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A MODO DE INTRODUCCIÓN

¿Bizarreries del signo genital?

José Amícola

1. Passions bizarres1

En su ensayo sobre la obra del Caballero Leopold von Sacher-Masoch, el


pensador francés Pascal Quignard se planteaba a fines de la década del
60 una pregunta particular: “¿existía una bizarrerie del signo genital en
el masoquismo?”, para negarla luego perentoriamente, diciendo que las
prácticas sexuales descritas en las novelitas del padre del “masoquismo”
no escenificaban posibles bizarreries du signe génital, sino otra cosa.
¿Pero qué era esa otra cosa extraña que se daría en la representación
de la sexualidad de los textos sacher-masochianos? Esa contestación
de Quignard está lejos de ser simple. Para este autor francés, que se
opone a la interpretación sobre la obra de Sacher-Masoch de Gilles
Deleuze de un par de años antes, en el acto masoquista no se trataría
del nuevo surgimiento de una regeneración vital, sino de una situación
más sutil en la que un individuo “maltratado” pondría en suspenso su
propia constitución vital mediante una práctica que lo retrotraería a

1  En la novela de Justine el narrador habla de la passion bizarre y de los caprices bizarres


de sus personajes (Sade, 1791-1797: 136, 172).

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un estado infantil cuya caracterización sería la vuelta a un balbuceo
primario. Este acto colocaría así su actividad sexual en un nivel
diferente (Quignard, 1969: 53-54), pero ¿cómo no reconocer en este
nivel diferente un estatuto “bizarro”?
Las contribuciones de Deleuze sobre Sacher-Masoch, así como las
de su opositor Quignard, respondían, por cierto, a un operativo fran-
cés que oyó su primera voz de mando cuando entre la intelectualidad
francesa se produjo también el rescate del Marqués de Sade, con una
táctica casi orquestada en conjunto que se fue concatenando durante
la primera mitad del siglo XX. Deleuze y Quignard son las voces de
una recuperación que tiene huellas más hondas en la cultura europea
y que algún día será necesario analizar socio-políticamente. No debe
tratarse de una casualidad que cierto pedido de mayor tolerancia
hacia las formas discriminadas del arte apareciera después de la Se-
gunda Guerra Mundial y, luego, más profundamente en los sesenta.
Por ello no debe extrañar tampoco que en los sixties se produjeran
en los países centrales batallas jurídicas que permitirían levantar el
veredicto de ilegitimidad que pesaba sobre todos aquellos productos
artísticos que la mentalidad victoriana había encerrado en el desván
y sobre los cuales la censura oficial se ensañó hasta la segunda mitad
del siglo XX (Kendrick, 1987: 190).
Finalmente también Freud parecía haber ganado la batalla an-
ti-victoriana, al ennoblecer en cierto grado la sexualidad haciéndola
su materia de estudio principal. La burguesía había tenido que ad-
mitir a la larga que la sexualidad era, como sostenía el padre del psi-
coanálisis, un espectro que la rondaba desde todos los rincones de
la casa y que no había más remedio que tratar de comprenderla. En
efecto, a comienzos del siglo XX Freud se había lanzado ya sin tapu-
jos a estudiar el papel de la sexualidad en la vida afectiva y su primer
gran trabajo al respecto se denominaba Tres ensayos sobre la teoría
sexual (de 1904-1905), en el que trataba lateralmente la cuestión del
sadismo y el masoquismo, siguiendo las teorías vigentes en su épo-
ca (especialmente los aportes del sexólogo Krafft-Ebing, quien entre

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1886 y 1892 había clasificado las así llamadas “perversiones”). Freud
repetía, sin embargo, sin alterarlas demasiado, las concepciones de
sus predecesores en ese sentido, coincidiendo con ellos en considerar
al sadismo y al masoquismo como dos caras de la misma moneda. En
honor a la verdad, Freud contradecía un poco la simetría al afirmar
que el masoquismo se alejaba más que el sadismo de una meta sexual
normal (Freud, 1904-1905: 34). A mi juicio, habría aquí un elemento
que les permitirá a los revisores de la teoría freudiana un desaco-
ple de estas dos prácticas sexuales en juego. Lo menos revisado en
estos escritos tempranos de Freud es, en mi opinión, la adscripción
del sadismo a la agresividad “esencial” del varón y del masoquismo
a la conducta “esencialmente” pasiva de la mujer. Estas notas hasta
cierto punto provisorias de Freud sobre el sadismo y el masoquismo
son continuadas dos décadas más tarde en su artículo “El problema
económico del masoquismo”, que muestra un grado de elaboración
más complejo, pero que, desgraciadamente, no acredita que su autor
haya leído los textos paradigmáticos de Sacher-Masoch (ni, mucho
menos, los de Sade). Tal vez esta laguna en la cultura de Freud se
vea explicada por el hecho de que desde el momento de la invención
por parte de Krafft-Ebing del término “Masochismus” a partir del
segundo apellido del novelista austríaco, la fama de Sacher-Masoch
se opacaba de tal modo que sus libros habían dejado de figurar en los
anaqueles de las casas burguesas.
Sea como fuere, sin la lectura directa de las obras de Sacher-Ma-
soch, Freud hace una aparente partición tripartita del masoquismo
ligándolo a una cuestión “erógena” primero como goce en el dolor
que sería la base general del caso; pero agregando a ello, la idea de un
segundo tipo como “masoquismo femenino” y un tercero como “ma-
soquismo por sentimiento de culpa”. Así las cosas, Freud no tiene más
remedio que conceder que el masoquismo en el varón es el que más le
cuesta tragar, puesto que es casi obvio que la mujer nació para pade-
cer la agresión masculina. (Esto no lo dice Freud con estas palabras,
pero las feministas actuales no pondrán demasiado en entredicho mi

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interpretación un poco sarcástica). Lo cierto es que en el esquema de
Freud para que el varón desarrolle una práctica masoquista tenemos
que encontrar en ese individuo una especie de infantilización. Como
en Quignard, para Freud se tratará del hombre adulto devenido niño
malo, que se merece un “maltrato” (Freud, 1924: 211); más subrepti-
ciamente, sin embargo, se cuela en la teoría freudiana también la idea
de que el hombre se feminizaría, al haberse dado por sentado de que
existe un masoquismo femenino esencial. Como se dijo antes, Freud
aceptó sin revisar demasiado las fórmulas de oposición simétrica de
lo masculino (como principio activo) y de lo femenino (como prin-
cipio pasivo) de la ciencia mecanicista del siglo XIX. La pasividad
del varón masoquista no podía dejar de asombrarlo, porque se esca-
paba precisamente de ese esquema que reproducía la representación
mental del varón como el émbolo de una locomotora. El individuo
masoquista poseía un alto grado de culpabilización original, pero eso
tal vez no alcanzaba y, por ello, Freud se abrazaba a su anterior idea
de la pulsión destructiva, indicando que el masoquismo la canalizaría
hacia dentro del individuo, mientras que el sádico la exteriorizaría
(Freud, 1924: 213). Más extraño en este esquema simplista es, sin em-
bargo, que ni Krafft-Ebing ni Freud hayan explicado cómo encontra-
ría cada masoquista a su contrapartida sádica y viceversa. Para esta
parte de la discusión debería correr más agua bajo los puentes. Llega-
rán voces que sentarán la idea de un desacople de esta pareja y otras
que implicarán dentro del sistema sádico y masoquista la cuestión del
género sexual.

2. El divino Marqués

¿Quién era el Marqués de Sade? Según Simone de Beauvoir, quien


habría de escribir una defensa de esa figura, poniéndose en la línea de
los rescatistas parisienses para salvar lo impresentable de la literatura
gala, el Marqués Donatien-Alphonse-François de Sade (1740-1814)

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había sabido consumar un conglomerado especialmente interesante
y diferenciado con su personalidad misma y sus personajes literarios.
La particularidad de Sade no habría estado, por lo tanto, en sus des-
manes de joven aristócrata propenso a cometer orgías sirviéndose de
las clases inferiores en pleno siglo XVIII prerrevolucionario (porque
esta manera de mostrar la superioridad de clase no era tan rara en
el Viejo Continente), sino porque había hecho de su modo de vida
una configuración de fe libertina, detrás de la cual había una postura
rebelde contra los bastiones de su propia clase. La necesidad impe-
riosa de Sade de llevar al papel sus imaginaciones obsesivas en las
que una sexualidad desenfrenada tenía el predominio sobre todo
otro concepto, construyendo, al mismo tiempo, una argumentación
apologética sobre la importancia de dar rienda suelta a la satisfacción
de los deseos, cualesquiera que estos sean, lo convierte a este autor en
un individuo fuera de lo común en un siglo que fue un semillero de
personalidades descollantes y originales.
El Marqués de Sade acompaña así, en verdad, desde la sombra de
las cárceles o de los hospicios en los que fue recluido, a las figuras más
destacadas del siglo XVIII, cuando la batalla por las ideas eran tan
importante como la que se escenificaba en las plazas públicas donde
se montaba la guillotina. Pues bien, esta personalidad fue, contradic-
toriamente, un aristócrata libertino rebelde y un funcionario de la
Revolución (por breve tiempo), pero no pudo convencer a nadie en
cuanto a la autenticidad de su credo, que resultaba insoportable tanto
para las clases superiores prerrevolucionarias como para los burgue-
ses que creaba la Revolución de 1789. En rigor, Sade no hacía más que
llevar hasta las últimas consecuencias una línea de pensamiento que
venía brindándose dentro de los salones dieciochescos, como vuelta
de tuerca del mismo principio de la Razón que Kant habría de llevar
por los mismo años a su máxima perfección, sin olvidar, claro, la fun-
ción que en el ser humano cumplían los afectos. Por ello, Sade hace
del razonamiento sobre la fuerza de los instintos su fe más pertinaz,
poniendo el acento en una búsqueda del placer como bien absoluto

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del individuo, cueste lo que costare. Acompañando las revelaciones
de su siglo sobre el umbral de las sensaciones, Sade redescubre la cer-
canía entre el dolor y el goce, a la que Rousseau también daba carta
de ciudadanía literaria en sus Confesiones (publicadas entre 1782 y
1789) cuando el autor ginebrino contaba con estas palabras cómo
disfrutaba, siendo un adolescente, de los castigos corporales que le
propinaba en el trasero su preceptora Mademoiselle Lambercier, de
la que se había enamorado:

[…] j´avais trouvé dans la douleur, dans la honte même,


un mélange de sensualité qui m´avais laissé plus de désir
que de crainte de l´éprouver derechef par la même main. Il
est vraie que, comme il se mêlait sans doute à cela quelque
instinct précoce du sexe, le même châtiment reçu de son
frêre ne m´eût point du tout paru plaissant. ([…] yo había
descubierto en el dolor, en la vergüenza misma, una mez-
cla de sensualidad que me dejaba con más deseo que mie-
do de volver a sentir dolor y vergüenza directamente por
la misma mano. Es cierto que como en eso se mezclaba
sin duda cierto instinto precoz del sexo, el mismo castigo
propinado por su hermano de ningún modo me hubiera
parecido placentero). (Rousseau, 1782-1789: 44-45)2

En la elaboración de una reminiscencia infantil, Rousseau está


dando ya en forma escueta la fórmula del sentimiento masoquista
que Sade, sádico por momentos y por momentos masoquista él mis-
mo, habría de explotar como búsqueda ambiciosa de un Iluminis-
mo que no quería ponerse límites ni en el espíritu ni en el cuerpo.
Krafft-Ebing podía haber ahorrado la deshonra a Sacher-Masoch,
si en lugar de tomar su nombre para denominar lo que él conside-

2 Excepto de aquellas obras en que se indique en la bibliografía el nombre del


traductor, las traducciones de citas de textos en lenguas extranjeras de este capìtulo
introductorio me pertenecen.

