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Tras 25 años de su muerte, se mantiene como uno de los mejores del vallenato
No es mejor maestro el que más sabe sino el que mejor enseña y Alejo enseñaba
con el ejemplo, cantaba sin aspavientos, sólido en su postura, erguido, gigante en
la anchura de su hombros, el acordeón en el cual él decía llevar el alma,
serpenteaba entre sus manos, los dedos largos y toscos parecían levitar para
acariciar el teclado, cuando lo hacía, el acordeón gemía, lloraba o emocionaba de
alegría. Ver tocar a Alejo era como estar frente al poderoso tronco de un árbol que
afianzado en sus raíces sólo deja oscilar sus ramas para convertir en música el
sonido del viento. Cuando cantaba, su voz grave, profunda, oscura, recorría el alma
y el cuerpo, mientras él concentrado con sus ojos pequeños y brillantes parecía
explorar con su música cada rincón del espíritu para llenarlo con sus notas y
recrearlo desde el alma.
Dicen que Alejo no bebía nunca y algunos explican que dejó de hacerlo cuando
siendo joven en medio de una parranda golpeó con la fuerza de sus poderosos
puños de negro jornalero a su mejor amigo, otros por el contrario creen que si lo
hacía, sólo que reservaba ese placer para hacerlo directamente en los labios
hermosos de las mujeres que amaba.