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El mundo como cuerpo de Dios1
Veamos ahora cuál es el grado de validez de la metáfora del mundo
como cuerpo de Dios. Experimentaremos con esa especie de disparate para ver
si puede haber en él algo de verdad. Podríamos preguntarnos: ¿y si la
“resurrección de la carne” no se entendiera como resurrección de los cuerpos
particulares que ascienden, empezando por Jesús de Nazaret, a otro mundo,
sino como la promesa de Dios de estar siempre con nosotros en este mundo
como cuerpo de Dios? ¿Y si la promesa divina de su presencia permanente en
todo tiempo y lugar fuera imaginada como una realidad de este mundo, como
una presencia palpable y corporal? ¿Y si no tuviésemos entonces que ir a
ningún lugar especial (iglesia) o a ninguna otra parte (otro mundo) para estar
en la presencia de Dios, sino que pudiéramos sentirnos en esa presencia en todo
tiempo y lugar? ¿Y si imaginásemos la presencia de Dios en nosotros y en todos
los demás, incluyendo lo último y lo más pequeño?
Al comenzar este experimento, debemos recordar de nuevo que una
metáfora o modelo no es una descripción. Trataremos de pensar en modo
condicional sobre la relación Dios‐mundo, porque no tenemos otra forma de
hacerlo. Ninguna metáfora se adecúa completamente a la realidad, y algunas
son más absurdas que plausibles. Pensar la relación Dios‐mundo según el
esquema rey‐reino, nos parece que tiene sentido porque estamos
acostumbrados a ello; pero la reflexión pone de manifiesto que en nuestro
mundo es un disparate. Para que una metáfora sea aceptable, no es necesario
que pueda aplicarse en todas sus formas –lo cual ni siquiera es posible, porque,
si lo fuera, sería una descripción–. Hemos de darnos cuenta de cómo no debe
aplicarse una metáfora (¡decir que Dios es el Padre no significa que tenga
barba!) y de dónde falla o dónde pisa terreno poco firme. La metáfora del
mundo como cuerpo de Dios tiene el problema contrario a la metáfora del
mundo como reino de Dios: si ésta establece una distancia demasiado grande
entre Dios y el mundo, aquélla raya en el exceso de proximidad. Dado que
ambas metáforas son inadecuadas, hemos de preguntarnos cuál es mejor para
nuestro tiempo y matizarla con otras metáforas y modelos. ¿Qué es mejor: una
representación de Dios como soberano lejano que controla su reino mediante un
poder exterior y benevolente, u otra en la que Dios esté tan íntimamente
1 Este texto está extraído de McFAGUE, Sallie. Modelos de Dios. Teología para una era
ecológica y nuclear. Santander: Sal Terrae, 1994, pp. 126‐139.
EFETA agradece sinceramente a Antonio Allende, director de la Editorial Sal Terrae, el
consentimiento para ofrecer este texto en este espacio.
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relacionado con el mundo que éste pueda ser imaginado como su cuerpo? Hay,
desde luego, diferentes formas de plantearse “lo mejor”. ¿Es mejor para
nosotros y para la preservación y realización del mundo? ¿Es mejor en términos
de coherencia, comprensibilidad y claridad? ¿Es mejor en el sentido de expresar
más adecuadamente la interpretación cristiana de la relación entre Dios y el
mundo? Todos estos criterios son importantes, pues una metáfora que sea total
o fundamentalmente disparatada habrá tenido su oportunidad y habrá
fracasado.
Por consiguiente, una teología heurística y metafórica, aunque abierta
inicialmente al absurdo, está obligada también a buscar el sentido. Los
cristianos, dada su tradición, deberían estar más predispuestos a encontrar el
sentido de un lenguaje “corporal”, no sólo a causa de la resurrección de la
carne, sino también en virtud del pan y del vino de la eucaristía como cuerpo y
sangre de Cristo, y de la Iglesia como cuerpo que tiene a Cristo por cabeza. Los
cristianos tienen una sorprendente tradición “corporal”; sin embargo, hay una
diferencia entre los usos tradicionales del “cuerpo” y la visión del mundo como
cuerpo de Dios: cuando se contempla el mundo como cuerpo de Dios, ese
cuerpo incluye algo más que a los cristianos y algo más que a los seres
humanos. Cabe especular sobre si el cristianismo podría haber estado dispuesto
–caso de haber tenido su origen en una cultura menos dualista y contraria a lo
físico que la del siglo I del mundo mediterráneo, y dada la antropología y la
teología más holística de sus raíces hebreas– a hacer extensiva a Dios su
metáfora corporal. En cualquier caso, dada la visión holística contemporánea de
la personalidad, en la que la encarnación es un sine qua non, la idea de una
encarnación personal de la divinidad no es más inverosímil que la de una
divinidad incorpórea; en realidad, lo es menos. En una cultura dualista en la
que mente y cuerpo, espíritu y carne, son separables, un Dios personal
incorpóreo es más verosímil, pero no en la nuestra. Lo que pretendo sugerir es
únicamente que la idea de la encarnación de Dios –la idea como tal, dejando
aparte las particularidades– podría no considerarse absurda; de hecho, es
menos absurda que la idea de un Dios personal incorpóreo.