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raba el compañero inseparable del sadismo, hubiera recurrido al de
Rousseau, según puede colegirse de estas reflexiones rousseaunianas
a partir de la experiencia grabada a fuego en la libido adolescente
del filósofo ginebrino por Mademoiselle Lambercier y que prefiguran
cualquier análisis psicoanalítico del tema ya en el siglo XVIII:

Être aux genoux d´une maîtresse impérieuse, obéir à ses


ordres, avoir des pardons à lui demander, étaient pour
moi de très douces jouissances, et plus ma vive imagina-
tion m´enflammait le sang, plus j´avais l´air d´un amant
transi. (Ponerme de rodillas ante una amante imperiosa,
obedecer a sus órdenes, tener que pedirle perdón, eran
para mí unos placeres muy agradables, y cuanto más mi
imaginación avivaba mi sangre, más tenía yo el aspecto de
un amante transfigurado) (Rousseau, 1782-1789: 47)

Sin embargo, si Rousseau fue capaz de sentir el placer “masoquis-


ta” (antes de que se denominara como tal), estuvo muy lejos de pro-
piciarse a sí mismo el programa orgiástico y libertino que sirvió a su
mesa el Marqués de Sade, gracias a sus prerrogativas aristocráticas
que le brindaban el ocio y su estatuto noble y, last but not least, en
virtud de su saciedad sexual que le hacía buscar los límites del goce
más allá de todos los límites. Por otro lado, es significativo que Ro-
land Barthes haya registrado para nosotros el interés de Sade por las
Confesiones de Rousseau, contándonos que este era un libro que le
prohibieron al Marqués hacer pasar entre sus pertenencias cuando lo
encerraron en la prisión de Vincennes en 1783.
Como sus compañeros de jornada libertina, Sade apostaba gran-
demente a una sexualidad continua que se negaba a segmentar los
placeres en compartimientos cerrados a partir de las conveniencias
de género sexual o cualquier otro tipo de conveniencias o decoro.
Esto significaba que el territorio más usurpado y controvertido por
los libertinos era el de experimentar la sodomía como sujetos u ob-

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jetos de ella, haciendo buen ejercicio de la penetración anal en todas
sus variaciones con varones (y lo más extraño para la época: también
penetrando así a mujeres). Por supuesto que, al mismo tiempo, el
escándalo que suscitaba esta conducta en las clases superiores estaba
dado sobre todo por la publicidad que se daba a esas formas licen-
ciosas de sexualidad, pues eran esquemas inusitados entre la “buena
sociedad”, entregada solamente al adulterio endogámico y a la más
pura genitalidad en la que la vagina tenía lugar central. No es de ex-
trañar, entonces, que el Marqués de Sade gozara de la sodomía como
un placer exquisito, haciéndose penetrar por su valet Latour en cual-
quier ocasión de inusitada orgía, y que, a partir de estas experiencias
privadas y personales, este autor estuviera muy bien documentado
para pintar situaciones semejantes en las maquinaciones sexuales de
sus personajes novelescos.
Lo que ha sucedido en la historia de la cultura con las figuras em-
blemáticas del sadismo y del masoquismo nos enseña que la percep-
ción de los límites de lo que puede ser dicho e imaginado en el arte
está en continuo movimiento. En este sentido, ha llegado para noso-
tros también la hora de poder tratar el tema, poniendo entre parén-
tesis la procacidad de los proyectos de esos autores, para verlos desde
una óptica más sutil y compleja.
Cuando Simone de Beauvoir se decide a publicar en 1951 en
Temps Modernes, la revista dirigida por Sartre, su artículo sobre
Sade, está siguiendo el camino de sus contemporáneos (Klossowski,
1947; Bataille, 1947; Blanchot, 1949) en la recuperación de una figura
marginal para la literatura francesa. Como se dijo antes, lo primero
que llama la atención de la escritora es que Sade-persona, no era una
aparición extraña en la cultura de la Época Moderna de su país. Ella
menciona las orgías sangrientas del duque de Charolais (de Beauvoir,
1951: 17), lo que demuestra que las extralimitaciones sexuales hacia
individuos de las capas inferiores eran cosa común entre los nobles,
como lo muestra también el caso de la Condesa Erzsébeth Báthory
hacia 1600 en Hungría (conocida como la “Condesa sangrienta” y

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cuya historia será tratada más adelante en este volumen). Para la
pensadora francesa esto tiene que ver con una “sed de soberanía” de
la que también participaría Sade. El despotismo privado venía, por
cierto, a colmar las ambiciones libertinas de sentirse dueño y señor
(especialmente cuando se anunciaban ciertos cambios que habrían
de delimitar ese poderío). Lo que caracterizaría a Sade sería su deseo
de llevar al papel sus observaciones sobre lo que sucedía en esos actos
y, luego, preferir la rememoración imaginativa que le brindaba su de-
dicación obsesiva a la literatura más que la repetición personal de los
actos mismos. El acto sádico sería, así, una representación artificiosa
y repetida de la sensación de sobrepasar los límites de la crueldad.
Simone de Beauvoir se apresura a atestiguar algo que nos será muy
útil en nuestras reflexiones: “Sade n´est pas Sacher-Masoch”. Cuando
Sade parece ocupar el puesto del masoquista en otro acto registrado
por algunos testimonios, este sádico por antonomasia termina sa-
liéndose de su papel para aprovechar el impulso y volver al sadismo.
Es importante señalar, por lo tanto, que uno de sus fantasmas3
favoritos consistirá en hacerse sodomizar (como aparente acto maso-
quista) azotando, al mismo tiempo, a una prostituta delante de él (Si-
mone de Beauvoir: 39). Las palabras “fantasías” o “fantasmas” están
dando la pauta, me parece, de la existencia de un principio de goce
que pesa en la mente de Sade; a saber: “El goce de los sentidos está
regulado siempre por la imaginación” (p. 45). Tal vez este sea el punto
más conspicuo por el cual Simone de Beauvoir se atreva a rescatar
al Marqués: Sade sería un apologeta que transformaría en ideología
libertina el papel de la imaginación en el funcionamiento de la sexua-
lidad. Nadie como Sade había llegado tan lejos en esta formulación;
nadie como Simone de Beauvoir había visto con tanta lucidez dónde
estaba el núcleo de la cuestión que permitiría considerar a Sade algo
diferente de lo que la cultura francesa había hecho con él al conside-

3 Aquí Simone de Beauvoir utiliza el término de phantasmes, que será un comodín


en los discursos psicoanalíticos franceses a partir de la década del 50 y que podría
parafrasearse como las “fantasías obsesivas y recurrentes”.

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rarlo un inadaptado. Solo Freud un siglo más tarde podría haberlo
dicho mejor4. Presentándose como portavoz de Sade mismo, Simone
de Beauvoir sostiene así que:

[…] les préjugés qui condamnent l´inceste, la sodomie et


toutes les fantaisies sexuelles, n´ont pour but que d´anni-
hiler l´individu en lui imposant un conformisme inepte.
([…] los prejuicios que condenan el incesto, la sodomía
y todas las fantasías sexuales no tienen otro objetivo que
aniquilar al individuo al imponerle un conformismo inep-
to) (Simone de Beauvoir: 67)

Coincidiendo con Simone de Beauvoir, Barthes también enfatiza


el hecho de que Sade esté convencido de que la sexualidad es ante
todo una cuestión mental. La operación de rescate de Sade por parte
de Roland Barthes algunos años después parece, sin embargo, mucho
más riesgosa que la de Simone de Beauvoir, dado que el pensador
estructuralista vincula al Marqués nada menos que con Loyola y Fou-
rier, gracias a algo que estructuralmente termina por ser la obsesión
de un arte combinatoria y el principio del cuerpo fragmentado como
rasgo común entre sus tres retratados. En el caso de la trayectoria de
Sade, Barthes comprueba las condiciones de posibilidad que la vida
libertina de la nobleza le brindaban a las prácticas reales “sadianas”5
durante el siglo que fue el suyo (algo que ya habíamos visto tratado
en los escritos de Simone de Beauvoir), pero además ahora se nos re-
cuerda el papel que jugaba la delicadeza en la representación literaria
de la crueldad de la época del rococó, que, sin embargo, iba acompa-

4  Sade también procede a afirmar que en la más tierna infancia se forman algunas de
las fijaciones sexuales que van a ser definitorias para las inclinaciones sexuales de la
época adulta, como si estuviera ya haciendo el análisis del fetichismo o cualquier otra
perversión freudiana (Sade, 1797: 356).
5 Utilizaremos el adjetivo “sadiano” (como sadien en francés) para indicar lo que
tiene que ver con los escritos de Sade, de modo tal de conservar el adjetivo “sádico”
para la referencia a las prácticas particulares de sometimiento sexual con que los
personajes en las obras sadianas humillan a sus compañeros sexuales.

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ñada de los deslices más abruptos en la obscenidad, bajeza y obsceni-
dad, como si hubiera un principio de ruptura que se quisiera alcanzar
a toda costa (Barthes, 1971: 174). Es aquí en la percepción de este
quiebre semántico donde quizás Barthes, gracias a su instrumental
crítico, llega más lejos que otros comentaristas de la obra de Sade. En
mi opinión, la descripción de una gran cortesía y un gran amanera-
miento en las conductas no puede ser ajena al hecho de verse estos
tópicos yuxtapuestos a los máximos extremos de lo indecoroso, que
supuestamente el siglo XVIII controlaba. Hay un arte revulsivo en el
intento literario de Sade que chocó a la aristocracia y a la burguesía
por igual. Tal vez ahora podamos sentirnos menos escandalizados y
ser más perspicaces en la revisión de esos engranajes sadianos, vién-
dolos como algo más que una piedra de escándalo para su siglo. Ellos
son tan artificiosamente construidos que terminan por ser arquitec-
turas de la imaginación que sirven para poner patas arriba lo que
todavía NO estaba siendo convulsionado ni siquiera en 1789.
Por otra parte, si prestamos atención a lo que sostenía Barthes,
cuando estaba maravillado en la primera época de sus estudios por
detectar signos determinantes en su campo, veremos que la conduc-
ta libertina revolucionaba no solo el principio de autoridad, sino las
mismas pautas de actividad y pasividad en los actos sexuales, dado
que un libertino podía ser penetrado por su servidor o penetrarlo a
este de acuerdo a azarosos juegos de una combinatoria que también
Sade habría de practicar (Barthes: 27). Es importante recalcar, enton-
ces, que en el engranaje sexual pensado por el Sade libertino las po-
siciones del armado son intercambiables, a pesar del despotismo que
muestra el individuo “orquestador”. Lo que, por su parte, Foucault
ha establecido –y esto me parece sumamente importante para desar-
ticular el acoplamiento de sadismo con masoquismo– tiene que ver
con la constatación de que en la propia vida del Marqués de Sade la
sociedad francesa estaba cambiando de paradigmas, pues pasaba de
un “simbolismo de la sangre” (en todos los sentidos de la palabra; es
decir, como lo “consanguíneo aristocrático” y como el “verter sangre”

