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Capítulo VII

LA CONSOLIDACIÓN DEL CAPITALISMO


MODERNO
Mauricio Avella, María Errázuriz

El desarrollo capitalista, que venía acelerándose en Colombia desde las primeras décadas del
siglo XX, se consolidó definitivamente en los años que sucedieron a la segunda guerra
mundial. En las cuatro décadas transcurridas desde entonces, la economía colombiana pasó de
ser rural a urbana y semindustrial. Este capítulo analiza el conjunto de transformaciones que ha
experimentado la economía durante estos años. La primera parte presenta un panorama
general del crecimiento económico, los cambios estructurales y la distribución regional de la
actividad económica. La siguiente reseña la evolución del comercio exterior y los vaivenes del
proceso de industrialización. Posteriormente se analiza la transformación del agro y los
cambios en las políticas agropecuarias. La cuarta adelanta un estudio del crecimiento y
transformación del Estado. El capítulo concluye con una breve historia de las organizaciones
gremiales, del sindicalismo y de la distribución del ingreso desde 1945.

CRECIMIENTO Y CAMBIO ESTRUCTURAL

1. Las grandes tendencias del desarrollo colombiano en la posguerra

Entre 1945 y 1986 el Producto Interno Bruto de Colombia se multiplicó por siete. La tasa de
crecimiento correspondiente (4.8% anual) dista de ser espectacular, según veremos más
adelante, pero es sin duda la más alta que haya registrado la economía colombiana en su
historia. La población experimentó un crecimiento también rápido, del 2.5% anual, que le
permitió multiplicarse por 2.8 durante esos años. El ritmo de crecimiento demográfico fue
particularmente acelerado en los años cincuenta y sesenta. En ese lapso, el descenso de la
mortalidad, generado por la aplicación de la medicina moderna y el mejoramiento en el nivel
de vida de la población, no coincidió con una disminución paralela de la fecundidad, y el
crecimiento de la población alcanzó así ritmos superiores al 3% anual (véase el cuadro 7. 1 ).
Durante los años setenta el descenso de la fecundidad y, en mucho menor escala, la emigración
de la fuerza de trabajo hacia el exterior, permitieron una disminución rápida del ritmo de
crecimiento de la población, que se redujo a sólo un 1.6% anual en el período intercensal 1973-
1985. El resultado neto del crecimiento económico y demográfico fue un aumento en la
producción por habitante del 2.2% anual, es decir, un 150% en estas cuatro décadas.

Este crecimiento hizo parte de la bonanza más espectacular que haya experimentado la
economía mundial en su historia. Sin embargo, el crecimiento del producto por habitante en
Colombia fue apenas similar al del conjunto de América Latina y de los países en vías de
desarrollo e inferior al que experimentaron las economías más avanzadas. De esta manera, la
distancia que separaba a Colombia y a los países en desarrollo de las economías
industrializadas, lejos de estrecharse durante estos cuarenta años, tendió más bien a ampliarse.
El crecimiento económico se vio acompañado de un cambio estructural de grandes
proporciones (véase el cuadro 7.2). En términos de la composición de la actividad económica,
el aspecto más notorio fue la fuerte reducción de la participación del sector agropecuario en la
economía. Todavía en 1945-1949 dicho sector representaba más del 40% de la actividad
económica del país; a comienzos de los años ochenta, su participación se había reducido a
menos del 23%. La disminución en el tamaño relativo del sector agropecuario dio paso al
surgimiento y consolidación de nuevas actividades económicas, en especial la industria
manufacturera, pero también los sectores de transporte, financiero, comunicaciones y servicios
públicos modernos (electricidad, gas y agua). En conjunto, éstos pasaron de representar el 23%
de la actividad económica en la segunda mitad de los años cuarenta, a cerca del 40% a
comienzos de la década del ochenta.

La consolidación de estos sectores tan dinámicos no se dio, sin embargo, en forma simultánea.
El avance relativo del sector manufacturero fue particularmente rápido en las décadas del
cuarenta y cincuenta, continuando el impulso que se había iniciado en los treinta. Su avance
fue menos notorio en los años sesenta y setenta y presentó un importante retroceso durante la
crisis económica de comienzos del ochenta. Por el contrario, el fortalecimiento de los otros
sectores dinámicos mencionados en el párrafo anterior fue más continuo, lo que les permitió
acrecentar su participación en el Producto Interno Bruto del país de poco más del 8% en 1945-
1949 a más del 18% en 1980-1984.

Tal proceso de desarrollo permitió la acumulación de capital privado y social más importante
de la historia del país. En el frente privado, los aspectos más notorios fueron la construcción de
grandes fábricas modernas y empresas agroindustriales, de un cuantioso parque automotor y
de un enorme acervo de edificaciones de vivienda y oficinas en las ciudades. No menos
importante fue el aumento en los niveles de educación y las capacidades técnicas de la fuerza
de trabajo, que algunas escuelas económicas identifican como un “capital humano”1. En el
frente colectivo, lo más notable fue la consolidación de una infraestructura de transportes y
servicios públicos modernos que, en el primer caso, reforzó la integración del mercado interno
y de éste con el resto del mundo.

La recomposición de la actividad económica y la acumulación de capital provocaron una


movilización de la población, cuya magnitud no tenía tampoco antecedente en la historia
anterior del país. En especial, la de la población rural hacia las fronteras agropecuarias fue
sustituida, como principal forma de migración interna, por la concentración de la población en
los núcleos urbanos. En efecto, la proporción de la población que habita en las cabeceras
municipales pasó de un 31% en 1938 a 39% en 1951, 52% en 1964, 59% en 1973 y 67% en 1985.
Las cuatro principales ciudades del país dominaron el proceso, pasando de concentrar el 8% de
la población en 1938 al 27% en 1985 (véase el cuadro 7. 1).

Los cambios en la composición de la actividad económica se reflejaron así mismo en la


estructura del empleo (véase el cuadro 7.3). Paralelamente al descenso en la importancia
relativa del sector agropecuario, la proporción de la población empleada en actividades
primarias (que incluyen al sector minero, relativamente pequeño en Colombia) disminuyó del
62% en 1938 al 34% en 1984. Más aún, en este período el sector primario sólo generó una quinta
parte de los nuevos puestos de trabajo en el país. El sector secundario (industria y
construcción) elevó su participación del 17 al 21%, creando una cuarta parte de las nuevas
ocupaciones. El grueso de los nuevos puestos fue generado por el sector servicios, que
acrecentó su participación en la generación de ocupaciones del 21% en 1938 al 45% en 1984.
Las transformaciones de la economía condujeron también a la consolidación de las formas de
trabajo asalariado típicas del capitalismo moderno (véase el cuadro 7.3). El proceso avanzó en
forma mucho más firme en las zonas urbanas. En efecto, en las actividades no agropecuarias,
el peso de los trabajadores asalariados (peones, obreros y empleados) aumentó del 58% en 1938
al 71% en 1964. Aunque a partir de entonces dicha proporción ha bajado levemente, debido al
incremento de las actividades por “cuenta propia”, el porcentaje de asalariados en las zonas
urbanas ha continuado siendo mucho más alto que en el sector rural. En este último, la
importancia relativa de la producción campesina y, en menor medida, de los pequeños
arrendatarios rurales, se ha mantenido hasta nuestros días, con lo cual la proporción de los
trabajadores asalariados en el campo ha fluctuado desde 1938 entre un 42 y un 46% de la fuerza
de trabajo rural, sin mostrar ninguna tendencia clara. Para la economía vista como un todo, la
proporción de trabajadores asalariados se ha elevado continuamente, desde un 51% en 1938
acerca del 62% en 1985.

El proceso de movilización de la población hacia las ciudades fue traumático. La violencia de


las zonas rurales ha sido, hasta nuestros días, pero especialmente en las dos décadas
posteriores a la segunda guerra mundial, una de las grandes fuentes de expulsión de la
población rural. Las ciudades, a su vez, carecieron en todos los momentos de las facilidades
necesarias para albergar a los nuevos habitantes. De esta manera se desarrollaron los grandes
cinturones de miseria que todavía dominan el panorama urbano del país. A su vez, la
insuficiencia de puestos de trabajo centró por primera vez la atención del país, en la década del
sesenta, en el problema del desempleo abierto, prácticamente desconocido en las zonas rurales.
Igual o más alarmante fue la proliferación en las ciudades de ocupaciones marginales y
relativamente improductivas, que de acuerdo con la moda internacional de una u otra época
recibieron diferentes denominaciones. Inicialmente, el fenómeno se conoció como
“subempleo” y “desempleo disfrazado”. Además, como la mayor parte de las ocupaciones de
este tipo se concentraron en el comercio y en algunos servicios, se habló también de la
“hipertrofia del sector terciario”. Más tarde se acuñó el término “sector informal” para referirse
al mismo fenómeno. La medición más completa, realizada en junio de 1984 por el DANE,
clasificó al 55.5% de los trabajadores en diez ciudades del país como pertenecientes a dicho
sector. La proporción tendía a ser más baja en las ciudades grandes (en Bogotá era de un 51%
), pero llegaba a dos terceras partes de la fuerza de trabajo en algunas ciudades intermedias.

2. Cambios en la estructura regional

La profunda transformación de la economía tuvo también un impacto notorio sobre la


estructura regional del país. Hasta mediados del siglo, los grandes beneficiarios del proceso de
desarrollo habían sido las cuatro ciudades más industrializadas del país y la zona cafetera,
centrada en torno al viejo Caldas. Se dieron también los primeros pasos hacia una agricultura
moderna en ciertas regiones del país (Valle, Tolima y la Sabana de Bogotá) y un desarrollo
ganadero dinámico en la Costa Atlántica. A diferencia de la mayoría de los países
latinoamericanos los polos de desarrollo eran diversos, pero aún así el crecimiento económico
había marginado a muchas regiones.

A partir de 1950 el patrón de desarrollo regional sufrió modificaciones importantes. Como se


puede apreciar en el cuadro 7.4, Bogotá continuó concentrando una proporción creciente de la
actividad económica y de la población del país entre 1950 y 1973. Este patrón no se mantuvo,
sin embargo, en los otros polos industriales. Por el contrario, dos de los departamentos más
industrializados (Antioquia y Atlántico) se expandieron a ritmos inferiores al promedio
nacional y otro, el Valle del Cauca, a una tasa sólo ligeramente superior a dicho promedio. Por
su parte, los departamentos cafeteros entraron durante este cuarto de siglo en franca
declinación.

En cambio, durante la posguerra surgieron nuevas regiones de alto dinamismo, ubicadas todas
en zonas de expansión de la frontera agrícola, algunas sobre la base de la agricultura moderna,
como fue el caso de los departamentos de la Costa Atlántica y el Meta, y otras de una
colonización de tipo tradicional, como aconteció en el Caquetá. En lo que se refiere a los
departamentos de agricultura tradicional, se observe que, aunque poco dinámicos en términos
de crecimiento económico, la mayoría de ellos experimentaron un proceso de expulsión masiva
de mano de obra, que se tradujo en uno de los crecimientos del PIB por habitante más altos del
país.

La información disponible para analizar lo acontecido después de 1973, aunque escasa, indica
que los departamentos cafeteros no han podido revertir su continua tendencia al deterioro, pese
al auge de la caficultura moderna 2. Fuera de ello, el menor crecimiento de la agricultura
comercial no cafetera después de 1974 pudo haber contribuido al retroceso relativo de ciertas
regiones agrícolas, hasta entonces dinámicas. Algo similar parece haber acontecido con los
polos de desarrollo industrial localizados fuera de Bogotá, que han padecido con mayor fuerza
la crisis de este sector de la economía. De esta manera, Bogotá ha continuado concentrando
una proporción creciente de la actividad económica y de la población del país.

Con todo, es claro que, lejos de acentuarse, las disparidades regionales han tendido más bien a
disminuir en la posguerra. Aunque se constata una tendencia continua a la concentración de la
actividad económica en Bogotá, las oportunidades generadas por el proceso de desarrollo han
beneficiado a regiones que hasta 1950 habían permanecido relativamente al margen de dicho
proceso, en tanto que los movimientos migratorios internos han tendido a reducir las
disparidades regionales por habitante. Así, por ejemplo, a pesar del alto dinamismo de Bogotá,
el número de inmigrantes a la capital del país fue tan alto que mientras en 1950 su producción
per cápita excedía al promedio nacional en un 159%, en 1973 sólo lo superaba en un 68%. En
cambio, los habitantes de las regiones más pobres, donde ha ocurrido una expulsión masiva de
mano de obra, y de las zonas de frontera agrícola, que han experimentado un rápido
crecimiento económico, registran los ritmos de crecimiento de la producción por habitante más
rápidos del país.

Aunque el interés del Estado regional se expresó desde muy temprano, los primeros pasos
hacia una política de descentralización sólo se acometieron en la década del sesenta, pero su
impacto ha sido, en cualquier caso, reducido. En aquella década fueron creadas y reforzadas
diversas instituciones de desarrollo regional, tales como las corporaciones autónomas
regionales (la primera de ellas, la CVC, había sido fundada por iniciativa de los vallecaucanos
en 1954, siguiendo el modelo de la Autoridad del Valle del Tennessee en Estados Unidos y con
la asesoría de uno de sus principales gestores, David Lilienthal) y se definieron diversos
incentivos de tipo fiscal para canalizar la inversión hacia las ciudades intermedias y pequeñas o
hacia zonas de frontera. El Instituto de Fomento Industrial participó directamente en la
instalación de complejos industriales fuera de las cuatro grandes ciudades, sin grandes
resultados. En los años setenta y ochenta, los Planes de Desarrollo propugnaron nuevamente la
descentralización, pero su impacto sobre las tendencias del desarrollo regional no ha sido
notorio. En cualquier caso, el peso histórico de una estructura regional diversificada sigue
siendo alto en Colombia y los índices de concentración regional en nuestro país son unos de los
más bajos de América Latina, inferiores a los de muchos países con niveles comparables de
desarrollo.

DEPENDENCIA EXTERNA E INDUSTRIALIZACIÓN

1. Características del sector externo colombiano en la posguerra

En las cuatro décadas posteriores a la segunda guerra mundial, el sector externo colombiano
ha tenido dos características sobresalientes. La primera de ellas fue el resultado del proceso de
industrialización que había vivido el país durante los años treinta y la segunda guerra mundial.
Los bienes de consumo dejaron de ser definitivamente el renglón más importante de las
importaciones y pasaron a ocupar una posición marginal dentro de las compras externas del
país (véase el cuadro 7.5). El vacío dejado por las menores compras de dichos artículos fue
ocupado por los bienes intermedios y de capital que demandaban los sectores modernos de la
economía. Estos han representado desde los años cincuenta un 51 y 38% de las importaciones
colombianas, respectivamente incluidos los combustibles dentro de los primeros. Aunque estas
participaciones han variado ligeramente a lo largo del ciclo económico, se han mantenido
dentro de un rango relativamente estrecho en las cuatro últimas décadas. Obviamente, la
diversificación de la producción nacional y los cambios en los patrones de consumo y en la
tecnología han conllevado cambios apreciables en los productos específicos que se incluyen
dentro de cada una de estas agrupaciones.

La segunda característica del comercio exterior del país ha sido el lento dinamismo de las
exportaciones. En las cuatro últimas décadas la participación de las exportaciones en el
Producto Interno Bruto del país ha disminuido de manera sistemática, pasando de representar
un 21.6% en la segunda mitad de los años cuarenta a 14.2% en la primera mitad de los años
ochenta (véase el cuadro 7.5). La tendencia decreciente fue particularmente fuerte hasta la
década del sesenta, pero se ha mantenido desde entonces; de hecho, sólo en la segunda mitad
de los años ochenta puede esperarse que se presente un quiebre más o menos definitivo en la
evolución de este coeficiente.

El lento dinamismo de las exportaciones representó un viaje radical con respecto a las
tendencias que habían prevalecido desde comienzos del siglo XX. De hecho, el gran
dinamismo de las exportaciones, especialmente de café, había sido el eje del desarrollo
nacional entre 1910 y 1929, según vimos en el Capítulo V de esta historia. En la década del
treinta, el continuo crecimiento en las cantidades de café remitidas al exterior y de la
producción de oro había permitido mantener un sector exportador relativamente dinámico, que
logró contrarrestar en parte la evolución desfavorable de los precios del grano y de otros
productos primarios durante la crisis mundial de aquella época.

La explicación de la tendencia de las exportaciones debe buscarse, por una parte, en el


comportamiento de las ventas externas de café y, por otra, en la diversificación excesivamente
lenta de la base exportadora. Hasta mediados de los años cincuenta, el primero de tales
fenómenos estuvo asociado exclusivamente al escaso crecimiento de la producción del grano,
por razones que analizaremos en una parte posterior de este capítulo. De hecho, en un mercado
que todavía no estaba regulado por pactos internacionales, el país comenzó a perder
sistemáticamente participación en la producción exportable mundial. Esta participación, que
había llegado a un 20% durante los años cuarenta, se redujo al 17% en la primera mitad de la
década del cincuenta y a poco más del 13% desde la segunda mitad de dicha década. A partir
de entonces, los sucesivos acuerdos internacionales que regularon el comercio del grano
comenzaron a afectar las exportaciones de café del país. No obstante la restricción no fue muy
severa ya que, en cualquier caso, la producción del grano mantuvo un escaso dinamismo. Sólo
en la segunda mitad de la década del setenta se inició una nueva fase de crecimiento rápido de
la producción que permitió al país aumentar su participación en el comercio mundial del grano
del 12%, en que se había establecido desde los años sesenta, a un 15% en la primera mitad de la
década del ochenta. Aun así, el crecimiento anual promedio de la producción cafetera entre el
primer lustro de posguerra y la primera mitad de los años ochenta ha sido apenas del 2.2%
anual, menos de la mitad del ritmo de expansión de la producción nacional agregada.

La lenta diversificación de la base exportadora ha tenido, sin duda, una multiplicidad de


causas. La más importante ha sido la escasa prelación que se ha otorgado en la posguerra a
este objetivo de política económica, con excepción de algunos períodos breves. En efecto, si se
exceptúa el período de promoción de exportaciones iniciado en 1959-1960 y, en forma mucho
más clara, en 1967, y que terminó en 1974 (véase la sección siguiente), y la nueva fase de
promoción que se inició en 1983, la diversificación de las ventas externas no ha sido una meta
prioritaria. Durante los años en que estuvo en vigencia la estrategia de promoción, sus efectos
fueron importantes, según se aprecia en el cuadro 7.5. Lideradas primero por la producción
primaria y posteriormente por la manufacturera, las exportaciones menores (es decir, aquéllas
diferentes a café, oro y productos petroleros) pasaron de representar el 7% de las exportaciones
en 1955-1959 al 12% en 1960-1964, 23.7% en 1965-1969 y 40.8% en 1970-1974. Nótese, sin
embargo, que a pesar del dinamismo de las exportaciones menores, el coeficiente de
exportaciones del país siguió disminuyendo durante todos estos años, debido al lastre que
representaba el lento crecimiento de las exportaciones de café. De hecho, fue sólo cuando estas
últimas lograron subir en la segunda mitad de la década del setenta, que la tendencia a la
disminución de dicho coeficiente se interrumpió temporalmente.

El comportamiento de las exportaciones minerales en la posguerra debe atribuirse a otras


causas. La fijación de un precio estable del dólar en términos de oro hasta 1971 fue la causa
fundamental de la declinación en la producción colombiana del precioso metal hasta fines de
los años sesenta. Con la fuerte elevación de los precios internacionales del oro desde la primera
mitad de la década del setenta, la recuperación de este renglón histórico de las exportaciones
colombianas ha sido notoria.
Por otra parte, el escaso dinamismo de la producción de combustibles debe imputarse a dos
hechos diferentes. El primero fue el escaso interés de las compañías multinacionales en hacer
nuevas exploraciones en Colombia en las primeras décadas de la posguerra, ante los
gigantescos hallazgos de reservas petroleras en otras partes del globo. El segundo fue el
mantenimiento de una política de exploraciones que no resultó atractiva para dichas
compañías. El doble impacto del shock petrolero mundial de 1973, cuando la Organización de
Países Productores de Petróleo, OPEP, incrementó considerablemente los precios del
combustible, y la nueva política de “contratos de asociación” adoptada el año siguiente por la
Administración López Michelsen, dio un vuelco a dicha tendencia, cuyos efectos se reflejarán
desde la segunda mitad de la década del ochenta en las ventas crecientes de petróleo y carbón.

Ante el lento dinamismo de la producción para el mercado mundial, la capacidad de


generación de divisas del país se tornó especialmente sensible a la evolución de los precios del
café. El impacto de dichos precios se puede apreciar mejor examinando la evolución de los
términos de intercambio externos de Colombia, que comparan los precios medios de
exportación con el valor unitario de las compras externas del país. Tal evolución se reseña en el
gráfico 7.1. Tal como se puede apreciar, los términos de intercambio de Colombia han tenido
dos ciclos muy pronunciados. El primero de ellos se caracterizó por una fase de ascenso que
culminó en 1954. No obstante la relación de intercambio permaneció en niveles altos hasta
1956. A partir del año siguiente se inició la fase de descenso del primer ciclo, particularmente
aguda hasta 1961. Desde entonces hasta 1968 los términos de intercambio permanecieron
relativamente deprimidos. A fines de los años sesenta se inició una nueva fase de recuperación
que, con una breve interrupción durante la crisis internacional de 1974-1975, alcanzó su punto
máximo en 1977. El descenso se inició al año siguiente, pero hasta 1980 los precios de
exportación fueron relativamente elevados. De esta manera, sólo en 1981 se reflejó plenamente
el impacto del descenso en los precios del café. A fines de 1985 se presentó una nueva fase de
alza, que sólo perduró poco más de doce meses. Conviene anotar que los ciclos de los términos
de intercambio han coincidido, en la posguerra, con una clara mejoría a largo plazo en dicha
variable, en contra de lo que se afirma a menudo3. Esta evolución favorable de los precios
relativos de exportación ha permitido que el país disponga de un mejor poder de compra
externo del que habría generado un sector de exportación poco dinámico.

Los ciclos de los precios externos del café se han reflejado sobre la economía colombiana por
medio de dos mecanismos diferentes. El primero de ellos es el efecto de dichas fluctuaciones
sobre la demanda interna. El aumento en los precios externos genera una mayor capacidad de
compra interna de los cafeteros, que a su vez se multiplica internamente por los mayores
ingresos del gobierno y de aquellos sectores que venden sus artículos a los productores del
grano. Por el contrario, una baja en los precios externos del café se refleja en sentido
descendente sobre la demanda interna global. Aunque muchos analistas de la economía han
postulado la posibilidad de eliminar este ciclo mediante instrumentos de política que aíslen el
precio interno del externo, esto no ha sido posible, debido ante todo a la tradicional presión de
los cafeteros para que se les traslade una alta proporción de las alzas de los precios externos, lo
que a la postre implica también la necesidad de reducir los precios internos reales del grano
durante los períodos de baja de las cotizaciones internacionales.

El segundo mecanismo de trasmisión de los ciclos del café ha operado mediante la


disponibilidad de divisas. Sus peculiaridades en la posguerra se han visto asociadas a las
características ya anotadas de las importaciones. Las fases de ascenso de los precios del café
han traído consigo una gran disponibilidad de bienes intermedios y de capital importados. Los
períodos de baja han generado, por el contrario, una gran escasez de dichos bienes. La forma
como el gobierno ha manejado estas fases de abundancia y escasez han determinado en gran
medida el ciclo económico colombiano en la posguerra, según veremos en seguida.

2. Ciclo externo, política económica y ciclo interno

El análisis de las cifras macroeconómicas de Colombia permite trazar un ciclo económico


interno que, aunque íntimamente ligado al ciclo externo, muestra algunas diferencias
importantes, atribuibles a políticas económicas adoptadas en uno u otro período. Las
principales fases del ciclo interno se indican en el cuadro 7.6. Como se puede apreciar, el
primer período (1945/6-1954/5) coincide en lo fundamental con la primera fase de alza de los
precios de café de la posguerra. Durante estos años, el crecimiento del Producto Interno Bruto,
PIB, fue del 5.0% anual; sin embargo, el crecimiento de la producción para el mercado interno
fue mayor (5.8%) y la producción industrial se expandió al ritmo más alto de toda la posguerra
(9.1%). El segundo período (1954/5-1966/7) coincide con la larga fase de descenso y bajos
precios de café que sucedió a los años de bonanza de la década del cincuenta. En medio de un
dramático estrangulamiento externo, el crecimiento económico fue satisfactorio (4.4%), aunque
inferior al de la fase del ascenso, especialmente en el caso de la producción industrial. Algunos
problemas, especialmente el desempleo, se agudizaron dramáticamente durante estos años y
alcanzaron niveles explosivos al final del período.

El posterior período de ascenso debe dividirse en dos etapas claramente diferentes. Durante la
primera de ellas (1966/7-1973/4), la economía colombiana experimentó el crecimiento más
rápido de la posguerra (6.4% ). Durante la segunda (1973/4-1979/80), el ritmo de crecimiento se
desaceleró, especialmente en el caso de la producción industrial. No obstante, si se incluyen
únicamente los años de mayor crecimiento del período (1975-1979), el ritmo de crecimiento,
aunque inferior al del período anterior (5.7%), fue similar en términos de crecimiento de la
producción por habitante (3.6% anual), gracias al descenso en el ritmo de expansión de la
población. Finalmente, la fase de bajos precios de café de comienzos de la década del ochenta
coincidió con la peor crisis de la posguerra, incluso mayor en su duración a las recesiones
experimentadas por la economía colombiana durante los años treinta o la segunda guerra
mundial.

En la evolución de la política económica de estos años conviene distinguir dos elementos. Al


primero lo podemos denominar la “estrategia de desarrollo”, y refleja el conjunto de
concepciones y decisiones que orientaron todo un período. Al segundo lo podemos llamar
“política coyuntural”, y se refiere a los vaivenes de las políticas cambiaria, fiscal y monetaria.
Estas variaciones explican, conjuntamente con cambios de más corta duración en las
condiciones externas y en algunas variables internas (la oferta agrícola o las oscilaciones
políticas), los cambios experimentados año a año por la actividad económica. El análisis de
todo este conjunto de circunstancias excede, obviamente, el propósito del capítulo. Las
consideraciones que siguen se limitarán a destacar los principales elementos de la economía y
de la política económica en las diferentes fases del ciclo interno.

a) La fase de modernización industrial (1945/6-1954/5)

Los eventos de los años treinta y la segunda guerra mundial fueron interpretados por la clase
dirigente del país como una muestra de los peligros que encarnaba una estrategia de desarrollo
orientada básicamente hacia la producción para el mercado mundial, como la que el país había
seguido hasta 1929. La industrialización fue vista así, a comienzos de la posguerra, como la
única alternativa viable de desarrollo. De esta manera, una estrategia que había surgido más
bien por fuerza de las circunstancias externas a comienzos de los años treinta se hizo cada vez
más consciente a lo largo de la República Liberal, y a finales de dicho período se había
convertido en una verdadera ideología nacional. Tal evolución hizo parte de un proceso que
tuvo lugar en toda Latinoamérica y que se concretó en una concepción del desarrollo
formulada a fines de los años cuarenta y en la década del cincuenta por la Comisión
Económica para América Latina de las Naciones Unidas, CEPAL, con Raúl Prebisch como su
principal exponente.

