevar de un lado a otro continuamente. Posee la curiosidad normal de
los niños; quiere ver el pueblo, las tiendas, a la gente, a los otros niños.
»Y, José, prefiere que la llamen Ela. Dice que suena más musical.
José se sintió herido. ¿Cómo podía saber Antíoco más cosas de su
hija que él mismo?
—¿Te ha dicho ella todo eso?
—Sí. Los dos cantamos y charlamos. A diferencia de vos, José, yo
nunca le digo que se pondrá bien un día. —Apoyó las manos en los
hombros de su amigo.
»Me preguntó, José, si pensaba que abba se pondría contento si
ella lograra aprender a caminar. Siento tener que deciros algo tan do-
loroso, pero era necesario.

58

—Hola. Me llamo Ela y mi burro se llama Clip. Es por el ruido que hace con
los cascos, «Clip-clop». Él me lleva en este carro rojo porque yo no puedo
andar.
Helena —ahora Ela— se dio a conocer de este modo a todos los habitantes
de Jericó. Cuando llegaron los veraneantes, también se presentó.
—No me gusta que la gente se quede mirándome extrañada —dijo a José
sin tapujos, demostrando una madurez insólita para alguien que aún no había
cumplido los cinco años.
Ela se desplazaba a su antojo por Jericó, pues la ciudad estaba situada en
un terreno bastante llano, que no le presentaba impedimentos ni peligros.
Homero la acompañaba siempre, porque conocía los límites de la fuerza y
resistencia de la pequeña mejor que ella. Pero la dejaba a su aire, a menos
que ella quisiera -que participara en las conversaciones que entablaba con
todo el mundo, desde el recaudador de tributos, Zacabeo, el personaje más
augusto de la ciudad, hasta los esclavos que limpiaban las fuentes y
recortaban los setos de la plaza.
Cuando Homero le decía que era hora de regresar a la villa, Ela obedecía
sin rechistar. Estaba acostumbrada a acatar desde siempre sus indicaciones.
No en vano el griego pasaba varias horas al día con ella; le movía las piernas,
le daba masajes y le fortalecía el tono muscular de la parte superior del
cuerpo.
Homero diseñó una silla de ruedas. Así los esclavos podían desplazar a la
niña a donde quisiera ir: a otra habitación, al jardín o a la piscina.
También ideó una silla en la que iba encajado un orinal. Ela podía
desplazarse de una a otra silla, valiéndose de los brazos, y con ello ganó una
preciada parcela de intimidad.
Una serie de barras situadas a una altura conveniente le permitían entrar
y salir del baño y del estanque, donde pasaba largos ratos cantando a los
pececillos de colores que vivían en él.
La piscina cubierta, con agua más profunda y caldeada, estaba destinada a
sus ejercicios.
Homero le había enseñado a nadar. Aquélla fue la recompensa por
permanecer flotando pacientemente con el aro de vejigas infladas mientras
él le movía las piernas.
Como suele ocurrir con los hijos únicos que se encuentran siempre
rodeados de adultos, Ela tenía un sentido especial para captar necesidades y
deseos ocultos de éstos.—¿Por qué no le decís a Cloe que la amáis? —
preguntaba sin andarse con rodeos a Homero—. Ella quiere que la améis, pero
no sabe que la amáis.
Para la ceremonia de la boda, Helena preparó un par de coronas de flores,
una para Cloe y otra para ella misma. Tenía una gran destreza manual.
Muchas veces entretenía los dedos peinando la barba a José. Le pedía a
menudo que la tuviera en el regazo y le contara cosas de cuando él era niño o
de la temporada que habían pasado él y su madre entre los hombres azules,
porque sabía lo mucho que su «abba» necesitaba saber que ella lo quería.

Ela también convenció a José para que la llevara a Jerusalén. Le


encantaba que la transportaran en una silla de mano al templo para asistir a
las ceremonias de la mañana y del atardecer, cuando la música y los cantos de
los levitas resonaban por todos los atrios.
Abigail se quedó «totalmente prendada de Ela», tal como decía, y a Ela le
gustaba escuchar las historias que le contaba Abigail sobre los tíos, primos y
abuelos, que también eran los suyos, aunque no los hubiera conocido.
Antíoco se lamentaba, entre veras y bromas, de que Ela apenas disponía
de tiempo para él.
—Y recibí un justo castigo por haberme quejado —explicó a José con una
carcajada que expresaba hilaridad y pesar a un tiempo.
Ela había acordado con su profesor de música que Antíoco participara en
sus clases semanales de arpa.
A los pocos meses todo el mundo convino en que el arpa no era el
instrumento más idóneo para Antíoco, pero no por ello se libró de las clases.
Le asignaron unos címbalos con los que acompañaba a Ela en todas las
canciones.

Resultaba agradable tener la casa de Jerusalén inundada de risas y música


cuando se encontraba allí, ya que José, como miembro del sanedrín, se hallaba
profundamente implicado y preocupado por el rumbo que estaban tomando las
cosas en ese consejo y también en la ciudad.
El actual sumo sacerdote, Caifás, estaba muy influido por el anterior, el
taimado y viejo Anas, que era su suegro, hasta el punto de que algunos
aseguraban que aquél no era más que una marioneta en las manos de éste. A
José no le inspiraban simpatía ni confianza ninguno de los dos. En su opinión,
estaban más interesados en aumentar su poder y prestigio social que en
impartir justicia.
Además ambos parecían desconocer lo que era la compasión. José estuvo
discutiendo durante horas con el fin de obtener una sentencia justa para un
camellero nabateo que, sin darse cuenta, había violado la ley al entrar en el
atrio de las mujeres. En el atrio de los gentiles, al que tenía libre acceso todo
el mundo, había un gran número de letreros de piedra; en ellos se advertía, en
arameo y griego, que toda persona no judía que pasara a los recintos
interiores del templo se exponía a una sentencia de muerte.
—Ese hombre es árabe —argumentó José—. No habla griego ni arameo. Ni
siquiera sabe leer en su propia lengua. ¿Cómo va a leer entonces en unas
lenguas que ni siquiera entiende al hablar?
»La muerte es un castigo demasiado severo para un error. La vida y la
muerte están en manos de Dios. ¿Cómo podemos nosotros tener la arrogancia
de arrebatar la vida a una de las criaturas de Dios, aun cuando se trate de un
gentil?
El debate se prolongó, con la intervención de más oradores. Al final la
votación arrojó un estrecho margen en favor de la postura que defendía
José.
Para castigar a José, Caifás lo obligó a presenciar el cumplimiento de la
sentencia que había dictado el tribunal. Tuvo que ver cómo laceraban la
espalda a latigazos al desventurado camellero.
—Habéis estado muy elocuente, José de Arimatea, pero me temo que
habéis cometido un gran error —dijo otro juez, saduceo como él—. El sumo
sacerdote ya tiene bastantes problemas intentando controlar a los fariseos.
Los saduceos debemos formar un grupo unido, y apoyar a Caifás.
José no compartía su visión, pero prefirió callar. Era cierto que cada vez
había más fariseos en el sanedrín. Aquellos nuevos miembros no provenían de
la escuela de Hillel ni de su nieto Gamaliel. Estaban totalmente centrados en
la ley y en la creciente cantidad de interpretaciones de ésta que no hacían
más que aportar una nueva carga de rigidez y complicación, aumentando en
definitiva el número de leyes, siempre en nombre de la ley.

—¡José! Mi buen amigo José. —Herodes Agripa, que vestía lujosos


ropajes, corrió a abrazar a José en una calle contigua al agora.
—Me siento rebosar de alegría —dijo José con toda franqueza—• ¿A qué
se debe tu presencia aquí? Vayamos a mi casa y charlaremos un rato.Herodes
vivía con su tío, Herodes Antipas, en Tiberíades. —Es un sitio aburrido hasta
lo indecible, José, aunque nada comparado con la desolación de Idumea. Mis
parientes de allí me recibieron con gusto y me ocultaron de la ira de Sejano.
Pero... había más camellos que personas, José, y la noción que tienen ellos de
la diversión es hacer una carrera, en el desierto, para ver quién es el agra-
ciado propietario de la más veloz de esas sucias bestias. Lo aguanté durante
casi un año, no sé cómo, hasta que se me acabó la resistencia.
»Así que me presenté a las puertas del palacio de Tiberíades. "Vos sois
hermano de mi padre y, a diferencia, de él conseguisteis preservar la vida.
¿Tendréis la bondad de acogerme?" Estuve tan lastimero que por poco no se
me saltaron las lágrimas incluso a mí.
»¿Qué podía contestar Antipas? ¿El, que dispone de un flamante palacio
con un centenar de habitaciones vacías?
»¡Y esto no es todo, José! —Herodes Agripa puso los ojos en blanco—. Me
dio un trabajo. ¿ Os lo imagináis ? Soy una especie de extravagante inspector
estatal, no sé bien de qué, ¡y tengo un sueldo! Un sueldo, José. En Galilea no
me fía nadie. Tengo que pagar por todo. No sé cómo voy a soportarlo. Me
dieron ganas de dar un beso a Antipas cuando dijo que podía acompañarlo a
Jerusalén para la Pascua. Viene todos los años, para demostrar lo buen judío
que es, aunque la mitad de los habitantes de Galilea y casi todos los de
Tiberíades son gentiles.
»Venid a vernos, José. Estamos en el palacio más pequeño de mi abuelo. El
procurador romano se aloja en el otro cuando acude desde Cesarea. Mi otro
tío, Filipo, también se encuentra aquí. Os acordaréis de él, supongo; es el que
se casó con mi hermana Herodías. Lástima que ella no haya venido. Habría
tenido a alguien con quien charlar y reír. Ocupad su lugar, por favor, José.
Venid a cenar con nosotros ésta y todas las noches.
—Haré algo más por ti, degenerado —prometió José, divertido ante el
dramático histrionismo que exhibía Herodes—. Mi amigo Antíoco está al
llegar. Él conoce todos los tugurios de Jerusalén y lo que se cuece en cada
uno.
—Siempre supe que erais un amigo de verdad, José. No me extraña que mi
abuelo os tuviera tanto aprecio. Me habría gustado conocer al viejo ogro.
Aunque mató a mi padre, al menos lo hizo movido por la pasión. Además él
tenía estilo. Hasta sus más encarnizados enemigos lo reconocen. Antipas
carece por completo de tales cualidades. Su Palacio es insulso a más no poder
y él es menos emotivo que un pescado.
»Ah... ¿quién es ese tipo tan apuesto? Antíoco, ¿no?
En efecto, era Antíoco, que a continuación se llevó aparte a Herodes
Agripa. Pronto acabaría la sesión de ejercicios de Ela, y Antíoco sabía que
José tenía intención de llevarla a casa de Abigail.

José y Ela también fueron a casa de Abigail para asistir a la comida


pascual. Toda la familia de Arimatea estaba allí. José observó con deleite la
alegría de su hijita y dio gracias a Dios por las bendiciones que le enviaba.
Durante la semana de Pascua, José llevó a Ela al templo todas las mañanas
para escuchar la música. Allí se regalaba con la impresionante belleza
combinada del amanecer, la música y el templo, regocijado por la beatitud con
que Ela reaccionaba invariablemente al oír la música.
Ponía todo su empeño en no mirar hacia las galerías que circundaban la
zona del templo. Arriba había soldados romanos, que montaban guardia a
corta distancia unos de otros. El procurador Valerio Grato había iniciado
aquel ofensivo espectáculo once años antes, al ser nombrado gobernador de
Judea. En su favor había que reconocer que no se habían producido revueltas
por Pascua, pero la presencia de los soldados era una mortificación, porque
les recordaba constantemente que el templo, el corazón del judaismo, se
hallaba bajo el dominio de las fuerzas de la pagana Roma.
Grato iba a ser relevado dentro de unos meses. José se preguntaba si el
nuevo procurador tendría el detalle de mostrarse más considerado con los
sentimientos del pueblo que iba a gobernar. Todavía no le habían llegado los
informes de su agente de Roma. De todos modos, no tardaría en disponer de
ellos. Los barcos de Puteoli atracarían en Cesarea mucho antes de que el
nuevo procurador accediera al cargo.

El nuevo procurador se llamaba Poncio Pilatos y era amigo y protegido de


Sejano.
La noticia no podía ser más inquietante, pensó José. El segundo informe
que recibió traía, sin embargo, una noticia aún peor. Tiberio se había retirado
a la isla de Capri, donde nadie tenía acceso a él salvo Sejano, que ahora
actuaba a todos los efectos como emperador de Roma.
Sejano, que tanto odio sentía hacia los judíos.

José mandó a Antíoco a buscar un mensajero veloz y de confianza


mientras él se apresuraba a escribir una carta a Herodes Agripa. No tenía
modo de saber qué repercusiones tendría aquello para el hijo de Berenice,
pero era importante que éste se hallara informado.Una vez que el mensajero
hubo partido hacia Tiberíades, José volvió a atender los quehaceres que lo
habían llevado a Cesarea. Todos los años, al inicio de la temporada de
navegación, ofrecía una cena para los capitanes de sus barcos, mientras
Antíoco presidía otra celebración más multitudinaria y ruidosa para los
marineros.
—Lástima que no me acompañéis este año —le dijo Barca, igual que hacía
todos los años.
—Desearía con todo mi corazón que fuera posible —respondió José,
también como hacía todos los años.
No se trataba de un mero formalismo. Realmente echaba de menos el mar.
Amaba su olor, sus corrientes, sus tonalidades siempre cambiantes, los
horizontes infinitos, la aventura. Era duro haber dejado atrás aquella época.
Aunque sólo le faltaran dos años para cumplir los sesenta, cuando
contemplaba las aguas que se extendían más allá del puerto sentía la misma
emoción que lo había embargado la primera vez que las vio, siendo aún un
chiquillo.
Sí, amaba el mar, pero aún amaba más a Ela. La pequeña lo necesitaba y el
mar no. Siempre había habido y siempre habría miles de hombres como él,
enamorados del mar.

En el palacio de Herodes se vivía un gran trajín.


—¿Qué pasa, Stratos? —preguntó José a su agente de Cesarea.
Stratos también se estaba haciendo viejo. Estaba tan gordo que apenas
podía moverse y, cuando hablaba, de su pecho brotaban silbidos.
—Grato se marcha —respondió Stratos sin resuello. Últimamente utilizaba
el menor número de palabras posible. Bajó la cabeza, presionando sus
diversos niveles de papada, incapaz de mirar a José a los ojos—. Esposa se va
con él —murmuró—. Débora.
—Buen viento se la lleve —dijo José sin perturbarse. Sabía desde hacía
años que la madre de Aarón se había convertido en la amante del procurador
romano. Ahora quedaría descartada toda posibilidad de que volviera a
irrumpir en su vida o en la de Aarón—. Es una buena noticia —aseguró.
Antíoco dijo lo mismo cuando José lo puso al corriente de la partida de
Débora.
—Buena noticia. Aunque también tiene su parte mala —añadió—. Ese
Pilatos llegará antes de lo previsto. Será mejor que volváis a Jerusalén. Yo
iré a Jericó para ocuparme de todo. Por cierto, he pedido a Barca que traiga
dos perros jóvenes de Belerión. Helena los recibirá como si fueran
cachorrillos. Yo los entrenaré.
—Estupendo.José y Antíoco habían hablado de ello en más de una ocasión.
Los perros de Albión eran célebres por su lealtad, su fuerza y su ferocidad.
Serían excelentes guardianes si Ela necesitaba en algún momento su
protección. Los años anteriores habían desistido de encargarlos, al pensar
que a Ela le resultaría doloroso no poder correr ni dar tumbos con ellos.
Ahora, con un gobernador de Judea nombrado directamente por Sejano, la
protección se había vuelto tema prioritario.
—Quizá pueda enseñarles a tirar del carro —señaló Antíoco—. En todo
caso, lo intentaré.
Como de costumbre, él y José compartían el mismo punto de vista.

Poncio Pilatos no aguardó la llegada de una festividad religiosa para dejar


claras sus intenciones. En expresión romana, «enseñó el estandarte». Todas
las legiones romanas tenían su propio estandarte, una larga asta de madera
coronada con un águila dorada, bajo la cual se exhibían varias placas
identificativas. Entre estas señas distintivas se incluía el número de la legión
y un medallón con su símbolo particular, que a menudo consistía en un animal
salvaje. Algunos medallones reproducían la imagen del emperador, de un dios
o bien hacían alusión a una victoria destacada, la duración del servicio de la
legión y las campañas en que había participado. El estandarte era la enseña, la
historia y el orgullo de la legión. La pérdida del estandarte era la peor
deshonra que pudiera existir.
Durante décadas, todas las legiones que entraban en Jerusalén habían
llevado un estandarte especial que sustituía al habitual. En éste constaba el
número identificativo de la legión y los medallones podían llevar letras, pero
no imágenes de hombres, dioses ni animales. César Augusto había tenido el
buen juicio de evitar un flagrante desacato a la ley judía, que prohibía las
figuras esculpidas, los ídolos.
Tiberio, influido por Sejano, había autorizado a Pilatos a llevar su efigie
en los estandartes. Pilatos mandó varias legiones a Jerusalén, con
instrucciones específicas para que entraran de noche en la ciudad, se
instalaran en sus cuarteles generales de la fortaleza Antonia y plantaran sus
estandartes dentro.
Dado que la torre Antonia se alzaba justo al lado del templo, con esta
medida la imagen —el ídolo— del emperador pagano de Roma miraba
directamente sobre el santuario que albergaba el sancta sanctorum, el lugar
donde Dios era honrado por su sumo sacerdote.
En los atrios del templo se levantaron protestas de inmediato. La noticia
se propagó rápidamente por el campo, y hacia el templo partieron grandes
masas de enfurecidos judíos.
Cuando se enteraron de que Pilatos se encontraba en Cesarea, varios
cabecillas organizaron una marcha, integrada por millares de personas que
viajaron día y noche. Se concentraron en la plaza que rodeaba el palacio y se
tumbaron en el suelo, tan juntos unos de otros que no había forma posible de
que hombre o bestia pusiera un pie en el pavimento. Era imposible que alguien
entrara o saliera de allí.
Pilatos recibió en audiencia a una delegación de judíos, que detallaron las
objeciones a la presencia de los estandartes. El rechazo se concentraba en
Jerusalén; en Cesarea, que era gentil, podía hacer lo que deseara.
Pilatos se negó a retirarlos de la ciudad santa.
Los manifestantes no se movieron de la plaza.
Al cabo de cinco días, Pilatos les hizo saber que se reuniría con ellos y
volvería a escuchar sus peticiones en la plaza central del mercado.
Una vez que se hubieron desplazado allí todos los judíos, las tropas de
soldados los cercaron formando un cordón de tres filas. Pilatos habló a la
multitud desde la galería del templo de Augusto.
—Mirad a vuestro alrededor. Ya veis el peligro que corréis. Regresad a
vuestras casas de inmediato, pues de lo contrario haré que os corten a tiras.
Los manifestantes miraron en torno a ellos, titubeantes.
—¡Desenvainad las espadas! —vociferó Pilatos con impaciencia.
Los manifestantes se arrojaron de bruces al suelo. Sus cabecillas
írguieron la cabeza.
—Preferimos la muerte a la blasfemia —gritó uno de ellos.
Aquel grito se repitió como un eco. Pilatos ordenó a sus tropas que se
retiraran a los cuarteles.
—Los estandartes serán trasladados a Cesarea —anunció.
El sonido de los vítores lo siguió mientras se dirigía a su palacio.
59

En Jerusalén reinaba el júbilo.


—¡Hemos doblegado a los romanos! —se oía gritar por doquier.
José observaba con escepticismo aquel entusiasmo. Si aquel Pilatos era
allegado a Sejano, lo más probable es que estuviera cortado por el mismo
patrón que su amo, el de una persona taimada, paciente, implacable y carente
de todo escrúpulo.
Por el momento se guardó sus reticencias para sí. El tiempo diría si tenía
razón. Mientras tanto, la gente tenía derecho a saborear aquel momentáneo
triunfo.
Había además, otra clase de exaltación epidémica que reclamaba su
atención. Se había convocado una reunión especial del sanedrín para tratar
aquella cuestión.
Uno de los jueces fariseos describió el problema. Simón era un anciano
que llevaba toda su vida ejerciendo como juez, un hombre humanitario que
profesaba una sincera devoción y por el quejóse sentía un gran respeto.
—Nos han llegado noticias —expuso Simón— de un hombre salvaje y
desgreñado que se autodenomina profeta y que atrae a muchos seguidores.
—¿Otro de esos mesías que va a destruir a los romanos y hacernos ricos a
todos los judíos? —preguntó otro juez.
Simón sacudió la cabeza al tiempo que esbozaba una tenue sonrisa. Todos
conocían muchos casos de supuestos mesías que habían comparecido ante el
sanedrín. Algunos eran simples embaucadores que habían convencido a la
gente de que entregara dinero para sufragar su causa. Este tipo de mesías
era condenado a recibir azotes y a devolver el dinero que aún le quedaba a
sus legítimos dueños.
La especie de mesías que más dificultades presentaba era la de aquellos
que habían sucumbido al auto-engaño; normalmente se trataba de jóvenes que
estaban poseídos por un enfebrecido celo. Con éstos había que ir con cuidado,
porque podían ser la chispa que encendiera una rebelión, que los romanos no
dudarían en sofocar con un baño de sangre.
La mayoría de veces era posible demostrarles que estaban en ain error
cuando un grupo de sacerdotes les leía los pasajes de los libros sagrados en
que se describía al auténtico Mesías: un ser imponente y celestial,
acompañado de ángeles y dotado de poderes sobrehumanos.
Aquellos a los que no era posible hacer entrar en razón iban a parar a la
cárcel. No obstante, sin la admiración de sus seguidores, esos individuos
pronto se daban cuenta que no eran más que simples hombres y emprendían
su propio camino sin volver a causar problemas.
El juez Simón especificó que aquel último espécimen se hacía llamar
profeta y negaba ser el Mesías.
—Dice que ha venido a anunciar al pueblo la llegada del Mesías, a distinguir
los pecadores de los salvados. Ese Juan exhorta a todos a arrepentirse de
sus pecados.
—El arrepentimiento es algo bueno —señaló otro juez . ¿Por qué hay que
detener a un hombre capaz de conseguir algo loable.
Se oyeron murmullos de aprobación por doquier.
—Porque ese Juan bautiza a los pecadores. En el cauce del río Jor-dan,
después de oír la confesión de sus pecados, los sumerge en el agua para
simbolizar que quedan limpios de pecado.
—¿Él perdona los pecados? —inquirió Caifás—. Sólo el Altísimo puede
perdonar los pecados.
—No. Pero se produce una limpieza de los pecados, al menos eso afirma la
gente. Nunca había oído nada igual.
Aquello era inaudito para todos ellos. Sólo el sumo sacerdote podía
transferir los pecados al chivo expiatorio, pero aquello era muy distinto. El
sumo sacerdote obraba bajo la autoridad del Altísimo el día de la Expiación,
en el templo.
—Debemos investigar la actuación de ese Bautista —dijo Caifás—. José
de Arimatea, vos que residís en Jericó, cerca del Jordán, encabezaréis un
grupo de jueces que observen a este hombre.
Lo que Caifás quería decir, por supuesto, era que José proporcionaría
comida, alojamiento y entretenimiento a sus compañeros del sanedrín. No
expresó objeción alguna. Le habría gustado intervenir en su elección, pero no
fue así. Caifás eligió a seis, tres saduceos, incluido José, y tres fariseos,
entre los que se contaba el juez más reciente, joven y rígido de todo el
sanedrín.
Se trataba de Aarón, el hijo de José.

Juan Bautista era un hombre fuerte, de mirada ardiente y piel quemada


por el sol. Llevaba el pelo enmarañado y una tosca túnica de pelo de camello.
—Arrepentios —lo oyó predicar José cuando se aproximó al río junto con
los otros jueces—. ¡Arrepentios, pues el reino de los cielos está al llegar!
José exhaló un quedo suspiro. Otro anunciador del fin del mundo. ¿Por qué
continuarían surgiendo esos hombres, año tras año? ¿Acaso nadie recordaba
que el fin del mundo tantas veces proclamado no se había producido nunca?
—Raza de víboras —gritó Juan Bautista a los jueces al verlos acercarse.
Ni José ni los otros replicaron al insulto. Estaban allí sólo en calidad de
observadores.
De paso, disfrutaban de la hospitalidad de la villa de José. A excepción de
Aarón, todos se quedaron tres días y tres noches, con el pretexto de volver
al río y decidir qué conclusiones iban a presentar.
José expuso su opinión en la siguiente reunión periódica del sanedrín.
—Ese Juan Bautista atrae grandes multitudes, compuestas sobre todo de
varones que proceden de todas las extracciones sociales. Predica el
arrepentimiento, y quienes acuden a él parecen tomarse en serio su
confesión. En ningún momento predicó contra los romanos ni exhortó a la
rebelión. Promete a sus seguidores el inminente advenimiento de un poderoso
cabecilla, pero no concreta su nombre ni el día de su llegada.
»A nuestro parecer, ese bautismo en el Jordán resulta atractivo a la
gente por la novedad y el dramatismo que lo envuelve. No hemos observado
blasfemia ni incitación a la sublevación. No hay necesidad de arrestar a ese
hombre.
—¿Y qué hay del que tiene que venir? —preguntó en voz bien alta Aarón al
tiempo que se levantaba de su asiento—. Yo sostengo que deberíamos
interrogar a ese Bautista, averiguar quién es ese otro hombre y arrestarlo. Él
será el cabecilla de la rebelión.
—No hay motivos para arrestar al Bautista ni para creer que ese cuya
llegada promete no sea más que un producto de su enfebrecida imaginación —
replicó José.
Detestaba tener que llevar la contraria de ese modo a Aarón, pero éste
debía haber expuesto antes su opinión delante del grupo y no esperar a la
reunión. José se sentía orgulloso del respeto que se había ganado Aarón, el
cual quedaba patente en el hecho de que hubiera accedido tan joven a la
condición de juez del sanedrín. De todos modos, hubiera preferido que aquel
joven no fuera su hijo.
Durante años Aarón había dejado bien claro que no quería tener nada que
ver con su padre. «Da igual —pensó José—. A estas alturas, la actitud es
recíproca.»
Caifás dio por bueno el informe del grupo y expresó su agradecimiento por
el esfuerzo realizado. De este modo, desestimó tácitamente la propuesta de
Aarón sin dirigirle la palabra. Éste volvió a tomar asiento, y clavó en su padre
una mirada cargada de rabia.

Por suerte, después de aquel desagradable incidente con Aarón, José


disponía del antídoto perfecto. Iba a ir a cenar y a dormir en casa de Abigail
para llevarla al día siguiente a Jericó. La estación seca era tan calurosa ese
año que por fin su tía había aceptado la invitación que tantas veces había
declinado hasta entonces.
Su casa se veía muy distinta, ahora que había quedado vacía. Mateo, su
marido, había muerto tres años antes y todos sus hijos se habían casado y
vivían lejos de allí. Sólo por Pascua el hogar de Abigail volvía a ser el de
antes. Él estado natural de Abigail era hallarse rodeada de clamor y afecto,
de desorden y familia.
Ella misma expresó más o menos la misma idea tras pasar una semana
disfrutando de las frescas brisas y susurrantes fuentes de Jericó.—Esto es
magnífico, José, pero preferiría estar en Arimatea. Aquí somos muy pocos.
Se hallaban sentados a la sombra de una gran higuera, mirando a Ela, que
jugaba con los peces del estanque.
—Sí —dijo de pronto la pequeña—. Yo también quiero ir. Allí viven todos
mis primos que estuvieron en tu casa.
—Te acuerdas de la Pascua, ¿verdad, Ela? —constató con una sonrisa
Abigail.
—Sí, lo pasé muy bien.
—¿José? —Abigail no había dejado de sonreír—. Por lo que se ve, estás en
inferioridad de número. ¿Cuándo nos vas a llevar a Arimatea?
—Quizá cuando las primeras lluvias refresquen el ambiente —respondió
éste con un bostezo—. Ahora hace demasiado calor.
—Los caminos están más transitables ahora que cuando se llenen de fango
a causa de las lluvias —replicó Abigail, que no se daba por vencida.
José observó la plácida expresión que iluminaba el semblante de su tía y
en su mirada advirtió algo distinto, un destello de súplica.
Tenía que acceder. Abigail siempre le había dado todo a manos llenas:
amor, alegría, compasión, comprensión, sin jamás pedirle nada a cambio.
El viaje requería cierta planificación. Las casas de la familia de Arimatea
estaban demasiado llenas para acogerlos. Abigail no representaba ningún
problema; podía dormir en una de las camas de los niños en cualquiera de las
casas.
Sin embargo, para llevar a Ela tenían que ir también Homero y Cloe, ya que
no podían interrumpir las sesiones de masajes y ejercicios. Además, había
que transportar las sillas especiales de Ela, su carro y a Clip, para tirar de él.
Aparte estaban las tiendas, las camas para las tiendas, las alfombras y un
sinfín de cosas más.
—Me siento como un nómada —comentó José a Antíoco—. Haces bien en
no venir, aunque no sé si podré perdonártelo nunca.
—Me expondré a ese nesgo. Pienso quedarme echado debajo de la higuera
e ir comiendo los higos según vayan madurando.
Los higos todavía estaban verdes cuando regresaron todos, salvo Abigail.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Antíoco con inquietud.
—Te lo explicaré más tarde. Ve a decir al profesor de música que Helena
ha vuelto. Ahora hay que descargarlo todo.En Arimatea estaba ya avanzada la
vendimia. Cuando Ela vio a sus primos más jóvenes saltando en la gran tina
llena de uvas, para estrujarlas y extraer el mosto, pareció comprender
plenamente lo que implicaba carecer de fuerza en las piernas.
—No es la misma, Antíoco. Está siempre callada. No se queja, no llora. No
hace nada si no se lo indican. No se me ocurre nada para animarla, excepto,
tal vez, la música.
La música fue un gran consuelo para Ela. Las notas que arrancaba de las
cuerdas del arpa le servían de evasión. Cuando tocaba a solas, su rostro
adquiría un aire soñador y, de vez en cuando, esbozaba una sonrisa. Nadie le
preguntaba qué imaginaba o pensaba en tales momentos. Les bastaba con que
hallara cierta dicha en ellos.
La pequeña hacía prácticamente las mismas cosas que antes. Se sentaba
en el estanque a mirar a los peces, nadaba después de las sesiones de
gimnasia, atendía en las clases de música y conducía a Clip por las calles de
Jericó. Cuando la numerosa gente que la conocía la llamaba, se detenía a
charlar educadamente con ellos, pero ya no era ella quien iniciaba la
conversación, ni con los desconocidos, ni con los conocidos ni con las personas
que vivían con ella en la villa. Además, nunca cantaba. Era como si en su
interior se hubiera apagado algo.
Las primeras lluvias señalaron el final del verano y el comienzo del Año
Nuevo.
También entonces empezó a aflorar a la superficie el verdadero Poncio
Pilatos.
Las monedas fueron la primera manifestación visible. Todo dirigente,
fuera cual fuese su territorio o su rango, acuñaba monedas para que se
utilizaran en sus dominios. Las antiguas no se retiraban del todo: simplemente
se añadían las nuevas, que se iban acuñando según las necesidades. De este
modo, en Judea todavía circulaban monedas de la época del rey Herodes,
muerto hacía treinta años. Otras monedas llevaban las marcas de Arquelao,
de Grato y de los tres procuradores anteriores, cuyo mandato apenas tuvo
una duración significativa. En las ciudades circulaban además monedas de los
otros principados, provincias y países, lo cual exigía la existencia de los
cambistas. La moneda romana era la única que se aceptaba en todas las
regiones del imperio.
A diferencia del estandarte de la legión, las monedas de Pilatos no
llevaban la efigie de Tiberio ni ninguna otra imagen en relieve que pudiera
interpretarse como un ídolo y, por ende, como una violación de la ley de los
judíos. Representaban un bastón y un cazo, algo que parecía perfectamente
inocuo. Sólo los judíos que tenían más mundo yconocimientos sabían que
aquéllos eran los objetos que utilizaba al emperador al ofrecer el sacrificio
ritual a los dioses de Roma.
En Jerusalén había cierto número de hombres de esas características; y
en Jerusalén las noticias corrían con la velocidad del rayo.
Pilatos se encontraba en la ciudad para honrar las fiestas sagradas, como
solían hacer todos los dirigentes romanos en los distintos territorios. Estaba
en un estrado que se hallaba debajo de la galería del palacio, una instalación
gubernamental denominada «el tribunal», donde escuchaba las quejas,
peticiones, demandas civiles y otras cuestiones que guardaban relación con
Jerusalén.
El tribunal daba al agora, la inmensa plaza del mercado de la ciudad alta.
Si bien ésta se hallaba siempre muy concurrida, se fue llenando más a medida
que se propagaba la noticia del carácter ofensivo de las monedas.
Sin mostrar el menor signo de inquietud porque se estuviera concentrando
una turba justo delante de él, Pilatos dictó sentencia en una disputa entre
dos recaudadores de tributos que estaban en desacuerdo sobre la línea de
demarcación de sus respectivos territorios. El primer grito airado surgió
acompañado de una lluvia de las flamantes monedas, arrojada contra Pilatos.
Cuando éstas cayeron a corta distancia, hizo una señal con la mano.
Entonces se evidenció el propósito por el que se había permitido tamaña
congregación de gente en el agora. La multitud gritaba y agitaba los puños,
empujando hacia el tribunal. Mientras tanto, unos hombres que iban vestidos
de judíos sacaron de debajo de los mantos unos contundentes garrotes y
empezaron a golpear a los manifestantes. Los soldados, disfrazados, se
habían colado entre la muchedumbre. En un breve espacio de tiempo llevaron
a cabo sin miramientos su monstruoso trabajo. Los judíos ilesos y los heridos
abandonaron a la carrera el agora, dejando tras de sí a los compatriotas que
yacían en el suelo.
Pilatos ordenó que avanzara el siguiente solicitante que aguardaba en la
fila del tribunal.

Aquél era el estilo de Sejano, convinieron José y Herodes Agripa:


preparación sigilosa, seguida de un fulminante ataque.
Herodes dijo que tal vez dejaría de suplicar a su tío Antipas que le
permitiera acompañarlo a Roma el verano siguiente.
—Eso si es que consigue salir de su patético y diminuto reino —añadió con
una carcajada—. ¿Sabíais, José, que ha ordenado a los galileos que le den el
tratamiento de «rey» Herodes Antipas? Ah, sí, también hay otra razón por la
que tal vez no emprenda el viaje. Está fascinadocon ese salvaje que remoja a
la gente en el Jordán. Espero que Antipas no se vaya a volver religioso. Tal
como andan las cosas, su palacio es ya bastante aburrido. Aunque a mí me
viene de perlas que finja ser tan piadoso en las festividades. Así puedo venir
a Jerusalén, cambiar de decorado y ver a las pocas personas civilizadas que
conozco en esta parte del mundo.
«Naturalmente, vos sois el primero de la lista, José. Y decidme, ¿dónde
está Antíoco? Me gusta tener compañía en la ronda de las tabernas.

José fue a visitar con frecuencia a Abigail durante los ocho días que
mediaban entre el Año Nuevo y el día de la Expiación. Ella era la protagonista
principal de la conspiración que José y Antíoco habían tramado. Barca había
traído dos perros de Belerión, tal como le había pedido Antíoco. Eran un
macho y una hembra. La hembra daría a luz en un plazo de cuatro o cinco
semanas.
Para el quinto cumpleaños de Ela, José esperaba tener cinco cachorrillos
que ofrecerle, uno por cada año que cumplía.
Abigail ejercería de comadrona. Era lo mínimo que podía hacer por la
pobre Ela, decía, ya que había sido idea suya el ir a Arimatea.
—Aunque los dos sabemos, José, que un día u otro tenía que llegar el
momento en que se hiciera realmente cargo del alcance de su parálisis. De
todos modos, lamento haber sido yo el desencadenante.
El día después de la Expiación, José realizó la obligada visita al palacio
para conocer a Poncio Pilatos. Sabía que la carta con el sello de Tiberio le
franquearía la entrada y la audiencia.
Debía dejar a un lado sus opiniones personales y presentarse ante el
procurador romano como un amigo, como un consejero incluso. Aquélla era una
postura necesaria para proteger sus negocios y llegar tal vez, con el tiempo, a
influir en las actuaciones de Pilatos con respecto a los judíos.
Sabía, con todo, que no sería posible modificar su actitud. Siendo una
persona allegada a Sejano, su antisemitismo era seguro. Los primeros meses
que llevaba en el cargo no habían hecho más que confirmar el sello de Sejano.
Pilatos se mostró comedidamente afable. Era un hombre corpulento, con
una incipiente calvicie, nariz fina y labios gruesos, y unos ojos de una rara
tonalidad amarillo pálido que enfocaban a José en el pecho, en lugar de
mirarlo a la cara.
José mantuvo una digna actitud neutral. Rehusó de forma educada la copa
de vino que el procurador le ofreció, al tiempo que pedía si sería posible
tomarla en otra ocasión, cuando viajara a Cesarea.—Será un placer para mí—
dijo Pilatos, sin esforzarse en imprimir un tono de sinceridad a su voz.
—Lo mismo digo —afirmó José—. Si no es demasiado abusar, querría
pediros que hicierais llegar mis más afectuosos saludos al emperador en
vuestro próximo despacho. Y también a su familia, por supuesto. La señora
Antonia y yo somos amigos desde hace más de veinte años.
Ante tal mención, Pilatos lo miró directamente a los ojos. José le
correspondió con una amable mirada y después se inclinó y se despidió.
«Eso te ha llamado la atención, ¿eh, víbora miserable? —pensó con
regocijo José—. Era de prever. Con mis propios ojos he visto que Sejano no
puede con la cuñada de Tiberio.»

60

Al final, en lugar de cinco, nacieron seis cachorrillos, gracias a los cuales


Ela volvió a cantar y a reír. Jugaba con ellos en un gran cercado que Cloe
había preparado entrelazando ramas de sauce y cintas de colores. Ela quería
que los seis durmieran con ella, pero se conformó con tener uno cada noche,
por turnos. Cloe le enseñó a confeccionarles collares con cintas de diferentes
colores para distinguirlos y saber así con cuál le tocaba dormir.
—Y ahora aprenderás a escribir sus nombres en los collares —dijo José—.
Mañana comenzarás las clases con tu tutor.
Estaba decidido a que su hija aprendiera a leer y escribir. Si bien no era
frecuente que las niñas recibieran ese tipo de formación, los libros podían
ser la salvación de Ela. Él recordaba lo maravilloso que le resultó leer la
Odisea de niño y vivir todas y cada una de las aventuras de Ulises. Una niña
obligada a permanecer sentada podía hacer con los libros y la imaginación
muchas cosas que, en otro caso, le serían vetadas. Los cachorros se
convirtieron —con excesiva rapidez— en jóvenes perros. Ela los miraba
correr desde su silla. De todos modos, aún continuaban durmiendo con ella.
Ellos mismos habían memorizado los turnos. José hizo caso omiso de todas las
sugerencias que lanzó Homero para interrumpir aquella costumbre. Después
descubrieron que una de las perritas estaba embarazada.
—Vamos a quedar en inferioridad de número —comentó, riendo, Antíoco—,
y yo pronto voy a empezar a ladrar en lugar de hablar. —Él era quien se
encargaba de entrenar a los perros.—Y pronto la última carnada tendrá edad
para criar —concluyó José—. Es lo que se lleva últimamente.
Homero había anunciado con gran orgullo pocos días antes que él y Cloe
serían padres en verano.

José y Antíoco regresaron en cuanto la flota se hizo a la mar, justo


después del nacimiento de Dafne, la hija de Homero y Cloe.
—Ela cree que tiene un nuevo cachorrillo —les contó Homero—. Le
mortifica que los recién nacidos duerman tanto.
—¿Y las piernas de la pequeña? —Aquello era lo que más preocupaba a
José. ¿Cómo se sentiría Ela cuando viera mover de forma natural las piernas
a la niña?
—Ela le besó los pies —respondió Homero, dando a José un apretón en el
brazo—. «Estoy tan contenta», dijo. Todos sabemos lo valiente que es, José.
Sí, José lo sabía. Aun así, se le hacía insoportable que se tuviera que
poner a prueba una y otra vez su valentía. Había advertido que tocaba el arpa
más a menudo de lo que solía hacerlo en los últimos tiempos.
Ojalá nacieran pronto los cachorros.

Durante la temporada de navegación José recibía una mayor cantidad de


mensajes de sus informantes. Desde Roma le informaron de que Tiberio no
había regresado de Capri ni para visitar una sola vez la capital, y de que el
poder y arrogancia de Sejano iban en aumento día a día. José se estremeció,
alarmado. Tenía otro informe: Antonia no mostraba señales de deterioro en
su salud. Eso lo tranquilizó un poco. El tercer informe exponía algo
descabellado, pero el cuarto lo confirmaba. Herodes Antipas, un hombre gris
e insulso de más de cincuenta años, se había enamorado! Llevaba treinta años
casado con la hija del rey de Nabatea, un matrimonio que constituía una vital
alianza dado que Nabatea limitaba con su territorio de Perea. Pese a ello, se
proponía divorciarse para casarse con la mujer que le había hecho perder la
cabeza.
Lo que resultaba el colmo de lo inverosímil era la identidad de esa mujer.
¡Herodías! La hija de Berenice, hermana de Herodes Agripa y esposa de
Herodes Filipo. Filipo y Antipas eran hermanos; hermanastros, en cualquier
caso. ¿Cómo podía habérsele ocurrido a Antipas algo así? ¿Pretendía que
Herodías se divorciara de Filipo?
José quemó los dos informes. Era mejor destruir toda mención de tan
alocado rumor para que nadie tuviera noticia de ello.
En octubre nacieron cinco cachorrillos y la villa de Jericó se llenóde
alegría. Ese mismo mes, el rey de Nabatea fue a Tiberíades con un
destacamento de soldados y volvió a su país con su hija. José no era, por lo
visto, el único que había oído aquella increíble historia sobre Antipas. El rey
nabateo le había dado, al parecer, crédito.
En noviembre, un barco consiguió a duras penas sortear el azote de las
galernas y llegar a salvo al puerto de Cesarea. En él viajaban He-rodes
Antipas, su nueva esposa Herodías y su hija Salomé.
Stratos, que era quien mantenía al corriente a José de los pormenores de
Cesarea, no le informó de ello hasta al cabo de seis semanas. Para entonces
ya se había enterado de la noticia en una de las reuniones del sanedrín.
Juan Bautista, que había continuado suscitando inquietud durante más de
un año, había dejado de constituir un problema. Se hallaba preso en
Machaerus, la fortaleza que había mandado construir más de cincuenta años
antes en el desierto el rey Herodes, el auténtico rey Herodes, para proteger
su frontera con Nabatea.
Herodes Antipas había encarcelado al Bautista porque éste había dejado
de conminar a la gente a arrepentirse para dedicarse a denunciar con ardor
los pecados de Herodes Antipas y, sobre todo, los de Herodías. Era una
adúltera, clamaba, y de acuerdo con la ley de Moisés debía ser lapidada. Así
exhortaba a los millares de personas a quienes había bautizado a castigar a la
mujer pecadora.
El marido de la pecadora arrestó al Bautista no bien lo hubieron localizado
sus tropas.

Ela, que acababa de cumplir seis años, dio a José un beso, un abrazo y un
tirón de barba.
—Gracias por los seis libros, abba. Aprenderé a leerlos, te lo prometo...
No pongas esa cara de preocupación. De verdad me ha gustado el regalo. —
Ela sonrió—. Tenía miedo de que igual me regalaras seis camellos pequeños o
algo por el estilo. De verdad, abba, tienes que dejar de preocuparte por mí
todo el tiempo. Ya soy una niña mayor. Los regalos no me van a hacer olvidar
mis piernas. Tengo que acordarme, para así encontrar la mejor manera de
arreglármelas sin ellas. —Dio a su padre una palmadita en la mejilla.
»No pienso preocuparme porque tú te preocupes, abba. Así que déjalo ya
de una vez.
Esa primavera Homero había pasado unos nervios ridículos mientras Dafne
comenzaba a dar los primeros pasos. Ela la miraba con curiosidad, para ver
cuánto se tardaba en aprender a andar. Aparte de ello, se tomaba muy en
serio las clases de lectura y escritura. José reaccionó con alivio y alegría al
ver entrar a Herodes Agripa en su casa de Jerusalén durante la semana de
Pascua. No tuvo empacho en reconocerlo delante de él.
—Debería darme vergüenza, Herodes, pero tengo la misma avidez de una
vieja por oír tus habladurías. ¿Qué le ha sucedido a tu tío, y por qué tu
hermana aceptó casarse con él ? Los dos podían prever que provocarían un
escándalo.
Herodes Agripa dio a entender con un ampuloso gesto que él aún no
acababa de creérselo.
—¡Antipas, precisamente, José! No puedo dar crédito a lo que ven mis
ojos. Parece un macho cabrío en celo. La entrada de Herodías en una
habitación le provoca un jadeo de pasión. Y yo que pensaba que era un eunuco
por naturaleza... Es incómodo cenar con ellos, porque está todo el rato
tocándole el trasero, el cuello, o intentando levantarle la falda. Debo admitir
que yo no me pierdo detalle. Es tan extremadamente torpe que se diría que
no ha estado con una mujer en toda su vida.
»Herodías abandonó a Filipo por Antipas por aburrimiento, claro está. Ha
estado aburriéndose como una ostra durante años en esa capital de Filipo,
perdida en medio de la nada. Yo creo que él se habrá quedado descansado con
este desenlace. Ahora ya no tendrá que oírla lamentarse continuamente de lo
mucho que añora Roma.
«Antipas es igual de aburrido y Tiberíades tampoco es el colmo de la
diversión, pero ahora tiene un marido que está dispuesto a complacer todos
sus deseos. No me extrañaría verlos instalados a los dos en Roma en cuestión
de un año. Antipas podría dejarme a mí aquí para recaudar todos los tributos
y enviarle lo que me pida.
—Quedándote con una respetable tajada para ti, seguro.
—¡José! Subestimáis mis talentos. Me quedaré con el doble de lo que envíe
a mi tío. Quizá gaste una parte de las ganancias en mi asombrosa sobrinita.
Ésa es la parte más cómica de todo el melodrama. Herodías está desesperada
por casar a Salomé y alejarla de palacio antes de que el sátiro de su marido
se dé cuenta de que de repente se ha convertido en una mujer cien veces más
atractiva que su madre. Yo me acostaría con ella sin pensármelo dos veces,
pero no quiero quedarme anclado en Galilea con una esposa e hijos. Lo que
deseo es librarme de Sejano y volver al sitio al que pertenezco, a los
burdeles del barrio de Subura, justo detrás del elegante foro de Augusto.
José estaba haciendo cálculos. Herodías debía de tener treinta y cinco o
treinta y seis años. Para él siempre sería la regordeta y risueña niña de tres
años que había viajado a bordo del Fénix. Herodes estaba a punto de cumplir
los cuarenta, y aún pensaba y hablaba como un chiquillo travieso. ¿Qué habría
pensado Berenice de sus hijos de ha-ber vivido para ver el desastroso curso
de sus vidas? Resultaba triste.
Herodes al menos era divertido. José sentía una clara repugnancia por la
Herodías actual. Tenía intención de hacer pronto una visita a Antipas para
tratar algunas cuestiones sobre la factoría de bronce, en la que debía
realizarse alguna reposición de materiales.
«Pero... tal como están las cosas, no pienso ir —resolvió—. El metal puede
esperar.»

—Abba, ¿podrías llevarme de viaje en barco después de la estación seca?


—preguntó Ela con un anhelante brillo en la mirada—. He estado leyendo uno
de los libros que me regalaste. Habla del mar.
—¿Te regalé la Odisea Eres demasiado pequeña para esa clase de libros.
—No. Es la historia de un pez que cantaba unas canciones tan bonitas que
todas las estrellas bajaban del cielo para escucharlo. Tú y Antíoco vais
muchas veces al mar. ¿Me llevarás la próxima vez? Prometo que me portaré
bien. Antíoco me contó que cuando era muy pequeña me llevaste, pero yo no
me acuerdo.
—Lo pensaré.
—Y después dirás que no. Por favor, abba. Ya le he preguntado a Antíoco y
él ha dicho que sí.
«¿Cómo puedo negárselo? —pensó José—. Quizás ha heredado de mí el
amor por el mar.»
—Entonces tendré que decir que sí, supongo —claudicó José.
La sonrisa de Ela fue una recompensa por adelantado de todo el equipaje
que tendrían que acarrear.

Cloe no estaba conforme con dejar a Dafne en Jericó.


—Si podemos hacer el camino con sillas, carritos, perros y un asno, ¿qué
importancia puede tener que llevemos otra niña? O si no, ¿por qué no puedo
quedarme yo aquí con ella? Ela puede vestirse y peinarse sola. Casi nunca me
deja que la ayude a hacerlo.
—Vas a ir porque es tu obligación. La esclava hará cuanto sea necesario
para que nuestra hija esté bien cuidada. José no te compró a esa romana para
que cuidaras de Dafne. Pagó una gran suma de dinero para tener quien
asistiera a su hija.
—También te paga un buen sueldo a ti por atender a su hija. ¿Por qué no
puedes gastar todo el dinero que has ahorrado para comprar mi libertad y
hacer así lo que quiera?
Homero adoraba a su esposa, pero en esos momentos le dieron ganas de
estrangularla. Haciendo gala de una paciencia desmedida, intentó explicarle
que si ella no ocupaba una posición concreta en la casa tendrían que irse a
vivir a un hogar aparte. En una ciudad como Jericó, centro de veraneo de
ricos, les seria imposible costearse una casa. Aunque sus ahorros eran
cuantiosos, no podían considerarse una fortuna.
—Sólo un hombre como José, que posee una fortuna incuantificable, puede
permitirse vivir de la manera como vivimos aquí.
—Ojalá no tuviera tanto dinero —espetó, todavía irritada, Cloe—.
Entonces no podría alquilar tantos carros, animales y conductores para
trasladar a su querida hija y todo su mobiliario, sus animalillos de compañía y
sus criados a donde a ella se le antoje ir. Debe de haber muchísimos niños
tullidos en el mundo que no tienen un padre rico. Ellos se las componen para
vivir de la mejor manera posible, y Ela debería hacer igual.
—No digas esas cosas —atajó Homero al tiempo que le sellaba los labios
con la mano—. ¿No has visto la expresión de Ela cuando mira a Dafne dando
sus pasitos? Aunque no dice nada, su dolor es mayor del que hayamos podido
sentir nosotros o de lo que seamos capaces de imaginar. Supon que fuera
Dafne quien tuviera las piernas paralizadas. ¿Dirías lo mismo de ella?
Esa vez fue Cloe quien le tapó la boca. Estuvieron mirándose durante
varios minutos, acallando al otro para impedir que dijera algo peor.
Después Homero tomó a Cloe entre sus brazos y la mantuvo abrazada
mientras derramaba amargas lágrimas de remordimiento.
Ninguno de los dos sabía que Ela estaba cerca y lo había oído todo. La
pequeña también se tapaba la boca con las manos, para que no escapara de
ella ninguna manifestación del terrible dolor y desesperación que le sacudía el
cuerpo.
Al día siguiente preguntó a José si Dafne era también una esclava.
—Antíoco me dijo que cuando una esclava tiene un hijo, éste pertenece a
su amo.
—Pero Cloe no es una esclava, Ela. Yo compré su libertad, no sus servicios.
Pago a Homero una cantidad por el trabajo de los dos, porque él es su marido
y los maridos controlan siempre el dinero de sus esposas.
Ela dudaba que Homero supiera que Cloe era libre. De todos modos,
descartó preguntárselo, porque entonces él podría deducir que había
escuchado su conversación.
—Abba, preferiría que Cloe no viniera al mar con nosotros. Siempre se
empeña en cepillarme el pelo y hacerme trenzas, y yo prefiero peinarme sola.
—Necesitas que te ayude a vestirte, Ela.
—¡No! Tengo más de seis años y medio y siempre me visto y me desvisto
sola. Ella solamente me acerca la ropa y se la lleva. Cualquiera puede hacer
eso, incluso tú.
—¿Estás segura?
—Segurísima. Me gusta valerme por mí misma.
José no acababa de estar convencido, pero ante la vehemencia de Ela,
optó por acceder a sus deseos.

El patio de la villa estaba lleno de carros. Los asnos aguardaban a un lado,


listos para ser enganchados. De la casa salía una continua hilera de esclavos
cargados con enseres, y por doquier se oía el ladrido de los perros.
Herodes Agripa, tambaleante y cubierto de polvo, se abrió paso entre el
trasiego con los brazos extendidos.
—¡José! —llamó con voz ronca—. ¡José! ¡José!
Herodes Agripa permanecía tumbado en un diván, exhausto, temblando de
miedo y horror. José le ponía una mano en los hombros para calmarlo cuando
se agudizaba el temblor o su voz alcanzaba un tono rayano en la histeria.
Lo que contaba era verdaderamente horripilante.
Durante meses, el rey Aretas había estado mandando pequeñas bandas de
jinetes árabes armados al otro lado de la frontera de Nabatea, a las rocosas
mesetas y valles desérticos de Perea, el exiguo principado de Antipas.
Realizaban rápidas incursiones de tanteo en las aldeas que se hallaban
diseminadas por la región, sin apenas causar estragos. Considerando que las
incursiones eran sólo insignificantes estallidos de enojo de su antiguo suegro,
Antipas se limitaba a enviar escritos formales de protesta.
No obstante, cuando Aretas comenzó a reunir un ejército, Antipas pasó
de inmediato a la acción. Mandó dos legiones con el fin de reforzar la
fortaleza fronteriza de Machaerus y decidió ponerse al frente del resto de
sus tropas, realizando un alarde de fuerza para intimidar a Aretas y
tranquilizar a las gentes de la zona. Era imprescindible demostrar que no le
impresionaban las incursiones de Aretas ni su ejército. Por ello partió
acompañado de su familia, sus consejeros principales, sus músicos, cocineros
y treinta camellos que iban cargados con vinos y exquisitos manjares
importados. Invitó a los personajes destacados de la región a un gran
banquete en los lujosos aposentos privados de la fortaleza.
La caravana causaba asombro por donde pasaba. Antipas pretendía
intimidar a Aretas con su riqueza y magnificencia. La reina Herodías viajaba
con él en una gran litera cubierta que cargaban a hombros dieciocho nubios
adornados con collares, brazaletes y aros en los tobillos, todos de oro macizo.
Buena parte del viaje discurrió en las orillas del río Jordán, donde se
produjeron varios desagradables incidentes. Algunos grupos de personas
arrojaban desde lejos piedras a la litera, dirigiendo insultos a la pareja real,
y en especial a Herodías. «Adúltera» era su preferido, seguido de «ramera».
Al banquete asistieron, por supuesto, sólo hombres. Antipas estaba
repantingado en su diván de seda, en el centro de la mesa, animando a sus
invitados a que comieran, bebieran y se divirtieran. Había músicos, acróbatas
y malabaristas. El espectáculo final y que más entusiasmo suscitó fue el de
las bailarinas, que salieron vestidas a la usanza árabe, con gasas y velos
transparentes en la cara. Se trataba de un calculado y sutil insulto al rey
árabe de Nabatea, que los invitados de Antipas aprobaron con ruidosas
exclamaciones. La erótica danza fue acelerando su enardecedor estímulo,
ciñéndose al insistente retumbar de los tambores.
Entonces, de repente, los tambores callaron. Su eco aún resonaba en las
desnudas paredes de piedra de la gran sala. Las bailarinas se tumbaron boca
abajo. Los invitados —y el propio Antipas— se miraban unos a otros,
desconcertados.
Luego comenzó a sonar una flauta y una bailarina avanzó lentamente hasta
situarse frente a la mesa. Era Salomé, la hija de Herodías. Tenía sólo catorce
años y poseía la inocencia de la niñez, la sensualidad aún encubierta de una
mujer y un voluptuoso cuerpo virginal recién desarrollado que se atisbaba con
todo su poder de seducción bajo las vaporosas sedas.
Aun cuando no bailara tan bien como las mujeres que la habían precedido,
la espontaneidad de Salomé resultaba mil veces más excitante, debido a su
juventud e inocencia.
Cuando acabó, se produjo un silencio mucho más expresivo que el más
ensordecedor de los aplausos. La muchacha corrió a situarse de rodillas junto
al diván de Antipas.
—¿Os ha parecido bien? —susurró—. Madre ha dicho que os gustaría.
Lo miraba con sus enormes ojos oscuros y los largos cabellos sueltos
adheridos a la piel, sudorosa por el esfuerzo realizado. Antipas le apartó una
fina mecha de la frente y la echó atrás, sujetándola en la oreja.
—Me ha preguntado si ha sido agradable su baile —explicó a los
invitados.Al oír las ruidosas y delirantes exclamaciones de aprobación, Sa-
lomé se echó a temblar.
—Has estado magnífica, querida hija —dijo Antipas. Con su mano cargada
de anillos, le acarició el suave cuello palpitante—. Deseo recompensarte. Pide
lo que quieras y te lo concederé, incluso la mitad de mi reino.
Los invitados aplaudieron la extravagante y grandilocuente oferta de
Antipas.
Salomé miró hacia la puerta que había en el rincón de la sala. Estaba
ligeramente abierta. Desde el otro lado, Herodías hizo una señal a su hija y
ésta se apresuró a correr a su encuentro.
Herodes Agripa se incorporó y agarró con crispación el manto de José.
—Entonces la puerta se abrió de par en par —siguió explicando—, y
Herodías apareció cargada de joyas, tocada con una voluminosa corona.
Avanzó hasta situarse delante de Antipas y tomó la palabra.
»"La cabeza de ese Juan que bautizaba en el Jordán, eso es lo que quiere
mi hija. ¿No es así, Salomé? ¡Quieres que maten al hombre que injurió a tu
madre, para vengarla!" Cerró la mano como una tenaza en el brazo de Salomé
y ésta asintió.
«Entonces Herodías clavó la mirada en Antipas. "Delante de tus invitados
le has ofrecido a Salomé lo que ella quisiera, incluso la mitad de tu reino.
¿Vas ahora a desdecirte, Herodes Antipas?" Éste negó con la cabeza.
»Mi hermana se rió de él, José. Nunca olvidaré el sonido de esa risa. Se
mofó de su marido, le preguntó si la cabeza de un prisionero de las
mazmorras era más valiosa que la mitad de su reino.
»Yo no podía creer lo que estaba ocurriendo. Salomé se echó a llorar.
Herodías la tomó por los hombros. "Dile a tu rey, a tu nuevo padre, que eso es
lo que quieres, Salomé. Que traigan al salón de banquetes la cabeza
cercenada del Bautista, servida en bandeja como plato final de la cena.
Díselo."
»"Eso es lo que deseo", dijo Salomé.
»José, yo sentía la necesidad de irme, de sustraerme a todo aquello. Pero
las piernas no me obedecían. Creo que a los demás les pasaba lo mismo.
»Herodías ordenó a los músicos que siguieran tocando. "Obedeced a
vuestro amo —espetó a los guardias de Antipas, que se hallaban apostados
detrás de su diván—. Dales la orden, Antipas. Dásela."
«Antipas dio la orden —continuó, con voz y pulso temblorosos, Herodes
Agripa—. La música sonó durante unos minutos interminables y de pronto
cesó con un sonido agónico, cuando entraron los guardias. Llevaban un tablón
de madera. En el centro había una gran bandeja dorada y, encima, la
espantosa cabeza. El cabello se desparramaba por los lados. La sangre, aún
caliente, goteaba sobre el suelo de mármol.
»A mi alrededor, con cara de repugnancia y estupor, los invitados se
levantaban para huir de aquella escena monstruosa. Yo logré escapar de allí,
perseguido por un sonido: las carcajadas de Herodías.
»Mi hermana, José, a la que he querido desde niño. ¿Cómo voy a vivir con
esa risa?
—¿Cómo llegaste hasta aquí, Herodes Agripa?
José adoptó de forma intencionada un tono impasible, como si estuviera
hablando de la ruta de un barco. Había demasiada emoción en el ambiente, en
sí mismo y en Herodes.
—Robé un camello y me hice un palo con la rama de un arbusto. Cabalgué
toda la noche, pegando a la bestia e interpelando a gritos a las estrellas.
—Calma... calma. Ya ha pasado. Deja de darle vueltas. ¿Qué vas a hacer?
—¿Acaso puedo planteármelo? Voy a tener que huir. —José aumentó la
presión que su mano ejercía en el hombro de Herodes, al notar la creciente
exasperación de éste.
—Aún no estás en condiciones de pensar. Pero yo sí. Escucha bien lo que te
voy a decir. No huirás. Sería peligroso. Esos otros hombres, ¿quiénes son?
Personajes de poca monta de pequeñas localidades remotas; unos cuantos
músicos; unas cuantas bailarinas... Ellos no se atreverían a divulgar un acto
semejante cometido por su rey y, si lo hicieran, nadie les creería.
»Tú, en cambio, eres el sobrino del rey, el hermano de la reina. La gente
te creería. Tiberio te creería. Antipas no puede permitírselo, no puede
dejarte escapar.
»Éste es el plan que vamos a seguir. Escribirás una breve carta a Antipas,
diciéndole que cuando se iban los invitados te quedaste atrapado en medio de
ellos y fuiste arrastrado afuera. Como hacía una noche hermosa y había un
camello disponible, decidiste correr la aventura de atravesar el desierto bajo
las estrellas. Cuando se hizo de día, estabas muy cansado y te habías alejado
demasiado de la fortaleza para desandar el camino en pleno calor del día, de
modo que viniste a Jericó. Sabías, porque yo te lo había dicho en Jerusalén,
que tenía intención de ir a Tiberíades, y resolviste hacer el trayecto conmigo.
»Antipas sabrá que mientes, pero también sabrá que no has huido, que
estás aquí conmigo. No le cabrá duda de que yo no te permitiría propagar
rumores que pudieran perjudicarlo, porque él y yo somos socios en un
ventajoso negocio.
—Los negocios son más importantes que un asesinato, ¿no es eso? —
replicó Herodes al tiempo que se apartaba bruscamente de José.
—No seas niño, Herodes Agripa. Eres demasiado mayor y demasiado
inteligente para mantener esa actitud. Te traeré papel y tinta. Después
tomaré las disposiciones necesarias para la partida. Cuanto antes nos
pongamos en camino, mejor.
—¿José? ¿De veras vais a acompañarme a Tiberíades?
—Es necesario. Escribe exactamente lo que te he dicho. Después, si hay
tiempo, puedes darte un baño. Antíoco te afeitará. Me gusta viajar en
compañía de personas respetables.

