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SOR CELESTE

LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN

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ázT.-TÜ*--liv. cit <Ai.st;m Sásoi.» Hjn bf« de CaUiafit, i:5.

. Biblioteca Nacionat de España


Es propiedad.

Fot.-Tip.-Lit. del «Album Salón,» Ran bla de Cataluña, izó.

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34236
SOR CELESTE
o

LAS MARTIRES DEL CORAZON


SU AUTOR

LUIS DE VAL

ILUSTRACIONES DE A. SERINA

TOMO PRIMERO
^------- ^“lü-----------

i■

Centro Editorial ArtIstico MIGUEL SEGUI


de

125 — Rambla de Cataluña— izS

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LIBRO PRIMERO
----------- ®®-----------

EL COFRECILLO DE CELESTE

CAPITULO PRIMERO

COMIENZA EL DRAMA

RRJBA el telón... Estamos en la Habana, lecto-


res amigos.
(•y La noche en que ocurrieron los hechos que
I vamos á relatar, el viento había recogido sus
alas y una atmósfera cálida y bochornosa, propia del
mes de Julio, tan pródigo en tormentas en aquella Isla,
hacía prever un tiempo tormentoso.
En efecto, entrada ya la noche, vióse culebrear en­
tre las tinieblas, algo así como una serpiente de fuego

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que produjo vago y tembloroso resplandor... Pocos


segundos después, oyóse el retumbar lento y lejano del
trueno y, al fin, gruesas gotas de lluvia descendieron de
las nubes.
Poco á poco, la tormenta llegó á reinar en todo su
apogeo.

II

Cuando más torrencial era la lluvia y más pavor


podían infundir los relámpagos, entreabrióse lenta­
mente el portón del Hospital de San Lázaro, y una
cabeza cubierta por blanca toca de hermana de la ca­
ridad, asomóse á la Calzada y miró escrutadoramente á
lo largo de ella.
Nadie pasaba en aquel momento.
La hermana salió llevando en la mano una espe­
cie de arquita de hierro de unos veinte centímetros de
larga por ocho de ancha, y sin cuidarse de cerrar la
puerta, echó á correr con gran apresuramiento á lo
largo de la Calzada, en dirección á la calle de la Es­
pada.
Al llegar á ella, miró á todos lados, distinguió á la
luz de un relámpago una calesa que se dirigía hacia ella,
y se detovo, murmurando:
—No ha faltado... Ya está aquí.
El que guiaba el vehículo debió ver á aquel ángel

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de la caridad, pues paró frente á él, diciendo en alta


voz:
—Suba, hermana; rato ya que espero.
Aquella á quien indudablemente iban dirigidas las
anteriores palabras, que decían ser á la vez que un aviso
una contraseña, subió sin vacilar, diciendo:
—Ya lo sabe usted: al barrio del Vedado.
—Está entendido—contestó el conductor del coche á
tiempo que castigaba al caballo con la cuarta (1) para
que partiese á escape.
Así lo hizo el noble bruto, y bien pronto salió de la
Calzada para entrar en el camino que conduce á los
pintorescos barrios del Vedado y del Carmelo.
La hermana, sujetando con fuerza entre sus ma­
nos el pequeño cofrecillo, habíase acurrucado en el
fondo de la calesa ó quitrín, para esquivar el viento y la
lluvia.

III

Antes de seguir adelante en el relato de los dra­


máticos sucesos que vamos á presenciar, séame permi­
tido poner á los lectores, siquiera sea con muy pocas
palabras, en antecedentes de quién era la hermana de

(i) Látigo.

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la caridad que, á tales horas y con tal tiempo, se


aventuraba en una calesa por las afueras de la Ha­
bana.
La hermana Paz, que así se llamaba nuestra pro­
tagonista, era morena, alta, de formas cuya esbeltez
no lograba disimular el vuelo de su holgado hábito,
ojos negros y expresivos, y sonrisa tan tierna, tan apa­
cible y tan cariñosa, que no era difícil descubrir, á
través de ella, el alma de uno de esos ángeles terre­
nales que, puesta toda su fe en Dios y todo su amor
en los desgraciados, para ambos viven y por ellos se sa­
crifican.
La hermana Paz había llegado á la Habana seis
días antes de la fecha de que hablamos. Llegaba de la
Península española, donde había estado algunos años
sirviendo en el hospital de Barcelona, del cual había
salido para la Habana, después de la muerte de cierto
enfermo, por quien demostró gran cariño y particular
afecto.
¿Cuál era la causa de aquella decisión? Nadie lo
sabía; el caso fué que la tomó con gran firmeza y su­
po llevarla á cabo, como lo revela su presencia en la
Habana.
La historia de la hermana Paz, no podía ser más
sencilla... Decíase, y ella no lo negaba, que jamás
había conocido á sus padres; que de la Inclusa de Bar­
celona había pasado á la casa de Maternidad, de ésta

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ó LAS MARTIRES DEL CORAZÓN

á un asilo de niñas y que, por fin, había entrado á ser­


vir en los hospitales, vistiendo el hábito con que la aca­
bamos de conocer... Según se aseguraba, tenía una
señal en forma de cruz en el brazo derecho, lo cual in­
dicaba que alguien había pensado recogeiia pronto ó
tarde de la Inclusa.
Esta era la breve historia de la hermana Paz, que
desde la muerte de su querido enfermo, había perdido
el sonrosado color de su divino semblante, abrasado
sin duda por el calor de las lágrimas que frecuente­
mente vertían sus ojos, negros como las alas del cón­
dor.

IV

Volvamos ahora al momento en que la calesa mar­


chaba al rápido trote de su brioso caballo, por aquel
camino obscuro y lleno de lodo como el alma de un mi­
serable.
La hermana Paz desconocía por completo tanto la
Habana como sus contornos, y de aquí que no se alar­
mase al ver que el coche seguía sin cesar su vertiginosa
carrera.
Dos veces había visto, á la luz de los relámpagos,
algunos grupos de casas que, como una visión, torna­
ban á sumirse en la sombra, apenas extinguida la cár­
dena luz del relámpago. . Después, sólo veía en torno
Tomo I _______ 2

Biblioteca Naciona,
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suyo, Jas gigantescas palmeras que, como cabezudos


fantasmas, oscilaban á impulsos del viento, chocando
unas con otras; sólo escuchaba el tabletear de los true­
nos y el silbido agudo y estridente del huracán, al des­
lizarse entre la espesa trama de los bejucos.
De improviso, el coche pareció hundirse como si la
tierra se hubiese abierto bajo sus ruedas; el calesero
lanzó un grito de rabia unido á un Juramento atroz, y
la hermana Paz, llena de espanto, fue á saltar al suelo,
que tocó con el pie al buscar el estribo de la calesa...
Esta habíase hundido hasta el cubo de las ruedas, en el
lodazal de un terreno pantanoso.
—Hermana, no poder seguir,—dijo el calesero con
acento de contrariedad.
La lluvia caía más torrencial que antes y los relám­
pagos se sucedían en cortísimos intervalos.

Dejemos un momento á la hermana Paz, lamentán­


dose con desesperación de un incidente que la colocaba
en terrible apuro, y al calesero, perjurando que aún
faltaba mucho para llegar al barrio del Vedado, á pesar
de haberlo dejado atrás media hora antes, y entremos
en un pobre bohío situado en medio de un grupo de pal­

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ó LAS MARTIRES DEL CORAZÓN

meras y á unos veinte metros del punto en que se halla­


ba atascada la calesa.
Sentados en torno de una mesa, sobre rústicas ban­
quetas de madera, veíase: un hombre, tipo acabado
del guajiro, con su machete al cinto y un veguero en­
tre los dientes; un joven alto y delgado de hermosas
facciones, negros ojos, pálida tez, elegante traje de
dril blanco, sombrero de paja de Italia, sortijas de
ricos diamantes cuyos fulgores hacían brillar de co­
dicia los ojos del guajiro, y un aromático habano en los
labios.
Junto al guajiro, hallábase una mulata de abultadas
facciones, corpulenta y vestida con unas sayas viejas,
de arrugados volantes llenos de manchas.
Sentada junto á la mulata, velase un hombre que
formaba algo así como otra nota discordante, del mis­
mo modo que ’el joven al lado del guajiro y de la mu­
lata.
Aquel hombre vestía -como uno de tantos pobreto-
nes que vemos en nuestra Península. Llevaba chaqueta
y pantalón de paño burdo de color obscuro, camisa que,
á no estar tan sucia, pudiera parecer blanca, un pañue­
lo rojo de seda, anudado al cuelío, alpargatas y som­
brero de yarey.
Su cabello, largo y negro, caía sobre sus orejas y su
cuello, y su pobladísima barba cubríale el rostro casi
por completo.

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Su mirada era torba, sus movimientos lentos y su


voz opaca y gruesa; en cuanto á su edad, era difícil ase­
gurarla... Representaba cincuenta y seis años, pero de­
bía tener menos.
En el momento en que entramos en el bohío, este
extraño tipo, decía dando fin á alguna historia que es­
taba refiriendo;
—Ya veis, amigos míos, que aunque hoy parezco una
cosa... he sido otra muy distinta. Pero la suerte quiso
que viniera á parar en este estado... ¡Ah! La catalana
tuvo la culpa.
—Y dinos—preguntóle el guajiro—¿no tuviste fa­
milia?
—¿Familia?... ¡Ah! Sí... una chicuela creo que era
aquéllo... Pero como yo no estaba para muñecas, la
cogí y, envuelta en los pañales, la dejé en el torno de
la Inclusa. Por cierto que aquélla la señaló en un braza
por si acaso... ¡Bah! -Si no ha muerto... debe vivir toda­
vía por allá... por Barcelona ó en donde la haya llevado
el destino... Digo; si no la recogió su madre, que no lo
creo.
El pobretón sonrió socarronamente, agregando:
—Tal vez haya llegado á gran señora.
—Lo que bien puede ser—repuso la mulata—es que
se gane la hatuha mejor que nosotros.
—No te quejes, Tera,—la dijo el guajiro,—que dentro

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN

de poco seremos ricos y yo tendré para ir contigo á las


rumbas del Vedado, á lucir y gastar, y tú podrás fumar­
te un peso diario de Chorritos de Jaruco si así lo quie­
res, mi alma, ¿no es eso, Agustín?
El pobretón, sonrió y repuso:
—Eso es... La hermana esa llevará el cofrecillo; José
volcará en el camino ó se atascará cerca de aquí, bus­
carán refugio en esta conejera, y lo demás... corre de
nuestra cuenta... ¿No es eso, don Alberto?
El joven de las sortijas hizo un gesto afirmativo.
El pobretón, continuó:
—Yo doy un golpe; Polonio y Tera la meten bajo
tierra para que no quede rastro de nada, á mí me dáis
mis doscientos pesos, vosotros recibís otros doscientos
de manos de don Alberto y él se queda con el cofrecillo,
que sin duda le habrá de valer algo más cuando tan
espléndidamente paga un trabajo tan sencillo... sobre
todo con la noche que hace.
Las últimas palabras del pobretuco y repulsivo Agus­
tín, fueron interrumpidas por dos fuertes golpes dados
en la puerta del bohío.
Todos los allí reunidos cambiaron una mirada de in­
teligencia.
El joven don Alberto, murmuró en voz baja, seña­
lando á una ventana:
—Allí espero. Fijaros bien en si el cofrecillo lleva

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*4 SOR CELESTE

la inscripción que os dije... si no... no hay nada de lo


dicho.
Y abriendo la ventana, saltó al campo.
Agustín llevó la mano al bolsillo interior del chaque­
tón y dijo:
—Abre, Polonio.

VI

Polonio, abrió... La hermana Paz, pálida y con las


ropas empapadas por la lluvia, presentóse en el umbral
de la puerta, balbuceando con algún temor;
—Buenas noches... hermanos míos... Un incidente
desgraciado me obliga á venir á causarles molestia
que...
—Pase usted adelante, hermana — le interrumpió
Agustín, acercándose á ella y dirigiendo una mirada
furtiva al cofrecillo que llevaba en las manos.
La hermana Paz fijóse en aquel hombre y retrocedió
un paso intintivamente.
Polonio y la mulata, apresuráronse á ofrecerle una
banqueta.
La pobre hermana dejóse caer en ella, rendida de
cansancio.
Agustín se le acercó; y mientras el calesero expli-

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—Pa«« V a<l«lan « heimana—le interrumpió Agustín

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—Pase V. adelante, hermana —le interrumpió Agustín

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i6 SOR CELESTí¿

luz penetró en el bohío á través de las reudijas de sus


'paredes y de las puertas.
En aquel momento, la voz de Agustín, gritó:
— ¡Ahora!
Con increíble rapidez, Polonio y la mulata se apo­
deraron del cofrecillo á viva fuerza y con él se lan­
zaron á la puerta, seguidos del calesero que, de un
soplo, mató la luz que alumbraba aquella miserable es­
tancia.
Una mano pesada cayó sobre el cuello de la her­
mana Paz que, presa del gran terror, forcejeó gri­
tando:
—¡Socorro!... ¡Dios mío, amparadme!...
Otro trueno tan formidable como el anterior, apagó
la voz de la infeliz.
En aquel momento, la ventana por donde viéramos
desaparecer al joven Alberto, se abrió violentamente á’
impulsos sin duda del huracán.
Un intensísimo y prolongado relámpago, iluminó en
el hueco de ella, el busto de una mujer pálida y andra­
josa.
Agustín volvió la cabeza hacia aquel punto, des­
agradablemente sorprendido, y al fijar la mirada en el
demacrado rostro de aquella mujer, á quien iluminó un
segundo relámpago, un grito de sorpresa brotó de sus
labios.
— ¡La catalana! ¡la catalana!—exclamó apretan­

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 17

do con ira en su diestra, el tosco mango de su puñal.


Y pálido y dominado sin duda por invencibles y
antiguos rencores, abalanzóse con ímpetu á la venta­
na, y agarrando por un brazo á la mujer que acaba­
mos de ver en ella, exclamó con irascible acento:
—¡Oh! Te juró que habías de pagarme tu traición
y voy á probarte que no juré en vano.

"(gu el
TOMO I

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CAPITULO II

üii grito de espanto y nii gemido de dolor.

L escuchar la voz de Agustín, aquella


andrajosa mujer lanzó un grito de es­
panto.
Sin duda había reconocido en ella,
la voz de un terrible rival, la voz de
la muerte anunciándole que había lle­
gado el último momento de su vida.
—¡Oh! ¡Dios mío!—exclamó la pobretuca, con voz
débil y temblando de espanto.—¡Agustín!... ¡Agus­
tín!... ¡Ténme compasión!
Agustín, rechinando los dientes y atenazando con
sus dedos el brazo de la suplicante mujer, nada con­
testó.
Apoyándose en el marco de la ventana con la

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 19

mano que le quedaba libre y en la cual conservaba


el puñal, saltó fuera del bohío, diciendo:
—Ahora ajustaremos las cuentas, endina. No hay
plazo que no se cúmpla, ni deuda que no se pague...
Ven... ven acá, que ni todos los diablos del infierno,
ni toda el agua del mundo cayendo sobre mi cabeza,
me privarán ahora del placer de triturarte entre mis
dedos.
—¡Compasión, miserable!...—balbuceó la desven­
turada.—Yo no te hice jamás daño alguno... No fui
yo quien te vendió... No me mates, Agustín... ¡Yo no
quiero morir. Dios mío!
—Con que no fuiste tú, ¿eh?... Ahora lo veremos...
Vamos á ajustar cuentas, mala víbora...
—¡Ténme lástima!...
—¿Lástima?... ¿lástima?—borbotó Agustín, riendo
nerviosamente, con esa risa falsa que da frío.
Y al mismo tiempo que tales palabras trituraba
con los dientes y reía, como reirían las serpientes si
reir supieran, llevábase á la catalana, como él la ha­
bía llamado, hacia la parte más obscura y más reti­
rada del espeso bosque en que se hallaban.

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20 SOR CELESTE

II V-
V
De tal suerte tiraba Agustín del brazo de su víc­
tima, que ésta tropezó por fin con una piedra, y cayó V
de bruces al suelo á tiempo que exclamaba con tem­
blorosa voz:
—No me mates, Agustín, no me mates, porque
luego te arrepentirías.
Agustín no hizo caso de la anterior advertencia.
Había llegado con la catalana al punto á que, sin
duda, deseaba llevarla, y al verla en el suelo, echóse
sobre ella, diciendo:
—Bueno; ahora me prevendré contra ti. Hemos de
hablar, y como te conozco y sé que eres muy astuta
y que no careces de pesqui, como dicen en nuestra tie­
rra, debo estar prevenido contra tu deseo de escapar
con vida... Quieta ó te extrangulo antes de hora.
La catalana no hizo el menor movimiento.
De bruces en el suelo, oíanse confundidos con el
rumor de la lluvia al azotar la techumbre de espesa
hojarasca bajo la cual se hallaban, sus temerosas sú­
plicas y sus lamentos formulados con opaca y temblo­
rosa voz.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 21

III

Agustín sacó de uno de los bolsillos de su chaque­


tón un gran pañuelo de yerbas, y mientras sujetaba
á la catalana con las rodillas puestas sobre su cintu­
ra, lo rolló, formando con él una especie de cuerda.
Después, ató con ella los pies de su víctima.
—Bueno,—dijo una vez hubo llevado á efecto la
anterior operación,— ahora ya no puedes correr y
esconderte entre los árboles para evitarte el trabajo de
decirme todo lo que yo quiero que me digas.
Y dejando de oprimir con las rodillas la cintura
de su víctima, la cogió por los sobacos, la levantó no
sin regular esfuerzo, pues la catalana era corpulenta,
y la sentó en el suelo junto al tronco de un árbol.
Luego, acomodóse á su lado, y cogiéndola con la
mano izquierda la huesosa muñeca de su diestra, la
dijo sonriendo con satisfacción:
—¿Eh?... Ya estamos perfectamente y seguro yo
de que no te has de largar... No te veo, pero te tengo
sujeta y puedo oirte bien por mucho que truene y por
mucho que silbe el huracán... ¿No te parece, prenda?
Mira tú, por donde al cabo de años mil, vuelven las
aguas por donde solían ir... ¡Qué poco te esperarías
tú este encuentro! Pero, hija, á veces el diablo las

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22 SOR CELESTE

carga, y cuando uno menos se lo espera tiene un mal


encuentro, ¡digo! porque me parece á mí que note
agradará mucho haberme encontrado.
La catalana, que no había pronunciado una sola \
frase desde que se viera atada y, por consiguiente,
sin esperanzas de escapar, murmuró:
—Si tú fueras otro, el encuentro no sería desagra­
dable para ninguno de los dos.
—¿Qué no? Eso si que está difícil de entender
querida. Pero vaya, explícate y puede que te entien­
da; ya sabes que el discurrir siempre fue cosa difícil
para mí, si no se trata de algo lucrativo y aun así...
también; porque, mira: yo debí pensar que era antes
/ que vengarme de tus tretas, ganar doscientos pesos
por dar una mala puñalada sin peligro ni temor á
consecuencias, como se le puede dar un puntapié á un
árbol ó una cuchillada á un carnero; ¡pero bah! todo
mal tiene remedio... La puñalada se puede dar otro
día y á ti no era fácil que te encontrase en otra oca­
sión propicia.

IV

Agustín, se expresaba febrilmente.


Conocíase que la ira le dominaba y que sus ren­
cores llegaban hasta el punto de dar por bien perdido

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 28

todo lo del mundo, hasta lo que más pudiera codiciar,


con tal de sentir la satisfacción de la venganza.
La catalana, que le había escuchado sin inte­
rrumpirle, reflexionando sin duda acerca de su situa­
ción, volvió á decir con voz baja, un tanto menos
temblorosa que antes:
—Agustín, me has encontrado; pero el encuentro
puede ser bueno para los dos si tú quieres.
—Ya... ya sé lo que estarás pensando—replicó el
malvado con irónica entonación—tú te dices: «á éste
con cuatro mimos de aquellos y algunas promesas, le
convenzo y me veo libre de su venganza.» Pues te
equivocas, Dolores... No soy tan tonto; además, te
conozco muy bien y sé que, una vez me diera por con­
vencido, serías capaz de entregarme á la justicia para
/verte libre de mí... No te valdrá tu destreza y tu sa­
gacidad; en otros tiempos sí que te valió; pero ahora...
no, bija, no.
—Tú no sabes para qué he venido á la Habana á
costa de mil penalidades y sacrificios; por eso dices lo
que dices— -contestó Dolores la catalana con profundo
abatimiento.—Si lo supieras, no dirías lo que dices. Tú
eres tan malo como yo fui infame; pero mira Agustín,
solamente las víboras echan los hijos desde una peña
cuando los traen al mundo.
—¡Ah condenada! ¿Y qué quieres decir con eso?—

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24 SOR CELESTE

rugió con profunda rabia el malvado—¿qué yo tiré á


la Inclusa á tu hija? Bueno; pues de eso no tengo yo
toda la culpa ¿sabes? Te lo dije y aceptaste... Buena
prueba de que aceptaste lo es que le hiciste á la ra­
paza, una señal en forma de cruz en el brazo derecho.
A no silbar tan fuerte el huracán ni ser tan inten­
so el rumor que producía la lluvia al caer sobre las
1
hojas de los árboles y, sobre todo, á no estar tan preo­
cupados con recordar su pasado, Dolores y Agustín,
hubieran oído seguramente un agudo grito de espanto
lanzado á pocos pasos de ellos.

La catalana, contestó á las últimas palabras de


Agustín:
—Y ¿por qué la señalé? Di, ¿por qué la señalé, sino
porque pensaba sacarla de la Inclusa?
—Pero ¿la sacaste?
—No; no pude.
—Entonces ¿á qué viene hablar de que sólo las
víboras paren en la punta de una peña? Y mira ¿sabes
tú por qué hacen eso esos bichos? porque las vibori-
llas matan á la madre... ¡Puede que aquella chiquilla
hubiese hecho eso mismo con nosotros!
—¡Calla, Agustín, calla! Tú no sabes lo que te
dices.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 25

—Bueno, pero sé lo que me hago, y por lo mismo


que lo sé no he de soltarte hasta que me digas por qué
me vendiste después de arruinarme... Que me arrui­
naras... bueno; al fin y al cabo, las mujeres como tú
para eso están, para despavilar tontos y perder á los
que, aunque buenos y honrados como yo lo era cuando
te conocí, llevan en la masa de la sangre lo que han de
ser. Todos, antes de ser malos somos buenos, por eso
yo no creo en esas zarandajas de la honradez y cosas
por el estilo... ¿Eras tú lo que eres, antes de conocer­
me á mí? No ¿verdad? Pues yo tampoco era capaz de
matar á un mosquito antes de verme sin un céntimo
y perseguido por haber tomado, sin hacer mal á nadie,
lo que tanta falta me hacía... Por eso digo yo, que la
honradez es un mito; muchos hombres que pasan por
buenos serían asesinos si carecieran de pan... Pero
dejemos esto á un lado, que á la postre nada importa
que haya honradez ó deje de haberla y que la profe­
sen ciertas gentes, por egoísmo, por conveniencia... Lo
que hay cierno y es indudable, es que tú me hiciste
creer que me querías con toda tu alma, que yo te
quería de verdad, que te comiste mi dinero y que des­
pués, sin consideración de ninguna clase y cuando más
pobres estábamos y cuando yo, por ti, me había con­
vertido en jugador de ventaja, y de jugador de venta­
ja, que es como ser ladrón vergonzante, en ladrón de-
tomo i ^'T" ... 4

Biblioteca Naciona,
26 SOR CELESTE

clarado, dejaste que me echaran el guante y que me


probaran el robo, presentando tú misma los objetos
robados.
—Porque eran de un pobre como tú y como yo.
—Y eso ¿qué?
—Tuve lástima.
—¿De ellos? Bueno ¿y yo?... ¿yo no te merecía
lástima, mala víbora?
—Me dijeron que si entregaba lo robado y decía
la verdad no te harían nada.
—Eso se lo cuentas á tu abuela.
—Te digo la verdad, Agustín.
—No la dices—rugió el malvado oprimiendo con
fuerza las muñecas de Dolores—tú no eres tan necia
que fueras á creer en lo que quisieran decirte.
—Pues creí, Agustín, creí; pero me engañaron.
—¡Y me perdiste!
—Lo sé; mas cree que bastante lo lloré entonces.
—¿Llorar? ¿tú llorar, después de haberme perdido
tan estúpida ó tan infamemente? ¡Quiá, hija! Tú
pensaste: «á éste no le puedo despedir de mi casa ni
puedo separarme de él, porque si lo intentase después
de haberme comido sus miles de duros, sería capaz de
estrangularme; pero la justicia puede hacer lo que yo
deseo. Declaro la verdad; le meten preso y se acabó.»
—No, no pensé eso—balbuceó la catalana con voz

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 27

quejumbrosa, pues Agustín le lastimaba las muñecas


sin compasión.
—Y tú ¿qué vas á decir ahora?
—Te juro que piensas mal... Me engañaron... me
engañaron los agentes de policía; yo creí que no te ha­
rían nada.
—Se conoce que tienes miedo á que te mate y por
eso sostienes que fuiste tonta en vez de traidora.
—No es que tenga miedo á morir; digo la verdad...
la verdad entera... ¡Morir! No... ahora no... después,
cuando haya conseguido lo que quiero.
-Sí, perderme otra vez... ¡Oh! No lo conseguirás
condenada.
—No, Agustín; lo que yo quiero conseguir, es be­
sar á mi hija... oir que me perdona.
—¿Eh? ¿Qué diantre estás diciendo? ¿te has vuelto
loca ó crees que yo estoy en babia? ¿Tu hija? ¿Y sabes
tú por dónde diablos anda tu hija? Vaya, vaya, Do­
lores; no vengas con sensiblerías estúpidas.
—Sé dónde está mi hija—murmuró con ronco acen?
to la catalana.
—¿Tú? ¿Y qué has de saber tú?
--Está en la Habana.
Vamos, voy viendo la idea... ¿Quiéres interesar­
me bon un cuento?
—Te digo la verdad... ¡Toda la verdad Agustín!

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28 SUR CELESTE

VI

El malvado guardó silencio algunos momentos y,


tal vez sin darse cuenta de ello, apretó un poco menos
las muñecas de Dolores.
Seguramente, en aquellos instantes, hubiera que­
rido disponer de una luz para ver el rostro de su an­
tigua amante y poderlo mirar escrutadoramente, á fin
de comprender por su expresión, si mentía ó estaba di­
ciendo la verdad como ella aseguraba.
—Oye—murmuró después de una larga pausa y
con voz un tanto grave—¿dices que es verdad que tu
hija está en la Habana?
—Sí... sí... ¡te lo juro, Agustín!
Agustín volvió á quedar silencioso.
Por fin, hizo un movimiento brusco y dijo enco­
giéndose de hombros:
—¡Eh! Y á mí ¿qué me importa tu hija?

VII

Dolores se estremeció vivamente.


Sin duda, aquella exclamación salvaje de Agustín,
mataba su última esperanza.
Ella había pensado, sin duda alguna, que el deseo
de saber el^paradero de su hija, la voz de la sangre y

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o LAS MARTIRES DEL CORAZON 29

la consideración á aquel lazo de carne latente que les


unía, sería bastante para contenerle y obligarle á
perdonarla.
Pero Agustín, ya por exceso de maldad, ya por
creer las aseveraciones de su ex-amada una burda
trama para despertar su compasión, no hacía caso al­
guno ni tenía en cuenta para nada tan importantes
revelaciones.
Agustín, continuó diciendo con entonación sarcás­
tica y á la vez que apretaba más que nunca entre sus
férreos dedos, las débiles muñecas de Dolores:
—A mí, lo único que me importa, es saber por qué
me perdiste... Ya ves tú: cada cual tiene sus tonterías
y á mí me ha dado ahora por saber si tu traición fué
hija de la falta de cariño, ó porque tu miseria no re­
conocía ley y se entregó á la del oro, ó sea á quien tal
vez lo poseía... Vamos á ver ¿qué contestas á eso? Di
la verdad; porque con el mismo gusto te extrangula-
ré cuando digas una cosa, que cuando digas otra,
¿sabes? Ya ves, teniendo que pagar con la vida el da­
ño que me hiciste ¿qué puede importarte satisfacer
mi curiosidad?
—Agustín, tú no debes matarme... me debes ayu­
dar á ir en busca de nuestra hija.
—¡Y dale con tu hija! Ya te he dicho que nada
me importa de ella... ¡Ea! Hablemos de lo nuestro.

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30 SOR CELESTE

Y Agustín, cogiendo á Dolores por el cuello, la pre­


guntó con rabioso acento:
—¿Por qué me perdiste?
—Porque me engañaron-—murmuró Dolores tem­
blando.—Yo no quería perderte, sino salvarte... No
me mates Agustín, acuérdate de nuestra hija.
—De lo que me acuerdo es de que yo te quería,
de que malo y todo, estaba loco de cariño por ti...
¡por ti, grandísima infame, que tanto decías quererme!
De lo que me acuerdo es de tu cara, entonces tan
hermosa, que me sonreía siempre porque no te escati­
maba el oro de que ahora carezco. Y porque de él lle­
gué á carecer, en fuerza de gastarlo contigo, fué por
lo que te aburrían ya mis palabras.
—¡No... ¡no!—dijo Dolores con voz opaca.
—¡Sí!... ¡sí!... No forcejees, no trates de escapar...
He de ahogarte, maldita... No te culpo de que yo sea
hoy un miserable sin dinero y sin vergüenza, con la
piel marcada por el grillete de presidio y con el alma
más negra que esta noche... De eso no... ¡de eso no te
culpo, pues si soy quien soy, es porque fui quien era!
Pero yo no me hubiese visto en la cárcel ni en la
precisión de matar á uno de mis carceleros para esca­
parme, ni en estas tierras donde tanto he sufrido y
donde sólo á costa de arriesgar la vida puedo comer, si
tú, ¡tú, maldita víbora! no me hubieras vendido á la

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 31

justicia declarando que yo era un ladrón. ¡Y eso que


robó para ti, para que comieras, para que no te que­
jases, para que no dijeses que al acabárseme el dinero,
no te servía de nada!... ¡Oh! El día que te conocí, yo
era un pobrete muchacho, un tonto con mucho cora­
zón, mucho afán de gozar placeres, para mi descono­
cidos, y mucho dinero... Hoy te encuentro estando
convertido casi en un viejo, pero más listo, sin cora­
zón, cansado de vivir y de matar para no morirme de
hambre, y con ganas de beber la sangre de la que, poco
á poco, me volvió loco de cariño para después perder­
me... Me la beberé... ¡me la beberé!... Estaba de Dios
ó del diablo que esta noche había de matar yo á al­
guien... Tenía que dar una puñalada por doscientos
pesos, ¡pues, toma tú!... ¡toma tú!
—¡Agustín!... ¡Dios mío, amparadme!
—¡Toma tú, una y dos... y ciento, por toda una
vida de rencores, de rabia y de maldecir constante
la maldecida hora en que te halló á mi paso!

VIII

Agustín había levantado varias veces su mano ar­


mada con el puñal y habíala dejado caer con el deli­
rio sanguinario del criminal, sobre el pecho de Do­
lores.

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32 SOR CELESTE

Un gemido de dolor habíase exhalado de los labios


de la pobre víctima,, que rodando sobre el fango, ha­
bíase quedado inmóvil.
Al mismo tiempo, y confundido con el gemir de la
victima, había resonado en el interior del bosque otro
gemido débil, obscurecido por su entonación terrorí­
fica, por su expresión de espanto.
Agustín no oyó aquel grito.
Aturdido por la rabia y por ella cegado, habíase
quedado inmóvil como su víctima, de pie junto á ella,
pero sin saber si la tenía cerca ó lejos, pues el terreno
formaba en aquel punto marcado declive y él la había
empujado por la pendiente al darle el último golpe.
Al cabo de algunos momentos, el malvado asesino
pareció volver de su aturdimiento.
El mayor silencio reinaba entorno suyo.
La tempestad había abatido sus alas.
El viento ya no gemía entre la trama de los beju­
cos ni la lluvia azotaba las hojas de los árboles.
Agustín limpió el puñal con un puñado de yerbas
y lo guardó en el bolsillo interior del chaquetón.
Giró en torno suyo una mirada, y no viendo nada,
pues las sombras seguían reinando en el bosque, sus­
piró como respondiendo á una reflexión íntima:
—¡Bah! ¿Y para qué quiero verla?... Muerta y bien
muerta está... El diablo que cargue con su piel...

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 33

Perdí doscientos pesos; pero ella perdió la vida y yo


gané... ¡el placer de arrancársela!... Vamos ahora al
bohío... Después de todo, yo trabajé en el robo del co­
frecillo, con Polonio y con Tera, y ellos deben darme
algo... aunque sea poco.
Agustín dio algunos pasos, entró en una vereda y
por ella se alejó de aquel solitario paraje, teatro del
crimen que acababa de cometer.
Casi al mismo tiempo que él se alejaba, una som­
bra más densa que las que reinaban allí, apareció en­
tre los árboles, muy pegada á ellos, como si en ellos
se apoyase para poder andar.
Una voz débil, angustiosa y temblona, murmuró
bajo... ¡muy bajo y temerosamente!
—¡Madre!... ¡madre de mi alma!... ¡Ah, Dios mío!
¿dónde estará?... ¡Madre!... ¡madre de mi corazón!...
¡yo te perdono!... Sí, te perdono, si es mi perdón lo
que anhelas para morir resignada!

TOMO I

Biblioteca Nacional de
CAPITULO JII

La paga.

ERFECTO conocedor, sin duda alguna, del


terreno que pisaba, Agustín dirigióse al
bohío, sin vacilar y con algún apresura­
miento.
Salió del bosque y pronto llegó á él,
pensando:
—Seguramente el negocio quedó ter­
minado ya. Si Polonio no llegó á tiempo para despa­
char á la hermana aquella, del modo que quería don
Alberto, bien puede decirse que la tal hermana tuvo
suerte.
El cielo habíase despejado un poco.
El viento había barrido en parte las nubes; pero el

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 35

calor era sofocante, pues la atmósfera, bochornosa y


pesada, parecía estar enrarecida.

II

En el bohío po se veía luz alguna á través de las


rendijas de sus ventanas.
—Bueno; esto se acabó ya,—díjose el malvado
Agustín.—Aquí, por lo visto, duermen los dos; pero
no importa, llamaré... A mí me han de dar algo... ó
les juro que...
Así pensando, Agustín dió dos recios golpes sobre
la puerta del bohío.
Nadie contestó.
Volvió á llamar y obtuvo el mismo resultado.
— ¡Bruto de mí!—murmuró entonces.—Estoy lla­
mando aquí sin acordarme de que no han de abrirme
mientras llame á la puerta.
Así murmurando, se dirigió á una de las ventanas
y llamó á ella, diciendo en alta voz:
—Abre, Polonio; soy yo... soy Agustín... Abre,
maldito.
Aún no había acabado de pronunciar las anterio­
res palabras, cuando sintió que una mano se apoyaba
en uno de sus hombros.

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36 SOR CELESTK

Rápido como una flecha, el asesino' llevó la mano


al bolsillo interior de su chaquetón, diciendo:
—¿Eh? ¿Quién va?
—Soy yo, Agustín.—contestó la voz del guajiro.
—¡Ah! Bueno; creí que...
Y el malvado retiró la mano del bolsillo del cha­
quetón, agregando:
—¿Qué haces por aquí, Polonio?
—Te esperaba.
—¿Tú á mí?
—Claro está...
—Bueno, bueno... Y ¿cómo acabó aquello?
—Don Alberto esperaba; le dimos el cofrecillo, me
dió el dinero y se fué en la calesa que José y yo saca­
mos al camino. Trabajillo nos costó, amigo... ¿Y tú?
¿qué has hecho tú?

III

Agustín no supo qué contestar.


Las palabras del guajiro revelaban que no sabía
nada de lo ocurrido mientras ellos estaban despachan­
do el asunto con don Alberto.
En aquel momento, dijo Polonio:
—Tera duerme; dice que no quiere ver muertos...
Cuando volvíamos al bohío, me dijo que no estaba para

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ó LAS MÁRTIRES DE.. CORAZÓN 37

ver sangre, que sacáramos á la hermana y que yo y


tú concluyésemos... ¿Dónde está la hermana?
—¿La hermana?... La hermana está allá... en el
bosque...
—¿Muerta?
—Pues no; viva la iba á dejar valiéndome su piel
doscientos pesos como doscientos soles.
—Entonces, amigo, vamos á enterrarla antes de
que sea más tarde...
Agustín tuvo entonces una idea buena para él.
—¿Enterrarla?—murmuró.—Pero hombre, ¿crees
tú que yo me habría estado mano sobre mano tanto
tiempo?... He querido ganarme bien los doscieíitos
pesos...
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que enterré á la hermana... Cuando os fuisteis
la arrastré fuera del bohío para que no hubiera en él
rastro alguno de sangre, ¿comprendes? Llegamos al
interior del bosquecillo, la trinqué por el cuello y...
se acabó... Allí la tierra no estaba tan blanda como
por aquí y pensé enterrarla. Volví en busca de una
herramienta para abrir el hoyo, y como no estabais,
la cogí... y otra vez al bosque, ¿estás?... Mira tú que
bonitamente os ahorré el trabajo á ti y á tu Tera de
los demonios, que tanto mie(}.o tiene á los muertos.
—¿Y la herramienta?—preguntó Polonio.

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38 SOR CELESTE

—Pues mira, hijo... allá me la dejé; pero como no


es ningún saco de oro, no tengas miedo que se pier­
da... Mañana la encontraréis allí... Vaya, me das lo
que don Alberto te dió para mí?
—Te lo voy á dar.

IV

Polonio sacó del bolsillo de su pantalón dos puña­


dos de monedas y se las dió á Agustín.
Este apresuróse á tomarlas y esconderlas en los
bolsillos interiores de su chaquetón.
—¿No cuentas, amigo?—preguntó Polonio.
—Entre buena gente como nosotros, no hay por
que desconfiar... ¡Ea! Ahora ya hemos concluido...
—¿Te vas?
—Sí; buenas noches.
Y con gran extrañeza de Polonio, que no esperaba
una despedida tan rápida ni tan seca, Agustín des­
apareció entre los árboles, con dirección al camino
que conducía á los barrios del Vedado y del Carmelo.
Polonio no pudo menos de decir se:
—Prisa lleva el amigo Agustín...
Quedóse un momento como pensativo, y por fin,
encogiéndose de hombros, dirigióse á la puerta del
bohío y entró en él.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 39

Polonio no estaba muy satisfecho de lo que aca­


baba de decirle su cómplice en el robo del cofrecillo.
Apenas hubo entrado en su vivienda, dirigióse á
un rincón de ella, y sacó de debajo de unas tablas una
porción de herramientas.
Las miró una por una y lleno de asombro, mur­
muró:
—Agustín mintió. . No falta herramienta ningu­
na; luego no enterró la hermana .. Matarla... bueno,
la habrá matado; pero ha mentido en lo demás...
Y el guajiro temeroso sin duda de que pudiera ser
hallado el cuerpo de la hermana y caberle á él alguna
responsabilidad, cogió un pico y salió del bohío para
ir en busca del cadáver y' enterrarlo.

Entretanto, Agustín salía al camino y dirigíase á


buen paso, hacia el barrio del Carmelo.
A la entrada de él, paróse ante una casa de pobre
aspecto y de un solo piso, cuyas ventanas hallábanse
perfectamente cerradas.
El miserable pobretuco acercóse á la puerta y miró
por el ojo de la cerradura.
—Hay luz—murmuró con satisfacción.—Veremos
si puedo dormir aquí.

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40

Así diciendo, llamó.


SOR CELESTE 1
Una voz lenta y opaca de mujer, preguntó desde
dentro de la casa.
—¿Quién llama?
—Abre, Juanilla,—dijo Agustín.
Debió reconocer su voz la que desde dentro inte­
rrogaba, pues abrió en seguida, diciendo:
—¿A qué vienes por acá?
Agustín entró en la casa, respondiendo:
—Pues á descansar, hija... No creí que estuvieras
levantada; pero venía decidido á despertarte.
—¿De dónde vienes?
—Del infierno.
—Bien puede; que los demonios como tú no pue­
den salir de otra parte.
La que así se expresaba era una vieja mulata,
seca, arrugada, sucia, verdaderamente repugnante.
Debido sin duda á esto y en son de chunga, Agus­
tín al verse calificado de demonio, contestó:
—¡Adiós, ángel!
—En otros tiempos ese apelativo tenía — contestó
la vieja—pero hijito, en fuerza de ganarme la butuba
con penas y aflicciones, me han hecho perder todito
lo bueno que tenía. Pero, vamos á ver, ¿á qué vienes
por acá? Tú nc sales de sitio bueno.
—Es verdad; pero no entro en otro mejor, Juani-
liona.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 41

—Llámame Juanilla, es lo único que me queda...


—¿De ángel?—preguntó Agustín sonriendo.
—No te burles y contesta á lo que te pregunto...
¿Qué quieres?
—Dormir.
—¿Tienes dinero?
—Sí, endina, sí; tengo dinero... ¡Mira!
Y Agustín sacó del bolsillo del chaquetón un pu­
ñado de monedas que enseñó á la mulata.
Esta sonrió enseñando sus blanquísimos dientes,
única cosa bonita que conservaba en su prematura
vejez.
Y decimos prematura, porque la mulata no tendría
más allá de cincuenta años, aunque representaba lo
menos sesenta.
—Entra adentro — dijo la llamada Juanilla á su
inesperado huésped y amigo.
Agustín pasó á una estancia contigua, que merece
la pena de describirse, ya que los objetos que en ella
se ven, demuestran la profesión de la mulata.

VI

En un rincón, veíase una mesa cuadrilonga con


algunos cazolones, botellas tapadas y revestido el
TOMO 1

Biblioteca Nacionai
42 SOR CELESTE

corcho con un trapo, como si el contenido fuera algo


volátil.
Entre las botellas y demás vasijas, veíanse atillos
pequeños de yerbas y raíces, así como también en las
paredes, colgados de algunos clavos.
En una especie de estante ó bazar algo elevado,
habían cajas pequeñas de cartón, botes de lata, bote­
llas negras lacradas y yerbas y más yerbas.
Estas abundaban de tal suerte, que aquélla tenía
trazas de ser la estancia de un herbolario.
En el suelo, por tierra, en fin, por todas partes
veíanse montones de hojas, latas y cacharros llenos
de raíces, y botellas perfectamente tapadas.
Sin embargo, la vieja no era herbolaria, la vieja era
una mulata muy conocida en todo el vecindario y
aun fuera de él, por su gran fama de curandera.
Juanilla tenía remedios para todo y á no ser porque
el negocio estaba ya perdido y no se ganaban los pesos
de los crédulos con tanta facilidad como antes, segu­
ramente su suerte presente no fuera tan miserable que
hubiese de recurrir á toda clase de negocios para ga­
narse la butuba.
Sin embargo, de vez en cuando, caía algún tonto
que iba por remedio para una estropeadura ó para
cualquier infeliz que se hallaba malico por haberse
dormido á la sombra del guao.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 43

Vil

La vieja curandera no se detuvo con Agustín en


aquella estancia.
De allí pasaron á otra más pequeña, en la que ha­
bía una mesa arrimada á la pared, sobre la cual colo­
có la mulata la luz.
Dicha mesa, cuatro sillas viejas, y una mala cama
en el fondo de la habitación, constituían todo el mobi­
liario.
Agustín dejóse caer en una silla junto á la mesa,
diciendo:
—Estoy rendido... Pero, en fin, la noche no ha si­
do mala.
—Pues no fué buena que digamos—contestó la cu­
randera.—Pero teniendo pesos duros, tal vez por lo
malo de la noche, buena es.
Y al decir esto, la mulata sonrió intencionada­
mente.
Agustín la miró con fijeza y dijo:
—Oye, bruja: á ver si no eres tan maliciosa.
—Bueno; á mí, ¿qué me importa lo que hayas he­
cho tú? Pero mira, hijito, esa sangre que llevas en la
manga, te vende.

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44 SOR CELESTE 1
Agustín se miró las mangas y vió que efectiva­
mente tenía la derecha manchada de sangre.
Sonrió á la mulata en señal de inteligencia y dijo:
—¿No tienes tú ningún remedio para esta enfer­
medad?
—Sí; dame la chaqueta.
—Espera, que antes he de vaciar los bolsillos.
Agustín sacó todo el dinero que llevaba y algunos
cigarros.
La curandera sonrió al ver tanto dinero y con los
ojos brillando de codicia, murmuró:
—Es verdad, hijito, la noche ha sido buena.

Biblioteí^a Nacional de España


CAPITULO IV

En busca del botín.

A curandera empleó muy poco tiempo


en limpiar la mancha de sangre que
Agustín tenía en la chaqueta.
Pocos momentos después de haber
salido de la estancia, volvió á ella,
llevando en la mano dicha prenda.
—Toma,—díjole al miserable, en­
tregándosela,—veas si se conoce algo.
Agustín miró detenidamente la manga y nada vió
en ella.
—Vamos, cuando todos te dicen que sabes mucho,
por algo es... ¿Con qué demonios has quitado el man­
chón tan por completo y tan pronto?

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46 SOR CELESTE

—Eso... yo me lo sé, hijito,—contestó la mulata


sonriendo.
—Y yo también, — replicó el malvado, que en
aquel momento olía la mancha del chaquetón, hú­
meda aún.—Has quitado la mancha con aguarrás.
—Cabalito.

II

El miserable asesino, se vistió la susodicha prenda


y guardóse el dinero, á tiempo que la curandera, mi­
rando aquel montón de monedas de plata, decía:
—¿No hay nada para mí?
—Toma, mujer, toma; que bién te lo mereces.
Y así diciendo, Agustín tiró á Juanilla dos pesos,
que ella se apresuró á coger y guardar en el bolsillo
de su bata, á tiempo que decía:
—Dos y dos... cuatro; tampoco es esta mala noche
para mí.
—¡Hola! ¿Granaste otros dos pesos?
—Sí.
—¿Con algún específico de tu condenada inven­
ción, capaz de curar á un muerto?
—No; me los ganó, hijito, con menos trabajo del
que puedes tú imaginarte.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 47

Y la envejecida curandera, sentándose en una


silla junto á Agustín, continuó diciendo:
—Figúrate tú, que cuando ya comenzaba á llover
y á tronar fuerte, voy á cerrar la puerta y me en­
cuentro parada ante ella, una mujer alta, buena mo­
za, envejecida como yo y pálida como una defunta...
Me pareció que iba á entrar aquí y la preguntó si
deseaba algo... Sí, deseaba: me lo dijo casi sin poder
hablar... Por sus maneras y su tipo, deduje que era
una peninsular...
—¿Eh?—murmuró Agustín, fijando en la mulata
una mirada escrutadora.
—De tu tierra debía ser; apostaría una mano de
plátano ó una jaba de yucas y de moniatos, á que no
me equivoco.
—Bueno,—dijo Agustín, con la especial entona­
ción con que él profería siempre esta frase á guisa de
muí etilla, —sigue... sigue.
Y prestó mayor atención que antes á las palabras
de la curandera.

III

La mulata, sin fijarse en el afán con que Agustín


la oía, continuó diciendo con su perezosa entonación
y á la vez que sacaba del bolsillo un grueso cigarro
que encendió con deleite;

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48 SOR CELESTE 1
—Ahí tienes, hijito, lo que son las cosas: cuales­
quiera otra, al ver la pobrecita mujer la hubiera mandao
á paseo sin oirla; pues yo no... Ella me preguntó y yo
la respondí.
—¿Y qué quería?
—Saber si por estos arriábales vivía un blanco es­
pañol, llamado don Cesáreo de la Loma.
—¿Don Cesáreo de la Loma?...—murmuró Agustín
como queriendo recordar aquel nombre.—Jamás le oí
nombrar.
—Y yo al pronto tampoco recordé el nombre de
don Cesáreo.
. —¿Pero después...?
—Después, la española, me dió más señas para ha­
cerme recordar... Me dijo que el señor ese tiene una
hija llamada Celeste...
—¡Celeste!—repitió Agustín sin ser dueño de con­
tener una exclamación de asombro.
La mulata suspendió su relato para mirar con fije­
za al miserable.
—¿Qué te pasa, hijito?—preguntó con curiosidad.
—¿También conoces tú á la niña Celeste?
—No... yo no conozco á ninguna niña ni mujer
que lleve ese nombre.
—Pues yo sí; y de veritas que, apenas oí el apela­
tivo, caí en la cuenta de quienes eran los que laespa-

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 49

ñola buscaba... De verdá que sí, ¡pues no! con las co­
nocencias que yo tengo... En seguidita me acordé de
la niña Celeste, que es el ángel del barrio del Vedado,
donde no hay un pobre que no la quiera ni un rico
que no la respete.
—¿Y qué?
—Pues que le dije á la española dónde vive el tal
don Cesáreo y la niña Celeste, que á lo que parece es
su hija... Y aquí viene lo extraordinario, hijito.
—Di — contestó el malvado escuchando con mal
disimulada ansiedad.
—La pobre me dijo que le diese las señas de la
casa, que le indicase el caminito; y yo se las dije las
señas y la acompañé hasta ahí fuera para decirle por
dónde debía ir al Vedado y entonces ella ¡madrecita
qué asombro! echó mano al bolsillo de la falda y me
dió dos pesos duros ¿oyes hijito? ¡dos pesos duros una
pobre como ella!... ¡Oh, y que al sacarlos, bien se oyó
el sonar de otros muchos... y de oro... vaya que debía
llevar oro! tengo buen oído!

IV
Agustín miró á la mulata curandera con el mayor
asombro.
Lo que acababa de oir de labios de ella, era por
cierto sumamente extraño.
TOMO I

RCSLOJ
Biblioteca Nacional de Esjoo
50 SOR CELESTE

Aquella mujer que tan espléndidamente pagaba


una noticia por la cual nada le habían pedido, no de­
bía ser una pobre ni mucho menos.
Este importante detalle, unido á una sospecha que
desde el primer momento había acudido á la mente
de Agustín, acabó de intrigarle.
—¿Y qué hizo la mujer, después de darte los dos
pesos?—preguntó Agustín á la cincuentona Juanita.
—Se fué.
—¿Y no te dijo nada más?
—Nada, hijito.
—Pues, hija, eso es todo un cuento inverosímil.
—Pero estos dos pesos no lo son, hijito, y yo creo
el caso por el dinero que toco.
Y así diciendo, la curandera, sacó del bolsillo cua­
tro pesos, agregando:
—Dos tuyos y dos de ella... No me faltará maña­
na ginebra.
Agustín quedóse silencioso y pensativo.
Durante largo rato permaneció de este modo.
La curandera fumaba entretanto, viendo con de­
leite, cómo se esparcía el humo por la estancia, for­
mando azules y caprichosas espirales.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 51

De improviso, Agustín, levantóla cabeza, que ha­


bía apoyado en las palmas de las manos, y mirando á
Juanita, la interrogó en la forma siguiente;
- -Oye; ¿qué señas tenía la mujer aquella?
—Alta, robusta, aunque enflaquecida, blanca como
tú... no; más blanca que tú...
—¿Te fijaste en el color de sus cabellos?
—Me parecieron negros.
—¿Y sus ojos?
—Negros también.
—Dame alguna seña particular.
—¿Particular?
—Sí; un detalle suyo por el cual se la pueda co­
nocer.
—Pero ¿á ti qué te importa?
—Vamos, contesta y no te metas en harina, bruja
condenada.
—No sé qué decirte, de veritas.
—¿Llevaba un mantón sobre los hombros?
—Sí; juraría que sí.
—¿Y era de color obscuro aquel mantón?
—Sí... sí... ¿La conoces tú?
—La he visto.

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62 SOR CELESTE

—¿Dónde?
—En el Vedado.
—¿Venías de allá?
—De allá venía.

VI

Agustín calló.
La mulata siguió fumando.
El miserable estaba ligeramente pálido y una son­
risa horrible vagaba por sus labios.
Sin cesar de sonreir, y como quien hace una pre­
gunta extemporánea por hablar de algo, preguntó de
improviso:
—Conque, ¿crees tú que llevaba oro aquella mujer?
—Apostaría la cabeza,—contestó la curandera in­
diferentemente.
Agustín volvió á quedar silencioso y pensativo.
La mulata, satisfecha porque el cigarro le había
salido bueno y la noche le resultaba mejor, gracias á
los cuatro pesos, habíase reclinado indolentemente en
la silla, cuyo respaldo inclinaba sobre la pared, for­
mando ángulo con el suelo.
La curandera hacía sus mejores negocios por la
noche, y de aquí que velase; pero de aquí también
que, en fuerza de velar noches y más noches, sintiera
un sueño irresistible.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 53

Poco á poco, la curandera se íuó quedando dor­


mida, con el cigarro entre sus blanquísimos dientes.
Agustín, entretanto, reflexionaba.
—Sí,—se decía,—la pobre que vino preguntando
por el español don Cesáreo de la Loma, no era otra
que Dolores... ¿Por qué preguntaría por ese caballero?
¡Oh! Y ese caballero es el padre de una joven llamada
Celeste, y el cofrecillo que le robamos esta noche á la
hermana de la caridad, llevaba incrustado ese nom­
bre; luego Dolores conocía á esa familia, con la cual
algo tiene que ver, indudablemente, el tal don Alberto
que nos propuso el robo y el asesinato... Y á todo es­
to, Dolores llevaba dinero en abundancia, como bien
lo revela el hecho de dar dos pesos á cambio de unas
noticias por las cuales nada le pedían...
Agustín hizo un gesto de contrariedad y pensó:
—Creo que he obrado muy á la ligera matando á
aquella endina... y más ligeramente aún, no regis­
trándola después de haberla matado, en venganza de
haberme vendido en otros tiempos... ¡Oh! Pero si per­
dí lo mucho que ella pudiera haberme dicho y que tal
vez hubiese sido la base de un buen negocio, no he de
perder el dinero que llevara.

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54 SOR CELESTE 1
VII

Agustín púsose en pie rápidamente.


Vió dormida á la mulata y murmuró:
—¿Para qué quiero despertarla?...
Cogió el sombrero, que había tirado antes sobre una
silla, y salió de la estancia, procurar do no hacer el
menor ruido.
Llegó á la puerta de la calle, la abrió, y cerrán­
dola de golpe, echó á andar apresuradamente, en di­
rección al camino que conducía al bohío de Polonio,
y por lo tanto, al bosque en que dejara, poco menos
que cosida á puñaladas, á la pobre Dolores.
Al ruido que hizo la puerta al cerrarse, la mulata
despertó con sobresalto.
—¿Qué ruido es ese, hijito?—dijo en voz alta y
mirando en torno suyo.
Al no ver á Agustín, su primer movimiento fué
ponerse en pie, echando mano al bolsillo de su bata.
Al tocar en el fondo de él sus cuatro pesos, pare­
ció tranquilizarse.
—¡Agustín!—gritó, llamando al miserable.—¿Dón­
de demongos te has metido, hijito?
Buscó al miserable por toda la casa, fijándose de
paso en si faltaba algo de lo que constituía su pobre

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ó LAS MÁRTIRBS DEL CORAZÓN 55

ajuar, y al no hallarle, encogióse de hombros, di­


ciendo :
—¡Báf! á dormir... Tanto mejor si se fue... Esta
noche es nochecita de cosas raras... Dos pesos una
pobre y dos pesos Agustín... buen tabaco en el bol­
sillo, ¡baf!... ¡Qué sueño!
Y arrastrándose la mulata perezosamente hasta el
lecho, se tumbó en él con los ojos cerrados ya.
ün momento después, roncaba sumida en profun­
do sueño.

VIII

Entretanto, Agustín, después de caminar á buen


paso largo trecho del camino, comenzó á correr agui­
joneado por la impaciencia de llegar cuanto antes al
bosque y apoderarse del oro que indudablemente de­
bía llevar Dolores en el bolsillo de su falda.
El punto á que se dirigía no estaba muy lejos, co­
mo ya sabemos.
Al cabo de una media hora de haber salido del
barrio del Carmelo, llegó al bosquecillo, pasando an­
tes por el bohío de Polonio.
Miró al interior de él por una ventana mal cerra­
da, y no vió luz alguna.
Prestó después oído atento y nada oyó.

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56 SOR CELESTE

Sin duda, el guajiro y Tera^ dormían profunda­


mente.
Sin detenerse á más, corrió al punto en que ase­
sinara á Dolores.
El cielo habíase despejado por completo, y la luna
brillaba clara como nunca.
Dentro del bosque reinaba esa tenue claridad, hija
de la luz que trabajosamente se filtra á través de algo
que se opone á su paso.
Agustín llegó al punto en que, si mal no recorda­
ba, había estado hablando con Dolores, y por consi­
guiente, donde debía hallar el cadáver de su infortu­
nada victima.
Miró escrutadoramente á todos lados y nada vió.
Al pie del árbol, junto al cual había estado con
ella, vió un pequeño charco de sangre, y á pocos pa­
sos, en dirección al declive por donde rodara la in­
feliz, el puñado de yerbas con el cual limpiara el
puñal.
No extrañando todavía no ver allí á Dolores,
Agustín bajó apresuradamente por el declive del te­
rreno, esperando hallar al pie de aquella especie de
desmonte, el cadáver de su ex-amante.
Alhajar, fijóse en que algunas yerbas estaban man­
chadas de sangre y en que algunos pequeños arbustos
estaban aplastados.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 57

—No cabe duda,—se decía Agustín, conforme iba


bajando,—por aquí rodó...
Al final del declive encontróse el malvado con un
pequeño aiToyo de cenagosas aguas, que se deslizaban
por el cauce, cuyos largos juncos y espadañas casi lo
cubrían por completo.
Agustín, no habiendo encontrado el cuerpo de Do­
lores, murmuró;
—¿Apostamos que fue á parar al fondo del ai ro­
yo? Mejor, si así fué... La corriente es floja y, por lo
tanto, imposible que haya arrastrado el cuerpo..- Ahí
estará... Veamos.
Arrancó Agustín una rama de un árbol y la su­
mergió en el agua, escarbando para ver si tocaba el
cuerpo de Dolores.
Pero lo único que tocó, fué el cenagoso lecho del
arroyo, cuyas aguas se enturbiaron más y más, ad­
quiriendo un color negruzco, asqueroso.

IX

El rostro de Agustín palideció intensamente.


— ¡Tampoco aquí...! — murmuró á media voz y
girando en torno suyo una mirada escrutadora y an­
helante.
TOMO I

Biblioteca Nach
58 SOR CELESTE

—¿Dónde estará?—se preguntó luego, no viendo el


cadáver por sitio alguno.
Y temiendo, sin duda, haberse equivocado tornó á
sumergir la rama en el fondo del arroyo.
Poco á poco, Agustín experimentó la inquietud
propia de todo criminal, que piensa puede haber es­
capado con vida su víctima, y comprometerle grave­
mente.
Con apresuramiento, descalzóse, saltó al arroyo y
lo registró en un largo trecho.
—No está... ¡no está!—murmuraba con frecuencia.
Después, saltó á la orilla, calzóse apresuradamen­
te y registró'tódos aquellos contornos, víctima de fe­
bril agitación, temblando y profiriendo á media voz,
frases incoherentes.
Ningún resultado obtuvieron sus pesquisas; y ren­
dido, jadeante y sudando copiosamente, salió del bos­
que seguro de que allí no estaba el cadáver de Do­
lores.
—¿Lo habrá recogido alguien? — se preguntaba
buscando una explicación á la extraña ausencia de
su víctima. — Yo estoy seguro de haberla matado...
sí... más de dos veces, hundí el puñal en su pecho,
luego ella no puede haberse ido por su pie, aún en el
caso de que mis golpes le dejaran un resto de vida...
Es indudable, pues, que alguien la recogió; pero ¿quién

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ó LAS MÁRlJfiES DEL CORAZÓN 59

puede ser ese alguien?... ¡Oh! Sea quien sea, viva ó


muerta, los que la recogieron, debieron llevarla al pun­
to más próximo donde poder pedir auxilio, bien para
salvarle la vida, bien para conducir su cadáver á la
Habana... El punto más cercano de aquí, es el bohío
de Polonio...

Al pronunciar Agustín las anteriores palabras, vió


que se hallaba delante de la vivienda del guajiro á la
cual había llegado caminando como automáticamente.
Acercóse á la ventana que antes viera mal cerra­
da y la encontró cerrada perfectamente.
—¿Eh? ¿Qué diablos quiere decir esto?—murmuró
Agustín lleno de extrañeza — Esta ventana estaba
mal cerrada antes y ahora la encuentro como si hu­
biesen clavado sus maderos al marco... No cabe dudar,
no; Polonio y Tera no dormían antes, ó si dormían, se
levantaron mientias yo estaba en el bosque buscan­
do... Y no hay luz dentro, no... Ni ahora ni antes. Y
no se oye nada...
Así diciendo, Agustín miraba por las rendijas sin
ver luz y prestaba atento oído sin que llegase á él
el más leve rumor.
Reflexionó el malvado breves momentos, y al fin,

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60 SOR CELESTE
1
encogiéndose de hombros y haciendo un movimiento
brusco, se dirigió á otra ventana y dió sobre ella dos
recios golpes, murmurando:
—Veré si con maña, logro saber algo... Puede que
Polonio...
En vista de que no abrían volvió á llamar.
Por fin, oyóse la voz de Tera que gritaba desde
dentro:
¡Demongos!... Ahoritica voy...

Y se oyó el rumor de unos pies que se arrastraban


perezosamente por el suelo y la voz de la mulata que
decía muy bajo:
—¡Mala garrapatera le coma las entrañas al que
hace visitas á estas horas!

