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La fábula mística y la ascesis intramundana, dos caras de la

fractura moderna1
El éthos barroco y el espíritu del capitalismo
Eugenio Muinelo Paz

1. Ethos y credibilidad

A modo de preámbulo metodológico, procuraremos desgranar en lo que sigue


algo así como las epistemologías históricas de los dos autores que, principalmente, nos
acompañarán, Max Weber y Michel de Certeau. Y ello con la intención de ofrecer un
contexto más amplio a la tesis central que queremos defender: la de la
complementariedad de sus percepciones acerca de eso que, a falta de algo mejor,
llamamos Modernidad, pues no en vano sus trabajos orbitan, desde sus perspectivas
propias, en torno a la quiebra del mundo premoderno y a la indagación de los factores
de diverso tipo a ella conducentes, descollando los que dan nombre a nuestra
comunicación, la experiencia mística en de Certeau y la ética protestante en Weber.
Me gustaría apuntar, en primer lugar, en dónde reside el denominador común de
sus respectivos abordajes: en la apertura a una historicidad radical, en el reconocimiento
de la radicalidad de la vida histórica en toda su complejidad. Esto presupone una suerte
de vía media entre las obsoletas e irrecuperables filosofías de la historia de toda laya y
los positivismos que han lastrado (y por desgracia siguen lastrando) desde el siglo
pasado el hacer historiográfico, ya combatidos por Nietzsche con su acostumbrada
vehemencia en la segunda de sus Consideraciones intempestivas.
Comencemos por Weber: se sitúa, aunque las exposiciones más manualísticas no nos
lo hayan presentado así, dentro de una constelación intelectual que reacciona ante lo
que, simplificando en demasía, podemos llamar el panlogismo hegeliano y su
ontología histórica. Habría que nombrar, como adalid de tal causa, el arriesgado
proyecto de una “filosofía positiva” en el último Schelling, que, poniendo en el
centro la idea de Revelación (como sabemos, imposible desde la lógica hegeliana), se

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El presente texto, que recoge una comunicación en el congreso Filosofía y Mística, será
publicado, como es habitual en los Encuentros de la Sociedad Castellano-leonesa de Filosofía, por los
Servicios de Publicaciones de la Universidad de Salamanca. Quedo a su disposición para facilitarles el
correspondiente certificado en caso de que se me requiera.
abre a la exterioridad, al levinasiano “de otro modo que ser” (el Señor del Ser, en la
lograda expresión schellingiana). No es un azar el interés del gran filósofo alemán
por la mística, pues, como ha señalado atinadamente Patricio Peñalver a colación de
los místicos españoles, ¿qué es la mística sino la deconstrucción de la univocidad
ontológica en aras, también contra toda teología negativa, de una nominación del
lugar del Otro?

Es la facticidad, la aposterioridad de la experiencia la que nos permite una


aproximación a la historia respetuosa para con su irreductible pluralidad (la de los
estratos del tiempo), que no es sino la de la vida misma en la que arraiga. Fuerza sería,
pues, mencionar también a un Nietzsche, a un Dilthey o a un Rosenzweig. Tal vez, por
nuestras latitudes, a un Ortega o a un Zubiri.

Puede haber, en definitiva, una “ciencia de la realidad” en sentido estricto, mas no


omnicomprensivo. Ello se debe a que tal inteligibilidad no proviene de ningún vórtice
supremo hacia el que todo hecho o acción histórica, aun a despecho de su “actor”,
converge. De ser así, una vez instalados en esa cumbre, bastaría con echar una mirada
panóptica, casi divina, hacia atrás para ver en qué medida cada uno de los implicados en
la intrincada trama de la historia universal han contribuido a la realización del Espíritu.
La ciencia weberiana de la realidad nos permite, por el contrario, aproximarnos a lo
histórico, ya que fruto de la libertad humana (de ahí su énfasis en la genealogía y
descripción de los ethe, de las éticas en tanto que modos de conducirse en el mundo), en
su constitutiva e irreductible indeterminación; aproximación que será eo ipso asintótica,
pues tenderá a una delimitación cada vez más nítida, mas interminable, de lo racional en
la acción humana y se abrirá, en última instancia, a una teoría de la razón siempre por
hacer.
Desde esta sólida y consecuente opción metodológica quiso Weber emprender su
magno proyecto comparativo que nosotros leemos en clave de una historia de la
razón. Ahora bien, ¿cuál es el objeto de una tal historia de la razón? Ni más ni menos
que el tema hegeliano por excelencia: la cuestión histórico-universal y la
significación única, singular de Occidente en ella. Esto lo sabemos desde el
mismísimo incipit de la “Introducción” a La ética protestante:
“El hijo de la moderna civilización occidental que trata de problemas histórico-
universales, lo hace de modo inevitable y lógico desde el siguiente planteamiento: ¿qué
encadenamiento de circunstancias ha conducido a que aparecieran en Occidente, y sólo
en Occidente, fenómenos culturales que (al menos como tendemos a representárnoslos)
se insertan en una dirección evolutiva de alcance y validez universales?” (Weber: 1998,
11)
Con todo lo maravillosas y sublimes que puedan ser (como Weber reconoce muy
apropiadamente en los respectivos casos), las realizaciones no occidentales, ya sea en
las esferas del arte, de la ciencia, del derecho o de la economía, no conocen un grado
de racionalidad formal tan depurado como el del ethos occidental; y esto es una
constatación histórica, en modo alguno un juicio de valor. La gran obsesión
weberiana será la indagación de las condiciones de posibilidad de la génesis de tal
ethos.
Para comprender lo que Weber entiende por ethos y ética, puede ser útil revisar su
crítica del materialismo histórico, que Weber buscó completar, no anular. Idea e
interés en su acción recíproca son aquello que da lugar a la configuración de un
ethos, el verdadero objeto de estudio de la sociología, pues “las “imágenes del
mundo” creadas por las “ideas” han determinado, con gran frecuencia, como
guardagujas, los raíles en los que la acción se ve empujada por la dinámica de los
intereses” (Weber: 1998, 247). De estas líneas se colige con ineluctable necesidad
por qué el grueso de la labor weberiana se tuvo que volcar en una sociología
comparada de la religión, pues en la religión percibe Weber un tipo singularísimo de
acción social (tal vez, la acción social por antonomasia) en el que se imbrican de
modo paradigmático representaciones y efectos prácticos. A partir de la comparación
minuciosa y rigurosa de las grandes tradiciones religiosas pretende Weber llegar a
ser capaz de detectar las notas distintivas que hicieron posible el ethos occidental,
cuya exasperación extremada por mor de la inestabilidad moderna constituirá nuestro
objeto de estudio en lo que sigue.
Aunque terminológica y estilísticamente de Certeau se mueva en un mundo
determinado por grandes figuras del pensamiento francés contemporáneo (Foucault y
Lacan, eminentemente), trataremos de esbozar ahora en qué medida comparte una
cierta inquietud weberiana por las condiciones de posibilidad de un conocimiento
histórico a medio camino entre la especulación y el positivismo, esto es, atento a las
prácticas en su arraigo vital y, lo que es aún más problemático, a su relación con la
autoconciencia del presente. Para de Certeau, la propia historicidad de la operación
historiográfica implica su inserción como parte de la realidad que ella misma trata.
Dicho con Weber, la voluntad historiográfica de saber ha de percatarse de que ella se
ejecuta por mor de una “pasión” exactamente igual de “activa” que en los
acontecimientos que se ofrecen a su mirada temática.
Lo sintomático del “hacer historia” está en que responde a una pérdida de orientación
y de horizontes, de donaciones de sentido objetivamente identificables; ahí reside su
esencial “modernidad”, en que el sentido emerge en la propia praxis (esto es, hay que
entender el discurso de la historia, como por lo demás el saber entero de la ciencia
moderna, como ascesis-Beruf intramundana).
El que hace historia en la actualidad parece que ha perdido los medios de captar
una afirmación de sentido como objeto de su trabajo, pero encuentra la misma
afirmación en el modo de su propia actividad. Lo que desaparece del producto aparece
en la producción. (de Certeau: 2006, 45).
Todo hecho histórico, o mejor, su sedicente comprensión científica, es resultado de
una praxis implícita. No se trata, sin embargo, de desenmascarar la “filosofía”
presupuesta por los historiadores (R. Aron), sino de remitir cada historiografía al acto
histórico que la instaura, siendo conscientes de la imposibilidad de abolir el hiato que
en tal instauración se abre. La escritura de la historia es, pues, para de Certeau lo que
define la aporía moderna de la relación con el Otro, tan patética como
enigmáticamente visible en la literatura mística de los ss. XVI-XVII. La historia,
naciendo de la misma ruptura que la mística, daría expresión (cosa a la que la
mística, como veremos, tiende a rehusar) a nuestro “pensable” o a nuestro “creíble”,
esto es, a la relación con nuestro “origen” que la práctica historiográfica traiciona al
mismo tiempo que oculta. Del mismo modo que, como el burgués afanado en sus
quehaceres, postula la muerte y, a la vez, la contradice.
En este punto buen lector de Levinas, contrapone de Certeau las tensiones generadas
por la historia en tanto que relación con el Otro como ausente, intematizabilidad del
rostro para Levinas (heterología), al discurso filosófico en tanto que henológico,
organizado precisamente gracias a la exclusión premeditada de la alteridad. La
historia en cambio es la difícil torsión en virtud de la cual el orden epistemológico
del presente se vuelve hacia el punto de fuga de la sociedad que lo sostiene: el
pasado; constriñendo a los contemporáneos al contacto con su límite, con su irreal,
con la muerte (como reprochó Rosenzweig al idealismo) y el otro.
La historia es, pues, aquello que escapa, que siempre “falta” a un sistema del
presente, necesariamente henológico, i. e., ontoteológico. La exposición histórica
invierte el vector del tiempo, siendo su escritura como un recomienzo que postula un
origen del tiempo, esto es, un comienzo que no es nada sino un límite infranqueable,
lo inmemorial. La colocación del relato en su lugar remite tácitamente a algo que no
puede tener lugar en la historia, al “ausente de la historia”. Tal no-lugar es el
intersticio entre la práctica y la escritura, la nada inicial que es el mito convertido en
postulado de la cronología, al mismo tiempo eliminado del relato e imposible de
eliminar en tanto que espectralidad de la ley del Otro.
¿Cómo conectar tales reflexiones metahistóricas con la centralidad que ostenta en sus
análisis la mística moderna, o mejor, la mística como modernidad? Como vimos,
todo el interés weberiano convergía en la dirección potencialmente universalizable
que adquiría el proceso de racionalización que cristaliza en la ética protestante y su
sentido de la normatividad autoimpuesta en lo que toca a la acción mundana
proveniente de la certitudo salutis y de la inamisibilidad de la gracia una vez
deslegitimada (o introyectada, podría decirse) la mediación eclesial en tanto que
Anstalt, aunque habrá que matizar esto en lo que sigue. Pues bien, de Certeau, busca
explorar la misma pérdida (tendente a la universalidad) de legitimidad institucional
que caracteriza el ingreso en la Modernidad, desde el punto de vista de lo que
podemos llamar una antropología de la credibilidad, de la forma específica de
relación con el Otro y consigo mismo que se le exige a todo presente.
En un certero artículo (“Las revoluciones de lo ‘creíble’”), despliega este problema,
con la desintegración contemporánea de las autoridades tradicionales como telón de
fondo. La autoridad, elemento “que no se revela indispensable sino cuando falta o se
pudre” (de Certeau: 1993, 17). La credibilidad de la autoridad, ese “aire que hace a
una sociedad respirar” (de lo que podríamos, por cierto, tomar buena nota hoy),
“condición latente y móvil de toda organización social”, única que permite al
individuo “articular su relación con los otros con su relación con una verdad”, es
aquello tan imposible de alcanzar como de renunciar a ello.
Su disolución, sólo constatable post festum, la ilustra de Certeau con el exilio de la
Gloria del Señor en la Merkabá del Templo hacia Babilonia del que nos habla
Ezequiel. Asimismo, asistimos hoy a un desajuste similar, la visibilidad institucional,
los muros de Jerusalén, y la imposibilidad de una adhesión (el espíritu en Babilonia),
desplazada por las “revoluciones de lo creíble”, que “reorganizan subrepticiamente
las autoridades recibidas,…, trabajo secreto al que las representaciones públicas no
pueden permanecer extrañas sin tornarse una fachada insignificante”.
El déficit de mediaciones que se deriva del estatuto fantasmático de la autoridad y de
su fragmentación en la incipiente Modernidad será, como veremos, el punto de
anclaje de su lectura de los místicos, únicos que se entregaron, según de Certeau, a la
infinita tarea de la ruptura instauradora de la fe en un contexto, el moderno, en que
“la propia noción de un cuerpo social indisolublemente ligado a la confesión de una
verdad…resulta impensable” (de Certeau: 2006b, 98).