61

La ruta que tomó José para ir a Tiberíades suponía dar un rodeo, pero
transcurría por un terreno menos árido, teñido de verdor. Además, en el
camino había pequeñas ciudades que disponían de excelentes
establecimientos para viajeros y que se hallaban a una conveniente distancia
unas de otra los tramos podían cubrirse en cómodas jornadas. El factor
decisivo que lo había llevado a decantarse por aquel itinerario era que
aquellas localidades conformaban el grupo de ciudades conocido con el
nombre de Decápolis. Estaban sometidas al control directo de Roma y, dado
que su población era mayoritariamente gentil, en ellas no suscitaría el menor
interés la mención de la muerte del Bautista.
La comitiva no penetró en el territorio de Antipas hasta el quinto día,
cuando llegaron al mar de Galilea, a unas diez millas al sur de Tiberíades.
—¿Es eso el mar, abba? —Ela aplaudió al contemplar el azul intenso de las
aguas.
—Lo llaman mar, pero comparado con el auténtico mar no es más que una
taza de agua. Aunque también habrá cosas interesantes aquí. Podemos
alquilar un barco, y dentro de unos días iremos a la hermosa ciudad de
mármol que se encuentra al lado del verdadero mar.
En lo que a él respectaba, José tenía la confianza de poder liquidar los
asuntos que le habían llevado a Tiberíades en cuestión de poco tiempo.
Contaba con muchos años de experiencia a sus espaldas, en los que se había
visto obligado a tratar con personas casi tan repugnantes como Herodías, y
sabía mantener a raya sus emociones. Le preocupaba, con todo, la estabilidad
de Herodes Agripa. Cumpliendo las recomendaciones de José, en todas las
ciudades de la Decápolis donde habían pernoctado Antíoco se había llevado a
Herodes a hacer una ronda de reconocimiento de las vinaterías, tabernas,
salas de juegos y toda suerte de locales de diversión. Filadelfia... Gerasa...
Pela... Gadara... entre todas habían contribuido a devolver a Herodes su ha-
bitual despreocupación y buen humor. En Tiberíades le tocaría fingir que no
había pasado nada, que todo era normal.
La ciudad que Antipas había construido a orillas del mar contaba con una
lujuriante vegetación de palmeras y flores y una gran profusión de fuentes.
Junto al mar había un amplio paseo. A Salomé le encantaba ir allí con Ela, en
el carro tirado por Clip. A menudo se paraban para comprar dulces y
bagatelas a los buhoneros y exponer la cara a la fresca brisa marina. Salomé
parecía feliz de volver a ser una niña, en compañía de otra niña.
Homero se quejaba de que las sesiones de ejercicio de Ela se habían visto
reducidas durante las jornadas del viaje y que ahora que disponía del tiempo
necesario Salomé siempre estaba presente, charlando como una cotorra con
Ela.-
Nos quedaremos poco tiempo aquí, le prometió José.
Lo mismo había dicho a Antíoco, aunque no como promesa sino en señal de
aviso. El gálata se había ido por su cuenta a recorrer los pueblos ribereños de
pescadores.
—Y nada de tabernas —afirmó con vehemencia—. Mi propósito es
embriagarme de aire puro y no de vino agrio. Serán pocos días, pero necesito
estar un tiempo alejado de Herodes Agripa.
Habían llegado el viernes por la tarde. José tenía la firme sospecha de
que su presencia en el palacio era la causa de que Antipas observara con
tanta devoción el descanso del sabbath, pero no le importaba. El sabbath
siempre le servía para renovar energías, y estaba cansado. Viajar con una
caravana de equipaje era muy distinto a viajar con una montura, o
simplemente a pie.
Reparó en la preponderancia de canas que mostraba su barba. «Tal vez
tengan alguna relación con tu cumpleaños», se dijo a sí mismo. Aunque no lo
había mencionado a nadie, en una de las ciudades de la Decápolis había
cumplido los sesenta años.
El domingo José y Antipas trataron las cuestiones relativas a los hornos
de fundición de bronce de Chipre.
Al día siguiente, el escriba de Antipas preparó dos copias del nuevo
acuerdo a que habían llegado para la ejecución de las reformas. José y
Antipas correrían con los gastos a partes iguales. José se encargaría de
organizar a los obreros y supervisar su trabajo.
Todo se había desarrollado con rapidez, sin contratiempos. José se sentía
aliviado y contento. Había dejado zanjados aquellos asuntos,que tarde o
temprano habría tenido que atender. Su aprensión había resultado infundada.
Herodías se había mantenido discretamente al margen y sólo se había
presentado para saludarlo educadamente, mostrando una casi convincente
satisfacción por su visita. Herodes Agripa se había refugiado en las
supuestas obligaciones de su cargo. Durante la cena, José y los dos Herodes
mantuvieron una conversación bastante fluida en la que salieron a colación
personas y lugares conocidos. El tema favorito de José era César Augusto,
pero los otros dos estaban más interesados por el rey Herodes, el padre y el
abuelo al que apenas habían conocido.
José no tuvo inconveniente en prodigar anécdotas ni en reírse, de paso, de
sí mismo. Hacerse viejo tenía sus ventajas: un nutrido bagaje de recuerdos y
el distancimiento necesario para recordar los propios disparates con ciertas
dosis de cariño.
Antíoco regresó el cuarto día, antes de la cena. Así pues, ya podían partir
al día siguiente. Cesarea quedaba a menos de cuarenta millas que, salvo
imprevistos, podrían cubrir en una sola jornada.
José estaba resuelto a que así fuera. Todavía disponía de suficientes días
de buen tiempo para ir a Chipre, iniciar las obras de reforma y volver a
Cesarea antes de las primeras tormentas.
Ela podría ver cómo era el verdadero mar.

Las despedidas fueron breves y como además los soldados de Antipas


ayudaron a enganchar los carros, la comitiva de José se puso en marcha
cuando aún no arreciaba el calor. Una fina llovizna había asentado el polvo del
camino. Las condiciones eran perfectas.
José y Antíoco cabalgaban juntos a la cabeza, sumidos en un amigable
silencio. Al cabo de un rato Antíoco comenzó a reír entre dientes.
—Es curioso que Herodes Agripa parezca tan encantador en el recuerdo,
cuando en persona resulta tan irritante a veces.
—¿Cuánto dinero te sacó? —preguntó José, riendo también.
—Cien sestercios. ¿Ya vos?
—Mil.
Los dos rieron con gusto a expensas del otro.
—¿Cómo han ido las cosas con Antipas? —se interesó Antíoco.
—Mucho mejor de lo que esperaba. Volviste en el momento más oportuno.
Podría haber cambiado de parecer sobre algunos puntos si hubiera tenido
más tiempo para pensar.
»¿Han sido de tu agrado los pueblos de pescadores, y todo ese aire puro
que anhelabas?
—La verdad es que me topé con una buena cosecha de vino de la zona. La
flota pesquera tenía su interés. Un día fui a pescar con unoshombres. El agua
tiene un color fantástico en el centro del lago. —Antíoco titubeó un instante
—. José, mucha gente hablaba de un curandero de la región. Dicen que...
—Ya basta de curanderos, Antíoco —atajó José—. Quisiste probar con
ese mago de Gaza, ¿recuerdas? Embaucadores, eso es lo que son esos
milagreros. Si te fijas, nunca se quedan en el mismo sitio, porque tienen que
huir de la gente a la que han estafado.
—De acuerdo. Dejad ya de sacar fuego por la boca; no diré una palabra
más. Parece que el terreno se pone un poco feo. ¿Traigo a los perros delante?
Los bandidos galileos se esconden en las colinas, y no hay nada que atraiga
más los ataques que los viajeros ricos.
—Los conductores tienen garrotes y espadas. No creo que haya peligro a
tan corta distancia de la ciudad. Cuando paremos a comer, podríamos
reagruparnos.
Llevaban poco más de dos horas de marcha cuando vieron una
aglomeración al frente. Eran personas con aspecto de campesinos, que
discutían y gritaban, sin moverse, obstaculizando el paso.
—¿Qué es esto? —gruñó José al tiempo que desmontaba—. Tendremos
que despejar el camino para que puedan pasar los carros.
Antíoco bajó también del caballo.
—Dejad libre el paso —vociferó.
Nadie le hizo el menor caso. Todos gritaban a una mujer que blandía un
bastón con el que mantenía a raya a todo aquel que intentaba acercársele.
Situada entre dos voluminosas rocas, interceptaba la entrada a un sendero
que discurría por la falda de la colina.
—Dejad para más tarde la discusión con esa loca —ordenó José a los dos
hombres que tenía más cerca. Hizo ademán de apartarlos—. Si no dejáis libre
el camino, soltaré mis perros.
—¿Tenéis perros? —preguntó uno de los hombres—. Echádselos a ella. Él
está allá arriba, ¿sabéis? —Señaló a lo alto de la colina—. No quiere dejarnos
llegar hasta él.
Antíoco agarró al hombre y lo apartó de José.
—Nada ganaréis obstruyendo el camino. Dad un rodeo. Nosotros tenemos
que pasar. Si esas personas son amigos vuestros, advertidles que voy a buscar
los perros.
—Yo he venido desde Damasco —dijo el hombre—. No habrá mujer ni
perro que me impidan ver a Jesús de Nazaret.
José se volvió con enojo para apaciguar a los caballos.
—Ve a por los perros, Antíoco —ordenó.
Antíoco ya se dirigía a la carrera hacia donde se habían detenido los
carros y la litera que transportaba a Ela. José se volvió de nuevo hacia la
multitud, para avisar.
—¡Perros! —gritó—. Apartaos del camino o saldréis malparados.No quería
tener que azuzar los perros contra esa gente. Podían provocar una carnicería.
Los mantendría sujetos con las correas, para que al verlos se convencieran de
lo que eran capaces.
Entonces vio a Antíoco. Llevaba a Ela en brazos y ésta se aferraba con
actitud temerosa a su cuello. Corría con largas zancadas, tan rápido como el
más veloz de los caballos.
—¿Qué haces? —preguntó José, encaminándose hacia ellos.
Sin hacerle ningún caso, Antíoco hundió la cabeza entre los hombros y,
utilizándola como ariete, se abrió paso hacia la mujer que llevaba el bastón.
Ésta lo levantó, dispuesta a descargarlo contra su cabeza. Ela exhaló un
grito, y también Antíoco.
—Esta niña no puede andar. Dejad que la vea Jesús.
—Está cansado —contestó la mujer, sin dejar de aferrar el bastón—. Él
también se cansa, igual que cualquier hombre. Está allá arriba desde el
amanecer, y no cesa de venir gente. Tiene que reposar.
—Por favor —imploró Antíoco, llorando—. Por favor. —Alargó los brazos
para enseñarle a Ela—. Nunca ha podido tenerse en pie. Sus piernas están
paralizadas desde que nació. Es un niña muy buena, muy valiente.
Ela se agarró aún con más fuerza al cuello de Antíoco, asustada por la
vehemencia que empleaba éste.
—No tengas miedo —dijo la mujer, con una sonrisa—. No le daré un
bastonazo, para que no te caigas. —Su cambio de actitud fue tan radical
como la aparición de un rayo de sol entre sombríos nubarrones—. Él siente un
amor especial por los niños —dijo—. Pasad y subid.
Desde el otro extremo de la muchedumbre, José los llamaba, frenético:
«¡Ela!», «¡Antíoco!», «¡Ela!»...
Entonces vio cómo ascendían por el serpenteante sendero bordeado de
grandes cantos rodados, y advirtió la mirada atemorizada de Ela por encima
del hombro de Antíoco.
José no sabía nada: ni de qué tenía miedo Ela, ni por qué hacía Antíoco
aquello, ni si ya había soltado alguien a los perros. Sólo sabía que la hija de
Sara, su hija, estaba asustada, y que tenía que acudir junto a ella.
Volvió a ser el joven José, el marinero en lugar del propietario de barcos,
y el camino se convirtió en un callejón portuario. Con los puños y las uñas, a
codazos, rodillazos y puntapiés se abrió paso entre el gentío que se
interponían entre él y su hija.
Recibió un tremendo golpe en la garganta, pero siguió avanzando. Alguien
le puso la zancadilla, y cayó al suelo. Enseguida se incorporó de rodillas, y
descargó puñetazos contra todo cuanto le impidiera reunirse con Ela. El
último obstáculo con el que topó fue el bastón de la mujer.—No —dijo ésta. —
Sí —contestó él.
Agarró el bastón con ambas manos e iniciaron un forcejeo. —¡Abba! ¡Abba!
—Era la voz de Ela. José miró en derredor, buscando la figura de Antíoco. —
¡Abba!
Orientó la mirada, guiado por el sonido. —¡Abba!
Ella reía. Y estaba corriendo. Bajaba corriendo por la ladera de la colina.

62

—¡Ela!
José soltó el bastón y alargó los brazos hacia su hijita. La mujer se hizo a
un lado.
—Vosotros, ya podéis iros —gritó—. No tiene sentido que os quedéis aquí.
Jesús se ha ido. —Luego dio la espalda a la multitud, que reaccionó lanzándole
toda clase de maldiciones, para observar al padre y a la hija.
José comenzó a andar precipitadamente y cayó. Había resultado herido en
su accidentado avance hasta el pie del sendero, pero no se había dado cuenta.
Ni siquiera entonces tenía conciencia de sus múltiples contusiones ni de la
sangre que manaba de un corte que presentaba cerca del ojo. Trató de
levantarse, pero no fue necesario. Ela lo alcanzó cuando aún estaba de
rodillas y le echó los brazos al cuello para abrazarlo. Al verle la cara, se
quedó quieta.
—Abba, te has hecho daño.
—No importa, cariño. Tú estás bien.
—¿No es fantástico? —Ela soltó a José y se puso a corretear delante de
él.
—Una maravilla —murmuró José—. Un milagro. —Miró a su radiante hijita,
con el corazón demasiado henchido de emoción para pensar.
Antíoco bajaba a toda prisa por el sendero, igual de aturdido que José.
Sólo Ela y la mujer del bastón parecían conservar la capacidad de habla y
raciocinio.
—¿Adonde os dirigíais? —preguntó la mujer.—A la costa, a Cesarea.
—Hoy ya no os va a dar tiempo a llegar. Aunque sí podríais ir a Séforis.
¿Quién está al mando de vuestra comitiva? —preguntó al tiempo que señalaba
la hilera de carros que se aproximaba y despejaba el camino.
—Mi abba —respondió Ela—. Pero él se ha hecho daño. Será mejor que
vaya a buscar a Homero. Él ayudará a abba.
—Quien quiera que sea ese Homero, vale más que hable yo con él antes de
que te vea —observó, sonriendo, la mujer—. Tú espera aquí con tu amigo y tu
abba. ¿Cómo te llamas?
—Ela.
—Yo me llamo María, Ela. Ahora iré a hablar con Homero y le diré que
venga. —Miró a José. Antíoco hablaba con él, con gran profusión de gestos—.
Ese otro tampoco va a servir de gran cosa durante un rato. Toma esto. —
Tendió su bastón a Ela—. Tu abba necesitará apoyarse en algo para caminar.
Baila un poco para que yo te vea antes de irme.
Ela no se hizo de rogar. María la observó, sonriente.
—Adiós, Ela —se despidió mientras se alejaba.
—Adiós, María. Gracias por el bastón. —Ela había plantado el cayado en el
suelo y daba vueltas a su alrededor.

Antíoco explicó el acontecimiento una y otra vez. No se cansaba nunca de


contarlo.
—Ela se agarraba con fuerza a mi cuello porque, como iba corriendo, tenía
que aguantar muchas sacudidas. Cuando llegué arriba, estaba sin resuello. Vi
al hombre, que se alejaba por la otra ladera y apenas me quedó aire para
gritar: «Esperad. Ayudadme.» Entonces se volvió. Era Jesús.
»Ela había parado de llorar. Jesús le preguntó: "¿Tienes miedo?", y ella
contestó: "No. Estoy muy bien." Entonces Jesús me miró a mí. "Dejadla en el
suelo", dijo. Yo comencé a encorvarme, pero él dijo: "No. Ponedla de pie." Así
lo hice, y ella se sostuvo por sí sola.
»Se miró los pies, después las piernas y luego miró a Jesús. Entonces
levantó los brazos y comenzó a saltar y a bailar. Reía, y él reía con ella.
Después se fue con los otros, pendiente abajo.
En Arimatea todos estaban maravillados por el milagro, pues allí fue
adonde se dirigieron, después de Séforis.
—Este año no podremos ir al mar —comunicó José a Ela en tono de
disculpa.Tenía un esguince en la pierna y no podría dirigir las maniobras del
barco. Ela afirmó que no le importaba, que aún tenía más ganas de ir a
Arimatea que al mar, para bailar encima de las uvas.
Ese año era demasiado tarde, porque ya había pasado la época de la
vendimia, le explicó José. Tendrían que esperar también al verano siguiente
para eso.
No importaba, le aseguró Ela. De todos modos disfrutaría corriendo y
jugando con sus primos.
Y así fue. En la alquería había más de una docena de niños. Amos, el
hermano de José, tenía ocho nietos, y Caleb, cinco. En realidad tenían más,
pero no se encontraban en la alquería, ya que sus hijas se habían trasladado a
vivir con sus maridos a otras localidades.
Había tres casas para seis familias. José se puso de inmediato manos a la
obra para remediar aquella estrechez de espacio. Aunque ya no era el dueño,
hizo valer su derecho ancestral para introducir mejoras. En cuestión de una
semana se habían iniciado las obras para la ampliación de las casas ya
existentes y la construcción de otras cuatro más, la mayor de las cuales se
reservaba para sí. Si Ela deseaba visitar a sus primos, él se ocuparía de que
dispusiera de todas las comodidades a las que estaba acostumbrada.
Amos rezongaba, aunque sólo en presencia de su esposa Raquel. Ni él ni
nadie era tan despiadado para decir a José algo que pudiera ensombrecer su
radiante dicha.
Raquel, que era una mujer sensata, aconsejó a Amos que se concentrara en
las labores del campo, argumentando que, por su parte, se quedaría
descansada de no tener a Josué, a su esposa y a sus hijos viviendo en su casa.
—No hay forma —dijo— de convencer a esa muchacha para que no ponga
tanta cebolla en todo lo que guisa. —Se refería, naturalmente, a su nuera.
Cuando ya las obras estaban encarriladas, José partió hacia Jerusalén y
Jericó antes de que los caminos quedaran intransitables a causa de los
aguaceros. Tenía que ir en una litera, con la pierna inmovilizada sobre un
cojín. Ela viajaba a su lado algunos ratos, contándole animadamente lo que
había hecho con sus primos. En general prefería, sin embargo, caminar —o
correr, o bailar— junto a la litera o cabalgar a lomos de un caballo o un asno.
Homero no la perdía de vista ni un minuto. Estaba rebosante de alegría,
como todos, por su curación. No obstante, también le preocupaba que no
tuviera suficiente resistencia en las piernas y sufriera un accidente. Sería un
alivio para él, confesó a José, llegar a Jericó e iniciar una tanda regular de
ejercicios con Ela para fortalecerle la musculatura.Tenía, asimismo, otros
propósitos que no confió a José. En cuanto tuviera la certidumbre de que Ela
ya no lo necesitaba, compraría la libertad de Cloe y la llevaría a Grecia, la
patria de ambos, donde quería que se criaran Dafne y sus futuros hijos.
Antíoco no los acompañó en el viaje. José le había dado autorización para
retirar una gran cantidad de oro de la cámara acorazada de Stratos, en
Cesarea. Después debía localizar a Jesús y entregárselo.
—No hay bastantes riquezas en el mundo —dijo José— para pagar por la
curación de Ela. Dile que le daré cuanto quiera, si está en mis manos
procurárselo.
Las sesiones de ejercicio de Ela se convirtieron enseguida en algo
parecido al juego. Homero le enseñó a mover las piernas para nadar, después
para «bailar» en el agua y a continuación a dar volteretas hacia delante y
hacia atrás, completamente sumergida. A ello siguieron, lógicamente, vueltas
de campana en el aire, amortiguadas en la hierba, y después saltos laterales y
diversas piruetas gimnásticas.
La niña descubría con entusiasmo las posibilidades de su cuerpo. Homero
observaba con alegría sus rápidos progresos, no sólo por lo que
representaban para ella, sino también para él y Cloe.
José a veces no soportaba mirar las cabriolas que realizaba Ela, pues le
parecían demasiado peligrosas. En circunstancias normales era, con todo, un
regalo para su vista verla simplemente de pie o caminando.
Algunas noches se despertaba aterrorizado, pensando que tal vez había
soñado aquella curación. Entonces, con el sigilo propio de un ladrón, iba a su
habitación y le tocaba la planta del pie. Al comprobar que ella lo apartaba de
forma automática, José daba gracias a Dios.
También le daba gracias ofreciéndole sacrificios en el templo. Había
dispuesto que realizaran la ofrenda diana de un cordero e incienso, tanto si él
se hallaba presente como si no. Valiéndose de su influencia como miembro del
sanedrín, consiguió pagar a los músicos para que tocaran una melodía especial
durante cada sacrificio. Ela amaba la música.
El sanedrín se estaba convirtiendo cada vez más en un lugar de reunión
donde cada cual ventilaba y discutía sus preocupaciones. La ejecución de Juan
Bautista había pasado a ser de dominio público, y si bien no se habían
propagado los detalles de las macabras circunstancias en que se había
producido, todo el mundo la achacaba a la influencia de Herodías sobre su
marido.
Los seguidores de Juan Bautista divulgaban su mensaje por todo el país:
se acercaba el día del juicio y el advenimiento del Mesías. Algunos de los
partidarios del Bautista no se limitaban a esperar y, como él, estaban
dispuestos a sufrir martirio por sus creencias. Se decía que, en Galilea,
Herodes Antipas prescindía de los juicios y eran frecuentes las ejecuciones
sumarias que se llevaban a cabo en secreto.
Poncio Pilatos también se estaba volviendo más brutal y peligroso. Todo
aquel que profetizara la caída de Roma a manos de un inminente mesías era
considerado un criminal, un enemigo del imperio y de su representante. Nadie
sabía cuántos hombres habían sido ejecutados ni cuántos permanecían
encarcelados en las fortalezas de Judea que controlaba Pilatos.
En una de las reuniones un juez sacó a colación un nuevo nombre, el de
Jesús de Nazaret.
—Algunos dicen —comentó— que ese Jesús es la reencarnación de Juan
Bautista. Antipas le tiene miedo.
—Yo poseo un conocimiento personal de ese hombre —explicó José—. Es
un gran curandero. Él sanó a mi hija. Mi criado me contó lo que había
averiguado de ese galileo. Ha curado a ciegos, leprosos y cojos. Eso es lo que
hace. No se dedica a bautizar y predicar la llegada del día del juicio.
—¿Dónde puedo encontrarlo? —preguntó con vivo interés otro juez—. Mi
esposa comienza a perder la vista.
—A mí me ha sido imposible localizarlo —contestó José—. Bueno, en
realidad eso le ocurrió a mi criado. Lo envié para que le entregara una
recompensa por la curación de mi hija. Pero ese Jesús se desplaza de un sitio
a otro, sin atenerse a ningún itinerario concreto. Mi criado oyó que estaba en
Tiro. Cuando llegó a Tiro, le dijeron que se había ido a Sidón. En Sidón le
dijeron que se hallaba en Decápolis, y así sucesivamente.
José levantó el cayado que tenía junto a su sillón.
—A mí también me gustaría encontrarlo. Esta rodilla mía no hace más que
recordarme que soy un viejo achacoso, incapaz de subir y bajar escaleras sin
un bastón.
Otros jueces enseñaron sus bastones y muletas. Quien más quien menos
se hallaba en la misma situación. Lo único que podían hacer era mofarse de su
debilidad, y así lo hicieron; la sala del sanedrín se llenó de carcajadas.
Antíoco se había mostrado en extremo abatido cuando tuvo que reconocer
su fracaso tras dos meses de búsqueda del curandero.
—Los grilletes de oro no son más cómodos que los de hierro —se quejó, al
tiempo que arrojaba a los pies de José el pesado cinturón donde llevaba el
dinero—. Voy a emborracharme, José. No estoy acostumbrado a fracasar.—
Ve a decir a Homero que te dé un masaje. No tiene nada de malo procurar
sentirse mejor. De todos modos podrás emborracharte.
—Me da rabia tener que daros la razón. Un baño y un masaje es justo lo
que necesito. Ah... los informes de Cesarea están también en el cinturón.
José los extrajo de inmediato. Llevaba demasiado tiempo aislado del
mundo.
La noticia más importante era la confirmación del mayor de los temores
de José. El emperador Tiberio seguía recluido en la isla de Capri y Sejano se
volvía cada vez más peligroso. Sejano... el patrono de Poncio Pilatos.
La próxima festividad era la de las Luces. José tendría que hacer una
visita a Pilatos mientras éste se hallara en Jerusalén.
En los informes había una sola noticia halagüeña, o cuando menos así
parecía. El hijastro de Berenice y amigo de José, Marco, era senador. Era un
gran honor acceder a tal cargo. José hizo votos por que Marco no hubiera
sido elegido a cambio de algún tipo de colaboración con Sejano. Resultaría
muy desagradable que el hijastro de Berenice hubiera caído tan bajo.

José aceptó la copa de vino que le ofreció Pilatos y mantuvo con él una
intrascendente y, en apariencia, placentera conversación. Al salir de palacio,
bajo la lluvia, dio rienda suelta al escalofrío que había estado conteniendo.
Siempre le ocurría igual cuando reparaba en la frialdad de la mirada de
Pilatos.
Comenzó a recorrer la corta distancia que lo separaba de su casa. Clac,
clac, clac: el choque de su bastón contra el pavimento de piedra sonaba
acompasado a sus pasos. José esbozó una sonrisa. Se le había ocurrido algo
gracioso que contar a su regreso a Jericó. Ela tenía un burro que se llamaba
Clip. El llamaría Clac a su bastón.
Habría podido adquirir otros bastones más elegantes, de maderas
exóticas labradas, adornados con incrustaciones de plata, de oro o incluso de
piedras preciosas. Sin embargo, aquel tosco palo tenía para él un valor
inigualable, porque había participado en cierto modo en el milagro de la
curación de Ela.

Ela celebró con risas que José hubiera puesto un nombre al bastón. A ella
le gustaba ponerle nombre a todo. El día antes había visto a Clip, le informó, y
había estado rascándole la cabeza un rato mientras hablaba con el niño del
carro. Habían regalado a Clip, junto con el carro y las sillas de manos a un niño
que se había roto una pierna que tardaba mucho en sanar.
—¿Viste a tía Abigail en Jerusalén? —preguntó Ela, interesada como
siempre por la familia.
—Sí. Te manda besos y ha dicho que nos acompañará a Arimatea para ver
las nuevas casas.
—¿Cuándo iremos? ¿Cuándo? —preguntó Ela, saltando de contento.
—Dentro de unas tres semanas, cuando remitan las lluvias.
Ela empezó a dar volteretas por el jardín.
Cuando llegaron a Arimatea, se puso a dar volteretas en medio de la calle
principal. Abigail emitió unas cuantas exclamaciones de desaprobación, para
disimular la risa.
—Menuda exhibicionista —dijo—. Hiciste bien en deshacerte de ese
griego, José.
—No me deshice de él. Fue él el que decidió marcharse.
José recordó la cara que había puesto Homero al enterarse de que Cloe no
era una esclava. El recuerdo compensaba el sorprendente vacío que había
dejado la ausencia de Dafne. Era una suerte que Ela tuviera en Arimatea una
prima de dos años para sustituir a Dafne en sus afectos.
—Deja ya de dar vueltas, Ela —la llamó—. Vamos a ver la nueva casa.
La casa era perfecta, en opinión de José. Unas simples paredes de bloques
de piedra, acabadas en una azotea a la que se accedía por una escalera poco
empinada. Se hallaba construida en torno a un patio, y disponía de cisternas
en los rincones para recoger el agua de lluvia. Habitaciones espaciosas,
habitaciones más reducidas, despensas, un cobertizo especial para los perros.
Era justo lo que él había encargado.
A Ela también le pareció perfecta, pero para la familia de Gedeón, el hijo
de Caleb.
—No necesitamos tanto espacio, abba. Ellos son seis, y ahora que se han
ido Homero y Cloe, nosotros somos sólo tres contando a An-tíoco.
José cedió sin oponer resistencia, con la única condición de que Gedeón se
ocupara de los perros. Bien mirado, no era un mal trato. La pareja llegada de
Belerión tenía ya una numerosa descendencia y, aun cuando José había
regalado cachorros de todas las carnadas pese a la oposición de Ela, los
perros daban bastante trabajo.
Tras una conversación en la que intervino toda la familia, José acabó
quedándose con la pequeña casa en la que había vivido conSara. Nada hubiera
podido complacerle más. Se paseaba solo por sus habitaciones, sumido en los
recuerdos.
—Tu hija cada día se te parece más, querida —susurraba—. Los mismos
ojazos oscuros, los mismos huesos de pajanllo y el mismo pelo negro como el
ala de cuervo.
Cuando llegó el Purim y la plaza del pueblo se llenó de música, danzas,
ruido y disfraces, Ela declaró que nunca lo había pasado tan bien en toda su
vida.
Lo mismo dijo cuando la familia al completo se desplazó aJerusa-lén y
celebró en casa de Abigail la tradicional comida de Pascua.
Cuando José volvió a llevarla a Arimatea para la vendimia, se repitió la
misma afirmación. Todos los días bailaba en la tina llena de uvas,
manchándose con su jugo las piernas.
—Esto sí que ha sido lo mejor, de verdad, abba —decía cada noche al
acostarse.
Al año siguiente, para el Purim, confeccionó una sarta de uvas para
prendérsela del cuello y se manchó las piernas con vino que había hurtado de
la bodega.
—Sólo he empleado un poco —adujo cuando José la regañó—. Todavía
queda mucho para ti y Antíoco. Lo necesitaba para el disfraz. Es que soy la
bailarina de la vendimia, ¿sabes?
El collar de uvas, comestible además de decorativo, gustó tanto que Ela
tuvo que confeccionar uno para todos sus primos. Durante el viaje a
Jerusalén idearon una bulliciosa competición cuyo ganador sería el que
consiguiera llegar a la ciudad con alguna uva en el collar.
—Hasta mañana —se despidió José de la familia—. Vamonos a casa —
añadió al tiempo que tomaba a Ela de la mano.
—Déjala quedarse con sus primos —propuso Abigail.
—Sí, por favor, abba.
—De acuerdo. Ayuda a tía Abigail con la comida. Y nada de volteretas en la
cocina, ¿eh?
Durante la subida Antíoco aminoró el paso, acompasándolo al de José. Una
vez se acabaron las escaleras, José siguió caminando con mayor rapidez,
ayudado con el bastón. Tenía ganas de llegar a su tranquila casa e instalarse
en el apacible jardín para disfrutar de un vaso de vino que le serviría un
silencioso esclavo.
Delante de la puerta había una persona acurrucada que, al verlo, se
levantó de un salto y corrió hacia él. Era una mujer desgreñada, en cuyo
rostro hinchado se advertía el rastro del llanto.
—¿José de Arimatea? —lo llamó—. Os acordaréis de mí sin duda. Yo fui
quien os dio el bastón que lleváis. La desgracia se ha abatido sobre nosotros,
y necesito vuestra ayuda.
»¡Ha muerto! Jesús ha muerto. ¡Lo han crucificado!

63
—¿Qué estás diciendo, mujer?
La pregunta de José apenas resultó audible entre el alarido de rabia y
desesperación que brotó de la garganta de Antíoco.
—¡Jesús de Nazaret! Los romanos lo han crucificado y no permiten que lo
bajemos de la cruz para enterrarlo. Nosotras sólo somos unas cuantas
mujeres. Vos sois un hombre importante y podéis hacer que nos entreguen a
nuestro Maestro. Falta poco para el anochecer. Debemos enterrarlo antes de
que dé inicio la Pascua.
José no recordaba a la mujer, pero eso carecía de importancia. Tenía
razón en lo que decía. Él guardaba un recuerdo indeleble de la matanza que se
produjo en Jerusalén en la época de Arquelao y de los atormentados
lamentos que sonaron durante toda la noche y el día de Pascua, hasta que la
conclusión de la festividad permitió dar sepultura a los cadáveres. Tenía que
actuar sin dilación.
Tampoco perdió tiempo en indagar por qué habían ejecutado al curandero.
Aunque el servicio que le pedían era una nimiedad en comparación con lo
mucho que aquel hombre había hecho por él, ahora tenía al menos la
oportunidad de retribuirle en algo.
José dio un fuerte apretón a Antíoco en el brazo.
—Serénate, que de nada sirven los alaridos. Yo voy a ver a Pilatos. Tú
busca unos cuantos hombres, una litera y una herramienta para quitar los
clavos, y llévalos, con la mujer, al sitio donde lo han ejecutado. Yo acudiré allí
con la autorización de Pilatos. No hay tiempo que perder.
»Ah, y lleva una sábana para cubrir el cadáver —añadió cuando ya había
comenzado a andar—. ¡Date prisa! —Luego reanudó el camino, a paso vivo, en
dirección al palacio de Poncio Pilatos.

—Ese hombre merecía morir —dijo con frialdad Pilatos—. Ha estado...


—No lo sé ni me importa, Poncio Pilatos —lo atajó José, consciente de que
el tiempo apremiaba—. Los muertos merecen ser enterrados. Dadme una
autorización sellada y decidme dónde se ha realizado la ejecución. No hay
tiempo que perder.
José utilizó un tono aún más frío que el de Pilatos, y más autoritario. En
cuestión de minutos estaba ya en la calle, acompañado por los propios
soldados de Pilatos, con la autorización para hacerse cargo del cadáver
rubricada con el sello de Pilatos.

Fuera de las murallas, al pie de la colina del Gólgota, se hallaba con-


centrada la habitual multitud de curiosos. Al ver a los soldados de Pilatos, les
dejaron paso y comenzaron a dispersarse con actitud temerosa.
Pendiente de la desgarradora estampa que componían las tres cruces, que
se perfilaban contra el cielo del ocaso, José no les prestó la menor atención.
El curandero debía de ser el que ocupaba la del centro, pues bajo ella se
encontraban Antíoco y la mujer, discutiendo con un grupo de soldados
romanos.
José miró el rostro del hombre que le había dado la mayor alegría de su
vida; nunca había visto a Jesús de Nazaret. ¡Era tan joven! A buen seguro aún
no había cumplido los treinta y cinco años cuando lo habían matado. También
lo habían torturado. En sus costados se advertían unas líneas de sangre
coagulada, marcas de latigazos, que aún no debían de haber cicatrizado en la
espalda. En el costado tenía una herida de la que manaba sangre. Lo que
ofrecía un aspecto más lastimero era la cara, surcada de regueros de sangre.
Le habían puesto una corona de espinas, que le había provocado desgarrones
en la piel.
Tanto dolor... y, sin embargo, bajo la sangre y las arrugas provocadas por
la agonía Jesús mostraba una expresión apacible. José imaginó esa cara
cuando había sonreído a Ela al tiempo que le ofrecía el regalo de un milagro.
Se le partió el corazón. «¿Por qué? ¿Por qué ha tenido que morir ese joven?
¿Por qué no estaba yo en Jerusalén para impedirlo?»
No había tiempo para pensar en aquello. Con toda la rapidez que le
permitían sus rodillas, José avanzó con la autorización de Pilatos en la mano.
—Yo me hago cargo de este cadáver —gritó, atrayendo la atención de
Antíoco, la mujer y los guardias—. Ya me habéis oído —añadió sin miramientos
—. Aquí está la autorización. Bajadlo ahora mismo de la cruz.
Al ver que lo acompañaban los guardias de Pilatos, el centurión apenas
echó un vistazo al papiro que le tendía José.
—Traed una escalera y unas tenazas —ordenó a sus hombres.
Antíoco les quitó la escalera de las manos.
—No lo toquéis —dijo-—. Yo lo bajaré.
Tras afianzar la base de la escalera en los huecos cavados en la piedra, la
apoyó en los travesanos de la cruz, que estaban empapados de sangre a la
altura de las muñecas de Jesús, y comenzó a subir.
—José, yo tengo unas tenazas. Tomad las de los soldados y desclavadle los
pies.
—Dejadme hacerlo a mí —pidió la mujer, tomándolo del brazo.
José no se lo permitió. Tenía una necesidad inmensa de hacer algo por
aquel hombre, aunque fuera algo tan fútil.
—Ayudad a esa mujer —dijo.
Se refería a una mujer mayor, que se hallaba de rodillas, doblada a causa
del dolor. El clavo que sujetaba los pies del curandero se desprendió tan
deprisa que José salió disparado hacia atrás. Cuando hubo recuperado el
equilibrio, miró hacia arriba y por primera vez advirtió el letrero que aparecía
clavado en lo alto de la cruz. «JESÚS, REY DE LOS JUDÍOS», leyó
desconcertado.
Antíoco le había soltado un brazo, que quedó colgando sobre su espalda.
Con el torso y la cabeza coronada de espinas apoyada en el hombro, arrancó
el clavo del otro brazo. Este cayó a los pies de José, que se apartó
horripilado.
Antíoco descendió lentamente por la escalera. José sintió el impulso de
decirle que se apurara, porque la luz del día se agotaba, pero comprendía el
deseo de su amigo, su necesidad de tratar con consideración el cadáver e
intentar protegerlo de más vejaciones.
La mujer que estaba de rodillas se levantó y corrió hacia la cruz.
—Dejadme abrazarlo —rogó—. Soy su madre.
Mientras José hacía avanzar a los porteadores de la litera, la madre de
Jesús dobló las piernas bajo el peso del cuerpo mientras estrechaba la
ensangrentada cabeza contra su pecho. Antes le había sacado la corona de
espinas. No lloraba; sólo emitía ahogados susurros consoladores, como se
haría con un niño que se ha lastimado.
—María, tienen que llevárselo —dijo la mujer que había ido en busca de
José.
La madre de Jesús asintió y entonces Antíoco tomó el cadáver de sus
brazos y lo trasladó a la litera.
—Rápido —apremió José—. Seguidme. Tengo una tumba vacía cerca de
aquí. Antíoco, trae los lienzos y préstame el brazo para sostenerme. Debemos
apurarnos.

Las mujeres se quedaron esperando, abrazadas, en la zona ajardinada que


había delante de la tumba. En el interior de la cavidad de piedra, José
extendió apresuradamente los lienzos en una repisa que se encontraba
excavada en la pared. Antíoco colocó encima el cadáver de Jesús y luego le
estiró los brazos y las piernas.
—¡Un momento! —La mujer, con el bastón en la mano, se había asomado a
la entrada—. Debemos ir a buscar hierbas aromáticas y ungüentos para el
sudario.
—No hay tiempo. Podéis traerlos después de la Pascua. —José cubrió con
la tela la ensangrentada frente del curandero y después apoyó un momento la
mano en ella—. Nunca tuve ocasión de daroslas gracias —dijo en voz baja—.
Con todas las fibras de mi ser, os quedo agradecido por todos los días que me
queden de vida.
Tras envolverlo totalmente con las sábanas, ayudado por Antío-co, salió
con éste al exterior. El cielo adquiría ya una tonalidad gris.
—Retira la estaca —indicó José.
De la abertura de la tumba partía un surco labrado en la roca. En una
pequeña elevación había una tremenda rueda de piedra, que se hallaba
contenida por una larga estaca. Cuando Antíoco la levantó, la piedra bajó
rodando con estruendo y la tumba quedó sellada.
—Ya está —dijo José con un suspiro de alivio—. Justo a tiempo. —Observó
la luz, que se extinguía de forma acelerada—. Debemos irnos. El camino es
empinado y pedregoso, y pronto caerá la noche. Pasado mañana al mediodía,
volveré con mis criados para retirar la piedra. Entonces haremos lo que hoy
no se ha podido hacer. Traeré lienzos limpios, áloe y mirra.
»En marcha. Dejadme el bastón. Antíoco, tú ayuda a las mujeres. Los
porteadores me prestarán apoyo a mí.
Al llegar al camino que conducía a la puerta de la muralla, José se detuvo
para recuperar el aliento. Manteniendo todavía un férreo control sobre sus
emociones, se acercó a las dos mujeres.
—Señora —dijo a la madre de Jesús—. Me sentiría honrado si me
permitierais hacer algo por vos. ¿Puedo ofreceros alojamiento en mi casa, a
vos y a vuestra amiga?
—Me esperan unos amigos —declinó la madre de Jesús—. Os daré las
gracias cuando volvamos a vernos.
—Como queráis —dijo José, al tiempo que inclinaba la cabeza. Luego miró a
la otra mujer—: ¿Y vos? Perdonadme; si me dijisteis vuestro nombre, lo he
olvidado.
—Yo acompañaré a María —respondió—. Yo también me llamo María, María
de Magdala. La madre del Maestro es María de Nazaret.
—¿Os queréis llevar vuestro bastón, María de Magdala? Debéis de estar
muy cansadas las dos.
—Vos lo necesitáis más que yo, José de Arimatea. Quedaos con él.
Antíoco permaneció donde estaba, entre las dos Marías.
—Os acompañaré a donde vayáis —les dijo—. Apoyaos en mí.

—Hay una casa en la ciudad baja, donde se alojan los discípulos más
allegados a Jesús —explicó Antíoco más tarde a José—. O donde se
esconden, diría más bien; están todos asustados como conejos. Llevé a las
mujeres allí. Uno de ellos, llamado Juan, dice que antes de morir en la cruz
Jesús le encomendó a su madre.
—¿Y la otra María?—Ha arremetido contra ellos tachándolos de cobardes
por abandonar a Jesús después de que lo arrestaran. Me ha parecido que lo
más correcto era desaparecer de allí, y así lo hice. —Antíoco guardó silencio
unos segundos, antes de declarar con vehemencia—: Creo que tiene razón.
Son unos cobardes. Yo no lo hubiera dejado solo.
José miró con extrañeza a su amigo. Nunca hasta entonces había
escuchado hablar al gálata con tanta pasión.
—¿Por qué significa tanto para ti ese galileo, Antíoco?
Hablaron hasta altas horas de la noche. Antíoco intentó en vano expresar
en palabras lo que sentía.
—Vos no lo visteis cuando estaba vivo, José. Yo sí, cuando acudí corriendo
hacia él con Ela. Ese hombre no era como los demás. No me refiero a su
aspecto físico. No era especialmente alto ni bajo, ni gordo ni delgado. Vestía
igual que sus acompañantes, con burdas ropas de campesino, y llevaba las
sandalias muy gastadas. No habría llamado la atención en medio de una
multitud.
»Bueno, por lo menos no en un principio. Sin embargo tenía algo especial,
José. Irradiaba algo. No era una luz ni nada semejante a los trucos de los
magos. Lo que irradiaba era algo que tenía dentro. Él era bueno, José. Debe
de haber una manera mejor de explicarlo, pero es el único modo que se me
ocurre.
»Ela seguramente lo expresó mejor, a la manera sencilla de los niños.
Cuando él le preguntó si tenía miedo, dijo que no, que estaba muy bien. Así se
sentía uno con Jesús. Él hacía sentir a uno... no, le permitía sentir..., es decir,
transmitía desde su propio interior la sensación de que la vida es buena, de
que uno mismo es bueno. Porque él es bueno.
José no se sentía bueno precisamente. Jamás lograría perdonarse el no
haber impedido la ejecución.
—No concibo cómo ha podido ocurrir una cosa así. Un hombre como el que
describes, una persona que cura a la gente, que procura tanta alegría... ¿Por
qué lo arrestaron?
»¿Y por qué no estaba yo allí, en el sanedrín o en el tribunal de Pilatos,
para impedirlo? Nunca me lo perdonaré. Gracias a él, mi hija puede hoy bailar.
Yo debí salvarlo.

Al día siguiente celebraron en casa de Abigail la comida pascual. José no


mencionó la muerte del curandero. Nadie de la familia había oído nada al
respecto, dedujo, porque en ningún momento se hizo alusión a Jesús de
Nazaret.
José hizo lo posible por mostrarse igual de animado que los demás, pues
no quería aguarles la fiesta.De camino a casa, Ela le preguntó por qué estaba
tan triste. A ella no la había engañado. José le contestó que le dolía la rodilla
y la niña dio por buena la explicación. Él se alegró de que así fuera, porque ha-
bía decidido no decirle nunca que el hombre que la había curado había muerto.
Apenas había amanecido cuando un alboroto en la puerta lo sacó de su
dormitorio. Era María de Magdala.
—¡Vos! —exclamó José—. Os dije que nos encontraríamos a mediodía.
La mujer no acusó su rudeza. Tenía el semblante transfigurado y en su
postura, casi vibrante, transmitía una impresión de aguda vitalidad.
—José —dijo—, ¡Jesús ha resucitado de entre los muertos! He ido
temprano a la tumba, porque no podía esperar hasta el mediodía. La tumba se
encontraba vacía. Él no está allí. ¡Ha resucitado! Yo lo he visto. He visto al
Maestro. ¡Ha regresado de entre los muertos!

64

—Os encontráis demasiado excitada —dijo José a María de Magdala—.


Venid a sentaros. Mandaré que os traigan algo de comer.
—¿Es que estáis sordo, anciano? ¿Acaso no habéis oído la buena nueva? —
María estaba demasiado extática para tomar asiento. Caminaba de un lado a
otro, tan pronto con las manos juntas como separadas, y hablaba sin parar,
unas veces para sí y otras dirigiéndose a José—. Ésta es la prueba y yo soy
testimonio de ella. Oh, gracias, Señor... ha sucedido tal como dijo... pero, ay,
¿por qué tuvo que ser tan grande el sufrimiento?... Resucitado... resucitado...
Ela acudió al salón, atraída por la voz de la mujer.
—Oh. Pensaba que eran mis primos —dijo con visible decepción.
María se le acercó sonriendo y se arrodilló para situar la cara a su misma
altura.
—¿Me recuerdas?
—Sí. Te llamas María. Tú le diste el bastón a abba después de que se me
curaran las piernas. ¿Está él contigo? —Buscó con la mirada a su alrededor,
por encima del hombro de María.
—A Jesús lo mataron —respondió María, tomándole las manos.
—¡Ah! Qué triste. —A Ela se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¿Cómo se
llamaba? ¿Jesús?—Así se llama. No está muerto.
—Pero si has dicho... —se disponía a argumentar Ela, perpleja.
—Sí, sé lo que he dicho, que lo mataron. Pero ha resucitado de entre los
muertos. Ahora irá a reunirse con su Padre.
—¡Qué bien! —Ela esbozó una sonrisa franca y espontánea, infantil—. Su
padre debe de estar muy contento.
—Sí, y también todos nosotros, porque cuando muramos, nos reuniremos
con él, en el cielo.
—Pero María, yo no quiero morir. Aquí me lo paso muy bien.
—Querida niña, aún faltan muchos, muchos años para que tú mueras. E
incluso entonces, no morirás. Irás con Jesús y con su Padre.
—¿Se parece su padre a él?
—Su Padre es Dios.
—¿Quién es Dios? ¿Uno de los hombres que estaban en la colina con
Jesús?
—¿Acaso no habéis enseñado nada a esta niña? —espetó, con súbito enojo,
María de Magdala a José—. ¿Qué clase de padre sois vos?
—Mi abba me enseña muchas cosas —se apresuró a replicar Ela antes de
que lo hiciera José—. Es un abba muy, muy bueno. No le regañéis.
—Descuida —aseguró María, más calmada—. Dios es el Padre de Jesús.
Jesús me enseñó que Él también es mi Padre. Él es el Padre de todos, que
está en los cielos y nos ama a todos.
—Como abba me ama a mí.
María no supo qué contestar. Ella no tenía hijos y no estaba acostumbrada
a la simplicidad con que se expresan los pequeños.
—Sí —dijo, dubitativa, mientras pensaba cómo podía explicar el concepto
de infinitud a la niña—. Él te quiere como te quiere tu abba, pero con un amor
mucho más grande.
—¿Como me quería Jesús, queréis decir? —trató de ayudarlaJila.
—Sí...
—Entiendo. Sí, ya veo. —Ela asintió con un resuelto cabeceo y después
miró a José—. Abba, ¿puedo coger un pastelillo de miel si me como antes el
desayuno?
—Y si te bebes toda la leche —agregó él al instante.
—Y si me bebo toda la leche. —Ela sonrió a María—: ¿Quieres un pastelillo
de miel? Son muy ricos.
—Más tarde, quizá —dijo María—. Tú ve a tomar el tuyo. —Observó a Ela
mientras se alejaba—. Ella lo comprende —comentó con asombro—. Jesús
intentó hacernos ver precisamente eso: «Os aseguro que, si no cambiáis y os
hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos», dijo. Yo no supe
entonces a qué se refería, pero ahora comienzo a entenderlo.José tendió la
mano a la mujer para ayudarla a levantarse.
—No he entendido ni una palabra de lo que habéis dicho desde que habéis
entrado en mi casa —reconoció—. No sé si pediros que me lo expliquéis,
porque dudo mucho que aun así lo entendiera.
—¿Entender el qué? —preguntó Antíoco, que acababa de llegar—. ¿Por qué
estáis aquí junto a la puerta? ¿Vais a salir para ir a la tumba? Iré a por los
lienzos y los ungüentos.
—Claro —dijo María de Magdala, mirándolo—. Vos no lo sabéis. No
tenemos que ungir el cuerpo. Jesús ha resucitado de entre los muertos. La
tumba está vacía.
A Antíoco se le demudó el rostro. En un instante se sucedieron y
entremezclaron en él emociones tan diversas como la ansiedad, el miedo, la
esperanza y la incredulidad.
—Si eso fuera cierto...
—Lo es. Os lo aseguro. Lo he visto con mis propios ojos. He visto a Jesús,
al Señor, resucitado.
—Necesito un poco de aire y de luz y un banco en el que descansar —
anunció de modo resuelto José, y se encaminó al jardín—. Venid conmigo los
dos. También necesito aclarar las ideas, si es posible.

María de Magdala se tomó unos minutos de reflexión.


—¿Por dónde comenzar? —murmuró, más bien para sí. Después respiró
hondo, antes de iniciar su exposición—. José de Anmatea, ¿estáis de acuerdo
conmigo en que la curación de vuestra hija fue un milagro?
—Sí —respondió José tras reflexionar también un instante.
—¿Y vos, Antíoco?
—Sí —respondió éste en el acto—. Yo estaba allí y lo vi. Vi a Jesús y
percibí el milagro que contenía en su persona.
—Sí —musitó María—, así fue.
Después siguió un prolongado silencio, en el que se estableció entre ambos
una empatia espacial, auspiciada por el recuerdo.
Luego María hizo acopio de aire y volvió a adoptar un tono enérgico.
—Es posible que os encontréis con más de uno que conoce mi nombre, de
modo que yo misma os contaré lo que hay de verdad en lo que oiréis sobre mí.
Ya veis que no soy una mujer joven; no me falta mucho para cumplir los
cuarenta.
»Soy de una próspera localidad de pescadores de la costa del mar de
Galilea. La mitad de las casas, los barcos y la tierra del pueblo me per-
tenecen. Soy una mujer rica. Ello se debe a un accidente de herencia. Como
mi padre no tenía ningún pariente cercano varón, al morir yo heredé todo
cuanto él poseía. Tenía dieciséis años entonces. Mi padre me había consentido
mucho. También me había dado una buena educación, y ya sabéis que eso no
suele ser habitual en el caso de las mujeres.
»Como podéis imaginar, de inmediato me vi asediada por una corte de
pretendientes, algunos llegados de sitios tan lejanos como Séforis. Judíos y
gentiles, viejos y jóvenes, ricos y pobres. Si al menos uno, aunque fuera el
más viejo, feo y pobre de todos, hubiera tenido el tino de fingir... —Sacudió
la cabeza con impaciencia—. Ah, ésta es una cuestión tediosa e irrelevante.
Lo cierto es que ninguno se molestó en disimular la verdad: todos perseguían
mi fortuna. Querían hacerse con el control del dinero, y de mi persona,
casándose conmigo.
»Yo fui lo suficientemente inteligente para rechazarlos a todos. Pero aquí
no acabaron las cosas, al contrario. La presión fue en aumento año tras año.
Aunque ya no eran tantos, a medida que disminuía su número, se volvían más
osados. Más de uno intentó violarme, para así dejarme embarazada y
obligarme a una boda con él.
»Yo me defendí con palabras, cerrojos y armas, pero sobre todo con odio.
Odiaba a todos esos hombres. En cuestión de poco tiempo, ese odio se hizo
extensible a toda la humanidad, a las mujeres, los niños, los animales, al
mundo en general. Los maldecía a todos. Me dominaban el odio, la rabia, el
miedo, el deseo de hacer daño. Hallaba un placer constante en ello. Mi saña
era cada vez mayor. Durante años estuve poseída por los diablos que yo
misma había creado.
»Después apareció Jesús. También lo maldije. Proferí injurias contra él y
contra su bondad. Maldije a Dios y a todas sus criaturas.
»Jesús expulsó esos demonios hablándome, rezando por mí y, sobre todo,
permaneciendo frente a mí, envolviéndome con su perdón y el milagro de su
amor por todo cuanto yo odiaba. Ese amor me purificó, me liberó.
»Me convertí en uno de sus acólitos. Él me había dado la vida. Ahora, por
medio de su resurrección, me ha dado, a mí y a todos, la certidumbre de la
vida eterna. Es otro de sus milagros.
»Todavía me invade la rabia y continúo hiriendo a las personas cuando le
doy rienda suelta. Tendré que combatirla durante el resto de mis días. Jesús
me lo advirtió, con compasión, amor y humor. "Tus demonios te han
abandonado —me dijo—. Ahora te toca vencer a los diablillos."
»Los hombres os dirán, pues, que yo no soy de fiar, porque estuve poseída
por demonios. No deberíais hacerles caso, pero es posible que los creáis. Así
suelen ser los hombres. Espero que vosotros seáis diferentes.
María de Magdala dio por terminado su discurso, con expresión relajada y
serena.—¿Cómo pudo ocurrir algo tan terrible? —preguntó José.
Le tenía sin cuidado la historia que acababa de oír. Él quería saber qué
había sucedido.
Sin emoción aparente, María se lo explicó. Jesús sabía, afirmó, que había
llegado su hora. Llevó a sus seguidores a Jerusalén antes de la festividad de
Pascua, sabedor de que allí estarían los romanos, además de los sacerdotes,
los sumos sacerdotes, los levitas, los fariseos y los saduceos. Sus sermones y
las multitudes que atraía daban mucho que hablar y suscitaban alarma en las
esferas de poder.
—Entramos en la ciudad por la Puerta Dorada —prosiguió María con ojos
centelleantes—. Hombres y mujeres salían a aclamarlo por el camino.
«¡Hosanna!», gritaban, y extendían sus mantos en el suelo que El iba a pisar.
Iba montado en un burro. La gente también alfombraba el camino con hojas
de palmera recién cortadas y agitaba palmas en el aire para saludarlo. Fue un
día glorioso. El Mesías llegaba a Jerusalén.
José tensó el cuerpo. «Mesías.» Aquélla era una palabra peligrosa.
María prosiguió con su relato. Durante los días siguientes, Jesús atacó a
quienes abusaban de los fieles del templo. A los cambistas, a quienes
adquirían siclos los peregrinos, les arrojó las mesas y las balanzas contra la
columnata. Después descargó su ira contra los vendedores de animales que
los peregrinos compraban a un precio muy caro con esos mismos siclos. Soltó
las palomas que vendían los sirvientes del sumo sacerdote Caifás y expulsó a
los vendedores y a los cambistas del templo, acusándolos a gritos de haber
convertido la casa de Dios en una guarida de ladrones.
También predicó, y cada día eran mayores las multitudes que se
congregaban para oírlo. El transmitía un mensaje de paz, no de guerra;
animaba a combatir el mal que anida en el propio corazón y no los poderes
terrenales externos. Aun así, la gente lo llamaba Mesías, ateniéndose a las
nociones que de tal figura tenía.
—Por eso lo arrestaron —concluyó María—. Yo no estaba allí. Quienes lo
acompañaban cuentan que uno de sus propios discípulos lo traicionó, llevando
de noche a los guardias del templo al huerto donde Jesús se encontraba, en
el Monte de los Olivos. Lo condujeron a casa del sumo sacerdote, pero nadie
sabe lo que ocurrió allí. Después lo llevaron ante Pilatos, luego ante Herodes
Antipas y de nuevo ante Pilatos, que fue quien lo condenó a muerte.
María guardó silencio.
José comprendía ahora por qué las autoridades habían considerado
peligroso a Jesús. La Pascua era un momento del año en que siempre se
exacerbaba el espíritu de rebelión que normalmente permanecía
soterrado.No obstante, el curandero no era como Judas el Galileo, el insti-
gador de un movimiento revolucionario, el cabecilla de un ejército de
bandidos. Para alborotos como el ataque a los cambistas existían castigos
más leves.
—Yo habría podido salvarlo —se lamentó José—, si me hubiera encontrado
en Jerusalén.
María lo miró con sorpresa.
—No, no es así. Él sabía que iba a morir. Él es el Hijo de Dios y vino al
mundo para ser sacrificado. Él es el Mesías. Su resurrección lo confirma.
—María de Magdala, yo soy saduceo —advirtió con disgusto José—. No
creo en ningún mesías ni en la vida después de la muerte. Comprendo que vos
tengáis necesidad de creer esas cosas del curandero, puesto que él trajo un
cambio tan radical a vuestra vida, pero...
—Seguís igual de sordo que antes, veo —lo atajó María—. Y además de
sordo, ciego.
Se alejó con paso airado y al llegar al peristilo se volvió de nuevo hacia
José.
—Estaba dejándome dominar por mis diablillos —admitió. Logró incluso
sonreír—. ¿Qué opináis vos? —preguntó a Antíoco.
—Yo quiero creer, pero esto es demasiado. Que una persona capaz de
curar, capaz de hacer tanto bien, un hombre que era la bondad personificada,
se sometiera por propia voluntad a la muerte, a una muerte tan terrible...
—Comprendo. Lo creeréis, uno y otro. Id al sepulcro, José de Arimatea. El
cadáver de Jesús no se encuentra allí, pero su espíritu os ayudará.
»Y escuchad a vuestra hija. Ella os ayudará también. No tiene diablillos
que le enturbien la visión.

