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t$ <4d.
LUIS DE VAL
ILUSTRACIONES DE A. SERINA
TOMO PRIMERO
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i■
EL COFRECILLO DE CELESTE
CAPITULO PRIMERO
COMIENZA EL DRAMA
II
III
(i) Látigo.
IV
Biblioteca Naciona,
SOR CELESTE
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VI
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TOMO I
II V-
V
De tal suerte tiraba Agustín del brazo de su víc
tima, que ésta tropezó por fin con una piedra, y cayó V
de bruces al suelo á tiempo que exclamaba con tem
blorosa voz:
—No me mates, Agustín, no me mates, porque
luego te arrepentirías.
Agustín no hizo caso de la anterior advertencia.
Había llegado con la catalana al punto á que, sin
duda, deseaba llevarla, y al verla en el suelo, echóse
sobre ella, diciendo:
—Bueno; ahora me prevendré contra ti. Hemos de
hablar, y como te conozco y sé que eres muy astuta
y que no careces de pesqui, como dicen en nuestra tie
rra, debo estar prevenido contra tu deseo de escapar
con vida... Quieta ó te extrangulo antes de hora.
La catalana no hizo el menor movimiento.
De bruces en el suelo, oíanse confundidos con el
rumor de la lluvia al azotar la techumbre de espesa
hojarasca bajo la cual se hallaban, sus temerosas sú
plicas y sus lamentos formulados con opaca y temblo
rosa voz.
III
IV
Biblioteca Naciona,
26 SOR CELESTE
VI
VII
VIII
TOMO I
Biblioteca Nacional de
CAPITULO JII
La paga.
II
III
IV
VI
Biblioteca Nacionai
42 SOR CELESTE
Vil
II
III
ñola buscaba... De verdá que sí, ¡pues no! con las co
nocencias que yo tengo... En seguidita me acordé de
la niña Celeste, que es el ángel del barrio del Vedado,
donde no hay un pobre que no la quiera ni un rico
que no la respete.
—¿Y qué?
—Pues que le dije á la española dónde vive el tal
don Cesáreo y la niña Celeste, que á lo que parece es
su hija... Y aquí viene lo extraordinario, hijito.
—Di — contestó el malvado escuchando con mal
disimulada ansiedad.
—La pobre me dijo que le diese las señas de la
casa, que le indicase el caminito; y yo se las dije las
señas y la acompañé hasta ahí fuera para decirle por
dónde debía ir al Vedado y entonces ella ¡madrecita
qué asombro! echó mano al bolsillo de la falda y me
dió dos pesos duros ¿oyes hijito? ¡dos pesos duros una
pobre como ella!... ¡Oh, y que al sacarlos, bien se oyó
el sonar de otros muchos... y de oro... vaya que debía
llevar oro! tengo buen oído!
IV
Agustín miró á la mulata curandera con el mayor
asombro.
Lo que acababa de oir de labios de ella, era por
cierto sumamente extraño.
TOMO I
RCSLOJ
Biblioteca Nacional de Esjoo
50 SOR CELESTE
—¿Dónde?
—En el Vedado.
—¿Venías de allá?
—De allá venía.
VI
Agustín calló.
La mulata siguió fumando.
El miserable estaba ligeramente pálido y una son
risa horrible vagaba por sus labios.
Sin cesar de sonreir, y como quien hace una pre
gunta extemporánea por hablar de algo, preguntó de
improviso:
—Conque, ¿crees tú que llevaba oro aquella mujer?
—Apostaría la cabeza,—contestó la curandera in
diferentemente.
Agustín volvió á quedar silencioso y pensativo.
La mulata, satisfecha porque el cigarro le había
salido bueno y la noche le resultaba mejor, gracias á
los cuatro pesos, habíase reclinado indolentemente en
la silla, cuyo respaldo inclinaba sobre la pared, for
mando ángulo con el suelo.
La curandera hacía sus mejores negocios por la
noche, y de aquí que velase; pero de aquí también
que, en fuerza de velar noches y más noches, sintiera
un sueño irresistible.
VIII
IX
Biblioteca Nach
58 SOR CELESTE
II
III
IV
Biblioteca Naciona,
66 SOR CELESTE
VI
VII
II
—Claro está.
—¿Y dices que la has enterrado?
—A siete palmos bajo tierra...
—¿Y vienes ahora de enterrarla?
—¿Pues de dónde? ¿de algún baile?
—Y ¿la enterraste allí... donde ella estaba?—pre
guntó Agustín, mirando á Polonio recelosamente.
El guajiro contestó:
—Nada de eso... Me la llevé algo lejos... Allí era
fácil que me sorprendiera el día y me viese alguien,
pues no está muy distante el camino.
Esta explicación hizo respirar libremente á Agus
tín.
El bribón esperaba coger en un renuncio á Polonio.
Si éste hubiese dicho que volvía de enterrar á la
mendiga y que la había enterrado en el punto donde
la hallara, habiendo estado él allí y no habiéndole
visto, hubiera sido indudable que el guajiro mentía.
Pero Polonio, por lo visto, decía verdad.
Agustín no podía dudarlo, pues estando seguro de
haber dado muerte á la catalana y no habiéndola en
contrado después en el punto de la manigua en que la
dejara, natural parecía que su desaparición fuese de
bida al no menos natural interés de Polonio en que
el cadáver no fuese hallado en terrenos cercanos á su
bohío
III
Biblioteca Nación.
74 SOR CELESTE
IV
76 SOR CELESTE
VI
II
11
82 SOR CELESTE
III
IV
VI
VII
88 SOR CELESTE
VIH
Biblioteca
90 SOR CELESTE
IX
II
94 SOR CELESTE
III
% sOR i;BLE»TE
IV
Biblioteca
98 SOR CELESTE
VI
CAPITULO IX
En el hospital.
Ill
IV
VI
VII
Soliloquios.
II
HI
IV
VI
Vil
IX
Alberto Mendi.
II
III
Biblioteca Ná
122 SOR CELESTE
IV
Vil
VIII
Biblioteca Nái
130 SOR CELESTE
UN MARIDO COMPRADO
CAPITULO PRIMERO
La española.
II
III
— ¡Adiós, juerguista!
—¡Adiós, Alberto! ¿Te has enamorado? Lo digo
porque estás pálido y la palidez es consecuencia mu
chas veces de la excesiva pasión.
—¡Hola calavera!