Una cuestión fundamental es la de si la metáfora del mundo como
cuerpo de Dios es panteísta o, por decirlo de otra forma, si reduce a Dios al
mundo. La metáfora está mucho más cerca del panteísmo que el modelo rey‐
reino, que raya en el deísmo, pero no identifica totalmente a Dios con el mundo,
del mismo modo que nosotros no nos identificamos totalmente con nuestros
cuerpos. De otros animales puede decirse que son cuerpos que poseen espíritu;
de nosotros se puede decir que somos espíritus que poseemos un cuerpo. Esto
no es introducir un nuevo dualismo, sino únicamente reconocer que, aunque
nuestros cuerpos son expresión de nosotros mismos, tanto inconsciente como
conscientemente, podemos distanciarnos y reflexionar sobre ellos. El hecho
mismo de que podamos hablar de nuestro cuerpo es una prueba de que no
somos totalmente uno con él. En este modelo, Dios no queda reducido al
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mundo, aunque el mundo sea el cuerpo de Dios. Sin embargo, sin la utilización
de metáforas que recojan el carácter agente y personal e incluyan, entre otros
elementos, a Dios como madre, amante y amigo/a, la metáfora del mundo como
cuerpo de Dios podría ser panteísta, pues el cuerpo lo sería todo. No obstante,
el modelo es monista, y tal vez pudiera designarse de manera más precisa como
panenteísta; es decir, es una visión de la relación Dios‐mundo en la que todo
tiene su origen en Dios y nada existe fuera de él, aunque esto no signifique que
Dios esté reducido a ello. Hay, por así decirlo, un límite de nuestro lado, no del
de Dios: el mundo no existe fuera o aparte de Dios. El teísmo cristiano, que
siempre pretendió que no hay sino una única realidad, y que ésta es la realidad
de Dios –pues no hay ninguna realidad opuesta a él (el mal)–, es
necesariamente monista, aunque la representación monárquica que lo ha
acompañado es implícitamente, si no abiertamente, dualista; sitúa a Dios frente
a los poderes, presumiblemente ontológicos, que se le oponen, y frente al
mundo como una realidad ajena que hay que controlar.
No obstante, aunque Dios no quede reducido al mundo, la metáfora del
mundo como cuerpo de Dios pone a Dios “en peligro”. Si seguimos hasta el
final las consecuencias de la metáfora, vemos que Dios se hace dependiente, a
través de sus ser corporal, de un modo en que un Dios totalmente invisible y
distante nunca lo sería. Así como nosotros cuidamos nuestros cuerpos, somos
vulnerables por su causa y debemos atender a su bienestar, así también Dios
estaría sometido a las contingencias corporales. El mundo como cuerpo de Dios
puede ser descuidado, maltratado y –como ya estamos empezando a darnos
cuenta– destruido totalmente, pese a la atención amorosa que Dios le presta,
por culpa de unas criaturas –nosotros– que pueden optar por unirse o no a Dios
en el cuidado consciente del mundo. Probablemente, si este cuerpo explotara,
sería creado otro; por lo tanto, Dios no es tan dependiente de nosotros ni de
cualquier cuerpo concreto como lo somos nosotros de nuestros cuerpos. Pero en
la metáfora del universo como autoexpresión de Dios –encarnación de Dios– las
nociones de vulnerabilidad, responsabilidad compartida y riesgo son
inevitables. Ésta es una interpretación de la relación Dios‐mundo notablemente
diferente de la que corresponde a la metáfora monarca‐reino, pues subraya el
consentimiento de Dios a sufrir por y con el mundo, hasta el punto de asumir
un riesgo personal. El mundo como cuerpo de Dios puede entenderse, por
tanto, como una forma de remitologizar el amor inclusivo y sufriente en la cruz
de Jesús de Nazaret. En ambos casos, Dios corre un riesgo a manos humanas:
igual que hace siglos, en una mitología del pasado, los seres humanos mataron
a su Dios en el cuerpo de un hombre, también ahora tenemos de nuevo ese
poder; pues, en una mitología más apropiada para el tiempo que vivimos,
podríamos matar a nuestro Dios en el cuerpo del mundo. ¿Podríamos
realmente hacerlo? Creer en la resurrección implica que no. Nosotros no
podemos destruir a Dios; pero el Dios encarnado es el Dios en peligro: se nos ha
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concedido la responsabilidad crucial de cuidar el cuerpo de Dios, nuestro
mundo.