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por sobre todos los otros principios) a una “analítica de la sexuali-
dad”, que incluía la obsesión por la clasificación de las perversiones
(Foucault, 1976: 195, ss.). Esto implicaría, siguiendo a Foucault, que
entre los períodos vitales de Sade y de Sacher-Masoch hay un abis-
mo epistemológico, que los sexólogos del siglo XIX no pudieron ver,
dado que no tenían distancia suficiente.
¿Por qué las maquinaciones armadas por Sade en sus novelas nos
dejan tan impertérritos? ¿En qué sentido sus textos se alejan del calor
pornográfico de otros textos libertinos del siglo XVIII? La mayoría
de los críticos de su obra no dejan de subrayar el carácter irreal de sus
escritos y de sus orgías sexuales, que a fuerza de repetir el momento
de un goce rebuscado, se quedan a años luz de cualquier referen-
cia concreta a los hechos, así como de una descripción aproxima-
damente verídica (Delmas, 1964: 53). Otra de sus características de
estilo consiste en uso sutil de la ironía6. Las posiciones inventadas por
este “maestro de ceremonias” (en que se convirtió Sade) terminan
siendo imposibles de fraguar en la realidad y, por lo tanto, inverosí-
miles7. Escritos sus textos antes del realismo artístico que empieza a
expandirse en Europa cuando se abandona lo que Foucault llamaría
la episteme iluminista, en ellos no advertimos una preocupación por
el principio de la verosimilitud. En este mismo sentido, le falta a Sade
la perspicacia en la observación de fenómenos concretos de los seres

6  No hay tal vez mejor ejemplo del uso de la ironía que el lugar común, inserto en
medio del relato de las mayores depravaciones que encontramos en Justine: “il faut
en peu de vertu dans le monde” (hace falta un poco de virtud en este mundo) (Sade,
1797: 29).
7  Es llamativo que en los relatos que tienen como centro las mazmorras, conventos
y castillos inexpugnables en los que los villanos sadianos encierran a cientos de
muchachas, jamás se hable de la menstruación femenina. Este hecho ni siquiera está
mencionado para servirse de él como momento para la tortura de la mujer o para su
escarnio. Esta falta de conocimiento del mundo femenino por parte de Sade era un
hecho compartido por muchos escritores del siglo XVIII; así no es de extrañar que
Sade crea que la mujer expele semen en su orgasmo. Tomamos estos dos ejemplos
como registros de la poca atención a la cuestión de una comprobación realista
por parte de Sade. Para la historia de la ignorancia científica sobre los genitales y
sexualidad femenina, véase el libro de Thomas Laqueur (1990) registrado en la
bibliografía.

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humanos, lo que, sin embargo, acredita Pierre Choderlos de Laclos
(1741-1803), su coetáneo. Las creaciones de Sade son fantasmas de su
imaginación (Delmas, 1964: 52), como lo son los diseños de las maz-
morras de Piranesi de mediados del siglo XVIII, con quien nuestro
autor muestra una afinidad de pensamiento mayor que con el mundo
refinado de los cuadros de Watteau, pintor que podría servir de telón
de fondo de las obras de Laclos, en cuanto a las formalidades de la
cortesía y el buen gusto que imperaban en Francia antes de 1789.

3. Justine ou Les infortunes de la vertu (1791) /


La nouvelle Justine (1797)

La primera publicación de Sade se realiza bajo cierta clandestinidad,


ocultando la dirección de los editores y también su propio nombre.
Por otro lado, la obra es nuevamente publicada algunos años después
con algunos cambios y su autor decidió llamar a la nueva versión
La nouvelle Justine, a la vez que aprovechó para acompañarla de una
segunda historia aparentemente opuesta: la historia de Juliette, que
sigue el camino del vicio (y es la hermana de la “casta” Justine) y cuya
historia trataremos más adelante. Por ello, el bibliófilo y especialista
sadiano Maurice Heine prestó especial atención a la segunda versión
de 1797 para diferenciarla de la primera. Sea como fuere, Sade utiliza
habitualmente en sus títulos la conjunción “o” que permite un de-
sarrollo de una idea nueva agregada al nombre de la primera parte.
La vida de “Justine” se desarrollará así en una serie de aventuras que
pondrán constantemente en jaque la supuesta “virtud” de la protago-
nista, que terminará por dejar de ser tal a su pesar. Imposible no ver
aquí no solo la ironía sadiana en una demostración por el absurdo,
sino, al mismo tiempo, la parodia de un género literario de gran difu-
sión en su época que remite a la novela de Samuel Richardson (1689-
1761) Pamela; or Virtue Rewarded (Pamela; o La virtud recompen-
sada) (1740-1741), que había tenido un éxito enorme y producido

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imitadores en todas Europa. Sin embargo, el parecido con la obra de
Richardson se acaba en el título, porque lo que sigue es bien diferen-
te. La protagonista de la novela de Richardson atraviesa una serie de
peripecias, pero termina siempre incólume ante los ataques lascivos
de su amo, quien al final le propone matrimonio. Pamela llega al al-
tar virgen, por supuesto, y habiendo escalado los mayores peldaños
de la pirámide social. Su éxito tiene que ver, claro está, con el afán
de imitación de clases que añoran el ascenso. Es cierto también, que
esta novela epistolar inglesa retomó la historia de Cenicienta, pero
en clave solapadamente sexual, puesto que lo que está en juego es la
virginidad constantemente amenazada de Pamela. Lo lascivo queda,
así, entre paréntesis y, por ello, los lectores y lectoras dieciochescos
podían dormir tranquilos con la novela de Richardson a la cabecera
de la cama. Otra es la sensación que dejan los avatares por los que
pasa la Justine sadiana, quien sin cesar participa aviesamente en las
más impensables orgías conservando azarosamente su virginidad al
principio, para perderla incontablemente al promediar la novela. En
una palabra, mientras Pamela es una obra solidaria del estado de la
cultura en su momento (“afirmativa” hubiera dicho Herbert Marcu-
se), Justine viene a romper con todos los esquemas y todas las expec-
tativas de la sociedad de la que la obra ha emanado.
Hay una palabra que aparece en todos los textos de Sade y también
en Justine a la que conviene prestarle la debida atención y que viene
del género pornográfico francés de los siglos anteriores. Esta palabra
es piquant (“picante”) (que hoy debería entenderse por “obsceno”).
Así vemos que Sade se disculpa ante sus posibles lectores sosteniendo
que si hay tantas escenas piquantes o poivrés (con pimienta) se debe a
la exigencia de sus editores que, supuestamente, querían vender me-
jor sus libros (Sade, 1791-1797: 9; en introducción de Gilbert Lely).
Sea como fuere, con un título paródico y bajo amenaza de censura es-
tatal, la primera novela de Sade se vendía bajo los arcos del Palais-Ro-
yal (Sade, 1791-1797: 14; en introducción de Gilbert Lely), lugar ya
de por sí de mala fama, dado que sus galerías alojaban prostitución y

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juego. El título de esta obra, por lo tanto, es doblemente significativo,
porque puede ser entendido como parodia a la novelística puritana
inglesa y/o como disfraz contra la censura francesa.
Vayamos a los textos concretos. Justine, huérfana de diecisiete
años, es acogida magnánimamente en la casa de un tal Rodin, que
regentea un colegio de alumnos internos. Veamos cómo son las cos-
tumbres en ese nuevo asilo:

-Vous voulez me tuer à force de plaisirs, dit Rodin; eh


bien! J ´y consens; il est doux d`expirer ainsi… Célestine,
fouts sous mes yeux, je t´en prie, avec le jeune Fierval;
et que Léonore, sa soeur, agenouillée entre tes jambs,
suce ton clitoris; pendant ce temps-là, Rosalie et Marthe
me branleront, l´une le cul, l`autre le vit, en face de
l´opération, et sois sûre que ton foutre aura bientôt
déterminé le mien. (-Queréis matarme a fuerza de
placeres, dijo Rodin; ¡pues bien! Consiento; es agradable
morir así…Célestine ven, por favor, y déjate coger por
el joven Fierval a mis pies; y que Léonore, su hermana,
arrodillada entre tus piernas, pase la lengua por tu clítoris.
Entretanto, Rosalie y Marthe me frotarán, una el culo y
la otra el miembro, mirando la operación; y puedes estar
segura de que tu semen provocará enseguida el mío.)
(Sade, 1791-1797: 191)

Estamos aquí ante una maquinaria sexual que sorprende por sus
niveles de creatividad. Parecería como si los lectores fueran voyeurs
que se entrometieran en la intimidad de un cuarto privado. Sin em-
bargo, en este pasaje no encontramos todavía las prácticas que han
hecho famoso a su autor. Lo que me parece que este párrafo habilita
a pensar es que el Marqués supo conjugar dos esferas haciendo de lo
sexual algo político. Por ello, lo que, a mi juicio, llama la atención en
esta cita son los visos de anarquismo avant-la-lettre que presenta el

Una erótica sangrienta 23


texto. Se trataba, a mi entender, de romper las estructuras de la socie-
dad desde su propia estructura más íntima.
En otro pasaje que me interesa traer a cuento tenemos, en cambio,
la presentación de la sexualidad libertina como ejemplo de conducta
a seguir, en la que el goce sádico se conjuga con la verba literaria.
Veámoslo:

Celui que Célestine amène est un écolier de quinze ans, plus
beau que l´Amour même. Rodin le gronde. Plus à l´aise
avec lui, sans doute, il le cajole, il le baise, en le sermonnant.
-Vous avez mérité d´être puni, lui dit-il, et vous allez l´être.
A ces mots, la culotte est à bas. Mais tout l´interesse ici, rien
n´est exclu; les voiles se relèvent; tout se palpe indistincte-
ment: le cul, le vit, les couilles, le ventre, les cuisses, la bou-
che; tout se baise, tout se dévore. Rodin menace, il caresse,
il invective, il flatte; il est dans ce désordre délicieux de la
luxure où les passions n´écoutent plus que leur organe, où
le voluptueux ne se plaint que de l´impossibilité dans laque-
lle il est de ne pouvoir multiplier ses outrages. Ses doigts
obscènes cherchent à faire naître dans ce jeune garçon les
mêmes sentiments de lubricité qu´ il reçoit; il le branle.
-Eh bien! dit le satyre en voyant ses succès, vous voilà
pourtant dans cet état impur que je vous ai si sévèrement
défendu! Je gage qu´avec deux mouvements de plus tout
partirait sur moi.
Trop sûr des titillations qu´il produit, le libertin s´avance
pour en recueillir l´hommage, et sa bouche est le temple
offert â ce divin encens; ses mains en excitent les jets, il les
attire, il les devore; lui-même est tout prêt d´éclater; mail
il veut en venir au but.
-Ah! Je vais vous punir de cette sottise! dit-il en se rele-
vant, les lêvres encore inondées du foutre qu´il avale, oui,
fripon! Je vais vous punir.