Alberto sonrió, estrechó las manos que se le ten
dían y dijo, sentándose detrás de todos:
—Chicos estoy aburrido.
—Eso es muy raro en ti, querido, — díjole uno de
los jóvenes.
—Pues, por extraño que os parezca, es cierto.
—Entonces te voy á proporcionar una distracción.
—¿Cuál?
—Ven... asómate y verás una mujer que..
—Déjame.,. ¡Las mujeres!... me fastidian.
—Dichoso tú que puedes decir eso... ¡Ay! No me
sucede lo mismo que á ti...
Hizo al joven un cómico gesto y continuó diciendo:
—Pero vamos al caso .. Ahora no se trata de una
mujer como todas, sino de un tipo excepcional. Ven
y me darás la razón.
IV
VI
Biblioteca Nacional
138 SOR CELESTE
VII
El acto terminó.
—Cayó el telón entre bravos y palmadas y los jó
venes del palco pusiéronse en pie.
Alberto se despidió de ellos diciendo:
—Voy á saludar á una familia amiga que está en
el piso de arriba.
—Con Dios, querido—dijéronle sus amigos.—Vuel
ve luego, que á la salida del teatro iremos á pasar un
rato por ahí.
Alberto salió sin contestar y muy preocupado.
En vez de dirigirse á saludar á nadie, subió al úl
timo piso del teatro y colocóse de pie en punto desde
VIII
IX
Biblioteca NacioTf,
146 SOR CELESTE
II
III
IV
TOMO I 20
VI
VII
VIII
Noticias satisfactorias.
Biblioteca Naciona.
i62 SOtt CELESTE
III
IV
Y prosiguió, diciendo:
—Nos pusimos á hablar de cosas indiferentes: por
ejemplo, del éxito que anoche obtuvieron los actores...
Yo, entonces, dije que había visto á la española y me
lamenté de que no residiese en la Habana. Mi amigo
entonces me contestó;
«—Pues será muy fácil que tengas ocasión de
verla con mucha frecuencia.»
«—¿Qué? ¿no se van?»—le pregunté. — «Se que
dan»—contestóme. Le preguntó cómo lo había sabido
y díjome poco más ó menos: «Amigo mío, lo sé por
razón de mi oficio. Ese caballero que viste en el palco,
es el padre de la española.»
—Parece mentira, yo no creí que lo fuese—objetó
uno de los contertulios.
—Yo no puedo asegurar nada,—repuso Fernán-
dito—os cuento lo que me ha dicho mi amigo el no
tario, y cuando él lo dice es...
—Porque lo supondrá -le interrumpieron.
Fernandito, exclamó con enojo:
—Es porque lo sabe con certeza.
—Bien hombre, no te enfades; estos son muy bro
mistas y no debes hacerles caso—le dijo Alberto.
—Pues como os iba diciendo—continuó el quis
quilloso joven—ese caballero que la acompaña es su
padre. Se llama...
Fernandito meditó un momento colocándose un de
VI
Biblioteca Nació,
CAPITULO IV
Paseos á caballo.
II
III
IV
VI
TOMO I 28
VII
Dadas é ioipaciencias.
III
TOMO I 24
IV
VI
VII
VIII
Desdenes.
II
III
IV
Biblioteca Nach
202 SOR CELESTE
VI
VIII
Murmuraciones.
II
III
IV
VI
Correspondencia interceptada.
II
IV
VI
VII
VIII
Biblioteca Nación,
226 SOR CELESTE
—¿Yo, mi amo?
—Tú... Vas á ser la mediadora en una gran ven
tura de mi hija.
—¡Ay, qué alegría si eso es cierto!
—Escucha... La señorita tiene amores á los que
yo me opongo porque el novio es pobre y no tiene
oficio ni beneficio, esto es, no sabe hacer nada, aun
que es un buen muchacho.
—Pues un buen muchacho ya es algo, mi amo, que
los hombres están perdidos.
—Y vosotras... En fin, sigo: como la pobre de mi
hija está cada vez más pálida y más triste...
. —¡Ya lo veo!... ¡pobre niña!
—He decidido cejar en mi oposición, y á cambio
de lo mucho que le deben haber hecho sufrir mis ne
gativas, darle una sorpresa que ha de llenarla de con
tento.
—¡Qué gusto!... ¿Hará usted eso, mi amo?
—En prueba de ello vas á ser tú la mediadora en
mi intriga.
—¿De qué manera?
—La señorita ¿no te ha dado una carta ó te ha
dicho algo para que lo escribas tú ó lo hagas escribir?
La doncella no supo qué contestar.
Don Cesáreo sonrió al ver su vacilación.
—Vamos,—la dijo—no vaciles y di la verdad...
XI
II
TOMO I 80
III
IV
VI
VII
TOMO I 31
Escena violenta.
II
III
IV
La camarera salió.
Don Cesáreo abandonó su asiento y dirigióse á la
habitación de su hija.
—¿Se puede, Celeste?—preguntó.
—Sí—contestó secamente la joven al reconocer la
voz del que pedía permiso.
Nuestro misterioso personaje, penetró en la estan
cia de Celeste, preguntando:
—¿Descansaste?
—Si—repitió aquella con la misma sequedad que
antes.
—¿Has tomado el desayuno?
—Sí.
Don Cesáreo hizo un gesto de contrariedad al ver
el talante de la joven.
—Veo que estás de mal humor, hija mía—dijo con
calma.
—No siempre se puede estar contenta, y yo menos
que todos—repuso Celeste, mirándole hjamente.
—¿Y acaso tengo yo la culpa de tu mal humor
para que así me hables y asíame mires?
—Bien pudiera ser... Seré franca: así es, señor
mío.
V
VI
VII
VIII
VI
La tormenta.
II
III
Biblioteca Nación.
258 SOR CELESTE
IV
VI
VII
VIII
TOMO 1 84
II
ni
El asombro de Alberto, no pudo ser mayor, al es
cuchar las anteriores palabras.
Miró á Celeste fijamente y en vez de encontrar en
su rostro una expresión cariñosa, dulce, una expresión
que revelara lo que él creía que podían significar sus
palabras, vióla grave, densamente pálida.
Celeste, sin esperar respuesta, avanzó hacia el
vestíbulo de la planta baja, diciendo, no sin algo de
turbación:
—Venga usted... venga usted, amigo mío.
El criado había abierto la puerta de la estancia
de Celeste.
