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Piratas repartiendo el botín (Howard Pyle) / Imagen: dominio público en Wikimedia Commons
En sus diversas variantes, una bandera negra con una calavera y dos tibias cruzadas es hoy
sinónimo de aventura, casi siempre ligada a la literatura o el cine. En realidad eso sólo
constituye la imagen romántica que se dio de de la piratería en el siglo XIX para exaltar el
espíritu libre de quienes no estaban dispuestos a someterse al orden establecido, ni a sus
leyes y fronteras; recordemos los versos de Espronceda. Por supuesto, la otra cara de aquella
forma de vida resultaba mucho más siniestra, trufada de asaltos, secuestros, crímenes… lo
que no le quitaba su carácter aventurero ni impedía que sus practicantes se sujetaran a un
código común. Y un pirata llamado Bartolomeu Português tendría mucho que contar al
respecto.
Bartolomeu actuó, como cabe imaginar, en el Caribe y durante aquella Edad de Oro de la
piratería que infestó ese mar entre 1620 y 1795 aproximadamente. Concretando aún más,
en la primera etapa de dicho período, que se desarrolló exclusivamente en el siglo XVII y que
fue la que protagonizaron los bucaneros, modalidad que se inició en lengua francesa y en
torno a La Española, la isla que hoy se reparten la República Dominicana y Haití.
La Isla de la Tortuga, aquí en un mapa del siglo XVII, debía su nombre a su característica forma / Imagen: dominio público
en Wikimedia Commons
La conversión de los bucaneros en piratas fue gradual, a medida que las autoridades
españolas volvían a desatar una persecución contra ellos para echarlos de La Española,
exterminando o capturando además a los animales con que mantenían su negocio. Eso les
hizo trasladarse a la Tortuga, donde fue creciendo una extraña comunidad sin leyes pero
regida por un gobernador francés, tal cual pasaría más tarde en Nassau. No tardaron en
incorporarse los libusteros que empezaban a actuar en aquellas aguas, así como delegados
del gobierno inglés de Jamaica, conquistada en 1655, ofreciendo patentes de corso.
Para entonces había llegado al Caribe un bucanero portugués llamado Bartolomeu que,
como otros muchos colegas de o cio, descubrió que la piratería proporcionaba más
bene cios y requería menos trabajo. Tratándose de un proscrito del siglo XVII, no sabemos
prácticamente nada de su vida anterior: ni lugar de nacimiento ni fecha exacta de éste (se
supone que en torno a 1635). Únicamente que apareció en la Historia en aquellas latitudes a
principios de la década de los sesenta, que era un devoto católico -no se separaba de un
cruci jo que colgaba de su cuello- y que en 1663 recibió una de las patentes de corso
jamaicanas citadas.
Durante los cuatro años siguientes, aquel portugués, gentilicio que pronto se añadió a su
nombre, fue creciendo en importancia y alcanzando cierto estatus entre los miembros de la
Cofradía de los Hermanos de la Costa. Era ésta una organización surgida en la Isa de la
Tortuga que integraba a bucaneros y libusteros bajo un reglamento común que, al parecer,
fue creado por Bartolomeu. Del código de la piratería, adoptado por todos, no se conserva
ningún documento escrito y sólo nos ha llegado por tradición oral, por lo que no se puede
citar un número concreto de artículos.
Sí se sabe cómo eran algunos, de carácter claramente libertario: un hombre, un voto, sin
prejuicios de nacionalidad, raza o religión; supresión de la propiedad privada; libertad
individual, no habiendo obligaciones ni castigos (los con ictos se dirimían entre los
implicados); exclusión de mujeres (blancas, se entiende); y estipulación de indemnizaciones
para heridos o tullidos. Estas normas de convivencia social en tierra se completaban con la
creación de una autoridad ejecutiva encarnada por un gobernador y un consejo de ancianos.
Otros piratas, caso de Bartholomew Roberts por ejemplo, añadirían luego otras instrucciones
más especí cas para la vida en el mar, como el reparto del botín por méritos y jerarquía, la
prohibición de apostar dinero a las cartas, la obligación de mantener las armas en buen
estado, la proscripción de mujeress y niños a bordo (aunque hubo excepciones con algunas
féminas piratas), la aportación personal en metálico a un fondo común y otros que atañían al
comportamiento, tanto en combate como fuera de él.
Una de las banderas usadas por Bartholomew Roberts; las siglas signi can A Barbadian´s Head y A Martinican´s Head,
en alusión a las cabezas de los gobernadores de Barbados y Martinica, que le perseguían / Imagen: Orem en Wikimedia
Commons
Bartolomeu campó impunemente por las aguas caribeñas, con querencia especial por el
litoral de Campeche (península del Yucatán, actual México), donde la ciudad fundada por
Francisco de Montejo en 1540 había prosperado tanto y en tan poco tiempo que ya desde
una fecha tan temprana como 1557 empezó a recibir ataques periódicos por parte de
piratas y corsarios de diversas nacionalidades; algunos serían tan famosos como el inglés
Henry Morgan o el holandés Cornelius Jol.
Sin embargo, a pesar de la imagen que ha enraizado, la vida del pirata no resultaba tan
sencilla. Atacar Campeche y otras ciudades costeras fue haciéndose cada vez más peligroso
a medida que España, consciente de la situación, las forti caba, de modo que llegado cierto
punto sólo podían ser un objetivo para otas más o menos numerosas. Quien actuase por su
cuenta debía conformarse con capturar mercantes solitarios asumiendo el riesgo de que
algunos, advertidos de la plaga pirata, habían sido artillados para defenderse.
Aún así, las apariciones del pequeño barco de Bartolomeu eran tan rápidas que siempre
cogían por sorpresa a sus víctimas y no tardó en apuntarse otra importante presa: un galeón
español procedente de Maracaibo con rumbo a La Habana y cargado de nuevo con cacao…
pero también con setenta mil reales de a ocho, un tipo de moneda acuñada en plata y
conocida también como dólar español que fue la más importante del mundo, hasta el punto
de que se utilizó hasta bien entrado el siglo XIX. El botín constituía, pues, una auténtica
fortuna y no extraña que la tripulación española lo defendiera con uñas y dientes, máxime
contando con veinte cañones y el doble de efectivos que los agresores… pero pereciendo la
mitad al nal tras frustrar dos intentos de abordaje.
Hay que tener en cuenta que las dimensiones del barco pirata no permitían demasiados
hombres a bordo y se calcula que no serían más de una treintena, de los cuales murió un
tercio en el combate. Una tropa exigua si lo que tocaba era enfrentarse a naves de guerra,
como iba a ocurrir en breve. La idea era llevar el tesoro y buque capturado a Port Royal, por
entonces la capital de Jamaica, para entregar la parte correspondiente; sin embargo, fuertes
vientos en contra desviaron el rumbo del barco hacia el Golfo de México… y en el horizonte se
recortaron las temibles siluetas de tres buques de guerra españoles en busca del dinero
robado.
Pieza de a ocho o dólar español de plata acuñado entre 1621 y 1665, reinando Felipe IV / Imagen: Centpacrr en
Wikimedia Commons
El barco pirata pesaba ahora más de lo normal, había perdido su velocidad y como además
parte de su disminuida tripulación tenía que ocuparse también del otro, los españoles
acortaron distancias rápidamente y les alcanzaron. Aquellos veinte corsarios no tenían
ninguna posibilidad, siendo derrotados contundentemente a la altura del Cabo San Antonio,