24 José Amícola y otros


Il prend les mains du jeune homme, il les captive, s´offre
en entier l´autel oû sacrifier sa fureur, il l´entrouve, ses
baisers les parcourent, sa langue s´y enfonce, elle s´y perd.
Rodin, ivre d´amour et de férocité, remêle encore les ex-
pressions et les sentiments de tous deux.
-Ah! petit fripon! s´écrie-t-il, il faut que je me venge de
l´impression que tu me fais.
Les verges se prennent, Célestine suce son frère {Rodin};
celui-ci fouette. Plus excité sans doute qu´avec la vestale,
ses coups deviennent plus forts et bien plus nombreux.
L´enfant pleure; Rodin s´extasie. Mais de nouveaux plai-
sirs l´appellent. On détache l´écolier; d´autres survien-
nent. (A quien trae Célestine es a un colegial de quince
años, más bello que el mismo Amor. Rodin le gruñe. Más
a gusto a solas, sin duda, se pone a hacer chistes y lo besa,
al mismo tiempo que lo sermonea.
-Habéis merecido de ser castigado, le dice, y lo serás.
Al decir estas palabras, los pantalones ya han caído. Todo
es aquí interesante, nada se excluye. Los velos se descor-
ren; todo es motivo para palpar sin distinción: el culo, el
miembro, los cojones, el vientre, los muslos, la boca; hay
que besar todo, comerse todo a los besos. Rodin amenaza,
acaricia, echa pestes, halaga. Se encuentra en ese estado
de desorden delicioso de la lujuria cuando las pasiones no
escuchan nada más que a su órgano, cuando el voluptuoso
no se queja nada más que de la imposibilidad en la que se
encuentra por no poder multiplicar sus ultrajes. Sus dedos
obscenos buscan hacer nacer en el jovencito los mismos
sentimientos de lubricidad que él obtiene; lo masturba.
-¡Y bien! dice el sátiro viendo su éxito. Estáis, sin embargo,
en el estado de impureza que yo os había prohibido con
la mayor severidad. Apuesto a que con dos movimientos
más todo caerá sobre mí.

Una erótica sangrienta 25


Demasiado seguro de las reverberaciones que produce, el
libertino se acerca para recibir el homenaje; y su boca es el
templo ofrecido a ese divino incienso; sus manos producen
una explosión de los chorros, él los atrae, los devora; él mis-
mo está a punto de explotar; pero quiere llegar a su objetivo.
-Ah, ¡voy a castigarte por esta tontería! dice, levantándose,
con los labios todavía inundados del semen que va tragan-
do. ¡Sí, granuja! Voy a castigarte.
Toma las manos del joven, las atrapa, para dedicarse por
entero al altar en el que quiere hacer el sacrificio de su
furor. Lo entreabre, sus besos lo recorren, su lengua se
interna en él, perdiéndose adentro. Rodin, borracho de
amor y de ferocidad, se hace portavoz de las expresiones y
sentimientos de los dos.
-Ah, ¡granujita! grita. Debo vengarme del modo en que
me excitas.
Toman los látigos. Célestine le pasa la lengua por el miem-
bro a su hermano {Rodin} quien azota al muchachito. Más
excitado con el látigo, sin duda, que con el trabajo de la
vestal, Rodin fustiga de modo más fuerte y frecuente. El
niño llora. Rodin se halla en el colmo de la excitación.
Pero nuevos placeres lo solicitan. Liberan al colegial.
Otros habrán de ocupar su lugar.) (Sade, 1791-1797: 185)

Como es bien sabido, el sadismo en Sade es un acto con fines fría-


mente calculados que se acompaña frecuentemente con el orgasmo.
No se trata solo de ejercer la maldad por la maldad misma, sino que
esa maldad perturba y emociona al individuo sádico. Por ello lo que
más me interesa destacar en el último pasaje citado es la frase que
traduzco exageradamente como “Rodin se halla en el colmo de la
excitación”. La crueldad no es algo aquí independiente de la evidente
dificultad de alcanzar el goce por otros medios, como podía suce-
der a personajes harto saciados en el juego del erotismo. Además la

26 José Amícola y otros


práctica sádica permite al sádico determinar las reglas del juego y
es, especialmente, este dominio el que va a caracterizarlo. También
el masoquista pretenderá sostenerse en el control de la situación; y,
en este sentido, no a todo sádico le corresponderá un masoquista ni
viceversa.
En definitiva, si la heroína de esta novela es la hermana pudibun-
da de la licenciosa Juliette, su parsimonia para aceptar el camino de
la vida licenciosa que le ofrecen los que la rodean, no tiene otro fin
que permitirles a determinados personajes de vida obscena exponer
ante Justine (y ante los lectores) una verdadera “filosofía del tocador”
(philosophie du boudoir) en la que se sostiene que la sexualidad es un
asunto humano que no debería importarle a nadie, pues ni siquiera
a Dios le interesaría saber cómo se realiza y por qué pórticos nos
entrometemos para gozar de ella (Sade, 1791-1797: 82). Estos prin-
cipios libertinos seguramente se atrajeron la maldición de la Iglesia,
en tanto hacen mofa directa de la suposición de que el sexo debe ser-
vir nada más que a la reproducción. Presentándose, entonces, como
férreo sostenedor de lo perverso (en el sentido más lato de sexuali-
dad no dirigida a la fecundación), Sade se transforma, por ello, en la
misma encarnación de lo diabólico, pues execra todas las religiones
poniendo al descubierto sus más íntimas falsedades y contradiccio-
nes. En nuestra lectura, el autor se ocupa de una sexualidad mucho
más “queer” de lo que hubiéramos supuesto (entendiendo aquí queer
como “lo torcido” para las normas vigentes)8.

4. Aline et Valcour ou Le roman philosophique (1795) /


Histoire de Juliette ou Les prospérités du vice (1797)

Aline et Valcour ou Le roman philosophique es la segunda obra publi-


cada por Sade (esta novela había sido escrita en 1789 y publicada en

8 Para un tratamiento conciso sobre qué debe entender por “queer”, véase Jagose,
1996.

Una erótica sangrienta 27


1795). Lo que me interesa mostrar con ella es, otra vez, el uso de los tí-
tulos dobles en Sade. En este caso no encontraremos la ironía de la obra
antes mencionada, pues su autor está convencido de estar escribien-
do un tratado filosófico en el que se desarrollan imaginativamente los
principios libertinos, pero sigue existiendo en la duplicidad que marca
la conjunción “o” una duda sobre qué es lo que prima. El otro elemento
impactante en el título doble tiene que ver en la parodia sadiana de los
géneros literarios subsidiarios que Sade explota al máximo con amplio
conocimiento de causa. Así nos encontramos con la utilización sadia-
na de la novela de aventuras, la pornográfica, la gótica, la burguesa y
finalmente la filosófica, todas subespecies novelescas europeas típicas
del Siglo de las Luces. En definitiva, podría decirse que Sade hace uso
y abuso de los moldes a su disposición, de tal modo que la obra que
tenemos entre manos termina no correspondiendo a ninguna grilla
particular y a todas a la vez. Esa sería, tal vez, la característica de su
estilo. Sin embargo, creo que aquí hay que decir todavía algo más. Esta
superposición de géneros harto conocidos termina dando un híbrido
cuyo contenido es irónicamente político.
En cuanto al gusto tan extendido en el siglo XVII y XVIII por las
novelas de aventuras, que permitían a los lectores un atisbo sobre
regiones exóticas, esta fórmula le permite al autor exponer sus prin-
cipios libertinos, como no sucede en ninguna novela coetánea; y aquí
se puede pensar en las de Bernardin de Saint-Pierre (1737-1814). Así
en Aline et Valcour un narrador interpuesto vicariamente logra con-
tar a partir de un naufragio en África cómo se topa con un territorio
salvaje, donde un portugués de nombre Sarmiento expone las prácti-
cas sexuales de uso en esas remotas regiones. Al fin y al cabo, lo que
allí se da no son otras que las costumbres libertinas europeas, que a
fuerza de adjudicárselas a los naturales terminan siendo “naturaliza-
das”. En otro sentido, algunos de los pasajes exóticos se codean con
otro género de la época, como es la novela utópica. En el fondo, se
trata de un paraíso de la imaginación, que Sade parece denostar (un
poco pour la galerie), pero que en realidad elogia.

28 José Amícola y otros


Así, en definitiva, los géneros literarios de moda cambian en Sade
de función, porque ellos están sobresaturados por la intención de
propagar una doctrina sexual, como la que se revela en el siguiente
pasaje:

Tout en causant, Sarmiento me promenait de chambre en


chambre, et je vis ainsi la totalité de palais, excepté ses ha-
rems secrets, composés de ce qu´il y avait de plus beau
dans l´un et l´autre sexe… (Al mismo tiempo que conver-
saba, Sarmiento me conducía paseando de habitación en
habitación, y yo vi así la totalidad del palacio, excepto sus
serrallos secretos, que consistían en lo que hay más bello
de uno y otro sexo) (Sade, 1975: 223)

La diferencia consustancial de Sade con los escritores obscenos


de su época es evidente, porque en ningún pornógrafo francés del si-
glo XVIII (Crébillon hijo [1707-1777] o Restif de la Bretonne [1734-
1806]) existe esta conjunción de elementos que termina siendo una
crítica acérrima de la sociedad, a la par que parece estarse tratando de
la sucesión de orgasmos que inundan los salones.
Tampoco el uso de las fórmulas de la tan transitada novela gó-
tica termina siendo el esperado9. Si bien a menudo en las novelas
sadianas nos encontramos con un castillo en el que un señor feudal
omnipotente asedia a una joven indefensa sin que nadie pueda sal-
varla a la dama de la persecución noble, la continuación del relato
se aparta de sus parientas inglesas, siempre muy púdicas, porque lo
que sucede aquí es que la fortaleza termina siendo el lugar del pla-
cer por antonomasia, ya se trate de una abadía amurallada o de una
mansión señorial inexpugnable. La omnipotencia aristocrática, claro
está, sigue presente, pero se han invertido las consecuencias, porque

9  Para un análisis más pormenorizado de los avatares de la novela gótica inglesa,


puede verse mi investigación del año 2003 que figura en la bibliografía.

Una erótica sangrienta 29


como lectores asistimos a toda imposibilidad de la persistencia de la
castidad (a la que Sade no atribuye ningún mérito).
Como ejemplo de parodia de la novela burguesa, se puede traer a
colación el comienzo del capítulo XIII del relato de la vida de Justine,
de la que hablamos en el apartado anterior, en la que el narrador se
esmera en presentar un nuevo personaje, Mme d´Esterval, siguiendo
el uso de la novela seria y describiéndola como de bella figura y de
alrededor de treinta y seis años; sin embargo, agrega, acto seguido,
que entre otros rasgos de su aspecto, tenía un clítoris de tres pulga-
res de largo que concordaba con su anchura (Sade, 1791-1797: 100).
Mediante estas rupturas pornográficas, su autor se reía de todas las
convenciones, empezando por las de la literatura.
En la Historia de Juliette o Las prosperidades del vicio, Sade imagi-
nó un relato cuya protagonista sería, como ya se dijo, una especie de
contra-cara de su heroína pudibunda Justine (cuya historia encabe-
zaba el volumen aparecido en 1797). Lo cierto es que en ambas his-
torias los episodios obscenos son legión y se repite también como en
sus otras obras la constante cantilena “filosófica” libertina que consis-
te en que la sodomía (la penetración anal con varones o con mujeres)
y el saphotisme (sexualidad entre mujeres) deberían considerarse la
cosa más natural del mundo (Sade, 1797: 184). Hay, sin embargo, en
la novela de las peripecias sexuales de Juliette un pasaje novedoso que
me interesa poner de relieve. Se trata de cómo en una de las orquesta-
ciones sexuales armadas por un libertino participan de ella, además
de los acostumbrados jóvenes bellos de enormes miembros, dos “bar-
daches” (Sade: 219). Este término es sumamente interesante porque
es previo a las clasificaciones positivistas del siglo XIX e implica la
idea de dos jovencitos amanerados como mujeres y quizás vestidos
con hábitos femeninos o sexualmente ambiguos.
Es evidente, por otra parte, que la maquinaria corporal que los
textos de Sade ponen en el juego de la representación literaria implica
una copulación orgiástica mecanicista. Ese mecanicismo, al mismo
tiempo, es deudor de una mentalidad científica dieciochesca y, por