Don Cesáreo se detuvo ante ella para dejar que
pasase la joven.
Alberto, que se había apresurado á seguir á la jo
ven, se obstinó en que don Cesáreo pasase delante.
Este hubo de ceder por fin.
Alberto entró el último y no pudo menos que que
dar admirado ante el buen gusto y la riqueza con que
estaba alhajada la estancia.
IV
VI
VI
VII
VIII
I
Un negro, envuelto en un capote de lluvia, lleno
IX
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S'- ■* . J 'i*S! - ■" /^:
XI
¡Pobre Celeste!
II
III
IV
tomo i 38
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Bibliotei^ NdilUlldl Jé^España
298 SOR CELESTE
VI
yii
VIH
II
IV
Biblioteá
306 SOR CELESTE
—¡Oh! Perfectamente.
—Prosiga... prosiga, amigo mío.
—Se acaba el crédito y... con él las esperanzas
de librarse de la pobreza...
—Resumen: comenzaría yo (también supongo, ¿eh,
querido don Cesáreo?), comenzaría yo, repito, á luchar
con el hambre.
—Eso es...
—Pues ya sólo falta la receta. Vamos á ver ¿cómo
me libraría yo de la miseria?
VI
VII
VIII ' •
Trato hecho.
Biblioteca
314 SOR CELESTE
II
III
IV
—¡Oh! Perfectamente.
—Pues entonces, me parece que podré ahorrarme
enojosas explicaciones. Ya dehe usted ver claro el in
terés con que protejo sus propósitos acerca de Celeste.
VI
Biblioteca
322 SOR CELESTE
Vil
VIII
IX
XI
Biblioteca
830 SOR CELESTE
XII
La ambición.
II
Amanecía ya.
Abrió los balcones, que daban al jardín, para ver
si había por allí algún criado.
La mañana era hermosa.
La tormenta de la tarde anterior había purificado
la atmósfera, dejándola mucho más limpia y transpa
rente.
III
IV
VI
II
Ill
IV
—Celeste.
Todas las miradas se dirigieron al palco de la in
teresante peninsular.
En efecto, acababa de presentarse en él la her
mosa joven, despertando con su belleza un murmullo
de admiración en todos los que la contemplaban.
Como de costumbre, detrás de ella apareció la rí
gida y misteriosa figura de don Cesáreo.
Desde Celeste, las miradas de todos pasaron á Al
berto. *
Este había palidecido ligeramente.
Sus amigos no dejaron de advertirlo.
Pasado un momento, Alberto se levantó y cogió
su sombrero.
—¿Te vas?—le preguntaron algunos.
—Sí,—contestó el joven lacónicamente.
—Dejadle,—añadió Fernandito.—Irá al palco de
Celeste.
—Tú lo has dicho,—añadió Alberto.—Allá voy.
Fernando sonrió provocativamente.
Alberto vió esta sonrisa, pero no hizo caso, y sa
lió del palco diciendo:
—Hasta luego.
VI
Biblioteca Nacional
346 SOR CELESTE
VII
VIH
Terminó el acto.
Alberto creyó llegada la ocasión de poner su plan
TOMO I 45
Frente á frente.
II
III
—Es un infeliz.
—Es un hombre honrado.
—No tiene posición...
—Yo no busco dinero; busco cariño.
—Hará tu infelicidad.
—Hará mi dicha, porque me ama y le amo.
—No insistas, ¡es imposible!... ¿Lo entiendes
bien?... ¡Imposible!
—¿Pero no dice usted que sólo ansia mi felicidad?
—Sí.
—Pues yo no seré feliz más que casándome con el
elegido de mi corazón.
—¿Casarte con él?... ¡Nunca!
—Lo veremos.
—¿Me desafías?
—Sí, puesto que usted lo quiere.
—¿Y quién eres tú para oponerte á mis designios?
—¿Y quién es usted para imponerme su voluntad,
aun á costa de mi dicha?
—¿Quién soy?... Quién puede hacerlo... ¡Tu padre!
Celeste le contempló un instante con expresión de
desprecio, y luego exclamó con arrogancia:
—Usted no es mi padre.
IV
Biblioteca
362 SOR CELESTE
VI
VII
VIH
IX
Biblioteca
370 SOR CELESTE
Noche de insomnio.
III
IV
TOMO I 48
Biblioteca Nacn
378 SOR CELESTE
La baria.
II
—Mucha vigilancia.
—La tendré.
—Día y noche.
—Justamente.
—Bueno; ahora te presentaré á ella.
—Cuando quiera mi amo.
—Pues vamos allá.
— Vamos.
Don Cesáreo se dirigió á la estancia de Celeste
seguido de Cayita.
—¿Se puede pasar, hija mía?—preguntó el astuto
señor con hipócrito acento.
—Sí,—contestó secamente la joven desde el inte
rior de la estancia.
III
IV
VI
Biblioteca
386 SOR CELESTE
VII
VI II
IX
«España.
Señor don Adelardo Díaz.
Calle de Carretas, número.... Buhardilla.
Madrid.»
El amor se impone.
II
III
IV
VI
TOMO 1 61
Bibliote-
1
CAPITULO XXII
La carta.
II
Ill
IV
Bibliotec,
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Biblioteca Nacional de España .
410 SOR CBLESTE
Decía así:
«Bien mío; al fin vuelvo á verte... al fin vuelvo á
estar cerca de ti... ¡Oh! y para no separarnos nunca...
»En vano será que los hombres intenten interpo
ner entre nosotros la inmensidad de los mares...
»Nuestros destinos van ligados el uno al otro, y
ya lo ves, no ha habido distancia invencible... Sal
tando por encima de esa distancia, otra vez nos he
mos reunido... ¿Cómo?... Ni yo mismo lo sé, ni yo
mismo me lo explico. Sin duda porque hay una pro
videncia que vela por los enamorados.
«¿Te acuerdas de cuando te decía que te amaba
con todo mi corazón y que era imposible que existiese
en el mundo un amor más grande y más intenso?...
Pues te engañaba; pero te engañaba, sin yo sospe
charlo siquiera...
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t-V•■ - V V :!
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VI
VII
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Biblioteca
1
418 SOR CELESTE
IX
II
i Biblioteca Nach
426 SOR CELESTE
III
IV
VI
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434 SOE CELESTE
De potencia á potencia.
