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El debate inglés sobre la enseñanza de la historia:

unos puntos relevantes para su enseñanza en


Colombia
Malcom Deas

La enseñanza de la historia ha sido un recurrente tema de debate en Inglaterra, por


lo menos por un siglo. En 1910 fue fundada la Historical Association, para defender
su espacio entre las otras materias y para remediar el estado poco satisfactorio de
los métodos de enseñanza. Los fundadores de esta asociación deploraron la
ignorancia de los ingleses, incluso de los educados, sobre su propio pasado. Las
discusiones subsiguientes han sido bastante repetitivas, pero los protagonistas –
políticos, académicos universitarios, periodistas y maestros– piensan que sus
argumentos son nuevos. Aunque les interesa la historia, no se han interesado
mucho en la historia de la enseñanza de la historia en su país[1].

Existe en Inglaterra –como en cualquier nación, sospecho– la tensión perenne entre


dos fines deseables: el de impartir cierta cantidad de información básica sobre el
pasado – eventos sobresalientes, aspectos principales de la historia nacional,
figuras prominentes, el desarrollo de las instituciones y de la economía– y el de
incitar a los estudiantes a “pensar históricamente”, a reconocer cómo el pasado
difiere del presente, cómo fueron las coyunturas en las cuales nuestros antepasados
tuvieron que actuar, cómo tener empatía con la variada gente del pasado, cómo
ubicarse en el tiempo, cómo reconocer y cómo criticar un argumento histórico...

En breve, es la diferencia, en términos colombianos, entre aprender “los hechos”


estilo Henao y Arrubla, y un enfoque que plantea un reto más complicado al maestro
y al alumno.

Un ministro de Educación en Inglaterra, Michael Gove, ha favorecido el primer fin,


lo de impartir la información histórica básica: se quejaba de que muchos niños no
sabían quién ganó la batalla de Waterloo, ni en contra de quien; compiló además un
listado de los reyes medioevales que todos debían estudiar. La opinión mayoritaria
ha sido que al ministro Gove se le fue la mano. El primer ministro Cameron lo
trasladó a otro ministerio.

También en Inglaterra el debate tiene contenido político. Simplificándolo, se puede


decir que la gente de índole conservadora muestra cierta preferencia hacia los
“Henao y Arrubla” de nuestra historia, que consideran deseable que los alumnos
tengan la oportunidad de aprender a grandes rasgos la larga historia inglesa, que
comprende, digamos, la batalla de Waterloo, entre muchas otras cosas. Piensan
que este tipo de enseñanza debe tener cierta prioridad sobre el que pone énfasis,
por ejemplo, en la vida cotidiana de un niño campesino de la Edad Media. Existen
diferencias sobre cómo se deben enfocar los distintos episodios de nuestra historia.
Por ejemplo, sobre la Revolución industrial, algunos enfatizan la creatividad
empresarial y las avances tecnológicos; otros la explotación de la clase obrera.
Sobre la esclavitud, unos insisten en los horrores del tráfico y de la institución; otros
señalan el rol de Inglaterra en su abolición[2]. Un caso particular, en años recientes,
ha sido la rivalidad como personajes históricos entre Florence Nightingale y Mary
Seacole. Florence Nightingale, señorita de clase alta, llevó un grupo de enfermeras
para ayudar a mejorar la atención en los hospitales militares en la Guerra de Crimea,
1852-54. De regreso a Inglaterra, empleó el resto de su larga vida –murió en 1908–
en la profesionalización de la enfermería nacional. Pocos resistieron el poder de su
voluntad. Mary Seacole fue una señora negra que montó un servicio de atención a
la tropa, en la misma guerra; igualmente, una mujer de mucho coraje y carácter,
pero que trabajaba en una esfera inferior. Entre los maestros y las maestras las
lealtades a menudo se han dividido entre estas dos figuras.

Como historiador universitario, privilegiado, lejos de las aulas escolares y sus


realidades, he seguido estos debates. He visto que la historia de las esferas de
arriba, universitaria, paulatinamente llega a influir en las escuelas y los colegios;
que, aunque distantes y mal comunicadas, las esferas tienen sus conexiones y que
los universitarios tenemos unas obligaciones, unos deberes. Por ejemplo, este
seminario de maestros de Bogotá me ha obligado a mirar más de cerca la política
inglesa en esta materia.
Primero, observo una resistencia en los sucesivos gobiernos del siglo XX a fijar una
línea política en la enseñanza de la historia. Ha habido excepciones, como en
ciertos aspectos de las ideas del ministro de Educación Michael Gove; pero la
mayoría de las intervenciones del Gobierno –su número no ha sido grande– se han
limitado a hacer “sugerencias”, y han dejado mucha libertad a los maestros y
maestras en escoger sus propios métodos y temas. Ha habido una tradición liberal.
Los burócratas del ministerio de Educación se han opuesto a la interferencia, en
parte porque han visto con poco entusiasmo los vaivenes que se hubieran dado con
la alternación de partidos en el Gobierno. Me sorprendió también lo
poco patrioteras que fueron las “sugerencias” de los principios del siglo XX, años
del zenit del Imperio, pues incluso enfatizaron la necesidad de entender siempre el
punto de vista de los extranjeros. No hubo ningún esfuerzo oficial en utilizar la
enseñanza de la historia para glorificar la ascendencia de lo que era entonces la
nación más poderosa del mundo.