1. La fábula mística, reverso de la Modernidad

Benjamin Nelson, uno de los mayores preservadores del legado weberiano, ha


podido afirmar, a colación de Pedro Abelardo y de su énfasis en la imputabilidad
individual la acción por la intentio, que la modernidad emerge propulsada por la noción
de conscientia, en tanto que lógica de la decisión y búsqueda de certeza radical
(conciencia vs. consciencia), aparejada al derrumbe de las representaciones colectivas
que caracterizan a la tipología del ethos “sacro-mágico”, ya puesta en cuestión por esa
estructura epistémica específica (consciencia) de la fe que llegó a ser la teología
cristiana, “ya presentimiento de la ulterior fase en la evolución de la conciencia, del
paso a la racionalización de los contenidos de la fe, esto es, del análisis sistemático de
los contenidos y pruebas para la fe, del surgimiento de una ciencia” (Nelson: 1977, 78)2.
Su interpretación de la certeza científica como certitudo salutis (sobre su estudio de la
usura y el tránsito capitalista de la fraternidad tribal a la alteridad universal hablaremos
luego) en el mundo copernicano podría ubicarse en una historia de las metáforas del
hombre moderno y sus autoafirmaciones, como por ejemplo la que nos legó Hans
Blumenberg.
Para de Certeau, la clave de todo el proceso de modernización es también la
erosión de la colectividad o catolicidad de las representaciones, consecuencia paradójica
o dialéctica de la propia matriz teológica de dicho proceso (como en el caso de la

2
Cfr. un ejemplo entre millares, muy a tener en cuenta en tanto que extrae todas la consecuencias
de la crisis de credibilidad que aquí examinaremos desde distintos ángulos: Calvino, Institución, I, c. VII,
2. (trad. de Cipriano de Valera): “Pues si esto es así [si la Iglesia es la encargada de custodiar la
Revelación y no la comunión en el Espíritu Santo], ¿qué será de las pobres conciencias que buscan una
firme certidumbre de la vida eterna, si todas cuantas promesas nos son hechas se apoyan en el solo
capricho de los hombres? Cuando oyeren que basta que la Iglesia lo haya determinado así, ¿podrán por
ventura tranquilizarse con tal respuesta?”.
ciencia). De tal erosión, según su lectura, los místicos habrían levantado acta con mayor
ahínco aún que los Galileo, Descartes y compañía. Sobre todo debido a que se
enfrentaron abiertamente a una cierta desestabilización discursiva que el discurso de la
ciencia procuró encubrir, erigiéndose en garantía objetiva de la certeza subjetiva que se
albergaba, o más bien, se pretendía producir. El místico abandona más abruptamente el
universo medieval de la jerarquización de los saberes y de la validez de los enunciados,
practicando la brecha específicamente moderna entre saber y verdad (psicoanálisis) o
saber y amor, que la racionalidad teológica anterior conseguía ensamblar y articular. La
ciencia mística, por el contrario busca “exhumar los postulados de una creencia que
pierde sus objetos” (de Certeau: 2013, 21)3. Que esa pérdida de objeto tuviese que
levantar asperezas y resucitar las viejas denuncias por “ateísmo” que se lanzaron contra
los primeros cristianos, era poco menos que de esperar.
Su condición de fábula (de fateor, “hablar”) le viene a la mística de constituir una
transformación de la experiencia de la palabra en el contexto de su inaccesibilidad y de
su implausibilidad (para la Aufklärung, “habla que no sabe lo que dice”, y es por ello
que de Certeau juega paronomásticamente con la fable mystique y la faiblesse de
croire). Habrá que ahondar todavía en ello, pero apuntemos ya que aquí reside uno de
los porqués de la proliferación de la literatura mística en el mundo católico, pues en el
reformado, haciendo pie en la sola fides y la sola scriptura luteranas, se creyó
(ingenuamente, por otra parte, como la teología liberal decimonónica vendría a
corroborar) salvaguardar la escucha unívoca de la Palabra a despecho de la corrupción
institucional, indiferente ante el hecho de que ya no haya un espacio autónomo en que
discutir de verdades y pruebas. Tal indiferencia se torna trauma en el místico, de donde
le viene la importantísima función epistemológica que ostenta: dada su ilocalizabilidad
en la tecnificación de los saberes (erosión de la filosofía, en el fondo de la teología), la