II
III
IV
Biblioteca
■ " .
Nacional
■
de España
'i. y ^
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 441
—Lo veremos.
—¿Qué harás, infeliz, sino doblegarte á mis man
datos?
—¿Qué haré?... Cualquier cosa. Todo menos resig
narme á ser víctima de sus infamias. Pediré auxilio á
cualquiera... En el mundo no ha de haber solamente
seres tan indignos como usted.
—Sí, —interrumpió don Cesáreo sarcásticamente.
—¡Pedirás auxilio á tu amante!
—¿Y por qué no?
Don Cesáreo soltó una nueva carcajada.
Bibliotecario
442 SOR CELESTE
VI
Sobre aviso.
LEGARON al ingenio.
Don Cesáreo, que había vuelto á
recobrar su aspecto frío ó indiferente,
como si se hubiese borrado ya de su
memoria el recuerdo de la escena de
aquella mañana, con aquella sonrisi
ta falsa é hipócrita que le era tan pe
culiar, invitó á Celeste á visitar la casa, para ver si
los últimos detalles de instalación se habían termina
do á su gusto.
Pero la joven le contestó que no, que necesitaba
descansar; y se retiró inmediatamente á su cuarto, á
aquel precioso gabinete azul, cuyo decorado parecía
una alegoría de su nombre.
II
III
Biblioteca
450 SOR CELESTE
IV
VI
VII
VIII
Biblioteca
458 SOR CELESTE
II
III
JV
Bibliotet
466 SOR CELESTE
VI
Prisionero.
II
III
Biblioteca Nado:
474 SOR CELESTE
IV
VI
II
Biblioteca Nadal
482 SOH CELESTE
Ill
IV
Biblioteca Nado,
490 SOR CELESTE
VI
La cartera.
II
III
IV
Biblioteca Nadá
498 SOR CELESTE
VI
11
III
Biblioteca
506 SOR CELESTE
IV
VI
—¿Qué se ofrece?—preguntó.
—¿Haría usted el favor de decirme,—contestó
Alberto,—si ha llegado ya el vapor Santa Lucia, pro
cedente de Barcelona?
—No señor.
El joven se estremeció de alegría.
—¿Y cuándo llega?
—Eso es difícil asegurarlo; como hace tantas es
calas... Há dos días que debió llegar...,Le esperamos
hoy ó mañana lo más tarde.
—Gracias.
—Usted mande.
El escribiente se retiró de la ventanilla, y Alberto
salió á la calle.
Su rostro expresaba profunda satisfacción.
—La suerte me protege,—murmuraba con acento
tembloroso.—Ahora comprendo porqué Adelardo, ha
hiendo salido de España después que la hermana Paz,
ha llegado aquí antes. El vapor en que ha hecho la
travesía debe haber venido directamente, mientras
que el otro, ha tenido que hacer escalas... ¡Ah! no se
me escapará la hermana... ¡qué ha de escapárseme...!
Y ese precioso cofrecillo caerá en mis manos, sin que
ella pueda evitarlo, sin que ni siquiera lo sospeche...
Sonrió satisfecho y se frotó las manos con alegría.
—Que trabaje don Cesáreo por cuenta de los dos.
TOMO I 65
Un buen tropiezo.
II
III
IV
L.
622 SOR CELESTE
VI
VII
VIII
Biblioteca Nado,
■'r^
De tal á tal.
II
III
IV
Biblioteca Nacional de ¡
538 SOR CELESTE
VI
Trato hecho.
II
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Biblioteca spana
1
IV
VI
VII
Biblioteca
554 SOR CELESTE
II
III
IV
V
A
Biblioteca
562 SOR CELESTE
f
El sol la bañaba con sus rayos, envolviéndola en
una aureola de luz, en la que parecía flotar polvo de
oro.
La suave brisa agitaba blandamente su ancha
toca, que semejaba el remate de dos alas de nítida
blancura.
Parecía un ángel bajado del cielo para darnos
una prueba de lo hermosa que debe ser la gloria.
La hermana llevaba en una mano un pequeño lío
de ropa y con la otra oprimía contra el pecho un pe
queño bulto, que, á juzgar por la forma, debía ser una
arquilla.
Agustín miró de nuevo á Alberto y éste hizo una
pequeña señal de asentimiento.
Los dos habían tenido la misma idea y los dos se
la habían comunicado con la mirada.
Aquel debía ser, sin duda, el cofrecillo objeto de
todos sus afanes.
La hermana Paz descendió por la palanca al
muelle.
En seguida una turba de negritos la rodearon gri
tándole :
—¿Quiere la hermanita que le lleve el fardo?
Y pugnaban por apoderarse del lío que llevaba en
la mano.
Lq heimana sonreía afablemente y hacía movi
mientos negativos con la cabeza.
VI
Vil
VIII
IX
Biblioteca Nai
570 SOR CBLESTE
XI
—Precisamente.
—Di, pues.
—Contéstame primero á una pregunta.
—Habla.
—¿Puedo contar contigo?
—Ya lo sabes, niño... Para todito.
—¿Eres prudente?
=—Pregunta por niño José á cualquiera de esos
que hay ahifuera. , ^ '
—Me basta tu palabra. Vamos ahora á otra cosa.
¿Tienes á tu disposición algún quitrín ó calesa.
—No; la alquilo cuando me cae quehacer.
—¿Cuánto tiempo necesitarías para procurarte
una?
—¿Una calesa?
—O un quitrín.
—Habiendo dinero, para esta misma noche si lo
quieres puedo tenerlo listo.
—Por dinero no ha de quedar: toma.
Y echó sobre la mesa dos monedas de oro.
Los ojos de José brillaron de codicia.
—¿Tendrás bastante?—le preguntó Agustín.
.—Sí.
—Pues escucha.
Y comenzó á darle instrucciones.
Desde aquella misma tarde, un quitrín al parecer
XII
XIII
«
Al cabo de media hora próximamente, José volvía
en busca de Agustín, revelando en su sonrisa y en la
animación de sus ojoa, una inmensa satisfacción.
—Niño... niño; grandes noticias--exclamó acer
cándose.
—Hola... ¿si?
—He hablado con la hermanita.
—¡Calle! Esto ya es importante. ¿Y qué te ha
dicho la hermanita?
XIV
TOMO I 73
CAPITULO XXXV
En el hospital.