30 José Amícola y otros


así decirlo, newtoniana, retomada por una pléyade de pensadores
franceses (Helvétius, d´Holbach, La Mettrie). Todo se resuelve con el
movimiento de émbolos y cargas y descargas (Sade, 1791-1797: 109),
cuando el principio de la energía era el punto de partida para pensar
cada una de las situaciones concretas sádicas (Blanchot, 1949: 723).
Lo increíble del caso es que Freud no va a estar tampoco demasiado
alejado de este mismo mecanicismo que en el segundo período de
su vida ya había dejado de ser la única explicación de los fenómenos
físicos. Sea como fuere, volviendo a Sade no se puede ignorar que sus
escritos tienen como telón de fondo no solo el Iluminismo de Kant
con su revalorización de la vida afectiva, además de su entronización
de la Razón, sino que en el momento cotidiano de la publicación de
las obras sadianas la sangre corría (y esto no es una metáfora) lite-
ralmente por las calles de París gracias a las ejecuciones demasiado
rápidas que permitía la guillotina. Cuerpo y destino eran allí más la-
cerantes que nunca. A la guillotina no se la podía ignorar; pero lo que
es más importante para nuestra argumentación es que ese dispositivo
de muerte recordaba a cada francés lo volátil de las cuestiones es-
pirituales frente a la perentoriedad del cuerpo, siempre demasiado
voluminoso para pasar inadvertido. Volumen y materialidad van a
marcar a la filosofía libertina que Sade representa transgresivamente
en todo su esplendor, como practicante e ideólogo. En ellas se expresa
también no solo la ideología de la postura libertina, sino que se les
hace pito catalán a las novelas de sus contemporáneos Voltaire y Di-
derot, que acompañaban sus reflexiones filosóficas con la escritura de
textos literarios que cerraban el círculo de sus pensamientos de modo
artístico. Sería de ciegos no ver que el sadismo que profesa Sade se
da en el clima del debate francés de su siglo por la cuestión de la
desigualdad social, algo que algunos personajes sadianos se encargan
de defender en sus disertaciones filosóficas entre orgasmo y orgas-
mo (Sade, 1791-1797: 223, ss.), en las que los inferiores y las mujeres
aparecen como pasto del despotismo; pero también es necesario en-
troncar con su época su ataque materialista contra la existencia de

Una erótica sangrienta 31


Dios que Sade articula mediante el despliegue de una crueldad que la
omnipotencia divina no sabe detener (Sade: 238, ss.) y que pone en
entredicho las magníficas defensas filosóficas sobre la existencia de
Dios de Descartes y Pascal.
Por otro lado, el libertinaje que le sirve a Sade de apoyatura no
sería lo que fue si no hubiera estado acompañado por el hedonismo
culinario como un canto a todos los sentidos, los de la cama tanto
como los de la mesa, que tiene que ver con la corriente filosófica me-
canicista del siglo XVIII ya mencionada, que también sirve de base a
Laclos, autor de la novela de crítica de las costumbres aristocráticas
Les liaisons dangereuses (Las relaciones peligrosas) de 1782 con la que
la obra de Sade muestra algunas afinidades (Delmas, 1964: 49)10. Hay
en la obra de Sade, sin embargo, un culto al lujo de la vida como
supremo bien que hay que gozar hasta los límites en un gesto que
coincide con un canto por el triunfo del Eros que es particular de
este autor.
Tal vez sea oportuno pensar a esta altura de mi argumentación que
la figura contrapuesta de Sacher-Masoch responde, en cambio, al pa-
radigma de Thánatos, apoyado, entretanto, no en el libertinaje, sino en
un ascético esteticismo que puede ligarse a las personalidades melan-
cólicas y quizás no haya nada mejor para contextualizar históricamente
esta extraña aparición del siglo XIX como el masoquismo que la com-
paración que sin querer establece Theodor Adorno, cuando estudiando
la disonancia en la obra de Richard Wagner (1813-1883) señala que
este compositor fue el primero que en “Tristan und Isolde” (de 1865),
en “Meistersinger” (de 1868) y en “Rheingold” (de 1869) hizo decir
a sus personajes que el dolor podía ser “dulce” (süss) y que el placer
y el sufrimiento (Genuss und Qual) podían ir unidos (Adorno, 1952:
64)11. La extraña innovación musical de Wagner consistió, además, en

10  Para una comparación entre las obras de Sade y de Laclos, puede verse Delmas,
1964: 47, ss.
11 Adorno se refiere específicamente al masoquismo en las óperas de Wagner,
estableciendo que es un masoquismo que se trasciende a sí mismo, porque encuentra
su felicidad en la muerte (Adorno: 143).

32 José Amícola y otros


vincular esta insólita relación con el más inesperado de los artificios
compositivos, como lo era el de la disonancia. Este gesto wagneriano
inicia, a no dudarlo, un capítulo extraordinario del arte moderno y de
la psicología que tendrá honda repercusión en los tiempos futuros. Y
lo más interesante para nosotros es que Wagner estaba estrenando sus
obras cuando Sacher-Masoch también publicaba las suyas.

5. El Caballero austríaco

¿Quién era el Caballero Leopold von Sacher-Masoch? Sacher-Masoch


(1836-1895) había nacido en los confines del Impero Austro-Hún-
garo, en Galizia, región que hoy se halla enclavada entre Ucrania y
Polonia, cuando todavía este territorio tan variopinto, poblado por
eslavos (rusos y polacos), judíos (que hablaban jiddish) y austríacos
(que hablaban alemán), se hallaba regido por un fuerte centralismo
que dominaba la diversidad desde Viena. Sin embargo, en su seno
se sentían latir las diferencias de idiomas y costumbres de sus habi-
tantes de manera particular, especialmente entre aquellos que como
Sacher-Masoch eran poseedores de una rara sensibilidad.
Siendo profesor de historia en la pequeña ciudad austríaca de
Graz, Sacher-Masoch, que pertenecía a la nobleza por el escalón
más bajo, empieza a escribir novelas históricas en alemán, que tie-
nen enorme difusión (especialmente en las traducciones que se ven-
den en Francia). En cuanto a sus gustos eróticos, se sabe que solía
disfrazarse de mujer o de sirviente y que, por ello, la ambigüedad
sexual y social figuraba entre sus entretenimientos preferidos para
el acicate de los sentidos. Transformado en sirviente, podía hacerse
azotar; pero también disfrutaba con la idea de realizar un contracto
con aquellos que se avenían a entrar en sus gustos para asegurarse la
consecución del proceso según reglas fijas.
Según Gilles Deleuze, sin embargo, no habría ninguna relación
dialéctica que permitiera ver el masoquismo como la contra-cara

Una erótica sangrienta 33


necesaria de una práctica sádica. Para el pensador francés, Sade y
Sacher-Masoch tenían proyectos diferentes que no concuerdan dia-
lécticamente. El espíritu de Sade era matemático y mecanicista, pues
en su organización de las orgías sexuales las figuras geométricas que
formaba seguían un proceso cuantitativo (Deleuze, 1967: 12-13). En
cambio, en las prácticas que describe Sacher-Masoch en sus libros lo
que importa es la persuasión. Así el masoquista de Sacher-Masoch
buscaría un verdugo a quien adoctrinar para que lleve a cabo su ex-
traña empresa. Además, mientras al sádico de Sade le interesa tener
el telón de fondo de las instituciones (para denigrarlas; o más bien,
destruirlas)12, el masoquista de Sacher-Masoch quiere hacer firmar
contratos que le garanticen lo que se va a realizar bajo su dominio, te-
niéndolo a él como centro. Esto implicará que el masoquista (en una
situación modélica) se halla en una relación de sumisión con la mujer
que maneja el látigo, pero, al mismo tiempo, dirige los movimientos
y excesos de ese azote que lo castiga, respetando las instituciones so-
bre las que se basa el contrato (aquí la ley y las diferencias sociales
instituidas son reverenciadas y confirmadas en toda su extensión).
La pudibundez del relato, entretanto, tiene que ver con el platonismo
en que se basa también el ideario de Sacher-Masoch y/o con las re-
glas de juego de la época victoriana (Deleuze: 19-20). En mi opinión,
este rasgo es uno de los más significativos que explicaría la no com-
plementaridad del sadismo y el masoquismo, pues ambos autores
emblemáticos provienen de tradiciones diferentes (que Krafft-Ebing
malamente yuxtapuso): Sade es un iluminista y Sacher-Masoch es un
romántico. El romanticismo tardío de Sacher-Masoch se advierte en
su relación conflictiva con la emancipación de la mujer que aparece
como una fuerte oleada reivindicativa a fines del siglo XIX, cuando
este autor se pone a escribir. Piénsese que sus primeras novelas son
de 1870 y que Ibsen hace representar “Casa de muñecas” en 1879.

12 Este discurso anárquico aparece en una de las disquisiciones filosóficas del


personaje del Marqués de Bressac (Sade, 1791-1797: 190).

34 José Amícola y otros


Por otro lado, el amor platónico que parece presidir las relacio-
nes en que incurren los personajes masculinos de Sacher-Masoch,
implicaría una idealización malsana de la mujer que fue típica para
un grupo de escritores del romanticismo, que consideraba a los tro-
vadores medievales que preconizaban el así llamado “amor cortés”
como sus antepasados, y cuyos principios consistían en un fervoroso
afán de obtener el favor de una dama siempre inalcanzable. Al mismo
tiempo, este arte trovadoresco iba acompañado de una copiosa dosis
de poesía y de imaginación literaria que llenaba los espacios de di-
lación antes de conseguir el “galardón” (el contacto sexual), que casi
nunca se obtenía.
Conectado con el asunto de la sumisión del individuo masoquista
a la mujer, existe en el masoquismo primordial otro elemento inse-
parable de su configuración, y este es el fetichismo. Ninguno de estos
elementos se presenta habitualmente en las prácticas sádicas de Sade,
pero sí ambos son dispositivos infaltables en el mundo literario de
Sacher-Masoch.
Deleuze, por su parte, insiste en que el fetichismo también tiene
que ver con lo femenino, en tanto este proceso mental sería la ima-
gen de un falo en la mujer (Deleuze: 28). El fetichismo representaría,
además, una imagen detenida en el pasado y, por ello, el principio
que lo rige correspondería a la situación suspendida en el tiempo, a
la manera de un tableau vivant (o un cuadro artístico), que congela
el movimiento. Pieles, zapatos, guantes y, especialmente, el látigo, se
transforman así en partes por el todo de un ideal, una mujer que fue
alguna vez “La Mujer”. No es de casualidad que también el espejo sea
un adminículo que habrá de fijar la pose, sin la cual el masoquismo
no puede constituirse.
Esbozando las diferencias con el sadismo, Deleuze establece que
un verdadero sádico nunca soportaría a una víctima masoquista. Así
la Dominatrix que somete al masoquista teatraliza solamente un sa-
dismo que le ha sido insuflado y, que, dado el caso, podrá “desinflar”
a voluntad. Para Deleuze, se trataría de la Madre que aquí castiga a su

Una erótica sangrienta 35


hijo por una culpabilidad posible o inventada. Su gesto es castrador y
apunta a desmochar el poder fálico, con la connivencia de la víctima.
Mientras que el sadismo rebajaba el papel de la madre, al colocar al
padre por sobre las leyes para romperlas, en el acto masoquista el po-
der se les otorgaría a las Madres (Deleuze: 36-53). A consecuencia de
la escenificación orquestada por el masoquista, este individuo siente
que expía una culpa al ser castigado. El principio de culpabilidad es,
sin embargo, más borroso de lo que pudiera imaginarse, pues todo
se halla en una cuestión que Deleuze ve como de segundo grado: la
imagen del padre es la que se encuentra cuestionada, porque aparece
miniaturizada, castigada, ridiculizada, humillada. En la pareja que
forma el sádico con su víctima la culpa, en cambio, no ocuparía nin-
gún lugar. En el acto masoquista el placer sexual resultaría del deseo
de ser castigado. Se trata de un mundo perverso, pero a nivel simbó-
lico. Y en este sentido, el masoquismo es el arte de lo “fantasmático”
(Deleuze: 53-59). Lo cierto es que ni Krafft-Ebing ni tampoco Ha-
vellock Ellis (otro contemporáneo de Sacher-Masoch de esa época
caratulada “Higienismo”) se dieron cuenta de que el masoquismo no
aparecía ligado por ataduras tan concretas como daba la impresión.
En el fondo, la ligazón en que se coloca voluntariamente el individuo
masoquista tenía más que ver con la fuerza de la palabra que con las
correas concretas.
Por otro lado, el travestismo del varón masoquista estaría relacio-
nado con una búsqueda infructuosa de lo femenino, porque viviría en
él la alianza que la madre oral ha establecido con su hijo (Deleuze: 60).