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CAPITULO V

De tnno á tnno no va nada.

EEA no debía haber caído en la cuenta,


del punto en que daban los golpes, ó'
le convenía demostrarlo así, pues no
abrió la ventana como tenía por cos­
tumbre cuando Agustín llamaba á
ella.
El malvado asesino de Dolores, se
dirigió á la puerta que Tera abría en aquel momento.
Esta, al ver á Agustín, exclamó:
—¡Ah! ¿Eres tú?
—Yo soy,—contestó el bribón.—¿Está Polonio? Ya
supongo que debe estar... Si lo pregunto es porque...
como veo has abierto tú...

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62 SOR CELESTE

—Polonio no está, — respondió Tera, mirando á


Agustín con desconfianza.
—Entonces le esperaré.
Y así diciendo, Agustín, entró hasta el centro de
aquella cachapera y dejóse caer en una silla, diciendo
á la vez que se esforzaba por parecer tranquilo:
—¡Uf!.. ¡Estoy reventado!

II

Tera le miró de reojo, y aparentando interés, pre­


guntó :
—¿De dónde sales ahora?
—Hija; desgracias de los hombres que tenemos la
suerte de espaldas.
—¿Te ha pasado algo?
—Mucho; después de derrengarme metiendo bajo
tierra á la hermana, me fui al barrio del Carmelo cre­
yendo que una amiga me dejaría dormir en su casa.
—¿Y no te dejó?
—No estaba.
— Mala sombra, hijito.
—Siempre la tuve mala.
— Pues vamos, que con doscientos pesos en el bol­
sillo, bien podías encontrar albergue.

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ó IAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 63

—No lo busqué... Preferí volver acá.


—¿Por qué, hijito?
— Porque aquí estoy seguro, y en el Carmelo hay
mucha gente, y entre ella, alguien que me conoce y
puede jugarme una mala pasada.
—Pues aquí tampoco estás muy seguro, porque el
camino está cerca y por él pasan con frecuencia los
que vigilan estos contornos de urden del Gfohernador
de la Isla.
Agustín sólo replicó, refunfuñando:
—Pues yo en algún sitio he de dormir.
Después quedóse silencioso.

III

Tera ofreció á Agustín una taza de café y le pidió


un cigarro á cambio de ella.
—Venga el café y toma el tabaco, — contestó
Agustín secamente.
—Mala yerba has pisado, hijito—replicó la mula­
ta yendo en busca del café.
Poco tardó en presentárselo al amigo y compañero
de fechorías del guajiro, pues en el bohío, rara vez
falta la olla llena de café, puesta á fuego dulce, el
puerco ahumado colgando junto á las tortas del pan

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64 SOR CELESTE
1
de yuca llamado casabe y los plátanos y boniatos más
ricos de la tierra.
Agustín bebió á pequeños sorbos, sin decir frase
alguna, la taza de café que Tera le sirvió.
La mulata mirábale sin cesar de reojo, como si no
se fiase mucho de aquella tranquilidad aparente.
Agustín, sacó un cigarro, y Tera, antes de que él la
pidiese, dióle candela con su encendido tabaco.
El criminal se lo devolvió sin despegar los labios.
Entonces, la mulata fué á sentarse en una silla,
con la que se reclinó en la pared con la indolencia
natural en las mujeres de su raza.

IV

Durante largo rato, nuestros dos personajes per­


manecieron silenciosos, chupando de tiempo en tiem­
po el cigarro, y entregados á sus íntimas reflexiones.
Pasó cerca de media hora.
La mulata tenía sueño y daba de vez en cuando
cabezadas que le hacían perder el equilibrio.
Una de tantas veces casi cayó al suelo; despertóse
violentamente y se acomodó en la silla, murmurando:
—¿Tengo un sueño insufrible!
—Pues vete á dormir — contestó Agustín seca

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o LAS MARTIRES DEL CORAZON 65

mente.—A mi maldita la falta que me hace verte dor­


mitar en esa silla.
—Espero á Polonio para abrirle.
“Pues ya le abriré yo.
Tera nada dijo; pero no se movió de la silla.
Conocíase que tenía empeño en no dejar solo á
Agustín.
Pasó un rato más.
El ex-amante de Dolores, levantóse de su asiento
no pudiendo disimular su impaciencia.
—¿A dónde diantre habrá ido Polonio para tardar
tanto?—exclamó encarándose con Tera.
Esta contestó:
—No lo sé... dijo al salir que volvería lueguito.
—¿Y hace mucho que salió?
—Después de darte ahí fuera los doscientos pesos
de don Alberto.
—¡Ah! ¿Desde entonces falta de aquí?
—Justitamente.
—Pues ya hace horas.
—Eso digo yo.
V

Quedóse pensativo Agustín y comenzó á pasear


por la estancia, con visible agitación.
En aquellos momentos comenzaba á amanecer.
TOMO I

Biblioteca Naciona,
66 SOR CELESTE

Cinco minutos después, el sol hería la tierra con


toda la fuerza de sus brillantes rayos, pues en aquella
rica y hermosa isla, el crepúsculo matutino dura tan
poco tiempo, que casi puede decirse que la noche se
convierte en día al romper la primera luz el manto
de sombras de la noche.
Al ver la luz del sol, que penetraba á torrentes en
el bohío á través de las rendijas de las ventanas, Tera
púsose en pie y abrió la puerta.
—Ya es de día—dijo mirando á Agustín recelosa­
mente.
Éste, que no cesaba de pasear con evidentes seña­
les de impaciencia, repuso con voz baja y ronca:
—Sí; ya es de día... y Polonio no vuelve... ¿A
dónde diablos habrá ido ese condenado Polonio?
—Habrá ido al ingenio de los Tres Caminos—dijo
Tera.—Puede que no vuelva hasta la noche... Otras
veces así lo hizo.
Agustín torció el gesto.
Sin duda no creía las palabras de la mulata.
Ésta no cesaba de mirar á Agustín recelosamente.
El miserable, dando cada vez mayores señales de
impaciencia, se sentó nuevamente, encendió otra vez
el cigarro y quedóse pensativo.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 67

VI

Al cabo de media hora, Agustín púsose en pie otra


vez y asomóse á la puerta del bohío.
Su arrugado ceño, revelaba el mal humor que se
había apoderado de él,
De improviso brilló en sus ojos un relámpago de
alegría.
— ¡Ah! ¡por fin!—murmuró.
Tera, al oir las anteriores frases de contento de su
huésped, volvió la cabeza, acercóse á la puerta y
viendo llegar á Polonio, murmuró á su vez:
—¡El! Bueno; veremos qué dice.
Polonio acercábase en efecto á su pobre vivienda.
Por fin, llegó á ella y entró.
Al ver á Agustín, hizo un gestecillo de desagrado.
El miserable no lo percibió.
—¡Hola! ¡Gracias á Dios que llegaste!—le dijo al
tenerlo cerca.
--¿Qué haces aquí?—le preguntó el guajiro—¿sabes
que no debes dejarte ver á estas horas?
—¡Bah!
—Pueden cogerte y no lo pasarías muy bien.
—Es verdad que no lo pasaría muy bien; pero no
soy bobo para que puedan cogerme con facilidad... Por

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68 SOR CELESTE

suerte mía, conozco la manigua palmo á palmo y en


ella tengo un refugio seguro.
—Pero si antes de entrar en ella te alcanza una
bala...
—No hay cuidado.
El guajiro se encogió de hombros.

VII

Agustín se fijó entonces en que Polonio parecía


mostrar deseos de que se fuese.
—Estoy cansado, — dijo el guajiro á Tera, haciendo
caso omiso del pobretuco.
—Pues á dormir niño—contestó la mulata.
—A eso voy.
Y Polonio volviéndose á Agustín, le dijo:
—Amigo... hasta otro rato.
—Espera — contestó el miserable — tenemos que
hablar.
—¿Qué quieres?
—Pues... eso; hablar contigo.
—Di lo que deseas.
Agustín se plantó delante del guajiro, y con tono
un tanto imperioso, le preguntó:
—¿De dónde vienes?

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 69

Polonio miróle, sonrió y dejándose caer en una si­


lla, permaneció silencioso.
Después sin cesar de sonreir, exclamó:
—Amigo, de tuno á tuno no va nada, como dices
tú algunas veces.

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CAPITULO VI

Astuto á fuer de guajiro.

O comprendiendo Agustín la intención


con que Polonio le había dirigido las
anteriores palabras, quedóse mirán­
dolo fijamente, á la vez que pregun­
taba con brusca entonación:
—Y bueno, ¿qué tenemos con eso?
—Hombre, tenemos, —repuso Po­
lonio,—que me engañaste al decir que habías cum­
plido lo pactado con don Alberto.
-¿Eh?
—Vamos claros, ¿por qué mentiste? ¿Temías que
no te diese el dinero que tenía para ti?
—Yo hice lo que dije que haría,—contestó Agus­
tín con fosca entonación.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 71

El guajiro encogióse de hombros, y poniéndose en


pie, dijo por toda respuesta;
—Bueno; pues... hasta otro rato.

II

Agustín, en vista de la calma de Polonio y de que


no le valía mentir, detúvole por un brazo diciendo:
—Ya dormirás luego; repito que tenemos que ha­
blar.
—¿De qué?—preguntó el guajiro.—Te hablo de lo
que debiera interesarte y no escuchas.
—Pues habla... ¿De dónde vienes ahora?
—De hacer lo que tú debías haber hecho.
—¿Eh? ¿Mataste á la hermana?
—No, hombre; he enterrado á la que tú mataste
ahí... en la manigua.
Agustín palideció intensamente.
Polonio, continuó diciendo:
—No sabes mentir, amigo... Dijiste que el pico lo
habías dejado en la manigua; miré ahí, en el sitio de
las herramientas y no eché ninguna de menos. En­
tonces fui... á buscarla ¡y no era mala hermana la
que habías matado!...
—¿La encontraste?—preguntó Agustín con ansie­
dad.

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72 SOR CELESTE

—Claro está.
—¿Y dices que la has enterrado?
—A siete palmos bajo tierra...
—¿Y vienes ahora de enterrarla?
—¿Pues de dónde? ¿de algún baile?
—Y ¿la enterraste allí... donde ella estaba?—pre­
guntó Agustín, mirando á Polonio recelosamente.
El guajiro contestó:
—Nada de eso... Me la llevé algo lejos... Allí era
fácil que me sorprendiera el día y me viese alguien,
pues no está muy distante el camino.
Esta explicación hizo respirar libremente á Agus­
tín.
El bribón esperaba coger en un renuncio á Polonio.
Si éste hubiese dicho que volvía de enterrar á la
mendiga y que la había enterrado en el punto donde
la hallara, habiendo estado él allí y no habiéndole
visto, hubiera sido indudable que el guajiro mentía.
Pero Polonio, por lo visto, decía verdad.
Agustín no podía dudarlo, pues estando seguro de
haber dado muerte á la catalana y no habiéndola en­
contrado después en el punto de la manigua en que la
dejara, natural parecía que su desaparición fuese de­
bida al no menos natural interés de Polonio en que
el cadáver no fuese hallado en terrenos cercanos á su
bohío

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'll"-''J.■■ -y-jyi.

ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 73

III

Durante algunos momentos, Agustín guardó silen­


cio, y Polonio le estuvo contemplando recelosamente
mientras una sonrisa maliciosa vagaba por sus labios.
Por fin, el miserable sonrió con íntima satisfacción
y dijo cambiando su tono acre por otro más afable:
—Vaya, pues, Polonio; muchas gracias por el in­
terés que te has tomado...
—Por la cuenta que me tenía.
—Eso es verdad.
—Pero vamos á ver,—preguntó el guajiro con apa­
rente curiosidad,—¿qué hiciste de la hermana?
—Pues...
Agustín no supo que decir.
—Vamos, hombre,—le dijo Polonio,—no temas de­
cirme la verdad, pues como antes te dije á imitación
tuya, de tuno á tuno no va nada. Yo no he de ir con
el soplo á don Alberto... Al fin y al cabo, él ya tiene
el cofrecillo y no necesita nada más.
—¡Oh! ¡Quién sabe!... A veces se quiere cerrar la
boca de una persona para que no diga dónde le dieron
el atraco.
—¡Bah!
A pesar de la indiferencia que el guajiro mostraba
TOMO

Biblioteca Nación.
74 SOR CELESTE

porque la hermana viviese ó dejase de vivir, y que á


don Alberto le conviniese ó dejase de convenir que la
hermana hubiese muerto, Agustín, al pensar que bien
pudiera la infeliz robada revelar á la justicia el punto
donde le habían quitado el cofrecillo y las señas de los
ladrones, sintió viva intranquilidad.
—Oye,—exclamó, dirigiéndose al guajiro,—¿sabes
que no debería tenerte tan sin cuidado que la herma
na viva?
—¿Por qué razón?
—Por la que acabo de darte... Bien pudiera suce­
der que la tal hermanita declarase á la justicia lo ocu­
rrido y vinieran y...
Polonio quedóse pensativo un momento.
Después, encogiéndose de hombros, dijo:
—Tienes razón; pero ¡bah! no tengo cuidado.
—Haces mal. ¿O es que estás tranquilo por algu­
na razón lógica?
—La hermana no podrá dar las señas de este sitio
puesto que no conoce estos lugares... Por aquí cerca
hay algunos bohíos, y como nadie sabe nada, y todos
dirán lo mismo, y yo lo mismo diré, y el cofrecillo no
parecerá por parte alguna...
—De todos modos, yo no estaría tranquilo... Ella
te ha visto la cara.
—¡Bah!

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 75

Y Polonio encogióse de hombros nuevamente.

IV

Agustín no pudo menos que fijarse en aquella per­


tinaz indiferencia, tan extraña, habiendo motivo como
había para que no estuviese tranquilo.
Miró á Polonio fijamente y guardó silencio, mur­
murando su eterna muletilla:
—Bueno, bueno... Peor para ti si no estás preve­
nido.
—¡Bah!—repitió el campesino, sin cesar de son-
reir.
Y tras breve pausa, agregó:
—¿Qué? ¿te vas?
Agustín vaciló un momento.
Por fin, dijo:
—Sí; me voy... Dame un cigarro.
El guajiro sacó uno del bolsillo de su pantalón y
se lo entregó á su miserable cómplice.
Este lo encendió lentamente, dirigió una mirada
recelosa en torno suyo y salió por fin del bohío, di­
ciendo :
—¡Ea! Que descanses, Polonio.
—Con Dios,—contestó éste.

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1

76 SOR CELESTE

Agustín no se iba satisfecho.


En vez de dirigirse al camino, tomó por un atajo
á través de la manigua.
Una vez en el interior de ésta, se detuvo reflexio­
nando :
—No sé por qué, creo que Polonio me engaña. Aquí
ocurre algo que yo no me explico, pero que me ex­
plicaré más ó menos pronto y con más ó menos pro­
ductivo resultado... La tranquilidad de Polonio no es
lógica ni natural... Estos guajiros son maliciosos y
astutos como ellos solos, y cuando tan indiferente le
tiene que la hermana viva, es prueba de que también
tiene motivos para creer que nada le ha de pasar.
Reflexionó algunos momentos, dió unos pasos más
y tornó á pararse, pensando...
—La catalana, vestida de andrajosa y llevando
dinero... Mi hija en la Habana, según me dijo su ma­
dre. .. La catalana preguntando por una joven llamada
Celeste, para la cual llevaba el cofrecillo la hermana
que don Alberto quería que yo matase... ¿Qué demo­
nios quiere decir todo esto?...
Hizo aquí una pausa el miserable y al cabo de
ella, echó á andar con más ligereza, diciéndose:

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 77

—En todo ese lío, veo yo algo productivo para mí;


no sé qué pueda ser ese algo... pero yo desenredaré la
madeja y entonces...'veremos. Ante todo, necesito
saber quienes son esa señorita Celeste y su padre.

VI

Entretanto, Tera y Polonio habían cruzado las si­


guientes palabras:
—Oye hijito—preguntó Tera—¿es verdad que ese
ha matado á una mujer?
—Sí—contestó Polonio.
—Y esa mujer ¿no es la hermana?
—No.
—¿Y la has enterrado?
El guajiro vaciló un momento antes de contestar.
Por fin, dijo con la misma sequedad con que había
contestado á las anteriores preguntas:
—Sí.
—Mal aire te dió, Polonio... ¿Estás quemaof
—No; tengo sueño.
—Pues anda á la amaca... Pero mira, si vuelve
ese condenao, le voy á decir con malos modos que no
vuelva... A mí no me engaña... Ese viene para ver si
nos roba el dinero que te dió don Alberto.

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78 SOR CELESTE

Polonio, sonrió diciendo:


1
—Calla y no digas bobadas.
Tera se fue á hacer café y Polonio se acostó, mur­
murando entre maliciosas sonrisas:
—De este negocio yo fui quien salió más ganan­
cioso... ¡Si ellos supieran...!
Poco rato después, sólo se oían en el fondo del bo­
hío, los ronquidos de Polonio, y junto á la puerta, la
voz de Tera que cantaba con perezosa entonación,
á la vez que avivaba el fuego del anafe, una canción
entonces en boga llamada La Guabina.

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CAPITULO Vil

Un servicio cobrado con latrocinio.

EAMOS por qué Polonio había pronunciado


las anteriores palabras antes de dor­
mirse.
Indudablemente no había querido de­
cir á Tera el verdadero motivo de su
tardanza en volver al bohío desde que
saliera de él, para ir á enterrar la her­
mana, suponiendo que Agustín le había engañado,
puesto que en el sitio de las herramientas no faltaba
ninguna de ellas.
Volvamos, pues, al momento en que el guajiro se
dirigió á la manigua.
Como el bohío se hallaba casi rodeado por ella y
á muy corta distancia de tal paraje, pronto se halló

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80 SOR CELESTE

on el interior de ella y en el mismo sendero por el cual


viéramos penetrar á Agustín, cuando arrastraba con­
sigo á la infeliz Dolores.
Ya había dado algunos pasos mirando en torno
suyo escrutadoramente para ver si descubría el cadá­
ver de la pobre hermana, cuando llegó á sus oídos el
rumor del crujir dé algunas ramas y una voz ronca y
sollozante que clamaba;
—¡Dios mío, dadme fuerzas!... ¡dadme fuerzas pa­
ra salvar á mi madre!... ¡Ah, madre mía!
El guajiro detúvose al escuchar aquella voz.
—¡Eh!—murmuró.—¿Quién anda por aquí?
Y metiéndose por la urdimbre que los bejucos for­
maban entre los árboles, se fué acercando con la
agilidad propia de quien está acostumbrado á mero­
dear por aquellos lugares, al punto de que había par­
tido tan lastimera voz.

II

Antes de que Polonio descubriese á persona algu­


na en la obscuridad que reinaba en el interior de la
manigua, la misma voz de antes tornó á oirse más
cerca.
—¡Ah! No mueras, madre... ¡no mueras!... Aún

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 81

vive... ¡aún vive!... ¡Oh! No voy á poder encontrarla


salida... ¡Si alguien que no fuera aquél... oyese mi
voz!...
Apenas pronunciadas estas palabras, la infeliz que
las había proferido comenzó á gritar:
—¡Favor!... ¡Socorro!... ¡Socorro!... ¡Aquí!
Polonio, que había llegado cerca de la que grita­
ba, al verla no pudo menos de quedar asombrado.
—¡Por vida!...—murmuró.—Es la hermana... ¿Y
por qué grita?... ¡Oh! Aquella mujer... Esa debe ser
la verdadera víctima de Agustín...
Reflexionó algunos momentos y avanzó más hasta
encontrarse á tres pasos solamente del grupo que for­
maban la hermana Paz y Dolores la catalana, que se
hallaba tendida en el suelo boca arriba y en cruz.
— ¡Socorro!... ¡Socorro!... — gritó, cada vez con
mayor fuerza, la pobre hermana.
Aún no se había extinguido el eco de su voz en el
interior de aquel espeso bosque ó manigua, como lá
llamaba el guajiro, cuando éste se presentó á los ojos
de la infeliz joven, saliendo de detrás de unos árboles.
—¿Qué ocurre, niñaf ¿qué es eso?—preguntó con
su entonación un tanto lenta y cariñosa.
Y haciendo como que entonces veía á la mujer
que había á sus pies, exclamó;

11
82 SOR CELESTE

III

El primer movimiento instintivo de la hermana


Paz al ver al guajiro, cuyas facciones apenas podía
ver envueltas en la obscuridad que reinaba en aquel
punto, fue retroceder.
Pero, al escuchar las palabras tranquilizadoras que
acababa de pronunciar y al verle en la actitud pací­
fica de quien se presenta dispuesto á prestar el soco­
rro que se demanda, acercóse á él, y juntairdo las
manos con ademán suplicante, exclamó:
—Buen hombre, por favor, por compasión... ¡auxi­
lie usted á mi... á esta buena mujer!
La hermana había ido á decir: mi madre.
Polonio se fijó en el detalle de que la hermana se
rectificaba, y habiéndola oído exclamar poco antes
que aquella desventurada era su madre, comprendió
que también allí había otro misterio.
—¿Qué le pasa á esta niña?—preguntó, inclinán­
dose sobre Dolores para verla mejor.—Está muerta.
—No... ¡vive... vive!... Yo la he oído pronunciar
unas palabras en voz baja... hace un momento...
—Tal vez fueran las últimas.
—¡Oh! No... ¡vive!... ¡el corazón me lo dice!

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ó Las mártires DEL CORAZÓN 83

IV

Polonio introdujo una mano en eU;pecho de la in­


feliz catalana y la apoyó sobre el corazón.
Al sacarla, su mano estaba llena de sangre.
Se la limpió con un puñado de yerbas, mientras la
hermana Paz se horrorizaba al ver aquella sangre ne­
gruzca, y después, cogiendo una mano de Dolores, la
pulsó.
—Es verdad; vive,—dijo con seguridad.
,—¡Oh! ¡Y quiero que viva!...—gritó con sofocada
voz y acento indefinible aquella desventurada cria­
tura.
—Vamos á ver qué se puede hacer por ella... A
ver, hermana, cójala usted por los pies y ayúdeme...
La hermana Paz cogió á Dolores por los pies y el
guajiro la levantó por los sobacos.
Como la pobre Paz temblaba y carecía de fuerzas
en aquellos momentos de angustia, el cuerpo de Do­
lores fué medio arrastrado por Polonio, que la llevó
por el declive que el terreno hacía en aquel punto,
hasta la orilla de un arroyuelo que se deslizaba por
entre los árboles, más claros en aquel sitio.

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84 SOR CELESTE

La tempestad había cesado.


El viento abatía sus alas.
Los nubarrones, barridos por las últimas ráfagas,
dejaban brillar la luna en su cénit, con todo el esplen­
dor de sus nacarados rayos que el agua del manso
arroyuelo reflejaba sobre su turbia corriente.
Polonio colocó á Dolores de manera que la luna
iluminase su rostro.
—¡Dios mío, qué pálida está!... ¡Sangre!... ¡San­
gre!—balbuceó la hermana juntando sus manos y ca­
yendo de rodillas junto á la que, por coincidencia fa­
tal, había reconocido como madre suya.
Polonio sacó un pañuelo, lo mojó en el arroyo y
quitó la sangre que se veía en el rostro de la cata­
lana.
—Aquí no tiene herida ninguna—murmuró. —Vea­
mos en el pecho.
Y desabrochando el harapiento corpiño de la infe­
liz, la descubrió el pecho.
—Aquí... aquí hay heridas—dijo Polonio limpian­
do la sangre con el pañuelo.
En efecto, en el pecho de Dolores y casi juntas en
el centro de él, habían cuatro heridas.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 85

El guajiro las examinó detenidamente, y dijo:


—Hermana, creo que ninguna debe haber dado
lejos del corazón...
—¡Oh! ¡su vida!... ¡su vida, Dios mío!—sollozó la
hermana.
—Difícil será salvarla; pero vamos á hacer todo lo
posible.
Y mirando en torno suyo, buscó entre la maleza
algunas yerbas, cuya virtud debía ser conocida por
Polonio. y-
Las arrancó, las machacó con una piedra y fue
aplicando una porción de ellas sobre cada una de las
heridas.
—Esto no la salvará; pero basta para cortar la sa­
lida de la sangre—dijo á la vez que practicaba aque­
lla operación.
—Llevémosla á sitio donde puedan curarla... Yo
no quiero que muera, ¡no quiero Señor, no quiero!
Y los sollozos cortaron la voz de la hermana, mien­
tras abundante llanto corría por sus pálidas mejillas.

VI

Polonio entre tanto, desmintiendo la honradez y


las buenas cualidades que generalmente adornan á

Biblioteca Nacional de España


1
86 soft CELESTE

los guajiros, esto es, campesinos de aquella isla,


tentaba, como con otro objeto que el verdadero, los
harapos de la pobre Dolores.
De pronto sus pupilas brillaron y una tenue son­
risa se extendió por sus labios.
La hermana Paz, con el rostro oculto entre las ma­
nos, lloraba copiosamente.
Polonio introdujo su diestra con rapidez en el bol­
sillo de la falda de Dolores, y sacó de ella un pequeño
bolsillo que guardó apresuradamente entre la camisa
y el pecho.
En poco estuvo que la hermana le sorprendiera
verificando aquel robo, doble criminal por el estado de
la víctima.
Paz, levantó la cabeza y dijo con decisión:
—Aunque sea llevándola yo sobre mis espaldas es
necesario que á esta pobre la llevemos á punto donde
le puedan prestar los debidos auxilios.
El guajiro púsose en pie, diciendo:
—Salgamos al camino con ella; no está lejos y
pronto amanecerá... La Habana no dista mucho y en
el hospital de San Lázaro la pueden tener perfecta­
mente.
-—¡El hospital!—exclamó la hermana, recordando
entonces que de él había salido y á él debía volver
antes de que su ausencia fuera notada.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 87

Y después de reflexionar un momento, dijo con


decisión:
—Sí; salgamos... salgamos al camino.
—Vamos allá hermana.
Polonio cubrió con el pañuelo el pecho de la mori­
bunda, que apenas daba otras señales de vida que la
leve agitación de su pecho al respirar.
—Si tuviéramos una tira de tela...—murmuró al
cubrirle el pecho á Dolores.
La hermana Paz no vaciló un momento.
Levantóse el hábito vuelta de espaldas al guajiro,
dejó caer al suelo las enaguas y entregándolas dijo:
—Haga tiras -de ahí, buen hombre; pero pronto
por Dios... ¡pronto!
Polonio, haciendo tiras las enaguas, vendó con
ellas el pecho de Dolores.
Después la cogió en brazos y con ella salió de la
manigua.

VII

Bien pronto llegaron al camino.


En aquel momento amanecía.
Un carromato cargado de maloja y tirado por tres
muías, acercábase á aquel punto.

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i

88 SOR CELESTE

—Si ese carromato fueseá la Habana...—murmuró


el guajiro.
—¿Cree usted que en él podrían ó querrían llevar
á esta pobre mujer?—balbuceó la hermana Paz con
entrecortado acento.
—¿Y por qué no habían de querer?
En aquellos momentos llegó junto á Polonio y la
hermana, el vehículo cargado de rnaloja.
El conductor de él era un blanco robusto que iba
en el asiento de varas, cantando una copla alegre
mente.
Al ver el cuadro que ofrecían Polonio, la hermana
y Dolores tendida en el suelo, acercóse á ellos, pre­
guntando:
—¿Qué es eso, amigos? ¿qué ocurre?
—Un a desgracia...—contestó Polonio;—esta pobre
que hemos encontrado en la manigua pidiendo so­
corro.
Y al decir esto, indicó á Dolores, significando que
era ella la que había pedido socorro.
Al mismo tiempo, hizo un gesto significativo á la
hermana Paz.
Después, prosiguió:
—Se conoce, que algún desalmado la hizo el ser­
vicio de unas puñaladas.
—¡Pobre mujer!—exclamó el malojero.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 89

Y preguntó dando un paso hacia ella:


—¿Está muerta, eh?
—No... aún vive y por eso íbamos á pedirte un
favor.
—Pide los que quieras.
—¿Vasa llevarla en el carromato hasta la Habana?
—A la Habana voy y no tengo inconveniente en
serviros.
—Pues anda, ayúdame á colocarla sobre la carga.

VIH

El carretero ayudó á Polonio.


Este, dijo después, dirigiéndose á la hermana:
—Vaya... con Dios y que usted véa buena por fin,
si es posible, á esa pobre mujer.
—Gracias hermano,—contestó la hermana Paz con
triste acento sofocado por las lágrimas—¡Dios se lo
pague.
Polonio, debió decirse:
«—Ya me lo he cobrado yo.»
El carromato se alejó, seguido de la hermana y el
malojero que iban conversando al parecer con gran
interés.
Polonio se internó por una senda en dirección á
su bohío.
TOMO 1 12

Biblioteca
90 SOR CELESTE

Una vez algo distante del camino, sacó del pecho


el bolsillo hurtado y lo abrió afanosamente.
Sus pupilas brillaron con el brillo criminal de la
codicia satisfecha.
—¡Oro!—exclamó con infinito contento.
Y guardándolo murmuró:
—¿Oro una mendiga?... No deja de ¡ser muy ex­
traño... Pero más extraño es que la hermana sea hija
de ella... ¡Oh! y no puede caberme duda; á esa mujer
la asesinó Agustín... Veremos si averiguo algo más.

IX

Así pensando, llegó al bohío.


Allí encontró, como ya sabemos, al infame Agustín.
Lo que entre los dos ocurrió, no es preciso recor­
darlo, pues fijo estará indudablemente, en la memoria
de mis lectores.
Polonio salió de dudas respecto á quién era el ase­
sino de Dolores, pues diestramente se lo supo hacer
confesar á su cómplice en el robo del cofrecillo.
En cuanto á la tranquilidad que tanto le pareció
á Agustín que no debía sentir el guajiro, era muy na­
tural en éste.
Había estado con la hermana, ella le había visto
y no recordaba su fisonomía.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 91

Además, teniéndole ella que agradecer el auxilio


prestado á su madre, nada malo había de declarar
contra él.
Lo único que le preocupaba á Polonio, lo mismo
que á Agustín, era el hecho de que una mendiga co­
mo aquella, poseyese oro.
Pero el guajiro juzgando á Dolores por sí propio,
se dijo:
—¡Bah! Yo tampoco debiera tener oro... y lo ten­
go... Puede que ella lo tuviese de la misma manera.

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CAPITULO VIII

Camino del hospital.

NTEE tanto, la hermana y el malojero se­


guían camino de la Habana, la primera
con paso vacilante y el segundo pregun­
tando incesantemente por las causas que
habían motivado aquella desgracia.
Pero la hermana Paz, apenas contes­
tó en los primeros momentos á pregunta
alguna.
Sus respuestas consistían en monosílabos, ya negar
tivos, ya afirmativos, á algunos de los cuales precedía
una pausa que denotaba vacilación y temor.
Sin duda, reflexionaba, antes de responder y duran­
te las largas pausas que hacía, algo que debía const!-

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 98

tuir la base de la preocupación que se advertía en


medio de su dolor.
—¿Cómo ha sido el crimen, hermana?—preguntaba
el malojero dando vueltas entre dientes á la colilla
negruzca de un grueso tabaco.
—No sé—balbuceó la infeliz hermana.
—Luego ¿no estuvo presente...?
—No.
—¿No dijo la víctima quién la había herido?
—No.
—¿Y cómo es que estaba usted allí?
La hermana no contestó.
Un suspiro profundo y doloroso, exhalóse de sus
labios.
El malojero no insistió en su pregunta, afortuna­
damente.

II

Al buen hombre habíasele apagado el cigarro.


Lo encendió, parándose mientras la hermana se
adelantaba al carromato parp mirar á Dolores, y des­
pués de soltar unos cuantos latigazos á las muías, se
colocó al lado de aquel hermoso ángel de la caridad,
cuyo paso iba siendo más incierto cada vez, cada vez
más inseguro.

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}

94 SOR CELESTE

—¿Se encuentra usted mal, hermana?—le pregun­


tó el malojero.
—Cansada... cansada...—contestó la joven con
opaca voz.
—¿Por qué llora?
—Me da pena ver á esa mujer... á esa mujer que
se morirá tal vez antes de llegar á la Habana.
—No estamos muy lejos, y como entraremos por
la Calzada de San Lázaro, pronto podrá quedar depo­
sitada en el'hospital.
—Sí... sí... vamos aprisa.
Y la joven apresuraba más el paso creyendo sin
duda que corría ó poco menos.
Pero las fuerzas le faltaban y pronto seguía con
la misma lentitud que antes.

III

El malojero cansado de hacer preguntas sin que


la hermana le dijese nada de particular, guardó silen­
cio, diciendo:
—Dentro de pocos minutos estaremos en la Ha­
bana.
Suerte y no poca era, que faltasen algunos minu­
tos tan sólo para llegar á la capital, pues si hubiesen

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ó LaS mártires del corazón 96

faltado más, aquella pobre criatura hubiera caído al


suelo desfallecida ó tenido necesidad de subir al ca­
rromato para llegar al hospital.
De improviso la hermana Paz se detuvo.
El malojero hizo lo propio mirándola con lástima.
—¿Se encuentra mal?—preguntóla por centésima
vez.
—No muy bien,—contestó la preguntada.
Y haciendo una ligera pausa, agregó:
—Hermano mío... voy á pedirle un favor que es­
pero ha de hacerme.
—Diga cual es, y cuente que se lo hago en segui­
da, hermana.
—Yo debía estar en el hospital mucho antes.de la
hora á que voy á llegar... La ausencia de unos cuan­
tos minutos más de los que tengo de permiso, impli­
can papa mi una grave responsabilidad...
—Entonces arrearé á las muías.
—No es eso; á otra cosa se refiere el favor.
—Diga usted pues... Yo, si dejo que las caballe­
rías marchen al paso, es por la mujer que va en el
carromato.
—Hace usted bien; escuche, hermano mío.

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Ml..-''

% sOR i;BLE»TE

IV

Him aquí otra breve pausa la pobre hermana, y


después, prosiguió diciendo, á la vez que continuaba
caminando;
—Se trata de que si yo entro en el hospital al
mismo tiempo que ingresa... esa pobre mujer, no voy
kL<' á poder entrar de manera que no sea notada... En­
trando antes, puedo hacer como que he salido á la por­
tería y de esa manera me es fácil asegurar que ya es­
taba en el hospital algunas horas antes.
—Comprendo—contestó el maiojero, por más que
no acababa de comprender del todo.
-^Usted, por su parte, para que no pueda saberse
hasta qué hora duró mi ausencia, no dirá que me vió,
ni que le acompañé... ni nada.
El maiojero hizo un gesto de disgusto y dijo:
U —Pero bien ¿qué he de decir?
—Pues... lo que usted quiera... Que el guajiro lo
entregó esa pobre mujer en el estado en que se halla...
ó que la halló usted en el camino.
—De esa manera creo que estaría mejor; pero si
mt aprietan mucho con preguntas, diré por lo menos
que el guajiro me la entregó, suplicándome que la lle­
vase H la Habana.

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95 SOR CELESTE
1
IV

Hizo aquí otra breve pausa la pobre hermana, y


después, prosiguió diciendo, á la vez que continuaba
caminando:
—Se trata de que si yo entro en el hospital al
mismo tiempo que ingresa... esa pobre mujer, no voy
á poder entrar de manera que no sea notada... En­
trando antes, puedo hacer como que he salido á la por­
tería y de esa manera me es fácil asegurar que ya es­
taba en el hospital algunas horas antes.
—Comprendo—contestó el malojero, por más que
no acababa de comprender del todo.
—Usted, por su parte, para que no pueda saberse
hasta qué hora duró mi ausencia, no dirá que me vió,
ni que le acompañé... ni nada.
El malojero hizo un gesto de disgusto y dijo:
—Pero bien ¿qué he de decir?
—Pues... lo que usted quiera... Que el guajiro le
entregó esa pobre mujer en el estado en que se halla...
ó que la halló usted en el camino.
—De esa manera creo que estaría mejor; pero si
me aprietan mucho con preguntas, diré por lo menos
que el guajiro me la entregó, suplicándome que la lle­
vase á la Habana.

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¿Me promete usted hacer lo que le digo?

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’■¿i v/

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 97

—Eso es... eso es, hermano... Nada diga de mí,


por Dios... Yo me entretuve para socorrerla, pero mi
deber era no faltar del hospital... ¿Me promete usted
hacer lo que le digo?...

El ángel de la caridad lloraba.


El malojero que debía ser hombre de buen cora­
zón y, además, desconocedor del peligro que para él
implicaba asumir toda responsabilidad, se conmovió
al verla llorar y dijo:
—Vaya... le prometo á usted que nada diré; pero
no llore.
—¡Oh! ¡Dios se lo pagará! Callando usted no po­
drá saberse que falté á mi obligación.
En aquellos momentos se aproximaban á la unión
de la Calzada de la Infanta con la de San Lázaro.
La hermana repitió las gracias al malojero y ha­
ciendo un esfuerzo se adelantó al carro, después de
decir:
—Pare á la puerta del hospital para que no haya
otro remedio que dejarla allí.
Y tanto afán debía sentir la joven por librarse de
la responsabilidad que adujera para arrancar al malo-
TOMO 1 13

Biblioteca
98 SOR CELESTE

jero su promesa de no mezclarla para nada en sus de­


claraciones acerca del encuentro de la pobre mujer
que acaso habría muerto ya encima del carro, que
bien pronto se perdió de vista en la próxima Calzada
de San Lázaro.

VI

La hermana Paz llegó á la puerta del hospital.


Entró lentamente, pisando quedo, y traspuso el
umbral sin que nadie la viera.
La suerte la favorecía.
Una vez en el patio de entrada, se dirigió con pa­
so lento hacia las salas de enfermos.
Una compañera de caritativo heroísmo, le salió al
encuentro.
—Pero, hermana Paz,—exclamó al verla,—¿dónde
estaba que no la encontrábamos?... La estoy buscan­
do hace una hora.
—Perdone, hermana, si tal molestia le he cau­
sado,—contestó aquella pobre criatura;—fui á la por­
tería á ver si encontraba carta de España para mí;
no encontré á la portera, y buscándola por todo el
hospital, he pasado tal vez más tiempo del debido.
Como, sin duda, no había motivo para sospechar

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 99

de la veracidad de tal contestación, la hermana que


iba en busca de su compañera Paz, e>e dió por satis­
fecha.
Un hospital es lo bastante grande para que en él
no se encuentren dos hermanas sin buscarse con em­
peño y aun buscándose con él durante media hora.

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1

CAPITULO IX

En el hospital.

ENTAMENTE entró el carromato en la


Calzada de San Lázaro.
El malojero iba preocupado, diri­
giendo de vez en cuando una mirada
de temor á su pesado vehículo, en el
cual seguía inmóvil, tendida boca arri­
ba, la pobre Dolores, víctima de la,
venganza criminal de su ex-amante Agustín.
Sin duda, al buen hombre, comenzaba á preocu­
parle seriamente el compromiso que había contraído.
Pero deseoso de cumplir su palabra, no pensaba
faltar á ella, sino en lo que diría cuando, forzosa­
mente, le interrogaran.
—Lo mejor de todo,—se decía,—es decir que la

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ó LAS MÁRTIRES DE_ CORAZÓN 101

encontré en el camino, que la vi agonizante y que


ansioso de ver si se le podía salvar la vida, la cargué
en mi carromato... Como no vi en el camino á ningún
guardia, puedo decir todo esto perfectamente, sin
temor á que me desmientan... Además, no me van á
creer tan tonto que habiéndola matado yo, me la lle­
vase, pudiéndola dejar en el camino sin responsabili­
dad ni temor alguno.
/^/
II

Esta última reflexión tranquilizó al mal oj ero.


Como casi á la misma entrada de la Calzada está
el hospital de San Lázaro, bien pronto llegó á él nues­
tro hombre, guiando á las muías hasta la puerta.
Allí se detuvo y entró en la portería.
La hermana que hacía de conserje preguntó al
buen hombre qué deseaba.
Este, expuso con seguro acento, que llevaba en el
carromato una pobre mujer á la cual había encontra­
do en el camino, pasados los barrios del Vedado y del
Carmelo.
—La mujer parecía muerta,—dijo;—pero después
noté que aún respiraba, y como no he encontrado
autoridad ninguna á la cual dar parte y este hospital
me venía de paso, aquí la traje... y ahí fuera está.

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102 SOR CELESTE

Se avisó á un practicante, se enteró al director y


1
éste dió orden de que se recibiera á la mujer, en vista
de lo necesario que era prestarle los debidos auxilios
cuanto antes, si se quería salvar de la muerte á aque­
lla infeliz.
También se ordenó que avisaran al juez.
Así se hizo mientras dos empleados del benéfico
establecimiento, conducían en unas parihuelas á la
enferma, hasta el lecho que se le destinaba.

Ill

El director dijo al malojero:


—Debió usted dar aviso al juez antes de venir
aquí.
—Pero entre tanto la mujer se hubiera muerto—
contestó el aludido.
—Eso es verdad.
—Lo humanitario es procurar auxilios cuanto an­
tes al infeliz que los necesita; para perseguir á unos
criminales que de todos modos lo mismo pueden en­
contrarse ahora que antes, si encontrarles era posible
entonces, siempre hay tiempo.
Las leyes de humanidad que el malojero aducía
eran lógicas y naturales.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 103

El director no tuvo nada que replicar; pero entre­


tuvo al buen hombre hasta la llegada del juez.

IV

Bien pronto los representantes de la justicia, se


personaron en el hospital.
Como era natural, la emprendieron á preguntas
con el malojero, el cual contestó á todas en la forma
siguiente que era la que había premeditado para salir
del compromiso;
—¿Dónde encontró usted esa mujer?—preguntó el
juez.
—En el camino... tendida boca arriba en el lodo
y manchada de sangre.
—¿Qué hizo usted?
—Primero ver si encontraba á alguien que pudie­
ra ayudarme á prestar auxilio á la pobre mujer, por­
que al notar que respiraba, me hice la reflexión de
que lo primero era salvarle la vida.
—¿Por qué no la llevó usted á algún bohío, que es
lo que parece más natural?
—Porque á mí, lo natural me pareció que era
traerla á un_ hospital... Contra unas puñaladas no
pueden tener remedio los guajiros.

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104 SOR CELESTE-

—Bien, bien... ¿Conoce usted á esa mujer?


—No la había visto en mi vida.
—¿Sospecha quién pueda ser el matador?
—No está muerta—contestó el malojero con me­
jor buen sentido que él juez, quien, como vemos, no
debía ser una notabilidad en su clase.
—Bien... bien,—repitió un tanto amoscado el re­
presentante de la ley.— ¿No sospecha usted quién
pueda ser el asesino?
—¿Y cómo he de sospecharlo—repuso el malojero
extrañando la pregunta—si encontré á la pobre mu­
jer abandonada?

El magistrado preguntó á los módicos si era posi­


ble interrogar á la víctima.
—Acaba de recobrar los sentidos gracias á los au­
xilios que se le han prodigado con prontitud—contes­
tó uno de ellos.
—Pues vamos á verla.
Y volviéndose al malojero, agregó:
—Sígame usted.
El pobre hombre obedeció, dispuesto á sufrir pa­
cientemente cuantas molestias le causaran por haber
hecho una buena obra.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 105

—A ver—dijo en voz alta—si por querer auxiliar


á una infeliz, me meten en harina y salgo descala­
brado.
Todos sonrieron al ver la ruda franqueza del ma-
lojero, de quien nadie sospechaba, pues su severidad
y sus palabras le abonaban.

VI

Llegaron junto al lecho en que se hallaba Dolores.


Algunas hermanas estaban junto á ella prodigán­
dole cuidados y atenciones.
El malojero vió entre ellas, pálida é inmóvil, á la
hermana Paz.
Esta le dirigió una mirada suplicante.
El malojero sonrió, como diciendo:
—No tema usted... Mi pico no se abrirá para nada
malo.
El letrado dirigióse á la pobre moribunda y presen­
tando su bastón de mando, la intimó en nombre de la
ley, á contestar verdad á cuanto se le preguntare.
Dolores hizo una leve señal afirmativa con la ca­
beza.
—¿Quién la ha herido á usted? — le preguntó en­
tonces el letrado.
TOMO 1 Í14

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1
106 SOR CELESTE

Dolores hizo un esfuerzo y dijo:


—No sé... un hombre...
—¿Dónde?
—Cerca... cerca... del... Vedado.
—¿Conocería usted al que la agredió si se lo pre­
sentasen?
Dolores vió que los subalternos de la autoridad
empujaban á un hombre; le miró y comprendiendo
que con sus preguntas podía comprometer á algún
presunto asesino, inocente de aquel crimen, apresu
róse á contestar con débil voz:
—Sí.
—¿Está usted segura de conocerle?
—Sí.
—¿Es este hombre?
í
Y el juez, así diciendo, presentó al malojero, al
cual no dejaban de tenerle intranquilo todas aquellas
aparatosas interrogaciones.

VII

Dolores la catalana, fijó uua mirada escrutadora


en el malojero.
—¡Diga usted la verdad en nombre de la ley! —
dijo el letrado, buscando sin duda un golpe de efecto.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 107

—No... no le conozco—dijo Dolores con voz opaca


pero entonación firme—no es ese... estoy... segura.
En los labios del pobre hombre brilló una sonrisa
de satisfacción.
Los médicos advirtieron que era imprudente se­
guir interrogando á la enferma, pues su estado no le
permitía hablar.
La hermana Paz, que debía estar esperando con an­
siedad que los doctores hicieran aquella advertencia,
respiró libremente al ver que el letrado se retiraba.
Este, dijo al malojero;
—Queda usted libre; pero necesito saber su domi­
cilio por si la justicia necesitase algo de usted.
—Estoy siempre á sus órdenes,—contestó el buen
hombre con la tranquilidad del que nada teme.
La indagatoria estaba terminada.
El letrado se retiró y el malojero fuese con su ca­
rromato, satisfecho de haber podido cumplir la pala­
bra dada al infeliz ángel de la caridad, que allí se
quedaba junto á la cabecera de la moribunda, con el
rostro pálido y los labios contraídos por un gesto de
dolor.

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CAPITULO X

Soliloquios.

EGÚN sabemos por el guajiro, don Alber­


to, después que Polonio y José hubieron
sacado el carruaje del lodazal, montó en
él, dando al calesero orden de regresar
inmediatamente á la Habana.
El vehículo comenzó á rodar con una
rapidez muy inferior á la que deseaba
la impaciencia de nuestro personaje.
Iba el joven Alberto con la mano izquierda apo­
yada en el cofrecillo que llevaba á su lado, y con fre­
cuencia lo oprimía nerviosamente, como si temiese
que lo que tanto trabajo le había costado de adquirir,
pudiera serle arrebatado.
No obstante lo bien que hasta entonces iban sa-

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 109

liéndole SUS planes, según sus cálculos, no se hallaba


Alberto muy satisfecho.
Para la adquisición del cofrecillo había necesitado
valerse de la ayuda de muchas más personas de las
que la previsión aconsejaba, y temía, no sin funda­
mento, que una imprudencia de cualquiera de sus
auxiliares pudiese descubrir el secreto del crimen que
acababan de cometer.
La idea de que la justicia pudiese descubrir el
crimen y prenderle á él, le llenaba de terror, hasta el
extremo de verse confundido ya entre el número de
criminales vulgares que llenaban la cárcel de la Ha­
bana.

II

Alberto, que todo lo había meditado detenida­


mente, con igual sangre fría con que un banquero
calcula antes de comenzar un negocio las ganancias
que puede producirle, sintió un pánico tan grande,
que le faltó muy poco para saltar del vehículo, aban­
donar para siempre la codiciada presa que llevaba á
su lado é internarse en la manigua, atento solamente
á librarse de las garras de la justicia.
Mas este terror no fue muy duradero.
Alberto comenzó á recuperar su sangre fría, y aco-

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lio SOR CELESTE

iiiodándose mejor en el asiento, púsose á meditar con


calma, diciéndose:
—Soy un necio; los temores que me asaltan no
están justificados. Mis cómplices guardarán el secreto
del crimen cometido, pues todos ellos tienen por qué
temer á la justicia mucho más que yo. Por otra par­
te, aunque descubriesen lo sucedido, no me sería di­
fícil despistar á la justicia y hacerle creer que soy
inocente. Por fortuna, gozo en la Habana de buena
reputación y nadie daría crédito á denuncias ó sospe­
chas... Pero no debo fiar demasiado en la suerte; la
casualidad, esa diosa que suele presentarse cuando
menos se la espera, puede interponerse en mi camino
y dar al traste con todos mis planes.
Hizo aquí una pausa Alberto, y con febril ansie­
dad prosiguió después:
—Lo mejor es librarse de los cómplices. Hasta la
fecha ignoro que los muertos hayan descubierto se­
creto alguno.

HI

Resuelto, sin duda, á poner en práctica el plan


que había concebido, Alberto sacó un revólver del
bolsillo de su pantalón y apuntó á la espalda de José,

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o LAS MARTIRES DEL CORAZON 1.11

el negro calesero que guiaba el vehículo, muy ajeno


del peligro que le amenazaba.
Una sonrisa diabólica se dibujó en los labios del
prometido de Celeste, y en el instante que su dedo
iba á oprimir el gatillo, retiró rápidamente el arma,
y guardándola en el bolsillo de que la sacara, se dijo;
—Nada adelantaría con matar á este hombre. Su
muerte sólo serviría para tener un testigo menos...
¿Y los otros tres? ¡Ah! Esos no tardarían en adivinar
la causa de esta muerte, y entonces se convertirían
en mis peores enemigos.... Antes que ser matados,
matarían. Además, aún no he terminado la realiza­
ción de todos mis proyectos y... ¿quién sabe si la
ayuda de esta gente puede serme muy útil?

IV

Así pensando y queriendo ahuyentar los pensa­


mientos que le asaltaban, Alberto gritó -
—José.
—¿Qué manda, mi amo?—preguntó el calesero.
—Aviva el caballo. Vamos muy despacio y nece­
sito llegar pronto á la ciudad.
—¡Ah, mi amito! El animal no puede caminar más
deprisa; considere que está muy camao.

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112 SOR CELESTE

—Bien, hombre; si es así, iremos como tú quieras;


pero, ¡por Dios, no tan despacio que parezca que va­
mos en carreta!
Por toda contestación el cochero descargó un lati­
gazo sobre los lomos del caballo.
El animal aumentó la velocidad de su marcha y
poco después pasaban por el Vedado.
Al pasar por este punto, Alberto temiendo que
alguien le viese, procuró ocultarse en el fondo de la
capota del carruaje.
No tardaron mucho tiempo en llegar á la Habana
penetrando en la populosa ciudad por la Calzada de
San Lázaro.
Faltaban pocas horas para la llegada del día y por
esta causa no había ya faroles encendidos.
Cada vez que al paso del carruaje divisaba Alber­
to alguna pareja de orden público, sentía oprimírsele
el corazón y experimentaba un terror semejante al de
la oveja cuando advierte la proximidad del lobo.
Veía en aquellos hombres á los servidores de la
ley, á los encargados de la persecución de los malhe­
chores y de nuevo la imagen de la cárcel se presenta­
ba ante sus ojos.
Pero con ese cinismo propio de los criminales que
confían en su talento y en su suerte para conservar
la impunidad de sus delitos, dejó asomar á sus labios
una sonrisa despreciativa, diciéndose:

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 113

—La cárcel no se ha hecho más que para los bobos,


para los que no saben burlarse de la ley y llevan á ca­
bo sus negocios sin cuidarse de borrar hasta la última
huella de ellos. Los que como yo sabemos practicar
bien el refrán castellano de nadar y guardar la ropa,
podemos reirnos de la justicia y de todas las leyes
habidas y por haber.

El carruaje internóse en la capital y bien pronto


pasando por el Parque Central y la plaza de Monse-
rrate llegó á la calle de O'Reilly.
Segundos después se detenía ante una casa de buen
aspecto, y que como la casi totalidad de las de la Ha­
bana, sólo constaba de planta baja y un piso.
Alberto después de abandonar el coche llevando
oculto debajo de la americana el cofrecillo, sacó una
llave y con ella abrió la puerta de la casa.
Terminada esta operación dijo á José:
—Puedes marcharte... Toma.
El calesero tendió su diestra.
Alberto le entregó algunas monedas de oro.
—¿Estás contento?—preguntóle después.
—Sí, mi amo: José está coi
TOMO 15

Biblioteca Nacimál izüpaña


114 SOR CELESTE

Y poniendo de manifiesto al sonreir una dentadu­


ra blanquísima que hubiera envidiado más de una
aristocrática dama, agregó:
—¿No manda mi amo nada más?
—No; vete, y ten mucho cuidado con no cometer
ninguna imprudencia.
—Descuide señó] por la cuenta que me tiene, seré
más callao que un defunto.

VI

Alberto cerró la puerta de la calle.


Sacó del bolsillo una vela pequen!ta, y después de
encenderla subió al piso alto de la casa.
Abrió la puerta, entró en la antesala y después de
cenar internóse en un lujoso gabinete.
La estancia era una de esas habitaciones de solté
ro donde el gusto del inquilino almacena multitud de
caprichosas chucherías que, generalmente, más que
de adorno suelen servir de estorbo.
Dejó la luz sobre un veladorcito chinesco y después
cogió el cofrecillo que había dejado sobre una silla.
Como si hubiese hecho un gran esfuerzo y se hu­
biesen agotado sus fuerzas, dejóse caer en una mece­
dora sin apartar su codiciosa mirada de aquella peque-

Biblioteca Nacional de España


6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 115

ña arquita en cuyo interior esperaba encontrar algo


que para él constituía un tesoro.
El temor y la impaciencia se apoderaron de su es­
píritu: impaciencia por escudriñar el fondo del cofre­
cillo y temor de que, al abrirlo, no estuviese en él lo
que deseaba.
—Sería terrible para mí haber dado un golpe en
vago. Aunque las confidencias que he recibido, pre­
cisan clara y terminantemente que los papeles deben
hallarse dentro de ese cofrecillo, ¿quién me responde
de que estén?
Hizo una breve pausa, encogióse de hombros y
agregó:
—Ea, acabemos. Aquí nadie espía mis actos y
puedo poner fin á mi impaciencia.

Vil

Alberto dirigióse á un lujoso secretaire.


Abrió uno de los cajones y de él sacó un manojo
de llaves ganzúas á propósito para abrir cerraduras
pequeñas.
Después se aproximó al velador, y eligió entre to­
das una ganzúa con tan buen acierto, que á poco de
introducirla en la cerradura, ésta cedió.

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116 SOR CELESTE

El cofrecillo estaba abierto.


Al levantar la tapa, una sonrisa de triunfo se di­
bujó en los labios de nuestro personaje.
—Las monjitas—dijo irónicamente—como todo lo
esperan de Dios, cuidan muy poco de poner buenas
cerraduras á sus cofrecillos. Comenzaremos la inspec­
ción.
VIH

Alberto, al abrir el cofrecillo, lanzó, como hemos


dicho, una exclamación de alegría.
—Aquí están ¡gracias Dios mío!—exclamó.—Dios
no, el diablo... el que me proteja.
Así diciendo, sacó del fondo del cofrecillo un pa­
quete de papeles y cartas.
Dueño de todo ello, se aproximó á la luz y púsose
á examinarlo detenidamente.
El legajo estaba atado con una cinta blanca de
seda y contenía varias cartas y un sobre grande, den­
tro del cual debían haber varios pliegos.
Con mucha calma, como si todas sus zozobras hu­
biesen desaparecido, Alberto tornó á acomodarse en
la mecedora y dió principio á la lectura de algunos de
aquellos manuscritos.
A medida que iba avanzando en esta operación, el
júbilo se retrataba en su semblante.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 117

—Muy bien,—se dijo por fin — mi buena estrella


no se ha eclipsado. Esto era lo que me faltaba.
Tornó á colocar las cartas sobre el velador y apo­
derándose de un gran pliego leyó el sobreescrito de
él, que decía así:
«Testamento de Javier Graleonte.»
—He aquí una cosa que no esperaba encontrar.—
exclamó Alberto con algo de asombro. — Decidida­
mente no puedo quejarme de mi estrella. Muy buena
füé la de Napoleón y tuvo su Waterloo ¡si yo lo tu­
viera!... ¡Bah! el mío, por ahora, debe hallarse muy
lejos.

IX

En aquel instante, oyóse en la antesala un ruido


seco, como el de una puerta que, cerrada con descui­
do, golpea contra el marco.
Alberto se levantó sobresaltado, armó su mano
con el revólver y rápidamente se dirigió á la puerta
de la estancia.
Al llegar á ella una sonrisa de satisfacción asomó
á sus labios.
Acababa de convencerse de que el ruido que le
sobresaltara lo hacía la hoja de una ventana mal ce­
rrada y movida por el viento.

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118 SOR CELESTE

Volvió á la estancia, recogió los paquetes de docu­


mentos hallados en el cofrecillo, y los metió en éste
que á su vez guardó en el secretaire.
Volvió luego á la mecedora y dejándose caer en
ella se dijo á la vez que consultaba la hora que señala­
ba un magnífico reloj de sobremesa,
—Las cuatro de la mañana... He sabido aprove­
char la noche... Fumémonos un cigarro reflexionando
un poco... y á dormir.
Y encendiendo un veguero, reclinó la cabeza en
el respaldo del asiento y quedóse en actitud pensativa.

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CAPITULO XI

Alberto Mendi.

UIÉN era el joven á quien conocimos en


el primer capítulo de la obra, cuando
se hallaba rodeado de miserables, y al
cual hemos vuelto á encontrar en el
capítulo anterior?
Como todo padre tiene el deber (Je
conocer á sus hijos, y yo resulto por
virtud creadora, padre de los personajes que intervie­
nen en mis libros, de aquí que tenga que presentar á
los lectores mi nuevo y joven personaje.
Si en un libro bastara como en nuestra sociedad,
coger de la mano al referido joven, adelantarse con
él hasta los lectores y pronunciar las frases de rúbri­
ca, pronto saldría del apuro, diciendo:

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120 SOR CELESTE

«—Queridos lectores, tengo el gusto de presentar


á ustedes, á don Alberto Mendi, joven cubano, mun-
dológico experimentado y truhán de guante blanco y
de... primera fuerza.»
Mas aquí no basta esto.
A los personajes de los libros no se les ve real­
mente, sino de una manera ilusoria é hipotética, á
través de la lente desciptiva y con el relieve que lo­
gra darles la pluma del autor ó padre de ellos, como
gustéis llamarle.

II

No hay otro remedio que cumplir con el sagrado


deber de la presentación.
Ya sé que voy á presentaros un truhán, y que las
amistades honran ó deshonran como los hechos; pero
debo advertiros que Alberto Mendi no es amigo mío,
sino uno de esos tipos que vemos, tratamos y obser­
vamos por curiosidad, llegando al fondo de su alma y
al de su corazón sin necesidad de ser su amigo.
Para descargo mío, debo deciros que lo hallé en
un rincón de mi mente, parecióme que se parecía á
otros seres de carne y hueso que andan por ahí come­
tiendo á mansalva todo género de malas y producti­
vas tropelías, y díjeme:

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•'V':

Ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 121

—Ya tengo un tipo para mi novela...


Ahora sólo falta que sea de vuestro agrado.
Veamos; voy á presentároslo.

III

Alberto Mendi era uno de esos tipos que existen


en todas partes, que en todas partes se les ve, que á
todos conocen, todos les saludan y les consideran y
nadie sabe quién es, de dónde viene, á dónde va, qué
hace ni de qué vive.
Rara avis social, suele ser un ave de paso que llega
á una capital, brilla como fúlgido meteoro, llama la
atención, hace ruido, como decimos vulgarmente, y
desaparece sin que nadie vuelva á saber qué fué de él.
Alberto era de estos tipos; pero con más estabili­
dad, puesto que, hijo de Santiago de Cuba, pernoc­
tó en ella durante la era estudiantil (según él decía)
y pasó luego á la Habana, donde estaba ya algunos
anos.
Las gentes, al hablar de él, solían acabar por el
siguiente diálogo:
—Pero bien, ese joven ¿quién es?
—Pues... Alberto Mendi.
—Bueno ¿y qué más?
—Hombre, no dicen cual sea su segundo apellido
TOMO I

Biblioteca Ná
122 SOR CELESTE

—solía contestar el preguntado, oficiando de chusco


con ribetes de gracioso.
—Comprendo—aducía el curioso, sonriendo mali­
ciosamente.—Pero bien, ese joven ¿de qué vive?
—De... lo que come.
—¿Tiene rentas?
—No se sabe; se cree que no.
—¿Está empleado?
—En pasar el tiempo.
—¿Quiénes fueron sus padres?
— ¡Oh! Eso, él lo sabrá.
—Luego ¿no pertenece á ninguna de las aristocra­
cias?
—No lo creo; pero se mezcla con todas; con la
aristocracia de la sangre, la del arte y la de las letras.
—¿De dónde procede?
—Dicen que de Santiago de Cuba.
—¿Y no se sabe nada más?
—Sí; se sabe que es elegante, que monta bien, que
es un espadachín y un buen tirador de pistola, que
gasta mucho, puesto que de ningún placer se priva y
que tiene relaciones con la hija de un español acauda­
lado á quien todos conocen: don Cesáreo de la Loma.
—¡Ah! Pues ese señor bien debe haberse enterado
de quién es su futuro yerno.
—Tal vez; pero creo que sabe tanto como nosotros.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 123

—Entonces, querido, ese caballerito Alberto Men-


di, tiene mucho parecido con lo que llaman los penin­
sulares, un vividor, los franceses un bon vwant y nos­
otros un guagüero.
—Hombre... sí; no deja de tener su parecido.