II
III
IV
VI
Biblioteca Na
586 SOR CELESTE
II
III
IV
TOMO 1 75
1
CAPITULO XXXVII
Madre!
II
III
IV
TOMO 1 76
Biblioteca
CAPITULO XXXVITI
Explicaciones.
II
1 III
—A mí, sí.
Dolores miró á su hija con asombro y dijo:
—Entonces, escucha:
Biblioteca
610 SOR CELESTE
VI
—¿Y no volvió?
—No.
—¿Qué había sido de él?
—Aún lo ignoro. A los dos días de aguardarle inú
tilmente, ya no pude más, y por la noche, enferma y
todo como estaba, me levanté del lecho y salí á la
calle en su busca.
—¿Y á dónde fuiste?
—A donde era natural que tuvieran noticias su
yas, al hotel de Inglaterra, que como te he dicho, era
donde habitaba su novia. Llegué y pregunté por la
señorita Celeste, diciendo que quería verla para pe
dirle una limosna. Me contestaron que no estaba ya
allí, que hacía poco que se había trasladado á su
quinta, situada en el camino del \ edado.
—Eso es,—murmuró Paz, como hablando consigo
misma.
—Yo no conocía la Habana, — prosiguió Dolores,
— pero preguntando á unos y á otros, conseguí llegar
hasta el barrio del Carmelo. Allí pregunté á una vie
ja mulata, que había á la puerta de una casa, si por
aquellos arrabales vivía un tal don Cesáreo de la Lo
ma. La mulata titubeó; le nombré entonces á Celes
te, y recordó en seguida, dándome al momento las
señas de la posesión.
VII
Terrible dilema.
II
I ( y í&J
Biblioteca Naciftnalfl^l^mma
618 SOR CELESTE
III
IV
VI
VII
Biblioteca Nach
-1
626 SOR CBLESTR
0 salvarse ó morir.
II
—Sí.
—Lo celebro. Me parece que vas volviéndote ra
zonable, con lo cual ganaremos mucho todos... y tú
la primera.
Celeste hizo un gesto de impaciencia.
—No te impacientes, —agregó el miserable.—
¿Quieres que hablemos? Pues empieza; ya te escucho.
La joven quedóse pensativa un momento, y luego
comenzó á hablar de esta manera:
—¿Puedo saber el objeto con que usted se apo
deró de Adelardo?
—No es muy difícil de adivinar,—repuso don Ce
sáreo sonriendo.
—Se ha apoderado usted de él,—continuó Celeste,
—para tener un medio con que obligarme á aceptar
todo cuanto usted me proponga, ¿no es así?
—Precisamente; veo que, en efecto, has reflexio
nado esta noche más de lo que yo suponía. Esa con
secuencia está deducida de los hechos y de los ante
cedentes, con verdadera lógica.
—¿Y qué es lo que de mí se exige?—prosiguió la
joven;—á qué es á lo que se me trata de obligar?
¿Acaso á que me case con ese... don Alberto?
—¿Por qué no? Ya te he dicho en más de una oca
sión que es un partido que te conviene.
—Que le conviene á usted, dirá mejor.
III
IV
Biblioteca A/a
634 SOR CELESTE
—¡Mi palabra!
— ¡Su palabra!
—Si no es garantía suficiente búscala en ti misma:
reflexiona que una vez conseguidos mis deseos, de
nada puede servirme ese pobre chico, si no es de es
torbo.
—¡Es verdad!
—¡Ya lo creo que es verdad! Convéncete... ¡Si no
hay como la lógica! por eso yo, al verte recurrir á ella
en tus deducciones, he comenzado á confiar en que
nos entenderíamos.
VI
VII
VIII
TOMO i 81
CAPITULO XLI
El poder de la impotencia.
II
Ill
IV
Biblioteca
650 SOR CELESTE
VI
VII
Tanteo inútil.
II
Ill
IV
VI
Biblioteca
666 SOR CELESTE
—Pero SÍ el odio.
—Contra usted siempre lo tendré.
—Perfectamente—replicó don Cesáreo encogién
dose de henebros—puede usted odiarme cuanto guste.
Y volviéndose hacia Gruillermón, le dijo:
—Abajo con él.
Gruillermón desenvainó el cuchillo, y con él en la
diestra, indicó al joven que bajase á la cueva.
A los labios de Adelardo, asomó una sonrisa indes
criptible.
Miró á don Cesáreo con altivez, sostuvo éste su
mirada con la sonrisa en los labios y el joven desapa
reció, por fin, por la entrada de su obscura mazmorra.
VII
CAPITULO XLIII
La sombra.
II
III
Biblioteca Nacional
674 SOR CELESTE
IV
VI
vn
Celeste, al verse sola, fué á sacar del pecho la
carta.
Pero se contuvo.
—¿Y si la borrachera fuese fingida para inspirar
me confianza y hacer que obre sin recelo?—pensó.
Para estar segura de que no corría el menor peli
gro, corrió á la alcoba, vistióse, fué luego á la puerta
de la estancia, la cerró cuidadosamente, se metió en
la alcoba y cerró los cristales.
TOMO
Biblioteca Nacional
682 SOR CELESTE
VIII
II
III
IV
TOMO 1 87
Biblioteca Nacioiis
690
VI
VII
VIII
IX
BIbliote
698 SOR CELESTE
XI
XII
XIII
TOMO I 89
Biblioteca
CAPITULO XLV
Camino de la victoria.
11
III
IV
VI
VII
VIII
—¡Celeste!—repitió la voz.
—Sí... ¿No eres tú A delardo?... ¿No eres tú el
dueño de mi corazón?
—Sí... yo soy... ¡Celeste de mi vida!
—¡Pobre amor mío!... Sufres mucho, ¿verdad?
— ¡Mucho!
—¡Valor!... ¡Yo te salvaré!
Un nuevo gemido, contestó á estas palabras.
—¿Por dónde se entra á tu encierro? — preguntó
Celeste.
—Levantando esa misma losa sobre la cual te en
cuentras, — le contestó A delardo.
La joven metió los dedos en el agujero y probó á
moverla, pero no pudo.
Pesaba demasiado.
—¡No puedo levantarla! — exclamó con desespe
ración.
—Ni yo puedo ayudarte, — repuso el prisionero.
—No importa... ten ánimo... esto durará poco.
Yo también estoy prisionera, aunque no en un cala
bozo tan horrible como el tuyo; por un milagro de la
providencia he logrado averiguar dónde te encontra
bas, he burlado á mis guardianes y he venido á de
cirte que confíes, pues hay quien nos protege.