6. La Venus de las Pieles (1870)

El trabajo más reciente sobre Sacher-Masoch se debe a la pluma del


joven investigador alemán Torben Lohmüller. Siguiendo de cerca las
ideas de Deleuze, este estudioso vuelve a señalar la tradicional aso-
ciación del masoquismo con la pulsión de muerte freudiana; pero la

36 José Amícola y otros


novedad ahora es el modo en que Lohmüller se encarga de trazar el
abismo que separa una violencia concreta cualquiera de la vida mo-
derna con el escenario teatralizado que monta el arte masoquista del
siglo XIX. Para este investigador la protagonista de la novela emble-
mática de Sacher-Masoch La Venus de las Pieles (Venus im Pelz) dra-
matiza y lleva a un supremo desmontaje un ideal romántico del amor.
En este sentido es imposible desvincular a su autor del momento en
que se gestan sus obras.
Siguiendo la argumentación investigativa de Lohmüller es impor-
tante volver a los momentos fundacionales del masoquismo, cuando
el sexólogo Krafft-Ebing fundamenta su denominación con estas pa-
labras:

Anlass und Berechtigung, diese sexuelle Anomalie Ma-


sochismus zu nennen, ergab sich mir daraus, dass der
Schriftsteller Sacher-Masoch in seinen Romanen und
Novellen diese wissenschaftliche damals noch gar nicht
gekannte Perversion zum Gegenstand seiner Darstellun-
gen überaus häufig gemacht hatte. (Ocasión y justificación
para denominar a esta anomalía sexual como masoquis-
mo me lo dio el hecho de que el escritor Sacher-Masoch
hubiera hecho a esta perversión científica todavía desco-
nocida muy a menudo objeto de sus descripciones en sus
novelas y cuentos) (Krafft-Ebing, 1886: 105)

Sigue siendo un enigma, por qué Freud, siempre tan atraído por la
literatura, no fue directamente a las fuentes y perdió la oportunidad
de leer las obras de Sacher-Masoch (Lohmüller, 2006: 27), en lugar
de confiarse en las clasificaciones higienistas de investigadores que
venían de otras ramas del saber como Krafft-Ebing y Havellock Ellis.
Si Freud hubiera dado ese paso capital y leído la obra de Sacher-Ma-
soch, tal vez habría llegado a la conclusión a la que arribaría más tar-
de Deleuze, al afirmar que en el masoquismo hay una rebelión contra

Una erótica sangrienta 37


el Padre, y no solamente que en él prima la pulsión de muerte. Mayor
consenso existe todavía entre los críticos más modernos en que en el
masoquismo se oculta el intento de ceder a la mujer matrona el poder
fálico, aunque sea temporariamente. Sea como fuere, lo importante
aquí es el acto de dejar en suspenso el goce, como si se tratara, en mi
opinión, de un coitus interruptus, o como si el acto sexual tuviera que
ver con una manera de idealización de lo femenino que garantizara
la postergación del placer carnal, al estilo de lo que se había dado en
la Edad Media con las cortes de amor, en las que los trovadores can-
taban a una dama siempre lejana e imposible, imaginando un con-
tacto que nunca llegaría realmente hasta el punto de imponerse una
especie de auto-castigo en la sempiterna espera de la consumación
amorosa.
Deleuze y, luego, Lohmüller sostienen que en el masoquismo
fundacional existe lo que Freud llamó Verneinung (“denegación”),
un término definido como: “mecanismo verbal mediante el cual lo
reprimido es reconocido de manera negativa por el sujeto, sin ser no
obstante aceptado”, como cuando un hablante dice insistentemente
“no es mi padre”, convencido de que así se libera del asunto, pero, en
el fondo, en su obsesión por el tema, reconoce que hay allí un punto
que lo aqueja y que puede contener una verdad (Roudinesco y Plon,
1997: 336). Existiría, entonces, una manera sospechosa en la forma
de negar que Freud detectó en el trato con sus pacientes y que aisló
como fórmula especial diferente de la simple negación, y justamen-
te a esto denominó Verneinung. Para los especialistas modernos del
tema la conexión del masoquismo con el fetichismo pone a ambos
territorios bajo el dominio de la denegación, con la que se crea una
realidad fantasmática alternativa. En este sentido, el goce masoquista
dependería de esta denegación: lo que es denegado es el temor ante
el poder amenazante y omnipresente de la violencia fálica (Lohmü-
ller, 2006: 61). Lo interesante de este aspecto psicoanalítico es que
serviría para establecer nuevas delimitaciones. Tanto Deleuze, como
ahora Lohmüller, piensan que el sadismo se definiría por su espíritu

38 José Amícola y otros


destructivo en el que descollaría la “negación” lisa y llana, mientras
que el masoquismo, mucho más complejo como estructura de pensa-
miento y de sexualidad, se caracterizaría por su modo de “denegar”,
que equivaldría, al mismo tiempo, a mantener el acto en suspenso.

7. La estética decadente

Pero hay algo más: por medio del contrato que le hace firmar a la
Dominatrix el masoquista conjura el peligro del padre, tratando de
adecuar el orden de lo real al de lo simbólico. El Padre es “el siempre
ausente” en estos textos, porque no se trata aquí de la ley paterna. En
este acto racional del contrato, el masoquista se refugia en el mito que
llena sus expectativas de escenificación de la cesión del poder mascu-
lino; lo que no debe confundirse con una verdadera cesión del Poder.
De todos modos, en esos textos no deja de existir un miedo visce-
ral ante la naturaleza femenina propio de la época del decadentismo
que coincide con los embates más consistentes del feminismo de la
primera ola (con la lucha por la educación de las mujeres y por el de-
recho al voto). La suavización o postergación de ese miedo se resuel-
ve, quizás, mediante una exageración de las categorías estéticas más
exacerbadas, que parecen velar u opacar otras dimensiones más im-
portantes. No es casual que en la novela más conocida de Sacher-Ma-
soch la dupla Dominatrix-esclavo realice un viaje a Italia (país que
desde la época de Winckelmann y Goethe y, luego, hasta bien entrado
el siglo XX, aparece en la cultura de lengua alemana como el impe-
rativo para la adquisición de una sensibilidad estética dentro de las
clases ilustradas). La inspiración para una teatralidad de los impulsos
sexuales será a partir de entonces obtenida de los objetos artísticos,
como las pinturas clásicas y los mármoles antiguos. El protagonista se
declarará así un “hipersensitivo”; es decir, sumamente adicto al goce
artístico (que parece una transposición del goce sexual). De hecho,
ese hipersensitivo no duda en hacerse azotar en escenas que ha mon-

Una erótica sangrienta 39


tado especialmente de antemano para ello. Sin embargo, lo que quie-
ro subrayar es que el masoquista es ante todo un diletante artístico
que se pasa la mayor parte del tiempo recluido en espacios interiores
“feminizados” por el gusto por el arte, que caracterizará al período
conocido como “la décadence” y que tendrá su máxima expresión en
la novela de Huysmans (1848-1907) À rebours (1884) (A contrape-
lo). El miedo al predominio de la mujer en la nueva sociedad que se
avecina, hace adoptar al individuo decadente una pose estéticamente
femenina. La preocupación por apartarse del vulgo llevará al hiper-
sensitivo a un amaneramiento de conductas y gustos que terminará
siendo Kitsch, aquello de lo que quería escapar y que, sin embargo, lo
acercará por una vía zigzagueante a la estética camp de nuestros días
(una estética ahora más consciente de los procedimientos) que, en
definitiva, aparecerá asociada a los grupos homosexuales en el siglo
XX13. Así, los tableaux vivants que se construyen en el ideario maso-
quista para la escenificación del deseo sexual reproducen un deseo de
representación y teatralidad que serán la esencia de la postura de los
protagonistas de Sacher-Masoch, completamente extraña a la cons-
trucción sádica, gracias a lo cual lo femenino aparecerá congelado en
un hieratismo de lo fijo (Amícola, 2013: 296). El sadismo había pre-
ferido, en cambio, la ruptura de todos los tabúes y, por eso, abundaba
en el costado pornográfico, que Sacher-Masoch no toca.
Según la investigadora Rita Felski, en las postrimerías del siglo
XIX se produce gracias a los escritos de Bachofen sobre el matriar-
cado un nuevo posicionamiento de la mujer como matrona; este re-
novador enfoque llega al arte y al psicoanálisis a partir de la obra de
Bachofen de 1861 Das Mutterrecht (El derecho materno), que tuvo
honda repercusión hasta las primeras décadas del siglo XX, pero que
no pudo resistir a las miradas antropológicas de 1950 en adelante.
Esta autora afirma así que:

13  Para un tratamiento de qué debe entenderse por una estética camp, véase Amícola:
2000.

40 José Amícola y otros


From the paintings of Gustav Klimt to the writings of Lou
Andreas-Salome, the figure of woman emerged as an ero-
tic-mythic creature, an enigmatic incarnation of elemental
and libidinal forces that exceeded the bounds of reason
and social order. In the modern yearning for a preindus-
trial world, she embodied everything that modernity was
not, the living antithesis of the ironic self-estrangement of
urban man. (Desde las pinturas de Gustav Klimt hasta los
escritos de Lou Andreas-Salome, la figura de la mujer va
a aparecer siempre como una criatura erótico-mítica, una
encarnación enigmática de fuerzas elementales y libidina-
les que exceden los límites de la razón y del orden social.
En la aspiración moderna por un mundo pre-industrial,
esa mujer representaba todo lo que la modernidad no era,
la antítesis vívida de la alienación propia del hombre urba-
no) (Felski, 1995: 50)

En este contexto, la literatura de Sacher-Masoch que toma su ins-


piración en los territorios de la periferia del Imperio (Galizia) está
estrechamente ligada con la evolución del arte y, más especialmente,
con la propia escritura de la historia artística, así como con los marti-
rologios cristianos que el futuro autor veía representados en las igle-
sias que visitaba de niño. Los masoquistas imitan el arte, lo duplican y
siguen adheridos a las representaciones de lo pictórico o plástico. De
aquí su relación con el fetiche visual (al estilo del decadentismo de un
personaje como el de Dorian Gray), pues:

[…] the creation and manipulation of simulacra offers the


illusion of control, operating as a form of sublimation in
its denial of the organic, of the material body of woman
([…] la creación y manipulación de los simulacros ofrece
la ilusión de control operando como una forma de subli-

Una erótica sangrienta 41


mación en su denegación del cuerpo orgánico y concreto
de la mujer) (Felski, 1995: 109)

Siguiendo a Rita Felski, podríamos pensar que la corriente del


masoquismo que la obra de Sacher-Masoch representa de modo em-
blemático, supondría un freno contra una modernización que hacia
1880 resulta ya imposible de detener: lo femenino y el enigma de la
mujer serían así reinterpretados no en su modernidad, sino en su
adherencia a la naturaleza y a una sexualidad bajo su dominio, como
sucede en las sectas cuyas figuras fálicas son mujeres (así sucede en
la novela de Sacher-Masoch titulada Die Gottesmutter (La Madre de
Dios), 1883).
La denegación que obra en el masoquismo se hallaría presente,
además, en la evidencia del enorme trabajo reiterado de negar aque-
llo en lo que se teme incurrir. Para armar esa construcción que per-
mite el proceso “denegativo” el masoquista poblará los escenarios con
ideales fantasmáticos que, como el travestismo, se fundan en el gusto
por la ambigüedad del resultado. Por ello, el gran instante entre los
personajes masculinos de las novelas de intriga sexual de Sacher-Ma-
soch tiene que ver con el disfraz femenino que oculta, a medias, la
atracción perversa. Sabemos que en los textos de este autor los tra-
vestismos y la confusión sexual mueven el engranaje de la libido. Los
encuentros amorosos en la oscuridad y las sexualidades que se refle-
jan con otros cuerpos son Leitmotive de su creación, como sucede en
un texto pudorosamente emblemático como es Die Liebe des Plato (El
amor de Platón) (1870), cuya solución frente a las tendencias homo-
sexuales de los dos protagonistas es presentada mediante el operativo
del amor platónico, que, en el fondo, simbolizaría también aquí el
gesto de una sexualidad detenida en una imagen congelada. No es
un dato menor para un análisis que considere la semantización de las
formas literarias que esta obra adopte la forma epistolar y que la des-
tinataria de las cartas sea, justamente, la madre del joven (un mucha-
cho que se halla en medio de su educación sentimental). En este sen-

42 José Amícola y otros


tido, este texto es una especie de velada confesión sobre los avatares
de la vida erótica de Henryk, pero el hecho de que sea dirigido a una
madre, viene a reafirmar la significación de la fuerza de lo matriarcal
en los héroes de nuestro autor, inclusive en aquellos cuya disposición
masoquista no es para nada evidente, pero que, sin embargo, vacilan
ante una inclinación que supone la ruptura con el mandato paterno,
entre otras cosas, por la negativa a ejercer el rol de continuador de
la especie. La relación edípica que se establece en El amor de Platón
de Sacher-Masoch es un trampolín excelente para volver a pensar el
modo en que el autor estuvo obsesionado por una relación sexual que
no repitiera los esquemas sociales en el Nombre del Padre. En cada
performance o mascarada sexual de los textos de Sacher-Masoch lo
que está, en definitiva, en juego es la suspensión del principio de rea-
lidad, en el que se deniega el carácter escenográfico del acto por pura
reafirmación de la incredulidad (Lohmüller, 2006: 30).
Para la teoría queer lo que así se presenta es de enorme interés,
porque significa una consideración más amplia de las normas bur-
guesas de la sexualidad, algo por lo que se brega con mucha cohe-
rencia desde, por lo menos, la mitad del siglo XX. Al poner el acento
sobre la realización del acto (es decir, su aspecto “performativo” o
“realizativo”) lo que se quiere resaltar es que no se trata de cosas cons-
titutivas o esencias, sino de fenómenos temporarios que no tienen
por qué crear identidades fijas. Así, un personaje de Sacher-Masoch
podrá presentarse con ropas femeninas para poner en jaque los prin-
cipios de la masculinidad y cuestionarse a sí mismo la fuerza fálica…
El travestismo masculino tendrá el poder de la cita (en el sentido de
“hacer comparecer” y “aludir a un código”) de lo femenino. En este
torcimiento de vestimentas ya encontramos algo que vincula la pose
del dandismo decadente de las novelas de Huysmans representado
por varones altamente feminizados en su esteticismo y languidez fin-
de-siècle (que se juega en interiores llenos de porcelanas y objetos de
lujo aristocrático) con el gusto sofisticado por el arte y por el mun-
do de las ideas platónicas de los masoquistas de Sacher-Masoch que

Una erótica sangrienta 43


anunció la “decadencia” ya en 1870. Su pudor sexual es, además, un
gesto típicamente victoriano14 que se combina mal con la obsesión
“picante” y furiosamente fornicante de los textos sadianos. Y si va-
mos a buscar el íntimo sentido político de los textos de Sade y de
Sacher-Masoch y los evaluamos en esa dirección, no será difícil re-
conocer que la rebelión de Sacher-Masoch es mucho menos estruen-
dosa: su estilo recargado de adjetivos y su mundo sobresaturado por
lo hipersensible terminó siendo algo que se pudo catalogar en algún
momento como Kitsch (adjetivo alemán que recuerda a la palabra
“cursi” en español), pero nunca como realmente subversivo. Si tanto
Sade como Sacher-Masoch fueron aristócratas y su percepción del
mundo tiene que ver con el ocio y la saciedad de los sentidos, el más
moderno se diferenciaría del primero por su tenue y pausada manera
de poner en duda algunos tópicos de la sexualidad, justo en el mo-
mento en que los sexólogos se esmeraban por fijar cada cosa a partir
de un rótulo. Sus inquietudes sexuales vendrían a enfatizar así una
inclinación queer en las conductas sexuales en la misma pacata socie-
dad victoriana, ampliamente satisfecha consigo misma y satisfecha
sobre todo con las compartimentaciones que se iba inventando.

8. Queerness (“torcimiento”)

Si existe un momento emblemáticamente queer en la obra de Sa-


cher-Masoch, este se nos presenta cuando la Dominatrix de La Venus
de las Pieles se hace sustituir en el contrato para el castigo del maso-
quista por el bello joven griego (Lohmüller, 2006: 106). El hecho de
que ahora quien esgrima el látigo sea un varón podría hacer trastabi-
llar nuestra hipótesis de que en el acto masoquista se le haya quitado
el poder fálico al Padre. Sin embargo, la situación entra en caja cuan-
do de este griego se dice lo siguiente:

14  Es sabido que los victorianos prefirieron lo morboso y lo sugerido, antes que lo
ampliamente mostrado.

44 José Amícola y otros


Es ist ein Mann wie ein Weib, er weiss, dass er schön ist
und benimmt sich danach; er wechselt vier- bis fünfmal im
Tage seine kokette Toilette, gleich einer eitler Kurtisane. Im
Paris erschien er zuerst in Frauenkleidern, und die Herren
bestürmten ihn mit Liebesbriefen. (Se trata de un hombre y
también de una mujer. Se sabe bello y se comporta en con-
secuencia. Cambia su atildado atuendo de cuatro a cinco
veces por día, igual que una cortesana vanidosa. En París
apareció primeramente vestido con ropas femeninas, por lo
que muchos cortejantes lo asediaron con cartas de amor)
(Sacher-Masoch, 1870a: 117, 1870b: 135)

La ambigüedad sexual que va a caracterizar especialmente a los


personajes de Sacher-Masoch se distancia radicalmente de la doctri-
na sadiana que pregona una verdad siempre fálica, inclusive cuando
la experiencia libertina que es su manual de esa “filosofía del tocador”
propague la sodomía como su marca registrada. En el caso del este-
ticismo decadente que, en cambio, sirve de plataforma a los textos de
Sacher-Masoch, de lo que se trata es de un pánico ante el avance de
las mujeres y una búsqueda infructuosa de una mujer ideal. No hay
que olvidarse que en 1870 la “mujer” era vista como un problema,
según puede verse en la filosofía que difunde Schopenhauer, de quien
Sacher-Masoch es un digno seguidor. No es de extrañar que las pro-
tagonistas ahora vistan pieles, cuyo hondo significado podría hallarse
en la idea de que en ellas las mujeres parezcan acercarse al mundo
animal y natural, con quien el varón decadente las asocia (Lohmüller,
2006: 114-123).
En ese pasaje en que el griego toma el látigo para azotar al maso-
quista Severin y que yo considero sumamente importante para nues-
tro enfoque, el episodio se desenvuelve de esta manera:

–Hier ist die Peitsche –sie reichte sie dem Griechen, der
sich mich rasch näherte.

Una erótica sangrienta 45


–Wagen Sie es nicht! rief ich, vor Entrüstung bebend, –
von Ihnen dulde ich nichts…
–Das glauben Sie nur, weil ich keinen Pelz habe –erwi-
derte der Grieche mit einem frivolen Lächeln und nahm
seinen kurzen Zobelpelz vom Bette.
–Sie sind köstlich! rief Wanda, gab ihm einen Kuss und
half ihm in den Pelz hinein.
(Aquí está el látigo…–dice Wanda, pasándole el instru-
mento al griego, que se acercó a mí con presteza.
–¡No se atreverá! –exclamé, temblando de ira–. No tolera-
ré nada que venga de usted…
–Eso es lo que usted se imagina, porque no visto pieles
–contestó el griego, mostrando una sonrisa frívola, mien-
tras tomaba del lecho su corta chaqueta de pieles cibelinas.
–¡Qué encanto! –dijo Wanda, dándole un beso y ayudán-
dole a ponerse la chaqueta). (Sacher-Masoch, 1870a: 135,
1870b: 154-155)

Estamos, pues, otra vez en presencia de los atributos femeninos


del poder (dados en concesión), pero el hecho se solventa esta vez a
partir de lo que podemos llamar una “cita” (con la duplicidad de la
forma inglesa to quote y to cite) de lo femenino: se hace comparecer a
un hombre pero travestido con un emblema ritual de la hembra ani-
malizada para imponer la figura de la Mujer Ideal, al mismo tiempo
que se trae a colación su discurso. Es importante recordar que además
de la palabra alemana Peitsche para expresar el atributo clave maso-
quista del látigo se encuentra también presente en los textos de este
autor la muy llamativa palabra rusa knut (que era un látigo mucho
más largo con el que en Rusia la aristocracia feudal castigaba a los
siervos sobre quienes tenía absoluto dominio). El knut se torna por
ello en el masoquismo de este autor austríaco el símbolo del someti-
miento y el absolutismo.