En años recientes ha habido un “currículum oficial”, pero poco dogmático en su


contenido, y, según muchos críticos, poco satisfactorio.
Segundo, me doy cuenta de lo poco que se ha hecho desde el ministerio de
Educación. Como en Colombia, parte del problema deriva de la inestabilidad de los
ministros: Inglaterra ha tenido unos cincuenta ministros en cien años, y de ellos muy
pocos, solo dos o tres, se han interesado en la enseñanza de la historia, casi
siempre reconociendo las severas limitaciones de su poder. Una ministra, en años
recientes, llamó la atención sobre el contraste entre su escaso poder y la fuerte
autoridad de su homólogo en Francia, país donde se enseña historia francesa según
las directrices del ministerio, y allá no hay disputa. A Winston Churchill le pareció,
en un momento dado, que la historia que se enseñaba en Inglaterra era
insuficientemente patriótica, pero no pudo hacer nada para cambiarla.

Tercero, ha existido una enorme brecha entre los de arriba –ministros, inspectores,
expertos, teóricos universitarios– y las condiciones en las aulas. Casi ningún
ministro ha sido producto del sistema de educación estatal; muy pocos han tenido
experiencia relevante como maestros o maestras.

The Right Kind of History, el libro ya citado de David Cannadine y otros autores,
describe la persistencia de condiciones poco ideales en el siglo pasado: falta de
materiales y de libros de texto idóneos, falta de tiempo en el currículo. Sin duda ha
habido avances en los textos y materiales[3], pero persiste la queja de la falta de
espacio en el horario: ¿qué es posible hacer en sola una hora, o aún menos, en la
semana? ¿Y hasta qué edad debe ser la historia una materia obligatoria? Queda
claro que las posibilidades de una enseñanza satisfactoria son muy distintas en la
escuela primaria y en la secundaria; cada edad debe recibir una oferta distinta.
Parece que, hace poco, una reforma bien diseñada en Inglaterra fue dañada por la
decisión de un ministro de corta visión que, en contra de lo recomendado por sus
asesores, redujo la edad en que la historia fue materia obligatoria de 16 a 14 años.
Otro obstáculo ha sido, por largos años, la falta de un entrenamiento especializado
en la enseñanza de la historia.

¿Y los alumnos? Un aspecto original del libro de Cannadine y sus colegas es el


esfuerzo por averiguar qué han pensado las víctimas de las lecciones de historia.
Se constata entre muchos un rechazo: la materia no les interesaba, hubo demasiado
énfasis en aprender memorizando hechos aparentemente inútiles, se escapaban de
las clases a la primera oportunidad... Otros la consideraban una materia divertida,
pero esencialmente frívola. Sin embargo, hubo también recuerdos muy positivos
de personas a quienes les encantaba, que recuerdan a sus maestros o maestras de
historia con mucho afecto. Para unos la experiencia fue positiva bajo un maestro, y
mala bajo otro. Otra sospecha que queda en el lector de estas reminiscencias es
que todo esto no dependía de la teoría subyacente a la enseñanza, sino del talento
de quien enseñaba. Sin duda, las calidades particulares del maestro o maestra
influyen en el éxito y el fracaso en la enseñanza de todas las materias; pero me
parece que son de una importancia particular en la historia, puesto que tiene un
contenido menos fácil de definir.

Debo decir algo más sobre nuestro tema y la política. Los ingleses hemos tenido la
suerte de tener una historia, en el siglo XX, menos traumática que el resto de los
países europeos. En las dos guerras mundiales, no fuimos invadidos y estuvimos al
lado de los vencedores. No hemos tenido ninguna guerra civil y el desmantelamiento
de nuestro imperio fue relativamente pacífico. El descenso del poder inglés ha sido
gradual. Otras naciones han tenido que enfrentar, en sus propias historias
modernas, episodios mucho más desastrosos y vergonzantes, que sus
historiadores inevitablemente han tenido que tratar. En la escuela y en el colegio
secundario, esto presenta obvias dificultades: ¿cómo se traza la línea entre la crítica
del pasado y la esperanza de un futuro mejor? ¿Cómo, y a qué edad, enseñar la
historia política? Recuerdo a un eminente historiador inglés, Richard Pares, que
escribió un ensayo argumentando que la gente no empieza a entender la política
hasta tener más o menos 25 años, porque antes no tiene suficiente mundo.
Probablemente una exageración. Les ofrezco preguntas, no tengo las respuestas.