—¿Es posible?
—Sí. No desfallezcas; aunque te digan que yo te
IX
XI
tomo i 91
Biblioteca
CAPITULO XLVI
Noticia mala.
RA la caída de la tarde.
Celeste estaba en su cuarto, sentada
junto á la ventana y mirando melancóli
camente las lejanías del horizonte, como
si en él leyera la triste historia de sus
desventuras.
En sus hermosos ojos, rodeados de
un círculo violado, reflejábanse la desesperación y la
pena; su rostro, pálido hasta la lividez, contraíase
nerviosamente, revelando un dolor inmenso; la ener
gía, aquella energía indomable de la que tantas y tan
inequívocas muestras tenía dadas, parecía haberla
abandonado, dejándola sumida en el mayor abati
miento. Todo en ella revelaba que sufría, que sus do
II
III
IV
4^
L Biblioteca Naciona,
730 SOB CELESTE
VI
' VII
IX
TOMO I 93
Biblioteca
CAPITULO XLVn
El triunfo.
II
III
IV
—No, mi amo.
—¿Ni te ha dado su tarjeta?
—Tampoco; dice, que como usted no le conoce,
no hay necesidad de tarjeta.
—¡Que yo no le conozco!
—Así ha dicho.
—¿Y sin embargo viene á verme?... ¡Es extraño!
Celeste escuchaba este diálogo sin perder una pa
labra. Sin saber por qué, la visita de aquel caballero
desconocido despertaba su interés y su curiosidad.
Don Cesáreo la miró fijamente, y frunció el entre
cejo al leer en sus ojos aquella curiosidad é interés.
—Que entre Cayita, — dijo al negro.
Gruillermón se asomó á la puerta y llamó á su her
mana.
Esta, que aguardaba fuera, entró en seguida.
—Acompañe usted á la señorita á su cuarto,—le
ordenó su amo.
—¡Cómo!—exclamó Celeste—¿me despide usted?
—Voy á recibir á una persona á quien no conoz
co—replicó don Cesáreo.—Nada tienes que hacer
aquí.
La joven salió del comedor, acompañada de la
doncella y seguida de Gruillermón, á quien su amo
había dicho;
—Que pase ese caballero.
TOMO I
Biblioteca Nacional'
746 . SOR CELESTE
VI
VIT
VIII
IX
95
754 SOE CELESTE
XI
XII
XIII
XIV
XV
Biblioteca
762 SOR CELESTE
La sorpresa de Alberto.
III
IV
—El mismo.
Polonio, que era el que antes había hablado, se
llevó una mano á la cabeza, movió ésta repetidas ve
ces, y al fin, con cierto aire de vacilación, dijo mirán
dole fijamente:
—¿Es el amo, amigo de aquellos señores?
—Sí, y por lo mismo quiero saber lo sucedido con
la mayor claridad,—replicó Alberto.
—Es el caso que...
—¡Acaba!
—Mire, mi amo; nosotros sabemos muy poca cosa.
—Bueno, ¿y qué es lo que sabéis?
—Pues sabemos...
—Déjame á mi contarlo—le interrumpió Tera,
que hasta entonces había permanecido callada;—tú
no acabarías nunca.
—¡Vamos, di!—exclamó Alberto impaciente.
—Pues es el caso,—dijo la mulata,—que en ese
ingenio estaba colocado Domingo.
—¿Y quién es Domingo?
—Un conocido nuestro.
—Sigue.
—Hará cosa de una hora que se presentó aquí y
nos dijo:—«¿No sabéis una cosa?»—«¿Qué?—le pregun
té yo»—«Pues que á mi amo se le han llevado preso.»
—¡Preso!—exclamó Alberto con asombro.
TOMO 1
Biblioteca N.
770 SOR CELESTE
VI
VII
VIII
IV
—Puede.
—Salgamos de dudas, ¿qué es lo que tiene usted
que decirme?
. —Eche pie á tierra y escuche.
Alberto se apeó del caballo, los dos se apartaron
á una de las orillas del camino y comenzaron á hablar
con voz muy baja.
Buscando resolución.
Biblioteca
778 SOR CELESTE
II
III
IV
VI
Bibliota
786 SOR CELESTE
VII
VIII
II
III
Biblioteca Ni
1
794 SOR CELESTE
—Pero...
—No insista usted, Dolores, porque no he de con
sentirlo; sería demasiada abnegación por parte de us
ted y demasiado egoísmo por parte mía.
IV
VI
Vil
Dolores se estremeció.
Aquellas palabras, dichas con tanta indiferencia y
acompañadas de una sonrisa, pareciéronle una ame
—No le hace.
—Siendo así...
—¡Habla de una vez!—exclamó Agustín impa
ciente.
---- Escucha,—repuso Dolores. »
Explicaciones.
Biblioteca
802 SOR CELESTE
1
Sentados al rededor de una mesa inmediata á la
suya, varios negros, entre los cuales figuraba José,
el calesero á quien nuestros lectores conocen, entre
teníanse jugando á las cartas los miserables ahorros,
fruto mezquino del trabajo ó del robo.
Agustín, sin hacer caso de los gritos y algazara
que movían sus vecinos, hallábase entregado á la lec
tura de uno de los periódicos publicados aquella
tarde.
II
III
IV
VI
TOMO 1 102
VII
VIII
II
Biblii
818 SOR CELESTE
III
IV
--Sí... SÍ...
— Pues por eso creí...
—Creiste mal,—le interrumpió la catalana son
riendo;—el vengarse no proporciona dinero, y dinero
es lo que yo busco; soy ya muy vieja para pensar en
algo más.
—¡Cuando digo que pareces otra!—exclamó Agus
tín, casi con entusiasmo.—Ahora sí que no desconfío
de ti; veo que somos de la misma madera. Con que
venga la explicación de ese negocio de que me habla
bas, y yo te probaré que sirvo para mucho más de lo
que tú te figuras.
La catalana sonrió con satisfacción, mientras pen
saba:
—¡Ya es mío!
Agustín entre tanto, decíase también:
—No me ha salido mal la cuenta. Puede que ese
negocio sea aceptable, y en cuanto á ella... ella aca
bará por hacer lo que á mí me dé la gana... ¡Cuando
yo dije que su dinero sería mío!