Si Dios, aunque en peligro y en dependencia de otros, no queda reducido
al mundo en la metáfora del mundo como cuerpo de Dios, ¿qué más podemos
decir del significado de este modelo desde el punto de vista de Dios?; ¿cómo
conoce Dios el mundo, cómo actúa en él y cómo lo ama?; ¿qué se dice del mal
en esta metáfora? En el modelo monárquico, Dios conoce el mundo desde el
exterior, actúa sobre él, bien por intervención directa, o bien indirectamente,
por medio de los súbditos humanos, y lo ama de manera benevolente y
caritativa. El conocimiento, la acción y el amor de Dios son muy diferentes en la
metáfora del mundo como cuerpo de Dios. Dios conoce el mundo de manera
inmediata, del mismo modo que nosotros conocemos nuestros cuerpos. Se
podría decir que Dios está al tanto de todas las partes del mundo mediante una
comprensión interior. Además, este conocimiento es un conocimiento empático,
íntimo, “simpatético”, más próximo al sentimiento que a la racionalidad. Es
conocimiento “por relación directa”; no es “información sobre”. Así como
nosotros estamos íntimamente relacionados con nuestros cuerpos, así Dios –el
Tú más radicalmente relacional– está relacionado íntimamente con todo lo que
es. Dios se relaciona “simpatéticamente” con el mundo, así como nosotros nos
relacionamos “simpatéticamente” con nuestros cuerpos. Esto supone, desde
luego, una inmediatez y una preocupación en el conocimiento que Dios tiene
del mundo imposibles en el modelo rey‐reino.
Por otra parte, ello supone que la acción de Dios en el mundo es
igualmente interior y solícita. Si el universo entero, todo lo que es y lo que ha
sido, es cuerpo de Dios, entonces Dios actúa en y a través de increíblemente
complejo evolutivo físico e histórico‐cultural que comenzara hace eones. Esto
no significa que Dios quede referido al proceso evolutivo, pues Dios sigue
siendo siempre el agente, el sí mismo, cuyas intenciones se manifiestan en el
universo. No obstante, el modo en que expresan estas intenciones es interno y,
consecuentemente, providencial, es decir, reflejo de una relación “solícita”. Dios
no interviene en el proceso natural o histórico como un deus ex machina, como
ocurre en el modelo de rey, ni siente, simplemente, de manera caritativa hacia el
mundo. La sugerencia, sin embargo, de que Dios cuida del mundo como uno
cuida de su propio cuerpo, esto es, con un alto grado de preocupación
“simpatética”, no implica que todo esté bien o que el futuro esté asegurado,
pues con la metáfora del cuerpo Dios está en peligro. Sin embargo, confiar en
un Dios cuyo cuerpo es el mundo supone confiar en un Dios al que le interesa
profundamente el mundo.
Además, el modelo del mundo como cuerpo de Dios sugiere que Dios
ama los cuerpos: al amar al mundo, Dios ama un cuerpo. Esta idea lleva consigo
un marcado desafío a la larga tradición cristiana de oposición a lo corporal, lo
físico, lo material. Esta tradición ha reprimido la sexualidad sana, ha oprimido a
las mujeres como tentadoras sexuales y ha definido la redención cristiana de
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forma espiritualista, negando así que las necesidades básicas, sociales y
económicas de los seres encarnados tengan que ver con la salvación. Equivale a
decir, además, que las necesidades básicas de la existencia corporal –comida y
vivienda adecuadas, por ejemplo– son aspectos fundamentales del amor de
Dios a todas las criaturas corpóreas, y que, por lo tanto, deberían ser
preocupaciones fundamentales de todos nosotros, colaboradores de Dios. En
una sensibilidad holística no puede existir la división espíritu/cuerpo: si ni
nosotros ni Dios somos incorpóreos, la denigración del cuerpo, de lo físico y lo
material, debería acabar. Tal división no tiene ningún sentido en nuestro
mundo: espíritu y cuerpo o materia son un continuum, pues la materia no es
sustancia inanimada, sino vibraciones energéticas en continuidad esencial con
el espíritu. Amar los cuerpos no es, por tanto, amar lo opuesto al espíritu, sino
lo que es uno con él, y el modelo del mundo como cuerpo de Dios lo expresa
plenamente.