Termino con un esfuerzo de sinceridad frente a la pregunta directa: ¿para qué sirve,
en las escuelas primarias y en los colegios segundarios, la enseñanza de la historia,
y por qué vale la pena pelear para garantizarle su debido espacio?
Soy un poco escéptico sobre la historia como escuela de valores, o de patriotismo.
Los alumnos se resisten a los sermones.

Soy menos escéptico sobre la ayuda que la historia ofrece a los niños y jóvenes
para ubicarse en el tiempo y en el mundo. Como creo que el niño inglés debe tener
la oportunidad de conocer la historia básica de su nación y de su sociedad, y de su
parte en la historia de la humanidad, creo que los niños y los jóvenes colombianos
deben tener lo mismo: las sociedades precolombinas, la Conquista, la Colonia, la
Independencia... historia económica y social, geografía histórica..., en breve, el
contenido de un libro de Henao y Arrubla moderno. Sobre los métodos de enseñar,
los invito a opinar.
Creo que también vale el esfuerzo de introducir el ejercicio de “pensar
históricamente”, que entiendo como el reconocer lo diferente del pasado, las
posibilidades y complejidades de sus coyunturas, además de cómo interpretar los
vestigios y las evidencias, cómo reconocer y cómo evaluar un argumento histórico
–y hay siempre tantos argumentos históricos disfrazados en el debate político
cotidiano. La aspiración, nada fácil, sería mirar el pasado sin falsos orgullos y sin
falsas vergüenzas, mostrar complejidades sin caer en fatalismos... Así gana toda la
sociedad.

Soy también un convencido de que el estudio de la historia, la apreciación de la


historia, la curiosidad histórica, a mucha gente le enriquece la vida[4]. El grado en
que ocurre varía, según la índole de cada persona, y va desde la indiferencia hasta
la pasión. Lo mismo es cierto para las matemáticas, y nadie duda que a todos los
alumnos hay que exponerlos a las matemáticas, no obstante que son muy pocos
los que van a ser matemáticos de profesión, y muchos los que van a confiar en sus
calculadores, y no en sus propios mentes. Igualmente, no van a ser historiadores
profesionales sino una muy pequeña minoría de los estudiantes de una generación,
pero puede ser que aprender algo de historia en la escuela les sirva a todos para el
resto de sus vidas. Aunque es difícil cuantificar este tipo de valor agregado, será
muy torpe negar su existencia.
[1] Un excelente resumen en David Cannadine, Jenny Keating y Nicola
Sheldon, The Right Kind of History. Teaching the Past in Twentieth-Century
England, London: Palgrave Macmillan, 2011. Su enfoque, y el mío en este breve
ensayo, es sobre Inglaterra, en parte porque los sistemas de enseñanza en Escocia
y en el País de Gales son autónomos y distintos.
[2] En esta reunión de maestros del Distrito recibí una pregunta sobre cómo los
ingleses ahora confrontan su historia de “saqueadores del mundo”. Creo que
contesté que, sin duda, la historia del Imperio era parte de la enseñanza, y con una
buena gama de interpretaciones, muchas de ellas críticas, en parte por la presencia
en una sociedad ya “multicultural” de un buen número de descendientes de
inmigrantes afrocaribes, hindúes, pakistaníes, africanos... Debo haber respondido
también con la observación de que son pocas las naciones que no han participado
en los crímenes de la raza humana. Entre los imperialistas hay que recordar, solo
entre los europeos, además de los ingleses, a los españoles –ancestros de una
buena parte de los colombianos– los portugueses, los franceses, los italianos, los
alemanes y los holandeses; y que hay que dirigir la pregunta a ellos también. Como
en todas partes, la enseñanza de la historia cambia con la época, aun en la
Inglaterra conservadora.
[3] En Inglaterra, como en Colombia, ha habido en décadas recientes cambios y
avances enormes en esferas relevantes a la enseñanza de la historia. Se han
multiplicado los museos y se han adoptado políticas pedagógicas nuevas. En el
caso de Bogotá han sido muy notables los avances, y la ciudad queda ahora mejor
dotada en este aspecto que Buenos Aires o Río de Janeiro: solo el Museo del Oro
debe haber tenido un gran impacto sobre cómo los colombianos miran su pasado
precolombino. Se debe tener en cuenta también todo lo que ahora es accesible en
internet, televisión, dvd, etc. En mi infancia y juventud, en los 1940 y 1950, nada de
esto existía: solo hubo pizarra, tiza y maestro, y algunos pocos libros de texto. Tuve
la suerte de tener unos maestros memorables.
Los historiadores, recientemente, han empezado a estudiar los textos escolares de
antaño. Han hallado que tienen sus méritos –por ejemplo, los tiene en términos de
la cantidad de información el clásico Henao y Arrubla, y el muy enciclopédico El
Institutor. Colección de textos escojidos para la enseñanza en los colejios i en las
escuelas de los Estados Unidos de Colombia, Bogotá 1870, un ejemplar que tengo
a la mano. Entre un enorme cantidad de cronología, historia sagrada, urbanidad,
matemáticas etcétera, este libro tiene cincuenta densas páginas sobre la historia
colombiana desde sus origines, terminando con una versión algo liberal-radical de
los últimos tiempos, y un listado de próceres de varias páginas. La calidad de la
información es buena, pero el libro presupone condiciones de enseñanza en esos
colegios y escuelas que fueron inexistentes en el país de esa época; tampoco han
existido después. Los maestros no siguen instrucciones imposibles de cumplir. Las
adaptan, a veces bien, a veces mal: recuerdo los cuestionarios rutinarios y
surrealistas que Gerardo y Alicia Reichel-Dolmatoff encontraron en la remota
escuela de Atanques, en la Sierra Nevada, hace sesenta años: “Pregunta: ¿cómo
murió Bolívar? Respuesta: desnudo, como nació. Pregunta: ¿cómo se reproduce el
conejo? Respuesta: directamente”.
[4] Que hay demanda es evidente: tuve la grata experiencia reciente, con la ayuda
de Patricia Pinzón, de montar en la Biblioteca Luis Ángel Arango, una exposición
de todos los aspectos de la historia del país en fotografía, financiada por la
Fundación Mapfre. La popularidad de la exposición fue tal que se prolongó su
duración, y los vigilantes me informaron que fue la exposición más comentada por
los asistentes, muchos de ellos grupos escolares.
La crisis de la Historia
Las consecuencias de haber desaparecido la cátedra de Historia en los colegios,
unido a la baja calidad de los textos, han empezado a verse en la amnesia colectiva
que se ha apoderado del país. Prestigiosos historiadores piden reversar esta
absurda decisión.