Un rato más tarde, José y Antíoco se dirigieron a la tumba.


—Mirad—exclamó Antíoco—. Allí está el sudario, José, tal como ha dicho
María.
—Querrás decir unas sábanas, Antíoco —corngió José—. Podrían ser otras
o cabe la posibilidad de que alguien se haya llevado el cadáver y dejara aquí el
sudario. Sé que deseas creer las fantasías que cuenta esa mujer, pero debes
conservar la sensatez. Ella misma ha dicho que estaba «poseída por
demonios». Ésa es la expresión que utilizan los campesinos para referirse a
los locos.
—Ella no es una campesina, José, y vos lo sabéis. ¿Qué me decís de la
piedra que cerraba el sepulcro? ¿Creéis que la han movido sus demonios? Para
desplazar rodando aquella piedra habría sido necesaria la fuerza de seis
hombres. Ahora se encontraba en medio del jardín, como un plato que hubiera
caído de una mesa. La diferencia era que la gran rueda de piedra pesaba casi
una tonelada, y entre la tumba y el lugar donde se hallaba no había ninguna
marca en la tierra.
A José, aquello le pareció inquietante. Todo lo que había dicho María se lo
había parecido. Sentía, ante todo, un gran remordimiento por no haber
impedido la horrible muerte del curandero. El curandero, sí. Se negaba a
darle otros apelativos a Jesús de Nazaret. «Mesías. Hijo de Dios.
Tonterías», pensó, aunque se guardó bien de decírselo a Antíoco. El gálata
estaba muy afectado.
—Vamonos a Jericó y comencemos a olvidar esta tragedia —propuso José
a su amigo.
Dio media vuelta y se alejó. Antíoco permaneció un rato en el interior del
sepulcro.
—Yo deseo creer —dijo a José, una vez se encontraron en casa—. Quiero
creer que ese Jesús que vi no está muerto. Deseo creer que volveré a verlo y
sentiré el milagro que transpira, después de mi muerte.
La naturaleza aparecía floreciente y esplendorosa en Jericó. Ela trepó a
la higuera para recoger los primeros higos. José observaba cómo desplazaba
sus fuertes y ágiles piernas de una rama a otra, con un sentimiento de gozo y
de pesadumbre a la vez por no haber estado en Jerusalén para impedir la
ejecución.
En la siguiente reunión del sanedrín se enteró de que su presencia
tampoco habría servido de nada. Tenía intención de plantear la cuestión de la
muerte de Jesús en cuanto hubieran acabado de atender los asuntos
habituales, pero ésta surgió de forma espontánea. O, más bien, fue Aarón, su
hijo, precisamente, quien la sacó a colación.
Ese día juzgaron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio. Ella
juraba, de rodillas, que el hermano de su marido la había forzado contra su
voluntad y suplicaba clemencia.
La mayoría la consideró culpable. Caifás se rasgó ceremoniosamente las
vestiduras, como hacía siempre en señal de duelo cuando se dictaba una
sentencia de muerte. No había otro castigo posible para el adulterio: de
acuerdo con la ley, la mujer sería lapidada.
Mientras esperaban la presentación del próximo caso, se pusieron a
conversar como de costumbre.
—Esta vez al menos no tendremos a Jesús de Nazaret para obstruir el
cumplimiento de la ley —oyó comentar entonces José a Aarón.
—¿A qué se refiere? —preguntó José a los jueces que tenía más
cerca.Éstos le explicaron que mientras él se hallaba en Arimatea, había
comparecido otra adúltera, que también fue condenada. Jesús estaba
predicando en el atrio del templo, y algunos fariseos y escribas llevaron a la
mujer ante él, para tenderle una trampa. Jesús tenía fama de relacionarse
con toda suerte de indeseables, entre los que se contaban recaudadores de
tributos, mujeres y recalcitrantes pecadores. Con el fin de que se delatara
declarándose contrario a la ley, los fariseos le preguntaron qué opinaba de la
lapidación de la mujer.
—El que esté libre de pecado que tire la primera piedra —respondió él.
—Se trataba de un atajo de cobardes —dijo el juez que estaba sentado a
la derecha de José—. Todos se fueron y la mujer quedó libre. No se sabe
adonde fue.
—¿Asististeis a su juicio? —preguntó José.
—Sí —contestó el severo juez.
—¿Qué delito cometió Jesús? —inquinó José.
—Había estado predicando en los atrios del templo. Contra eso nada podía
hacerse. Pero también había estado diciendo a la gente que sus pecados
quedaban perdonados, por obra y gracia de su autoridad, y todos sabemos
que sólo Dios puede perdonar los pecados. Después, durante el juicio, Caifás
le preguntó: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?», a lo que ese campesino
galileo respondió: «Lo soy.» Caifás se rasgó las vestiduras. Sólo había una
sentencia posible para tamaña blasfemia.
José sabía que el juez estaba en lo cierto. Para una blasfemia de tal
calibre sólo cabía la pena capital.
Si bien aquello supuso un alivio para la conciencia de José, seguía presa del
desconcierto. ¿Por qué había dicho algo así el curandero? Por fuerza debía
saber a qué se exponía al hacerlo.
Cuando llegó a casa después de la reunión, quedó consternado al encontrar
en ella a María con Antíoco y otro hombre al que no conocía.
—Éste es Tomás —lo presentó María—. Es uno de los doce discípulos que
Jesús eligió, y ha estado con él desde el principio. No me creyó cuando le
conté a él y a los otros discípulos que Jesús había resucitado. Todos dudaron
de mis palabras. Más tarde, cuando dos de ellos vieron a Jesús con sus
propios ojos, corrieron a anunciarlo a los demás, y tampoco los creyeron.
Después Jesús se presentó ante ellos, en una casa donde viven todos, y por
fin admitieron lo que no habían querido creer viniendo de mi boca y de las de
sus compañeros. Todos lo creyeron menos Tomás, que en ese momento se
hallaba ausente. Todos los que habían estado con el Señor resucitado dieron
la noticia a Tomás, la inteligente criatura que tenéis delante de vos. ¿Y qué
contestaste tú, Tomás? Vamos, díselo.Tomás, un fornido hombre con canas en
la barba, mantenía la cabeza hundida entre los hombros, como un niño al que
se sorprende en una diablura.
—Les dije que si no veía en sus manos la señal de los clavos y la herida que
le dejó la espada en el costado, no lo creería.
—Continúa, Tomás —ordenó María—. Explícales el resto.
Tomás alzó la cabeza y entonces José vio que en sus ojos había lágrimas y
un intenso resplandor que venía de dentro.
—Anoche —dijo el discípulo— Jesús volvió a la casa. Me miró, y no había
enfado en su mirada, sólo la comprensión y el perdón que le inspiran siempre
nuestras debilidades. Alargó los brazos y dijo: «Trae aquí tu dedo y mételo
en los agujeros que han dejado en mí los clavos.» Yo estaba asustado y
avergonzado y, al mismo tiempo, tan contento de verlo que me eché a llorar.
Di unos pasos atrás y él apartó su manto. Entonces le vi la gran herida,
todavía reciente, en el costado. «Mete la mano en mi costado, Tomás —dijo
Jesús—. Hay espacio suficiente.» «Señor mío y Dios mío», dije yo entre
sollozos, hincado de rodillas. Entonces él dijo: «Bienaventurados los que no
vieron y creyeron.»
»Esto es lo que María quería que os contara.
—¿Todavía sentía dolor? —preguntó Antíoco, cogiendo a Tomás por los
recios y musculosos brazos—. ¿Aún le sangraban las heridas?
—No puede sentir el dolor —respondió Tomás al tiempo que dirigía a
Antíoco una compasiva mirada—. Jesús está ahora donde no existe el dolor.
Ha abandonado este mundo de dolor para ascender a los cielos, donde no
existe el dolor. Esto es lo que sabemos y lo que creemos. Me avergüenzo por
no haberlo creído de inmediato. El nos dijo que lo matarían y sería enterrado
y que al tercer día resucitaría. Yo no le creí cuando lo dijo, porque no quería
que fuera cierto.

—¿Y bien? —preguntó José a Antíoco cuando se quedaron solos—. ¿Qué


piensas?
—Me avergüenzo de no haber creído a María desde el principio. Es un
triste consuelo saber que hay un hombre que fue igual de débil que yo.
—¿Pero qué dices, Antíoco? ¿Te ha convencido ese Tomás de que Jesús es
un santo, de que es el Mesías?
—Yo no sé nada sobre el Mesías, José. No soy judío. Nunca he tenido un
Dios en el que creer. Lo que creo... lo que sé... es lo que sentía cuando tuve
cerca a Jesús. Noté que se llenaba el vacío que había en mí. Pienso aprender
más cosas de Él, de quienes lo conocieron y escucharon. Nunca más volveré a
sentir ese vacío. Es otro milagro que Jesús ha hecho. Me siento curado.

65

Antíoco se quedó en Jerusalén, pues deseaba conocer a los otros


discípulos de Jesús y escuchar lo que pudieran contarle de Jesús y del
tiempo que pasaron con él.
José se fue solo a Cesarea. Designó a Barca como anfitrión de la cena de
los capitanes y él mismo presidió la fiesta para la tripulación. No conocía a
casi ninguno de los marineros; de repente cayó en la cuenta de los años que
habían transcurrido desde que llevara personalmente los asuntos de los
barcos. ¿En qué momento se había convertido el negocio en algo inabarcable e
impersonal? Le fue imposible establecer una fecha concreta; sólo sabía que
todo había cambiado. Era como si no tuviera nada que ver con él.
El mar, al menos, seguía ejerciendo sobre José el mismo influjo de
siempre. No tenía necesidad de ir a Chipre, pues dos años antes había enviado
allí a un joven llamado Abraham con objeto de que supervisara las obras en la
factoría del bronce.
Eso fue después del nuevo acuerdo al que llegó con Antipas, después del
milagro de la curación de Ela...
De nuevo el mismo pensamiento. ¿Iba a seguir irrumpiendo una y otra vez
en su mente ese Jesús?
José se embarcó hacia Chipre con el pretexto de que tenía que hablar con
Abraham. En realidad, lo único que pretendía era experimentar el sentimiento
de libertad y emoción que se siente al dejar atrás la tierra y sus
complicaciones, contemplar la vastedad de las aguas y notar la invisible
fuerza de los vientos.
El breve viaje le permitió reponer las energías. Tras desembarcar, fue
directamente a Jericó para recrearse en su belleza y frescor, y visitar a su
querida hijita.
En poco más de un mes se trasladaría a Arimatea para la vendimia y Ela
volvería a bailar encima de la uvas.
Podía hacer aquello gracias al milagro...
Jesús, otra vez.

«Escuchad a vuestra hija», le había dicho María de Magdala. Cuando


llevaba varios días en la villa de Jericó, José se decidió a seguir el consejo.
Observaba los juegos de Ela con los dos perros que no habían enviado a
Arimatea. Eran aún cachorros y los esfuerzos de Ela por enseñarlos a
obedecer acababan casi siempre en el fracaso, en un amasijo de volteretas y
lametazos.—Me rindo por hoy —anunció riendo Ela.
Se echó agua de la piscina a la cara y a la cabeza y luego se sentó con las
piernas cruzadas a los pies de José, entregándose a uno de sus escasos
momentos de inactividad.
—Habíame de cuando Jesús te curó las piernas —le pidió José en voz baja
—. ¿Te las frotó o sólo posó las manos en ellas?
—No, nada de eso —respondió ella con una sonrisa—. Sólo dijo a Antíoco
que me pusiera en el suelo, de pie, y las piernas sostuvieron mi peso por sí
solas. ¡Me sentí tan feliz, abba!
—Sí, claro. Después de tantos años, notar que te aguantaban las piernas...
—No, abba, no —interrumpió con vehemencia Ela—. No estaba contenta
porque me sostuvieran las piernas. Bueno, eso fue estupendo, pero vino
después. Jesús me hizo sentirme feliz. Él estaba rodeado de ese sentimiento
especial, que me llegaba y entraba en mí. Todo se transformaba en algo
bueno. Aunque no se me hubieran curado las piernas, todo me habría parecido
perfecto.
—No te entiendo bien, Ela. —José sintió la necesidad imperiosa de
comprender las palabras de su hija.
—Es un poco difícil de explicar, abba. Yo no conozco palabras complicadas.
—Ela sacudió la cabeza antes de rectificar—. No, aunque las conociera, no me
servirían de mucho. Todo fue simple. Jesús estaba allí, todo era felicidad,
todo era como debía ser. Incluso yo. Sobre todo yo. El me quería. Como me
quieres tú, abba, y como te quiero a ti, pero con un amor más grande. Más
grande que el cielo.
»A él no le importaba que yo fuera una niña buena o mala. No le importaba
si era una niña o un niño. Le daba igual si tenía las piernas paralíticas o no. Si
no hubiera tenido piernas, o cabello, o incluso ojos, le habría dado igual. Él
quería a Ela, así, tal cual.
»También quería a Antíoco; yo lo sabía, pero no me paré a pensarlo. Lo
único que tenía claro era que a su alrededor había felicidad y que Jesús me
quería.
»Todavía siento lo mismo, siempre que quiero. Sólo tengo que quedarme en
silencio y dejar un espacio dentro. Entonces vuelve a repetirse. Soy feliz,
feliz, porque siento que Jesús me ama.
»Ojalá hubieras estado tú allí, abba. Tú no eres feliz como yo, y me
gustaría que lo fueras. Con esa felicidad todo es perfecto.
Con un nudo en la garganta, José abrió los brazos y Ela subió a su regazo
para abrazarlo.
—Yo te quiero, abba—dijo—. Y Jesús también te quiere, lo sé. Ya lo verás.
Un día encontrarás el silencio y dentro de ti se abrirá un espacio que él
llenará de felicidad.
José buscó el silencio interior y aguardó.Sin embargo, no experimentó la
sensación de la que hablaba Ela. Sólo acusaba una necesidad incipiente,
insondable, de imprecisa naturaleza.

Cuando regresó a Jerusalén para la reunión del sanedrín, solicitó consejo a


un sacerdote del templo. No seleccionó a Caifás, ni a Anas, ni a ninguno de sus
compañeros de tribunal, sino a un joven sacerdote que se había incorporado
recientemente al servicio de Dios en el templo.
—Me atormenta una necesidad —le explicó José—, y no sé de qué. Es
como un torbellino que se agita en mi corazón; si tuviera sonido, sería como el
tremendo rugido de un vendaval en alta mar. Pero carece de sonido y de
rumbo; es sólo una turbulenta agitación.
—Podría ser la voz del Altísimo —señaló el joven sacerdote—. Si fuerais
más joven, os enviaría al desierto, donde dicen que habla a los hombres.
—No soy joven —reconoció José—. Pero si Dios me llama, debo ir a Él.
Siempre me ha otorgado toda clase de bendiciones. No puedo darle la espalda
cuando me llama.
El desierto de Judea era una árida y amarillenta zona calcárea de
escabrosos peñascos y barrancos que abarcaba la franja comprendida entre
el río Jordán y las pedregosas colinas que ascendían hacia la región, más
elevada, donde se hallaba Jerusalén. El desierto se prolongaba hacia el sur,
bordeando el mar Muerto, más allá de la desembocadura del Jordán. Era una
gran extensión desolada y reseca, interrumpida sólo por escasos oasis, como
el de Jericó.
Para entrar en el desierto, José sólo tenía que salir de Jericó por el
camino de Jerusalén y después girar en dirección sur, hacia el mar Muerto.
Se detuvo un instante en el camino e hizo acopio de todo su coraje.
Llevaba un largo manto de lino provisto de una profunda capucha, para
protegerse la cabeza del implacable sol, y unas sandalias de gruesa suela que
le servirían de barrera contra el calor que despedía la arena. De su espalda
pendía un pellejo lleno de agua y, del cinturón, un paquete con dátiles, higos
secos y pan. En la mano llevaba un recio bastón.
En la mesa de su dormitorio había dejado un nuevo testamento y los libros
de cuentas donde se detallaban sus propiedades y el tesoro que tenía
guardado en el templo.
No había descuidado ningún preparativo. Sólo le quedaba aban-donar el
camino y adentrarse en la región donde, según la creencia popular, hablaba
Dios a las personas que lo buscaban.
José respiró hondo. Notó como si el aire caliente y seco le quemara los
pulmones. Después echó a andar por un barranco seco, entre resquebrajados
peñascos, hasta que llegó a una hondonada circular donde se acumulaba la
arena.
Caminaba despacio, entre brillantes columnas de calima, entregándose al
calor y a la luz cegadora del sol que reverberaba en la arena y en las
amarillentas colinas. Sabía que quienes se rebelaban contra el desierto
morían de sed o de una picadura de escorpión, o bien enloquecían. Sólo
sobrevivía el que era capaz de integrarse en él, igual que las cabras salvajes
que se alimentaban de los ralos matojos que crecían en las grietas de las
rocas.
En el desierto no había caminos. Sólo cabía vagar sin rumbo. No había
modo de prever dónde podía encontrarse a Dios. José procuraba caminar en
los retazos de sombra que formaban los salientes de las colinas y
mantenerse, dentro de lo posible, en terreno llano, bordeándolas. Aguardó a
que su sed fuera insoportable antes de descolgarse el pellejo de los hombros,
y cuando bebió el agua recalentada por el sol la mantuvo en la boca un rato
antes de engullir. Debía consumirla con suma prudencia, porque no podría
reponerla y, sin agua, una persona sólo duraba dos días, o tal vez menos.
Al anochecer, el sol caía en picado tras las colinas y enseguida oscurecía.
La ardiente arena pronto se desprendía del calor del día, y un frío intenso
invadía la desolada región. Cuando la luz del día comenzaba a menguar, José
buscaba un lugar resguardado. Entonces comía un bocado de pan, un higo o un
dátil, tomaba un trago de agua, se envolvía de pies a cabeza con el manto y se
acostaba, para dormirse con la esperanza de que iba a soñar. El Altísimo se
manifestaba en sueños a algunas personas.
No le ocurrió así a él. Al cabo de cuatro noches, comenzó a asaltarle la
desesperación y la rabia. ¿Qué autoengaño, qué vana ilusión le había llevado a
creer que Dios le hablaría, que se molestaría en presentarse ante un fatigado
viejo en aquel interminable yermo de tierra ardiente?
—Voy a volver —gritó con actitud retadora, entre sus labios resecos, al
terrible silencio que lo rodeaba. Ni siquiera el viento le trajo respuesta.
Trepó, a gatas, por la pared rocosa del alto peñasco junto al cual se había
refugiado para dormir. Aun cuando el sol apenas se hubiera asomado en el
horizonte, sería suficiente para orientarlo y, tal vez, bajo el arrebol de
aquella temprana hora lograría distinguir algún punto destacado de
referencia al mirar hacia el norte. Agobiado por la sensación de fracaso, se
habría puesto a llorar de no ser por la deshidratación, la cual le impedía
segregar lágrimas.Con el sol a la espalda, José se volvió hacia la derecha y
comenzó a bajar. A los pocos pasos, apoyó el pie en un saliente de débil y po-
rosa piedra caliza, que cedió a su peso. Cayó dando tumbos hasta chocar con
la arena del barranco.
No había perdido nada.
El bastón había caído cerca, la comida seguía prendida del cintu-rón y el
pellejo colgaba aún de su espalda.
No advirtió que éste había sufrido un pequeño desgarrón por el que
perdía, lentamente, el agua.
Emprendió la marcha hacia el norte, de vuelta a su casa y al tipo de vida
que le era habitual.
Ahora ya no vagaba. Seguía una dirección precisa, guiándose por la sombra
que proyectaba su bastón, hasta que al mediodía el sol alcanzó su cénit. Se
arrodilló en la arena, y entonces se percató de la hinchazón que tenía en la
rodilla en la que años antes había sufrido un esguince. Se ajustó la capucha y
abrió la bolsa de la comida. Esa vez comería en mayor cantidad, porque
necesitaba fuerzas para avanzar con rapidez. Se descolgó el pellejo del
hombro. Descubrió que estaba casi vacío y que tenía la parte posterior de la
capa empapada.
Sin dejarse llevar por el pánico, localizó el desgarrón y plegó el cuero para
que no siguiera perdiendo agua. Después se quitó la capa y sorbió el líquido
que la impregnaba.
Cuando la sombra del bastón volvió a indicarle la dirección, partió rumbo al
norte. Llevaba el pellejo metido debajo del cinturón, para preservar el resto
de su contenido. No podía haber llegado muy lejos durante cuatro días de
errático caminar. Le bastarían dos días de enérgica marcha para hallarse de
regreso, y todo el mundo sabía que un hombre era capaz de sobrevivir dos
días en el desierto, aun sin una gota de agua.
Trató en la medida de lo posible de no acusar el creciente dolor de rodilla.
La hinchazón iba en aumento y lo obligaba a aminorar el paso.
Cuando despertó a la mañana siguiente, apenas podía mover la pierna.
Tenía que arrastrarla, pero continuaba avanzando hacia el norte, siempre
hacia el norte, siguiendo la sombra del bastón.
Al mediodía estrujó el pellejo para obtener las últimas gotas de agua y
luego lo tiró.
A media tarde cayó en la cuenta de que había comenzado a seguir la
sombra como si fuera por la mañana, retrocediendo de nuevo hacia el corazón
del desierto.
Atormentado por el dolor, se apoyó en el bastón para dirigirse de nuevo
hacia el norte. Al primer paso, se le dobló la rodilla y cayó de bruces contra la
ardiente arena amarilla. Perdió el conocimiento mientras intentaba continuar
a rastras, siempre hacia el norte.Una alegre risa lo despertó. Se incorporó en
el acto. ¿De dónde venía? Le resultaba tan familiar aquella risa...
—José, querido, tienes un aspecto ridículo con el pelo y la barba
rebozados de arena. Parece que se te hubieran vuelto rubios. Sólo te falta
pintarte de azul y ya podrías irte a Belenón.
—¿Sara? ¿Sara, amor mío, eres tú?
—Por supuesto. ¿Quién sino te encontraría atractivo con la cara de color
azul?
Se hallaba de pie frente a él, a corta distancia, con su vestido celta
bordado de heléchos, el arpa en la mano, y las largas trenzas negras
cayéndole sobre los hombros.
José avanzó hacia ella, ansioso por abrazarla. Sara comenzó a tocar la
canción que le había cantado en su periodo mágico, al pie del acantilado de los
heléchos. No tenía forma de llegar hasta ella, por más pasos que diera.
—¿Qué haces aquí, Sara? Espérame, no sigas alejándote.
—Sólo he venido a verte, querido. Todavía ha de pasar un tiempo hasta
que nos reunamos. Tú tienes cosas qué hacer antes de morir. Nuestra hija te
necesita.
—¡Sara! ¡Sara! No me abandones. —José continuó avanzando, en pos de
ella. Sara penetró en uno de los espejismos creados por el calor, uno de
aquellos azules estanques de agua que enloquecen al sediento, y al instante se
esfumó.
»¡Sara! —gritó José con voz entrecortada a causa del dolor y la sed.
—No sé si esto son quejidos o balidos de cabra. Compórtate como un
hombre, José.
—¡Rebeca!
—No tienes muy buena pinta que digamos, José —dijo la abuela,
^sonriendo—. Sé cómo te sientes, pero no debes dejarte vencer por el
desaliento. Vamos, en marcha. Por aquí.
José avanzó primero a trompicones hacia ella y luego, cuando el dolor se
agudizó siguió a rastras. No supo nunca cuánto duró aquello, ni qué distancia
recorrió, ni si se hizo de noche antes o después de sumirse, agradecido, en la
negrura de la inconsciencia.
Esa vez soñó mucho. Tuvo sueños terroríficos: las flaccidas piernecillas de
Ela colgando de sus brazos; el niño fenicio, Asíbal, apretándose con las manos
las tripas que asomaban por el boquete que había abierto el cuchillo en su
vientre; su padre, blandiendo un puño amenazador, para luego caer con un
grito estrangulado a sus pies; la cabeza chorreante del Bautista, presentada
en una bandeja de oro y rodeada de un charco de sangre que se ensanchaba
hasta convertirse en un río, una catarata, un océano...
También tuvo sueños agradables: Augusto, jugando a las tabas en elsuelo
de su jardín; Micah, examinando a la luz la dorada tonalidad de una copa de
vino; él mismo, atándole las sandalias al niño de Roma que buscaba al Mesías;
Ela, corriendo sin cesar por la verde ladera de una colina...
—Bebed esto. Despacio. Yo os lo sostengo.
Un fuerte brazo le levantó la cabeza para que pudiera beber el agua
fresca que le devolvía el conocimiento. El agua era dulce y fresca, y la copa no
se vaciaba por más que bebía.
—Gracias —dijo José cuando quedó saciado. Se incorporó y volvió la
cabeza para ver quién lo había socorrido. Se sentía recuperado, pletórico de
energía. El hombre ya estaba de pie y se alejaba caminando.
—Seguidme —le indicó—. El camino queda por allí.
José se levantó y tomó el bastón del suelo. El desconocido se perdía de
vista tras una colina, pero había dejado un rosario de pisadas en la arena.
José se apresuró a seguirlas. En las huellas que conducían a una angostura
entre dos afiladas rocas amarillentas había gotas de sangre. Al otro lado se
encontraba el camino que conducía de Jericó a Jerusalén. El hombre no se
veía por ningún lado. Lo único que vio José fue un mojón en el que se indicaba
que faltaban cinco kilómetros hasta Jericó.
Al comprobar que se hallaba tan cerca de su hogar, José emprendió
camino a paso ligero, contento por haber dejado atrás el desierto y el peligro.
De repente se detuvo en seco. La rodilla apenas le molestaba, y la
hinchazón había desaparecido. De su cinturón colgaba una bolsa con pan
recién horneado y un frasco lleno de un vino ligero, delicioso.
Entonces José prestó oídos a lo que le decía su corazón. Sentía una
felicidad absoluta. Se sentó junto al mojón y, apoyado en él, comió y bebió,
sin pensar en nada, entregado sólo al placer de saciar el apetito.
Cuando llegó a la villa, Ela corrió hacia él y saltó a sus brazos para darle un
beso. José la abrazó con fuerza y, tras dejarla en el suelo, le retuvo la mano.
—Me he encontrado con tu amigo Jesús en el desierto —le dijo—. Es igual
como decías.

66

—Mostrasteis buena disposición a darme sermones y hasta trajisteis a


Tomás para que hablara conmigo, María, pero cuando adopte vuestro mismo
punto de vista y quise haceros preguntas, habíais desaparecido.—Me fui a mi
casa —contestó, entre risas, María—. Eso es algo muy natural en la gente,
José. Incluso vos lo hacéis.
José miró a su alrededor. María tenía una espaciosa casa en un extremo
del pueblo de Magdala. Al igual que las otras casas de la activa localidad de
pescadores, poseía una magnífica vista sobre las bellísimas aguas azules del
mar de Galilea. La suya presentaba, en cambio, una particularidad: tenía rejas
de hierro en las ventanas. Las puertas, además, estaban cerradas a cal y
canto, a pesar del sofocante calor del verano y de la refrescante brisa
marina que hubieran podido dejar circular. Eran una prueba del miedo del que
ella le había hablado, de las intrusiones y presiones que la habían llevado casi
al borde de la locura.
Antíoco había viajado con José. Primero a Arimatea, donde habían dejado
a Ela para que disfrutara de la vendimia, y después a Galilea, en busca de
María de Magdala. En ese momento se encontraba en el pueblo, hablando con
la gente y recabando información que pudiera ser de utilidad, tal como solía
hacer.
—¿Y qué comentario hizo Ela cuando le dijisteis que creíais en Jesús ? —
preguntó María a José.
—Dijo: «Es lo que esperaba, abba», como si fuera la cosa más natural del
mundo.
—Debe de conoceros bien.
Aquélla era una idea novedosa y desconcertante para José. ¿Cómo podía
comprender una niña de ocho años a un hombre de más de sesenta? Aunque,
bien mirado, ella era también hija de Sara, y Sara lo conocía mejor de lo que
se conocía él mismo.
—Habladme de Sara —pidió María cuando se lo comentó—. Siento
curiosidad por saber cómo era la madre de Ela.
—Podría hablaros de ella un día y una noche enteros, pero no sé si con ello
llegaríais a conocerla. Era muy menuda. Yo solía llamarla «mi gorrión». Tenía,
sin embargo, un corazón y un espíritu tan grandes como el universo. Era una
mujer de campo. Le agradaba contemplar el paso de las estaciones, el primer
verdor de la primavera, y también los tonos pardos que traía consigo el
verano. Le agradaba todo cuanto la rodeaba, tanto cosas como personas. Y
entre éstas sentía una predilección especial por mí, aunque no sé si lo
merecía. Yo buscaba complacer mis propios deseos y en una ocasión le causé
un gran dolor.
»No debéis pensar, cuando digo que a Sara le agradaban todas las cosas y
personas, que era ese tipo de mujer remilgada y dócil. Podía ser muy dura con
la gente, sobre todo conmigo. Pero no era la suya una dureza colérica. Por lo
general se burlaba de mí, con risas cariñosas, y me hacía ver mi necedad o
exceso de vanidad.José sonrió, mientras recordaba.
—La queríais mucho. Y también la respetabais, por lo que decís.
—Sí. Todavía la respeto. Siempre la respetaré. Sara nunca parecía
abrumarse por las nimiedades de la vida, por las miles de insignificancias que
las componen y que a veces parecen tan importantes en un momento
determinado. Ella era capaz de percibir lo esencial. Mi abuela era igual. Entre
las dos impidieron que yo me convirtiera en alguien aún más necio de lo que ya
era.
María se levantó para ir a buscar copas y vino.
—Brindaremos por Sara y por vuestra abuela. Incluso beberé a vuestra
salud, José de Arimatea. Dudo que os deis cuenta de que sois un hombre
fuera de lo común. La mayoría de los varones se mofarían ante la idea de que
un hombre deba respetar o admirar a una mujer por algo que no tenga que ver
con su capacidad para llevar la casa y darle hijos.
»Ése era uno de los rasgos más chocantes de Jesús. A él le gustaban
realmente las mujeres. No para acostarse con ellas ni para halagar su
vanidad. Veía a las mujeres como personas, provistas de cerebro, espíritu y
cualidades propias. Le gustaba hablar con nosotras, escuchar nuestras
opiniones, a menudo tan divergentes de las de los varones.
»Lo criticaron por tener mujeres entre sus seguidores. Yo no era ni de
mucho menos la única. Los hombres nos consideraban una carga y no nos
creían dignas de recibir el mismo trato que ellos, ni de que Jesús nos hablara
y escuchara. No es de extrañar que cuando conté a sus discípulos que había
resucitado, no me creyeran. Al fin y al cabo, yo no era más que una mujer.
—María... María, están aflorando los diablillos —bromeó José—. Tampoco
creyeron a sus dos compañeros que habían visto a Jesús. La resurrección no
es algo fácil de comprender, ya se sea hombre o mujer.
María lo miró con enojo, pero enseguida se apaciguó.
—Sólo si se es un niño —concedió a regañadientes.
—¿Querrá venir a abrir alguna alma caritativa a un pobre sediento? —
llamó Antíoco desde la ventana.
José lo hizo pasar y luego volvió a correr el cerrojo, porque sabía que
María tenía miedo de sus vecinos.
La mujer fue en busca de otra copa, para Antíoco, y comida para los tres.
Estuvieron charlando hasta bien entrada la noche.
José opuso resistencia a una de las principales propuestas de María. En
opinión de ésta, todos ellos debían desplazarse por el mundo para hablar a la
gente de Jesús, de su muerte y su resurrección. En este punto ella se mostró
inflexible: lo consideraba una obligación.—¿Para qué creéis que Jesús dejó
que lo crucificaran? No sólo se dejó, sino que incluso los incitó. ¿Acaso es
agradable que le atraviesen a uno la carne con clavos? Sufrió como no debería
sufrir nadie porque ése era el designio de Dios, la prueba de su amor por la
humanidad, un amor de tal magnitud que sólo Él puede abarcar. Contestadme
a esta pregunta, José. ¿Queréis lo bastante a alguien para exponer a Ela a los
padecimientos que pasó Jesús?
—Por supuesto que no. Vos no sois Dios. ¿Cómo podéis aventuraros
siquiera a imaginar cuáles son los designios del Altísimo?
—Jesús lo expuso a sus discípulos —intervino Antíoco—. El joven al que
confió a su madre me contó que Jesús dijo: «Era tanto el amor que Dios
sentía por el mundo que entregó a su Hijo Unigénito para que todo aquel que
crea en él no perezca y goce de la vida eterna.»
Los tres permanecieron en silencio un rato, en un intento por comprender
aquel insólito sacrificio.
Cuando María volvió a tomar la palabra, lo hizo con voz calmada.
—Nosotros somos de los pocos que podemos dar testimonio. Nos ha sido
concedido un don de incalculable valor, que podemos transmitir a todos
aquellos con quienes establezcamos contacto. Podemos decirles que hay vida
después de la muerte, que no sólo lo creemos sino que tenemos la certeza, y
que ellos pueden alcanzar la vida eterna, porque Jesús dio su vida por ellos. El
Hijo de Dios. Nosotros, personas normales, podemos mostrar a otros el
camino de la inmortalidad, librarlos del miedo a la muerte. Es algo
impresionante.
—Nadie nos creerá —objetó José, elevando el tono de voz—. Si no
creyeron a Jesús, ¿cómo van a creerme a mí, o a vosotros dos?
—Nosotros lo creímos —le hizo ver Antíoco—. Los tres. Sé que hay otros,
pero olvidémonos de ellos por el momento. Si cada uno de -nosotros convierte
sólo a tres personas, y estas tres a tres más, y así sucesivamente, la doctrina
puede llegar a extenderse por todo el mundo. Jesús así lo creía; tuvo que
creerlo. Después de que sus discípulos hicieran oídos sordos a las palabras de
María y al testimonio de dos de sus compañeros, Jesús se presentó ante ellos
y enseñó las heridas a Tomás. Al fin cuando estuvieron convencidos, les dijo
que fueran por todo el mundo y transmitieran la buena nueva de su vida y el
mensaje que él había traído del Padre.
—¡Y mira que son un atajo de mentecatos esos discípulos! —exclamó con
desdén María—. Si Jesús confía en ellos para propagar la buena nueva, no
debe de considerarlo tan difícil.
José y Antíoco intercambiaron una mirada y se echaron a reír. Fue una
sorpresa y una bendición para ellos que pudieran reír en tales circunstancias,
cuando estaban rememorando y hablando de algo que, como bien había dicho
María, era impresionante.Ella no se sumó a sus risas, pero tampoco las
reprobó.
—Está bien que riáis —dijo—. Debemos recordar, siempre, que Jesús
trajo un mensaje de gozo. La resurrección es una prueba del gozo eterno que
viviremos con él y con Dios cuando terminen las penalidades de la vida
terrena.
—Ela me dijo que a su lado se sintió feliz, hasta un punto que no hubiera
imaginado posible —comentó José—. Y esa sensación no vino después de la
curación, sino antes. Ella afirma que su presencia convertía el mundo en un
lugar de felicidad.
—¡Yo sentí lo mismo! —añadió Antíoco.
—Y yo —corroboró María—. En todas las ocasiones. Debo tenerlo siempre
presente y mantener vivo el recuerdo, para alejar de mí los demonios. —
Sonrió con tristeza—. Nos dijo, hacia el final de su existencia terrenal, que
dejaba la paz con nosotros. Estoy segura de que sabía lo mucho que iba a
necesitarla. Yo no soy una mujer apacible.
—Vosotros dos sabéis mucho más de Jesús que yo —señaló José—. Quiero
que me contéis cosas. Lo necesito, para así contestar a quien me pregunte.
Vos estuvisteis con él, María, y escuchasteis sus palabras. Tú has escuchado
a sus discípulos, Antíoco. Habladme de él.
José se enteró de un sinfín de milagros, algunos de ellos tan portentosos
que no los habría creído si él mismo no hubiera sido salvado en el desierto.
Ela era sólo una de las miles de personas que Jesús había sanado. Había
incluso resucitado a varios muertos.
—¿Cuántos panes? ¿Cuántos peces? ¿Para cuántas personas?
José abrió los ojos como platos al escuchar que Jesús había multiplicado
unos cuantos pedazos de pan y peces en comida suficiente para saciar a
millares de personas. No en vano, él sabía bien la gran cantidad de provisiones
con que tenía que dotar cada una de sus galeras para alimentar a la
tripulación.
Reaccionó con asombro al conocer los casos en que Jesús había
transgredido la ley, pero cuando María le dijo que Jesús se mantenía firme
en los puntos fundamentales de la ley, comenzó a comprender. El mismo
sentía desdén por las argumentaciones radicales, por las interpretaciones
inacabables en las que insistían los profesores como su propio hijo, Aarón.
—Jesús nos dijo —explicó María— que debíamos cumplir los
mandamientos: no matar, no robar, no levantar falso testimonio, honrar a
nuestros padres. Por lo general, hacía hincapié en los dos más importantes:
amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Según Él,
toda la ley se halla cimentada en esos dos.
—Eso mismo decía Hillel —comentó José—. Él era un buen hombre, a
diferencia de algunos doctores que conozco.Antíoco contuvo con un gesto la
pregunta que estaba a punto de formular María, pues sabía que, en su fuero
interno, José lamentaba la clase de persona en que se había convertido
Aarón.
María refirió a José una de las enseñanzas de Jesús, con un asomo de
hilaridad en la expresión.
—A un joven que se le acercó un día le dijo que no podría ser aceptado
como seguidor suyo si no vendía todas sus propiedades y entregaba el dinero
a los pobres.
—¿Todas? —repitió José, horrorizado.
—No os escandalicéis tanto, José —le contestó, riendo, María—. No
tendréis que mendigar el pan. Yo lo alimentaba a él y a sus discípulos con
comida que pagaba de mi propio bolsillo, y lo mismo hicieron otros cuyo
nombre podría daros. Lo que él dijo fue que muchos hombres adoraban las
riquezas en lugar de venerar a Dios. Todos conocemos muchos casos así. Si
indagando en vuestro corazón llegáis a la conclusión de que a vos os ocurre lo
mismo, tendréis que elegir. Confío en que llegaréis a la decisión correcta.
José se quedó pensativo.
—Mejor será que lo meditéis a solas —dijo María—. Es tarde, y todos
necesitamos descansar. Lo principal que debemos tener en cuenta es que la
noticia que propagaremos es una buena nueva que llevará el gozo a todos los
que nos escuchen. Les hablaremos del amor de Dios, de un amor inmenso como
no se atrevió a soñar antes el mundo. Un amor del que participa hasta la más
indigna criatura, con tal de que se avenga a aceptarlo.
José trató de reflexionar sobre su apego a la riqueza y el orgullo por
haberla conseguido, pero estaba demasiado cansado para concentrarse. Había
escuchado muchas ideas nuevas, material abundante para cavilar.
Se acostó en la cama, contento de hallarse allí. Antes de quedarse
dormido, tuvo el tiempo justo para rezar la oración que había aprendido esa
noche, la misma que Jesús había enseñado a rezar a sus seguidores.

Padre nuestro que estás en los cielos,


santificado sea tu nombre.
Venga a nosotros tu reino.
Hágase tu voluntad, así en la tierra
como en el cielo.
El pan nuestro de cada día,
dánoslo hoy.
Perdónanos nuestras deudas,
así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores.
Y no nos dejes caer en la tentación,
más líbranos del mal.

67

José despertó a la mañana siguiente con una idea que le pareció genial.
—Preparos a recibir una sorpresa, María —anunció—. Ya que tenéis la
bondad de darnos comida y alojamiento a Antíoco y a mí, voy a liberaros de
una parte de esa carga. No siempre fui armador de barcos; en mi juventud fui
un excelente cocinero de barco. De modo que hoy voy a encargarme yo de
hacer la compra y los preparativos de la comida.
—No sólo me habéis dejado sorprendida, sino pasmada, José —reconoció
María—. No obstante, aún conservo serenidad suficiente para aceptar el
ofrecimiento. —A continuación le entregó un cesto para llevar la compra.
José estuvo fuera varias horas. Oyendo hablar a María, Antíoco pensó que
aquella ausencia era francamente oportuna. Él era gentil y no tenía ciertos
problemas.
Cuando preguntó a María -si tenía pensado por dónde comenzaría a
divulgar la noticia de la resurrección de Jesús, la mujer se enzarzó en una
auténtica diatriba.
—¡A los judíos no pienso hablarles, no señor! Ese pueblo elegido de Dios,
como se autodenominan, desprecia a la mujer. A las escuelas puede asistir
quien quiera... siempre y cuando el niño sea varón, claro. Si, como en mi caso,
una mujer tiene un padre lo bastante excéntrico como para enseñarle a leer
la Tora, se le prohibe leerla en voz alta en la sinagoga, aunque en cambio
permiten hacer la lectura a hombres que tartamudean y se encallan.
»¿Y cuál es el centro de la vida judía, de nuestra religión, de la especial
alianza con Dios en que consiste nuestra buena ventura? Pues, el templo. El
templo, al final de cuyas escalinatas sacrificiales se yerguen un par de
imponentes puertas.
»¿Y para qué? Para impedir el contacto de las mujeres con Dios. Los
hombres pueden trasponerlas. Los hombres pueden ver el altar de Dios. Los
hombres pueden ofrecerle sacrificios y adorarlo. Los hombres pueden
presenciar las ceremonias.
»Las mujeres, por su parte, pueden hacerse a un lado para dejar pasar a
los leprosos hasta el rincón especial que tienen reservado en el atrio de las
mujeres. A los leprosos. Para los judíos, todas las mujeres son impuras, igual
que los leprosos. Con gusto diría a las mujeres de los judíos que existe un
Salvador, el Hijo de Dios, que no desdeña a las mujeres, que las admira y las
acepta por lo que son... personas; no objetos ni posesiones ni criadas ni
rameras dedicadas al servicio de los hombres que se casan con ellas.»Pero
darles esperanzas a esas mujeres equivaldría a entregarles una copa vacía, en
lugar de agua que aplacara su sed. Porque a sus hombres les ofendería y
enfurecería que pensaran que el Hijo de Dios las considera dignas de
atención, y las castigarían por ello. Tienen poder para hacerlo.
»Las mujeres necesitan oír el mensaje de las enseñanzas de Jesús. Se lo
merecen. Sin embargo, deberé buscar mujeres a las que no exponga al peligro
el mensaje que les llevo. En algún lugar del mundo existen tales mujeres.
Primero iré a Egipto. No hace mucho, era una mujer la que mandaba en
Egipto, y eso me lleva a pensar que quizá la mujer no se encuentre allí tan
sometida.
María temblaba de furia. Antíoco permaneció callado hasta que se
tranquilizó un poco.
—Me apetece beber agua —dijo, como si tal cosa—. ¿Queréis que os
traiga un poco?
—Sí, me vendrá bien —reconoció María.
Cuando hubieron vaciado los vasos, Antíoco dijo a María que le gustaría
acompañarla a Egipto, y antes de que ella se lanzara a proclamar su
independencia, se apresuró a explicarle sus motivos.
—A mí me compró como esclavo José cuando tenía la edad de Ela. Sucedió
en Alejandría. Él lo hizo movido por la compasión y la repugnancia que sintió
cuando mi amo me ofreció a él para que pasara un rato de «solaz». Un «solaz»
perverso, degradado, abusivo. Esos son los únicos recuerdos que guardo de
mis primeros años de vida. El dolor de las palizas, de la sodomía, que me
dejaban ardientes marcas en la piel o en los intestinos.
María emitió un gemido, horrorizada por lo que oía. Observaba,
petrificada, el apuesto semblante de Antíoco, la boca que con tanta - calma
relataba su historia, la mirada ardiente que contradecía su aparente
impasibilidad.
—Aunque no soy tan rico como José —decía—, algunas personas
considerarían que lo que he ahorrado suma una fortuna. Me gustaría
invertirla en salvar a esos niños y niñas que hoy en día son lo que no puedo
olvidar que fui yo. Puedo comprarlos, aunque no a todos. Para eso no bastaría
ni el tesoro de José. Aun así, puedo salvar a algunos, igual que me salvó él a
mí. Lo haré en nombre de Jesús y les enseñaré su doctrina, porque es él quien
me envía a ellos.
»Una vez hayan aprendido a no recelar de todas las personas, buscaré a
quien les enseñe a pescar, a trabajar la tierra, a tejer, para que cuando sean
mayores tengan un oficio con el que ganarse la vida, y luego les daré la
libertad.
—Yo os ayudaré —le convino María.José regresó con el cesto tapado con
un trapo y una mal disimulada sonrisa de regocijo en los labios. No dejó que
nadie más entrara en la cocina. Hasta la habitación donde Antíoco y María
aguardaban la sorpresa que él les había prometido, llegaban unos olores de
difícil identificación.
Primero llevó el pan y el vino a la mesa y les ordenó que tomaran asiento.
Luego apareció con una humeante cazuela que despedía un fuerte aroma a
miel y pimienta.
—Antes de empezar a comer, hay que cumplir dos trámites —anunció—.
Primero diré una breve oración de gracias y después vos, María, volveréis a
contarnos aquella anécdota en que los fariseos reprocharon a Jesús el no
haberse lavado las manos.
María y Antíoco cruzaron una mirada y luego cerraron los ojos, al tiempo
que José iniciaba la oración.
—Te damos gracias, Señor, a ti y a tu hijo Jesús, por las bendiciones que
derramas sobre nosotros, incluida la comida que vamos a tomar. Amén.
—Amén —respondieron María y Antíoco a coro.
—María —pidió José—, ahora os toca a vos.
—Si ése es el requisito para poder comer, deberé acceder. Estábamos
Jesús y varias personas más comiendo en una posada después de haber
recorrido muchos kilómetros a pie. Como no había jofainas, nos pusimos a
comer sin habernos lavado las manos.
»Unos fariseos que se encontraban allí nos lanzaron una andanada de
reproches. ¿Acaso desconocíamos las leyes sobre la pureza y la impureza?
¿Nos daba igual violar de esa forma la ley?
»Jesús se puso en pie para contestarles. Les dijo que ellos, los fariseos,
habían elaborado tantas leyes sobre la comida, tantas normas sobre lo que
era puro e impuro, llegando a dictar que una simple escudilla debía lavarse de
un modo distinto por fuera que por dentro, que un pobre hombre que
dispusiera de una sola escudilla o que no tuviera agua para lavar ésta o sus
manos tendría que morirse de hambre para demostrar que acataba la ley.
»La comida era sólo comida, afirmó, y sólo servía para alimentar el cuerpo.
No podía mancillar ni ser considerada impura, porque pasaba al estómago y
luego se defecaba. Lo que degrada a las personas no es lo que se incorpora
desde fuera, sino lo que sale de su interior, de su corazón, porque es allí
donde nacen las malas intenciones.
—Gracias, María—dijo José, pletórico de satisfacción.
—¿Qué hay en esa cazuela, José de Arimatea? —preguntó con recelo
María.
—Miel, dátiles, almendras, cebada y... cerdo —anunció de modo
ceremonioso José—. Toda la vida me he preguntado qué sabor
tendría.Antíoco rió a mandíbula batiente al ver cómo se armaban de valor
José y María antes de probarlo.
—No lo he encontrado en especial gustoso —dictaminó José cuando
hubieron acabado.
—Es que no estaba muy guisado, José —señaló Antíoco—. Casi todos los
cocineros añaden al cerdo sal, pimienta y cebollas para realzar su sabor.
Los higos frescos y los dátiles tuvieron una gran acogida después de aquel
experimento culinario. Mientras los comían, Antíoco informó a José de su
proyecto de ir a Egipto con María. José lo escuchó muy callado. Nunca había
imaginado su vida futura sin Antíoco.
—¿Tenéis alguna idea de lo que vais a hacer vos y Ela? —preguntó
entonces María.
—¿Ela?
—Por supuesto. La niña es un testimonio viviente, el mejor que pueda
existir. No sólo por su curación, sino porque sintió el poder de la presencia de
Jesús.
—Deberé pensarlo —dijo José—. Aún no me he planteado nada. Bueno,
ideé un discurso que podría pronunciar en el sanedrín, pero llegué a la
conclusión de que sería desperdiciar el tiempo.
—A buen seguro os harían azotar por blasfemia —vaticinó María.
No había amargura ni aspereza en su voz. Toda su energía mental se
centraba ahora en Egipto.
José no oyó el comentario, porque en su mente sonaba una tímida vocecilla
infantil. Volvió a ver al niño que perdía continuamente las sandalias, igual que
lo había visto en sueños en el desierto. «¿Sois el Mesías? —le había
preguntado el pequeño en la sinagoga de Roma—. Mi padre dice que todos
esperan la llegada del Mesías.»
José miró a sus dos amigos, que habían decidido cumplir su misión en
Egipto, y anunció con firmeza:
—Yo iré a Roma. Allí esperan al Mesías. Les diré que ya ha llegado y
comunicaré su mensaje de gozo a cuantos ansian oírlo.

68

Todos tuvieron que realizar los preparativos de modo apresurado, con el


fin de utilizar los barcos de José en su viaje. María les dijo que se reuniría
con ellos en Cesarea al cabo de un mes.
José contrató a tres mensajeros en Tiberíades para que fueran aCesarea
y avisaran a Stratos de que debían tener dos galeras listas para zarpar
después de que llegaran a puerto. Tomó la precaución de mandar tres, porque
los mensajeros en ocasiones no llegaban a su destino. De todos modos, la
distancia no era larga y el camino no era especialmente peligroso.
—Podíais haber utilizado uno de los correos de Antipas —comentó Antíoco
—. ¿Por qué no se lo pedisteis?
—Porque no quería verlo. Entonces tendría que haberme quedado varios
días, que no habrían sido agradables ni para él ni para mí, y pasar como
mínimo unas horas con Herodías. Desde el episodio de la cabeza del Bautista,
me he mantenido al margen. Herodes Agripa hizo bien en irse a Damasco y
solicitar la protección del gobernador romano de Siria.
José y Antíoco cabalgaban en cabeza, a corta distancia de los guardias
que habían contratado y, como de costumbre, charlaban en voz baja para que
éstos no los oyeran. Tenían muchas cosas que decirse, porque dentro de un
mes se despedirían, seguramente para no volver a verse más, después de
haber pasado más de cuarenta años juntos.
A los dos se les antojaba imposible la separación y les costaba hablar de
ella. Para José, aquella exigencia de fidelidad para con el Evangelio de Jesús
era mucho más dolorosa que la perspectiva de abandonar su vida de riqueza y
poder. Si bien no era inconcebible que algún día recuperara ese tipo de vida,
en cambio tenía la certeza de que nunca volvería a encontrar un amigo como
Antíoco.
—¿Hablaréis en Arimatea de Jesús y de vuestra misión de propagar el
Evangelio? —preguntó Antíoco.
—Tengo que hacerlo, ¿no? ¿Qué clase de misionero sería si no comunicara
la buena nueva a mi propia familia?
—¿Queréis que yo también sirva de testimonio?
—Te lo agradecería. La verdad, Antíoco, es que estoy asustado. No sé qué
decir. Yo carezco de elocuencia. Estoy acostumbrado a dar órdenes.
—Tened presente lo que dijimos en Magdala —recordó Antíoco para
animarlo—. Cada uno de nosotros debe convencer sólo a tres personas, y ya
habrá cumplido la obra de su vida.
—¿Puedo contar a Ela? —preguntó José, medio en broma.
—El mismo astuto comerciante de siempre, ¿eh? No vais a cambiar así
como así, José.
—Tengo miedo, Antíoco. Es una sensación nueva para mí.
—Lo comprendo. A mí me ocurre igual. Las cosas serán más sencillas
cuando no deis la apariencia de un hombre rico, que va acompañado de
guardias para protegerse. Ninguna persona del pueblo confía en alguien que
demuestra desconfianza a su vez.—¿De veras crees que los perros
sustituirán con eficacia las escoltas?
—Serán aún más eficaces. Estoy convencido. Los hombres saben a qué
atenerse cuando luchan contra otros hombres. Los perros son algo más
imprevisible y desconocido.
—¿Y estás seguro de que lograré controlarlos?
—Estoy seguro de que Ela sí puede.

En Arimatea, los hermanos de José, sus hijos y esposas escucharon sus


explicaciones sobre Jesús con el respeto debido al cabeza de familia.
Después, con prudente tono contenido, Amos habló en nombre de todos ellos.
—Nosotros somos saduceos, José. Ya sabes lo que eso significa. No
creemos en un mesías, ya sea acompañado de un ejército o colgado de una
cruz.
En la sinagoga del pueblo, la reacción fue más visceral.
—El verdadero Mesías nos liberará de los romanos. Y de los te-
rratenientes.
Cuando salían del pueblo, al día siguiente, José y Antíoco oyeron un coro
de gritos de niños.
—Ha mancillado nuestra sinagoga llevando a un gentil.
Desde un tejado cayó una lluvia de piedras, que no hicieron blanco en ellos
por poco.
—¡Soltad a los perros! —ordenó José.
—Recordad las palabras de Jesús —lo contuvo Antíoco—. «Al que te pegue
en una mejilla, preséntale también la otra.»
—No puedo hacer eso —gruñó José—. No puedo ser fiel a mis creencias y
seguir sus enseñanzas.
Ela, que iba delante de José, en el mismo caballo, se volvió hacia él.
—Abba, no estés triste. Jesús te hará feliz. Imagina que cabalga con
nosotros y te sentirás mejor. —Lo decía con tal convicción, que José fue
incapaz de replicar nada.
—Intentadlo, José —insistió con suavidad Antíoco.
José siguió su consejo, pero enseguida le vino a la memoria la imagen del
hombre muerto y derrotado en la cruz, y su melancolía se acentuó aún más.
Entonces Ela comenzó a balancear la cabeza con somnolencia. José la
rodeó con un brazo y por un instante sintió el apoyo y la seguridad brindadas
por el brazo que lo sostuvo en el desierto para que bebiera el agua que le
salvó la vida.
Las dudas y la desesperación desaparecieron. Iba a hacer algo difícil, tal
vez imposible, pero correcto. Aunque cabía la posibilidad de que no
encontrara a tres personas dispuestas a escucharlo y otorgarle crédito,
debía intentarlo. Aquélla era su misión, la acción más importante y valiosa que
llevaría acabo en toda su vida.

José se detuvo en Jerusalén mientras Antíoco, Ela y los perros proseguían


hacia Jericó. Fue en busca de Gamaliel, su compañero del sanedrín, el nieto
de Hillel.
—Querría pediros un gran favor —le dijo—. Ya sabéis que poseo varios
barcos, aunque no creo que sepáis cómo opera mi flota. —A continuación
explicó al joven maestro el sistema de reparto de beneficios al cincuenta por
ciento que aplicaba.
—Voy a abandonar Judea y no sé cuando regresaré, si es que regreso.
Desearía que vos recaudarais los beneficios de mis barcos y los
distribuyerais entre los pobres y los menesterosos.
En el semblante de Gamaliel se pintó una visible perplejidad.
—¿Lo haréis? —preguntó con ansiedad José, que de antemano había
contado con Gamaliel para aquella tarea.
—Quiero preguntaros algo, José de Arimatea. ¿Sois seguidor del
Nazareno? Se dice que cedisteis vuestra propia tumba para que lo en-
terraran.
—Sí, intento seguir sus enseñanzas y hablar a la gente de Él.
—Y vais a entregar vuestro dinero a los pobres. —Gamaliel adoptó un aire
pensativo—. Ojalá hubiera conocido a ese Nazareno. Su poder supera cuanto
me animaron a creer. Me dijeron que sus discípulos son hombres sencillos,
campesinos galileos.
—Yo no soy un discípulo, rabino; sólo lucho por ser un creyente.
—Me impresiona esa lucha, José. Es admirable que renunciéis a vuestras
riquezas por la memoria de un curandero muerto.
—¡Pero si Él no está muerto! —afirmó José con repentina fortaleza—. Se
levantó de la tumba y está con su Padre, que es Dios.
—Envidio vuestra pasión, José —dijo Gamaliel tras escrutar el rostro de
José—, aunque me sea imposible compartirla. Será para mí un honor
distribuir vuestras ganancias, como lo es el que hayáis depositado en mí
vuestra confianza para cumplir tal cometido.

Después de su encuentro con Gamaliel, José se dirigió al templo, donde


ofreció un sacrificio para agradecer a Dios que le hubiera concedido un
propósito y una misión que darían sentido al tiempo que aún le quedaba de
vida. La magnificencia y belleza del ritual y de la música tuvieron un efecto
apaciguador en él. Con angustia, cayó en la cuenta de que los echaría de
menos cuando ya no pudiera presenciarlos.
Le quedaban, no obstante, muchas cosas por hacer y no se demoró. Tomó
una parte del capital que guardaba en el tesoro del templo y se dirigió a su
casa. Allí ordenó a los esclavos, muchos de los cuales eran absolutos
desconocidos para él, que acudieran al atrio. Entonces les comunicó que iba a
darles la libertad, junto con una bolsa de oro para que emprendieran una
nueva vida.
—Podéis recoger ahora mismo el documento de manumisión y la bolsa.
Están aquí, en esta mesa. Podréis seguir ocupando vuestras habitaciones en la
casa durante veinte días más.
Sus preguntas y expresiones de agradecimiento lo mantuvieron ocupado
durante buena parte del resto del día. Después José se dispuso a cumplir la
tarea más dura de todas.
A diferencia de los esclavos, su hijo lo trató con frialdad y enojo.
—No te considero mi padre —le dijo—. No observas la ley, y te desterré
de mi vida hace mucho tiempo.
Se negó a dejarle ver a sus nietos, pero sí aceptó los abultados sacos de
oro que le entregó José para que se los hiciera llegar como herencia.
Después José cenó en la elegante vinatería con jardín adonde lo había
llevado Micah tanto tiempo atrás.
«Es duro, Señor —dijo en silencio a Jesús. O tal vez era a su Padre, o a
ambos—. En el pasado disfruté de riquezas mucho más valiosas que el oro.
Nunca volveré a ver a Micah ni a Eleazar ni a Alejandro ni a Filón. Ni tampoco
a Antíoco, mi hermano del alma. He cortado amarras con mi familia, salvo con
mi querida Ela; también Arimatea quedará atrás, con su cúmulo de recuerdos.
Pronto me alejaré del templo también. Os ruego que este sacrificio sea de
vuestro agrado y que me acompañéis en mi misión. Necesito vuestra fortale-
za, porque dudo de la mía.»

La mañana antes de partir hacia Jericó ofreció un sacrificio en el templo.


Cuando atravesaba el atrio de los gentiles, de camino a la salida, un grupo de
gente se hallaba congregado en torno a un hombre alto y de aspecto rudo,
que predicaba. Se sumó al gentío y no tardó en concluir que aquel hombre
debía de ser Simón, a quien Jesús había impuesto el nombre de Pedro. El
público escuchaba, absorto, el relato del momento en que Jesús ascendió a
los cielos.
—Alzó las manos y nos bendijo. Vimos sus sagradas heridas. Su actitud
amorosa nos regocijó los corazones aunque nos dejara, porque sabíamos que
volvía a la casa del Padre. Yo os digo, hermanosmíos, que Jesús es vuestro
Salvador, como lo es mío. Él pagó por vuestros pecados ofreciendo en
sacrificio su vida. Él os concederá la vida eterna, si creéis en Él y lo aceptáis
como vuestro Salvador. Yo estuve con Él, viajé con Él y fui testigo de los
milagros que obró. Ahora os contaré el del ciego al que curó en el atrio del
templo...
José constató entonces que la llamada de Roma que había escuchado en
sueños era justa y acertada.
Aquel elocuente, vigoroso e imponente hombre era un galileo y, como tal
tenía el peculiar acento de aquella región; un acento del que se mofaban las
acomodadas personas de la ciudad alta de Jerusalén con la que él solía tener
trato. Los hombres que se arracimaban en torno a Pedro no eran, sin
embargo, gente de ciudad, y menos de la ciudad alta. Eran gente del campo,
como Pedro, dispuesta a prestar oídos a alguien de su propia clase.
No habrían escuchado, en cambio, a José de Arimatea, un hombre rico que
se hallaba instalado en un mundo inaccesible para ellos, un hombre que no se
sentiría cómodo en el entorno en que ellos vivían.
En Roma, por el contrario, el acento de Pedro y hasta su propio idioma, el
arameo, habrían resultado ininteligibles. José conocía el latín; no a la
perfección, pero sí lo suficiente para hacerse entender. Él podía, con la ayuda
de Dios, realizar en aquella ciudad la labor que llevaba a cabo Pedro de Judea.
Estas reflexiones le levantaron mucho el ánimo. Estaba ansioso por
emprender su misión.
Al ver el mojón que había a cinco kilómetros de Jericó, volvió a
maravillarse por el milagroso rescate de que había sido objeto en el desierto.
Cuando llegó a la villa de Jericó, Ela corrió a su encuentro.
—¿Vamos a irnos a Roma ya, abba? Tengo muchas ganas de irme.
—Pronto, Ela. Te lo prometo. Yo también quiero ir.