3
En cierto modo, en sus crisis personales, el místico afronta y tematiza explícitamente una crisis
colectiva, pero de la que el sedicente creyente común busca desentenderse. De ahí que ante el mínimo
cuestionamiento de la consistencia y sinceridad de la fe, se les endilgase la etiqueta de luteranos (Juan de
Valdés, Juan de Cazalla, etc.), despachando rápidamente el problema sin percatarse en absoluto de la
radicalidad del mismo. Otro ejemplo entre millares: Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, XXX, 12:
“El amor tiene tan tibio que, si oye hablar en Él, escucha como una cosa que cree ser el que es porque lo
tiene la Iglesia; mas no hay memoria de lo que ha espirimentado en sí. Irse a rezar no es sino más
congoja, u estar en soledad; porque el tormento que en sí se siente, sin saber de qué, es incomportable. A
mi parecer, es un poco del traslado de el infierno. …, porque el alma se quema en sí, sin saber quién ni
por dónde lo ponen fuego, ni cómo huir de él, ni con qué le matar”.
mística es la una experiencia moderna que plantea la pregunta por la estructura
compartida de nuestro mundo a pesar de la fragmentación institucional.
Como factor decisivo en todo esto de Certeau detecta correctamente la imposición
del humanismo nacional secularizante de la razón de estado como legalidad
imperante, que habría de ser mucho más traumático allí donde la vida popular seguía
siendo modelada por la desterritorialización del catolicismo, de cuya fuerza se
apropió la teología política moderna, tan pagana, de la soberanía absoluta:
Lo que es nuevo, no es la ideología religiosa (el poder impone un retorno a la
ortodoxia católica), sino la práctica que en lo sucesivo hace funcionar a la religión al
servicio de una política del orden. La investidura religiosa con la que se acredita este
orden, está destinada a ganarse las organizaciones existentes y a consolidar la unidad
política. En este nivel, el “sistema” cristiano, debilitado, se transforma en teatro sagrado
del sistema que le sucede, asegurando así el tránsito de las conciencias cristianas hacia
una nueva moralidad pública. (de Certeau: 2006, 160)
El caso español es, como todos sabemos, especialmente clamoroso al respecto, lo
cual contribuyó en no escasa medida, si seguimos a Américo Castro, Bataillon, etc., a
la tonalidad desgarrada de nuestros místicos, emparentada con una cierta “melancolía
judía” que, de La Celestina a Fray Luis, recorre no pocos de nuestros hitos literarios.
Expresión esencial de nuestra edad conflictiva, la formación de la corona hispánica
uniformiza con su dispositivo del cristiano viejo la difícil complejidad intercastiza de
la vida medieval, que algunos de nuestros conversos, con Alonso de Cartagena a la
cabeza, quisieron reformular en términos universalistas desde una tradición paulina
del cuerpo místico, no siempre bien atendida, .
Diagnóstico que compartirían en divergente acuerdo un Hobbes y un Pascal (y
más acá un Kierkegaard), se trata de que, contra todas las apariencias (¿o gracias a
ellas?), lo cristiano queda excluido por principio de entre las realidades civiles, una vez
perdida la capacidad eclesial de generar referencias integradoras de la vida social,
referencias que, por ende, tienden a multiplicarse y a colisionar entre sí (cfr. el
weberiano politeísmo de los valores). Con ello, el sentido cristiano sale de la órbita del
Logos que verificaba sus prácticas, revelando su incompatibilidad con la axiomática
vigente de la autoafirmación.
No en vano, de Certeau sitúa su trabajo en la senda abierta por el que fuera su
maestro H. de Lubac y su magnífica obra Corpus mysticum, estudio en que se recorren
las metamorfosis de tal noción, de la Eucaristía a la Iglesia. Para de Lubac, los términos
mysterium y mysticum conciliaban toda una pluralidad semántica al estar orientados, no
tanto a la disquisición dogmática (la que haría que el debate moderno se atascase en una
apologética estéril de la “presencia real”), cuanto a la dimensión de la acción
institucional. Palmaria muestra de la verificabilidad medieval, mysticum, aplicado al hoc
est corpus meum eucarístico, “concierne no tanto al signo aparente o, por el contrario, a
la realidad velada, cuanto más bien al uno y a la otra en conjunto: a su relación, a su
unión, a su mutua implicación, al tránsito del uno a la otra o a la penetración del uno en
la otra” (de Lubac: 1968, 71).
Cuando ecclesia y oikoumene se deslindan al disolverse el vínculo profundo de la
significatio eucarística, justo en ese momento surge la (como protestará Kierkegaard)
engañosa idea de christianitas que llevará a una circunscripción del término corpus
mysticum al orden jurídico, en analogía a todas las sociedades humanas. Santo Tomás
habría sido el último en distinguir con acribia entre corpus mysticum y corpus naturale
(S. Th., III, q.8, a.3): el primero, aquél cuyos miembros no son todos simultáneos (cuya
jurisdicción no es el solo presente, digamos), constituido por hombres desde el principio
al fin del mundo (puede recordarse al respecto la importancia jurídico-política que
Rosenstock le otorga a la festividad de las Ánimas), una suerte de ecclesia in potentia, a
la que se accede por la fe, se transita por la caritas viae, y se arriba a la fruitio patriae
en ese “cuerpo glorioso” que siempre falta.
Que la Iglesia institucionalmente identificable, y ya no el sacramento de la
comunión, se tornase corpus mysticum responde, puntualiza de Certeau, a una
“estrategia de lo visible” que el joven Schmitt describió genialmente en un juvenil
artículo y que se inicia con la “revolución papal” de Gregorio VII y se agudiza a partir
de los ss. XII-XIV, en los que con acierto se tiende cada vez más a ver los verdaderos
inicios de la Modernidad europea. Sus rasgos fundamentales son la organización y
centralización administrativas; el avance hacia la burocratización; eliminación de
poderes intermedios; democratización pasiva; nivelación de los dominados;
tecnificación del saber de elites mediante la profesionalización e internacionalización de
la teología, en detrimento de la “devoción” popular rural; racionalización del derecho,
extensión omnímoda de la práctica pastoral de la confesión a partir del IV Lateranense;
etc. (Weber: 1993, 740).
“El cuerpo eclesial se refuerza. Se clericaliza. Se espesa. Deviene ‘místico’ lo que
deja de tener la ‘transparencia’ del signo (comunitario)” (de Certeau: 2006c, 92-93).
De un modo un tanto efectista, de Certeau hace prolongar tal línea clericalizante hasta el
L’État c’est moi, secularización autorreferencial de la Iglesia visible. Hace ya algunas
décadas que Hans Blumenberg nos precavió de no aceptar tal teorema de un modo
excesivamente unilateral, si bien alguna verdad contiene.
En el fondo, toda esta estrategia no era sino síntoma del atolladero insoslayable en
que se hallaba la Iglesia Católica: por un lado, la apologética antiprotestante obligaba a
la afirmación de la visibilidad; por otro, búsqueda de un cierto “espiritualismo” como
contrapunto a la politización autónoma del Estado naciente.
Hubo que esperar en torno al s. XVI para hacer la traumática experiencia del
fracaso de tal estrategia, toda vez que sus presupuestos (no en última instancia
ontológicos, como ha expuesto magníficamente Peñalver sobre la mística y el fin de la
analogia entis) se hubieron desvanecido. Dice de Certeau, muy cercano al Foucault de
Las palabras y las cosas:
Cuanto más difícil se hace pensar que los hechos deletrean sentido-un sentido
que sería conducido a la legibilidad por las cosas mismas-, más necesario parece generar
primero una “razón” mediante textos, y después, hechos (una “experiencia” y/o un
cuerpo) para esta razón…Construir una “ratio” (un orden) mediante el discurso y re-
formar lo real sobre este modelo, … Son las dos operaciones que la imposibilidad de
reconocer y de aplicar un orden inscrito en las cosas hace necesarias. Simplificando, la
ilegibilidad de la Providencia hace urgente y universal la producción de un cuerpo de
sentido, programa tan esencial a la empresa de Maquiavelo como a la de los místicos.
(de Certeau: 2006c, 97).
La abisalidad de la experiencia mística presupone la desontologización del
lenguaje, cuyo origen habría que remontar al nominalismo de Occam y, más allá, al
incipiente voluntarismo de Duns Scoto y la potentia absoluta, que suspende toda la
legibilidad analógica en esa incertidumbre epistémica-certeza de la fe de la que
Descartes y sus compañeros tratarán de zafarse tan denodadamente mediante el recurso
a la matematización. Para de Certeau, habría una línea que lleva del entia non sunt
multiplicanda a la aún más acerada navaja de la circuncisión mística (el Carmelo,
“monte de la circuncisión”). Repitiendo la veterotestamentaria omnipresente ausencia
del Señor (la espera de Elías en 1 Re, 19, el Señor que no está en el viento, ni en el
temblor de tierras, ni en el fuego, sino en un leve y tenue ruah), veamos esta “práctica
del corte” en san Juan de la Cruz, que desbarata toda estructura analógica en el vértigo
de la asimetría radical, sin proporción:
Es, pues, de saber que, según regla de filosofía, todos los medios han de
ser proporcionados al fin, es a saber: que han de tener alguna conveniencia y
semejanza con el fin, tal que baste y sea suficiente para que por ello se pueda
conseguir el fin que se pretende.
(…) En lo cual hemos de advertir que, entre todas las criaturas superiores
ni inferiores, ninguna hay que próximamente junte con Dios ni tenga semejanza
con su ser, porque, aunque es verdad que todas ellas tienen, como dicen los
teólogos, cierta relación a Dios y rastro de Dios -…-, de Dios a ellas ningún
respecto hay ni semejanza esencial, antes la distancia que hay entre su divino ser
y el de ellas es infinita. Y por eso es imposible que el entendimiento pueda dar
en Dios por medio de las criaturas, ahora sean celestiales, ahora terrenas, por
cuanto no hay proporción de semejanza. (Subida al monte carmelo, II, 8, 3)
Y en otro lugar, comentando la canción “En la noche dichosa/en secreto, que
nadie me veía/ni yo miraba cosa/sin otra luz y guía/sino la que en el corazón ardía”, el
oscurecimiento profundo del lumen naturale:
No mirando el alma ni pudiendo mirar en nada, no se detiene en nada
fuera de Dios para ir a El, por cuanto va libre de los [obstáculos] de formas y
figuras y de las aprehensiones naturales, que son las que suelen empachar el alma
para no se unir en el siempre ser de Dios. (Noche oscura, II, 25, 3).
En clara divergencia con la solidez unitaria del latín medieval, lengua
conservadora y técnica, en alianza con las cosas, el habla mística se disgrega, en un
principio en bilingüismo con el latín (Eckhart), luego exclusivamente en las lenguas
vernáculas (en el caso español, idiosincráticamente, exceptuando a Llull sólo habrá
mística en romance, no conocemos ningún Bernardo de Claraval, Juan Gerson, Hugo de
san Víctor, etc.). Vernacularización paradójica que es en el fondo un “exilio semántico”,
un “desplazamiento del sentido”, pues lo que se hace no es inventar códigos nuevos
(cosa palmaria en el texto citado), sino transmutar, en lengua vulgar, el lenguaje normal
de la tradición separándolo de su significación, horadando un vacío en su fundamento
ontológico. En feliz metáfora, dice de Certeau: “trabajo de escultura,…significa
mediante lo que elimina” (2006c, 139).
Eliminando las cosas para regresar a las palabras, la mística radicaliza
lingüísticamente la experiencia ontológica medieval del origen, transformándola en una
relación siempre “desemejante”, “imperfecta”, con el mismo (el “¿Adónde te
escondiste/ Amado, y me dejaste con gemido?” del Cántico espiritual). Fiel reflejo (o
más bien, implacable y dolorosa denuncia) de una soledad (¿o un narcisismo?)
específicamente moderna, copernicana, la disociación mística de la enunciación con
respecto a la ordenación objetiva de lo enunciado, tiene su raíz en el no-lugar del yo
moderno en tanto que “espacio ‘utópico’, instituido en los márgenes de una realidad
histórica que se ha vuelto ilegible…,pero que ha sido creado por la agitación que
provoca en el lenguaje el deseo del otro” (de Certeau: 2006c, 162).
Lejos de la apátheia de la autosuficiencia estoica, que se halla a la base de todo
eso que llamamos mística neoplatónica (por ello, a desligar escrupulosamente de la
tradición que aquí estamos examinando), este “espacio utópico”, la “moradas”
teresianas, ponen de manifiesto una extrema fragilidad, una acusada vulnerabilidad que,
sin embargo, independiza y libera al alma del ciego acaecer (mecanicismo) justo por
mor de la precariedad del deseo, de esa plegaria (eúche) que, según apunta
(sintomáticamente con excesiva celeridad) Aristóteles en Perí Hermeneías, nos remite,
en su performatividad, más allá de los límites de la apóphansis.
Desde el psicoanálisis, nos ha hablado del estatuto lingüístico de la experiencia
del deseo y su relación con la mística Jacques Lacan. En su Seminario 20, Aún, toma el
eudemonismo aristotélico (fundado, en última instancia, en la preeminencia de la
articulación apofántica de la proposición sobre la plegaria) como paradigma más
acabado de lo que él llama la lógica masculina del todo, en cuya cúspide se sitúa
siempre la idea de la autosuficiencia (motor inmóvil, esfera suprema), de “la existencia
de un ser tal que todos los demás seres menos seres que él no pueden tener otra meta
que la de ser lo más ser que puedan” (Lacan: 1998, 100). La ruptura con esta estructura
mítica de la especulación antigua vendría dada por el surgimiento de una lógica
femenina del no-todo que habría aportado la experiencia cristiana del amor (de ahí la
feminidad de la mística, etc., Juan de la Cruz incluido), consistente como el
psicoanálisis, contra la autotrasparencia de la noesis noeseos, en “el hecho de que el
saber está en el Otro, que nada debe al ser a no ser el haber sido vehículo de su letra”
(Lacan: 1998, 118). Y que en el fondo remite a la tradición judía, para la cual lo menos
perfecto es simplemente lo que es, radicalmente imperfecto. “Que el pensamiento sólo
obre en el sentido de una ciencia cuando se le supone al pensar, es decir, cuando se
supone pensar al ser, es lo que funda la tradición filosófica a partir de Parménides”,
contra lo que la santidad (la separación, como Levinas lee el kadosh hebreo) de las
Santas Escrituras reside en no cesar de repetir “el fracaso de los intentos de una
sabiduría cuyo testimonio fuera el ser” (Lacan: 1998, 138-139). Así la mística, al
descubrir la palabra (la significancia) como lugar del Otro, llega a un goce más allá del
principio (ontológico, pues siempre se rige según el to on) del placer, a un goce que se
siente y del que nada se sabe.
No puedo resistirme a mentar aquí al gran Franz Rosenzweig, para quien toda la
Biblia, podríamos entenderlo así, no sería sino una subsanación de las omisiones del
pasaje aristotélico. Cabría preguntarse si su sano escepticismo judío (como el de
Levinas, explícitamente hostil a la mística) no estaría parcialmente anticipado en la
también bastante escéptica circuncisión mística arriba referida. Estaríamos hablando,
pues, de un malentendido: columbro que ellos sólo piensan en la tradición neoplatónica
de la teología negativa, perdiéndose así todas las especificidades de la mística moderna,
sobre todo la española, tan atenta al prójimo, a la vinculación común en el amor.
Piénsese en la infatigable labor teresiana recogida en las Fundaciones, en Juan de Ávila
y su meditación sobre la imbricación del amor de Dios y del prójimo en el Audi filia, en
los Dichos de luz y amor 8 y 9 de san Juan de la Cruz: “El que a solas cae, a solas está
caído y tiene en poco su alma, pues de sí solo la fía. (…) Mira que más pueden dos
juntos que uno solo”, etc.
Encuentro sumamente instructiva, para esclarecer esta cuestión de la
“modernidad” del místico, la comparación con la delimitación kantiana del alcance de la
causalidad natural (en la misma vena trágica de Pascal, si hacemos caso de Lucien
Goldmann), como propone el propio de Certeau: “Los místicos entienden que el deseo
se declara en el umbral del discurso como el motor mismo de su desarrollo, pero, con el
volo, operación y decisión del querer en el ‘interior’, aíslan la hipótesis, teórica y
necesaria, de una autonomía que no depende ni de sus objetos ni de las circunstancias.
El espacio de ‘lo interior’ corresponde a la liberación del principio ético” (de Certeau:
2006c, 172). Eso “interior”, vacío y desnudo (universalizable), que excluye aun las
propias inclinaciones (las Neigungen kantianas), aparentemente interiores.
De nuevo, atendamos a los Dichos, que pasan inexplicablemente desapercibidos
en los estudios sanjuanistas, y de donde se podrían extraer algunas de las más
contundentes refutaciones a la ecuación mística-nihilismo, que acaso sólo a casos
peculiares como el de un Molinos sea aplicable:
15. Niega tus deseos, y hallarás lo que desea tu corazón. ¿Qué sabes tú si
tu apetito es según Dios?
19. Más agrada a Dios el alma que con sequedad y trabajo se sujeta a lo
que es razón, que la que, faltando en esto, hace todas sus cosas con consolación.
24. La mosca que a la miel se arrima impide su vuelo; y el alma que se
quiera estar asida al sabor del espíritu impide su libertad y contemplación.
34. Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por
tanto, sólo Dios es digno de él.
58. No pienses que el agradar a Dios está tanto en obrar mucho como en
obrarlo con buena voluntad, sin propiedad y respectos.
70. Mira que no reina Dios sino en el alma pacífica y desinteresada.
72….Considera lo que Dios querrá y hazlo, que por ahí safisfarás mejor
tu corazón que con aquello a que tú te inclinas.
Haciendo nuestras las reflexiones de Goldmann sobre la visión trágica (no así, lo
que él llama su superación dialéctica en Hegel y Marx), partiremos del presupuesto de
la imposibilidad de toda realidad moral, de no adscribírsele una región propia y
exclusiva en que la acción pueda ser juzgada, dicho un tanto burdamente, por relación a
un conjunto de normas que trasciendan el radio de la acción misma. Para Goldmann fue