La estrategia tenía como eje central la sustitución progresiva de las importaciones, en su


mayoría de bienes industriales. No obstante, era también compatible con la sustitución de
importaciones agrícolas (el algodón fue un caso destacado en Colombia) y con la producción
de bienes, agrícolas o industriales, destinados al mercado interno y compuestos tanto de
artículos como de materias primas para la industria. Más aún, la estrategia no chocaba con un
esfuerzo particular por impulsar nuevas exportaciones agrícolas e industriales, ya que éstas
suministraban las divisas para adquirir bienes de capital e intermedios con el fin de alimentar el
proceso de industrialización. Por ello no es sorprendente que el comienzo de la modernización
agrícola haya coincidido con el despegue definitivo de la industria en la posguerra y que
muchos de los instrumentos diseñados para fomentar la actividad manufacturera hayan
favorecido también al sector rural. En el caso colombiano, el peso de una economía agraria y
agroexportadora con amplio arraigo en la estructura productiva y en los círculos de poder actuó
así mismo como una restricción contra el excesivo sesgo industrialista.

Los elementos más destacados de la estrategia de desarrollo durante esta fase fueron la
canalización de mayores recursos de crédito hacia la industria, las inversiones directas del
Estado en el mismo sector y el creciente proteccionismo. Las primeras se concentraron
especialmente en la Reforma Financiera de 1951 (véase el análisis sobre políticas de regulación
en una sección posterior de este capítulo), que otorgó amplios poderes al Banco de la
República para intervenir en la asignación del crédito concedido por las entidades financieras.
Las inversiones directas se canalizaron por medio del Instituto de Fomento Industrial, creado
en 1940 para fomentar nuevas empresas en industrias básicas; no menos importante fue la
creación de Ecopetrol en 1948, que comprometió al Estado en la producción de derivados del
petróleo.

En el frente proteccionista, el elemento más destacado fue la Reforma Arancelaria de 1950.


Según vimos en el capítulo anterior, el tratado comercial de 1935 con Estados Unidos había
fijado los aranceles para varios productos en niveles relativamente bajos, introduciendo una
gran inflexibilidad en la política arancelaria colombiana. El arancel de 1931 y sus reformas
posteriores había fijado, además, tarifas específicas de importación (en centavos por kilogramo
de mercancía, siguiendo la tradición decimonónica), con lo cual la protección ad valorem se
erosionó dramáticamente con la inflación que el país vivió en forma casi continua desde
entonces. Para evadir el tratado con Estados Unidos, la primera medida de la administración
Ospina Pérez consistió en crear un impuesto de giros en junio de 1948, con gravámenes que
oscilaban entre 10 y 26%. Este impuesto provocó una fuerte reacción del Departamento de
Estado norteamericano. El año siguiente se negoció la revocación del tratado comercial, que
quedó sin vigencia el 1º de diciembre de 1949. En 1950 fue decretada la primera reforma
arancelaria de la posguerra, que consagró un sistema mixto de aranceles específicos y ad
valorem, elevó significativamente los niveles de protección y adoptó una nomenclatura
arancelaria moderna

A pesar de los crecientes ingresos de divisas, el manejo coyuntural fue traumático durante estos
años. La razón básica fue la demanda represada de bienes de capital que se había acumulado
durante la guerra y de bienes intermedios exigidos por una industria en rápido crecimiento. No
menos importantes fueron, sin embargo, las sucesivas aceleraciones en el ritmo de inflación,
generadas ante todo por un sector productor de alimentos que desde los años de la guerra
había mostrado una gran inelasticidad para responder a abruptos incrementos de la demanda
interna, y la continua crisis política que sucedió a los levantamientos populares del 9 de abril de
1948, durante el período conocido en la historia colombiana como la Violencia.

Desde los primeros años de la posguerra el manejo macroeconómico se caracterizó así por
ciclos cortos de “pare y siga”, es decir, de contracción y expansión. Las fases de crecimiento
tendían a generar rápidamente déficit externos considerables, que obligaban al gobierno a
adoptar, primero, un control estricto sobre las importaciones y, posteriormente, bajo la presión
de organismos internacionales (el Fondo Monetario Internacional, y posteriormente el Banco
Mundial y la Agencia Internacional para el Desarrollo, de Estados Unidos, AID), un programa
de estabilización, que incluía una mayor austeridad fiscal y monetaria y una devaluación de la
moneda. Los controles a las importaciones tendían a hacerse menos severos después de las
devaluaciones, pero nunca se desmantelaban, sirviendo como un elemento adicional de
protección a la industria nacional.

La fase expansionista de 1945 a 1947 fue seguida de una política deflacionaria en 1948, que puso
en marcha una tasa de cambio libre para capitales y exportaciones menores, en junio de 1948, y
una devaluación de la tasa de cambio básica (de $1.75 a $1.95 por dólar), en diciembre del
mismo año. La expansión de 1949 se vio sustituida por nuevas medidas de austeridad en 1950-
1951, incluida una devaluación en marzo de 1951 (de $1.95 a $2.50)4. Gracias a la bonanza
cafetera, la política macroeconómica pudo relajarse en los tres años siguientes, pero la
reaparición de un déficit externo considerable en 1955 obligó a iniciar una nueva fase de
austeridad. Como se puede apreciar en el gráfico 7.2, el ciclo de pare y siga se reflejó en el
comportamiento macroeconómico, generando años de rápida expansión seguidos por años de
crecimiento económico relativamente lento.

b) Los años de estrangulamiento externo (1954/5-1966/7)

La fase de descenso de los precios del café en la segunda mitad de los cincuenta, coincidió con
un importante cambio político, expresado en el derrocamiento del General Rojas Pinilla en
mayo de 1957, su sustitución temporal por una Junta Militar, y la protocolización del Frente
Nacional entre los dos partidos tradicionales, que se hizo efectivo en agosto de 1958. El Frente
Nacional se articuló dentro de los programas de la Alianza para el Progreso que inició la
Administración Kennedy en Estados Unidos y que se concretaron en 1961 con el acuerdo
firmado en Punta del Este, Uruguay, con sus aliados latinoamericanos. Tanto la Alianza para el
Progreso como los programas del Frente Nacional estaban influidos, además, por el impacto
de la revolución cubana de 1959, uno de cuyos reflejos fue la transformación de algunas de las
guerrillas provenientes de la fase de la violencia en movimientos armados con un contenido
explícitamente marxista.

El programa del Frente Nacional incluyó, así, una serie de medidas de corte reformista: una
nueva reforma agraria, el fortalecimiento del sindicalismo, una oleada de legislación laboral y
una expansión considerable del gasto público social. En el frente económico, se acentuó la
estrategia de desarrollo que provenía de las décadas anteriores. El estrangulamiento externo
sirvió como justificación para un programa de sustitución de importaciones aún más agresivo.
Los mecanismos creados en la fase anterior se perfeccionaron. Así, la nueva política crediticia
se materializó en la creación de la Junta Monetaria, los fondos de fomento y las corporaciones
financieras (bancos de desarrollo) y en múltiples medidas que obligaron a los intermediarios
financieros a dedicar parte de sus recursos a las prioridades establecidas por el gobierno. Las
acciones del IFI se ampliaron y sus inversiones se multiplicaron enormemente. Las reformas
arancelarias de 1959 y 1964 acentuaron la tendencia proteccionista. La última de ellas adoptó,
finalmente, un sistema puro de impuestos ad valorem a las importaciones y estableció un nivel
de protección nominal relativamente alto (65.6%). La continua escasez de divisas sirvió,
además, para mantener un control firme sobre las licencias de importación durante la mayor
parte del período, que acentuó el efecto proteccionista del arancel.
Dos nuevos elementos se añadieron, sin embargo, a los mecanismos creados en épocas
anteriores. El primero fue la creación de numerosos incentivos en la reforma tributaria de 1960
para promover el desarrollo de industrias básicas. El segundo, el comienzo de la política de
promoción de exportaciones. Los exportadores menores habían sido favorecidos entre junio de
1948 y marzo de 1951, y nuevamente desde principios de 1955, al ser autorizados para vender sus
divisas en el mercado libre, donde el dólar se cotizaba a tasas significativamente superiores a la
oficial. A dicho mecanismo, que perduró hasta septiembre de 1965 —cuando se asignó una tasa
de cambio “intermedia” de $13.50—, se agregó el Plan Vallejo en 1957, que facultó a los
exportadores para traer los insumos necesarios libres de derechos de importación, y también un
descuento especial para las exportaciones en la reforma tributaria de 1960. Fuera de ello, el
Fondo de Inversiones Privadas, FIP, creado en 1963, tuvo como uno de sus objetivos
fundamentales el financiamiento de los nuevos sectores de exportación. Aunque los elementos
fundamentales del sistema de promoción de exportaciones quedaron así claramente
establecidos y sus frutos empezaron a verse desde los primeros años del sesenta5, el sistema
dejó a los exportadores menores, durante la mayor parte del período, al arbitrio de
fluctuaciones especulativas en el mercado libre de divisas, que tornaron enormemente
inestables las utilidades provenientes de sus ventas externas. Este hecho constituyó hasta 1967
el limitante básico de la estrategia adoptada, que impidió un crecimiento más rápido de las
nuevas exportaciones.

La dramática escasez de divisas, típica de estos años, hizo muy difícil el manejo
macroeconómico. El período se inició con una de las crisis cambiarias más severas del país. El
General Rojas Pinilla se vio obligado a frenar gradualmente su programa de gasto público en
los últimos años de su gobierno, a reimplantar severos controles a las importaciones desde
fines de 1954 y a restablecer el mercado cambiario libre a comienzos del año siguiente. La Junta
Militar adoptó un programa de austeridad general y realizó la devaluación más fuerte de la
historia colombiana (de $2.50 a unos $6.70), utilizando un sistema de certificados de cambio
libremente negociables, similar al que ya se había ensayado entre 1933 y 1935. Pese a toda la
erosión que sufrió con la inflación posterior, tal devaluación tuvo un efecto real que perduró
hasta 19676.

El primer gobierno del Frente Nacional emprendió un programa fiscal expansionista,


financiado con los nuevos recursos externos proporcionados por la Alianza para el Progreso.
Aunque la economía retornó a tasas de crecimiento aceptables, el sector externo y las finanzas
públicas se erosionaron rápidamente. Al iniciarse la Administración Valencia en 1962, los
signos de deterioro eran evidentes. A partir de entonces el manejo macroeconómico se hizo
cada vez más difícil. El gobierno emprendió un programa de austeridad fiscal, que revirtió la
política expansionista de la Administración Lleras Camargo. Además, en noviembre de 1962
llevó a cabo una devaluación que elevó el precio básico del dólar a $9. Sin embargo, el impacto
de la devaluación sobre el nivel de precios, aunado a la escasez de alimentos y el alza de
salarios, decretada por el gobierno ante la avalancha de protestas populares, aceleró
dramáticamente la inflación en 1963, eliminando así el efecto real de la devaluación del año
anterior. Las medidas de control de importaciones tuvieron así que acentuarse. Para evitar que
se desestabilizara el mercado libre de divisas, el Banco de la República intentó regularlo entre
enero de 1963 y octubre de 1964, perdiendo una cantidad considerable de reservas. Su liberación
posterior elevó rápidamente el precio del dólar en dicho mercado a $19. En un nuevo intento
por regularizar la situación, y presionado por los organismos internacionales, en septiembre de
1965 se creó una tasa de cambio intermedia de $13.50 —conservándose una tasa preferencial de
$9 y el mercado libre de capitales— y se desmontaron los controles a la importación. El
resultado fue un verdadero colapso externo en 1966, que heredó la Administración Lleras
Restrepo.

Durante la Administración Valencia el crecimiento económico se hizo más irregular que en el


período anterior y un poco más lento (4.6% anual entre 1962 y 1966 contra 5.5% entre 1958 y
1962). Además, ante la creciente oferta de mano de obra en las ciudades, el problema del
desempleo abierto hizo su primera explosión en Colombia. La tasa de desocupación en Bogotá
aumentó del 7 al 8% en 1963-1964 a más del 12% en 1967, y en abril de dicho año superó el 16%.
Simultáneamente, en otras ciudades del país (Medellín, Cali, Barranquilla y Manizales), el
desempleo alcanzó en este último año niveles del 15 al 18%.

c) El gran auge (1966/7-1973/4)

La política adoptada por la Administración Lleras Restrepo para enfrentar la crisis externa no
sólo permitió superar la emergencia, sino que abrió paso a la expansión económica más rápida
de la posguerra y creó un esquema institucional estable para el manejo del sector externo. Las
medidas que se adoptaron en los primeros meses del gobierno incluyeron un rígido control de
importaciones y la eliminación gradual de la tasa de cambio preferencial de $9 por dólar. La
más significativa fue, sin embargo, el Decreto-ley 444 de marzo de 1967.

La innovación más importante fue la adopción del sistema de devaluación gradual. Aunque la
idea inicial era la de retornar al sistema de certificados de cambio que se negociaban
libremente y que se habían utilizado con éxito en 1933-1935 y en 1957-1958, el mecanismo
evolucionó rápidamente hacia las “mini-devaluaciones” o “devaluación gota a gota”, mediante
el cual el gobierno fija en forma periódica (semanal o diaria) una nueva tasa de cambio. El
segundo elemento fue la eliminación del mercado libre de divisas estableciendo un rígido
control sobre los flujos de capital con el exterior. En el caso de las inversiones extranjeras
directas, se establecieron límites a las remesas de utilidades y un comité de vigilancia para los
pagos de regalías al exterior. Este conjunto de normas fortaleció significativamente el control
de cambios del país, que en otros aspectos se había mantenido en forma continua desde 1931.
El tercer componente fue la unificación gradual de las tasas múltiples de cambio que habían
existido hasta entonces. El diferencial cambiario para las exportaciones de café fue sustituido
por un impuesto ad valorem a las ventas externas. La tasa de capitales se fijó en $16.50 en
marzo de 1967 y a mediados del año siguiente se unificó con la tasa de cambio básica. La tasa
petrolera fue eliminada unos años después, en 1973. Finalmente, el Decreto 444 estableció un
régimen estable de promoción de exportaciones, transformando las ventajas tributarias y la tasa
de cambio favorable de las que habían disfrutado hasta entonces las exportaciones menores por
un Certificado de Abono Tributario, CAT, libre de impuestos, cuyo monto se estableció
inicialmente en el 15% del valor de las exportaciones, ampliando el Plan Vallejo y creando el
Fondo de Promoción de Exportaciones, Proexpo.

La protección de la competitividad externa mediante la devaluación gradual, el régimen estable


de incentivos y la bonanza que experimentó la economía mundial en estos años permitieron un
crecimiento acelerado de las exportaciones menores, especialmente las manufactureras. No
obstante, la estrategia de protección a la industria nacional continuó vigente, aunque los
estrictos controles característicos de los años de escasez de divisas se atenuaron y, en la
Administración Pastrana, comenzaron a reducirse algunos aranceles excesivos. Esto último se
llevó a cabo por primera vez en uso de la facultad concedida en la Reforma Constitucional de
1968 al Presidente de la República para regular el comercio exterior del país, y en el marco de la
Ley 6ª de 1971, que especificó el alcance de las facultades presidenciales.

El contenido de la política de protección adquirió un nuevo carácter al firmarse el Acuerdo de


Cartagena en 1969, que dio nacimiento al Pacto Andino. La idea esencial contenida en el
Acuerdo era la necesidad de pasar a una nueva etapa de sustitución de importaciones, basada
en un mercado ampliado que permitiera superar la limitación que representaban los estrechos
mercados nacionales para el desarrollo de nuevas industrias. La nueva estrategia contenía dos
instrumentos básicos: la planeación del desarrollo de las industrias básicas en un contexto
regional (programas sectoriales de desarrollo industrial) y la eliminación de trabas al comercio
exterior entre los países miembros (área de libre comercio), estableciéndose gradualmente,
además, una mayor uniformidad en las estructuras de protección (es decir, aproximándose a
una unión aduanera al estilo de la Comunidad Económica Europea). En todos estos casos, se
concedió un tratamiento preferencial a los dos países de “menor desarrollo relativo”, Bolivia y
Ecuador.

La estrategia del mercado ampliado nunca se llevó realmente a cabo. Aunque Venezuela
adhirió al Pacto en 1973, la ruptura de Chile en 1976 hizo absolutamente evidente que la
uniformidad de criterios existentes al firmarse el Acuerdo, había desaparecido rápidamente. La
liberación del comercio intrarregional tuvo lugar, pero llena de excepciones, de tal forma que
gran parte del comercio que Colombia comenzó a desarrollar con los países de la región estuvo
de hecho por fuera de los mecanismos de integración en un sentido estricto. Finalmente, los
primeros programas industriales fueron aprobados en 1972 (metalmecánico), 1975
(petroquímico) y 1977 (automotriz), pero carecieron de credibilidad y tuvieron una aplicación
limitada o nula.

De los dos elementos nuevos que se incorporaron a la estrategia de industrialización a partir de


1967, solo uno, la activa promoción de nuevas exportaciones, tuvo así consecuencias
importantes; el otro, el mercado ampliado, no pasó de ser una esperanza. No obstante, la
magnitud de la bonanza experimentada durante el período analizado no puede atribuirse
únicamente a las nuevas exportaciones. De hecho, según se aprecia en el Cuadro 7.6, a pesar
del crecimiento de las exportaciones menores, las ventas totales del país al exterior crecieron
menos que el Producto Interno Bruto durante estos años. Otro conjunto de circunstancias
coadyuvó, por lo tanto, a los buenos resultados macroeconómicos. El primero y más
importante fue, sin duda, el crecimiento del gasto público durante la Administración Lleras,
financiado por los mayores impuestos y por un aumento significativo del crédito externo. El
gasto público se mantuvo en niveles altos durante la Administración Pastrana, a lo cual se
agregó el impacto de la política de vivienda adoptada por dicho gobierno. En uno y otro
gobierno, el acceso al crédito externo fue esencial, no sólo para financiar el gasto público, sino
también los elevados déficit en cuenta corriente de la balanza de pagos, que se mantuvieron
hasta 1972 (véase el gráfico 7.2). Finalmente, la mejoría en los términos de intercambio,
iniciada a fines de los años sesenta, ayudó también a robustecer la capacidad de compra del
país más allá de lo que permitía el crecimiento de las exportaciones.

La mayor disponibilidad de divisas no sólo permitió mantener ritmos de crecimiento


aceptables, sino también reducir los alarmantes niveles de desempleo que había acumulado el
país durante los años de estrechez cambiaria. El problema más preocupante fue, por el
contrario, la rápida aceleración del ritmo de inflación al final del período analizado, que
alcanzó niveles superiores al 20% anual a partir de 1973 (véase el gráfico 7.2). El gobierno
interpretó la aceleración inflacionaria como el producto de un proceso similar que estaba
experimentando la economía internacional (inflación importada). La oposición vio este
desarrollo, por el contrario, como el producto del elevado déficit fiscal. El triunfo de la
oposición en las elecciones de 1974 inició así una nueva fase de estabilización.

d) Bonanza de divisas y crisis industrial (1973/4-1979/80)

El concepto de “estrategia” o “modelo” de desarrollo es ciertamente útil para analizar lo


acontecido en Colombia hasta 1967. A partir de entonces, el concepto es menos adecuado para
evaluar los resultados del desempeño económico. Entre 1967 y 1974 una parte de la “estrategia”
nunca se llevó a cabo, según vimos en la sección anterior. Desde 1974 el concepto mismo ha
perdido vigencia. Aunque ha habido defensores de un modelo “neoliberal”, centrado en un
funcionamiento más libre del mercado y una mayor dependencia de las exportaciones, tal tipo
de estrategia sólo se ha reflejado parcialmente en la política económica colombiana. En la
práctica, el país ha mantenido mucho del pasado, pero ha incorporado gradualmente algunas
de las nuevas ideas y, ante todo, las circunstancias inmediatas han tendido a primar en el
manejo macroeconómico sobre cualquier visión de mediano o largo plazo.

Algunos de los elementos de la estrategia de la industrialización seguida hasta 1974 han sufrido
desde entonces un cambio apreciable. El Grupo Andino pasó a un segundo plano de
prioridades y en algunos casos se habló incluso de desmontarlo. La participación directa del
Estado en la creación de nuevas empresas industriales quedó también en un plano secundario,
al tiempo que se transformaba al Instituto de Fomento Industrial en un típico intermediario
financiero, asignándole funciones cada vez más distantes de su objetivo inicial. Además,
aunque no se desmontó el sistema de crédito de fomento, a partir de 1974 se propendió por un
ordenamiento más libre del sistema financiero y se elevó el costo de los créditos ordinarios
concedidos por las entidades del sector.

En el frente comercial, la liberación de importaciones y la reducción de los aranceles, iniciados


tímidamente durante la Administración Pastrana, se aceleraron posteriormente y alcanzaron un
verdadero auge durante la Administración Turbay, cuando se les asignó un objetivo de mejorar
la eficiencia de la industria nacional. Ya a fines de dicha administración, el arancel promedio se
había reducido a un 26% (contra 65.6% en 1964 y 48.5% en 1973) y el 70.8% de las posiciones
arancelarias estaban en la lista de libre importación (contra 29.6% en 1974 y 48.6% en 1979). La
política de promoción de exportaciones sufrió también un vuelco total en la práctica. La
intención original de la Administración López Michelsen era en realidad la de aumentar
considerablemente dichas exportaciones (el gobierno habló de convertir a Colombia en el
“Japón de Sudamérica”), aunque dando un mayor énfasis a la tasa de cambio y al crédito de
Proexpo como mecanismos de promoción, y menos a los CAT, cuyos niveles se redujeron
significativamente a partir de 1975 como parte del plan de estabilización fiscal. Sin embargo, las
circunstancias concretas llevaron al gobierno a revaluar en términos reales el tipo de cambio.

Lo acontecido en materia de promoción de exportaciones es particularmente indicativo de la


prelación que tuvieron los acontecimientos de corto plazo durante estos años. La
Administración López Michelsen llevó a cabo dos planes masivos de estabilización. El primero
estuvo dirigido a reducir el déficit fiscal, controlar la expansión de los medios de pago y
reordenar el sistema financiero. Por primera vez en la posguerra, el centro de atención de un
programa de estabilización no fue el deterioro del sector externo sino la aceleración de la
inflación doméstica. El gobierno adoptó entonces una ambiciosa reforma tributaria, impuso
controles severos al gasto público, elevó la mayoría de las tasas de interés y liberó algunas,
redujo los encajes sobre depósitos de las entidades financieras y los créditos del Banco de la
República al sector público y al privado, y aceleró temporalmente la devaluación para
compensar la reducción de los subsidios a las exportaciones menores.

La rápida elevación de los precios del café desde mediados de 1975 dio lugar a un nuevo plan
de estabilización, cuyo eje fue el impacto monetario que estaba recibiendo el país por el exceso
de divisas. El foco de atención fue también novedoso, aunque tenía un antecedente importante:
el plan de estabilización que se llevó a cabo durante la Segunda Guerra Mundial con el mismo
propósito (véase el Capítulo VI). Algunas de las medidas adoptadas durante la fase anterior de
estabilización se revirtieron. En particular, el gobierno suspendió temporalmente la
devaluación, en 1977, para reducir el efecto monetario de la acumulación de reservas; esta
estrategia contradecía claramente la intención original de utilizar la tasa de cambio para
fomentar las exportaciones menores.

Además, se controlaron de nuevo todas las tasas de interés y se elevaron drásticamente los
encajes del sistema financiero. Por otra parte, se acentuó la austeridad fiscal iniciada a fines de
1974, se adoptaron rígidos controles al endeudamiento externo público y privado y se crearon
dos mecanismos de ahorro forzoso: el pago a los cafeteros de parte de la cosecha en Títulos de
Ahorro Cafetero, TAC, y la obligación de los exportadores de mantener los certificados de
cambio durante tres o cuatro meses antes de poderlos vender al Banco de la República, aunque
con la posibilidad de redimirlos inmediatamente en la Bolsa con un descuento significativo.

La Administración Turbay adoptó a partir de 1978 un programa radicalmente diferente, que en


nada recordaba los esfuerzos de austeridad fiscal de su antecesor. La esencia del programa era
la necesidad, para acelerar el desarrollo del país, de emprender un plan masivo de obras
públicas financiado con crédito externo. Como se tenía el temor de que la ampliación del gasto
público tuviera efectos inflacionarios, se aceleró la liberación de importaciones y se adoptó un
nuevo plan de contracción monetaria. Este, que se concretó a comienzos de 1980, se basó en la
venta masiva de títulos del Banco de la República en el mercado (operaciones de mercado
abierto), bajo un régimen de tasas de interés libres. La justificación básica de esta nueva forma
de intervención era que los rígidos controles monetarios de los años anteriores habían generado
toda serie de “innovaciones financieras” que los habían tornado inefectivos.

En su conjunto, los resultados económicos del período de bonanza fueron insatisfactorios a los
ojos de muchos observadores, que consideraron que la economía podía y debía haber crecido
más en ausencia de las tradicionales restricciones de divisas. En efecto, si se exceptúa un año
de rápida expansión -1978-, la economía creció a ritmos lentos, no superiores a los de los años
traumáticos de estrechez cambiaria de la década del sesenta (véase el gráfico 7.2). En
particular, la competencia de las importaciones legales e ilegales y otros factores que
analizaremos posteriormente generaron una crisis industrial sin precedentes; por primera vez
desde los años veinte, la industria creció a un ritmo inferior al de la producción nacional en su
conjunto (véase el cuadro 7.6). No obstante, conviene resaltar que el crecimiento del Producto
Interno Bruto por habitante fue uno de los más rápidos de la posguerra, que la tasa de
desempleo se redujo continuamente, hasta alcanzar 8.3% en 1981 en las cuatro principales
ciudades, y que el país acumuló una cantidad considerable de reservas internacionales. Para
fines de 1980 éstas eran casi equivalentes a la deuda externa del país; es decir, por primera vez
en su historia moderna, la deuda externa neta de Colombia era prácticamente despreciable.
e) La gran recesión (1979/80-1984/85)

Entre 1980 y 1982 la economía colombiana experimentó un deterioro acelerado. El crecimiento


económico se desaceleró dramáticamente y los índices de desempleo comenzaron de nuevo a
aumentar. El déficit en cuenta corriente con el exterior alcanzó simultáneamente niveles
alarmantes (véase el gráfico 7.2). Ello no repercutió inicialmente sobre las reservas
internacionales
—dando así una impresión de solidez— debido al endeudamiento externo explosivo de estos
años (US$4.100 millones entre fines de 1980 y fines de 1982). La inflación y la tasa de interés se
mantuvieron además en niveles altos. Finalmente, a mediados de 1982 se inició la mayor crisis
financiera interna desde los años treinta.

Las dificultades domésticas fueron, en buena parte, el reflejo de la peor crisis internacional y
latinoamericana de la posguerra. Las dificultades externas se iniciaron a mediados de 1980 con
el colapso de los precios del café. Posteriormente, en agosto de 1982, la crisis mexicana
desencadenó un cierre repentino del mercado internacional de capitales, sólo comparable en su
magnitud al de los años treinta. Por último, la crisis venezolana se hizo evidente en febrero del
año siguiente, reflejándose en una caída dramática de las exportaciones y ventas fronterizas al
vecino país.