A pesar de todo lo que


se ha escrito y descubierto en los últimos 40 años, muchos estudiantes son
formados con el libro ‘Historia de Colombia’ de Henao y Arrubla, publicado en 1910.
Colombia es uno de los países del mundo que menos atención y esfuerzo le pone
a la enseñanza y al estudio de la Historia, tanto, que hoy la mayoría de los padres
de los más de 10 millones de niños y jóvenes que van a los colegios públicos y
privados no saben que esta materia desapareció hace 20 años de los currículos
escolares. Por eso, muchos de sus hijos hoy no saben si Nariño es un prócer, un
expresidente, un departamento o un frente de las Farc.

Mientras que en Estados Unidos los estudiantes y ciudadanos tienen casi que a
diario referencias de su pasado, de sus padres fundadores, de la Constitución, de
sus batallas, triunfos o tragedias -como la Guerra de Secesión o de Vietnam-, en
Colombia el 70 por ciento de los presidentes no tienen una biografía y los textos con
los que hoy se enseña el pasado son lamentables.

Por eso, casi 30 años después de que el Ministerio de Educación decidió sacar del
pénsum de primaria y bachillerato la materia de Historia y crear la de Ciencias
Sociales-una mezcla de Geografía, Economía, Política, Antropología, Sociología,
Cultura e Historia-, un grupo de reconocidos historiadores e intelectuales le ha
empezado a pedir al gobierno que, frente a la amnesia en la que cayó el país y ante
semejante error pedagógico, permita de nuevo la enseñanza de la Historia como
materia única de primero de primaria a grado once.
Las consecuencias de esa decisión están a la vista. Darío Campos, profesor de la
Universidad Nacional y director del Grupo de Enseñanza de la Historia, dijo a
SEMANA que la creación de la materia de Ciencias Sociales es un reto exigente,
ya que se requiere tener profesores con un conocimiento de estas disciplinas. La
paupérrima formación de los docentes hizo que al final los profesores terminaran
usando programas o libros caducos, como el manual de Henao y Arrubla de 1910,
o, en su defecto, a plegarse a los textos actuales de Ciencias Sociales, que en su
mayoría son de una calidad discutible. Todo esto ha redundado en que los jóvenes
lleguen a los 18 años sin saber qué clase de ciudadanos son y en qué país van a
vivir.

Jorge Orlando Melo, que hace unos años hizo un estudio de los libros escolares,
dijo a SEMANA que los textos de Ciencias Sociales terminaron siendo muy livianos,
por no decir flojos. "Son muy descriptivos, basados más en contar un cuento sin
referencias que en invitar a la lectura, a profundizar en los temas y a reflexionar
sobre el pasado para comprender el presente".

Todo esto ha hecho que la enseñanza de esta materia en Colombia, no solo en


secundaria sino en todos los niveles, sea pésima, dice Heraclio Bonilla, director del
programa de Historia de la Universidad Nacional. Además de la mala formación de
los maestros, los textos actuales están desactualizados y evidencian una
separación entre lo que se publica y descubre en la academia y lo que se enseña
en las aulas escolares, que es una historia conservadora, clásica, del siglo
antepasado.