el pensamiento trágico el que puso el dedo en la llaga de la aporía racionalista-burguesa:
la reificación, la falta de lo común (individualismo; disolución de la norma compartida)
y de universo o Lebenswelt (espacio infinito), que tomada en toda su radicalidad, sin el
subterfugio engañoso del divertissement o de la cháchara kierkegaardiana, hacen la
perspectiva de habitar un mundo semejante simplemente intolerable.
La exigencia perentoria de la fe (que no pasa por una modificación o adaptación
de la imagen moderna del mundo, o, como quiso Heidegger, del mundo moderno como
imagen, sino por su mucho menos cándida y más eficaz puesta entre paréntesis) en el
Dios absolutamente ausente y absolutamente presente que hace tambalearse el diseño de
la mathesis universalis, que le socava su ultimidad, que le muestra muy a las claras que,
como dijera Zubiri, está pendiendo en el horizonte de la nihilidad. Yo diría que el Dios
de san Juan de la Cruz es también un Dios trágico en ese sentido: su presencia
acosadora le sustrae al mundo toda sustancia y realidad, al mismo tiempo que su no
menos radical ausencia hace del mundo la única realidad frente a la cual se sitúa el
hombre, y a la que ha de oponerle su exigencia absoluta.
Insobornable conflicto entre la desesperación y la fe (más perceptible, cierto es, en
Pascal que en Kant, en quien, no obstante, no deja de tener sus resonancias en el pathos
de lo sublime, el cielo estrellado, etc.) que la roma “certeza” cartesiana se ahorra de un
plumazo, el “humilde del sinsentido” (Lezama Lima) supo también algo de él, cuya
tensión no creo que mitigue tanto el estadio unitivo como acostumbramos a dar por
sentado:
Esta pena y sentimiento de la ausencia de Dios suele ser tan grande en los que van
llegándose a perfección al tiempo de estas divinas heridas, que, si no proveyese el Señor,
morirían, porque, como tienen el paladar de la voluntad y el espíritu limpio y sano bien
dispuesto para Dios, y en lo dicho se les da a gustar algo de la dulzura de el amor que ellos
sobre todo modo apetecen, padecen sobre todo modo; porque, como por resquicios se les
muestra un inmenso bien y no se les concede, así es inefable la pena y el tormento. (Cántico
A, Canc.1., 22)
Formidable complexio oppositorum, en la pétrea mudez de los espacios infinitos
vislumbrar, negándola, una exigencia plena de verdad, la única que esta conciencia
desgraciada admite. Exigencia que no es sino una total inversión de los valores, valores
que, en el caso de Pascal, correspondían al tipo humano del burgués recién formado, tan
precisa y esclarecedoramente descrito por Bernhard Groethuysen, a quien habrá que
retornar luego. El escrito Sobre la conversión del pecador no parece tener otras miras
que destrozar la plácida inercia cotidiana, haciendo despertar ese sentimiento de la
ausencia de Dios, indicio de que se ha operado ya tan abisal transformación: la nueva
luz que Dios infunde en el alma “le causa temor y perturba el reposo que antes
encontraba en las cosas en que se deleitaba”; “un escrúpulo continuo la combate en este
goce”, hasta que “comienza a asombrarse de la ceguera en que ha vivido, y cuando
considera, por una parte, el largo tiempo que ha vivido sin hacer estas reflexiones y el
gran número de personas que viven de tal manera, y, por otra parte, cuán constante cosa
es que el alma, siendo como es inmortal, no puede encontrar su felicidad entre las cosas
perecederas, que le serán arrebatadas al menos con la muerte, entra en una santa
confusión y en un estupor que le provoca una perturbación bien salutífera”.
En esta actitud, nada amiga de las componendas, hunde sus raíces el “todo o
nada” pascaliano, que en parte es el de los místicos. “Todo o nada” que está en el origen
de toda filosofía verdaderamente práctica, esto es, que desborde el marco del
panhedonismo moral que, más o menos larvado, modula toda ética que no pase por el
fuego del purgatorio trágico-místico (así, Jacques Lacan pudo hablarnos del carácter
hedonista de toda ética anterior al “más allá del principio del placer”, o el paso
weberiano de la ética de convicción a la de responsabilidad). El ¿Qué debo hacer?
kantiano no cabe afrontarlo sino con un principio del actuar a la altura de una exigencia
de universalidad independiente de toda motivación (la rosa sin porqué de Silesius; amar
a Dios aunque me condene, leemos en el Audi Filia de Juan de Ávila, e incluso, etsi
Deus non daretur, si no hubiese “infierno que amenazase”, ni “paraíso que convidase”,
muy en la línea del soneto a él atribuido No me mueve, mi Dios, para quererte), sea ésta
de la índole que sea, egoísta o racional, será siempre hedonista. Actuar refiriendo la
acción única y exclusivamente a la eternidad (universalizabilidad de la ley moral; vivir,
para que la pasión no perjudique, como si no nos quedasen más que ocho días en la
Pensée 345 de Br., etc.), he ahí la irrealizable exigencia, la tarea infinita de la verdadera
dimensión moral que descubre el pensamiento trágico con su puesta entre paréntesis
(que no negación ascética; en todo caso, negación mundana del mundo, como dice
Goldmann) de la inserción mundana de la acción.
Amiel: el deber, la única instancia que nos introduce en el mundo desligándonos
de él, revelando la insuficiencia absoluta de toda realidad mundana y al mismo tiempo la
imposibilidad de desinteresarse del mundo.
Los místicos, Pascal y Kant alcanzaron la plena madurez del hombre moderno:
estar sin estar en el mundo, pero sin caer en el narcisismo de la ascesis intramundana
que, al ensimismarse en la certitudo salutis de la predestinación calvinista, tuvo que
evolucionar hacia lo que Weber y Troeltsch definieron tipológicamente como secta
(dicho más lisa y llanamente, tuvo que olvidarse de la caridad, o, al menos, otorgarle un
sentido muy otro). No que mi salvación y la condenación del réprobo estén ya
decretadas irrevocablemente, sino que yo me crea en conocimiento de tal decreto (tal
sería el reverso soteriológico de la imagen mecanicista del mundo) corta mis lazos con
él, volcándome en la prosperidad de una actividad que me reafirma en mi certeza de
salvación. Esto es sin duda lo que estaba en juego en Trento al calificar de herejía la
certitudo salutis.
Veamos cómo asume Pascal la insondabilidad de la gracia calvinista (en realidad,
visión parcial de la agustiniana), por así decirlo, desde perspectiva católica, en los Écrits
sur la Grâce:
Todos los hombres…están obligados a creer, pero con una creencia mezclada de
temor y que no va acompañada de certidumbre, que figuran en ese pequeño número de
Elegidos que Jesucristo quiere salvar, y están obligados también a no juzgar nunca que
ninguno de los hombres que viven en la tierra, por malvados e impíos que sean,
mientras les quede un momento de vida, no figuran entre los Predestinados, dejando al
secreto impenetrable de Dios el discernimiento de Elegidos y réprobos. Lo cual obliga a
hacer por sí solo todo lo que puede contribuir a la salvación. [subrayado mío]
Así reformula pascalianamente Goldmann el imperativo categórico: “Actúa hacia
todo hombre, cualquiera que sea, hacia el peor y hacia el mejor, como si Dios hubiera
de servirse de tu acción para salvarle” (1968: 286). Tal vez sea ingenuo, pero creo que
esta actitud tiene que ver con el catolicismo de Pascal, consecuentemente crítico. Parte
de la aplicación de la percepción calvinista de la abisal corrupción de la naturaleza
humana a los conflictos internos del individuo, cuestión que en el propio calvinismo,
aun con todo su pesimismo de base, no podía plantearse, dada la obviedad con que se
hacía valer el ethos capitalista, para el cual la única vía de escape a los conflictos era la
ascesis intramundana: desde ésta la cuestión de cómo hacer posible una “buena vida” no
es tal, es improblemática (esto es, sospecho, lo que Weber tenía en mente al calificar la
racionalización puritana como tendiente hacia lo irracional). Tendría que ser un
católico como Pascal (un católico nada ordinario, cierto es) quien, aceptando
plenamente el pesimismo hobbesiano-calvinista, arrojase la acuciante pregunta de
“cómo, bajo estas circunstancias [el capitalismo], sea conciliable la abyecta vida del
individuo con una esperanza de redención” (Borkenau: 1971, 490). Pascal habría sido
quien con más perspicacia sintiese la aporía constitutiva de la personalidad capitalista,
el problema del “sentido de la vida”, inexistente cuando el hombre está en armonía con
su conciencia moral o cuando se entrega satisfechamente al placer. Presupone éste,
pues, la esquizofrénica confluencia del más elemental egoísmo con la ascesis
intramundana: “inevitablemente la vida humana es un camino constante en la lucha por
satisfacciones y justo por ello las satisfacciones se hacen imposibles. El ‘sentido’ es una
satisfacción de la vida entera, que trasciende todo acto concreto de tal vida” (Borkenau:
1971, 517). No parece descabellado pensar aquí en la imposibilidad de detenerse en el
aumento de la plusvalía/plus-de-goce: “Nunca buscamos las cosas, sino la búsqueda de
las cosas” (Pensée 135).