46 José Amícola y otros


Cuando Jean-Paul Sartre analizó en su temprano y famoso texto
filosófico de 1943 el estatuto del masoquismo, tuvo a bien vincular
ese fenómeno con la constelación que ponía en movimiento la situa-
ción de amor, sin considerarlo la contra-cara del sadismo. Así para
Sartre, el ideal del masoquista será inverso al que despliega el amante,
pues en vez de proyectar absorber al otro conservándole su alteridad,
ese individuo trata de hacerse absorber por el otro y perderse en su
subjetividad desembarazándome de la suya. También para Sartre el
masoquismo es un perpetuo esfuerzo por aniquilar la subjetividad
del propio sujeto, buscando una reasimilación por el otro. Ese esfuer-
zo, decía Sartre, siempre va acompañado de la agotadora y deliciosa
conciencia del fracaso, hasta tal punto que ese sujeto masoquista ter-
mina por buscar el fracaso mismo como su objetivo principal (Sar-
tre, 1943: 471, 472-473). En cambio, cuando Sartre trató el sadismo,
pensó que esta conducta era un esfuerzo del individuo sádico por
encarnarse en el Otro por medio de la violencia y en esa encarnación
forzosa debía significar, al mismo tiempo, la apropiación y utilización
del Otro. El objeto del sadismo era, así, una apropiación inmediata.
Pero el sadismo no encontraba sostén en ese operativo, pues no goza-
ba solamente de la carne ajena, sino que, en conexión directa con esta
carne, gozaba de su propia no-encarnación (Sartre: 496).
Pascal Quignard, en su estudio de los años 60 antes mencionado,
reconoce la herencia sartreana de sus reflexiones15, pero hace especial
hincapié en el hecho de que Sacher-Masoch ha seguido la jurispru-
dencia y que su aparato discursivo jurídico se ve desplegado en sus
textos literarios (Quignard, 1969: 132, 80), lo que equivaldría a reco-
nocer que su estructura de pensamiento sería radicalmente diferente
de la de Sade, quien era ante todo un filósofo (o un “anti-filósofo”)
de la Era del Iluminismo. Así y todo, Quignard se niega a desacoplar
sadismo y masoquismo (desacople que, en mi opinión, es evidente

15  La relación con el pensamiento de Sartre en Quignard se puede detectar, por


ejemplo, en su manera de acentuar la idea de una “dialéctica bloqueada” en el acto
masoquista.

Una erótica sangrienta 47


en los escritos de su maestro Sartre). Por ello, creo que Quignard se
muestra completamente obcecado al contradecir la famosa presen-
tación del problema que había hecho Deleuze solo un par de años
antes. Lo cierto es que Quignard descubre que la mirada de los per-
sonajes de Sacher-Masoch termina teniendo un estatuto particular y
casi sartreano, dado que ellos miran al vacío, como si fueran miradas
de estatuas (Quignard, 1969: 120). Por cierto, esto no hace más que
acentuar el hecho de que la pose y el congelamiento de la acción son
consustanciales del masoquismo (algo que el sadismo desmiente a
cada paso, cuando establece máquinas de copular que se agitan en sus
émbolos y concavidades con frenesí).
Lo que, a mi juicio, Quignard no supo ver tampoco en el maso-
quismo es su postura torcida (o queer) en todo aquello que tenía que
ver con la diferencia de los sexos; por eso le niega su bizarrerie, como
se dijo al comienzo de estas notas.
Ahora bien, asumir el paralelismo de Sade con Sacher-Masoch no
ha sido difícil a partir de fines del siglo XIX, pues es cierto que tan-
to Sade como Sacher-Masoch menosprecian a las mujeres y que sus
sistemas de pensamiento se basan en el acatamiento femenino a la
orquestación financiada por los varones. Ambos autores basan igual-
mente su proyecto erótico en la idea de sometimiento de una de las
partes. Sin embargo, hay que agregar que Sacher-Masoch vive en una
época donde el menosprecio a la mujer no podía exhibirse de la mis-
ma manera que en el siglo XVIII, claramente misógina, por lo menos
en la pluma de Sade (Sade, 1791-1797: 131). Los cambios sociales en
ese sentido a fines del siglo XIX han sido enormes y en la sociedad
europea, regida por el patriarcado, ha aparecido también la así cara-
tulada “cuestión femenina”, que antes no era visible como problema.
Por ello, el masoquismo entroniza supuestamente a la mujer y en este
procedimiento hay pavor ante su fuerza y, al mismo tiempo, deseo de
neutralización de esos poderes. Sacher-Masoch puede hacer gala de
cierto progresismo, aludiendo al nuevo tipo de mujer fuerte que se
divisa en el horizonte europeo y engañarnos sobre su modernidad y

48 José Amícola y otros


auto-engañarse. De hecho, limitado como se muestra el “feminismo”
del autor austríaco, ninguna de estas preocupaciones podía aparecer
en el universo sadiano (cuando el feminismo estaba realmente en ca-
pullo). Los sexólogos del siglo XIX deberían haber reconocido que
Sacher-Masoch era producto de otras condiciones, pues sus textos
hablan de territorios ya corridos y de corrimientos de fronteras de los
sexos. Y esto, en mi opinión, va a ser la característica más fructífera
y su mejor aporte, a pesar del conservatismo de su aparente rebelión.
Son solo los críticos del siglo XXI los que podrán calarse las lentes
de género que permitan ver estas diferencias entre dos prácticas se-
xuales que, claro está, tienen en común la constante asociación de lo
sexual con las figuras del dominador (o dominadora) y el dominado.
Es importante señalar a esta altura de la argumentación que,
si bien vemos en el sadismo del Marqués de Sade un imperio de
los principios fálicos y en la obra de Sacher-Masoch un freno a la
preponderancia del falo, o, al menos, su puesta en cuestión (en el
mismo hecho de mantener en suspenso su activización), en la historia
de la cultura se ha venido dando cierto borramiento de esos netos
contornos originarios. Estoy pensando aquí en la obra de Osvaldo
Lamborghini (1940-1985) y, más especialmente, en su novela Tadeys,
publicada a partir de manuscritos póstumos por César Aira en
1994. En este texto tan inclasificable como los propios escritos del
Marqués de Sade, Lamborghini crea un territorio imaginario en el
que un régimen de corte militar instituye un “barco de amujerar”
al que se hacen subir los machos más recalcitrantes para seguir un
aprendizaje sexual, bajo un régimen militarizado, que consistirá en su
transformación en “damitas”. De este modo se vencerán no solo todas
las resistencias en cuanto a ejercer una sexualidad más amplia, sino tal
vez pueda borrarse en ellos cualquier posible sentimiento homofóbico
(Lamborghini, 1994: 71, ss.). No estamos aquí demasiado lejos del
convento de Sainte-Marie-des-Bois, institución que funciona aislada
de la sociedad en la novela del Marqués de Sade de 1791 (ampliada en
1797). En este convento el Superior de la orden, el Padre Severino (¡!)

Una erótica sangrienta 49


será el encargado de regir la vida de jóvenes de ambos sexos para solaz
de los seis monjes que rigen ese recinto sádico. Entre las personas que
llegan llamadas por su vocación religiosa a ese convento, se encuentra
la devota Justine, quien debe reconocer que su fe la ha conducido al
peor de los antros posibles, porque allí no solo perderá su virginidad,
sino que también aprenderá a tener orgasmos fuera de cualquier
santificación matrimonial, algo que sus principios morales le tenían
vedado, como cuando el narrador nos aclara: “Justine décharge
malgré elle” (Justine descarga a su pesar) (Sade, 1797: 342). Si en este
convento rigen en primera instancia les amours du cul (Sade: 268,
ss.), los monjes son bastante polifacéticos en esa morada gótica para
recorrer todo el espectro de una sexualidad cruel y avasallante que
solo se verá interrumpida en el medio de las sesiones por la inclinación
a filosofar acerca de las sensaciones y la moral social. Si comparamos
los dos textos –el de Sade y el de Lamborghini–, podremos ver que
la negación sadiana combate, por medio de una contradictoria
confusión anárquica (orquestada con principios matemáticos), las
enseñanzas piadosas utilizando la sátira y entronizando en un sitial a
los padres fálicos (que son los seis monjes de Sainte-Marie-des-Bois).
El interés lamborghiniano, en cambio, parecería constituirse a partir
de una puesta en duda de este principio, aunque no deja de haber en
ese barco también “bufarrones” o perforadores anales de profesión
que siguen, en gran parte, la misma línea de conducta que los
monjes de Sainte-Marie-des-Bois. Sin embargo, en las obras de Sade
como en las de Osvaldo Lamborghini encontramos construcciones
sexuales de la imaginación (castillos, conventos sadianos; barcos y
comarcas lamborghinianas) que van en contra de los sistemas sexo-
género conocidos y que por su alambicamiento pierden ya relación
con lo referencial de puro retorcidas, como las cárceles de Piranesi
en el primero o los cuadros de Escher en el segundo. Lo cierto es
también que tanto los textos de Sade, como los de Sacher-Masoch
y de Lamborghini abren nuestros horizontes de expectativas, en el
sentido de que ellos nos hablan de una sexualidad amplia y ambigua,

50 José Amícola y otros


que mal podría ceñirse a cualquiera de las clasificaciones diseñadas
por los sexólogos del siglo XIX.
Según mi opinión, estaríamos, entonces, ante obras que deben
percibirse como quiebres en la manera de entender las divisiones ge-
néricas de la sexualidad, poniendo en jaque especialmente las con-
cepciones más ancestrales del varón tradicional, pues ya no hay for-
ma de poner freno a las más retorcidas de sus inclinaciones sexuales.
En todo caso, como dato fundamental para tener en cuenta a la hora
de considerar el sadomasoquismo ya sea como dos caras de la misma
medalla, ya sea como dos manifestaciones independientes, es que en
la aparición de esos fenómenos se evidencia una desigualdad social
que trasvasa cuestiones socio-políticas al nivel sexual. Una sociedad
que se preciara de un mayor equilibrio social entre las partes intervi-
nientes en la cópula parecería menos propensa a los encastres sexua-
les que hemos venido discutiendo.
En las páginas que siguen encontraremos, entonces, reflexiones
críticas sobre los textos de Osvaldo Lamborghini, pero también sobre
los de otros autores que establecen dentro de la literatura argentina
un arco sadomasoquista, como sucede con las obras particulares de
Alejandra Pizarnik y Copi.
Más allá de esas fronteras nacionales seguirán entre los análisis
del presente volumen los estudios sobre la obra del escritor español
Juan José Millás y de la escritora Mayra Santos-Febres de Puerto
Rico. Estos dos ejemplos se presentarán como polos diametralmen-
te opuestos, dado el cuño patriarcal que se cierne sobre el autor
español y el deliberado progresismo de Santos-Febres. Valga enton-
ces la irritante cercanía de estos dos autores en la organización del
presente texto.
La configuración de este volumen continúa con dos miradas so-
bre los aportes al tema desde la cultura alemana (sobre Monika Treut
y Ralph König), lo que implica reconocer el rol esencial de cabeza de
puente de Alemania como uno de los principales centros de difusión
de la cultura en Europa.

Una erótica sangrienta 51


Por último, este libro se cierra con un regreso a los temas argenti-
nos: el de la literatura disruptiva del joven escritor Pablo Pérez y el de
los textos poéticos de Néstor Perlongher. La Coda de este volumen,
dedicada a Perlongher, tiene la intención de ser, al mismo tiempo, un
homenaje a su figura, y una afirmación acerca de lo mucho que falta
para colocar a la poética perlongheriana en un lugar de excepción
dentro de la literatura argentina.
Es importante señalar finalmente que han quedado fuera de la pers-
pectiva del grupo de trabajo representado en este libro las contribucio-
nes literarias de algunas regiones del mundo que han tenido mucho que
decir acerca del sadomasoquismo; me refiero especialmente a Japón, un
país en el que hubo desde comienzos del siglo XX una enorme elabora-
ción artística que se dedicó a ahondar en las relaciones entre goce y dolor,
tanto en su filmografía como en su literatura. Sin embargo, incluir esas
manifestaciones en este volumen habría dado como resultado otro libro,
pues el análisis de las manifestaciones japonesas acerca del sadomaso-
quismo habrían hecho rotar sobre otro eje la intención principal de la
investigación que subyace en estos textos, que consiste, en definitiva, en
un diálogo entre Europa y los países de América.

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