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Georges Duby:
Guillermo el Mariscal
El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid
Título original: Guillaume le Morichal ou le meilleur chevalier du monde
Traductor.;, Carmen López Alonso
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ción a sus ojos; como por otra parte en el relato, había esta
do precisamente en ser la esposa de un rey, El recuerdo de
los hechos, que ha fijado la H istoria de Guillermo el Ma
r i s c a l ¿fue modificado, y hasta qué punto, por la repercu
sión de los sueños que mantenían, entre los caballeros, los
cuentos con los que no se cansaban de divertirse? Me sor
prende, en efecto, el ver cuán corta distancia — y este texto
suministra la única ocasión de medirla— separa las ficciones
cortesanas de la realidad que pretende describir fielmente
el poema. Constatación que convidaría a no juzgar tan falaz
la imagen que la literatura novelesca presenta a propósito
de los comportamientos masculinos y femeninos. Yo tengo,
en cualquier caso, al Mariscal, en la actitud que le presta su
biografía, honrado por la cualidad de la mujer cuya con
quista se le atribuía, por el testimonio más seguro de lo
que fue, en su verdad social, el amor que nosotros llama
mos cortés. Un asunto de hombres, de vergüenza y de honor,
de amor — ¿debo forzarme a hablar más bien de amis
tad?— viril. Lo repito: sólo los hombres dicen amarse en
una narración en la que las mujeres se encuentran casi por
completo ausentes, Género literario muy particular, la apo
logía funeraria quizás tenía que observar tal discreción. Sea
como fuere, en lo que se puede considerar como sus me
morias, el Mariscal no revela nada de los deportes que
nosotros llamaríamos amorosos. Este silencio por sí mismo
dice ya mucho sobre el estado de la condición femenina;
o mejor, sobre la consideración que los hombres tenían en
este tiempo hacia las mujeres.
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Por otra parte, nos enteramos que las lanzas eran frági
les y volaban hechas pedazos la mayor parte del tiempo,
antes que el adversario se estremeciera hasta caer bajo la
carga. Aquellos guerreros que se arriesgaban a participar en
las justas sabían mantenerse firmemente en la silla y con
trolar su montura. No esquivaban el choque. Resistían. En
tonces la lucha se proseguía cuerpo a cuerpo, con la espada,
con la maza, Los golpes se concentraban en el casco. Por
ello, el equipamiento de la cabeza estaba considerablemente
perfeccionado en la época. E l simple gorro de hierro no
parecía suficiente protección; se le dejaba a los escuderos.
E l yelmo tendía a fines del siglo x n a tomar la forma (ya
la tenía cuarenta anos más tarde cuando el biógrafo escribía)
de una caja cerrada, y tan herméticamente que el comba
tiente así enjaezado se arriesgaba a la asfixia si se aproxi
maba demasiado cerca de un fuego de malezas, Guillermo
hizo un día la prueba de esto, a su costa. Para acabar con
el adversario, es decir, para capturarlo, era por tanto pre
ciso que, golpeando, se despojara a la armadura de esta
pieza, dejando su cabeza al descubierto • — y si Enrique el
Joven fue tán «herido» al verse desnudado así, sin duda no
era tan sólo por haber perdido su principal defensa; la ver
güenza también se mezclaba aquí— ; pero asimismo se podía
aturdir al enemigo golpeando con todas las fuerzas sobre lo
que cubría el cráneo. El Mariscal se acordaba de haberse
quedado en muchas ocasiones, prisionero de su casco, cega
do, incapaz de deshacerse de él, bíen porque, con el choque>
el yelmo se había girado poniéndose lo de delante atrás, bien
porque había terminado por quedar de tal modo torcido que
era forzoso, al final del encuentro, recurrir al herrero, a su
martillo, a sus pinzas, apoyar la cabeza en el yunque hasta
que se pudiera extraerla de la envoltura de hierro, descorte
zada finalmente con grandes jadeos.
