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PRIMERA PARTE
LA TRAGEDIA DE BIRLSTONE
Capítulo I
LA ADVERTENCIA
534 C2 13 127 36 31 4 17 21 41
DOUGLAS 109 293 5 37 BIRLSTONE
26 BIRLSTONE 9 47 171
- Ninguna.
- Bueno, bueno, seguramente no es tan malo
como eso. El mensaje comienza con un gran
534, ¿no es así? Podemos tomar como una hipó-
tesis que el 534 es la página en particular a la
que el cifrado se refiere. Así, nuestro libro se ha
convertido en un gran libro, que ya es algo.
¿Qué otras indicaciones tenemos sobre la natu-
raleza de este gran libro? El siguiente signo es
C2. ¿Qué saca de eso, Watson?
- Columna – exclamé.
- ¡Bradshaw!
- ¡Un almanaque!
Capítulo II
- No se ve muy sorprendido.
- Dos veces.
- ¿Y cómo?
- Sé que lo hay.
- ¡Exactamente!
- Así es.
- ¿Bueno?
- Me gustaría escucharlo.
Capítulo III
LA TRAGEDIA DE BIRLSTONE
- ¡Qué!
- ¡Así es!
Capítulo IV
OSCURIDAD
A las tres de la mañana el gran detective de
Sussex, obedeciendo la urgente llamada del
sargento Wilson de Birlstone, arribó de sus
cuarteles en un ligero carruaje detrás de un
trotador sin aliento. Por el tren de las cinco y
cuarenta de la madrugada envió su mensaje a
Scotland Yard, y estuvo en la estación de Birls-
tone a las doce del mediodía para recibirnos.
White Mason era una persona tranquila, con-
fortable con un suelto traje de tweed, una cara
bien afeitada y rubicunda, un cuerpo fornido, y
piernas poderosas y estevadas adornadas con
polainas, con el aspecto de un pequeño granje-
ro, un guardabosques retirado, o cualquier cosa
sobre la tierra excepto un muy favorable espé-
cimen de oficial de criminalística provinciano.
- Exacto.
- Ames, el mayordomo…
- Ninguna.
- No, señor.
- Frecuentemente, señor.
- No, señor.
- No lo creo.
Holmes avanzó a través de la carpeta y untó un
poco de tinta de cada botella en el papel secan-
te.
- Exactamente.
- Así es.
- ¿Un arresto?
- Viudo.
- Casi siete.
- ¿Y entonces ustedes estuvieron juntos cinco
años en California, por lo que su negocio data-
ría de once años como mínimo?
- Debe serlo.
- Así es.
- Exacto.
- Sí.
- ¿Y llegó rápidamente?
- ¿Y sopló la vela?
- Exacto.
Capítulo VI
Me encogí de hombros.
- No es mi asunto – alegué.
- ¡La pesa!
- No.
Capítulo VII
LA SOLUCIÓN
- Sí, sí, sin duda, que está por algún lugar, y sin
duda que lo cogerán; pero no haré que gasten
sus energías en East Ham o Liverpool. Estoy
seguro de que podemos hallar un pequeño ata-
jo para el resultado.
- ¿Dónde?
- ¿Y bien?
- Bien, prosiga.
- ¡Imposible!
Holmes se rió.
- No sé nada de eso.
LOS SCOWRERS
Capítulo I
EL HOMBRE
Era el 4 de febrero del año 1875. Había habi-
do un severo invierno, y la nieve yacía profun-
damente en los desfiladeros de las Gilmerton
Mountains. Los arados a vapor habían, sin em-
bargo, mantenido los rieles abiertos, y el tren de
la tarde que conecta la larga línea de campa-
mentos de minería de carbón y extracción de
hierro estaba lentamente sonando en su camino
por las empinadas pendientes que llevan de
Stagville en la planicie a Vermissa, el municipio
central que permanece a la cabeza de Vermissa
Valley. Desde este punto el camino desciende a
Bartons Crossing, Helmdale, y el puramente
agrícola condado de Merton.
- ¿Y dónde es?
- Sí.
- Pudiera ser que la necesite aquí – alegó el
trabajador.
- Seguro.
- Entonces hallará su trabajo, creo. ¿Tiene
amigos?
- ¿Cómo es eso?
- ¡Póngala! – exclamó.
Un apretón de manos pasó entre los dos.
- Profundos.
- Y el resto.
- ¡Nada ridículo!
- Vermissa.
- ¿Por qué?
- Bueno – el minero bajó su voz -, por sus
negocios.
- ¿Cuáles negocios?
Capítulo II
- Quizá no en Chicago.