Fue sencillo preparar el equipaje, porque éste se reduciría a lo im-


prescindible. Ela llevaría consigo el arpa. José, un espacioso cinturón para el
dinero y un cesto de material flexible con túnicas y sandalias de repuesto, un
pergamino en el que había anotado los dichos de Jesús que había aprendido
en Magdala y los pergaminos que le habían dado Augusto y Tiberio.
Ya estaba todo casi a punto. Antíoco había ido familiarizando a José con
los cuatro perros y los había adiestrado para que obedecieran las órdenes
necesarias.Cuando le llegó la noticia de que Poncio Pilatos se había instalado
en Jerusalén para presidir el tribunal, como todos los meses, José se dispuso
a actuar. Se trasladó a Jerusalén y allí se bañó y se vistió, por última vez, con
una lujosa túnica y un manto de seda para visitar a Pilatos en sus aposentos
del palacio de Herodes.
Únicamente el procurador romano contaba con el poder y las conexiones
en Roma que José necesitaba. Tenía que transferir la mayor parte de su
fortuna al tesoro imperial de Roma. Era demasiado arriesgado desplazar
tamaña cantidad de oro, pero Pilatos podía tomar posesión de él y enviar, por
correo imperial, la autorización para que José recibiera en Roma una suma
equivalente.
José no ignoraba que Pilatos «perdería» cierta parte del oro por el camino
y tenía, asimismo, la certeza de que no pondría reparos a su petición,
precisamente porque la «pérdida» iría a parar a su caja fuerte personal.
Todo se desarrolló según las previsiones de José.
Tras efectuar un generoso donativo al templo, José se llenó el cin-turón y
fue caminando —en compañía de los guardias del templo— junto al carro
cargado de oro hasta el palacio, donde Pilatos le entregó un recibo y le deseó
buen viaje. Después volvió al templo para ofrecer un último sacrificio de
purísimo incienso antes de regresar a su casa.
Antíoco y Ela lo esperaban allí, con los perros y los cestos del equipaje
preparados.
—¿Listos para la aventura? —preguntó al entrar.
—¡Listos! —respondieron los dos.
Los perros confirmaron con ladridos su buena disposición.
José volvió a vestirse con sencilla ropa de lino y regaló los ropajes de seda
a uno de los esclavos que aún quedaban en la casa.
Luego el reducido grupo de aventureros dijo adiós a Jerusalén. En casa de
Abigail, los perros provocaron un alboroto casi comparable al que antaño
producían los hijos y nietos de ésta. La anciana mantuvo abrazado a José unos
instantes.
—Intento aferrarme a la historia que me contaste, José, sobre tu
Redentor resucitado. La idea de volver a ver a mi madre Rebeca en el cielo
me da deseos de creer, pero es difícil.
—Lo sé, Abigail. A mí también me resulta difícil muchas veces. Sin
embargo, sé que allí está la verdad.
Abigail dio un beso a Ela y después a Antíoco.
—Marchaos ya —dijo—, antes de que me ponga a llorar. Que Dios os
acompañe.
—Amén —convino José, antes de dar un beso de despedida a su tía.
Una vez fuera de la casa, la misma donde había vivido su abuelo,José se
detuvo a contemplar la magnífica estampa dorada y blanca del templo. Nunca
más volvería a verla.
Luego dirigió sus pasos hacia la puerta de Damasco, para salir al mundo.

Las galeras aguardaban en Cesarea. También los esperaba María de


Magdala, que ardía de impaciencia. José dio a Stratos instrucciones y
autorización para entregar sus beneficios al encargado de la sinagoga con
objeto de que éste los hiciera llegar a Gamaliel.
—No robes mucho más de lo habitual, viejo amigo —dijo José al obeso
griego.
Stratos lo abrazó con lágrimas de emoción.
En el muelle, José y Antíoco se miraron, incapaces de expresar con
palabras lo que sentían.
—Vamos, acabad ya de una vez —los reprendió María.
Los dos hombres se abrazaron.
—Has sido más que un hermano para mí, Antíoco. Siempre pensaré en ti.
—Y vos, José, me habéis demostrado que los hombres pueden ser buenos.
Nunca se apagará mi amor por vos.

El barco con destino a Puteoli salió del puerto, seguido a corta distancia
por la nave que iría a Alejandría. Todavía estaban muy cerca cuando se
hincharon sus grandes velas rayadas y se retrajeron los remos. José y Ela
agitaban las manos en cubierta, respondiendo a los saludos de Antíoco y
María.
Después los timoneles imprimieron un cambio de dirección. Uno viró hacia
babor y el otro hacia estribor. Los barcos siguieron un curso divergente: uno
rumbo norte, hacia Italia, y el otro, rumbo sur, hacia Egipto.
La aventura había dado comienzo.
69

El barrio judío seguía igual como lo recordaba José: oprimido por los
destartalados edificios que impedían la entrada del sol en el tupido amasijo
de calles. José había resuelto instalarse allí con la gente aquien se había
propuesto hablar de Jesús, el Mesías. No obstante, como le parecía
agobiante la perspectiva de vivir en uno de los exiguos apartamentos de los
pisos superiores, decidió buscar una vivienda en una planta baja, con un patio
para los perros.
Había cubierto navegando, junto con Ela y los perros, la totalidad del viaje
hasta Roma. Después de que su galera los dejara en Puteoli, alquiló un espacio
en un barco de cabotaje con destino a Ostia, y allí pagó pasaje en una
barcaza que remontaba el Tíber hasta la capital.
Ela estaba encantada con el mar, de lo cual él se felicitaba, y también
ambos habían disfrutado mucho del trayecto por río. Todo el viaje había
estado presidido por una atmósfera festiva y placentera, sin sombra de
preocupación por el posible éxito o fracaso de su misión.
Ahora lo dominaba, sin embargo, el abatimiento y la aprensión. Por primera
vez se alegró de tener a los cuatro perros junto a él. Aunque éstos eran
dóciles y obedientes, y no ladraban ni tiraban de las correas con que iban
sujetos, tenían un aspecto tan fiero que los transeúntes les cedían el paso en
las calles.
José preguntó en las panaderías, vinaterías y tiendas de víveres acerca de
alguna vivienda en alquiler. La suerte le fue propicia, porque en el noveno
establecimiento donde entró le informaron de que había un edificio que se
acababa de construir.
Con seis pisos, éste era el más alto de la manzana, y los apartamentos más
elevados, y por tanto más baratos, se encontraban alquilados incluso antes de
que se iniciaran las obras. En la planta baja había dos apartamentos
espaciosos. José se quedó con el mayor, poniendo como excusa a los perros,
aunque en el fondo sabía que él y Ela no necesitaban las ocho habitaciones de
que disponía la vivienda.
El edificio era de madera, la cual desprendía un potente olor a resina.
José sabía que no transcurriría mucho tiempo antes de que la madera,
demasiado verde, comenzara a alabearse, pero en su opinión merecía la pena
correr ese riesgo a cambio de aspirar aquel agradable aroma a bosque.
Además, dado que no tenía una idea clara de cuánto tiempo permanecería en
Roma, habría sido fútil preocuparse por el hecho de que la madera fuera a
deformarse. Necesitaba un lugar donde vivir y ya lo tenían.
Ela se divirtió mucho comprando la ropa de cama, y también los cuencos y
ánforas para el vino, el agua y la leche. Estaba entusiasmada con todo.
No había cocina, puesto que la ley romana prohibía cocinar en las casas de
vecinos debido al riesgo de incendios que representaba. El hecho de tener
que comprar la comida en una tienda y llevarla a casa para comer le pareció a
Ela una apasionante aventura.También encontró genial la fuente que se
hallaba en la esquina, a la que acudían a buscar agua las mujeres y los niños.
No cabía duda de que los perros coincidían con ella. Estuvieron bebiendo y
remojándose con placenteros jadeos en la taza mientras ella compraba un su-
culento guiso para la cena.
Después de comprar aceite para las lámparas, los viajeros de Judea se
instalaron al fin en su flamante casa.
—¿Tienen que vivir los perros en el patio, abba? Quizá se sientan solos y
asustados estando en un sitio nuevo.
—A una niña también podría ocurrirle lo mismo. ¿Es eso lo que quieres
decir?
—Normalmente duermo con uno cada noche, ya sabes. Lo he hecho desde
que eran pequeños.
Había transcurrido mucho tiempo desde que se iniciara aquella costumbre,
y estos perros debían de ser por lo menos bisnietos de los primeros
cachorros. Ela lo sabía, y también José.
—¿ Cuál crees que necesitará más tu compañía? —preguntó, muy serio,
José.
En el tiempo que había pasado con su hija durante el viaje, había
aprendido a seguirle la corriente en su manera, juguetona, de plantear las
cosas.
Ela fingió ponderar la respuesta con la misma seriedad con que José había
formulado la pregunta.
—Jaffy —convino al fin—. Iré a decírselo.
Antíoco había ayudado a Ela a poner nombre a los perros. Todos
comenzaban por «J», porque José era, por así decirlo, su padre, y co-
rrespondían a nombres de ciudades y ríos de Judea, para que así recordaran
su lugar de origen. Jaffa, Jordán, Jabbock y Jericó se habían transformado
pronto en Jaffy, Jordy, Jabby y Jerry.

Con el perro hecho un ovillo junto a sus pies, Ela sonrió a su padre.
—Gracias, abba —dijo con un bostezo—. ¿Qué haremos mañana?
Pese a que aún no había cumplido los nueve años, José había aceptado a
Ela como una compañera, en pie de igualdad con él, en aquella aventura. En
Arimatea había mantenido una larga conversación con la niña.
—Ela, voy a hablarte como a una persona mayor, porque debes tomar una
decisión como si fueras una persona mayor. Yo creo que Jesús y Dios quieren
que vaya a Roma. Hace algo más de diez años, el emperador de Roma dijo que
iba a expulsar a muchos, muchísimos delos judíos que viven en Roma. Yo logré
hacerlo cambiar de parecer, y los judíos de Roma quedaron impresionados.
Por eso creo que quizá me escucharán cuando les hable.
»Voy a explicarles cosas de Jesús, a decirles que es el Mesías. Les diré
que resucitó de entre los muertos, para demostrar que su Padre, Dios,
concederá la vida después de la muerte a todos los hombres.
»A la gente le costará mucho creer lo que yo les diga. Quizá se enfaden e
intenten hacerme daño, o tal vez me echen. A ti te pasará lo mismo, si estás
conmigo.
»Pero tú no tienes que estar conmigo por fuerza, Ela. Puedes quedarte con
tus primos y tus tíos aquí, donde te diviertes tanto. Seguramente serás más
feliz aquí.
—¿Tú quieres que vaya contigo, abba? ¿O prefieres irte sin mí?
—Me gustaría tenerte a mi lado más de lo que puedas imaginar, mi querida
niña —respondió José con un nudo en la garganta—. Pero en este caso no
cuenta lo que yo quiera. Eres tú quien debe decidir.
—Yo quiero estar contigo, así de claro. Tú eres mi abba y te quiero.

De modo que ahora se encontraban juntos, en Roma, como compañeros.


José respondió con todo lujo de detalles a la pregunta de su hija. Al día
siguiente, dijo, cruzarían el río e irían a la ciudad. Allí había gente que
trabajaba para él y le proporcionaría información que tal vez les resultaría de
utilidad.
Después irían a los baños. Aquellos baños eran muy distintos de los de
Israel. Allí había mucha gente, e incluso espectáculos, música, juegos
malabares, animales...
También pasearían por la ciudad, porque en Roma había muchas cosas
fascinantes que ver.
Con todo eso, tendrían ocupado el día entero y sólo les quedaría volver a
casa e ir a comprar la cena para ellos y los perros.
Al día siguiente irían a visitar a una familia romana, con el fin de que Ela
conociera a algunos amigos de su abba.
Después, el sabbath, irían a la sinagoga, a hablar de Jesús.
—Ahora, a dormir. Mañana será un largo día. —José dio un beso de buenas
noches a su hija. Cuando ésta se quedó dormida, él permaneció aún un buen
rato a su lado.
Sí, Ela era una auténtica compañera, pero no se lo había explicado todo. La
visita al hijastro de Berenice, Marco, era mucho más importante de lo que le
había dado a entender. José esperaba que en caso de ocurrirle algo a él, el
senador Marco Emilio Flavio protegiera a Ela y la hiciera llegar sana y salva
junto a su familia, a Judea. Deseaba hablar de ello con Marco antes de
exponerse a posibles peligros predicandoen la sinagoga. Si en Arimatea le
habían arrojado unas cuantas piedras, cabía la posibilidad de que en Roma
recurrieran a métodos más expeditivos.

Marco y su familia seguían viviendo en la casa que había heredado de su


padre, aquella que José siempre consideraría el hogar de Berenice.
—¿De verdad que es Helena?
Marco y su esposa no daban crédito a sus ojos. La última vez que habían
visto a la hija de José, ésta contaba sólo dos años de edad y era una patética
criatura con las piernas paralizadas.
—Ahora se llama «Ela», pero es la misma.
—¿Quién fue el médico que obró el milagro?
—Sí, fue un auténtico milagro. Por eso he venido a Roma, a hablar a la
gente de ello.
—Ah, comadme —pidió Cornelia—. Nosotros también tenemos una hija, y
me preocupa sobremanera el que pueda enfermar. Ella no tiene la fortaleza
de Julio.
—Se llama Jesús de Nazaret —respondió José, incómodo. No había ido a
Roma a predicar a los aristócratas gentiles.
—Ah, está en vuestro país —dijo, desilusionada, Cornelia—. De poco me
servirá aquí en Roma.
Por un instante José se sintió tentado de decirle que podía servirle de
mucho, de referir todo a ella y a Marco.
El instante pasó y Marco se puso a hablar de su hijo Julio. Sentía un
comprensible orgullo por el chico. Éste había comenzado a llevar la toga viril
recientemente, al cumplir los quince años de edad, y ya era oficial de la
guardia pretoriana.
La guardia pretoriana. ¿No era...? José dejó sin concluir la pregunta.
Sí, confirmó Marco. Sejano era el comandante de la guardia.
—Llegará el día —aventuró con un suspiro— en que me diga qué quiere a
cambio de haber aceptado a Julio en la guardia. Me despierto todos los días
con ese temor.
Cornelia le indicó que bajara la voz. Miraba a su alrededor, para
comprobar si escuchaba algún sirviente.
José constató que era cierto lo que le habían dicho sobre el poder
imparable de Sejano. Era peligroso hacer el más mínimo comentario contra él.
—Cornelia —dijo—. Os agradecería que presentarais a Ela a vuestra hija
Flavia. No conoce a ninguna niña en Roma, pues llegamos hace dos días.Cuando
se quedó a solas con Marco, le explicó el auténtico motivo de su visita.
Por supuesto que cuidaría de Ela, le aseguró Marco sin dudar. ¿Pero de
veras creía que estaba en peligro? ¿De quién tenía miedo? ¿Podía hacer él
algo para ayudarlo?
—Sois digno hijo de vuestro padre, Marco, un auténtico patricio romano.
Debe de estar orgulloso de vos. Yo me enorgullezco de teneros por amigo.
Aquellos elogios causaron a Marco una mezcla de embarazo y satisfacción.
Se puso tan nervioso que olvidó seguir preguntando por el posible peligro que
corría José.
A José le vino de mil maravillas no tener que darle más explicaciones.

José y Ela salieron del apartamento para ir a la sinagoga. Él preveía que


tardaría en encontrarla, por más orientaciones que le dieran los transeúntes.
Así fue. El servicio ya había comenzado cuando llegaron. José miró en
derredor y no vio ninguna cara conocida. Once años era mucho tiempo. Todo
el mundo había envejecido, incluido él.
Cuando llegó el momento en que cualquiera de los fieles podía solicitar la
palabra, José se puso en pie. Sentía la boca seca como el esparto.
—Me llamo José de Arimatea —dijo—. He venido desde Jerusalén. La
última vez que estuve aquí, conseguí, con la ayuda de un amigo, la revocación
de un decreto del senado que habría obligado a partir hacia Cerdeña a miles
de judíos.
En toda la sala se produjo un coro de susurros y murmullos. Eran muchos
los que lo recordaban, y muchos más los que habían oído hablar de él.
José elevó la voz, para que lo oyeran todos.
—Guardo un grato recuerdo de un niño que perdía continuamente las
sandalias...
—¡Era yo! Lo recuerdo —exclamó, levantándose como un resorte un alto y
corpulento joven.
—Siéntate y permanece callado, Samuel —le ordenó el hombre que tenía al
lado. Samuel obedeció.
—Me alegra volver a verte, Samuel —dijo José, y dirigió una sonrisa al
entusiasta joven—. Quizá también recuerdes lo que me dijiste en aquella
ocasión. Yo jamás lo olvidaré. Me dijiste que tu padre esperaba la llegada del
Mesías.
»Por eso he venido aquí ahora. Para anunciaros que el Mesías hallegado. No
ha sido como muchos esperabais, pero yo puedo dar testimonio de su venida.
Se llama Jesús de Nazaret...
Mientras hablaba, José percibía la creciente consternación que invadía a
la gente que tenía a su alrededor. No le atacarían, porque era el hombre que
los había salvado de ir a Cerdeña. Pero ahora temían que se hubiera vuelto
loco y lo consideraban blasfemo. Algunos observaron con nerviosismo que
podía atraer la ira de Dios sobre ellos.
José advirtió que alguien le tiraba de la manga. Era Ela, que lo miraba con
el rostro resplandeciente.
—Abba, ¿puedo hablarles? No entienden lo que les dices, pero mi historia
es mucho más simple.
¡Claro!, se dijo José. ¿Acaso no se había valido el propio Jesús de los
milagros para hacer que la gente creyera?
—Os ruego —se apresuró a pedir a la congregación— que escuchéis a mi
hija.
Entonces subió a la niña al banco donde estaban sentados. Entre el si-
lencio causado por el estupor, la voz de Ela sonó como una dulce música.
—Me llamo Ela —dijo—, y Jesús me curó las piernas paralíticas con un
milagro. Desde que nací 'no podía caminar ni mantenerme siquiera en pie.
Ahora corro y bailo gracias a Él.
Todos la escuchaban con gran atención.
»Lo más importante de Jesús era la felicidad que había a su alrededor.
Esa felicidad era lo que se llama amor, un amor más grande que el mundo.
»No me tocó. Derramó sólo su amor sobre mí, y me curé. Ese amor se
llama Espíritu Santo. Está en todas partes, a nuestro alrededor. Sólo hay que
abrir el corazón y dejar que entre en él. Entonces podréis ser tan felices
como lo fui yo cuando estuve cerca de Jesús. Igual de felices como lo soy
ahora.
Dirigió una radiante sonrisa a todos al tiempo que se volvía lentamente en
el banco para verlos y que la vieran.
Después tomó asiento. José se sentó a su lado y la abrazó.
Entonces en la sinagoga se organizó una tremenda barahúnda.

70

¡Aquella niña había participado en un milagro! Incluso quienes pensaban


que José —y probablemente también su hija— estaba loco querían acercarse
a Ela, tocarle la mano, el brazo o las piernas. Los quehabían llegado al
convencimiento de que era una embaucadora querían observarla con
detenimiento y hacerle preguntas para sorprenderla en una mentira.
José intentó protegerla, interponerse entre ella y las afanosas manos, las
airadas acusaciones, pero eran demasiadas las personas que se aproximaban
desde todas las direcciones.
Ela guardó una asombrosa calma, incluso cuando la multitud cayó sobre ella
y casi la derribó. Se agarró con fuerza al manto de José y se mantuvo de pie
detrás de él.
Samuel —el que perdía las sandalias— y su musculoso padre actuaron como
espontáneos guardianes de José y Ela. Mediante gritos, empellones y
amenazas, lograron abrirles paso en medio de aquel caos humano.
Más allá de la alterada turba, un reducido número de personas, hombres y
mujeres, observaban la escena. Se mantenían quietos, pero concentrados,
alargando el cuello en un intento de ver a aquel padre y su hija que habían
encendido una pequeña llama de esperanza en sus corazones.
—Seguidnos —gritó el padre de Samuel a José.
Éste obedeció sin rechistar, turbado por aquel mar de manos afanosas y el
desafuero de gritos y empujones. Tendió la mano a Ela y ésta comenzó a
corretear a su lado.
Sus dos protectores los condujeron a un pequeño taller cerrado con
postigos, que se hallaba al fondo de un estrecho callejón, y luego a una
escalera que llevaba a la reducida habitación donde vivían.
—Me llamo Joel —se presentó el padre de Samuel—. Os traeré un poco de
vino. Sentaos, por favor —los invitó, al tiempo que señalaba los dos taburetes
que había junto a la pared.
José no se hizo de rogar. Dejó el bastón en el suelo. Éste tenía un tacto
escurridizo a causa del sudor de su mano, un sudor que era producto del
miedo.
—Gracias —dijo.
Su agradecimiento iba más allá de la copa de vino que Joel le tendía, y
éste lo sabía.
—Hablaremos de ello más tarde —propuso.
Mientras bebían, Joel contó que era zapatero y que en el taller de abajo
hacía sandalias y reparaba todo tipo de calzado.
Mientras tanto, Ela observaba la habitación, especialmente interesada en
las herramientas que Joel tenía dispuestas en una mesa y en la larga flauta
de madera que permanecía apoyada en un rincón.
Cuando por fin los hombres pasaron a comentar el episodio de la sinagoga,
la niña manifestó su opinión:—Deberíamos haber llevado a Jabby y Jaffy,
abba. Así la gente no se habría abalanzado sobre nosotros.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó Samuel.
Ela se lo explicó.
—Sería imposible —objetó José—. En las sinagogas no se permite la
entrada a animales.
—Tampoco se debe descartar la idea sin más —opinó Joel, antes de pasar
a exponer su punto de vista.
Los fieles debían saber de antemano a qué atenerse; a su parecer, se
habían desmandado de ese modo porque los mensajes de José y Ela habían
sido algo totalmente inusitado. Tal vez deberían darles ocasión de formular
preguntas con más calma.
—¿Me equivoco, José de Arimatea, al pensar que queréis hacer llegar
vuestro mensaje a cuántas más personas mejor?
—No, en absoluto. Para eso he venido a Roma. El Mesías dijo a sus
seguidores que propagaran la buena nueva por todo el mundo.
—Entonces debéis darles la oportunidad de escucharla. Muchas veces y de
distinta manera. Antes de anochecer, todos los judíos de Roma estarán
enterados de lo que ha ocurrido hoy en la sinagoga de los Herodienses. Habrá
miles de personas que sientan curiosidad por vos. Os aconsejo que vayáis a
hablar solo, en compañía de los perros únicamente, con los dirigentes de
todas las sinagogas y les propongáis hablar en ellas.
«Ellos también estarán al corriente del alboroto que se ha armado hoy y,
por consiguiente no pondrán reparos a que llevéis los perros, si es que están
tan bien adiestrados como decís.
—¡Claro que lo están! —exclamó, tajante, Ela—. Mi abba os lo ha dicho, y él
no miente.
Joel sonrió ante la vehemencia de la niña.
—Tu abba tendrá que convencer de eso a la gente, porque lo que cuenta es
muy extraño.
—¿Vos le creéis? —preguntó Ela, y lo miró con la franqueza de que sólo
son capaces los niños—. ¿Y a mí también?
—Por el momento no puedo creeros a ninguno de los dos —respondió Joel
con la misma franqueza—. Aun así, me interesa escuchar más cosas, lo cual ya
es mucho.
—¿Es mucho, abba?
—Sí, lo es. Os estoy muy agradecido, Joel. Creo que tenéis razón en todo
cuanto habéis dicho aquí. ¿Me ayudaréis?
—¿De qué manera? —preguntó Joel con repentino recelo.
—Debo averiguar dónde se encuentran esas otras sinagogas y cómo puedo
llegar hasta ellas. Me oriento muy mal por estas calles y siempre me pierdo,
aunque pregunte a la gente.Joel exhaló una alegre carcajada, ya relajado,
antes de afirmar que sería un placer cederle a Samuel como guía. Él podía
prescindir de su ayuda en el taller un día entero.
—¿Y también un rato hoy? —inquinó José—. ¿Para que me enseñe el
camino de vuelta a donde vivo?

Mientras cenaban, José dijo a Ela que lo había hecho sentir muy orgulloso.
—La mayor parte de los niños, no, qué digo, la mayoría de las personas se
hubieran asustado con todos esos gritos y el gentío, cuando todos querían
tocarte.
—Estaba asustada, abba. Pero tú estabas allí, y sabía que me cuidarías.
Además he pedido a Jesús que me ayudara a no tener miedo, y eso también
me ha servido.
—¿Dónde aprendiste eso del Espíritu Santo? Yo aún no sé bien lo que es,
aunque Antíoco y María me hablaron de ello.
—María me dijo el nombre. Hablamos un poco de Jesús en Cesarea
mientras tú y Antíoco estabais ocupados con los barcos. No tuve que
aprenderlo, abba. Por suerte, ya sabía lo que era. Sólo me faltaba la palabra
para dar nombre a esa sensación. —Miró a su padre—. Ay, abba, ojalá lo
descubras tú también. No hay una sensación mejor.
—Seguiré rezando y confiando, Ela. Pero a mí me basta con creer.
—Yo quiero que seas feliz.
—Lo soy, hija, y estoy muy agradecido por esa felicidad.
Ela tuvo que conformarse con aquella respuesta. De todas formas, rezó
fervientemente para que su padre experimentara la sublime dicha, el amor
divino al que se refería, la felicidad grandísima que ella conocía.
Tal como había previsto Joel, los dirigentes de todas las sinagogas se
mostraron interesados en quejóse y Ela fueran a hablar el sabbath a sus
fieles. Además, no pusieron reparos en que llevaran los perros, al contrario.
Algunas veces los acompañaban también Joel o Samuel.
Las congregaciones reaccionaron de forma muy parecida a la de la primera
vez, con la salvedad de que en ningún caso se produjo un alboroto comparable.
Si bien proferían gritos, objeciones, acusaciones de blasfemia e insultos, no
hubo empellones ni intentos de tocar a Ela. Los perros, a pesar de su corta
edad, disuadían a cualquiera cuando enseñaban los dientes y erizaban el
lomo.En realidad tenían un aspecto tan imponente que José se vio obligado a
instalarlos en el apartamento en lugar de dejarlos en el patio, porque había
personas que, al igual que Joel, deseaban saber más sobre Jesús. Acudían al
apartamento, invitados por José, para hacer preguntas y charlar, y compartir
la simple cena que José ofrecía todas las noches. Si los perros hubieran
estado en el patio, no se habrían atrevido a entrar. Dentro del espacioso piso,
no sospechaban que los animales se encontraban en una habitación, royendo
plácidamente los huesos que Ela les compraba en la carnicería de enfrente.
—Me da lástima que los perros tengan que estar encerrados para que
venga la gente —se lamentó Ela—. A veces hasta siento pena de mí misma,
abba. Siempre me preguntan lo mismo, una y otra vez. ¿Cuántas veces tendré
que explicar lo mismo? Ni siquiera salimos para ver las luces por Hanukkah.
Seguro que debía de haber muchas en la calle.
José le debía disculpas y una explicación.
—Lo siento, Ela querida. Te hice quedar en casa a propósito. Es que los
romanos tienen una festividad propia, la Saturnalia, en honor a uno de sus
dioses paganos, que coincide con nuestra fiesta de las Luces. En la fiesta
romana hay un gran alboroto. Las calles están abarrotadas, la gente bebe
mucho y se producen reyertas e incluso ataques contra los forasteros. No me
atreví a llevarte a ver las luces. Ya sabes que el barrio no es sólo judío. La
mitad de las personas que viven aquí son gentiles, paganos.
José omitió decirle que la Saturnalia era una celebración de la carnalidad
y el libertinaje, y que las víctimas de los ataques eran normalmente mujeres y
niñas, que eran violadas.
Ela aceptó de buen grado las disculpas de su padre, aunque expresó una
objeción.
—Abba, no me parece bien que seas tan duro con los gentiles. Jesús no me
preguntó si era judía o gentil. Él me quiso y me curó, sin más. Por otra parte,
Antíoco es un gentil, pero ama a Jesús y cree en su mensaje.
—De acuerdo. Si algún gentil desea saber algo acerca de Jesús, le
daremos la bienvenida. Y ahora, ¿perdonas a tu abba?
—Te quiero, abba —respondió Ela, dándole un abrazo.
—Yo también te quiero, hija, y te lo voy a demostrar. Falta poco para tu
cumpleaños. Con nueve años, ya serás una mujercita. ¿Te gustaría ir a las
carreras de cuadrigas del circo Máximo?
—¡Oh, abba! —Ela se puso a hacer piruetas por toda la habitación.Las
multitudes que se agolpaban en los cincuenta accesos al enorme circo ovalado
tenían el mismo ánimo festivo de Ela, que no paraba de moverse. Parecía como
si toda Roma se hubiera concentrado allí en aquella fría y soleada mañana de
enero. En las gradas, con capacidad para más de doscientos cincuenta mil
espectadores, se mezclaban gentes de todas las clases, edades y
nacionalidades.
—¡José de Arimatea!
Era Marco, que también esperaba su turno en la cola. Aunque vestía su
toga oficial de senador, con su codiciada cenefa púrpura, su rango no le valía
ninguna preferencia fuera del circo, y tenía que aguardar como los demás.
—Nos veremos dentro, cerca del portero —gritó Marco.
José lo saludó con la mano y asintió.
Como senador, Marco tenía derecho a ocupar los asientos de una zona
especial, próxima a la logia reservada al emperador, sus invitados y
sirvientes, e invitó a José a ver desde allí las carreras, con él y su hijo Julio.
—Desde aquí la panorámica es mejor, y las letrinas están más cerca.
Además, si una cuadriga pierde el control en la curva y choca contra el
parapeto no corremos el riesgo de que alcance alguna pieza desprendida.
José aceptó encantado el ofrecimiento. Las localidades que había
comprado estaban cerca de la línea de meta, pero desde ellas no habrían
divisado bien las seis vueltas previas que daban los carros en torno a la
barrera central de la pista.
En cada carrera competían doce cuadrigas, tiradas por cuatro ca- s ballos
conducidos por atletas, ataviados con el color de uno de los cuatro tiros que
habían alcanzado fama en todo el impeno.
—¿Tenéis preferencia por algún color? —preguntó José a Marco.
—¡El verde! —respondió el senador.
—¡El azul! —exclamó en el mismo instante Julio.
—¿Qué color eliges tú, Ela? —preguntó José.
Ela se decantó por el rojo, de modo que José tuvo que quedarse con el
blanco. Le hubiera gustado hacer una apuesta, como seguramente habían
hecho ya Marco y su hijo. No quiso, sin embargo, familiarizar a Ela con un
nuevo pasatiempo potencialmente peligroso que, según le constaba, había
destruido las vidas tanto de hombres como de mujeres.
En cuanto aparecieron en las doce puertas los cuarenta y ocho
resplandecientes y briosos caballos, José se dejó llevar completamente por la
frenética emoción de la velocidad, pericia y peligro desplegados ante sí.
Hasta el final de la tercera carrera, permaneció tan prendado de la pista que
no tuvo tiempo de reparar en el espectáculo que ofrecían los exaltados
espectadores.
Enseguida se percató de que Marco había disfrutado de lo lindo
observándolo.
—Debería darme vergüenza, pero no la siento —reconoció José—. Sería
una actitud hipócrita por mi parte.
—Os envidio —dijo Marco—. Si no viniera tan a menudo, seguramente
sería mayor mi entusiasmo. —La cuarta carrera había dado comienzo. Marco
señaló a su hijo Julio—. Él compensa mi pasividad, viéndolos ahora, no se sabe
cuál de los dos es más niño.
Julio y Ela estaban de pie, animando a gritos a los equipos que habían
elegido. El distintivo de virilidad de él, la toga, había perdido su equilibrada
disposición y le resbalaba por la espalda hasta barrer el suelo.
Marco hizo una discreta indicación.
—Sejano —murmuró junto al oído de José—. En la logia de Tiberio, aunque
no aún en su trono. .
Por primera vez en muchos años José vio al hombre que suscitaba un
miedo general. Sejano conservaba su apostura, pero su cultivado porte
nobiliario había dado paso a una indisimulada arrogancia y orgullo, que lo
identificaban como el ave rapaz que en realidad era.
Los elegantes hombres y mujeres que rodeaban a Sejano estaban más
pendientes de él que de las carreras. Aguardaban la más mínima mirada o
comentario que pudiera dignarse dirigirles, ya fuera como indicativo de favor
o de rechazo.
José apartó la vista de aquella escalofriante escena. El poder en manos de
una persona despiadada era lo más temible que conocía, y para entonces él ya
no contaba con la protección de la riqueza ni de su propio poder.
—Ahora es cónsul junto con Tiberio —susurró Marco—. Y Tiberio sigue sin
salir de su isla.
—¿Se encuentra bien la señora Antonia? —preguntó José, para abandonar
aquel sombrío tema de conversación.
—Sí, loados sean los dioses —respondió Marco con una sonrisa—. Tiene la
lengua más afilada y el cuerpo más huesudo que nunca. Es una inspiración,
pero al mismo tiempo me da mucho miedo; siempre que la veo me siento como
un niño desmañado con la cara sucia. Siempre me daba sermones cuando venía
a visitar a Berenice.
—¿Creéis que sería aceptable que fuera a verla? Siempre la he admirado.
—Sois, poco más o menos, el hombre más valiente que he conocido. Id a
verla. Sospecho que se encuentra bastante sola. Es una su-perviviente de
otra época en la que los ideales republicanos de Roma aún tenían sentido.
—Para vos aún lo tienen, Marco.
—Muy astuto, José —replicó con una cortante mirada el senador—. No
habléis a nadie de ello.
—Perdonad mi impertinencia, Marco. Podéis contar con mi silencio.

Para aquel corto día invernal había programadas diez carreras. A mitad de
la novena Marco propuso a José que se fueran.
—Aunque tengamos que hacer salir a rastras a los muchachos. Al final hay
tal gentío que es imposible pasar.
—Buena idea. Sobornaré a Ela con la promesa de comprarle algún dulce en
el foro.
—Y yo a Julio con una futura visita al senado. Tiene puestas sus miras en
mi toga..., aunque primero tendrá que aprender a llevar la que tiene. —Marco
rió con jactancia.
Casi habían llegado a la salida del circo cuando de repente Marco agarró a
José del brazo.
—Coged a Ela.
José situó a Ela a su lado e imitó a Marco y Julio, que inclinaban
respetuosamente la cabeza. Ante ellos pasaron cuatro mujeres vestidas con
túnicas grises y blancas y mantos purpúreos, escoltadas por varios hombres
uniformados.
—¿Quiénes eran? —preguntó más tarde José.
—Vírgenes vestales —respondió Marco.
—¿Qué es eso? —quiso saber Ela.
Julio, que ya se había recompuesto la toga, le explicó con tono de
suficiencia que eran las sacerdotisas del templo de Vesta, la diosa del hogar,
la madre de toda Roma.
—Mantienen encendida la llama eterna en el templo. Ese fuego simboliza el
futuro eterno del imperio y nunca debe apagarse. Es lo más sagrado que
existe.
—No preguntaba eso, sino qué es una virgen —precisó Ela, poco
impresionada por la explicación.
Julio se puso rojo como la grana. Aunque ya se había iniciado en los goces
de la virilidad y sabía que algunos de los oficiales de su cuerpo pagaban
exorbitantes sumas en el exclusivo burdel especializado en vírgenes, no sabía
cómo contestar a una inocente niña.
—Una virgen es una muchacha que aún no se ha casado —repuso, sacándolo
del apuro, su padre.
—Es extraño que alguien que todavía no se ha casado sea diosa del hogar.
¿Qué es un hogar sin una familia e hijos?—Ahora os toca contestar a vos —
dijo Marco a José.
—Los símbolos no tienen que tener necesariamente sentido en las
religiones paganas —respondió. Ela pareció darse por satisfecha con la
respuesta.
Tras aquel golpe sufrido en su vanidad, mientras Ela comía dátiles
endulzados con miel en el foro, Julio intentó recuperar su posición de
superioridad.
—Ése es el templo de Vesta —dijo, señalando hacia un edificio circular
rodeado de columnas—. Dentro está la llama eterna. Allí viven las, eh, las
sacerdotisas —añadió, señalando otro edificio—. Allí disponen de todo cuanto
necesitan. Tienen una panadería, cocina, baños, estanques con peces,
montones de esclavos, mujeres que tejen y confeccionan sus ropas. Nunca
tienen que salir, si no es para cuidar la llama.
—E ir a las carreras de cuadrigas —añadió Ela.
—¡Eso sólo si quieren! —replicó Julio con exasperación—. Y únicamente
pueden hacerlo las sacerdotisas de más edad. Las jóvenes se dedican en
general a mantener la llama y nada más, y las novicias no salen nunca. Cada
cuatro años se elige una niña para ser vestal. Permanece dentro durante diez
años mientras las mayores la enseñan y después se dedica durante diez años
a cuidar del fuego. Supongo que por eso al final tienen ganas de ir a las
carreras y cosas así, porque es un fastidio estar con niñas.
—¡Julio! —lo reprendió con dureza Marco.
Ela le sacó la lengua a Julio.
—¡Ela! —exclamó, atónito, José.
Ela hizo como que se arrepentía y después ofreció a Julio una sincera
sonrisa al tiempo que le tendía la pegajosa mano, con los dos dátiles que aún
le quedaban.
El muchacho aceptó la reconciliatoria oferta, pero fue a comérsela al lado
de su padre.
—¿Cuándo iremos al senado, padre?
José y Marco se despidieron, reprimiendo la risa.
—Si nos damos prisa, aún tendremos tiempo para sacar a pasear a los
perros antes de que oscurezca —dijo José a Ela—. Te lavarás las manos en la
próxima fuente que encontremos y después podrás dármela al cruzar el río.
Aquél era un ritual que habían inventado después de que José le enseñara
el lugar donde había tropezado, incidente que le había dejado como secuela la
cicatriz que ocultaba su barba. Siempre que paseaban por ese sitio, en la isla
central del Tíber, Ela se aseguraba de que no volviera a tropezar.

71

José y Ela llevaban algo más de tres meses en Roma cuando se celebraron
las fiestas del Purim. Para entonces ya conocían a casi todo el vecindario y se
sumaron a los bailes, cantos y actos desarrollados en la calle con la sensación
de hallarse en casa. Aunque todavía hacía frío a finales de febrero, la
primavera se anunciaba ya en el aire, y los habitantes de los abarrotados
edificios celebraban con sentido entusiasmo aquella fiesta que les permitía
distanciarse del habitual estilo de vida romano y estar al aire libre. Daba
igual que el Purim fuera una festividad judía, todos participaban en él, tanto
judíos como gentiles, varones o mujeres, viejos o jóvenes.
José acabó algo achispado, como era tradicional entre los varones y por
eso le costó despertarse cuando Ela lo zarandeó por los hombros en mitad de
la noche. Entonces oyó los fuertes ladridos de los perros y se incorporó,
alarmado, en la cama.
—¿Alguien intenta entrar? —preguntó—. Dame el bastón, que ahora mismo
voy.
—No, no, abba. Levántate, rápido. Huele a humo. Algo se quema.
José se despejó del todo al oír estas palabras.
—Vístete y sal a la calle. Suelta a los perros. Voy enseguida. —El también
percibía el olor. Con la madera impregnada de resina, el edificio ardería como
la yesca—. Deprisa, Ela —la apremió—. Deprisa. —Buscó a tientas los valiosos
pergaminos y su bastón y luego salió precipitadamente al patio.
Luz y sombra se alternaban en un recuadro, en una ventana de uno de los
pisos intermedios iluminada por las llamas.
—¡Ela! —gritó José—. Ela, ¿dónde estás?
—Aquí, abba. Estoy bien. —Apareció en el umbral de la puerta principal,
vestida y con el arpa en la mano—. He enviado a los perros escaleras arriba,
para que despierten a la gente.
Liberado del temor por Ela, José percibió entonces los ladridos y gritos
procedentes de arriba.
—Estupendo —aprobó—. Ahora, sal del patio y ve a la fuente de la esquina.
Yo me ocuparé de los perros. —De la ventana comenzaban a surgir lenguas de
fuego que se prendían a la pared. José volvió a entrar en el edificio.
»¡Fuego! —gritó—. ¡Fuego! ¡Jericó! ¡Jordán! ¡Jaffa! Jabbock! ¡Venid aquí!
¡Venid! ¡Fuego! ¡Fuego!
Silbó, llamando a los perros. En la estrecha escalera de madera resonaban
pasos. Volvió a silbar y a llamar a los perros por sus nombres hasta que la
densidad del humo lo obligó a salir. Los animales pasaroncomo flechas a su
lado y los inquilinos comenzaron a abandonar, tosiendo, la casa.
—A la calle —les dijo José—. A la calle. Las paredes se derrumbarán
sobre el patio. Deprisa. Deprisa. Alejaos.
Oyó los desaforados ladridos de los perros; oyó el crujido de la madera,
los estallidos de la ignición de la resina en las entrañas de la pared; y vio el
arco de luz que formaba un tablón al desplomarse en el patio.
Todavía se oían toses dentro. José se apresuró a localizar de dónde
provenían. En las escaleras había tres personas acurrucadas, encima de los
peldaños inferiores que comenzaban a lamer las llamas.
—Vamos, todavía podéis bajar. —José levantó el bastón hacia ellos y dio
unos cuantos golpes al hombre—. Agarraos a él —gritó entre toses.
Como si hubieran despertado de una pesadilla, el hombre se aferró a la
punta del bastón con una mano y la mujer, con el hijo pegado a ella, lo tomó
con la otra.
Con un movimiento de palanca, José retrocedió, arrastrando con el bastón
a la familia; acto seguido las llamas envolvían la escalera.
—A la calle —indicó con voz estrangulada—. Alejaos.
El fuego iluminó con una claridad comparable a la del día a las gentes que
se lanzaban a la calle llevando las escasas posesiones que habían podido
salvar.
Por la esquina de la fuente llegó entonces, apartando a la multitud
congregada, una tropa de la brigada encargada de la extinción de incendios y
la vigilancia nocturna, el Vigilum. Se trataba de un cuerpo fundado por César
Augusto, compuesto de antiguos soldados, que contaban con la disciplina y
rigor necesario para actuar con rapidez y eficacia.
—Ven —dijo José a Ela—. Llama a los perros. Ya podemos irnos, aunque no
sé adonde.
Esa noche José comprobó que era cierto cuanto le habían dicho acerca de
la comunidad judía de Roma. Sin tomarle en consideración que los hubiera
escandalizado u ofendido en las sinagogas, las mismas personas que lo habían
tildado de blasfemo se ofrecieron, al igual que muchas otras, a darle cobijo a
él, a Ela e incluso a los perros. Los demás inquilinos, judíos en su totalidad,
que habían tenido que abandonar el edificio en llamas recibieron el mismo
trato. Unidos por la ley de sus antepasados, los judíos formaban una sola
familia y se socorrían en momentos de necesidad.
José y Ela acabaron de pasar la noche en un edificio situado a
tresmanzanas de distancia, con el albañil David, su esposa Leah y sus cinco
hijos, todos menores que Ela.
David y su familia ocupaban dos exiguas habitaciones del tercer piso, en el
cual vivían en condiciones similares ocho familias más. En el piso superior
había catorce familias, condenadas a la apretura de una sola habitación.
Todos compartían el reducido y mal ventilado patio de la planta baja y la sola
letrina que había en él.
Por la mañana José y Ela enrollaron las delgadas esteras que les había
dado Leah para dormir y José las colocó en el rincón donde se hallaban ya
guardadas las demás. No tuvo necesidad de contarlas para saber que dos de
los niños habían dormido en el suelo a fin de que ellos dos disfrutaran de las
escasas comodidades que podían ofrecerles.
Leah estaba en la otra habitación preparando el desayuno. Al verla verter
con suma atención y cálculo la cebada que almacenaba en una jarra de barro,
José comenzó a comprender la importancia de la asignación de grano
distribuida por el gobierno, a la que había tildado anteriormente de medida
fomentadora de la vagancia. Leah removió la cebada en un gran cuenco de
agua y después la distribuyó en escudillas entre la familia y los invitados.
Como respuesta a la pregunta de José, la mujer explicó que David ya se había
ido. Todos los días salía antes del amanecer en busca de trabajo en las obras.
Era una buena señal que aún no hubiera regresado, un indicio de que
probablemente ese día había habido suerte y lo habían contratado.
En la voz de Leah no había ningún asomo de queja ni de auto-compasión.
Ésa era la vida a la que estaba acostumbrada, la misma vida que llevaban casi
todas las mujeres que conocía.
José comió hasta el último bocado de la insípida mezcla de cereal e indicó
con la mirada a Ela que hiciera lo mismo.
Después de dar las gracias a su anfitriona, le dijo que iba a sacar a pasear
a los perros y que también buscarían un apartamento. Más tarde regresarían
para informarle de si lo habían encontrado.
—Ya sabéis que seréis bien recibidos aquí todo el tiempo que necesitéis
quedaros —dijo Leah con una franqueza exenta de toda afectación.
José caminó con Ela un buen trecho, hasta adentrarse en otro vecindario,
antes de detenerse en una tienda de víveres a comprar comida para él, su
hija y sus perros. Estaba callado y pensativo: en su mente estaba tomando
cuerpo una idea.
—Qué desayuno más rico —comentó alegremente Ela—. ¿Por qué no
llevamos un poco de pan, pescado y queso a Leah? Y leche también. Sus hijos
no han tomado leche.
José intentó hacerle entender que la generosidad era a veces un in-sulto,
porque ponía en evidencia que la hospitalidad recibida no daba la talla. Sin
embargo, Ela no acababa de entenderlo, por más que lo intentaba.
—Si nosotros podemos comprar comida y Leah no, ¿qué hay de malo en
compartirla? ¿No es eso de lo que hablabais tú y Antíoco, de dar a los
pobres?
—Sí, pero sin hacerles sentir más pobres de lo que son por aceptar lo que
les damos. Estáte callada un rato, necesito pensar. Vamos, caminaremos
mientras tanto. Tenemos que encontrar un sitio donde vivir.
José había sabido siempre que existía la pobreza, pero nunca la había
visto tan de cerca. Estaba consternado, y también impresionado por la
dignidad con que la sobrellevaban quienes la padecían.
Ela se quedó perpleja cuando su padre se puso a mirar apartamentos como
el de David y Leah y otros incluso más reducidos. Experimentó un
considerable alivio al ver que finalmente se decidía por una vivienda
relativamente espaciosa, de cuatro habitaciones, situada en el segundo piso
de un edificio de ladrillos que tenía un amplio patio. Le extrañó asimismo que
mostrara tan poco interés en la selección de la ropa de cama y los elementos
básicos de la casa, aunque por otra parte se alegró, porque le gustaba tomar
las decisiones por sí sola. Así se sentía como una persona adulta.
—Y ahora, Ela, harás las camas, colocarás las cosas en los estantes,
pondrás aceite en las lámparas y lo dejarás todo en orden. Yo voy a decirle a
Leah que hemos encontrado casa. También quiero hablar con David cuando
llegue, de modo que quizá vuelva tarde. No te preocupes. Entonces sacaremos
a los perros y compraremos la cena.
—Abba, tienes una cara rara.
—Es la que se me pone cuando asumo un reto, hija —respondió José,
abrazándola—. Es la actividad favorita de tu abba.
José había descubierto los exorbitantes alquileres que se cobraban
incluso por las más inmundas viviendas. No era de extrañar que un hombre
apenas consiguiera alimentar a su familia. Ahora sabía qué destino dar a su
fortuna. La había trasladado a Roma con la intención de entregarla en gran
medida a los pobres, y había hecho cuantiosos donativos anónimos a todas las
sinagogas, para que los distribuyeran entre los menesterosos, pero aquello lo
había dejado insatisfecho. Solamente se desprendía de oro, y aún le quedaba
mucho. Él quería hacer algo personalmente, entregarse a una tarea que lo
implicara y lo entusiasmara.
Por fin la había encontrado.
Al día siguiente negoció la compra de toda la manzana donde se
encontraban los edificios afectados por el incendio. Iba a construirnuevas
viviendas, de ladrillo, con todas las medidas de seguridad posibles, con
condiciones, con la necesaria holgura de espacio para vivir en ellas, agua
corriente en todos los pisos y letrinas.
Los alquileres serían lo que razonablemente podían pagar los in-quilinos, y
no el máximo que podían extraer de ellos los propietarios.
Aquel proyecto exigiría de él todo su ingenio y energía, exactamente lo
que venía echando de menos en su vida desde hacía años.
Tras describir con vehemente gesticulación el alcance de la empresa a Ela,
ésta lo dejó estupefacto con su reacción.
—Dijiste que ibas a Roma a hablar de Jesús a la gente, abba. ¿Por qué has
cambiado de intención?
—¡Si no he cambiado! —replicó, casi gritando, José—. Esta es una manera
de cumplir lo que Jesús dijo que hiciéramos, dar a los pobres.
—¿Vas a continuar hablando en las sinagogas? ¿Y recibiendo a la gente
para que haga preguntas?
—Desde luego. Sólo trabajaré en el proyecto del edificio durante el día, y
nunca en sabbath. Todo seguirá igual que antes, aunque tendré que advertir a
la gente que nos hemos mudado de casa.
Antes de acostarse, José se arrodilló y pidió perdón a Dios. Ela había
intuido certeramente lo que ocurría en su interior. Casi se había olvidado de
su misión. Aquel que debía ser su principal objetivo estaba resultando un
humillante fracaso; ni una sola persona se había adherido al mensaje que él
predicaba. Por otra parte, sabía que su proyecto de edificación sería un
éxito. Siempre le salían bien los negocios.

Ela también estuvo acertada al recordarle a José su misión, porque pronto


ésta experimentó una alarmante ampliación. La espectaculari- Ndad del
heroico comportamiento de José y de sus perros durante el incendio habían
hecho de éste un interesante tema de conversación, destacado entre los
desastres que de vez en cuando se producían en los edificios y que no
suscitaban ningún comentario entre la alta sociedad de Roma.
Cuando se supo que el héroe era un predicador de una nueva religión y que
su hija había experimentado un milagro, las aburridas clases acomodadas de
Roma comenzaron a ir a la sinagoga para verlos y oírlos hablar. Eran la
novedad del momento.
Los más osados buscadores de novedades llegaron incluso a acudir a las
reuniones que mantenía José en su domicilio.
Los dirigentes de las sinagogas recibieron con enfado aquella afluencia de
curiosos, y lo mismo le sucedía a José, sobre todo en su casa. Llegaba
demasiado cansado al anochecer, después de una jornada de trabajo en las
obras de edificación, para desperdiciar el tiempocon aquellos perfumados y
frivolos hombres y mujeres ataviados con sedas. En ciertas ocasiones alguno
de ellos llegaba a mofarse tras escuchar el relato sobre la resurrección.
—Vamos, predicador —decía el gracioso—, ¿dónde escondisteis el cadáver
después de sacarlo de la tumba?
José lamentaba no tener a su lado a María de Magdala. Ella habría sabido
cómo deshacerse de los burlones. Tal como estaban las cosas, la única
persona creyente con la que podía hablar era Ela, que nunca perdía la
serenidad.
—Recuerda lo de presentar la otra mejilla, abba. Incluso cuando una
persona se ríe, su corazón puede estar escuchando lo que decimos.
Entonces, cuando menos lo esperaba, logró la primera conversión. Era
noche cerrada cuando los perros comenzaron a ladrar. Alguien llamaba a la
puerta. José tomó el bastón y fue a abrir acompañado por los perros.
Quedó casi cegado por la luz de la antorcha que sostenía un corpulento
individuo.
—¿Qué queréis? —preguntó, escudándose los ojos con la mano. A su lado,
los perros emitían amenazadores gruñidos.
—Señor, quiero seguir a Jesús. ¿Me ayudaréis?
—¿Se trata de alguna broma?
—No, señor. He arriesgado mi vida viniendo aquí. Pero oí vuestro mensaje,
y quiero adorar al hijo de Dios.
José apaciguó a los perros y dejó la entrada libre.
—Voy a encender una lámpara. Apagad la antorcha y pasad.
El visitante, un esclavo procedente de la región del Danubio, respondía al
nombre de Rufo porque era pelirrojo. Había ido a la sinagoga con su amo, un
joven romano, y los amigos de éste en condición de guardaespaldas.
Mientras permanecía de pie en un extremo de la sinagoga, había oído las
palabras de José acerca de Jesús.
—Fue como si se me encendiera el corazón —dijo Rufo—. Quiero conocer a
Jesús y servirle.
José quedó profundamente conmovido por la sencilla exposición de aquel
fornido hombre, rebosante de sinceridad.
—¿Y vuestro amo? ¿Qué hará si os descubre?
Rufo dijo que tenía que regresar antes del amanecer a la casa. Si alguien
advertía su ausencia, lo declararían prófugo e informarían al Vi-gilum y a la
guardia pretoriana. Cuando lo encontraran, le harían un corte en las orejas, lo
azotarían y lo devolverían a su propietario. Este podía matarlo si se le
antojaba. Quizá no lo hiciera, porque valía miles de monedas en el mercado de
esclavos; aunque todo era posible. Suamo era joven, rico y tenía mal genio.
Cabía la posibilidad de que disfrutara presenciando su muerte, como una
especie de caro espectáculo.
—Os compraré a él —declaró José.
—No querrá venderme, señor —dijo Rufo, postrándose de rodillas—, pero
no temo la muerte si conmigo está Jesús. Por eso he venido; en eso podéis
ayudarme.
—Sé bienvenido en nombre de nuestro Señor —lo acogió, impresionado,
José.

72

Ela no se mostró demasiado feliz cuando José le comunicó que había


contratado a un profesor para que le diera clases particulares.
—Pero, abba, si cada día que pasa hace más calor. No quiero estar todo el
tiempo aquí encerrada con una tablilla y un montón de libros.
—Puedes dar las clases en el patio, si así lo prefieres. O incluso a la orilla
del río, sentada sobre la hierba que cubre la pendiente. El hecho es que he
descuidado tu educación durante demasiado tiempo. Además, cuando
comiencen a construirse los nuevos edificios, estaré fuera la mayor parte del
día y no te puedes quedar sola.
—Podría ir a la tienda de Joel y ayudarlo a vender sandalias.
—Has olvidado casi todo el griego que sabías. Debes recuperar esos
conocimientos y luego seguir trabajando para aumentarlos.
—Hablo latín mejor que tú.
—Lo hablas, pero no lo lees. Necesitas que alguien te instruya.
—Si fuera a echar una mano a Leah con los niños aprovecharía mejor el
tiempo que aprendiendo a escribir una serie de palabras que ya sé decir.
—Soy tu padre y harás lo que yo te mande. Tu profesor se llama Jasón y
vendrá mañana.
—Tiene nombre de perro y pienso decírselo —comentó Ela con una risita.
—No creo que tu opinión le afecte en absoluto. Está acostumbrado a las
impertinencias de los estudiantes. Sus credenciales son inmejorables.
A Ela no le quedó más remedio que aceptar lo que parecía ser un destino
inevitable. Más tarde, cuando entre profundos suspiros se lamentó ante Joel
y Samuel de que aquél era su último día de libertad, éste preguntó a su padre
y a José si le permitían asistir a las clases de Ela.—No sabes la suerte que
tienes —la reprendió—. Yo sólo sé hacer algunos cálculos, pero siempre me
habría gustado aprender a leer y a escribir.
De repente, Ela llegó a la conclusión de que no le importaba en absoluto
asistir a clase.
—Lo que pasa es que yo quería estar con alguien con quien poder reír —
explicó a José—. Y los profesores nunca se ríen.
Jasón fue la excepción a la regla. No transcurrió mucho tiempo antes de
que la margen del río se llenara de risas, que llegaban incluso a ocultar el
sonido de las conjugaciones y las declinaciones. Las clases tuvieron un éxito
rotundo. Jasón completó el programa de estudios con unas horas dedicadas a
la música: él tocaba la flauta doble, Samuel, la flauta larga, y Ela, el arpa.
Cada uno de ellos enseñaba a los demás las melodías que conocía y luego las
interpretaban juntos mientras Ela se hacía cargo de la parte vocal.

Desde el inolvidable sabbath en que las oyeran, Joel y Samuel habían


hablado largo y tendido sobre las enseñanzas de José. Ni el padre ni el hijo
eran hombres que se dejaran llevar por sus impulsos; cuando informaron a
José de que habían decidido seguir la doctrina de Jesús, lo hicieron con la
mayor sencillez.
No obstante, el bautismo supuso para ambos un cambio radical. El hecho
de recibir al Espíritu Santo transfiguró sus vidas y llenó sus corazones de
una felicidad desconocida, que estaban impacientes por compartir con los
demás.
Acudieron a las sinagogas en compañía de José y de Ela para sumar sus
testimonios sobre la alegría de la fe al relato que padre e hija habían hecho
sobre sus propias experiencias.
En una ocasión, José vio a Rufo al fondo de la sala mientras su dueño y
unos amigos se reían por lo bajo de lo que allí se decía. Le habría gustado
pedir a aquel hombretón de pelo rojo que narrara él también sus vivencias,
pero sabía que, de haber accedido, Rufo correría un grave peligro. Era una
situación frustrante, ya que la luz de la fe brillaba en sus ojos y José sabía
que ardía en deseos de expresar todo lo que llevaba dentro.
José hubiera deseado que la incompetencia de sus agentes no fuera tan
flagrante. No habían tenido dificultad en identificar al propietario de Rufo,
pero hasta el momento ninguno de ellos había logrado convencerlo de que
fijara un precio por su guardaespaldas. El problema se había convertido en
una verdadera obsesión para José.
Ni él mismo era consciente de la magnitud de su preocupación. Por eso, se
sintió horrorizado cuando, en el curso de su visita a la se-ñora Antonia, oyó
como su propia voz exponía el caso con toda crudeza.
—Por favor, perdonadme, señora —se retractó de inmediato—. No sé lo
que me ha llevado a hablaros así.
—No hay nada que perdonar, José. No has pronunciado ningún nombre, ni
has hecho comentarios desdeñosos sobre el dueño del esclavo —respondió
ella con su característica elegancia patricia.
José la admiraba más de lo que se atrevía a expresar. Las profundas
arrugas que surcaban el rostro y las sombras amoratadas que se extendían
bajo los ojos no dejaban lugar a dudas sobre la edad de aquella mujer. Y, sin
embargo, seguía llevando la cabeza bien alta y la espalda tan recta como la de
un centurión.
La dama que la acompañaba no tenía un porte tan imponente. Quizá por
ello, José, cuya capacidad para recordar nombres era de sobras conocida,
había olvidado por completo cómo se llamaba.
—Y dime, ¿por qué deseas comprar ese esclavo anónimo a su desconocido
propietario? —preguntó sin demasiado interés—. ¿Te has enamorado de él?
José se sintió profundamente ofendido, pero no dio la menor muestra de
ello. Era otra de sus grandes habilidades.
—Se trata de algo mucho más esotérico —respondió—. Compartimos las
mismas creencias religiosas.
Antonia sonrió.
—¿Eres tú el hombre del que todos hablan, José? Nunca se me habría
ocurrido que tal cosa fuera posible . ¿De verdad eres uno de esos nazarenos?
¿No es ése el nombre que les dan? ¿Qué te ha llevado a hacer algo así?
—Dudo que queráis oírlo, señora. Es una historia muy larga.
—Todas las buenas historias lo son —aseguró Antonia con firmeza—.
Adelante.
José obedeció su orden y, cuando acabó, Antonia volvió a sonreír.
—Me alegro de que tu hija se curase, José. Entiendo muy bien el efecto
que tal suceso debió de causar en tu ánimo, y espero que esa nueva fe sea una
fuente de continua satisfacción para ti.
José comprendió de inmediato que Antonia acababa de concederle
permiso para que se retirase.
—Señora, habéis sido en extremo generosa al concederme tanto tiempo.
Siempre es un placer veros.
—Eres un buen hombre, José de Arimatea, y cada día que pasa quedan
menos en el mundo. Me complace mucho que hayas venido a verme —respondió
Antonia mientras le tendía la mano para que la besase.
José hizo una reverencia a la amiga de Antonia.—Señora, ha sido un honor
conoceros.
—Ha sido un placer —murmuró ella al tiempo que asentía con la cabeza sin
apenas mirarlo.
José pensó para sí que había abusado de la hospitalidad de Antonia
durante casi una hora y que su pobre amiga parecía tener tanta hambre que lo
más probable era que se desmayara antes de que la dueña de la casa tuviera
ocasión de pedir que les sirvieran algún refrigerio.