Cuando, todavía sobre la silla, aquel al que se había ele
gido para ser capturado, se encontraba no obstante tan mal
trecho, tan ensordecido por el ruido, cuando sé debilitaba,
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afios, alejado de las cortes, de la mesa real,, fue por ello lle
vado a comportarse como un joven, como un caballero an
dante. Porque no tenía ningún ahorro. Todo lo que poseía
lo llevaba a la espalda. No era poco, en realidad, pues
estaba muy atado al brillo de su equipaje, preocupado por
mostrarse elegante y eclipsar a todos los competidores exhi
biendo las armas más brillantes y de último grito. Para
cuidar de todo este equipamiento y para mostrarse, como
los barones, con una buena escolta, se procuró un escudero;
en la feria de Lagny pagó treinta libras por un segundo
caballo de batalla que — según recordaba, añadiendo a la
... gloria- de poder—gastar-tanto .la- de. ser más entendido en. -
asunto de caballos que el vendedor— valía por lo menos
cincuenta.
Este hermoso aparato convenía a su reputación. Estaba
ésta tan asegurada que hubiese podido rápidamente alqui
larse, y muy caro, unirse a otro equipo. Efectivamente, se
disputaban por él. El conde de Flandes, el duque de Bour-
gogne, le habían hecho buscar por montes y valles y le
proponían ahora puentes de oro: rehusó, salvo para parti
cipaciones temporales; sin duda, fue a una de ellas a la
que debió la adquisición del pequeño feudo flamenco del que
se sabe fue poseedor. También hubiera podido, si se cree
lo que la memoria ha guardado, establecerse, salir en este
momento de la «juventud», de ser bachiller, tomar mujer,
fundar su propia casa: el procurador de Béthune le habría
ofrecido a su propia hija, adornada con una renta de mil
libras. E l Mariscal simuló no encontrarse todavía con « co
raje» •— con intención— de casarse. Lo agradeció. Bastaba
a su orgullo el haber visto al conde de Saint-Pol aproxi
marse a él al galope, cuando estaba avanzando, en enero
de 1183, sobre el campo de Gournai, y abrazarlo, besarlo,
pedirle que estuviera ese día entre los que llevaba al com
bate, mientras él, el Mariscal, por supuesto, declinaba tal
honor, fingiendo encontrarse más abajo y respetar la'jerar
quía de los títulos y los rangos, pero aceptando la compañía
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dos por él, con lo que Juan Sin Tierra, rey de Inglaterra,
contará para impedir a su súbdito, a su hombre, que le
perjudique.
Porque, en adelante, éntre el rey y su gran barón, bajo
la apariencia de la amistad, yacen la desconfianza y el ren
cor. Guillermo siente por eso la necesidad de tomar distan
cias. Cuando Juan vuelve a Iuglaterra, al año siguiente, por
San Miguel, el Mariscal le pide permiso para ir a visitar su
tierra, en Irlanda: todavía no la ha visto nunca. Retirada
a ese país lejano, a esa colonia salvaje, insumisa, y decisión
de agarrarse allá a lo más rudo, a lo más sólido. El rey con
siente, después se cree «estafado>>,^ngSnádo, se echa atrás,
afirma que no ha prometido nada, envía un mensaje a Stri-
guil: el Mariscal está a punto de embarcarse. Quiere que su
segundo hijo sea entregado como rehén suplementario: «La
vaos las manos, id a com er — dice Guillermo al portador
de la orden— , quiero tomar consejo d e mi gente y de mis
barones» (pues el asunto, en efecto, el destino de los here
deros de su señor, concierne a estos últimos tanto o casi
como a sus padres), La mayoría está por el rechazo. Gui
llermo, sin embargo, acepta por lealtad: «Si lo quiere, le
enviaré a todos los hijos que tengo», pero iré, «esté bien
o esté mal, a Irlanda». Se va, y casi inmediatamente estalla
la crisis a propósito de un pariente, justamente, por alianza,
del Mariscal, del que también es vasallo por algunas tie
rras: Guillermo, señor de Briouze en Normandía, pero tam
bién barón de los límites galos.
E l rey Juan, acorralado — el papa ha lanzado el inter
dicto sobre Inglaterra— , exige rehenes de todo el mundo.
Briouze, negándose a abandonar a sus hijos al asesino de
Arturo, huye con los suyos; el Mariscal lo acoge, respe
tuoso con los deberes del parentesco, de la fidelidad, y lo
hospeda en Klikeny. Obligado a entregarlo a los- mandata
rios del rey, Guillermo lo hace conducir fuera, a un lugar
seguro. Persiguiendo al indócil, Juan Sin Tierra viene a
acampar donde está Guillermo, y después lo «inculpa» de
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