IV

Esto era todo lo que la gente sabía y comentaba


acerca de Alberto Mendi.
Pero yo, padre universal de todos los personajes
de mis libros, sé más del joven de que venimos ha­
blando y debo decíroslo.
Empiezo:
Alberto Mendi, contaba veintiocho años cum­
plidos.
Su tipo deben recordarlo los lectores, pues di al­
gunos detalles de él en el comienzo de la obra: era
alto, delgado, de tez pálida, ojos negros, cabellos ne­
gros también, sonrisa maliciosa y afable, según las
circunstancias, elegante y valiente según decían los
que estaban enterados de alguna de sus aventuras,
terminada por sangriento duelo, del que saliera ven­
cedor.
Como antes dijimos, había nacido en Santiago de
Cuba.

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124 SOR CELESTE
1
Sus padres habían sido unos pobres emigrantes
españoles, que en aquella mortífera tierra lograron
ganar una pequeña fortuna, luchando con las fiebres,
el vómito y el trabajo.
Alberto se crió como se suelen criar fatalmente
todos los hijos únicos.
Los Benjamines de las familias, suelen ser siem­
pre, ó los más infelices por su bobería, ó los más per­
versos por la complacencia de que gozan en su hogar,
donde no se atreven á contrariarles porque se les
quiere demasiado.
Con efecto: el demasiado cariño suele ser perjudi­
cial á los hijos, hasta el extremo de ser la perdición
de ellos en muchísimas ocasiones.
En la presente, esto es, en el caso concreto de que
tratamos, lo fue de Alberto.

Nuestro joven tenía la imaginación vivísima, el


carácter impetuoso, algo de talento, pocos conoci­
mientos científicos y mucho orgullo, que es el parien­
te más próximo de la ignorancia.
Despedido de las clases, suspendido en los exáme­
nes, osado y audaz como él solo, y conocedor de las

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 125
debilidades de la gente, tan pronto trataba descortés
y groseramente al que de nada podía servirle ó para
nada lo necesitaba, que adulaba al que le era conve­
niente.
Alberto, pues, tenía todas las condiciones necesa­
rias para ser lo que aquí llamamos un buen vividor,
un truhán de levita.
Mientras vivieron los padres del joven, éste no
hizo otra cosa que locuras cuyo remedio era fácil y
cuyas consecuencias á nadie más que á él perjudica­
ban.
Tenía deudas que pagaban sus padres, duelos de
que le salvaba su destreza, y aventuras amorosas del
género fácil, en que gastaba lo que le daban ó lo que
quitaba á sus padres.
Estos murieron por fin, apesarados por la conduc­
ta de aquel hijo en el cual habían concentrado todo
su orgullo, y arrepentidos de haberle criado con tan­
tas mimosidades y tantas complacencias que hicieron
de él un joven indómito y holgazán.
Al morir, los pobres padres dejaron á su hijo una
escasa fortuna, que Alberto recogió secándose las lá­
grimas de pasajero sentimiento, para ver mejor á
cuánto ascendía.

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I-¿6 SOR CELESTE 1
VI

Alberto se trasladó á la Habana.


■ .Allí comenzó á gastar alegremente la herencia que
le dejaran sus padres, quienes, dicho sea de paso y á
guisa de detalle poco importante, habían fallecido en
el transcurso de un mes, sin duda porque el viviente
no pudo resistir la nostalgia de la compañía de su di­
funto consorte.
Nuestro joven figuró entre lo mejor de la buena
sociedad de la Habana, pues aquélla, más que ningu­
na otra, da cabida en su seno á los que ostentan por
divisa una mediana fortuna que nadie se cuida de sa­
ber á cuánto asciende, y finos modales reveladores de
una escogida educación.
En todas partes se mide á la gente por las apa­
riencias, y merced á este descuido social y una regu­
lar dosis de osadía, logran muchos ser admitidos en
las más escogidas reuniones y penetrar en los salones
de la alta sociedad.
Alberto era un joven á propósito para abrirse paso
en todas partes.
Decidor, alegre, de elegante porte, modales que
sabía hacer comedidos cuando le convenía y desen­

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ó IAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 127

vueltos cuando de ir de francachela se trataba, ha­


cíase simpático á todo el mundo.
Una cósa era de notar en Alberto: jamás hizo la
corte á muchacha alguna de una manera ostensible,
y tanto era así, que sus aventuras amorosas sólo se
comentaban cuando se hacían públicas, por impo­
nerse un duelo con el marido ultrajado, ó con el her­
mano ó defensor de la dama burlada.
Debido á esto, tenía mala fama entre las mujeres;
pero ¡ay! ¡les enamora tanto á las hijas de Eva un
hombre de mala fama entre ellas...!
Si don Juan Tenorio, audaz, pendenciero, cana­
llesco en sus actos, como Zorrilla nos lo presentó en
su drama inmortal, popular y genuinamente español,
saliera de la tumba donde está, sería cosa de desterrar­
lo á un país donde su galante apostura se considerara
cosa ridicula.
Naturalmente, que hoy en que el bastón á substi­
tuido á la espada, la policía á los corchetes, y en que
el gas y la luz eléctrica destierran las sombras de las
calles durante la noche, no es posible que salgan Te­
norios á andar á cintarazos por esas encrucijadas de
las ciudades para vencer al apuesto rival y atraerse
la admiración do la dama.
Hoy un Tenorio sería atrapado por la policía á las
primeras de cambio y encerrado en un calabozo donde

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128' SOE CELESTE

se consumiría de tedio, con el prosaísmo de una ca­


dena sujeta al tobillo. ,
Pero noto queridos lectores, que me extiendo de­
masiado en esta digresión, un si es ó no es humorís­
tica, y que me aparto del verdadero asunto de este
capitulo.
Así, pues, alto aquí, y vamos á lo que interesa,
evitando pecar de pesado, delito que no tendría per­
dón en mí, que trato de distraeros con mis relatos re­
flejo de la vida real en sus manifestaciones excepcio­
nales.

Vil

Decía que la mala fama entre las mujeres, le valió


al mismo tiempo á nuestro audaz Alberto, la admira­
ción de más de una de esas damas oblicuas, que no
por guardar las apariencias son menos dignas de des­
precio que la más descocada entretenida.
Alberto sólo tuvo pasiones momentáneas, de esas
que, como flor cortada de su tallo, duran un día y al
siguiente se marchitan, se deshojan, mueren.
Algunos amigos solían decirle:
—Pero hombre, ¿cuándo vas á elegir la dama de
tus pensamientos para que tengamos el gusto de ver

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o LAS MARTIRES DEL CORAZON 129
cómo se casa el soltero más alegre y calavera de la
Habana?
Alberto sonreía y callaba.
¿Era que pensaba permanecer siempre soltero?
No; su propósito era casarse; pero casarse en dis­
tintas condiciones que otros muchos lo verifican.

VIII

Alberto, era calculador á pesar de su apariencia


de loco desordenado y nada previsor.
En prueba de ello, he aquí el plan que había for­
mado y por el cual jamás se había comprometido íor-
malmente, esto es, dando á entender á la familia del
objeto de su amor, la pasión que pudiera sentir:
—Yo soy libre... Mi fortuna se acabará muy pron­
to y necesito otra fortuna que me sostenga en la mis­
ma posición ú otra mejor que la que hoy ocupo. ¿Cómo
puedo lograr esto?... Vendiéndome; pero vendiéndome
á una mujer. Yo le doy mi mano y le sacrifico mi li­
bertad; ella me da su dote y estamos en paz... Ahora
lo que falta es encontrar esa mujer. Si le hago la "corte
á una joven rica, sus padres se informarán de quién
soy yo y cuál es mi fortuna. Verán que sólo me que­
dan unos miles de pesos que apenas bastan para el re-
17

Biblioteca Nái
130 SOR CELESTE

galo de novios y se negarán á un enlace tan desigual...


No... no debo exponerme á un percance de este géne­
ro que derrocaría para siempre el pedestal de arena
sobre que me elevo en está sociedad de poderosos y no­
tabilidades. Seamos cautos, Alberto... Aún te queda
dinero .. Espera... La casualidad, madre de todos los
grandes acontecimientos puede favorecerte el día que
menos lo esperes y entonces ¿qué harías si ya hubieses
sacrificado tu libertad por un caudal de amor ence­
rrado en el purísimo pecho de una hermosa criatura?
No; no, por mi fe... Vale más un caudal de oro cerra­
do en una caja de hierro de la cual yo solamente ten­
ga las llaves. Poco me importa que la mujer que me
traiga esa caja, sea pura ó impura, bonita ó fea, ama­
ble ó furiosa... La cuestión palpitante estriba en el
oro.
Esto había pensado Alberto y bien se ve que sus
cálculos eran dignos de él.
¿Le favoreció la suerte?
Esto es lo que vamos á ver en el siguiente libro...
Al mismo tiempo, sabremos los motivos que tenía pa­
ra apoderarse del cofrecillo de Celeste.

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LIBRO SEGUNDO
------------ 'IXCH l-Oj<Sc-----------

UN MARIDO COMPRADO

CAPITULO PRIMERO

La española.

fin de que mis lectores puedan hacerse


cargo mejor, de todos los detalles y
circunstancias que concurrían en la
situación extraña en que conocimos
á Alberto, vamos á retroceder á dos
meses antes de la fecha en que ocu
rrieron los sucesos con que dimos co­
mienzo al libro anterior.
La fortuna de Alberto tocaba á su fin.
El porvenir comenzaba á preocupar seriamente á
nuestro joven, pues la casualidad, mostrándose sorda

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1

132 SOR CELESTE

á sus ruegos, no le favorecía presentándole la ocasión


de vender su libertad y su mano á mujer alguna, jo­
ven ó vieja, buena ó mala.
En sus momentos de desesperación, el insigne vi­
vidor, decíase:
—El dinero se acaba, la suerte no me ayuda, y yo
no tengo vocación de suicida... Alguno de esos jóve­
nes aristocráticos, se pegaría un tiro al gastar el últi­
mo peso; pero yo, primero se lo pegaré á cualquiera
que no me lo dé... Es decir, esto tampoco... Aquí no
se trata de acabar mal, sino de acabar bien... Haga­
mos un balance. En el haber tengo algún centenar de
pesos, mi persona y algún crédito... El debe está en
blanco aún; pero el primer asiento puede ser la mise­
ria... Reflexionemos; hay que evitar que en el libro
de mi vida conste esa tétrica partida y vaya á parar
á la liquidación forzosa practicada por una bala...
No... Isuicida no! Cualquiera otra cosa, antes que eso.

II

Mucho reflexionaba el joven, y sus reflexiones lle­


garon á quitarle el sueilo y adelgazarlo un poco.
Pero el problema estaba siempre por resolver.
Y era que, como la resolución dependía de la ca­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 133

sualidad y la suerte, y estos dos grandes elementos le


faltaban, no cabía resolución posible hasta que ellos
le ayudasen.
Pasaron días, y con los días las semanas, y los úl­
timos pesos guardados en el cajón del secreter toca­
ron á su fin.
Malhumorado, aburrido, pensando sin cesar en la
próxima extinción de todo recurso, Alberto dirigióse
una noche al teatro de Tacón.
Funcionaba en él una compañía dramática espa­
ñola, cuyo director, verdadera notabilidad del arte
escénico, había logrado congregar en su coliseo lo
más selecto de la sociedad de la Habana.
Allí se reunían todas las noches los más elegantes,
los más ricos y las mujeres más hermosas y de mejor
posición que existían.en la capital.

III

Nuestro joven entró en el teatro.


El telón estaba levantado ya, y no queriendo Al­
berto llegar hasta su butaca, dirigióse al cercano palco
platea donde estaban sus más locos é íntimos amigos.
Su presencia fué saludada con exclamaciones co­
mo las siguientes:

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134 SOR CELESTE

— ¡Adiós, juerguista!
—¡Adiós, Alberto! ¿Te has enamorado? Lo digo
porque estás pálido y la palidez es consecuencia mu­
chas veces de la excesiva pasión.
—¡Hola calavera!
Alberto sonrió, estrechó las manos que se le ten­
dían y dijo, sentándose detrás de todos:
—Chicos estoy aburrido.
—Eso es muy raro en ti, querido, — díjole uno de
los jóvenes.
—Pues, por extraño que os parezca, es cierto.
—Entonces te voy á proporcionar una distracción.
—¿Cuál?
—Ven... asómate y verás una mujer que..
—Déjame.,. ¡Las mujeres!... me fastidian.
—Dichoso tú que puedes decir eso... ¡Ay! No me
sucede lo mismo que á ti...
Hizo al joven un cómico gesto y continuó diciendo:
—Pero vamos al caso .. Ahora no se trata de una
mujer como todas, sino de un tipo excepcional. Ven
y me darás la razón.

IV

Alberto púsose en pie.


Se acercó á la barandilla del paleo y miró hacia

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o Las MARTIRES DEL CORAZON 135

un palco de enfrente,,pero más cerca del escenario,


que era el punto á que señalaba su amigo.
Este, dijo ai mismo tiempo:
—¿Qué te parece? ¿es esa una mujer como todas ó
es un ángel del cielo que se ha escapado de allá para
que lo adoremos aquí?
Alberto miró primero con poco interés; á poco
fijóse bien en la joven y, por fin, cogió los gemelos y
los dirigió al palco en que estaba el ángel terrenal
que tanto admiraba su amigo.
Después de largo rato de contemplarla, murmuró:
—¡Hermosa niña!
—Lo que yo he dicho, chico,—replicó el amigo —
¡un ángel! pero un ángel de carne y hueso, que es
una condición nada despreciable.
Alberto no contestó.
Habíase quedado pensativo, contemplando á la
joven del palco.
Uno de los amigos, llamó la atención del que ha­
blaba con Alberto para que se fijase en dos lindas se­
ñoritas de las que se contaban aventuras algo pi­
cantes.
V

Fijémonos un momento en la divina joven objeto


de la admiración, no solamente de Alberto y los

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136 SOR CELESTE

amigos, sino de la inmensa mayoría de los especta­


dores.
En el palco platea, próximo al proscenio, veíase
una criatura á la cual podrían aplicarse aquellos her­
mosos versos orientales de Arólas, en que se dice:

Diríamos que el de Urbino


la contornó, tras soñarla:
que Murillo dió las tintas
y el original las hadas.

Sí; su rostro era el de los ángeles que pintaba


Murillo, de expresión virginal, colores de suave ento­
nación y formas dignas de una Venus contorneada
por Urbino.
Su talle era esbelto como las palmeras del desierto,
sus ojos azules como las esperanzas de los desgracia­
dos, su pecho ebúrneo y delicado de líneas, sus labios
finísimos, del color del coral, y sus dientes, que mos­
traba al sonreír, parecían dos sartas de diminutas
perlas, apretadas é iguales entre sí.
Sus cabellos eran de color de oro; parecían por lo
rubios y lo brillantes, un haz de rayos de sol.
Vestida de negro, como una virgen viuda, con lige­
ro escote que apenas dejaba admirar los tesoros de su
pecho y un trozo de espalda, semejante por lo blanco

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o LAS MARTIRES DEL CORAZON 137

y lo brillante, al cuello del cisne herido por la luz so­


lar; cubierta la mano y su bien torneado brazo por
blanco guante, prendidos en su pecho, sobre el cora­
zón, unos cuantos capullos de rosa blancos, estaba
encantadora.
Ninguna de las aristocráticas damas que se halla­
ban en el coliseo, podía competir con ella en belleza;
sin duda por esto, todas la miraban con tanta envidia
como embeleso los hombres.

VI

Sentado junto á la divina joven, hallábase un ca­


ballero de unos cuarenta y cinco años, vestido de ne­
gro con severa elegancia y ostentando en los dedos de
la mano izquierda riquísimas sortijas.
Su rostro, de líneas ligeramente duras, moreno, de
negra barba, cabellos peinados á la romana, un poco
largos, y ojos de mirada penetrante, negros y rasga­
dos, ofrecía un conjunto severo, do hombre grave.
Alto, delgado y esbelto, parecía el padre de la jo­
ven, aunque en realidad resultaba demasiado joven
para serlo, pues, la hermosa contaría ya unos veinti­
cinco años. ,
Alberto, al fijarse en aquel caballero, preguntó á
su amigo:
TOMO I

Biblioteca Nacional
138 SOR CELESTE

—¿Quién es ese señor?


—Dicen que el padre de ella—contestó el interro­
gado.
—Parece demasiado joven para serlo.
—Es verdad; pero como no hay ley alguna que se­
ñale la edad de los padres...—repuso el amigo de Al­
berto sonriendo maliciosamente.
—No parecen americanos.
—Dicen que son españoles.
—Están poco tiempo en la Habana ¿verdad?
—Así parece; pues de lo contrario ya la hubiéra­
mos visto á esa niña.
—Si que es hermosa.
—Donde quiera que esté, la belleza femenina es­
pañola puede estar orgullosa de verse tan bien repre­
sentada.
—¿Es esta la primera noche que vienen al teatro
padre é hija?
—Si; pues he preguntado á todos y nadie me ha
dado noticias de ella.
—Entonces es indudable que hace poco que están
en la Habana.
El joven á quien interrogaba Alberto, miró á éste
y dijo sonriendo:
—Hombre, parece que te va interesando la espa­
ñola.

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P"

ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 139

—Pregunto por curiosidad.


—Pues ten cuidado, porque de la curiosidad al in­
terés hay muy poco, y del interés...
El joven no prosiguió.
Un desplante del primer actor, había provocado
una tempestad de aplausos y todos los jóvenes del
palco aplaudían frenéticamente, diciendo á sus ami-
gos:
—Pero hombre ¿qué hacéis ahí hablando? Venid
áescuchar á ese hombre... ¡Qué actorazo!... ¡Bravo!...
¡bravo!

VII

El acto terminó.
—Cayó el telón entre bravos y palmadas y los jó­
venes del palco pusiéronse en pie.
Alberto se despidió de ellos diciendo:
—Voy á saludar á una familia amiga que está en
el piso de arriba.
—Con Dios, querido—dijéronle sus amigos.—Vuel­
ve luego, que á la salida del teatro iremos á pasar un
rato por ahí.
Alberto salió sin contestar y muy preocupado.
En vez de dirigirse á saludar á nadie, subió al úl­
timo piso del teatro y colocóse de pie en punto desde

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140 SOR CELESTE

el cual podía ver á la joven española y al supuesto pa­


dre de ella.
Sacó del bolsillo unos gemelos pequeñines, pero
de muy buenos cristales, y merced á ellos, y previa la
graduación consiguiente, estuvo contemplando á su
sabor á la angelical joven.
Ésta se hallaba sentada de modo que Alberto la po­
día ver de frente.
El caballero que la acompañaba hallábase sentado
casi de espaldas á la sala del coliseo, leyendo un pe­
riódico, al parecer con gran atención.
Llegó un momento en que la joven se puso los ge­
melos delante de los ojos para mirar á un palco fron­
terizo, y Alberto, retiró los suyos, pensando;
—He ahí, la única mujer por la cual sería capaz
de perder la libertad por amor y por dinero... ¡Qué
hermosa criatura!... Indudablemente es soltera y aquel
caballero su padre. Si yo pudiese ser presentado á
ellos... Pero nadie los conoce, nadie los trata aún.
Quedóse pensativo, mirando sin cesar al palco; y
como en aquellos momentos la joven objeto de su
atención se retirara al fondo del palco, dando la espal­
da al punto en que él se hallaba, bajó á la platea.
Paseando por el vestíbulo del coliseo, pensaba:
—Esa joven es rica y hermosa... De lo primero, da
fe su porte; de lo segundo, su rostro lleno de encan­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 141

tos... Ese caballero no tiene, indudablemente, rela­


ciones en la Habana, y con un poco de destreza bien
podría creer que yo no estoy poco menos que en las
puertas de la miseria... Vaya Alberto ¿por qué no has
de atreverte?... Si esperas que la casualidad te allane
el camino presentándote otra ocasión, vas á morirte
de hambre, vas á tener que recurrir á medios arries­
gados para procurarte lo que necesites...

VIII

Durante todo el acto siguiente, Alberto estuvo en


el palco de sus amigos.
Al llegar al último acto se acomodó en su butaca,
y desde ella estuvo mirando con atención á la española.
El rostro de ésta, bien porqup su expresión fuese
sentimental, bien porque ella sufriese alguna de esas
penas que no se revelan con palabras, pero que se
adivinan en las melancólicas sonrisas, revelaba pro­
funda preocupación.
Sentada casi de espaldas á la escena, parecía refle­
xionar en vez de oir los valientes versos del drama.
De vez en cuando volvía la cabeza para mirar al
escenario un momento.
Otras veces se fijaba en un palco vecino ocupado

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142 SOR CELESTE

por elegantes señoras, cuyo tocado era indudable­


mente lo único que llamaba su femenina curiosidad.

IX

Alberto se ñjó en un detalle que le pareció impor­


tante.
El caballero y la joven no habían cruzado palabra
alguna desde que él los observaba.
¿Existía entre ellos algún motivo para sostener
aquella aparente indiferencia?
No es posible asegurarlo; pero sí suponerlo.
Pronunció con agónico acento los últimos versos
de la obra, el galán joven á quien en la ficción de la
escena acababa de asesinar el traidor, y con nuevos
aplausos y muchas aclamaciones de entusiasmo, el
telón cayó lentamente.
La española, púsose en pie y, sin mirar á la esce­
na, se dirigió á coger el abrigo de salida de teatro.
El caballero dobló el periódico y, sin aplaudir -ni
demostrar interés alguno por lo que ocurría en torno
suyo, siguió á la joven.
Alberto los perdió de vista.
Levantóse entonces apresuradamente; y á trueque
de ser tildado de grosero por algunos espectadores, á

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 143

quienes empujó con no mucha suavidad por estorbar­


le el paso, salió al vestíbulo del coliseo.
—He de saber dónde vive — se había dicho al ver
á'la joven levantarse para abandonar el palco.

La gente salía poco á poco.


El entusiasmo que el eminente autor y director
de la compañía despertara en el público, retenía á
gran parte de éste en la sala, aplaudiendo á rabiar.
De improviso, Alberto vió salir al grave caballero
que acompañaba á la española, llevando á ésta del
brazo. •
Tanto padre como hija iban silenciosos, siempre
con el rostro bañado por melancólica expresión, ella,
siempre grave y severo, él.
—¿Por qué estarán así?—pensó Alberto.—Entre
padre é hija sólo un motivo puede haber que baste
para que estén de ese modo... Ese motivo no debe ser
otroque alguna pasioncilla de la joven... ¡Malo! Si
es esto, difícil me ya á ser entrar vencedor en la pla­
za... Pero ¿quién sabe?... Hay una frase proverbial
que dice: «plaza sitiada, plaza ganada». Yo la sitiaré
de modo que no tenga otro remedio que rendirse...

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144 SOR CELESTE

Vamos á ver, Alberto, si eres tan hábil, tan constan­


te y tan atrevido, como dicen que siempre lo fuiste
en tus empresas.
Y así pensando, salió en seguimiento de la espa­
ñola, que, apoyada en el brazo de su padre, se dirigía
á los arcos de la entrada del teatro.

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CAPITULO II

En la acera del Louvre.

L desconocido español y su supuesta hija,


salieron del teatro.
Alberto, creyó que subirían en algún
carruaje de su propiedad y adelantóse
hacia uno de alquiler que había cerca de
los arcos de la entrada.
Pero, con gran extrañeza suya, vió
que seguían á pie por la acera, hacia el lado izquierdo.
—¡Diablo!—murmuró Alberto—van á pie... Pare­
ce imposible dado la riqueza que aparentan... ¿Me
llevaré chasco?
Así pensando, siguió á padre é hija.
Estos salieron de la acera del teatro y pasaron á
la del Hotel de Inglaterra.
TOMO 1 19

Biblioteca NacioTf,
146 SOR CELESTE

Al llegar á la puerta del hotel penetraron en él


apresuradamente.
Una exclamación do agradable sorpresa brotó de
los labios del cubano.
—Ahora comprendo,—se dijo—se hospedan en el
hotel. No me cabe la menor duda, son forasteros y
habrán venido á pasar una temporada en la Habana
con objeto de conocer las bellezas que encierra esta
capital.
Después de meditar unos instantes, agregó;
—La verdad es que esa joven es divina, y si el
capital que posee está en relación con el lujo que os­
tenta, hubiera sido para mí un buen negocio con­
quistar su corazón. ¡Y yo que ya había formado mis
planes!... En fin, aguardaremos otra ocasión más pro­
picia; por ahora el diablo echa por tierra mis cál­
culos.

II

Alberto, después de estas reflexiones, se retiró á


su casa, de la calle de O’Reilly y se metió en el lecho
deseoso de conciliar el sueno.
Pero aquella noche, el picaro Morfeo, que como
dios mitológico suele ser bastante burlón, se empe-

Biblioteca Nacional de España


pr
ó LAS MÁRTraES DEL CORAZÓN 147

üó en no acudir á los llamamientos del joven y per­


mitió que las ideas embargasen su cerebro.
Alberto reflexionó por millonésima vez que se ha­
llaba en una situación parecida á la de un comercian­
te en vísperas de quiebra y el simbólico libro del debe
y haber de su presente y su porvenir, no se apartaba
de sus ojos.
—La hora del conflicto se aproxima con sobrada
rapidez,—se decía—y no encuentro el modo de conju­
rarlo satisfactoriamente... si esa joven se quedase en
la Habana... ¡Qué hermosa es!...
Y tanto pensó en ella, que acabó por preguntarse
si se habría enamorado.
Ante esta sóla suposición se replicó con viveza:
—No, Alberto, no; sería la mayor de las estupide­
ces que podrías cometer. Un hombre en la situación
en que tú te encuentras no debe enamorarse nunca;
el amor entorpece el entendimiento y á mí me con­
viene tenerle muy despierto.
Tantas y tan graves eian las ideas que embarga­
ban el pensamiento de Alberto, que no pudo conci­
liar el sueño en toda la noche, como antes dijimos.

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148 SOR CELESTE

III

Apenas la luz de la mañana comenzó á iluminar


la estancia, Alberto se arrojó del lecho miróse al es­
pejo y vió que en su semblante se hallaban impresas
las huellas del insomio.
Sonriendo burlonamente, murmuró:
—Si esta situación se prolonga algún tiempo, en­
vejeceré tanto y tan deprisa, que no habrá una mu­
chacha que me quiera... ¡Oh! Y en las circunstancias
en que me hallo debo explotar esta importante parti­
da de mi haber que es casi la única que me queda.
Poco después de las diez de la mañana, Alberto
salía de su casa.
Después de recorrer varias calles encontróse en­
frente del Hotel de Inglaterra.
Maquinalmente alzó la vista y fué á fijarla en uno
de los balcones del edificio.
No obstante el dominio que ejercía sobre sí mismo,
no pudo menos que lanzar una exclamación de sor­
presa, á trueque de llamar la atención de quienes cru­
zaban por tan concurrido punto.
Acababa, de ver en el balcón á la joven que sus
amigos le mostraran la noche anterior en el teatro.
—Es hermosísima,—se dijo—anoche cuando la vi

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 149

en el palco me pareció una joven encantadora, divi­


na... Ahora me parece un ángel. Creo imposible que
haya otra mujer que la supere en belleza...
Y más pensativo entonces, que antes de ver á la
joven en el balcón, murmuró:
—¡Si se quedase en la Habana!
Después de estas reflexiones, Alberto entró en el
café y acomodóse al lado de un velador situado de­
bajo de los soportales del hotel, punto conocido por
acera del Louvre.
Llamó al mozo y pidióle que le sirviese un refresco.
Mientras el camarero le servía, dijóle como quien
habla por distraerse:
—El Hotel de Inglaterra está de enhorabuena, ¿eh?
—Señorito, ¿por qué dice usted eso?—preguntó el
camarero.
—Porque he visto en los balcones una mujer di­
vina.
—¡Ali! sí señor; muy hermosa, —replicó el cama­
rero.
—Se conoce que también te has Ajado en ella,
puesto que ya parece sabes á quién me refiero.
—Sí, señor; pero en mí no tiene nada de extraño;
soy de la casa.

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150 SOR CELESTE

IV

El camarero que era muy parlanchín y tenía gran­


des deseos de mostrarse afable con Alberto, por ser
uno de los parroquianos que mejores propinas le da­
ban, agregó:
—Mire usted señorito, ya sabe usted que los que
servimos, tanto en el hotel como en el café, vemos mu­
cha gente y de muchas partes. Aquí se han hospedado
mujeres muy bonitas, de Rusia, de Italia, de Francia;
pero como ésta ninguna. Además, hay en su cara una
expresión, un no sé qué, que atrae y que seduce; así
es, que no me extrañaría que usted...
Aquí el camarero sonrió haciendo un gesto expre­
sivo.
—Ah no; en cuanto á eso estás muy equivocado;
no soy tan impresionable como crees y estoy tan li­
bre de amar, que á veces me dan intenciones de po­
nerme un letrero en el pecho diciendo: se alquila—re­
puso Alberto con entonación jovial.
Luego agregó:
—Me gusta esa joven como me agrada todo lo que
es hermoso. Veo en un cuadro bien pintado una mu­

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 151

jer hermosa y también me gusta; y supondrás que no


estoy tan loco que vaya á enamorarme de un pedazo
de lienzo.
—Tiene usted razón; es que lo bueno nos gusta á
todos. La primera vez que vi á esa señorita, me causó
una admiración tan grande, que faltó muy poco para
que se me cayese la bandeja que llevaba en la mano.
—Anda, hijo, si que eres impresionable... Pero
bien, dime ¿la vistes aquí?
—Sí, señor; ya la be servido varias veces. Siempre
que salen después de comer, ella y el caballero que
la acompaña, vienen á tomar café y se sientan en
uno de estos veladores.
—Siendo así, no me extraña que bagas tantos elo­
gios de esa señorita; se conoce que cuando la sirves,
su padre debe darte buena propina.
—No lo digo por eso señor, ya sabe usted que no
soy interesado.
—Bienhombre, ya sé que eres un buen muchacho,
aunque un poco tunante, — le repuso Alberto son­
riendo.
Y preguntó después:
—Dime: ¿sabes cómo se llama esa señorita?
—No, señor.
—Y ese caballero que parece su padre, ¿sabes si
efectivamente lo es? pues muy bien pudiera resultar

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152 SOR CELESTE

que ese señor fuese el esposo de la joven. A lo mejor


se ven matrimonios tan desiguales...
El camarero que, como ya hemos dicho, se desvi­
vía por servir á los parroquianos que le daban buena
propina, respondió:
—En realidad nada puedo asegurarle señorito; pe­
ro me es fácil averiguar lo que usted desea saber.
—¿Cómo?
—Muy sencillo, examinando el registro de la fon­
da, verá usted qué pronto satisfago su curiosidad.
Y sin esperar contestación, el camarero alejóse de
la mesa y se internó en la fonda.

Al quedarse solo, Alberto se dijo:


—Si en realidad son viajeros, maldito lo que deben
importarme sus nombres; pero este diablo de mozo es
tan servicial... No sé porqué me parece que el cora­
zón me anuncia algo bueno en medio de las negras
ideas que me asaltan desde hace algunos días. Veo
en lontananza una luz que parece ha de guiarme por
el camino de mis ambiciones... pero ¡bah!... ¿quién ha­
ce caso de ensueños y presentimientos?... Sólo los poe­
tas. La poesía es muy hermosa para leída, pero en la

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 153

práctica de la vida hay tanta prosa, que no tenemos


más remedio que sucumbir á ella...
En aquel instante se presentó el mozo, cortando
las meditaciones de Alberto.
En la placidez y satisfacción que rebosaba su sem­
blante, fácilmente se adivinaba que había averiguado
&
lo que deseaba saber.
—Señorito,—dijo acercándose á Alberto—He leí­
do el registro de la fonda.
—¿Y has averiguado?...
—Muy poca cosa. El registro no dice más que
«Don Cesáreo de la Loma ó hija».
—Entonces ya no hay que dudar que ese caballe­
ro es el padre de la joven.
—Y que por lo tanto no es su marido—objetó el
mozo.
Alberto le miró con fijeza creyendo que se burla­
ba de él y, al convencerse de que no era así, le repuso:
—Di otra verdad como esa y obscureces la fama
de Pero Glrullo.
—¡Ah señorito, parece mentira que siendo usted
tan listo no me haya comprendido!
—¿Qué quisiste decir?
—Que como no es su marido, tiene usted el campo
libre, para...

TOMO I 20

Biblioteca Nacional de España


154 SOR CELESTE

—Basta; te he comprendido. Pero te repito que


estás en un error.
Y queriendo que el mozo le dijese todo lo que ha­
bía averiguado sin necesidad de preguntárselo direc­
tamente, añadió:
—Para hacer la corte á una señorita de la clase
á que pertenece la hija de ese señor don Cesáreo, se
necesita estar en ciertos antecedentes que yo ignoro.

VI

El mozo rascándose el pelambre con aire un tanto


ridículo, replicó tras breve pausa;
—La verdad: en ciertas maneras de hacer el amor
no estoy muy práctico, señorito. Lo único que puedo
decirle á usted, es que, cuando á mi me gusta una
mocita, se lo digo en la cara y santas pascuas. Aho­
ra, al tratarse de una señorita así, como nunca me he
visto en ese caso, no sé lo que haría.
—Pues es muy sencillo,—contestó Alberto con in­
diferencia.—En primer lugar, hay que saber qué clase
de personas son, qué posición social ocupan y otras
muchas cosas que sería muy largo enumerar.
—Pues, mire usted, á mí lo que me parece es que
ese señor de la Loma, es muy rico. ¡Grasta mucho di­
nero!

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 155

Alberto, que en esta parte podía hablar por expe­


riencia propia, repuso:
—No te fíes de las apariencias, que suelen enga­
ñar muchas veces.
—En esa parte, nosotros, los que ya llevamos al­
gún tiempo sirviendo en fondas y cafés de esta clase,
pronto adivinamos quienes son los que gastan lo que
tienen y quienes son los que gastan lo que deben; y
cuando yo le digo á usted que ese señor me parece
rico, es... porque hay motivos.
—Después de tanto hablar, se te ha olvidado de­
cirme lo principal. ,
—¿Qué, señorito?—preguntó el mozo con viveza.
—El nombre de esa señorita.
—Su padre la llama Celeste.
—Bonito nombre. En realidad, no han podido dar­
le otro que mejor cuadre á su hermosura. ¡Parece un
ángel que se ha escapado del cielo!
—El señor ¿también es poeta?
—¿Por qué me lo preguntas, porque también digo
tonterías?—repuso el joven riendo.
Alberto, conociendo que el mozo ya no podía faci­
litarle más noticias, agregó:
—Engolfado en la conversación, ya no me acor­
daba del refresco.
Púsose á beber, y después, tirando medio peso so­
bre el velador, añadió con indiferencia:

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i5G SOR CELES?i2

—Toma, dame dos cigarros y en paz.


—Grracias, señorito,—repuso el mozo guardando
la moneda.

VII

Girando el camarero se alejó de aquel lugar, una


sonrisa irónica se dibujó en los labios de Alberto.
Aquella sonrisa obedecía á la siguiente reflexión:
—Cuanto más cercano veo el día de mi total rui­
na, más generoso me vuelvo... ¡Quién sabe si alguna
vez tendré que acordarme de estas generosidades, sin­
tiendo en el alma no hallar quien haga lo mismo con­
migo.
Y como si se reprochase el dar cabida en su cere­
bro á tales ideas, agregó:
—¡Cuán variable es mi pensamiento! Desde hace
días todo lo veo más negro que una noche de tormen­
ta... En fln, bebamos; he oído decir que mientras hay
vida hay esperanzas. Eso es lo último que pierden los
condenados á muerte, y por más que moralmente yo
también lo esté, mis días de vida son más largos.
Alberto, después de apurar el resto del refresco,
encendió uno de los magníficos vegueros que le había
entregado el mozo y comenzó á fumar con ansiedad.
Contemplando cómo las nubecillas de azulado hu­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 157

mo que salían de sus labios, se iban deshaciendo en el


aire, quería distraer el pensamiento de las tétricas
ideas que le embargaban.

VIII

De aquella situación, vino á sacarle el ruido de un


carruaje.
Alberto apartó la vista de las nubes de humo, para
fijarla en el vehículo.
—¡Calle!—exclamó.—¡Don Cesáreo y la hermosí­
sima Celeste! Se marchan en coche... Y el vehículo
no es de la fonda ni parece de alquiler... Es una Vi­

toria magnífica. ¿Dónde diablos la habrán encontra­


do?... No creo que si han de permanecer en la Habana
pocos días, gasten dinero en comprar carruaje y ca­
ballos.
Alberto se incorporó un poco en su asiento para
ver mejor á la española, que en aquel momento subía
al carruaje.
El joven pudo admirar la belleza de un pie tan
breve como ningún otro, uno de esos pies dignos de
las hadas.
—Si la siguiese ..—murmuró Alberto...
Quedóse un momento perplejo y, por fin, se dijo,
volviendo á sentarse:

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1
158 SOR CELESTA

—¡Bah!... Antes que hacer el oso, es preciso saber


si no se malgasta el tiempo... Veremos si esta noche
recojo más noticias en el teatro.
Poco después salía del café profundamente preo­
cupado y se dirigía á su casa.

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CAPITULO III

Noticias satisfactorias.

OLVió Alberto al teatro aquella noche y


presentóse en el palco platea, (donde ya
se hallaban sus amigos) bastante des­
pués de haber comenzado la función.
—¿Muy tarde vienes?—díjole al sa­
ludarle uno de sus compañeros.
—Se habrá entretenido en vestirse.
¿No ves que se presenta hecho un dandy?—agregó
otro.
—Si todo os lo decís vosotros, es inútil que os con­
teste,—replicó Alberto con seriedad.
—Vaya, siéntate á nuestro lado y no te incomo­
des por tan poca cosa,—le respondieron todos jovial­
mente.

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160 SOR CELESTE

Alberto dejóse caer sobre una butaca y púsose á


contemplar el escenario con indiferencia.
—Bonita función,—le dijo uno de sus amigos.—
El amor y el interés, es una obra preciosa.
—Sí, muy bonita; pero... la verdad, no es de las
que más me gustan,—repuso Alberto.
—¿Por qué razón?
—No comprendo que una mujer hermosa y perdi­
damente enamorada de un oficial, haga tantos cálcu­
los antes de casarse con él. Sobre todo, es cosa que
me repugna, ver á una mujer haciendo cuentas, lápiz
en mano, escatimando todos los gastos de su futuro
esposo, y los de la casa y procurando siempre mante­
ner íntegro el capítulo de modas. Los amores de esa
índole no los comprendo, la verdad. Que eso lo haga­
mos nosotros, pase; pero ellas... no me lo explico.
—A ti te gusta el amor como lo pintan, es decir,
ciego, y si puede llevar en los ojos doble venda, me­
jor,—le objetó uno de sus amigos.—Pues chico, en
los tiempos en que estamos, antes de casarse hay que
pensarlo muy detenidamente.
—No le hagáis caso,—replicó otro.—Alberto esta
noche está completamente desconocido; se ha vuelto
un poco romántico, ¿sabéis por qué? Porque está ena­
morado de la rubia que vió anoche.
Una carcajada general coreó las palabras del joven.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 161

—Ya os di á entender que mi corazón está acora­


zado, y que en él hacen muy poca mella las flechas
de Cupido,—replicó Alberto.
—Chico, por tan poca cosa no te juzgues asegurado
de incendios. Hoy hasta los dioses han progresado, y
Cupido ya no tira con flecha.
—¿Con qué, pues?—preguntó Alberto burlona­
mente.
—Con cañón Krupp de grueso calibre. De modo,
que cuando á Cupido se le antoja, no hay escape po­
sible. Vaya, hijo, no nos niegues que estás enamorado
de la rubia.
—Bueno; pues lo estoy de ella y de todas las que
vosotros queráis. Por tan poca cosa no hemos de
reñir.
—Así nos gusta, que hables con sinceridad—re­
puso uno de sus amigos.
Y señalando al palco de la española, añadió:
—Me extraña mucho que Alberto no se haya fijado
aún en la señora de sus pensamientos. Allí la tienes,
chico.
—Es que para engañarnos mejor, se hace el dis­
traído,— agregó otro.
—Por mi fe que estáis bromistas esta noche.
—Si te parece nos volveremos hombres formales
sólo por complacerte. Y cuenta, querido, que una de
TOMO 1

Biblioteca Naciona.
i62 SOtt CELESTE

las cosas que más me revientan es la formalidad.


—Vaya, señores, tengámosla aquí por lo menos.
Estamos llamando la atención y no es prudente dar-
lugar á que siempre se fijen en nosotros.
Los jóvenes, comprendiendo que Alberto tenía ra­
zón en lo que les decía, guardaron silencio.

III

Terminado el acto volvió á generalizarse la con­


versación, y Alberto, con mucha habilidad, hizo que
recayese sobre la rubia española.
—¿Qué has averiguado?—le preguntó uno de sus
amigos.
—Yo nada,—contestó Alberto —no he vuelto á
ocuparme de ella, hasta ahora que vuelvo á verla—
repuso con indiferencia.
—Pues mira, á nosotros nos sucede lo mismo que
á ti; tampoco sabemos una palabra.
—No le sucederá eso á Fernandito—agregó Al­
berto dirigiéndose á uno de sus amigos, el cual aún
no había dado señales de tener la lengua tan ágil
como los demás.
—¿No se por qué dices eso?—contestó el aludido
con entonación bastante afeminada. '
--No te ofendes; para averiguar ciertas cosas

Biblioteca Nacional de España


I

6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 163

tienes una habilidad tan especial, que todos te la en­


vidiamos.
—Por que sé hacer las cosas y no andar con ro­
deos como vosotros—repuso Fernandito con cierto
énfasis.
—Eso quiere decir que has averiguado algo.
—Muchas cosas; pero merecéis por burlones, que
me las calle.
—En fin, habla, no nos castigues con tanta cruel­
dad—añadió Alberto sonriendo.
—Ya sabes que todos los amigos te queremos bien
repuso otro de los compañeros.
—¡Caramba! lo que sé es que siempre tratáis de
burlaros de mí... lo que sé es que sois muy guasones.
—Vamos hombre, habla. No comprendes que la
impaciencia por oírte nos consume. ¡Cuánto te haces
desear! De tus discursos siempre es lo más largo el
exordio.

IV

Fernandito, después de toser y arreglarse el cuello,


la corbata y los puños, del mismo modo que suelen
hacerlo los malos oradores, dijo dándose la misma
importancia que si fuese un genio digno de especial
admiración:

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164 SOR CELESTE

— Yo no sé cómo me las arreglo que, sin preguntar


nada ni ocuparme nunca de nadie, lo sé todo.
Aquí volvió á estirarse los puños.
—Esta mañana, como tengo por costumbre, salí
de mi casa—prosiguió el joven.
—Veréis—interrumpió Alberto—ahora será capaz
de decirnos cuántas gotas de agua había en la pa­
langana en que se lavó.
—Dejarle—agregó un amigo—el caso es que nos
diga algo importante.
Fern ándito que había observado el cuchicheo y las
sonrisas de algunos de sus amigos, y era muy quis­
quilloso, les preguntó enojado:
—¿Estáis hablando mal de mí?
—Líbrenos Dios de ello. Es que tenía que decirle
á éste una cosa y como ahora me acordé de ella...—
contestóle uno de los aludidos.
Bien, pues, continúo... Como os iba diciendo, esta
mañana salí de mi casa y no sabiendo á donde ir
á pasar el rato hasta la hora del almuerzo, fui á casa
de mi amigo Valverde, el notario.
—A beber ginebra, pues según malas lenguas á él
le gusta mucho y á ti no te desagrada—le interrum­
pió uno de los amigos.
—Yo no bebo esas porquerías—repuso Fernandito
con desprecio.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 165

Y prosiguió, diciendo:
—Nos pusimos á hablar de cosas indiferentes: por
ejemplo, del éxito que anoche obtuvieron los actores...
Yo, entonces, dije que había visto á la española y me
lamenté de que no residiese en la Habana. Mi amigo
entonces me contestó;
«—Pues será muy fácil que tengas ocasión de
verla con mucha frecuencia.»
«—¿Qué? ¿no se van?»—le pregunté. — «Se que­
dan»—contestóme. Le preguntó cómo lo había sabido
y díjome poco más ó menos: «Amigo mío, lo sé por
razón de mi oficio. Ese caballero que viste en el palco,
es el padre de la española.»
—Parece mentira, yo no creí que lo fuese—objetó
uno de los contertulios.
—Yo no puedo asegurar nada,—repuso Fernán-
dito—os cuento lo que me ha dicho mi amigo el no­
tario, y cuando él lo dice es...
—Porque lo supondrá -le interrumpieron.
Fernandito, exclamó con enojo:
—Es porque lo sabe con certeza.
—Bien hombre, no te enfades; estos son muy bro­
mistas y no debes hacerles caso—le dijo Alberto.
—Pues como os iba diciendo—continuó el quis­
quilloso joven—ese caballero que la acompaña es su
padre. Se llama...
Fernandito meditó un momento colocándose un de­

Biblioteca Nacional de España


1
166 SOR CELESTE

do entre los labios y después de algunos instantes ex­


clamó
—¡Ah, sí! Don Cesáreo de la Loma; y ella... ella
se llama Celeste.
—¿Y en qué se funda el notario para decir que se
quedan en la Habana?—le preguntó Alberto.
—En que don Cesáreo ha comprado un magnífico
ingenio en el Vedado y él autorizó la escritura.
—¿Entonces sabrá también quienes son?
—Es indudable; á mí me dijo que son españoles
y que han llegado de la península en el último vapor
correo.
—¿Y vale mucho el ingenio que han comprado?—
preguntó Alberto aparentando indiferencia.
—Un millón y pico de pesos; pero no es eso sola­
mente lo importante; según me dijo el notario, pien­
san comprar más propiedades y hacerse en la Habana
un magnífico hotel.
—Entonces deben tener una fortuna inmensa.
—Sen muy ricos. ¡Tienen miles en abundancia! —
replicó Fernandito con entonación ponderativa.
—Y de Celeste, ¿no te dijo nada?
—También me habló de ella. Me dijo que está
siempre muy melancólica, pero que no sabe la causa.
—¿Y nada más?—preguntó otro.
—Nada más,—repuso Fernandito.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 167

—Pues entonces hagamos punto por esta noche y


hablemos de otra cosa—agregó Alberto, quién no que­
ría que sus amigos comprendiesen que se interesaba
por Celeste.

En aquel instante volvió á alzarse el telón y dióse


comienzo al último acto de la obra.
En tanto que sus amigos se fijaban en la escena,
Alberto, muy satisfecho de las noticias que acababa
de adquirir, se decía:
«—¿No me engañaron mis presentimientos? ¿Será
Celeste el punto luminoso que he visto en medio de
la obscuridad de mi porvenir?... Si fuese así no podría
quejarme de mi suerte. Una mujer tan rica y tan bo­
nita como ella, no es cosa que se encuentra todos los
días... Alberto, es necesario andar muy listo y ver el
modo de que no se te escape la presa que has elegido.»
Terminada la representación déla obra, los amigos
salieron de la platea, colocándose á la puerta del tea­
tro entre las filas de curiosos que acostumbran á pre­
senciar el desfile de las mujeres.
Desde allí, y procurando siempre que sus amigos
no le observaran, vió Alberto cómo Celeste y su padre
salían del coliseo.
Termiuado el desfile se despidió de sus amigos.

Biblioteca Nacional de España


1

168 SOR CELESTE

—¿No nos acompañas?—le preguntaron unos.


—¿No quieres venir á cenar con nosotros esta no­
che?—le dijeron otros.
—No tengo ganas de nada. He madrugado mucho
y ahora siento que el sueño me vence,—respondió Al­
berto.
—Di que no quieres acompañarnos, porque te es­
pera alguna mujer y no andes con disculpas, — le re­
puso Fernandito.
—Acertaste, gaceta ambulante, — le contestó el
joven, dándole por despedida una cariñosa palmada
en el hombro.

VI

Alberto se dirigió á su casa, y una vez en ella pú­


sose á meditar con calma, diciéndose;
—Si yo llegase á conquistar el corazón de esa mu­
jer, y á casarme con ella, me salvaba de la'miseria.
Pero la tristeza en una mujer bonita es señal evidente
de que algo grave le sucede. A juzgar por su aspecto
no parece encontrarse enferma. La falta de salud en­
tristece el ánimo, pero los amores contrariados mucho
más. ¿Estará enamorada esa joven y su padre la ha­
brá traído á la Habana para que olvide? He aquí una
cosa que me es indispensable averiguar y que averi­
guaré á poco que me valgan la suerte y la astucia.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 169

Alberto que se sentía muy fatigado por el insomnio


de la noche anterior, metióse en el lecho deseoso de
conciliar el sueño.
Pero esta vez á pesar del cansancio que le domi­
naba siguió también la imaginación preocupada con
cuanto á Celeste se refería.
—Cuántas cosas veo en perspectiva, — decíase el
joven.—La miseria con todos sus horrores, á un lado;
la riqueza y los placeres, á otro; yo en medio, luchando
desesperadamente, por librarme de la una y alcanzar
la otra. . Si es cierto, como me ha dicho ese babieca
de Fernán dito, que Celqste y su padre se quedan en
la Habana para siempre, ya es más posible que pue­
dan realizarse mis planes... En fin, grandes aconteci­
mientos en perspectiva. Audacia y valor no me faltan,
y á poco que la fortuna me ayude, espero que el triun­
fo será mío... Ahora á descansar; es preciso tener cal­
ma y preparar bien el terreno, sin precipitaciones im­
prudentes.
Poco á poco, la materia fué venciendo al espíritu
y Alberto acabó por quedarse profundamente dormido;
pero no sin antes haber reflexionado un poco más
acerca de lo que debía hacer para conseguir la reali­
zación de sus propósitos, propósitos que él mismo
comprendía iban á encontrar grandes dificultades que
vencer.
TOMO I 22

Biblioteca Nació,
CAPITULO IV

Paseos á caballo.

TJANDO al día siguiente despertó Alberto,


ya había formado su plan, sobre la base
de que Celeste y su padre se establece­
rían en la Habana.
Después de lo que Fernandito le ha­
bía dicho, y para tener mayor seguridad
en sus cálculos, sólo le faltaba conocer
un detalle, y con este fin se dirigió al café del Hotel
de Inglaterra, en donde, con la misma habilidad que
el día anterior, comenzó á trabar conversación con el
camarero.
Después de alabar la hermosura de los caballos y
del carruaje en que iban don Cesáreo y su hija, acabó

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 171

por preguntarle si sabía si los habían comprado, ó


eran de alguna cochería de lujo.
—Sí, señor; y han comprado también dos magní­
ficos caballos de silla, y además, tiene en ajuste una
volanta y ¡qué sé yo cuántas cosas más!—repuso el
mozo con entonación ponderativa.
—¿Y cómo has sabido tú todo eso?
—Lo supe anoche, porque el camarero que limpia
las habitaciones que el señor y su hija ocupan, me
dijo que había tenido que acompañarles á casa de un
potrero y oyó la conversación qúe sostuvieron.
Y con entonación enfática, agregó:
—Cuando le dije á usted que eran muy ricos, era
porque tenía la seguridad de ello... ¡Para estas cosas
tengo un olfato muy fino!
—Sí, ya veo que eres un chato con una nariz muy
larga,—le respondió Alberto burlonamente.

II

Pocos momentos después de esta escena, Alberto,


no sabiendo á dónde ir y deseando meditar con calma,
regresó á su casa.
Sus reflexiones fueron las siguientes:
—La necesidad me obliga á torturar el ingenio.

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172 SOR CELESTE

pues rae hallo en una situación en la cual quisiera ver


al mejor diplomático del mundo. Vamos por partes.
Don Cesáreo y su hija quedarán instalados en la Ha­
bana. ¿Cómo me las arreglaré para trabar relación
con ellos? pues esto, que parece una cosa muy senci­
lla, en mi concepto es un punto muy capital. Cuando
conocemos á una persona, la primera impresión que
nos produce, persiste mucho tieihpo, y con arreglo á
ella, solemos juzgarla... Si, como es de suponer. Ce­
leste y su padre frecuentan la buena sociedad, no fal­
tará quien me presente á ellos... pero esto no me sa­
tisface.
Y Alberto, después de meditar algunos instantes,
agregó:
—Una presentación de esta índole mo da pie para
nada, y por lo tanto, sería casi inútil para mis planes;
yo necesito algo más y he de buscar la manera de ha­
llarlo lo antes posible. Por ahora, basta de meditacio­
nes, pues las buenas ideas, cuanto más se las busca,
menos suele encontrárselas.

III

Aquella tarde, Alberto, pensando en el ingenio que


el padre de Celeste había comprado, se fué á pasear

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 173

por el hermoso camino que conduce al Vedado, punto


en el cual debía hallarse la referida posesión, si no
mentían las noticias.
Lo exuberante de la vegetación, lo solitario del
sitio, refrescado por las brisas de la tarde, que miti­
gaban en gran parte los calores del día, convidaban á
distraer la imaginación.
A poco de comenzar el paseo, oyó Alberto detrás
de sí, el galopar de dos caballos que, poco después, pa­
saban por su lado, llevando sobre sus lomos, un caba­
llero y una joven.
— ¡Celeste y su padre!—exclamó Alberto sorpren­
dido, al verles pasar.—Indudablemente se dirigen á
su posesión... Esto es una prueba evidente de que no
mintió Fernando.
Alberto siguió á Celeste con la mirada; y aunque
apenas pudo contemplarla un instante, pues pronto
se perdió de vista entre una nube de polvo, pudo no­
tar que el rostro de la joven ostentaba, como siempre,
una melancólica sonrisa que hacía resaltar más y más
lo virginal de su belleza.
Vestía la joven negra falda á la jineta, con ador­
nos de terciopelo, y su estrecho talle, siguiendo el
acompasado movimiento del caballo, se doblaba con
una gracia seductora.
Alberto volvió á encontrar á los jinetes al cabo de

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174 SOR CELESTK

una hora, cuando sin duda alguna regresaban ya á la


capital, después de llegar á su posesión.
Al verles, Alberto se apartó á un lado del camino,
volviendo la espalda para que no se fijasen en él.
Iba á pie, y caso de que le vieran, deseaba que
fuese á caballo, esto es, haciendo ostentación de su
destreza y de una fortuna que es natural posea quien
se permite el lujo de tener caballo y tiempo para dis­
traerse paseando.

IV

Al día siguiente y á la'misma hora que en la tarde


anterior, Alberto fué á pasear á caballo por el camino
del Vedado, deseoso de averiguar si don Cesáreo y su
hija elegían también aquel sitio para sus paseos.
Efectivamente, poco tardó en verles pasar, hacien­
do marchar al galope sus hermosos caballos.
Al verles, Alberto se dijo:
—Me separaré del camino, no me conviene lleguen
á sospechar que vengo por estos sitios con intención
de hacerme el encontradizo y trabar relación con
ellos.
Y poniendo en práctica esta idea, situóse el lado
derecho del camino.
Haciendo marchar al paso su caballo, podía con­
templar á su sabor al padre y á la hija.

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ó LAS MÁRTIRBS DEL CORAZÓN 175

Éstos pasaron por su lado.


A Alberto le llamó poderosamente la atención el
extraño modo que tenían de pasearse el caballero y
la joven.
Casi siempre, el caballo de Celeste iba delante del
que montaba su padre, y si alguna vez llegaban á
reunirse padre é hija, ni cambiaban una mirada, ni se
dirigían una sola frase.
Don Cesáreo iba siempre serio, y en la apariencia,
jamás parecía preocuparse con Celeste.
En el semblante de ésta se veían reflejadas la tris­
teza y la resignación, inspirando por esta causa gran­
des simpatías.
La pobre joven parecía una de esas criaturas para
quienes la vida no ha sido más que una serie de con­
tinuos dolores que, á fuerza de sufrirlos, les han lle­
gado á ser soportables.
Profundamente pensativa, algo más pálida aquella
tarde y como abatida, la joven dejaba que el caballo
se rigiese á su capricho.

Al ‘fijarse Alberto en los anteriores detalles, se


dijo:
—Extraño modo de pasear. Más que padre é hija

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176 SOR CELESTE

parecen uno de esos matrimonios hechos por conve­


niencia, en que los cónyuges se han cansado el uno
del otro y acaban por tratarse con la mayor frialdad.
Después de meditar algunos instantes, Alberto
agregó:
—¡Diablo! No sé por qué, me parece que aquí hay
algún misterio; pero que lo haya ó no, á mí no me im­
porta gran cosa. Lo esencial es que Celeste sea muy
rica, que mis planes se realicen, y que consiga ser
dueño de su mano y de su fortuna. En cuanto á lo
otro no me importa un ardite. No soy como esos im­
béciles que rinden culto á ciertas preocupaciones so­
ciales... Además, en las circunstancias en que me
hallo no puedo tener escrúpulos, tíi fuese rico tal vez
los tendría; pero ahora... ahora...
Al llegar aquí, Alberto dejó aparecer en sus labios
una sonrisa irónica.
Poco después de este monólogo, vió que padre é
hija regresaban á la Habana, y se dijo:
—Voy á salirles al encuentro á ver si se fijan
en mí.
Y situándose en el centro del camino en el momen­
to en que padre é hija se aproximaban al sitio que él
ocupaba, pasó por delante de ellos.
Celeste levantó la cabeza que llevaba inclinada
sobre el pecho y rigió su caballo para evitar un tropie­
zo; pero no miró á Alberto.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 177

—Está visto, — se dijo el joven.—Son dos seres


completamente indiferentes á todo. No se fijan en na­
die; y tan grande es su falta de atención que casi cons­
tituye una descortesía. Los jinetes al encontrarse en
punto solitario como este, deben saludarse cortésmen-
te; esta es por lo menos la costumbre y ni él ni ella
han tenido esa atención... ¡Oh! Ni tan sólo se han
fijado en mí.

VI

Esta vez Alberto se había equivocado en lo refe­


rente á don Cesáreo.
El padre de Celeste, no sólo se había fijado en él,
sino que al verle, había murmurado con voz muy baja
y aire preocupado:
—Es una buena figura, un tipo muy elegante y
muy distinguido. A juzgar por su porte y el hermoso
caballo que monta debe ser muy rico... Tal vez sea
alguno de los jóvenes de la mejor sociedad de la Ha­
bana.
i
Al llegar á este punto de su monólogo, torció el
I
gesto y agregó con aire indiferente:
—¡Bah! debe ser rico y eso... es un obstáculo.

TOMO I 28

Biblioteca Nacional de España


178 SOR CELESTE

VII

Durante varios días, Alberto continuó yendo á pa­


sear todas las tardes por el mismo sitio.
Celeste y don Cesáreo, se presentaban allí casi
siempre á la misma hora y en igual forma que las
tardes anteriores.
Por las noches, el joven seguía yendo al teatro y
su primer cuidado al entrar en el palco que ya cono­
cen mis lectores, era observar disimuladamente si don
Cesáreo y Celeste se presentaban en el suyo, lo cual
sucedía siempre.
Cuando sus amigos hablaban de la hermosura de
la joven, les oía aparentando la mayor indiferencia;
pero sin perder una sola frase y enterándose de todo
aquello que con la española se relacionaba.
Alberto íbase ya cansando de aquella situación,
pues temía que pudiera prorrogarse demasiado, y en
tal caso, de nada le servirían sus planes, ya que an­
tes de que pudiese llevarlos al terreno de la práctica,
la miseria se interpondría en su camino deteniéndole
definitivamente.
Preocupado con estas ideas, se decía;
—De nada me sérvirán mis planes y la detención
con que los medité si no puedo ponerlos en práctica.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 179

Además, Celeste es muy hermosa y en la Habana


todos hablan de su belleza... Esto es un inconveniente,
pues hay muchos jóvenes de muy buena posición que
gustosos pedirían su mano. ¿Quién me asegura á mí
que uno de ellos no le hará la corte, conquistará su
corazón y se casará con ella antes de que yo llegue
á cambiar una sola palabra con ella? Bien pudiera
suceder esto. Y entonces; ¿de qué medios podría va­
lerme para ahuyentar á mi rival y que me dejase el
campo libre?... ¿Un desafío? No entra esto en mis
cálculos; además: exponerse á recibir una estocada ó
un balazo sin buen fin seguro, es cosa de tontos. Pro­
palar especies desfavorables al honor de Celeste, tam­
poco me convieaie; pues el día de mañana podrían
caer de rechazo sobre mí, y aunque no sea más que
en la apariencia, hay que seguir los escrúpulos de la
sociedad.
Alberto, nervioso, contrariado hasta lo sumo en
vista de que la casualidad no llegaba en su auxilio
presentándole ocasión de trabar amistad con la espa­
ñola y su padre, de una manera que impresionase á la
primera favorablemente, acababa por decirse:
—Voy viendo que acabaré por quedarme como
,, antes... El dinero se me acaba; Celeste ni tan sólo
me ha saludado al cruzarse conmigo en el paseo...
Siempre con la cabeza inclinada sobre el pecho y lie-

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180 SOR CELESTE

no de melancolía el semblante, parece un sér que va­


ga errante por el mundo sin darse cuenta de nada de
lo que ocurre en torno suyo. Mis planes resultan es­
túpidos y más estúpido yo, que no sé por qué razón
tengo aún paciencia para hacer el tonto por esos pa­
seos como no lo hice jamás... ¡Ea! Esto ha de acabar
pronto de una manera ó de otra... y acabará.

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CAPITULO V

Dadas é ioipaciencias.