La Administración Turbay no contribuyó a aliviar la situación y, por el contrario, tendió más


bien a agravarla. El déficit fiscal se siguió ampliando, la liberación de importaciones se aceleró,
la tasa de cambio se revaluó nuevamente en términos reales y no se adoptaron medidas de
emergencia para contrarrestar el pánico financiero al final de su mandato, si se exceptúan en
este último caso las acciones tradicionales del Banco de la República para aliviar los faltantes
de liquidez de las entidades financieras.

La Administración Betancur adoptó gradualmente medidas en todas estas áreas. No obstante,


aunque en algunos frentes operó con prontitud y continuidad, en otros tardó en tomar las
medidas que consideró convenientes y, más aún, manifestó alguna inestabilidad en sus
objetivos. Los elementos de mayor continuidad fueron la política financiera y la tributaria. La
primera se caracterizó por una pronta, activa y creciente intervención; la segunda, por acciones
continuas que de hecho desembocaron en una de las reformas tributarias más completas de la
historia del país (sobre ambos temas, véase la parte cuarta de este capítulo).

En el manejo del gasto público y el déficit externo, la política económica tuvo dos fases
totalmente diferentes. Durante la primera, que se inició a comienzos de 1983, el objetivo
esencial fue la reactivación económica. El gobierno se mostró entonces renuente a disminuir el
gasto público, emprendió un plan masivo de vivienda popular y operó sobre el sector externo
con un conjunto diverso de políticas: una devaluación más rápida, un aumento en los subsidios
a las exportaciones (transformados en Certificados de Reembolso Tributario, CERT, en 1983),
una elevación de los aranceles y un creciente control a las importaciones.

Las medidas de este último frente —que a la postre contribuyó más que ningún otro a la
reducción del desequilibrio externo—, fueron, sin embargo, lentas; de hecho, las medidas
drásticas sólo se adoptaron a comienzos de 1984, luego de la pérdida de más de US$1.700
millones el año anterior. A mediados de 1984 se adoptó, por el contrario, una política
radicalmente diferente, en la cual la reactivación económica no desempeñaba un papel esencial
y el objetivo central era la corrección del desequilibrio externo. Aunque se mantuvo el estricto
control a las importaciones y los altos subsidios a las exportaciones menores y se reforzó el
control de cambios, los instrumentos básicos de la nueva fase fueron la disminución del déficit
fiscal y la devaluación acelerada. Como en casos similares en el pasado, tales medidas
estuvieron acompañadas de las presiones y la negociación con el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial y los bancos comerciales del exterior.

Al finalizar su mandato, la Administración Betancur había frenado el dramático deterioro


externo, fiscal y financiero característico de los primeros años de la década del ochenta, y
logrado revertir parcialmente la crisis industrial que provenía del período anterior. Además, en
1986 se experimentó una reactivación más firme, con base en la nueva bonanza cafetera que se
inició a fines del año anterior. No obstante, el país seguía viviendo las secuelas de cinco años
de recesión y desequilibrio externo. Las primeras se expresaban en los altos índices de
desempleo (14% en promedio en las cuatro principales ciudades en 1985 y un nivel sólo
ligeramente inferior en 1986) y subempleo. Los segundos se reflejaban en los altos niveles de
endeudamiento externo (US$13.400 millones a mediados de 1986 contra US$6.300 cinco años
atrás) que, a diferencia de lo que ocurría en 1980, ya no tenían sino una pequeña contrapartida
en las reservas internacionales del país (US$2.500 millones).

Como efecto importante de las políticas adoptadas desde fines de 1982 se señala el retorno a la
promoción de exportaciones y a una mayor protección a la industria nacional. En el primer
caso, el retorno ha sido tan firme, que algunos sectores han hablado otra vez de convertir el
crecimiento de las exportaciones en el centro de la estrategia de desarrollo. Por el contrario, la
magnitud y perdurabilidad del nuevo movimiento proteccionista es aún materia de conjetura.
De hecho, las medidas de protección más agresivas, adoptadas entre 1982 y 1984 fueron
revertidas parcialmente desde los últimos meses de 1985. En cualquier caso, no es evidente que
de las cenizas de la peor crisis económica surgida desde los años treinta haya nacido una nueva
“estrategia de desarrollo”, como aconteció en aquella época.

3. El desarrollo industrial en la posguerra

El análisis anterior permite identificar dos grandes etapas en la historia de la industria


colombiana después de la segunda guerra mundial. Durante la primera, que cubre las tres
décadas transcurridas entre 1945 y 1974, la industrialización fue el centro de atención de la
política económica. Entre 1974 y 1983, por el contrario, la industria experimentó una crisis
creciente. A partir de 1984 se inició una nueva fase de crecimiento industrial, cuyas
características no pueden delinearse todavía con claridad.

a) El auge de la industria (1945-1974)

Entre 1945 y 1974, la producción de la industria manufacturera colombiana se multiplicó por


7.7, creciendo a un ritmo anual promedio del 7.3%. Entre estos años, el empleo fabril creció de
135.400 y 447.900 trabajadores, un ritmo anual de 4.2%. La expansión del empleo total, incluidas
las actividades artesanales y la pequeña industria fue algo menor: del 4.1%, si se comparan los
datos de ocupación en el sector manufacturero del Censo de Población de 1951 con los de la
Encuesta Nacional de Hogares de 1978. Como se puede apreciar, el crecimiento de la
productividad del trabajo en la industria durante las primeras tres décadas de la posguerra fue
rápido (3% anual) y puede explicarse por la conjunción de tres factores diferentes: a) el
incremento relativo del empleo fabril en relación con el artesanal; b) la adopción y aprendizaje
de nuevas técnicas, especialmente en el sector más moderno de la industria, y c) el aumento de
la intensidad de capital, es decir, en el capital utilizado por trabajador, que en el caso de la
industria fabril puede estimarse entre un 80 y un 100% en estas tres décadas. Durante períodos
más cortos, entre 1967 y 1974, en particular la mejor utilización del equipo existente contribuyó
también decisivamente a los mayores niveles de productividad.

El crecimiento cuantitativo estuvo acompañado por un cambio importante en la composición


de la producción industrial. El cuadro 7.7 presenta dos clasificaciones diferentes de los sectores
industriales que permiten apreciar ese proceso. La primera de ellas divide a los sectores de
acuerdo con el momento en que completaron su proceso de sustitución. El primer grupo,
denominado de “sustitución temprana”, identifica todos aquellos sectores para los cuales las
importaciones no constituían ya un componente importante de la oferta interna en 1945
(alimentos, bebidas, tabaco, vestuario y calzado, madera y muebles, imprentas y artículos de
cuero). El segundo grupo (de “sustitución intermedia”) está compuesto por aquellas industrias
cuyo proceso de sustitución de importaciones había ya avanzado considerablemente en 1945 y
que sólo terminó a mediados de la década del cincuenta (textiles, caucho y minerales no
metálicos). Estos dos conjuntos conformaron el núcleo de la primera fase de sustitución de
importaciones. El tercer conjunto de industrias, denominadas de “sustitución tardía”, agrupa
aquellas que dominaron la segunda etapa de sustitución de importaciones (papel, productos
químicos, derivados del petróleo, metales básicos y toda la industria metalmecánica). Por otra
parte, la segunda clasificación divide a las industrias de acuerdo con el uso principal de los
bienes producidos en el sector correspondiente. Los sectores se clasifican así en productores de
bienes de consumo no duradero, intermedios, y de capital y consumo duradero. La segunda de
estas agrupaciones podría quizá dividirse a su vez en industrias intermedias tradicionales
(textiles, madera, caucho y minerales no metálicos) y tardías (papel, productos químicos,
derivados del petróleo y metales básicos); el primero de estos grupos se compone en su
mayoría de las industrias clasificadas como de “sustitución intermedia” en la primera
clasificación.

CUADRO 7.7 P. 274

Como puede apreciarse en el cuadro, el proceso de diversificación industrial fue continuo entre
1945 y 1974. Durante este continuo período, las industrias de sustitución tardía pasaron de
representar el 10.3% del valor agregado industrial al 42.2%. Las industrias de sustitución
temprana, por su parte, redujeron su participación en el mismo período del 62.4% al 35.9%. La
participación de las industrias de sustitución intermedia también disminuyó en el mismo lapso,
aunque a un ritmo mucho más lento. El cambio estuvo asociado tanto al surgimiento de
nuevas industrias de bienes intermedios como al crecimiento de bienes de capital y consumo
duradero; estas últimas constituían una proporción mínima del valor agregado en 1945 -3.2% - y
se multiplicaron rápidamente, hasta alcanzar el 13.2% del total de la industria en 1974. A pesar
de ello, estaban claramente subdesarrolladas en el país al final del período analizado, si se las
compara con los patrones internacionales.
El cambio estructural de la actividad industrial también se reflejó en el mayor tamaño del
sector fabril con respecto a la pequeña industria y al artesanado. Además, la pequeña industria
experimentó también un cambio apreciable en su composición. En particular, los talleres de
textiles y vestuario (especialmente los primeros) perdieron peso relativo, al tiempo que
aumentaba la importancia de los talleres de carpintería y metalmecánicos, especialmente de
repartición de equipo automotor, en el último caso.

La política arancelaria y el control de importaciones desempeñaron un papel esencial, no sólo


en el crecimiento industrial, en general, sino también en la diversificación de su estructura. Por
tal razón muchos analistas acusaron a la política económica de promover industrias ineficientes
altamente intensivas en capital. No obstante, los análisis realizados a fines de los años sesenta
mostraron que Colombia había evitado una protección excesiva y promovido un patrón de
industrialización que no mostraba los excesos de otros países latinoamericanos. El estudio de
Thomas Lee Hutchenson, en particular, mostró que la industria tradicional, a pesar de estar
nominalmente muy protegida, no utilizaba en general el margen de protección que le otorgaba
el sistema existente. Más aún, si se excluían los sectores de bebidas y tabaco (cuyos
sobreprecios domésticos estaban determinados por impuestos al consumo), la industria
manufacturera, vista como un todo, utilizaba una protección efectiva relativamente baja en
términos internacionales (25.2%); solamente los sectores de maquinaria eléctrica y material de
transporte gozaban de una protección excesiva, en tanto que la química básica, la industria de
hierro y acero y la de productos metálicos estaban moderadamente protegidas (40-55% ). La
política de promoción de exportaciones permitió posteriormente corregir algunos de los sesgos
del modelo más puro de sustitución de importaciones. En particular, promovió un mayor
desarrollo de algunas industrias altamente intensivas en mano de obra (confecciones,
productos de cuero, imprentas trabajo-intensivas, etc.). No obstante, las nuevas exportaciones
industriales también incluyeron sectores intensivos en capital o con grados intermedios de
utilización de factores y, en general, la dinámica exportadora incidió favorablemente en todos
los grupos de industrias.

Debido al tamaño reducido del mercado, el proceso de industrialización se caracterizó por altos
niveles de concentración. El estudio más completo sobre este fenómeno en Colombia7 mostró
que en 1968 más de la mitad del valor agregado industrial de sectores que podían clasificarse
como oligopolios, alta o moderadamente concentrados, definiendo los primeros como aquellos
en los cuales tres firmas concentraban más del 75% de la producción, y los segundos como
aquellos en los cuales cuatro firmas dominaban entre el 50 y el 75% de la producción. La
concentración era mayor en las industrias de bienes intermedios, algo inferior en la de artículos
de consumo y menor en la de bienes de capital.

El proceso de concentración en el sector industrial avanzó mucho más allá de lo que indican
los datos anteriores, como resultado de la formación de conglomerados. El proceso se había
iniciado ya en los años treinta, pero alcanzó un desarrollo más acentuado desde la década del
sesenta. Tal forma de concentración adoptó tanto la modalidad de integración vertical (compra
o creación de industrias productoras de insumos y utilizadoras o comercializadoras de los
productos), como horizontal (inversión en nuevos sectores, afines o no). Además, algunos
conglomerados industriales incorporaron o crearon entidades financieras, tanto para facilitar el
acceso a recursos líquidos como, especialmente, para multiplicar el poder accionario; este
último propósito se lograba obteniendo la propiedad de aquellas entidades financieras
facultadas por la ley para adquirir acciones (las Compañías de Seguros primero, y las
Corporaciones Financieras desde la década del setenta), ya que el control de dichas entidades
permitía utilizar sus recursos para ampliar el poder accionario de un conglomerado. En la
década del setenta, los “grupos financieros” adquirieron un gran dinamismo, aunque el
proceso de concentración partió en este caso con mayor frecuencia de las propias entidades
financieras.

La financiación de la acumulación de capital en el sector industrial tuvo diversas fuentes. La


reinversión de utilidades constituyó a lo largo de la posguerra una fuente básica de nuevo
capital; a partir de los años cincuenta aportó en promedio un 40% de los nuevos fondos de las
empresas industriales. Desde los años de la segunda guerra mundial hasta mediados de la
década del sesenta, la emisión de nuevas acciones constituyó también una fuente muy
importante, aunque decreciente, de recursos. Este mecanismo permitió que viejas empresas
familiares se transformaran en sociedades anónimas; en otros casos, sin embargo, la estructura
familiar se conservó y la figura de “sociedad anónima” no dejó ser una pura ficción. El crédito
desplazó a las bolsas de valores como fuente de nuevos recursos captados en el mercado
financiero en la década del sesenta. En los años setenta, el abuso del crédito condujo a un
creciente endeudamiento de las empresas; no obstante los recursos netos captados no fueron
utilizados para ampliar aún más las inversiones productivas, sino para aumentar las inversiones
líquidas y la adquisición de acciones de otras empresas, como parte de la bonanza financiera
de la época.

Las grandes novedades de la posguerra fueron, sin embargo, la participación del Estado y de
las empresas extranjeras en el financiamiento de la industria manufacturera. El Estado
participó en el sector industrial mediante inversiones del Instituto de Fomento Industrial,
Ecopetrol y el Fondo Nacional del Café. Las inversiones de la segunda de estas entidades se
concentraron en el sector de derivados del petróleo. El Fondo Nacional del Café, por su parte,
destinó los recursos que invirtió en la industria al procesamiento de café (trilladoras y café
liofilizado) o a empresas fundamentalmente agroindustriales (ingenios azucareros, plantas
pasteurizadoras, etc.), que hacían parte de su programa de diversificación en zonas cafeteras.
Las actividades del IFI fueron mucho más variadas. Entre los sectores de sustitución
intermedia, tuvo un papel destacado en las industrias del caucho y minerales no metálicos. En
los sectores de sustitución tardía, se destaca su participación en la creación de empresas
siderúrgicas, automotrices, metalmecánicas y químicas8. En todas estas actividades, el IFI
actuó en varias ocasiones en consorcio con compañías extranjeras y nacionales. Aunque las
inversiones del Instituto se iniciaron poco después de su creación en 1940 y ya había
acumulado activos por $34.9 millones a fines de 1958 ($1.800 millones, a precios de 1984), su
crecimiento más espectacular tuvo lugar durante los años del Frente Nacional. En efecto, en
1974, sus activos se habían elevado a $5.567 millones ($87.400 millones de 1984). A partir de
entonces no sólo se contrajo en términos reales (sus activos en 1984 eran de $81.500 millones),
sino que orientó una mayor proporción de sus actividades a funciones típicas de un
intermediario financieros más que a aportar capital de riesgo, de acuerdo con los objetivos para
los cuales fue diseñado originalmente 9.

La presencia del capital extranjero en la industria se amplió considerablemente en la


posguerra, especialmente en los sectores de sustitución tardía, aunque también en algunos
tradicionales (la industria de alimentos, por ejemplo). Su participación fue decisiva en el
desarrollo de las industrias de papel, caucho y productos químicos, e importante en el sector
metalmecánico y en la producción de textiles sintéticos, entre otras. Los estimativos del alcance
de las inversiones extranjeras en la industria son, sin embargo, diversos. Albert Berry estimó
que para 1969 dichas inversiones alcanzaban US$310.6 millones, equivalente al 16.4% del capital
invertido en el sector. Por otra parte, los cálculos de Juan Ignacio Arango para 1970 indican que
las empresas con capital extranjero mayoritario controlaban el 25% del valor agregado
industrial; como la inversión extranjera participaba minoritariamente en muchas empresas
industriales, la participación se elevaba al 40%, si se incluían todas las empresas con algún
capital foráneo 10.

b) La crisis industrial (1974-1983)

Entre 1974 y 1983, la industria manufacturera pasó por dos etapas diferentes: una primera, hasta
1979, durante la cual se expandió a un ritmo más lento que la economía en su conjunto, y una
fase posterior de contracción, que perduró hasta comienzos de 1983. En conjunto, el ritmo de
crecimiento durante estos nueve años fue de sólo un 2.2% anual. Aunque hasta 1979 el empleo
fabril aumentó, hasta llegar a 516.700 trabajadores, posteriormente experimentó un descenso
brusco (el primero experimentado por la industria en medio siglo), hasta llegar a 472.000
trabajadores en 1983. Para el conjunto del período, el crecimiento del empleo fue de sólo un
0.6% anual, aunque la cifra puede estar subestimada debido a la ampliación relativa de formas
de subcontratación y trabajo temporal que aquí no se incluyen. El crecimiento de la
productividad fue, en cualquier caso, muy lento y ciertamente inferior al del período de auge.

El lento crecimiento de la industria estuvo acompañado por una involución de su estructura.


Los sectores de sustitución temprana aumentaron su participación en el valor agregado
industrial de 35.9% en 1974 a 44.5% en 1983, un porcentaje superior al de 1967. En cambio, las
industrias de sustitución intermedia y tardía sufrieron el mayor peso de la crisis.

Los signos de crisis fueron evidentes en otros frentes. La inversión, en particular, se mantuvo
relativamente deprimida durante estos años, a pesar de la reducción de los costos reales de los
equipos importados generada por la sobrevaluación del peso. De hecho, sólo a fines de la
década del setenta se alcanzaron fugazmente los niveles reales de inversión de 1972-1973. Tal
evolución es compatible con algunos indicadores que señalan una tendencia decreciente de la
rentabilidad de la industria durante estos años. Conviene anotar, además, que durante los años
de contracción absoluta, la mayoría de las empresas enfrentaron severas dificultades
financieras, que en muchos casos las llevaron a la declaratoria de concordato o de quiebra.

Hay diversas explicaciones de esta situación. Uno de los factores más importantes en la crisis
fue, sin duda, el impacto de las mayores importaciones legales e ilegales. La política de
apertura y el abaratamiento de los bienes extranjeros, generado por el doble efecto de la
revaluación real del peso y la reducción de los aranceles, provocaron un incremento acelerado
de las importaciones legales, que afectaron dramáticamente la débil industria de bienes de
capital y, en menor proporción, la producción de bienes intermedios. Aunque la liberación no
afectó tan dramáticamente las industrias de bienes de consumo, éstas últimas experimentaron
una mayor competencia del contrabando, en cuantías que se desconocen con precisión.

El desmonte parcial de los subsidios a las exportaciones, en 1975, aunado a la revaluación real
de los años posteriores y a la recesión internacional que se inició en 1979 perjudicaron, además,
a las exportaciones industriales, que en los primeros años de la década del setenta se habían
convertido en un factor significativo de la expansión industrial. Al mismo tiempo, el
crecimiento de la demanda interna de bienes industriales se redujo con relación a la fase de
expansión anterior. El menor dinamismo de la demanda interna afectó sensiblemente las
industrias de bienes de consumo e intermedio. La escasez relativa de alimentos, que el país
experimentó durante los años pico de la bonanza cafetera, elevó los precios relativos de los
bienes básicos de la canasta familiar, obligando a las familias a reducir relativamente sus
compras de bienes industriales. A ello se agregó el efecto de la severa recesión que comenzó a
afectar la economía colombiana a comienzos de la década de los ochenta. En el caso de las
industrias de bienes intermedios, es posible que la propia involución de la estructura industrial
haya sido en sí misma un factor decisivo, en la medida en que las industrias de mayor
expansión, a partir de 1974, generaron una menor demanda de otros bienes manufacturados; es
decir, se caracterizaron por menores “encadenamientos” desde el punto de vista de la
estructura industrial.

La crisis hizo evidente que la industria colombiana experimenta problemas estructurales. En


particular, se encuentra rezagada en aquellos sectores que han sido dinámicos en el mundo y
que generan mayores demandas directas e indirectas de manufacturas (la industria
metalmecánica, en particular) y, por el contrario, muestra un excesivo desarrollo de industrias
tradicionales con escaso dinamismo. A ello se agrega el evidente rezago tecnológico de un
conjunto amplio de sectores, que ha tendido a agravarse a fines de los años setenta y
comienzos de los ochenta por los reducidos niveles de inversión en nuevos equipos.

Por último, conviene resaltar el impacto de las altas tasas de interés que ha tenido el país desde
1980. Como esta situación coincidió con altos índices de endeudamiento y un bajo crecimiento
de las ventas, fruto de la peor recesión de la posguerra, las empresas se han visto obligadas a
adoptar medidas de austeridad que no guardan antecedentes en la historia industrial del país
en el último medio siglo.

Las medidas proteccionistas, la devaluación real, la reactivación de la demanda (débil en 1984 y


más firme a partir de 1986) y la regulación de las tasas de interés, permitieron el comienzo de
una reactivación industrial a partir de 1984. Aunque las nuevas condiciones y la política
económica han permitido revertir gran parte de las dificultades experimentadas por la industria
durante los años de crisis, subsisten, sin embargo, las dificultades estructurales mencionadas, a
cuya superación no han contribuido hasta ahora las acciones estatales.

LA TRANSFORMACIÓN DEL AGRO

1. La modernización del sector agropecuario

La década del cincuenta marcó el comienzo de una serie de transformaciones que pueden
interpretarse como el despegue del desarrollo capitalista en el campo. De hecho, las nuevas
condiciones imperantes en el conjunto de la economía plantearon al sector agropecuario la
necesidad de modernizarse con el fin de atender las demandas de materias primas para la
industria de alimentos destinados a una población urbana creciente y de nuevas exportaciones
que satisficieran los requerimientos de bienes de capital e insumos intermedios para los
sectores modernos de la economía.

El proceso de modernización alcanzó un ritmo acelerado en los años sesenta y setenta, pero se
vio interrumpido bruscamente a fines de esta última década, al desencadenarse una crisis
severa del sector. Además, la transformación del agro no fue homogénea y generó una
estructura de producción fuertemente diferenciada, en la que, al lado de un sector moderno,
donde se han logrado incrementos significativos de la productividad gracias a la adopción de
paquetes tecnológicos avanzados y a la mecanización de algunos procesos productivos,
sobrevive un sector tradicional, donde los niveles de productividad y las técnicas de explotación
se han conservado sin grandes transformaciones.

Curiosamente, el proceso de modernización coincidió hasta mediados de la década del setenta


con una fuerte desaceleración de la economía cafetera, que hasta los años cuarenta había sido
el renglón más dinámico, no sólo del sector agropecuario colombiano sino de la economía en
su conjunto. Esta tendencia se revirtió dramáticamente en la segunda mitad de los años
setenta, como producto de los esfuerzos de las instituciones cafeteras por difundir nuevos
sistemas de cultivo y de los elevados precios del grano, que crearon los estímulos necesarios
para la renovación de los cafetales.
a) Modernización

El crecimiento de la agricultura no cafetera entre los años cincuenta y setenta fue posible
gracias a la disponibilidad de tierras cultivables previamente subutilizadas y la difusión de
nuevas tecnologías y productos. De acuerdo con los estimativos que se recogen en el cuadro
7.8, el área sembrada con los principales cultivos diferentes al café se extendió de poco más de
1.9 millones de hectáreas a comienzos de la década del cincuenta a 2.9 millones en la segunda
mitad de la década del setenta. Este crecimiento, unido a un incremento de la productividad
cercano al 2% anual, permitió aumentar la producción no cafetera en un 150% durante estos
años.

El crecimiento en el área sembrada no fue homogéneo para todos los cultivos. La mayor
expansión se experimentó en los cultivos comerciales y de plantación, que conforman el núcleo
de la agricultura empresarial. Estos cultivos pasaron de representar el 19% del área sembrada a
comienzo de los años cincuenta a 41% en la segunda mitad de la década del setenta. Tal
proceso fue posible gracias a la modernización de viejos cultivos (arroz, algodón, caña de
azúcar para refinación, bananos para exportación y cacao) y a la introducción de nuevos
productos comerciales (sorgo, soya y palma africana, en particular). Un proceso similar de
expansión, aunque algo más tardío, se experimentó en algunos cultivos no incluidos en el
cuadro 7.8, entre ellos las flores para exportación, las hortalizas y las frutas. En el lado opuesto,
algunos cultivos tradicionales y mixtos (maíz, trigo, fríjol y panela) redujeron el área sembrada
en términos absolutos, pasando de representar casi un 63% de las siembras en los años
cincuenta a poco menos de una tercera parte a fines de los setenta. Otros cultivos tradicionales
y mixtos (papa, tabaco, yuca y plátano) vivieron una situación intermedia: lento crecimiento en
las décadas del cincuenta y sesenta, seguidas de un gran dinamismo en los años setenta.

La evolución de los rendimientos fue también diversa para los distintos tipos de productos. Los
cultivos comerciales experimentaron un crecimiento rápido de la productividad, de un 2.6%
anual entre comienzos de los años cincuenta y fines de los setenta. En el resto de los cultivos,
los rendimientos se elevaron a tasas mucho más bajas e irregulares, especialmente en el caso de
algunos productos tradicionales y mixtos dinámicos; éstos últimos dependieron, así, de la
ampliación del área y del desplazamiento de otros productos para lograr ampliaciones
significativas de la oferta. La conjunción de un rápido aumento en las áreas sembradas y los
cambios tecnológicos adoptados permitieron a los cultivos comerciales fortalecer su
participación en el valor de la producción agrícola no cafetera de 17% a comienzos de los años
cincuenta a 40% a fines de los setenta.
Los rendimientos crecientes fueron posibles gracias a la modernización de las técnicas de
explotación, en particular la utilización de maquinaria, insumos químicos y semillas mejoradas,
y a la adecuación de tierras para facilitar el riego, drenaje, arado y cultivo de los suelos. La
mecanización y adecuación de tierras se concentraron predominantemente en los cultivos de
tipo comercial. Desde los primeros años de la posguerra se inició una importación activa de
tractores y otras maquinarias agrícolas, que hasta entonces se utilizaban sólo en forma
marginal en la agricultura colombiana. Ya a comienzos de los años setenta, el área mecanizada
representaba una cuarta parte de las tierras cultivadas, aunque se concentraba de manera casi
exclusiva en los productos comerciales. La adecuación de tierras fue un proceso más tardío y
limitado, pero tomó vuelo en algunas regiones del país desde los años sesenta en forma paralela
con la extensión de los cultivos modernos.

La difusión en gran escala de los fertilizantes químicos, aunque tardía (mediados de los años
sesenta) fue mucho más general que los procesos anteriores, llegando a abarcar a mediados de
la década del setenta por lo menos un 60% del área de los principales cultivos y una proporción
muy superior en un conjunto amplio de ellos. Aunque el uso de otro tipo de insumos químicos
(insecticidas, herbicidas, etc.) y de semillas mejoradas se concentró en los cultivos comerciales,
también tuvo mayor difusión que el proceso de mecanización.