La inmanencia de Dios al mundo, implícita en nuestra metáfora, plantea
la cuestión de la relación de Dios con el mal. ¿Es Dios responsable del mal, tanto
del mal natural como del que es producto de la voluntad humana? Las
representaciones del rey y su reino y de Dios y el mundo como cuerpo de Dios
sugieren, obviamente, muy diferentes respuestas a estas preguntas tan
extraordinariamente difíciles y complejas. En la construcción monárquica, Dios
está implícitamente en lucha con los poderes del mal, bien como rey victorioso
que los aplasta, bien como siervo sacrificado que (momentáneamente) asume
un aspecto de este mundo para liberar a sus súbditos del control del mal. Las
consecuencias del dualismo ontológico que supone oponer los poderes del bien
y del mal es el precio exigido por separar a Dios del mal, y es ciertamente un
alto precio, porque sugiere que el lugar del mal es el mundo (y nosotros
mismos) y que para escapar de las garras del mal necesitamos liberarnos de “el
mundo, el demonio y la carne”. En esta construcción, Dios no es el responsable
del mal, pero tampoco puede identificarse con el sufrimiento causado por el
mal.
Esa identificación tiene lugar en la metáfora del mundo como cuerpo de
Dios. El mal del mundo, toda clase de mal, sucede en Dios y a Dios tanto como
a nosotros y al resto de la creación. El mal no es un poder enfrentado a Dios; en
cierto sentido, es “responsabilidad” de Dios; parte del ser de Dios, si se prefiere.
Una posición monista no puede evitar esta conclusión. En un proceso evolutivo
de carácter físico, biológico e histórico‐cultural tan complejo como el universo,
tendrá lugar mucho de lo que desde distintas perspectivas se considera mal; y si
consideramos ese proceso como autoexpresión de Dios, entonces Dios está
implicado en el mal. Pero la otra cara de esta circunstancia es que Dios está
también profunda, palpable y personalmente implicado en el sufrimiento
causado por el mal. El mal sucede en y al cuerpo de Dios: el dolor que sienten
aquellas partes de la creación afectadas por el mal, también lo siente Dios, y lo
siente corporalmente. Todo dolor en cualquier criatura es sentido inmediata y
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corporalmente por Dios: nadie sufre solo. En este sentido, el sufrimiento de
Dios en la cruz no duró unas cuantas horas, como en la antigua mitología, sino
que es permanente y está continuamente presente. Como cuerpo del mundo,
Dios está para siempre “clavado en la cruz”, pues lo que ese cuerpo sufre, lo
sufre también Dios.
¿Equivale esto a decir que está desamparado ante el mal o que no conoce
la alegría? No, pues el camino de la cruz, el camino del amor inclusivo y radical,
es una forma de poder, aunque muy diferente al poder del rey. Esto significa
que, a diferencia del Dios rey, el Dios que sufre con el mundo no puede acabar
con el mal: el mal no es sólo una parte del proceso, sino que su poder depende
también de nosotros, compañeros de Dios en el camino del amor inclusivo y
radical. Y lo que se afirma del sufrimiento puede decirse también de la alegría.
Dondequiera que en el universo haya nueva vida, éxtasis, serenidad y
realización, Dios experimenta esos placeres y goza con cada criatura en su
alegría.
Cuando vemos esta representación del mundo como cuerpo de Dios
desde la perspectiva que a nosotros nos corresponde, debemos preguntarnos si
quedamos reducidos a ser meras partes del cuerpo. ¿En qué consiste nuestra
libertad? ¿Cómo se entiende aquí el pecado? ¿Cómo deberíamos comportarnos
según este modelo? El modelo no se adecúa plenamente a Dios, y tampoco a
nosotros.