Los edificios ganaban altura con extraordinaria rapidez. José atribuía tal
celeridad —y el excelente acabado de los inmuebles— a David, el albañil, al
que había contratado como ayudante personal y capataz de obras en el mismo
momento en que había adquirido el terreno.
Gracias a sus muchos años de experiencia, David sabía qué trabajadores y
proveedores de material eran de fiar. Como era característico en él, José
quería lo mejor y David hacía todo cuanto estaba en su mano para
proporcionárselo. Contratar a David ofrecía la ventaja adicional de la
dedicación y el orgullo que el hombre ponía en el desempeño de su labor, una
profesionalidad que contagiaba a todos los demás trabajadores.
Antes de que las viviendas estuvieran medio construidas, otros ha-
cendados de los contornos ya habían intentado sobornarlo para que
abandonara el proyecto de José y se hiciera cargo de los suyos.
—Lo que debes hacer —le aconsejó José— es crear tu propia empresa
constructora. Trabaja por tu cuenta y no como empleado del primero que
intente contratarte. Si sigues adelante con la plantilla que has logrado reunir,
te convertirás en un hombre muy solicitado.
David miró a José con una expresión apenada en el rostro.
—Perdonadme por lo que voy a deciros, José, pero no sabéis de lo que
estáis hablando. Vos sois un hombre rico, que puede permitirse el lujo de
hacer realidad sus grandes sueños. Con el sueldo que me pagáis, he podido
dar de comer a mi familia y ahorrar un poco, pero nadie comienza un negocio
con una cantidad tan miserable.
—¡Ja! Eso es lo que tú crees. Ven a cenar a mi casa el próximo sabbath; y
tráete a Leah y a los chicos, claro está. Te contaré la historia de un
muchacho que dejó la granja en la que trabajaba para ir en busca del mar.

A finales de septiembre, José celebró el Año Nuevo en la sinagoga de los


Herodienses y en la nueva casa que había montado en el edificio recién
construido. Había invitado a toda la comunidad a la fies-ta que había
organizado en el enorme patio de la vivienda que acababa de estrenar. Casi
todos acudieron con la intención de degustar la gran variedad de carnes
asadas, pescados, panes y verduras que aparecían dispuestos en las largas
mesas que llenaban el patio. Ni siquiera faltaban cuencos llenos de
zanahorias. Cuando le preguntaron por aquella extraña raíz de color
anaranjado, José sonrió.
—Son en honor de mi esposa, Sara. Las zanahorias eran el tema central de
una broma que solíamos gastar entre nosotros. Estoy seguro de que en este
preciso instante está mirándonos desde el cielo con una sonrisa en los labios.
Con visible orgullo, mostró a sus invitados todas y cada una de las
viviendas que componían la casa. Los apartamentos de los cuatro edificios
estaban alquilados, aunque los inquilinos no los habían ocupado todavía. Había
acordado con ellos que los traslados se llevarían a cabo el día posterior al
sabbath.
Cuando los visitantes se quejaron de la imposibilidad de acceder a uno de
aquellos pisos, José los envió a ver a David, que se había instalado en el
apartamento de la planta baja situado junto al suyo y lo había convertido a un
tiempo en hogar y en cuartel general de su nueva empresa de construcción.
La vivienda de José también tenía varias utilidades. La habitación más
grande era conocida como el «hogar de los nazarenos». Durante los meses
estivales se había llevado a cabo el bautizo de seis personas más, que se
reunían cada semana para celebrar la comunión mediante la ingestión de un
poco de pan y vino en memoria de Jesús, tal como Él había enseñado a los
discípulos que debía hacerse. Y, aunque dichos alimentos eran símbolos de la
crucifixión de Cristo, la comunión conmemoraba asimismo su resurrección,
que el pequeño grupo celebraba con música, canciones y bailes.
Jasón denominaba a la celebración «ágape», que en griego significaba
«fiesta del amor», porque lo que ellos celebraban era su amor por Dios y por
Jesús, así como el anuncio de su resurrección.
Jasón había pedido que lo bautizaran después de quejóse prestara a
Samuel aquel manuscrito que tenía en tan alta estima para que el profesor lo
utilizara como libro de lectura durante las clases. A medida que Jasón
enseñaba a Samuel la palabra de Jesús, él mismo se iba convirtiendo en
seguidor del autor de aquellas enseñanzas.
Otra de las personas que habían participado en la celebración era la amiga
de Antonia, a quien todo el mundo conocía por el nombre de Lydia. José había
visto el hambre dibujada en el rostro de la dama, aunque no había sabido
interpretar su origen; no era necesidad de alimentos lo que aquella mujer
sentía, sino el ansia de encontrar algo en lo que creer, algo con que llenar la
vacuidad de una vida sin objeto, caracterizada por el lujo y el desenfreno.
Era la típica existencia de un miembro de las clases altas del imperio, de
gentes que, sin saberlo, se encontraban al borde de un gran cataclismo.

Los informadores de José lo pusieron al corriente de los últimos rumores


que circulaban en Roma: Tiberio estaba planeando nombrar tribuno a Sejano,
quien de esta manera accedería a un cargo aún más poderoso que el
consulado, al que se había visto obligado a renunciar en mayo cuando el propio
Tiberio había presentado su dimisión como segundo cónsul alegando
cansancio. Sejano estaba a punto de casarse con Livila, la viuda del hijo de
Tiberio, Druso, mientras conspiraba para deshacerse de Gayo, el hombre que
tenía más probabilidades de convertirse en su heredero. La idea de Sejano
era matar a Tiberio y autoproclamarse emperador.
El cotilleo se había transformado en una de las principales diversiones de
Roma. Los informadores también habían explicado a José que Macro,
prefecto del Vigilum, había desaparecido de forma misteriosa, posiblemente
víctima de otro de los numerosos asesinatos programados por Sejano.
Los rumores se hallaban muy extendidos, pero José no vio ninguna relación
entre ellos, de ahí que los sucesos de mediados de octubre le causaran, como
a todos los habitantes del mundo romano, un asombro ilimitado.
Al parecer, Macro había hecho una visita secreta a Tiberio en Capri y el
emperador había decidido que era hora de que Sejano se marchara. Él
también tenía informadores.
Macro regresó a Roma de incógnito, cargado de documentos e ins-
trucciones que le había dado Tiberio. La noche del 17 de octubre, transmitió
esas órdenes confidenciales a su segundo en el mando en el Vigilum y al único
senador que aún gozaba de la confianza del emperador.
A la mañana siguiente, Macro esperó a Sejano delante del templo de
Apolo, donde el senado tenía previsto reunirse.
—Acabo de volver de visitar al emperador —le dijo Macro, y agitó un rollo
que llevaba el sello de Tiberio bien a la vista—. Piensa nombrarte tribuno.
Esta carta es para el senado.
Sejano entró en el edificio.
Macro actuó con rapidez. Se dirigió a los guardias pretorianos que se
encontraban de servicio y les mostró un segundo manuscrito.
—Ahora vuestro comandante soy yo. Regresad al cuartel. Me reuniré con
vosotros dentro de poco.
Luego hizo una señal al destacamento del Vigilum que estaba escondido
detrás de un seto de considerable altura. Las tropas ocuparonel lugar de la
guardia pretoriana y, con aquella escolta, Macro procedió a hacer su entrada
en el templo.
—¡Una carta del emperador! —anunció.
Sejano trató de disimular la sonrisa. Macro entregó la carta a los
funcionarios del senado, saludó y luego se dirigió a toda prisa hacia los
cuarteles de la guardia pretoriana, a la que informó de la bonificación
especial que el emperador les había concedido como prueba de
agradecimiento por la lealtad que habían mostrado hacia su persona.
—En este preciso instante se está procediendo a arrestar a Sejano. Yo
soy vuestro nuevo comandante —les comunicó.
Cuando el funcionario del senado empezó a leer la carta de Tiberio en voz
alta, la sonrisa de complacencia que había en el rostro de Sejano se convirtió
en una mueca de profundo terror. Sabía lo que le esperaba a continuación.
Ciertamente, sus perspectivas se cumplieron: las tropas del Vigilum lo
arrestaron y lo metieron en prisión. Antes del alba, Sejano moría
estrangulado y su cuerpo era lanzado por las escaleras del templo de
Saturno, que estaba ubicado en el foro. Cuando las noticias llegaron a oídos
de la mayoría de la gente, incluido José, el que antes fuera el hombre más
poderoso de Roma había quedado reducido a un cadáver horriblemente
mutilado.
El cuerpo permaneció en el lugar durante tres días, a fin de que los miles
de romanos que habían temido y odiado a Sejano tuvieran la oportunidad de
inventar toda clase de vejaciones, como orinarse encima de él, defecar en su
cara o llevarse trozos de carne y hueso como recuerdo de su caída.
Lo que quedó de él, una masa de restos de aspecto repugnante, se echó al
río con la intención de que las mareas del Tíber lo arrastraran lo más lejos
posible de Roma.
Aquello sólo fue el inicio del baño de sangre que estaba a punto de
comenzar.
73

Joel entró corriendo en la habitación en la que Jasón hacía unos ejercicios


de poesía con Ela y Samuel.
—¿Dónde está José? —preguntó.
Ela interrumpió sus cavilaciones durante unos momentos y levantó la
cabeza.—Ha ido a ver un terreno en el que es posible que David se construya
una vivienda.
—¿Sabes dónde queda ese lugar?
—Comentaron que estaba demasiado cerca de las murallas de la ciudad,
casi pegado a las puertas.
—Estupendo. Esos datos me serán muy útiles. Se están produciendo
desórdenes callejeros al otro lado del río. No tardarán en extenderse
también a esta zona. Hay saqueadores por todas partes, así que he cerrado la
tienda a cal y canto. Samuel, quiero que tú y Ela cojáis los recipientes más
grandes que encontréis y compréis toda la comida que consigáis. Luego
acompáñala a casa y asegúrate de que echa el cerrojo.
—Jasón, avisa a todos los inquihnos de los edificios y ayuda a Leah a traer
comida. Pueden pasar muchos días antes de que las calles vuelvan a ser
seguras.
»Yo me llevaré dos de los perros e iré a buscar a José y a David. ¿Cuáles
son los más fuertes, Ela?
—Jabby no, eso es seguro. Está embarazada. Pondré las correas a Jaffy y
Jordy.
—Daos prisa todos. —La voz de Joel dejaba bien patente que se trataba
de una emergencia, por lo que se apresuraron a cumplir sus órdenes.
Al cabo de un buen rato, Samuel oyó unos ladridos, a los que siguieron
unos golpes en la puerta, y fue corriendo a abrir. José y Joel tenían el pelo
revuelto y el lomo del perro estaba completamente erizado.
—¡Abba!
—Estoy bien, cariño. David ha llevado a Jordy a su caseta y ninguno de
nosotros ha resultado herido.
José y Joel cerraron la puerta tras de sí, para no tener que escuchar los
gritos y el ruido de madera rota que procedían de la calle. El sonido metálico
que producían los pestillos al correrse era lo único capaz de devolver la
seguridad a los habitantes de las casas.
José acarició la piel temblorosa del perro.
—Buen chico. Venga, Jaffy, calma muchacho. Ya ha pasado todo. Ahora
estás a salvo. —Dio unas palmaditas cariñosas en la enorme cabeza del animal
—. Buen chico.
—Puede decirse que los perros nos han salvado la vida —dijo Joel—. Las
calles son un hormiguero de saqueadores y la muchedumbre hierve en deseos
de destrozar lo primero que se le ponga por delante. Durante las siguientes
cuarenta y ocho horas, tuvieron la extraña sensación de que seguían en plena
noche. Las contraventanas estaban completamente cerradas, por lo que, en
vez de luz natural, hubo que utilizar lámparas para iluminar las habitaciones.
El ruido causado por las algaradas callejeras iba y venía en oleadas sucesivas,
mientras en el interior de la vivienda todo el mundo se esforzaba por dar una
impresión de calma y normalidad. Jasón continuó con las clases, y en compañía
de Ela y Samuel interpretaron una serie de piezas musicales que no sólo les
ayudaron a pasar el rato, sino que también sirvieron para entretener a los
inquilinos de los pisos superiores del edificio. Las enormes reservas de
comida, vino y agua disminuyeron rápidamente, ya que José no dudó en
compartirlas con aquellos que no habían podido abastecerse de un modo
adecuado.
Cuando la orgía de violencia y robo tocó a su fin, Roma era un caos
absoluto. Los almacenes en los que se guardaba el grano para los momentos
de crisis estaban vacíos; las estatuas del foro habían sido hechas pedazos;
los cadáveres decoraban de forma grotesca todas las calles y plazas de la
ciudad mientras los heridos de todas las edades se apiñaban en la isla del río
a la espera de recibir tratamiento en el templo de Esculapio. Las tiendas
habían sufrido saqueos y destrozos de todo tipo. Los últimos rezagados,
vestidos con trajes suntuosos que procedían de alguna rapiña, paseaban sin
rumbo su borrachera hasta que las tropas del Vigilum encargadas de
restablecer el orden procedían a su arresto.
Las operaciones de limpieza duraron varias semanas. En las altas esferas
se llevaron a cabo numerosos arrestos, encarcelamientos, juicios y
ejecuciones que afectaron de forma especial a los partidarios y familiares de
Sejano, cuya esposa se suicidó antes de que la guardia pretoriana se
presentara en su casa con la intención de arrestarla. Otros estaban tan locos
o sentían tanto terror que optaron por enfrentarse a los guardias en vez de
acatar su destino.
Uno de los informadores de José era un tratante de esclavos entre cuyos
clientes figuraban varias de las familias más importantes de Roma. En lugar
de enviar a un mensajero para que le notificase lo ocurrido, él mismo se
encargó de poner aquellas nuevas en conocimiento de José. Sabía que, a
cambio, recibiría una sustanciosa recompensa.
—El esclavo germano que querías, el del pelo rojo... ya es mío, pero no por
mucho tiempo. Lo incluyeron a última hora en un lote que me disponía a
comprar. El vendedor me dijo que lo utilizara para alimentar a los cuervos.
—Llévame hasta él y fija un precio. Rufo tenía los ojos vidriosos. La hora
de su muerte estaba cerca. Como guardaespaldas, había cumplido con su
deber: cuando la guardia había ido a buscar a su amo, se había enfrentado a
tres de sus integrantes. Tenía el cuerpo lleno de heridas de espada, que en su
mayor parte le habían sido infligidas en los brazos y los hombros, aunque la
más profunda de todas estaba situada junto a la cadera derecha. También le
habían hecho una profunda hendidura al lado de la coronilla con la
empuñadura de un arma. Aquel golpe era el que lo había dejado fuera de
combate.
No le habían limpiado ni suturado ninguna de aquellas heridas, que se
habían cubierto de gruesas costras de sangre coagulada sobre las que ahora
pululaba un enjambre de insectos. Un inequívoco hedor a carne podrida
envolvía el cuerpo del germano, al que habían abandonado en el mismo sitio en
el que había caído, junto al portón de la villa de su propietario.
A José le entraron ganas de llorar, pero optó por actuar de inmediato.
—¡Traed aquí una litera! ¡Rápido! Y.que vengan hombres para transportarla.
Espantad todas esas moscas y cubridlo con una sábana. Yo iré con vosotros al
templo de Esculapio.
El tratante de esclavos pareció vacilar.
—Recibirás tu dinero, como siempre. En este caso te pagaré el doble si
llegamos al templo antes de que muera.
«Oh Padre celestial —rezó José para sí—, ten piedad de tu siervo Rufo,
que tanto ama a tu Hijo.»
En el templo, uno de los médicos dijo a José con gran tacto que no había
esperanza para el esclavo.
—¿Deseáis que le lavemos las heridas y preparemos el cuerpo para el
entierro ?
—Quiero que le lavéis las heridas y que luego se las cosáis. Utilizad todo lo
necesario: mirra... lo que sea. Yo corro con los gastos.
—¿Mirra? Eso supone mucho dinero...
—No importa el dinero que cueste. Quizás ahora no os lo parezca., doctor,
pero soy un hombre rico y este pagano moribundo es muy importante para mí
—respondió José, que lloraba por dentro al recordar que el germano había
sido la primera persona que había conocido a Jesús gracias a él.
Volvió a ver la imagen de Rufo al fondo de la sinagoga, con los ojos
brillantes de alegría al saberse lleno de fe. José escondió la cara entre las
manos y empezó a sollozar abiertamente.
Sin embargo, no tardó en reaccionar cuando comprendió que lo que sentía
en aquellos momentos era pena por la pérdida que estaba a punto de sufrir y
no verdadera compasión por el dolor de Rufo. Seacercó al camastro del
moribundo y se arrodilló junto a él. Puso la mano sobre el corazón del hombre
y advirtió que apenas percibía sus latidos, tales eran su debilidad y lentitud.
—¡Señor! —clamó—. Lo mismo que sanaste a la hija de Sara, yo te imploro
que bendigas a este hombre con tu gracia. Aunque no era digno de ti, me
salvaste cuando estaba perdido en el desierto. Este hombre es todas las
cosas que yo no era y que sigo sin ser todavía. Su fe es inquebrantable y te
ama con toda la fuerza de su corazón y de su mente. Te lo ruego, Señor,
concédele la vida. Es bueno y merece toda tu misericordia.
El médico dio unos golpecitos en la espalda a José.
—Si queréis que lo lavemos, tendréis que apartaros.
José no lo oyó, pues estaba profundamente concentrado en los dedos de
su propia mano. Sentía como si un extraño fuego los estuviese devorando y al
mismo tiempo hubieran quedado cubiertos por una espesa escarcha. Un dolor
punzante y repetido contribuyó a que aumentara todavía más la sensación de
ardor mientras hacía que las agujas de hielo le atravesaran la piel y los
huesos de todas las articulaciones. Echó la cabeza hacia atrás y las lágrimas
comenzaron a brotar abundantemente de sus ojos cerrados.
—Gracias, Señor Jesús —susurró—. Bendita sea tu misericordia y la
santidad de tu nombre.
Las punzadas que había sentido en la mano no eran otra cosa que los
poderosos latidos del corazón de Rufo.

José no dejó que nadie más limpiara y ungiera las heridas de Rufo durante
el largo periodo de recuperación que éste pasó en su habitación.
En cambio, sí permitió que lo visitaran por turnos, ofrecieran plegarias por
él y dieran las gracias por el milagro. Durante semanas, Rufo permaneció
inconsciente. Tragaba las cucharadas de agua y caldo que le ponían en los
labios y profería débiles quejidos cuando José y Samuel tenían que mover su
enorme cuerpo a la hora de lavarlo. Pero no daba ninguna otra señal de vida.
Hasta que una tarde en que estaba sentada a su lado, Ela se dio cuenta de
que tenía los ojos abiertos y la miraba.
—Hola, Rufo —saludó la niña con una sonrisa—. Me alegro de que estés de
nuevo entre nosotros. Me llamo Ela.
—Ela —repitió él.
—Debes de estar seco. Aquí tienes un poco de agua. Prueba a dar unos
cuantos sorbos del tazón. Yo te aguantaré la cabeza.
Rufo bebió el líquido con ansia.—¿Un poco más? —solicitó.
—¿Por qué no? Lo peor que puede pasarte es que vomites.
Ela echó un poco más de agua del aguamanil que había sobre una mesa
próxima.
—Abba —llamó a través de la puerta entreabierta—. Rufo está despierto
y apuesto a que tiene más hambre que un lobo.
Le había acercado otra vez el cuenco a los labios cuando José entró
corriendo en la habitación.
—Bendito sea Dios.
—Amén —añadió Ela.

El proceso de recuperación del enorme germano fue lento, pero eficaz. Ela
se autonombró enfermera y torturadora oficial del enfermo.
—Bueno, Rufo, hay un tema que conozco a la perfección: si no trabajas los
músculos, se atrofiarán y ya no te servirán para nada. Las heridas del brazo
no están curadas del todo, así que, por el momento, no nos ocuparemos de la
parte superior de tu cuerpo. Pero a tus piernas no les pasa nada y sé
exactamente lo que hay que hacer.
Dichas estas palabras, le cogió un tobillo y tiró de la pierna del hombre
hacia arriba para después doblarla por la rodilla.
—Pesas mucho —se quejó la niña, con gesto teatral—. Tendrás que
ayudarme. Venga, vamos. Repetiremos el ejercicio veinte veces en cada
pierna. Luego te enseñaré lo que hay que hacer con los tobillos y los pies.
Rufo había perdido mucha sangre y aquello había contribuido en gran
medida a su sensación de decaimiento. Pero la principal causa de su debilidad
era que había permanecido en cama sin apenas moverse durante más de un
mes. Después de cuatro flexiones le pidió a Ela que se detuviese.
—Menudo llorica —respondió ella—. Venga. Dobla la pierna y luego
levántala.
No pasó mucho tiempo antes de que Rufo se pusiera de pie y empezara a
caminar con el fin de escapar a los cuidados de su enfermera.
Cuando las heridas hubieron cicatrizado, José y Ela lo acompañaron en un
lento paseo hasta el templo de la isla para que los médicos le quitaran los
puntos.
—Desde luego, no exagerabas al quejarte de las heridas —le dijo Ela con
admiración—. Te oía aullar de dolor y me preguntaba si el rugido de los leones
se diferenciaría en algo de tu voz.
Cuando estuvieron de vuelta en casa, la muchacha le ofreció la recompensa
que formaba parte del programa de ejercicios: trajo el arpa y ambos
interpretaron a dúo una serie de canciones celtas. Rufo le en-señó algunas
melodías nuevas. Ya conocía las que Ela había aprendido de Dosha, pero
aquélla sobre la diosa de los heléchos que Sara acostumbraba a cantar era
nueva para él.
A Rufo le entusiasmaba cantar, y la energía que ponía en la ejecución y el
volumen de su voz compensaban su falta de talento para ajustarse al tono
seguido. Después de la sesión de tortura que había sufrido a manos de los
médicos, insistió en que se había ganado a pulso el derecho de cantar dos
veces cada pieza.
—Una vez ahora y otra cuando acabes de hacer los ejercicios con el brazo
—-replicó Ela con firmeza.

—Mi cuerpo ya está casi curado —dijo Rufo a José con gran seriedad—.
Os debo mi vida y mi libertad. ¿Qué servicios necesitáis que realice, amo? Me
alegrará cumplir vuestros deseos y os prometo multiplicar por diez ese mismo
esfuerzo.
—Yo no soy tu amo, Rufo. Ya te lo dije antes: sólo Dios y su Hijo son tus
amos, como lo son también míos. Ambos somos sus siervos.
—Eso me produce una gran alegría —contestó Rufo, y su mirada transmitía
el mismo mensaje—, pero también deseo serviros a vos y a la pequeña Ela.
—Puesto que así lo quieres, te asignaré una tarea: ser el hermano mayor
de mi hija, velar por su seguridad y convertirte en el hijo que siempre deseé
y nunca tuve. Eso me hará muy feliz.
Rufo se arrodilló y besó la mano de José. Cuando se levantó, éste lo
abrazó y le dijo:
—Familia.
—Familia —repitió Rufo, saboreando el dulce sonido de aquella s palabra.

En los barrios humildes que se hallaban al otro lado del río, la vida se
recuperó pronto de los daños que habían causado los disturbios callejeros. No
había mucho que destruir en ellos, por lo que, desde el punto de vista de la
existencia cotidiana, lo que sucedía en el centro de Roma no afectaba en nada
a los habitantes del Transtiberino.
La caída de Sejano había dejado a Roma huérfana de líderes. El
emperador seguía siendo una figura distante, oculta en su refugio isleño,
alguien de cuya existencia sólo se tenía constancia gracias a las cartas que
muy de cuando en cuando tenía a bien enviar al senado.
Había hombres que en su ansia por alcanzar el poder mantenían entre sí
una lucha feroz en la que todos los medios estaban permitidos, fueran éstos
buenos o malos.La tribuna desde la que hablaban los oradores en el foro, más
conocida como Rostra, estaba siempre ocupada por uno u otro de aquellos
pretendientes al trono. Los romanos eran grandes admiradores del arte de la
retórica, lo cual explicaba que hubiera siempre una muchedumbre dispuesta a
recibir con ánimo insultante o agradecido las intervenciones de los distintos
aspirantes a estadista.
El senado también constituía un excelente escenario para pronunciar un
discurso. La mayoría de ellos consistían en ataques a otros miembros de la
asamblea, acusaciones de complicidad en las actividades conspirativas de
Sejano y peticiones de arresto y procesamiento.
A medida que transcurrían las semanas, las prisiones se encontraban cada
vez más atestadas. Había multitud de acusados y los juicios eran
procedimientos legales que se prolongaban durante meses.
José se sorprendió el día en que la mujer de Marco, Cornelia, decidió
hacerle una visita. Marco no iba con ella. Sólo la acompañaba Julio.
—Marco no sabe que estoy aquí, José. Le inquieta que yo me preocupe,
pero no puedo evitarlo. Cada día acusan a otro senador sin motivo alguno, por
el simple hecho de que hay alguien a quien no le cae simpático o que pretende
perjudicarlo por alguna ofensa personal que se produjo en algún momento del
pasado. Marco puede ser el siguiente, y el hecho de que despreciara a Sejano
no cuenta para nada.
»Estoy asustada, José. He rezado a todos los dioses y he depositado
ofrendas en cada uno de los templos de la ciudad. Una mujer llamada Lydia
dice que vuestro dios es conocido por su gran poder y misericordia. Yo
también deseo solicitar su protección. ¿Qué debo hacer? ¿Pagar para que se
realice un sacrificio? ¿Comprar una estatua del dios en cuestión?
¿Construirle un templo? Haré lo que me digáis.
Cornelia estaba al borde de la histeria o del colapso nervioso. José apenas
conocía a la esposa de Marco y no estaba seguro de poder ayudarla. Y, sin
embargo, pensó en Lydia: ella había estado presente mientras hablaba a
Antonia sobre Jesús, y aquel hecho había cambiado su vida.
—Cornelia, será mejor que vayamos a una habitación donde nadie nos
moleste. Traeré vino y algunas pastas. Tú también, Julio. Es un gran placer
daros la bienvenida a mi hogar.
Aquel Julio era el chico que se había desgañitado de tanto gritar en el
circo Máximo. Aunque sólo hacía un año que se habían celebrado las carreras,
parecía diez años mayor. A José le apenó mucho que el hijo de Marco hubiese
perdido la inocencia tan pronto. Prestar servicio en la guardia pretoriana
debía de haberlo obligado a presenciar numerosos horrores durante el último
año: arrestos, ejecuciones, ba-tallas callejeras para contener los motines del
populacho. A veces había que pagar un alto precio por convertirse en un
hombre.
José sirvió tres copas de vino.
—Voy a explicaros una larga historia —les informó—. Es una historia
verdadera, porque está basada en mi propia experiencia. No tiene nada que
ver con los mitos o las leyendas que a veces se explican sobre Apolo, Minerva
o Venus.
»Comenzó hace diez años, al nacer mi hija. Vos recordaréis cómo era:
carecía, de fuerza en las piernas...
José condujo a Cornelia por el sendero del descubrimiento y la revelación
que él mismo había recorrido. Al llegar al final, se inclinó hacia delante y dijo:
—Así que ya veis, Cornelia, Jesús no es una estatua de mármol que deba
colocarse dentro de un templo suntuoso. Es nuestro Salvador y vive a través
del Espíritu Santo en los corazones de todos aquellos que creen en él.
Cornelia se deshizo en lágrimas.
—José, no busco algo o alguien en quien creer. Lo que necesito es algún
tipo de protección para que no arresten a Marco. Si me declaro seguidora de
Jesús, ¿me prometéis que Marco se hallará a salvo?
—No, Cornelia —respondió José con dulzura—. No es ésa la naturaleza de
la fe. La fe no consiente pactos.
—Entonces, ¿por qué me habéis obligado a escuchar de cabo a rabo esa
perorata tan aburrida?
—Lo siento. Sólo hay una cosa que puedo hacer, y la haré con mucho gusto.
Rezaré por la seguridad de Marco.
Cornelia no se molestó en despedirse.
—Llévame a casa, Julio —ordenó, de pie ante la puerta, mientras esperaba
que su hijo fuera a abrirle.
—Gracias —murmuró el muchacho con una reverencia mientras echaba un
rápido vistazo a su airada madre.
José sonrió al comprender que la situación debía de resultar muy violenta
para el joven.
A pesar de todo, no se sentía deprimido, como le sucedía antes cuando la
persona con la que hablaba no reaccionaba de forma positiva al escuchar sus
explicaciones sobre el milagro de la resurrección. Su misión consistía en
transmitir un mensaje, y ese mensaje seguía extendiéndose más y más cada
día que pasaba. No cesaban de surgir nuevos seguidores por doquier y hacía
tiempo que él había conquistado aquellos tres corazones que, según María de
Magdala, debía ofrecer el Señor. Tras ellos habían venido otros muchos.
La única pena que aún le quedaba era el fracaso de su propio corazón.
Creía en la resurrección, creía que Jesús era el hijo de Dios.¿Por qué
entonces era incapaz de experimentar la felicidad a la que Ela se refería con
aquella conmovedora sencillez? ¿Por qué no era capaz de sentir el amor de
Dios que había conocido durante unos instantes mientras se encontraba
perdido en el desierto? ¿Era quizás indigno de él?
José agachó la cabeza para rezar: por Marco, tal como había prometido, y
por él mismo, para que le fuera concedido el don del Espíritu Santo.

La casa de David era ya más alta que la muralla de la ciudad, que quedaba
a un bloque de distancia de las obras. Leah se quejó de que David conocía los
ladrillos del edificio mejor que a sus propios hijos.
José admiraba a su joven amigo y se alegraba sinceramente de su éxito.
Sin embargo, en su fuero interno lamentaba no poder compartir aquel
proyecto. Ya no había demasiadas cosas en que ocupar el tiempo. Los planes y
los retos habían desaparecido de su vida y, en pleno verano, los días se hacían
eternos a causa de la inactividad.
Aquélla era la mejor estación para izar velas. Había momentos en los que
José sentía una profunda añoranza de la imagen y el olor del mar. Se
preguntaba por qué había abandonado aquella actividad que tanto significaba
para él. Sin ella, había quedado reducido a la mitad —a menos de la mitad—
de todo lo que era como hombre.
Es cierto que tenía una misión que cumplir, pero su presencia había dejado
de ser vital para la causa de la fe. Los nazarenos conocían al pie de la letra la
historia de la vida de Jesús, así como su muerte y postenor resurrección.
Conocían también sus enseñanzas y la felicidad de amar a Dios. Y así lo
explicaban a muchas otras personas. La comunidad crecía por momentos y
José tenía la sensación de que ya no le quedaba ninguna contribución especial
que hacer a algo que parecía funcionar por sí solo.
Al menos, eso era lo que pensaba. Sin embargo, no tardaría en comprender
que estaba equivocado.

Un hombre y una mujer estuvieron un buen rato contemplando la escena


en silencio sin tratar de llamar la atención. José también miraba cómo Ela y
Samuel adiestraban a los cachorros que, según lo previsto, Jabby había
tenido hacía seis meses. Era un placer inagotable ver a Ela correr y saltar con
aquellas piernas tan fuertes. A pesar de todos sus retozos y caídas, los
perritos no lo divertían tanto como a ella. Sin embargo, había llegado a dar
por buena la distracción, cuando de pronto reparó en la presencia de la
pareja que se hallaba junto a la verja.—¿Buscáis a alguien? ¿Puedo ayudaros
en algo?
—¿Eres José de Anmatea? Mi esposa y yo te estaríamos muy agradecidos
si fueses tan amable de dedicarnos una hora de tu tiempo. En caso de que no
te viniera bien hoy, estaríamos dispuestos a regresar otro día —dijo el
hombre.
—En absoluto. La verdad es que me alegra tener la ocasión de alejarme de
toda esta energía juvenil. Me hace sentir viejo.
La pareja esbozó una sonrisa nerviosa de compromiso.
—Acompañadme dentro —les pidió José—. Buscaremos un sitio en el que
poder hablar con tranquilidad.

Se llamaban Marta y Saúl. La historia que le contaron estuvo a punto de


hacer perder el control a José.
Marta empezó explicando que había tenido que obligar a Saúl a
acompañarla; él no quería hacerlo por temor a que alguien la insultara o la
avergonzara.
—Haré todo lo que esté en mi mano para que no te sientas ofendida —
aseguró José, dirigiéndose primero a ella y luego al marido.
Saúl retomó el hilo del relato y dijo a José que se habían casado después
de un noviazgo muy largo. El era aprendiz de curtidor y tuvieron que esperar
a que acabara el periodo de formación para establecerse por su cuenta.
Cuando por fin se convirtieron en marido y mujer, Marta tenía veinte años y
Saúl, veinticuatro.
—Dios no nos concedió hijos —continuó Saúl mientras cogía la mano de
Marta—, así que, después de diez años, me ordenaron que me divorciara y me
casara con otra. Pero yo no los obedecí entonces ni los obedeceré nunca.
Marta es mi esposa y jamás la abandonaré.
Se le prohibió la entrada en cualquiera de las sinagogas hasta que dejara
de vivir de espaldas a la ley.
—Hemos vivido apartados de Dios durante doce años—dijo Marta con voz
llorosa, en la que se percibía un cierto tono airado—. La gente dice que
adoras a Dios en tu propia casa. ¿Admitirías en ella a unos pecadores como
nosotros?
—¡Vosotros no habéis cometido ningún pecado! —José estaba demasiado
furioso para seguir callado—. Dios es amor. Jamás castiga a quien lo siente.
—¡Cómo desearía creerte! —respondió Marta, temblorosa.
José recuperó el control y, con voz calmada y segura, empezó a hablar a
ambos esposos sobre el Hijo de Dios.El máximo responsable de la sinagoga de
los Herodienses fue a ver a José al cabo de tres días. Lo amenazó con
impedir que volviera a pronunciar otro discurso ante la congregación si no
dejaba de confraternizar con los pecadores.
Cuando José le preguntó que a qué se refería, su interlocutor respondió
que todo el mundo sabía que el hombre y la mujer que vivían en pecado habían
sido vistos en su «ágape» y que nadie que quisiera asistir a la sinagoga podía
hablar ni compartir el pan con ellos, ya que eran unos marginados.
Marta confirmó aquellas noticias a José cuando éste fue a visitarlos a la
habitación que habían alquilado en una casa del vecindario. Durante doce años
habían sido los parias del barrio.
—Entonces tendremos que irnos de Roma. Sacaré de aquí a mi familia, a
Saúl y a ti y a todo aquel que quiera venir y entre todos llevaremos a Dios y a
su Hijo a otra ciudad.
La sangre le hervía de nuevo, aunque esta vez no era de rabia: volvía a
sentirse joven, fuerte y deseoso de emprender una nueva aventura.
74

A Saúl y Marta les aterrorizaba la idea de ir a vivir fuera de Roma, y más


en concreto la de abandonar el Transtiberino. Aquel barrio era el único lugar
que conocían. Habían nacido allí, como sus padres y la parte de la ciudad que
se hallaba al otro lado del río era para ellos un remoto y exótico lugar al que
iban quizás una o dos veces al año para asistir a algún espectáculo o desfile.
José se mostró compasivo, pero inflexible. Debían marcharse ahora,
cuando los días eran largos y se podían recorrer muchos kilómetros antes del
anochecer. Había decidido que se dirigirían al norte. No había estado nunca
en esa parte de Italia: sería una aventura. Estaba sediento de aventuras.
El camino era excelente, muy transitado y por lo tanto poco expuesto a los
ataques de bandidos. Además, Rufo y los perros irían con ellos, aunque no
todos. Jabby, que esperaba una nueva carnada, se quedaría con David y Leah;
sus hijos ya estaban poniendo nombre a los futuros cachorros.
—Di a tu patrón que sólo trabajarás diez días más —ordenó José a Saúl—.
Sería mejor que nos fuéramos antes, pero tiene derecho aunos días para
encontrar a alguien que ocupe tu lugar. Elige la piel más fuerte y suave que
tengáis en la curtiduría, cómprala y dásela a Joel. Te hará un cínturón para
esconder en él tus ahorros y confeccionará unas sandalias con una buena
suela para ti y para Marta. Ambos andaréis más kilómetros de lo que estáis
acostumbrados.
David aceptó, encantado, la oferta que le hizo José.
—David, ya que vas a ser el responsable de recaudar los alquileres y de
vigilar el buen estado de mis propiedades, puedes tener tu propio
apartamento gratis. A menos, claro, que prefieras trasladar la casa y la
oficina a tu propio edificio.
José no había visto hasta entonces una sonrisa más resplandeciente en el
rostro de David.
—No sabía cómo decíroslo, José. Quería conservar mi apartamento aquí.
Los alquileres que cobráis son más o menos la mitad de lo que yo cobraré en
mi propio edificio. Allí no podría vivir tan bien como aquí.
—¿Entonces aceptas?
—En el acto. Antes de que cambiéis de idea.
—Parte de los alquileres será para mantenimiento: materiales y esas
cosas. El resto se destinará a los gastos de la Casa de los Nazarenos. Pediré
a Joel que se ocupe de su funcionamiento.
—Es un honor para mí —dijo Joel, con expresión sena y feliz—. Trabajar
para el Señor y ofrecer más seguidores a Jesús dará sentido a mi vida.
Samuel sorprendió a José al rehusar ayudar a su padre.
—Iré con vos José, si me lleváis. Esta misión es importante para mí—.
Miró con vehemencia a José—. Quiero viajar y vivir aventuras. ¿Lo
consideráis demasiado egoísta por mi parte?
—Tu actitud es la propia en un hombre de dieciocho años, fuerte y sano.
No hay nada malo en ello —aseguró José al tiempo que le daba una palmada en
la espalda.
A Jasón le respondió lo mismo cuando preguntó si podía unirse a los
viajeros, aunque no lo dijo exactamente con las mismas palabras, pues no
sabía la edad del muchacho. Sería una verdadera bendición tener a Jasón con
ellos. Ela podría continuar con sus clases y todos seguirían disfrutando de la
música de arpa y flautas... incluso cuando Rufo insistiera en cantar.
Además, así contarían con dos hombres más para resolver las dificultades
que surgieran durante el camino y también para llevar parte de lo que
quedaba del tesoro de José. Si bien éste había menguado de forma
considerable desde que se transfiriera de Jerusalén, el peso del oro era
todavía considerable. Sería un alivio poder repartirlo entre cuatro. Saúl ya
estaba tan nervioso por tener que llevar encima su pe-quena parte de plata
que José no le dijo nada acerca de la existencia del oro, para no agudizar su
temor a un asalto.
Sí, todo estaba bien atado. El éxito de José con el proyecto de las casas
era de sobras conocido. Cuando decidió compartir su tesoro, dejó que el
representante del Gobierno lo convenciese de construir más viviendas en la
rica ciudad balneario de Herculaneum. Naturalmente, le hizo prometer que
guardaría el secreto, aunque lo más probable era que vendiese la información,
claro. Entonces los bandidos le buscarían en el camino del sur mientras él se
dirigía hacia el norte.
Sólo quedaba una pequeña cosa por hacer: los cachorros. Los in-quilinos de
los edificios estaban contentos de quedarse con ellos. Todo el mundo
recordaba que los perros de José habían salvado de la muerte a cientos de
personas durante el incendio. Ela estaba decidida a acabar de adiestrarles
antes de irse; sin embargo, José pensaba que no dispondría del tiempo
suficiente. Ahora, sólo quedaban ocho días antes de partir.
De todas formas, Ela también estaba entusiasmada con la aventura y en
caso de que no le diera tiempo a acabar de enseñar a todos los cachorros a
obedecer las órdenes esenciales, pronto olvidaría su decepción.

—Ven, perrito. Ven con Ela. Ven aquí ahora. ¡Basta de tomarme el pelo de
esta manera! Ven, perrito, ven. ¡Que vengas, he dicho! —El precoz cachorro
se había escabullido por la verja del patio, aprovechando que un inquilino la
había abierto para salir.
Las palabras de Ela eran suaves y afectuosas, pero su voz estaba
impregnada de furia. Hacía un buen rato que había perdido la paciencia, algo
menos que había perdido los estribos. Pero ahora estaba realmente asustada.
El cachorro se dirigía hacia el puente del río. ¿Y si echaba a correr hacia la
ciudad? Nunca lograría alcanzarlo. Ela corrió a toda velocidad hacia el puente.
El animalito se alejaba raudo, a considerable distancia.
De repente, el cachorro desapareció. ¿Dónde estaba? Ela contuvo la
respiración y aguzó el oído.
En alguna parte, entre los arbustos, se oía un susurro. Miró por encima de
la espesura. Sí, se movían algunas hojas. Corrió hacia ese lugar y se metió de
rodillas entre los matorrales. Oyó gañir al cachorro. Estaba muy cerca.
Separó algunas ramas y se quedó boquiabierta de asombro. El cachorro
lamía afanosamente las heridas que cubrían la cabeza de una pequeña niña, la
cual permanecía encogida y aterrada, gimiendo.
Ela agarró con ambas manos al perro por el cogote y lo apartó.—El perro
no te hará daño —dijo a la niña—. De verdad, es sólo un cachorro. ¿Qué pasa?
¿Estás herida? — Ela no sabía qué hacer.
La niña la contemplaba con sus enormes ojos oscuros arrasados de
lágrimas. Con labios temblorosos y una voz tenue y vacilante, dijo en griego:
—Ayúdame.
—Claro, que te ayudaré —contestó Ela en el mismo idioma.
«Tendré que decir a abba que llevaba razón —pensó—. Me dijo que un día
u otro, necesitaría saber griego.»
—¿Cómo te llamas? Yo me llamo Ela.
—Claudia.
—Claudia, te sentirás mucho mejor después de sonarte la nariz y de
ponerte ungüento en la cabeza. Ven. Te llevaré al médico.
Ela intentó acercarse, pero Claudia retrocedió para refugiarse entre los
matorrales.
—No, no, por favor. No dejes que me cojan. Me llevarán de nuevo allí y me
encerrarán. —Temblaba con tanta violencia que las hojas se agitaban a su
alrededor.
Ela buscó una posición más cómoda, con las piernas cruzadas. Estaba
intrigada.
—¿Quién te persigue, Claudia? ¿Quién te va a encerrar?
—Las vestales —lloriqueó Claudia—. Me tiraron del pelo y me lo afeitaron
con una cuchilla. Me dolía. Grité y me encerraron en una habitación sin cenar
hasta que dejara de llorar. Son malas, malas, malas.
—¿Quieres decir que todas estas llagas de tu cabeza te las ha producido
la cuchilla? —preguntó Ela, fascinada.
—Sí. Y duele muchísimo.
—Seguro que sí. ¿Cómo saliste de allí?
—La cerradura no estaba bien ajustada y en la calle había un carro lleno
de bultos, así que me escondí. Después se puso en marcha. Estuvo circulando
durante un buen rato. Cuando se paró, había mucha gente hablando y
gritando. Yo estaba asustada, me arrastré hasta unos arbustos y me escondí.
—Muy bien. ¿De verdad te afeitaron toda la cabeza?
—Sí, sí, de verdad.
—Entonces, ¿estás segura de que no quieres volver con las vírgenes? ¿Y tu
familia? ¿Dónde están tus padres?
—Me entregaron a las vestales. Dijeron que allí sería feliz y que era un
gran honor. Me harían volver con ellas.
—Entonces, lo mejor es que vengas conmigo a casa. Pero si buscan a una
niña pequeña con la cabeza rapada, no será difícil reconocerte. Déjame
pensar...No le llevó mucho tiempo. Ela deshizo su faja y luego la ató al cuello y
a una pata del cachorro.
—Así no te escaparás —dijo Ela.
Cerca del hospital de la isla, Ela había visto una hilera de ropa cui-
dadosamente colgada en un seto florido. Corrió hacia allí y agarró una de esas
batas con capucha que llevaban los médicos. Aunque era enorme para Claudia,
la capucha serviría para cubrirle la cabeza.
—Sujeta la parte de abajo para no tropezar —indicó Ela—. Ven conmigo.
Deprisa.
El extravagante grupo se encaminó sigilosamente entre las callejuelas,
amparándose en la sombra de los edificios, a la pequeña curtiduría donde
trabajaba Joel. Ela suspiró aliviada cuando vio que Samuel se hallaba detrás
del mostrador.
—Christ, soy yo. ¿Puedo subir?
—Sí. Pero...
—Ya te contaré más tarde. Aguanta un momento al perro.
Tendió la correa a Samuel y salió disparada hacia el oscuro callejón en el
que esperaba Claudia. Los enormes y asustados ojos de la niña parecían aún
mayores bajo la gran capucha.
Ela la asió por el brazo y la llevó hasta la escalera de mano que conducía al
apartamento de Joel.
—Sube, Claudia —ordenó—. Yo iré detrás de ti para que no te caigas.

A Samuel no le pareció bien aquello, pero Ela hizo caso omiso. Samuel llevó
en brazos un bulto informe al apartamento de José: era Claudia, escondida
entre los pliegues de una capa. Ela andaba a su lado, agarrando firmemente la
nueva correa de cuero del perro.
Samuel prometió devolver la bata de médico en secreto, después del
anochecer.
Claudia comió con apetito y bebió cuatro vasos de leche antes de caer
rendida en la cama de Ela. Aparecía pequeña y vulnerable vestida sólo con su
ropita interior; Ela no había tenido tiempo de buscar alguna prenda. Las
heridas de la cabeza presentaban muy mal aspecto. Ela las había untado de
momento con aceite, a la espera de que regresara José. Él sabría dónde
comprar ungüento de bálsamo o mirra.
En el fondo se alegraba de que su padre y Rufo no se encontraran en casa.
La habrían regañado, como había hecho Samuel. Pero ¿qué otra cosa podía
hacer sino ayudar a aquella niñita asustada, sola y he-rida. Miró cómo dormía
y tarareó una nana celta mientras la cubría con una colcha de lino y le
arropaba los hombros.
Ela acababa de lavar el cuenco y la taza de Claudia cuando Jordy, el perro
guardián, lanzó un gruñido. Luego sonó un enérgico golpe en la puerta, y se
hicieron más feroces los gruñidos. Al ir a abrir, Ela apoyó la mano en el lomo
de Jordy.
—¿Está tu madre o tu padre? —El hombre de la puerta llevaba un
impresionante casco de cobre, coronado con el penacho rojo distintivo de la
guardia pretonana.
—¿Por qué? —preguntó Ela con sincera curiosidad.
—Alguien ha robado un objeto de valor y estamos buscando en todos los
edificios de Roma. Pero preferiría tratar con una persona mayor, si no te
importa.
—Podéis volver más tarde o puedo enseñaros la casa yo misma. Mi perro no
dejará que nadie me haga daño.
—Yo no te haría daño, pequeña.
—Ya me lo imagino. Pero mi padre me enseñó a decir siempre esto a los
extraños.
El guardia sonrió.
—Buena idea. Quizá compre un perro a mi hija pequeña.
—Regaladle un cachorro. Son mucho más divertidos.
—Tal vez lo haga. Echaré un vistazo si a ti y a tu perro no os importa. Si
se registran todas las casas sin dejar una es más sencillo y no hay que volver
atrás.
—Entonces pasad.
Ela observó con interés el impresionante uniforme del guardia. «Julio
debe de sentirse orgulloso de sí mismo cuando va vestido así», pensó.
El guardia registró meticulosamente la sala grande. Miró debajo de cada
mesa y detrás de cada sofá. Luego repitió la misma operación en la habitación
de José y en la de Rufo. Al poner la mano sobre el picaporte de la puerta
donde dormían los perros, Ela lo detuvo.
—Un momento. —El guardia se volvió con suspicacia. Ela corrió hacia la
puerta.
—Yo os la abriré. Hay una perra en esta habitación y está muy irritable,
porque dentro de poco tendrá cachorros. —Obsequió con un sonriente mohín
al guardia—. Quizá pueda darle uno a vuestra hija. —Abrió la puerta
canturreando para que no se alarmara Jabby. No te preocupes, querida
Jabby. Es una buena persona, no te hará nada. Han robado algo y lo andan
buscando. —Se quedó al lado de la perra y le acarició la cabeza mientras el
guardia levantaba las mantas sobre las que solían dormir los perros—. ¿Qué
han robado? —preguntó al hombre.—Una niña pequeña —respondió el guardia
—. Pertenece al templo de Vesta.
Ela se quedó helada. Jabby gañó aterrorizada al notar la repentina rigidez
de los dedos de Ela sobre su cabeza. Ela recobró la respiración y la siguió
acariciando.
—Esta habitación ya está vista —dijo el guardia—. ¿Puedes cerrar tú la
puerta?
—Sí, gracias —contestó Ela, que mientras observaba cómo salía el hombre
pensaba a toda velocidad.
El guardia abrió ahora la puerta de la habitación de Ela.
—Por favor, no hagáis ruido —dijo Ela. Su voz sonaba segura, pero el tono
era bastante más agudo que antes—. Mi hermana pequeña está durmiendo.
Duerme mucho. Tiene lepra.
El guardia, que ya se encontraba en medio de la habitación, a punto de
inclinarse sobre la cama, se enderezó de inmediato y retrocedió. Claudia
dormía plácidamente, con su cabeza calva, repleta de heridas que relucían
bajo la pálida luz.
Segundos más tarde, el guardia salía del apartamento, evitando acercarse
a Ela y a su perro.

Joel ya estaba enterado de lo de Claudia. Se lo había dicho Samuel.


—Ela, no tienes ni idea de lo que has hecho —dijo con gravedad—. El
Vigilum y la guardia pretoriana están registrando todos los rincones de la
ciudad.
—Ya lo sé —asintió Ela.
A continuación contó a Joel lo que había sucedido un rato antes. Cuando
llegaron José y Rufo, Joel todavía reía. No obstante, después, refirieron el
episodio a José y a Rufo, aseguró que aquél no era un asunto que pudiera
tomarse a broma.
—Vesta es la única diosa que aún tiene algún significado para los romanos
—explicó—. Lo que ha hecho Ela, aunque sin mala intención, es tan grave para
ellos como lo sería el robo del Arca de la Alianza para nosotros, los judíos.
José, si se descubre la verdad sobre esta niña, vos y Ela seréis torturados y
ejecutados, y probablemente correrán igual suerte los nazarenos
relacionados con vos.
»José, no podéis quedaros en Roma el tiempo que teníais previsto. Avisad
a los demás esta noche de que partiréis mañana al alba.
»Y tened cuidado por el camino. Registrarán a todo el que salga de la
ciudad.

75

José, que se sentía en su medio natural cuando había que pensar y actuar
con rapidez, envió enseguida a Samuel en busca de Jasón.
—Dile que se traiga el equipaje. Dormirá aquí. Samuel, tú también;
después de hablar con Jasón, trae tus cosas aquí. Yo iré a buscar a Saúl y
Marta. Así se tranquilizarán. Joel, tú te harás cargo de todo un poco antes de
lo previsto.
—Muy bien.
Samuel masculló los detalles de la otra obligación que le quedaba
pendiente.
—Antes de traer mi equipaje, devolveré la ropa al hospital, ¿de acuerdo?
—No —replicó con rotundidad José—. No te acerques al hospital. ¿Joel?
—Iré a llevar esa ropa enseguida. También traeré algo de comida para
cenar todos esta noche.

Los ocho viajeros abandonaron el apartamento una hora antes del alba.
Todos sabían lo que debían decir en el caso improbable de que los parasen e
interrogaran.
Jasón era un erudito griego que viajaba con su hija. Ésta se recuperaba
lentamente de la grave caída que había sufrido en unas escaleras unas
semanas antes, por eso llevaba una venda en la cabeza y un sombrero de paja
de ala ancha. Debido a la herida que tenía en la cabeza, la luz todavía le
dañaba los ojos. Claudia no diría nada. José y su hija, ambos bien conocidos
por todos, viajaban por cuestión de negocios con su guardaespaldas germano
y tres perros guardianes.
Saúl, Marta y su hijo Samuel se iban de vacaciones. José ya había
dispuesto el alquiler de una de las barcazas del río para ir al puerto de Ostia.
A las autoridades no les interesaría tanto el tráfico del río: Roma era famosa
por sus calzadas, pero no por sus vías fluviales.
En el muelle, José contempló el montón de equipaje que estaban cargando
en la barcaza. Llegado el momento, tendría que tomar alguna medida al
respecto. Era demasiado; Marta y Saúl no habían querido abandonar ninguna
de las posesiones que amasaron durante veintidós años de vida en común.
Tal y como esperaba José, en Ostia había pequeños y desvencijados
barcos de cabotaje que esperaban carga para salir hacia cualquier puerto de
Italia. El grupo y sus pertenencias se convirtieron en carga con destino a
Livorno, puerto que se hallaba a cien millas de distancia en dirección norte.
Cuando se encontraban a medio camino, José hizo cambiar de rumbo, y se
dirigieron hacia Massalia, el puerto más importante de Galia. Era bastante
improbable que la búsqueda de la vestal desaparecida llegase tan lejos.
Además, en caso de que la noticia llegara a Massalia, ellos ya habrían
abandonado la ciudad mucho antes.

El sur de Galia había sido conquistado por Julio César casi cien años antes.
A partir de ese momento se inició un intenso proceso de colonización de
aquellas ricas tierras. Las grandes ciudades se enorgullecían de tener baños,
foros, templos, teatros, estadios y circos para atletas y gladiadores. La
verde campiña estaba salpicada de villas, cuyos propietarios eran generales
retirados, senadores y hombres de negocios. Los acueductos llegaban desde
las montañas para suministrar agua a las fuentes y los baños de las ciudades.
Las famosas calzadas romanas conectaban ciudades y pueblos. La región
entera estaba profundamente romanizada.
Lo curioso era que no había ninguna sinagoga.
José estaba atónito. ¿Cómo podría hablar a la gente sobre el Hijo de Dios,
si ni siquiera conocían a Dios?
—Eso facilitará en cierto modo las cosas —lo tranquilizó Jasón—. Al ser
griego, yo no tenía ninguna creencia importante que entrase en conflicto con
la divinidad de Jesús; en vuestras sinagogas, en cambio, esperaban a un
mesías muy diferente.
—¿Y de Dios? ¿Qué aprendiste sobre Dios en las enseñanzas de Jesús?
—Que Dios ama a todos los hombres. Él no obligaría a Marta y a Saúl a
separarse por no tener hijos.
Durante un breve instante, José se sintió totalmente embargado por la
felicidad del amor de Dios. Experimentó ese éxtasis místico y la serena
certidumbre de la que hablaba Ela al referirse a su curación.
—Llevaré la buena nueva a estas gentes —dijo José—. Esto agradará al
Padre y al Hijo.
Se encontraban en la bella ciudad que más tarde se conocería con el
nombre de Nimes. Desde Massalia, José condujo el grupo a la cercana ciudad
de Arles, que era más grande. No obstante, como era también sede del
gobierno provincial romano, prefirió no detenerse siquiera en ella por temor a
que las autoridades romanas estuvieran avisadas del caso de la vestal
desaparecida. Trasladarse a Nimes suponía un día más de viaje. Todos
estaban cansados, pero José insistió en seguir camino.
Ya en Nimes, decidió que se quedarían allí. Encontró una discreta villa en
las afueras de la ciudad que disponía de un jardín y espacio suficiente para
todos.
—Esto es el jardín del Edén —dijo Marta aliviada, después de haber vivido
siempre en casas de vecindad.
Para ella, la vida tomó un dichoso rumbo que nunca había osado ni imaginar.
Perdió su timidez y adoptó el papel de señora de la casa; Ela, de diez años, y
Claudia casi de ocho, se convirtieron en las hijas que tanto había deseado.
José contrató a mujeres libres para cocinar y atender las tareas del
hogar.
—Nosotros no conocemos lo que se cultiva ni lo que se come en esta parte
del mundo; pero las mujeres de la región, sí—señaló con diplomacia José.
En realidad, Marta no era muy buena cocinera y a él le gustaba comer
bien. Cuando explicó su decisión de contratar a un ama de llaves, no tuvo que
recurrir a excusas; se explicó con sencillez y absoluta sinceridad.
—Ela apenas sabe nada de lo que implica ser mujer, pues lleva demasiado
tiempo entre hombres. Es más importante que dediques tu tiempo y tu
energía a su educación que a las tareas del hogar.
Los nuevos habitantes de la casa no tardaron en establecer unas pautas
de la vida cotidiana.
Por las mañanas, Ela, Claudia y Samuel, tenían clases con Jasón; por las
tardes, cuando conseguía alcanzarlas, Marta enseñaba a tejer y coser a las
niñas.
Ela enseñó a Claudia los placeres de correr, ejecutar acrobacias y subir a
los árboles.
Claudia enseñó a Ela juegos de niñas a los que ésta nunca había jugado. Con
hojas y flores, simulaban comidas que daban a probar a niños imaginarios o
bien a los perros.
Ela nunca había tenido una amiguita con quien jugar. Sus primos de
Anmatea habían sido amables con ella, pero como estaban muy unidos entre sí
apenas les quedaba espacio para incluir a Ela en sus vidas. Claudia, que tenía
casi tres años menos, sabía más sobre niñas que Ela. Las dos alcanzaron un
buen equilibrio en su relación: unas veces mandaba una y otras, la otra. Se
peleaban con la frecuencia justa que permitía disfrutar luego de la
reconciliación.
También los hombres vieron sus vidas colmadas. Saúl encontró trabajo en
una curtiduría; no era feliz si no trabajaba. Jasón ocupaba sus tardes
copiando, con bonita y esmerada letra, las enseñanzas de Jesús, pues los
valiosos manuscritos de José estaban ya muy deteriorados. Samuel cuidaba
del jardín con una pasión que sólo un habitante de la ciudad podría entender.
Únicamente a José le resultaba difícil encontrar una ocupación que le
proporcionara satisfacción. En la bulliciosa plaza del centro de Nimes había
un ajetreo constante, sobre todo delante del magnífico templo que había
mandado construir Augusto en honor de sus amados nietos, trágicamente
muertos a edad tan temprana.
Cada día José se instalaba en las empinadas y amplias escalinatas del
templo, con Rufo como guardaespaldas. Desde esa tribuna, se dirigía a la
gente y le contaba cosas de la resurrección, de la promesa de la vida eterna y
del amor de Dios.
En raras ocasiones lograba atraer la atención de unas cuantas personas, y
menos retenerla durante mucho rato. No obstante, José, acababa cada
prédica invitando a la gente a hacer preguntas o unirse a los nazarenos en su
ágape del sabbath.
Cada día era mayor su desaliento, y sólo la entusiasta fe de Rufo lo
animaba a continuar.
Contra todo pronóstico, Jasón trajo el primer converso a José. Jasón
había hablado con el artesano que fabricaba vitela para los manuscritos. Otro
escritor, un joven propietario romano, preguntó a Jasón en qué trabajaba.
—Apasionante —comentó después de escuchar a Jasón—. Me gustaría
saber más sobre esto.
De este modo tan simple, la barrera comenzó a romperse. El joven romano
volvió con su madre, que a su vez preguntó si podía traer a dos amigas.
Una de estas mujeres afirmó, con una elegante dosis de escepticismo, que
para ella los milagros eran algo inasequible a la razón.
—Señora, ésa es precisamente la naturaleza de los milagros; quedan fuera
del orden de todo lo que conocemos. Pediré a mi hija que os cuente lo que le
sucedió. No os resultará difícil creerla.
Ela llegó con las rodillas, los codos, la cara y las manos mugrientos de
haber estado jugando en el jardín. Venía desgreñada, con una hoja enredada
entre las trenzas.
—¿Deseáis que os cuente cosas de Jesús? Lo haré con gusto, porque
hablar de Él siempre me hace feliz. Yo era mucho más pequeña cuando me
curó las piernas. De eso hace ya cuatro años.
»Yo no sabía quién era Jesús. Mucho después supe acerca de Dios Padre.
Jesús era sólo un hombre, pero un hombre especial. A su alrededor, el mundo
entero era un lugar maravilloso y alegre. Era algo que no se veía, pero se
podía sentir. Daba incluso igual que uno tuviera las piernas paralizadas. Lo
importante era que todo estaba bien-Jesús no me dijo nada, no necesitaba
hablar. Yo sabía, porque lo sentía, que me amaba tal y como yo era.
»Y todavía me ama. Lo sé. Cuando me preocupo, me enfado o estoy muy
cansada lo único que tengo que hacer es permanecer en silencio durante un
minuto y sentir cómo me ama Jesús. No necesito verle. Sé que está ahí,
porque sentía lo mismo cuando El estaba conmigo. El hace que todo esté bien.
La mujer que había dudado de los milagros miró con lágrimas en los ojos a
aquella niña desaseada de hablar sencillo.
—¿Hay alguien más que pueda ser tan feliz?
—Claro —respondió Ela—. Es fácil. Sólo hay que quedarse en silencio
durante un minuto y sentirlo. Está en todas partes, siempre.
—¿Puedo tocarte, pequeña?
—Si lo hacéis, deberéis lavaros las manos —dijo Ela, riendo—. Estoy muy
sucia, porque hemos estado haciendo pasteles con el barro. ¿Queréis venir a
verlos? Os llevaré al sitio donde tenemos la tienda. —Le tendió la mano.
—Gracias —murmuró la mujer, estrechándosela.
—José —observó Jasón en voz baja—, conseguiréis que la gente os
escuche a través de Ela. Tendréis que ponerla a trabajar para Jesús.