Los datos y tendencias anteriores ponen en evidencia la diferenciación interna en términos de


cultivos y rendimientos generada por la modernización agrícola en la posguerra. La agricultura
comercial se concentró en gran medida en las zonas planas, más favorables a la mecanización,
y se enmarcó predominantemente en unidades medianas y grandes. La agricultura mixta y
tradicional, por su parte, se concentró en explotaciones más pequeñas, localizadas en mayor
proporción en la región andina. A su vez, mientras la producción del primer tipo de productos
se dio en empresas capitalistas agroindustriales, en el segundo se caracterizó por la
subsistencia de un conjunto diverso y complejo de sistemas de explotación: haciendas
tradicionales, propiedades familiares, pequeñas parcelas, minifundios y resguardos indígenas.

Aunque la expansión agrícola desplazó a la ganadería vacuna de las mejores tierras, la apertura
de nuevas fronteras permitió incrementar el área en pastos desde 16.3 millones de hectáreas en
1950-1954 hasta 22.2 millones en 1970-1974, de acuerdo con los estimativos de Kalmanovitz.
Siguiendo una tradición secular, la ganadería colombiana continuó siendo una actividad
fundamentalmente extensiva. La población ganadera aumentó a un ritmo similar o sólo
ligeramente superior al del área en pastos —de 12.9 millones de cabezas en la segunda mitad
de la década del cincuenta a 18.5 millones en la segunda mitad de los años setenta—, un
crecimiento anual de 1.8%, ciertamente lento con relación a otros indicadores económicos. No
obstante, la aplicación de técnicas veterinarias redujo sensiblemente la mortalidad del hato y
permitió un crecimiento superior de la producción, de 2.9% anual, en el mismo período. Este
ritmo de expansión, aunque superior al de la producción cafetera, fue muy poco dinámico
comparado con el de la agricultura no cafetera, especialmente los cultivos comerciales.
Además, los niveles de productividad continuaron siendo excesivamente bajos, permitiendo
apenas una extracción equivalente al 50 o 60% de la característica de los países de alta
productividad (Estados Unidos, Argentina o Australia).

El dinamismo de la producción agropecuaria permitió al sector contribuir significativamente a


la diversificación de la base exportadora del país, especialmente en la década del sesenta,
según vimos en una sección anterior de este capítulo. Algunos de los productos exportados
(bananos y tabaco) tenían una larga tradición dentro del comercio exterior del país. No
obstante, el desarrollo exportador en la posguerra generó un cambio importante en las zonas de
producción para los mercados externos —del departamento del Magdalena a la zona de Urabá
en el caso del banano y de la Costa Atlántica a Santander en el del tabaco—. Mucho más
importante fue el surgimiento de tres nuevos productos de exportación de gran dinamismo:
algodón, azúcar y flores. El primero de ellos pasó por una fase de rápida sustitución de
importaciones en los años cincuenta, para lanzarse desde 1960 como artículo de exportación,
sustentado en una política sectorial muy activa. El dinamismo de la producción azucarera
también puede atribuirse al desarrollo acelerado de la sustitución de importaciones en los años
treinta. Las exportaciones en gran escala se iniciaron solamente a comienzos de la década del
sesenta, como reflejo de la Revolución Cubana, que llevó a Estados Unidos a redistribuir la
cuota asignada en el mercado norteamericano a la Isla del Caribe. Las exportaciones a
Norteamérica sirvieron de base para la conquista posterior de otros mercados externos.
Finalmente, las flores sólo empezaron a cultivarse en gran escala en la década del setenta, con
base en una producción intensiva, en algún sentido semindustrial, localizado de preferencia en
la Sabana de Bogotá.

b) La crisis de los ochenta

Una simple inspección del cuadro 7.8 confirma que la crisis agrícola fue más tardía y menos
severa que la industrial, y quizá se trate simplemente de un movimiento de carácter puramente
coyuntural. A diferencia de la industria que tuvo desde 1974 una fuerte reducción de su ritmo
de crecimiento con relación al patrón histórico, la agricultura no cafetera experimentó más bien
una ligera aceleración a partir de entonces. En efecto, durante el período de rápido
crecimiento, entre 1955-1959 y 1970-1974, la producción real de este sector de la economía
progresó a un ritmo del 3.8% anual; entre la primera y la segunda mitad de la década del
setenta, el ritmo equivalente fue de 5.5%. Incluso si se excluyen los productos de escaso
dinamismo, sólo se obtiene una ligera disminución en los ritmos de crecimiento entre ambos
períodos —del 5.6 al 5.4% anual—. No obstante, el sector comenzó a experimentar una
desaceleración importante en 1979, que se tradujo en una recesión fuerte en los cuatro años
siguientes. Además en algunas regiones del país la crisis del sector se inició con anterioridad.

Algunas de las explicaciones para dicha situación tienen raíces profundas. Entre ellas conviene
destacar en primer lugar la violencia rural, que ha sido una constante histórica del país, según
veremos más adelante, y que muestra evidentes signos de agudización desde fines de la década
del setenta. No menos importante ha sido el cambio en la política de intervención estatal en el
sector desde comienzos de la misma década. En contra de lo que se afirma a menudo, la fase
más severa de sustitución de importaciones industriales en los años cincuenta y sesenta
coincidió con una activa promoción estatal de la modernización agrícola. La menor protección
e intervención en la industria manufacturera desde comienzos de los años setenta coincidió, a
su vez, con menores inversiones estatales en adecuación de tierras, investigación y
transferencia de tecnología en el sector agropecuario. La liberación de importaciones y la
revaluación del peso también terminaron golpeando por igual a ambos sectores de la
economía, que son los más sensibles a la competencia externa.

Diversos acontecimientos de la economía internacional han afectado también al sector


agropecuario. Grandes excedentes en los mercados mundiales de materias primas (a veces
promovidos por la política de protección de los países desarrollados), cambios en los patrones
de consumo, medidas proteccionistas norteamericanas y el proceso de ajuste venezolano, han
sido algunos de los factores que han obstaculizado la demanda externa de productos
agropecuarios colombianos. La evolución de los precios internacionales de algunos productos
agrícolas que el país importa ha afectado también la producción nacional que compite con
dichas importaciones. Los precios de los abonos, plaguicidas, herbicidas y otros insumos de
origen petroquímico se elevaron dramáticamente como consecuencia de los acontecimientos
del mercado petrolero internacional en los años setenta. La maquinaria agrícola también
experimentó una elevación considerable de precios, generando un virtual retroceso del proceso
de mecanización agrícola desde mediados de la década del setenta. Tales acontecimientos
internacionales perjudicaron particularmente a la agricultura comercial, más dependiente del
mercado externo para la venta de algunos de sus principales productos y de los precios de los
insumos modernos que representan entre un 36 y un 50% de los costos totales en la mayoría de
los cultivos.

Los problemas que aquejan a la agricultura campesina tienen un origen diferente. Algunos de
ellos presentan nuevamente un carácter secular: falta de buenas tierras, y ausencia de asistencia
técnica adecuada y de canales de comercialización. A ellos se ha agregado desde la década del
setenta el lento crecimiento de los recursos ordinarios de la Caja Agraria (uno de los puntales
de la política agropecuaria en otras épocas) y el escaso acceso de la agricultura campesina al
Fondo Financiero Agropecuario, que beneficia de manera predominante a la agricultura
comercial.

Ambos sectores han sido afectados, finalmente, por un cambio importante en el carácter de los
excedentes de mano de obra rural. Mientras en los años cincuenta y sesenta, los excedentes de
mano de obra rural presionaban hacia abajo los jornales rurales, la masiva migración rural-
urbana de aquellas décadas generó un proceso inverso desde los años setenta; se agudizó en la
segunda mitad de la década del setenta, debido a las presiones sobre el mercado de trabajo
rural desencadenadas por la bonanza cafetera, pero ha perdido alguna importancia desde
entonces. Este factor incidió en la agricultura comercial por los mayores costos de producción,
y en la agricultura campesina por el creciente costo de oportunidad de cultivar la tierra, en
ausencia de mejoras en la productividad y canales adecuados de comercialización que
permitan un crecimiento sustancial de los ingresos campesinos.

c) El sector cafetero

Desde los primeros años de la posguerra fue evidente que el rápido crecimiento de la
producción de café del país, característico de las primeras décadas del siglo, había llegado a su
fin. Dicho proceso no estuvo asociado con desarrollos propios de la economía internacional.
Por el contrario, los precios internacionales crecieron en forma continua durante los diez años
posteriores a la segunda guerra mundial, según vimos anteriormente. El mercado del grano no
estaba regulado todavía por acuerdos internacionales que restringieran la capacidad del país de
colocar la totalidad de su producción en los centros de consumo.

La desaceleración del crecimiento cafetero en las primeras décadas de la posguerra debe


buscarse así en factores domésticos. El primero de ellos fue la violencia política que, como se
sabe ampliamente, afectó con particular crudeza las zonas cafeteras de Caldas, Valle y Tolima,
donde la merma de las siembras fue más notoria. El segundo fue el agotamiento de la
tecnología cafetera tradicional. El crecimiento de la producción sólo era posible con la misma
tecnología mediante la incorporación masiva de nuevas tierras al cultivo. Aunque este proceso
continuó en la posguerra (véase el cuadro 7.8), cada vez era más evidente que sin una
intensificación del cultivo, la producción iba a llegar pronto a un límite. Finalmente, el
envejecimiento de los cafetales afectó desfavorablemente la productividad. En la tecnología
tradicional, los árboles alcanzan su máximo rendimiento entre los diez y los doce años, a partir
de los cuales la producción comienza a disminuir sistemáticamente. A mediados de los años
cincuenta ya el 56% de las plantaciones de café del país tenían más de 15 años; el porcentaje
correspondiente aumentó a más del 70% a fines de los años sesenta. Como resultado de lo
anterior, la producción creció un 26% entre 1945-1949 y 1965-1969, a pesar de un incremento del
60% en el área sembrada con café tradicional. El descenso de la productividad (1.1% anual) es
un poco más alto del que se puede explicar con base en la edad de los cafetos, indicando así
que el descuido de las plantaciones durante la Violencia también pudo afectar los
rendimientos.

A fines de los años cincuenta, las autoridades cafeteras manifestaron repetidas veces su
preocupación por el envejecimiento de las plantaciones. En aquella época, la Misión CEPAL-
FAO que visitó al país demostró, el grave atraso técnico de la caficultura colombiana. El
informe de la Misión señaló la ausencia de prácticas agronómicas modernas. Los germinadores
y almácigos, el uso de abonos, insecticidas y maquinaria agrícola, el control de la erosión y
otras prácticas eran casi enteramente desconocidas. Como a comienzos del siglo, los cuidados
culturales se reducían al deshierbe, desmusgado y deschuponado (corte de los tallos verticales
para controlar el crecimiento). El 83% de los costos de producción estaba representado
entonces por mano de obra y sólo 3.6% por insumos e implementos; el resto lo constituían los
costos de transporte, impuestos, crédito y arreglo de vías. La mayoría de las fincas (89%)
hacían directamente el despulpado del grano, casi todas con la vieja máquina manual para tal
labor. Posteriormente se lavaba el café en pila, se secaba al sol y se hacía un primer proceso de
clasificación. Tales labores eran muy intensivas en mano de obra e ineficientes; el informe
estimó, por ejemplo, que exigían más del doble de mano de obra por una misma cantidad de
café que en El Salvador. La producción se hacía todavía predominantemente en unidades
pequeñas (63.9% del área correspondía a cafetales de menos de 10 has., una proporción similar
o ligeramente superior a la de 1932) pero, a diferencia de otras épocas, ya no se elogiaba al
campesino cafetero como héroe nacional; estaba más bien próximo a convertirse en villano.

Para superar el atraso tecnológico de la primera actividad productiva del país, en la década del
sesenta la Federación Nacional de Cafeteros puso en marcha, por medio del servicio de
asistencia técnica y extensión rural implantado en todos los departamentos cafeteros, una gran
campaña de asistencia técnica, educación de los agricultores y crédito subsidiado para difundir
las nuevas técnicas de cultivo, producto de casi veinte años de investigaciones del Centro
Nacional de Investigaciones de Café, Cenicafé. El aumento de las densidades de siembra, la
utilización de semillas mejoradas (de variedad caturra), la siembra de los cafetales en curvas de
nivel, la regulación y disminución progresiva del sombrío y la utilización sistemática de abonos
químicos eran los elementos básicos de esta “revolución verde”. Adicionalmente, se estableció
una zonificación ecológica de las zonas cafeteras, con el propósito de limitar la difusión de la
nueva tecnología a las zonas óptimas para el cultivo del grano y orientar las zonas marginales
hacia nuevos productos agrícolas, dentro de la campaña de diversificación de las zonas
cafeteras que se emprendió simultáneamente.

La difusión de las nuevas técnicas entre los caficultores privados había comenzado a dar sus
primeros frutos a fines de la década del sesenta y cobrado mayor dinamismo en la primera
mitad de la década del setenta. La helada brasilera de mediados de 1975 llevó, sin embargo, el
proceso de renovación hacia niveles hasta entonces insospechados. La Administración López,
bajo el lema de “la bonanza para los cafeteros”, triplicó el precio interno del grano entre
mediados de dicho año y fines de 1976, lo cual, aunado a las facilidades crediticias canalizadas
por intermedio del Banco Cafetero y de los subsidios a los abonos por parte de la Federación,
generó un incentivo espectacular a la renovación de los cafetales y a las nuevas siembras. A
comienzos de los años ochenta, cuando se había completado la fase acelerada de renovación, la
producción de café del país había aumentado en casi un 70% con relación al primer lustro de la
década del setenta; los cafetales modernos representaban ya un 38% del área sembrada y
aportaban más del 60% de la producción nacional (cuadro 7.8).

Como había acontecido con el proceso de la modernización agrícola en otros sectores de la


economía, la tecnificación del sector cafetero reprodujo el dualismo tecnológico y económico
que caracteriza a la agricultura colombiana. De esta manera, en la actualidad la caficultura
colombiana se caracteriza por la preponderancia de un sector empresarial, con fincas de
diverso tamaño (medianas en su mayoría, si se las compara con las de la agricultura comercial
no cafetera), cuyas explotaciones funcionan con base en mano de obra asalariada, y un sector
heterogéneo de productores medianos y pequeños, donde coexisten fincas modernas y
tradicionales y diversas formas de utilización de la mano de obra.

Aunque la Federación inició a fines de los años setenta un plan masivo de ventas externas y
logró aumentar significativamente la participación del país en el mercado mundial del grano,
los excedentes de producción a comienzos de los años ochenta superaban los 2.5 millones de
sacos anuales, lo cual obligó al país a acumular el equivalente a casi un año de producción en
inventarios del grano durante el primer lustro de los años ochenta. La fugaz bonanza de 1986
sólo permitió reducir parcialmente tales excedentes. De esta manera, al iniciarse la nueva fase
de bajos precios en 1987 el país disponía todavía de más de 9 millones de sacos almacenados en
las bodegas de Almacafé.

2. El problema de la tierra y la extensión de la frontera agrícola

La estructura de tenencia de la tierra experimentó cambios apreciables durante las décadas de


profundas transformaciones del sector agropecuario. Estos cambios son difíciles de precisar,
sin embargo, debido a la carencia de información estadística sobre las propiedades rurales.
Más aún, los datos existentes no permiten apreciar en toda su magnitud el problema
económico asociado a la propiedad, que depende no sólo de la extensión física de las
propiedades, sino también de la calidad de los suelos, su localización y el desarrollo de las
técnicas agropecuarias. Una propiedad que puede aparecer como intermedia en las cifras de
distribución de la tierra puede ser económicamente más significativa que un gran latifundio, si
la primera está situada en zonas óptimas para la agricultura intensiva y el segundo en regiones
marginales desde el punto de vista económico, cuyos suelos sólo son susceptibles de
explotación forestal o de ganadería extensiva.

En cualquier caso, la simple inspección del cuadro 7.9 corrobora la gran concentración de la
propiedad rural en Colombia. Desde los años sesenta, los poseedores de predios, de menos de
20 has. han representado entre 84 y el 87% del total de propietarios rurales, pero sólo han
poseído entre un 16 a un 18% de la tierra. Por el contrario, aquéllos con más de 100 has. han
comprendido entre un 3 y 4% de los propietarios y han concentrado entre un 55 y un 60% de la
propiedad rural.
CUADRO 7.9

CONCENTRACIÓN DE LA PROPIEDAD
DE LA TIERRA 1960-1984
1960 1970 1984
Area Predios % % % % % %
(Ha.) Propietarios Superficie Propietarios Superficie Propietarios Superficie
0a5 67.7 6.0 64.0 5.0 62.4 5.2
5 a 20 20.4 11.9 20.7 10.6 21.3 11.5
20 a 100 9.7 22.9 11.5 23.9 12.5 28.5
100 a 500 2.8 30.3 3.3 31.4 3.4 31.5
más de 500 0.4 29.0 0.5 29.1 0.4 23.3

FUENTE: Luis Lorente et. al., Distribución de la Propiedad Rural en Colombia, Bogotá, 1985.

Los cambios en la estructura han sido el resultado de dos tendencias opuestas. Por una parte,
en las zonas de poblamiento antiguo y denso ha predominado una tendencia a la subdivisión
de la propiedad, tanto en razón de las herencias como en los predios más grandes, de la
fragmentación de las grandes propiedades para darles un uso más intensivo a los suelos. Por
otra parte, la apertura de fronteras ha permitido crear nuevas propiedades, generalmente
mucho más extensas que las de las regiones de viejo poblamiento. Es posible también que la
Reforma Agraria de los años sesenta haya generado alguna subdivisión de la gran propiedad,
para conservar las tierras de mejor calidad en manos de los antiguos propietarios en caso de
expropiación por parte del Estado.

En la década del sesenta prevaleció la tendencia a la concentración de la propiedad. Como se


puede apreciar en el cuadro 7.9, el número total de propietarios disminuyó, al igual que la
proporción de la superficie en predios de menos de 20 has., mientras se consolidaba la
propiedad mediana y grande. Entre 1970 y 1984, por el contrario, predominó la tendencia a la
fragmentación de las propiedades grandes y pequeñas, dando lugar a un aumento apreciable
en el número de propietarios y en la proporción de la superficie en predios de menos de 100
has. A lo largo de todo el período considerado, el hecho más decisivo fue el fortalecimiento de
las propiedades medianas, entre 20 y 100 has., que incrementaron su importancia, tanto en
proporción a los predios existentes como a la propiedad rural en su conjunto. Esta tendencia se
desarrolló paralelamente con la modernización y con la mayor densidad de poblamiento en el
sector rural.

Las transformaciones de la estructura rural no han sido incompatibles con la supervivencia de


un campesinado relativamente amplio, que todavía constituye más de la mitad de la fuerza de
trabajo en el campo. Así las cosas, el proceso de “proletarización” de los trabajadores rurales se
ha reflejado fundamentalmente en la migración masiva de mano de obra hacia las ciudades
más que en una creciente participación de la fuerza de trabajo en las labores del campo (véase
el cuadro 7.3). Ello se ha compaginado, sin embargo, con la participación estacional de los
campesinos en los mercados de trabajo asalariados de sus regiones, siguiendo una tendencia
que ya se delineaba claramente desde fines del sigio XIX y comienzos del XX, especialmente
en las zonas cafeteras.
Por otra parte, las formas de arrendamiento también experimentaron una transformación
sustancial. Entre 1960 y 1970, años para los cuales existe información sobre la materia se
presentaron signos de una evidente descomposición de las formas de arrendamiento
precapitalista. Los arrendatarios y aparceros disminuyeron durante estos años del 23.4 al 14.1%
de las explotaciones rurales11 y del 7.3 al 5.3% del total de la superficie agropecuaria. Al mismo
tiempo, el tamaño medio de las parcelas arrendadas aumentó, indicando un crecimiento en las
formas más modernas (capitalistas) de cesión temporal del uso de la tierra.

La activa expansión de la frontera agrícola que ha caracterizado el desarrollo colombiano desde


el siglo XVIII continuó en los años posteriores a la segunda guerra mundial. Entre los nuevos
espacios colonizados durante esta época se destacan las llanuras orientales, el piedemonte
amazónico, el Magdalena Medio y algunas otras regiones de menor importancia como Urabá,
la Costa Pacífica y el Catatumbo. Los protagonistas de este proceso fueron, como en el pasado,
colonos provenientes de las capas pobres rurales. La Violencia aceleró, sin duda, este proceso,
obligando a una gran cantidad de pobladores a migrar, no sólo hacia las ciudades sino también
en busca de nuevos espacios agrícolas.

El Incora ha estimado que entre 1960 y 1 980 fueron colonizadas unas 3.4 millones de hectáreas,
alcanzándose el mayor auge entre mediados de los años sesenta y mediados de la década del
setenta. De estas tierras, en 1981 se habían otorgado cerca de 30.000 títulos sobre una superficie
de casi 1.4 millones de has., en los perímetros de los tres principales proyectos, Caquetá, Meta y
Arauca, sin contar la acción de titulación de otras entidades. Para 1979 se ha estimado que la
población en los territorios de colonización había llegado a 1.1 millones, de los cuales la mitad
se encontraba en las zonas oriental y suroriental del país (Caquetá, Meta, Putumayo, Arauca y
Guaviare, en ese orden de importancia).

3. La persistencia de la violencia rural

La persistencia de la violencia ha sido, sin lugar a dudas, uno de los aspectos más importantes
de la evolución del campo colombiano en la posguerra. En este período de cuarenta años, la
violencia rural sólo se ha visto interrumpida de manera significativa durante breves períodos. El
problema de la tierra, la ausencia y debilidad de la presencia del Estado en las zonas rurales, las
desigualdades entre el campo y la ciudad, y el aislamiento del campesinado, son algunos de los
factores que han incidido con mayor fuerza en ese proceso. No obstante, las modalidades y los
grupos implicados en los conflictos han variado con el correr del tiempo.

Desde 1946, los enfrentamientos entre conservadores y liberales en diferentes zonas del país
configuraron el elemento central de la violencia rural. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9
de abril de 1948 ha sido generalmente señalado como el comienzo de la Violencia; sin embargo,
este hecho no fue sino la culminación de una primera ola de enfrentamientos. La respuesta
popular fue una insurrección de vastas proporciones tanto en la capital del país como en
muchas cabeceras municipales, donde se instauraron juntas populares.

Entre mediados de los años cuarenta y fines de la década del cincuenta, vastas zonas rurales
del país estuvieron sumidas en la guerra y sus habitantes sometidos a persecuciones por parte
del ejército, de organizaciones paramilitares de filiación partidista y de las guerrillas de una y
otra denominación política. A los innumerables muertos que dejó este proceso hay que
agregarle el despojo de tierras y bienes, apoyado en el asesinato de los dueños o en las
amenazas para forzarlos a vender sus propiedades, la apropiación de las cosechas, el abigeato y
el incendio de casas , beneficiaderos y sementeras, que obligaban a los campesinos a migrar a
las ciudades, a desplazarse hacia otras zonas de la misma filiación partidista y hacia zonas de
colonización, o a enrolarse en grupos armados. La Violencia generó, obviamente, un profundo
reordenamiento de la estructura social y de las relaciones de poder en cada región. El antiguo
Caldas, Tolima, Antioquia, Boyacá, los Santanderes, el norte del Valle y el Meta fueron los
departamentos más afectados.

Lauchlin Currie afirmó en 1960 que “en un período relativamente corto de diez años, un cultivo
tras otro dejó las colinas por las tierras planas, no sólo en las zonas más antiguas de la Sabana
de Bogotá, el Tolima y el Valle del Cauca, sino también en las zonas más nuevas, cercanas a
Montería, Villavicencio Codazzi y el Magdalena Medio”. Este proceso de desarrollo acelerado
de la agricultura comercial, ya analizado en una sección anterior, tuvo su centro de expansión
justamente en las zonas a donde no llegó la Violencia, mientras que la mayoría de las regiones
campesinas ubicadas en las laderas de las tres cordilleras estuvieron sumidas en la guerra y la
desolación y no participaron de aquel desarrollo.

Durante los primeros años del Frente Nacional la violencia cambió de carácter y, en algunos
casos, de ubicación en la geografía nacional. La nueva fase de conflictos, que se extendió hasta
1965, tuvo como expresión principal el bandolerismo político y el surgimiento de las primeras
guerrillas revolucionarias. El primero tuvo un carácter casi masivo en las zonas
predominantemente cafeteras del norte del Valle, norte del Tolima y el viejo Caldas. Por el
contrario, en los Llanos Orientales, bastión de la lucha guerrillera en los primeros años de la
década del cincuenta, y en las áreas en donde existían estructuras de producción consolidadas,
tanto arcaicas como modernas (la zona azucarera del Valle del Cauca, el Valle del Magdalena
entre El Espinal y La Dorada y las zonas campesinas de Nariño y Boyacá), el bandolerismo no
tuvo un desarrollo importante. Las guerrillas revolucionarias, por su parte, tuvieron dos
orígenes diferentes. Uno de sus principales núcleos, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia, FARC, surgió de las guerrillas rurales de filiación liberal y comunista de la fase
anterior de la Violencia. Otros grupos (el Ejército de Liberación Nacional, ELN, en par-ticular)
tuvieron por el contrario un origen urbano, sustentándose en los movimientos estudiantiles
radicalizados por el triunfo de la revolución cubana, aunque el foco de su acción armada se
centró desde un comienzo en las zonas rurales. A dichos grupos se agregarían otros en los años
siguientes.

En la segunda mitad de la década del sesenta, la tensión social en el campo cedió parcialmente
ante el éxito del modelo bipartidista del Frente Nacional, los intentos reformistas que se
expresaron en la segunda ley de reforma agraria y las acciones militares emprendidas contra los
reductos bandoleros y guerrilleros. A ello se agregó en 1968 la conformación de la Asociación
Nacional de Usuarios Campesinos, ANUC, concebida por el gobierno de Lleras Restrepo
como una organización similar a los viejos sindicatos agrarios de la década del treinta con el
objetivo de canalizar, dentro de las instituciones, la inconformidad campesina.

Los primeros años de la década del setenta fueron también agitados, aunque bajo una nueva
modalidad de lucha: las invasiones de tierras lideradas por una ANUC radicalizada. Gilhodés
ha señalado que solamente durante el mes de octubre de 1971, los usuarios campesinos
invadieron alrededor de 150.000 has. en varios departamentos del país; por otra parte, Pecaud
afirma que durante ese mismo año las invasiones movilizaron a más de 30.000 usuarios y
afectaron 274 propiedades rurales12. Para presionar al Incora a hacer más efectiva la reforma
agraria, durante estos años fueron ocupadas sus oficinas en varias ciudades del país y se
organizaron paros cívicos y agrarios en distintas regiones. En los meses anteriores a las
elecciones de abril de 1974, la ANUC intensificó las invasiones de tierras, los paros cívicos y
otras acciones, con el fin de presionar al futuro gobierno a tomar medidas de política favorables
a los campesinos. Estas movilizaciones culminaron con una marcha de 40.000 campesinos por
las principales avenidas de Bogotá en el momento de la inauguración del tercer congreso de la
ANUC (septiembre de 1974).

Los años siguientes, bajo el gobierno de López Michelsen, se caracterizaron por el reflujo de
las luchas campesinas. La creciente división de la Anuc, la confusión generada por la
penetración de múltiples ideologías de izquierda en el movimiento, la evidente animadversión
del gobierno y de los grandes propietarios y el asesinato de varios de los miembros de la
dirección contribuyeron a su debilitamiento.