LBERTO comenzaba á desesperar de


conseguir sus propósitos.
La casualidad, la diosa casuali­
dad, de quien tantos favores recibiera
en los trances más apurados de su
azarosa vida, parecía haberle retirado
su protección.
Bien sabía él que los obstáculos y las contrarieda­
des se vencen y dominan con la paciencia y la cons­
tancia, y probado había en numerosas ocasiones que
una y otra las poseía en alto grado.
Pero su situación era cada vez más difícil, cada
vez más insostenible, y exigía recursos extremos...
una solución rápida.

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182 POR CELESTE

Mucho temía, pues, tener que buscar esa solución


por otro camino que por el del amor de Celeste, en
vista de la situación porque atravesaba.
Sin embargo, dudaba mucho que su experiencia
le hubiese hecho traición.
No, no debía engañarse; la interesante joven era
indudablemente la presa codiciada.
Aparecía envuelta en sombras de cierto misterio;
pero aquel misterio y aquellas sombras, eran precisa­
mente garantías seguras de éxito en una empresa de
la índole de la suya.
¿Quién podía suponer lo que se ocultaba detrás de
aquellas apariencias tan extrañas?...
Todo era cuestión de tiempo y de calma... es de­
cir ^ de lo único con que él, en sus actuales circuns­
tancias, no podía contar, como bien revelaban las
palabras que le oímos proferir en el ñnal del capítulo
anterior.
II

La tarde en que se desarrollaron los sucesos que


vamos á referir, era la señalada por Alberto para
probar la última tentativa, para quemar el último
cartucho, como suele decirse.
Lo que él necesitaba era una ocasión, un pretexto,
un motivo que le acercase á Celeste.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 183

Una vez conseguido esto, lo demás lo confiaba á


su experiencia en aquella clase de asuntos; pero con­
venía á sus planes que la ocasión tuviese algo de ex­
cepcional, de extraordinaria.
Una amistad entablada por medios vulgares, no
llenaba su objeto; era preciso que, desde el primer
instante, la joven se fijara en él; que al presentarse
por primera vez á sus ojos, no corriera el peligro de
que lo confundiese en el montón anónimo de sus ad­
miradores. I
¿Se presentaría la deseada ocasión?
Llevaba algunos días de perseguirla inútilmente,
y si aquella tarde tampoco se presentaba, estaba de­
cidido á abandonar el campo.
Así reflexionando, Alberto montó á caballo y se
dirigió al camino del Vedado.
Un vago presentimiento le decía que había de en­
contrar á Celeste como todas las tardes: más aún:
que había de presentársele por fin el medio de trabar
amistad con ella.
Alberto puso su cabalgadura al paso y siguió en­
tregado á sus pensamientos, madurando hasta en sus
más nimios detalles, todo un plan de campaña, para
el caso de que la suerte favoreciera sus proyectos.
Cuidadosamente vestido, perfumada la cabeza y
rizado el rubio bigote; su apostura arrogante; su

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184 SOR CELESTE

aspecto, seductor y distinguido; todo le había de ayu­


dar á conseguir el fin que se proponía, esto es: causar
efecto.

III

El camino estaba solitario.


Alberto anduvo un buen trecho sin encontrar á
nadie, y eso que la tarde no podía ser más hermosa
ni más apacible.
Las gigantescas palmeras y los frondosos arbustos
daban sombra y frescura al camino, y el sol tendía á
su ocaso matizando el horizonte de vivos y capricho­
sos colores.
Si, como Alberto suponía. Celeste había ido á vi­
sitar el ingenio, aquella era la hora indicada para que
regresase á la ciudad.
Sin embargo, la joven no aparecía por ninguna
parte; el camino continuaba solitario.
La impaciencia comenzó á apoderarse de Alberto.
—¿Si no habrá venido hoy?—pensaba.
Y seguía caminando, cada vez más impaciente,
cada vez más inquieto.
Al doblar un recodo y extender la mirada por la
nueva y extensa perspectiva que á sus ojos se ofrecía,
vió recortarse allá, á lo lejos, sobre el fondo azul del

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■■4

ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 185 f.

horizonte, la graciosa silueta de una mujer á caballo.


Con movimiento rápido, el joven tiró de las bri­
das y su cabalgadura se paró en seco.
Entonces miró con ansiedad y gran atención...
Era ella, sí, no le cabía duda; era Celeste... pero
sola; por vez primera no la veía seguida de su eterno
y misterioso acompañante...
¿Qué significaba aquello?
Nuestro joven fijóse más y más en ella y vió que
la amazona se acercaba con rapidez vertiginosa
Pronto se dió Alberto cuenta de la situación...
El caballo que Celeste montaba llegaba desbo­
cado.
Al convencerse de ello, una sonrisa de triunfo en­
treabrió los labios del joven.
- La casualidad volvía á protegerle, deparándole la
ocasión con tanto empeño y tan inútilmente bus­
cada...
¡Y qué ocasión!... Presentarse como salvador, co­
mo héroe de una aventura á la que no faltaba ni aun
el atractivo de lo novelesco...
Verdaderamente la suerte superaba á sus más
atrevidos deseos.

TOMO I 24

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186 SOR CELESTE

IV

Alberto era un jinete consumado.


Espoleó su caballo y se lanzó á galope al encuen­
tro de Celeste.
Pronto estuvo á su lado.
Celeste trataba en vano de contener al fogoso
bruto.
Pero su actitud admiraba por lo serena.
—Afloje usted las bridas, señorita,—gritó Alberto
al cruzarse con ella.
La joven obedeció, dirigiéndole una mirada tran­
quila y sonriente.
Alberto volvió grupas y se colocó al lado de Ce­
leste, haciendo correr su caballo, en fuerza de espo­
learlo, al par del que la joven montaba.
—No tenga usted miedo,—la dijo.—Pronto se de­
tendrá rendido.
Por toda contestación. Celeste hizo un gesto de
indiferencia.
Alberto la contemplaba admirado.
No comprendía una tranquilidad tan inalterable
en momento de tanto peligro.
Indudablemente habría pocas jóvenes que tuvieran
tanta calma ante un riesgo tan inminente.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 187

El joven no se había equivocado.


El animal fué disminuyendo gradualmente la ve­
locidad de su carrera, y á poco, con un ligero esfuer­
zo, Celeste pudo detenerlo.
Alberto se llevó entonces la mano al sombrero,
saludó cortósmente y dijo con galantería:
—Celebro, señorita, que la casualidad haya enca­
minado mis pasos á este camino, proporcionándome
de esa manera el placer de haberle sido útil.
—Mil gracias,—respondió Celeste con exquisita
cortesía, pero con cierta indiferencia. —Realmente
acaba usted de prestarme un servicio que reconozco y
agradezco en lo que vale, pues mi caballo, viendo el
de usted á su lado, ha seguido su dirección y dismi­
nuido la velocidad.
—Después de todo, no ha. sido nada. Ya ha visto
usted con qué facilidad hemos dominado este hermoso
animal. En casos semejantes, muchos, casi todos, lo
primero que hacen es acortar las riendas; es una abe­
rración, porque al sentir el freno, el caballo, lejos de
obedecer, se enardece. Vale más dejarlo que corra,
que se canse... Bien que para esto se necesita contar
con la seguridad del jinete. Yo comprendí desde el
primer momento que es usted una consumada ama­
zona, y por eso le aconsejé tal recurso. De no haber
sido así, hubiera apelado á otros medios, también se­
guros, pero más expuestos.

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188 SOR CELESTE

Celeste pagó tales elogios con una ligera inclina­


ción de cabeza.
—Es verdaderamente admirable,—prosiguió Al­
berto con entusiasmo,—su tranquilidad y su sangre
fría, señorita.
La joven no hizo el menor caso de esta nueva li­
sonja.
—La equitación, — dijo por toda respuesta, — es
mi ejercicio predilecto. Es la primera vez que me
ocurre una cosa semejante; y me ocurre, por haberme
empeñado en montar un animal completamente des­
conocido para mí. Mañana ya podré gobernarlo; estoy
segura de ello.
—Luego, ¿piensa usted seguir montándolo?
—¿Por qué no?... Es un hermoso caballo.
Alberto quedóse contemplando á Celeste, entre
curioso y despechado.
Sin duda alguna, no esperaba una acogida tan ce­
remoniosa, tan indiferente, tan fría.
La joven ni aun pareció notar la muda contempla­
ción de que era objeto.

Un nuevo personaje vino á tomar parte en esta


escena, rompiendo el embarazoso silencio en que los
dos jóvenes habían quedado sumidos.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 189

El grave y misterioso acompañante de Celeste, el


silencioso don Cesáreo, que siempre la seguía como
una sombra, llegó á escape junto á ellos, montando
brioso caballo.
—¿Qué ha sido eso. Celeste?—preguntó con se­
quedad.
—Nada,—contestó la joven.—El caballo se des­
bocó.,. y...
—Ya lo vi; pero por más que castigué á mi caballo
para alcanzarte, no pude lograrlo... Al sentir el cas­
tigo, encabritóse también y me vi negro para domi­
narlo.
—Este caballero,—prosiguió la joven, señalando
á Alberto,—me ha auxiliado oportunamente.
—¡Ah!—murmuró don Cesáreo.
Y saludó á Alberto con una ceremoniosa inclina­
ción de cabeza.
Luego quedóse mirándole fijamente, como si ana­
lizase con detenimiento los más pequeños detalles de
su persona.
Y sin duda el examen le satisfacía, porque sus fac­
ciones iban perdiendo poco á poco la rigidez de esta­
tua que caracterizaba su rostro. '
Hasta algo parecido á una leve sonrisa de satis­
facción dibujóse, por fin, en sus labios.
—Caballero,—dijo después, acercando su caballo

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1
190 SOR CELESTE

al de Alberto y tendiendo á éste su mano.—Agradez­


co en el alma el servicio que acaba usted de prestar,
á Celeste; y crea, que la mala impresión que haya
podido producirme el incidente, que gracias á usted
no ha pasado de un ligero susto, la considero de sobra
compensada con el placer de haberle conocido.
Fueron dichas estas palabras con tal expresión,
con tal vehemencia, que Alberto no pudo menos de
sorprenderse y admirarse; así fue, que ni aun supo
qué contestar á ellas.

VI

—¿Quieres bajar y descansar un momento?—pre­


guntó el caballero á Celeste, después de haber dirigi­
do al joven las anteriores palabras.
—No hay necesidad... Estoy bien,— contestó la
preguntada.
—Por lo menos, querrás volver al ingenio para
cambiar de caballo...
—Lo mismo me es.
—Entonces, vamos.
Y dirigiéndose á Alberto, anadió:
—Si es usted tan amable que se digne acompa­
ñamos. ..

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6 LAS MÁRTIRES REI. CORAZÓN 191

—Con mucho gusto,—respondió el joven, que no


sabía cómo explicarse la amabilidad extremada de
don Cesáreo y la mortificante indiferencia de Celeste.
Emprendieron la marcha, y todos los esfuerzos de
Alberto por entablar conversación con Celeste, resul­
taron inútiles.
La joven le escuchaba con cortés indiferencia,
pero no le contestaba más que con fríos monosílabos.
En cambio, don Cesáreo se mostró en extremo ex­
presivo.
Sin necesidad de ser interrogado, refirió al joven
que habían comprado hacía poco tiempo el ingenio
hacia el cual se dirigían; pero que no habitaban allí,
porque aún no estaba arreglado.
—Algo sé de eso,—se apresuró á decir Alberto.—
Viven ustedes en el hotel Inglaterra.
—¡Justamente!—exclamó don Cesáreo, mirando á
su vez con fijeza al astuto joven.
—¡Oh! Les conozco á ustedes hace bastante tiem­
po,—prosiguió Alberto, sin dejar de sonreir y mirará
Celeste,
—¿De veras?—exclamó el padre de ésta.
—Les vi á ustedes por primera vez, hace ya bas­
tantes noches, en el teatro Tacón.
—Sí, estamos abonados.
—Ya lo sé. Palco principal, número......

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192 SOR CELESTE

El caballero miró á Alberto con más y más fijeza.


—Y allí,—continuó el joven como si no advirtiera
las miradas de su interlocutor,—he seguido viéndoles
á ustedes casi todas las noches. No digo todas, porque
han faltado ustedes tres de ellas.
—En efecto.
Alberto calló temiendo haber dicho demasiado.
Aquel lujo de detalles, aquel interés, podía pare­
cer excesivo, sospechoso......
Pero no; con gran extrañeza y no menos alegría,
notó que el caballero continuaba sonriéndole y tra­
tándole con mayor amabilidad que antes.

VII

Pronto llegaron al ingenio.


Alberto no quiso aceptar el ofrecimiento que se le
hizo para que pasase á descansar un momento. Y no
por falta de ganas seguramente, sino porque en su
táctica entraba como recurso de seguro efecto, el
hacerse desear; no incurrir nunca en la pesadez y no
ser molesto.
Aquella tarde ya había adelantado bastante.
El primer paso estaba dado, con relativa fortuna,
y los demás iría dándolos poco á poco.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 193

—La precipitación echa á perder á veces los pla­


nes mejor combinados—había pensado.
Al despedirse, mediaron los cumplimientos de
costumbre.
Alberto les ofreció su casa y el caballero le exigió
formal promesa de que iría ai hotel á visitarlos.
Celeste se limitó á contestar fríamente á sus salu­
dos y á- repetirle las gracias por el servicio que aque­
lla tarde le había prestado.

VIII

Una vez, camino de la Habana, Alberto reflexionó


de esta suerte:
—Por fln ya di el primer paso; el más difícil. Ella
no ha estado muy comunicativa ni risueña. Casi casi
ha pecado de indiferente, pero en cambio el padre...
¡Quién había de decirlo! Tan serio, tan impenetrable,
tan misterioso......No, y la verdad es que son una
gente rara......¿Qué ocurre entre ellos?.... Porque in­
dudablemente entre ellos se oculta algo muy grave...
¡Bah!.... Y aunque se oculte, ¿qué me importa?....
Mejor, eso facilitaría mis planes...... ahora lo impor­
tante es que los conozco, que los trato, que se pre­
sentó por fln la ocasión que yo aguardaba... Lo de-
TOMO I 25
1
194 SOB CELESTE

más...... lo demás allá veremos. ¡Oh! La indiferencia


de Celeste no debe preocuparme. Ya cambiará; y si
no cambia......
Alberto hizo un gesto de contrariedad y siguió re­
flexionando.
La duda y los afanes le tenían tan preocupado
como inquieto.
Suponiendo que Celeste no se mostrase afable con
él y que no se fijara en el cariño que le demostraría
en la primera ocasión ¿qué habría sacado de perder .el
tiempo esperando la coyuntura que acababa de pre­
sentársele?
—Después de todo—se decía en los momentos de
desaliento—¿qué he sacado hasta ahora? Ni una es­
peranza...... Voy creyendo que fui un necio al empe­
ñarme en conquistar á esa joven; para emprender
empresa tan aventurada, debía contar con tiempo y
suerte...... ¡Oh! Y aunque la suerte me ayude...... el
tiempo me falta; yo no puedo esperar, dentro de
pocos días estaré sin un céntimo......sin más recursos
que el préstamo y la venta de algunas de mis pocas
alhajas.
IX

Sabido es que el pensamiento gira hacia donde le


impulsa el vendabal de las ideas, como veleta de la

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 195

mente; así sucede que, en determinadas ocasiones, tan


pronto consideramos perdido lo que anhelamos, como
juzgamos que lo hemos de conseguir.
En esta situación se hallaba el joven Alberto
Mendi.
Del desaliento pasó á las esperanzas.
Al entrar en la Habana, iba pensando:
—¡Quién sabe!.... ¡Bah! No quiero ceder......Por
algo este vago presentimiento de triunfo, me anima
á proseguir en mi empresa. ¿Qué no tengo recursos?
los buscaré...... De todas maneras, no por desistir de
mi empresa be de salvarme de la ruina que me es­
pera......Afortunadamente tengo crédito........ ¡Animo
Alberto!.... En la lucha se alcanza la victoria. Por lo
pronto ya me ha ofrecido su amistad y su casa ese
caballero que tan grave parece. ¡Calma!__ Veremos
lo que ocurre en la segunda entrevista.

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CAPITULO VI

Desdenes.

GN más cuidado que nunca, aquella noche


Alberto empleó largo rato en su tocado.
Elegantemente vestido, dirigióse al
teatro Tacón, y entró en él con el donai­
re de quien está satisfecho de sí mismo.
Dirigióse á la platea y fue á ocupar
su butaca saludando de paso con la ma­
no, á sus amigos del palco.
Una vez acomodado en su asiento, dirigió los ge­
melos al punto en que, como de costumbre, se halla­
ban don Cesáreo y su hija.
Esta iba vestida con más sencillez que nunca.
Su rostro estaba algo más pálido que de costum­
bre y en él se reflejaba una melancolía profunda.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 197

Don Cesáreo, sumido como siempre en la lectura


de su periódico, hallábase en el fondo del palco, de es­
paldas á la escena é indiferente á todo menos á la hoja
impresa, á juzgar por su actitud.

II

Alberto fijóse en Celeste y pensó:


— ¡Siempre lo mismo!... Como separados... indife­
rentes... silenciosos... Parece mentira que sean padre
é hija... y sin embargo, no puedo creer que su acti­
tud del respetable caballero, sea bija de su carácter,
puesto que conmigo mostróse sumamente amable y
risueño.
En vano esperó nuestro joven que Celeste mirara
una sola vez á su butaca, aunque sólo fuese debido á
la casualidad.
Como si la española supiese que él se hallaba allí
y se hubiera propuesto no mirarle, el telón cayó, sin
que la hermosa mirase hacia aquel punto.
Ya por vanidad ó ya porque no quisiera entregar­
se de nuevo al desaliento, Alberto, no pensó que el
anterior detalle fuese hijo de fatal propósito de Ce­
leste sino debido á la casualidad.
—Voy á subir á saludarle en su palco—se dijo—

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198 SOR CELESTE

¡Valiente sorpresa para todos mis amigos, verme allí


con don Cesáreo y su hija!
Al hacerse esta reflexión comprendió que después
de todo, algo había logrado, pues era el único que
se trataba con la española y su padre.

III

Alberto apresuróse á poner en práctica su pensa­


miento.
Subió al palco de Celeste y dió en la puerta dos
suaves golpes con la mano, preguntando:
—¿Se puede?
Tardaron un momento en contestar.
Sin duda padre é hija, no acordándose tal vez de la
amistad contraída aquella tarde, asombrábanse de que
alguien se atreviese á pedir permiso para entrar.
—Adelante—contestó por fin la voz de don Ce­
sáreo.
Alberto empujó la puerta y entró en el palco.
Al verle, el respetable y grave padre de Celeste,
pareció trasformarse por completo.
Su seriedad y rigidez desapareció en seguida.
Sonriendo afablemente, presentó su mano al joven
y preguntóle:

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ó Las mártires del corazón 199

—¿Se ha descansado del paseo, amigo mío?


—Casi no pude...—contesto Alberto—apenas tuve
tiempo para cambiar el traje de montar por este con
que me ven ustedes.
Y volviéndose hacia Celeste que apenas le había
mirado, agregó:
—Y usted ¿qué tal se encuentra, señorita? ¿Pasó
el susto?
—No fué preciso que pasara pues no existía—con­
testó la joven con una sequedad casi descortés para
quien como Alberto esperaba algo de deferencia.
Don Cesáreo advirtió sin duda el gestecillo imper­
ceptible de desagrado que hizo Alberto, y apresuróse
á decir con jovial entonación:
—¡Oh! Celeste es muy intrépida...... Poseída del
espíritu español, tiende á representar dignamente su
bizarra raza.
—Y sin embargo, yo opino—dijo Alberto con el
mismo tono jovial—que la niña Celeste, no representa
bien á las jóvenes de su país...... España tiene un sol
alegre como ninguno; un cielo siempre azul y una
temperatura que sostiene en constante tensión los
nervios...... De aquí se origina sin duda que las espa­
ñolas sean alegres, vivas, inquietas.... deliciosas,
como decimos por acá.
—Eso quiere decir que soy melancólica—contestó

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200 SOR CELESTE

Celeste con suprema indiferencia, al mismo tiempo


que cogía los gemelos. y miraba hacia las butacas y
al punto precisamente que antes ocupara Alberto—lo
sé-, amigo mío...... Pero ¿qué le voy á hacer?— ¡Soy
así!... En mi país hay un refrán que dice : « Genio y
figura, hasta la sepultura. »

IV

El desdén y la indiferencia con que Celeste ha­


blaba, no dejaron de zaherir vivamente al joven.
Don Cesáreo dirigió á Celeste una severa mirada;
y queriendo, sin duda, cambiar de conversación, dijo
así:
—Espero, amigo Mendi, que pronto tendremos el
gusto de verle por el hotel; y cuando dentro de pocos
días, todo quede arreglado en el ingenio, supongo
que vendrá usted á vernos con frecuencia.
—Eso depende de las circunstancias, amigo mío —
contestó el joven, al mismo tiempo que miraba á Ce­
leste.
Don Cesáreo, replicó con intención al parecer:
—Todo se puede arreglar.
Alberto no pudo menos que mirar con curiosidad
al que antes de tratarlo le pareciera tan grave señor.
Don Cesáreo, agregó sonriendo:

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 201

—¿Qué puede privarle á usted de complacernos


con sus frecuentes visitas? ¿Los negocios?.... Pues se
les abandona un poco en honor á la amistad.
—No sé si afortunada ó desgraciadamente, no
tengo negocios de ningún género que me ocupen el
tiempo.
—¿Entonces ?
—Pero temo que si por el solo hecho de haber
tenido con ustedes un encuentro en el camino del V
dado, me propaso á usar de las prerrogativas co:
cedidas solamente á la amistad, vayan ustedes á peh
sar que oficio de intruso.
—i Jesús!—exclamó don Cesáreo—¿está usted loco,
amigo mío? Lo que hará usted con venir á vernos será
un gran favor.... Ciertamente que no deseamos, tanto
mi hija como yo, entablar grandes relaciones en la
Habana, pues nos agrada el retiro...... la soledad;
pero cuando se tiene la suerte de conocer á un joven
como usted no debe soltársele tan fácilmente. Hay
que ser egoístas y retenerle para disfrutar de su
amena compañía...... ¡Intruso!.... ¡Válgame Dios!
Nada, nada, querido Mendi...... usted será nuestro
único amigo, nuestro inseparable.
Así diciendo don Cesáreo, dió una amistosa pal-
madita en la espalda del joven.
Este, sonrió mirando á Celeste, la cual, al escuchar
TOMO I

Biblioteca Nach
202 SOR CELESTE

las últimas palabras de su padre, había levantado la


cabeza para dirigirle una mirada cuya expresión es­
taba en muy poca armonía con lo que aquél acababa
de decir.

Nuevamente experimentó Alberto viva contrarie­


dad, al ver la manera como la joven había mirado á
su padre, al decir éste que su reciente amigo, había
de ser el inseparable de ellos.
Por lo visto, á Celeste le desagradaba el propósito
de don Cesáreo.
Al mismo tiempo que advertía la contrariedad de
la hermosa españolita, Alberto no pudo menos que
notar el empeño que el respetable señor mostraba en
intimar con él.
¿A qué obedecía tal actitud?
Otro padre cualquiera, al ver que á su hija le
contrariaba tal amistad, hubiese renunciado á ella
para evitar violencias; pero don Cesáreo, por el con­
trario; parecía complacerse en contrariar á la joven.
Esta, por su parte, volvió á su indiferentismo, di­
rigiendo la mirada á todas partes y dando casi la es­
palda á Alberto.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 203

VI

Don Cesáreo, prosiguió su conversación con el


joven, diciendo:
—Con que quedamos en que usted será nuestro
único amigo en este país donde á nadie conocemos...
Será para usted un gran sacrificio, sufrir nuestras
impertinencias; pero ya veremos de recompensárselo
de algún modo.
Alberto, que estaba dispuesto á sondear un poco
á Celeste y su padre, siquiera fuese de una manera
indirecta, contestó:
—Mientras no sirva de estorbo, me tendrán ustedes
á su disposición; mas no sé por qué, me temo que esta
amistad que usted, amigo mío, me ofrece y ámí tanto
me honra, no ha de ser del agrado de todos.
Celeste, haciendo como que no había oído las pa­
labras del joven, y refiriéndose á él, aunque indicaba
una joven que ocupaba el palco de enfrente, apresu­
róse á decir:
—Es verdad.., es verdad que aquí las jóvenes son
verdaderamente elegantes.
Alberto comprendió el sentido con que Celeste
había dicho las anteriores frases.

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204 SOR CELESTE

« Era verdad... que no era del agrado de todos la


amistad que él y don Cesáreo trababan.
El padre de la joven, dirigió á ésta una de esas son­
risas irónicas que son toda una reconvención cuando
no una amenaza y dirigiéndose á Alberto y marcando
algunas frases con maliciosa entonación, dijo :
—Su amistad, amigo Mendi, ha de ser forzosamente
del agrado de todos. Aunque sólo fuera por egoísmo,
habría de acoger su amistad con entusiasmo, puesto
que ha de serme sumamente provechosa, al par que
agradable.
Alberto comprendió el significado de las palabras
de su interlocutor.
No sabiendo qué contestar á ellas y profundamen­
te preocupado por la situación en que se hallaba, li­
mitóse á decir:
—Si así es... cuente usted conmigo.

VIII

Alberto necesitaba estar solo... necesitaba refle­


xionar.
El segundo acto de la obra que se representaba
aquella noche, iba á empezar.
Púsose pues en pie y tendió su mano á don Cesá­
reo, diciendo: *

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 205

—Hasta otro rato, amigo mío.


—¿No quiere usted quedarse aquí á ver este acto?
—repuso don Cesáreo.
—Dispense usted; pero tengo que salir dentro de
poco para ver á unos amigos...
—Como usted guste; pero mañana le espero á us­
ted en el camino del Vedado.
Alberto, sin ofrecer que iría, estrechó la mano del
padre de Celeste, y después, dirigiéndose á ésta, que
no parecía darse cuenta de que el joven se marchaba,
la dijo:
—Señorita... á los pies de usted.
Celeste limitóse á contestar:
—Beso á usted la mano, caballero.
Y en vista de que él le presentaba la suya, se la
estrechó débilmente y sin mirarle.

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CAPITULO VII

Murmuraciones.

ENSATIVO y contrariado, Alberto salió del


palco.
Los pasillos hallábanse desiertos, pues
los espectadores habían acudido ya á
ocupar sus asientos.
Detúvose un momento á reflexionar,
y de sus reflexiones nació este resumen:
—Celeste, más por sistema que por motivo justo y
razonado, trata de evitar que yo pueda dirigirme á
ella. Don Cesáreo... no sé por qué razón, parece querer
atraerme... En sus palabras noto una intención que
va más allá de lo natural... ¿Qué quiere decir todo
esto?... No lo sé... no me lo explico por más que me­
dito; pero creo que no tardaré en explicármelo... Des­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 207

pués de todo, prefiero que don Cesáreo me necesite, co­


mo parece haberme indicado, á que siendo del agrado
de Celeste, se opusiese él á la realización de mis pla­
nes.
Siguió reflexionando, inmóvil en medio del pasi­
llo, y acabó por decirse:
—Mañana me esperará don Cesáreo en el camino
del Vedado... Vaya solo ó con Celeste, yo haré por
desentrañar el secreto de esa situación anómala en
que parecen hallarse padre é hija... ¡Quién sabe! pue­
de que todo, sea nada... Una pasión en España á la
que se opuso el padre... y ahora, éste que trata de ha­
cer que la olvide obligándola á distraerse ó casarse
con otro hombre, aunque no sea de su agrado... Esto
es lo que me conviene... esto es lo que puede ser

II

Salió del pasillo el joven y dirigióse á la platea.


—Veamos si ahora me mira una sola vez, aunque
sea por casualidad—se dijo.
Y fué á sentarse en su butaca, donde permaneció
largo rato sin que Celeste se dignara mirarle.
Toda la atención de la joven parecía concentrarse
entonces en el desarrollo del drama.

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208 SOR CELESTE

Alberto comprendiendo que perdería el tiempo,


abandonó su asiento, decidido á salir del teatro en
busca de aire fresco que despejara su mente y le per­
mitiera reflexionar con calma.
Pero sus amigos del palco, viéronle salir; y temien­
do sin duda que no fuese á verles, le salieron al en­
cuentro en el próximo corredor.
Todos le rodearon, exclamando:
—Ya te hemos visto.
—¿Con que eres amigo de la española y de su
padre?
—¡Ah bribonazo!
—Debe deslumbrar de cerca la hermosura de esa
mujer, y mucho más oyéndola hablar, ¿no es eso?
—¡Cáspita, queridos!—exclamó Alberto sonriendo
sin maldita la gana.—No seáis pegajosos y dejadme.
—Has de decirnos algo.
—Bueno, pues os digo que.... muy buenas noches.
Tengo sueño y me voy á casa á dormir.
—A soñar dijeras mejor......á soñar con la hermo­
sura de esa mujer.
—Bien, pues á soñar; como queráis.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 209

III

Fernandito que se hallaba entre los demás cama-


radas del joven y se moría de envidia al ver que no
era él quien primero había tratado á Celeste, pre­
tendió ser por lo menos el segundo, y apresuróse á
cogerse del brazo de Alberto, diciendo:
—Y bien, ¿no es cierto que me concederás el ho­
nor de presentarme á esa señorita y su padre?
—Sí, sí; nos presentará—exclamaron todos ale­
gremente.
—Pero hombres—repuso Alberto fastidiándose ya
—¿creéis que tengo confianza para tanto? Debo ad­
vertiros que no soy un verdadero amigo, sino un
mero conocido...
—Excusa—objetó Fernandito.—Mientras estabas
en el palco no hemos cesado de mirar, y bien pudimos
ver que el caballero hasta te daba palmad!tas en la
espalda. Eso sólo se hace con persona que nos es muy
simpática y nos merece aprecio y confianza.
—Buena vista y buenos gemelos tenéis—replicó
Alberto con sorna.
—En fin, ¿nos presentarás?— insistió Fernandito.
—Vaya, os seré franco—objetó Alberto—Don Ce­
sáreo (ya sabéis que este es el nombre del padre de
TOMO 1
210 SOR CELESTE

Celeste), me ha advertido que no le presente persona


alguna...
Y con retintín malicioso y casi insultante, agregó:
—Ya ves, no queriendo que le presenten persona
alguna, no estaría bien ni sería muy honroso para ti,
que yo te presentase.

IV

Fernandito palideció de cólera.


Pero sabiendo que incomodarse con Alberto y
dárselas de valiente ofendido, podía tener funestas
consecuencias para él, devoró en silencio su impoten­
cia y sacrificó su amor propio y su dignidad.
Los demás amigos, rieron gustosos el epigrama de
Alberto, y dirigieron á la víctima una sonrisa mali­
ciosa.
Nuestro contrariado adorador platónico de Celeste,
replicó nuevamente que le dejasen partir y, por fin,
lo consiguió.
Una vez ausente Alberto, todos castigaron su ne­
gativa á presentarles á la española y su padre, criti­
cándole á su sabor.
Quien más se ensañó entonces, fué Fernandito,
pues ya es sabido que los débiles son los que mejor
atacan con la mordacidad.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 211

—Es un vanidoso—fue su primera exclamación.—


¡Qué orgullo! y todo porque es el primero que habla
con la española y se presenta en su palco... Segura­
mente que dentro de pocos días ya no sucederá igual.
En cuanto sepan con certeza quien es... preferirán
los españoles la amistad de cualquiera de nosotros á
la de ese guagüero (1).
—¡Cuidado Fernandito!—le advirtió uno de sus
amigos riendo.—Mira que á veces las paredes oyen...
Si Alberto te oyera...
Fernandito miró en torno suyo recelosamente; y no
viendo al censurado, exclamó con energía;
—Poco me importara que oyera.
—Alberto no es un guagüero^ como tú dices...
Casta bastante más que tú y no se sabe que robe el
dinero.
—Pero tampoco se sabe de donde lo saca.
—Heredó.
—Hace tiempo; pero abora...
—Bueno, bueno... eso es enojo tuyo, porque logró
antes que tú, captarse la amistad de la española...
Es claro: acostumbrado como estás á justificar que
eres la verdadera gaceta del gran mundo, no puedes
sufrir con calma que él te haya postergado esta vez.

(1) Amigo de gangas; gorrón, vividor.

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212 SOR CELESTE

—¡Bah!... Algún día me veréis en el palco de esa


señorita—repuso Fernandito, mordiéndose los labios
con despecho—y puede que entonces ya no pueda jac­
tarse ese caballerete de ser el íntimo de la casa.
—Mira chico,—objetóle uno de los presentes—
concretémonos á decir que Alberto está sobradamente
vanidoso de ser el primero que ha tratado á esa joven,
y es-taremos en lo cierto... Además, ¿no visteis estas
noches pasadas, que miraba á la española así... como
si se la quisiera comer con los ojos?... Quiere enamo­
rarla y... ¡es claro!... le estorbamos nosotros.

Así siguieron conversando los amigos de Alberto,


hasta que volvieron á ocupar su palco.
Lo primero que hicieron al asomarse á la platea,
fué mirar al palco de la española.
Ni ésta ni su padre se hallaban en él.
— ¡Cómo!—exclamaron los maliciosos jóvenes—
¡se han marchado!
—Y él tenía mucha prisa—objetó Fernandito con
la peor intención del mundo.
—Puede que todo esté relacionado—le contestó
uno de los más maliciosos.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 213

' Fernandito, terminó diciendo con su voz atiplada:


—Ahora si que ya no pretenderé ser amigo de esa
señorita y su señor padre... ¡Cáspita!... Parecían
inabordables, y Alberto que sólo cuenta en sus amis­
tades gentuza de mal género, es el primero que los
trata... La primera noche que se presenta en el palco,
sale del teatro apresuradamente y, al poco rato, ella
también se ausenta... ¡Quién sabe si seguirán su plá­
tica en otro punto más reservado!... Ya verás como á
la postre, resulta que esa españolita es una melancó­
lica... que busca quien la distraiga.
Puesta la conversación en este terreno, puede su­
ponerse á qué extremos calumniosos llegarían aquellas
lenguas poco acostumbradas á contenerse.

VI

Entre tanto, Alberto se dirigía á su casa, llegaba


á ella y entregábase á unp, serie de cavilaciones que
acabó por crear en su cerebro un verdadero laberinto
de ideas.
Por fin, determinó acostarse y descansar.
—Durmamos—se dijo—con el nuevo día vendrán
á mi mente nuevas ideas, más frescas y luminosas que
las que ahora concibo... ¿Celeste adusta y su padre

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214 SOR CELESTE

atrayéndome? Pues no desisto de mi empeño... Esa


mujer es el enigma de mi fortuna y he de despejarlo
en beneficio mío.
Y el joven se acostó decidido á acudir al día si­
guiente, á la cita que indirectamente le había dado
don Cesáreo.

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CAPITULO VIH

Correspondencia interceptada.

EAMOS por qué Celeste y su padre se ha-


^ bían ausentado del palco, apenas saliera
Alberto.
Don Cesáreo había acompañado al
joven hasta la puerta del palco, donde
le había repetido que le esperaba en el
camino del Vedado á la tarde siguiente
para dar un paseo á caballo.
Sin asegurar que iría, sin decir que no le espera­
se, esto es, dando la callada por respuesta, el joven
se retiró.
Don Cesáreo, cambiando la expresión risueña de
su rostro por la constantemente grave que se adver­
tía en él cuando se hallaba al lado de su hija, volvió
á reunirse con ésta.

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1

216 SOR CELESTE

Detúvose en el fondo del palco y la contempló


con manifiesto enojo.
Celeste no pareció hacer caso de aquella mirada.
Pálida y triste, fijóse en la escena cuyo telón se
levantaba en aquel momento.
Don Cesáreo, dijo á la joven con voz severa y
baja:
—Señorita... debe estar usted satisfecha de las
groserías que le ha hecho esta noche al joven que
acaba de salir de aquí.
Celeste hizo un mohín de disgusto y no contestó.
Don Cesáreo, tras breve pausa, agregó lo siguiente:
—Supongo que no se habrá usted propuesto pasar
por grosera á los ojos de todo el mundo, poniéndome
á mí en ridículo... Si en lo sucesivo se conduce usted
como esta noche, tendré que tomar una determina­
ción decisiva.
Celeste levantó la cabeza y miró á don Cesáreo un
momento y con una fijeza que parecía expresar:
. «—No me intimidan sus amenazas, señor mío.>
Después, estrujando nerviosamente entre sus dedos
el finísimo pañuelo de batista que yacía abandonado
sobre su falda, volvió á dirigir la mirada hacia la es­
cena.

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ó LAS mXrtirbs del corazón 217

II

No satisfecho sin duda don Cesáreo, con lo que


acababa de decir á la joven, agregó al cabo de algu­
nos momentos:
—Señorita, no debe usted olvidar que soy su pa­
dre y que me debe obediencia.
Nuevamente Celeste, dirigió á don Cesáreo una
mirada odiosa.
Una sonrisa tenue y profundamente irónica y des­
preciativa asomó á sus labios.
Herido, tal vez, en su susceptibilidad el grave se­
ñor, al ver la expresión de la sonrisa de Celeste, ar­
queó las cejas y dijo;
—Me debe usted obediencia y me la tendrá como
debe tenérsela á un padre.
La joven agitóse en su asiento con visibles mues­
tras de hallarse nerviosa, excitada.
Púsose en pie por fin, y dijo cogiendo el pañuelo y
el abanico y dirigiéndose al fondo del palco:
—Me encuentro mal; salgamos.
Al mismo tiempo que esto decía con opaco y tem­
bloroso acento, se apoderó de su elegante y ligero
abrigo.
En los azules ojos de la hermosa joven, brillaban
TOMO 1

Biblioteca Nado,inaj^ España


218 SOR CBLESTB

dos lágrimas como pudieran brillar dos diamantes so­


bre la nieve,
Don Cesáreo, no se opuso á partir.
Cogió á su vez el sombrero y ofreció el brazo á
Celeste.
Pero ésta lo rechazó, diciendo:
:—No lo necesito,
Don Cesáreo, replicó:
—Por lo visto las groserías se hacen extensivas
hasta mí.
Después, sonriendo irónicamente, salió detrás de
la joven.
III

Esta era la causa por la cual. Celeste y el grave


caballero, habían abandonado el palco.
Enterados ya de este sencillo hecho que tanto
preocupara á los amigos de Alberto, y que diera pie á
tan malévolas interpretaciones, sigamos á nuestros
dos personajes.
Padre é hija dirigiéronse al hotel Inglaterra.
Como ya sabemos, ocupaban una de las mejores
habitaciones del piso principal.
Subieron á ella, precedidos de un criado del hotel,
y Celeste apresuróse á decir antes de que el sirviente
saliera:

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 219

—Que venga la camarera.


—Al momento, señorita—contestó el criado.
Y salió apresuradamente para cumplir la orden
recibida.
Don Cesáreo, al quedarse solo con la joven, la dijo
con maliciosa entonación:
—¿Teme usted que pretenda molestarla con mi
conversación?... Llamar á la doncella en estos mo­
mentos, siendo así que no tiene costumbre de utilizar
sus servicios al regresar del teatro, parece más que
otra cosa, un medio indirecto de no darme ocasión
para que le dirija la palabra largamente.
Celeste no contestó.
Pálida y mordiéndose los labios, sin duda para con­
tener la ira ó el llanto, golpeó el suelo con el pie, en
señal de impaciencia.
Afortunadamente para ella, la sirvienta presen­
tóse en aquel momento.
—¿Qué desea la señorita?—preguntó inclinándose
ante ella humildemente.
—Venga conmigo—la contestó Celeste—deseo que
me ayud^ á desnudarme.
—Estoy á sus ordenes, amita.
Celeste, sin dar las buenas noches á don Cesáreo,
ni dirigirle tan sólo un saludo de despedida, se dirigió
á la salita próxima, en la cual estaba instalado su
lecho.

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220 SOR CELESTE

Don Cesáreo, dejóse caer en una butaca, encendió


un veguero y murmuró con indiferencia:
—¡Bah!... Mañana le habrá pasado todo, y si no
le pasa... peor para ella.

IV

Entre tanto. Celeste entraba en su salita con la


camarera.
—Cierre usted la puerta—la dijo.
La muchacha, una cubana con unos ojos negros y
con más fuego que el sol de su país, de sonrisa pica­
resca y modales bastante finos, obedeció la orden de
su señorita.
Mientras tanto, ésta despojóse de su abrigo que
tiró sobre un diván, con tanto desdén como mal repri­
mida cólera.
—Ya está cerrado, señorita,—dijo la doncella.
Celeste dejóse caer sobre una butaca, mientras la
muchacha, sacaba de un armario dos elegantes cha­
pines de seda, una fina camisola de dormir y una lin­
dísima gorrita.
Dejó estos objetos sobre una silla próxima á Celes­
te, y arrodillándose delante de ésta, comenzó por qui­
tarle sus diminutos zapatos, carceleros de unos pies
dignos de una hada.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 221

—¿Se ha divertido mucho la niña?—preguntó la


muchacha cariñosamente.
Celeste se encogió de hombros.
. —¿Qué función hacían?—preguntó la camarera,
quitando las medias á la joven.
Esta, murmuró con aire de preocupación:
—No sé... no recuerdo... Un drama.
—Habría amores ¿verdad?... ¡Cuánto me gusta
eso!... En los dramas, salen amores muy bonitos...
Pero el traidor... ¿había traidor, señorita?
—No recuerdo...
—En todos los amores de teatro hay traidor...
—Y en los de la vida real, también—murmuró Ce­
leste.
La doncella la miró con fijeza, sonrió con picardía
y dijo:
—Es verdad...
Y luego, como quien habla por hablar, preguntó á
la vez que calzaba los blanquísimos y desnudos piece-
cites de la joven:
—La señorita tendrá novio ¿verdad? ¡Oh! siendo
tan hermosa!...
Celeste miró entonces fijamente á la muchacha.

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222 SOR CELESTE

—No levantes mucho la voz—la dijo:


Y mirando á la puerta de la estancia, agregó:
—Cubre la cerradura... Está descubierta.
La doncella corrió á la puerta y colgó de la llave
su pañuelo.
De esta manera, nadie podía ver desde fuera lo
que ocurría allí dentro.
—Ya está—dijo la cuban!ta, sonriendo picaresca­
mente

VI

Celeste púsose en pie.


—¿Desnudo á la niña?—preguntó la doncella como
si quisiera decir: «tiene usted algo que confiarme
antes que todo?»
—Escucha,—la dijo la joven:—¿te gusta el oro?
—¿Qué pregunta, amita? Eso le gusta á todo el
mundo.
—Sin embargo... hay quien lo desprecia.
—¡Tonto ha de ser!
—Yo, por ejemplo, quisiera ser pobre como tú. ^
--¡Qué bobada!
—Y libre como tú.
—¿Acaso no lo es la niña?
—No—suspiró Celeste con profunda tristeza.

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ó IAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 223

—Comprendo—repuso la camarera con maliciosa


expresión.—Amores, ¿no es eso?
—Los tengo, sí.
—¿Y el traidor...?—murmuró la muchachita con
voz baja, á la vez que sonreía é indicaba la estancia
inmediata.
—Sí...—repuso Celeste con una gravedad que
sorprendió á la muchacha.
Esta, adujo sin cesar de sonreir:
—¿No le gusta el novio al amo?
—¡Otra cosa es la que no le gusta á ese..!
Celeste se contuvo.
Un epíteto poco honroso para don Cesáreo, era lo
que indudablemente había acudido á sus labios.

VII

Otra vez la camarera miró á la niña con algo de


asombro, y otra vez, discreta y astuta, disimuló, son­
riendo á la vez que decía:
—Todo eso pasará... El amo será amable por fin...
Ya verá usted como lo es... Eso se arregla siempre,
como en los dramas, para que todos queden con­
tentos...
Y no queriendo desviar la conversación del terreno
que á ella le convenía, agregó:

Biblioteca Nacional de España


224 SOR CELESTE

—Pero, diga mi amita ¿por qué me preguntó si


me gustaba el oro.
—Porque te guardo una moneda de ese metal,—
contestó Celeste.
—¿A mí?
—Bien claro está.
Meditó un momento la muchacha y exclamó de
pronto:
—¿Hay que ver al novio?
—No—repuso la hermosa Celeste.
—¿Entonces..?
—Hay que echar una carta al correo sin que nadie
se entere... ni tus compañeras de servicio ¿sabes?
—Entiendo,
—Como cosa tuya...
—Sí, sí... No tema mi amita... Ni el aire lo ha de
saber.
—Eso deseo.
—Pero... tan poco trabajo no vale una moneda de
oro.
—Para mí, lo vale, y eso basta.
Celeste sacó del cajón de un mueble una moneda
de oro y se la dió á la camarera.
Esta se apresuró á tomarla y guardársela en el
bolsillo del delantal, diciendo:
—Gracias amita... Mande.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS mXrtires del corazón 225

—Ahora... la carta. Toma.


Celeste sacó del pecho una carta y dióla á la mu­
chacha, que la ocultó en seguida en el bolsillo de la
falda cubierto por el delantal.
Luego, dijo así:
—Mañana mismo estará en el correo.
—Cuidado que se te pierda—advirtió Celeste.
—Antes perdiera las manos.
—Ahora desnúdame...
La camarera cumplió apresuradamente con su
deber.

VIII

Pocos momentos después. Celeste descansaba en


su lecho.
La camarera se despidió, después de prometer fide­
lidad á la joven, y salió de la estancia dejando entor­
nada la puerta.
Al salir, encontró á don Cesáreo sentado en la bu­
taca en que antes le viéramos acomodarse.
Inclinóse ante él, y dijo:
—La señorita queda en su lecho. ¿Manda algo mi
amo?
—Acércate—la dijo don Cesáreo sonriendo.
La muchacha titubeó un momento.
TOMu I

Biblioteca Nación,
226 SOR CELESTE

—«¿Qué querrá?... ¿Habrá oído algo?»—pensó.


Por fin acercóse, preguntando*
—¿Qué desea mi amo?
—Darte esto.
—¡Otra moneda de oro!—exclamó la joven toman­
do lo que don Cesáreo le daba.
Y púsose vivamente colorada al notar la indiscre­
ción que acababa de cometer.
Involuntariamente había vendido parte del secreto
de su amita.
Don Cesáreo sonrió y dijo imperturbablemente:
—Otra moneda, sí... Gruárdatela... con la otra de
mi hija.
—Señor... yo... lo que...
—¿Vas á negar lo que acabas de decir?
—Yo no niego; pero la otra moneda... no es de la
señorita.
— Como quieras; de todos modos no es cosa para
mí muy importante, que te haya dado ó dejado de dar
la señorita Celeste, una moneda de oro.
—¿Entóneos...?
—Entonces, hay algo que me interesa más.
Y el grave caballero, que en aquellos instantes
anonadaba á la doncella con su sonrisa cáustica, y le
causaba asombro con un lenguaje corriente tan en
contradicción con la sequedad que siempre empleara
para expresarse, continuó diciendo:

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 227

—Lo que me importa, es que me manifiestes lo


que te ha dicho la señorita.
—¡Oh! Nada... nada, mi amo.
—Pues mucho tiempo empleaste en desnudarla.
—Me decía que la función fue bonita esta noche.
—¿Nada más?—preguntó don Cesáreo sonriendo
maliciosamente.
—Nada más... que yo recuerde.
—Y para decirte eso ¿te mandó cerrar la puerta
con llave?
IX

La doncella turbóse en sumo grado.


Don Cesáreo, agregó:
—Y para decirte eso ¿tapasteis el ojo de la cerra­
dura?
—¡Señor...!
—Ya ves que todo eso no es muy natural, mucha­
cha... Vamos... no te asustes y dime todo lo que mi
hija te dijo... He de advertirte, para que te decidas á
hablar, que la pobre está en un error, al creer que yo
me opongo á sus amores.
—¿Sí?—balbuceó la cubanita.
—Claro está... Mira—prosiguió don Cesáreo, rien­
do con sinceridad perfectamente fingida—te lo diré
todo para que te convenzas y me ayudes.

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226 SOR CELESTE

—¿Yo, mi amo?
—Tú... Vas á ser la mediadora en una gran ven­
tura de mi hija.
—¡Ay, qué alegría si eso es cierto!
—Escucha... La señorita tiene amores á los que
yo me opongo porque el novio es pobre y no tiene
oficio ni beneficio, esto es, no sabe hacer nada, aun­
que es un buen muchacho.
—Pues un buen muchacho ya es algo, mi amo, que
los hombres están perdidos.
—Y vosotras... En fin, sigo: como la pobre de mi
hija está cada vez más pálida y más triste...
. —¡Ya lo veo!... ¡pobre niña!
—He decidido cejar en mi oposición, y á cambio
de lo mucho que le deben haber hecho sufrir mis ne­
gativas, darle una sorpresa que ha de llenarla de con­
tento.
—¡Qué gusto!... ¿Hará usted eso, mi amo?
—En prueba de ello vas á ser tú la mediadora en
mi intriga.
—¿De qué manera?
—La señorita ¿no te ha dado una carta ó te ha
dicho algo para que lo escribas tú ó lo hagas escribir?
La doncella no supo qué contestar.
Don Cesáreo sonrió al ver su vacilación.
—Vamos,—la dijo—no vaciles y di la verdad...

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 229

—Señor, yo...—balbuceó la joven sin saber qué


partido tomar.
—Te advierto que una negativa tuya puede ser ^
causa de un disgusto para la pobre Celeste, ó cuando
menos, hará que tarde más en sentir la grata sorpresa
que le preparo... ¿Qué te dijo?... ¿qué te dio?
—Una carta, mi amo.
—¡Ah! lo supuse... Dámela.

La doncella no se dió mucha prisa en sacar la


carta.
Don Cesáreo la dió otra moneda de oro y esto ali­
geró las manos de la infiel confidente de Celeste.
—Está bien—dijo el caballero, sonriendo satisfe­
cho.—Indudablemente esta carta irá llena' de pala- ^
bras tristes y juramentos de constancia y fidelidad al
novio... Yo rompo esta carta... escribo otra al novio
diciéndole que venga sin decir nada á mi hija, y una
vez aquí, lo presento á la pobre, diciendo; ¡Ea! ¡á ca­
sarse!
Tan ingénuamente se expresaba don Cesáreo, que
, la camarera cayó en la red que se le tendía.
Con gran contento, exclamó:

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230 SOR CELESTE

—¡Buena idea, mi amo!... ¡Ay! si usted supiera la


tristeza conque la niña se acostó... ¡Mal sueño!...
¡malo lo tendrá!
—Pero dentro de quince ó veinte días, el despertar
será dichoso.
—¡Dios se lo pagará, mi amó!
—Ahora tú... cuidado con decirle nada.
—¡Dios me libre!
—Ni en secreto.
—Dicho está; lo callaré todo.
—Te guardarás muy bien de pronunciar palabras
maliciosas.
—Ni una.
—Y si pregunta por la carta...
—Está en el correo.
—Así... Ya puedes irte.
La doncella salió muy contenta y diciendo:
—En esta comedia, el traidor lo arregla todo...
¡Ja! ¡Ja!

XI

Don Cesáreo, una vez solo, abrió la carta, leyóla,


sonrió burlonamente, acercó el papel ála llama de una
bujía, y cuando estuvo convertido en cenizas, echó ,
éstas á la calle por el entreabierto balcón.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 231

Luego encendió otro cigarro, y se fué á dormir,


pensando:
—A juzgar por la carta. Celeste está decidida á
todo... Yo también... Veremos quien puede más.
Una vez acostado ya, recordó á Alberto, y se dijo:
—Mañana por la mañana han de averiguar quién
es ese joven; y si reúne las condiciones que yo deseo...
no perderé más tiempo... Hay que salir pronto de esta
situación.
Entre tanto. Celeste, tendida en el revuelto lecho,
lloraba silenciosamente, murmurando con infinita tris­
teza:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Cuándo acabará este tor­
mento?

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CAPITULO IX

Una servidumbre escogida.

ON Cesáreo levantóse bastante temprano


á la mañana siguiente.
Hízose servir el desayuno en su mis­
ma habitación, y dió orden al criado de
que si se presentaban en el hotel un ne­
gro y una negra, preguntando por él,
le avisara inmediatamente.
Acababa ya de almorzar cuando el criado entró
diciendo:
—Señor; un negro y una negra preguntan por us­
ted y dicen que tienen que Ijablarle. Yo no sé si son
los que usted aguarda y por eso les he hecho esperar.
—¿Traen una tarjeta mía?

Biblioteca Nacional de España -i


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 233

—Es lo primero que me han entregado... Aquí


está.
La tarjeta tenía una punta rota.
Don Cesáreo, la examinó y dijo:
—Ellos son... que suban.

II

Pocos momentos después, un negro y una negra,


presentábanse en la puerta de la estancia pidiendo
permiso para entrar.
—Adelante—dijo don Cesáreo sin abandonar su
asiento.
Los negros entraron mirando á todas partes con
esa curiosidad del que está acostumbrado á fijarse en
todo por sistema y con el recelo de quien nunca se
cree seguro y desconfía de todo.
—Veo que habéis sido puntuales—di joles don Ce­
sáreo mirándolos escrutadoramente.
—No faltaba más—contestó el negro sonriendo é
inclinándose como si asintiera á sus propias palabras.
La negra hizo el mismo movimiento, como si de
este modo, quisiera hacer suyas las palabras de su
compañero.

TOMO I 80

Biblioteca Nacional de España


234 SOR CELESTE

III

Antes de proseguir para dar cuenta de lo que don


Cesáreo y los negros hablaron, fijémonos en estos
últimos.
El, era alto, corpulento sin ser obeso, y ágil á juz­
gar por lo desembarazado de sus movimientos.
Sus ojos eran grandes, rasgados, un tanto saltones
y sus labios menos gruesos de lo que suelen serlo en
los tipos de la raza de color.
Su ropaje era sencillo... Vestía pantalón de hilo
de color amarillento, camisa de color de rosa con ador­
nos de la misma tela en el centro de la pechera, pa­
ñuelo encarnado de seda en el cuello, faja azul,
chaqueta de la misma tela y color que el pantalón,
sombrero de paja de Italia, un poco sucio, y zapatos
fuertes de becerro.
En cuanto á la mujer, su traje no podía ser más
sencillo:
Llevaba unas sayas rameadas de colores vivos,
corpino de igual tela, desceñido y más sucio que las
sayas, zapatos de lona y un pañuelo de seda azul, en
el cuello.
Contaría la misma edad próximamente que el ne­
gro, esto es, unos veinte y ocho ó treinta años y, la

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 235

expresión de su rostro era más simpática que la de


su compañero, sin duda por ser sus facciones menos
abultadas.
Tales eran, observados ligeramente, los visitantes
de don Cesáreo.
Este, sin cesar de mirarlos, atentamente, les pre­
guntó:
—¿Os acordáis de lo que hablamos anteanoche?
—No lo hemos olvidado, mi amo—contestó el
negro.
—¿Y estáis decididos á entrar á mi servicio?
—Para todo lo que el amo mande.
—¿Hablas por ti solamente, ó por ti y tu compa­
ñera?
—No es mi compañera; es mi hermana, amo mío.
—Bueno; para mí, resulta lo mismo.

IV

Hizo una pausa don Cesáreo, sin duda para re­


flexionar, y al cabo de ella, interrogó extensamente
al negro del modo siguiente:
—Vamos á ver; tú no has tenido nunca oficio ni
beneficio ¿no es eso?
El preguntado, sonrió é hizo un mohín que parecía
expresar:

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236 SOR CELESTE

«—Tiene usted razón.»


Don Cesáreo, dirigiéndose á la negra, la hizo la
misma pregunta.
—Yo trabajaba... á veces, mi amo... He servido
algún tiempo á unos amitos muy buenos; pero se
fueron de la Habana, y yo, por quedarme con mi her­
mano, no me fui.
—Está bien.
Y dirigiéndose al negro, preguntó:
—¿Cómo te llamas? . '
—Gruillermón, mi amo—contestó el aludido.
—¿Y qué más?
—¡Oh! Eso... Yo no sé tanto, amo mío.
—Y tu hermana ¿cómo se llama?
—Cayita.
—¿Sin apellido?
—Naturalmente, mi amo.
—Pues ¿cómo sabéis que sois hermanos?
—Porque así nos lo dijo la que nos crió.
—Bueno; y tú ¿qué sabes hacer?
El negro se rascó el encrespado pelambre con aire
perplejo, y repuso:
— Yo creí que mi amo... no quería gente que su­
piera hacer muchas cosas.
—En efecto; no has de hacer nada; pero debes
aparentar que haces.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 237

—Bueno, pues yo... fui calesero algún tiempo


—Perfectamente; te tomo á mi servicio en calidad
de calesero.
—Como quiera mi amo.
—En cuanto á Cayita, como tú la llamas, puesto
que ya ha servido, nada tengo que decirle ni pregun­
tarle; se quedará en el ingenio en calidad de donce­
lla de la señorita.
—Como mande mi amo—contestó la negra.

Hizo otra pausa don Cesáreo, mirando siempre es­


crutadoramente á los que iba á tener por criados, y
por fin, tomó de nuevo la palabra y dijo:
—Ya sabéis, pues os lo dije la otra noche, que el
cargo que desempeñéis en el ingenio, será solamente
la justificación de vuestra presencia en aquella casa...
Ahora bien, el verdadero cargo, la misión que habéis
de desempeñar, no será más ni menos, que vigilar y
tenerme al tanto de todo lo que ocurra... Esto, á parte
de tener que cumplir cuantas órdenes secretas os dé.
—No quedará descontento de nosotros, mi amo,
—apresuróse á decir Gillermón.
—¿Y si á ti, especialmente, te mandare algo gra­
ve... vamos... quitar algún estorbo...?

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238 SOR CELESTE

Guillermón, por toda respuesta, hizo asomar por


la faja el mango de un cuchillo.
—Está bien—dijo don Cesáreo.
El negro, adujo:
—Tengo fuerza, serenidad y brazo certero...
—Se conoce que no sería el primer obstáculo que
quitaras de en medio, si yo te mandase quitar alguno.
—Eso puede suponerlo mi amo.
—Nos entenderemos... En cuanto al precio de los
trabajos extraordinarios, ya hablaremos cuando llegue
el caso... La mensualidad corriente será la ofrecida...
¿estás contento?
—Mucho.
—Y tú, Cayita, ya sabes: lo mismo que tu her­
mano... Ver, observar y darme aviso de todo.
—¿Es á la niña Celeste á la que debo vigilar?
—¡Hola! ¿ya sabes su nombre?
—Lo oí en el p^,tio del hotel, hace poco, mientras
esperábamos abajo. ^
—¿Sabes leer?
—Me enseñó mi hermano.
—Así me gusta... Y tú, Gruillermón, ¿sabes es­
cribir?
—Mal; pero sé.
—Decididamente me convenís, desde este mo­
mento quedáis á mi servicio.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 239

VI

Gruillermón y Cayita, cruzaron una mirada de sa­


tisfacción.
Los dos sonrieron satisfechos, y don Cesáreo, des­
pués de hacer una nueva pausa, les dijo:
—Cayita debe cambiar ¿e ropa y presentarse ma­
naba aquí, vestida de manera conveniente.
—¡Oh! Tengo ropa- dijo Cayita;—pero la tiene en
rehenes de algunos pesos, la mulata en cuya casa vi­
vimos Gruillermón y yo.
—Pues yo os daré dinero... Le pagáis á la pupile­
ra ó como la llaméis vosotros, y asunto terminado.
—¿A qué hora debo venir?
—A esta misma... Entonces te instruiré detenida­
mente en el papel que debes hacer al lado de la se­
ñorita. ..
—Ya me haré simpática á la niña... Cayita sa­
be... sabe atraer.
—Eso conviene; que te captes su confianza... Y tú,
Gruilleriñón, vas á comenzar desde ahora á servirme.
—Mande mi amo—dijo el negro.
—Lo mismo que tu hermana, cambiarás esa ropa
de negro curro, por otra negra y propia de la casa á
cuyo servicio entras. Más adelante ya te harás ropa

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•240 SOR CELESTE

para desempeñar tu cargo de calesero... La necesita­


rás poco, pero puedes necesitarla...
—Haré todo lo que mi amo me mande.
—De aquí te vas á un bazar y mudas de aspecto...
—¿Y después...?
—Después emprendes las averiguaciones necesa­
rias para saber quién es, de dónde vino, en qué se
ocupa y cuál es su estado de fortuna, un joven llama­
do Alberto Mendi, que vive en la calle de O'Reilly,
número...
—Con permiso, mi amo—dijo el negro apenas oyó
las señas.
Y sacando de un bolsillo de la chaqueta, un pe­
dazo de papel y un lápiz, apuntó en él el nombre de
Alberto y el de la calle en que vivía.
Después, preguntó:
—Supongo que no habrá de enterarse ese niño, de
las pesquisas que haga cerca de él.
—Nada debe notar.
—Pues mañana lo sabré todo.
-—¿Lo crees así?
—Ganitas tengo de demostrar á mi amo que puedo
servirle para muchitás cosas—repuso Guillermón, ha­
blando ya con más soltura ante su nuevo amo.
—Pues ahí va dinero y hasta mañana... Marcha-
ios que no quiero que os vea aquí mi hija, si sale de
su estancia.

. Biblioteca Nacionai de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 241

VII

Cayita miró con curiosidad hacia la puerta de la


habitación de Celeste.
Don Cesáreo entregó á Gruillermón algunas mone­
das de oro y luego hizo otro tanto á la negra.
Los hermanos sonrieron satisfechos al verse dueños
de aquellas brillantes monedas, y poco después, salían
de la estancia de su amo y bajaban á la acera del
Louvre.