2. La ascesis intramundana y la religión del capitalismo

En toda esta línea que hemos venido esbozando, se vislumbra algo así como un
proyecto (mucho me temo que truncado) de Modernidad alternativa. Habrá que atender
ahora, por así decirlo, a la Modernidad fáctica, capitalista.
Que la mística y la Reforma compartieron una misma inquietud y desorientación
es algo en lo que huelga insistir. Marcel Bataillon escrutó las vicisitudes de esta afinidad
electiva por la Península Ibérica hace ya bastante tiempo. Ahora me propongo
considerar en dónde estriban las inconciliables divergencias que a mi juicio también se
dieron. Defenderé que desde la descripción weberiana del ethos capitalista podemos
llegar a la conclusión de la incompatibilidad con éste de lo que con de Certeau hemos
llamado la “fábula mística”.
Ya que hemos hablado de Pascal, antes de penetrar en la Ética protestante, me
detendré en lo que entiendo ser su contrapartida católica, la formación de la conciencia
burguesa en Francia, algo así como una ética protestante en el vacío, pero que detenta
ciertas notas comunes. Groethuysen lo ha trabajado excelentemente: el burgués en el
mundo católico surge de una crisis extrema de credibilidad, mediante la cual un tipo
humano se desvincula de la Iglesia, realidad social omnímoda, o mejor, cemento de la
sociedad, sin abrazar doctrinas sustitutivas, bastándose a sí mismo en la acción, en la
inmanencia concéntrica, en la autonomía de la vida. El mundo, que se presenta en la
reflexión (burguesía-reflexividad) más extraño que nunca, pierde su extrañeza en la
conducta práctica.
Se trata de una crisis cuasi-trascendental: no pone en cuestión contenidos parciales
sino cómo es posible creer en general. La disolución de la fe como unidad viviente
constriñó a la Iglesia a entrarle al trapo al laico cultivado, aceptando ella también la
separación del símbolo y la palabra (aislabilidad de ciertos aspectos dogmáticos,
susceptibles de ser sometidos a discusión por separado; recurso a ficciones
probabilistas, etc.); concesiones que, no obstante, no acertaron a crear unos valores de
autoafirmación que encajasen en el proyecto burgués, que en realidad no precisaba más
que de la neutralización de ámbitos cada vez más amplios de la vida en que poder
canalizar su laboriosidad (divertissement, para Pascal huida de sí por una actividad
dirigida hacia fuera). La más decisiva de las neutralizaciones burguesas fue la
desaparición de la gran antinomia cristiana entre caritas y concupiscentia, emergiendo
una suerte de “tercer reino” que “va conviertiéndose con el tiempo cada vez más en lo
verdaderamente real, en la realidad de la vida misma” (Groethuysen: 1981, 212). El
burgués reconoce sus principios y normas, mas sin necesidad de justificarlos con
razones que vayan más allá de la autofinalidad consciente del trabajo, criticada
aceradamente tanto por jansenistas como por jesuitas, que detectaron correctamente que
le faltaba el ad majorem Dei gloriam que le da el empaque necesario a toda actividad
honesta consigo misma. De lo que no se apercibieron es de que el ad majorem Dei
gloriam sí modelaba el ethos del puritano, del cual el del burgués francés no era sino
pálido reflejo, y que ahora, para concluir, pasamos a examinar.
Si bien fue Lutero quien descubrió inauditas dimensiones de la “vocación”, del
Beruf, “que el más noble contenido de la propia conducta moral [o transmoral, cabría
decir con el Tillich de La Era Protestante4] consistía justamente en sentir como un

4
Nelson habla de “antinomismo ultranominalista” luterano, condensado en toda su virulencia en
De la libertad del cristiano, que al situar al verdadero cristiano fuera de la ley, cuyo único cometido es
contener la depravación del mundo sumido en el pecado, le sustrae a la ética cristiana toda su fuerza
deber el cumplimiento de la tarea profesional en el mundo” (Weber: 1998, 74), fue en
un contexto calvinista donde se llegó a la idea de inamisibilidad de la gracia e
insalvabilidad del pecador, llevando a su extremo el radical abandono de toda
posibilidad eclesiástico-sacramental de salvación (cuestionar el lugar común weberiano:
catolicismo/magia sacramental-calvinismo/desencanto: el desencanto proviene de la
racionalización que la ruptura teocrática de Israel desencadenó, a la cual tanto la
sumisión luterana a la Obrigkeit temporal como el republicanismo calvinista, asentado
como estaba en la homogeneización jurídica adecuada a las necesidades de la burguesía,
de la que nacerían los “Derechos del Hombre” y aun la “libertad de conciencia”, en
definitiva lo que Michael Walzer llamó la “política radical”5, renuncian), esto es, de
toda caritas en el sentido que tradicionalmente se le había dado. Como mostró
magistralmente Benjamin Nelson en su estudio de la usura, Calvino no se desprende de
la idea deuteronómico-cristiana de fraternidad, sino que la “transvaloriza”, hace que el
hermano sea alguien a quien lícitamente se le puede prestar con usura, esto es,
universaliza, atenuándola, la propia idea de fraternidad: “La tragedia de la historia moral
consiste en que la expansión del área de comunidad moral ha sido ordinariamente
alcanzada mediante el sacrificio de la intensidad del vínculo moral, o, por evocar el
lema de este trabajo [“de la fraternidad tribal a la extrañeza-alteridad universal”], en que
todos los hombres han estado convirtiéndose en hermanos al convertirse en no menor
medida en extraños” (Nelson: 1969, 136). Así, Calvino pudo suprimir, por así decirlo,
las dimensiones “kenóticas” del amor al prójimo, el cual se cumpliría ya con los
preceptos para mayor gloria de Dios, entre los que figura, como venimos repitiendo, la
acumulación de capital como confirmación de la certitudo salutis. “Con esto ya se da al
prójimo lo que se le debe, y todo lo demás corre a cargo de Dios” (Weber: 1998, 104).
Antes aludíamos al narcisismo de la certitudo salutis: acabaría cristalizando en esa
teoría del “individualismo posesivo” en que arraiga, por desgracia, buena parte de

profético-teocrática, veterotestamentaria. “Al exaltar la ‘conciencia’ a expensas de la ‘ley’ y la


‘casuística’, contribuyó a demoler la armazón misma que la conciencia inevitablemente genera en su
esfuerzo por hacerse efectiva en el mundo. Al insistir en la total indignidad del hombre para merecer la
gracia y al arrojarlo enteramente a la misericordia de Dios, hizo posible para muchos justificar más
fácilmente su egoísmo e irresponsabilidad en la vida social” (Nelson: 1969, 67, subrayado mío).

5
Según Walzer, sólo del sentido calvinista de la autodisciplina podía nacer una nueva integración
de hombres privados, el santo y el ciudadano, “basada en una visión novedosa de la política como labor
minuciosa y continua” (2008, 16).
nuestra tradición liberal moderna según el conocido estudio de Macpherson. Para trazar
tal genealogía, Weber nos ofrece no pocas claves6. Insuperables son al respecto las
páginas en que trata de la advertencia puritana (que erróneamente atribuye también a
Pascal, cuyo análisis de Trento en los Écrits sur la Grâce no parece haber leído,
olvidándose de en quien sería más obvio pensar, Hobbes) “de no confiar demasiado en
la ayuda y la amistad de los hombres” (Weber: 1998, 100). Mediante una
psicologización de la caridad (que era en el fondo su despersonalización, mas de una
manera muy otra que en la tecnificación ignaciana, como apuntaremos) el calvinista
pasó a verificar su relación con Dios únicamente en el más profundo aislamiento
interior. De ahí el carácter estratégico, germen del utilitarismo de un Bentham, de su
eclesiología, regida por el principio de lo zweckrationell. Sigue vigente el extra
ecclesiam nulla salus, pero la implicación en la Iglesia, por cierto que invisible, está
exenta de toda afectividad, dándole ese tono apático tan característico, según Weber, de
las organizaciones sociales en los pueblos de pasado puritano (cfr. en Freud la
relevancia del estancamiento en el estadio narcisista-primario, incapaz de una carga
libidinal de objeto externo, en la etiología de ciertas psicosis…). Dice Weber en una
nota tan abigarrada como clarividente: “Precisamente éste [el vigor psicológico del
calvinismo, que, dado su origen en la certitudo salutis, yo estaría tentado a equiparar a
las ‘manías de grandeza’ que Freud adscribía a la introversión narcisista de la libido
retraída en el yo] llevó la realización de su tendencia comunitaria fuera del esquema de
la comunidad eclesiástica ‘en el mundo’ prescrita por Dios. Aquí es decisiva la creencia
de que el cristiano comprueba su gracia obrando in majorem Dei gloriam; y es evidente
que el marcado aborrecimiento a toda idolatría y a la afección a las relaciones
personales con los hombres tenía que conducir inconscientemente estas energías por