En la década de los ochenta resurgieron con renovada virulencia los conflictos rurales. Esta
nueva fase ha tenido como expresión principal el movimiento armado revolucionario,
conformado por guerrillas provenientes de épocas anteriores y por otras de más reciente
creación, surgidas de la inconformidad urbana de los años setenta (el M-19, en particular). Los
grandes desarrollos del nuevo movimiento se concentraron inicialmente en las zonas de
colonización del Magdalena Medio, el piedemonte amazónico de la Cordillera Oriental,
algunas zonas de la Costa Atlántica y los Llanos Orientales. La mayoría de estas regiones han
experimentado un proceso traumático de descomposición de los viejos núcleos de colonización
agrícola de subsistencia, ante el avance de una ganadería y una agricultura de carácter más
comercial. A dichos focos de conflicto se ha agregado el resurgimiento de la protesta indígena,
sustentada en reclamaciones ancestrales sobre la tierra. El foco principal de este tipo de
protestas ha sido el Cauca, bajo el liderazgo del Movimiento Indígena Regional del Cauca,
Cric, que agrupa a la comunidad Páez.

La evolución de los conflictos se vio afectada durante la Administración Betancur por una de
las iniciativas de paz más ambiciosas de la historia del país y por las propias divisiones internas
de los movimientos, que condujeron a algunos a acogerse a las vías democráticas y a otros a
continuar en la lucha armada. No menos importante ha sido el resurgimiento de nuevas
iniciativas en materia de reforma agraria que, como una constante histórica del país, ha
sucedido a períodos de violentos conflictos rurales. No obstante, a diferencia de otras épocas,
las nuevas iniciativas reconocen explícitamente la gran diversidad de situaciones en el campo
colombiano, fruto de casi medio siglo de profundas transformaciones en su estructura.

4. La política agraria

a) La política de modernización de la agricultura

Según vimos en el capítulo anterior, la República Liberal terminó con el virtual desmonte de la
primera reforma agraria. Desde fines de la década del cuarenta, el foco de atención fue la
modernización del agro; aunque no desaparecieron enteramente las iniciativas en materia de
propiedad de la tierra, éstas se orientaron específicamente a enfrentar la explosión de la
violencia rural después del 9 de abril de 1948. Dicho cambio coincidió con toda una nueva
concepción del “problema agrario” del país, en la cual el elemento central era la baja
productividad del sector agropecuario y el uso irracional de los suelos. Este diagnóstico
condujo a un énfasis creciente en la necesidad de adecuar el sector agropecuario a las
exigencias de desarrollo del país en su conjunto. Como lo expresó con precisión Lauchlin
Currie en 1950: “La elevación del nivel de vida en Colombia depende principalmente del
aumento de la productividad agrícola, no solo porque de allí surgirá una cantidad mayor y más
diversificada de alimentos, fibras y productos de exportación, sino también y principalmente
porque ello dejará mano de obra disponible para la producción de otras cosas”. Concordante
con tales planteamientos, la mayor parte de la política agraria se concentró en el manejo de los
instrumentos crediticios, tecnológicos y de fomento sectorial, orientados principalmente hacia
la agricultura comercial. Estos esfuerzos perduraron durante épocas posteriores, a pesar de los
profundos cambios en la concepción sobre la naturaleza del problema rural.

La Caja Agraria y los fondos ganaderos, especialmente la primera, constituyeron por largo
tiempo los canales más importantes de crédito al sector agropecuario. La Reforma Financiera
de 1951 incluyó al sector agropecuario como uno de los ejes de la política de crédito de
fomento. Las Leyes 20 y 26 de 1959 desarrollaron este principio. La primera obligó a la Caja
Agraria y a las cajas de ahorro de los bancos a destinar el 10% de sus depósitos a la ejecución de
programas de parcelación. La Ley 26 comprometió a los bancos comerciales a destinar el 15%
de sus depósitos al fomento de la agricultura, la ganadería y la pesca, fijando montos de
acuerdo con el tipo de actividad y creando al mismo tiempo facilidades para el redescuento de
la cartera de fomento en el Banco de la República a tasas preferenciales. Los mecanismos de
redescuento para el sector se perfeccionaron posteriormente en 1966 con la creación del Fondo
Financiero Agrario. No obstante, los objetivos del Fondo se limitaron inicialmente a la
financiación de los cultivos transitorios, quedando así la ganadería, los cultivos de tardío
rendimiento, la adquisición de maquinaria y la adecuación de tierras bajo el amparo de los
recursos creados por la Ley 26.

Las campañas de fomento sectorial y tecnológico se iniciaron a fines de los años cuarenta
mediante diversas instituciones creadas para tal fin, entre las cuales se destacan los Institutos
de Fomento Algodonero y Tabacalero, Procebada, la División de Investigación Agrícola del
Ministerio de Agricultura, el Servicio Técnico Agrícola Americano-Colombiano y algunos
contratos de asesoría técnica con la FAO, la Fundación Rockefeller y otras entidades. La Caja
Agraria fue encargada, además, de la difusión de nuevas semillas e insumos agropecuarios. En
1962 las tareas de investigación, difusión y extensión agrícola se centralizaron en el Instituto
Colombiano Agropecuario, ICA; sin embargo, sólo en 1968 se logró plenamente el objetivo,
cuando los institutos de fomento y los organismos internacionales que participaban en las
labores adscribieron sus programas a los del Instituto. Fuera de ello, conviene anotar la
importancia de los esfuerzos de investigación y difusión realizados por entidades gremiales.
Aparte de los esfuerzos de la Federación de Cafeteros, ya mencionados en una sección anterior,
conviene destacar la tarea de Asocaña y Fedearroz, entre otras, para desarrollar y difundir
nuevas tecnologías agropecuarias desde los años sesenta.

b) La segunda reforma agraria La dramática explosión de la violencia rural en los años cuarenta
y cincuenta, el proceso masivo de migración hacia las ciudades y las concepciones reformistas
del Frente Nacional y la Alianza para el Progreso fueron el marco de la segunda reforma agraria
colombiana. La concepción básica de la nueva estrategia, personificada en Carlos Lleras
Restrepo, partió de la necesidad de emprender una reforma agraria integral, que combinara la
distribución de la tierra con el crédito, la asistencia técnica y la construcción de distritos de
riego, con el fin de reducir las graves presiones socioeconómicas en las zonas rurales del país y
retener una mayor proporción de la población en el campo. La nueva concepción se materializó
en las Leyes 135 de 1961 y 1a. de 1968 y se ejecutó por conducto del Instituto Colombiano de
Reforma Agraria, Incora.

En la ejecución de la reforma conviene distinguir tres períodos diferentes. Entre 1962 y 1967, los
elementos fundamentales fueron la organización del nuevo Instituto, el apoyo a la producción,
a las obras de infraestructura y al programa de crédito supervisado para pequeños campesinos.
Entre 1968 y 1971 se intensificaron las actividades del Incora y las movilizaciones campesinas
de la Anuc, pero también la oposición política a la reforma. El pacto de Chicoral, en enero de
1972 (véase sección siguiente), condujo a un desmonte virtual del Incora, aunque conservando
sus programas en zonas de graves conflictos sociales, y a la creación en 1976 de una nueva
institución, el Himat (Instituto de Hidrología, Meteorología y Adecuación de Tierras), que se
encargó de la construcción y manejo de los distritos de riego.

Las tierras que vinieron a pertenecer al Incora tuvieron dos orígenes diferentes. En términos de
extensión, las más importantes fueron aquellas que ingresaron por extinción de dominio
(tierras de propiedad privada, cuyo dueño pierde el derecho de propiedad por no explotarlas
durante el tiempo establecido por la ley). En total entraron por esta vía al instituto poco más de
3.6 millones de has entre 1962 y 1985. Las tierras que ingresaron por compra, cesión y
expropiación, canalizadas mediante el Fondo Nacional Agrario, fueron inferiores en extensión:
889.000 has, de las cuales 710.000 lo hicieron antes de 1973 y sólo una pequeña proporción
(7.4%) por expropiación. Este proceso no afectó la producción agropecuaria del país, ya que se
trató en general de tierras inexplotadas. Además, debido a su lejanía de los centros de consumo
y a la calidad de los suelos, su contribución posterior al proceso de modernización agrícola y a
la oferta de alimentos fue insignificante.

El Incora dotó de tierras a poco más de 65.000 familias campesinas durante estos años, un 57%
con tierras del Fondo Nacional Agrario y un 43% con las provenientes de la extinción de
dominio. El tamaño promedio de las tierras en el primer caso fue de 19 has y en el segundo de
76 has., lo que indica el bajo potencial productivo de las últimas. De acuerdo con los
estimativos del Instituto, las tierras entregadas por el Fondo Nacional Agrario fueron
destinadas en un 15% a la agricultura, el 65% a la ganadería y el 20% restante a bosques y
reservas. Dada la alta proporción de familias sin tierras, estimada en 800.000 en 1970 de acuerdo
con el Censo Agropecuario, la Reforma sólo benefició a poco más del 8% de los beneficiarios
potenciales. Los programas especiales destinados a arrendatarios y a aparceros, emprendidos a
partir de la Ley 1ª de 1968, tuvieron en particular un alcance limitado y produjeron, más bien,
desalojos masivos por temor de los propietarios a perder sus predios. Solo el 20.5% de la tierra
inscrita en el programa logró ser adquirida por el Incora y cubrió al 12% de los aspirantes. La
acción de titulación de baldíos, por su parte, cubrió 7.7 millones de has. entre 1962 y 1982 y dio
lugar a cerca de 260.000 títulos, indicando que esta actividad de titulación fue más importante
que la misma reforma 13.

La adecuación de tierras fue una de las acciones más importantes del Incora. Entre 1961 y 1971
el Instituto adecuó 178.000 has, de las cuales 62% quedaron equipadas con estructura de riego y
drenaje y el resto solamente con drenaje. A partir de 1975 el área beneficiada sólo ha aumentado
a un ritmo lento, hasta alcanzar unas 260.000 has. Según el Himat, de los 11.600 beneficiarios de
estas obras, solamente el 35% son al mismo tiempo beneficiarios de la reforma agraria, 50%
minifundistas privados y 15% propietarios medianos y grandes. Fuera de dichas acciones,
conviene mencionar la adecuación de tierras realizada a partir de los años sesenta por agente
privados y por la CAR y la CVC, que abarcan unas 365.000 y 25.000 has, respectivamente.
c) El acuerdo del Chicoral

Con el acuerdo político del Chicoral, en enero de 1972, se inició el desmonte de la reforma
agraria y el diseño de una política alternativa para el sector. Los instrumentos básicos de esta
nueva política fueron las Leyes 4ª y 5ª de 1973 y la Ley 6ª de 1975. La primera estableció amplias
barreras de protección (160 has) contra la afectación por la Reforma Agraria e introdujo nuevos
criterios para la clasificación de un predio como adecuadamente explotado, que hicieron muy
difícil el proceso de expropiación. Al mismo tiempo se creó la renta presuntiva para el sector
agropecuario, como mecanismo para fomentar la utilización adecuada de la tierra. La última
medida había sido propuesta desde los años cincuenta como alternativa a la reforma agraria. La
norma no tuvo ninguna aplicación en 1973 y fue posteriormente generalizada a todos los
sectores de la economía en la Reforma Tributaria de 1974. Su efecto real se erosionó,
rápidamente, sin embargo, porque no se establecieron mecanismos para garantizar que los
valores catastrales se reajustaran con la inflación; tales mecanismos sólo fueron creados mucho
después, en 1983.

El complemento de la Ley 4ª fue la 5ª del mismo año, que creó el Fondo Financiero
Agropecuario. La nueva entidad centralizó los recursos crediticios para el sector, canalizados
anteriormente por el Fondo Financiero Agrario y por los mecanismos creados por la Ley 26 de
1959. El sistema amplió su radio de acción a los cultivos anuales semipermanentes y a la
ganadería, atando además su concesión a la contratación de asistencia técnica, con miras a
lograr el uso eficiente de los créditos.

La Ley 6ª de 1975, o Ley de Aparcería completó el paquete de reformas. Esta ley, que algunos
autores han comparado con la Ley 100 de 1944, tanto por su espíritu como por sus efectos,
eliminó la ambigüedad que existía en la Ley 135 de 1961 sobre la posibilidad que tenía el
aparcero de reclamar los derechos sobre las mejoras realizadas en los predios durante los
períodos de tenencia.

d) Las políticas para el campesinado

La parálisis de la reforma agraria y los nuevos estímulos creados para la modernización


agropecuaria no resolvían, obviamente, el problema de la producción campesina, cada vez más
rezagada del proceso de innovación tecnológica. Por este motivo, paralelamente a la estrategia
resultante de los Acuerdos del Chicoral, desde la Administración Pastrana Borrero surgió una
política específica de acción estatal hacia el campesinado. Esta se materializó durante la
Administración López Michelsen en el Programa de Desarrollo Rural Integrado, DRI, y el Plan
de Alimentación y Nutrición, PAN.

La estrategia implícita en los nuevos programas era la posibilidad de elevar la producción y


productividad de las explotaciones campesinas mediante una acción integral dirigida por el
Estado. Como tantas veces en el pasado, las nuevas ideas hacían parte de una corriente más
general de pensamiento, de la cual el Banco Mundial y otros organismos internacionales de
crédito actuaban como activos gestores. El programa se planteaba, además, como alternativa a
la reforma agraria y como instrumento de la acción redistributiva del Estado en el campo.

Para cumplir los objetivos de la nueva estrategia se definieron tres subprogramas particulares.
El subprograma de producción fue encargado de la asistencia técnica, el mercadeo, la
organización y capacitación. El subprograma de infraestructura incluyó la construcción y
mantenimiento de caminos vecinales, obras de electrificación, agua potable y saneamiento.
Finalmente, el subprograma social quedó encargado de las acciones del Estado en los frentes
de salud, educación y nutrición. Para su aplicación se seleccionaron 22 distritos en ocho
departamentos con características socioeconómicas y demográficas que fueran representativas
de las zonas de producción campesina. A diferencia de otros organismos creados en el pasado,
las instituciones encargadas de los nuevos programas no fueron concebidas como ejecutoras
sino como coordinadoras de los organismos estatales que ya estaban desempeñando las
funciones señaladas en los distintos subprogramas.

En la evolución del programa DRI-PAN conviene diferenciar dos etapas distintas. La primera,
de ascenso, se caracterizó por un énfasis por parte de la Administración López, de cuyo Plan de
Desarrollo era uno de los elementos más novedosos; se partía del supuesto de que el
campesinado podía participar activamente en el desarrollo productivo del país. Posteriormente,
sin embargo, la Administración Turbay incluyó el programa dentro de la “política social”
destinada a los sectores de más bajos ingresos, con lo cual la visión de las posibilidades
productivas de la economía campesinas tendió a desaparecer. Aunque el programa se ha
mantenido activo, nunca ha vuelto a recibir la atención preferencial del gobierno que gestó su
creación.

LA TRANSFORMACIÓN DEL ESTADO

1. El marco constitucional

Según vimos en el capítulo anterior, el intervencionismo estatal en la economía quedó


incorporado a nuestra Constitución Política en 1936, con el fin de racionalizar la producción,
distribución y consumo de bienes y servicios y de proteger los derechos de los trabajadores.
Simultáneamente, se definió el concepto de que la propiedad es una función social que implica
obligaciones. Además, en 1945 se dio por primera vez entrada en la Carta al concepto de
planeación, al establecerse que el Congreso fijaría los planes y programas para el fomento de la
economía nacional y las obras públicas.

La Reforma Constitucional de 1968 ratificó la vigencia de la libertad de empresa pero amplió las
facultades de intervención. Estableció, de una parte, que la dirección general de la economía
estaría a cargo del Estado, quien llevaría a cabo tal función orientadora por intermedio de la
planificación, con miras a lograr el pleno empleo de los recursos, el mejoramiento social —
especialmente de los grupos menos favorecidos— y el desarrollo integral. De otra parte, la
Reforma concentró un mayor poder decisorio en manos del poder ejecutivo, a fin de agilizar el
manejo de los instrumentos de intervención. Ello se tradujo en una mayor injerencia del
Presidente de la República en el manejo monetario, en las políticas de ahorro, en el crédito
público, en la organización y reforma de los aspectos relativos al comercio exterior y en la
administración de los institutos descentralizados. Así mismo, centralizó en el poder ejecutivo la
iniciativa legislativa en materia de gasto público y restringió la iniciativa parlamentaria en lo
relativo al régimen tributario.

La capacidad de intervención del poder ejecutivo fue reforzada además mediante la creación de
la facultad de decretar la “emergencia económica”. Antes de 1968, las contingencias
excepcionales fueron sorteadas mediante la aprobación de facultades extraordinarias al
Presidente o con la declaratoria del estado de sitio. Sin embargo, desde mediados de los años
cuarenta se entendió que las condiciones adversas de la economía podrían desembocar en
situaciones extremas, asimilables a las de conmoción interna previstas en la Carta para la
declaratoria del estado de sitio. Este pensamiento se reafirmó en las dos décadas siguientes y
preparó el terreno para que en la Reforma de 1968 se diera un tratamiento diferente a los
problemas de orden policivo y a los de orden público económico. Para enfrentar aquellas
dificultades se conservó el artículo 121, relativo al estado de sitio, y se incorporó un nuevo
artículo en la Carta, el 122, que facultaba al Presidente de la República para decretar la
emergencia económica y asumir, por un período máximo de noventa días, poderes legislativos,
siempre que sus decisiones se refirieran estrictamente al tratamiento de los motivos citados en
la declaratoria de anormalidad. Sin embargo, el Congreso conservó la facultad de modificar o
derogar los decretos legislativos expedidos bajo el régimen de excepción. La Constitución
estableció, además, que las providencias del Ejecutivo no podrían desmejorar los derechos
sociales garantizados por la legislación vigente.

El Ejecutivo ha acudido en cuatro oportunidades a la declaratoria de emergencia, la primera de


ellas en 1974 y luego en tres ocasiones durante la Administración Betancur, con finalidades
tales como la de proveer medidas inmediatas para la superación de desastres naturales,
enfrentar déficit fiscales y expedir determinaciones drásticas sobre el sector financiero.

2. La planeación y los planes de desarrollo

La Reforma Constitucional de 1936, al definir el espacio de la intervención económica del


Estado, generó la necesidad de crear órganos orientados a “racionalizar” los procesos
económicos. En los quince años siguientes fueron instituidos organismos de asesoría y
coordinación gubernamental en asuntos de política económica, que carecieron del soporte
institucional y de la infraestructura técnica indispensables para erigirse en verdaderas
entidades de planeación. Tales organismos recibieron distintas denominaciones, como las de
Consejo Nacional de Economía, Junta de Defensa Económica Nacional, Comité de Expertos
Financieros, Comité de Desarrollo Económico y Consejo Nacional de Planificación.

Fue sólo a comienzos de los años cincuenta y con posterioridad a la publicación de un Informe
preparado por la Misión del Banco Mundial sobre el desarrollo de Colombia, cuando los
Consejos comenzaron a actuar con mayor continuidad y respaldo técnico. La nueva etapa se
consolidó en 1958 con la creación del Departamento Administrativo de Planeación y Servicios
Técnicos. El nuevo organismo fue concebido como parte de la plataforma económica del
recién inaugurado Frente Nacional, y su continuidad se aseguró en los años siguientes,
respondiendo a los compromisos externos firmados en la Carta de Punta del Este, dentro del
marco de la Alianza para el Progreso. La creación del Consejo Nacional de Política Económica
y Social, Conpes, durante la Administración Valencia, complementó este proceso, ya que se
consolidó la conjunción de un consejo de nivel ministerial con un organismo técnico de apoyo
que ejerce a su vez las funciones de secretaría del primero.

Hasta los años sesenta, la labor del Departamento Nacional de Planeación se concentró en
áreas específicas, generalmente en la preparación de proyectos para lograr el apoyo de los
bancos internacionales a los programas de inversión pública. A esta tarea se fueron
adicionando poco a poco otras nuevas, como la aprobación de nuevas inversiones de capital
externo en Colombia y de empresas nacionales en el exterior, la definición de las tarifas de
servicios públicos y una mayor incidencia en el proceso presupuestal, particularmente en lo
que se refiere a las inversiones públicas.
La influencia de los asesores externos en la planeación fue notable hasta la década del sesenta.
El mayor precedente lo constituyó la misión del Banco Mundial de 1949 y la posterior inclusión
del jefe de la misma, Lauchlin Currie, en el Consejo Nacional de Planificación, cuyos trabajos,
apoyados por primer vez por una secretaría técnica, se basaron en los informes y estimaciones
de la misión. Los principales documentos publicados en aquella época fueron las Bases de un
Programa de Fomento para Colombia (1950) y el Informe Final del Comité de Desarrollo
Económico (1951). Luego otra misión extranjera, la Lebret, publicó el Estudio sobre las
Condiciones del Desarrollo Económico de Colombia en 1958. Con el concurso de la Cepal se
elaboraron a principios de los sesenta el Plan General Decenal de Desarrollo (1960-1970) y el
Plan Cuatrienal de Inversiones. Luego se publicó el estudio denominado Operación Colombia,
de Lauchlin Currie. El influjo externo continuó en los años sesenta con dos misiones de
Servicio de Asesoría para el Desarrollo de la Universidad de Harvard, la segunda de las cuales,
a fines de aquella década, coincidió con un lapso excepcionalmente favorable para el desarrollo
de la planeación, en el cual el Departamento Nacional de Planeación se convirtió en un
organismo competente con la participación cada vez más amplia de técnicos nacionales. De
esta forma, los Planes y Programas de Desarrollo, 1969-1972 y el Plan de Desarrollo Económico
y Social, 1970-1973 fueron diseñados principalmente por técnicos nacionales, por primera vez
en la historia de la planificación en Colombia.

A partir de 1970, los planes de desarrollo se han asimilado a los planes gubernamentales
promovidos por las administraciones de turno. Así, entre 1970 y 1974 se puso en marcha el Plan
de las Cuatro Estrategias, cuyo punto medular fue la necesidad de impulsar los sectores
“líderes” de la construcción y las exportaciones, señalando como estrategias complementarias
el incremento de la productividad agrícola y el mejoramiento de la distribución del ingreso.
Para el 1975-1978 se presentó al Congreso el Plan para Cerrar la Brecha, concebido con el
propósito principal de elevar el nivel de vida de la población menos favorecida, particularmente
la rural, la estabilización de la economía y la eliminación de los subsidios indiscriminados a
distintos sectores productivos. En 1979 se puso en marcha el Plan de Integración Nacional,
PIN, que concentró su interés en sectores de infraestructura —energía, minería, transporte y
medios de comunicación— y en la recuperación de una mayor autonomía de las regiones. Para
el período 1983-1986 fue presentado el plan Cambio con Equidad, que buscaba como objetivo
de corto plazo la reactivación económica, con un énfasis renovado en la política de vivienda
popular, y sugería un conjunto de políticas de mediano y largo plazo, enderezadas a garantizar
el crecimiento de la industria y la agricultura.

A pesar de sus avances, la idea de la planeación no ha logrado consolidarse plenamente en


Colombia. El impacto más apreciable ha sido, sin duda, la racionalización de los proyectos y
programas de inversión pública, al sustituir el caótico sistema de aprobar apoyos legislativos
para obras específicas (cuyo último reducto son hoy en día los “auxilios parlamentarios”),
muchos de ellos sin ninguna base técnica, por el de un verdadero presupuesto de inversión,
donde los proyectos cuentan con estudios técnicos de base. Además, en algunos sectores
(especialmente en energía eléctrica) se ha logrado introducir la idea de una programación a
mediano o largo plazo de los proyectos individuales. Los planes de desarrollo han servido
también, desde 1970, como marco global de la política económica y social de los gobiernos de
turno. La idea de intervenir en la actividad privada con el fin de “racionalizarla” ha quedado en
gran medida, sin embargo, fuera de la esfera de la planeación propiamente tal y circunscrita
más bien a lo que denominaremos más adelante “políticas de regulación”. Poco se ha
avanzado en particular en el diseño de mecanismos de “planeación indicativa”, al estilo de
algunos países de Europa Occidental. El único progreso en tal sentido fue la creación de los
comités sectoriales de desarrollo a mediados de la década del sesenta, dependientes de los
Ministerios de Desarrollo y Agricultura, con la participación más o menos activa de Planeación
Nacional. No obstante, sus funciones han sido más de concertación de políticas sectoriales que
de planeación indicativa en sentido estricto.

3. La consolidación del intervencionismo estatal

La ampliación de las facultades constitucionales de intervención y de desarrollo de la


planeación son apenas dos de las manifestaciones de la creciente injerencia del Estado en la
actividad económica en la posguerra. Para analizar con mayor detenimiento este proceso,
diferenciaremos dos formas distintas de intervención. A la primera la denominaremos
“intervención directa”, refiriéndonos a aquellos casos en los cuales el Estado ejerce
directamente una actividad económica determinada, ya sea en calidad de inversionista o de
productor de bienes y servicios. Por otra parte, llamaremos “mecanismos de regulación” a
aquellos mediante los cuales el gobierno influye sobre la actividad económica al crear
incentivos o imponer restricciones a la acción privada. Siguiendo la distinción que ya hemos
hecho en el Capítulo VI, diferenciaremos además entre la regulación cafetera y el resto de la
intervención macroeconómica, debido a la importancia que ha tenido en la primera una
entidad privada, la Federación Nacional de Cafeteros.

a) La intervención directa

Lo que aquí denominamos intervención directa no fue una innovación del Estado colombiano
en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, dicha forma de
intervención tenía amplios antecedentes en las acciones gubernamentales referentes a la
provisión de infraestructura de transporte, a la prestación de algunos servicios públicos y
sociales, y a la creación de entidades financieras públicas y monopolios fiscales, entre otros.
Tales formas de intervención se multiplicaron, sin embargo, en los años de la posguerra, con la
más extendida infraestructura de transportes, la concentración definitiva en manos del Estado
de los servicios públicos modernos, la política de fomento industrial y agrario, la injerencia del
Estado en el sector petrolero y minero, la consolidación de la política intervencionista en el
sector financiero, el desarrollo en gran escala de programas de vivienda popular y la ampliación
de los servicios sociales a cargo del Estado.

La expansión de las actividades estatales estuvo acompañada por un crecimiento significativo


en el tamaño del sector público, no sólo en términos absolutos sino también en relación con la
actividad económica global. Este hecho se ilustra claramente en el cuadro 7.10 14.

Como puede apreciarse, o de acuerdo con la definición utilizada en las Cuentas Nacionales del
Banco de la República, que excluyen la mayor parte de los ingresos y gastos de las empresas
públicas, los ingresos corrientes del gobierno aumentaron de un poco más del 11% del PIB a
comienzos de los años cincuenta a 16% en el primer lustro de la década del setenta. Los gastos
totales se elevaron en el mismo período de un 10 a un 18% (es probable que la primera de
dichas cifras esté subestimada y que el gasto del gobierno representara entre un 11 y un 12% del
PIB a comienzos de los años cincuenta)15. Por otra parte, según la definición más amplia
utilizada en las estadísticas del DANE, los ingresos Corrientes del sector público se
incrementaron del 20 al 21% en los años setenta al 23% en la primera mitad de la década del
ochenta;16 al mismo tiempo, los gastos subieron del 22 al 28%. La participación del sector
público en la inversión en capital fijo del país aumentó simultáneamente de un 20% o menos en
los años cincuenta y comienzos de la década del sesenta a más del 30% en los años setenta y
más del 40% en los años ochenta. Aunque el proceso de expansión fue continuo, se ha
caracterizado por dos grandes saltos: uno a fines de los años sesenta y comienzos de la década
del setenta, y otro en los primeros años de la década del ochenta.