—¿Trabajar para Jesús? Claro que sí abba. Ya sabes que para mí será un
placer hacer algo por El.
Al día siguiente, Ela acudió con su padre a las escalinatas del templo, y
llevó consigo el arpa. Mientras tocaba y cantaba una canción que le había
enseñado Samuel, mucha gente interrumpía su trajín y se paraba a
escucharla. La voz, de Ela sonaba clara, dulce y pura.

El Señor es mi pastor
Nada me falta.
Sobre los frescos pastos
me lleva a descansar,
y a las aguas tranquilas me conduce.
El restaura mi aliento,
por las veredas justas El me guía,
en gracia de su nombre.
Aunque hubiera de ir
por los valles sombríos de la muerte,
ningún mal temería,
pues conmigo estás Tú:
tu bastón y tu cayado me confortan.
Enfrente al opresor,me aderezas tú un banquete;
con aceite me unges la cabeza,
y mi copa rebosa.
Sólo bien y favor me van siguiendo
todos los días de mi vida.
Mi morada es la casa del Señor
por lo largo de mis días.

—Ésta es una canción que explica cómo se siente uno cuando se queda en
silencio y calma durante un minuto y se permite sentir lo mucho que le aman
Jesús y su Padre.
»Les contaré cosas de Jesús, de cómo me curó las piernas y pude andar y
correr...

Cuando llegó la primavera, Saúl y Marta estaban preocupados porque no


había manera de celebrar la Pascua en una sinagoga.
—Celebraremos aquí el día después de la Pascua, el día en que Jesús
resucitó de entre los muertos. Dios liberó a los judíos de la esclavitud del
faraón y nosotros celebrábamos la Pascua para conmemorarlo. Pero, su amor
es tan grande que liberó a toda la humanidad de la esclavitud del pecado y de
la muerte a través de su Hijo Jesús. Ésta será nuestra nueva conmemoración.
El jardín y la sala principal de la villa se llenaron de mesas para la
celebración del ágape. Después de rezar y de cantar, los comulgantes
partieron el pan y bebieron el vino, como hacían siempre. Luego comieron el
cordero asado y las frescas hortalizas de la temporada, sin las hierbas
amargas tradicionales de la Pascua judía.
Más de un centenar de nazarenos compartieron el banquete en
fraternidad.
Una semana después, en la reunión semanal del ágape, José comunicó a los
asistentes que pronto se trasladarían a otra ciudad.
—Elegiréis entre vosotros a aquellos que se encargarán de bautizar y de
dirigir las oraciones. Esta casa será vuestra casa. Llenadla de amor y del
mensaje del amor de Dios.
»Yo llevaré el mensaje a otros.
Durante los cinco años siguientes, José y los siete compañeros que
estaban con él desde el principio fueron a cinco ciudades, todas distanciadas
entre sí por un día de marcha, siempre en dirección oeste. Los sucesos de
Nimes se repitieron, con las variaciones que dictaban las diversas
circunstancias. En Tolosa, donde los nazarenos eran másnumerosos, más de la
mitad de éstos eran esclavos o antiguos esclavos. La siguiente población era
más pequeña, pero la comunidad que allí se había creado era mayor. El quinto
año lo pasaron en Burdeos, la gran ciudad de la provincia de Aquitania, que se
hallaba a sólo diez kilómetros del mar, el gran mar, el océano Atlántico.
José empezó a tener el mismo sueño una y otra vez. Veía a Sara en el
acantilado en el que le cantó aquella canción que era sólo de ellos dos, durante
su periodo mágico.
Se despertó del sueño lleno de júbilo, porque Sara estaba de nuevo con él.
Entonces, al darse cuenta de que se encontraba despierto y sin Sara a su
lado, lo asaltó un terrible dolor.
Llamó a Ela.
—Mi querida y dulce hija, creo que he sido llamado para llevar el mensaje
a una comunidad de judíos y hablar otra vez en una sinagoga.
»Se encuentra en la tierra de los hombres de piel azul. ¿Recuerdas las
historias que solía explicarte sobre ellos?
—¡Oh, sí, abba! Claro que me acuerdo. Me encantaría ir allí. ¿Podremos ir?
¿De verdad, de verdad?
José abrazó con cariño a la hija de Sara.
—Será un viaje difícil, pero, sin duda lo haremos.

76

Ela tenía ahora dieciséis años. «Se ha hecho mayor», pensó José el día de
su cumpleaños, cuando le regaló las alhajas que en otro tiempo llevara su
madre. A Ela le gustó mucho el regalo, sobre todo el collar de flores azules,
pero no le gustaba tener dieciséis años; resultaba demasiado desconcertante.
Su cuerpo había cambiado; le era extraño. Aquel sentimiento de extrañeza no
se debía a la menstruación. Aunque ésta era molesta e incómoda, Marta le
había explicado todo antes de que ocurriera, así que no se asustó cuando se
le presentó por primera vez.
Tampoco padecía dolores a causa de la menstruación. No era ése el caso
de Claudia, cuya primera vez había sido hacía seis meses, pero siempre
padecía los mismos fuertes dolores.
No. Para Ela, lo desagradable de su cuerpo era la transformación que se
había producido en su figura. Era más alta, lo cual no estaba mal, pero los
pechos lo estropeaban todo. Ya no podía realizar la mayor parte de sus
actividades predilectas, o por lo menos no de lamisma manera en que las había
hecho siempre. Cuando corría, se sentía desequilibrada. Al subir a un árbol,
chocaba con ramas contra las que su cuerpo jamás se hubiese topado antes
de que le creciesen los senos, que para colmo, le dolían a consecuencia de
aquellos inoportunos roces.
Marta le aconsejó que no trepase más a los árboles.
—Ahora eres una mujercita, ya no eres una niña. Debes ser menos
revoltosa, menos infantil. Tienes que cambiar.
—¡Odio cambiar! —replicó Ela, rompiendo a llorar.
¿Por qué lloraba? No lo sabía. Para ella fue una absoluta sorpresa aquel
arrebato de llanto.
El cambio. Todo había cambiado, todo estaba cambiando. Samuel los había
dejado para quedarse en la última ciudad y dirigir allí a los nazarenos. Y
cuando se marcharon de Burdeos, Jasón tampoco pudo ir con ellos. Se había
«enamorado», dijo, de una de las nuevas discí-pulas, una esclava griega;
compró su libertad y se iba a casar con ella. Se quedaría allí y dirigiría la
comunidad de Burdeos.
«Enamorado.» ¿Qué significaba eso? Cuando Ela preguntó a Jasón acerca
del tema, lo único que éste le contestó fue: «Ya lo sabrás algún día.»
¿Cuándo? ¿Cómo sabría ella en qué momento sucedería aquello?
Claudia simplemente se echó a reír cuando Ela se lamentó por el
enigmático comentario que había hecho Jasón.
¡Claudia! ¡Cuánto había cambiado! Había sido tan perfecto tener a otra
niña para ser amigas... Pero Claudia había cambiado mucho. Ahora no quería
pasar tanto tiempo con Ela. Prefería la compañía de dos nuevos discípulos que
habían venido con ellos desde Tolosa. Eran romanos. Hombres: Gayo y Lucio.
Eran mayores, como Jasón. Tenían treinta y cuatro y treinta y seis años
respectivamente. ¿Por qué demonios rondaba Claudia con ellos y decía tantas
tonterías del tipo «qué maravilloso es ser romano»? Además, se convertía en
una persona diferente cuando hacía esto: toda ojazos, sonrisa y voz acarame-
lada. A Ela le daban ganas de abofetearla.
Por suerte, Gayo y Lucio no hacían mucho caso a Claudia, y Ela obtenía una
incómoda satisfacción de aquella falta de atención. Ese sentimiento le
producía desasosiego. Era una emoción nueva y diferente para ella. Más
cambios. Los odiaba.
Lucio y Gayo estaban «subyugados por la palabra de Jesús», a decir de
Jasón. Prácticamente abordaban a la gente por la calle para contarles la
resurrección. Ela no lo entendía. Cuando las gentes deseaban oír hablar de
Jesús, siempre era bonito ver lo felices que se quedaban después. Según lo
percibía ella, hablar a gritos a los transeúntes no servía para alegrarles.
Antes de la llegada de Lucio y Gayo, todo era más bonito. Ahora era
diferente. Había cambiado.A Ela no le gustaba nada. Antes solía mostrarse
siempre contenta. Ahora debía reconocer que se sentía agitada, inquieta o
irritada, y tenía que hacer esfuerzos para controlarse y explicarle a Jesús
que era desgraciada. También ella estaba cambiando, y esto era lo que más
detestaba, aquello en lo que consistía «hacerse mayor», según le explicó
Marta. A Ela no le gustaba hacerse mayor.

La pequeña comitiva de viajeros, dirigida por José, se puso en camino la


semana después del ágape con que celebraron la resurrección de Jesús.
No iban muy cargados, pues hacía años que Saúl y Marta habían cedido sus
bienes terrenales a los pobres. El acto de acumular, que tanto significó para
ellos cuando vivían en Roma, perdió sentido en cuanto entendieron mejor el
valor de la misión y de la comunidad de los discípulos de Jesús.
Los frescos y largos días de primavera se sucedían, rivalizando en
esplendor. La gloria de la creación de Dios los rodeaba por doquier. Con el
corazón alegre, se dirigieron hacia el norte.
El litoral no se hallaba romanizado. Aunque había caminos, éstos eran
estrechos y sinuosos; no había experimentado alteraciones desde hacía
muchos siglos. Las carreteras construidas por las legiones del imperio eran
rectas. Roma no admitía obstáculos. El precario estado del camino resultaba
emocionante. Sin duda, iban hacia lo desconocido.
Avanzaban despacio. José marcaba el ritmo, caminando delante a grandes
zancadas y afianzándose con su bastón. Con el cabello y la barba blancos
agitados por los vientos del mar ofrecía la viva imagen del cabecilla de un
grupo de peregrinos. Contaba setenta años de edad. Los perros iban delante
de él o realizaban rápidas incursiones en los bosques, persiguiendo pequeños
animales para satisfacer su apetito de caza o de alimento.
Los demás lo seguían, a veces cantando y, por lo general, agrupados en
parejas. Saúl y Marta, que ahora tenían cincuenta años, iban detrás de José,
seguidos por Ela y Claudia. A continuación Gayo y Lucio, los dos romanos,
llevaban el equipaje del grupo. Rufo, el último, era el que iba más cargado.
Cuando veían una aldea o una granja, la visitaban. Rufo se encargaba de
mantener a los perros a su lado y entonces avanzaban despacio para no
asustar a sus habitantes.
Si les dispensaban una buena acogida y la gente demostraba interés por el
mensaje que transmitían, se quedaban un día, o incluso más.
José siempre enseñaba una pieza de oro a los habitantes, como muestra
de que pensaba pagar la hospitalidad que les ofreciesen. Sutesoro había
disminuido de modo considerable, pero todavía guardaba muchas monedas en
su cinturón. Casi siempre rechazaban su dinero. En esa parte del mundo tan
poco frecuentada, los extranjeros constituían una novedad apasionante y
eran bien recibidos. Sólo en una ocasión el destello del oro provocó un ataque.
Rufo soltó a los perros y los asaltantes huyeron. El resto del pueblo se
divirtió mucho con el espectáculo y, después, cuando Rufo hubo reunido a los
perros a su lado con un silbido, todos rieron la humillación sufrida por los
agresores.
La primavera dio paso al verano, y éste al otoño. Los bosques se teñían de
oro bajo los rayos del sol.
—Ahora empezaremos a buscar una población lo bastante grande para
guarecernos en ella durante el invierno —anunció José.
Unos días después vieron una gran extensión de agua: se trataba de un
río, ancho y caudaloso, que desembocaba en el mar.
—Es justo lo que buscamos —manifestó José.
Todos entonaron una oración de acción de gracias y luego, con el mar a sus
espaldas, remontaron el río. Las compañías comerciales solían seguir el curso
de los ríos. José sabía que cerca de la desembocadura habría un pueblo
importante o una ciudad. Día y medio más tarde, llegaron a él.
Se trataba de un antiguo poblado en el que era patente la huella de Roma.
Rufo lanzó una andanada de juramentos en celta, desconocidos para los
demás. El fornido pelirrojo se había sentido rebosante de felicidad en las
pequeñas aldeas cercanas al mar; se encontraba una vez más como en casa
entre aquellos celtas cuyo aislamiento los había preservado de la influencia
romana. Después de pasar meses entre su propia gente, al ver el templo
romano que dominaba la ciudad revivió exasperantes experiencias pasadas: su
derrota en el campo de batalla y la esclavitud subsiguiente. No obstante,
José era su jefe y Jesús su maestro. Rufo domeñó su rabia y siguió a los
demás entre las estrechas y tortuosas calles de la pequeña ciudad.
La bulliciosa plaza del mercado, que se hallaba cerca del río, era fácil de
localizar. En cuanto se adentraron en aquel trajín, se disipó la ira de Rufo:
para él era un gozo oír de nuevo regatear, gritar y hablar en celta.
José hizo señas a Rufo para que se acercase. Necesitaba que actuara de
intérprete y lo ayudara a buscar una casa. Después de conversar durante un
buen rato con diferentes personas, Rufo se limitó a preguntar en latín a
José:
—¿Cuánto estáis dispuesto a que os roben?
José rió entre dientes.
—Todo lo que me queda, si la casa reúne condiciones.No era ideal, pero se
ajustaba bastante a las preferencias de José, le explicó Rufo. Era una villa
sin estrenar, integrada en unos viñedos que eran propiedad de un
administrador romano de la región. Los esclavos romanos trabajaban en la
viña y un comerciante de vinos de la zona enviaba al propietario ausente las
rentas de su finca. Estaba situada justo en las afueras de la ciudad, cerca del
campamento militar romano.
El dinero de José bastaba para comprar la casa, pero no los viñedos. El
mercader le vendería la casa sin que se entarara el propietario.
—¿Está autorizado a hacer esto el mercader?
—No, pero tiene el poder para hacerlo. Viene a ser lo mismo.
—Entonces iremos a verla.
Antes del anochecer, José se había convertido en propietario de jacto de
una villa italiana, un sorprendente y peculiar enclave en medio de aquella
comunidad celta instalada a orillas del muy comercial río Loira. La casa tenía
exactamente la misma distribución y mobiliario que las mansiones de los
nobles de las siete colinas de Roma.
—Tantas millas para acabar igual como empezamos —comentó José entre
risas.
—Pero también hemos andado y navegado, abba. Esto se parece más a
Jericó que a Roma.
Ela sintió una punzada de nostalgia por aquellos tiempos de infancia en que
trepaba a los árboles del jardín de la casa que poseían en Jericó.

Una vez que el pequeño grupo de nazarenos se halló instalado en la casa,


José procedió como de costumbre a establecer relaciones de cooperación y
buena vecindad con las autoridades locales.
El jefe militar era la persona más poderosa, pero también la más fácil de
manejar. Al ir a presentarse, José llevó consigo su manuscrito de ciudadanía
y obtuvo con él el efecto que se proponía.
¡El sello y la firma de César Augusto! No había nada en todo el imperio que
causase mayor impresión. Augusto era el símbolo unifi-cador y una deidad en
todo el mundo romano. El templo de aquella ciudad celta estaba dedicado a él,
al igual que los de todas las ciudades de todas las provincias y territorios
bajo dominio romano. «A excepción del de Jerusalén», pensó con orgullo
encubierto José. También ocultó el desdén que le inspiraba, a pesar de su
enorme poder, aquel pueblo que convertía en dios a un hombre mediante
votación en el senado. José todavía admiraba y respetaba muchísimo a
Augusto, pero jamás había considerado a aquel emperador atormentado por
el asma y el exceso de peso algo más que un hombre.El campamento era el
típico de los asentamientos romanos militares diseminados por todo el
imperio. Estaba rodeado por una alta empalizada de madera y por un
profundo foso que se franqueaba a través de un puente, al final del cual se
hallaban las puertas de entrada, custodiadas por soldados.
Dentro, las calles seguían un preciso trazado geométrico, delimitando las
tiendas distribuidas en manzanas de ocho. Había una tienda, de especiales
dimensiones, que ocupaba una manzana entera: en ella se hallaba el cuartel
general del campamento y la residencia del oficial de mando.
El comandante, un joven tribuno llamado Severo, miró con admiración a
José después de ver el sello de Augusto. Estaba al mando de una parte de la
legión compuesta por cuatro cohortes, que sumaban en total casi dos mil
hombres. A diferencia de Severo, éstos eran veteranos muy curtidos, pero al
no ser auténticos ciudadanos romanos cumplían solamente una función de
tropas auxiliares. Severo se tomó como una ofensa personal que el general le
hubiera adjudicado un cargo tan poco distinguido. -
Severo sufría además un aislamiento constante. No sabía nada de los
celtas ni de su idioma, y para colmo sus tropas provenían de Dal-macia y
tampoco entendía lo que decían. Había sido una brillante iniciativa la que tomó
Augusto al convertirse en emperador, cuando aumentó los limitados efectivos
de las legiones romanas reclutando a la población de las tierras que
conquistaba. Las legiones auxiliares siempre se utilizaban en zonas del
imperio alejadas de sus propias tierras. De este modo, la brutalidad
necesaria en las batallas no se veía entorpecida por vínculos de parentesco ni
de afectos.
Severo, joven, solitario y alejado de su patria, recibió prácticamente con
los brazos abiertos a José.
—José de Arimatea, será para mí un placer hacer todo cuanto esté en mis
manos para hacer agradable vuestra estancia aquí. Cualquier cosa que
necesitéis, no reparéis en pedírmela.
José se apiadó del joven romano.
—Severo, espero que vengáis a cenar conmigo y con los míos en cuanto
tengamos arreglada la casa.
—¡Con mucho gusto! —Daba la impresión de que Severo se habría ido
gustoso con José en ese mismo instante, igual que un niño abandonado y sin
hogar.

La personalidad celta cuya amistad convenía cultivar era un individuo


llamado Brigancio, nieto del jefe de la tribu conquistada por las legiones de
Julio César. A diferencia de la población a la que gobernaba, Brigancio estaba
completamente romanizado. De niño, lo enviaron a Roma y se educó allí;
después volvió a las tierras que había heredado para «civilizarlas». Era un
completo perezoso, una persona vanidosa, tirando a obesa. Llevaba el pelo
perfumado y sus blandas y cuidadas manos delataban que no había trabajado
nunca. Brigancio, que se dedicaba de forma ostentosa a adorar al divino
Augusto, reaccionó ante la prueba de estima de éste que le presentó José
con el mismo exceso de respeto y de admiración que había demostrado
Severo.
—No debemos preocuparnos por él —dijo José a Rufo—. Aunque, supongo
que él haría bien en preocuparse por los que gobierna. Seguramente lo
desprecian.
—A un hombre, una mujer o un niño no les importará que ofrezcáis vuestra
amistad al tribuno, porque no le hacen el menor caso, pero si aceptáis la
amistad de Brigancio os considerarán su enemigo —comunicó Rufo a José
después de conocer a la gente de la ciudad.

Actuaron como siempre: Ela cantaba para captar la atención de los


transeúntes de la plaza y después les hablaba de su curación y de Jesús. Allí,
cantaba canciones celtas, no salmos de David. Contaba su historia con
palabras sencillas, pues tenía un vocabulario limitado en celta. Su
conocimiento de esta lengua era una extraña mezcla de las canciones
aprendidas cuando apenas era una niña, de frases y palabras que había oído
decir a Rufo y, finalmente, de la rudimentaria conversación que había captado
en los pueblos y granjas durante los meses que habían recorrido los caminos
de la zona costera.
Quizá fuese esa primitiva y extraña forma de hablar de una extranjera lo
que resultaba especialmente intrigante. O tal vez fuese el raro efecto
producido por una jovencita bien proporcionada que hablaba como una niña y
que transmitía el inequívoco mensaje de que, al igual que un niño, los avatares
de la vida no la habían envilecido. Fuera cual fuese la razón, lo cierto es que la
diaria aparición de Ela en las escalinatas del templo pronto se convirtió en un
acontecimiento que atraía a decenas de personas.
Muchas de ellas se quedaban a escuchar a José cuando éste tomaba la
palabra después de Ela. Algunos de ellos aceptaron la oferta de José y
acudieron a las reuniones que celebraba en su casa para formularle preguntas
y saber más cosas sobre el Hijo de Dios.
Parecía que la misión daba frutos con mayor rapidez que en otras
ocasiones.
Sin embargo, ninguno de los que acudieron quiso incorporarse a la
comunidad de los nazarenos.
Gayo y Lucio, los fervorosos romanos, se mostraban indignados.—¡Es como
echar margaritas a los cerdos! —proclamaban después de cada reunión.
José consiguió calmarlos.
—No todos los hombres son capaces de aceptar sin más el regalo de la fe.
A mí... —Les habló de su propia intransigencia, que se prolongó incluso
después de la milagrosa curación de su hija y de ver con sus propios ojos la
tumba vacía.
»Fue preciso el testimonio de Tomás, el discípulo de Jesús, para que sus
propias dudas me hicieran tomar conciencia de mi gran ceguera.
Si Jesús necesitó paciencia y comprensión con sus seguidores más
cercanos, evidentemente ellos debían hacer lo propio con una gente que oía
las palabras de Jesús por primera vez.
Lucio y Gayo aceptaron a regañadientes, el consejo de su jefe, y
reemprendieron con redoblado fervor sus insistentes y estrepitosos
sermones por las esquinas de la ciudad.

Ela no tenía dificultad alguna en armarse de paciencia con el público. Lo


que la impacientaba hasta extremos intolerables era lo que ella llamaba la
«tontería» de Claudia y que Claudia a su vez, llamaba «amor».
Fue casi inevitable que Severo, el joven y solitario tribuno, quedase
irremediablemente prendado de los grandes ojos oscuros de Claudia, de su
pelo largo y rizado y de su femenina coquetería. Tal y como había prometido
José, lo invitaron a cenar, justo después de que Brea, una viuda celta,
comenzara a trabajar de cocinera y ama de llaves en la villa. Para Marta era
un placer tener ocasión de recibir a invitados en la forma adecuada. La
excelente comida no se aprovechó sin embargo con Severo, pues éste sólo
estaba pendiente de Claudia.
A partir de entonces, Severo, encontraba excusas para visitar la villa tres
o cuatro veces por semana.
—¿Crees que le gusto, Ela?... ¿De verdad, de verdad, de verdad le gusto?...
¿Acaso no es el hombre más guapo que has visto en toda tu vida?... ¿Me dejo
el pelo suelto o me lo recojo con una cinta?... ¿Crees que vendrá hoy?...
¿Cuándo le invitará tu padre a cenar otra vez?... ¿Te has fijado en los
hombros tan anchos que tiene?... ¿No te gustaría sentir su pelo enredándose
entre tus dedos?...
A Claudia sólo le interesaba Severo y continuamente hablaba de él. Ela
tenía que aguantarla lo mejor que podía. Siempre que estaba en casa en lugar
de en la plaza, Claudia la seguía por doquier sin parar de hablar.
El asedio se interrumpía cuando Severo acudía de visita, aparente-mente
para ver a José. Entonces Claudia se arreglaba, se acicalaba, se cepillaba el
pelo hasta dejarlo bien lustroso y, como por casualidad, entraba en la sala, en
la soleada terraza o dondequiera que estuviesen Severo y José.
—¡Vaya, qué sorpresa! —exclamaba—. Hola, tribuno, es un placer veros por
aquí.
—¡Se me revuelve el estómago! —dijo Ela a Marta.
La afable Marta era una mujer indulgente y romántica.
—Ela, Claudia tiene catorce años. Muchas niñas se casan a esta edad.
«Yo tengo casi tres años más», pensó Ela. Luego buscó un rincón en el
jardín donde no la viera nadie y entonces se permitió llorar, aun que no sabía
por qué.
El frío viento que anunciaba la llegada del invierno la hizo volver por fin a
casa. Tenía la nariz y los ojos enrojecidos, pero, con suerte, los demás lo
achacarían al viento.

La agresiva prédica de Gayo y Lucio atrajo a la primera persona


interesada en indagar el significado de las palabras de Jesús.
—Pide y te será dado; busca y encontrarás. Esto es lo que, según estos
seguidores, dijo Jesús. Pero ¿qué significa? ¿Pedir qué? ¿Buscar qué? Yo no
le veo el sentido.
El que hacía la pregunta era un legionario recién retirado, que se llamaba
Tastros.
—¿Podéis expresar con palabras algo que queráis de esta vida? —le
preguntó José.
—Una buena razón para seguir viviendo —contestó Tastros con aspereza
—. Llevo veinte años en la legión, no poseo nada aparte de las cicatrices que
han dejado en mí las batallas. Ahora, cuando aún no he cumplido los cuarenta
años, me echan y me dan la ciudadanía romana y una parcela de tierra como
recompensa por mis servicios. —Dio una patada al suelo y se ajustó con gesto
brusco y desdeñado su nueva túnica de civil sobre los hombros—. No soporto
a los romanos; nunca pude soportarlos. Ahora, que la gratificación en metálico
que siempre me prometieron ha resultado ser un pedazo de tierra, les tengo
menos consideración que nunca. ¿De qué diantres me sirve tener la ciudadanía
romana? ¿Acaso puedo venderla y comprar comida a cambio? No. Lo mismo
sucede con la tierra. Yo he sido un soldado durante toda mi vida; ni siquiera
sé dónde está ese sitio del que soy propietario. Lo más probable es que sea
un desierto o una montaña en medio de la nada.
»Así que ésta es mi pregunta, buen hombre: ¿Cómo voy a poder aguantar
esta vida y por qué?José estrechó los hombros de Tastros con las dos manos.
—Éstas son exactamente las preguntas a las que dará respuesta el
mensaje que os traigo. Venid a vivir con nosotros. Compartid nuestra vida y,
con el tiempo, estoy seguro de que también compartiréis nuestra fe y
nuestra alegría por la verdad del Hijo de Dios.
Tastros desconfiaba. En toda su vida, nadie le había ofrecido nunca nada
sin tener que pagar algo a cambio. Sin embargo, la sincera fe de José
resultaba tan atractiva que el viejo soldado accedió:
—Me quedaré con vosotros y veré si me contagio de esa loca enfermedad
que os aqueja.
La Casa de los Nazarenos acogió al primer habitante nuevo. ¿Llegaría a
convertirse en uno más de los suyos?

77

Saúl, que siempre era el más callado de todos los nazarenos, fue quien
habló a Tastros del mensaje de la fe y lo introdujo en la tranquila alegría que
reinaba en la comunidad. Todos se sorprendieron por ello, con excepción de
Marta.
—La bondad resplandece en mi marido cuando uno lo observa con
detenimiento —manifestó la mujer—. Siempre lo he visto y lo he sabido,
siempre lo he amado por lo que es en realidad.
Saúl había encontrado trabajo en una curtiduría, como hacía siempre que
permanecían una temporada en el mismo lugar. Era feliz contando a Tastros
los pormenores de su trabajo, enseñándole y describiéndole la satisfacción
que le producía.
—Tomas una piel de animal, áspera y maloliente, cubierta de pelaje o de
los pelos puntiagudos que quedan después de esquilarla. Agarras esa aspereza
y la lavas hasta que queda limpia. Luego cubres el olor con un hedor diez
veces peor. Después la lavas una y otra vez. Muchas veces. A continuación la
trabajas, buscas sus partes más fuertes y las más débiles, rebajas las
fuertes y refuerzas las débiles. La igualas, la doblas, la raspas, la untas con
aceite, la engrasas; notas cómo cambia con tu tacto. Entonces empiezas a
amarla, porque de algo áspero estás creando algo suave, fuerte, bonito y du-
radero.
»Así es cómo se curte una piel. Yo he aprendido que sucede lo mismo con
el corazón y con el alma del hombre. Hay que probarlo y trabajarlo durante
mucho tiempo; tiene que experimentar el hedorantes de alcanzar la fuerza, la
resistencia y la belleza. Se ha de notar el toque artesanal del maestro, así
como su amor. Esto es lo que Jesús y su Padre me han hecho comprender,
Tastros. Yo soy la piel maloliente, Ellos son los maestros. El Espíritu Santo,
es ese profundo destello que tiene en su interior una piel cuando está
flexible y curada.
—¿Quieres enseñarme a curtir pieles y a entregar el corazón y el alma a
los Maestros para que la curtan?
Tastros se entregó de forma incondicional a ambos aprendizajes.
Durante una de las lecciones, dio a Saúl la respuesta a la pregunta que
durante tanto tiempo había atormentado a José. Tastros lo mencionó por
casualidad, sin tener conciencia de la trascendencia de aquel comentario.
—Nunca conseguiréis que los habitantes de la ciudad sigan a vuestro Dios
y a Jesús. Los druidas no los dejarán.
Saúl pidió a Tastros que hablase con José. Personalmente, nunca había
oído hablar de los druidas, pero José, sí. En Belerión había tenido intérpretes
druidas, profesores druidas, incluso un amigo que era un bardo druida, y
jamás encontró hostilidad en ellos.
Eso se debía a que no había tropas romanas allí, replicó Tastros. ¿Acaso
no lo sabía? El ejército romano tenía orden de exterminar a todos los
druidas, porque éstos practicaban sacrificios humanos. Por su parte, Tastros
no veía que aquello fuera tan grave. Al fin y al cabo, las bajas habidas en las
batallas también podían considerarse sacrificios humanos, y el ejército
romano se enorgullecía de las muertes que causaba en el campo de batalla.
José seguía sin entender. Si el ejército romano había exterminado a los
druidas, unas excelentes personas y eruditos en su opinión, ¿cómo podía decir
entonces Tastros que los druidas dictaban a los celtas de esta ciudad lo que
tenían que hacer?
Ah, en realidad no estaban totalmente aniquilados, ni mucho menos.
Aunque los habían expulsado de todas las zonas romanizadas de Galia y de
algunas de Germania, en áreas remotas, como el territorio del norte todavía
existían algunos. En el campamento todo el mundo sabía, a excepción de los
oficiales, que los celtas acudían a los druidas para curarse o para solucionar
sus disputas.
¿Le llevaría alguien a hablar con los druidas?, preguntó José, intrigado.
No, ni pensarlo. Los celtas siempre dirían que en Galia no había druidas.
De esta manera los protegían de los romanos.
José dio las gracias a Tastros y lo dejó marchar. Tenía muchas cosas en
qué pensar, echar mano de viejos recuerdos.Ela sintió como si algo o alguien
la hubiese golpeado en el pecho cuando al salir de la habitación vio a Claudia y
a Severo besándose. Se hallaban tan cerca uno del otro... y él la estrechaba
contra sí. Era como si fuesen una sola persona. ¿Qué era aquello? «¿Qué se
siente al tener los labios de un hombre sobre los tuyos?» Inconscientemente,
se tocó la boca. Luego dio media vuelta y salió corriendo.
En la siguiente reunión José recibió a las personas que hacían preguntas
después de oír el relato de Ela sobre Jesús y les habló de una forma muy
diferente. En lugar de empezar contando la vida, muerte y resurrección de
Jesús, comenzó con las antiguas palabras de la Tora.
—Dios dijo: «Hágase la luz», y se hizo la luz. Todos conocemos el poder de
la luz, del sol que calienta la tierra y hace que ésta produzca alimento para
los hombres y los animales. Hay personas que ponen un nombre a la luz. La
llaman Mabón. Otros la llaman Sul. Así sucede con las demás cosas que creó
Dios. La gente pone nombre a sus maravillas. Sirona, a sus estrellas; Táranos
a los estruendosos sonidos de las tormentas que envía Dios.
»Todas estas cosas, así como los nombres que les han puesto los hombres,
son obra de Dios. Dios tiene un solo nombre: "Dios." Sus maravillas son tan
numerosas que no se pueden contar. Entre todas esas maravillas, hay una aún
más gloriosa. Se trata de su Hijo. Él también tiene sólo un nombre, "Jesús".
De Él es de quien os hablo.
De este modo, José consiguió captar, como nunca había logrado antes, su
atención. Al introducir a las deidades celtas en su discurso, pasó a formar
parte de su mundo.
Esa misma noche, mientras rezaba, José agradeció de todo corazón, la
combinación de elementos que le habían llevado a Belerión. Allí había
aprendido algunos de los nombres que los paganos utilizaban para nombrar a
los dioses que identificaban con la naturaleza circundante.
Al cabo de un mes, había media docena de nuevos nazarenos. Cada semana
que pasaba eran más las personas que acudían a escuchar el mensaje de
Jesús.

En enero, el día en que cumplía diecisiete años, Ela llevó a cabo el plan que
había ideado. Fue a la cocina, donde Brea estaba preparando la cena. Como
siempre, su hijo Harlyn la ayudaba a transportar leña para el fuego y agua del
pozo.
Harlyn tendría unos quince o dieciséis años de edad. Ela no lo sabía
exactamente, pero tampoco le importaba.—Brea —dijo—, quiero que Harlyn
me ayude a hacer una cosa. ¿Puede venir un momento?
—Ve con Ela, hijo —dijo la madre.
Ela llevó a Harlyn hasta su habitación y cerró la puerta.
—Quiero que me des un beso, Harlyn. Rodéame la cintura con tus brazos.
Yo te enseñaré cómo hacerlo.
El chico se apartó, repentinamente pálido.
—¡Ahhh! —gritó mientras tiraba frenéticamente del picaporte de la
puerta.
Cuando consiguió abrirla, salió disparado, como si le hubiesen azuzado los
perros.
Ela se derrumbó sobre su cama. Golpeaba los cojines con los puños,
llorando. ¿Qué tenía de malo ella? ¿Acaso era tan repulsiva?

Severo y Claudia se casaron en febrero. Siguiendo la costumbre romana,


se cogieron simplemente de la mano y se dijeron el uno al otro: «Yo te
desposo.»
También siguiendo la costumbre romana, Claudia recibió una dote que
pasaría a ser suya en caso de que Severo y ella llegaran a divorciarse. La dote
de Claudia se componía de una cantidad de oro. Se la dio José, pese a que con
ello casi agotó su tesoro.
Le tenía sin cuidado quedarse sin oro. Pronto iría a Belerión, atendiendo la
llamada de aquellos sueños en que aparecía Sara y le henchía de gozo el
corazón.
Sabía que en Belerión no necesitaría dinero. La comunidad judía que había
creado allí debía ser importante ahora, y los judíos siempre cuidaban de los
suyos.

—Rufo, ¿puedo hablar contigo?


—Claro, Ela. ¿Qué quieres?
—Quiero que me prometas dos cosas. Primero, que mientras vivas
guardarás en secreto esta conversación. Segundo, que si te hago una
pregunta me dirás toda la verdad.
Ela habló con suma gravedad, y Rufo le hizo su promesa con igual
solemnidad.
Ela envaró la espalda y crispó los puños.
—¿Qué tengo de raro yo, Rufo? Necesito saberlo.
El gran hombre celta estaba verdaderamente perplejo.
—No sé a qué te refieres, Ela —contestó con genuina perplejidad el
fornido celta—. ¿Estás enferma?
—¡No! Nunca me pongo enferma, ya lo sabes. Me refiero al as-pecto que
tengo, quizá, no sé. Si lo supiese, no te lo preguntaría. ¿Acaso soy muy fea?
¿Huelo mal? ¿Qué pasa conmigo, Rufo? ¿Por qué no me ha besado nunca nadie,
Rufo? ¿Por qué no me miran con deseo?
—Ay, Ela, nunca pensé que te llegarían a preocupar estas cosas. No lo
puedo creer. Has sido tocada por un milagro de Jesús. Eres santa. Eres
demasiado especial para que a alguien se le ocurra alguna vez profanarte de
esta forma.
Ela se quedó atónita, sin habla. Movió la cabeza en señal de agra-
decimiento a Rufo y se fue a su habitación.
Lo que Rufo acababa de decir era de una lógica aplastante. ¿Por qué no se
había dado cuenta antes de que, evidentemente, un milagro tenía que pagarse
de una forma u otra?
Se arrodilló en el rincón, en silencio. Pasó mucho rato antes de que Jesús
llenase ese silencio con amor y conformidad, tanto que Ela casi empezó a
dudar de que esa maravillosa sensación que siempre encontraba con facilidad
no se presentase esa vez, con la aprensión de ser castigada por querer un
milagro sin contrapartida.
Cuando la felicidad volvió a invadir su ser, Ela dio las gracias a Jesús y al
Padre. «Haré todo lo posible por no volver a ser una desagradecida», se
prometió.

78

Rufo se mostraba reacio a dejar la ciudad junto al Loira. José fingió no


darse cuenta. Sabía que Rufo había encontrado compañía femenina en todos
los lugares en que se habían quedado, pero éste nunca le dijo nada acerca de
sus aventuras carnales y José no le preguntó por ninguna de ellas. Ahora era
un hombre mayor, de más de setenta años, pero todavía se acordaba de las
necesidades de los jóvenes, y Rufo aún no tenía treinta años.
Aquélla era la primera vez que Rufo daba señales de haberse involucrado
en una relación. Eran señales sutiles, casi imperceptibles, pero José que
quería al joven celta como a un hijo, captaba muy rápido los estados de ánimo.
Sin embargo, de forma paradójica José ignoraba el estado de ánimo en
que estaba sumida Ela. No tenía ni idea de las luchas que libraba la muchacha
con los mismos impulsos que él tan bien reconocía y que aceptaba como
normales en Rufo. José veía la habitual naturaleza feliz de Ela y creía que
ésta seguía inalterable.—Celebraremos nuestra gran fiesta de ágape para
conmemorar la resurrección y después nos dirigiremos hacia el norte de
nuevo —anunció José a los habitantes de la casa—. Gayo y Lucio están de
acuerdo en quedarse y continuar nuestra misión aquí. ¿Alguien más se quiere
quedar? —preguntó, evitando mirar a Rufo.
Saúl los sorprendió al tomar la palabra.
—José, tienes que ayudarnos a Marta y a mí con un asunto que nos
preocupa. Has dicho que, probablemente, el próximo año iríamos a Belerión.
Queremos seguir contigo, continuar nuestra misión por Dios y por su Hijo. Sin
embargo, nos preocupa que los judíos de allí nos conviertan en proscritos
como sucedió en Roma.
—He pensado mucho sobre esto —respondió José. Era cierto. Había hecho
toda clase de cabalas; había rezado muchas veces para pedir orientación—.
Yo creo que estas dificultades no se presentarán, sobre todo cuando oigan la
buena nueva que les llevamos. Como digo, esto es lo que yo creo, pero no
tengo la certeza absoluta. Quizá fundemos una comunidad al margen de la
sinagoga y de nuestros hermanos judíos. Lo siento, no puedo daros una
respuesta más concreta.
Saúl interrogó con la mirada a su mujer.
—Iremos —afirmó Marta sin vacilar.
—Yo también iré si me lleváis con vosotros —dijo Tastros—. Saúl y yo
podemos montar nuestra propia curtiduría.
A continuación, José miró por fin a Rufo.
—Iré —dijo éste.
Así pues, la primavera los sorprendió de camino una vez más: José iba en
cabeza, Marta y Ela le seguían, Tastros y Saúl iban detrás de las mujeres y
Rufo cerraba la comitiva con los perros.
En dos días, la ribera del río los condujo hasta la costa. José clavaba su
bastón en la tierra, sosteniéndose en él, cuando movió repetidamente la
cabeza para sentir y oler el fuerte viento del mar. Abrió la boca para
saborear el acre aroma salobre y cerró los ojos para degustarlo con mayor
fruición.
Cuando se volvió hacia los demás, parecía varios años más joven, con el
arrugado rostro iluminado por una radiante sonrisa. Levantó el bastón, lo
mantuvo en alto y lo clavó hacia delante. En dirección al norte, apuntando a
Belerión.
La costa se volvía cada vez más escabrosa y recortada. Avanzaban con
gran lentitud, pero por doquier se percibía el embriagador perfume del mar y,
encima de ellos, el cielo parecía más alto y más azul conforme los acantilados
se iban elevando sobre las profundas y misteriosas tonalidades del mar.
Al caer la noche, se envolvían en sus capas y dormían protegidos por los
antiguos y nudosos árboles del camino. Habían pasado más de dos semanas
cuando llegaron a una aldea de pescadores que se hallaba al abrigo de una
ensenada. El camino que conducía al pueblo estaba bien trillado y resultaba
fácil de seguir a pesar de la pendiente.
Los aldeanos se acercaron con curiosidad al pie del camino para observar a
los recién llegados.
—¡Rufo! —exclamó Ela—. ¡Si parecen todos primos tuyos!
Era cierto. Todos los aldeanos eran pelirrojos.
Saludaron a Rufo como si fuese, de hecho, un primo. A los demás también
les dispensaron una buena acogida, porque venían con él. Con la puesta de sol,
llegaron los barcos de pesca que traían las capturas del día y dio comienzo
una hospitalaria e improvisada fiesta, que duró hasta bien entrada la noche.
Esa noche, cuando se presentó en sueños a José, Sara le rozó la frente
con los dedos y le alisó el cabello con las manos. «Reposa, mi amor —murmuró
—. Tómate un buen descanso cerca de tu amado mar.»
José siguió el consejo al pie de la letra. El grupo permaneció junto a la
tribu llamada morbihand durante casi tres semanas, mientras José les
contaba cosas sobre la creación del mundo y sobre el regalo que había hecho
Dios de su Hijo para la salvación de los pueblos de la tierra.
A mediados de su estancia allí, se celebró la gran festividad de Beltane.
Rufo casi lloraba al relatar las celebraciones de Beltane que había vivido de
pequeño. Celtas llegados de todas partes se unían en esa noche, les contó. Al
celebrarla allí, en aquella rocosa costa de Galia, podía restablecer los vínculos
con su familia de Germania. Esa noche, el resto del grupo entendió a qué se
refería.
Por la tarde el pueblo entero subió el camino que conducía a lo alto de los
acantilados. Otro camino que discurría por la suave ladera de una colina los
llevó hasta un gran círculo de inmensas piedras blancas que se erguían
desafiantes. En el centro del círculo, un enorme montón de ramas muertas y
de troncos de árboles se elevaba hasta una altura superior incluso a la de las
gigantescas piedras.
Allí se encontraban ya muchas otras personas pelirrojas; los grupos
fueron llegando sin parar durante todo el resto del día. Los morbihand
saludaron a sus vecinos de toda la región con abrazos, risas y lágrimas de
emoción.
Hacia el final del día, se encendieron antorchas y se dispuso un banquete
encima de unas grandes piedras planas que yacían en el suelo. Un vítor
descomunal acogió la presentación de varios odres de piel de cabra.
—Hidromiel —explicó el hombre que se encontraba junto a José.José lo
dejó desconcertado al echarse a reír mientras no cesaba de repetir unas
palabras que le eran desconocidas. —Flojera —decía—. Flojera en las rodillas.

El druida surgió de repente entre la oscuridad que se hacía cada vez más
espesa. Venía envuelto en un manto blanco con la capucha echada sobre el
rostro, que permanecía oculto entre las sombras, como el de una aparición.
Marta buscó a Saúl de un modo instintivo y se quedó junto a él. Tastros
también se acercó a ellos en silencio.
—¿Abba?
—Sí, Ela, es un druida. Espero que haya venido para conversar con
nosotros. Si es así, usa el griego. Ellos hablan todas las lenguas con mucha
fluidez.
Sin embargo, el druida se inclinó por el britónico, la lengua de los celtas.
Se había quitado la capucha y el pelo rojizo le brillaba bajo la luz de las
antorchas.
—¡Beltane! —gritó mientras levantaba una copa de bronce que llevaba en la
mano. Luego inclinó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y vertió en ella el
líquido espumoso que contenía el recipiente.
—¡Beltane! —rugieron cientos de gargantas al unísono.
Docenas de tazas y copas llenas de bebida fueron pasando de mano en
mano y todo el mundo brindó por el buen desarrollo de la fiesta.
El druida recorrió el firmamento con la mirada durante largo rato. José
oía la respiración contenida de aquellos que tenía más cerca y se dio cuenta
de que también él había estado aguantando el aliento.
Entonces, el sacerdote de la túnica blanca y el cabello rojo cogió una de
las antorchas y volvió a gritar la misma palabra. Luego echó a correr hacia la
pila de broza que había cerca de allí y tiró la tea encima. Una veintena de
hombres imitaron sus gestos y formaron un círculo alrededor del montón de
maleza, en el que cada individuo se mantenía a la misma distancia de la
persona que tenía al lado.
Al cabo de unos instantes, el montón de madera era pasto de las llamas y
la luz de la hoguera iluminaba las piedras blancas y la zona que las rodeaba,
como si fuera mediodía.
El calor y los trozos de ramas ardiendo que saltaban de la fogata
obligaron a retroceder a los hombres.
—¡Beltane! —vociferó de nuevo el druida.
Se volvió hacia la oscuridad que se extendía tierra adentro, abrió los
brazos y las mangas de su túnica hicieron pensar a todos los presentes en dos
enormes alas blancas.Eso ocurría momentos antes de que José reparara en
ellas. El resplandor del fuego lo tenía encandilado. Pero, entonces, vio
aparecer una luz en medio de la noche. Y luego otra, y otra más, y así hasta
que el número de puntos luminosos fue incalculable. En todas direcciones y
hasta donde alcanzaba la vista, empezaron a brillar hogueras; algunas de ellas
se encontraban tan lejos, que apenas eran más que simples motas que
parpadeaban en la distancia.
A lo largo y ancho de los territorios situados a la izquierda, los celtas del
mundo se habían reunido para celebrar con fuego la fiesta de la vida y la
fraternidad. A la luz de la hoguera, las lágrimas que resbalaban por las
mejillas de Rufo quedaron convertidas en gotas de oro.

—Me llamo Cunomoro —dijo el druida.


—Y yo, José de Arimatea.
—Bienvenido a la fiesta de Beltane, José de Arimatea.
—Es un gran honor para mí asistir a ella, Cunomoro.
—¿Estáis de paso hacia algún sitio? —Me dirijo a Belerión.
—Ah, sí, vuestro nombre es bien conocido en los anales de Belerión. Daré
aviso de vuestra llegada.
—Os estoy muy agradecido por vuestra amabilidad.

La idea de que habría alguien esperándolos en Belerión se repetía una y


otra vez en la mente de José como una melodía maravillosa. De haber tenido
ocasión, le habría gustado comprar una de aquellas barcas de pesca que
construían los morbihand y hacerse a la mar de inmediato.
Sin embargo, los morbihand se habían mostrado en extremo receptivos a
todo cuanto les había enseñado sobre Jesús, y en aquello consistía
precisamente su misión. A lo largo de su vida, José siempre había acabado
cuantas tareas había acometido y no pensaba cambiar ahora. No dejaría de
lado el compromiso que había contraído con Dios y con su Hijo.
Así pues, aproximadamente una semana después de la celebración de
Beltane, cogió su cayado con la intención de guiar a su pequeño grupo hasta
los acantilados y luego continuar rumbo al norte por el sendero que bordeaba
la costa.
Visitaron varios pueblecitos pesqueros para hablar a sus habitantes
acerca de la vida y las enseñanzas de Jesús. El último día de octubre que,
según el calendario celta, clausuraba el año, se detuvieron enuna ciudad para
contemplar la hoguera con la que se celebraría la entrada del nuevo año.
Decidieron que había llegado el momento de suspender el viaje y
prepararse para pasar el invierno allí mismo. Rufo se encargó de buscar una
casa adecuada para el grupo y de cerrar las negociaciones para su posterior
adquisición. No cabía duda que, desde que habían puesto los pies en tierras
celtas, se había convertido por derecho propio en el segundo jefe de la
expedición.
La vivienda era completamente distinta a las que habían ocupado antes.
Estaba hecha de pesados bloques de piedra en los que se habían excavado
unas ventanas estrechas y diminutas con las que se pretendía combatir los
efectos de los vientos huracanados que solían acompañar las tormentas de
invierno. Lo primero que llamaba la atención eran las gigantescas chimeneas
de piedra que había en el salón y en la enorme cocina de la planta baja. Las
habitaciones del piso superior, cuyos techos eran considerablemente más
bajos, se caldeaban por medio de hogares de menor tamaño. Otro tanto
sucedía con los cuartos del tercer piso, situados bajo el tejado inclinado del
edificio.
—En el rincón más caliente del salón pondremos tu dormitorio, abba —dijo
Ela—. La cocina es el lugar perfecto para tus reuniones y para nuestras
actividades cotidianas.
La escalera también era de piedra y daba vueltas en torno a un eje por el
que continuamente ascendía en espiral un viento helado. Anciano como era y
con una rodilla enferma, José no podía siquiera plantearse la posibilidad de
subir por ella. A pesar de todo, se opuso con rotundidad a aceptar los planes
de Ela.
—Me instalaré en la habitación que se encuentra en la parte más alta de la
casa. Deberá tener ventanas con vistas al mar. Así, cuando llegue el buen
tiempo, veré la isla Itkis desde aquí.
No había transcurrido siquiera una semana, cuando José se vio obligado a
ceder a los deseos de Ela. Rufo lo llevó al piso de abajo, mientras el anciano
tosía y trataba de llenar de aire los pulmones, que tenía afectados por una
congestión que había cogido durante la noche.
Tastros y Saúl bajaron la ropa de cama y el lecho, que había permanecido
directamente bajo el alero de la casa. Marta calentó agua y le añadió miel,
preocupada por no haber logrado encontrar hierbas en el mercado de la
ciudad.
Ela quitó las almohadas y cobertores de lana de todas las camas mientras
intentaba contener los sollozos de pánico que luchaban por brotar de su
garganta. No podía morir; su abba, no. No debía hacerlo.
«Sé que a tu lado, señor, gozaría eternamente de una vida santa—rogó con
el pensamiento—. Pero, aún no. Por favor, por favor, aún no. Desea tanto ir a
Belerión. Concédele ese deseo.»
Rufo la ayudó a acomodarlo junto al fuego de la chimenea, sobre los
almohadones que había cubierto con las prendas de lana.
—Encontraré el modo de hacer venir a un druida con conocimientos de
medicina y compraré más cobertores. Todo esto no servirá de nada si el
resto de nosotros enferma a causa del frío —dijo, asumiendo el mando.
—Y hierbas, Rufo. ¿No hay manera de conseguir un poco de poleo y
menta? —pidió iMarta, retorciéndose las manos e incapaz de ocultar las
lágrimas por más tiempo.
Rufo le dio unos golpecitos en el hombro e hizo una señal con los ojos a
Saúl, que la condujo a la cocina, donde su llanto no conseguiría llegar a oídos
de José.
—Tastros, necesitaremos más leña para el fuego. Hay un montón de
trozos apilados ahí fuera, en un rincón del patio.
—Voy —respondió el viejo soldado.
Rufo regresó al cabo de una hora. Traía unos cuantos cobertores, las
hierbas que Marta le había encargado y la garantía de que el médico iría a
hacerles una visita al día siguiente.
Nadie durmió aquella noche. Permanecieron en el salón, atentos a los
desesperados esfuerzos que José hacía por respirar, y temerosos de que
alguna vez no lo consiguiera.
Cuando Ela se sentó junto a él para tocar y cantar en voz baja llevaba
puesto el collar azul de su madre. Tras el reconfortante salmo de David, la
muchacha interpretó la canción originaria de Belerión que tanto gustaba a
José. Mientras lo hacía, su corazón rogaba por su padre en silencio. Era lo
único que podía hacer para tratar de aliviar su dolor.

El viento las hiló,


las cuerdas que dieron forma a su música.
De las estrellas vino,
la diosa de la canción.
La cueva era su vivienda.
Su lecho, una alfombra de heléchos...

—Me llamo Galva —dijo el médico.