6
Si bien era perfectamente consciente de que lo que acabó siendo el capitalismo victorioso con su
“petrificación mecanizada” en Estados Unidos había empezado a tener más que ver con el sport que con
la ética protestante, renunciando a explicarse, con indolente laxitud, el porqué de la inexorable
constricción del Beruf y entregándose a las irreflexivas inercias de quienes proféticamente Nietzsche
llamaría “los últimos hombres” (Weber: 1998, 200). Observación que parece no tener en cuenta Walzer al
reprocharle a Weber su ecuación puritano-capitalista. En realidad, viene a decir lo mismo: “El liberalismo
y el capitalismo sólo aparecen cuando cobran carácter secular, es decir, una vez que el puritanismo se ha
agotado como fuerza creadora. El triunfo generalizado de dichas corrientes en la sociedad occidental
moderna parece requerir como elemento esencial una cierta libertad respecto de los controles y los
escrúpulos religiosos. […] Al mismo tiempo, no obstante, el entusiasmo radical contribuyó, en los años
previos a su declinación, a dar forma a la base disciplinaria de la economía y la política nuevas. […] Hay
una interdependencia histórica que no es fácil de comprender -…- entre disciplina y libertad, o, más bien,
entre disciplina y cierta clase de libertad” (Walzer, 2008, 323).
vías del obrar objetivo (impersonal). […] Toda relación sentimental –es decir, no
justificada racionalmente – entre hombre y hombre corre el riesgo de incurrir fácilmente
en el anatema de idolatría por parte de la ética puritana y ascética en general”. Y cita el
Christian Directory de Richard Baxter: “It is an irrational and not fit for a creature to
love any one farther than reason will allow us…It very often taketh up men’s minds so
as to hinder their love of God” (Weber: 1998, 102-103).
Con ese su raro don de localizar ejemplos literarios para sus tipos ideales
(recuérdense las impactantes líneas sobre Tolstoi y el problema burgués de la muerte en
La Ciencia como vocación), evoca Weber al Christian del Pilgrim’s Progress de
Bunyan, a quien no le dolieron prendas en desprenderse sin demasiados miramientos de
mujer e hijos para abandonar la Ciudad de la Destrucción. Los siguientes versos
muestran descaradamente el objeto de su peregrinaje: “Here I have seen things rare, and
profitable / Things pleasant, dreadful, things to make me stable / In what I have began to
take in hand” (1984, 31). Todo esto tiene que ver con la esencia aristocrática de la
predestinación (pese a su, por así decirlo, visibilidad democrática), que con su carácter
indeleble separaba al “santo” del resto de los hombres “por un abismo mucho más
insalvable y terrible en su invisibilidad que el que separaba exteriormente del mundo al
monje medieval. […], faltándoles la conciencia de la propia debilidad, no se sentían
indulgentes ante el pecado cometido por el prójimo, sino que odiaban y despreciaban al
enemigo de Dios, que llevaba impreso el signo de la condenación eterna” (Weber: 1998,
122-123).
Aquí es importante recordar una especificidad del calvinismo con respecto al
luteranismo: el peso que se le otorga a la manifestación de la fe, en su entretejimiento
con las obras, aun a despecho de la indiferencia salvífica de las mismas (son, si bien no
real, al menos fundamento cognoscitivo de la salvación), dado que lo único relevante en
ellas es que su éxito corrobore objetivamente la autodisciplina subjetiva en que consiste
esta tenebrosa fe. “Esa manifestación sólo puede ser, en un mundo que carece de toda
justicia normativa material, el esfuerzo formal e ilimitado” (Borkenau: 1971, 162). Todo
un Leibniz, el ecuménico luterano Leibniz, pudo definir todavía el derecho como
“ciencia de la caridad”, mientras que la formalidad democrática que se deriva del
impulso calvinista subordina precisamente el amor a la recta gestión de cómo hacer
compatibles los ascéticos “esfuerzos ilimitados” individuales que pasaron a constituir la
verdadera sustancia social de las incipientes sociedades capitalistas, modeladas por el
ethos puritano, mientras que en las que no lo estaban, al conservar algún resquicio de la
ley natural y de la posibilidad de satisfacerla (santo Tomás), no podía por menos de
generar una estridencia inasimilable. Esto explica en parte el surgimiento de las
principales innovaciones científico-técnicas de los ss. XVI-XVII en áreas de cultura
católica, donde el problema de la moral de las masas en contexto capitalista no estaba,
como en las de matriz calvinista, resuelto por el hecho de que tal contexto se antojaba
obvio. Según la tesis de Borkenau, la filosofía y la ciencia modernas surgen de la
percepción de la forma de vida capitalista como problemática y necesitada de una
justificación racional. Así pues, tendría dos presupuestos: 1) penetración incipiente de
las relaciones capitalistas de producción; 2) ausencia de una tradición fuerte de ascesis
intramundana. He ahí por qué Francia y Descartes etc. etc. Según Nelson, los
Copérnico, Galileo, Descartes, Pascal, etc., pertenecerían a un “profetismo”
específicamente católico, como respuesta hostil a las componendas eclesiásticas
(probabilismo, ficcionalismo) que habrían impedido el procedimiento científico de
manifestación objetiva de la certeza subjetiva. Podemos entender que ésta sería la
“justificación racional” a que aludía Borkenau, siempre pasada por el tamiz de la
dubitatio católica.
Vamos a pasar revista, para finalizar, a otro aspecto de esto que acabamos de
llamar la percepción católica del incipiente capitalismo. Si, como hemos visto, tanto la
mística como la ascesis puritana eran síntomas del fracaso de esa estrategia de lo visible
con la que, desde la reforma gregoriana, la acción eclesiástica dio el pistoletazo de
salida a su despliegue intramundano (finalmente fallido, por el resto siempre profano,
pecaminoso, del mundo, al que se contraponía, en precario equilibrio, el elevado nivel
de sistematización ética del ascetismo monacal), hay que situar el surgimiento de la
Compañía de Jesús como la opción católica por la Modernidad7. En profunda afinidad
con los calvinistas, hay que describir el método racional de autoconcentración y
autovaciamiento en aras de devenir un “instrumento” de la acción divina pergeñado por
san Ignacio en términos de ascesis intramundana, pero todavía en consonancia con lo
que más arriba hemos llamado ruptura teocrática, herencia genuinamente bíblica,
suspensión carismática (por muy rutinizada que esté, o tal vez gracias a lo rutinizada
que está en la Iglesia Católica en tanto que “instituto de gracia”) del poder político, y
que en Occidente tomó la senda de un ascetismo racionalmente orientado al servicio de