Esa falta de culto por la Historia puede ser una de las razones por las cuales
Colombia es uno de los países con un menor nivel de patriotismo en el mundo, pues,
si se quiere, historia y patriotismo son conceptos que van unidos. Cuba y México
son tal vez los países mas nacionalistas del continente, y no hay niño que no
conozca todos los detalles de sus revoluciones, la vida de sus héroes y el precio de
lo conseguido.

Otro elemento que produce el conocimiento de la historia es la conciencia de las


fronteras. Todos los venezolanos, por ejemplo, conocen al dedillo el diferendo que
existe en el golfo de Maracaibo y sufren con el hecho de que Inglaterra les haya
quitado la Guyana. Los peruanos lamentan la pérdida de Arica. Los bolivianos, la
perdida del litoral que les quitó el acceso al mar, o en el sur, las heridas de la Guerra
del Chaco todavía no sanan. En Colombia, por el contrario, hay una ignorancia casi
total del grueso de la población sobre los intereses fronterizos con Venezuela. Ese
tema en el país está reservado para personas como Julio Londoño y un puñado de
especialistas y excancilleres. La pérdida de Panamá, que como dato curioso,
todavía está en el escudo nacional sin que se entienda por qué, ni siquiera causa
rabia o indignación.

El historiador Fabio Zambrano dijo que los estudiantes colombianos tienen el mismo
conocimiento de la historia que el que tienen los de Estados Unidos de geografía.
"No hay una amenaza más grave para un país que el alzheimer en el que hemos
caído. La historia se escribe en el presente y explica parte de las realidades y
anhelos de una sociedad. Sirve para saber lo que hemos construido, el largo camino
que ha tomado obtener muchos de los derechos y libertades actuales, así como
para explicar también nuestras tragedias y desastres". Sobre este tema, Melo dice:
"Muchos pueden decir que la gente puede vivir sin saber nada de su pasado, pero
creo que para una sociedad es sano saber de dónde viene, dónde está y para dónde
quiere ir. Imagínese que alguien empiece a vivir a los 20 años con su memoria en
cero, borrada, ¿podría vivir bien y planear su futuro?".

Al ver la enseñanza que se está dando en los colegios, muchos académicos se


sienten frustrados y fracasados, pues la mayoría de lo que se ha escrito en la Nueva
Historia, nacida en los años sesenta con la creación de las carreras de Historia,
sigue sin llegar a las aulas. "Todos los 6 de agosto me siento frustrado, porque si
algo hay claro en la historia de Bogotá es que Gonzalo Jiménez de Quesada no
fundó Santa Fe con la construcción de 12 chocitas, sino que llegó a un poblado
indígena. Pero uno ve, ese día, a los estudiantes de los colegios llevando las
maquetas de las 12 chozas y repitiendo la misma historia conservadora que nos
enseñaron de niños", dijo Zambrano.

Incluso, dice Adolfo Meisel, historiador económico y gerente del Banco de la


República en Cartagena, los estudiantes de universidad tienen muy poco
conocimiento y enormes vacíos, pues ni han leído a los clásicos, ni conocen lo que
se ha publicado en los últimos años. "Eso se explica no solo porque los libros son
muy malos y aburridos, sino porque los historiadores se han dedicado a escribir de
cosas muy pequeñas y no hay textos nuevos, bien escritos, que den un panorama
global de la historia nacional".

Estas y otras críticas demuestran que el retiro de la materia de Historia de los


programas de estudio fue un error que nadie cuestionó y del que nunca se hizo una
reflexión. Hoy, "dos décadas después, se puede decir que fue un horror desde el
punto de vista cultural, de identidad nacional y de país. Primero, porque un
ciudadano debe saber dónde está parado. Por eso, ahora que estamos en un
mundo globalizado, el Estado debe replantear y crear de nuevo una cátedra de
Historia de primero a once, porque las sociedades que no tienen conciencia de lo
que son tienen el riesgo de diluirse", dijo el reconocido historiador Álvaro Tirado
Mejía. Él y otros historiadores hablan de la necesidad de que el Estado replantee el
pénsum y de crear de nuevo la cátedra de Historia, fijando programas claros sin
caer en partidismos ni doctrinas, tal y como se hace en muchos países.

El prestigioso historiador Marco Palacios dijo que es tiempo de revertir esa "decisión
patética y garrafal". Es hora de volver a ser sensatos y devolverle el equilibrio a la
educación. El Estado, como en otros países, debe propender de que se enseñe
Historia y Geografía, diseñando planes de estudio que incluyan lo que debe saber
un bachiller. "Eso está inventado y ya hay suficientes experiencias para hacerlo
bien, sin pasiones y partidismos".