TOMO I 31

Biblioteca Nacional de España


CAPITULO X

Escena violenta.

ÁGILMENTE puede suponerse, dado el in­


terés que á don Cesáreo le hemos visto
demostrar por conocer la situación fi­
nanciera y los antecedentes personales
de Alberto, que el misterioso caballero,
no quería faltar á la cita que indirecta­
mente diera al joven la noche antes, en
el palco del teatro Tacón.
Al efecto, y deseando que Celeste le acompañara,
y á ser posible, borrase del ánimo de Alberto la mala
impresión que indudablemente le habrían causado las
groserías del día anterior, esperó que la joven se le­
vantase para llamarla á su presencia.
Celeste habíase dormido tarde, en fuerza del cansan­
cio, tanto moral como material, que causa el insomnio.

Biblioteca Nacional de.España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 243

Serian pues las once de la mañana, cuando la tan


melancólica como hermosa joven, abrió los ojos á la
luz del día y su inteligencia despertó á la vida de las
cosas y de las ideas.
Pasó sus niveas y pequeñuelas manos por su naca­
rina frente, frotóse ligeramente aquellos sus ojos en
los que parecía reflejarse el cielo de su país natal y
acabó por saltar del lecho, como ondina que sale de
entre las olas para mostrar sus encantos.

II

—Debe ser muy tarde—murmuró Celeste, mirando


el reloj que coronaba la última repisa de una rincone­
ra.— ¡Las once!... ¿Cómo he dormido tanto?
Recordando entonces las emociones del día ante­
rior, suspiró tristemente.
—No... no he dormido tanto como pensé—mur­
muró—despertaba el día cuando logré dormirme... ¡Y
qué sueños!... ¡qué pesadillas, mejor dicho!
Así pensando, comenzó á vestirse un elegante
traje de casa.
Una vez ataviada de este modo, tiró del cordón
de una campanilla.
Pocos momentos después, presentábase en la
puerta de la estancia la camarera que la servía.

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1

244 SOR CELESTE

—Buenos días, amita—la dijo sonriendo dulce­


mente—¿Descansó bien?
—No mucho; pero dormí... dormí un poco—con­
testó Celeste.
E inmediatamente, preguntó;
—¿Tiraste la carta?
—En el correo está—contestó tranquilamente la
infiel cubanita.
—¡Grracias á Dios!...
Un suspiro escapóse de los finísimos labios de la
joven.

III

La camarera preguntó á su señorita si quería el


desayuno.
—Sí; tráelo—contestó Celeste—después me pei­
narás
Salió la camarera y, poco después, volvía con el
desayuno.
Celeste lo tomó sin gran apetito, sentóse luego de­
lante del tocador y la camarera comenzó á peinarla.
Lista y parlanchina como ella sola, la cubanita
peinaba y hablaba rápidamente, tratando sin duda de
distraer á Celeste con su retozona conversación.
—Está usted muy pálida, amita—dijo la muy la­

Biblioteca' Nacional de España i


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 245

dina aclarando el cabello.—Bien se conoce que dur­


mió poco y soñó mucho.
—¿No sueñas tú?—la preguntó Celeste.
—Alguna vez.
—¿Es que amas á alguien?
—¡Oh! Yo... yo no, amita.
—Entonces me sorprende que sueñes.
-^¿Sí? Pues no me explico la sorpresa, mi amita.
—Sólo los desgraciados y los que aman, suelen
soñar... Y tú sonríes, luego no eres desgraciada...
—Ya, ya; pero también se sueña sin amar,
niña hermosa—dijo riendo alegremente la traviesa
muchacha—se sueña una cosa cuando se piensa mu­
cho en ella.
—¡Ah! ¿luego tú...?
—Yo pienso constantemente en mi madre y á ella
es la única que sueño... ¡Ay amita!... la dejó en el
campo, en su bohío... ¡y tengo unas ganas de verla!
—¿Por qué la dejaste?
—Porque hay que ganarse lo que nosotros llama­
mos la butuba... el pan, como dicen los españoles. ¡Y
éramos seis hermanos! ya ve mi amita que hay que
buscársela... ¡Mi madre no puede con todos!
—Comprendo; y tú viniste á la Habana á ganarte
la comida...
—Y aquí estoy, niña Celeste, soñando y soñando...
que iré muy pronto á ver madre y hermanos.

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246 SOR CELESTE

—Ese deseo prueba que eres buena.


—Buena... puede que no; mala tampoco.
—¡Pero indudablemente más feliz que yo!—mur­
muró Celeste con voz baja.
Y otra vez, penoso suspiro brotó de sus labios.

IV

La camarera acabó de peinar á Celeste, sin hablar


nada de don Cesáreo ni de la carta de la noche ante­
rior.
Antes al contrario, procuró evitar que la conver­
sación recayese en tales asuntos.
— Ya está peinada la amita—dijo por fin la joven.
—¿Manda algo más?
—Nada; puedes retirarte.
La muchacha salió.
En la estancia contigua encontróse con don Cesá­
reo, al que saludó dándole los buenos días.
Sin duda, por el solo gusto de encontrarse con él,
la joven salía por aquel lado de la estancia.
—¿Está peinada ya mi hija?—la preguntó el ca­
ballero.
—Peinada está, mi amo. ¿Manda usted algo?
—Nada.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 247

La camarera salió.
Don Cesáreo abandonó su asiento y dirigióse á la
habitación de su hija.
—¿Se puede, Celeste?—preguntó.
—Sí—contestó secamente la joven al reconocer la
voz del que pedía permiso.
Nuestro misterioso personaje, penetró en la estan­
cia de Celeste, preguntando:
—¿Descansaste?
—Si—repitió aquella con la misma sequedad que
antes.
—¿Has tomado el desayuno?
—Sí.
Don Cesáreo hizo un gesto de contrariedad al ver
el talante de la joven.
—Veo que estás de mal humor, hija mía—dijo con
calma.
—No siempre se puede estar contenta, y yo menos
que todos—repuso Celeste, mirándole hjamente.
—¿Y acaso tengo yo la culpa de tu mal humor
para que así me hables y asíame mires?
—Bien pudiera ser... Seré franca: así es, señor
mío.
V

Don Cesáreo miró á Celeste con fijeza, hizo un

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248 SOR CELESTE

mohín que podía expresar: «tengamos calma» y guar­


dó silencio durante algunos momentos.
Sin duda, no le convenía ó no deseaba provocar
una escena violenta, pues al tomar de nuevo la pala­
bra, dijo con entonación natural:
—Veamos ¿te encuentras en disposición de salir
esta mañana?
Celeste titubeó un momento y después dijo:
—No... Estoy cansada y, además, hace un sol muy
fuerte.
—En carruaje no se siente el sol.
—Pero la calor...
—Resumen: no quieres salir esta mañana ¿no es
eso?
—Así es—contestó la joven con firmeza.
—Bueno—repuso don Cesáreo transigiendo—¿Y
esta tarde?... ¿saldrás esta tarde como de costumbre?
—Sí; saldré—contestó Celeste.
Y pronunció tan sencillas palabras con tal fir­
meza, que su padre no pudo menos que mirarla fija­
mente, como si quisiera leer en su frente lo que guar
daba en su pensamiento.

VI

Durante algunos momentos, padre é hija guarda­


ron silencio.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 249

Don Cesáreo, reflexionaba acerca de los propósitos


que la joven pudiera abrigar, al decir con tanta firme­
za que iría á dar el paseo de costumbre.
El, sabía que Celeste no ignoraba, que aquella
tarde encontrarían al joven Alberto en el camino del
ingenio y, dadas las groserías de la noche anterior, que
claramente revelaban la aversión sistemática que ella
sentía hacia el joven, era de temer que quisiese ir
para reanudarlas con mayor crueldad y osadía.
Esto precisamente era lo que don Cesáreo trataba
de evitar y, al efecto, preguntó mirando á Celeste con
amenazadora fijeza;
—¿Y por qué quieres ir á pasear esta tarde? Pare­
ce que lo hayas dicho de un modo, así... algo...
—Lo he dicho, como lo dije siempre que usted me
lo preguntó—repuso la joven, sonriendo de una ma­
nera algo irónica.
—Tus palabras parecen una amenaza.
—¡Tantas me ha dirigido usted en poco tiempo
de peor modo!... .
—¿Es que quieres ir á renovar tus groserías é in-
conveniéncias de anoche?
—¿Luego nos encontraremos con aquel joven ame­
ricano? '
—Así lo espero... y de sobra lo sabías tú.
Celeste no contestó.
TOMO 1 32
250 SOR CELESTE

Don Cesáreo, agregó:


—Celeste, te aconsejo que depongas la actitud en
que te has colocado, pues fácilmente pudiera ser cau­
sa de graves disgustos.
—¡Gracias á Dios, que una vez me ha tratado usted
de imponerme su voluntad con frases austeras é in­
convenientes! ¡Por fin aconseja! ¡ya no manda!
Y cada vez más irónicamente, agregó;
—Vamos, algo se va ganando.
—Pero puedes perderlo todo si se repiten las esce­
nas de anoche —advirtió don Cesáreo con entonación
significativa.
—¿Otra vez me amenaza?
—No te amenazo: te advierto.
—Pues bien, quiero ir á pasear con usted... por­
que ese es mi deseo y parece que también el de us­
ted... Por lo demás, yo no tengo por qué guardar con­
sideraciones á un joven á quien no conozco.
—Pero al cual he ofrecido yo mi amistad.
— En cambio yo no le he ofrecido nada y él pare­
ce esperar algo.
—No por eso debes hacer groserías que m^ pongan
en ridículo.
—Y á mí ¿qué puede importarme el ridículo de
usted?

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IF:-'

Ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 251

VII

Don. Cesáreo, hizo un movimiento colérico.


Miró á Celeste con verdadera rabia y púsose en
pie con tan amenazadora actitud, que Celeste, aban­
donando su asiento, retrocedió algunos pasos.
La joven debía esperar un exabrupto de don Cesá­
reo; pero no debía temerle, pues levantó la cabeza
con arrogancia y le miró con fijeza, sosteniendo su
furibunda mirada.
El caballero, procuró contenerse.
—Acabemos, Celeste—dijo con ronca voz—esta
situación no puede sostenerse, pues temo que acabe
mal para ti.
—En último caso, acabará mal para los dos—re­
puso la joven con energía, aunque su voz temblaba
ligeramente y su rostro estaba muy pálido.—Cansada
estoy de ser víctima, y como presumo cuál va á ser
mi fin, si antes no viene la bondad de Dios en mi
ayuda, estoy dispuesta á todo.
—¿Me retas?
—Sufro y callo; pero no me entregaré al sacrificio
cuando llegue el momento; sépalo usted.

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262 SOR CELESTE

VIII

Una sonrisa incomprensible, dada la situación,


asomó á los labios de don Cesáreo.
—¿Qué es lo que piensas?... ¿qué imaginas?...
Esas palabras parecen revelar que yo pretendo sacri­
ficarte—exclamó el caballero. — Cualquiera que te
oyese creería que yo soy tu verdugo.
—¿y qué otra cosa es usted?—exclamó la joven.
—¡Celeste!
—Acabemos, como usted ha dicho. También yo
me canso de esta situación.
—Tú la provocas.
—¿Yo? ¡Ah, desdichada de mí! Si usted no hu­
biera destruido mi felicidad, no me mostrase yo como
me muestro, no me portase así... á pesar de todo,
—¿Qué quiere decir eso de á pesar de todo?...
— Usted lo sabe tan bien como yo.
—Yo no sé... no puedo saber nada si tú no me lo
explicas... En tu imaginación debe reinar grave des­
orden cuando profieres esas frases que no entiendo.
A los labios de Celeste asomó una.sonrisa burlona,
incrédula.
Lejos de contestar á las palabras de don Cesáreo,
sin duda por creerlo inútil, guardó silencio, mientras

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 253

aquél, silencioso también, tal vez reflexionaba, la de­


terminación que debía tomar.

VI

Al cabo de prolongado silencio, don Cesáreo pare­


ció tomar una determinación.
Levantó la cabeza, fijó en Celeste una mirada se­
vera y dijo:
—Cuanto más hablemos, peor será... ¿Quieres sa­
lir esta tarde? Pues á la hora de costumbre, saldremos
para visitar las obras que se están terminando en el in­
genio; pero si encontramos á Alberto, guárdate bien
de hacerle grosería alguna, pues delante de él, sabré
imponerte el castigo que mereces.
Y sin agregar frase alguna, salió de la estancia
de la joven.
Esta, al verle salir, dejóse caer abatida en un si­
llón y murmuró rompiendo á llorar:
—¡Ah!... ¡pobre de mí!... ¡cuánto sufro!... ¡cuán­
to me queda que sufrir, si Dios no me ayuda!... Conoz­
co los planes de ese hombre... ¡los conozco y no quie­
ro ceder á ellos! ¡Antes morir que faltar á los jura­
mentos de amor que hice al pobre Abelardo!... Suya
ó de nadie!

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254 SOR CELESTE

Y entre sollozos, con delirante entonación, mur­


muró al cabo de algunos momentos;
—¡Cuán infame es ese hombre! ¡cuán miserable
Dios mío.
Después quedó inmóvil, con la cabeza inclinada
sobre el pecho y la mirada fija en el suelo.

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CAPITULO XI

La tormenta.

NÚTIL es decir, que aquella mañana, Ce­


leste no quiso salir al comedor del Hotel,
y que del almuerzo que le sirvieron en
su cuarto, apenas probó bocado.
Inmediatamente, retiróse á su estan­
cia y comenzó á vestirse el traje de
montar, diciéndose:
—Iré... iré al ingenio... ¡Quién sabe!... aunque
ese joven no me es muy simpático y veo en su con­
ducta y su mirada, firme propósito de hacerme la cor­
te, puede que sea noble y bueno. No... no le haré gro­
sería alguna, al contrario, me mostraré deferente co­
mo una buena amiga, y si tengo ocasión, sabré decir­
le lo suficiente para que él me comprenda y renuncie

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256 SOR CELESTE

á SUS propósitos... ¡sólo así puedo salvarme de mo­


mento y esperar la llegada de Abelardo!

II

Un negro esperaba, teniendo de la brida el caballo


de Celeste y el de don Cesáreo, que éstos bajasen de
su habitación.
Presentáronse por fin uno y otra, silenciosos y
graves como de costumbre, y montaron sobre los her­
mosos caballos que ya piafaban de impaciencia.
Nuestros jinetes dirigiéronse al camino que con­
duce al Vedado y el Carmelo, por el cual debían pa­
sar forzosamente para dirigirse al ingenio.
Aquella tarde pasaban por él más temprano que
de costumbre.
El sol hería la tierra con sus ardientes rayos que
molestaban más que otras veces, á causa sin duda de
que ni la más leve brisa hacía oscilar las ramas de
los árboles.
Aquella calma era abrumadora y capaz de poner
en tensión los nervios del sér menos susceptible de
excitación alguna.
Celeste y su padre, silenciosos y mirando á lo
largo del camino con igual ansiedad, llegaron por fin
á su posesión, sin encontrar á Alberto.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZCM 257

—¿No vendrá?... ¿Le habrán zaherido tanto mis


desdenes que, ofendido, se habrá propuesto no encon­
trarse más con nosotros?—pensó Celeste.—¡Oh! ¡si
así fuese... tanto mejor!
La misma reflexión se hizo don Cesáreo, pero con
distinta opinión por final de ella.
—Sí, ofendido en su dignidad, no vuelve—se
dijo—forzoso será tomar una determinación decisiva
que haga factibles mis planes y los resuelva pronto...
Ya estoy cansado de esperar por no recurrir á recur­
sos extremos.

III

Don Cesáreo y su hija, permanecieron corto rato


en el ingenio.
Las obras estaban terminadas ó poco menos; el
tapicero y demás industriales, comenzaban á dejar
listos los salones del elegante edificio, y según opi­
nión del encargado de arreglarlo todo, dentro de unos
cuatro ó cinco días podrían padre é hija trasladarse á
su posesión.
Estos, coincidiendo aquella tarde en su afán de
pasear por aquellas inmediaciones, abandonaron el
ingenio en seguida.
El calor seguía siendo sofocante.
TOMO I

Biblioteca Nación.
258 SOR CELESTE

La falta de aire que orease aquellos lugares y la


polvareda que levantaban los caballos, hacían verda­
deramente desagradable el paseo.
Y sin embargo, padre é hija, silenciosos y pensa­
tivos, proseguían cabalgando por aquellos desiertos
lugares.
De vez en cuando levantaban la cabeza, que el
polvo les obligaba á inclinar, y dirigían una mirada
escrutadora á lo largo del camino.
Nadie llegaba; á nadie se veía.

IV

Ya comenzaban á creer, cada cual por su parte,


que Alberto no iría á verles aquella tarde, tal vez
por lo sofocante del calor, cuando Celeste vió á lo le­
jos, en las lejanías del camino, una nubecilla de humo,
y asomando por arriba de ella, el busto de Alberto.
Y con tanto afán esperaba, sin duda, la llegada
del joven, que no fué dueña de contener una excla­
mación de agradable sorpresa.
Don Cesáreo la oyó, y levantando la cabeza, fijó
en la joven una mirada escrutadora.
Después, siguió la dirección de la mirada de Ce­
leste y la suya tropezó con la silueta de Alberto, que
se acercaba al galope de su caballo.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 259

—No ha faltado,—pensó don Cesáreo.


Pocos momentos después, padre é hija, encontrá­
banse con Alberto, que refrenó el caballo, le hizo dar
media vuelta para colocarse al lado de Celeste, y sa­
ludando cortésmente, dijo:
—Buenas tardes, amigos... No creí encontrarles.
Con gran sorpresa de Alberto, la joven fué la pri­
mera que tomó la palabra para decir, después de co­
rresponder al saludo con una cortés inclinación de
cabeza:
—Ni nosotros tampoco, á pesar de que ayer que­
damos en encontrarnos aquí.
Estas frases estaban pronunciadas con tanta cor­
tesía y entonación tan afable que no era posible to­
marlas en mal sentido.
Alberto, verdaderamente sorprendido, miró á don
Cesáreo y encontró reflejada en su rostro la misma
sorpresa que sentía él.
En efecto, á don Cesáreo habíale sorprendido tam­
bién la actitud de Celeste.
El joven, apresuróse á contestar:
—Mucho calor hace esta tarde señorita; mas por
calor que hiciera, no faltara yo á este paseo, sabiendo
que su buen padre deseaba encontrarme en él.
—¿Y por qué no habíamos de desearlo los dos?
—¡Oh! A usted, amiga mía, no puede importarle

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260 SOR CELESTE

poco ni mucho que yo venga ó deje de venir á este


paseo.
—¿Se puede saber la razón?
Alberto, replicó con malicia:
—Porque los americanos, á lo que voy viendo, no
le son á usted muy simpáticos.
—Eso no deja de ser una opinión gratuita... aven­
turada—replicó Celeste sonriendo.—A mí me es sim­
pático todo el mundo, mientras reúna las cualidades
de atento y cortés que tanto se advierten en usted.

El asombro de don Cesáreo, llegó al colmo de lo


verosímil.
Parecíale mentira que Celeste, carácter enérgico
y tenaz en sus decisiones, se doblegase de aquel modo
en la presente ocasión.
¿Era debida su actitud á las imposiciones de aque­
lla mañana?
Mucho lo dudaba, pues conocía lo bastante á la jo­
ven para poder abrigar creencia tan aventurada.
Debido á esto, su asombro convirtióse en temor.
¿Qué pretendería Celeste con su nueva conducta?
¿Qué se habría propuesto?

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 261

Esto se preguntó; y no hallando respuesta satisfac­


toria, asustóse como se asustan ante lo desconocido
los seres que piensan ó esperan.
Alberto, no pudiendo ver en la nueva conducta
de Celeste más que algo favorable á sus planes, siguió
la conversación en la tesitura en que se hallaba, di­
ciendo :
—Muchas gracias, amiga mía, por el buen con­
cepto que le merezco... Puede usted creer que no me
juzgo acreedor á él. Pero su bondad...
—Tampoco yo creí que usted me juzgase bonda­
dosa.
—¿Por qué razón? ,
—Muy sencilla... Como me conozco á mi misma
(única virtud que creo poseer), no dudo que, en el
poco tiempo, horas casi, que nos hemos tratado, le
habré dado motivo para juzgarme la más soez é in­
sociable de las criaturas.
—Nada de eso, señorita.
—Agradezco la galantería de perdonarme mis
exabruptos y hago votos de enmendarme respecto á
usted. Yo soy, amigo mío, una criatura excepcional
en mi manera de ser. Tan pronto me encontrará usted
dispuesta á conversar horas y más horas alegremente,
como empeñada en alejar de mí á todo el mundo en
fuerza de necias groserías.

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262 SOR CELESTE

Y Celeste, dando pruebas de un aplomo que no


esperaba don Cesáreo, volvióse hacia éste y dijo:
—¿No es verdad, papá?

VI

Don Cesáreo, disimulando la sorpresa que le cau­


saba aquella manera de conducirse, asintió diciendo:
—Muy cierto; no puede negarse que eres poco
menos que incomprensible.
—Pero seré digna del perdón de nuestro amigo,
¿no es así?
—¡Ya lo creo!—exclamó el joven riendo alegre­
mente.—Sólo deseo que se me conceda el derecho de
imponer penitencia.
—Concedido—dijo Celeste.
—Mi penitencia es fácil de cumplir.
—Entonces, aseguro que la cumpliré,
—Impongo por penitencia que no vuelva usted á
mostrárseme deseosa de que se la deje... de quedarse
sola.
—Aceptado... No trataré de alejarle de mi lado...
al contrario, le considero desde ahora mi único amigo.
Y no se diga que le considero único, porque no tengo
otro en estas tierras para mí deséonocidas aún... Qui­

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 263

se decir que será usted mi único verdadero amigo,


aunque vaya teniendo otros andando el tiempo.
—¿Puedo creerlo?—preguntó Alberto con zala­
mería.
—Como si se lo jurase—repuso Celeste.

VII

Don Cesáreo pensativo y preocupado por la nue­


va conducta de Celeste, que no lograba explicarse,
seguía silencioso al lado de la joven, dirigiéndole de
vez en cuando escrutadoras miradas.
Mas de ningún modo lograba descubrir en aquel-
divino semblante de ángel, un gesto, un detalle, por
nimio que fuese, que le revelara cuáles eran los
pensamientos que anidaban en su mente.
La joven debía haber notado alguna de aquellas
miradas de su padre, pues de vez en cuando, se com­
placía en sorprenderle mirándola y dirigirle una son­
risa que tenía mucho de burlona, de irónica.
Alberto, ajeno á la intriga en que figuraba in­
conscientemente, y pensando que la actitud de la
joven era debida á su carácter, ó por lo menos, á con­
sejo de don Cesáreo, sentíase satisfecho del buen éxi­
to que iba teniendo su constancia.

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2ñl SOR CELESTE

—¡Por fin me sonríe la esperanza!—-se dijo—¡por


fin puedo creer, con algún motivo, que mi porvenir
llegará á ser el que yo soñaba!
En aquel momento, el viento comenzó á soplar
tuerte, bajo; viento de tierra que levantaba nubes de
polvo.
El cielo habíase ido obscureciendo poco á poco; el
sol se escondía-tras espesos nubarrones y todo hacía
presagiar que una de esas tormentas, tan frecuentes
en aquella Isla, en los meses de Junio y Julio, iba á
estallar en breve.

VIII

—Lo que yo suponía—murmuró don Cesáreo—


Aquella calor tan sofocante, aquella atmósfera tan bo­
chornosa, no podía ser menos que augurio de tormen­
ta... Suerte que estamos cerca del ingenio.
—Es verdad—dijo Alberto—la tormenta se ha ido
acercando sin que nosotros lo notásemos. Es claro...
se la oye á usted con tanto gusto...
Celeste sonrió; y esquivando contestar á tan di­
recta galantería, detuvo el caballo, diciendo;
—Creo que debemos volver á la Habana.
—Vamos allá—dijo Alberto.

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ó LAS MÁHTIHES DEL QORAZÓN 265

—Mientras podamos llegar sin mojarnos...—objetó


don Cesáreo.
—Allá veremos... Aquí de la ligereza de nuestros
caballos.
Y Celeste, agregó: ‘
—¡Sus! He aquí á todos unos valientes, huyendo
de un remojón.
Volvieron grupas, espolearon á los nobles brutos,
y nuestros tres jinetes partieron á tiempo que allá, á
lo lejos, repercutía el rumor de lejano trueno.

TOMO 1 84

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CAPITULO XII

Una conversación snbstanciosa.

UCHO antes de que don Cesáreo, Ce­


leste y Alberto, llegaran al ingenio,
por delante del cual debían pasar
para dirigirse á la Habana,, comen­
zaron á caer gruesas gotas de lluvia.
—¡Adiós! Nos alcanzó,—dijo Ce­
leste con risueño tono, queriendo
sin duda sostener la anterior animación.
—No nos queda otro remedio, si no deseamos lle­
gar á la Habana hechos unas sopas,—dijo don Cesá­
reo,—que meternos en el ingenio.
—Opino lo mismo,—agregó Celeste, alegrándose
sin duda del incidente, que tal vez le presentase oca­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 267

sión de hablar con Alberto, del modo que ella de­


seaba.
El joven, dijo:
—Yo me concreto á suplicar, me dejen ustedes
desde este momento forzarla marcha del caballo...
Estoy seguro de llegar á la capital mucho antes de
que el aguacero tome proporciones.
—De ningún modo,—apresuróse á decir Celeste.
Don Cesáreo había ido á decir lo mismo.
Estaba visto que aquella tarde, la joven había de­
cidido inutilizar sus deseos de atraer á Alberto.
—Es demasiada libertad...—objetó este.—Ade­
más, no hay motivo suficiente para que les moleste
á ustedes.
—Pero, señor, ¿qué molestia hay,—exclamó la
hermosa Celeste,—en que entre usted en el ingenio y
espere con nosotros que pase el chubasco y con nos­
otros regrese después á la Habana?... Nada, nada;
usted se queda á nuestro lado... ¿no es verdad, papá?
—Si no fuera esa mi misma opinión,—contestó
don Cesáreo,—bastaría que tú lo quisieras para que
así fuese.
—Vaya pues, me quedaré,—dijo por fin Alberto,
—no quiero que tomen ustedes á desaire mi con­
ducta.

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268 SOR CELBSTE

II

Así.conversando, habían llegado al ingenio.


Penetraron por una de las veredas, bordeada de
altas palmeras que cabeceaban á impulsos del viento,
y pronto llegaron al hermoso edificio que, rodeado de
corpulentos árboles, envuelto en un verdadero bosque
de esplendentes matices, desde el verde amarillo al
verde con sombras negras y carmíneas, apenas si de­
jaba ver sus amplias y ojivales ventanas de la parte
alta.
El relincho de uno de los caballos, sirvió de aviso
á los encargados de vigilar la finca.
Dos negros presentáronse al punto, y al ver á sus
amos, corrieron á coger las bridas de los caballos.
La lluvia comenzaba á ser torrencial en aquellos
momentos.
Intensísimos relámpagos rasgaban la negrura del
horizonte.
Cobijados bajo el cobertizo de la entrada de la
quinta, los jinetes echaron pie á tierra.
Los negros lleváronse los caballos.
En aquel momento, presentóse en lo alto de la es­
calinata de la planta baja, un criado blanco, que se
inclinó servicialmente ante sus amos y el huésped.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 269

—¿Han acabado de arreglar el saloncillo de Celes­


te?—preguntóle don Cesáreo.
—Hace poco lo dejaron terminado todo, señor—
contestó el criado.
—¿Está abierto?
—Cerrado; pero aquí está la llave, señor.
El criado presentó á don Cesáreo una llave.
Este, en vez de tomarla, dijo :
—Vaya usted y abra.
Y volviéndose á Celeste y Alberto, que conversa­
ban de pie en los escalones de piedra que daban ac­
ceso á la planta baja de la posesión, dijoles:
—Vamos, amigo Mendi... Va usted á ser el pri­
mero que ponga los pies en la salita de Celeste... ¡al
mismo tiempo que ella!
Y tratando de bromear, agregó:
—¡Cáspita! Eso valdría la pena de que Celeste le
exigiera á usted una retribución de cualquier género.
—Es verdad—exclamó la joven. ¡Y la impondré!
¡Vaya si la impondré! pues no faltaba más.
—Dispuesto estoy á pagarla—apresuróse á decir
Alberto.
Don Cesáreo habíase adelantado un poco.
Los dos jóvenes podían cruzar algunas palabras
sin temor de ser oídos.
Celeste, sonriendo é inclinándose ligeramente
bacia el joven, dijóle poco menos que al oído:

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270 SOR CELESTE

—La retribución será buscar usted una ocasión


para que hablemos á solas.

ni
El asombro de Alberto, no pudo ser mayor, al es­
cuchar las anteriores palabras.
Miró á Celeste fijamente y en vez de encontrar en
su rostro una expresión cariñosa, dulce, una expresión
que revelara lo que él creía que podían significar sus
palabras, vióla grave, densamente pálida.
Celeste, sin esperar respuesta, avanzó hacia el
vestíbulo de la planta baja, diciendo, no sin algo de
turbación:
—Venga usted... venga usted, amigo mío.
El criado había abierto la puerta de la estancia
de Celeste.
Don Cesáreo se detuvo ante ella para dejar que
pasase la joven.
Alberto, que se había apresurado á seguir á la jo­
ven, se obstinó en que don Cesáreo pasase delante.
Este hubo de ceder por fin.
Alberto entró el último y no pudo menos que que­
dar admirado ante el buen gusto y la riqueza con que
estaba alhajada la estancia.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORaZÓN 271

Esta era cuadrilonga, de paredes tapizadas de se­


da blanca con finos adornos de color de rosa.
La sillería era de este último color, y entre los
muebles elegantísimos que adornaban la estancia, des­
tacábanse algunos grupos de plantas naturales, sus­
tentados por ricos maceteros.
— ¡Lindo nido!—exclamó Alberto dominando la
preocupación que sentía desde que Celeste le dijera
aquellas inesperadas frases casi junto al oído.
—¿Verdad que es lindo, amigo mío?—contestó Ce­
leste sonriendo de un modo ingenuo que la hacía pa­
recer doblemente encantadora.
—Supera á cuanto pueda imaginarse al contem­
plar la linda avecilla que ha de ocuparlo.
—¡Hola! Ahora es usted quien peca de poco ga­
lante—exclamó don Cesáreo.
—No me ha dejado usted terminar—objetó Alber­
to sonriendo galantemente—supera á cuanto se pueda
imaginar, contemplando la hermosa avecilla que ha
de ocuparlo; pero no debe olvidarse que por mucho
que valga una jaula vale más el ave prisionera. Desde
el momento que para ella se construye la jaula, es
indudable que la merece.
—Y luego dirán—exclamó Celeste—que es Espa­
ña la tierra de los hombres galantes... A ver, á ver
quien tiene pero que poner á cuanto acaba de decir
el cubanito presente.

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272 SOR CELESTE

IV

Celeste, parecía dispuesta á sostener su papel hasta


el último extremo.
Alberto, animábase cada vez más en vista de la
actitud de la joven, y don Cesáreo hallábase más y
más preocupado conforme su hija prodigaba alegres
frases.
¿Era que Celeste estaba realmente contenta?
Indudablemente no lo estaba, pues no tenía moti­
vos para ello; pero con tanta destreza fingía, tanta
aparente ingenuidad sabía demostrar, que no cabía
suponer fingimiento alguno.
De aquí el asombro creciente de don Cesáreo, sólo
comparable á la íntima alegría de Alberto.
Lo único que á éste le preocupaba, era la manera
como buscaría cuanto antes una ocasión de hablar á
solas con Celeste, á fin de, cuanto antes también, sa­
lir de dudas, acerca de la verdadera causa del deseo
de la joven.
V

Los truenos seguían repercutiendo en el espacio y


y la lluvia dejaba oir el intenso rumor que producía
al azotar las hojas de los árboles.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 273

Las sombras de la noche llegaban más temprano


que de costumbre, ayudadas por la tormenta.
Don Cesáreo, mandó encender luces.
—A ver si tenemos que quedarnos aquí—dijo Ce­
leste.—¡Caramba con los aguaceros de este país!
Cuando empiezan no acaban nunca... Parece que to­
das las cataratas del cielo desagüen sobre la tierra.
—Si hubiera algún carruaje en el ingenio, podría­
mos regresar á la Habana—dijo don Cesáreo.—Pero
precisamente hoy, se han llevado los dos que tene­
mos, para arreglar algunos desperfectos que habían
sufrido... Es mucha desgracia la nuestra.
—¿Desgracia un incidente tan poco importante?—
replicó la joven.—¡Bah! Con quedarnos aquí esta no­
che, asunto concluido.
—¡Oh! Tú, hija mía, reflexionas muy poco—re­
puso don Cesáreo, con tono bastante significativo al
que Celeste no pareció prestar gran atención.—Nues­
tro buen amigo el señor Men di, tal vez tenga preci­
sión de estar esta noche en la Habana.
Celeste miró al joven con fijeza.
Alberto leyó en aquella mirada:
«—Quédese usted.»
—¡Oh! No... eso no... Afortunadamente no tengo
ocupación alguna precisa—apresuróse á decir el cu­
bano.
TOMO I 35
274 SOR CELESTE

Celeste sonrió satisfecha.


Su padre, se vió obligado á decir:
-En ese caso, tiene razón Celeste... Quédese us­
ted aquí y asunto concluido.
Alberto deseando por pura cortesía, oponer algu­
na resistencia á tan agradable proposición, siquiera
fuese una resistencia casi nula, objetó:
—Puede que dentro de poco cese la tormenta y
entonces podré partir.
—Bueno, concédanos usted—dijo la hermosa y
triste española—que si nosotros nos vamos vendrá
usted; pero si no es así...
—En fin, lo que ustedes quieran—terminó dicien­
do el joven.

VI

Desde aquel momento, la conversación se hizo ge­


neral.
Tratándose de esperar que la lluvia cesase, nada
tan natural como que se hablara de diversos asuntos
y que la conversación fuera á recaer en lo hermoso de
la posesión en que se hallaban.
—Querido don Cesáreo—decíale Alberto—no pue­
de negarse que ha tenido exquisito gusto para arre­
glar esta posesión... Podrán llamar ingenio á esta fin-

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 276

ca cuantos gusten; pero yo no le considero tal ya que


aquí no ha de recogerse más azúcar que la que tengan
las palabras de su linda moradora.
—Muchas gracias por la galantería—contestó Ce­
leste esforzándose por sonreír y lográndolo apenas.
—Las plantaciones están convertidas en jardines
por lo que he podido ver al entrar, y en cuanto á este
edificio, desde ahora aseguro que no hay otro en las
cercanías de la Habana, que reúna tantos encantos
ni que pertenezca á un orden de arquitectura tan mo­
derno y de tan buen gusto como éste... ¡Ingenio!...
No... no deben llamarlo así... Lo sería en otros tiem­
pos; hoy es un paraíso digno del más bueno y hermo­
so de los ángeles.
Alberto, al pronunciar estas frases, fijó en Celeste
una mirada expresiva.
Las frases galantes eran ya demasiadas para que
no comenzasen á abrumar á la joven.
Además, en algunas de las miradas de Alberto,
Celeste había adivinado algo malicioso, algo casi in­
sultante para la pureza de sus sentidos.
Al sospechar que sus secretas palabras podían
haber sido interpretadas torcidamente, el rubor colo­
reó su semblante y la sonrisa huyó de sus labios.
¿Creer Alberto que la cita que le pedía, reconocía
por base algún pensamiento indigno de su alma pura?
¡Qué vergüenza!

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276 SOR CELESTE

Desde el instante en que tal sospecha acudiera á


la mente de la pobre joven, mostróse más retraída,
más sería y, por consiguiente, menos animada.

VI

Don Cesáreo, echó de ver muy pronto, el brusco y


repentino cambio de su hija.
Esto fué para él causa de nuevas preocupaciones.
Alberto también advirtió la relativa sequedad con
que la joven volvía á expresarse.
Deseoso de animarla, hizo alarde de su gracejo y
siguió abrumándola con sus galanterías y sus miradas
expresivas
Como fácilmente puede suponerse, todo esto, pro­
ducía efectos contraproducentes.
Don Cesáreo se levantó varias veces para enterar­
se del estado del tiempo.
La cerrazón seguía, el viento silbaba con furia y
la noche era obscura como boca de lobo.
—Nada, nada... Celeste lo adivinó. Esta noche se
queda usted con nosotros—dijo don Cesáreo.
—¡Cuánto siento las molestias que voy á causar­
les!—exclamó Alberto.
—Nada de eso... Esta casa se honra al cobijarleá
usted.—exclamó el padre de Celeste.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 277

Y sin pérdida de momento, llamó á un criado para


darle las órdenes oportunas, á fin de que preparasen
la cena y un lecho para el huésped.
Pronto estuvieron cumplidas las órdenes y un ne­
gro anunció que la cena estaba á punto.
Bajaron todos al comedor, y don Cesáreo, á posar
de que la mesa estaba arreglada con verdadero lujo,
suplicó á Alberto que dispensara las deficiencias que
notase, en gracia á lo improvisado del menú y á que
aún no estaban acomodados en la casa.

VII

Ninguno de nuestros tres personajes, cenó con


verdadero apetito; y era que los tres estaban profun­
damente preocupados por la situación en que respec­
tivamente se hallaban.
Momento hubo durante la cena, en que los tres
permanecieron silenciosos, con gran asombro del cria­
do que servía á la mesa.
Por fin la cena terminó.
Ya abandonaban el elegante comedor cuando, un
negro, salió al encuentro de don Cesáreo y le dijo
presentándole un papel en rica bandeja de plata.
—Un negro lo ha traído para mi amito, diciendo
que es urgentísimo... Pregunta si puede irse.

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278 SOB CELESTE

Don Cesáreo cogió el papel con gran asombro de


Celeste y Alberto, que no se explicaban cómo pudiese
buscarle un negro á tal hora y con aquel tiempo, para
entregarle un papel doblado sin sobre y bastante sucio.
El caballero disimuló ligera turbación y guardan­
do el papel en uno de los bolsillos de la americana,
dijo sonriendo:
—Un caballero á quien había citado para esta
noche en el hotel, me avisa que está arreglado el
asunto bastante urgente de que debíamos tratar.
Está visto que los americanos son más diligentes de
lo que se supone, en lo concerniente á sus negocios.
Después, agregó, dirigiéndose á Alberto;
—Dispense usted si le dejo un momento: voy á dar I
la contestación verbalmente. I
—Está usted dispensado—contestó el joven con
mal disimulada alegría pues aquel insperado inciden­
te le presentaba la ocasión que en vano pretendía
hallar para verse á solas con Celeste.
Esta, palideció al quedarse sola con el joven.
Don Cesáreo salió del comedor, diciendo:
—Espérenme ustedes en el gabinete de Celeste.

VIII
I
Un negro, envuelto en un capote de lluvia, lleno

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 279

de lodo y con los pantalones chorreando agua, espe­


raba en el vestíbulo de la casa.
Don Cesáreo, le conoció apenas hubo fijado en él
la mirada.
Con acento grave y entonación severa, le dijo;
—¿A qué vienes aquí?
—A cumplir con mi deber, mi amo—contestó el
negro.
—Eres un imprudente, Gruillermón.
—No creo sea imprudencia, amo mío, que un fu­
turo criado de la casa venga ya á verle.
—En fin, acaba pronto; ¿qué te trae por aquí á
estas horas y con este tiempo?
—El encargo que mi amo me hizo... Sospechando
que las noticias recogidas pueden hacerle falta de un
momento á otro, vengo á comunicárselas.
—¿Qué has averiguado?
—Todo lo que mi amo deseaba saber.
—Listo anduviste.
—Gruillermón no pierde nunca el tiempo y procura
cumplir como debe... Ya ve mi amo si anduve listo
que hasta averigüé que debía estar usted en esta
casa.
—Bien, bien; tengo prisa... di lo esencial.
—Pues lo esencial, es que ese don Alberto Mendi,
amo mío, es un niño que gasta mucho y no tiene

Biblioteca Nacional de España


280 SOR CELESTE

bienes propios; trata á los más ricos de la Habana y


se le tienen consideraciones porque sabe halagar y me­
terse en todas partes... Su padre fue un pobre emplea­
do y le dejó algunos pesos, que él gastó en poco tiem­
po; según se dice, su situación es hoy muy mala,
pues anda escaso de dinero... sin duda por esto, tiene
muchas deudas... Todo cuanto le digo, mi amo, pue­
de tenerlo por cierto, pues lo aseguran personas que
conocen hace mucho tiempo á ese don Alberto Mendi.
—Está bien—contestó don Cesáreo, después de re­
flexionar algunos momentos.
—¿He de averiguar algo más, amo mío?
—Nada por ahora.
—¿Puedo irme?
—Sí... y hasta que entres á mi servicio de una
manera ostensible, no vuelvas á buscarme de este
modo.
—Así lo haré—contestó Gruillermón, inclinándose
servicialmente.
—Puedes irte.
Ya iba á salir el negro, cuando don Cesáreo le
dijo:
—Avisa á tu hermana que no vaya mañana al
hotel tan temprano como hoy, pues no me encontra­
rá. Como esta noche me quedo aquí, iré algo tarde á
la Habana.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 281

—La avisaré, amo mío.


El negro salió por fin.
Don Cesáreo se dirigió á la estancia de su hija.

IX

Veamos que había ocurrido entre tanto en la ha­


bitación de Celeste.
Esta y Alberto, salieron del comedor apresurada­
mente para dirigirse á ella, apenas don Cesáreo hubo
salido también para ir al encuentro del recién lle­
gado.
La decisión de Celeste era irrevocable, y aunque
la palidez cubría su rostro y su virginal sér temblaba
violentamente, pensó que era preciso aprovechar
aquella situación.
De aquí que saliera apresuradamente, después de
dirigir á Alberto una mirada temerosa.
El joven la siguió.
Celeste entró en su estancia y se detuvo en el
centro de ella, apoyada en un velador.
Alberto, al fijarse en su actitud, se detuvo tam­
bién frente á ella.
Por un momento se miraron fijamente.
Por fin, Mendi, aventuróse á decir:
TOMO I 36
282 SOR CELESTE

—Buscaba la ocasión, y la suerte nos la presenta


antes délo que podíamos esperar, señorita.
—Por eso me apresuro á aprovecharla—dijo Ce­
leste con voz baja y obscurecida por la emoción.—
Ahora bien, como no hay tiempo que perder, le ruego
á usted que dispense lo franco, y tal vez lo inopinado
de las preguntas que me importa dirigirle.
La entonación con que la joven se expresaba, era
grave, solemne.
Más que de ella, parecía propia de una mujer de
cuarenta años.
—Dispuesto estoy á contestar—repitió Alberto no
pudiendo explicarse tan severa actitud.
Celeste, le miró con fijeza é hizo las siguientes
preguntas que llenaron de asombro á su interlocutor:
—¿Puedo saber, amigo mío, con qué fin vino us­
ted algunas tardes á pasear por las inmediaciones de
esta casa, hasta lograr que un incidente fortuito le
ayudase á trabar amistad conmigo? ¿por qué me asedió
después con sus miradas en el teatro y con sus galan­
terías, siempre que nos hallamos juntos?... La pre­
gunta es extraña, inesperada tal vez para usted; pero
debía hacerla y le ruego por su honor de caballero,
que me responda francamente la verdad... la verdad,
tal y como debe decirla un hombre de corazón.
Alberto quedó asombrado al escuchar las anterio­
res palabras de Celeste.

Biblioteca Nacional de España ii


r
6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 283

Con la entonación c-on que las había pronunciado,


no era posible suponer que hiciese tales preguntas
porque sintiese la menor pasión... ¡Ni aun simpatía
vibraba en el acento de Celeste!
Alberto la contempló un momento con fijeza, no
sabiendo qué responder.
La hermosa joven, temerosa sin duda de que don
Cesáreo llegase antes de que Alberto le respondiera,
díjole con ansiedad:
—Por favor, caballero, responda usted pronto...
Dígame la verdad:
Señorita—dijo Alberto por fin—es tan inesperada
para mi la pregunta esencial que usted me dirige,
que, en verdad, me pone en grave aprieto al exigirme
que le conteste... De mis sentimientos, nada puedo
decir á usted en estos momentos, dada la actitud en
f
que usted se coloca... Yo podré sentir por usted...
algo... simpatía solamente tal vez; pero ¿acaso sé yo
á qué punto puede llevarme esa simpatía, señorita?...
En la presente situación, sólo puedo contestar á la
pregunta de usted con esta otra: ¿por qué me pre­
gunta usted eso, amiga mía?
—Seré más explícita que usted—repuso Celeste. —
Lo pregunto, porque me interesa saber si usted se ha
propuesto adelantar en el camino de la simpatía para
llegar á los límites de una pasión más ó menos verda­

Biblioteca Nacional de España


284 SOR CELESTE

dera ó intensa... Sea así ó no sea, antes que evitarlo


haciéndole desaires que me cuestan graves disgustos,
.prefiero serle franca y decirle: Amigo mío, es inútil
que me galantee usted, pues mi corazón ama ya á
otro hombre. Mi padre se opone á mi pasión y tal vez
aceptara gustoso la de usted, llegando á obligarme á
corresponderle, acto con el cual motivaría una situa­
ción violenta de la que nadie saldría ganancioso. No
puedo ser otra cosa que su amiga. ¿Quiere usted ser
mi amigo de verdad? pues en tal caso, no siga por el
camino emprendido... Su amor me enojaría y su amis­
tad me sería tan grata que no sabría cómo agrade­
cérsela.

La joven hablaba con rapidez nerviosa.


Al pronunciar algunas palabras, titubeaba, como
si quisiera expresar algo más que no se atrevía á
decir.
Esto lo comprendió Alberto, y le causó nuevas
confusiones.
No sabía qué pensar, no sabía qué decir ni qué
hacer en aquella situación tan compleja.
—¿Qué responde usted, amigo mío?—interrogó
Celeste con afán, en vista del silencio del joven.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 285

Una reflexión clarísima, iluminó la mente del jo­


ven, indicándole al punto el derrotero que debía
seguir.
La joven había dicho:
«—Mi padre se opone á mi pasión y tal vez acep­
tase gustoso la de usted.»
Esto era más que suficiente para que él no cedie­
se en el terreno en que se había colocado.
—¿Qué me responde, caballero? ¿qué decide?—
volvió á interrogar la infeliz Celeste, más pálida y an­
gustiosa cuanto más tardaba Alberto en contestar.
Este, la dijo:
—Señorita... ¿qué quiere usted que responda?...
Ignoro si esa pasión que usted siente hacia otro hom­
bre, podrá resistir las insinuaciones de esta simpatía,
de este algo, que crece y crece en el fondo de mi pe­
cho. Mas, pueda resistir ó no, no debo perder mis és-
peranzas.
-¡Cómo! ¿Qué está usted diciendo?
—Que no quiero ser su amigo hasta convencerme
de que puedo serlo sin pecar de hipócrita... ni enga­
ñarla á usted.
—Caballero, eso es poco menos que una declara­
ción de amor.
—Supongamos que lo sea.
—He dicho á usted que no puedo amarle; pero que
deseo ser su amiga.

Biblioteca Nacional de España


- Y \ o oreo que ienre .-u nmor Á su amistad.
- Es que no io hs <te obtener.
- ¡Quién sabe’ E’ mañana es siempre un enigma
para los mortales
— Yo le suplico á usted que cese en esos propó­
sitos.
h
—La misma súplica debo hacerle respecto á los
suyos.
—Caballero, cuando un hombre encuentra en su
camino una mujer lo bastante franca para advertirle
el peligro que corre de no ser correspondido, y le pide
su amistad, debe ceder demostrando de tal suerte la
nobleza de su corarón.
—Yo preñen, demostrar constancia... El pelign,'
no me asusta.. Amo el peligro por lo mismo que tie
ne de sabrosa la victoria.
—¡Esa victoria no podrá usted alcanzarla!
—¿Convierte usted en fortaleza su corazón?
—¡En fortaleza inexpugnable!
—Pues desde ahora le pongo cerco.
'—¡Ah! ¡No haga usted que sufra más esta pobre
mujer!—suplicó Celeste.
—Yo sabré borrar las huellas de ese sufrimiento
con mi cariño, Celeste.
—¡Ah! No .. ¡no!
Y retrocediendo con altivez, la joven exclamó:

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286 Sor celeste

—Y yo creo que preferiré su amor á su amistad.


—Es que no lo ha de obtener.
—¡Quién sabe! El mañana es siempre un enigma
para los mortales.
'—Yo le suplico á usted que cese en esos propó­
sitos.
—La misma súplica debo hacerle respecto á los
suyos.
—Caballero, cuando un hombre encuentra en su
camino una mujer lo bastante franca para advertirle
el peligro que corre de no ser correspondido, y le pide
su amistad, debe ceder, demostrando de tal suerte la
nobleza de su corazón.
—Yo prefiero demostrar constancia... El peligro
no me asusta... Amo el peligro por lo mismo que tie­
ne de sabrosa la victoria.
—¡Esa victoria no podrá usted alcanzarla!
—¿Convierte usted en fortaleza su corazón?
—¡En fortaleza inexpugnable!
—Pues desde ahora le pongo cerco.
—¡Ah! ¡No haga usted que sufra más esta pobre
mujer!—suplicó Celeste.
—Yo sabré borrar las huellas de ese sufrimiento
con mi cariño. Celeste.
—¡Ah! No .. ¡no!
Y retrocediendo con altivez, la joven exclamó;

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Biblioteca Nacional de España


Basta caballero; hemos concluido.

Biblioteca Nacional de España


a

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 287

—¡Creí encontrar un alma noble y hallo un co­


razón...!
— ¡Apasionado!—interrumpió Alberto con afán.
—No;, un corazón... poco generoso y una voluntad
terca...
—Mal me juzga.
—Y pienso debiera juzgarle peor...
—¡Celeste!
—Basta caballero; hemos concluido.

XI

Apenas había acabado de pronunciar la joven las


anteriores palabras, el tapiz que cubría la puerta de la
estancia, descorrióse lentamente, y don Cesáreo, son­
riente y tranquilo, presentóse ante los jóvenes, pre­
guntando:
—¿De qué se trata?
Ni Alberto ni Celeste, pudieron contestar en se­
guida.
Don Cesáreo miró á su hija socarronamente, y des­
pués, dirigiéndose á Alberto, exclamó:
—Apostaría cualquier cosa á que hablaban uste­
des en secreto... De fijo, mi buena Celeste, le comuni­
caba alguna travesura de la cual debía ser yo la víc­

Biblioteca Nacional de España


288 SOR CELBSTE

tima; pero no se fíe usted querido, mi hija es tan sa­


gaz que apunta á la derecha y hace fuego á la iz­
quierda... Queriendo bromear á costa mía, es muy
posible que resulte usted el embromado.
*—Tal vez—balbuceó Alberto.
Y se esforzó por sonreír, dirigiendo á Celeste una
mirada á la que la joven correspondió volviéndole la
espalda con desprecio, para dirigirse á una butaca
donde se dejó caer, silenciosa y abatida.

Biblioteca Nacional de España


' i
CAPITULO XIII

¡Pobre Celeste!

LGUNOS momentos después, un negro


penetraba en la estancia, llevando en
rica bandeja de plata, tres tazas lle­
nas de humeante y aromático café.
Como Celeste, durante el corto es­
pacio de tiempo que había mediado
desde la entrada de su padre en aquella
estancia hasta el presente momento, pretextara ligera
jaqueca, sin duda para no tener que hablar, don Ce­
sáreo la dijo:
—Tómatelo bien caliente... ya sabes que el café
prueba mucho para el dolor de cabeza.
Y sonriendo, agregó:
—Qué enfermedad tan socorrida es para las muje-
TOMO í

Biblioteca Nacional d&


290 SOR CELESTE

res el dolor de cabeza; ¿no es verdad, amigo Mendi?


Alberto sonrió por toda respuesta,
—Será todo lo socorrida que ustedes quieran, pero
es desagradable,—contestó Celeste, con acre entona­
ción.
Esta respuesta hizo comprender á don Cesáreo que
no debía proseguir bromeando en aquel terreno, pues
se exponía á una escena desagradable con la joven.

II

Pasaron nuestros personajes cerca de media hora


conversando acerca de multitud de cosas indiferentes,
y Celeste volvió á quejarse del fuerte dolor de cabeza
que, según su propia frase, «parecía barrenarle las
sienes».
—Eso debe ser motivado por el tiempo. Siempre
que está tormentoso te pasa igual—objetó don Ce­
sáreo .
—Es verdad,—repitió Celeste con malicia y diri­
giendo á Mendi una mirada que equivalía á un re­
proche.—Las tormentas me cargan el cerebro.
Don Cesáreo púsose en pie y se asomó á uno de
los balcones de la estancia.
—Pues, señor, no habrá más remedio que quedar­

Biblioteca Nacional de España


6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN ‘291

se aquí,—exclamó sonriendo,—la tormenta no pasa,


la lluvia no cesa, y va siendo tarde.
—Entonces, opino que debemos quedarnos aquí,
—objetó Celeste.
—¿Tienes ganas de descansar?
—Huelga la pregunta, habiendo dicho ya que es­
toy indispuesta.
—En ese caso, ya lo sabe usted, querido Mendi,
no hay más remedio que quedarnos aquí.
—Pues, con permiso de ustedes,—dijo el joven,
levantándose y tendiendo su mano á don Cesáreo,—
voy á pedir el caballo para regresar á la Habana.
—¡Cómo! ¿Qué pretende usted? ¿Pero, hombre de
Dios, está usted loco? ¿Volver á la Habana con el
aguacero que cae?
—Déjale, papá,—contestó Celeste, dirigiendo al
joven una mirada irónica,—tendrá alguna ocupación
precisa ó algún asunto urgente que despachar y...
—No hay asunto ni ocupación que valgan. Usted,
amigo mío, no saldrá de aquí. Vaya, pues no faltaría
más.
—Don Cesáreo, dispense usted, pero...—balbuceó
el joven.
—Qué pero, ni qué niño, muerto. ¿Quiere usted
marcharse?... Pues bien, aquí délos valientes: váyase
usted á pie... El caballo no se lo entregarán.

Biblioteca Nacional de España


292 SOR CELESTE

—Eso es obligarle á que se quede,—dijo Celeste.


—Y eso es lo que yo quiero,—contestó el señor
de la Loma, fijando en la joven una mirada insul­
tante.
La infeliz mordióse los labios con rabia y púsose
en pie, diciendo:
—Pues ya que eso es cuenta de ustedes, con su
permiso me retiro á descansar; no puedo más... la ca­
beza se me abre...
—Amigo Mendi,—dijo don Cesáreo.—Vayamos á
mi estancia.
—Vamos, pues,—contestó el joven.
E inclinándose ante Celeste, agregó:
—A los pies de usted, señorita. Deseo sinceramen­
te que halle usted en el reposo consuelo á su dolencia.
Nada contestó la joven, y Alberto y don Cesáreo
salieron de la estancia.

III

Nuestros dos personajes, detuviéronse en la ante­


sala,
—Puesto que usted tanto se empeña—dijo Alber­
to—no queda otro remedio que complacerle... No me
marcharé.

Biblioteca Nacional de España


Á
wr

o LAS MARTIRES DEL CORAZON 293

—Es lo mejor que pued’e usted hacer—repuso el ca­


ballero, enlazando su brazo con el de Mendi.—El ca­
ballo no se lo entregarían, y francamente, un remojón
como el que de todas suertes recibiría, no creo sea cosa
tan agradable para que usted se empeñe en sufrirlo.
—Es usted demasiado galante...
—Soy...
Y bajando la voz, agregó;
—Soy... como me conviene ser,
Alberto no pudo menos de mirar con fijeza á su
interlocutor.
Y no sabiendo qué contestarle y viendo que se
sonreía, quedóse silencioso y pensativo.
Antes de entrar en la estancia de don Cesáreo,
Alberto se detuvo, diciendo:
—Amigo mío ¿no hay manera de conseguir que
me entreguen el caballo?
—No, señor. Le he cogido á usted prisionero y no
quiero soltarle hasta mañana. Pasemos... pasemos á
mi estancia y...
—Ya que aquí me quedo por deseo de usted, al
menos no quiero serle molesto. Indíqueme la habita­
ción que se me destina y á ella me retiraré.
—¿Está usted cansado?—preguntó don Cesáreo.
—No, señor; pero temo que lo esté usted y que se
sacrifique por darme conversación un rato.

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294 SOR CELESTE

—En ese caso, entremos en mi habitación.


Y el padre de Celeste, apartó el tapiz de una
puerta, diciendo con una entonación que no pudo me­
nos que intrigar á Mendi:
—Pase usted... Tenemos que hablar.

IV

Entre tanto, la pobre Celeste, sola en su estancia,


hundida en una butaca, con los codos sobre las rodi­
llas, la cabeza entre las manos y la mirada fija en el
suelo, pensaba, mientras el llanto acudía á sus ojos;
— ¡Dios mío! ¿Cuándo tendrá fin este tormento?
Yo no puedo soportar más esta situación. Me van fal­
tando las fuerzas para sufrir. A esta existencia llena
de angustias y de sobresaltos, es preferible la muerte.
¡Pobre amor de mis amores! ¡qué va á ser de nosotros!
¡Oh! ¡y si al menos el sacrificio me lo impusiera mi pa­
dre, mi verdadero padre...! Pero ¿quién sabe qué fue
de él? En cambio ese miserable, abrogándose todos los
derechos de tal, valido de la situación en que yo me
hallo, atendiendo sólo á su avaricia... me contraría,
me sacrifica imponiéndome su voluntad, contra la que
nada pueden mis energías. La ley no me ampara...
Ante la ley, mi verdugo tiene derecho á todo... ¡Ah!

Biblioteca Nacional de España


ó Las mártires del corazón 295

¿Y habré de sucumbir? ¿Habré de hallar la muerte


entre constantes dolores, enterrando en el fondo de
mi alma todos aquellos dulces y gratos ensueños de
amor que arrullaban mi mente, haciéndome soñar in­
finitas venturas.
Así siguió reflexionando largo rato, inmóvil en la
posición que indicamos, como estatua del dolor.
Al cabo de algunos momentos, siguió pensando:
—Ese Alberto Mendi, es indudablemente el hom­
bre que don Cesáreo buscaba para realizar sus igno­
miniosos planes... Se entenderán; y puestos de acuer­
do llevarán á cabo la infamia de que he de ser
víctima... Pero no ¡no será así! Yo sabré defenderme,
dentro de mi impotencia, hasta que venga en mi au­
xilio, el único á quien adoro, el único á quien amo.
¡No -he de sucumbir ante la fuerza mientras late
mi corazón!
Se pasó las manos por la frente, irguióse en su
asiento, exhaló un suspiro y, poniéndose en pie, diri­
gióse hacia la puerta, pensando:
—¿Qué harán ahora don Cesáreo y Alberto? No sé
por qué, pienso que en esta tormentosa noche comien­
zan para mí las mayores amarguras... las más terri­
bles luchas... ¿Si yo pudiera saber lo que hacen y lo
que hablan?. . Salieron de aquí para dirigirse á la es­
tancia de don Cesáreo.

Biblioteca Nacional de España


■m

296 SOR CELESTE

Reflexionó un momento y, por fin, decidióse á salir,


—Nada tan fácil como llegar á la puerta de la es­
tancia, pegar el oído á la cerradura y oir todo lo que
hablen—se dijo la infeliz.
Y sin titubear ni reflexionar más, avanzó por un
corredor que conducía á la antesala.

Al llegar á ella, un criado, negro como todos los


que estaban á las órdenes de Celeste, se presentó ante
ésta.
Inclinándose con humildad, la preguntó respetuo­
samente:
—¿Quiere algo, niña Celeste?
La joven, contrariada por la presencia del criado,
mordióse los labios, titubeó un momento y repuso por
fin con acre entonación:
—No quiero nada. Retírate de aquí.
El negro inclinóse humildemente ante su arnita,
como él la llamaba, y fué á colocarse de pie delante
de la puerta de la estancia de don Cesáreo.
—¿Por qué estás ahí? ¿No te he dicho que te va­
yas?... ¡Obedece!—ordenó la joven.
Pero el criado, .sofriendo suavemente, contestó:

Biblioteca Naéienat’de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN S97

—Mi amo me dijo que guardase esta puerta para


que nadie se acercase á ella. Por eso estoy aquí, mi
amita.
—Pues yo te mando que te vayas.
—Eso sería faltar á mi deber.
—Tu deber es obedecerme.
—Perdone la niña. Pero el amo me dijo que na­
die...
—Esa orden no reza conmigo.
—¿Lo cree usted así, mi amita?
—Estoy segura de ello.
—Pues para evitar que luego me riña, preguntaré
á mi amo...
—¡No, eso no!—apresuróse á decir Celeste, viendo
que el criado apartaba el tapiz para abrir la puerta.
—¿Entonces...?
—¡Vete!
—Sin que me lo mande mi amo... no me voy.
—Mañana serás despedido.
—Pues me iré—contestó el negro encogiéndose de
hombros.
—¿No hay manera de que obedezcas?
—Sí, niña Celeste: preguntando á mi amo, si debo
irme.

tomo i 38

>4^Jceloh^
Bibliotei^ NdilUlldl Jé^España
298 SOR CELESTE

VI

Celeste comprendió que todo sería inútil.