7
Remitimos, para toda esta cuestión al capítulo consagrado desde perspectiva weberiana a
Ignacio de Loyola en ¿Qué Imperio?, de J. L. Villacañas, en Almuzara, 2008.
la autoridad eclesiástica (racionalización del trabajo agrícola y protoindustrial;
racionalización jurídica en el derecho canónico; racionalización armónica de la música
en el canto gregoriano; racionalización de la ciencia en la teología escolástica, etc.). La
Compañía de Jesús no sería si no la culminación de tal proceso (Weber: 1993, 901-902),
una vez derrumbado el complejo e intrincado edificio sistemático de contrapuntos y
mediaciones Iglesia-mundo (correspondencia de todo un sistema de pecados con todo
un sistema de penitencias, racionalmente articulado sobre la base de los viejos textos
romanos descubiertos en Bolonia) que se articulaban en el derecho canónico, que, todo
él, tal vez no fuera sino un sutil juego de espejos entre el ascetismo racional
extramundano y el informe ámbito de las acciones mundanas. Así lo explica Weber:
…la tensión y la reconciliación entre el carisma oficial y el monacato, por una
parte, y entre el carácter feudal y estamental del poder político y la hierocracia
autónoma, por otra parte, ha sido lo que ha llevado en su seno el germen de desarrollo
específico de la civilización de Occidente. (Weber: 1993, 921).
Dando una receta demasiado simple: la ascesis intramundana sería la continuación
de este trabajo histórico, sin la intersección de planos cuyo equilibrio la racionalización
jurídico-canónica buscaba preservar. Como dice Weber muy intuitivamente en alguna
parte, no es que los Reformados quisiesen claudicar ante las intolerables exigencias del
ascetismo extramundano, sino que más bien lo consideraban demasiado laxo, pues
dejaba escapar innúmeros aspectos de la vida en un fluir anárquico e ingobernable por
mor del alivio que la referencia sacerdotal externa granjeaba, perpetuando el ciclo
(auténticamente humano, matiza Weber) de pecado, arrepentimiento, penitencia,
descarga y vuelta a pecar. Podrían aducirse múltiples pasajes weberianos en que se pone
en el centro del proceso de modernización la angustia que la quiebra de dicho círculo
tuvo que generar, la angustia de la autonomía, que es la que también sintió san Ignacio
al diseñar su modelo de subjetividad activa y metódica de autocontrol y autovigilancia
racionales.
Para Weber, la decisiva diferencia entre el ascetismo calvinista y el católico que
culmina en los jesuitas estriba en que sólo en aquél el ascetismo se vuelve puramente
intramundano, mientras que en éste sólo supone una adaptación intramundana de la
escisión teocrática propia del catolicismo, destinada no tanto a racionalizar el mundo
cuanto a usarlo (Villacañas: 2008, 435), en una sabia y prudente delimitación de esferas
imbricadas que el calvinista tendió lisa y llanamente a identificar. Tal es el sentido de la
regla ignaciana: “Hanse de procurar los medios humanos como si no hubiese divinos, y
los divinos como si no hubiese humanos”, a la cual, según el aforismo 251 de ese
exquisito tratado de subjetivación intramundana que es el Oráculo de Gracián, “no hay
que añadir comento”. El dispositivo ignaciano de la férrea obediencia ad majorem Dei
gloriam, que en ocasiones, no se le ocultó al fundador, puede estar llamada a mandar,
impedía, por una parte, connivencias cesaropapistas-gibelinas del tipo carolino,
horadando un vacío interior en todo poder temporal que es justamente el reservado para
la Iglesia y la proyección global de su salvación institucional; y, por otra parte, la
asunción calvinista de los medios humanos como divinos en pos de la salvación
individual.
Ahora, para terminar, quiero apuntar que creo que Weber no cayó en la cuenta de
la disparidad de ambas empresas. Su tesis del calvinismo nos lo revela como la
configuración propia y adecuada del ascetismo racional en el contexto del ingreso en la
Modernidad, y todo lo que sucede en el ámbito católico como reacciones a contragolpe.
Pues bien, de ese modo perdemos de vista que lo que realmente estaba en juego con los
jesuitas, como con nuestros místicos, era la vía de una Modernidad otra, alternativa a la
cristalización capitalista del sistema mundial. He ahí una cierta insatisfacción teórica
que puede producir la lectura weberiana: como apuntó en su día Bolívar Echeverría, la
consideración de la imposibilidad de una modernidad no capitalista nos lleva a la
imposibilidad de crítica (Echeverría: 2000, 36). Ya hemos discutido suficientemente en
qué medida (y en qué medida no) la Modernidad capitalista tenga que ver con el
allanamiento unívoco de la complejidad de niveles en virtud de la acción metódica
individual, sustraída a toda finalidad gozosa y colectivamente perceptible (valor de uso-
valor de cambio). Al respecto comenta Echeverría que lo que él llama el ethos barroco,
cuya máxima expresión constituyen los jesuitas, ante la necesidad trascendente del
hecho capitalista, “no lo acepta…ni se suma a él, sino que lo mantiene siempre como
inaceptable y ajeno. Se trata de una afirmación de la ‘forma natural’ del mundo de la
vida que parte paradójicamente de la experiencia de esa forma como ya vencida y
enterrada por la acción devastadora del capital” (Echevarría: 2000, 39). Coincido
plenamente en que el barroco no sea una regresión nostálgica a una cierta exuberancia
prepuritana, sino el reconocimiento tenso y desgarrado de la ineluctabilidad de la agonía
de las posibilidades de expresión tradicionales, abriendo un espacio de insospechada
afirmación entre la desesperación y el vértigo: “en la experiencia de que la plenitud que
él buscaba para sacar de ella su riqueza no está llena de otra cosa que de los frutos de su
propio vacío”. “Combinación conflictiva de conservadurismo e inconformidad, respeto
al ser y al mismo tiempo conato nadificante, el comportamiento barroco encierra una
reafirmación del fundamento de toda la consistencia del mundo, pero una reafirmación
que, paradójicamente, al cumplirse, se descubre … fundada y sin embargo confirmada
en su propia inconsistencia” (Echevarría: 2000, 44).
Así pues, más bien que de afirmación de la forma natural (para no caer en los
extravíos de un Georges Bataille, en los que Echeverría por cierto cae), habría que
hablar, como hicimos arriba con los místicos, de una experiencia del goce más allá del
principio del placer (sublimación), goce que la ascesis puramente intramundana por
definición excluye. A pesar de que la teología jesuita reavive y modernice, como el
protestantismo, la antigua vena gnóstica que late en el cristianismo, la inscripción del
proyecto post-tridentino en la Modernidad se caracteriza, con su énfasis en el libre
albedrío, por considerar el mundo también como lugar de beatitud, en tanto que su
ganancia contribuya al ad maiorem Dei gloriam, recuperando lo que bien podríamos
tomar por la vena “judía” del cristianismo (no en vano, la presencia conversa en la
primera generación de jesuitas, así como entre nuestros místicos y alumbrados, era
masiva). En una suerte de estrategia perversa de ganar el mundo: “implica el disfrute del
cuerpo, pero de un cuerpo poseído místicamente por el alma. Un disfrute de segundo
grado, en el que incluso el sufrimiento [las lágrimas ignacianas, deliberadamente
buscadas] puede ser un elemento potenciador de la experiencia del mundo en su riqueza
cualitativa” (Echevarría: 2000, 67).
Así pues, habría que entender, contra Weber, la Contrarreforma como
ultrarreforma: no bloquear la Reforma, sino resolver los problemas a partir de los cuales
ella se había vuelto necesaria, como venimos diciendo, la decadencia de la mediación
eclesial, motivada por el paso a una socialización práctica, capitalista, que invalidaba la
socialización simbólica, católica. En cierto sentido, la Contrarreforma sería una protesta
contra la solución “fácil” del protestantismo, prescindir de la mediación. Como dice
Weber, “cuando el asceta quiere actuar en el mundo, …, debe tener una especie de
incapacidad de preocuparse por cualquier cuestión acerca del ‘sentido’ del mundo. No
es ninguna casualidad que el ascetismo intramundano se pudiera desarrollar de la mejor
manera sobre la base del dios calvinista, insondable, con motivaciones absolutamente
extrañas a los patrones humanos” (Weber: 1993, 432-433).
En la Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis de Molina se nos presenta, muy
al contrario, un Dios que se hace, que se crea a sí mismo, que depende en cierto modo
de su propia creación, frágil y vulnerable como todo amante lo es. El tertium datur entre
predestinacionismo protestante y pelagianismo romántico (Rousseau), tan característico
según Echevarría de lo barroco8, lo es también de nuestros místicos, místicos, por qué
no decirlo, intramundanos, mas intramundanos por caridad. Como nos transmite la
cálida prosa teresiana, la cooperación divino-humana en la oración, “centellica” del
amor en el alma, pide siempre difundirse, abrazar a los “flacos”: “Es esta centella una
señal u prenda que da Dios a esta alma de que la escoge ya para grandes cosas, si ella se
apareja a recibirlas;…. Querríalas mucho avisar que miren no ascondan el talento, pues
que parece las quiere Dios escoger para provecho de otras muchas, en especial en estos
tiempos que son menester amigos fuertes de Dios para sustentar los flacos” (Libro de la
Vida, XV, 5).
Weber, de quien podemos imaginar que no ha leído a nuestros místicos, columbró
algo de lo que aquí estamos diciendo, al interpretar la humildad mística como su manera
de afirmarse “frente al orden del mundo”, caracterizada por un “desgarramiento
específico” (¡“cuanto más dentro está del mundo, tanto más ‘desgarrada’ se hace su
actitud respecto a él”!), opuesto a la dudosa humildad del asceta para quien su éxito
intramundano es ya éxito del propio Dios. De ahí que “el acosmismo del amor místico”
pueda, “en contra de lo deducible ‘lógicamente’, actuar psicológicamente en dirección
formativa de comunidad” (Weber, 1993: 433-434).
En definitiva: el desgarramiento compartido del amor místico nace del mismo
trauma que el ascetismo intramundano, pero, a diferencia de éste, fue una Modernidad
truncada, a la altura de la cual no hemos sabido situarnos. Demasiado bien sabemos, en
cambio, todo lo que le debemos, nosotros hombres del Beruf, a la racionalidad ascética
y al fin racional de la acción y su éxito, el cual, como dijimos antes, una vez
desprendido de su envoltura ético-religiosa, se reduce al caput mortuum del mero culto
perpetuo a la desesperación (“la extensión de la desesperación a estado religioso del

8
“A igual distancia de las dos recomposiciones extremas del mito cristiano en la modernidad, la
realista o puritana –la que toma partido por la necesidad y contra la libertad- y la romántica o heroica –la
que se decide por la libertad en contra de la necesidad-, la recomposición barroca salta por encima del
plano en que el destino individual debe ser narrado bien como una pura improvisación, una aventura de
autorrealización, o bien como una pura fatalidad, un episodio de efectuación de un fin trascendente; pone
ese plano ‘entre paréntesis’ o ‘en escena’, de tal manera que la libertad y la necesidad parecen convertirse
cada una en su contrario y confundirse entre sí. Desobedecer a la fatalidad, resistirse a su cumplimiento,
puede ser simplemente otra manera de obedecerla, de cumplirla, aunque en una versión ampliada. A la
inversa, obedecerla, identificarse con sus disposiciones, puede ser una manera de vencerla, de arrebatarle
la libertad y volverse efectivamente libre” (Echeverría, 2000, 204) .
mundo”, como dictamina Walter Benjamin en Kapitalismus als Religion) propio de los
últimos hombres, desesperación apática y tediosa.
Y algo de esto tal vez comenzaba a entrever nuestra Teresa cuando, con su aguda
ingenuidad, con su docta ignorancia, nos transmite lo que hoy puede sentir cualquiera
recorriendo las anodinas calles de nuestras grandes ciudades:
Otras veces me da una bovería de alma -…- que ni bien ni mal me parece que
hago, sino andar el hilo de la gente, como dicen, ni con pena ni con gloria, ni la da vida
ni muerte, ni placer ni pesar; no parece siente nada. Paréceme a mi que anda el alma
como un asnillo que pace, que se sustenta porque le dan de comer y come casi sin
sentido. [...; sólo se sale de tal ensimismamiento narcisista por esos “deseos” que
“bullen” y que no acaban de satisfacer al alma] … siempre está bullendo el amor y
pensando qué hará; no cabe en sí, como en la tierra parece no cabe aquel agua [de las
“fontecicas”, metáforas de los ímpetus de amor], sino que la echa de sí. Ansí está el
alma muy ordinario, que no sosiega ni cabe en sí con el amor que tiene; ya la tiene a ella
empapada en sí; querría beviesen los otros, pues a ella no la hace falta, para que la
ayudasen a alabar a Dios” (Libro de la Vida, XXX, 19).
Así andamos como asnillos que pacen, comiendo sin sentido. Ni siquiera los
movimientos más radicales de la retórica de la transformación social parecen reivindicar
otra cosa que no sea el pacer de los asnillos, haciéndole perfectamente el juego a la
Modernidad capitalista post-ascética, a esa Modernidad que, “ciega a la
complementariedad contradictoria entre valor económico y valor de uso, que se cultiva
en el tiempo ‘de ruptura’, convencida de la coincidencia plena entre sus dos ‘lógicas’,
difundía la seguridad de que la vida cotidiana rutinaria puede y debe zafarse y
purificarse de la vida ‘en ruptura’, que una combinación con ésta no sólo le es
prescindible en su búsqueda de mayor productividad, sino incluso dañina” (Echeverría:
2000, 194). Esperemos que algún aliento de los ímpetus teresianos perdure, por muy
débilmente que sea, entre nosotros.
- Bibliografía

Fuentes:

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- Calvino, J., (2003), Institución de la religión cristiana, Madrid, Visor.
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Estudios:

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