Así como el Ministerio saca su regla para evaluar a todo el mundo, es hora de que
lo haga con su propia gestión en los últimos años. La polémica sobre devolver la
cátedra de Historia y Geografía está abierta. En sus manos está que no seamos
víctimas del famoso refrán de: "quien no conoce su historia está condenado a
repetirla".
La importancia de la Memoria Histórica
Los ojos de Hipatia Dic 10th, 2013 0 Comentarios

Por Arantxa Carceller


“La memoria intenta preservar el pasado sólo para que le sea útil al presente
y a los tiempos venideros. Procuremos que la memoria colectiva sirva para la
liberación de los hombres y no para su sometimiento”, Jacques Le Goff.
En el siguiente artículo intentaremos hacer un ejercicio de reflexión entorno a la
famosa Ley de la Memoria Histórica que el ex presidente Rodríguez Zapatero lanzó
durante el 2006, porque llegados a este punto ya es hora de que dejemos de
ampararnos en la Ley de Amnistía para no juzgar al franquismo. Aprovechando los
tiempos que vivimos, llenos de cambio, y una sociedad en constante ebullición
creemos oportuno recordar aquellos que aún permanecen olvidados, aquellos que
no dieron pie a una guerra, y a toda una generación que creyó en el cambio, en
dejar atrás las injusticias sociales, políticas y económicas para abrazar los nuevos
derechos y libertades que conquistó la Segunda República. No se debe negar tanto
tiempo la historia.
Para entender este artículo sobre la importancia de recuperar la memoria,
deberíamos trasladarnos, desde una perspectiva histórica al siglo XIX, entendiendo
el método histórico aplicado a esa tarea incipiente de recuperación de la memoria.
En el siglo XIX empieza a vislumbrarse la historia como ciencia, con el fin, de
entender el pasado para explicar el presente. Dicha visión era distinta al positivismo
o historicismo alemán; el positivismo o la historia decimonónica tan sólo indagan en
la veracidad del documento. [Fujiyama “anuncia la muerte de la historia”; Pierre
Vilar “habla de una historia total”]. La historia tendría que ser entendida como una
ciencia de estudio del pasado, la cual, intenta explicar los cambios sociales.
Partiendo de la premisa imprescindible; toda historia es historia social. La función
del historiador no es la suma o acumulación de datos sino el establecer una
metodología capaz de ofrecer explicaciones jerarquizadas. La historia tiene unas
funciones determinadas, unas funciones sociales, tales como salvaguardar la
memoria. La historia mediante una metodología nos traslada al pasado, elaborando
una exposición racional. La memoria histórica nos permite recuperar el pasado, sin
embargo, debemos ser cautos ante el uso de éste. Mediante la memoria no
debemos subordinar el presente al pasado. No hay que sacralizar el pasado.
Recordemos, llegados a este punto, las palabras de Todorov: “la historia nos
permite mediante una serie de instrumentos llegar a explicaciones generales,
derivando hacia una memoria ejemplar”, y la reflexión de Jiménez Lozano: “la
historia está ahí y no puede quedar oculta. A veces ha sido objeto de
manipulación y de ocultación. La función del método histórico es conocer el
pasado, explicarlo a partir de restos del pasado”.
En el siglo XX los estados totalitarios han utilizado la historia como un recurso
ideológico para legitimar una realidad incuestionable. Y ese es el caso que ha
marcado la historia de España desde el golpe militar de julio de 1936.
Es importante observar el riesgo o amenaza que corre la memoria ante un mal uso
de ésta, como bien ejemplifica Eric Hobsbawm en su artículo “La memoria de
Nuevo Amenazada”. En dicho artículo Hobsbawm nos argumenta a favor de un
buen uso de la memoria, así como de la tarea del historiador ante la recuperación y
elaboración de dicha memoria. “La historia es la materia prima de las ideologías
nacionalistas o fundamentalistas. El pasado es un elemento esencial, quizás
el elemento esencial de estas ideologías. Si no existe un pasado adecuado,
siempre se puede inventar. En realidad, en la naturaleza de las cosas,
generalmente no existe un pasado totalmente adecuado, porque el fenómeno
que estas ideologías pretenden justificar no es antiguo ni eterno sino
históricamente novel. El pasado legitima. El pasado da un fondo más glorioso
a un presente que no tiene mucho que mostrar por sí mismo. En esta
situación, los historiadores encuentran que se les otorga el inesperado papel
de actores políticos. Tenemos una responsabilidad ante los hechos históricos
en general y la responsabilidad de criticar las manipulaciones político-
económicas de la historia en particular. No hay en estos contextos una
diferencia clara entre realidad y ficción. Pero la hay para los historiadores, la
capacidad de distinguir entre una y otra es absolutamente fundamental. No
podemos inventar hechos”.
La memoria, como bien hemos dicho, no debe subordinar el presente al pasado, sin
embargo, debemos ser conscientes de que esta recuperación de la memoria nos
sirve para justificar nuestras actuaciones de hoy. Citando las palabras de Pierre
Nora: “La memoria es la vida, siempre acarreada por los grupos vivos. Y, a
este respecto, está en evolución permanente, abierta a la dialéctica del
recuerdo y la amnesia, inconsciente de sus sucesivas deformaciones,
vulnerable a todos los usos y manipulaciones, susceptible de estar latente
durante mucho tiempo y de manifestar súbitas revitalizaciones. La historia es
la reconstrucción siempre problemática e incompleta de lo que ya no es. La
memoria es siempre un fenómeno actual, un vínculo vivido en el eterno
presente: la historia, una representación del pasado. Dado que es emocional
y mágica, la memoria sólo se acomoda a aquellos detalles que la confortan:
se nutre de recuerdos borrosos, chocantes, globales o flotantes, particulares
o simbólicos, sensibles a todas las transferencias, velos, censura o
proyecciones. La historia, por el contrario, se propone otros objetivos,
valiéndose de otros procedimientos y de otros métodos menos arbitrarios o
menos aleatorios. La historia, en tanto que operación intelectual y laica, apela
al análisis y al discurso crítico”.
La recuperación de la memoria es importante e imprescindible. La recuperación de
la memoria histórica es un camino espinoso a recorrer, en el cual, siempre habrá
diferentes voces de crítica así como diversas publicaciones de aquellos
“historiadores” subordinados a la derecha más recalcitrante y extremamente
conservadora, quienes ya en su día sacaron a la luz, teorías “estrafalarias” con el
fin de manipular nuestra historia. Personajes como Pio Moa que calificaron La Ley
de la Memoria Histórica como Ley de la Memoria Histérica manifestando cada vez
más en sus actuaciones ese intento de no querer esclarecer la verdad de nuestra
historia. Tanto Moa, de la Cierva o Jiménez Losantos, ya antes de la Ley de la
Memoria Histórica han sido auténticos cruzados defensores del franquismo,
manipulando la historia sin atender a la realidad y utilizando la historia como arma
propagandística. ¿Por qué a estas alturas aún siguen cosechando tantos
seguidores? Como apunta el historiador Justo Sernaen su artículo Pío Moa, “la
poca lectura que de la Guerra Civil o del franquismo se ha hecho. Son tantos
y tantos los lectores que ignoran la literatura franquista sobre la Guerra; son
tantos y tantos los lectores que desconocen lo que la historia académica ha
dicho sobre el particular, que no extraña la irrupción de revisionistas que se
apoyan en esa ignorancia, revisionistas que suministran munición ideológica
para un presente en el que algunos han hecho del pasado su particular campo
de batalla. O, como decía Javier Cercas, dado que el conocimiento fundado y
documentado de los historiadores académicos “no ha llegado a la sociedad,
permeándola y permitiendo en consecuencia instituir un relato consensuado
de nuestro pasado inmediato que, como un mínimo común denominador,
sin tergiversar la realidad histórica sea aceptado por la mayoría de la
sociedad”, el resultado es un confuso historicismo rencoroso y manipulador”.