Dejar que el criado avisase á don Cesáreo, equi­
valía á no lograr el objeto que se propusiera al salir
de su estancia.
De improviso una idea feliz acudió á su mente.
Apresuradamente volvió á su cuarto, dejando al
negro cuadrado delante de la puerta de su amo en
cumplimiento de la orden recibida.
La joven había recordado que en su alcoba había
una puerta escape que comunicaba con la de don Ce­
sáreo.
Pasando á la alcoba de su verdugo, podría oir lo
que éste hablase con Alberto, escondida detrás de las
cortinas.
Llegó pues á su estancia y con gran cuidado y
conteniendo la respiración, temerosa de ser oída, an­
tes ya de entrar en el terreno del enemigo, comenzó á
descorrer el pasador de acero que cerraba la puerta.
Cuando lo hubo descorrido, empujó suavemente.
Pero la puerta no se abrió.
Hizo más fuerza y el resultado fue el mismo.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 299

Una exclamación de rabia brotó de los labios de la


joven.
La puerta estaba cerrada por el otro lado.

yii

Celeste^ volvió á su salita, y pálida y sufriendo


fuertes estremecimientos nerviosos, dejóse caer en una
butaca.
—¡No hay manera de oirles! —murmuró destrozan­
do el fino pañuelo de batista que tenía entre sus de­
dos.—La situación es ventajosa para ellos y pueden
prevenirse contra mi sagacidad... ¡Me vencerán!...
¡Me vencerán! .. ¡Ah! No... ¡no!... siempre ha de que­
darme el recurso supremo: el no ante el altar... La
religión, al menos, tiene leyes que me amparan y á
ellas sabré acogerme siempre... Ante Dios, ningún
otro hombre que el que adoro, oirá de mis labios el
•'íi que le hace dueño de mi sér... ¡Antes morir! ¡Va­
lor!... ¡valor Celeste! ¡Ahora más que nunca lo nece­
sitas!
Al cabo de algunos momentos, la enervación si­
guió á la excitación nerviosa.
El llanto, ese único consuelo de los desgraciados,
acudió á sus ojos.

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300 SOR CELESTE

Los sollozos desgarraron su pecho y con los sollo­


zos, brotaron de sus labios algunas frases de amarga
desesperación.
No podiendo soportar la angustia, se dirigió á su
lecho, arrojóse sobre él, y de bruces sobre las almoha­
das y llorando sin cesar, explamó:
— ¡Dios mío!... ¡Padre de mi alma!... ¡Ah! si tú
vieras ahora á tu hija... ¡cómo te arrepentirías de lo
qué hiciste!

VIH

Poco á poco, la infeliz se fuá calmando.


¡Hasta el dolor tiene sus límites!
Celeste había llegado á sufrir todo lo posible, que­
dando después en un estado semejante á la insensibi­
lidad.
—¿Para qué quiero saber lo que hablan?—pensó.
—Las medidas que toman prueban lo que yo imagi­
no... ¡Desde ahora comienza una doble luclía... ¡Ah,
si él puede venir pronto...!
Él... debía ser, indudablemente, el hombre á quien
amaba.

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i
CAPITULO XIV

Tal para cual.

ON Cesáreo, una vez hubo entrado en la


estancia, llamó á un criado que no era
otro que el negro que había cortado el
paso á Celeste, y le dijo algo en voz
baja, agregando después;
—Trae unas copas y una botella de
coñac.
Pocos momentos después, el negro entraba el ser­
vicio pedido y se retiraba á cumplir las órdenes de su
amo, del modo que ya vimos.
Sentados en sendas butacas, junto al velador ja­
ponés en que el criado colocara el servicio pedido,
don Cesáreo ofreció al joven un rico veguero, encen­
dió otro él, y dijo así:

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302 SOR CELESTE

■ —Pues señor, iio puede usted figurarse, amigo


Mendi, lo que bendigo mi suerte por haberle encontra­
do á usted.
Alberto, á fuer de astuto y hombre observador,
miró con fijeza á don Cesáreo y contestó forzando
una sonrisa que se negaba á asomar á sus labios en
aquellos momentos: '
—Lo mismo me sucede á mí, caballero.
—¿Dónde podría encontrar yo un amigo más com­
placiente y más digno de mí?
—¡Oh! Tanto como eso...
—Cuando yo se lo digo á usted... créame. Usted
es el mejor amigo que yo podía tener y... perdone
usted mi vanidad; creo ser el mejor amigo que usted
podía hallar.
—Lo creo—contestó Alberto sonriendo.
—A mí me entusiasma la gente nueva, como yo
llamo á la juventud; sobre todo la gente nueva de
hoy.
— Pues está usted en abierta oposición con lo que
dicen los moralistas, todos ellos hablan mal de la
nueva generación.
—¡Influjo de rancias ideas, querido Mendi!
—Eso opino yo.
—Entre la generación pasada y la presente, no hay
más que algunos adarmes de osadía, como ellos 11a-

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 303

man al poco ó ningún temor al qué dirán... Los vi­


cios de la juventud no son más ni menos que los que
tuvimos nosotros...
—‘¡Oh! usted aún no puede contarse entre los de
ayer.
—¿Por qué no? Pudiera ser padre de usted.
—Es cierto; pero de todos modos...
— Sigo en la defensa de la simpática juventud de
hoy... Los vicios de usted son los mismos que tuvimos
nosotros, los mismos que tuvieron nuestros abuelos...
Pero así como ellos y nosotros los. ocultábamos bajo
la capa de la hipocresía, ustedes hacen gala ó poco
menos, de sus debilidades, y de aquí que el más vir­
tuoso, moral... ó tonto, de todos ustedes, parezca á
los ojos de mis exigentes contemporáneos, un aborto
del infierno.
Aquí don Cesáreo rió expansivamente.
Alberto comprendió que aquella conversación era
algo así como una senda, por la cual le dirigía su
interlocutor á un asunto determinado y previsto.

II

—Tal vez tenga usted razón... Casi estoy seguro


de que la tiene—objetó el joven cubano.
Don Cesáreo, continuó diciendo:

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304 SOa CELESTE

—Y la tengo... no le quepa á usted la menor du­


da... Ustedes se cuidan menos del qué dirán y hasta
hacen alarde de sus vicios; nosotros por el contrario:
¡mucha virtud! ¡mucha moralidad!... pero por fuera.
¿Entiende usted, querido? Secretamente, cada quis­
que hacía de su capa un sayo.
—Entonces—replicó Alberto riendo—debo creer
que le gustan á usted los osados.
—Por mal que se les juzgue, me agradan más que
los hipócritas.
—¡Cuestión de simpatías!
—Ni más ni menos, amigo mío.
El señor de la Lomaj hizo aquí una pausa.
Durante ella, chupó el veguero con afán, pues ya
se le apagaba, y tal vez reñexionó buscando la manera
de llevar la conversación al terreno que á él le con­
venía.
III

—Otra de las cosas—dijo por fin don Cesáreo—


que los tontos moralistas critican en la juventud, es
su afán por lucir y gastar... ¡Por vida...! pues ¿hay
algo más natural en la juventud? Esos babiecas quie­
ren que á los veinte años, piensen ya las gentes en
la vejez y le hagan seis nudos á un céntimo, como el
más redomado de los usureros.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 305

—Sin embargo—objetó Alberto—confiese usted


que si tal hiciéramos los jóvenes, no nos. veríamos ex­
puestos á sufrir la miseria eterna por el lujo de un
par de años.
—¡Bah! La miseria sólo se ceba en los tontos,
querido.
—Pues, amigo mío, yo conozco algunos hombres
listos que se mueren de hambre.
—Porque les dará la gana.
—¡Cáspita',... Eso se dice fácilmente; pero la de­
mostración...
—Presénteme usted un ejemplar y yo se lo anali­
zaré, dándole después la receta para no morirse de
ese modo tan estúpido.
Alberto pudiera'haber dicho:
«-T-E1 ejemplar soy yo... A ver: déme usted esa
receta tan conveniente.»
Pero en las circunstancias en que se hallaba, no
lo podía decir.
A] contrario: viendo que don Cesáreo le miraba
con insistencia, turbóse un poco y guardó silencio.

IV

El supuesto padre dé Celeste, sonrió de nuevo ma­


liciosamente y prosiguió diciendo:
TOMO I 39

Biblioteá
306 SOR CELESTE

—¿No tiene usted ningún ejemplar de esos que


presentarme? Está bien... Supondremos uno; forjare­
mos una hipótesis... Vamos á ver... sin que usted se
ofenda, ¿eh, querido Mendi?... supongamos por un mo­
mento que usted hubiese heredado de sus padres, per­
sonas dignísimas y modelo de ahorradores, un capital
regularcito, suficiente para darse buena vida uno, dos
ó tres años, cuanto más.
—Bueno,—replicó Alberto, sonriendo también con
malicia,—siga usted suponiendo... Tengo ganas de
ver á dónde va usted á parar
—Pues, sigo: supongamos que usted, alegre y an­
sioso de placeres (cosa muy natural á su edad), hu­
biese gastado toda su fortuna en francachelas con sus
amigos... y amigas...
—Adelante, don Cesáreo, — exclamó el joven cu­
bano riendo.
—Y que, al no tener una peseta, comenzase á
aprovecharse del crédito... cosa también muy natu­
ral, pues justo es que los que le ayudaron á gastar le
ayuden á no caer... Pero la caída es irremediable,
porque más pronto ó más tarde, el crédito se convierte
en murmuraciones, en diatribas que molestan, en
gestos de desagrado cada vez que uno se acerca al
acreedor...
—Veo que conoce usted á la sociedad.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 307

—¡Oh! Perfectamente.
—Prosiga... prosiga, amigo mío.
—Se acaba el crédito y... con él las esperanzas
de librarse de la pobreza...
—Resumen: comenzaría yo (también supongo, ¿eh,
querido don Cesáreo?), comenzaría yo, repito, á luchar
con el hambre.
—Eso es...
—Pues ya sólo falta la receta. Vamos á ver ¿cómo
me libraría yo de la miseria?

Don Cesáreo soltó una carcajada que llenó de


asombro al miserable Alberto.
Este contempló á aquél con fijeza.
Don Cesáreo comenzaba á parecerle otro hombre
muy distinto del que él había imaginado.
—¿Por qué se ríe usted?—le preguntó algo moles­
tado por aquella risa que se prolongaba más de lo
prudente.
—Amigo Mendi—contestó don Cesáreo cesando de
reir—no se enoje usted... ¿De qué he de reirme, sino
del afán con que usted espera conocer esa receta?
iCaspita! Cualquiera diría que le es muy necesaria.

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308 SOR CELESTE

Esta respuesta desconcertó notablemente al joven.


Don Cesáreo sonrió sin que esta vez lo viera Al­
berto.
Aquella sonrisa era de triunfo.
Y tenía motivos para sonreir de aquel modo, pues
realmente, comenzaba á dominar al astuto cubano.
Tras brevísima pausa, el señor de la Loma, conti­
nuó diciendo:
—Vaya... le complaceré... Allá va la receta.
Alberto prestó atención y su interlocutor conti­
nuó de este modo, con malicioso acento:
—Ya le tenemos á usted convertido en un joven
tronado... Pues bien, usted que no es tonto ni mucho
menos, usted que es elegante, guapo y apuesto, pien­
sa que no es cosa tan difícil encontrar una joven que
tenga una dote cuantiosa y le haga á usted dueño de
ella por medio del matrimonio... Y ahí tiene usted
querido mío, resuelto el problema.

VI

No era tan lerdo Alberto que no comprendiese al


punto lo que don Cesáreo se había propuesto con
aquella conversación.
La historia que había supuesto en él, era la suya.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 309

y el remedio, el que sin duda pensaba proponerle.


Recordó entonces las palabras de Celeste, expre­
sando que tal vez á su padre le agradaría aquella bo­
da, y se dijo:
«—Creo que me he salvado... Facilitemos el cami­
no á este buen señor.»
Al efecto, exclamó:
—Realmente, el remedio es eficaz; pero falta en­
contrar á la joven bien dotada.
—¿No la ha encontrado usted?—preguntó con el
mayor aplomo don Cesáreo.
—¡Cáspita! ¿Luego usted cree que yo...?
—Bien pudieran ser certeras mis hipótesis.
—Pues bien, don Cesáreo, lo son... Franqueza por
franqueza... Yo estoy en el caso que usted ha su­
puesto.
—¿Y busca usted la manera de salvarse de la mi­
seria?
—Sí, señor; pero no encuentro el modo, por más
que lo busco.
—¿Y ha encontrado la joven bien dotada?
—La he encontrado.
—¿Y ella...?,
—No me corresponde,

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■■’n

31U SCjR celeste

VII

Don Cesáreo volvió á sonreír.


Permaneció silencioso algunos momentos y, al ca­
bo de ellos, preguntó:
—¿Quiere usted realmente salvarse del naufragio
que le espera?
—Eso es preguntar á un ciego si quiere ver,—con­
testó Alberto.
—Pero, ¿lo desea usted á toda costa$
—A toda costa,—repuso el joven, dando intención
á su respuesta. '
—Pues bien... el remedio que usted necesita es
casarse con Celeste. ¿Quiere usted casarse con ella?
—Claridad por claridad... Confieso á usted que ya
había pensado en ese buen negocio; pero no debe us­
ted olvidar, pues ya lo he advertido, que ella no me
corresponde.
—Lo sé... Oí lo esencial de cuanto ustedes habla­
ron hace un rato, al quedarse solos en la estancia de
ella.
—Pues bien, ¿qué hacei?
—Casarse'.
— ¡Diablo! Confieso que no le éntiendo á usted.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN ill

—Pues es bien fácil entenderme. Usted, ¿quiere


casarse á toda costa?
—Con tal de que la dote sea mía... y ascienda á
alguna cantidad respetable...—dijo Alberto osada­
mente.
—Asciende á millones.
—En ese caso, estoy dispuesto á casarme, aunque
supongo que por algo me propondrá usted esa boda.
—Naturalmente.
—Y podré saber...?
—Lo necesario.
—Me basta... Y con tal de que ella acceda...
■ —Accederá.
—¿Quién lo asegura?
—Yo.

VIII ' •

No se podía dar mayor descaro y osadía que el de


nuestros dos personajes.
Desde aquel momento, considerándose tal para
cual, se expresaron sin ambages ni rodeos.
Alberto preguntó:
—Usted asegura que ella cederá; pero, ¿y si se
equivoca?
—No me equivoco, querido,—replicó don Cesáreo.

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812 SOR CELESTE

—Por más que usted sea su padre, ella puede...


—Comienzo por advertirle á usted que, aunque
ante todos y hasta ante la ley, soy el padre de Celes­
te, en realidad no lo soy. ^
—¿Eh?—exclamó el joven con asombro.
—No titubeo ya en decirle á usted la verdad, por­
que le considero un fiel aliado... Y fiel, no porque us­
ted no sea capaz de jugarme una trastada, sino porque
estoy seguro de que no le conviene á usted jugárme­
la... Así, pues, escuche usted una historia que desde
este momento le conviene saber.
Alberto guardó silencio, esperando con afán las
palabras de don Cesáreo.

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CAPITULO XV

Trato hecho.

OMENZÓ don Cesáreo su relato de este


modo:
—He aquí la historia; una historia
que más parece novela; porque la reali­
dad, se complace á veces en ofrecernos
hechos tan inverosímiles y extraordina­
rios, que mejor parecen fruto del deli­
rio de una imaginación exaltada.
Alberto se acomodó mejor en su asiento, y siguió
escuchando con la mayor atención, aquel relato que
tan directamente podía influir en sus planes.
Don Cesáreo le contempló breve instante, como si
quisiese escudriñar hasta el fondo de su conciencia.
tomo i KLS 40

Biblioteca
314 SOR CELESTE

Tal vez tenía miedo de cometer una imprudencia,


tal vez vacilaba, después de decidirse, ante lo com­
prometido del paso que iba á dar.
La fisonomía de Alberto estaba serena, y no se al­
teró ya en lo más mínimo á pesar del examen de que
era objeto.
—Ya escuchó,—dijo el joven, mirando con indo­
lencia las azuladas nubecillas de humo que se escapa­
ban de su rico veguero.
Don Cesáreo guardó todavía silencio un instante,
y por fin, como el hombre que apremiado por las cir­
cunstancias toma una resolución extrema, decidióse á
hablar, adoptando un tono ligero cual si pretendiese
quitar importancia á lo que iba á referir.

II

—Como en otras muchas historias,—dijo don Ce­


sáreo,—en la que nos ocupa, el amor juega un papel
principalísimo; tanto, que sin él la tal historia no
existiría.
Calló un instante, y luego prosiguió diciendo:
—Un caballero de elevada alcurnia, rico, de posi­
ción brillante, de nombre ilustre y respetado, tuvo
amores con una dama no menos ilustre ni menos rica

Biblioteca Nacionai de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 31f)

y menos noble. Hasta aquí la cosa no tiene nada de


particular; el amor es ley á la que todos sucumbimos
más tarde ó más temprano. Pero hay que advertir
que aquellos amores eran ilícitos y que obstáculos po­
derosísimos, que no hay para qué enumerar, se opo­
nían á que dejasen de serlo.
—¿Tal vez no era libre alguno de los dos enamo­
rados?—interrumpió Alberto.
—Ya he dicho á usted,—replicó con cierta severi­
dad don Cesáreo,—que no hay para qué mencionar la
clase de obstáculos que se oponían á aquellos amores;
basta con saber que existían.
Y adoptando otra vez el tono ligero é indiferente
con que había comenzado, continuó:
—Aquellos amores, como casi todos los de su ín­
dole, tuvieron su lógica y natural consecuencia; die­
ron su fruto, y el fruto fué una niña.
—¿Celeste?—volvió á interrumpir Alberto.
—Sí, señor. Celeste. Pero noto en usted demasia­
da impaciencia.
—Puede usted comprender que mi interés...
—Desde luego; pero lo que á usted puede intere­
sar y debe saber, es cuenta mía decírselo; sus pregun­
tas no han de hacerme decir lo que deba callar. Hago
esta advertencia, querido, para evitar nuevas inte­
rrupciones.

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316 SOR CELESTE

—Usted dispense,—contestó Alberto, mordiéndo­


se los labios.—Hable sin miedo de que las interrup­
ciones se repitan.

III

—Aquella niña,—prosiguió don Cesáreo, después


de contestar á las palabras del joven con una sonrisa,
—venía al mundo rodeada de los esplendores de la ri­
queza, y sin embargo era más miserable que muchas
de esas infelices que van de puerta en puerta mendi­
gando un pedazo de pan; sus padres podían darle
muchos millones, pero no podían darle un nombre.
La deshonra era su título, su patrimonio. Deshonra
ajena, eso si, pero deshonra al fin y al cabo, y des­
honra de esas cuya mancha no se borra fácilmente.
Así debió comprenderlo su padre y se propuso encon­
trar para su hija un nombre que sustituyese al que él
no podía darle.
—Creo que voy comprendiendo,—dijo Alberto.
—La cosa no es difícil. El nombre encontrado fué
el mío Por una serie de circunstancias... que tampo­
co necesita usted saber, fui yo el elegido para repa­
rar la injusticia del mundo y la falta del padre. Se
arregló todo perfectamente, porque con el dinero no
hay cosa que no se arregle, y ante la ley y ante el

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN •ál7

mundo, fui yo desde entonces el padre legítimo de Ce­


leste. Nadie hay que pueda probar que no es hija le­
gítima de mi legítimo matrimonio. Como usted ve,
nada hay en esta acción que pueda deshonrarme; muy
al contrario; es una acción meritoria, una obra de ca­
ridad .. una...
—¿Quién lo duda?
—Y no obstante, si alguien se enterara, sabe Dios
cómo me juzgaría—agregó don Cesáreo con cómica
gravedad.
—El mundo es muy injusto en sus apreciaciones,
—exclamó Alberto sonriendo irónicamente.

IV

—Vamos ahora á lo más importante, — dijo don


Cesáreo después de una breve pausa.—Ya tenía nom­
bre la niña; pero faltaba una cosa esencialísima; el
asegurar su porvenir. ¿Y cómo hacerlo sin infundir
sospechas?
Alberto redobló su atención.
Verdaderamente aquello era lo más importante...
sobre todo, para él.
—Repito lo que antes dije: «con dinero se arregla
todo.» Este interesantísimo asunto se arregló de la

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318 SOR CELESTE

manera siguiente: El nombre del verdadero padre, no


convenía que apareciese para nada; en casos seme­
jantes, hay que cuidar mucho de alejar toda clase de
sospechas; á lo mejor, un descuido cualquiera, inuti­
liza el plan mejor concebido y desarrollado. Echóse
mano pues, de un amigo, en cuyo nombre se hizo á
Celeste donación de un capital, que asegurase su por­
venir.
—Y... ¿fue muy crecido el capital?—interrogó Al­
berto, sin poderse contener.
Don Cesáreo le miró sonriendo.
—Seis millones de pesetas,—dijo, estudiando el
efecto que en el joven producían sus palabras.
Alberto se inmutó visiblemente.
Suponía que Celeste era rica, pero no tanto.
—Siga usted,—murmuró, para ocultar su turba­
ción.
—Aquel donativo, legado, ó como usted quiera
llamarle, se hizo en ciertas condiciones, que conviene
que usted conozca.
—¿Y esas condiciones?...
—Son muy sencillas. Se depositó el capital en una
casa de banca de París, la cual me entrega y entre­
gará mientras Celeste permanezca soltera, los rédi­
tos... Nada más que los réditos, el día en que ella se
case, le entregarán íntegro el depósito. ¿Comprende
usted?

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 319

—¡Oh! Perfectamente.
—Pues entonces, me parece que podré ahorrarme
enojosas explicaciones. Ya dehe usted ver claro el in­
terés con que protejo sus propósitos acerca de Celeste.

Alberto se había quedado mirando á su interlocu­


tor de hito en hito.
—Veo que me he llevado chasco,—dijo éste;—no
ha comprendido usted cuáles son mis intenciones.
—No, señor,—contestó Alberto—porque, ó yo he
entendido mal, ó en cuanto Celeste se case, deja de
disfrutar las crecidas rentas de ese cuantioso capital.
—Así es.
—Pues entonces... no me explico... El interés de
usted debiera estar en que Celeste no se casara con­
migo ni con nadie.
—Sin duda alguna.
—¿Cómo, entonces, se brinda espontáneamente á
proteger y apoyar mis pretensiones? Eso es trabajar
contra usted mismo.
Don Cesáreo sonrió burlonamente.
—Le creía á usted más listo,— dijo con sorna.
—Confieso mi torpeza; no lo entiendo.

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320 SOR CELESTE

—Pues es muy sencillo. Celeste se ha de casar un


día ú otro; esto es innegable; pues vale más que se
case á gusto mío que á gusto de ella.
—¡Ah!—exclamó Alberto, como dando á entender
que había comprendido.
Luego, mirando fijamente á su interlocutor, se
echó á reir con impertinencia.
Don Cesáreo palideció é hizo ademán de levan­
tarse.
—No se moleste usted, amigo mío, permanezca
sentado,—dijo Alberto con ironía.—Ahora es á mí á
quien toca decirle: «le creía á usted más listo.»
—No comprendo...
—Desde el principio de su relato, adiviné á donde
iba usted á parar y cuáles eran sus intenciones; pero
no me bastaba adivinar, necesitaba saber. Más claro;
era preciso que usted soltase prenda acerca de sus de­
seos, como yo la he soltado acerca de mis propósitos;
ahora ya estamos iguales; ahora ya nos conocemos;
ahora ya es mucho más fácil que nos entendamos...
¿No lo cree usted así?
Don Cesáreo se levantó, tendió la mano al joven
y exclamó con entusiasmo:
—¡Es usted mi hombre, joven!

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 321

VI

Los dos bribones se contemplaron un momento, y


luego, echándose á reir á un mismo tiempo, volvié­
ronse á estrechar las manos.
—Verá usted, —dijo Alberto,—como con pocas pa­
labras nos entendemos. Ya que es inútil el disimulo,
hablemos con franqueza. ¿Cuál es la situación?
—La siguiente,—contestó don Cesáreo, con acen­
to de verdadera sinceridad.—Hasta ahora, he podido
impedir que Celeste cometa una locura, es decir, que
se case, Pero está á punto de cumplir la mayor edad,
pronto será libre y dueña de sus acciones, y si no
gano tiempo, me expongo á un disgusto.
—Desde luego.
—Para ganar tiempo, he principiado por sacarla
de España; aquí las leyes no me son tampoco favora­
bles, pero tengo medios sobrados para burlarlas si
llega el caso.
—Es usted previsor.
—La previsión es mi única fuerza. Hubo además
otro motivo poderosísimo que hizo necesario este via­
je. Celeste ama,
—¡Diablo! Esa es una complicación.
—Pudo serlo y muy grave; ahora ya no tiene im-
TOMO I t L ¿ 41

Biblioteca
322 SOR CELESTE

portancia. He puesto la inmensidad del mar entre ella


y su amante.
—Sí, sin duda... pero el mar se atraviesa, como
ustedes lo han hecho.
—Teniendo dinero para el viaje, no lo dudo.
—Según eso... el hombre á quien Celeste ama...
—Es un infeliz, un miserable. Por este lado pode­
mos estar tranquilos.
—Sin embargo...
—Ya ve usted que á nadie interesa más este asun­
to que á mí; pues, respecto á ese particular, estoy
tranquilo.
—Siempre será por lo menos un obstáculo para
que Celeste acceda á unirse á otro hombre.
Don Cesáreo sonrió de una manera algo indefini­
ble... algo irónica.
—Eso es cuenta mía, — dijo.—Además, no hay
amor que resista una separación eterna; dura el amor,
mientras dura la esperanza; cuando ésta muere, aquél
se convierte en recuerdo, en un sentimiento más ó
menos melancólico, pero que no es amor. Como Ce­
leste debe haber perdido ya toda esperanza, esa pasión
es un obstáculo insignificante, indigno de preocupar
nuestra atención.
—Allá veremos,—replicó Alberto con alguna des­
confianza.

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P'

6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 323

—Ya está usted al tanto de la verdadera situación;


ahora, escuche usted mis proyectos.
—Veamos.
—Antes me ha llamado usted previsor y quiero
justificar á sus ojos que merezco el elogio. Como ya
dije, Celeste no permanecerá soltera toda su vida...
Ni ella querrá ni á mi me conviene; por lo tanto, es
esta una situación insostenible, anómala... Siempre
estoy pendiente de que á su corazón se le ocurra latir
un poco más aprisa ante la presencia de un hombre...
—Comprendido.
—Además, pudieran sobrevenir complicaciones
imposibles de precaver... La casualidad tiene á veces
unas bromas...
. —Muy pesadas, es verdad.
—Por lo mismo, hay que curarse en salud, y el
único remedio es el que antes he indicado: casar á
Celeste con un hombre que reúna las condiciones por
mí apetecidas.
—Veamos esas condiciones.

Vil

Don Cesáreo pareció vacilar un momento.


—No tenga usted reparo alguno en hablar franca­

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324 SOR CELESTE

mente,—dijo Alberto con cinismo—A usted le con­


viene casar á su hija y á mí me conviene casarme con
ella. Usted exige ciertas condiciones en el hombre que
ha de ser el esposo de Celeste, y como aspiro á ese
honor, le pregunto; ¿qué condiciones son esas? Si las
reúno y me conviene, le diré sin rodeos: trato hecho;
si no, le hablaré con igual claridad y tan amigos como
antes. Esto, al fin y al cabo, no es más que un nego­
cio, y ya sabe usted que, en los negocios, las reservas,
las vacilaciones y las muchas palabras, estorban, Con
que, al grano.
Como viese que don Cesáreo permanecía silen­
cioso, continuó con cierta ironía:
—Puesto que tanto trabajo le cuesta, yo le ayu­
daré á usted á hablar. Supongo que, aunque padre ga-
riñoso, no será la felicidad de Celeste lo que más le
preocupa. Además, tratándose de mí, esa preocupa­
ción sería vana. Yo le juro desde ahora, hacerla todo
lo feliz... que pueda y sepa. No siendo, pues, su feli­
cidad la que requiere ciertas condiciones en el dicho­
so mortal que ha de merecerla, será... otra cosa; por
ejemplo... su dote. ¿He acertado?
—Cada vez admiro más su penetración y su ta­
lento,—exclamó don Cesáreo, sonriendo con malicia.
—No hay tal talento ni tal penetración, amigo
mío. Después de lo que hemos hablado, la cosa me

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ó LAS MÁRTIRBS DEL CÜRAZÓ.V 326

parece clara hasta la evidencia. Además, antes lo


dije; esto es un negocio, y no conozco negocio alguno
en el mundo en el que, más ó menos directamente, no
intervenga el dinero; él es la base de todos. Ahora ya
tiene usted el camino expedito; ahora, ya puede ha­
blar.
—Por mi relato,—dijo don Cesáreo con voz me­
losa,—habrá usted podido comprender los sacrificios
que Celeste me cuesta. ¡Qué responsabilidad tan
grande contraje al encargarme de ella, para con Dios,
para con el mundo y hasta para con mi propia con­
ciencia!
—Adelante... está usted de buen humor.
—Y lo más triste es que yo, en pago de todos esos
sacrificios, no he recibido nada... Se lo juro á usted,
nada.
—Lo creo. Porque bien mirado, la renta de esos
seis millones de pesetas, es una miseria.
—Usted lo ha dicho, una miseria. Y que la mayor
parte se han invertido en dar una esmerada educación
á Celeste.
—¡Es usted un hombre de conciencia!... ¡Ya! ¡ya!
—Paes bueno; ¿no es una injusticia que después
de todo, se case Celeste el día menos pensado, recoja
su capital y me deje sumido en la mayor miseria?
—Una gran injusticia.

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326 SOR CELESTE

—Ahora bien; el día que eso ocurra, su marido, ya


que no ella, porque con ella yo no puedo ni debo ha­
blar de ciertas cosas, debe asegurar mi porvenir.
—¿De qué manera?
—Dándome una parte de ese capital depositado
en la casa de banca de París.
—¿Qué parte?
—La mitad,—repuso don Cesáreo con el mayor
aplomo.

VIII

Alborto contempló un instante con asombro á su


interlocutor.
Después, dijo:
—Pongamos las cosas en su verdadero terreno.
Todo lo que hemos hablado, puede reducirse á estas
palabras; yo aspiro á casarme con Celeste, usted se
compromete á hacer que se cumplan mis deseos, pero
exige en cambio la mitad de la dote de mi esposa.
¿No es así?
—Ni más ni menos. Y le advierto que á cualquie­
ra otro exigí] ía lo mismo.
—Desde luego.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 327

IX

Alberto reflexionó un instante.


Don Cesáreo lo miraba con curiosidad.
Por fin, el joven, dijo con resolución:
—¿No impone usted más condiciones?
—Esa sola.
—Pues trato hecho.
—¿Acepta usted?
—El día que yo me case con Celeste, firmaré ha­
ber recibido de usted ó de quien convenga, la canti­
dad de tres millones que pagaré con la mitad de la
dote. ¿Le parece á usted bien?
—Perfectamente.
—Pues no hay más que hablar del asunto.
Y los dos miserables cerraron el trato con un fuer­
te apretón de manos.
—Una duda me ocurre,—dijo Alberto al cabo de
un instante.
—¿Cuál?
—Una muy grave: Celeste no me quiere, bien cla­
ro me lo ha dicho.
—¿Y eso, qué importa?
—¡Ahí es nada! ¿Y si se niega á casarse conmigo?
—No se negará.

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328 SOR CELESTE

—Habla usted con una persuación...


—Dispongo de medios poderosos para imponerle
mi voluntad.
—¿Qué medios?
—Dispense usted que me los reserve.

Alberto no pudo reprimir un movimiento de des­


pecho.
Sin embargo, reponiéndose al instante, dijo:
—Sus amores con el español me preocupan. Cuan­
do las mujeres se empeñan en consagrarse á un senti­
miento, son capaces de todo.
—Vuelvo á repetir á usted que eso es cosa mía.
Yo allanaré todos los obstáculos.
—¿Y cuándo comenzará el asedio? Porque supon­
go que esa fortaleza no se rendirá de buenas á prime­
ras.
—Mañana mismo empezaré el bloqueo en toda
regla.
—¿Y qué debo yo hacer?
—Por ahora nada. Ya le señalaré su papel cuando
llegue el caso.
—Corriente.

Biplpteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 329

Alberto miró el reloj.


—¡Diablo! Son las tres de la mañana. ¿Tenemos
algo más que hablar?
—Por ahora no.
—Entonces vale más que nos retiremos á descan­
sar. Nunca como ahora necesitamos conservar nues­
tras fuerzas.

XI

Don Cesáreo y Alberto pusiéronse en pie.


—Un momento,—exclamó el primero, viendo que
el joven se dirigía á la puerta.
Alberto se detuvo.
—Como no es fácil que se me presenten ocasiones
de hablar con la comodidad de ahora, y como por otra
parte no conviene dar lugar á que sospechen nuestra
inteligencia, buscaremos un medio de comunicarnos
sin comprometernos.
—Estoy á su disposición.
—Ya pensaré la manera...
Alberto se encaminó otra vez á la puerta y otra
vez la voz de don Cesáreo le hizo detenerse.
—Conviene que le advierta de ahora para siempre,
dijo éste con seriedad,—que soy de los que siempre
vigilan; que una traición, ni la perdono, ni la olvido.
TOMO 1 42

Biblioteca
830 SOR CELESTE

—Pensamos de igual manera,—contestó Alberto


con cinismo,—sólo que usted lo dice y yo me lo callo,
porque esas prevenciones pierden todo su valor desde
el momento que se conocen. Usted dice que me vigi­
lará y yo pensaba vigilarle á usted sin decírselo. Me .
gusta más mi sistema que el suyo.
—Decididamente es usted el hombre que yo nece­
sitaba,—exclamó don Cesáreo echándole un brazo al
cuello.

XII

Familiarmente asidos del brazo, salieron de la es­


tancia ambos bribones y se encaminaron á la habita­
ción que para Alberto habían prevenido.
En la puerta se despidieron con un expresivo
apretón de manos y una mirada aun más expresiva.
Cualquiera creería que uno y otro se entregaron
enseguida al descanso; por lo menos, parecía lo natu­
ral dada su satisfacción.
Y no obstante, el que algunas horas después hubie­
se podido entrar en sus respectivas habitaciones sin ser
visto, los hubiese encontrado levantados y despiertos.
Tenían demasiadas cosas en qué pensar para po­
der dormir, y la preocupación es enemiga declarada
del sueño.

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CAPITULO XVI

La ambición.

L día sorprendió á Alberto dando paseos


en la habitación á que le había acompa­
ñado don Cesáreo.
No había dormido, ni intentádolo si
quiera.
Había pasado aquellas horas, reflexio­
nando sobre su extraña situación y el
inesperado sesgo que habían tomado sus asuntos.
El tunante estaba satisfecho, pues el negocio se
presentaba mucho mejor de lo que podía suponer y
esperar, y, no obstante, sentía cierta inquietud, cier­
to temor inexplicable.
Comprendía que necesitaba trazarse un camino,
combinar un plan decisivo.

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833 SOR CELESTE

Don Cesáreo, le inspiraba verdadero temor; com­


prendía que era uno de esos hombres á quienes se les
suele llamar de cuidado.
Era pues peligroso prescindir de él, y más peli­
groso todavía dejarse cazar en las redes de su ambi­
ción y su malicia.
Por lo pronto convenía no cometer imprudencias,
no avanzar demasiado hasta ver cómo se presentaban
los acontecimientos.
Era necesario á juicio de Alberto evitar toda oca­
sión de nuevas intimidades, de nuevas confianzas.
En todo caso, que fuera don Cesáreo el que las
provocara, y cuando llegasen los acontecimientos que
le cogiesen prevenido.
Alberto temía haber ido demasiado lejos; haber
dejado conocer demasiado claramente sus intenciones.

II

Amanecía ya.
Abrió los balcones, que daban al jardín, para ver
si había por allí algún criado.
La mañana era hermosa.
La tormenta de la tarde anterior había purificado
la atmósfera, dejándola mucho más limpia y transpa­
rente.

Biblioteca Nacionai de España


o LAS MARTIRES DEL CORaZON 8S3

Las hojas de los árboles, húmedas todavía, pare­


cían más verdes y el ambiente era agradable, fresco,
perfumado.
Alberto aspiró con delicia las matinales brisas.
Al parecer todos dormían en el ingenio.
Sólo el balcón en que Alberto se hallaba se veía
abierto.
El joven hizo un gesto de contrariedad, pues de­
seaba marcharse pronto.
Permaneció un buen rato, presa de la mayor im­
paciencia, y cuando por fin le pareció escuchar el
crujir de la arena del jardín bajo los pies de alguna
persona, miró con atención á todas partes.
Por una de las veredas que desembocaban en la
plazoleta formada delante del edificio, vió llegar un
negro que caminaba lentamente.
Alberto le conoció en seguida.
Era el mismo que la tarde anterior se había en­
cargado de su caballo.
—¡Eh, tú!—le gritó desde el balcón.
El negro se detuvo y levantó la cabeza.
—¿Manda algo, mi amo?—exclamó quitándose res­
petuosamente el ancho sombrero de yarey.
—Sí. Ensilla mi caballo, que voy á marchar en se­
guida.
—Amo Cesáreo no se ha levantado aún,—replicó
el negro.

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334 SOR CELESTE

—No importa; haz lo que te digo.


—Está bien mi amo.
Y se alejó por donde había llegado.

III

Alberto se retiró del balcón, buscó recado de es­


cribir y no encontrándolo, sacó su cartera, y en el
respaldo de una de sus tarjetas, escribió las palabras
siguientes:
«Asuntos perentorios del mayor interés, me obli­
gan á marchar al instante.
»Esta noche nos veremos en el teatro.»
Puso la tarjeta sobre la mesa, se dirigió al lecho,
lo deshizo, procurando que pareciese en lo posible que
se había acostado, y luego volvió á asomarse al bal­
cón.
A los pocos momentos apareció otra vez el negro.
—Cuando amo quiera,—dijo,—el caballo está en­
sillado.
—Voy al momento,—contestó Alberto.
Y sin perder tiempo, salió de la habitación y bajó
al jardín.
—Cuando don Cesáreo se levante, —dijo ai negro,
—le dices que me he ido y que recoja una tarjeta que
le dejo en mi cuarto.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 335

—Está bien, mi amo.


Encamináronse á las caballerizas.
El negro sacó el caballo.
Alberto montó en él, y partió como una exhala­
ción por el ancho camino del Vedado.
—Cualquiera, al verle fustigar al caballo de aque­
lla manera, hubiese creído que huía del ingenio, como
se huye de un peligro.
Una hora después, el joven llegaba á la calle de
O’Reilly y entregaba el caballo precipitadamente á
uno de los criados de una caballeriza situada cerca de
su domicilio.
Luego se dirigió á éste y subió á su habitación.

IV

Una vez sentado en el cómodo sillón de su despa­


cho, suspiró con satisfacción y entregóse á analizar
uno por uno los acontecimientos desarrollados duran­
te la pasada noche, pareciéndole entonces menos ex­
traordinarios y peligrosos de lo que había supuesto en
un momento de vacilación.
—Después de todo—pensaba—¿qué voy yo per­
diendo en todo esto?... Nada. ¿Y qué me expongo á

Biblioteca Nacional de España


336 SOR CELESTE

ganar?... Mucho. El negocio, pues, no puede ser


mejor.
El único punto negro para Alberto era don Cesá­
reo.
El había señalado al joven el único camino posi­
ble para llegar á la realización de sus proyectos, y sin
embargo, él era el que más recelos le inspiraba.
Además, aquel hombre no lo había dicho todo; el
joven con su audacia había conseguido desconcertar­
lo en alguna ocasión, haciéndole hablar tal vez más
de lo que él hubiera querido, pero lo más importante
se lo había callado.
No era, pues, conveniente fiarse de él, pues le con­
sideraba capaz de todo...
Había que vivir prevenido contra su avaricia.

Poco á poco, Alberto fué desechando sus temores


y acabó por pensar-
—¿Y si yo pudiera realizar este negocio sin la
ayuda de don Cesáreo? Bien mirado... ¿por qué ha de
llevarse ese hombre tres millones tan hermosos?... ¡La
mitad del dote!... Es demasiado... Cogerlo todo...
¡ese sí que sería negocio!

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 337

Apoyó la barba en las manos y reflexionó largo


rato.
—Veremos,—murmuró sonriendo.—Mi resolución
está tomada. Si puedo, será para mí solamente toda
la dote de Celeste. Si esto no es posible, habré de
contentarme con la mitad... Tampoco es una suma
despreciable... Por ahora, nada tengo que temer. Mu­
cha sangre fría, un poquito dé cautela, y la partida
está ganada... En cuanto á don Cesáreo...* Hoy por
hoy me hace falta; conservémosle. Si mañana estor­
ba... ya habrá medio de quitarlo de en medio.
Volvió á sonreir y exclamó con acento irónico:
—Seré el esposo de Celeste y seré rico; dos cosas
distintas que se funden en una felicidad verdadera...
¿Qué importan los medios, si al fin mi voluntad
triunfa?

VI

Alberto tocó un timbre y apareció un criado.


—Prepárame el baño,—le dijo.
—¿No quiere desayunarse el señorito?
—No, ahora siento más cansancio que apetito.
Después del baño dormiré un poco y más tarde al­
morzaré.
Salió el criado y Alberto comenzó á pasearse, ma-
tomo i 43
336 SOR CELESTE

durando el plan que pensaba poner en juego en el


teatro aquella misma noche.
Este plan constaba de dos partes;
La primera iba encaminada á dominar en lo posi­
ble la voluntad de Celeste.
La segunda, á precaverse contra los planes de lu­
cro del astuto don Cesáreo.
Y sin duda alguna, Alberto debía esperar salir
triunfante, porque sonreía con verdadero deleite.

Biblioteca Nacional de España J


CAPITULO XVII

Dónde se verá que los intrusos tienen sus quiebras.

ASEMOS por alto algunas horas y acompá­


ñennos nuestros lectores al hermoso y
elegante teatro Tacón.
Vayámonos desde luego derechos á
un sitio donde de seguro encontraremos
numerosos y antiguos conocidos; al pal­
co platea ocupado por los amigos de
Alberto.
No nos habíamos equivocado en nuestros vatici­
nios; en él se hallan todos los alegres jóvenes que ya
conocemos, sin que, como era de esperar, faltase el
indispensable Pernandito.
Concluyó el primer acto de La muerte civil deseen
cendió el telón entre una salva de atronadores aplau-

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340 SOR CEÚESTE

SOS, y escuchóse en el palco de nuestros conocidos, la


voz de Alberto que entraba y decía:
—Buenas noches, señores.

II

Todos se levantaron para recibirle.


—¡Hola perdido!—exclamó el uno.
—Adiós, chiflado,—agregó otro.
Alberto repartió entre todos ellos algunos apreto­
nes de manos.
Femandito hizo una señal de inteligencia á sus
compañeros, se adelantó airosamente y cuadrándose
delante de Alberto con impertinencia, le dijo con aire
zumbón.
—Hombre, tú podías sacarnos de una duda.
—(¡Cuál?—preguntó Alberto con indiferencia.
—¿Vendrá esta noche al teatro esa interesante jo­
ven, esa hermosa peninsular, que según todos asegu­
ran es muy amiga tuya?
—¿Quién? ¿Celeste?—preguntó Alberto con natu­
ralidad.
—¡Hola! parece por el tono con que te expresas
que ya tienes confianza con ella.
—Soy su único amigo en la Habana; eso es todo

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 341

—Pues bien,—repuso Pernandito—repito mi pre­


gunta: ¿vendrá esta noche al teatro la encantadora
Celeste?
—Vendrá,—se limitó á decir Alberto.
— ¿Te consta?
—Me consta.
—¿Te convences ahora Pernandito?—exclamaron
varios.
—¿De qué?—interrogó Alberto con curiosidad.
—Nada,—dijo uno;—que Pernando se empeñaba
en dudar de que tu amistad con la española fuese ya
tan íntima.
Alberto se encogió de hombros.
—Seamos claros,—dijo Pernandito, algo descom­
puesto.—Yo no he dudado de que Alberto trate á esa
joven con más ó menos confianza; después de todo,
eso nada significa. De lo que yo dudaba y seguiré du­
dando, mientras otra cosa no se me demuestre, es de
lo que aquí se ha dicho.
—¿Y qué sé ha dicho?—preguntó Alberto.
—Que estabas poco menos que en vísperas de ca­
sarte con ella.
—Poco á poco,—interrumpió uno,—no exageres.
Se ha dicho que Alberto la pretendía.
—Y es verdad,—contestó éste con arrogancia.
—Muchos pretenden coger la luna, y, natural­

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¿42 SOR CELESTE

mente, se quedan con las ganas,—exclamó Fernán


dito, soltando una ruidosa carcajada.

Ill

Alberto sintió que la sangre se le subía á la cabeza.


Pero afortunadamente logró contenerse y se limi­
tó á responder:
—Yo nunca pretendo más que aquello que estoy
seguro de conseguir.
Estas palabras fueron acogidas con gran algazara
por todos sus amigos.
—Luego confiesas,—insistió Fernandito,—que...
—Yo no confieso nada. Digo tan sólo que preten­
do á Celeste y que cuando yo me propongo una cosa,
la consigo. Ahora, vosotros sois dueños de dar á mis
palabras la interpretación que más os acomode. Cuan­
to digáis ó penséis, me tiene sin cuidado.

IV

-Ahí está,—exclamó de pronto uno de los ió-


venes.
¿Quién?—preguntaron varios.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 84S

—Celeste.
Todas las miradas se dirigieron al palco de la in­
teresante peninsular.
En efecto, acababa de presentarse en él la her­
mosa joven, despertando con su belleza un murmullo
de admiración en todos los que la contemplaban.
Como de costumbre, detrás de ella apareció la rí­
gida y misteriosa figura de don Cesáreo.
Desde Celeste, las miradas de todos pasaron á Al­
berto. *
Este había palidecido ligeramente.
Sus amigos no dejaron de advertirlo.
Pasado un momento, Alberto se levantó y cogió
su sombrero.
—¿Te vas?—le preguntaron algunos.
—Sí,—contestó el joven lacónicamente.
—Dejadle,—añadió Fernandito.—Irá al palco de
Celeste.
—Tú lo has dicho,—añadió Alberto.—Allá voy.
Fernando sonrió provocativamente.
Alberto vió esta sonrisa, pero no hizo caso, y sa­
lió del palco diciendo:
—Hasta luego.

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344 SOR CELESTE

Dicho se está que nuestro joven y sus amoríos


fueron los asuntos predilectos de la conversación de
sus amigos.
—Pues está enamorado de veras—exclamó uno.
—¡Enamorarse! — contestó otro.—No le conoces
cuando tal dices. En todo caso, no se habrá enamora­
do de la chica, sino de sus millones que buena falta le
hacen.
—Como él les eche mano...
—¿Pero no habéis notado,—interrumpió Pernandi-
to,—con qué petulancia da á entender que la mucha­
cha le corresponde?
—Puede que le corresponda.
—¿Quieres callar? Di más bien que él se da tono
con eso. Y sino, mirád, ahora entra en el palco. Ob­
servemos atentamente y veréis como no descubrimos
ni una de esas miradas, ni uno de esos mil detalles
que denuncian á los enamorados más comedidos.
El segundo acto comenzó en aquel momento; pero
nuestros jóvenes no miraban al escenario.
Estaban todos muy entretenidos observando lo que
sucedía en el palco de Celeste.

Biblioteca Nacional de España


■ i
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 345

VI

Cuando Alberto tocó suavemente con las manos


en la puerta del antepalco, don Cesáreo se levantó y
fue á abrirle.
Los dos se estrecharon la mano con la cordialidad
de dos buenos amigos.
—¿Qué hay?—preguntó Alberto en voz baja.
—Por ahora nada,—contestó don Cesáreo con el
mismo tono.—No sea usted impaciente, que la impa­
ciencia es un peligro.
—¿Leyó usted mi tarjeta?
—Si; por eso hemos venido. Y esta es una prueba
elocuente de mi autoridad sobre Celeste. Ella no que­
ría venir de ningún modo.
—Sospechará algo.
—¡Imposible!... Q-enialidades suyas; estoy ya acos­
tumbrado á ellas.
—Dispense usted queme ausentara de aquel modo.
Don Cesáreo se encogió de hombros.
—Por entonces, no me hacía usted falta, — con-*
testó con indiferencia. — Casi me alegré, porque así
quedaba en más libertad para tomar determinadas
medidas.
—Y Celeste... ¿qué dijo?
TOMO I

Biblioteca Nacional
346 SOR CELESTE

—Nada. Hay que confesar que le es usted del todo


indiferente.
Alberto se mordió los labios.
—Ya se lo dije á usted,—murmuró entre dientes.
—Sí, efectivamente. Y después de todo, eso es lo
de menos. Además, es usted simpático, tiene buena
figura, conversación agradable... Procure usted rom­
per esa indiferencia... soportando desdenes como has­
ta ahora.
—Pasemos al palco,—interrumpió Alberto;—pu­
diera extrañarse de nuestra conversación, y no con­
viene...
—Sí, sí; pasemos.
Levantaron el pesado cortinaje de terciopelo que
cubría la puerta y penetraron en el palco.

VII

Celeste contestó con una ligera inclinación de ca­


beza, al afectuoso saludo del joven.
Alberto comenzó á disculparse por haberse mar­
chado aquella mañana sin despedirse.
La joven ni siquiera le respondió.
El despecho hizo palidecer á Alberto.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 347

Sin embargo, se contuvo y siguió hablando de co­


sas indiferentes.
Celeste, ó no le contestaba, ó lo hacía con mono­
sílabos secos, fríos.
El joven no pudo más, y con acento que en vano
procuró hacer respetuoso y comedido, exclamó:
—¡Celeste! ¿Por qué no he de merecer de usted,
ni aun lo que de fijo merecería cualquiera otro?...
Atención, cortesía...
Por primera vez, la joven volvió la cabeza para
mirarle, y con la más perfecta calma, repuso:
—No comprendo lo que quiere usted decir.
Alberto se desconcertó más y más al ver la tran­
quilidad de Celeste, y con violencia que no se cuidó
de disimular, replicó:
—Parece usted sorda á todas mis palabras. En su
conducta hay, no ya sólo indiferencia, hay máé, hay
desprecio.
La joven le dirigió una mirada serena, arrogante,
y con acento ligeramente irónico, contestó:
—Anoche tuve el gusto de ser con usted tan ex­
plícita como acostumbro serlo siempre, para que no
pueda darse torcida interpretación á mis acciones...
¡Ah! sepa usted que vengo al teatro^ porque me gusta
la obra que representan; de no ser así, no vendría...
Ya comprenderá usted, pues, que no puedo compartir

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348 SOR CELESTE

mi atención entre la escena y sus palabras; si á algu­


nas de ellas no contesté, sería porque no las oí.
Y apartando de él la vista, la fijó de nuevo en el
escenario.
Era una manera bien terminante de cortar la con­
versación.
El joven lo comprendió así y permaneció silen­
cioso, devorando la ira y el despecho que le atormen­
taban.

VIH

Alberto sintió dentro de sí, algo que hasta enton­


ces no había sentido.
No era ya despecho, era algo más, era deseo; de­
seo vehemente de doblegar aquella voluntad tan
enérgica, tan firme, deseo de vencer aquel espíritu
tan fuerte, aquel carácter tan altivo.
En aquel momento, no hablaba en él la ambición,
hablaban su orgullo y su amor propio ofendidos.
Si entonces le hubiesen dicho: «para dominar á esa
mujer has de renunciar á su cuantioso dote, único mó­
vil que hacia á ella te encamina» quizá habría acep­
tado, aunque seguramente muy pronto se hubiera
arrepentido.
Además, mientras hacía estas reflexiones, tenía

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 349

fija en Celeste su mirada, y no pudo menos de reco­


nocer y confesarse á sí mismo que era la más hermosa
de las mujeres que había conocido.
Notaba en ella algo que no había viste hasta en­
tonces en mujer alguna, algo que atraía, que fascina­
ba, algo superior que hablaba, no á los sentidos, sino
al espíritu.
Aquella misma arrogancia, la ennoblecía á sus
ojos.
Era necesario recurrir á todos los medios, para
vencer en aquella lucha entablada entre dos caracte­
res igualmente enérgicos, igualmente obstinados.
Alberto reconoció que había cometido una impru­
dencia al hablar como había hablado, y se propuso
remediarla.
No siempre se pelea frente á frente; á veces hay
que apelar á la astucia y hasta á la traición para con­
seguir el triunfo.
Guardó, pues, en lo más escondido de su corazón
toda la rabia y toda la cólera de que se hallaba po­
seído, y cubrióse el rostro con la máscara de una fin
gida sonrisa.
IX

Terminó el acto.
Alberto creyó llegada la ocasión de poner su plan

Biblioteca Nacional de España


lV
350 SOR CELESTE

en práctica, y levantándose de donde estaba sentado,


íué á acomodarse junto á Celeste.
La joven, que hasta entonces había estado coloca­
da trente á la escena, al ver el movimiento de Alber­
to, se levantó á su vez y fue á sentarse en el sitio que
éste dejara desocupado; de modo que volvieron á que­
dar tan lejos como antes.
Sería casualidad, sería tal vez por mirar más có­
modamente á la sala; pero de todas maneras, el movi­
miento de Celeste resultaba un desaire muy marcado.
Así lo comprendió Alberto que se puso lívido de
coraje.
Para colmo de martirio, dirigió la mirada hacia el
palco de sus amigos, y vió que éstos le miraban fija­
mente y hasta le pareció que se reían de él.
—Levantó los ojos hacia donde se hallaba don Ce­
sáreo, y también éste le sonrió de una manera que le
hizo daño.
Aquello era ya demasiado.
No pudo resistir^ más, levantóse bruscamente, y
haciendo un ceremonioso saludo, salió del palco.
Al saludar, su mirada chocó con la de Celeste.
Aquel choque fué algo así como una provocación
por parte de ambos.
Don Cesáreo acompañó á Alberto hasta la puerta
del antepalco.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 351

—Prudencia,—le dijo con voz baja.—Va usted á


comprometerse y á comprometerme. Mañana habla­
remos.
Alberto salió sin contestarle siquiera.
La ira le cegaba.

En el pasillo se encontró con sus amigos... No pa­


recía sino que estuvieran allí aguardándole.
Alberto quiso pasar sin detenerse, pero no pudo,
pues ellos le llamaron.
—¡Adiós, chico!—le dijeron.—¿A dónde vas tan
aprisa?
Todos sonreían burlonamente.
—Mirad qué serio está el hombre,—exclamó Per-
nandito.—No es esa la misma cara que tenias antes,
amiguito.
Alberto le miró con ira; pero Fernando prosiguió
sin notarlo:
—¿Qué quieres, hijo? Todo tiene-sus quiebras, y
las del papel de conquistador, no son de las menores;
por ejemplo, á lo mejor, cuando uno quiere darse más
importancia, para que sus amigos le vean y le envi­
dien, se encuentra con un desprecio de esos que dejan
al más chato con un palmo de narices.

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i
352 SOR CELESTE

Todos rieron estrepitosamente; pero la risa fué


bien pronto cortada por un sonido hueco que retum­
bó en la bóveda del pasillo.
Era que la mano de Alberto acababa de caer con
violencia sobre una mejilla de Fernandito.
Se interpusieron los amigos, como para evitar un
conflicto, pero no había necesidad de tal molestia,
porque el agredido, lejos de intentar defenderse, sólo
pensaba en llevarse las manos al sitio dolorido.
En cuanto á Alberto, mirando á todos con aire de
desafío, dijo:
—Así se contesta á las necedades.
Y se marchó con arrogancia.
Cuando Fernandito estuvo bien seguro de que se
había marchado su rival exclamó apretando los puños:
—¡Me la pagará!
Todos sus amigos se sonrieron al escucharle.
—Ya veis cómo le duelen las verdades—prosiguió
el infeliz botarate cada vez más exaltado.
—Sí, contestó uno;—pero más debe haberte dolido
á ti su bofetada#
—¡Vaya sime duele!... ¡Si es un bruto!... Pero
mirad, todo lo doy por bien empleado, á cambio de la
satisfacción de haberle visto puesto en ridículo. Que
se nos venga ahora diciendo que él pretende siempre
aquello que está seguro de conseguir.

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r-
6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 353

—¿De modo,—le preguntaron,—que te conformas


con el bofetón?
—¡Qué remedio!
—¡Bravo! Eso se llama ser todo un filósofo.
—No,—replicó, aparte, uno de los amigos.—Eso
se llama ser todo un cobarde.

TOMO I 45

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CAPITULO XVIII

Frente á frente.

W A función concluyó y Celeste y don Ce­


sáreo salieron del teatro y dirigiéron­
se al Hotel Inglaterra, donde como ya
sabemos se hospedaban.
Don Cesáreo notó que Celeste iba
muy preocupada, muy pensativa.
La infeliz había pasado por entre
las apretadas filas de curiosos, formadas en el vestíbu­
lo, sin darse cuenta, al parecer, del murmullo de ad­
miración que su hermosura levantaba.
El aspecto de la joven preocupó seriamente al bue­
no de don Cesáreo.
La inquietud y el recelo se apoderaron de él.
¿Habría sospechado algo Celeste?... ¿Y cómo con­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 355

vencerse de ello?... Abordar la cuestión de frente,


era muy comprometido porque si no existían tales
sospechas, podía provocarlas...
Lo mejor era seguir su procedimiento de siempre:
aguardar con calma una ocasión propicia, en que los
hechos mismos se encargasen de evidenciar si sus te­
mores eran ó no eran fundados.

II

Llegaron al hotel, subieron al piso principal y en­


traron en sus habitaciones, las mejores y más lujosas
de la casa.
La doncella se presentó en la estancia.
—¿Quiere la señorita que la ayude á desnudarse?
—dijo inclinándose respetuosamente ante la joven.
—No: me desnudaré yo sola,—contestó Celeste.
—¿No necesita nada la señorita?
—Nada; puedes retirarte.
La doncella salió de la estancia.
Don Cesáreo y Celeste se quedaron solos.
Sentóse la joven en una butaca cerca del balcón,
y dijo á don Cesáreo con voz ligeramente alterada:
—Tenemos que hablar, señor mío.
El astuto bribón la miró sorprendido... ¡Eran tan

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366 SOR CELESTE

poco fiecuentes las conversaciones entre ellos!... Lue­


go una imperceptible sonrisa dilató sus labios. Había
adivinado lo que Celeste quería decirle.
Don Cesáreo lejos de temer aquella entrevista, la
deseaba.
Por fin iba á saber á qué atenerse; por fin iba á
conocer la causa de la preocupación de la joven, que
tan alarmado le tenía.
Después de todo, una situación clara y despejada
era preferible á la situación anómala y violenta en
que una y otro se veían.
Aquella primera escaramuza, decidiría tal vez el
resultado definitivo de la lucha entre los dos entabla­
da y era preciso por lo tanto conquistar una posición
ventajosa.
Aguzó, pues, el ingenio, revistióse de toda la cal­
ma y tranquilidad que pudo, y sentándose junto á
Celeste, dijo con fingida amabilidad:
—Me tienes á tu disposición, di lo que quieras.

III

Durante algunos momentos, reinó el más absoluto


silencio.
'La joven parecía reflexionar.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 357

De pronto, fijó en don Cesáreo una mirada altiva,


indagadora, severa, y con acento firme y sereno, pre­
guntó:
—¿Qué piensa usted hacer conmigo?
La pregunta fue tan seca, tan breve, tan inespe­
rada, que don Cesáreo no pudo disimular la impre­
sión que le produjo.
Sin embargo, pronto logró reponerse, y apelando
á su eterno recurso, esto es, la sonrisa, contestó con
una sencillez admirablemente fingida:
—No sé lo que quieres decir, bija mía.
—Seré más explícita puesto que usted lo desea,—
replicó la joven sin desconcertarse.—¿Cuáles son sus
proyectos respecto á mí?
—¡Mis proyectos!—exclamó don Cesáreo con acen­
to en el que supo.poner ternura, reproches, cariño.—
¿Y tú me lo preguntas?... Mis proyectos se reducen
todos á uno sólo: á hacer tu felicidad.
—¿Y de qué medios piensa usted echar mano para
proporcionarme esa felicidad?—insistió Celeste extre­
mando la severidad y la ironía.
—¡Qué sé yo!... Eso es difícil de contestar... De
todos cuantos estén á mi alcance... Por lo pronto, de
toda mi solicitud, de todos mis desvelos...
—Y esa solicitud y esos desvelos consisten...
—En buscarte un buen marido que sepa hacerte

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358 SOR CELESTE

dichosa,—se apresuró á contestar don Cesáreo, apro­


vechando aquella coyuntura que se le presentaba pa­
ra indicar su deseo de casarla con Alberto.—El ma­
trimonio es el único porvenir de la mujer.
—¿Cree usted, por consiguiente, que sólo casán­
dome,puedo ser dichosa?
—¿Quión lo duda?
—Pues entonces toda su solicitud y todos sus des­
velos por buscarme un esposo, resultan inútiles, por­
que ya sabe usted que yo he sabido encontrarlo ,sin
que nadie me lo busque.
—¿A quién te refieres?
—Al único hombre á quien he querido, quiero y
querré en el mundo; á aquél de quien usted ha pre­
tendido separarme, poniendo entre los dos la inmen­
sidad del mar: aquél á quien usted me prohibió termi­
nantemente que quisiera.
—Ya te dije las razones en que apoyaba mi oposi­
ción á esos amores.
—No, usted-no me dió razón alguna que me con­
venciera; usted me impuso órdenes que yo acaté y
cumplí, por un exceso de sumisión mal entendida... á
la fuerza mejor dicho.
—Ahora, como antes, te repito que aquel hombre
no te conviene.
—Y yo ahora, como entonces, vuelvo á preguntar
la causa.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 359

—Es un infeliz.
—Es un hombre honrado.
—No tiene posición...
—Yo no busco dinero; busco cariño.
—Hará tu infelicidad.
—Hará mi dicha, porque me ama y le amo.
—No insistas, ¡es imposible!... ¿Lo entiendes
bien?... ¡Imposible!
—¿Pero no dice usted que sólo ansia mi felicidad?
—Sí.
—Pues yo no seré feliz más que casándome con el
elegido de mi corazón.
—¿Casarte con él?... ¡Nunca!
—Lo veremos.
—¿Me desafías?
—Sí, puesto que usted lo quiere.
—¿Y quién eres tú para oponerte á mis designios?
—¿Y quién es usted para imponerme su voluntad,
aun á costa de mi dicha?
—¿Quién soy?... Quién puede hacerlo... ¡Tu padre!
Celeste le contempló un instante con expresión de
desprecio, y luego exclamó con arrogancia:
—Usted no es mi padre.