VI
VII
Biblioteca
1
826 SOR CELESTE
VIII
—¿Cuál?
—Que té guardes muy bien de hacerme traición.
—¿Con qué objeto?—repuso Dolores palideciendo.
—Te lo digo por si acaso.
—Fía en mí.
—Quedamos pues,—dijo Agustín, tendiéndole la
mano á su antigua amante,—en que firmamos las pa
ces.
—Aún no,—contestó ella, estrechando con repug
nancia aquella mano.
—¿Te vuelves atrás?
—No; pero antes es preciso que me pruebes que
eres el hombre que yo necesito.
—¿Y cómo te lo he de probar?
—Trayéndome esos papeles de que te he hablado.
—Ya te he dicho que te los traeré.
—Lo veremos.
—Lo veremos.
Y los dos se separaron, convencido cada uno de
que había engañado al compañero.
Agustín desapareció por una de las boca calles in
mediatas, y Dolores entró en su casa.
IX
CAPITULO LUI
Don Valentín.
Biblioteca A/a<
834 SOR CELESTE
II
III
IV
VI
TOMO 1 106
Bibliotei
CAPITULO LIV
Alberto derrotado.
II
III
IV
VI
VII
Biblioteca A/a)
850 SOE CELESTE
VIII
IX
CAPITULO LV
En la cárcel.
II
III
IV
Bibíh
858 SOR CRLRSTE
VI
VI
VII
VIII
II
III
Bibliotec,
866 SOR CELESTE
IV
—Justamente.
—Ha muerto—contestó con sequedad el empleado.
Y sin agregar una palabra más, dirigióse á cum
plir con sus deberes.
VI
VII
VIII
TOMO I lio
ANGELES Y DEMONIOS
CAPITULO PRIMERO
STAMOS en Madrid.
Serían las nueve de la noche, aproxi
madamente, cuando un hombre alto,
delgado, con sombrero de copa, cubierto
con una larga capa, cuyo embozo le cu
bría casi por completo el rostro, dejando
sólo al descubierto unos ojos un tanto
hundidos, negros y brillantes, entró por la calle de
Embajadoras en la del Tribulete.
El aspecto del embozado era distinguido; pero ha
bía en todo él un cierto aire de misterio, aumentado
II
III
IV
VI
Bibliotéa spana
882 SOR CELESTE
Vil
—Lo parece.
—¡Fíate de las apariencias! Esas mosquitas muer
tas, á lo mejor son las peores.
—Pero vamos á ver,—dijo el portero, con acento
persuasivo;—¿no tiene Irene novio?
—¡Un cajista de imprenta que de seguro no ten
drá ni sobre qué caerse muerto!
—Eso no es ahora del caso. ¿No tiene novio?
-Sí.
—¿Y no los vemos siempre tan juntitos y tan
amartelados?
—¡Ya lo creo que los vemos! ¡Cosa que á nosotros
se nos escape...!
—Pues bueno: teniendo novio, y queriéndole co
mo al parecer le quiere ¿crees que va á admitir ob
sequios de otro hombre?
—¿Y por qué no?
—Vamos, estás loca.
—Tú en cambio estás tonto, que es peor. ¡Que
tiene relaciones con uno! ¿y qué? pues las acaba para
empezar con otro... ó las tiene con los dos al mismo
tiempo. No sería la primera.
—Vamos, está visto que contigo no se puede’ha
blar de estas cosas.
Y Rufino se sentó junto al brasero, como dando
por terminada la conversación.
VIII
—¡Qué pocas!
—¿No me quisiste tú á mí y no tenía ni un cuarto?
—¡Mira con lo que sale ahora!—exclamó Eufemia
riéndose.
—No, no te rías,—insistió él con ansiedad;—con
testa.
—Pero hombre, quien se acuerda ya...
—¿No me quisiste tú á mí?
—Si no te hi#)iera querido, no me hubiera casado.
—Entonces...
—¿Sabes lo que te digo?—añadió ella, como dando
por terminada la disputa;—que á nosotros lo que nos
conviene es que Irene se deje de remilgos y tonterías
y plante al cajista por el señorito, porque así caerán
buenas propinas en nuestras manos. Y yo, por mi par
te, he de hacer todo lo posible por inclinarla á ello.
—Creo que te llevarás chasco, porque Irene no es
lo que te piensas; y yo me alegraré de que te lo lleves,
á ver si de una vez escarmientas y dejas de pensar
mal de todo el mundo.
—Allá veremos quien se equivoca.
—Allá lo veremos.
—Pues vamos á salir de dudas,—dijo Eufemia,—
porque ahí baja.
—¿Quién?
—Irene.
IX
XI
XII
XIII
—¡Qué sé yo!
—Se le habrá olvidado algo...
—Me parece... i no sé!... me parece que éste es
más bajo... y que no lleva sombrero de copa...
—Pronto saldremos de dudas.
Rufino comenzó á subir la escalera.
Pero se detuvo en el segundo escalón.
—¿Ves como era?—dijo.—Oíste; llama en el piso
de doña Leona.
—Sí, en efecto; pero sin embargo...
—No seas aprensiva, mujer. Es el mismo de antes.
—Lo será, pero es muy extraño que haya vuelto...
En fin; lo que fuere, sonará.
Y los dos entraron otra vez en la portería, bus
cando el agradable calorcillo del brasero.
Fermina.
—Entre usted.
El embozado entró en un recibimiento bastante
grande, escasamente iluminado por una lámpara de
cristal muy opaco, y siguiendo á la criada, anduvo un
largo corredor, ,no más iluminádo que el recibimiento,
por el cual se deslizaban como dos sombras, sin que
sus pasos resonaran ni hiciesen ruido alguno.
Al final del corredor, había una puerta.
La criada la abrió y dijo, siempre con el mismo
tono y con igual misterio:
—Pase usted; voy á avisar á la señora.
Y alejóse, perdiéndose en la obscuridad del silen
cioso corredor.
II
III
IV
—¿Es posible?
—En los dos meses que lleva en esta casa la seño
rita Fermina, su señor padre me ha hecho bastantes
visitas sobre todo en estos últimos días; pues ni en
una siquiera de ellas, ha visto á su hija.
—¡Parece mentira!—exclamó el joven con amar
gara.—Eso raya casi en fiereza.
—¡Pobre señorita Fermina!—murmuró la señora
Carón con fingida ternura.