Dav

histórica
En Elogio del olvido (Debate, 2017), una ampliación
de Contra la memoria, David Rieff cuestiona la idea
de que la memoria es un deber moral, una especie
de
19545 acto de justicia y reparación.

Daniel Gascón

09 marzo 2017

Siempre es bueno tener un aguafiestas cerca: alguien bien informado que corrija el
exceso de optimismo, o que señale las mecánicas perversas que hacen que
acabemos más pendientes de los medios que de los fines que supuestamente
queremos alcanzar. Esta es una de las tareas que David Rieff ha hecho sobre
asuntos como la ayuda humanitaria. También lo ha hecho con respecto a la
memoria en Elogio del olvido (Debate, 2017, traducción de Aurelio Major).

En el libro -una ampliación de Contra la memoria (Debate, 2012)- discute una


convicción extendida: la idea de que la memoria es un deber moral, una especie de
acto de justicia y reparación. Para Rieff, esto no siempre es así. Si el olvido puede
ser una injusticia con el pasado, un exceso de memoria puede ser una injusticia con
el presente. Eso no significa tampoco que Rieff recomiende el olvido de los crímenes
del pasado o las inexactitudes de los libros de historia. Entre los ejemplos que da
están el genocidio armenio, las matanzas perpetradas por el colonialismo, los
crímenes de guerra especialmente cuando hay memoria viva (cita Srebrenica o el
asesinato de coreanas y chinas por el ejército imperial japonés). Pero incluso en
esos casos “las cosas son moralmente más complejas de lo que al principio parece”.

Una de las ideas centrales tras el impulso de la memoria es profundamente humana:


tiene que ver con la conciencia de la mortalidad. Enterramos a los muertos y
buscamos una forma de trascendencia. Pero para Rieff, pensar que podemos lograr
que aquello que nos importa a nosotros importe del mismo modo a generaciones
posteriores es un exceso de optimismo. Intentarlo exige recurrir a algo postizo y
simplificador, y es muy fácil caer en el kitsch.