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360 Sor celeste

IV

Don Cesáreo soltó una cínica carcajada, y dijo


con inaudito descaro:
—Prueba, si puedes, que no lo soy.
—Lo diré á todo el mundo—repuso Celeste,
—Nadie te creerá.
—Si usted fuese mi padre, — exclamó Celeste, con
explosión de dolor mal contenido,—¿cómo había de la­
brar por sí mismo mi desdicha!
—Seré tu padre ó no lo seré,—replicó don Cesáreo
con una sangre fría asombrosa; — eso importa poco.
De todas maneras, me debes obediencia y harás lo
que yo te mande. Ten en cuenta esto que ahora te
digo: te casarás, no con quién tú quieras, sino con
quién yo disponga.
—¿Pero qué es lo que usted se propone?—gritó
Celeste, levantándose de su asiento.
—Ya te lo he dicho,—contestó don Cesáreo con
la mayor naturalidad.—Cumplir mis deberes de pa­
dre; hacerte dichosa.
—Basta,—exclamó la joven con dignidad.—No
profane usted más un nombre santo, que al pasar por
sus labios se cambia en algo que hiere y ofende. No

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 361

más fingimiento, no más disimulo. Hablemos con


franqueza.
Don Cesáreo la miró un instante con expresión de
burla, y encogiéndose de hombros murmuró:
—Bueno; hablemos.

Limpióse Celeste las lágrimas que nublaban sus


ojos, y con acento en el que se traslucían bien clara­
mente la indignación y la ira, habló de esta manera:
—Estoy siendo objeto de una maquinación infame.
Se opone usted á mi felicidad, por fines que sospecho,
y necesito conocer en toda su espantosa desnudez;
quizá así podamos entendernos, ya que la fatalidad
me obliga á entrar en infamantes transacciones.
—Explícate con claridad—le interrumpió don Ce­
sáreo, con la mayor calma.—Tienes la mala costum­
bre de emplear en tu conversación palabras muy re­
tumbantes, pero que nada significan: ¿De qué maqui­
naciones y de qué infamias hablas?
—De las de usted.
—¡Celeste!
—No me retracto; ¡de las de usted!
—Está visto que para tratar contigo hay que re-
TOMO I -------- . 46

Biblioteca
362 SOR CELESTE

vestirse de paciencia; pero esta tiene también sus lí­


mites; no hagas que la mía se acabe.
—También tiene sus límites el sufrimiento, y el
mío, los ha rebasado ya con creces; por eso estalla
saltando por encima de toda clase de miras y de
consideraciones.
—Menos palabrería y venga la explicación de esas
infamias.
Celeste, en vez de responder, interrogó de este
modo:
—¿Qué hay de común entre usted y ese don Alber­
to Mendi queme asedia y persigue con sus asiduidades?
—Nada.
—¡Con que nada!... ¡Nada, y se encierra usted
para hablar con él horas y horas, y pone centinelas
para que nadie pueda sorprenderlos!
—¡Hola!...
—Sé más de lo que usted se figura.
—Me alegro entonces de haber tomado todas esas
precauciones que censuras, pues por lo visto, tienes
la mala costumbre de oir detrás de las puertas,
—¿Qué tenían ustedes que tratar de tanta monta,
que nadie podía escucharlo?
—Asuntos... negocios...—respondió don Cesáreo
cínicamente.
—Usted lo ha dicho,—prosiguió la joven cada vez
más exaltada.—Negocios; pero negocios indignos...

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 363

negocios en que hay una víctima... y esa víctima soy


yo-
—¡Deliras!
—No, señor, no deliro; veo claro como nunca he
visto. Veo que un hombre, ese don Alberto, me per­
sigue y pretende, prendado, no de mi persona, sino
de mi dote. De nada sirve que yo le desengañe y has­
ta le desprecie; como no tiene dignidad, no se ofende
ni renuncia á su empresa; y veo que usted, el que el
mundo llama mi padre, el que me ha criado, el que
siquiera por compasión debería tenerme un poco de
cariño, de lástima, se une á él y le apoya en sus pre­
tensiones, y mata mi felicidad, impidiéndome unirme
al que adoro, para arrojarme en brazos del que detes­
to. Diga usted ahora, con franqueza, si esto es ver­
dad ó es delirio.
Don Cesáreo sonrió con malicia.
—Sí, en efecto,—dijo.—Quitadas las exageracio­
nes, algo hay de verdad en todo eso. Hay de verdad
el que me opongo á que te cases con el otro, y hay
de verdad, el que deseo quo te cases con éste.
—Pero ¿por qué?
—Porque aquél no te conviene y éste sí; porque
aquél te haría desgraciada y éste dichosa. Ya sabes
que yo no anhelo más que tu felicidad.
—No,—replicó Celeste, retorciéndose los brazos

Biblioteca Nacional de España


.IT'-

364 SOR CELESTE


"1
con desesperación;—no es eso; demasiado sabe usted
que no es eso. Al oirle hablar así, más me enfurezco
y más me indigno. Franqueza ante todo... no pido
i
más que franqueza... ¿Le guía á usted el interés?...
Dígalo sin rodeos... Soy rica, usted sabe mejor que
nadie que soy rica... Pues no quiero nada de ese ca­
pital que usted me guarda... para usted todo... Pero
déjeme en cambio mi libertad, mi dicha.

VI

Por los ojos de don Cesáreo cruzó un relámpago


de codicia.
I' Pero se apagó en seguida.
La razón acudió en su auxilio demostrándole, que
si cedía á aquella proposición tentadora, estaba per­
dido; porque si Celeste en un momento de arrebato,
era capaz de todo, hasta de desprenderse por comple­
to de aquella fortuna, objeto de sus ambiciosos pro­
yectos, luego vendría la reflexión, vendría la calma,
y si ella no, su esposo, (porque al quedar libre de se-,
guro se casaría al instante con el hombre á quien
í
amaba), podría exigirle la devolución de todo aquello 3

que injustamente disfrutaría.


—Me estás ofendiendo,—exclamó con acento de

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 3«5

dignidad perfectamente fingido.—Tu dinero es tuyo;


guárdalo; yo no lo necesito para nada. Yo sólo aspiro
á que se reconozca mi autoridad y se cumplan mis
mandatos.
—Según eso... ¡no hay esperanza!—gimió Celeste.
—Ninguna. Y casi te agradezco esta ocasión que
me brindas de imponerte mi voluntad; Quiero... ¿lo
entiendes bien?... quiero que seas la esposa de Alber­
to Mendi.
—¡Nunca!

VII

Había tal energía en esta exclamación, que don


Cesáreo se puso de pie como movido por un resorte.
Estaba descompuesto, sin duda iba á romper en un
exabrupto; pero le contuvo la voz de Celeste,-que fir­
me y severa, decía:
—Para resistir, me queda un recurso que ni usted
ni nadie puede anular.
Don Cesáreo sonrió con ironía.
—Sonría usted cuanto quiera,—prosiguió la joven.
Pero tenga entendido que jamás pronunciaré ante
Dios, el sí que ha de ser base de su negocio y ha de la­
brar mi desdicha.
Don Cesáreo se inmutó al escucharla.

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366 SOR CELBSTB

—Eso lo veremos,—dijo, —procurando aparecer


tranquilo.
—Lo veremos,—repitió Celeste,
Los dos se miraron un momento con aire de desa­
fío, y la joven, con ademán altivo, salió de la estancia
sin saludar ni despedirse.
Don Cesáreo quedóse muy pensativo.
De pronto, irguiendo la cabeza y pasándose una
mano por la frente, murmuró con acento amenazador.
—La venceré... ¡Vaya si la venceré!... Y si se re­
siste... ¡pobre de ella!

VIH

Celeste entró en su dormitorio y, llorando, se dejó


caer de bruces sobre la cama.
No podía más; sus fuerzas estaban agotadas.
En un instante había visto lo espantoso de su si­
tuación, el horrible abismo hacia el cual le empuja­
ban.
¡Y pensar que estaba sola!... ¡Sin una mano ami­
ga que la guiase, sin una voz querida que la consola­
ra...! ¡Sola con su desesperación!...
Ella, pobre y débil mujer, había de luchar con to­
dos y vencerlos á todos; y si no vencía, si la derrota-

Biblioteca Nacional de España .4^


*Ó LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 367

ban, la derrota equivaldría á la infelicidad, á la muer­


te de su porvenir, de sus ilusiones y de sus esperanzas.
¡Qué fondo de miserias acababa de remover!...
¿Pero era posible que hubiese tanto cieno en el
corazón humano...? Porque ya no le quedaba duda;
la realidad superaba con creces á todos sus temores y
á todos sus recelos. Don Cesáreo, aquel hombre que
ante el mundo era su padre, y Alberto, aquel joven
que deslizaba en su oído palabras de amor ardiente,
eran dos miserables que la casualidad había reunido
para hacerla desdichada...
¿A dónde volver los ojos? ¿Dónde llamar para pedir
auxilio?... Todos los corazones eran insensibles á sus
súplicas, todos los oídos estaban cerrados á sus rue­
gos!...
Y ella... ¡lo reconocía!... No tendría el valor su­
ficiente para salvarse por sisóla... ¡Era empresa su­
perior á sus fuerzas!...
Lloró mucho; lloró lágrimas tan ardientes que es­
caldaban sus mejillas.
—¡Si al menos estuviese él aquí!—pensaba.—Se-
riamos dos á luchar y dos á sufrir...
También se acordó de su madre.
¡Sólo una madre puede consolar penas tan hon­
das!... ¡Y ella no tenía madre!... Era más infeliz que
criatura alguna, ¡era más desgraciada que todos los
seres del mundo!

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1#

368 SOR CELESTE

IX

La excitación nerviosa de que era presa Celeste,


lejos de ceder, iba en aumento.
Sentía un peso en el corazón, que le inipedía res­
pirar libremente... ¡Se ahogaba!... ¡se ahogaba!...
Corrió al balcón, lo abrió de par en par, salió á él
y se echó de pechos en la barandilla.
La noche era plácida, tranquila, hermosa.
La brisa venía cargada de perfumes y de frescura.
Respiró libremente.
Allí se encontraba mucho mejor.
Hasta el silencio, que era profundo, parecía que
le aliviaba.
Eso buscaba ella; silencio... calma... ¡mucha cal­
ma!...
El hermoso Parque de Isabel II, parecía mucho
más grande, más majestuoso, contemplado desde aquel
balcón, á la luz de la luna que recortaba fantástica­
mente los contornos de la estatua que se alzaba en el
centro, el de los edificios y los árboles.
Era muy tarde y el alumbrado eléctrico estaba ya
apagado.
La plaza hallábase solitaria.

Biblioteca Nacionai de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 369

Sólo allá, á lo lejos, frente al balcón de Celes­


te, parecía distinguirse un bulto, recostado en la
columna de uno délos faroles del alumbrado.
La joven ni siquiera se fijó en ello.
De pronto, aquel bulto so movió, acercándose ha­
cia la fonda.
Celeste no lo vió tampoco; tan abstraída estaba
en sus meditaciones.
El nocturno paseante era un hombre.
Parándose en el centro del arroyo encendió un ci­
garro. Luego, corno si hiciera una señal ó quisiese ser
visto, agitó la luz en alto varias veces.
Celeste seguía sin darse cuenta de nada.
El misterioso trasnochador, acercándose más cada
vez al hotel, empezó á pasear con agitación, frente
al balcón de Celeste.

Ya casi amanecía y el viento había refrescado bas­


tante.
Celeste sintió un estremecimiento de trío.
Era una imprudencia continuar allí, y decidió re­
tirarse. ,
Además, no se sentía bien; temblaba... y la frente
sin embargo, le ardía. >
tomo i F"L 47

Biblioteca
370 SOR CELESTE

Al dirigir una última mirada á la plaza, vió por


primera vez al hombre que estaba allí desde hacía
tanto rato, pero no extrañó su presencia.
Por esto sin duda no advirtió que le hacía señas
con las manos.
Se retiró del balcón, y en el preciso momento en
que entornaba las vidrieras, un objeto duro chocó
contra uno de los cristales y fué á caer á sus pies.
Celeste se detuvo sorprendida y no acabó de
cerrar.
Asomóse de nuevo al balcón, y echándose sobre
la barandilla, escudriñó con la mirada toda la plaza.
No había nadie.
Sólo le pareció ver un bulto que se deslizaba á la
sombra de los soportales del hotel.
Aguardó un momento; pero la plaza seguía soli­
taria.
Sin saber por qué, el corazón le latía con vio­
lencia.
Entró de nuevo en su estancia, cerró el balcón
y bajóse para coger el objeto que alguien había ti­
rado.
Era una piedra envuelta en un pedazo de papel en
el que había algunas palabras escritas con lápiz.
Una nube le obscureció la vista.
Aquella letra no le era desconocida.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 371

Se acercó á la luz, y á duras penas pudo contener


un grito de inmenso asombro.
Sí, aquella era su letra... ¡la letra de su amado!...
¡Ah! no llevaba firma, pero no podía dudar que era
su letra...
Pasóse una mano por los ojos como para cbnven-
cerse de que no soñaba, y leyó lo siguiente:
«Estoy aquí... Te amo más que nunca... En ti con­
fío. No pierdas la esperanza.»
—¡Gracias, Dios mío gracias!—exclamó la infeliz,
con llanto en los ojos—está aquí.—Se ha adelantado
á mi carta... ¡Me he salvado!

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CAPITULO XIX

Noche de insomnio.

,IEN pronto comprendió Celaste, secándo­


se el llanto de inmensa alegría que ha­
bía asomado á sus ojos, que no estaba
tan salvada como ella imaginara, al
leer lo escrito por su adorado.'
«En ti confío» decíala él.
¿Por qué se lo diría? ¿Por qué confia­
ba en ella? ¿Acaso no era él la columna fuerte que
debía sustentar los anhelos de los dos?
¿Acaso no era él quien tenía que defenderla y am­
pararla contra las asechanzas de don Cesáreo y Al­
berto?
¡De Alberto!... ¿Sabría él que otro hombre la pre­

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 373

tendía y que sus pretensiones las apoyaba el ambi­


cioso señor de la Loma?
Indudablemente debía ignorarlo.
—¿Habrá llegado hoy mismo?—decíase la infeliz
Celeste.—Pero ¿cómo habrá llegado? ¿De dónde habrá
sacado el dinero para el viaje, si él estaba tan pobre
y su madre tan enferma?
En honor de la verdad, es preciso confesar, que
no fueron estos dos puntos, bastante obscuros, los que
más preocuparon á nuestra enamorada.
Todo el que ama, es egoísta... y como Celeste
amaba con delirio, no debe extrañarnos que fuese
exageradamente egoísta.
Lo que más le dió que pensar fue, si su amado sa­
bría las circunstancias en que ella se hallaba.
— «En mí confía»—pensó la pobre—luego si con­
fía en mí, es que algo va á intentar; algo que de mi
sumisión y mi voluntad depende... ¡Dios mío! ¿Qué
plan habrá formado? ¿Qué querrá hacer el desgra­
ciado á quien tanto adoro?
Reflexionó algunos momentos y acabó por decirse:
—Sea lo que sea, dispuesta estoy á secundarle en
todo... Sí; yo no puedo soportar esta existencia de
sinsabores y contrariedades... Pero si lo que él trata
de llevar á cabo es una fuga... ¿debo correr á su la­
do?... ¡Oh! eso sería necio. ¡Falta tan poco para que

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374 SOR CELESTE

Cúmpla yo la mayor edad, que dar un paso semejante


sólo serviría para dar escándalo. Además, estoy segu­
ra de que en seguida, caeríamos en poder de la poli­
cía que don Cesáreo mandaría en persecución nuestra.
Además... ¿tendrá dinero Adelardo? Y si no lo tiene,
como es de suponer ¿á dónde vamos así? ¿qué vamos
á hacer...Después de todo, la fuga es cosa que me
repugna, pues aunque esté segura del respeto que
inspiro al hombre que me ama, juzgo que no está muy
segura la pureza, cuando el amor exalta el corazón
y no hay ley que lo contenga. No, Celeste, no; ya no
eres una niña; las desgracias te han enseñado tal vez
más de lo que debieras saber; ten prudencia, pues, y
procura aunar la astucia con el cariño y tus deseos,
con el deber. Nadie me conoce aquí, es decir, me co­
nocen ya todos, pues por desgracia he llamado la
atención, sin pretenderlo, donde quiera que me he
presentado. De todos modos, aquí no debe preocupar­
me tanto lo que puedan decir las gentes... Pero á mí
no me importa la opinión de los demás ni las murmu­
raciones y las censuras; me importa lo que me puede
decir la conciencia. ^
II

Largo rato estuvo Celeste reflexionando acerca de


lo mismo.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 375

De sus reflexiones, nada sacó en limpio, pues á


decir verdad, tan pronto la calma y la sensatez la
aconsejaban desechase los medios violentos, como
exaltada por su pasión, se decidía á todo.
Celeste era en aquellos momentos, á manera de
veleta, juguete del vendaval.
Según la impelía el huracán de la pasión ó las
brisas del deber, decidíase á todo ó resolvía tener
l
calma.
Dada tal situación, de nada podían servir sus pro­
pósitos, fuesen los que fuesen, pues sus actos debían
depender, forzosamente, de las circunstancias en que
los sucesos la colocasen.'

III

La luz del nuevo día, sorprendió á nuestra enamo­


rada, despierta en su lecho.
La preocupación exalta nuestro cerebro y ya es
sabido que, en tales circunstancias, difícilmente acu­
de el sueño á nuestros párpados.
Por fin, el cansancio rindió á Celeste, y si no dor­
mida, la dejó en ese estado, el más semejante al sue­
ño: el de la somnolencia que nos sume en profundo
sopor.

Biblioteca Nacional de España


b76 SOR CELESTE

Pero tampoco de esta suerte logró la joven la


tranquilidad que tanto necesitaba su espíritu.
Tristes visiones turbaron su reposo.
Hubo momentos en que logró dormirse, pero pron­
to despertó azorada y llevóse las manos al pecho, como
si por un instante, hubiese sentido en él agudo dolor.
Luego suspiró con fuerza, se pasó las manos por
la frente, apoyó los codos en las rodillas y la cabeza
en las manos y muda ó inmóvil, dejó que el llanto
corriese hilo á hilo por sus pálidas mejillas.
¡Pobre enamorada!
Entre las visiones de sus terribles ensueños, había
visto á Adelardo, al amor de sus amores, al único ser
que en el mundo la quería, bañado en sangre á los
pies del infame don Cesáreo, que con los brazos cru­
zados sobre el pecho y una sonrisa diabólica en los
labios; la miraba triunfante, como diciéndole: «Mira,
cómo sé castigar tu desobediencia; mira, como ya no
tienes quien te defienda.»

IV

Celeste saltó del lecho.


No podía estar en él... ¡Cualquiera hubiese dicho
que las sábanas estaban llenas de espinas! ¡Qué des­
asosiego!... ¡Qué angustia!

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ó LAS MARI.BES DEL CORAZÓN 377

Envuelta en una bata, sentóse en una mecedora


junto al balcón.
Allí siguió reflexionando, hasta que sonaron unos
suaves golpecitos dados en la puerta de la estancia.
Estremecióse bruscamente la joven y con opaca
voz, preguntó:
—¿Quién?
—Yo, amita—contestó desde el exterior la fresca
voz de la doncella.
—Adelante.
Abrióse la puerta y la linda, cubanita penetró en
la estancia.
—Buenos días, mi amita ¿cómo ha pasado usted
la noche?
—Bien—murmuró Celeste encogiéndose de hom­
bros.
—No tan bien. La niña tiene los ojos muy hundi­
dos... ha llorado ¡vaya que ha llorado! y que no hace
mucho, porque aún se le nota en las mejillas la mo­
jadura de las lágrimas.
Celeste se pasó el pañuelo por el rostro con preci­
pitación.
La linda cubanita, la miró con la sonrisa en los
labios.
—No se apure usted... no llore, mi amita—la dijo

TOMO I 48

Biblioteca Nacn
378 SOR CELESTE

con acento lleno de ternura—todo esto pasará... El


amo ha de ceder... Cederá.
Celeste no contestó.
Encogiéndose otra vez de hombros, dió á entender
que nada le importaba que el amo cediese ó no ce­
diese.
—Me da pena verla llorar.., y yo quisiera que
usted no llorase, amita.
—No te preocupes con mis cosas—contestó Celes­
te.—Si mi padre pregunta por mí, ahora cuando sal­
gas, no le digas nada... ¿sabes?
—¿Y qué le he de decir yo?
—Tráeme el desayuno.

Comprendiendo la doncella que su ama no quería


conversación, apresuróse á salir en busca de lo que
acababa de pedirle.
Poco después volvía, llevando en una bandeja,
una copa llena de leche y un plato con bizcochos.
La enamorada joven, bebióse aquélla y dejó éstos
intactos.
—¿Quiere usted que la vista?—preguntó la mu­
chacha.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 379

—No; me encuentro bien así y como no he de sa­


lir de casa...
—Como usted quiera.
—Déjame.
La cubana salió de la estancia, pensando:
—Poquitas ganas tiene de conversación... Si ella
supiera lo que me dijo el amo... ¡Y qué alegría! ¡Vaya!
que he estado á punto de decírselo por no verla sufrir
más... Pero no... callemos; más vale así... que las ale­
grías, cuanto más tardan, más felices nos hacen.

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CAPITULO XX

La baria.

A era bien entrada la mañana, cuando


don Cesáreo recibió la visita de Cayi-
ta, la hermana de Gruillermón.
Anunciada por un criado del hotel,
entró en la estancia del que ya podía
considerar como amo.
El día anterior habíase presentado
á don Cesáreo á las doce de la mañana, siguiendo las
indicaciones de Guillermón, al cual había hecho el
padre de Celeste, el encargo de que advirtiese á la
negra que no se presentase hasta bien entrada la ma­
ñana.
Pero don Cesáreo tuvo quehacer y dejó avisado á
uno de los camareros del hotel, para que cuando ella

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 381

llegase, le advirtiese que fuera al día siguiente á la


misma hora.
El día siguiente era este de que vamos hablando.
Cayita, entró pues, como ya hemos dicho, en la
habitación de su amo, y haciéndole una reverencia
poco menos que ridicula por lo excesivamente humil­
de, dijo así:
—Aquí me tiene, mi amo; dijéronme aquí que vi­
niese hoy... y aquí estoy á sus órdenes.
—Perfectamente;—contestó don Cesáreo, fiján­
dose en el aspecto que ofrecía la negra.
En realidad era otro muy distinto del que pudimos
apreciar, cuando acompañada de su hermano, se pre­
sentó por primera vez en aquella estancia.
En la presente ocasión era el tipo perfecto de la
doncella, y hasta su rostro parecía más risueño, más
simpático... ¡Efectos de la limpieza y lo nuevo de la
ropa, sin duda alguna!

II

Don Cesáreo, satisfecho del examen que acababa


de hacer, sonrió á Cayita, y la dijo:
—Ya sabes cuál ha de ser tu misión al lado de la
señorita.
—Lo sé... Descuide, mi amo, que quedará satis­
fecho de mí.

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382 •SOR CELESTE

—Mucha vigilancia.
—La tendré.
—Día y noche.
—Justamente.
—Bueno; ahora te presentaré á ella.
—Cuando quiera mi amo.
—Pues vamos allá.
— Vamos.
Don Cesáreo se dirigió á la estancia de Celeste
seguido de Cayita.
—¿Se puede pasar, hija mía?—preguntó el astuto
señor con hipócrito acento.
—Sí,—contestó secamente la joven desde el inte­
rior de la estancia.

III

Don Cesáreo empujó la puerta y entró con la her­


mana de Gruillermón,
Esta fijó al punto en Celeste una mirada escruta­
dora.
La joven, á su vez miró con curiosidad á Cayita,
y tal vez por no poderlo disimular, hizo un gesto de
desagrado.
Don Cesáreo, poco amigo en las situaciones tiran­
tes de gastar muchas palabras, sin duda por opinar

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 383

que éstas son, como dicen muchos, al igual de las ce­


rezas, que con tirar de una salen varias enganchadas
tras ella, concretóse á decir, presentando á Cayita:
—Hija mía, aquí te presento tu doncella... Como
en breve nos trasladaremos al ingenio, pensé que ya
era hora de buscar servidumbre... Me han presentado
esta doncella para ti y heme apresuradó á aceptarla,
juzgando que has de preferir servirte de tus criados
en vez de aprovechar los del hotel.
Celeste no contestó.
Cayita, habíala mirado sonriendo ingenuamente y
haciendo una ligera reverencia.
Nuestra enamorada fijóse en ella detenidamente
por segunda vez, y por segunda vez no debió quedar
muy satisfecha del examen, pues hizo un gesto de
desagrado.
Cayita, entraba con mal pie al servicio de la niña
Celeste.
Le era antipática.

IV

Don Cesáreo, dió por terminada la presentación y


retiróse dejando á la negra sola con Celeste.
Esta al ver salir á su falso padre, quedóse pensa­
tiva.

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381 SOR CELESTE

La doncella esperó impaciente, ocasión propicia


para hablar.
De pronto, la joven volvióse hacia ella y la dijo
mirándola fijamente, como si quisiera adivinar en la
expresión del rostro de Cayita, el efecto que sus pala­
bras producían en su ánimo.
—¿Ya le ha explicado mi padre, lo que tiene que
hacer cerca de mí?
La negra no pareció inmutarse lo más mínimo.
Sonriendo tranquilamente, contestó sin vacilar;
—Me ha encargado mucho que cuide de usted,
que la obedezca siempre y que no la contraríe en lo
más mínimo... Estos fueron sus encargos, amita...
¡Oh! Y espero que cumpliéndolos, la niña no tendrá
por qué quejarse de mí... Mi mayor deseo, será escu­
char algún día de los labios de mi misma amita, que
está contenta de Gaya.
—i Ah! ¿Se llama usted de ese modo?
—Ese es mi apelativo, para lo que usted guste
mandar.
—Pues bien, ahora no mando nada... Puede mar­
charse... Déjeme.

Celeste, una vez sola, pues la negra se retiró al

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 385

punto sin replicar, no tuvo más que un solo pensa­


miento:
—Esa doncella es otro enemigo... un espía... Por
eso la ha colocado cerca de mí... para que me espíe...
¡Ya comienza el asedio!... ¡Oh!... Pero la fortaleza no
ha de rendirse... Pronto sabré á qué atenerme, res­
pecto á esa criada.
Así diciéndose. Celeste quedóse pensativa.
Largo rato estuvo reflexionando.
Al cabo de él, se dijo:
—La prueba es tonta, porque desde luego, debo
desconflar de toda persona á quien mi verdugo colo­
que cerca de mí; pero, al menos tendré el gusto de
probar que es inútil que traten de sorprenderme, pues
vivo prevenida.
Así pensando, oprimió el botón de un timbre.
Al momento abrióse la puerta de la estancia que
daba al corredor de aquel piso del hotel y apareció
en ella Cayita.
—¿Llamó la niña?—interrogó con melosa entona­
ción.
—Sí... venga usted, acérquese.
La negra acercóse sin recelo alguno.

VI

Celeste la contempló un momento, y acabó por


decirle:
TOMO I 49

Biblioteca
386 SOR CELESTE

"—Según veo, ha sido usted recomendada á mi


padre como modelo de buenas camareras, ¿no es así?
—Justamente, —contestó la negra extrañando
aquella pregunta,
—Pero lo que yo deseo es que sea usted un modelo
de fidelidad.
—La niña puede ponerme á prueba.
—Lo haré cuando llegue la ocasión. Por lo pronto
voy á advertirle á usted que sé perfectamente el fin
con que mi padre la coloca á mi lado.
—Con el de que la sirva y atienda cuidadosa­
mente.
— No sea usted hipócrita y diga la verdad.
—A mita...
—A usted la han colocado á mi lado ^para espiar­
me, para que averigüe cuanto hago en mi estancia y
para que, á ser posible, adquiera mi confianza y ave­
rigüe hasta lo que pienso.
Cayita miró á Celeste con algo de asombro.
La joven, prosiguió diciendo:
—Ya ve usted que es inútil tratar de engañarme.
Conozco las intenciones de ese señor y de él de­
pende usted.
—Aseguro á usted, niña Celeste, que no hay nada
de lo que usted dice. Tal vez más adelante me indi­
quen algo... pero ahora no. A mí, sólo se me ha dicho

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 387

que la cuide á usted, que obedezca cuanto me


mande...
—Bueno, bueno. Como no he de creer lo que us^
ted diga, es inútil que insista en ello. Ahora bien, le
dije á usted que deseaba fuese un modelo de fidelidad
y de eso voy á hablarle. Para que usted me sea fiel á
mí, es preciso que le convenga serlo, y como no es
posible que yo le dé á usted tanto dinero como aquel
buen señor le puede dar, voy á manifestarle la ma­
nera de hacer un buen negocio. Tome usted lo que le
den por espiarme y tome usted lo que yo le dé porque
no me espíe; dice usted á ese caballero que no ocurre
nada, y...
—Pero si no se me encargó que espiase.
—-¿Que no? ¡eh! ¡si sabré yo lo que me digo!
—Pues se equivoca la niña; se lo digo de verdad.
—Créame, no niegue y saldrá ganando.

VII

Cayita pareció titubear.


Miró fijamente á Celeste, y decidida, sin duda
alguna, á engañará la joven en bien de su amo, la
dijo;

Biblioteca Nacional de España


388 SOR CELESTE

—Tiene razón la niña; es verdad todo lo que dice.


—Ve usted como no me equivocaba. Conozco la
gente que me rodea.
—Pero como, al fin y al cabo, ya sabemos lo que
son los padres, no tema niña Celeste, pues yo, vea lo
que vea, nada le diré al amo.
—¿Lo harás así?—preguntó Celeste tuteándola en
prueba de confianza y dando á sus palabras la ento­
nación de la alegría.
—Así lo haré.
—Yo sabré pagártelo.
—¡Oh! eso, depende de la voluntad de usted.
—¿Es verdad que me serás fiel?—preguntó Celeste
con algún recelo todavía.
—Se lo juro á la niña.
—Pues bien, esta tarde saldrás del hotel con cual­
quier excusa, para tirar al correo una carta mía. Ex­
cuso decirte que nada ha de saber tu amo.
—Nada sabrá.
Guardó silencio Celeste y en vista de ello, Cayita
preguntó:
—¿Desea algo más la niña?
—Nada absolutamente... Puedes retirarte.
— ¿Si quiere que le ayude á vestir?...
—No es necesario.
Inclinóse la negra ante la joven ceremoniosa­
mente, y salió de la estancia.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 389

Celeste, al quedarse sola, murmuró:


—No lograréis engañarme. Sé lo que tengo que
hacer en las presentes circunstancias.

VI II

Entre tanto, Cayita decía á don Cesáreo.


—¡Albricias, mi amo! Ya logré la confianza de la
niña.
—¿Tan pronto?—exclamó el caballero, mirando á
la doncella con asombro.
—Yo me pinto sola para estas cosas^
—Si es cierto lo que dices, habilidad demuestras
tener.
—La niña ha querido comprarme.
—¡Hola!
—Y yo me he vendido.
—Lo cual prueba que ella sospecha de ti, por el
solo hecho de ser yo quien te puse á su servicio.
—Justamente.
—¿Y til...?
—Pues yo... me vendí__ Ya ve usted de qué ma­
nera tan sencilla, voy á tener la confianza de mi
amita.
—No se puede negar que eres astuta.

Biblioteca Nacional de Espáfía


390 SOR CELESTE

—Esta tarde he de ir al correo.


---¿Eli.
—A tirar una carta.
—¡Hola, hola!
—Y debo salir—agregó Cayita riendo—sin que mi
amo lo sepa.
—Bueno, pues, ya sabes...
—Haré el papel á las mil maravillas: Tomaré la
carta, saldré en seguida del hotel, porque pudiera ser
que la niña estuviese detrás de los vidrios del balcón,
esperando mi salida.
—Cuando digo que eres astuta...
—Y usted me esperará en el corredor de este piso,
le daré la carta, y saldré á la calle, como si tal cosa.
—Eso debes hacer.

IX

A las cuatro de Ja tarde, don Cesáreo, fumando


rico veguero, esperaba impaciente, paseando por el
vestíbulo del hotel.
Sin duda alguna, había calculado que estarse mu­
cho rato en el corredor era, además de ridículo, causa
suficiente para llamar la atención.
Poco lato hacía que esperaba, cuando Cayita pasó

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LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 391

por delante de él apresuradamente, dejando caer al


suelo una carta.
Don Cesáreo apresuróse á recogerla y dirigióse á su
estancia.
Una vez en ella, leyó la dirección del sobre:
Decía así:

«España.
Señor don Adelardo Díaz.
Calle de Carretas, número.... Buhardilla.
Madrid.»

—i Calle! Pues es verdad, Cayita ha logrado la


confianza de Celeste.
Y así diciendo, don Cesáreo rasgó el sobre con afán.
Dentro de él encontró un pliego cuyo contenido
era el siguiente:
«Si son ustedes tan necios que creen voy á caer
en los lazos que se me tiendan, están muy equivoca­
dos.
«Sé que estoy entre un canalla y un espía, por lo
tanto viviré prevenida.»
Don Cesáreo estrujó el papel entre sus manos, y ti­
rándolo con rabia, exclamó:
—Se burla de nosotros... Y esa estúpida negra,
creyó haberse captado su confianza. Lo que voy cre­

Biblioteca Nacional de España


392 SOR CELESTE

yendo yo, es que no me sirve para desempeñar el pa­


pel que le he confiado.
En aquel momento, una risita nerviosa y burles­
ca, llegó á sus oídos.
Celeste, habiendo mirado por el ojo de la llave de
la puerta que ponía su estancia en comunicación
con la de don Cesáreo, y habiéndole visto estrujar la
carta y tirarla al suelo, habíase echado á reir, procu­
rando ser oída para que su miserable verdugo, viese
que también ella sabía espiar.

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CAPITULO XXI

El amor se impone.

Oá EGRESÓ Cayita al hotel, fingiendo volver


de echar la carta, y quedó asombrada al
escuchar estas palabras de labios de don
Cesáreo:
—¿Sabes leer?
—Creo haber dicho á mi amo que sí,
—contestó la negra, con su lenta y co­
medida entonación.
—Pues... aquí tienes la carta que te dió mi hija;
léela.
Leyó Cayitá la carta de Celeste y no pudo menos
que exclamar:
—/Denlongo/ No creí tan astuta á la niña.
—Ni yo te creí tan torpe. __
TOMíJ 1 60
394 SOR CELESTE

—No hay torpeza, mi amo, ¿he hecho algo mal?


—Has creído hacer una gran cosa.
—¿Y qué se le va á hacer? De todos modos, yo
hice lo que las circunstancias aconsejaban ¿Qué ha
querido hacer la niña? ¿demostrar que no se fía de mí?
Bueno, pues que no se fíe; por eso no dejaré yo de
vigilar constantemente.
—Pero la facilidad con que tú creiste haber lo­
grado su confianza, me tiene escamado.
—¿Por qué razón, amo mío?
—Porque es muy fácil que en otra ocasión, burle
tu vigilancia haciéndote creer otras cosas.
—No tema usted, que no es Cayita tan boba.
—En fin, de ti depende que sigas á mi servicio.
# —Pues me parece que seguiré. Ya verá mi amo
como queda contento de mí.
Hizo una pausa la negra, y preguntó después:
—¿Hay que hacer como que he tirado la carta, ó
no importa que la niña sepa la verdad?
—Como que ya lo sabe—contestó don Cesáreo de
mal talante—puedes hacer lo que te dé la gana.
Cayita salió de la estancia, pensando que el cargo
que se le había conferido, no era muy’fácil de desem­
peñar, dada la astucia de Celeste.

Biblioteca Nacionai de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 395

II

Aquella noche, Celeste no quiso ir al teatro.


Don Cesáreo, insistió cuanto le íué posible; pero
viendo que sería inútil su empeño, resolvió irse solo
un momento, dejando á la negra el encargo de vigilar
cuidadosamente.
En el primer entreacto, Alberto, presentóse en el
palco de su digno amigo y compañero de negocio.
—¿Cómo no ha venido Celeste?—íué lo primero
que preguntó con viva ansiedad.
—Amigo mío; el asunto presenta mal cariz—con­
testó don Cesáreo sonriendo irónicamente.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Que la paloma se convierte en gavilán... Ano­
che tuve con mi hija... digámoslo así, una conver­
sación algo violenta.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de sus amores, de usted y de mí.
Aquí don Cesáreo, contó á Alberto, cuanto ya sa­
ben nuestros lectores, referente á la conversación á
que el miserable se refería.

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396 SOR CELESTE

III

El joven escuchó atentamente y su interlocutor,


acabó diciendo:
—Después de lo ocurrido, esperaba la negativa de
Celeste á venir al teatro. Insistí, pero todo fué inútil.
No logré torcer su voluntad.
—Pues siguiendo por ese camino difícilmente lle­
garemos á lo que nos hemos propuesto.
—Eso ya es distinto. A la boda hemos de llegar
de todos modos... Digo, mientras usted no se arre­
pienta de lo tratado.
—¡Oh! ¡eso no!—repuso Alberto con firmeza.
—Y por las pupilas del joven cruzó algo, que de­
bió llamar la atención de don Cesáreo, pues éste, mi­
rándole fijamente, le preguntó:
—¡Calle! ¿Acaso se ha enamorado usted de Celes­
te? Tendría gracia.
—Yo no sé si tendría gracia, ó dejaría de tenerla.
Sólo puedo asegurar, que lo que con ella me pasa, ja­
más me sucedió con mujer alguna.
—¿Lo que le pasa ó lo que siente?
—Usted lo ha dicho: lo que siento.
—¡Ay, ay, ay! en mal camino le veo á usted.
—¿Por qué razón?

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 397

—Porque enamorarse de Celeste eii las circuns­


tancias en que se halla, es en mi concepto, lo peor que
le podía suceder.
—No comprendo...
—Pues yo sí, querido. Estando usted enamorado
de ella, no ha de poderla dominar... será usted siem­
pre el dominado.
—¿Y qué me importa?
—Debiera importarle. ¿No está usted dispuesto á
casarse con ella en las condiciones convenidas?
—Sí, señor.
—¿Y no comprende usted que esa mujer no ha de
amarle nunca?
—¿Quién sabe?
— Yo no sé quién lo sabrá—contestó burlonamen­
te don Cesáreo—perú crea que no tendría inconve­
niente ninguno, en apostar la parte que me corres­
ponde de la dote, contra la que usted se quedará y
perderla, si Celeste llega á amarle algún día.

IV

Alberto mordióse los labios despechado.


Durante algunos momentos, permaneció silencioso.
Don Cesáreo parecía reflexionar.

Biblioteca Nacional de España


'1
398 SOR CELESTE

Al cabo de algunos momentos, dijo así:


—Vayamos á cuentas, amigo mío: á mí, que us­
ted ame ó deje de amar á Celeste, que usted sea feliz
ó desgraciado por su culpa, cosas son que, francamen­
te, me tienen sin cuidado. Pero en cambio, me preo­
cupan muchísimo, las consecuencias que esa estú­
pida pasión, (y usted perdone el adjetivo), pueda tener
para mí.
—¿Qué consecuencias puede tener para usted mi
pasión por Celeste?
—¡Muchísimas, querido! ¿quién me responde á mí,
de que usted, á pesar de ser un buen calculador, no
pierda en un momento la brújula y se deje engañar
por la chiquilla. Y mire usted amigo que ella no es
nada boba.
—¿Y en qué tenía que dejarme engañar?
—En creer que ella realmente le quiere y ha­
cerme á mí alguna jugarreta, no muy agradable.
—Para creer yo en el amor de Celeste, es preciso
que ella se case conmigo.

Don Cesáreo, al escuchar esta respuesta, sonrió


satisfecho y repuso:
—Es verdad, y como para casarse con ella, tendrá

Biblioteca Nacional de España


ó Las mártires del corazón 399

usted que firmarme el crédito equivalente á la mitad


de la dote...
—De aquí que deba usted estar tranquilo.
—En fin. Tendré que concretarme á sentir en el
alma, la tonta pasión de usted. Pero vamos, aún es­
pero que se le pasen esos enamoramientos.
—Ojalá fuera así—murmuró Alberto con voz baja.
Don Cesáreo, oyó la anterior exclamación y con­
cretóse á sonreir.
Al cabo de algunos momentos de silencio, el astu­
to bribón, dijo:
—Pasado mañana por la tarde ya podrá usted ve­
nir á visitarnos al Ingenio.
—¿Se habrán trasladado á él?—preguntó Alberto
con interés.
—Sí, señor. He apresurado la instalación á fin de
que cuanto antes, puedan realizarse mis proyectos.
—¿Mañana por la noche no vendrá Celeste al
teatro?
—Querido, eso depende de la voluntad de ella,
pues en cosas tan tontas, nada me importa ceder.
—Entonces, hasta mañana... si vienen ustedes.
—¿Y si no venimos...?
—Hasta pasado mañana por la tarde en el Inge -
nio.

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400 SOR CELESTE

VI

Alberto salió del palco de don Cesáreo y bajó á la


platea.
Uno de sus amigos, concurrente al palco de todos
ellos, le salió al encuentro, preguntándole:
—¿A dónde vas querido?
■-A casa; me fastidio aquí,—contestó Alberto con
alguna sequedad.
—Lo comprendo; como que no está en el teatro la
hermosa española...—Y el amigo agregó sonriendo:
—Chico: ¿sabes que debiéramos estar incomoda­
dos contigo todos tus amigos?
—¿Por qué razón?
—Porque nos has privado del juguete que más nos
divertía.
—No te comprendo.
—¡Esta noche no ha venido Fernandito! ¿Com­
prendes ahora? ¡Oh! y es muy capaz de no volver por
donde puede encontrarte á ti. ¡Cáspita! El bofetón
fué de primera. Debió oirse hasta en la corte celestial.
No, no temas, no volverá por otro. Pero el caso es,
el que yo te he dicho: que nos has privado del juguete.
Porque cuidado que nos reíamos á costa del infeliz.

Biblioteca Naciónal de España


6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 401

Alberto sonrió discretamente.


Dió conversación un momento á su amigo y por fin
separóse de él, diciendo:
—No habéis perdido gran cosa, porque después de
todo, tenía inconveniencias comprometedoras y estu­
pideces muy cargantes.
Y después de estrechar la mano del joven entre
las suyas del coliseo.

TOMO 1 61

Bibliote-
1

CAPITULO XXII

La carta.

OR fin Celeste, se vió sola en su estan­


cia... ¡sola y libre de la odiosa presencia
de Cayita!
La negra habíase retirado á descan­
sar, á una de las habitaciones altas del
hotel, según dijera ella misma á Ce­
leste.
Guillermón se había quedado con su hermana por
orden de don Cesáreo, á fin de que á la mañana si­
guiente, al partir para el ingenio, ayudase á bajar
algunos objetos.
La infeliz Celeste exhaló un suspiro de satisfac­
ción al verse sola.
Ya no tenía que disimular, ya no tenía que fingir;
podía entregarse libremente á sus reflexiones, sin te­

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 403

mor á que su rostro retratase los sentimientos de su


alma...
¡Qué agradable era aquella soledad, aquella quie­
tud!...
La soledad es compañera inseparable de la triste­
za... La soledad es un consuelo para el que sufre...
iy ella estaba tan triste!... ¡sufría tanto!...
Cerró con llave la puerta de la habitación para
que no la interrumpiesen, para que no la estorbasen;
y quiso hacer lo mismo con la puerta que comunicaba
con el cuarto de don Cesáreo, pero no pudo. La llave
había desaparecido.
Hubo de contentarse con encajarla, para que si
pretendían abrirla, el ruido la advirtiese.
Bajó la luz de la lámpara, se sentó en una mece­
dora al lado del balcón y dejando, caer la cabeza so­
bre el respaldo, cerró los ojos como si se dispusiese á
dormir.

II

Pero no se durmió; al contrario: su imaginación,


después de vagar largo rato representándole los va­
rios sucesos de que venía siendo protagonista, se con­
centró en uno solo: en la repentina y casi providen­
cial aparición del hombre á quien tanto amaba.

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1

404 SOR CELESTE

Había en aquel hecho algo superior á la casuali­


dad. Dios la protegía, y con protección tan suprema.,
¡qué podían importarle las asechanzas de los hombres!
Su causa exa justa, muy justa, y la justicia siem­
pre vence, tarde ó temprano: ella también vencería.
La esperanza brotaba en su corazón; y como la
esperanza es sentimiento tan dulce, tan halagador,
tan agradable, sentíase consolada... casi dichosa.
—¡Adelardo! — murmuró, dando á su semblante
una expresión de infinita ternura.
De pronto, su sonrisa se eclipsó obscurecida por
sombras de temores y dudas.
¿Volvería aquella noche ó no volvería?
Su corazón le decía que sí, pero su desconfianza,
esa desconfianza que nace de los desengaños y que
más crece cuanto mayor es el bien que ansiamos, gri­
taba: «acaso no podrá; acaso haya sido descubierto;
acaso á estas horas esté en poder de nuestros encar­
nizados enemigos.»
A esta sola idea, su cuerpo se estremeció con
temblor de angustia.
La infeliz se levantó nerviosa y agitada y salió al
balcón.
La plaza estaba aún muy concurrida.
Miró con ansiedad á todas partes, escudriñó todos
los grupos, registró con penetrante mirada todos los

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 405

ángulos, todas las bocacalles, toáoslos rincones; ¡im­


posible distinguirlo entre tanta gente!
No, no debía estar, y si estaba, estaría oculto,
procurando no llamar la atención de nadie... Lo con­
trario hubiera sido una imprudencia y las impruden­
cias en situaciones como la suya, eran peligrosas.
Se retiró otra vez del balcón y volvió á sentarse.
¡Ah! Era preciso tener calma... aguardar.

Ill

Celeste quiso entretener el tiempo combinando


un plan de campaña, pero no pudo conseguirlo.
Todo debía temerlo de aquellos miserables, y para
defenderse contra sus asechanzas, solo podía contar
con la ayuda de Dios, de Dios que la había protegido
mandándole á su Adelaide.
Desde que sabía que éste estaba allí, se sentía
fuerte para todo... En esto cifraba toda su defensa:
en su energía indomable y en su confianza ciega en
la providencia divina.
Por un momento, se acordó de que al día siguiente
la llevaban al ingenio.
¡Oh! Era necesario que Adelaide no lo ignorase,
para que supiese dónde buscarla.

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406 SOR CELESTE

Decidió escribirle cuatro letras avisándoselo, pero


no pudo encontrar en la habitación recado de escri­
bir.
Sin duda, don Cesáreo, hombre previsor, lo había
retirado para privarle de aquel medio de comunicarse
con alguien.
Celeste sonrió con desprecio.
—Enemigo que teme, es enemigo que empieza á
reconocerse vencido—se dijo con íntima satisfacción.
Abrió un armario, sacó un cofrecillo donde guar­
daba sus joyas, y de él un precioso y artístico tarje
tero de concha, con incrustaciones de nácar y oro.
Las tapas del tarjetero estaban cerradas y suje­
tas por un pequeño lápiz... Lo sacó y, con él, escribió
precipitadamente sobre una pequeña hoja que arran­
có del propio tarjetero, las palabras siguientes:
«Te amo, como te he amado siempre.
»Fía en mi amor, como yo fío en el tuyo.
»Tenemos poderosos y encarnizados enemigos;
guárdate de ellos; vive alerta; mucha precaución.
^Cuenta conmigo para todo.
Mañana muy temprano me llevan á una finca
que está en el camino del Vedado.
»No puedo darte más señas, pero confío en que sa­
brás encontrarme.
»Prudencia y esperanza... Dios nos protege, puesto

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 407

que ha vuelto á reunirnos; fía en Él y en nuestro


amor.
»Tuya ó de nadie.»
Celeste no quiso firmar, porque una carta con fir­
ma era á su juicio un peligro.
A delardo mismo le había dado aquel ejemplo de
prudencia.
Leyó detenidamente lo que había escrito; luego
dobló el papel y se lo guardó en el pecho.

IV

Dominada por la impaciencia, Celeste asomóse de


nuevo al balcón.
En la plaza aún había mucha gente, pero no pa­
seantes; éstos se habían retirado ya; aquéllos eran los
que salían del próximo teatro Tacón.
Celeste los veía atravesar la plaza á pelotones,
hablando y riendo alegremente, hasta que se perdían
allá en la penumbra de las bocacalles.
Poco á poco fueron disminuyendo en número.
Por fin, no quedaron más que tres ó cuatro rezaga­
dos, que se paraban de trecho en trecho para hablar.
Hasta ella llegaba claro y distinto el rumor de la
conversación: discutían la comedia que acababan de
ver representar.

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408 SOR CELESTE

Por último, desaparecieron también y la plaza


quedó solitaria.
Sólo de vez en cuando se oía allá, á lo lejos, el
taconeo de algún transeúnte que iba presuroso en
busca de su hogar.
En un reloj cercano sonó la una de la madrugada.
Celeste temblaba de ansiedad y de impaciencia;
su cora'zón latía aceleradamente.
Aquel era el momento... ¿Iría?... ¡Cuánto tar­
daba!
De la sombra de uno de los jardinillos que servían
de adorno al centro de la plaza, vió destacarse la fi­
gura de un hombre.
Celeste lo reconoció en seguida... casi puede de­
cirse que lo adivinó su alma antes de que lo vieran
sus ojos... ¡Era Adelardo!
El joven dió dos ó tres paseos, como para cercio­
rarse de que estaba solo, de que nadie le expiaba.
Luego se detuvo frente al balcón, y levantando
una mano á la altura de la cabeza, enseñó á Celeste
una carta.
La joven sacó entonces la que ella había escrito y
llevaba oculta en el pecho, hizo lo mismo que Ade­
lardo y se retiró presurosa del balcón.
Apenas había entrado en la estancia cayó á sus
pies un pequeño envoltorio.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 40fl

Bajóse, lo recogió, y alargando á su vez la mano,


arrojó á la plaza el papel que á prevención tenía es­
crito .
Aguardó un instante, inclinóse luego sobre la ba­
randilla y vió á Adelardo buscando por el suelo la
carta.
Tuvo un momento de sobresalto.
¿Si -no daría con ella?
Por fin vió que se incorporaba y que dirigía su
mirada al balcón, mostrándole al mismo tiempo un
papel.
¡La había encontrado!
Por un momento nuestros enamorados permane­
cieron inmóviles, cada cual en su sitio.
Sin duda se contemplaban, como si sus ojos pre­
tendiesen hablarse á través de la obscuridad de la
noche.
A poco, Adelardo hizo una significativa seña de
despedida, y se alejó volviendo á cada paso la ca­
beza.
Celeste le siguió con la mirada |hasta que se per­
dió de vista.
Después retiróse, cerró el balcón, y sentándose
junto á la mesita donde ardía la lámpara, deshizo el
pequeño paquete.
Como el de la noche anterior, estaba formado por
TOMO I 52

Bibliotec,
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410 SOR CBLESTE

una piedrecilla, que servía de contrapeso á una carta.


La carta era bastante larga.
Las cuatro carillas del pliego estaban llenas de le­
tra pequeña y apretada.
Celeste comenzó á leerla con emoción mal con­
tenida.
Leámosla con ella.

Decía así:
«Bien mío; al fin vuelvo á verte... al fin vuelvo á
estar cerca de ti... ¡Oh! y para no separarnos nunca...
»En vano será que los hombres intenten interpo­
ner entre nosotros la inmensidad de los mares...
»Nuestros destinos van ligados el uno al otro, y
ya lo ves, no ha habido distancia invencible... Sal­
tando por encima de esa distancia, otra vez nos he­
mos reunido... ¿Cómo?... Ni yo mismo lo sé, ni yo
mismo me lo explico. Sin duda porque hay una pro­
videncia que vela por los enamorados.
«¿Te acuerdas de cuando te decía que te amaba
con todo mi corazón y que era imposible que existiese
en el mundo un amor más grande y más intenso?...
Pues te engañaba; pero te engañaba, sin yo sospe­
charlo siquiera...

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Celeste comenzó á leerla con emoción.
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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 411

»Te quería mucho, sí, muchísimo; pero ahora te


quiero todavía más que antes, y estoy seguro de que
mañana te querré más que ahora... Y siempre así...
Tu amor, imponiéndose á todos mis afectos, á todas
mis inclinaciones, absorbiéndolos, anulándolos... El
mundo entero concentrado para mí en tu amor; mi
vida toda consagrada á tu cariño... ¿Me querrás tú
de igual manera?...
»Sí; me amarás, me amas, necesito que me ames...
¿Qué fuera de mí sin tu amor?... ¡Si vieras qué des­
graciado soy!
»He sufrido mucho... Conoces la historia de mis
dolores, ¿verdad?... Bueno, pues más dolores aún y
más crueles...
«Primero, tu ausencia; después...
«Voy á contártelo todo, aunque sufras, porque
sufrirás, estoy seguro de ello.
«Si no sufrieras, sería señal de que no me amas.
«¿Te acuerdas de mi madre?...
«Tú sabes cuán buena era, tú sabes cuánto me
quería, tú sabes, que antes de conocerte, ella era
el único bien de mi vida, mi consuelo...
«Por ella no te seguí cuando á estas lejanas tie­
rras te trajeron, bien lo sabes. Tú misma me digiste:
«el deber de hijo es lo primero»... ¿Te acuerdas?...
«Pues bien, aquella mártir, aquella santa, mi ma­
dre, en fin... ¡ha muerto!»

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412 SOR CELESTE

Celeste interrumpió un instante la lectura para


enjugar sus lágrimas.
Luego prosiguió la lectura.

VI

«Recuerdo aún sus últimas palabras, que no se


han borrado ni se borrarán nunca de mi memoria.
»Hijo mío,—me dijo:—tú eres bueno; tienes un
alma noble y un corazón honrado. Ese es tu tesoro;
esa es toda la herencia que al morir te dejo. Con ello,
si sabes conservarla, serás dichoso, ¡muy dichoso!...
No hay dicha comparable á la que proporciona la
tranquilidad de la conciencia... Sigue recto el camino
del bien y no vaciles, no dudes, no desfallezcas; la ma­
la suerte se vence con la fe y la perseverancia... Sé
hombre... Camina hacia adelante, siempre adelante...
No vuelvas atrás los ojos, si no es para tomar expe­
riencia de tus desengaños... La lucha de la existencia
es ruda, en ella sucumben muchos fuertes, pero á ve­
ces triunfan también algunos débiles; lucha con valor
y vencerás. Cuando persigas un fin justo, bueno y
honrado, camina á él con decisión y energía; Dios
protege las causas justas; no te arredren los obstácu­
los; la fe allana montañas; tú lograrás tu propósito...

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r ó Las mártires del corazón 413

¡Pobre hijo mío! Ya no me tendrás á mí en el mundo


para dirigirte y animarte; pero no importa; piensa en
mí, en mi cariño. . y mi recuerdo será tu amparo.
Honra mi memoria en muerte, como has honrado
mi nombre en vida... Adiós hijo mío; llórame, pero no
te desesperes. Sé dichoso... ¡muy dichoso!...
»Y no dijo más... Murió, como mueren los justos:
¡con la sonrisa en los labios!»

VII

Celeste se conmovió profundamente.


¡Ah! ¡ella no había tenido una madre que la qui­
siese y le hablase de aquel modo!
Siguió leyendo:
«Explicarte lo que á mí me sucedió entonces, seria
empresa, más que difícil, imposible.
»Parecióme que el mundo se desplomaba sobre mi
cabeza... ¡Sombras y obscuridad por todas paites! Una
sola luz alumbraba las negruras de mi destino: tu
amor, tú. Tu recuerdo sirvióme de guía para salir de
las profundidades del abismo de mi dolor y mi infor­
tunio.
»Mi madre lo había dicho:
«Todo se vence con fe y con perseverancia... Cuan­
do persigas un fin justo, bueno y honrado, camina hacia

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414 SOR CELESTE

él con decisión y energía; Dios protege las causas


justas; tú lograrás tus propósitos...»
»¿Qué más justo, más bueno ni más honrado que
tu cariño?...
»Reuní todas mis fuerzas y las consagré por ente­
ro á merecerte, á alcanzarte. Tú fuiste desde aquel
instante el único móvil de mi existencia.
»Tu amor me hizo mucho bien; fué mi consuelo
y mi esperanza...
»Sin él... ¡qué hubiera sido de mí!... La desespe­
ración, la locura... todos los delirios, todas las desdi­
chas, hubieran formado mi porvenir...
»Pero no; tú vivías, tú me amabas y yo había de
vivir también, para también amarte.
»iQué gran verdad dijo mi madre cuando dijo: «la
fe allana montañas!»...
»Para mí era obstáculo insuperable venir á tu
lado, y, no obstante, ya lo ves, aquí estoy.
»¿Cófno lo he conseguido?... Yo mismo lo ignoro.
»Acumula todos los sacrificios, todos los esfuerzos
imaginables, y tendrás remota idea de lo que yo he
hecho por ti.
»¡Me ha costado mucho alcanzarlo!... es verdad,
pero lo alcancé.
»Este primer triunfo me da alientos para intentar
nuevas empresas.

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w-

6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 416

»Te amo... Sin tu amor, para nada quiero la vi­


da... ¿Hay grandes obstáculos qué á nuestro amor se
oponen?... No importa, los venceremos. Si tú eres
animosa, me ayudarás á luchar y vencer; si no lo eres,
lucharé y venceré yo solo.
»Una sola cosa me falta para no vacilar ante el
peligro: saber que tú sigues queriéndome como me
has querido siempre... Y no te ofendas. Celeste de mi
vida, por esta desconfianza.
«Teme siempre el avaro que le roben su tesoro...
¿no he de temer yo, que me roben el mío?...
«¿Qué haré para conseguir nuestra felicidad?... Ya
lo verás... ¡Ah! ya te lo diré cuando mis palabras
no puedan ser oídas ni mis cartas secuestradas. Soy
pobre, pero no soy débil; estoy solo, pero no obstan­
te, venceré; tengo amias para luchar.
«Ten confianza en mí, ¡vida mía... Espéralo todo
de mi cariño... Por él seré un héroe ó seré un már­
tir... Todo, antes que un cobarde...
«Nuestra dicha será más grande, más halagadora,
porque nos habrá costado mayor esfuerzo conseguirla...
Las victorias más reñidas son las que dan más gloria.
«Adiós... ¡Piensa en mí! Refúgiate en mi amor,
como yo me refugio en el tuyo...
«Busca en él esperanza, valor y consuelo, y lo ha­
llarás, de fijo, como yo lo hallo... ¿La desgracia nos

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416 ■SOR CELESTE

persigue?... pues opongamos nuestro amor á la des­


gracia, y verás como, al fin, venceremos.
»¡Lo triste, lo desconsolador sería que ese amor
no existiera!
»No quiero escribirte más, porque mis palabras
variarían en la forma, pero en el fondo siempre ven­
drían á decir lo mismo...
»Todas mis ideas, todos mis sentimientos, todos
mis impulsos, mi vida toda, en fin, puede resumirse
en una sola frase... ¡te amo!
»Por tu amor, ya lo sabes: todo: la lucha, el sa­
crificio, hasta la muerte... ¡Como que sólo por él y
para él vivo!
»Adiós... ¡alma mía, adiós!...
»Es decir, adiós no... ¿cómo he de decir adiós á la
que llevo siempre aquí, en mi alma.»

VIH

De los labios de Celeste se escapó un sollozo.


La infeliz besó la carta, dejó caer la cabeza sobre
la palma de su diestra y se quedó inmóvil pensativa.
Abundantes lágrimas corrían por sus mejillas; pe­
ro no lágrimas de dolor, sino de felicidad.
También la dicha suele desahogarse en llanto,
pero en llanto dulce, consolador, tranquilo.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 417

¿Cuánto tiempo permaneció asi?


Ni ella, misma lo supo.
Sumida en delicioso éxtasis, el mundo con todos
sus dolores y todas sus miserias, desapareció á sus ojos
para ser sustituido por las vagas y halagadoras visio­
nes de un sueño de felicidad y esperanza.
Tan abstraída estaba, que olvidando por completo
su habitual prudencia, no se cuidó de tomar ninguna
de esas precauciones tan necesarias á quien como ella
se veía constantemente rodeada de enemigos y de es­
pías.
Ni se acordó siquiera de que la puerta que ponía
en comunicación su cuarto con el de don Cesáreo, es­
taba entornada solamente, pues no había podido ce­
rrarla con llave.
Ni una vez tan sólo, mientras leía, ocurriósele
volver la cabeza.
Hasta se había sentado de espaldas á ella, como
para facilitar una sorpresa, así que no pudo observar,
que á poco de comenzar la lectura, aquella puerta se
entreabría sigilosamente y que en el fondo obscuro
de su abertura, se destacaban dos ojos brillantes, que
fijaron en ella una mirada de satisfacción y odio.
Cuando Celeste hubo concluido de leer, aquellos
ojos permanecieron allí, espiando sus menores movi­
mientos, fijos en ella con tengw^w^at^cia, como si
TOMO 1 63

Biblioteca
1
418 SOR CELESTE

quisiesen penetrar hasta el fondo de sus ocultos pen­


samientos.