La expansión del sector público conllevó un cambio significativo en su estructura. El elemento


más destacado fue la creación de un sinnúmero de establecimientos públicos descentralizados
y empresas comerciales e industriales que entraron a ejercer las múltiples funciones que se le
asignaron al Estado. En efecto, mientras que entre 1886 y 1939 fueron creados 35
establecimientos o empresas públicas del orden nacional, con un promedio de siete por
década, en los años cuarenta dicho promedio se elevó a 18, en la década del cincuenta a 32 y en
los años sesenta a 43, para desacelerarse luego en la década del setenta, cuando sólo fueron
creadas 17 nuevas entidades de este tipo. El desarrollo masivo del sector descentralizado
condujo a una gran reforma administrativa en 1968, por medio de la cual se trató de darle mayor
coherencia, organización y control al inmenso aparato estatal que había sido edificado en las
décadas anteriores. Vale la pena anotar también que, ante el peso de los crecientes recursos
necesarios para financiar este complejo conjunto de actividades, los gobiernos departamentales
y municipales, con excepciones (las tres grandes ciudades y unos pocos departamentos),
acrecentaron enormemente su dependencia del gobierno nacional. Así, la centralización de las
funciones estatales en manos del gobierno nacional coincidió con una descentralización
administrativa cada vez mayor en este nivel del Estado.

La tendencia hacia una mayor intervención directa del Estado en la economía fue casi continua
en la posguerra. No obstante, para fines analíticos conviene distinguir tres etapas diferentes. La
primera de ellas cubre las administraciones conservadoras y militares que gobernaron el país
entre 1946 y 1958. La segunda abarca el período del Frente Nacional (1958-1974). El tercero se
inicia con la finalización de la alternación presidencial en 1974 y llega hasta nuestros días.

Durante el primero de estos períodos se mantuvo la tendencia hacia la ampliación de las


esferas de acción del Estado que se había iniciado durante los años de la República Liberal,
aunque con un énfasis en la intervención en los sectores productivos y en el desarrollo de los
servicios públicos y la infraestructura vial. En el primer frente, conviene resaltar la creciente
actividad orientada a crear nuevas empresas industriales por medio del Instituto de Fomento
Industrial. No menos importante fue la creación de Ecopetrol en 1948, previendo la reversión al
Estado de los derechos sobre la Concesión de Mares; la empresa organizada definitivamente en
1951, le permitió al país entrar a participar en la producción de petróleo, gas y sus derivados,
reservada hasta entonces a compañías extranjeras. En el desarrollo de los servicios públicos, se
destaca la apertura de los grandes proyectos hidroeléctricos, en los cuales participaron la
Nación y algunos gobiernos seccionales y locales. La participación de empresas privadas,
nacionales y extranjeras, que había sido activa en el sector de energía eléctrica desde fines del
siglo XIX, desapareció con estas grandes inversiones estatales de la posguerra. Finalmente, la
ampliación de la red de carreteras fue la continuación de una política trazada desde la década
del treinta, que permitió que el transporte automotor desplazara definitivamente a los
ferrocarriles, a fines de los años cuarenta, como medio de movilización interna de carga.

Aunque todos estos esfuerzos se mantuvieron durante los años del Frente Nacional, el hecho
más destacado del nuevo período fue la iniciación de los programas masivos de política social y
agraria. El Plebiscito de 1957, que dio rango constitucional al pacto entre los dos partidos
tradicionales, estableció por primera vez que al menos el 10% del presupuesto nacional debería
ser destinado al financiamiento de la educación primaria17. Los esfuerzos por desarrollar los
servicios de educación y salud se incorporaron poco después dentro de los programas de la
Alianza para el Progreso. La medida más importante con relación al sector social fue, sin
embargo, la creación del “situado fiscal” en la Reforma Constitucional de 1968. La Ley 46 de
1971, que interpretó esta norma, estableció que a partir de 1973 al menos un 13% de los ingresos
ordinarios de la Nación (15% desde 1975) serían transferidos a los gobiernos seccionales para el
financiamiento de la educación primaria y la salud. Simultáneamente se introdujo una nueva
organización institucional, centrada en torno a los Fondos Educativos Regionales, FER, y a los
Servicios Seccionales de Salud.

La Ley de Reforma Agraria, la canalización de recursos crediticios crecientes hacia el sector


rural y el fortalecimiento de las instituciones estatales correspondientes (el INA, transformado
en 1967 en Idema, y el Instituto Colombiano Agropecuario, ICA, entre otras) fueron el signo
más evidente de una creciente intervención en el sector agropecuario, según vimos en una
sección anterior de este capítulo. Fuera de ello, durante el primer gobierno del Frente Nacional
se abrió paso el primer programa a gran escala de vivienda popular. Este programa se resintió
con las dificultades fiscales experimentadas a mediados de la década del sesenta, pero revivió
de nuevo durante la Administración Lleras Restrepo. En este último gobierno se inició también
el despegue definitivo de la seguridad social en Colombia y se creó el Instituto Colombiano de
Bienestar Familiar para la protección de la infancia.

A principios de los años setenta se comenzó a cuestionar por primera vez la eficiencia del
enorme aparato gubernamental que se había creado durante cerca de medio siglo y a postular
la necesidad de desmontar parcialmente el Estado intervencionista. Esta concepción
“neoliberal” respondía a una nueva ola de pensamiento internacional, pero se reflejó en forma
limitada en Colombia. Aunque las nuevas concepciones afectaron sensiblemente a las
entidades encargadas de las políticas industrial y agraria (en este último caso por motivos sólo
parcialmente relacionados con la ola “neoliberal”), no aconteció lo mismo en otras esferas de
acción del Estado. Por el contrario, la intervención en el sector energético y minero, en la
construcción de infraestructura y en la provisión de servicios sociales, entre otras, tendió más
bien a acentuarse y el tamaño relativo del sector público siguió creciendo durante estos años,
según hemos visto.

Durante el gobierno de Alfonso López Michelsen se imprimió un nuevo impulso a los


programas sociales, con la ley de nacionalización de la educación, el Programa de
Alimentación y Nutrición, PAN, y el Desarrollo Rural Integrado, DRI, y se dio un viraje a la
política minera, al eliminar el sistema colonial de “concesiones” y sustituirlo por el de
“contratos de asociación” entre las empresas del Estado, Ecopetrol y Carbocol, y las firmas
extranjeras. Durante la Administración Turbay Ayala, las inversiones estatales en
infraestructura se convirtieron en el centro del plan de desarrollo, según hemos visto.
Finalmente, durante el gobierno de Belisario Betancur se emprendió el plan de vivienda
popular más ambicioso de la historia del país y comenzaron a dar fruto las políticas mineras
adoptadas desde 1974 y mantenidas continuamente desde entonces.

b) Los mecanismos de regulación macroeconómica

i. Política comercial y cambiaria


Según vimos en la segunda parte de este capítulo, el estrecho control sobre las operaciones en
moneda extranjera por parte del Banco de la República, iniciado en 1931, se mantuvo durante
las cuatro décadas posteriores a la segunda guerra mundial. No obstante, la historia de la
política cambiaria del país en la posguerra se divide en dos grandes períodos, separados por la
expedición del Decreto-ley 444 de 1967. Entre 1948 y 1967 la política cambiaria se caracterizó
por su gran inestabilidad, por la existencia de diferentes tasas de cambio para distintas
operaciones y por la libertad relativa a los flujos de capital, canalizados por conducto de un
mercado libre oficial. En 1967 se introdujeron la devaluación gradual (minidevaluaciones) y el
principio de una tasa única de cambio y se estableció un control estricto a los flujos de capital.
La permanencia de este mismo conjunto de instrumentos no ha sido un óbice, sin embargo,
para que diferentes gobiernos los utilicen con el fin de devaluar o revaluar la tasa de cambio
real, incentivar o controlar los flujos de capital o para otros propósitos de política.

La adopción de un modelo de industrialización basado en la sustitución de importaciones, por


otra parte, reprodujo en una escala amplia en la posguerra la larga tradición proteccionista del
país. Las reformas arancelarias de 1950, 1959 y 1964 fortalecieron considerablemente los niveles
existentes de protección. Además, el control estricto sobre las licencias de importación se
utilizó tanto con fines de protección como de ahorro de divisas durante los períodos sucesivos
de estrechez cambiaria. El movimiento proteccionista se incorporó además dentro de la
concepción de una fase de sustitución de importaciones, que tendría como eje el Acuerdo de
Cartagena (Pacto Andino), firmado en 1969. Los tropiezos de este proceso, la relativa
abundancia de divisas y la influencia parcial de las concepciones neoliberales dieron, sin
embargo, un vuelco completo a este proceso en los años setenta. El Pacto Andino pasó a un
segundo plano, al tiempo que se inició un proceso gradual de liberación de importaciones, que
alcanzó su punto máximo durante la Administración Turbay Ayala. Aunque el movimiento
proteccionista renació con fuerza durante la Administración Betancur, es difícil prever su
magnitud y perdurabilidad hacia el futuro.

Las continuas dificultades cambiarias entre los años cuarenta y sesenta crearon una nueva
modalidad de intervención en el sector externo: la política de promoción de exportaciones.
Aunque las primeras preferencias cambiarias para las exportaciones menores datan de 1948, la
política de promoción sólo se hizo explícita en 1957-1960 y adquirió mayor coherencia y
estabilidad entre 1967 y 1974. El manejo de la tasa de cambio y la reducción de los beneficios
directos durante las Administraciones López Michelsen y Turbay Ayala redujeron
sensiblemente los incentivos para diversificar las exportaciones. De esta manera, sólo después
de una interrupción relativamente prolongada, la promoción de nuevas exportaciones volvió al
centro de atención de la política económica durante la Administración Betancur. Fuera de ello,
conviene destacar las acciones más específicas dirigidas a fomentar nuevas exportaciones,
entre las cuales se destacan las iniciativas para la exportación de níquel (Cerromatoso) y carbón
(Cerrejón), que se concretaron a fines de los años sesenta y mediados de la década del setenta,
respectivamente, aunque su período de gestación llevó bastantes años.

ii. La política monetaria y financiera

La activa intervención en la moneda y el crédito que se abrió camino durante la República


Liberal generó en los años posteriores a la segunda guerra mundial el interés por emprender
una reforma financiera de largo aliento, ya que el marco normativo para las acciones del Estado
en el sector seguía siendo el establecido por la primera misión Kemmerer en 1923. La discusión
versó sobre la necesidad de ampliar la capacidad de regulación y orientación del crédito por
parte del Banco de la República, la creación de nuevos instrumentos de regulación monetaria
(la flexibilidad de los encajes sobre los depósitos en cuenta corriente y ahorro) y la restricción a
la participación de los particulares en el diseño de la política monetaria y crediticia. El primer
proyecto sobre la materia fue presentado por Ospina Pérez al Congreso en 1947. Aunque la
propuesta no fue aprobada por el Congreso en dicho año, fue la base del Decreto 1407 de 1948,
concebido después del 9 de abril para favorecer el restablecimiento económico. La reforma
financiera de 1951 (Decreto 756) le dio un contenido definitivo a esta nueva concepción de la
acción estatal. Aunque dejó en la junta directiva del Banco de la República el manejo de la
política monetaria y crediticia, y mantuvo la participación privada en el Banco, amplió
considerablemente las facultades de intervención. El Banco quedó facultado para variar los
encajes, para fijar tasas máximas de interés, para abrir cupos especiales de crédito a la
agricultura, la industria y el comercio, y para regular los cupos de crédito a los bancos
comerciales, tanto para el redescuento de operaciones corrientes como para superar
restricciones de liquidez.

En 1963 (Ley 21) se dio un paso adicional al crear la Junta Monetaria. Esta reforma eliminó
definitivamente la participación de los particulares en el manejo de la moneda, el crédito y los
cambios internacionales. Entre las funciones que se le asignaron a la Junta figuraban el manejo
de los encajes, los redescuentos, las operaciones de mercado abierto y las tasas de interés, y la
reglamentación de las tasas de compra y venta de monedas extranjeras y del régimen de las
operaciones bancarias en divisas. Con la creación de la Junta Monetaria se reafirmaron las
prerrogativas estatales sobre el manejo de la moneda, el crédito y los cambios consagrados en
la Constitución de 1886, en la legislación y en diversas sentencias de la Corte Suprema de
Justicia.

En el marco de las nuevas facultades legales, en los años cincuenta y sesenta el gobierno
comenzó a intervenir en la asignación del crédito, estableciendo que ciertas proporciones de la
cartera deberían destinarse a distintos propósitos de fomento u obligando a invertir parte del
encaje de las instituciones financieras en títulos destinados al fomento de diferentes
actividades. Además, se crearon nuevos bancos oficiales (Popular en 1950, Cafetero en 1953 y
Ganadero en 1959) con el fin de atender los requerimientos de los sectores correspondientes.
Hacia el final de los años cincuenta se instituyeron las Corporaciones Financieras en calidad de
organismos especializados en la concesión de créditos de mediano y largo plazo. Finalmente, a
principios de los sesenta empezaron a fundarse en el Banco de la República los Fondos de
Fomento: el Fondo de Inversiones Privadas en 1963 para la promoción de las inversiones
industriales y las exportaciones; el Fondo Financiero Agrario (FFA) en 1966 (transformado en
1973 en Fondo Financiero Agropecuario, —FFAP—), para estimular la producción agrícola; el
Fondo Financiero Industrial (FFI) en 1968 para apoyar las necesidades de la pequeña y
mediana industria; y el Fondo de Promoción de Exportaciones, Proexpo, en 1967.

En los años setenta ocurrieron dos cambios institucionales que modificaron la estructura del
sector financiero. El primero, y más importante, fue la adopción, en 1972, de un sistema de
corrección por inflación para el ahorro canalizado por medio de las Corporaciones de Ahorro y
Vivienda (el sistema UPAC), concebido como uno de los ejes del plan de desarrollo de la
Administración Pastrana. Este cambio permitió, por primera vez en Colombia, asegurar que el
rendimiento del ahorro captado por un intermediario financiero fuera superior al ritmo de
inflación. El segundo fue la legalización de los “intermediarios financieros” en 1973, que poco
después se vinieron a denominar Compañías de Financiamiento Comercial. Dichas entidades
habían sido hasta entonces el medio para canalizar las operaciones financieras por fuera de las
regulaciones existentes.

Estos cambios abrieron el paso a la reforma de 1974, en la cual se trató de afianzar un contexto
más libre al funcionamiento del mercado financiero. La reforma tradujo en esta esfera de la
política las nuevas concepciones liberales del manejo económico, pero en forma también
limitada, ya que no se buscó desmontar el crédito de fomento sino, más bien, darle una nueva
organización. La reforma financiera elevó la mayoría de las tasas de interés, redujo su
dispersión, liberó aquellas que podían cobrar los bancos comerciales en sus operacionales
ordinarias, redujo los encajes sobre depósitos, eliminó gran parte de las inversiones forzosas y
limitó drásticamente el acceso de los bancos a los recursos del emisor. La reorganización del
crédito de fomento se logró sustituyendo los recursos de emisión por aquellos captados
directamente en el mercado o provenientes de las instituciones financieras.

Las medidas masivas de estabilización adoptadas durante la bonanza cafetera que se inició a
mediados de 1975 limitaron temporalmente el alcance de la reforma. Los encajes se elevaron
dramáticamente, las tasas de interés del crédito volvieron a ser controladas y se obligó al
público a mantener gran cantidad de certificados de cambio emitidos por el Banco de la
República para controlar la expansión de los medios de pago. Las severas restricciones de estos
años dieron lugar a un conjunto variado de “innovaciones financieras” para evadir los
controles. Este hecho condujo a un cambio drástico en la política a comienzos de 1980, cuando
se redujeron los encajes, se liberaron la mayoría de las tasas de interés y se optó por controlar la
expansión monetaria mediante la venta masiva en el mercado libre de títulos del Banco de la
República (operaciones de mercado abierto).
La abundancia de recursos líquidos durante los años de la bonanza, el evidente debilitamiento
de los controles y los incentivos creados por las regulaciones monetarias, primero, y por la
liberación de las tasas de interés, después, trajeron consigo una proliferación de nuevas
entidades durante estos años y una expansión irregular del sector financiero. Tal hecho, unido
al deterioro de la cartera del sistema —generado por el doble peso de la recesión más fuerte de
la posguerra y las elevadas tasas de interés— hizo crisis a mediados de 1982, cuando se inició la
larga serie de pánicos, quiebras y la acumulación de cartera incobrable y de dudoso recaudo.
La crisis condujo a la Administración Betancur a adoptar una severa política intervencionista,
cuyos elementos más destacados han sido el acrecentamiento de los controles (comenzando
con la expedición de la legislación de emergencia en septiembre de 1982), la nacionalización de
facto o de jure de gran parte del sistema bancario y de otras entidades financieras, la
canalización de recursos crecientes para fomentar la democratización y recuperación
patrimonial de las entidades del sector (cuyo punto culminante fue la creación del Fondo
Nacional de Garantías a fines de 1985) y el retorno temporal a las tasas de interés reguladas
durante el primer semestre de 1986.

iii. La política fiscal

Aunque las reformas tributarias de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial cimentaron
una base tributaria menos dependiente de las fluctuaciones del comercio exterior, este
problema no desapareció totalmente en Colombia. Más aún, la gran inestabilidad de la política
cambiaria y de comercio exterior hasta 1967 se reflejó en sucesivas ampliaciones y reducciones
abruptas de los recaudos de aduanas. La dependencia fiscal del sector externo adoptó una
nueva forma en los años setenta y ochenta, con el auge y colapso posterior de las utilidades
obtenidas por el Banco de la República en el manejo de las reservas internacionales (Cuenta
Especial de Cambios) y que hasta 1983 fueron trasladadas automáticamente al gobierno
nacional.

El esfuerzo por crear una base fiscal interna que eliminara la volatilidad de los recursos
provenientes del sector externo ha sido así una constante histórica desde los años treinta hasta
nuestros días. Las innovaciones más importantes han estado relacionadas con los impuestos a
la renta y a las ventas. En el primer caso, el impulso que había tomado el tributo desde 1935 se
mantuvo en los primeros años de la posguerra. En 1946 se estipuló un recargo del 35% y se
inició la costumbre de decretar sobretasas al impuesto con fines específicos. Entre las medidas
de emergencia posteriores al 9 de abril de 1948, se decretaron tarifas marginales adicionales del
5 al 16% para las “grandes rentas”, llevando así la tarifa máxima al 45%. En 1953 el gobierno
militar gravó las rentas de capital en cabeza de los socios accionistas y no sólo de las
sociedades, estableciendo así el mecanismo denominado “doble tributación” (varios intentos
anteriores por introducirla, realizados en 1942 y 1948, habían fracasado). En 1957 la Junta
Militar decretó un recargo adicional del 20%, como parte del plan de estabilización de la época.
La tendencia al fortalecimiento del impuesto de renta se detuvo en 1960, sin embargo, cuando
se consagraron un cúmulo de exenciones a las industrias básicas, concebidas como uno de los
mecanismos novedosos de la nueva fase de sustitución de importaciones que se iniciaba
entonces. Tales medidas predominaron sobre otras que tendían a elevar los recaudos, entre
ellas el nuevo impuesto de ganancias ocasionales. En 1967 se instauraron en forma definitiva el
sistema de retención en la fuente (ensayado ya en 1931, 1957 y 1963), el sistema de anticipos
para los contribuyentes no sujetos a retención y el impuesto complementario de remesas al
exterior.

La reforma de 1967 fortaleció de nuevo el impuesto, pero los signos de deterioro fueron otra vez
evidentes en los primeros años de la década del setenta. La reforma tributaria de 1974 le dio un
vuelco temporal a dicha tendencia, mediante la creación del régimen de renta presuntiva, la
eliminación de un gran número de exenciones y deducciones, la ampliación del impuesto de
ganancias ocasionales, la elevación de las tarifas para las personas naturales de altos ingresos,
la obligación de algunas empresas de tributar y la sustitución del impuesto progresivo para las
sociedades por un sistema más simple, con dos tasas uniformes, una aplicable a las anónimas y
otra a las limitadas. El impacto de la reforma se erosionó también rápidamente, no sólo en
virtud de la mayor evasión, sino además por las sucesivas medidas de alivio tributario, en
especial la decretada en 1979. En este último año se estableció también el sistema de reajuste
completo de las escalas tributarias por inflación, decretado en forma limitada en 1974 y
ampliado en 1977. 18.

La reforma de 1983 puso fin a la nueva fase de deterioro del impuesto de renta, reforzando los
sistemas de control y ampliando las retenciones y anticipos y el régimen de renta presuntiva. El
impacto de estas medidas sobre los recursos predominó sobre el efecto de la reducción de las
tarifas y el desmonte parcial de la doble tributación que se decretó simultáneamente. Por
último, a fines de 1986 la Administración Barco promovió una nueva reforma tributaria, cuyos
tres elementos más destacados fueron la simplificación del impuesto de renta para personas
naturales, los incentivos a la capitalización de las empresas, que consolidó definitivamente el
desmonte de la doble tributación, y la redistribución de ingresos del sector petrolero hacia el
gobierno nacional.
En oposición al impuesto de renta, caracterizado por un ciclo traumático de fortalecimiento,
sucedido por períodos de deterioro, la historia del impuesto a las ventas ha sido de crecimiento
continuo desde su creación en 1963. En 1965 el impuesto comenzó a funcionar, aplicándose
únicamente a las ventas industriales y a las importaciones en el momento de su reventa. La tasa
básica que se estableció inicialmente fue del 3%, dejando exentos algunos bienes esenciales y
gravando algunos suntuarios hasta con el 10%. El régimen fue modificado en 1968 y 1971. En
este último año se elevó la tasa básica al 4%, la máxima al 25% y se obligó a las importaciones a
pagar el gravamen directamente en las aduanas. En 1974 subieron considerablemente las
tarifas, instaurándose una preferencial del 6%, una básica del 15% y una suntuaria del 35%. A
fines de 1983, por otra parte, el impuesto se extendió hasta el comercio al detal, unificando las
tasas del 6 y el 15% en una del 10%. A partir de entonces se le ha venido a denominar impuesto
al valor agregado, IVA. No obstante, vale la pena anotar que, con algunas imperfecciones, el
impuesto sólo se aplicó desde su creación al valor agregado y no a las ventas brutas de la
industria, ya que se establecieron mecanismos para deducir del precio de venta el costo de las
materias primas sujetas del gravamen y, desde 1966, para descontar el monto de los impuestos
pagados en la adquisición de los insumos utilizados en el proceso de producción.

A diferencia del gobierno nacional, que tuvo acceso a los impuestos de renta y ventas, los
departamentos mantuvieron en la posguerra una estructura tributaria inelástica, basada en
impuestos al consumo (tabaco y cerveza) y en los monopolios de licores y loterías. Con pocas
excepciones, los gobiernos regionales, que habían resistido parcialmente los intentos de
centralización fiscal de Núñez y Reyes, sucumbieron así en la posguerra ante un creciente
centralismo. Algunos municipios grandes e intermedios lograron resistir mejor la tendencia,
gracias al desarrollo de sus empresas de servicios públicos y al manejo de los impuestos de
industria y comercio, predial y de valorización.

La tendencia centralista se trató de revertir desde fines de los años sesenta, dándoles
participación a los departamentos y municipios en las rentas nacionales. Para los primeros se
instituyó el “situado fiscal” en 1968, que la Ley 46 de 1971 destinó a los servicios de educación
primaria y salud, según hemos visto. En contra de su intención original, sin embargo, la norma
consolidó más bien la nacionalización de estos servicios, a lo cual se agregó la de la educación
secundaria en 1975. Por otra parte, el deterioro de las finanzas locales, especialmente las de los
municipios más pequeños, logró frenarse mediante la cesión del impuesto a las ventas,
decretada en 1968. La participación se estableció en un 10% en 1969, 20% en 1970 y 30% en 1971.
La reforma tributaria de 1983 mejoró además la estructura de los impuestos departamentales y
municipales. A ello se agregó a fines de 1985 la elevación de la cesión del impuesto a las ventas,
que se inició en 1986 y alcanzará el 50% en 1992.

Acorde con los cambios en las formas de intervención directa del Estado, la estructura del
gasto público se alteró dramáticamente en la posguerra. Todavía en 1945, los gastos de
administración pública y defensa representaban el 49% de los gastos gubernamentales
(excluido el servicio de la deuda). Para 1955 la proporción correspondiente se había reducido a
43% y siguió disminuyendo en los años posteriores hasta alcanzar un 28% en 1965 y 13% en
1978. Ello permitió aumentar los gastos de desarrollo económico (infraestructura y servicios
públicos) de 31% en 1945 a 37% en 1955, 46% en 1965 y 55% en 1978. Los gastos sociales
permanecieron constantes como proporción del gasto público total entre 1945 y 1955 (19%),
pero a partir de entonces constituyeron uno de los rubros más dinámicos del gasto público,
llegando a representar 26% en 1965 y 32% en 197819. Dentro de una tendencia generalmente
ascendente (véase el cuadro 7.10), el gasto público estuvo obviamente sujeto a recortes
temporales asociados a los programas de estabilización adoptados en diferentes momentos. En
el frente del gasto, el principal instrumento empleado durante las fases de estabilización fue la
inversión pública. Los salarios reales de los trabajadores del Estado se vieron, sin embargo,
sujetos a recortes importantes durante algunos de estos programas (en 1951, en 1957-1958, a
mediados de los años sesenta y setenta y en 1985).

Como los mecanismos de financiamiento interno sólo han tenido un desarrollo muy exiguo, la
capacidad de financiar desequilibrios fiscales ha dependido de recursos de emisión o del
crédito externo. No obstante, siguiendo una larga tradición conservadora en el manejo
monetario y fiscal, la utilización de los primeros ha sido limitada en Colombia; en realidad sólo
al comienzo de la Administración Valencia y durante los gobiernos de Turbay (mediante la
Cuenta Especial de Cambios) y Betancur ha habido síntomas de desbordamientos en el uso de
estos recursos.

El crédito externo fue además escaso en los años cuarenta y cincuenta y se obtuvo básicamente
del Banco de Exportaciones e Importaciones de Estados Unidos, en la primera década, y del
Banco Mundial, en la segunda. La Alianza para el Progreso y el crecimiento de la banca
multilateral (Banco Mundial y Banco Interamericano de Desarrollo) permitieron un mayor
acceso a los recursos externos durante los años sesenta, limitado severamente por las
dificultades de balanza de pagos durante la Administración Valencia. A las fuentes
provenientes de la banca multilateral se añadieron en la década del setenta las de la banca
comercial privada, que generó una verdadera bonanza internacional de capitales que perduró
hasta 1982. La Administración Pastrana utilizó por primera vez estos últimos recursos en escala
apreciable. Sin embargo, su uso intensivo sólo vino a concentrarse con la Administración
Turbay, abriéndose a partir de entonces un período de rápido crecimiento de la deuda externa
del gobierno, que perdura hasta hoy.