Ela no podía creer lo que veían sus ojos: Galva era una mujer.
—Llévate mi capa y tráeme agua con sal para lavarme las manos.
La doctora dio las órdenes mientras depositaba en el suelo el cesto que
había traído y se quitaba el cinturón que llevaba amarrado a la cintura.—
Mujer, después podrás mirarme todo lo que quieras —continuó al tiempo que
entregaba a Ela el manto. Luego se volvió hacia los demás y dijo—: Que
alguien vaya a buscar un taburete para que pueda sentarme al lado del
enfermo.
El cesto contenía una serie de ampollas que estaban llenas de diferentes
líquidos, paquetes de polvos y todo un surtido de instrumentos de metal
pulido de todos los tamaños. Galva cogió uno de ellos y lo presionó contra el
pecho de José mientras pegaba el oído al otro extremo. A continuación, en
una demostración de gran pericia, introdujo un tubo en la garganta del
paciente, que enseguida comenzó a respirar con mayor facilidad.
Ela echó a correr hacia Galva, se arrodilló en el suelo y le besó el borde de
la túnica.
—Gracias —dijo.
La doctora secó las lágrimas que bañaban las mejillas de la muchacha.
—Aún queda mucho por hacer —respondió con una sonrisa—. Dentro de un
tiempo estará totalmente recuperado; es decir, si sois lo bastante fuertes
para cuidar de él. Pero antes deberéis aprender a cuidar de vosotros mismos.
Ahora, id a dormir un rato y luego os enseñaré lo que tenéis que hacer para
ayudarme.
79

Cuando José superó la enfermedad, su aspecto era el de un hombre flaco,


pálido y desgastado.
—Abba, vas a comer, tanto si quieres como si no —lo regañó Ela,
preocupada—. Y también tendrás que hacer un esfuerzo y tragarte esa
repugnante medicina. Si eres bueno y obediente, después te daré una
cucharadita de miel.
Todos los miembros del grupo no dejaban de pulular alrededor de su frágil
líder. Pero en sus rostros, la alegría había sustituido al miedo. Una sucesión
de tormentas azotó los gruesos muros de piedra de la casa, en cuyo interior
reinaban el amor, las risas y el calor del fuego.
A Rufo, Saúl y Tastros les estaba costando mucho acostumbrarse a llevar
aquellos pantalones de lana multicolor y a aquellas botas de cuero, y al verse
ataviados con ellos no cesaban de ejecutar poses extrañas. En cambio, Marta
y Ela consideraban que sus vestidos de lana eran a un tiempo cómodos y
prácticos, lo que no era óbice para que se echaran a reír como tontas cada
vez que tomaban un sorbo del hidromiel que solían beber los hombres.
Cuando José se encontró lo bastante fuerte para empezar a dar paseos
por la habitación y sentarse en una silla en lugar de permanecer estirado en
la cama, también le buscaron un par de pantalones. Los suyos eran los más
llamativos de todos, ya que estaban decorados con líneas amarillas y
anaranjadas entrecruzadas y salpicados de lunares de color rojo, azul y
verde.
—¡Rufo! —protestó José en tono acusador cuando se los enseñaron.
Los demás, incluida Marta, estuvieron a punto de morirse de risa: hacía
mucho que esperaban aquel momento.
José recuperó la vitalidad con una rapidez sorprendente. Al cabo de poco
más de una semana, en un día frío pero soleado, se sintió lo bastante fuerte
para salir a dar un paseo con los perros.
José se denominaba a sí mismo y a sus compañeros de cuatro patas «los
cuatros ancianos». Los animales tenían el hocico cubierto de pelos blancos y
su modo de caminar se había vuelto tan lento y pausado como el de su amo.
Era fácilverlos vagar por la ciudad en los días de buen tiempo. El carnicero
les guardaba las sobras; y también a José, que regresaba a casa cargado de
su correspondiente ración de estofado de carne.
—Los chicos y yo ya no podemos hincar el diente a un buen hueso —
bromeaba.
Un día, mientras José había salido a dar una vuelta, Ela reunió a los demás
para celebrar una sesión informal de debate.
—Todos sabemos que abba necesita ocupar su tiempo en algo —dijo—.
Pasear con los perros no va a hacerlo feliz siempre. ¿No sería mejor que
comenzáramos a hablar en el mercado para tratar de captar a posibles
personas interesadas en asistir a sus reuniones?
Cuando José volvió, estaban discutiendo el lugar, el modo y la persona que
se encargaría de poner en práctica el plan. Al oír su llegada, cambiaron de
conversación y se pusieron a charlar de cosas banales.
—He comprado una barca —anunció José—. Mañana partimos hacia
Belerión.
Un pescador le había explicado que en aquella época del año, cuando los
días eran más cortos, solía haber un periodo de tiempo estable y seco.
Ante las protestas del grupo, abrió la puerta de par en par y señaló el
cielo azul y completamente despejado.
—Yo soy el único marinero que hay aquí, y ya he tomado una decisión. Si
mañana el cielo sigue así, nos haremos a la mar.
—¿Y que pasará con la casa, con la comunión y el ágape? —objetó Marta.
—Di la casa al pescador a cambio de la barca, y ahora cada uno de
nosotros cree que ha salido más benificiado que el otro de la operación. No
hay forma más satisfactoria de hacer negocio —contestó José con una
sonrisa.
Un poco más tarde, Ela consiguió hablar con su padre a solas.
—Abba, no lo entiendo. Siempre te has mostrado contrario a zarpar en
invierno, debido a los peligros que representa la navegación.
—Es verdad, es verdad, Ela. Pero me refería a los barcos mercantes que
realizan largas travesías. En cambio, la distancia que nosotros hemos de
recorrer es muy corta: no llega a las doscientas millas. Además, conozco bien
estas aguas: lejos de tierra, ya en alta mar, hay una corriente tan potente
que es capaz de arrastrar a las naves por sí sola y un viento predominante del
sudoeste de gran fuerza y procedencia desconocida. Nadie sabe el nombre ni
la situación del lugar al que debe su calidez.
»Mi idea consiste en llevar la barca mar adentro hasta dar con la
corriente y el viento. Ellos nos conducirán a la isla de la que te he hablado,
aquella en la que hay una playa que une la montaña con Be-lerión. —José tomó
a Ela entre sus brazos y la estrechó contra sí—. Ela —dijo en voz baja—,
gracias a la enfermedad me he dado cuenta de que ya no soy joven y, aunque
la misericordia de Dios me ha devuelto la salud, quién sabe cuánto tiempo
durará la bonanza. Mientras luchaba con todas mis fuerzas para que el aire
penetrara en mi cuerpo, rogué una y otra vez que me fuera concedido el
deseo de poder completar mi misión antes de morir. —Soltó a Ela y tomó su
cara entre las manos mientras la miraba fijamente a los ojos—. Sé que hay
algo que me obliga a volver a Belerión, Ela, y que no puedo perder esta opor-
tunidad. Debo ir allí mientras me quede parte de la salud y la vitalidad que
antes tenía.
Ela le besó la mano.
—Empaquetaré tus cosas —dijo. Luego dirigió una mirada gua-sona a su
padre—. Por cierto, abba, no esperes que me olvide de esa repugnante
medicina que tienes que tomar: será la primera cosa que guarde.
—No hay duda de que es hija de Sara —murmuró José cuando Ela hubo
salido—. Cada día que pasa se parece más a su madre.
Las flores azules que Ela llevaba al cuello le habían traído de nuevo a la
memoria el recuerdo de su esposa.Habría pocas horas de luz y tendrían que
aprovecharlas al máximo. No había hecho más que despuntar el día, cuando
José condujo a las cinco personas y tres perros al muelle. Todos, incluidos los
animales, vestían ropas de lana para resguardarse del frío, y Marta había lle-
vado consigo los cobertores que Rufo comprara cuando José estaba enfermo.
El equipaje de mano se completaba con un cesto de pan y queso y un odre de
la bebida especial de José; ésta se elaboraba con hierbas hervidas, que
posteriormente se maceraban y colaban. En el frío aire del amanecer,
resultaba muy agradable sentir el calor del líquido contra el pecho.
Como antes les sucediera a los demás, Marta se quedó petrificada al
advertir el reducido tamaño de la embarcación.
En los ojos de Saúl apareció una mirada de aprobación cuando vio la vela
de piel que alguien había dejado doblada a los pies del mástil. Conocía de
sobras la resistencia de aquel material.
Rufo se sintió mejor al comprobar que los remos eran fuertes y
resistentes. Tastros y él harían buen uso de ellos.
Tastros contempló con aprensión el amplio armazón de mimbre trenzado y
forma casi circular, que estaba recubierto de cuero. Nunca en su vida había
pisado una barca y no sabía nadar.
José indicó a Rufo y Tastros que ocuparan sus puestos a ambos lados de
Saúl, en la bancada que se extendía entre los toletes. La tabla que había
delante del mástil estaba reservada para Ela y Marta. Los perros se situarían
a popa, a los pies de José, quien se encargaría de la espadilla de gobierno, que
la marea no cesaba de mover de un lado a otro a la espera de que el capitán
de la nave se decidiera a empuñarla. Por otra parte, había que encontrar un
sitio para meter los cestos y paquetes que Marta y Ela iban pasando a los
hombres desde el muelle.
—Éste nos lo quedamos nosotras —dijo Marta con firmeza.
Llena de miedo, descendió a la embarcación con el odre bajo el brazo.
Hacía tiempo que la nave había dejado de cabecear en la superficie y se había
hundido entre las olas bajo el peso de los pasajeros. La impresión
generalizada era que el agua estaba a punto de traspasar el borde de la barca
e iba a anegarla de un momento a otro. Marta observó cómo ascendía el nivel
cuando Ela se sentó a su lado.
—Estupendo —comentó José. Acto seguido, soltó amarras y saltó al
interior del armazón de mimbre, utilizando su cayado como punto de apoyo. La
agilidad de todos sus movimientos no dejaba lugar a dudas sobre el júbilo que
sentía en aquellos momentos.
—Remeros, a sus puestos —ordenó como había hecho tantas veces a lo
largo de su vida—. Ya está saliendo el sol.Rufo y Tastros no conocían en
absoluto las técnicas de remo. Por esta razón, la nave no sólo avanzó poco,
sino que además lo hizo con bruscos empujones y súbitas paradas. Al fin, el
reflujo de la marea acudió en ayuda de los viajeros y logró sacarlos de allí.
José ordenó a Rufo y Tastros que halaran los remos. Una vez dejaron
atrás el promontorio del puerto, ambos tuvieron que cobrar amarras y largar
velas, tareas que desempeñaron con mucha más destreza.
El sol del amanecer extendió una alfombra dorada ante ellos, como una
invitación tácita a que continuaran viaje mar adentro. Soplaba un viento
helado, pero ya estaban en camino.
—¡El desayuno! —anunció Marta con buen humor mientras se agachaba
para pasar un trozo de pan y queso a los hombres que se encontraban detrás
de las velas. La tibia caricia del sol en los hombros y el azul brillante del cielo
habían conseguido que Marta empezara a relajarse después de varías horas a
bordo.
Ela saboreaba cada minuto que pasaba y José, feliz por el regreso a su
amado mar, se deleitaba con las sensaciones que el contacto del viento sobre
la piel despertaba en su interior.
Notó que la corriente presionaba con fuerza la espadilla de gobierno. Sin
embargo, después de introducir la mano en el agua volvió a sonreír de nuevo,
ya que había percibido en ella un ligero aumento de temperatura. Todo se
desarrollaba según el programa inscrito en sus recuerdos. Despacio y con
gran suavidad, utilizó la fuerza de la corriente para poner rumbo a Belerión.
La pesada vela agradeció la llegada de los vientos predominantes: éstos
soplaban con tal fuerza que levantaban la pequeña embarcación sobre la
espumosa superficie de las olas, como si fueran cómplices de los deseos y las
emociones de José.
Cuando el sol traspasó su cénit y dejó de calentar con la misma intensidad
de antes, Marta sacó las frazadas de los fardos en los que se hallaban
guardadas y, después de envolver a Ela con una de ellas se echó otra encima y
empezó a reñir a Saúl hasta que consiguió que él también se abrigara. Luego
convenció a Rufo y Tastros de que debían hacer lo mismo. A Ela le molestó
que no quedara ningún cobertor para José, pero al ver la expresión radiante
que había en la cara de su padre optó por no decir nada.
El mismo viento que los llevaba hacia el objetivo fijado fue el que trajo la
tormenta que se desencadenó a media tarde. Las nubes taparon por completo
el sol y José no tardó en comprender que aquello sólo era un aviso de lo que
se aproximaba. Volvió la cabeza y, al avistar la turbulencia de color negro que
había aparecido en el horizonte, empezó a dar órdenes a voz en grito.—
¡Arriad la vela! ¡Arriad la vela!
Los pasajeros no sabían qué hacer. Entonces José se dio cuenta de que no
tenía tripulación y de que tampoco podía abandonar su puesto para ocuparse
de la vela. Las rachas de viento huracanado que azotaban la nave estaban a
punto de desgarrar el ancho rectángulo de cuero por los cuatro costados.
—Poneos a cuatro patas —vociferó José—. Haced lo que os digo y no os lo
penséis más. Echaos los cobertores por encima de la cabeza y dejad que los
extremos cuelguen por el borde de la barca. Está a punto de descargar una
tormenta y tenéis que hacer todo lo posible para que la lluvia y las olas no
penetren en ella. ¡Saúl! Dame tu frazada. Voy a necesitar toda tu ayuda.
José sabía que mantener las aguas fuera de la embarcación iba a requerir
un esfuerzo sobrehumano. Quizá Rufo y Tastros lo lograran, pero Saúl, no.
Sin embargo, había una tarea que podía realizar a la perfección: achicar el
agua que entrara en la nave. Eso sí sería capaz de hacerlo. Al menos, hasta
que se quedara sin fuerzas.
José indicó a Saúl que se sentara entre los perros y se tapara con el
cobertor, de manera que la prenda resguardara también a los animales.
Apenas quedaba tiempo para enseñarle a utilizar aquel achicador metálico
ancho y plano antes de que la tormenta estallara con toda su furia.
De hecho, cuando el ciclón arremetió contra la vela del barco, éste quedó
suspendido durante unos segundos sobre las olas. Cuando la nave fue
depositada de nuevo sobre la superficie, el impacto fue de tal magnitud que
Marta cayó sobre Ela, Tastros sobre Rufo y Saúl contra la espadilla, que se
quebró con un chasquido. Sin embargo, el ruido quedó ahogado entre el
estruendo de los truenos y los relámpagos, que caían como cuchillos sobre la
inmensidad del mar.
Se oyó un crujido aún más fuerte: el mástil se había partido en dos y
había arrastrado consigo a la vela, que se había precipitado sobre Marta y Ela
tras quedar arrollada sobre uno de sus extremos. José había tratado de
advertirlas del peligro, pero el viento había pulverizado los sonidos que salían
de su boca y los había lanzado a la oscuridad que, de repente, lo envolvía
todo.
Se encontraban a merced de la tormenta. No tenían vela ni timón ni luz. Lo
único que restaba hacer era tratar de combatir aquella lluvia torrencial y el
asalto de las crestas espumosas de las olas, que estaban cargando la
embarcación de más peso del que podía soportar.
Rufo y Tastros continuaban con los brazos extendidos, aguantando el
embate de las aguas con la espalda, los hombros y los brazos, cuyos músculos
sentían doloridos y agarrotados. Lo mismo les ocurríaen los dedos de las
manos, en los que los calambres habían comenzado a hacer mella a causa del
intenso frío y del esfuerzo que se habían visto obligados a realizar para que
los extremos de las frazadas se mantuvieran sujetos a la regala del barco.
Sin embargo, el grueso tejido de lana no tardó en quedar empapado por
completo, y en aquel momento pesaba como el plomo.
A popa, José había hecho todo lo posible por sostener el cobertor sobre
la cabeza de Saúl durante el mayor tiempo posible, pero finalmente las
fuerzas lo habían abandonado y había tenido que indicarle con la cabeza que
ocupara su puesto mientras él trataba de achicar el agua. Se intercambiaron
las tareas sin necesidad de hablar. Temblorosos, los perros se habían
acurrucado todos juntos para darse calor, sin que nadie prestara atención a
sus aullidos.
Sobre el armazón de mimbre no se advertía la menor señal de movimiento.
El único rayo de esperanza era que las pieles gruesas y asfixiantes que lo
cubrían parecían estar a prueba de la lluvia y el olaje.
Con las fuerzas muy mermadas, pero animados por una creciente
determinación, Rufo y Tastros consiguieron mantener las aguas fuera de la
barca. El dolor les atravesaba los músculos de los hombros y los brazos como
cuchillos de hielo y los calambres los obligaban a lanzar quejidos
desesperados.
Recorridos por espasmos incontrolables, los brazos de ambos hombres no
dejaban de estremecerse mientras notaban cómo una intensa sensación de
calor iba extendiéndose por sus espaldas. El delirio se apoderó de la mente
de Tastros, que comenzó a maldecir a la imaginaria horda de bárbaros que
creía autora de aquel ataque. Entonces cayó de bruces en el agua que se
arremolinaba en el fondo de la barca. Rufo logró darle la vuelta para que
pudiera respirar. Con aquel gesto, el joven y robusto celta consumió las
últimas reservas de decisión y vitalidad que le quedaban y en su mente se
hizo la oscuridad. Luego se derrumbó sobre el cuerpo de Tastros. Nunca lle-
garon a saber cuándo había dejado de llover, ni tuvieron conciencia del
momento en que los vientos habían amainado.
Lo mismo les ocurrió a los demás ocupantes de la nave. José y Saúl
estaban encorvados en posturas dolorosas, ajenos a los gemidos de los
perros, que trataban de devolverlos a la vida por medio de incesantes
lametones.
Al caer, la vela había cubierto por completo el armazón del barco, por lo
que todo signo de vida había quedado oculto a la vista. Mientras, el oleaje y
las corrientes no habían cesado de zarandear la nave como si fuera un
juguete roto arrastrado por la tormenta.
El cielo nocturno era claro y distante, y estaba tachonado de es-trellas
que brillaban como carámbanos de hielo a la luz de la luna. Bajo su manto, la
destrozada embarcación, con su espantoso cargamento de cuerpos
desparramados, vagaba a la deriva sobre las oscuras aguas del mar, a merced
de los caprichos de la marea.

Fue la quietud lo que despertó a José. No se movía nada. No se oía el


menor ruido. El murmullo del viento y el rumor de las olas habían
desaparecido, y unos dedos misteriosos habían teñido de rosa y oro el
horizonte todavía gris. Los colores del amanecer se extendían rápidamente.
Contra ellos se recortaba lo que en principio no parecía ser más que una
silueta oscura, que pronto quedó convertida en el perfil redondeado de una
colina.
—Itkis —murmuró José mientras se quitaba la costra de sal que le
provocaba un enorme escozor en los ojos. Advirtió que tanto los perros como
Saúl seguían allí y que este último trataba de moverse. Pero ¿qué había sido
de los demás? ¡Ela! José reunió las pocas fuerzas que quedaban en su dolorido
cuerpo para empezar a gritar.
—¡Despertad! ¡Contestadme! Ela, Marta, Tastros, Rufo, ¿estáis ahí?
En la luz cada vez más intensa del alba, reparó en los montones de ropa de
lana empapada que tenía delante y vio que algo se movía debajo. En cambio, la
pesada vela de cuero permanecía inmóvil. Desesperado, cogió a Saúl por los
hombros y lo sacudió.
—¡Saúl! Despierta, Saúl. Tenemos que sacar de ahí a Marta y a Ela antes
de que se asfixien.
Tal vez ya fuera demasiado tarde.
«Dios mío —rogó José con todo su corazón—, ya la curaste una vez.
Sálvala ahora, te lo imploro.»
Los minutos que siguieron fueron frenéticos; primero, Rufo y Tastros se
vieron obligados a luchar a brazo partido para librarse del peso insoportable
de los cobertores y, a continuación, los cuatro hombres tuvieron que batallar
con la enorme pieza de cuero que hacía las funciones de vela.
—¿ Abba? —dijo una voz débil y lejana.
José dio un grito de alegría, en el que se reflejaba todo su agrade-
cimiento.
En la brillante luz de la mañana, el collar de Sara adquirió un tono aún más
azul en el cuello de Ela cuando Marta y ella consiguieron salir de aquella
prisión y saltar a tierra, donde José, demasiado emocionado para hablar, la
estaba esperando para abrazarla.
—Ya la veo —dijo la muchacha mientras estrechaba a su padre con su
característico ímpetu juvenil—. La veo, abba. Es Itkis. Hemos llegado sanos y
salvos.José miró a su alrededor. La tormenta los había arrastrado hasta la
orilla y los había dejado en un lugar que nunca había visto antes. Frente a
ellos se extendía una región pantanosa cuyo suelo, brillante y húmedo, había
sido lentamente pulimentado por la continua acción erosiva de la marea. No
había arena ni playa. Aquella gran colina que se alzaba ante ellos no podía ser
Itkis.
—Nos hemos desviado de la ruta —explicó José a sus exhaustos
compañeros—. Ésta que veis no es Belerión. Lo mejor será buscar a alguno de
sus habitantes y preguntar dónde estamos. Después repararemos la barca y
nos iremos de aquí. Sintió que las piernas le pesaban, pero sabía que había que
seguir adelante.
»Ela, tráeme el cayado. Lo más probable es que se haya quedado flotando
junto a la barca. Y sacad a los perros de allí. Nos abriremos paso entre los
juncos y caminaremos montaña arriba hasta encontrar una buena vista. Luego
elevaremos nuestras plegarias a Dios para dar gracias por haber logrado
desembarcar sanos y salvos.

José encabezó la expedición. Primero un paso, luego otro y después otro


más. La determinación lo había hecho posible.
—Por el momento, ya está bien —dijo a los demás cuando ni siquiera
aquella voluntad de acero lograba ya que sus piernas se movieran—.
Descansaremos aquí.
Clavó en el suelo el cayado, que utilizaba para mantenerse erguido,
mientras se arrodillaba para rezar.
A continuación agachó la cabeza. Había muchas cosas por las que debían
dar las gracias a Dios y a su hijo Jesús.
No prestó atención a lo que hacía el resto del grupo; no vio cómo todos
retrocedían llenos de temor, lanzando gritos entrecortados a la vista de lo
que allí sucedía. No sabía que, mientras lo contemplaban, su cayado, aquel
compañero de mil batallas, había empezado a crecer para adquirir un grosor y
una altura cada vez mayores. Ante los ojos de los presentes, del báculo
habían comenzado a brotar ramas y de las ramas habían surgido hojas de un
color verde intenso. Ocultas entre ellas, había unas tiernas yemas que, al
abrirse, habían producido unas hermosas flores que debían su color rosado al
radiante sol del amanecer.
Según los calendarios que se usarían muchos siglos después, esto ocurría
el 25 de diciembre del año 39 d.C.
80

—Abba —susurró Ela mientras posaba una mano sobre el hombro a José—.
Abba, Jesús nos ha enviado otro milagro. Levanta la cabeza.
José hizo lo que la muchacha le pedía y vio encima de él un árbol que era
como un hermoso dosel vivo, a través de cuyas flores se divisaba la cúpula
azul del cielo.
Contempló durante unos instantes aquellos pétalos que se agitaban de un
modo casi imperceptible y se dio cuenta de que la planta había florecido en
diciembre. Ela había dicho que se trataba de un milagro y era verdad.
—Está claro que Dios nos ha traído aquí y que desea que nos quedemos. He
llegado a donde debía llegar y ahora descansaré —declaró José.
A continuación, se tumbó en la mullida hierba que crecía debajo del árbol
y pronto fue bendecido con el sueño.
Los demás hicieron otro tanto: Rufo se acostó junto a José bajo de las
ramas del árbol milagroso. Saúl y Marta se echaron el uno al lado del otro con
las manos entrelazadas, en el mismo lugar en el que habían presenciado el
milagro mientras Tastros permanecía cerca de ellos.
Ela fue la única que no cedió de forma inmediata a la fatiga. Al ser la
persona mas joven y ágil del grupo, volvió corriendo a la barca para recoger el
cesto que contenía los manuscritos de José, su arpa y el odre que Marta
había llenado con el brebaje de hierbas de José.
Luego regresó al sitio en el que había brotado el árbol, se tumbó en el
suelo y no tardó en caer en un sueño profundo y reparador.

—¡Despertad! Despertad todos. —Tastros había recurrido a su tono


marcial, el que solía utilizar para dar aquellas órdenes que eran obedecidas en
el acto.
Los demás empezaron a agitarse poco a poco, parpadeando con dificultad;
Saúl bostezó mientras Ela se desperezaba.
Luego se incorporaron a toda prisa. Uno tras otro fueron adquiriendo
conciencia de lo que Tastros había visto en primer lugar. Estaban rodeados
de hombres que se mantenían a un metro de distancia unos de otros.
Cada uno de ellos tenía la mano puesta sobre una larga espada cuyo
extremo tocaba el suelo, en clara señal de que estaban preparados para
atacar en cualquier momento. Rufo se puso en pie y todos los hombres
empuñaron con fuerza sus correspondientes espadas y lo apuntaron con ellas.
Uno de los guerreros llevaba un enorme collar dorado al cuello y, desde la
frente a la coronilla, un tocado de un metal que parecía oro viejo. El casco
que le cubría la cabeza tenía a ambos lados un adorno en forma de cuerno.
—¿Eres celta? —preguntó a Rufo mientras lo miraba detenidamente.
—Sí. ¿Tú eres el líder de este país?
—Sí. ¿Por qué habéis venido?
—Fuimos arrastrados por la tormenta.
Tras escudriñar a todos los miembros del grupo, los ojos del líder se
posaron en José.
—¿Eres tú el jefe?
—Sí. Me llamo José de Arimatea.
—¿De dónde ha salido este árbol, que sólo florece en verano? —preguntó
el guerrero con el ceño fruncido.
José sonrió a aquel hombre tan belicoso.
—Dios lo puso ahí —contestó despacio y con voz tranquila—. Es un milagro.
—Entonces, sois magos.
—No —dijo José, y subrayó su respuesta con un movimiento negativo de la
cabeza—. No somos más que náufragos, hombres y mujeres cansados. Ni
siquiera conocemos el nombre de la tierra a la que Dios nos ha traído. Pero sí
nos ha dado una señal: este árbol, que brotó del cayado en el que me apoyaba
para caminar.
Entonces se echó a reír. El guerrero, sus hombres y los propios seguidores
de José estaban estupefactos.
—¿De qué te ríes, abba?
—Es que me he dado cuenta de que me he quedado sin bastón —explicó
José y Ela no pudo evitar reírse también.
Aquellas frases habían sido dichas en arameo, una lengua que el líder celta
no comprendía.
—Di al anciano que es peligroso reírse de Bodinnar —advirtió a Rufo con
una mirada hostil en los ojos.
José entendió las palabras del guerrero y se dirigió a él en britóni-co, la
lengua común a todos los celtas.
—Os pido que me perdonéis, Bodinnar. No fue mi intención ofenderos. No
estaba riéndome de vos. —Luego le explicó que Ela era su hija y repitió la
conversación utilizando esta vez la lengua celta.
Bodinnar contempló el hermoso árbol que aparecía cubierto de flores y
luego al anciano de barba blanca que estaba sentado debajo,incapaz de
levantarse. Al comprender el significado de la broma de José, entrecerró los
ojos y lanzó una estentórea carcajada.
La historia comenzó a circular entre el resto de los guerreros y la
hilaridad no tardó en ser generalizada.
—¿Tienes hambre, anciano?
—Un hambre de lobo, Bodinnar. ¿Tienes pan?
El líder volvió a reír de buena gana. A grandes zancadas, se plantó ante
José y le tendió la mano en señal de invitación.
—Yo seré tu nuevo bastón —dijo—. Y en el pueblo hay pan de sobra.
—Mis compañeros también tienen hambre —continuó José mientras cogía
la mano que el líder le ofrecía.
Bodinnar tiró de José y lo alzó con la misma facilidad que si estuviera
levantando a un niño pequeño.
—Hay pan para todos, anciano. Todos sois bienvenidos a la tierra de los
durotnges. Cuando hayáis llenado el estómago, contestaréis a mis preguntas.
Rufo había permanecido en una tensa espera, listo para actuar en cuanto
notara que José corría el menor peligro.
—Este hombre es mi amo, Bodinnar. Soy yo quien debe ayudarlo, no tú —
dijo, interponiéndose en el camino del líder. A continuación rodeó a José con
sus musculosos brazos y cargó con él con la intención de llevarlo a donde
fuera necesario.
Bodinnar asintió en señal de aprobación.
—Es bueno que un guerrero se preocupe por su jefe —comentó—.
Seguidme.

El poblado era la forma más extraña de asentamiento humano que José


viera en todos los viajes que había hecho hasta el momento. Era como una
barcaza anclada en el centro de un enorme pantano. Unos postes gigantescos
clavados en el fango sostenían una plataforma de troncos alisados en su parte
superior y unidos entre sí por medio de una serie de estacas y cuerdas de
cuero. La plataforma medía unos sesenta metros de ancho por setenta y cinco
de largo. El pueblo se hallaba justo encima, rodeado por una empalizada de
diámetro no excesivamente grande formada por troncos altos y puntiagudos.
En su interior se divisaba una serie de cabanas redondas que estaban agru-
padas de tres en tres alrededor de unos patios de tierra batida: eran las
casas de los habitantes del pueblo. Junto a ellas había un número in-
determinado de edificios que parecían estar destinados a otros propósitos.
Bodinnar y sus hombres condujeron al grupo de José al pueblo enbarcas
de fondo plano, que impulsaron a través del pantano con ayuda de unas
pértigas. Desembarcaron en una especie de muelle flotante y subieron a la
plataforma de madera a través de una rampa. Lo primero que vieron del
pueblo fueron las columnas de humo que se elevaban al otro lado de la muralla
de protección. No tardaron en descubrir que cada vivienda contaba con un
hogar que les permitía cocinar y calentarse. Y, lo que era más importante en
aquel momento, había siete edificios de piedra destinados en exclusiva a la
fabricación de pan. En cada casa había una hogaza esperándolos, junto con un
saludo de bienvenida cargado de curiosidad.
Contando a los niños, la población del lugar ascendía a unos doscientos
individuos. Antes de que el día tocara a su fin, todos habían visto a los
misteriosos viajeros y habían oído hablar del árbol milagroso, que deseaban
ver a toda costa.
Y así lo hicieron durante los diez días siguientes, periodo en que se
estableció un constante tránsito de personas a lo largo de los tres kilómetros
que separaban el pueblo de la colina y de las demás zonas de tierra firme que
la rodeaban en formación irregular.
José dio las gracias a Bodinnar por la hospitalidad que habían hallado en el
pueblo, pero rechazó la invitación de quedarse a vivir allí.
—Creo que el milagro del árbol es una señal para que construyamos
nuestros hogares cerca de él y para que levantemos allí un lugar en el que
rendir culto al Hijo de Dios y al mensaje que Él trajo al mundo.
—Pero allí os podrían atacar. En cambio el pantano mantiene alejados a los
enemigos.
—Nuestro Señor es un dios de paz —contestó José, y a continuación le
explicó lo que Jesús había dicho sobre la necesidad de amar a los propios
enemigos y presentar la otra mejilla.
Incapaz de creer lo que estaba oyendo, Bodinnar hizo un gesto negativo
con la cabeza.
—¿Y ése es tu dios? Nunca te entenderé, José de Arimatea. Sin embargo,
te ayudaré en tu locura. Un árbol que florece en mitad del invierno no es algo
que se deba pasar por alto. Tu dios es poderoso y por eso intentaremos
ayudar a su gente.
Los pantanos eran una fuente inagotable de cañas, hierba y barro. Los
durotriges enseñaron al grupo de José a construir cabanas circulares como
las suyas con aquellos materiales. Ela celebró su decimoctavo cumpleaños en
su nuevo hogar, una cabana de barro y juncos trenzados, en la que había una
chimenea de piedra, que compartía con su padre y tres perros que ya se iban
haciendo viejos.
Carecía de ventanas. Para que entrara la luz del día había que abrir una
gruesa puerta de madera que daba al patio. Marta y Saúl tenían su propia
choza, lo mismo que Rufo y Tastros. Los seis compartían elpatio, que quedaba
protegido de los vientos invernales por la proximidad de las viviendas.
Cerca de allí se alzaba un edificio de menor tamaño. Era la nueva Casa de
los Nazarenos. No tenía chimenea, ya que la piedra que había sido destinada a
tal uso había servido para construir un altar. El manuscrito que contenía las
enseñanzas de Jesús estaba guardado en una caja de bronce de hermosa
factura, regalo de Bodinnar.
Entre los presentes que los celtas les habían hecho se encontraban
numerosos muebles para las cabanas y, lo que era más importante, comida
para pasar los siguientes meses hasta que pudieran comenzar a sembrar su
propio trigo y criar algunas cabezas de ganado, con el objeto de volverse
autosuficientes. Marta estaba tan impaciente que la emoción apenas la
dejaba descansar. En realidad, jamás le había gustado estar sujeta a los
gustos y preferencias de las gobernantas y cocineros.
Todos ansiaban la llegada de la primavera. El paisaje que había alrededor
exhibía todos los tonos de verde imaginables: el verde amarillento de los
pantanos, el verde dorado de la hierba de las llanuras, el verde intenso de las
hojas del árbol milagroso, que seguían conservando toda su frescura aun
después de que las flores se hubieran marchitado. Sin embargo, las lluvias
eran frecuentes y, a menudo, caían en forma de un aguanieve que hacía daño
al entrar en contacto con la piel. Y también estaba aquel viento cortante que
soplaba sin cesar desde las laderas de la lejana montaña, que tenían previsto
explorar tan pronto como José recuperara las fuerzas.
Ahora ya no tenía problemas con el bastón, excepto en lo que a la elección
de uno se refería. Aquella broma respecto a la pérdida del objeto que le
servía para apoyarse había hecho las delicias de todo el pueblo. Junto a la
puerta de su nuevo hogar, en un cesto bastante alto confeccionado con juncos
trenzados, había más de doce bastones, todos ellos regalo de los lugareños.
José se quejaba del exceso de solicitud que le impedía investigar el Tor,
nombre que los habitantes de aquellas tierras daban a aquella montaña
misteriosa y solitaria. Estaba seguro que aquello encerraba algún secreto.
Bodinnar se había mostrado demasiado rotundo cuando había aconsejado a
José que se mantuviera alejado de la colina.
—¿No sentís la menor curiosidad? ¿No os parece que todo esto es muy
enigmático? ¿No queréis averiguar lo que hay allí arriba? —preguntaba una y
otra vez a Rufo y Tastros, que se veían obligados a soportar aquel
interrogatorio casi a diario.
Al final, Saúl tuvo que echarle una buena reprimenda.
—José, hemos venido aquí para enseñar la palabra de Jesús. El milagro al
que asistimos tenía por objeto mostrarnos que ésa es nuestramisión y que es
aquí donde debemos quedarnos. Ya han venido varias personas del pueblo para
oírte hablar en la Casa de los Nazarenos. Da gracias al cielo por haber podido
llegar aquí sanos y salvos y por la gracia que se nos concedió al ser testigos
de la milagrosa transformación de tu cayado. Y haz lo que Dios quería que
hicieras cuando te envió a este lugar.
—Tienes toda la razón, Saúl.
José sabía que lo que le acababa de oír era cierto. Sin embargo, continuó
saliendo al patio a menudo para dirigir la vista hacia el Tor y reflexionar
sobre el misterio que la montaña guardaba en su interior.
Lejos estaba de saber que se encontraba a punto de conocer la respuesta
a todas aquellas preguntas.

81

Bodinnar envió una invitación formal a los nazarenos para que asistieran a
la fiesta de Imbolc, que se celebraría en el pueblo a partir del primero de
febrero. La invitación, que consistió en una canción interpretada por un coro
de niños, ensalzaba la llegada de la primavera. Los celtas consideraban que en
esa fecha se iniciaba la nueva estación.
—¿Que el primer día de la primavera será dentro de tres días? Ojalá
fuese verdad. —Ela se sacudió unas gotas de aguanieve que resplandecían
sobre la tela de su capa—. Bueno, da igual, la fiesta será divertida. Espero
que esta vez también enciendan una buena hoguera.
Sus previsiones resultaron acertadas ya que los aldeanos no sólo
organizaron un banquete por todo lo alto, sino que pusieron a disposición de
los asistentes una cantidad ilimitada de hidromiel.
Sin embargo, Ela opinaba que lo mejor había sido la música. Un trío de
druidas bardos ataviados con túnicas blancas tomaron las liras y cantaron
numerosas piezas en las que se glosaban antiguas historias de héroes y
caballeros andantes.
Cuando los aplausos y felicitaciones se apagaron por completo, la
muchacha se acercó al que tenía un aspecto menos imponente.
—Gracias, ha sido precioso —le dijo.
El bardo la miró con interés ya que su acento denotaba que era ex-
tranjera.
—¿Puedo haceros una pregunta? —prosiguió Ela.
—Naturalmente. ¿Ha habido algún verso que no lograrais entender?—
Muchos. No conozco las leyendas. Pero lo que en realidad quería saber es
dónde conseguís las cuerdas de vuestro instrumento. Tengo una pequeña arpa
que tiene todas las cuerdas rotas y echo mucho de menos poder tocarla.
—¿No podéis tocar nada?
—Ni un acorde.
—¿Os gustaría intentarlo con la lira? Sé lo vacía que es una vida sin
música.
—Oh, no. No. No, muchas gracias. Es demasiado difícil para mí. Lo único
que deseo es poder volver a tocar el arpa.
—Os proporcionaré unas cuantas cuerdas. Siempre guardo algunas de
reserva, por si las mías se estropean. Sin embargo, debo deciros que no hay
demasiada diferencia entre la lira y el arpa. Los instrumentos de cuerda se
parecen mucho entre sí. —Como ilustración a sus palabras, el druida pulsó una
a una todas las cuerdas de la lira. Al oír la escala de tonos, el corazón de Ela
se llenó de nostalgia.
Cuánto echaba de menos la música. En los momentos de angustia y
aflicción, había sido su refugio, un lugar privado al que podía retirarse y dar
rienda suelta a la imaginación.
—Sólo una... —dijo la joven y acto seguido rozó con los dedos una de las
cuerdas más cortas, que produjo un sonido agudo de intensa belleza—. Oh.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. El druida entendió perfectamente la
emoción que la embargaba en aquellos instantes. Él sentía lo mismo y pensaba
que era una pena que alguien tuviera que renunciar a la música.
—Sentaos aquí. ¿Cómo os llamáis? ¿Ela? Bien. Sentaos junto a mí, Ela. Ésta
es una fiesta muy ruidosa, así que nadie oirá lo que estamos haciendo. Ahora
tocad todas las cuerdas e intentad encontrar las notas que producís con
vuestra arpa.
Ela no pudo resistirse a aquella propuesta. Ladeó la cabeza para percibir
mejor los sonidos y, a continuación, punteó el instrumento con el objeto de
acostumbrarse a su voz. Al cabo de unos minutos, la actividad había
absorbido toda su atención.
No se dio cuenta del tiempo que había transcurrido hasta quejóse se
acercó hasta ella y le causó un pequeño sobresalto al ponerle la mano en el
hombro.
—Es hora de irse, hija mía.
—Tan pronto. Oh, abba, escucha esto. Es tu canción favorita.
Empezó a cantar la canción de Belerión mientras sus dedos arrancaban de
la lira unas notas de gran simplicidad que le sirvieron de acompañamiento.

Por el acantilado cayeron,


las palabras.
El viento las hiló,
las cuerdas que dieron forma a su música.

De las estrellas vino,


la diosa de la canción.

La cueva era su vivienda.


Su lecho, una alfombra de heléchos.
En el cielo nocturno nació.
Su padre fue el sol.
Las blancas aves la llevaron en sus alas
a su hogar poblado de heléchos.
Con los picos se arrancaron del pecho las más suaves plumas
para tejerle con ellas vestidos.
La alimentaron con su música.
Y en sus canciones le pusieron por nombre
Lhuysa del acantilado,
la hija de las estrellas.

—Gracias, hija mía. He echado mucho de menos tus canciones.


—Pronto volveré a tocar como antes. Este caballero tan encantador se ha
comprometido a proporcionarme unas cuantas cuerdas para el arpa.
Ela sonrió al bardo en señal de agradecimiento. Sin embargo, algo había
cambiado en la actitud del hombre, que permanecía silencioso e inmóvil, como
si estuviera ensimismado, furioso, incluso. Ela se preguntó si habría cometido
alguna equivocación o si habría dañado la lira sin querer.
—¿Cómo es que sabéis esa canción? —le preguntó el druida en tono glacial.
La preocupación de Ela se convirtió en indignación. ¿Cómo se atrevía? ¿Es
que no podía cantarle a su padre lo que quisiera? ¿Todas las canciones debían
hablar de batallas, reyes y dioses paganos?
—¿Por qué estáis tan disgustado? Es una canción preciosa, una canción
especial. Fue escrita para mi madre: su profesor de música se la dio como
regalo. Tanto a mi padre como a mí nos encanta.
—¿Un regalo para vuestra madre, decís? ¿Quién fue el autor de tal
ofrenda?
Ela le entregó la lira al bardo con cierta brusquedad.
—Gracias —añadió y se dio la vuelta con intención de marcharse.
—¿Quién? —insistió el bardo.José se aproximó a Ela y, tras rodearle los
hombros con el brazo, la atrajo hacia sí.
—Estáis ofendiendo a mi hija y he de deciros que lo lamento de veras.
Será mejor que la dejéis en paz. Ya me encargaré yo de conseguirle las
cuerdas para el arpa.
—Señor, continúo esperando una respuesta. ¿Cómo es que vuestra hija
conoce una canción que nadie puede cantar?
—¿Que no puede cantar nadie? Eso es absurdo. Se trata de una pieza
tierna e inocente, como el joven que la escribió. Su nombre era Nancledra.
Dicho esto, José sacó a Ela de allí.

A la semana siguiente acudió mucha más gente de lo normal al ágape que


tenía lugar en casa de los nazarenos. José estaba exultante. Pensó que, tal
vez, toda aquella animación se debiera a que la gente se había hecho
demasiadas ilusiones sobre la llegada del buen tiempo. Comprobó por su
cuenta el estado de los tablones que se habían dispuesto sobre el terreno
pantanoso para facilitar el acceso de los habitantes del pueblo hasta tierra
firme y se dijo que no se podía culpar a quienes prefirieran no aventurarse en
aquellos caminos helados, resbaladizos y azotados por el viento. Al parecer,
el único que tenía derecho a utilizar las barcas era Bodinnar.
Hubieron de transcurrir dos noches para que José se enterase del motivo
de aquel inesperado aumento de audiencia. El descubrimiento se produjo de
una forma dramática y aterradora. El culpable de todo fue el sonido de unas
trompetas en la lejanía: al oír sus notas, todo el grupo se apresuró a salir al
patio y vio descender del Tor una columna de druidas cargados de antorchas.
A la luz del fuego, aquellas figuras encapuchadas tenían un aspecto
fantasmagórico. Ocultos en sus túnicas blancas, con las capuchas echadas
sobre el rostro en sombras, cualquiera habría podido creer que eran
espectros.
El grupo de José se apiñó en torno a él, en busca de calor y seguridad.
—José de Anmatea —preguntó una voz en la distancia—. ¿Eres tú?
—Soy yo —le gritó José a aquel inquisidor desconocido.
El séquito de portadores de antorchas se aproximó poco a poco a él sin
hacer el menor ruido. El cerco fue estrechándose de forma paulatina.
—¡José de Arimatea!
—Aquí estoy —respondió José levantando el bastón.
Cuando la luz de las teas iluminó por completo a todo el grupo, una de las
figuras dio un paso adelante. Era la única que no portabaantorcha. En el cuello
llevaba una pesada cadena de eslabones de oro y en la mano, una hoz del
mismo metal. Ambos objetos resplandecían con intensidad.
—El archidruida —murmuró Rufo con voz asustada.
La figura se echó la capucha hacia atrás y dejó a la vista un cabello y una
barba también dorados que parecían haber sido pensados para hacer juego
con el resto de las vestiduras.
—¿De verdad eres José de Arimatea?
—El mismo —respondió José, sin el menor asomo de miedo.
—Cincuenta años. No es de extrañar que ahora seamos completos
desconocidos. José, soy yo. Nancledra. ¿No me das la bienvenida?
—¿Nancledra?
José contempló a aquel mago revestido de oro y no supo hallar en él el
menor rastro del hermoso y tímido joven que había sido su intérprete y el
profesor de música de Sara. ¿De verdad habían transcurrido ya cincuenta
años desde aquella época maravillosa que los tres habían pasado en Belerión?
—Soy yo, José. ¿Dónde está Sara? Ella me reconocerá.
Las lágrimas anegaron los ojos de José y las imágenes del fuego y del
archidruida se volvieron borrosas. Sí, Sara lo habría reconocido.
—Murió —dijo—. Hace ya muchos años.
—¡Aaah! No. —El archidruida parecía sinceramente apenado y aquella
humanidad devolvía su figura al mundo real, convirtiéndolo otra vez en un
hombre. No se trataba de un brujo. Era realmente Nancledra.
—Ahora te reconozco —repuso José—. Te damos la bienvenida de todo
corazón, Nancledra. Te presento a la hija de Sara, Ela —añadió mientras
empujaba con suavidad a su hija hacia delante.
Nancledra tomó la cara de la muchacha entre sus manos cargadas de
joyas.
—Sí, veo perfectamente los ojos de Sara.
—¿Erais vos el maestro de mi madre? —Ela lo miró con gran curiosidad.
—De música, sí, pero ella me enseñó a mí muchas más cosas que yo a ella.
Cosas sobre el amor a la vida, la alegría y el coraje. Tu ma dre era una mujer
extraordinaria —le explicó Nancledra sonriendo. Luego la soltó y se volvió
hacia José.
—Me enviaron un mensaje desde la Galia informándome de vuestra
presencia. En él se decía que ibais camino de Belerión y allí me dirigí yo
también para aguardar vuestra llegada. Apenas podía dar crédito a las
noticias que recibí a continuación. Hablaban de un hombre y de un árbol que
había florecido en pleno invierno. A pesar de todo, no les presté la menor
atención y continué esperando amis amigos. Los árboles milagrosos me
resultaban menos interesantes.
»Sin embargo, cuando me comunicaron que había una joven que llevaba al
cuello un collar de flores de lapislázuli y se dedicaba a interpretar la canción
de Sara, me puse en camino de inmediato. Es magnífico volver a verte, José.
He traído conmigo un vino cálido como el sol de primavera. Invítame a tu casa
y, entre copa y copa, hablaremos del pasado y, tal vez, hasta derramemos
algunas lágrimas.
Los hombres de la comitiva regresaron al patio tras depositar los regalos
de Nancledra en la cabana de José. Entre ellos había un elegante brasero de
bronce y numerosas cestas cargadas de carbón. Los presentes también
incluían varias ánforas de vino, un aguamanil de oro con incrustaciones de
piedras preciosas y tres enormes copas del mismo metal decoradas con gran
profusión de motivos ornamentales celtas.
Tal como Nancledra había previsto, José y él conversaron, bebieron, y
lloraron un poco al amor del brasero. José se enteró de que el número de
judíos seguía aumentando en Belerión y de que, con el paso del tiempo, se
habían transformado en una de las comunidades más importantes y prósperas
del país. También supo que Isaac continuaba vivo y que los demás lo llamaban
«patriarca». El anciano le transmitía a través de Nancledra su deseo de que
gozara eternamente de una gran felicidad.
—Hace ya tanto tiempo —comentó José.
Nancledra hizo un gesto de asentimiento y volvió a llenar las copas. Ela
tomó unos sorbos de la que habían llenado en honor de su madre. Luego, con
toda discreción, les pidió que la disculparan y se fue a la cama mientras ellos
permanecían en la estancia, entregados a sus recuerdos.

El archidruida, adalid de todos los druidas de Albión, era el hombre más


honrado y respetado de aquellas tierras. Se le consideraba poseedor de una
sabiduría y una capacidad de discernimiento superiores a los de cualquier
otro hombre y ello le confería un poder ilimitado.
A José le costaba creer que Nancledra se hubiera convertido en un
personaje tan importante, sobre todo después de que Ela le informara de que
el druida llevaba el cabello y la barba teñidos de color dorado.
—Por debajo, su cabello es tan blanco como el tuyo, abba —le había dicho.
—No hay duda de que eres hija de tu madre, Ela. Me muero de ganas de
contárselo a Nancledra. Sara habría hecho la misma observación.—¡Es lo
primero en lo que Sara se habría fijado! —exclamó Nancledra cuando José le
repitió el comentario de Ela.
Por un momento, la risa pareció devolverles a ambos la juventud perdida.
Durante los primeros meses de primavera era fácil verlos juntos, bien en la
cabana de José, bien efectuando una serie de excursiones a distintos lugares
o asistiendo a ceremonias que Nancledra suponía serían del agrado de padre e
hija.
Gracias a la influencia del archidruida, disfrutaron de carros, caballos y
cocheros con los que visitar las montañas cercanas, en cuyas cumbres había
numerosas cuevas decoradas con magníficas pinturas. Todos los druidas de la
región se reunían para pasar en ellas el invierno, que resultaba mucho más
llevadero en su interior debido a la suavidad de una temperatura que se
mantenía siempre constante. Asimismo hicieron viajes que les obligaron a
recorrer distancias aún mayores. Entre otros sitios, fueron al antiguo círculo
de piedras situado en una inmensa llanura denominada Salisbury, a cuarenta y
cinco kilómetros del lugar donde vivían. Ni siquiera el archidruida sabía cuál
era el origen de aquella impresionante obra, pero de lo que sí estaba seguro
—como resultaba evidente por las detalladas explicaciones que les iba dando
— era de que se trataba de un calendario de una asombrosa exactitud. Aquél
no era ningún secreto que los druidas debieran guardar celosamente, de ahí
que no dudara en compartir la información con ellos. En cambio, guardó un
silencio absoluto sobre otras muchas cuestiones.
Aun así, a Ela y a José les fue concedido el privilegio de observar muy de
cerca el funcionamiento interno del mundo druida. Algo inusual entre
personas ajenas a ese ámbito.
Por encima de todas las cosas que había tenido la oportunidad de
presenciar, Ela prefería el Gorsedd, un lugar de reunión situado al final de
una larga avenida bordeada de misteriosas piedras clavadas en el suelo. En él,
los druidas bardos celebraban sus competiciones. La música duraba tres días.
Al cuarto, los estudiantes que aspiraban a convertirse en bardos se
enfrentaban entre sí y luego interpretaban diversos conciertos. El colofón
del festival consistía en un recital a cargo del propio archidruida.
Como ya ocurriera durante décadas enteras, en aquella ocasión, Nancledra
puso el broche de oro con la interpretación de la pieza que más amaba, la
composición que, desde un punto de vista emotivo, ocupaba un lugar
privilegiado entre las cientos que había escrito.
—La canción de Belerión, la canción de Sara - -le dijo a José.
Desde el Gorsedd, Nancledra los llevó al sitio favorito de José: un
complejo edificado alrededor del manantial de aguas termales de la diosa
Sulis. Estaba formado por arboledas cubiertas de tiernas hojasde un
hermoso color verde, un comedor de grandes proporciones, varias cocinas,
numerosos pabellones de paredes de piedra reservados a los dormitorios y
todo un surtido de jardines en los que predominaban las parras y los
arbustos. Se podía pasear por ellos a través de incontables senderos
bordeados de bancos donde los visitantes se detenían a descansar, si lo
deseaban, mientras disfrutaban de la belleza del lugar y de los deliciosos
aromas que flotaban en el ambiente. Sin embargo, lo mejor de todo —y la
razón de ser de aquella gigantesca construcción— era el enorme edificio
sostenido por pilares que albergaba la fuente. Durante todo el año, el agua
mineral que brotaba de ella a unos cincuenta grados de temperatura llenaba
la estancia de un espeso vapor.
Un sistema de canales conducía el agua a los baños y a las pilas, donde los
clientes iban varias veces al día para tomar sus dosis medicinales. Luego la
corriente seguía su camino a través de los túneles trazados bajo la zona
destinada a los dormitorios con el objeto de caldear las habitaciones de los
visitantes.
José y Nancledra gimieron de placer al meterse en un baño de agua
caliente. Por su parte, Ela se pasó más de dos horas nadando en la piscina
artificial donde iba a parar el agua del manantial que había perdido parte de
su calor.
—En invierno suelo venir mucho por aquí —le dijo Nancledra a José—. Te
recomiendo que hagas lo mismo. Sólo está a un día de viaje de vuestra casa.
Antes de que te vayas, te presentaré a la sacerdotisa que está al mando del
complejo. Ella se encargará de que no tengas que esperar para tomar los
baños y de que se te reserve el mejor sitio en la mesa a la hora de comer.
Maen era una mujer corpulenta que llevaba el cabello rubio recogido en
dos gruesas trenzas. El manto de color blanco que la cubría era de lino y no
de lana ya que, tanto en invierno como en verano, vivía en un mundo saturado
de vapor de agua. Fue deferente con Nancledra, pero en ningún momento
mostró una actitud servil. Aunque ser druida significaba poseer un
conocimiento y una inteligencia superiores a los del resto de los mortales; la
sacerdotisa no estaba obligada a inclinarse ante ninguna persona, fuera ésta
hombre o mujer. Sus reverencias estaban destinadas exclusivamente a la
diosa a la que servía.
Una antigua carretera atravesaba el complejo de Sulis y continuaba hasta
la costa del sudoeste. Se la conocía como el camino de Fosse y pasaba cerca
del monte Tor, que resultó visible hasta llegar al desvío que debían tomar
para ir a la casa de José, situada a sólo seis kilómetros de distancia.Visitaron
el manatial de Sulis por primera vez a finales de marzo. De regreso, el
cochero de Nancledra señaló el Tor con el dedo y a continuación empezó a
darle latigazos a los caballos para aumentar la velocidad del carro. Una
espiral de humo negro se elevaba desde el pico de la montaña y había teñido
buena parte del cielo.
José y Ela iban montados en sus propios carros, a escasos metros del de
Nancledra.
—¿No podemos ir más deprisa? —le preguntó José al conductor.
El hombre dijo que no y continuó su camino a una velocidad moderada. El
vehículo de Ela se movía tras ellos a una velocidad similar.
José estaba que echaba chispas. Poco después de que el archi-druida
hubiera reaparecido en su vida, José se las había arreglado para persuadirlo
de que le enseñara los misterios del monte Tor. Así había sabido de la
existencia de un bosquecillo de robles donde los druidas celebraban sus
ceremonias y había visto la avenida bordeada de árboles que conducía hasta
el Tor. Incluso había tenido la oportunidad de contemplar la superficie
totalmente lisa que había en su cumbre y el círculo de piedras que delimitaba
exactamente el lugar donde debían encenderse las hogueras durante las
distintas celebraciones. Pero Nancledra jamás había mencionado nada sobre
unas posibles señales de humo.
Aquella noche vieron recortarse una enorme fogata contra el cielo
nocturno.
Al día siguiente, una inacabable procesión de lugareños recorrió la
plataforma que cruzaba los pantanos y dejó atrás el árbol milagroso cubierto
de nuevo follaje y el grupo de cabanas donde vivían los nazarenos.
José le preguntó a los miembros de una familia conocida por la razón de
aquel peregrinaje masivo y ellos le contestaron que todo el mundo se dirigía a
la fortaleza de Hod Hill. Era un hecho de sobras conocido que cualquier señal
en el monte Tor significaba peligro y que sólo tras las murallas de la
fortificación estarían a salvo.
—¿Vamos con ellos? —inquirió Marta.
—Dios y Su Hijo nos trajeron aquí y ellos se encargarán de protegernos
de todo mal —respondió Saúl antes de que José tuviera ocasión de hablar.
José fue a la pequeña capilla y, tras arrodillarse ante el altar, rogó porque
Saúl estuviera en lo cierto. Continuaba sin entender el motivo de que
Nancledra se hubiera marchado sin decir palabra.
Los espesos penachos de humo negro seguían alzándose desde la cima del
monte Tor.

82

Al cabo de diez días, mientras Ela ayudaba a Marta con los preparativos
de la fiesta del ágape, vieron al primer grupo de aldeanos hacer el camino de
vuelta a través de los pantanos.
—Cualquiera que fuese el peligro, parece que ya ha pasado —comentó Ela
—. ¡Se me ocurre una idea, Marta! Invitémosles a todos a la fiesta de mañana.
Aún tenemos tiempo de conseguir más comida.
El día en que los nazarenos conmemoraban el aniversario de la re-
surrección de Jesús, la capilla estaba atestada de gente. Ela cantó el salmo
de David y José explicó la historia de Jesús y de su Padre. Luego fueron
todos a la colina del árbol milagroso, donde Rufo y Tastros habían colocado
una sene de mesas y bancos pertenecientes al mobiliario de las cabanas,
diversos objetos cedidos por los propios aldeanos y unos cuantos tablones de
madera procedentes de un sendero que la gente ya no utilizaba.
En un pequeño foso lleno de carbón que los hombres habían excavado en el
suelo, se estaban asando en aquellos momentos seis corderos, media docena
de pollos y cuatro cestos de pescado. En la mesa aguardaban unos enormes
tarros de cebollas en conserva, varios montones de hogazas de pan y un
amplio surtido de quesos. En cuanto al vino, el regalo de Nancledra había sido
tan generoso, que nadie dudaba de que habría bastante para todos.
José explicó el significado de tomar pan y vino en memoria de Jesús. A
continuación, inclinó la cabeza para rezar y le dio las gracias a Dios por su
munificencia, por haberles enviado a Su Hijo, por la comunidad allí reunida y
por la seguridad de todos ellos. Luego partió el pan y lo depositó en unas
cestas que fueron pasando por las mesas. Después hizo lo mismo con el vino,
que procedió a servir en las tazas dispuestas para tal fin.
—¡Mirad! Mirad el árbol mágico —gritó una de las mujeres del pueblo al
tiempo que se quitaba el cuenco de los labios y se ponía de pie.
Estaban empezando a abrirse las primeras flores.
—Nos salvó de los romanos —exclamó—. El suyo es un dios realmente
poderoso.

No fue hasta transcurridas unas semanas que Nancledra informó a José


de lo sucedido. Los celtas de la Galia les habían indicado mediante señales que
un ejército y una pequeña flota de barcos romanos estaban concentrándose
allí con la intención de invadir Al-bión.—En caso de que el peligro hubiera
estado más cerca, te habría enviado un mensaje, pero, de buenas a primeras,
desapareció.
Nadie sabía la razón, pero el hecho era que los soldados se habían negado
a subir a las naves y salvar la corta distancia que separaba ambas orillas.
José se había enterado de esta historia poco tiempo después de que la
pequeña colonia de nazarenos hubiera experimentado un notable crecimiento.
Desde el cercano pueblo que se alzaba, en pleno corazón de los pantanos,
desde otro situado a quince kilómetros del anterior, desde las granjas y las
poblaciones que bordeaban el camino de Fosse y desde otras comunidades aún
más lejanas, seguían llegando personas que habían oído hablar del árbol
florido y de su dios, que había conseguido mantener alejados a los romanos.
Era el comienzo de una época maravillosa.
Uno de los primeros edificios construidos fue una cabana junto a la que se
levantó una estructura de grandes proporciones destinada a servir de
cobertizo para una gran carreta y varios caballos. Se trataba de otro
presente del archidruida para su amigo José de Arimatea.
La cabaña se convertiría en el nuevo hogar del cochero y mozo de cuadras,
un joven corpulento de ojos oscuros y cabello castaño claro llamado Lerryn.
El muchacho llegó montado en una carreta, que entregó seguidamente a
José. Luego le dio a Ela el regalo que Nancledra le había enviado: una amplia
variedad de cuerdas pertenecientes a distintos instrumentos musicales.
—Me complacerá mucho ayudaros a encordar el arpa —dijo Lerryn—.
Quiero convertirme en bardo. Ya estoy en el noveno curso.

Durante los tres años siguientes, todos los habitantes de aquella aldea
cada vez más numerosa esperaron pacientemente a que el idilio entre Ela y
Lerryn acabara en matrimonio. Ela era bastante mayor para casarse, tal vez
más de la cuenta, en opinión de las mujeres de la comunidad. Entonces, ¿a qué
estaba esperando? Lerryn era guapo, trabajador y un músico excelente que,
con toda segundad, acabaría consiguiendo el grado de bardo. Quizás algún día
llegara incluso a alcanzar el rango de sacerdote, el máximo honor que podía
lograr un druida. Archidruida, no. Jamás. A Lerryn no le había sido concedido
ningún don especial; no poseía las cualidades que un buen adalid debe tener.
Era demasiado tímido y callado.
A pesar de todo, no cabía duda de que sentía un gran cariño por Ela.
Pasaba con ella todo el tiempo que podía. ¿Por qué la muchacha no le echaba
el guante, lo hacía feliz y de paso se hacía feliz a sí misma?
Lo que ninguno de los aldeanos sabía era que Ela y Lerryn eran felices tal
como estaban. Interpretaban melodías juntos y se enseñaban mutuamente las
canciones que conocían. Es decir, las canciones oficialmente aceptadas, ya
que, como Lerryn le explicaría a Ela, no se permitía a ningún aspirante a bardo
compartir con otra persona ni la música ni la letra de las largas sagas que
debían memorizar como parte de la educación que recibían.
Ela le contestó que no pensaba tomarse la molestia de aprenderlas aunque
se lo pidiera de rodillas.
—Me gustan un millón de veces más las que tú compones, Lerryn.
Se trataba de baladas en las que se ensalzaba la belleza: la belleza de la
naturaleza, la belleza de la vida, la belleza del amor.
Ela y Lerryn compartían muchas de las facetas del amor.
Daban largos paseos por el campo y ambos se maravillaban de la infinita
variedad de plantas, flores, colores, matices, nubes, luces y sombras y
paisajes que encontraban durante las diferentes épocas del año.
Charlaban sobre sus vidas, sus pensamientos, sus sueños. Ela le habló a
Lerryn de su amor por Jesús y del que Él sentía hacia toda la humanidad;
también le enseñó el secreto del silencio y a abrir su corazón para que Jesús
entrara en él. Entonces él también conoció el milagro del amor divino y el don
del Espíritu Santo.
Por su parte, Lerryn le enseñó a Ela que los druidas —y, de hecho, todos
los celtas— consideraban que la verdad era el bien supremo y la meta que
toda persona debía esforzarse por alcanzar. Como Lerryn, Ela aprendió a
comprender y a amar la perfección de la verdad absoluta, una perfección que,
por naturaleza, era realmente difícil de alcanzar.
Sin embargo, por encima de todo, compartían el amor por la música. Cada
uno de ellos aprendió a tocar el instrumento que el otro prefería e incluso las
flautas rústicas que las gentes del campo confeccionaban con los juncos de
las marismas. Ambos cometían errores al interpretar una composición, tanto
si estaban solos como cuando se reunían para tocar. Cuando el fallo era más
tonto de lo normal se echaban a reír, ya que otra de las cosas que tenían en
común era el amor por la alegría.
Los dos sentían una especial inclinación por lo romántico, que identificaban
con la unión perfecta, ideal e inalcanzable entre un hombre y una mujer. En
cierto modo, lo que intentaban era crear entre ellos un particular arco iris
amoroso, un hermoso vínculo resplandeciente.
A veces, mientras caminaban cogidos de la mano, aquel contactose
convertía en una promesa excitante, en una invitación a explorar una cara
desconocida del amor. Cuando esto ocurría, sin que entre ambos mediara
cualquier palabra o sonrisa que pudiera llegar a convertir aquella emoción en
una peligrosa realidad, sus dedos se soltaban inmediatamente como si ninguno
de los dos hubiera sentido nada. En el caso de Lerryn, porque consideraba
necesario volcar todas sus energías y su entusiasmo en la consecución del
sacerdocio; en el caso de Ela, porque creía que ella era la única que deseaba
un mayor contacto físico y un amor menos idealizado. Recordaba lo que Rufo
le había dicho una vez: que ningún hombre sensible e íntegro profanaría un
cuerpo que había sido objeto de un milagro de Dios.

Mientras Ela y Lerryn tejían su telaraña amorosa, tanto Rufo como


Tastros se dedicaban a descubrir la enorme dicha, contraria a todo plan o
razonamiento, que era la esencia del amor cotidiano entre un hombre y una
mujer. Ambos conocieron, se enamoraron y contrajeron matrimonio con dos
jóvenes que se habían trasladado junto con sus familias a la nueva y
floreciente aldea.
Así, mientras Tastros construía un hogar para su esposa, Rufo condujo a
su amor a la cabana que había compartido hasta entonces con su compañero.

Cada año, el árbol milagroso florecía en la estación en que los demás seres
nacidos de la tierra se adornaban con los símbolos de la muerte. José cambió
impresiones con los nazarenos, cuyo número ascendía por entonces a más de
un centenar de personas, y decidieron celebrar el milagro cada año como si
fuera el nacimiento de Jesús en Albión. La llegada de José y sus compañeros
a aquellas tierras y el hecho de que hubieran traído consigo el pergamino que
contenía las palabras de Jesús había sido el origen de todo. El nacimiento del
árbol florido era una natividad porque era también un mensaje del amor de
Dios.
Tal como ya se hiciera en primavera durante la conmemoración del milagro
de la resurrección, el aniversario del surgimiento del árbol se celebró con un
ágape. Para ello, los habitantes de la aldea decoraron el altar con ramas
cubiertas de flores y colocaron un capullo frente al sitio que cada uno de los
asistentes ocupaba en la mesa.
Durante aquellos dos días, José rezó con fervor porque le fuera
concedido el don del Espíritu Santo y deseó poder compartir la felicidad que
llenaba los corazones y almas de todos los que lo rodeaban. Hubo instantes de
gracia o, cuanto menos, él creyó que los había ha-bido, pero la sensación fue
tan efímera que no podía afirmarlo con toda seguridad. Aquella
incertidumbre pesaba de una forma terrible en su corazón.
Tan onerosa era la carga, que no se sintió capaz de soportarla solo y pidió
a Ela y Rufo, las dos personas que sentía más próximas, que sumaran sus
plegarias a las suyas.
—Si pudiera conocer el Espíritu Santo, conocerlo realmente, antes de
morir, mi vida estaría completa.
José tenía setenta y cuatro años cuando aquella existencia maravillosa
tocó a su fin.

83

Nadie esperaba que surgiesen complicaciones.