Otro de los argumentos centrales es la ejemplaridad: la famosa frase de George


Santayana que decía que aquellos que no pueden recordar el pasado están
condenados a repetirlo. Hitchens decía que quienes no conocían la historia estaban
condenados a recrearla, como los nostálgicos de la victoria del Sur. Impresiona más
la pregunta de Hitler sobre el efecto que tendría la invasión de Polonia: “¿Después
de todo, quién se acuerda del genocidio de los armenios?”. Rieff prefiere la
observación de sir Nicholas Witon: “en realidad nadie nunca ha aprendido nada del
pasado”. Sí, el “nunca más” es un sentimiento noble, pero a menos que se suscriba
a una de las formas más burdas de los relatos del progreso, sea religiosa o secular,
no hay razón para suponer que un aumento del caudal del recuerdo transformará
de tal modo el mundo que el genocidio será remitido al pasado bárbaro de la
humanidad”. No se repiten exactamente los fallos o los crímenes: aprendemos de
los errores del pasado para cometer otros nuevos, como escribió A. J. P. Taylor.

Aunque la memoria es individual, la memoria colectiva es una construcción


vinculada a la identidad colectiva. Las derrotas históricas son más eficaces que las
grandes victorias: desde Gettysburg a Gallipoli, pasando por la batalla de Kosovo.
A menudo se relaciona con un agravio, y en eso se relaciona con una curiosa
apreciación moderna sobre el estatus de las víctimas: como decía Todorov, nadie
quiere ser víctima pero todos quieren haberlo sido. Y, como recuerda Rieff, muchos
grandes crímenes del siglo XX se presentaban como un acto de defensa.

Rieff revisa la obra de autores que han abordado el tema de la memoria, como
Maurice Halbwachs (cuya muerte cuenta en La escritura o la vida un gran escritor
sobre la memoria, Jorge Semprún), Pierre Nora (que denunciaba la industria de la
memoria), Tzvetan Todorov (que ha hablado de los usos y abusos de la memoria, y
recomendaba la “memoria ejemplar”, una idea que no satisface a Rieff), Tony Judt
(que escribió críticamente de los monumentos conmemorativos), Yosef Yerushalmi
(autor de Zajor. La historia judía y la memoria judía) o Avishai Margalit (que ha
intentado buscar un elemento universalista a la memoria y ha escrito sobre la
dificultad de llegar a acuerdos cuando sacralizamos el recuerdo). También cita
observaciones sobre el nacionalismo y la culpa de Renan, Hannah Arendt o Karl
Jaspers.

Analiza el triunfo de la memoria sobre la historia; ese esplendor de la “industria de


la memoria” se produce en un momento en que “en casi todos los estudiantes saben
cada vez menos de política contemporánea, geografía del mundo o historia”. No
conocen la historia sino la rememoración, que es “amor y reconocimiento propios,
lo que significa que es poco más que el presente travestido”. A su juicio, el recuerdo
no obedece al objetivo de reconstruir lo que de verdad había ocurrido, sino al
servicio de unos intereses políticos concretos. El autor recuerda la ida de una nueva
“teodicea de la desgracia” de Weber y señala que “la cuestión de la fidelidad
histórica casi nunca parece tan crucial como la solidaridad colectiva que dicha
rememoración pretende generar”. Aunque es fácil pensar en el uso de la memoria
de regímenes totalitarios, no son los únicos que han utilizado la memoria para esos
fines.

Rieff escribe sobre lugares en los que la presencia del pasado ha conducido a una
asfixia o ha servido para alimentar enemistades duraderas, como la antigua
Yugoslavia, Irlanda, Ruanda o Israel. En buena medida, las guerras de la memoria
tiene origen francés, y tiene algo de polémica religiosa; en ese país ha tenido
también un desarrollo intelectual. Francia sigue siendo la “capital” de la industria de
la memoria, a la vanguardia de lo que Pierre Nora ha calificado de “mala conciencia
universal”. En Irlanda, que se cantaran los himnos de las facciones opuestas
durante las negociaciones servía para desbaratar las posibilidades de paz. Escribe
sobre Israel y sobre la relación peculiarmente intensa del pueblo judío con su
pasado, o describe la labor de la arqueología como ciencia legitimadora de Israel.
Argumenta que el hecho de unir el Estado al recuerdo del Holocausto es discutible
moralmente y anacrónico desde un punto de vista sionista. (En el caso español,
sobre el que pasa muy brevemente, describe la ley de la memoria histórica como
una ley del olvido, porque sustituía los símbolos del régimen anterior.)

Probablemente su objetivo sea más plantear dudas y cautelas y provocar un debate


que establecer categorías. No siempre queda claro cuándo es bueno el recuerdo o
el olvido, aunque Rieff explica que la memoria no tiene el mismo peligro cuando
puede provocar enfrentamientos. En las últimas páginas de este libro perspicaz y
estimulante se pregunta si, con el “olvido activo” de Nietzsche, “¿no sería concebible
pensar que la paz en algunos de los peores lugares del mundo podría estar
realmente más cerca?”. Casi al final, cita unos versos de Szymborska, que conoció
el sufrimiento de Polonia bajo la ocupación nazi y soviética. La traducción que
empleo es de Abel Murcia.

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