Las fuentes internacionales de crédito tuvieron un impacto mucho más importante que la
simple disponibilidad de fondos. Fuera de su influencia en la historia de la planeación, ya
anotada en una sección anterior, conviene destacar su influencia en la creación de instituciones
de diversa índole (en el sector eléctrico, en el de carreteras y en el financiero, entre otros), en la
política de tarifas y en la composición de la inversión y su contenido nacional. El acceso al
crédito externo ha facilitado el desarrollo de programas de inversión en ciertos sectores (el
energético, por ejemplo), a costa de aquellos que cuentan con menor acceso a dichos recursos
(el gasto social), y ha implicado la obligación de mantener bajos niveles de protección para la
industria nacional productora de bienes de capital. Además, en varios momentos críticos del
sector externo (1957, 1965 a 1967 y 1985), la banca multilateral ha actuado, en asocio con el
Fondo Monetario Internacional, como un poderoso mecanismo de presión para que adopten
políticas ortodoxas de ajuste económico.

c) La regulación cafetera

Según vimos en el capítulo anterior, la segunda guerra mundial ejerció un impacto duradero
sobre la economía cafetera colombiana. El país participó por primera vez en un pacto
internacional exitoso para regular el mercado del grano; este hecho habría de inclinar, no sólo a
Colombia sino a otros países productores, a realizar pactos similares cuando las condiciones
del mercado se tornaran de nuevo desfavorables. La experiencia permitió superar
definitivamente la crisis interna que había experimentado la Federación Nacional de Cafeteros
en 1937. De hecho, a partir de entonces se inauguró un período de gran estabilidad en el
gremio, que perdura hasta nuestros días. La Federación logró crear, además, una red de
cooperativas, agentes y depósitos en las zonas cafeteras que le permitía seguir interviniendo en
el mercado en una escala que no tiene hasta hoy parangón en otros productos. Finalmente, el
Fondo Nacional del Café terminó la guerra con una capacidad financiera impresionante, que le
otorgaría un amplio margen de acción en los años siguientes.

La capacidad de intervención sólo se puso a prueba durante períodos cortos en la primera


década que sucedió a la guerra mundial, debido al ascenso casi continuo de los precios del
grano. No obstante, las cortas crisis que se presentaron durante 1947 y 1952 obligaron a la
Federación a acrecentar sus compras internas y acumular temporalmente inventarios. La
capacidad financiera pudo utilizarse, además, para un conjunto diverso de inversiones. Ya
durante la guerra se había iniciado la costumbre de invertir los recursos del Fondo en papeles
de deuda pública o en nuevas empresas de diversa índole, relacionadas a veces de manera
indirecta con sus actividades. Las inversiones más importantes fueron la ampliación del Fondo
en la Caja Agraria a fines de la guerra y la creación de la Flota Mercante Grancolombiana en
1946 y del Banco Cafetero en 1953.

La creación de la Flota tuvo un impacto profundo sobre los mecanismos de comercialización


externa del grano. Durante los años treinta, la discriminación en los fletes marítimos había sido
un foco de conflicto entre la Federación y los grandes exportadores privados y la base del
predominio en el negocio de exportación de las principales casas extranjeras y de algunas
nacionales que actuaban como agentes locales de grandes empresas norteamericanas (Adolfo
Aristizábal y Cía., en particular). La creación de la Flota permitió romper definitivamente el
monopolio. Así, mientras en los años de la guerra, Adolfo Aristizábal y las cuatro principales
firmas extranjeras controlaban más de la mitad del negocio de exportación del grano, para fines
de los años cincuenta esta participación se había reducido a menos del 30%.

La declinación de las antiguas casas exportadoras coincidió no sólo con el ascenso de nuevas
firmas nacionales sino, ante todo, con la ampliación de exportaciones directas de la
Federación. El proceso estuvo asociado, ante todo, con la reapertura del mercado europeo y la
firma de convenios de compensación con los principales países de Europa Occidental a fines
de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta. Desde los primeros años de la posguerra
fue evidente que Estados Unidos había dejado de ser un mercado dinámico para los cafés,
especialmente los tipos suaves. La penetración del mercado europeo por parte de la Federación
resultó así esencial para evitar que la tendencia del consumo norteamericano terminara por
restringir las exportaciones colombianas del grano. La disminución en la participación de
Estados Unidos en las exportaciones de café del país (de más del 90% en los años cuarenta, al
66% a comienzos de los años sesenta, 40% a comienzos de los setenta y poco más del 20% a
comienzos de los ochenta) coincidió con el aumento en la participación de la Federación en
dichas exportaciones (del 4, al 28, 40 y 60%, respectivamente).

El elemento más importante en el manejo del comercio exterior del grano fue, sin embargo, la
participación en los sucesivos pactos internacionales desde mediados de los años cincuenta,
cuando se inició una nueva fase de sobreproducción. Los primeros pactos contaron con la
participación de países latinoamericanos, africanos y europeos con colonias en este último
continente. Sin embargo, al no contar con la participación de Estados Unidos y de otros países
europeos, carecieron de mecanismos de control para hacer efectivas las cuotas asignadas. La
Alianza para el Progreso generó un cambio en la política norteamericana, que llevó a este país a
apoyar la firma del primer Acuerdo Internacional del Café en 1962. Este, como su antecesor
más importante, el Acuerdo Interamericano, estableció un sistema de cuotas para regular el
mercado y contó con la participación de países consumidores y productores, incluidos ahora
los europeos, entre los primeros, y los africanos y asiáticos, entre los segundos. A su expiración
fue sucedido por un nuevo Acuerdo en 1968.

La devaluación del dólar en 1971 generó una presión de los países productores por reajustar los
precios del grano de acuerdo con la pérdida del poder adquisitivo de la moneda
norteamericana. La oposición de Estados Unidos y Canadá condujo a algunos países
productores, liderados por Brasil y Colombia, a organizarse paralelamente al Acuerdo
Internacional a comienzos de 1972 para regular el mercado. Esta acción condujo a la ruptura de
hecho del pacto a fines del mismo año, aunque conservando su estructura formal como foro de
discusión e información. Nuevamente, el cambio en la actitud norteamericana hacia los
convenios de materias primas facilitó la firma de un nuevo Acuerdo Internacional en 1976. El
sistema de cuotas establecido por éste sólo se hizo efectivo, sin embargo, a fines de 1980,
debido a los altos precios prevalecientes en el mercado internacional durante la segunda mitad
de la década del setenta. Antes de entrar en vigor, algunos países productores, liderados
nuevamente por Brasil y Colombia, regularon unilateralmente el mercado, esta vez mediante
una empresa, Pancafé, que intervenía en los mercados de futuros del grano; aunque tal acción
logró sostener inicialmente la baja en los precios, el alto costo de la intervención unilateral de
los países productores se hizo de nuevo evidente. El Pacto de 1976 fue extendido hasta finalizar
el año cafetero 1982/83, cuando entró en vigencia un nuevo Acuerdo Internacional. No
obstante, ante la nueva bonanza de precios, las cuotas de exportaciones fueron eliminadas
temporalmente en febrero de 1986. Pese a la fuerte caída de los precios internacionales, los
países productores y consumidores no lograron ponerse de acuerdo un año más tarde para
reintroducir el sistema de cuotas, iniciando así una nueva fase de ruptura del pacto cafetero.

Los sucesivos pactos cafeteros exigieron nuevamente un esfuerzo de retención interna de parte
de la cosecha. La Federación financió inicialmente este esfuerzo con los recursos del Fondo y
el redescuento de bonos de prenda emitidos por los Almacenes Generales de Depósito,
Almacafé, desde 1965, en el Banco de la República. Aunque tales mecanismos no
desaparecieron posteriormente, en marzo de 1958 la Junta Militar creó un nuevo instrumento, la
retención cafetera, consistente en la obligación del exportador de entregar al Fondo una
cantidad de café proporcional a la exportación que realiza; el monto fue fijado inicialmente en
un 10%, pero fue elevado en enero de 1959 al 15% y modificado constantemente desde entonces.
Aunque su propósito inicial era únicamente financiar la acumulación de inventarios de café,
posteriormente (especialmente en los años setenta y ochenta), el gobierno comenzó a utilizarlo
para evitar que las fluctuaciones de los precios internacionales o de la tasa de cambio se
reflejaran completamente sobre los precios internos. Este instrumento se unió a los estipulados
en los años treinta: la propia red de almacenes, la fijación de precios internos de compra de
dichas entidades (unificados para todo el país en los años cincuenta) y de un precio al cual los
exportadores debían reintegrar las divisas del país, dentro de las normas de control de cambios.

Siguiendo una tradición también establecida en los años treinta, el elemento más conflictivo de
la política cafetera en la posguerra ha sido la fijación de gravámenes discriminatorios contra las
exportaciones del grano en épocas de devaluación o de altos precios internacionales. Dichos
gravámenes han tenido alternativamente la forma de una tasa de cambio desfavorable—
“diferencial cafetero”— o de un impuesto ad valorem. El primer diferencial de la posguerra se
instituyó a raíz de la devaluación de 1951 y perduró hasta fines de 1954. Durante los meses de
altos precios en 1954, el gobierno militar consagró además un impuesto a las exportaciones de
café, equivalente al 50% de los ingresos que superaran un precio básico. La devaluación de 1957
estuvo acompañada además de un impuesto del 15% a todas las exportaciones, reducido en
1959 y eliminado dos años más tarde. En 1958 retornó el diferencial cafetero, que se amplió
considerablemente después de la devaluación de 1962; en ese momento, sin embargo, una parte
de sus recursos se destinó al sector cafetero. El Decreto 444 de 1967 transformó el diferencial en
un impuesto ad valorem a las exportaciones del grano. El gravamen fue fijado inicialmente en
un 26%, quedando el gobierno con la facultad de reducirlo (pero no de elevarlo) con
posterioridad; de dicho monto, cuatro puntos eran destinados al sector cafetero y 22 al
gobierno. Después de múltiples negociaciones con el gremio, el monto global fue reducido a
fines de 1968 al 20%, conservando la parte correspondiente al gremio. A partir de 1975 se inició
una fase de reducción del impuesto, que lo llevó en 1983 a sólo un 6.5%. La Administración
López Michelsen estableció, sin embargo, una nueva forma de “diferencial”, consistente en la
expedición de certificados de cambio de vencimiento diferido, que al ser redimidos de
inmediato en la bolsa obtenían un descuento. El sistema fue eliminado en 1980.

La oposición de los cafeteros a todos los anteriores gravámenes ha sido frontal, ya que los han
considerado como una discriminación sin justificación adecuada. Gobiernos conservadores,
militares y liberales quedan como testigos de esas batallas, en las cuales han defendido la
inconveniencia de trasladar a los productos del grano o al Fondo Nacional del Café la totalidad
de los beneficios de elevadas cotizaciones del grano o de devaluaciones bruscas de la moneda

LA ORGANIZACIÓN DE LOS GRUPOS SOCIALES Y LA DISTRIBUCIÓN DEL


INGRESO

1. Los gremios

Algunos de los principales gremios del país habían sido creados antes de la crisis de los años
treinta. La Sociedad de Agricultores de Colombia, SAC, en particular, había sido fundada por
primera vez en 1871, pero tuvo una vida irregular en las últimas décadas del siglo pasado y
concentró sus esfuerzos en la difusión de la agricultura científica más que en la defensa de los
intereses de sus asociados. A partir de su fundación definitiva, en 1904, bajo el nombre de
Sociedad de Productores de Café y su transformación dos años más tarde en SAC, adoptó un
carácter claramente gremial, desempeñando un papel destacado en la obtención de rebajas de
los fletes de los vapores y los ferrocarriles, de ventajas arancelarias y otros beneficios para los
agricultores. Por otra parte, desde la última década del siglo XIX habían comenzado a crearse
cámaras de comercio en las principales ciudades del país. Estas entidades, en cierto sentido
herederas de los viejos Consulados del período colonial, fueron cobijadas por la Ley 111 de 1890,
que les otorgó un papel regulador de la vida mercantil y les dio el carácter de cuerpos
consultivos del gobierno en materias económicas. Finalmente, en 1927 había sido creada la
Federación Nacional de Cafeteros, aunque su vida fue inicialmente lánguida, según vimos en
el capítulo anterior.

Durante los años de la República Liberal, el movimiento gremial creció considerablemente. El


hecho más destacado fue, sin duda, la ampliación de las funciones de la Federación Nacional
de Cafeteros, que no sólo tuvo un papel destacado en la defensa de los intereses de los
productores del grano durante la década del treinta, sino que comenzó a cumplir funciones
propiamente públicas a partir de la creación del Fondo Nacional del Café en 1940. La SAC
continuó ejerciendo un papel gremial activo, particularmente en la defensa de los intereses de
los grandes propietarios rurales contra los intentos reformistas de López Pumarejo. Además,
durante este período se fundaron tres de los grandes gremios nacionales. El primero de ellos
fue la Asociación Bancaria de Colombia, creada en 1936 como un gremio de servicios para sus
afiliados. En 1944, por sugerencia del presidente López a los empresarios antioqueños, se creó
la Asociación Nacional de Industriales, ANDI. Dos intentos anteriores de agremiación del
sector manufacturero (la Industria Nacional Colombiana, instituida en Medellín en 1929, y la
Federación Nacional de Fabricantes y Productores, establecida en Bogotá en 1930) habían
fracasado. Finalmente, como reacción a las políticas de control de precios establecidas durante
los años de la segunda guerra mundial por la Administración López, nació en 1945 la
Federación Nacional de Comerciantes, Fenalco, para coronar los esfuerzos de agremiación del
sector que lo habían precedido en varias ciudades del país.

Después de la segunda guerra mundial se dio, sin embargo, una verdadera explosión en el
número de organizaciones gremiales. En efecto, mientras en 1950 existían 22 gremios
empresariales y cuatro de profesionales, en 1960 los números respectivos habían aumentado a
51 y nueve, en 1970 a 81 y 25 y en 1980 a 106 y 4920. En los años cincuenta fueron creados, entre
otros, Acopi, Fedemetal, Camacol, Asocaña y la Federación Nacional de Algodoneros. En los
años sesenta surgieron Acoplásticos, Andiarios, Fedegán, Fenalce y la Asociación Colombiana
de Exportadores. En los setenta se crearon, entre otros, Andigraf, ANIF y Fedepalma.
Obviamente, tal explosión estuvo acompañada por una especialización cada vez mayor de las
organizaciones respectivas, que reflejaba, así mismo, la creciente diversificación económica del
país.

El desarrollo gremial se dio en forma paralela con la creciente intervención del Estado en la
Economía. De hecho, una de las principales funciones que vinieron a desempeñar las nuevas
instituciones fue precisamente la de crear canales de comunicación apropiados entre el Estado
y el sector privado. Estos canales asumieron, a su vez, modalidades diversas. La primera de
ellas fue la defensa de los intereses de los afiliados, sirviéndose de los medios de comunicación,
en las negociaciones directas con las entidades estatales. En este aspecto, la ANDI tuvo (con la
oposición de Fenalco en muchos momentos) un papel destacado en la promoción y defensa de
las políticas de protección y fomento industrial en las primeras décadas de la posguerra, al
tiempo que se convirtió desde mediados de los setenta en el centro de la crítica empresarial a
las políticas de liberación de la economía. La SAC y otros gremios agropecuarios se opusieron,
a su vez, a los esfuerzos reformistas en el frente agrario de la década de los setenta. Camacol
jugó un papel importante en la derrota de los intentos de reforma urbana de las
Administraciones Lleras Restrepo y Pastrana. Diversos gremios lucharon, además, contra la
Reforma Tributaria de 1974, influyendo directa o indirectamente en las diversas leyes que le
sucedieron, particularmente en la contrarreforma de 1979. Por otra parte, todos los gremios han
desempeñado un papel importante en la gestión de intereses más específicos de sus sectores
ante las entidades estatales relevantes, llegando incluso a servir como mediadores de los
trámites de sus afiliados ante algunas entidades del sector público en el caso de los gremios
más especializados.

Ya desde la República Liberal se había generalizado la costumbre de incorporar a


representantes del sector privado en la creciente maraña de instituciones del Estado
intervencionista, con miras a establecer mecanismos de “concertación” de la política
económica y social, según ha venido a denominarse más recientemente. Con la multiplicación
de los órganos estatales en la posguerra, el proceso se amplió considerablemente. Algunos
gremios pasaron a formar parte de los grandes consejos asesores (el Consejo Nacional del
Trabajo, el Consejo Asesor de Política Agropecuaria, etc.), de las juntas directivas de institutos
descentralizados y empresas públicas (ISS, Sena, Colpuertos, Idema, Banco de la República,
Caja Agraria, etc.), ya sea por derecho propio o por delegación del presidente de la República, y
de consejos sectoriales de diverso tipo. Un estudio realizado hace algunos años indicó que el
30% de los miembros de comisiones y juntas de los organismos rectores de políticas
económicas globales (comercio exterior, salarios, precios, etc.) y el 24% de quienes participan
en órganos, de política sectorial eran representantes del sector privado. Por el contrario, la
presencia de los trabajadores, campesinos y consumidores en dichos organismos sólo llegaba al
4 y 3%, respectivamente.21

Las formas más amplias de concertación del Estado con los intereses privados tuvieron, por el
contrario, un desarrollo mucho más limitado. Los ensayos más importantes en este frente
fueron, sin duda, la creación del Consejo Nacional de Salarios en 1959 y la incorporación de la
Federación Nacional de Cafeteros al Conpes, cuando este organismo fue creado a mediados de
los años setenta. Además, en momentos de gran conflicto social o de crisis económica se
hicieron algunos intentos de concertación multilateral de la política económica y social. La
Comisión de Alto Nivel, ideada por la Administración Valencia en 1965, la Comisión Tripartita
proyectada por el Presidente Lleras Restrepo en 1967, la cumbre multisectorial y las comisiones
de concertación convocadas por el presidente Turbay en 1981 y las diversas comisiones que
funcionaron durante el fallido “diálogo nacional” de la Administración Betancur son los casos
más destacados. Todas ellas fueron comisiones ad hoc, que se disolvieron poco después de
iniciadas las conversaciones, dejando escasos rastros en las decisiones reales del gobierno: sólo
en el caso de la reforma laboral de 1965 hay evidencia de un impacto claro de la comisión
respectiva. Con la creación de la Comisión del Plan en 1968 y la Ley 38 de 1981, normativa de la
planeación, se intentó darles una expresión más formal a estos modelos de concertación, sin
ningún resultado hasta la fecha.

Aparte de su papel de intermediación entre los sectores empresariales y el Estado, los gremios
descollaron en la provisión de servicios a sus afiliados. La Federación Nacional de Cafeteros
tuvo nuevamente un papel destacado en la generación y difusión de tecnología, en el mercado
interno y externo y en la provisión de insumos agropecuarios. Algunos gremios agropecuarios
(Asocaña y las Federaciones Nacionales de Arroceros y Algodoneros, entre otras) desarrollaron
funciones similares. La Asociación Bancaria, por su parte, sobresalió por sus servicios en la
coordinación de las entidades bancarias y financieras, en el intercambio de información entre
sus afiliados y en la selección y capacitación de personal. ANDI y Fenalco desarrollaron así
mismo servicios de asesoría en materia tributaria y laboral y otras acciones específicas de
interés para los afiliados.

Por último, los gremios fueron muy útiles en la defensa de los intereses de los asociados frente
a otras entidades y empresas del sector privado. De hecho, algunos gremios surgieron de
conflictos de este tipo. La Federación Nacional de Algodoneros fue creada en 1953, entre otras
razones con el objeto de romper el monopolio en las compras internas de algodón por parte del
sector textil. ANIF surgió en 1974 de la diferencia de criterios entre el Grupo Grancolombiano y
la Asociación Bancaria sobre las innovaciones financieras de la época. La creación de Andigraf
en 1975 fue el resultado de un enfrentamiento entre el sector editorial y la empresa que
monopolizaba la producción de papel en aquel momento. La fragmentación de entidades
gremiales en un mismo sector refleja, por último, conflictos interregionales o de otro tipo,
como lo ilustra, entre otras, la aparición de una diversidad de gremios en el sector algodonero
en la segunda mitad de la década del setenta, que luego constituyeron la base de Conalgodón
en 1980.

2. El movimiento sindical

Desde mediados de los años treinta, la Confederación de Trabajadores de Colombia, CTC,


había liderado las negociaciones laborales en Colombia, al amparo del apoyo brindado por los
gobiernos liberales. Las condiciones especiales desaparecieron en la segunda mitad de los años
cuarenta, cuando las negociaciones políticas a las cuales se había habituado la CTC fueron
reemplazadas por las negociaciones colectivas de carácter reinvindicativo patrocinadas por la
Unión de Trabajadores de Colombia, UTC. Esta confederación fue creada en 1946 con la
simpatía del Partido Conservador y de la Iglesia, como un movimiento apolítico y
reivindicacionista. Además, se vio favorecida por el marco legal creado por la Ley 6ª de 1945,
que consolidó la capacidad negociadora de los sindicatos de empresa o de base.

Durante los años cincuenta, la UTC contó con la afiliación de sindicatos anteriormente
confederados en la CTC y con la vinculación de nuevas organizaciones obreras. Al final de la
década, la UTC era la central obrera mayoritaria y sus principios de acción dominaban el
comportamiento sindical. La superación de las condiciones económicas de los trabajadores
mediante la utilización de las convenciones colectivas y la consolidación de los sindicatos de
empresa como unidades apolíticas, capaces de negociar con los instrumentos legales
disponibles, fueron así los elementos predominantes durante estos años. Por lo demás, el
cambio cualitativo del movimiento sindical se produjo en un ambiente político adverso al
desarrollo del sindicalismo, especialmente durante las Administraciones de Gómez-Urdaneta y
Rojas Pinilla.

El Frente Nacional sirvió de escenario político para la reanimación de las luchas sindicales. En
particular, los sindicatos más afectados por las administraciones conservadoras y militar
recobraron su libertad de acción y surgieron nuevas organizaciones laborales, especialmente
entre los trabajadores estatales.

Dentro del nuevo contexto político, la CTC recuperó la dinámica perdida desde finales de los
años cuarenta. La afiliación de numerosos sindicatos en los primeros años del Frente Nacional
restableció la importancia de aquella confederación. No obstante, el ascenso de la CTC se vio
afectado rápidamente por la división sindical: los dirigentes más radicales fueron excluidos de
la organización en 1960, abriendo las compuertas a la formación de nuevas organizaciones,
como el Comité de la Unidad de Acción y Solidaridad Sindical. Causas, transformado más tarde
–en 1964– en la Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia, CSTC, y las
agrupaciones del llamado sindicalismo independiente. Este último sector, conformado por las
organizaciones no confederadas contó, en particular, con la adhesión de trabajadores estatales,
cuya dinámica fue muy significativa en el movimiento sindical en los años setenta, según
veremos más adelante.

El auge de las confederaciones fue, además, el reflejo de un aumento apreciable en el número


de trabajadores sindicalizados. La afiliación a las organizaciones obreras, que se había
incrementado de 165.600 en 1947 a unos 250.000 en 1959, se elevó rápidamente, hasta alcanzar
700.000 en 1965. La tasa de sindicalización (la relación entre el número de trabajadores afiliados
y la población ocupada) aumentó paralelamente del 4.7% en 1947 a 5.5% en 1959 y 13.4% en
1965. 22.

En el curso de los años sesenta, las centrales obreras participaron y promovieron


movilizaciones de amplia cobertura. Los eventos más importantes fueron los paros generales
de 1965 y 1969. El primero fue cancelado la víspera de la fecha propuesta (25 de enero) por las
propias organizaciones sindicales, pero alcanzó a desplegar un movimiento de alcances
nacionales contra el establecimiento del impuesto a las ventas. Poco después, la
Administración Valencia modificó su propuesta inicial acerca del nuevo impuesto e invitó a la
UTC y a la CTC a participar en la Comisión de Alto Nivel creada para estudiar la difícil
coyuntura económica de entonces. El resultado más importante de esta comisión fue la
reforma del Código Laboral (Decreto 2351 de 1965), cuyos principales elementos serán
estudiados más adelante.

El segundo movimiento tuvo lugar el 22 de enero de 1969. El origen fue una protesta regional
contra el alza de las tarifas de energía y transportes. Aunque no llegó a tener cobertura nacional
y las federaciones obreras se marginaron del liderazgo del movimiento, la preparación del
evento contó con varios actos unitarios de la CTC, la UTC y la CSTC. Tales acciones unitarias
fueron el preludio de las actividades mancomunadas de las centrales obreras en los años
setenta.

El rápido desarrollo del sindicalismo en los años sesenta fue sucedido por un crecimiento más
lento en la década del setenta y un franco retroceso en los años ochenta. En efecto, aunque el
número de trabajadores sindicalizados continuó aumentando hasta 1980, la tasa de
sindicalización mostró signos de estancamiento o incluso de disminución desde mediados de
los años sesenta. De acuerdo con los estimativos más confiables, el número de trabajadores
sindicalizados aumentó de 700.000 en 1965 a 835.200 en 1974 y 1.051.000 en 1980. Sin embargo, la
tasa de sindicalización se redujo en estos años del 13.4 al 12.5 y 12.3%23. Este período fue
sucedido por una fase de reducción en el número de trabajadores afiliados a las organizaciones
obreras. Para 1984, de acuerdo con el censo sindical, el número de trabajadores sindicalizados
era de 873.400 y la tasa de sindicalización se había reducido a sólo un 9.3%.

La época coincidió también con una agudización de la división del movimiento sindical. Las
nuevas centrales obreras CSTC y CGT se consolidaron, al igual que el denominado
sindicalismo independiente. Nacida de la división de la CTC en 1964, según vimos, la CSTC
fue reconocida legalmente en 1975. Por su parte, la Central General de Trabajadores, CGT, fue
organizada a mediados de los años setenta como una nueva fuerza sindical, sin ninguna
relación directa con la división preexistente del movimiento obrero. A pesar de la división
formal, los organismos sindicales emprendieron algunas acciones unitarias que se concretaron
en el Paro Cívico Nacional de 1977 y en la conformación de organismos como el Congreso
Nacional Sindical, los Comités de Acción Intersindical y la Coordinadora Nacional de
Solidaridad. El Paro Cívico de 1981 también contó inicialmente con el apoyo de las grandes
confederaciones obreras, pero la UTC, la CTC y la CGT le retiraron su apoyo al ser convocadas
la cumbre multisectorial y las comisiones de concertación por parte de la Administración
Turbay. De hecho, a partir de este momento se protocolizó la división entre el Frente Sindical
Democrático, conformado por estas centrales, y la CSTC y el sindicalismo independiente, que
continuaron en su decisión de realizar el anunciado paro y convocaron un nuevo movimiento
de este tipo en 1985. Como resultado de dicha división, la creación de la Central Unitaria de
Trabajadores, CUT, en 1986, no logró el resultado que su nombre indica. En efecto, aunque
incorporó a la CSTC y a una parte del sindicalismo independiente, no logró el propósito de
reunir en una sola central a la totalidad de las confederaciones existentes.