El invierno había sido suave y José había visitado en tres ocasiones el
balneario de Sulis. Ela había celebrado allí su vigésimo primer cumpleaños.
Mientras ella nadaba en las templadas aguas de la piscina, Lerryn había
permanecido sentado en el borde, cantando la balada que había compuesto en
su honor.
Durante los años de crecimiento, se habían arado las tierras que rodeaban
el pueblo fundado por José. Cuando tuvo lugar la celebración de la
resurrección de Jesús, los campos ya estaban cubiertos de un velo de color
verde que anunciaba la presencia de nueva vida.
Nancledra fue el invitado de honor de la fiesta del ágape. Bodin-nar y él
entretuvieron a todo el mundo con las noticias procedentes de las Galias. Al
parecer, los romanos tenían intención de repetir la comedia que habían
representado tres años antes. Las tropas acantonadas en la costa situada
frente a Albión se jactaban de que nunca pondrían el pie en aquellas frágiles
y mal construidas barcazas de madera. Había un nuevo emperador en Roma,
un anciano del que todos se reían y a quien todo el mundo se atrevía a insultar
en su propia cara.
Nancledra había sido muy generoso, como era habitual en él. El vino de la
fiesta había sido regalo suyo; lo mismo que la espectacular cadena de oro
quejóse llevaba al cuello, cuyo parecido con el signo de poder que lucía el
archidruida era evidente. La diferencia radicaba en el medallón que colgaba
de ambas: el de José era una cruz de oro —símbolo de la crucifixión del
Señor— en la que se habían grabado una serie de intrincados círculos celtas
con una imagen de la flor del árbol milagroso en el centro.La fiesta prosiguió
con alegres canciones y bailes. Ela tocó la flauta, que esta vez no estaba
hecha de madera de junco, sino de plata. Se trataba de un nuevo obsequio de
Nancledra.
—Cada año que pasa se parece más a Sara —le dijo éste a José y, como
siempre, volvieron a repasar todos sus recuerdos de juventud, cuando Sara
todavía estaba entre ellos.

Una noche, una hoguera algo más pequeña que la que había aparecido tres
semanas antes volvió a brillar en la cima del monte Tor. Ela y Lerryn, que
habían quedado en encontrarse para contemplar la hermosa noche estrellada,
fueron los primeros en verla.
Lerryn creyó haber encontrado un motivo que explicaba la repentina
aparición de aquel fuego. Sólo faltaba una semana para la fiesta de Beltane y,
durante muchos días, la gente había estado acarreando ramas y árboles
derribados por las tormentas de invierno para formar un enorme montón
dentro del círculo situado en la cumbre del Tor. Lerryn estaba seguro de que
los autores del desaguisado debían de ser unos niños que habían decidido
trepar a la cima y gastar aquella broma pesada a los habitantes del pueblo.
—Los esperaremos aquí y cuando traten de escabullirse, los atraparemos
antes de que logren llegar a casa. Se merecen un severo castigo.
—¿Como qué?
—Como hacer que recojan los restos de carbón que queden cuando se
apague la hoguera y obligarlos luego a reponer la leña. Cuando hayan acabado,
les dolerá todo el cuerpo.
—¡Lerryn! Resulta de lo más sospechoso que estés tan bien informado.
¿No será que tú hiciste lo mismo cuando eras pequeño?
—Éramos diez. Pero lo que se celebraba entonces no era la fiesta de
Beltane, sino la de Samain.
La noche pasó y del Tor no bajó ningún culpable. Cuando salió el sol, un
penacho de humo negro enturbiaba los colores del amanecer.
—Debe de tratarse de una auténtica señal de alarma —dijo Lerryn—.
Tendrás que llevar a tu padre a Hod Hill, Ela. Sé que no quiere ir allí sin
haber recibido antes un mensaje del archidruida, pero habrás de insistir.
Nancledra se encuentra a muchos kilómetros de aquí y, si tu padre no va, los
demás tampoco se moverán. Estoy seguro de que no querrá ponerlos en
peligro. Habla con él. Yo he de ir al bosque de robles para ver si los
sacerdotes tienen órdenes para los estudiantes. Allí es donde nos reunimos
siempre.Hod Hill fue toda una sorpresa para José. Era con mucho la población
más grande, densa y mejor organizada de todas cuantas había visto desde
que abandonara aquella ciudad ribereña de la Galia para poner rumbo al norte,
hacia el mundo de los celtas.
El monte no era tan alto como el Tor, pero tenía una anchura similar. Los
habitantes habían convertido la cima en una plataforma plana y habían
utilizado la tierra para levantar unos enormes muros a su alrededor. El
recinto amurallado tenía una extensión de unas treinta hectáreas. Cada
metro de tierra cumplía una determinada función. En el centro de cada grupo
de cabanas se hallaba un pequeño patio. En Hod Hill había todo lo necesario
para mantener y dar cobijo a los cientos de personas procedentes de los
campos cercanos que buscaban refugio allí: hornos para fabricar pan, talleres
de cerámica y objetos metálicos, almacenes rebosantes de grano, cinco
pozos, establos para el ganado, once letrinas, gallineros próximos a los
altares en los que se sacrificaban aves en honor a los dioses celtas y
numerosas torres de vigilancia situadas a escasos metros de distancia dentro
del perímetro de las murallas.
Ela contempló fascinada a lossoldados reunidos a los pies del empinado
camino de tierra que conducía a las puertas abiertas de la fortaleza. Cada
uno de ellos llevaba puesta una falda de piel y un cintu-rón ancho del mismo
material del que colgaba una espada larga y reluciente y una gruesa honda de
cuero que servía para lanzar piedras y proyectiles metálicos muy afilados. Se
habían untado el cabello con cal y, al llevarlo muy tieso y puntiagudo, parecían
monstruos de ultratumba. Unos monstruos de color azul, puesto que éste era
el color que habían elegido para teñirse la piel.
Por fin veía con sus propios ojos a los hombres azules de los que su padre
tanto le había hablado. Su aspecto le pareció aterrador; aunque, de hecho,
ésta era la impresión que aquellos guerreros pretendían causar en los
enemigos. Cuando dos de ellos le exigieron que abandonara el carro y los
caballos, no se atrevió a decir una palabra. Prefería cargar con su padre ella
misma que discutir con aquellos soldados.
En cambio, José no tuvo reparos en dirigirse a ellos.
—¿Quién es el enemigo?
—Los romanos. Ayer noche desembarcó un ejército en el este.

—Nunca entenderé las guerras —se quejó Ela a José al cabo de una
semana. Los hombres azules les habían devuelto el carro y los caballos y en
aquel momento llevaba a su padre de regreso a casa.
—Hay doce tribus diferentes en Albión. Quizá más —le explicó José—.
Son todas celtas, pero cada una de ellas se considera a sí mis-ma un pueblo
distinto a los demás. Algunas veces se enzarzan en guerras de conquista y
una tribu invade el territorio de la otra. Los catuvellauni son los más
agresivos. Llevan décadas asolando el este de Albión y vendiendo como
esclavos a los hombres y mujeres que arrebatan a los romanos.
José le contó que el jefe de la tribu había muerto hacía poco tiempo y
que, a diferencia de él, sus dos hijos eran contrarios a los romanos. Aquél era
el motivo de que el ejército romano hubiera desembarcado en tierras celtas,
se hubiera enfrentado a los catuvellauni en una batalla que sólo había durado
tres días y, tras matar a uno de los hijos, hubiera obligado al otro a poner los
pies en polvorosa.
No cabía duda de que los romanos habían cumplido la misión que se habían
propuesto, ya que lo que no pensaban hacer era molestarse en perseguir al
fugitivo Carataco y al puñado de soldados supervivientes que le habían
acompañado en la huida. Las legiones habían acampado y parecían tranquilas.
—Probablemente piensan que cuando Carataco pida asilo, la tribu que
gobierne las tierras en las que haya decidido detenerse se encargará de
asesinarlo. Después de todo, es un peligro viviente para los demás jefes de
Albión. Bodinnar mismo está encantado con la perspectiva. Y lo mismo puede
decirse de los otros dos jefes que conocí en la fortaleza. Nunca simpatizarán
con los romanos. Me temo que los durotriges no confían en nadie, pero les
alegra enormemente que los romanos hayan eliminado de un plumazo todas las
amenazas que habrían recibido de Carataco en el futuro. En la mente de esos
hombres, las regiones del este son tierras extranjeras situadas lejos de aquí,
pero la distancia real es bastante menor de lo que piensan.
—Bueno, la verdad es que me alegro de que todo haya acabado y de que
regresemos a casa.
—Todo el mundo siente lo mismo. Hay que ocuparse de los campos de trigo
y de reunir a los animales desperdigados. —José se rió entre dientes—.
Además, esta noche es la fiesta de Beltane. Nadie quiere perderse los bailes
y el banquete.
—Cuando hablas del banquete, te refieres a la bebida, claro; porque, si
hay bastante hidromiel, los hombres pueden pasar perfectamente sin comer.
—Es normal que lo celebren, Ela. No hay guerra.
—Entonces llevaremos un odre del vino de Nancledra a la fiesta. Nosotros
también nos merecemos un poco de diversión —dijo Ela con una sonrisa
burlona.
A José le pareció una idea estupenda.El verano transcurrió como siempre:
días soleados interrumpidos por chubascos de corta duración que servían
para enfriar el ambiente y regar los cultivos. Las competiciones del Gorsedd
estaban al caer y Lerryn no podía ocultar la inquietud que le producía la
inminencia del acontecimiento. Si lo hacía bien, sería honrado con el título de
bardo.
Ela había tenido la oportunidad de escuchar las piezas que había
compuesto y le había asegurado que eran magníficas.
Cada semana la joven iba a ver a Marta y, entre risas, le explicaba todas
las novedades. Tanto ella como Marta aparentaban la edad que tenían, pero
Saúl, que por aquella época debía de rondar los sesenta, parecía tan joven
como siempre.
—Es porque tiene la tez curtida por el sol —comentó Marta desde-
ñosamente—. Hace mucho tiempo, la piel se le convirtió en cuero y ya sabéis
que el cuero no se arruga.
Ela miró a Tastros de cerca para comprobar la veracidad de la teoría de
Marta.
—Puede que tengas razón —le dijo—. La verdad es que ahora parece más
joven que antes.
—Quizás sea porque se ha casado y está a punto de convertirse en padre.
El matrimonio y los hijos mantienen joven a una persona —contestó Marta
mientras miraba a Ela con una despreocupación que estaba lejos de sentir.
Ela fingió no comprender la insinuación de Marta, pero se marchó de allí
en cuanto pudo. Quería asegurarse de que veía a los demás componentes del
grupo con tanta frecuencia como le era posible. Aparte de los matrimonios de
Rufo y Tastros, el hecho de que el número de habitantes de la población
hubiera aumentado tanto y que la vida de la comunidad fuera mucho más
activa había producido cambios inevitables en la existencia de todos. No
obstante, habían estado tan unidos y habían recorrido juntos tantos
kilómetros, que seguía sintiendo un cariño muy especial por todos ellos.
Incluso iba a visitar un lugar apartado, cercano a una fuente de la que
brotaba un agua de sabor metálico, donde habían enterrado a los perros,
muertos a causa de su avanzada edad.

Hacia finales del verano, llegaron del este una sene de rumores difíciles
de creer. Se decía que el emperador romano había venido a Albión en persona
para encabezar al ejército victorioso en su ataque a la ciudad fortificada que
una vez había sido cuartel general y centro tribal de Carataco.
Aquello resultaba dudoso, pero no del todo imposible. A los em-peradores
romanos les gustaba ser conocidos como grandes generales. Lo que Ela se
resistía a tragarse era aquel cuento sobre los doce elefantes que había
traído con él. Se decía incluso que había encabezado la expedición a lomos de
uno de ellos, sentado bajo un baldaquino de seda.
A la joven le habría encantado ver un elefante, pero lo más seguro era que
el rumor fuese una invención. La gente —y aquello valía también para los
emperadores— no se dedicaba a viajar por el mundo en compañía de bestias
enormes como casas.
También corría un rumor —y esta vez resultó ser cierto— que los hombres
del pueblo consideraron mucho más inquietante. Bodinnar había venido desde
la aldea del pantano para explicarles de qué se trataba.
El emperador, cuyo nombre era Claudio, había firmado una serie de
tratados con al menos diez de las tribus de Albión. A cambio de la amistad de
Roma y la protección que ésta se comprometía a darles en caso de recibir
ataques de sus enemigos, habían accedido a pagar una determinada cantidad
de tributos e impuestos. Una de aquellas tribus estaba constituida por los
regni, cuyos territorios limitaban con la frontera sudeste de los durotriges.
Su jefe, Cogdumno, había dispensado una calurosa acogida a las tropas
romanas en la ciudad costera que le servía de cuartel general. En aquel
momento, estaban fortificándola y un destacamento de soldados se
encontraba acuartelado allí.
Algunos durotriges opinaban que quizá todo aquello no fuera sino una
forma de tener contento a Cogdumno. Después de todo, el tratado
especificaba que los romanos defenderían al jefe tribal de cualquier posible
enemigo.
Otros tenían una teoría aún más optimista y decían que lo único que
pretendían los romanos era encontrar un lugar seguro para sus tropas desde
el que poder efectuar el viaje de vuelta a la Galia.
En cualquier caso, habría que vigilar todos sus movimientos y recoger la
cosecha lo antes posible para almacenar los alimentos en la fortaleza de Hod
Hill en previsión de que un posible ataque de los romanos o de los regni
obligara a la tribu a buscar refugio allí.

El emperador Claudio y sus elefantes habían abandonado Albión apenas


unas semanas después de su llegada. Luego, a principios de otoño, las tropas
acantonadas en la ciudad de Regni se marcharon también y regresaron al
este. Todos los integrantes de la comunidad de José celebraron el
acontecimiento con un ágape especial para dar gracias a Dios Padre por el
árbol milagroso y a Su Hijo Jesús por velar por la seguridad del grupo.Poco
después hubo otra celebración, esta vez en honor de Lerryn, que había sido
nombrado bardo en el Gorsedd.
—Ya te lo dije —le comentó Ela—. Te dije que tienes un gran talento.
Lerryn no cabía en sí de felicidad, ya que aquello significaba que podría
comenzar unos estudios de mayor dificultad que le permitirían —en caso de
tener verdadero talento— obtener el cargo de sacerdote o, lo que era lo
mismo, el rango de druida.
Cuando Lerryn se marchó a aprender medicina en una escuela secreta
situada en el norte, dejó un enorme vacío en la vida de Ela. Sin embargo, tras
meditar durante un tiempo, la joven se dijo que aquella separación sólo se
alargaría unos tres años y que a su vuelta sería estupendo tener un médico
cerca. Cada año que pasaba, su abba sentía más frío en los huesos. Pensó que
algún día tendría que enfrentarse a la verdad: que su padre era viejo y que ya
no le quedaban muchos años de vida. Sí, llegaría el día en que las
circunstancias la obligarían a plantearse la posibilidad de perderlo. Pero
desde luego no durante aquellos tres cortos años que duraría el periodo de
formación de Lerryn.
Mientras, podía dedicarse a disfrutar del placer del baño en las aguas
termales de Sulis, que también resultaban enormemente beneficiosas para la
salud. Llevó allí a José tras la fiesta de Samain, que cada primero de
noviembre conmemoraba el inicio de un nuevo año.
Maen, la sacerdotisa druida, sacó a un anciano de la habitación espaciosa,
cálida y soleada que ocupaba en la zona de los dormitorios y se la cedió a
José y a Ela. Al parecer, el visitante desalojado se las arreglaría
perfectamente con menos comodidades. Después de todo, no era amigo del
archidruida Nancledra.
—¿Abba, crees que Nancledra vendrá mientras estamos aquí? A menudo
acude a Sulis después del Año Nuevo.
—Eso espero, aunque lo dudo. A causa de todo ese lío de los romanos, los
druidas tienen más trabajo de lo normal. Acuden al bos-quecillo de robles y
allí realizan ceremonias en las que sacrifican toros blancos para rogarles a
sus dioses que sean benevolentes con ellos. Lo más probable es que antes de
que acabe el invierno se haya llevado a cabo un ritual diferente a los pies de
cada uno de los robles de Albión. La primavera es el tiempo reservado a las
guerras.
—¿Estás preocupado, abba?
—Me preocuparé cuando llegue abril, en caso de que sea necesario. Ahora
voy a dejar que se calienten estos viejos huesos hasta que llegue la hora de
volver a casa para preparar el ágape de la natividad de invierno.

84

José nunca había visto el comedor tan lleno. Como era de esperar, Maen lo
colocó en un sitio alejado de las corrientes de aire y próximo a la cocina, para
que la comida estuviera caliente y apetitosa cuando llegara a la mesa.
La especial deferencia con que la sacerdotisa lo trataba despertó un
considerable grado de curiosidad en los demás comensales. Otro tanto
ocurría con la enorme cruz de oro que colgaba sobre el pecho de José, quien
en ningún momento prestó atención a los cuchicheos y las miradas inquisitivas
que le dirigían los clientes del establecimiento. Tenía un hambre de lobo y
aquel suculento estofado olía de maravilla.
De ahí que se sintiera muy molesto al notar que alguien le daba un
golpecito en el hombro mientras comía.
—-¿Qué deseáis? —le dijo al rubio desconocido que reclamaba su atención.
—Os ruego que me disculpéis. ¿Podría preguntaros cómo os llamáis?
—Acaba de cenar, abba. —Ela levantó la cabeza para mirar al intruso—. Mi
padre se llama José de Anmatea —le dijo y luego volvió a centrar su atención
en la comida. Ella también estaba hambrienta. No hacía mucho que habían
regresado a la habitación, cuando oyeron que alguien llamaba a la puerta. Ela
fue a ver quién era y se encontró con un hombre alto de cabellos oscuros que
llevaba puestos unos pantalones brillantes y sujetaba una vela de sebo en la
mano. El desconocido le tapó la boca con la mano que le quedaba libre.
—Chss —siseó—. No me delates.
Ela se dio cuenta de que hablaba en griego y aquel hecho excitó su
curiosidad, por lo que decidió esperar un poco antes de morderle los dedos.
—Tú no me recordarás, Ela, pero estoy seguro de que tu padre sí lo hará.
Soy Julio, hijo de Marco, el senador romano amigo suyo. Permíteme entrar.
Ela retrocedió para dejarle paso. La situación le resultaba divertida. Se
acordaba de él perfectamente. Era el de las carreras de cuadrigas del Circo
Máximo.

La primera cosa que hizo fue explicar su presencia allí. De hecho, era
centurión de la segunda legión, la fuerza romana que había levantado la
fortificación en el territorio de los regni. Tenía órdenes de inspeccionar el
camino de Fosse de un extremo a otro y evaluar si era posible utilizarlo como
ruta de paso de tropas y pertrechos. Llevaba consigo una escolta formada
por tres soldados regnis, pero ninguno de ellos conocía su verdadera
identidad. Le había encargado a uno de los hombres que se asegurara de que
José era realmente quien él pensaba que era.
José se estremeció al enterarse de las órdenes de Julio. Habría deseado
que la guerra fuera cosa del pasado.
Julio se encogió de hombros. Poco podía hacer un humilde centurión para
cambiar las decisiones. Ni siquiera les explicaban en qué consistían y lo único
que se esperaba de ellos era que ejecutaran las órdenes que se les daban.
De una cosa sí tenía plena constancia: el camino de Fosse no era la única
carretera que se estaba sometiendo a reconocimiento. En aquel mismo
momento, había otros centuriones disfrazados recorriendo el país con sus
correspondientes escoltas.
—El comandante de la segunda es el hombre más meticuloso del mundo. No
os exagero si os digo que revisó hasta la última astilla de madera que sirvió
para construir la fortificación. Algunos prefectos tienen éxito porque son
flexibles y capaces de tomar decisiones rápidas en los momentos más
críticos. A Vespasiano lo han ido ascendiendo por ser un maestro en el
trabajo bien hecho. Dentro de poco, no habrá carretera, sendero, puente o
riachuelo de estas tierras que no conozca.
A José le interesaban mucho las explicaciones del joven, pero estaba muy
lejos de sentirse satisfecho del contenido de las mismas.
—¿Y tú qué opinas de todo esto, Julio?
El soldado romano seguía mostrando un semblante totalmente inexpresivo.
—Yo no opino. Me limito a cumplir órdenes.
José percibió el dolor que se ocultaba bajo aquella máscara de in-
diferencia y optó por hablar de algo más alegre.
—Cuéntame cosas de tu familia, Julio. ¿Cómo está mi amigo Marco?
Julio habló de su padre con visible orgullo. Marco era probablemente el
hombre más respetado del senado. El emperador Claudio se refería a él
diciendo que era «el ejemplo acabado de todo lo que debe ser un romano».
Julio se echó a reír de repente y, al hacerlo, se quitó de encima diez años
y durante unos instantes dejó de ser un hombre de aspecto cansado, frío y
envejecido. Ni siquiera aparentaba los veintiocho años que en realidad tenía.
—José, nunca adivinaréis quién volvió a Roma después de que
osmarcharais. ¡Aquel loco de Herodes Agripa! Una vez que Sejano hubo salido
de escena, Herodes se presentó en el palacio que Tiberio tenía en Capri.
Cuando se enteraron de su regreso, todos aquellos a los que debía dinero
desde hacía una infinidad de años hicieron lo mismo.
»Supongo que recordaréis que era el mejor amigo del hijo de Tiberio.
Pues, a pesar de ello, el emperador no sólo se negó a cubrir sus deudas, sino
que además lo metió en la cárcel. La señora Antonia acudió en su ayuda y, al
cabo de poco tiempo, Herodes decidió concentrar todas sus energías en
intimar con Calígula, al que Tiberio ya había nombrado su heredero.
»Ni siquiera me molestaré en hablaros de Calígula, José. No era más que
un loco peligroso. Nadie que se viera obligado a tratar con él estaba a salvo.
Nadie excepto Herodes, claro. Él era capaz de manejar a cualquiera. —La
expresión de Julio perdió de nuevo la vitalidad. Era como si estuviese
contemplando los abismos del infierno. Sin embargo, no tardó en recobrar el
control y el sentido del humor—. Calígula fue asesinado por los mismos que se
encargaban de velar por su seguridad.
»Luego, la guardia pretoriana cogió al bueno de Claudio y se lo llevó a sus
cuarteles con la intención de nombrarlo emperador.
—¿Quién es ese Claudio? Su nombre me resulta familiar, pero no consigo
acordarme de él.
—¡Acabáis de hacer el retrato perfecto de Claudio, José! Nadie le había
prestado jamás la menor atención. Se trata del hijo de Antonia, aquel que
tartamudeaba tanto y se pasaba la vida escribiendo libros de historia.
Ahora José recordaba a Claudio perfectamente. Druso y Herodes no
hacían más que tomarle el pelo todo el tiempo, pero en el entierro de
Berenice, fue Claudio, con toda su torpeza y fealdad, el que escribió el más
hermoso panegírico en honor de la difunta. Sensible, sí. Tierno, sí. Pero
¿emperador? ¿Él, que durante toda su vida había sido el hazmerreír de
Roma?
—Me cuesta trabajo imaginarme a Claudio en el papel de jefe del imperio
romano —le dijo a Julio, que se limitó a esbozar una amplia sonrisa.
—Lo mismo le pasó al senado. Sus miembros estaban muy ocupados
buscando a otra persona e incluso habían llegado a plantearse la posibilidad
de reinstaurar la república. Por supuesto, mi padre estaba a favor de esta
última opción.
»¿Y quién diríais que asumió el mando y lo arregló todo? Herodes Agripa.
¿Quién, si no? Después de autonombrarse intermediario, se dedicó a
corretear todo el día entre el senado, Claudio y la guardia. Suave como la
seda y resbaladizo como una serpiente, no se sabe cómo consiguió infundirle
la firmeza necesaria a Claudio, pero lo cierto es que éste puso los ojos en
blanco, se encogió de hombros y les dijo a los senadores que no soportaba
pensar en lo que la guardia podía hacer con los que se atrevieran a
enfrentarse con ella y con su candidato a emperador.
»La guardia pretoriana está formada por veinte mil hombres fuertes y
armados hasta los dientes, así que no es de extrañar que el senado optara
por enviar a Herodes con un amable mensaje en el que pedían a Claudio que se
convirtiera en el próximo emperador.
»De hecho, Claudio es un buen gobernante. Él dice que estudiar historia
durante tantos años le ha servido para saber qué es lo que no hay que hacer
nunca.
»El dinero procedente de los impuestos lo emplea en construir nuevos
acueductos en vez de despilfarrarlo en artículos de lujo para su exclusivo
disfrute y beneficio. Sin embargo, la mejor parte de la historia —y el motivo
de esta larga introducción— es lo que ocurrió después con Herodes. ¡Claudio
lo convirtió en rey de todos los territorios que habían estado bajo la égida de
su abuelo! Herodes Agripa es el nuevo Herodes el Grande.
José se desternillaba de risa.
—No hay duda de que el muchacho siempre ha sabido qué tierra pisaba,
pero esto supera todo lo imaginable. El muy granuja. Ten mucho cuidado, oh
Israel. Te van a dejar sin blanca y Herodes Agripa conseguirá que incluso te
encante el proceso.
—Eso es exactamente lo que dijo mi padre, sólo que vuestra frase es aún
mejor, José.
Ambos hombres intercambiaron unas sonrisas al recordar a aquel bribón
encantador.
Ela advirtió con tristeza que la habían dejado al margen. Ni Julio ni su
padre habían mirado una sola vez hacia donde se encontraba ella. Además,
hacía muchos años que José no se reía tanto. Julio era una buena medicina
para él. Tenía que haber alguna forma de conseguir que se quedara aunque la
hiciera sentirse como un mueble.
Quizá su padre estuviese pensando lo mismo, porque le preguntó a Julio
cuánto tiempo tenía previsto permanecer allí.
—Me marcho mañana. Es arriesgado estar rodeado de gente.
—¿Regresas al campamento, entonces?
—Sí, he recorrido la carretera hasta su extremo norte. En este preciso
momento estoy haciendo el camino de vuelta.
Mañana me dirigiré hacia la costa y luego continuaré mi viaje a campo
traviesa.—Qué lástima. Me habría gustado tener la oportunidad de conversar
un poco más contigo.
—José, en realidad llevo mucho tiempo queriendo hablar con vos. Una vez
acompañé a mi madre a vuestra casa...
—Lo recuerdo.
—Todo lo que le explicasteis... He pensado mucho en alguna de las cosas
que dijisteis entonces. Sin darle demasiadas vueltas, claro está. Sin embargo,
en los momentos difíciles aparecían de nuevo en mi mente. —Julio se encogió
de hombros—. Bueno, dejémoslo estar. Ahora tengo trabajo que hacer. No
me queda tiempo para filosofar.
José se inclinó hacia delante y le respondió con tono serio pero firme.
—Julio, no existe nada en tu vida actual ni en la futura que sea más
importante que tu alma inmortal. No fui capaz de ayudar a tu madre, pero,
por lo que acabo de oír, aún tengo esperanzas de poder ayudarte a ti.
Después de que hayas informado del estado de la carretera, ven a verme a
casa.
»Es poco probable que alguien te haga preguntas pero, si eso ocurre,
contesta siempre en griego. Di que te envía Stratos, mi representante
comercial. ¿Te acordarás? Durante mucho tiempo tuve un representante que
respondía a ese nombre. Ahora vive en Judea, en la ciudad portuaria de
Cesarea, donde el griego es el idioma más utilizado.
»Repite los nombres que acabo de decirte hasta que logres memo-
rizarlos: Judea, Cesarea, Stratos, José de Arimatea. Un celta no sabrá lo que
significan, pero lo más probable es que mi nombre le suene de algo y los
druidas hablan el griego a la perfección.
—Pero, José, tengo deberes que cumplir...
—¿En invierno? Conozco lo suficiente el ejército para saber que esas
tareas pueden encomendarse a otra persona. Da cualquier excusa en el
campamento. Diles que vas a cazar jabalíes o que acabas de conocer a una
mujer. Queda de tu cuenta decidir qué es lo mejor. Lo importante es que
vengas a verme.
—Ojalá pudiera.
—Deja de desearlo y actúa.
—Me recordáis a mi padre —dijo Julio con una sonrisa triste.
—Entonces, obedéceme como obedecerías a Marco. Ahora te enseñaré
cómo llegar hasta el pueblo...
Después de cerrar la puerta, Ela comenzó a regañar a José.
—Abba, pensabas quedarte aquí por lo menos un mes. Sé que Julio es muy
divertido, pero...
—Ese muchacho necesita ayuda, Ela. Y puede que yo sea la única persona
que pueda prestársela. Él ejemplifica mejor que nadie el motivo por el que me
enviaron aquí a difundir el mensaje de Jesús.«Siempre puedo regresar a
tomar los baños, pero jamás volveré a tener la oportunidad de hacer algo por
el hijo del hombre que me ayudó cuando tanto lo necesitaba. Estoy seguro de
que es Dios quien ha organizado este encuentro aparentemente casual.
»Mañana pasaré todo el día en remojo y pasado mañana nos iremos a casa.
Como era de esperar, Julio se quedó impresionado al ver la austera
sencillez con que vivían los habitantes del pueblo y no pudo evitar abrir los
ojos como platos cuando se encontró delante de la cabaña de barro de José,
uno de los hombres más ricos y poderosos que su padre había conocido en su
vida. Marco le había explicado muchas historias acerca de José que, a su vez,
había sabido gracias a Berenice. El propio Julio había tenido la oportunidad
de ver los bloques de viviendas que José había construido en Roma y el
enorme apartamento que había reservado para su disfrute en uno de aquellos
edificios. ¿Cómo era posible que un hombre acostumbrado a tales lujos pudie-
ra subsistir ahora con tan poco? Sin embargo, aquélla no era la única sorpresa
que le esperaba.
—Te alojarás en mi casa —le dijo José—. Ya lo he arreglado todo para que
Ela se quede con Saúl y Marta en la cabaña de al lado. Tú dormirás en su
cama, la que está al fondo de la habitación, detrás del biombo.
—¿Ela no tiene una casa y una familia propias? Mi hermana es más joven
que ella y ya tiene tres hijos. ¿Es viuda acaso?
—No está casada. No hemos parado de viajar desde que era una
adolescente. Hasta que llegamos aquí. Además, hay un joven...
—¿Un celta?
—Algo más que eso. Está cursando los estudios necesarios para con-
vertirse en druida. Ahora mismo se encuentra en la escuela de medicina.
—José, no debéis permitir que vuestra hija se case con él. Supongo que ya
sabéis que el ejército romano piensa acabar con los druidas. —Julio movió la
cabeza en sentido negativo para subrayar aquellas palabras.
—Sí, he oído decir algo al respecto. En la Galia. Pero no puedo creer que
sea cierto. Echar de una región como la Galia a un grupo poderoso e
influyente es infame, aunque comprensible. Pero no es lo mismo que matar a
sus miembros. «Acabar» con alguien significa destruirlo.
—Ésas son las órdenes, José.
—¿Te han dicho ya que las cumplas?
—No, pero todos los hombres comentan que...
—Bueno. Ya lo entiendo. Se trata sólo de un rumor. Y un rumor tiende
siempre a magnificar las cosas.«Aunque a primera vista parezca lo contrario,
nuestros hogares son muy cómodos. Aquí todo el mundo cree que eres uno de
mis socios comerciales. Alguien que, por desgracia, aunque también de forma
lógica, no habla el idioma local.
»No quiero meterte prisa ni echarte sermones. Cuando creas que ha
llegado el momento de hacer preguntas o de hablar, quiero que sepas que
estoy a tu disposición. Lo mismo que Ela, que es bastante mejor que yo en
todo lo que se refiere a la explicación de nuestras creencias.
»Ahora pasemos a temas más banales, pero no por ello menos importantes.
En el hueco que hay junto a la chimenea encontrarás un ánfora alta que
contiene un excelente vino galo. Sírvete todo el que quieras. Llena tu jarra
con él y brindaremos por tu llegada.

—¿No te ha parecido fascinante ver unas copas de oro dentro de una


choza de adobe y cañas? —Ela había salido a dar una vuelta con Julio para
enseñarle el poblado mientras José se echaba su habitual siesta de cada
tarde.
Julio la miró con curiosidad, preguntándose si estaría bromeando.
Comprendió que así era y que sus palabras venían dictadas por un agudo
sentido del humor. No es que estuviera burlándose de su padre o de su hogar.
Simplemente se deleitaba con el contraste que tanto lo había confundido a él.
—La verdad es que llegué a preguntarme si no estaría viendo visiones —
confesó.
—Ojalá te hubiera visto la cara. Abba olvida siempre que la mayor parte
de las personas no se adapta a los ambientes desconocidos con tanta
facilidad como él.
—Es un hombre extraordinario.
—En todos los sentidos. —Ela miró a Julio a los ojos y se dio cuenta de que
parecía inquieto; como de costumbre, su padre tenía razón—. Siente un gran
afecto por ti, Julio. No lo dudes nunca. Muchas personas llegan al final de sus
días sin haber encontrado nunca a alguien que se preocupe por ellas. Que se
preocupe de verdad de todo lo que son y de todo lo que les pasa. Él está muy
contento de que estés aquí, lo mismo que yo.
—¿Tú? ¿Por qué?
—Pobrecito —dijo Ela en voz baja mientras movía la cabeza de un lado a
otro—. ¿Qué clase de vida habrás llevado para dudar de cualquier gesto
amable que se te ofrece? Es realmente triste.
Julio estaba avergonzado; no sabía qué decir y Ela decidió sacarlo de
aquella situación tan violenta.
—Y éste es nuestro árbol milagroso —le dijo con una risita aho-gada—.
Gracias a él, supimos que habíamos llegado al lugar correcto.
La risa de Ela se convirtió en un torrente de sonoras risotadas.
—Oh, Julio, lo he logrado. He sido mala de verdad. Confieso que como no
pude contemplar la cara que ponías al ver las copas, he tenido que contarte la
historia del milagro para conseguir que hicieras los mismos gestos. Y lo peor
es que no sería sincera si te dijera que lo siento. ¡Estabas tan gracioso!
Julio se dio cuenta de que, aunque fuese a expensas suyas, la alegría de
Ela era contagiosa. De repente, recordó otro paseo que habían dado juntos
hacía mucho tiempo en el foro de Roma. Sin pensarlo dos veces, decidió
sacarle la lengua allí mismo como entonces aquella chiquilla se la había sacado
a él.
Ela empezó a chillar y a reír y Julio se unió a ella.
Ambos sabían que estaban haciendo el tonto y, sin embargo, no podían
evitar sentirse muy felices.

Los tres cenaron juntos. Ela accedió a la petición de su padre y, mientras


mojaba pan en la salsa que le quedaba en el cuenco, le explicó a Julio cómo la
había curado Jesús.
Había algo extraordinario en la naturalidad con que Ela relataba aquellos
acontecimientos sobrenaturales. Algo que hacía imposible no creer en sus
palabras.
—Todo lo que rodeaba a Jesús rebosaba felicidad, y yo también
participaba de ella. Porque él amaba el mundo y eso me incluía a mí. Yo sabía
que todo estaba bien, que las cosas funcionaban como debían funcionar. Era
una sensación tan maravillosa, Julio. Y la experimentaba incluso antes de que
mis piernas se curasen. Eso es lo que Jesús nos da: dentro y fuera de
nosotros, en todas partes, las cosas son como deben ser y su amor nos
acompaña siempre, todo el tiempo... —Ela acabó la historia como solía hacerlo.
Julio no podía respirar a causa de la emoción. Deseaba desesperadamente
tener una pequeña parte de lo que ella tenía. Seguridad, fe, felicidad.
—¿Ha hecho Marta pastelillos de miel hoy? —le preguntó José a su hija.
—No le ha dado tiempo. Pero yo sí que he hecho algunos. No están tan
buenos como los suyos, pero tienen más miel. —Ela sonrió a Julio—. Siempre
he tenido debilidad por las cosas dulces —añadió y luego le sacó la lengua.—
¿Entonces fue realmente un milagro? —inquirió Julio.
José asintió con la cabeza.
—En primer lugar, teníamos que haber muerto en la tormenta. Pero Dios la
envió porque su propósito era traernos aquí sin que sufriéramos ningún daño.
Entonces, para hacernos saber que era éste el lugar donde debíamos
quedarnos, transformó mi cayado en un árbol cubierto de flores en pleno
invierno.
Julio no podía dudar de aquel hombre ni creer lo que acababa de oír.
—Sí, ya lo sé —dijo José con gran comprensión—. Pero verás el pequeño
milagro con tus propios ojos, porque el árbol florecerá el mes que viene, en lo
más crudo del invierno, para conmemorar el aniversario de nuestra llegada.
Entonces sentirás que la fe no está tan lejos de tu corazón como ahora
supones.
—¡Lo deseo tanto! —exclamó Julio.
—Lo sé —repitió José.

A principios de diciembre hubo dos maravillosos días de sol y Ela


aprovechó la ocasión para limpiar el brasero que, lleno de carbón al rojo vivo,
permanecía todo el día junto a la silla o el lecho de José.
Julio entró en la cabaña por la puerta que Ela había dejado abierta de par
en par para que el sol penetrara en el interior de la estancia. El joven se
quedó mirándola fijamente. Tenía todo el cuerpo cubierto de polvo de carbón.
Se había manchado de negro las manos, el vestido, la barbilla, la nariz y las
mejillas. Al oírlo llegar, la muchacha levantó la cabeza y sonrió.
Julio pensó que era la cosa más bonita que había visto en su vida. Se
preguntó si no estaría empezando a enamorarse de ella, pero no fue capaz de
afirmarlo con absoluta seguridad. Le parecía como si la hubiera querido
siempre y no se hubiera dado cuenta hasta aquel mismo instante.
—Ela. —Julio se dijo que el sonido de su nombre era la música más dulce
que jamás hubiera escuchado y decidió repetirlo para sentir su magia—. Ela.
—¿Qué ocurre? ¿Te encuentras bien?
—Eres tan hermosa, Ela. —Julio atravesó la habitación y se arrodilló a su
lado.
—¿Qué te pasa, Julio? ¿Es que tienes fiebre?
La sonrisa del joven era tan radiante como la luz del sol.
—Los poetas lo llaman «locura divina». Ela, te quiero. ¿No podrías
quererme aunque sólo fuera un poco? Haré lo que sea, seré lo que sea, diré lo
que sea. Dime tan sólo que hay una posibilidad de que algún día, de alguna
forma, llegues a corresponderme.Ela giró la cabeza hacia otro lado para
evitar la mirada del joven.
—¿Te he ofendido? Ela, no puedo evitar sentir lo que siento. Te quiero.
La muchacha se volvió hacia él. Las lágrimas dibujaban surcos sobre el
hollín de sus mejillas.
—Julio, ¿te estás burlando de mí?
—¡No! Ela, no, no, no. Te quiero. Se me parte el alma al verte tan
desgraciada, pero no me es posible dejar de amarte. Nada ni nadie puede
acabar con mi amor. Ni siquiera tú.
—¿Julio? ¿Quieres besarme?
—Más que nada en el mundo.
—¿Aunque tenga las piernas bien?
—¿Qué quieres decir? Me alegro de que tus piernas estén bien, pero te
querría aunque tuvieras catorce dedos y dos pares de rodillas en cada una.
—¿Julio?
—¿Qué, cariño?
—Bésame. Bésame fuerte y durante mucho rato.

Al regresar a casa, José los encontró de rodillas y abrazados. Le dieron la


bienvenida dos sonrisas rebosantes de felicidad que brillaban en dos rostros
cubiertos de hollín. A la vista de aquel cuadro, José trató de no reírse, pero,
a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo contenerse.
A Julio y a Ela pareció no importarles en absoluto. Era tal la dicha que
sentían, que el mundo que los rodeaba les parecía vago e irreal. La única
realidad era el amor que veían en los ojos del otro y la magia compartida de
aquel amor.
Julio se puso de pie. Ela se abrazó a su pierna y la mejilla de la muchacha
dejó una mancha negra en los pantalones del joven romano.
—José de Arimatea —declaró Julio con voz solemne—. Os ruego me
concedáis el privilegio, ejem, el honor, de pediros la mano de vuestra hija. —
Luego acarició la cabeza de Ela como si no pudiera aguantar un segundo más
sin tocarla.
José odiaba lo que estaba a punto de decir.
—Julio, nada me complacería más que veros casados a ti y a Ela, pero...
—¡Abba! No digas «pero». Di «sí». No podré soportarlo si no lo dices.
—Querida mía, debéis aprender a usar la cabeza. Julio es un soldado
romano. Tiene deberes que...—Oh, abba, eso no importa lo más mínimo. Julio
va a dejar de ser soldado. Lo odia.
—¿Cómo lo sabes? —Julio bajó los ojos y se quedó mirando fijamente el
tiznado rostro de su amada.
—Porque te quiero muchísimo y porque nunca podría querer a un hombre
que no odiara matar.
José pensó que, aunque la lógica de la argumentación no era demasiado
sólida, la conclusión era correcta. Julio también confirmaba la deducción de
Ela por medio de repetidos gestos de asentimiento.
—Sin embargo, mi padre fue soldado, lo mismo que su padre y que el padre
de su padre. Y eso es lo que se supone que debo ser yo —prosiguió Julio
mucho más serio.
—Julio, eso es una tontería. Tú no eres tu padre, ni el padre de tu padre,
ni ninguna otra persona. Tú eres tú. Así que deja de ser bobo. Quiero un
marido inteligente.
Julio dirigió a José una mirada de interrogación. Sin embargo, éste hizo
un gesto negativo con la cabeza. Era plenamente consciente de que nadie
podía tomar las decisiones en lugar del muchacho, pero también se daba
cuenta de que necesitaba ayuda.
—Mi estancia en la guardia pretoriana fue un fracaso —le dijo a José—. Si
mi padre no hubiera sido quien es, me habrían ejecutado por cobarde. Yo era
uno de los tres guardaespaldas de Calígula que recibieron órdenes de matarlo.
Sin embargo, aunque sabía que era un loco peligroso, no fui capaz de levantar
mi espada contra él. Me quedé allí plantado, con el arma en la mano. Los
demás esperaban que los ayudase, y les fallé. A ellos y a Roma. Soy un
cobarde, José. Mi padre logró que me destinasen a la segunda legión, que
estaba destacada en la Germania, lejos del escándalo que había
desacreditado nuestro nombre en Roma.
»Un hombre no puede vivir como un cobarde. Tengo que volver a la legión y
probar mi hombría.
—Julio, ¿crees que un cobarde se internaría en tierras enemigas
totalmente desarmado y con la única compañía de un grupo de extranjeros
que pueden traicionarlo en cualquier momento? —le preguntó José después
de pensar durante unos momentos en lo que el joven acababa de decir—.
¿Cuántos días pasaste en el camino de Fosse? ¿Cuántos kilómetros
recorriste?
»¿Es un acto de valentía clavar la hoja de una espada en la carne de un
desconocido para quitarle la vida? ¿Es ese robo una demostración de coraje?
»Julio, lo que exige más fortaleza y valentía del mundo es que una persona
haga lo que considera correcto y moralmente justo. Hacer algo que se sabe
equivocado sólo porque otro nos lo ordena no es valentía. Es un atentado
contra el propio honor.—Pero Vespasiano le dirá a todo el mundo...
—¡Julio! —Ela había puesto los brazos mugrientos en jarras—. ¿Qué es
peor: decirle a tu prefecto que te niegas a quedarte o quedarte a pesar de
odiarlo?
—Tienes razón —contestó Julio por fin tras unos momentos de reflexión
—. Confesar ante todo el mundo que no soy capaz de matar es más difícil que
cometer un asesinato. Cumplí con mi deber durante los disturbios callejeros y
las ejecuciones que siguieron a la caída de Sejano. Pero ya se ha acabado. Iré
a ver al tribuno y presentaré mi renuncia. Vespasiano no regresará antes de
la primavera.
Julio miró otra vez a José.
—Cuando vuelva, os pediré de nuevo a Ela en matrimonio.
—Y yo os daré mi bendición.

José le pidió a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo que bendijera
el matrimonio de Helena y Julio. La ceremonia tuvo lugar en la capilla de los
nazarenos, el día de la natividad. Nancledra también se hallaba presente. El
recuerdo de Sara era el culpable de que tuviera los ojos empañados. Ela se
parecía mucho a su madre. Antes de que la ceremonia comenzara le había
dado su regalo, pero la joven no se había dado cuenta de su valor real. La
belleza del cofre tallado de ágata azul la había emocionado tanto, que apenas
había prestado atención a la ramita que había dentro.
El archidruida la sacó del estuche. A la luz del sol, las bayas, que parecían
hechas de cera, brillaron entre las hojas.
—Se llama muérdago, Ela, y crece en las ramas más altas de los robles.
Los celtas creemos que representa la vida eterna porque, en invierno, sus
hojas permanecen verdes mientras las del roble se secan y caen al suelo. Te
la entrego con el deseo de que tu felicidad sea también eterna.
Ela no sabía que el muérdago fuera sagrado para los druidas y tampoco
tenía idea de que ella era la única mujer, a excepción de las sacerdotisas que
había tenido una rama en las manos. Le dio las gracias a Nancledra de todo
corazón, más por la amabilidad que mostraba hacia ella que por el honor de
que la hacía objeto. Luego colocó el muérdago entre las ramas floridas que
había cogido del árbol milagroso para llevarlas en los brazos. El ágape de
aquel día iba a servir tanto para celebrar la unión de un hombre y una mujer
en el amor terrenal como para dar gracias por el amor que recibían de Dios y
de Su Hijo.
José estaba encantado de entregar a su hija, su tesoro más preciado, a
Julio. Sin embargo, éste no había sido el único presen-te que el joven había
obtenido ya que, sólo unas semanas antes, le había sido concedido el don de la
fe, de la presencia del Espíritu Santo.
José trasladó sus pertenencias a la cabaña de Saúl y Marta para que Julio
y Ela pudieran tener un hogar propio.
A Ela le encantaba quejarse lastimosamente de la falta de un brasero.
Aunque lo que de verdad le gustaba era la reacción de Julio.
—Conozco una manera de hacerte entrar en calor.
En opinión de Ela, el amor carnal era sin lugar a dudas el mejor juego
jamás inventado.
—Eres insaciable —la acusaba Julio.
—¿Te molesta? —Ela sabía la respuesta.
—Todo lo contrario.
Sin embargo, había otros momentos que, a su modo, podían llegar a ser tan
sublimes como aquéllos: los que ambos dedicaban a conversar, a explicarse
secretos, a compartir sus más íntimos sueños.
—Julio, si pudieras hacer una cosa, cualquier cosa, ¿qué eligirías?
—Si te lo digo, te reirás de mí.
—¿Y qué importa eso? Cuando me río de ti es cuando más te quiero.
—De acuerdo. Pero no te burles mucho.
—Dímelo.
—Una vez estuve de visita en casa de un primo de mi madre. Tenía una
villa rodeada de jardines, una granja, olivos y un viñedo. Ése es mi sueño, Ela,
aunque no tengo la menor idea de en qué consiste el trabajo de un granjero.
—Julio, iré contigo con los ojos cerrados y te prometo no reírme cuando
cometas errores. Pero tú debes prometerme algo a cambio.
—Lo que sea. ¿De qué se trata?
—Que me dejes pisotear las uvas durante todo el tiempo que quiera.

85

Al ver llegar al archidruida, José se levantó y cruzó a toda prisa el campo


salpicado de flores primaverales. Luego abrió los brazos para abrazar a
Nancledra.
—Justo a tiempo, amigo mío. Acabamos de empezar el ágape
paraconmemorar la resurrección de Jesús. Ven, siéntate conmigo, y bebe un
poco de vino para celebrarlo.
Nancledra estrechó a José contra sí y luego se apartó de él.
—Amigo mío. Mi viejo y buen amigo, han depositado sobre mis hombros
una pesada carga. José, el ejército romano se ha puesto en marcha. Dejaron
la fortaleza al amanecer y en este preciso instante están atacando las
defensas del castillo de Maiden, la plaza fuerte que tenemos en la costa.
Tienen ballestas y están rociando de fuego griego todas las viviendas de
acogida que hay tras los muros. Los gritos de los moribundos se oyen a más
de un kilómetro de distancia.
»Hod Hill será la siguiente en caer. Es cuestión de días. A menos que
logremos detener a los romanos. Centenares de refugiados procedentes de
las tierras situadas al norte del castillo de Maiden se dirigen a toda
velocidad hacia Hod Hill. La gente está asustada: cree que los dioses están
furiosos y pide que hagamos algo para calmar su ira.
»José, los dioses celtas exigen que los grandes peligros se neutralicen con
grandes sacrificios. Y es mi obligación ceder a sus requerimientos. Tengo que
escoger el sacrificio que satisfaga más a nuestros dioses. Es el deber del
archidruida.
»Amigo mío, te quiero como si fueras mi hermano pero, a pesar de todo,
mi elección ha recaído en ti. Adoras a un dios distinto a los nuestros; haces
que los celtas recurran a ese dios y debilitas su devoción hacia los nuestros.
Llegaste a estas tierras procedente de Roma, la patria del enemigo. Creo que
tu sacrificio aplacará la furia de los dioses.
Mientras miraba a su amigo a los ojos, José le hizo saber que comprendía
y aceptaba su decisión con un simple gesto de asentimiento.
—Tengo una pregunta que hacerte, Nancledra. ¿Qué pasará con la aldea,
con la comunidad y con mi familia? ¿Bastará con mi sacrificio para
protegerlos?
—Sí. Cuando se haya consumado, los sacerdotes nos encargaremos de
llevarlos a los escondites que tenemos en las cuevas de las montañas. Estarán
a salvo hasta que lo que tenga que pasar haya pasado.
—Gracias, amigo mío. —José sonrió—. Su seguridad es lo único que
importa. Estoy dispuesto. ¿Puedes decirme cómo moriré?
—En la hoguera que hay en la cima del monte Tor. Tú serás nuestro medio
de advertir a los campesinos de la inminente llegada de los romanos.
Los dos habían estado hablando en voz baja, lejos de las mesas atestadas
de comensales. Al acabar, José volvió con ellos y alzó las manos para
bendecirlos.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Os dejoahora,
compañeros de fe. No tratéis de impedir lo que está a punto de suceder.
Depositad toda vuestra confianza en el archidruida Nancle-dra y en sus
sacerdotes. Haced todo lo que os digan.
Dicho esto, miró a Ela y sus ojos le transmitieron un mensaje y una
bendición destinados solamente a ella. Luego se reunió con el archidruida sin
mostrar el menor temor.
Tras él se situaron nueve sacerdotes, que se acercaron a él a toda prisa.
Dos lo cogieron por los brazos, otros dos le sujetaron las piernas y un último
le sostuvo la cabeza mientras el resto procedía a alzarlo.
Los nazarenos se levantaron de las mesas y siguieron al grupo con Ela y
Julio a la cabeza.
Vieron que los druidas encapuchados y vestidos de blanco dejaban a José
sobre una especie de figura humana confeccionada con juncos entretejidos
procedentes de los pantanos. José tenía los brazos extendidos hacia delante.
—Que tu dios te bendiga tanto como el mío, José —murmuró Nancledra al
tiempo que se inclinaba sobre él y le ponía en la cabeza una corona de
muérdago.
En silencio y haciendo gala de una gran habilidad, los sacerdotes le
colocaron encima una figura de mimbre idéntica a la primera y ataron ambas
partes con sogas confeccionadas con hierba trenzada.
El archidruida se adelantó con el objeto de conducir a la procesión hasta
el monte Tor. Tres sacerdotes iban tras él salmodiando una serie de conjuros
pertenecientes a su acervo cultural secreto mientras los demás
transportaban a José sobre unas andas de madera de roble.
—¿Qué podemos hacer? —gritó Marta.
—Estar con él hasta el final. Es lo único que podemos hacer. Sigamos
adelante —contestó Ela volviéndose hacia la congregación.
—¿Estás tan loca como ellos? Tengo una espada y una jabalina en casa. Iré
a por ellas y salvaré a tu padre —exclamó Julio cogiéndola por los hombros.
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, Julio. ¿Has visto los ojos de abba? Está en paz. Ya ha encontrado lo
que ha estado buscando en vano durante tanto tiempo. El Espíritu Santo ha
entrado en su corazón. Ven, quiero estar con él.
En la cima del Tor, justo en el centro del círculo de piedra en el que se
encendían las hogueras, se había levantado una hermosa construcción
formada por ramas entrelazadas alrededor de un poste de roble, que a su vez
se había decorado con motivos espirales y elipses unidas entre sí como si
fueran los eslabones de una cadena.
El revestimiento de juncos en el que habían metido a José fue colocado en
posición vertical en una especie de soporte que había entre la leña y luego
sujetado con cuerdas al poste.
Nancledra miró a José a los ojos, inclinó la cabeza en señal de ho menaje y
luego señaló la hoguera. Una pequeña llama brotó de las ramas y, al cabo de
unos instantes, un gran fuego empezó a devorar la pira. Una nube cubrió el sol
y la hoguera pareció brillar con una intensidad aún mayor. Sin embargo, lo que
refulgía por encima de todo era la cadena y la cruz de oro que José llevaba al
cuello.
Los demás lograron divisarlo en su nicho de juncos entrelazados mientras
las llamas y el fuego trepaban hacia él.
—Mira —murmuró Ela a su marido mientra deslizaba su tibia mano en la de
él, que estaba helada—. Mira su cara, Julio. Es feliz en el amor del Señor.
Las llamas alcanzaron la jaula de mimbre y envolvieron a José en un
abrazo incandescente. Pero, mientras él se entregaba con alegría a la muerte,
el resplandor del fuego que devoraba su cuerpo no consiguió eclipsar la luz
del Espíritu Santo que por fin brillaba en su interior.
EPÍLOGO

Tras la conquista y ocupación romana de la isla de Albión, ésta pasó a


llamarse Britania y pronto se alteraron las costumbres y usos que sus
habitantes habían mantenido durante milenios. Las fortalezas tribales se
vieron sustituidas por ciudades de trazado romano, gobernadas por romanos,
y conectadas entre sí por rectas calzadas pavimentadas. De todo ello ha
quedado testimonio escrito.
No ha quedado en cambio constancia del proceso de expansión de la buena
nueva que José había llevado a Albión. Con todo, sabemos que ésta debió
producirse, puesto que el emperador romano Constantino fue coronado en la
ciudad que hoy en día se llama York, y en el año 312, proclamó el edicto
imperial que hacía del cristianismo la religión oficial de todo el imperio.
Desde la muerte de José habían transcurrido poco más de doscientos
cincuenta años, un mero instante en el tiempo, en el eterno discurrir de la
vida.
COMENTARIOS DE LA AUTORA

A menudo la gente pregunta en qué proporción se combinan en una novela


histórica la historia y la invención.
Esto es lo que sabemos de cierto sobre José de Arimatea: en los
Evangelios se hace referencia a él como el hombre rico e influyente que cedió
su propia tumba para que enterraran en ella a Jesús de Na-zaret. No se
detalla nada más de él, ni de su vida, ni su familia.
Existe, no obstante, una leyenda sobre José de Arimatea que ha pervivido
durante siglos y que aún suscita adhesión y fervor. De acuerdo con ella, José
era un marino que comerciaba con el estaño extraído en la península de
Inglaterra actualmente denominada Cornualles. También según la leyenda, él
y sus compañeros llevaron el mensaje del cristianismo a Inglaterra.
José y su grupo construyeron una cabaña que fue la primera iglesia de
Inglaterra. Aquella diminuta iglesia fue creciendo y ampliándose hasta
convertirse en la abadía de Glastonbury, un magnífico conjunto de esbeltas
edificaciones entre las que se contaba una catedral que alcanzó renombre en
la Edad Media por su belleza.
Asociado siempre a ella, no alcanzó menos fama el árbol que crecía en sus
recintos, conocido como el Espino de Glastonbury. Éste tenía la particularidad
de que florecía todos los años por Navidad, en pleno invierno, así como en
primavera.
Ese árbol todavía existe.
La abadía ha quedado reducida a unas exquisitas ruinas diseminadas en un
terreno llano, sobre las que destaca, magnífico y misterioso, el Espino de
Glastonbury.
Miles de personas las visitan cada año y quedan profundamente
conmovidas por los vestigios de su grandeza y su aureola de leyenda.Todas las
Navidades se envía a la reina de Inglaterra una rama florecida del Espino de
Glastonbury, tal como se ha venido haciendo con sus predecesores en el trono
durante siglos.

Los evangelios, la leyenda y el Espino fueron la base de esta novela. A


partir de ahí ahondé en la historia de la época de la que surgieron Jesús de
Nazaret y José, el hombre que cedió la tumba en la que aquél fue enterrado.
Quedé muy sorprendida con muchas de las cosas que entonces descubrí.
Supongo que a usted, lector, le habrá ocurrido lo mismo al leer mi libro. Si es
cristiano o judío, seguramente habrá pensado que he cometido decenas, o tal
vez cientos, de errores.
No son errores. Son las sorpresas con que me topé a lo largo de mi
investigación.
Por ejemplo: nunca utilizo las palabras Jesucristo ni Cristo, porque
«Cristo» y «cristiano» son términos que aún no se empleaban en el momento
en que concluye la novela. Además, se utilizaron en Antioquía y no en
Jerusalén, ya que «Cristo» es el equivalente griego de «mesías».
Asimismo, la práctica del judaismo era muy distinta en el periodo en que
todavía existía el templo de Jerusalén, antes de que lo destruyeran los
romanos en el año 70 d.C, veintisiete años después del final de mi historia. Si
bien por aquel entonces se había iniciado ya el apogeo de las sinagogas, sus
prácticas religiosas aún carecían del formalismo que adquirieron después. Las
mujeres no estaban separadas de los hombres. De hecho, ha quedado
testimonio escrito de que en vanas sinagogas de Roma eran mujeres las que
estaban al frente de la congregación.
Precisamente por aquella época se inició la recopilación por escrito de la
tradición oral en la que se repetían las palabras de sabios tan destacados
como Hillel. Esta recopilación, que pasó a conocerse con el nombre de Mishná,
el código de las leyes orales, fue concluida unos cien años después de la
destrucción del templo.
Hubieron de transcurrir doscientos años más antes de que se concluyera
la versión reconocida de la Guemará, la recopilación de las interpretaciones
ampliadas de la Mishná en la que se inspiran la mayoría de rituales y normas
del judaismo ortodoxo contemporáneo.
Los cristianos también plasmaron por entonces la tradición oral, en los
cuatro Evangelios. Los expertos sitúan la fecha de su redacción entre el 65 y
el 100 d.C, siendo el de Marcos el primero y el de Juan, el último. Durante
aquellos años, a partir del 55 d.C, san Pablo enviaba sus epístolas a los
cristianos de las iglesias que había visitado.Todos estos hechos ocurrieron
dentro del marco del imperio romano. Todos los personajes y lugares
mencionados en la novela existieron, y también son históricos los
acontecimientos de ámbito público que en ella se describen. No tenemos
constancia de que José de Arimatea conociera a esas personas, presenciara
esos acontecimientos y visitara esos lugares. No obstante, tampoco tenemos
ningún motivo de peso para creer que no fuera así, ya que era algo que estaba
a su alcance por su condición de judío rico e influyente.
La familia de José, sus criados, sus amigos y los celtas son en gran medida
producto de mi invención. Filón y Alejandro existieron en realidad, así como
el médico de Roma y el mago de Gaza. Los doctores Hillel y Shammai, los
sumos sacerdotes del templo, la familia del rey Herodes y sus consejeros
Nicolaus y Ptolomeo, tuvieron un papel destacado en el periodo histórico en
que se gestaron muchas cosas que aún hoy en día siguen rigiendo e incidiendo
en nuestras vidas.
Yo disfruté pasando muchos, muchos meses con ellos. Espero que hayan
sido una agradable compañía para usted durante las horas dedicadas a la
lectura de esta novela.

Para quienes sientan curiosidad por conocer mejor la historia y las


costumbres del tiempo de José, pueden ser de interés y utilidad los si-
guientes libros:
Ausubel, Nathan: The Book ofjewish Knowledge, Crown Publishers,
Nueva York, 1964.
Connolly, Peter: Living in the Time of Jesús of Nazareth, Steimark,
Ltd., Bnei Brak, Israel, 1993. [Versión en castellano: La vida en
tiempos de Jesús de Nazaret. Anaya. Madrid, 1985.]
Day, John, editor, et al., Oxford Bible Atlas, 3.a edición, Oxford
University Press, Nueva York, 1993.
Ellis, Peter Berresford: The Druids, William B. Erdman's Publishing
Co., Grand Rapids, Michigan, 1994.
Klingaman, William K.: The First Century: Emperors, Gods, and
Everyman, Harper Collins, Nueva York, 1990.
ÍNDICE

EL COMIENZO.............................................. 11

I. EL HOMBRE, JOSÉ ..................................... 17

II. SU FAMILIA ................................... 27

III. SU MISIÓN...................................... 413

EPÍLOGO................................................... 647

COMENTARIOS DE LA AUTORA.............................. 650

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