—Hace usted bien en compadecerla; lo merece...
¡La infeliz es tan desgraciada... y tan buena!
—Le aseguro, que en el tiempo que lleva á mi la
do ha sabido inspirarme tal simpatía, tal cariño...
Nunca me ha sucedido igual con ninguna de mis pu
pilas. A no ser así; ¿hubiera consentido en que usted
penetrara en esta casa? Mi condescendencia en este
punto es una falta que puede llegar á acarrearme muy
serios disgustos; pero he comprendido que su presen
cia aquí podría resultar beneficiosa para esa infeliz
niña, y por compasión, por cariño, he sido débil...
¡Ojalá no tenga algún día que arrepentirme de ello!
—Yo le prometo á usted que no,—replicó el visi
tante con sinceridad y firmeza.
—En usted confío,—añadió la Carón, recalcando
de un modo particular sus palabras.
—¿Y qué recomendaciones ha hecho á usted el pa
dre de F ermina?
VI
VII
VIII
IX
Biblioteca
914 SOR CELESTK
Juramentos sagrados.
II
Ill
IV
Biblioteca- Nácionai
922 SOR CELESTE
VI
vn
VII
VIII
TOMO 1 117
IX
II
—Es que...
—Anda, mujer, anda. ¿No me has prometido ha
cerme el favor que te pidiera?
—Sí, y vuelvo á prometerlo; pero ir así sin más
ni más con una criatura en los brazos... usted com
prenderá que...
—¡Estamos perdiendo un tiempo precioso!—le in
terrumpió Grustavo con impaciencia.
—Pues acabe usted de una vez.
—¿Tú tienes confianza en mí?
—Si no la tuviera, no estaría hablando con usted
á tales horas y en tales sitios.
—Pues si tienes confianza, no vaciles más y sí
gueme.
—Pero no le digo á usted que...
—Sígueme, mujer, sígueme.
—En fin, vamos allá,—dijo Irene con resolución.
—i Gracias á Dios!—exclamó Gustavo.
Y los dos echaron á andar calle abajo.
La niña había cesado de llorar.
III
Biblioh
988 SOR CELESTE
IV
VI
VII
TOMO 119
spana
946 SOR CELESTE
VIII
IX
XI
II
Biblioteca
954 SOR CELESTE
III
IV
VI
VII
Biblio:
962 SOR CELESTE
VIII
IX
—¡Nunca!
—¿Por qué?
—Porque así como tu padre me dijo al conceder
me tu mano: «mi hija está deshonrada, por eso se la
. entrego,» tú habrías de decir lo mismo al marido de
tu hija, y eso es divulgar el secreto de su deshonra,
que es la mía; desde que tal hagas, habrá por lo me
nos un hombre ante el cual tenga que avergonzarme,
un hombre que sepa que mi honor está manchado por
la que para él, como para todos, es mi legítima hija.
—Tranquilízate,—repuso doña Genoveva;—el
hombre á quien destino para esposa de Fermina, sabe
ya su deshonra, luego nada tendré que decirle.
—¡Explícate!—exclamó don Leandro con inquie
tud.
—¿Pero aún no lo has comprendido?
—No.
—Pues es muy fácil. Con Fermina no debe, casar
se otro, que el mismo que la ha seducido.
XI
XII
Esteban.
II
Biblio>
978 SOR CELESTE
Ill
IV
—¡Hijo!
Estas dos exclamaciones salieron simultáneamente
de los labios de don Leandro y de doña Glenoveva.
—Lo repito, — insistió el joven con ürmeza:—mi
hermana no está en nuestra posesión de Valencia, y
quiero saber dónde se halla y por qué se me miente.
Doña Genoveva inclinó la cabeza sobre el pecho,
con ademán abatido.
—¿Pero te has vuelto loco?—le replicó su padre,
tratando de disimular la terrible impresión que las pa
labras del joven le habían producido.
—No me he vuelto loco,—repuso Esteban;—sé
muy bien lo que digo.
—Pero de dónde sacas...
—¿De dónde? Oigan ustedes y vean si tengo ó no
tengo razón para hablar como hablo.
VI
VII
Tomo i 124
Biblioteca spana
986 SOR CELESTE
Lucha titánica.
II
III
—La verdad.
—Ya te la ha dicho tu padre.
—¿Que no ocurre nada?
—Sí.
—Pero es que eso yo no lo creo, no puedo creerlo.
—Pues entonces...
—La verdad es otra; la verdad es la que se me
oculta... ¡Vamos, madre mía, por favor!
—¡Déjame, Esteban, déjame!—balbuceó doña Ge
noveva, cada vez más agitada.
—¡Conque es decir,—exclamó el joven con despe
cho,—que á usted, tampoco le ablandan mis súpli
cas! ¡Jamás creí que le hiciesen tan poco efecto mis
palabras! En mi padre no me sorprende, porque co
nozco demasiado su carácter... ¡Pero usted!
—¡Hijo mío!
—¡No, no me llame de ese modo: «¡hijo mío!» se
le dice con tanta ternura, al hijo á quien se quiere,
no al hijo cuyas súplicas se desoyen, cuyos ruegos se
desprecian.
Doña Genoveva se cubrió el rostro con las manos
y rompió á llorar.
—¡Ahora lágrimas!—añadió él con vehemencia.—
¿Ve usted? Si todo contribuye á afirmar más y más
mis sospechas... ¡Mi padre se enfurece y usted llora!...
¿Pero qué pasa aquí. Dios mío, qué pasa aquí?
—¡Acaba!
—No, si no voy á concluir, al contrario, si voy á
principiar... Voy á decírselo á usted todo... obsoluta-
mente todo... y como usted no sabe fingir, así como
ahora leo la inquietud en su semblante, entonces veré
si me equivoco ó no en lo que voy diciendo.
Instintivamente, doña Genoveva se llevó las ma
nos al rostro para ocultarlo, pero su hijo se lo impi
dió cogiéndoselas y sugetándolas entre las suyas.
Biblioteca zspana
994 SOR CELESTE
VI
VII
VIII
«Lo he de saber.»
Bibliotea
1002 SOR CELESTE
II
III
IV
VI
VII
CAPITULO IX
II
Til
IV
TOMO 1 128
1
VI
VII
VIII
IX
En espectativa.
II
III
IV
VI
Biblioteca Nal
1
1034 SOR CELESTE
Vil
VIII
IX