El hecho más destacado a partir de los años setenta fue la extensión y combatividad del
sindicalismo estatal. En efecto, ya a fines de la década del setenta el 40% de los trabajadores
sindicalizados laboraba en entidades públicas. Como en los años ochenta la contracción del
movimiento sindical se concentró en las entidades privadas, el movimiento sindical en el sector
público se continuó ampliando en términos relativos, hasta representar un 45% de los
trabajadores sindicalizados en la actualidad. Este crecimiento se reflejó, además, en una
importancia creciente de los sindicatos estatales en la actividad huelguística. Así, mientras en
las actividades privadas los ceses de labores y el número de trabajadores movilizados para tal
propósito muestran un crecimiento lento desde los años sesenta, en las actividades estatales las
movilizaciones obreras han ido claramente en ascenso. De esta manera, ya desde los años
setenta, más de la mitad de los huelguistas y de las jornadas-hombre perdidas en los ceses de
labores se concentraban en el magisterio y otra cuarta parte en otros servicios estatales.

La capacidad de movilización de los sindicatos estatales ha sido, en cierta medida, una


reedición de las luchas combativas de las primeras décadas del siglo, cuando los derechos
sindicales no habían obtenido aun un reconocimiento definitivo. En efecto, cabe recordar que
desde 1920, por norma legal, y desde 1936 por disposición constitucional, no existe el derecho
de huelga en los servicios públicos. Fuera de lo anterior, la mayor parte de los trabajadores del
Estado no gozan del derecho de contratación colectiva. La Reforma Administrativa de 1968 le
dio cuerpo definitivo a tal principio, al establecer la diferencia entre empleados públicos y
trabajadores oficiales. Solamente los segundos, que constituyen menos de la cuarta parte de los
trabajadores del Estado en la actualidad, quedaron cobijados por aquel derecho. En el caso de
los empleados públicos, se estipuló además la diferencia entre los de libre nombramiento y
remoción y los pertenecientes a la carrera administrativa. Sin embargo, pese a normas legales
repetidas desde 1938 y elevadas a rango constitucional por el Plebiscito de 1957, la carrera
administrativa (o las carreras paralelas: la docente, la judicial, la militar, etc.) tiene aún una
escasa aplicación nacional y es casi inexistente en los departamentos y municipios. Debido a
este cúmulo de circunstancias, las movilizaciones de los trabajadores del Estado han tendido a
trascender fácilmente las motivaciones iniciales del movimiento y a convertirse en un vehículo
para la reivindicación de derechos generales: el acceso universal a los derechos de contratación
colectiva y de huelga y el cumplimiento de las normas sobre carrera administrativa.

Fuera de los aspectos relacionados directamente con sus condiciones laborales, el movimiento
sindical ha logrado poco en Colombia en términos de influir sobre la política económica y
social. Su mayor ascendiente se ha dado, sin duda, en el del Consejo Nacional de Salarios,
donde las centrales obreras involucradas han tenido una incidencia marcada en la definición
del monto nominal del salario mínimo y su unificación gradual entre las diferentes regiones del
país, consolidada definitivamente en 1984. Algunas centrales obreras han participado, además,
en los grandes esfuerzos de concertación tripartita que se han emprendido desde la
Administración Valencia y han tenido una representación reducida en las juntas directivas de
algunas entidades estatales, según vimos en la sección anterior. En momentos de gran tensión
social, se han creado también comisiones de diálogo entre los trabajadores y el gobierno, como
las convocadas para el Pacto Social por la Administración Betancur al final de su mandato. Sin
embargo, tanto en éstos como en otras instancias, el movimiento sindical no ha tenido
influencia en elementos de la política económica y social que rebasan su rango de acción más
inmediato.
3. Las reformas laborales en la posguerra

El impulso que había adquirido la legislación laboral durante la República Liberal se mantuvo
durante el primer gobierno conservador. El hecho más sobresaliente en esta materia, durante la
Administración Ospina Pérez, fue la fundación del Instituto de los Seguros Sociales mediante
la Ley 90 de 1946; el proyecto correspondiente había sido presentado por el último de los
gobiernos liberales, según vimos en el capítulo anterior. El ISS comenzó a prestar sus servicios
a fines de la década, aunque restringiendo inicialmente su alcance a los seguros de enfermedad
general y maternidad.

El Decreto 2474 de 1948, dictado en uso de las facultades de estado de sitio después de los
acontecimientos del 9 de abril, intentó además establecer una participación de los trabajadores
en las utilidades de las empresas. Esta nueva prestación, que se denominó “prima de
beneficios” enfrentó dificultades para su aplicación práctica y fue sustituida dos años más tarde
por la “prima de servicios”. El Decreto 1832 de 1948, dictado también en uso de las facultades
de excepción, creó también la obligación a los patronos de suministrar calzado y vestidos de
trabajo a los obreros de más bajos ingresos.

La cuantiosa legislación laboral de los años treinta y cuarenta fue recogida, finalmente, en los
Decretos 2663 y 3443 de 1950. Estas medidas configuraron, por primera vez en Colombia, un
Código Sustantivo del Trabajo. El Código no sólo cerró el capítulo más importante en la
historia de la legislación laboral, sino que configuró el marco jurídico que, con algunas
innovaciones posteriores, todavía rige las relaciones laborales en Colombia.

No fue sino a fines de los años cincuenta, durante la Junta Militar y el primer gobierno del
Frente Nacional, cuando se introdujeron reformas de importancia en la legislación existente.
En efecto, en 1957 se crearon el Servicio Nacional de Aprendizaje, SENA, y el subsidio familiar.
La Ley 15 de 1959 consagró el auxilio de transporte. En 1965, como resultado de las grandes
movilizaciones obreras y de las negociaciones promovidas por la Administración Valencia, se
llevó a cabo la reforma más significativa del Código Sustantivo del Trabajo (Decreto 2351 de
1965). Esta introdujo normas mucho más rigurosas para el despido de los trabajadores y definió
las tablas de indemnización que debía cancelar el empleador en caso de que el trabajador fuese
despedido sin justa causa. Fuera de las disposiciones relativas a la estabilidad laboral, se
estableció además el sistema actual de reajuste de las cesantías con los salarios de los
trabajadores.

Durante la Administración Lleras Restrepo se dio el paso definitivo en materia de seguridad


social, al establecerse en el ISS el seguro de invalidez, vejez y muerte, completando así el rango
de los seguros a cargo del instituto, que ya incluían el de enfermedad general y maternidad
desde fines de los años cuarenta y el de accidentes de trabajo y enfermedades profesionales
desde 1965. En 1968 fue creado, además, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.
Finalmente, como parte de la reforma de la administración pública, en 1968 y 1969 se redefinió
el esquema prestacional de los empleados del Estado. Las normas correspondientes
prescribieron un cambio en el patrón de liquidación de las cesantías de los trabajadores
estatales, que se centralizaron en el Fondo Nacional de Ahorro.

Tales reformas marcaron el fin de la nueva etapa de redefinición de los beneficios laborales de
los trabajadores. Entre las normas más importantes introducidas con posterioridad, conviene
destacar el establecimiento de la obligación de las empresas privadas de pagar un interés del
12% sobre el valor de las cesantías consolidadas al final de cada año (Ley 52 de 1975) y la
institución de un sistema de reajuste de las pensiones con el salario mínimo (Ley 4ª de 1976).
No obstante, pese a los esfuerzos por ampliar la cobertura de la Seguridad Social y al cúmulo
de normas de protección a los trabajadores, los derechos creados desde principios del siglo y,
particularmente, durante las décadas del treinta y cuarenta, sólo han llegado a cobijar a un 30%
de los trabajadores colombianos. De esta manera, el régimen prestacional y, con mayor fuerza
aún, el sindical, no han superado todavía el carácter de privilegio para un grupo reducido de
trabajadores colombianos.

4. Los paros cívicos

Los antecedentes más importantes de esta forma de movilización popular se remontan al


menos a 1944. En ese año, la protesta de la ciudadanía de Cali contra el alza de las tarifas de
energía eléctrica condujo a la expropiación de la compañía extranjera que prestaba dicho
servicio y a su sustitución por una empresa municipal. En el mismo año se organizó un paro
cívico de cobertura nacional con el fin de presionar al Congreso para que no aceptara la
renuncia del presidente López Pumarejo. Luego, en 1957, el movimiento creado por los
partidos tradicionales para derrocar el gobierno de Rojas Pinilla también llevó la denominación
de paro cívico.
Este tipo de movilización adquirió, sin embargo, una mayor significación como forma de
protesta popular a partir de los años setenta. Las movilizaciones han ocurrido con mayor
frecuencia en poblaciones medianas, del orden de los 50.000 habitantes. La frecuencia de los
movimientos en las ciudades mayores o en escala regional ha sido muy inferior. Recibieron
igualmente dicha denominación las movilizaciones nacionales convocadas por las cuatro
grandes centrales obreras en 1977 y por la CSTC y algunos sindicatos independientes en 1981 y
1985.

El tema más reiterado de las protestas cívicas ha sido el de los servicios públicos prestados por
el Estado (energía, agua y alcantarillado). Las reclamaciones han versado en estas ocasiones en
torno a la dotación, calidad o tarifas de dichos servicios. Aunque menos universales, también
han jugado un papel destacado las reivindicaciones relacionadas con los servicios de transporte
y con la calidad de las vías de comunicación.

El liderazgo de los paros se ha originado frecuentemente en organizaciones comunales, pero


también han contado con el apoyo de los sindicatos y de los usuarios campesinos.
Frecuentemente, ni los municipios ni las regiones han tenido los recursos o la discreción para
atender los reclamos correspondientes. De esta manera, el enfrentamiento con una empresa o
una administración local ha conducido frecuentemente a la intervención del gobierno nacional.

5. La distribución del ingreso en la posguerra

Los primeros estudios sobre la distribución del ingreso en Colombia realizados en los años
cincuenta y sesenta mostraron que Colombia tenía una de las distribuciones más desiguales del
mundo, especialmente en el sector rural, que las disparidades entre las rentas urbanas y rurales
eran alarmantes y, más aún, que tales características se estaban acentuando. La tendencia al
deterioro en la distribución del ingreso se había iniciado a mediados de los años treinta, según
vimos en el capítulo anterior, y se mantuvo al menos hasta mediados de la década del sesenta.
La creación de grandes excedentes de mano de obra en el campo, como reflejo de la
modernización del sector agropecuario, de la violencia rural, de la inequitativa distribución de
la tierra y del sesgo de la política económica en favor de las actividades urbanas fue, sin duda,
el factor que más incidió en este resultado. Todo parece indicar que el nivel real de los salarios
de los trabajadores agrícolas era, a comienzos de los años sesenta, apenas similar al de la
década del treinta. Para 1964, de acuerdo con los estimativos de Urrutia y Berry, mientras el
10% más rico de la fuerza de trabajo rural (incluidos los propietarios ausentistas) recibía el 48%
del ingreso, la proporción correspondiente en las ciudades era del 41%.

En el sector urbano, los grandes beneficiarios del desarrollo económico hasta mediados de los
años sesenta fueron los propietarios del capital y los sectores medios de la población. En este
período, la industria manufacturera, el Estado y otras actividades urbanas generaron una fuerte
demanda de trabajadores calificados, cuyos ingresos reales mejoraron notablemente. La
situación del 50% más pobre de la población urbana fue menos favorable hasta mediados de los
años cincuenta. Desde la segunda mitad de los años cincuenta, por el contrario, los salarios
reales de todos los trabajadores urbanos se elevaron en forma sostenida y es probable que la
distribución de los ingresos en las ciudades haya mejorado un poco, pese al deterioro de la
distribución de las rentas en el país.

El cuadro 7.11 corrobora dichas apreciaciones. En este cuadro se estima la relación entre los
salarios medios en distintos sectores de la economía y el ingreso por habitante del país. Como
puede apreciarse, la posición relativa de los trabajadores de la industria y el gobierno (que
representan en este cuadro a los sectores medios de la población urbana) mejoró hasta la
segunda y primera mitad de los años sesenta, respectivamente. Los obreros de la construcción
—representativos de los trabajadores menos calificados de las zonas urbanas— también
mejoraron su posición relativa, aunque en una proporción inferior a la de los trabajadores de la
industria. La relativa estabilidad (con una ligera tendencia al deterioro en los años cincuenta)
de las remuneraciones agrícolas se tradujo así en un desmejoramiento de su situación en
relación con la de los asalariados urbanos.

Cuatro factores diferentes afectaron las tendencias anteriores en los años setenta. El primero de
ellos fue la aceleración de la inflación en la mitad de la década: los arreglos institucionales para
la fijación de los salarios urbanos sólo se ajustaron en forma rezagada e inicialmente
incompleta ante la rápida elevación de los precios. El segundo fue el aumento de la oferta de
mano de obra calificada, como producto de los programas educativos iniciados en los años
cincuenta y ampliados durante el Frente Nacional. El tercero fue la bonanza cafetera de los
años setenta, que generó un incremento significativo de la demanda de mano de obra rural. El
último, pero no menos importante, fue el impacto rezagado de la migración rural-urbana de las
décadas anteriores, que redistribuyó los excedentes de mano de obra del campo hacia las
ciudades.

El resultado de este cúmulo de factores fue una reducción apreciable de los diferenciales
salariales en Colombia. Mientras los salarios en la agricultura crecían a un ritmo similar al del
ingreso por habitante (rápido durante estos años), los ingresos relativos de los asalariados
urbanos cayeron dramáticamente e incluso mostraron un retroceso absoluto. Las tendencias de
los salarios urbanos se revirtieron en parte a comienzos de los años ochenta, sin retornar, sin
embargo, a los niveles típicos de los años sesenta 24 .Los diferenciales de ingresos entre
trabajadores con diferente nivel educativo también se redujeron sensiblemente durante los años
setenta. Así, mientras en 1963-1966 una persona con educación universitaria en Bogotá recibía
un ingreso equivalente a 6.4 veces el de un trabajador con educación primaria, para 1978 esta
proporción se había reducido a 4.0. Para las cuatro principales ciudades del país, la misma
relación disminuyó de 5.3 en 1976 a 3.7 en 1980 y 3.5 en marzo de 1985. Por su parte, la
remuneración de un trabajador con educación secundaria en Bogotá era 2.6 veces la de una
persona con educación primaria en 1963-1966; para 1978 el diferencial se había reducido a 1.6.
Para las cuatro grandes ciudades, la proporción correspondiente rebajó de 1.9 en 1976 a 1.5 en
1980 y 1985.

Pese a la diversidad de metodologías utilizadas en los estudios respectivos, los datos existentes
permiten tener una visión relativamente precisa de la evolución de la distribución del ingreso
urbano desde mediados de la década del sesenta. En efecto, la información recogida en el
cuadro 7.12 indica que entre mediados de dicha década y 1976 la distribución de los ingresos
urbanos se deterioró. A esta conclusión llegó Miguel Urrutia al comparar los datos de 1964 y
1971, aunque indicó que la distribución global del ingreso en el país había permanecido
aproximadamente constante, gracias a una mejoría en la repartición de las rentas provenientes
del sector agrícola. La tendencia al deterioro en la distribución de los ingresos urbanos durante
este período es además consistente con los estudios sobre pobreza, que indican que los niveles
más críticos se alcanzaron precisamente a mediados de los años setenta.

Entre 1976 y 1980, por el contrario, la distribución urbana del ingreso mejoró un poco. El efecto
fue mucho más marcado en la distribución individual (es decir, aquella que toma a la persona y
no a la familia como unidad de análisis) que en la familiar. En este último caso, sólo se logró
revertir el deterioro que se había generado en los años anteriores, según se muestra en el
cuadro 7.12. La tendencia a la mejoría en la distribución del ingreso urbano se frenó, sin
embargo, con la crisis posterior de la economía e incluso se presentó un pequeño deterioro a
partir de 1983.

En cualquier caso, la distribución del ingreso sigue estando muy concentrada en Colombia.
Además, al menos en las ciudades, la distribución de los ingresos familiares no parece ser muy
diferente hoy a la que era típica a mediados de los años sesenta. En efecto, los datos existentes
indican que el 10% más rico de las familias urbanas recibe hoy, como en aquella época, poco
menos del 40% del ingreso, mientras el 50% más pobre recibe menos de un 20%. Estos
estimativos ocultan, por lo demás, en uno y otro momento, rentas de capital, para los cuales la
distribución es particularmente inequitativa.

BIBLIOGRAFÍA DE REFERENCIA

La bibliografía sobre la economía colombiana en la posguerra es masiva y creciente. Las


referencias que siguen buscan, así, ofrecer guías útiles sobre los temas tratados en este capítulo
más que proporcionar una bibliografía completa de la literatura económica del país.

Curiosamente existen trabajos sobre la evolución general de la economía en este período.


Merecen consultarse particularmente el trabajo del Departamento Nacional de Planeación, “La
economía colombiana, 1950-1975”, en Revista de Planeación y Desarrollo, octubre-diciembre de
1977 y el reciente libro de Salomón Kalmanovitz, Economía y Nación: una breve historia de
Colombia, Bogotá, 1985. Sobre la bonanza que sucedió a la segunda guerra mundial es muy útil
el estudio clásico de la CEPAL, Análisis y proyecciones del desarrollo económico: el desarrollo
económico de Colombia, México, 1957. Las tendencias del empleo se analizan en el trabajo de
Juan Felipe Gaviria, Francisco J. Gómez y Hugo López, Contribución al estudio del desempleo
en Colombia, Bogotá, 1971, y en el reciente informe de la Misión de Empleo, El Problema
Laboral Colombiano: diagnóstico, perspectivas y políticas, en Economía Colombiana,
Documento No. 10, agosto-septiembre de 1986. También son muy útiles los ensayos de Alvaro
Reyes, “Tendencias del empleo y la distribución del ingreso”, en José Antonio Ocampo y
Manuel Ramírez (eds.), El problema laboral colombiano, Bogotá, 1987, y Ulpiano Ayala y
Alejandro Sanz de Santamaría, “Actividad económica, empleo e ingresos”, en Desarrollo y
Sociedad, cuaderno No. 1, noviembre de 1981. Los cambios en la estructura regional se
estudian en Edgar Revéiz y Santiago Montenegro, “Modelos de desarrollo, recomposición
industrial y Revolución de la concentración industrial de las ciudades en Colombia (1965-
1980)”, en Desarrollo y Sociedad, No. 11, mayo de 1983, y en Francisco E. Thoumi, “La
estructura del crecimiento económico regional y urbano en Colombia (1960-1975)”, en
Desarrollo y Sociedad, No. 10, enero de 1983.

Sobre la dependencia externa, debe consultarse, sin duda, la obra clásica de Mario Arrubla,
Estudios sobre el subdesarrollo colombiano, varias ediciones. La evolución del sector externo y
de la política económica se estudian con detenimiento en Carlos F. Díaz-Alejandro, Foreign
Trade Regimes and Economic Development: Colombia, Nueva York, 1976; Guillermo Perry,
“Política cambiaria y de comercio exterior, revisión de la experiencia histórica y propuesta para
la próxima década, en Fedesarrollo, La economía en la década de los ochenta, Bogotá, 1979,
Eduardo Wiesner, “Devaluación y mecanismo de ajsute en Colombia”, en Wiesner (ed.),
Política Económica Externa de Colombia, Bogotá, 1978; y Luis Bernardo Flórez, “El sector
externo en los ciclos de la economía colombiana”, en Cuadernos Colombianos, No. 3, Tercer
trimestre de 1974. Sobre la crisis reciente, véase José Antonio Ocampo, “Crisis y política
económica en Colombia, 1980-1985”, en Rosemary Thorp y Laurence Whitehead (eds.), La
crisis de la deuda en América Latina, Bogotá, 1986.

La historia de la industrialización en la posguerra se analiza detalladamente en Albert Berry, “A


Descriptive History of Colombian Industrial Development in the Twentieth Century”, en Berry
(ed.), Essay on Industrialization in Colombia, Temple, 1983; Jesús Antonio Bejarano,
“Industrialización y Política económica, 1950-1976”, en Mario Arrubla et al., Colombia Hoy,
varias ediciones, Juan José Echavarría, Carlos Caballero y Juan Luis Londoño; “El proceso
colombiano de industrialización: algunas ideas sobre un viejo debate”, en Coyuntura
económica, septiembre de 1983; Ricardo Chica, “El desarrollo industrial colombiano, 1958-
1980”, en Desarrollo y Sociedad, No. 12, septiembre de 1982; y Gabriel Poveda Ramos, Políticas
económicas, desarrollo industrial y tecnología en Colombia, 1925-1975, Bogotá, 1976. Sobre la
historia de la protección y su relación con el proceso de industrialización, véanse el trabajo de
Perry ya citado, Thomas Lee Hutchenson, Incentives for Industrialization in Colombia, Tesis
doctoral, universidad de Michigan, 1973, y Astrid Martínez, La estructura arancelaria y las
estrategias de industrialización en Colombia, 1950-1982. Bogotá, 1986. Desde un punto de vista
analítico, merece estudiarse con cuidado el brillante ensayo de Hernando Gómez Buendía,
“Los grupos industriales y el desarrollo colombiano: conjeturas e interpretaciones”, en
Coyuntura Económica, diciembre de 1976. Como estudio de caso, es muy estimulante el trabajo
de José María Rojas, Empresarios y tecnología en la formación del sector azucarero en
Colombia, 1860-1980, Bogotá, 1983.
Sobre el desarrollo agropecuario, el libro de Salomón Kalmanovitz, El desarrollo de la
agricultura en Colombia, 1978, sigue siendo una obra fundamental. También merecen
consultarse el trabajo de Roberto Junguito, “El sector agropecuario colombiano en la década
de los ochenta”, en Fedesarrollo, op. cit. (que, pese a su título, proporciona una buena visión
histórica), al igual que los trabajos de Darío Fajardo, Haciendas, campesinos y políticas
agrarias en Colombia, 1920-1980, Bogotá, 1983, y Absalón Machado, Políticas Agrarias en
Colombia, 1900-1960, Bogotá, 1986, y “Reforma agraria: una mirada retrospectiva”, en
Economía Colombiana, agosto-septiembre de 1984. Sobre los años setenta y ochenta, véase
también Vinod Thomas, Macroeconomía y política agropecuaria: la experiencia colombiana,
Bogotá, 1986, especialmente los Capítulos 1, 4 y 7. La evolución de la economía cafetera, se
estudia en Fedesarrollo, Economía Cafetera colombiana, Bogotá, 1978; CEPAL/FAO, El café
en América Latina: Problemas de la productividad y perspectivas, Vol. 1: Colombia y el
Salvador, México, 1958; Mariano Arango, El café en Colombia, 1930-1958: producción,
circulación y política, Bogotá, 1982 y su ensayo más reciente sobre “La industria cafetera:
evolución reciente y perspectivas”, en Absalón Machado (ed.), Problemas agrarios
colombianos, Bogotá, 1986. Sobre la distribución de la tierra, el trabajo de Luis Lorente,
Armando Salazar y Angela Gallo, Distribución de la propiedad rural en Colombia, 1960-1984,
Bogotá, 1985, constituye un gran esfuerzo de actualización. La bibliografía sobre la violencia y
las luchas rurales en la posguerra es abundante. Merecen consultarse, fuera de múltiples obras
clásicas y diversos trabajos publicados en los últimos años, dos compilaciones recientes: Once
ensayos sobre la violencia en Colombia, Bogotá, 1985, y Pasado y presente de la violencia en
Colombia, Bogotá, 1986, este último editado por Gonzalo Sánchez y Ricardo Peñaranda. Sobre
los usuarios campesinos véase el trabajo de León Zámosc, Los usuarios campesinos y las
luchas por la tierra en los años setentas, Bogotá, 1984.

Las tendencias de las finanzas públicas de detallan en Finanzas Intergubernamentales en


Colombia, Informe Final de la Misión (Bird-Wiesner), Bogotá, 1982, C. II y III y (pese
nuevamente a su título) Jorge Ospina Sardi, “Las finanzas del gobierno nacional en la década
de los ochenta”, en Fedesarrollo, La economía colombiana..., op. cit. La historia de la
planeación y la influencia de las agencias internacionales puede reconstruirse a partir de
Guillermo Perry, “Introducción al estudio de los planes de desarrollo en Colombia”, en
Hernando Gómez Otálora y Eduardo Wiesner (eds.), Lecturas sobre desarrollo económico
colombiano, Bogotá, 1974, y en Lauchlin Currie, Evaluación de la asesoría económica a los
países en desarrollo: el caso colombiano, Bogotá, 1984. El ensayo de Edgar Revéiz, “Evolución
de las formas de intervención del estado en la economía de América Latina: el caso
colombiano”, en CEDE, El Estado y el Desarrollo, Bogotá, 1981, proporciona un marco general
sobre el tema. Finalmente, los libros recientes de Guillermo Perry y Mauricio Cárdenas, Diez
años de reformas tributarias en Colombia, 1986, y Mauricio Carrizosa, Hacia la recuperación
del mercado de capitales en Colombia, Bogotá, 1986, C. III, resumen la evolución de la política
tributaria.

La historia de la política financiera en las primeras décadas de la posguerra se analiza en


Antonio Urdinola, “El crédito de fomento y la banca comercial”, en Hernando Gómez Otálora,
et al., Lecturas sobre moneda y banca en Colombia, Bogotá, 1976; Carlos Jaime Fajardo y
Néstor Rodríguez, “Tres décadas del sistema financiero colombiano, 1950-1979”, en Mauricio
Cabrera (ed.), Sistema financiero y políticas antiinflacionarias, Bogotá, 1980; y Oscar Alviar,
Instrumentos de dirección monetaria en Colombia, varias ediciones. El libro de Mauricio
Carrizosa ya citado proporciona también un análisis histórico de las tasas de interés y del
mercado accionario. La política monetaria y financiera en los años setenta se resume en Juan
Carlos Jaramillo, “La liberación del mercado financiero” en Ensayos sobre Po-lítica
Económica, No. 1, marzo de 1982, y Eduardo Sarmiento, Inflación, producción y comercio
internacional, Bogotá, 1982, C. 1.

Sobre los gremios, merecen consultarse Miguel Urrutia, Gremios, política económica y
democracia, Bogotá, 1983; Bruce M. Bagley, Political Power, Public Policy and the State in
Colombia: Case Studies of the Urban and Agrarian Reforms during the National Front, 1958-
1974, Tesis Doctoral, Universidad de California, Los Angeles, 1979; Antonio García, Bases de
economía contemporánea, 2ª ed., 1984, pp. 487-560; y Jesús Antonio Bejarano, Economía y
Poder: La SAC y el desarrollo agropecuario colombiano, 1871-1984, Bogotá, 1985. La historia del
sindicalismo en la posguerra se detalla en Miguel Urrutia, Historia del sindicalismo en
Colombia, Bogotá, 1969; Hernando Gómez Buendía, Rocío Londoño y Guillermo Perry,
Sindicalismo y política económica, Bogotá, 1986; Misión de Empleo, op. cit., pp. 107-115; y
Víctor Manuel Moncayo y Fernando Rojas, Luchas obreras y política laboral en Colombia,
Medellín, 1978. Sobre los paros cívicos véase, en particular, Luz Amparo Fonseca, “Los paros
cívicos en Colombia”, en Desarrollo y Sociedad, Cuaderno No. 3, mayo de 1982. Finalmente, la
distribución del ingreso ha sido estudiada por Miguel Urrutia y Albert Berry, La distribución
del ingreso en Colombia, Medellín, 1975; Miguel Urrutia, Los de arriba y los de abajo: la
distribución del ingreso en Colombia en las últimas décadas, Bogotá, 1984; y Alvaro Reyes et
al.,op. cit.

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