- ¿Lo es?
- ¿No lo es?
- ¿No aquí?
- Sí aquí.
- No lo sé ni me interesa.
- Seguro.
- En efecto.
- ¿Y quién se lo dijo?
- McMurdo.
- ¿Cuándo?
- El 24 de junio de 1872.
- ¿Cuál jefe del cuerpo?
- James H. Scott.
- Bartholomew Wilson.
McMurdo asintió.
- ¿Hacer qué?
- Bueno, significa sacar dólares para su cir-
culación. Después dijo que lo revelaría. Quizás
lo hizo. No esperé a verlo. Solamente lo maté y
puse pies en polvorosa para los campos de car-
bón.
McGinty se rió.
- ¿Quién entonces?
- ¡Y esto lo juro!
Los hombres bebieron sus vasos, y la misma
ceremonia fue realizada entre Baldwin y
McMurdo.
- Nunca le disparé.
- Lo estoy.
- Lo soy.
- ¡Pruébenlo!
- Lo sé – profirió McMurdo.
- Lo acepto.
“Estimado señor:
“Hay un trabajo para ser hecho con An-
drew Rae de Rae & Sturmash, propieta-
rios de carbón cerca de este lugar. Usted
recordará que su logia nos debe algo en
correspondencia, dado el servicio de
dos de nuestros hermanos en el asunto
de las patrullas del otoño pasado. En-
viará dos buenos hombres, estarán a
cargo del tesorero Higgins de esta logia,
cuya dirección conoce. Él les dirá cuán-
do actuar y dónde.”
“Suyo en libertad,
“J. W. WINDLE, D. M. A. O. F”
- Windle nunca se ha rehusado a nosotros
cuando hemos tenido la ocasión de solicitar por
la prestación de un hombre o dos, y nosotros
no debemos rechazarle - McGinty se detuvo y
vio alrededor de la habitación con sus opacos y
malevolentes ojos -. ¿Quién será voluntario
para este asunto?
- ¿Cuántos llevará?
Capítulo IV
- ¿Y se rehusó a él?
- No.
- No.
- Bueno, eso es porque no tiene confianza en
usted. Pero en su corazón no es un hermano
leal. Lo sabemos eso muy bien. Por eso lo vigi-
lamos y esperamos por el tiempo para amones-
tarlo. Estoy pensando que el tiempo se está
acercando. No hay espacio para ovejas postillo-
sas en nuestro corral. Pero si frecuenta a un
hombre que no es fiel, podríamos pensar que
usted tampoco lo es, también. ¿Ve?
McGinty se rió.
Capítulo V
McMurdo se carcajeó.
- No, no es él aún.
- ¿O Herman Strauss?
- No, tampoco él.
- ¿Cuándo?
Capítulo VI
PELIGRO
Era la cima del reino del terror. McMurdo,
que ya había sido designado diácono interior,
con todos los prospectos para algún día suceder
a McGinty como jefe del cuerpo, era ahora tan
necesario en los concilios de sus camaradas que
nada era hecho sin su ayuda y consejo. Lo más
popular que se volvía, sin embargo, con los
Freemen, lo más tenebrosas que eran los entre-
cejos que lo saludaban mientras pasaba por las
calles de Vermissa. A pesar de su terror los ciu-
dadanos estaban comenzando a tomar cartas
para unirse todos juntos contra sus opresores.
Ciertos rumores habían llegado a la logia de
asambleas secretas en la oficina del Herald y de
la distribución de armas de fuego entre la gente
que acataba la ley. Pero McGinty y sus hombres
no estaban turbados por tales reportes. Ellos
eran numerosos, resolutos y bien armados. Sus
oponentes estaban dispersos e impotentes. To-
do acabaría, como había ocurrido en el pasado,
en conversaciones sin rumbo y posiblemente en
arrestos inútiles. Así decían McGinty, McMur-
do, y todas aquellas almas atrevidas.
- Seguro.
- Debemos matarlo.
- Es muy probable.
- ¿La policía?
McMurdo asintió.
- ¿Bueno?
Capítulo VII
McMurdo se rió.
- Creo que lo agarré en su punto débil – dijo
-. Si pudo seguir tan bien el rastro de los Scow-
rers, está listo para seguirlo hasta el infierno.
Tomé su dinero – McMurdo hizo una sonrisa
maliciosa a la par que sacaba un manojo de
dólares en billetes -, y conseguiré más cuando
él haya visto todos mis papeles.
- ¿Cuáles papeles?
- Así es.
- Exacto.
- Absolutamente.
- ¿Fue un asesinato?
- ¡De hecho!