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Todos somos Martín Vargas

Por Eduardo Bruna


A casi 30 años exactos del definitivo adiós de ese ring que su estatura de ídolo monopolizó
por casi dos décadas, “Martín, el hombre y la leyenda”, emitida por Mega, ha tenido el
indudable mérito de rescatar un trozo de historia. De nuestra historia deportiva y, en
buena medida, de todo un país que, transitando por uno de los episodios más oscuros de
su azarosa existencia, encontró en el muchacho nacido en Osorno la esperanza para seguir
creyendo en algo, la ilusión a la cual aferrarse como el náufrago a la tabla que lo
mantendrá con vida.
Se trata de una historia novelada, en la que los hechos reales son maquillados o
derechamente tergiversados en pro de aquello que los guionistas llaman “el interés
dramático”. Una serie que, sin embargo, más allá de esas licencias, retrata con distancia al
ídolo, mostrando objetivamente sus grandezas y sus miserias, sus renuncios y su nobleza.
Lo que sí permanece, y no podía ser de otra manera, es lo grueso de este ejercicio de
necesaria memoria. En otras palabras, el hecho indubitable que, más allá de sus reiterados
fracasos, a Martín Vargas nadie le regaló nada: las cuatro opciones por la corona del
mundo tenían el formidable sustento de sus puños demoledores y, aunque suene a
paradoja, también la debilidad de su irresistible pegada.
Martín perdió los cuatro combates titulares no sólo porque Miguel Canto, Betulio
González y Yoko Gushiken fueran mejores. Eso sería tan obvio como suele serlo toda
verdad irrebatible. Si en Mérida, el Estadio Nacional, Maracay o Kochi, el ídolo mordió el
polvo de la derrota, frustrándose él y frustrando de paso a millones, fue porque,
acostumbrado a descalabrar muñecos desde niño, nunca dimensionó que un campeón del
mundo era otra cosa.
Acostumbrado Vargas a que su pegada de peso pluma era demasiado para tipos de 51
kilos, sobrevaloró sus recursos, olvidando que sin fondo físico ni pugilístico no podía ser
ciento por ciento competitivo ante tipo técnicamente superiores y afinados en el gimnasio
cual navajas. Mucho menos si, a esas cualidades, el mexicano y el japonés sumaban una
velocidad que Martín nunca tuvo. Con Osvaldo Cavillón, el único entrenador que pudo
domar su espíritu cerril, mostró en ese aspecto una evidente mejoría, pero jamás como
para competirle de igual a igual a Canto o a Gushiken.
Se sabe: la velocidad, en el boxeo, es lo único incontrarrestable.
En cuanto a la noche triste de Maracay, Martín alcanzó a ser campeón del mundo durante
los primeros cuatro o cinco asaltos, castigando a su antojo a Bertulio, para finalmente
doblegarse ante la solidez física y mental del venezolano que, además de su técnica
superior, tuvo como valioso aliado a la humedad infernal que se abatió sobre la plaza de
toros escenario del combate.
Lo curioso es que, a pesar de sus claudicaciones, Martín sigue siendo un ídolo inoxidable
en el tiempo y la memoria. Tal vez porque en sus fracasos, un pueblo que tantas veces ha
fracasado, se siente plenamente identificado.

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