IX

Por fin, Celeste volvió á la realidad.


Estremecióse, se pasó • una mano por la frente,
dobló la carta con precipitación, guardósela en el pe­
cho, y levantándose de su asiento, giró en torno suyo
medrosa mirada.
Después dirigióse á la puerta de la habitación de
don Cesáreo; estaba encajada, tal como ella la de­
jara.
Miró por la cerradura y no vió luz; escuchó aten­
tamente y no oyó el más leve ruido.
Entonces respiró con fuerza y sonrió con satis­
facción.
Dió una vuelta por la estancia y paróse delante
de los cristales del balcón.
La plaza estaba obscura y solitaria.
Era muy tarde, habían apagado las lámparas eléc­
tricas, y sólo se veía una obscuridad impenetrable,
salpicada á grandes trechos por las rojizas luces de
los escasos faroles de gas.
Permaneció un rato junto al balcón.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 419

No sabía qué hacer. Se encontraba fatigada, ren­


dida, y sin embargo temía dormirse.
El sueño para ella estaba poblado de peligros y
acechanzas.
Todo lo temía de sus miserables enemigos.
Por fin decidió acostarse.
No pensaba dormir; pero al menos descansaría un
poco.
No se desnudó; aflojóse las ropas y se tendió ves­
tida.
La lámpara había quedado ardiendo, aunque muy
baja... ¡La obscuridad le daba miedo!
Para no dormirse. Celeste llamó en su auxilio las
hermosas y risueñas imágenes que la lectura de la
carta de Adelardo había hecho desfilar ante sus
ojos.
Pero sucedió precisamente lo contrario de lo que
ella pretendía:
Su espíritu languideció poco á poco, halagado por
la enervante felicidad de aquellos ensueños, y pronto
perdió su dominio sobre la materia.
Entonces, ésta, rendida por el cansancio, entre­
góse al reposo.
Celeste se durmió con sueño tranquilo, dulce, re­
parador, profundo, poblado de fantásticas visiones...
Su rostro aparecía iluminado por una inefable sonri­

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1
420 SOR CELESTE

sa... Su abultado seno, se mecía dulcemente á impul­


sos de una respiración igual, acompasada, tranquila...

La puerta de la habitación de don Cesáreo volvió


á entreabrirse y volvieron á destacarse en ella aquellos
dos ojos brillantes, fosforecientes, como los del tigre
que en la obscuridad acecha su presa.
Transcurrieron algunos minutos.
La puerta se abrió más, lo suficiente para dar pa­
so á una persona, y la figura de Cayita apareció en el
vano.
La negra alargó el cuello, como si escuchase ó
como si quisiese registrar la estancia hasta los más
obscuros rincones.
Luego adelantó hacia la cama, deslizándose como
una serpiente: sin ruido.
A cada momento se detenía y prestaba atención.
Así llegó hasta el lecho.
En aquel momento. Celeste se movió.
Cayita tiróse al suelo y se acurrucó bajo la cama.
Desde allí escuchó á la joven, que con acento dul­
ce y apenas perceptible, murmuraba en sueños:
—¡Adelardo!... ¡Adelardo!

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ó Las MÁRliRES DEL CORAZÓN 421

Pasaron unos instantes.


Cayita salió de su escondite, levantó la cabeza y
fijó una mirada en el rostro de Celeste.
Esta dormía sonriendo.
La negra entonces se puso de rodillas ante la ca­
ma, pronta á dejarse caer al suelo al menor movimien­
to de la joven.
Ya hemos dicho que Celeste se había acostado ves­
tida, sin más que aflojarse un poco las ropas.
El cuerpo del vestido, medio desabrochado, dejaba
al descubierto parte de su blanco y torneado pecho.
Sobre el sonrosado fondo de su seno, resaltaba la
blancura de un papel, uno de cuyos picos salía de en­
tre los finos encajes que adornaban el escote de la ca­
misa.
Era la carta de Adelaide.
Cayita miró aquel papel de una manera extraña.
Alargó la mano para cogerlo, pero se contuvo.
Temerosa repitió la misma operación algunas ve­
ces.
Le temblaba el brazo.
Por fin, deslizando sus negros dedos por entre los
rizados encajes, lo cogió con cuidado y tiró de él poco
á poco, con suavidad...
Un instante después, la carta de Adelardo había
cambiado de sitio.

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1
422 SOR CELESTE

Ya no estaba en el seno blanco y suave de Celeste,


sino en el negro y curtido de Cayita.
La negra se irguió entonces y sonrió satisfecha.
Su blanca dentadura destacóse sobre el negro fon­
do de su cara, y sus ojos brillaron con expresión de
triunfo.
Permaneció un momento de pie junto á la cama,
contemplando á la joven con mirada de odio y des­
precio, y luego dirigióse á la puerta, cuidando de no
hacer ruido.
Antes de desaparecer, volvióse para mirar de nue­
vo á Celeste.
Esta seguía dormida; pero como contestando á
aquella mirada, sus labios se entreabieron para mur­
murar:
—¡ Adelardo!... ¡mi A delar do!... venceremos...
sí... ¡venceremos!
La negra sonrióse sarcásticamente al oirla, y luego
desapareció, cerrando la puerta.
¡Todo quedó sumido en el más profundo silencio!

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CAPITULO XXIII

Cerca del enemigo.

EJEMOS á Celeste entregada á sus dulces


sueños de amor y de ventura, sin sos­
pechar el terrible golpe que al despertar
le espera, y vayamos á buscar á Al­
berto.
Este había pasado un día de ansiedad
horrible.
El hecho de que Celeste no estuviera en el teatro
la noche anterior, las burlonas palabras de don Cesá­
reo, sus propias preocupaciones, cada vez más persis­
tentes, cada vez más amargas, todo le hacía augurar
algo malo, algo contrario á sus planes y sus deseos.
Que su corazón había llegado á interesarse en
aquella extraña lucha, era ya indudable.

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424 SOR CELESTE

¿Se había interesado por orgullo? ¿por buscar ven­


ganza á su amor propio ofendido, ó era, tal vez, por
algún otro sentimiento más tierno?...
No lo sabía con certeza ni intentaba saberlo.
Dejábase llevar por aquella pasión, distinta de to­
das las demás pasiones que hasta entonces le habían
conmovido, y se entregaba á ella sin reserva, sin opo­
sición, sin resistencia.
¡Con qué impaciencia esperó que llegase la noche!
¿Iría Celeste al teatro?... ¿Y qué hacer si no iba?...
Pero no, el corazón le decía que sí, que iría... Necesi­
taba que fuera... necesitaba verla, aunque le hiciese
sufrir con sus desdenes.
La esperanza sirvió de alivio á su ansiedad.

II

Por la tarde, Alberto estuvo á punto de cometer


una imprudencia.
Su exaltación había subido de punto, y sin refle­
xionar lo que hacía, se decidió á ir al hotel á visitar
á Celeste.
Ocurrírsele esta idea y ponerla en práctica, todo
fué uno.

- Biblioteca. Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 425

Salió precipitadamente de su casa y se encaminó


al Hotel Inglaterra.
Por el camino iba pensando en la escusa de que
se valdría para justificar su visita.
No se le ocurrió ninguna.
Tentado estuvo de presentarse y decir la verdad,
pues al punto á que había llegado, esto le resultaba
hasta noble y caballeresco, ya que el amor disculpa
muchas cosas, y él podía escudarse en su amor; en su
amor, sí, porque empezaba á comprender que estaba
enamorado.
Antes de llegar al hotel desechó la idea por ab­
surda...
¿No sería poner sobre aviso á Celeste?... ¿No sería
romper la única arma que tenia para conseguir su
propósito?...
Podía ella perdonarle y hasta agradecerle su fran­
queza, pero... ¿le amaría por eso?
No; había, pues, que callar... callar á toda costa.
Puesto que su deseo era casarse con ella, fuese
como fuese, había que aprovechar todos los medios,
todos los recursos.
Hasta entonces contaba con uno sólo: con el inte­
resado apoyo de don Cesáreo.
Había, pues, que aferrarse á él como única tabla
de salvación; lo contrario era una locura.
TOMO I c* I C 54

i Biblioteca Nach
426 SOR CELESTE

Cuando llegó al Parque de Isabel II, había cam­


biado ya de parecer.
La razón había vencido y sus impulsos y sus de­
seos fueron sacrificados en aras de la prudencia.
No subió al hotel.
Aquella visita hubiese sido un dispárate.
Comprendiéndolo así, bendijo una y mil veces á
la refiexión que acudió á tiempo de evitarle cometer
una tontería.
Lo que sí hizo, íué quedarse rondando los balco­
nes de la habitación de Celeste, por si la veía; pero
los rondó con prudencia, tomando toda clase de pre­
cauciones.
Trabajo inútil.
Aquellos balcones permanecieron herméticamente
cerrados.

III

Llegó, por fin, la hora de ir al teatro.


Contra su costumbre, Alberto entró en el palco el
primero. La función no había principiado aún.
Sentóse frente por frente del palco de Celeste, y
esperó.
Llegaron sus amigos.
Todos se admiraron de encontrarle ya allí.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 427

Alguno se atrevió á gastarle alguna bromita, pero


la actitud de Alberto le hizo callar.
¡Estaba aún demasiado fresco en la memoria de
todos el caso de Fernandito!
Comenzó la función.
Alberto no miró ni una vez á la escena.
Tampoco se fijó en la concurrencia, que era aque­
lla noche más numerosa y distinguida que de ordi­
nario.
¡Ah! No tenía ojos más que para mirar al palco
de Celeste.
Sus amigos le miraban de reojo y sonreían con di­
simulo; pero ninguno osaba hablarle siquiera.
Acabó el primer acto, y el palco continuó va­
cío.
Alberto no quiso salir al pasillo en el intermedio;
prefirió quedarse allí; en su observatorio.
Pasó el segundo acto y Celeste tampoco se pre­
sentó en la sala de espectáculos. Es más, aquella
noche, ni aún don Cesáreo acudió al teatro.
¿Qué habría ocurrido?
Lo lógico era suponer que ya no fueran.
Sin embargo, el joven conservaba aún un último
resto de insensata esperanza y esperó.
El estado de excitación nerviosa en que se hallaba
Alberto, revelávase en la lívida palidez de su rostro,

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1
428 SOR CELESTE

en el calenturiento brillo de su mirada, en la violenta


contracción de sus facciones.
Sus amigos no le miraban ya con burla, sino con
cierta inquietud.
Acabó la función sin que Celeste y su padre se
presentaran allí.
Alberto sintió á un tiempo mismo rabia, dolor y
despecho.
Necesitaba estar solo, respirar al aire libre... Se
despidió de sus amigos y se fuá.
Cuando salió á la plaza, instintivamente miró á
los balcones del hotel. En el del cuarto de Celeste
se veía luz, pero no había nadie asomado.
Alberto no quiso alejarse.
Prefirió estar allí, cerca de ella, aunque no la ha­
blase, aunque no la viese.
Decidido é esto, entró en los soportales de la fon­
da, y comenzó á pasear.

IV

La gente salía del teatro. Por fin, la plaza quedóse


solitaria.
Alberto fue á salir de los soportales para ver si
aún había luz en el cuarto de Celeste, cuando vió

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 429

avanzar hacia el hotel, á un joven que miraba á los


balcones de Celeste.
Este detalle llamó la atención de Alberto.
Aquel joven miró con recelo á todas partes.
Alberto se ocultó tras un pilar para no ser visto.
Desde allí pudo observar al desconocido, que pasó
varias veces por delante de su escondite.
Alberto pudo observar que era un hombre joven,
de figura simpática, pero muy pobremente vestido.
Su aspecto no era el de un pordiosero, pero sí el
un pobre de levita.
Aquel desconocido caminaba con cierta dificultad,
como el que está muy débil ó muy cansado.
Aprovechando un momento oportuno, Alberto
alargó el cuello y miró hacia los balcones.
En toda la fachada del hotel no había más que
uno abierto é iluminado; el de Celeste.
En él vió una figura blanca y vaga, inclinada so­
bre la barandilla.
La reconoció... ¡Era ella!
El corazón de Alberto latió apresuradamente.
Aquel desconocido, dirigía frecuentes miradas de
inteligencia hacia el hotel y en los balcones del hotel,
no había más que una sola persona: Celeste... luego
aquellas miradas iban dirigidas á ella... ¡Oh! y ella
correspondía, los dos estaban de inteligencia; demos­

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430 SOR CELESTE

trábalo bien claramente el estar asomada al balcón


á semejantes horas.
¿Quién era aquel hombre?
Alberto aguardó, sin perder un solo movimiento
del desconocido, el final de aquella extraña aventura.

Desde su escondite, Alberto vió, cada vez más


emocionado, toda la escena que ya conocen nuestros
lectores; esto es, cómo Adelardo mostraba la carta,
cómo la tiraba al balcón y cómo recogía la de Ce­
leste...
Un rayo de luz vino de pronto á aclarar las dudas
de Alberto.
Don Cesáreo le había hablado de un amante... de
un amante pobre... ¿Sería aquél?... Por las señas...
Su miserable aspecto... lo que acababa de ver... Todo
hacía sospechar que sí.
Mendi sufrió al pronto una gran contrariedadad,
pero muy luego aquella contrariedad trocóse en ale­
gría.
Si era él, valía mucho más tenerlo allí, á su al­
cance.
—Un hombre se hace desaparecer cuando con­

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 431

viene, con la mayor facilidad del mundo—pensó el


miserable.
Era necesario convencerse de la verdad.
Las apariencias engañan en muchas ocasiones...
¡Oh! El se convencería, y como fuera cierto lo que
imaginaba, que sí lo sería, entonces...!
Una sonrisa diabólica, expresión de toda su rabia
y todo su despecho, entreabrió sus labios.
Bendijo en silencio á la casualidad, que de tal
modo favorecía sus planes; y no habiendo tiempo que
perder, siendo preciso salir pronto de dudas y saber
si sus sospechas eran fundadas... decidió apoderarse
de aquella carta.
¿Cómo?... De cualquier manera; el peligro no le
arredraba...
El desconocido acababa de hacer una señal de
despedida y se disponía á marcharse.
Alberto se preparó á seguirlo.
Salió de los soportales, pero no atiavesó la plaza,
para que Celeste no lo viese si permanecía en el bal­
cón.
De este modo fue siguiendo por la acera, desli­
zándose á la sombra de los edificios.
La precaución fue acertada, porque, como había
supuesto, Celeste permaneció asomada al balcón hasta
que el joven hubo desaparecido.

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432 SOB CELESTE

VI

Adelardo, pues él era el desconocido, tomó por el


Parque de la India.
Alberto le siguió á distancia conveniente, parape­
tándose detrás de los árboles, cuando aquél volvía la
cabeza.
Así llegaron á La Calzada del Monte.
Adelardo internóse en ella, y Alberto siguió siem­
pre detrás; pero entonces, ya mucho más cerca y sin
tomar precauciones de ninguna clase.
Siguieron andando el uno en pos del otro.
Alberto advirtió con extrañeza que iban aleján­
dose demasiado del centro de la población.
Aquello, de todos modos, favorecía sus planes,
pero no dejaba de sorprenderle.
El desconocido tomó después por la vía del Tran­
vía del Cerro.
La extrañeza de Alberto aumentó cada vez más.
De pronto, Adelardo apretó el paso.
Alberto decidió concluir de una vez, y aceleró
también su paso para alcanzarle.
Asi anduvieron un gran trecho.
Pero la distancia no se acortaba; los dos andaban
igualmente aprisa.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 433

Encontrábanse ya en el campo y los edificios, ca­


da vez más escasos, eran ya sólo algunas construccio­
nes modestas diseminadas á larga distancia unas de
otras.
Alberto no acertaba á comprender á donde podría
ir 9,quel.hombre por allí.
De pronto, Adelardo, parándose en seco, miró
hacia donde estaba su perseguidor.
Alberto corrió á él y le vió dar un salto, salirse
del camino é internarse entre unos árboles.
Entró presuroso por donde él había entrado, miró
en todas direcciones y un grito de rabia escapó de sus
labios,
Adelardo ya no estaba allí.
Le buscó ansioso, recorrió todos aquellos contor­
nos y sus pesquisas resultaron inútiles.
—¡Qué torpe he sido!—exclamó Alberto.—Le he
dejado escapar estúpidamente.
Por fin se detuvo cansado de buscar.
—No importa,—murmuró en voz baja.—Yo lo en­
contraré otra vez y entonces...
Y saliendo al camino, emprendió el regreso á la
Habana.
A pesar de todo, casi estaba contento.
Al fin y ai cabo, más valía tener al enemigo cerca
que lejos.
TOMO I 55

tpana
434 SOE CELESTE

Aquella noche, por torpeza suya, se le había es­


capado; pero ya caería en su poder.
No... no podía decirse que había perdido el tiempo.
Cuando Alberto entró en su casa, eran las cuatro
de la mañana.
La misma hora, poco más ó menos, en que Cayita
robaba á Celeste la carta de Adelardo.
No podía negarse que la noche había sido fecunda
en acontecimientos.

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CAPITULO XXIV

De potencia á potencia.

la mañana siguiente, muy temprano,


Cayita llamó á la puerta de la habi­
tación de Celeste.
Había llegado la hora de la marcha.
La joven estaba tan rendida, que
le costó trabajo despertarse.
Por fin, saltó del lecho y fue á
abrir la puerta.
La negra había tenido la precaución de ir por la
que daba al pasillo, y no por la del cuarto de don Ce­
sáreo.
—¿Qué quieres?—preguntó Celeste, sin disimular
la repugnancia que la presencia de la doncella le pro­
ducía.

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436 SOR JKLESTE

—Avisar á amita de que ya es hora de partir, —


dijo la negra, mirándola de un modo particular.—
Amo Cesáreo está ya levantado.
—Bien; pronto estaré dispuesta.
—¿Quiere la niña que la ayude á vestirse?
—No; estoy ya vestida... Vete.
Cayita no se movió.
Celeste no vió siquiera que permanecía allí, mi­
rándola con extraña expresión de gozo y de triunfo.
La joven tenía aún la mente ofuscada por las ha­
lagadoras visiones de los dulces ensueños de aquella
noche. •

II

Celeste empezó á vestirse.


Al ir á abrocharse el cuerpo del vestido, acordóse
de la carta de Adelardo, que había guardado en el
pecho la noche antes.
Llevóse á él la mano y empezó á buscarla.
Intensa palidez cubrió su semblante.
¿Dónde estaba la carta que no la encontraba?
Asustada corrió al lecho, revolvió todas las ropas,
buscó por todas partes... Nada, no parecía.
—¿Qué es esto. Dios mío? ¿qué es esto?—exclamó
con espanto.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 437

—¿Ha perdido amita alguna cosa?—dijo entonces


la negra, acercándose á la joven.
—¡Cómo!... ¿Estás ahí?. . ¿Pues no te dije que te
fueras?
Cayita sonrió en vez de responder.
Aquella sonrisa extrañó á Celeste.
De súbito una sospecha hirió su pensamiento.
—¡Ah. miserable!—exclamó, acercándose á la ne­
gra y cogiéndola por un brazo.—¡Tú has sido!
—¿Se ha vuelto loca, amita?—replicó la negra,
impasible y sin dejar de sonreir.
—¡Loca!... ¡Qué más quisierais, sino que me vol­
viese loca!
Luego, cambiando de tono, y con acento cada
vez más iracundo y más vehemente, prosiguió:
— ¡Mi carta!... ¡Dame mi carta, miserable!
—¿Qué carta? — preguntó la doncella, gozándose
en el sufrimiento de su señorita.
—La que me has robado... Porque me la has ro­
bado tú... Tú has sido... ¡Confiésalo!
Cayita, lo mismo que antes, en vez de contestar,
seguía riendo.
—¡Cómo!—gritó Celeste, cada vez más fuera de
sí y más descompuesta.—¿Te burlas de mí?... ¿te
ríes?... No me provoques... No apures mi paciencia...
¡Pronto!... Dame mi carta, ó...!

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438 SOR celeste

III

El ademán de Celeste era amenazador, imponente.


Parecía imposible que aquella fisonomía tan dulce,
tan bondadosa, propia sólo para expresar sentimien­
tos tiernos y apacibles, de tal manera expresase tam­
bién la indignación y la ira.
La negra ya no reía.
Atemorizada, pretendía deshacirse de aquellas
manos que la oprimían.
—No, si no te irás,—exclamó Celeste, reteniéndo­
la con increíble energía.—Si has de dármela... Si
quieres á buenas, á buenas... Te prometo perdonár­
telo todo...hasta te haré un regalo... Pero si á buenas
te resistes, pues á malas... ¡Dámela!... ¡Pronto!...
¡En seguida!...
Y asi diciendo, la zarandeó con violencia.
—No la tengo, —- gimió Cayita, mirando á todas
partes con espantados ojos, como si reclamase auxilio.
—¡No la tienes! ¿eh?—gritó Celeste con desespera­
ción.—¡Luego la has entregado!... ¿A quién?... ¡Dí-
melo!... ¿A quién?
Y como viese que no le contestaba prosiguió con
mayor exaltación:

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ó LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 439

—A don Cesáreo, ¿verdad?... ¡Infame!... ¡Ladro­


na!... ¡Miserable!,..'
Y sin saber lo que hacía, comenzó á golpearle la
cara con los puños.
Cayita lanzó algunos rugidos de dolor y de rabia.
—¡Calla!—prosiguió ella.—Si no mereces perdón;
si has conseguido que te odie y te desprecie,... ¡yo
que tan buena soy para todo el mundo!

IV

A los gritos de la negra, acudió don Cesáreo,


Al ver aquella escena comprendió lo que sucedía,
y lanzándose entre Celeste y Cayita, las separó vio­
lentamente.
—¿Qué es esto?—exclamó con acento severo.
—Esto es,—replicó Celeste con energía,—castigar
las infamias de esa miserable, de esa espía, que ha
tenido usted la bajeza de colocar á mi lado.
—¡Basta!—gritó don Cesáreo.
—No, ¡no basta!
—Lo mando yo.
—¿Y quién es usted para mandar semejante co­
sa?... Otro miserable como ella.

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440 SOR CELESTE

El rostro de don Cesáreo, de pálido, tornóse lí­


vido. '
Adivinábase el esfuerzo que tenía que hacer para
contenerse.
Pero lo consiguió, y aparentando calma, dijo á la
negra:
—Vete... vete tú.
Cayita salió de la estancia.
—Ahora, — prosiguió don Cesáreo volviéndose á
Celeste, — ten entendido que no tolero tus insultos
ni paso por estos escándalos. Se acabaron las contem­
placiones.
—¿Y qué me importa á mí que usted los tolere ó
no los tolere?—replicó Celeste con arrogancia.
’—Me debes respeto y obediencia.
—Mejor diría usted odio y desprecio.
—Soy tu padre.
— ¡Mentira!
—Prueba que no lo soy.
—Día llegará en que pueda hacerlo.
Don Cesáreo soltó una carcajada nerviosa, bur­
lona.
—Bueno, pues entre tanto,—exclamó con ironía,
—á mí me toca mandar y á ti obedecer mis mandatos.
—¡Nunca!
—Lo veremos.

Biblioteca
■ " .
Nacional

de España
'i. y ^
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 441

—Lo veremos.
—¿Qué harás, infeliz, sino doblegarte á mis man­
datos?
—¿Qué haré?... Cualquier cosa. Todo menos resig­
narme á ser víctima de sus infamias. Pediré auxilio á
cualquiera... En el mundo no ha de haber solamente
seres tan indignos como usted.
—Sí, —interrumpió don Cesáreo sarcásticamente.
—¡Pedirás auxilio á tu amante!
—¿Y por qué no?
Don Cesáreo soltó una nueva carcajada.

—Por última vez, — dijo, después de una breve


pausa,—voy á hablarte con la amabilidad y el cariño
de un padre á una hija. Si como antes me desatien­
des, tuya será la culpa de todo lo que suceda.
Celeste le miró con inquietud,
¿Qué nueva amenaza iba á dirigirle?
—Por más que hagas y por más que digas,—pro­
siguió don Cesáreo con tranquilidad,—estás á mi dis­
posición, en mis manos. Será una arbitrariedad, será
una injusticia lo que tú quieras, pero es un hecho, y
los hechos tienen una fuerza incontrastable.
TOMO I 56

Bibliotecario
442 SOR CELESTE

-¿Y qué? — interrumpió Celeste con impacien­


cia.
—¿Qué?... que es inútil toda esa arrogancia, que
para nada puede servirte, si no es para perjudicarte,
y perjudicar á alguien por quien sientes alguna predi­
lección.
—¿Qué quiere usted decir?—exclamó la joven con
espanto.
—Pues lo que he dicho y nada más que lo que he
dicho. Demasiado me comprendes sin necesidad de
más explicaciones.
—Pero es que á mí, en el mundo, no me interesa
más que una persona ¡una sola!
—Bueno, pues esa.
—¡Cómo! ¿sería usted capaz?...
—Yo no; tú. Mi conducta ha de ajustarse en un
todo á la tuya.
—Eso es una amenaza...
—Que puede convertirse en realidad.
—¡Imposible!
—¿Quieres que haga la prueba?
Había tal seguridad en estas palabras, que la jo­
ven no pudo menos que estremecerse.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 443

VI

Cuando hubo logrado reponerse algún tanto de su


emoción, dijo Celeste:
—En vano intentará usted atemorizarme. Le creo
capaz de todo; pero hay una providencia que vela por
los desdichados, y ella evitará esas nuevas infamias
con que rfae amenaza.
Don Cesáreo sonrió al oir nombrar á la provi­
dencia.
—Por la vida de esa persona que usted dice,—
continuó la joven,—daría yo hasta mi propia- vida;
pero no espere que por librarla de las acechanzas de
usted, sucumba al crimen que conmigo se trata de
cometer. Eso, nunca. ¡Antes la muerte!
—Bueno,—replicó don Cesáreo con indiferencia.
—Si fuera usted tan infame, que tocase á un solo
cabello de esa persona, entonces...
—¿Entonces qué?
—Allá veríamos.
—¡Amenazas!
—¿No las emplea usted conmigo?
—Porque puedo.
—Cada cual tiene sus armas. Las de usted son las

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444 Sur celeste

de la traición, y esas cualquiera las vence. No las te­


mo y ahora, menos que nunca.
—De modo, que ¿no te avienes á la razón?
—La razón está en mí, no en usted.
—Allá lo veremos.
Gruillermón se presentó en este instante á avisar
que el coche estaba preparado.
Aquella escena violenta terminó allí.
Poco después, partieron todos para el ingenio.
Ni don Cesáreo ni Celeste iban tranquilos.
Al primero, le preocupaban la firmeza y serenidad
de la joven, y á ésta, las amenazas de aquél.

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CAPITULO XXV

Sobre aviso.

LEGARON al ingenio.
Don Cesáreo, que había vuelto á
recobrar su aspecto frío ó indiferente,
como si se hubiese borrado ya de su
memoria el recuerdo de la escena de
aquella mañana, con aquella sonrisi­
ta falsa é hipócrita que le era tan pe­
culiar, invitó á Celeste á visitar la casa, para ver si
los últimos detalles de instalación se habían termina­
do á su gusto.
Pero la joven le contestó que no, que necesitaba
descansar; y se retiró inmediatamente á su cuarto, á
aquel precioso gabinete azul, cuyo decorado parecía
una alegoría de su nombre.

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446 SOR CELESTE

Don Cesáreo no insistió.


Limitóse á encogerse de hombros y á contestar:
—Como quieras.
Celeste admiraba el dominio que aquél miserable
tenía sobre sí mismo; Jo admiraba y le temía.
¡Qué podía esperarse de un hombre tan diestro en
el fingimiento; que no dejaba entrever nunca el fondo
de su corazón, ni cuando lo estremecía la alegría ni
aun cuando lo dominase la cólera!
Propúsose no salir de su cuarto, librarse del supli­
cio de la presencia del que era ya su enemigo decla­
rado, y permaneció encerrada en su estancia todo el
día.
A la hora de comer, no quiso bajar al comedor y
Cayita le sirvió la comida en su mismo aposento.
Esto era lo que pensaba seguir haciendo todos los
días, si la dejaban; porque hasta le parecía extraña
tanta condescendencia.

II

A media tarde llegó Alberto.


Don Cesáreo aguardaba su visita, y salió á reci­
birle con grandes demostraciones de alegría.
Los dos cómplices pasaron á una habitación re­
servada para poder hablar más libremente.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 447

Alberto estaba muy pálido. Don Cesáreo lo notó


enseguida, y sonriendo le preguntó:
—¿Qué hay?
—Nada,—contestó el joven, con cierta sequedad.
—He venido, porque así se lo prometí á usted en el
teatro y no acostumbro faltar á lo que prometo.
Don Cesáreo volvió á sonreír.
—¿Aún no hemos empezado y ya se desanima us­
ted?—dijo con acento burlón.
—¿Desanimarme?... ¡Nunca!—replicó Alberto con
vehemencia.
—Pues entonces...
—Es que todos tenemos nuestra dignidad, nuestro
orgullo si usted quiere, y á nadie le gusta ser objeto
de desaires y desprecios.
—¿Lo dice usted por Celeste?
—Sí, por Celeste lo digo.
—Ya contaba usted con que no le quería.
—Pero si yo no me quejo de que no me quiera;
me quejo de que me desprecie, lo cual es muy distin­
to. He agotado todos los recursos de mi amabilidad,
de mi elocuencia, de mis asiduidades, de mis atencio­
nes; he procurado tenerle todo el respeto y considera­
ción posibles, y el resultado ha sido contraproducen­
te. Lo que yo esperaba que produjera una frase, una
mirada, un gesto de gratitud, de halago al menos,
sólo ha merecido desdén insultante.

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448 SOR CELESTE

Don Cesáreo se encogió de hombros.


—Ya le dije á usted amigo Alberto,—exclamó
sentenciosamente,—que es una gran desgracia que
se haya usted enamorado de Celeste. En esta clase de
asuntos, el corazón es un estorbo; el amor un peligro.
—¿Pero qué tiene que ver...?
—Mucho; porque créalo usted, no es su dignidad
ni su orgullo los que se irritan y resienten con los des­
precios; es su amor.
—Da lo mismo,—interrumpió Alberto con violen
cia.—En uno ú otro caso, de sobra comprenderá usted
que mi situación es insostenible.
—¿Y qué quiere usted decir con eso?—interrum­
pió don Cesáreo con cierta inquietud.—¿Que abando­
na el campo cobardemente?... ¿que se declara venci­
do ante el primer obstáculo?... en una palabra, ¿que
desiste usted de su empeño?
—Eso ¡nunca!—replicó Alberto con energía.
Don Cesáreo sonrió satisfecho.
—Lo que quiero decir,—prosiguió el joven,—es
que así no podemos continuar, que perdemos lasti­
mosamente la.ocasión y el tiempo, que hay que extre­
mar el ataque, recurrir á otros medios, cambiar de
táctica...
—Todo se hará; no hay que perder la paciencia
tan pronto.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 449

III

Aunque podía estar seguro de que nadie le escu­


chaba, por exceso de precaución, sin duda, don Ce­
sáreo levantóse, fué á la puerta, y cuando se conven­
ció de que estaban solos, volvióse á sentar y se acercó
cuanto pudo á Alberto.
El joven le miraba con extrañeza hacer todo esto.
Pero más subió de punto su asombro, cuando oyó
que le decía con voz grave y tono misterioso:
—Tenemos que hablar de algo muy grave.
—Hablemos, — contestó el joven sin sospechar
siquiera á qué podía referirse su interlocutor.
Don Cesáreo bajó más la voz, y dijo:
—Hay novedades.
—¿Novedades?
—Sí. Nos amenaza un peligro, con el cual no ha­
bíamos contado; un entorpecimiento nuevo, un obs­
táculo imprevisto que hay necesidad de vencer.
Alberto adivinó enseguida á dónde iba á parar;
así fué, que sonriéndose y mirándole fijamente, ex­
clamó:
—Ya lo sabía.
—¿Que lo sabía usted? — interrogó don Cesáreo
desconcertado.
TOMO I 57

Biblioteca
450 SOR CELESTE

—Sí,—contestó el joven con calma.—Al menos,


yo sé de un peligro. Si usted sabe de otro que no es
el mismo, entonces serán dos peligros los que nos
amenazan.
—Sin duda.
—Veamos si es lo que yo sospecho.
—Diga usted.
—Ese peligro á que usted se refiere, es la apari­
ción repentina, la presencia inesperada de ese infeliz,
de ese pobre chico á quien Celeste tiene el mal gusto
de amar, y que según usted había quedado allá, en la
península, sin recursos ni medios para emprender tan
largo y costoso viaje, ¿no es así?
—¡Justo!... ¡eso es!...—balbuceó don Cesáreo pro­
fundamente sorprendido.
—Menos mal; así es un solo peligro.
Don Cesáreo contemplaba al joven con admira­
ción.
—Pero... ¿cómo ha podido averiguar?...—pregun­
tó al fin, dando tregua á su asombro.
—Muy sencillo,—contestó Alberto gozándose en
la impresión que sus palabras habían producido.—Me
interesa demasiado todo lo que con Celeste pueda re­
lacionarse, para que lo mire con indiferencia; así es,
que aun teniendo, como tengo en usted, confianza ab­
soluta, no me duermo sobre las pajas; más claro: no

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 451

me basta saber que usted vigila, vigilo yo también


por cuenta propia; y la vigilancia, cuando sabe em­
plearse, ya lo está usted viendo; produce excelentes
resultados.
Don Cesáreo, que había escfuchado atentamente
las palabras del joven, cogió una de sus manos y es­
trechóla con franca efusión.
—¡Es usted mi hombre!—exclamó con sincera ale
gría.—No me equivoqué al elegirlo por compañero.
Tiene usted todo el talento y toda la astucia que se
necesitan para esta clase de asuntos. Venceremos, no
dude usted que venceremos.
Alberto contestó:
—¡Oh! Sin embargo, puede que estando usted co­
mo está al tanto de ese incidente, posea yo detalles
interesantísimos que usted ignore.
—Veamos, veamos,—replicó don Cesáreo, frotán­
dose las manos con satisfacción é impaciencia, á la
vez que se preparaba para escuchar atentamente.

IV

Alberto refirió entonces detalladamente, todo lo


que la noche anterior le había sucedido: su espionaje
en los soportales del hotel, sus propósitos de adquirir

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452 áOR CELESTE

la carta que Celeste había arrojado desde el balcón al


desconocido, su paseo en seguimiento de aquel hom­
bre, su repentina desaparición, todo, en fin, sin omitir
nada.
Don Cesáreo le escuchó con la mayor atención.
Cuando aquél hubo concluido su relato, díjole:
—¡Lástima que no se apoderase usted de aquella
carta!
—No pude,—contestó Alberto.—Ya le he dicho
á usted que esos eran mis propósitos, pero no pude.
— Porque le falta á usted arrojo. En casos seme­
jantes, se salta por encima de todo. Esa carta, sobre
ponernos en antecedentes de sus intenciones y sus
proyectos, hubiese sido un arma poderosa en nuestras
manos. ■ Pero en fin, ya n6 hay que pensar en ello.
Oiga usted ahora lo que yo he sabido.

Don Cesáreo refirió á su vez todo lo que ya saben


nuestros lectores, y al concluir, dió á leer á Alberto
la carta de Adelardo, que Cayita había sustraído á
Celeste.
Después guardaron silencio durante algunos mo
mentos.

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LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 463

Don Cesáreo fue el primero en hablar.


—Y bien; ¿qué opina usted de esto?—preguntó.
—Pues que nos favorece en vez de perjudicarnos,
—contestó Alberto.
—Estamos conformes.
—Más vale tener al enemigo cerca que lejos; cer­
ca se le combate más fácilmente.
—Muy bien razonado. Ahora, como usted com­
prenderá, la presencia de ese hombre cambia por
completo el estado de las cosas.
—Sin duda.
—El ha de ser por lo tanto, el fin y móvil de to­
dos nuestros esfuerzos. Vencido ese obstáculo, puede
decirse que quedan vencidos todos.
—¿^Y qué piensa usted hacer?
Don Cesáreo reflexionó un instante.
—Sería aventurado todo cuanto ahora dijese...
Nuestra conducta ha de amoldarse á la suya, y para
obrar, precisa conocer sus fines, sus planes...
—Tiene usted razón.
—¡Si hubiéramos podido tener aquella carta! .
Pero en fin, allá veremos.

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45 i SOR CELESTE

VI

Dieron por terminada la conferencia, y los dos se


levantaron.
—¿Quiere usted ver á Celeste?—preguntó don Ce­
sáreo.
Alberto vaciló.
—No,—dijo resueltamente.
—No es contestación esa muy propia de un ena­
morado,—replicóle su interlocutor sonriendo.
—¡Para qué he de verla!... ¿para que me ofenda
con un nuevo desprecio?
—Sin embargo... no pretender siquiera saludarla,
es dar que sospechar á los criados y aun á ella misma.
No olvide que usted no es más que un amigo que vie­
ne á visitamos.
—Pues sea como usted quiera,—contestó Alberto
convencido;—vamos á saludarla.
Salieron de la estancia y dirigiéronse á las habita­
ciones de Celeste.
En la antesala les salió al encuentro Cayita.
—¿Y tu ama?—le preguntó don Cesáreo.
—Amita no quiere recibir á nadie,—dijo la negra
sonriendo y mostrando sus dientes blancos y brillan­
tes.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 455

—Dile que está aquí don Alberto,—insistió don


Cesáreo.
—Amita sabe ya que está aquí amo Alberto,—
contestó la doncella; —le vió llegar desde la ventana;
entonces fué cuando amita dijo que no recibía.
La ofensa era demasiado clara, y el joven palide­
ció intensamente.
—Pues nos recibirá,—exclamó violentamente don
Cesáreo.
La negra volvió á sonreir.
Aquello quería ella, que nmrtificaran á su amita;
que la violentasen.
Alberto detuvo á don Cesáreo, que ya se dirigía á
la puerta del gabinete y díjole en voz bajar
—Ahora soy yo el que le recomienda á usted pru­
dencia. Déjela usted; sería peor y sería exponerme á
un nuevo desprecio.
Y cuando hubo salido Cayita de la sala y se en­
contraron otra vez solos, prosiguió diciendo:
—Aunque no fuera más que por vencer su orgu­
llo, por doblegar su voluntad, apelaría á todos los re­
cursos, me impondría gustoso todos los sacrificios.
—¡Así me gusta verle á usted!—exclamó don Ce­
sáreo.—Mientras piense usted así, tenemos seguro el
triunfo.
—Sí, sí... Es necesario vencer... ¡Venceremos!

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456 SOR CELESTE

VII

Alberto no quiso estar más allí.


Don Cesáreo salió hasta la puerta á despedirle.
Al estrechar por última vez su mano, el joven le
dijo:
—Ya ve usted que no me descuido ni desanimo;
ahora estoy más interesado que nunca en ver realiza­
dos mis deseos; trabaje y vigile usted por su cuenta,
que yo trabajaré y vigilaré por la mía.
Y montando en su caballo, partió en dirección á
la Habana.
Don Cesáreo subió otra vez á su habitación.
Necesitaba estar solo para reflexionar y decidir lo
que debía hacer.
El punto culminante de sus pensamientos era la
carta aquella que Celeste habla escrito á Adelardo, y
de la cual Alberto no pudo apoderarse.
—¿Qué le diría en aquella carta?—murmuraba,
hablando consigo mismo.
—Y apretábase la frente con ambas manos, como
para sujetar sus ideas.
De súbito lanzó una exclamación de triunfo.
—Sí,... ¡eso es!...—dijo.—Le avisaría el sitio á
donde se trasladaba para que viniese á verla, para

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 457

que supiese donde está... Y aún suponiendo que haya


algo más, que tengan combinado algún proyecto, para
realizarlo, este ha de ser el campo de operaciones, por­
que aquí es donde ella... No hay tiempo que perder.
Es necesario adelantarse á los acontecimientos, pre­
venirlos, evitarlos... ¡Cuando más desesperada pare­
cía la situación, la suerte se declara en favor mío!
Levantóse, fuá á abrir la puerta y luego oprimió
nervioso el botón de un timbre.
Un criado se presentó en seguida.
—Di á Guillermón que venga al momento, — le
dijo apenas le vió aparecer en la puerta.
Poco después el hermano de Cayita asomaba su
deforme cabeza por entre los pliegues de las cortinas
que cubrían la entrada.
—Adelante,—dijo impaciente don Cesáreo.
El negro entró y quedóse parado delante de su
amo, mirándole con fijeza. '

VIII

—Llegó el momento de utilizar tus servicios,—


dijo don Cesáreo.
El negro sonrió de una manera siniestra y hundió
su manaza en uno de los bolsillos de la chaqueta por
el cual asomó el puño de un ancho cuchillo.
tomo i F*L S 58

Biblioteca
458 SOR CELESTE

—Necesito que esta noche te quedes en acecho,


—prosiguió su amo.—Probablemente, vendrá un hom­
bre, y probablemente también, ese hombre se dirigirá
á la parte de fachada á que dan las habitaciones de
la señorita Celeste.
—¿Y qué hay que hacer con ese hombre? — pre­
guntó el negro sonriendo.
—Nada. La puerta de la casa, estará bien cerra­
da; por ahí no hay que temer; pero aunque lo veas
que penetra por un balcón ó por una ventana, no te
muevas, déjalo entrar.
—¿Y al salir?
—Al salir... Si sale solo, lo mismo; lo dejas mar­
char; si sale acompañado, haz uso de tu cuchillo en
él solamente; después me avisas tirando una piedra
al balcón de mi cuarto y... nada más. Ahora, mucho
sigilo, mucha prudencia y mucha astucia. Vete.
Guillermón despidióse con una sonrisa de las su­
yas, y salió del cuarto.
—Es lo mejor, —murmuró don Cesáreo cuando se
hubo quedado solo. -Los obstáculos hay que evitar­
los, y cuando ellos nos buscan, apartarlos de modo
que no puedan estorbar más.

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CAPITULO XXVI

A favor de las sombras.

A finca de don Cesáreo y Celeste estaba


edificada á la moderna.
En el centro de un gran rectángu­
lo, destinado á plantación, y que allí
estaba vacío, hallábase la casa, con
una fila de corpulentos árboles al re­
dedor, tan cercanos á ella, que las
ramas tocaban los muros.
El rectángulo estaba limitado; de una parte, por
el camino, y los otros tres lados, por tierras colindan­
tes de posesiones vecinas.
En cada uno de los cuatro ángulos había un pe­
queño chalet, destinado á cuadras y otros servicios, y
todo el espacio destinado á plantación, cortábanlo

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1
460 SOR CELESTE

varios caminos sombreados por hermosas palmeras.


El que iba desde la puerta principal de la casa'
hasta la carretera, y que podría llamarse con propie­
dad el de entrada, era mucho más ancho que los otros.
Guillermón estuvo largo rato perplejo sin saber
en que sitio colocarse, para mejor ver y espiar si al­
guien se acercaba.
Porque era lo que pensaba: «si me quedo en un si­
tio fijo, el que ha de venir puede entrar por el lado
opuesto y pasar sin que yo le vea; y si rondo al rede­
dor de la casa, me expongo á que me descubran y es­
pantar al pájaro.»
Al fin, después de muchas cavilaciones, decidió
situarse en la parte á donde daban los balcones del
cuarto de Celeste.
Según su amo le había dado á entender, ella era el
único objeto de aquella nocturna y misteriosa visita;
luego lo natural era suponer que hacia allí se dirigie­
se el que llegara, entrase por donde entrase.
Buscó pues un lugar á propósito; acurrucóse al pie
de uno de los árboles, quedando perfectamente escon­
dido por las espesas matas de rosales, que á su alre­
dedor crecían, y aguardó pacientemente.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 461

II

Transcurrió un gran rato sin que nadie llegara.


Ni siquiera se movían las hojas de los árboles; el si­
lencio era sepulcral, imponente.
Guillermón empezó á estar inquieto.
Era muy tarde... ¿Sería que su amo se había equi­
vocado, y que no existía persona alguna que pensase
en semejantes visita, ó sería que él era tan torpe que
nada había sabido ver, á pesar de toda su atención y
todo su cuidado?
Era necesario salir de dudas... pero ¿cómo?... Sa­
lir de su escondite, era una imprudencia, y permane­
cer allí por más tiempo, un martirio, pues la ansiedad
le atormentaba.
Decidió saltar por encima de todo, y sacando pri­
mero la cabeza por entre las ramas, para convencerse
de que no había nadie, salió de su escondite arras­
trándose.
Iba ya á ponerse de pie, cuando al brillante ful­
gor de las estrellas, le pareció distinguir una sombra
que se acercaba parapetándose detrás de las pal­
meras.
Dejóse caer otra vez al suelo, alargó el cuello, en­
tornó los ojos para concentrar la mirada, y pudo con­
vencerse de que no se había equivocado.

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462 SOR CELESTE

Un hombre avanzaba hacia allí cautelosamente.


Guillermón no podía ya alejarse ni esconderse; el
hombre estaba cerca, muy cerca, y aunque caminaba
muy despacio, era tan corta la distancia que les se­
paraba, que le hubiese visto.
Para otro que no hubiera sido él, criado en la ma­
nigua y ducho en arrastrarse por tierra como los rep­
tiles, la situación hubiese sido comprometida; pero él
se deslizó sin hacer ruido, por entre las plantas y ar­
bustos y se parapetó tras el tronco de un árbol.
Fué todo lo que pudo hacer, porque el misterioso
visitante estaba ya casi á su lado.
Gruillermón sentía que el corazón le palpitaba con
violencia.
En aquellos momentos echábase en cara el haber
salido de su escondite.
Por lo que pudiera suceder, echó mano á su cu­
chillo.
Convenía estar preparado.
Si era descubierto, antes que dejarse matar, ma­
taría; así como así, tal vez no haría con ello otra cosa
que adelantar un poco los acontecimientos. ""

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 463

III

Adelardo, pues nuestros lectores habrán adivinado


que era él, avanzó con recelo.
Si en aquel momento hubiese vuelto la cabeza, de
fijo habría retrocedido espantado al ver el brillo de
unos ojos y de un puñal, que se destacaban sobre el
fondo obscuro de la maleza.
Acababa de pasar por delante del negro, tocán­
dolo casi; pero afortunadamente para él, no le tocó.
Guillermón le vió detenerse y mirar con atención
la fachada, como si tratase de recordar ó de confron­
tar algunas señas.
Luego bajó hasta el ángulo que formaba aquel la­
do del edificio, con el de la fachada principal, alargó
el brazo, señalando con el dedo hacia los balcones del
primer piso, como si los contara, y ante el que hacía
tres, que era precisamente el del cuarto de Celeste,
se detuvo.
Durante algunos momentos permaneció parado,
como si no supiese qué hacer.
De súbito pareció tomar una resolución.
Miró á todas partes, y abrazándose al tronco de
un árbol, trepó por él con ligereza.
Las ramas de aquel árbol tocaban los cristales del
balcón de Celeste.

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464 SOR CELESTE

El negro, que no había perdido ni uno solo de es­


tos movimientos, le vió subir y desaparecer entre las
espesas ramas.
Al cabo de un instante oyó un ruido vibrante, co­
mo si alguien tocara con la mano en los cristales del
balcón.
Pasó un momento y se repitió el mismo ruido, pero
esta vez algo más fuerte, más perceptible.
A poco sonó el chirrido de una puerta al abrirse.
Luego... volvió á reinar el silencio.

JV

Guillermón Comprendió que, por lo pronto, lo im­


portante era saber si el desconocido había entrado en
el cuarto de Celeste, ó si permanecía en el árbol.
Para conseguirlo, no había otro recurso que hacer
exactamente lo mismo que el nocturno visitante ha­
bía hecho.
Aquel hombre era bastante ágil, había subido sin
dificultad alguna; pero él lo era mucho más y llegaría
hasta á ponerse en la rama de al lado, sin que se
le oyera.
Y en efecto; trepó por uno de los árboles más pró­
ximos á aquel por el que A delardo había subido, sin
mover siquiera las ramas.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 465

Una vez instalado allí, sacó con cuidado la cabeza


por entre las hojas y vió al joven á poca distancia de
él, sentado sobre una rama, hablando con voz muy
baja con otra persona que debía estar en el balcón,
pero que él no podía ver por impedírselo el ramaje.
Trató entonces de escuchar la conversación, pero
sólo llegaban hasta él algunas palabras sueltas, sin
coordinación.
No obstante, por ellas pudo colegir que hablaban
de amores.

La conversación duró cerca de una hora.


Al cabo de ella, el negro comprendió que se despe­
dían, porque oyó distintamente estas palabras:
«Hasta mañana»... «Valor»... «¿Estás dispuesta á
todo?»... «Quenada sospechen»... «Adiós».
Y luego vió que el desconocido se descolgaba del
árbol, que al llegar al suelo se detenía para hacer
una última y cariñosa señal de despedida y que des­
pués se alejaba con las mismas precauciones con que
antes se había acercado, volviendo de vez en cuando
la cabeza.
La misión del negro estaba cumplida.
La consigna era que si salía solo, le dejase mar-
tomo i EL 59

Bibliotet
466 SOR CELESTE

char libremente; solo había bajado, luego no debía


detenerlo.
Todavía permaneció un buen rato en el árbol.
Su amo le había recomendado mucha precaución,
mucha prudencia, mucha astucia, y bra preciso com­
placerle.
Si bajaba en seguida, se exponía á ser descubierto;
podía volver aquel hombre, podía estar la niña Ce­
leste en el balcón, y sorprenderle.
Por fin, cuando comprendió que ya no había nada
que temer, decidióse á bajar, tomando las mismas
precauciones que para subir.
Al verse en tierra, se frotó las manos satisfecho.
Todo había salido perfectamente.
Amo Cesáreo podía estar contento,, y á él le con­
venía mucho contentar al amo Cesáreo.

VI

A la mañana siguiente muy temprano, otro negro


fuá á despertarle y decirle que el señor le llamaba.
Comprendió al instante el objeto de aquel aviso,
y se apresuró á obedecer.
A los pocos minutos entró en la habitación de su
amo, sonriendo con cierto orgullo, como sonríe el
hombre que está satisfecho de sí mismo.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 467

Don Cesáreo, apenas le vio, preguntóle con impa­


ciencia:
—¿Qué hay?
—Vino,—se limitó á contestar Guillermón lacó­
nicamente.
—¿Y qué?
—No entró en la casa, mi amo; subió á un árbol y
desde allí habló con la niña.
—¿Y á ti no se te ocurriría siquiera enterarte de
lo que hablaban?—replicó sn amo con aspereza.
Guillermón volvió á sonreir.
—A mí ocurrióseme lo mismo que al señor,—dijo
con aire de triunfo.
—¿De veras?—exclamó don Cesáreo visiblemente
satisfecho.—¿Y qué hablaron?
El negro no contestó.
—Vamos, di pronto,—repitió don Cesáreo con vio­
lencia.
—No oí más que medias palabras.
—¡Torpe!... ¿Por qué no subiste á otro árbol?
—Subí, pero hablaban muy bajo.
—En resumen: que no sabes lo que se dijeron.
—Primero, palabras muy cariñosas. Amita Celes­
te debe querer mucho á ese hombre.
—Bien, bien,... ¿y después?
—Al despedirse, dijo él: «Hasta ínañana.-. Va­

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468 SOR CELESTE

lor... ¿Estás dispuesta á todo?... Que nada sospechen.»


—¿Eso dijo?
—Tal y como el amo oye.
—¿Y qué más?
—No más.
—Basta y sobra. Vete.
—¿Está contento amo mío?
—Sí, muy contento... No te alejes mucho, por si
llamo dentro de poco.
El negro salió de la estancia-muy satisfecho.
—¡Hasta mañana!... ¡hasta mañana!—repitió con
fruición don Cesáreo, cuando se hubo quedado solo.
—¡Luego vendrá!... ¡Es mío!... Ahora sí que puede
decir Alberto que se casa con Celeste, y ahora sí que
puedo contar como míos los tres millones...
Y al decir esto, sus ojos brillaban de codicia.
—No hay tiempo que perder,—prosiguió dominán­
dose.—Es necesario prepararlo todo, prevenirlo to­
do... Una imprudencia en esta ocasión, costaría muy
cara... Reflexionemos con tranquilidad.
Y sentándose en una mecedora, reclinó la cabeza
en el respaldo y quedóse en actitud reflexiva.

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CAPITULO XXVII

Prisionero.

UY larga fué la meditación de don


Cesáreo.
Transcurrido un gran rato, aban­
donó la mecedora.
Su rostro aparecía iluminado por
una sonrisa de triunfo.
—Eso es,—exclamó satisfecho;
—no queda ni un cabo suelto; ahora, manos á la
obra.
. Tocó el timbre, y presentóse un criado.
—Que entre Guillermón.
El negro no se hizo esperar.
Siguiendo las indicaciones de su amo, había per­
manecido en la antesala.

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470 SOR CELESTE

Don Cesáreo encerróse con él y celebraron una con­


ferencia, no muy larga, apenas de media hora; pero
sin duda muy interesante y muy satisfactoria, porque
al concluirla los dos tenían un aire así como misterio­
so y satisfecho al mismo tiempo.
Diríase que uno y otro habían conseguido ó esta­
ban á punto de conseguir, la realización de uno de
esos deseos cuyo logro es la realización de todas las
esperanzas.
Los dos estaban muy alegres, pero de distinto
modo; La alegría de don Cesáreo era una alegría ex­
pansiva; la del negro, una alegría feroz, siniestra.
Había en el rostro de Cuillermón algo de la expre­
sión de la fiera que ve cercana á sus garras la presa
que codicia.
Ya en la puerta del cuarto, don Cesáreo dijo á
Guillermón, como repitiendo parte de la conversa­
ción antes sostenida:
—Conque ya lo sabes; yo no he de figurar para
nada; tú te entiendes con los otros. Y cuando llegue
el momento dado... tú y yo solos... Los demás que
se alejen.
Guillermón sonrió en prueba de asentimiento.
—Pues anda á prepararlo todo y mucha pru­
dencia.
El negro se alejó sonriendo.

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o LAS MARl*aSS DHL CORAZON 471

Cuando hubo salido á la antesala,* desapareció


aquella sonrisa, volvió la cabeza, y clavando la mi­
rada de sus feroces ojos en la puerta que acababa de
transponer, murmuró con acento ronco:
-Me parece que amo Cesáreo y yo, llegaremos á
ser mucho más amigos de lo que él supone... No será
ya tan fácil que nos separemos el uno del otro.
Y volviendo á adoptar la máscara de su falsa y
repugnante sonrisa, se alejó pausadamente.

II

El día transcurrió sin incidente alguno digno de


ser mencionado.
Sólo á la hora de comer, alteróse un poco aquella
aparente y falsa tranquilidad.
Como el día anterior. Celeste, firme en su propó­
sito, dijo que no quería bajar al comedor, que le sir­
viesen la comida en su cuarto.
Pero la infeliz joven no contaba con que don Ce­
sáreo no pecaba de condescendiente, y que si ya un
día había accedido á sus deseos, no era íácil que ac­
cediese también en los sucesivos.
Cayita fué la encargada de llevarle la contesta­
ción de don Cesáreo, diciendo que no estaba dispuesto

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47‘2 SOR CELESTE

á permitir aquellas niñerías y aquellos absurdos ca­


prichos.
No hay que decir el placer con que la negra cum­
pliría su comisión, sabiendo como sabemos el odio que
á su ama tenía y su satisfacción en verla sufrir.
Hasta añadió al recado algunas frases de su pro­
pia cosecha, para hacerlo más mortificante y depre­
sivo.
Celeste no quiso provocar un nuevo disgusto,' y
cedió; cedió con la mayor repugnancia... A sus miras
particulares, convenían aquel sacrificio y aquella
prudencia.
Lo que no pudo conseguir, á pesar do todos sus es­
fuerzos, fué aparecer resignada y tranquila.
Entró la pobre en el comedor con aire altanero y
provocativo, y sentóse en su puesto sin saludar si­
quiera á don Cesáreo, que ya la esperaba sentado en
el suyo.
Este le dirigió alguna vez la palabra; pero viendo
que no obtenía contestación alguna, optó por callar,
disimulando su despecho con su acostumbrada risita.
Por lo visto, también en él dominaba aquel día la
prudencia.
La comida transcurrió, pues, en medio del mayor
silencio, y en cuanto hubo concluido. Celeste se le­
vantó y marchóse como había entrado, esto es, sin
despedirse, sin pronunciar palabra alguna.

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6 LAS MÁRTIRES DHL CORAZÓN 473

Cuando hubo salido, oyó desde fuera que don Ce­


sáreo desahogaba toda su cólera y todo su despecho
con una estridente carcajada.
La sangre se heló en sus venas; aquella carcajada
tenía algo de espantosa y siniestra. No era desde lue­
go una demostración de alegría; no era ni aun una se­
ñal de desprecio; más bien le pareció una amenaza.

III

Llególa noche; una noche de luna clara y hermosa.


Todos debían dormir en el ingenio, porque no se
veía luz alguna en ventanas y balcones.
La calma era completa, el silencio inalterable.
A la misma hora, poco más ó menos, que la noche
anterior, un hombre, el mismo también de la noche
antes, esto es, Adelardo, avanzaba con sigilo, ocul­
tándose cuidadoso tras los troncos de las gigantescas
palmeras.
A cada paso se detenía y miraba con recelo á to­
das partes; pero como nada veía ni escuchaba que pu­
diera parecería sospechoso, seguía avanzando.
Así llegó hasta debajo del balcón de Celeste.
Una vez allí, miró' hacia arriba; pero las ramas de
los árboles, le impedían distinguir si su amada le
aguardaba.
tomo i \ 60

Biblioteca Nado:
474 SOR CELESTE

Entonces, volviendo á cerciorarse de que nadie le


espiaba, tosió débilmente.
Como si aquello fuera una señal, otra tosecita,
también muy débil, le contestó desde arriba.
Algunas matas próximas al joven, se agitaron sin
que él lo notase.
A delardo dirigióse al árbol para trepar por él
como había hecho la noche antes: pero en el mismo
momento en que sus brazos se extendían para ro­
dear el tronco, sintió que le sujetaban por la es­
palda, le derribaban al suelo, y sin que pudiera va­
lerse le tapaban la boca, metiéndole en ella un pa­
ñuelo hecho una pelota.
El joven trató de desasirse de aquellas manos que
le sujetaban como si fuesen unas tenazas; pero todos
sus esfuerzos fueron inútiles.
Quiso gritar, y sólo se escapó de su garganta un
gemido inarticulado, sordo.
A aquel gemido, contestó desde arriba un grito
penetrante de dolor y de espanto.

IV

Los opresores de Adelai de, ' eran tres negros que


le empujaron, obligándole á caminar delante de ellos.
El joven quiso resistirse; pero sintió en su cuerpo

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F

ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 475

un agudo pinchazo, que le hizo estremecerse de dolor


y de rabia.
Volvió la cabeza para dirigir una mirada á aquel
miserable que le había herido, mirada que dijese todo
lo que su amordazada boca se veía obligada á callar,
y no pudo contener un estremecimiento de horror, al
ver la siniestra catadura de uno de aquellos negros,
que con sonrisa de feroz complacencia retratada en
su innoble semblante, parecía disfrutar con el espec­
táculo de su cólera impotente y de su sufrimiento.
Aquel negro era Gruillermón, y él quien con un
puñal, le amenazaba de muerte si no seguía andando.
Adelardo creyó que le entrarían en la casa; pero
por lo visto so había equivocado en sus suposiciones,
porque por el contrario, le alejaron de ella.
Varias veces quiso probar de nuevo á resistirse;
paróse resuelto á no dar un solo paso, pero otros tan­
tos pinchazos cada vez más agudos, cada vez más do­
lorosos, obligáronle á seguir caminando.
Además, había oído que Gruillermón decía:
—Si no quiere andar, le empujaremos á punta­
piés; no es cosa de coserlo á puñaladas antes de
tiempo.
En un puntapié hay algo además del dolor: la
ofensa, y ésta en ocasiones hace sufrir más que aquél.
Por otra parte,.... ¿qué podía él, atado, amorda-

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'1

476 SOR CELESTE

zado, sin armas y solo, contra aquellas tres fieras?


Decidió no oponer más resistencia.

Llegaron al próximo camino.


Allí Guillermón sacó un pañuelo y vendó los ojos
al prisionero.
Después siguieron caminando.
Si Adelardo no hubiese llevado cubiertos los ojos,
hubiera visto con extrañeza que retrocedían, desan­
dando lo andado, que daban algunos rodeos, sin duda
para desorientarle, y que por fin se detenían á la
puerta de la casa y á pocos pasos del sitio mismo
donde había sido cogido.
Guillermón hizo una seña á los otros negros, y es­
tos se alejaron.
Cuando hubieron desaparecido, el hermano de Ca-
yita, llamó á la puerta suavemente.
Esta se abrió al instante y apareció en ella don
Cesáreo.
Los dos se hicieron una señal de inteligencia, y
cogiendo al prisionero, cada uno por un brazo, le hi­
cieron entrar en la casa.
Después de cerrar la puerta tras sí, dirigiéronse
al extremo de un largo corredor.

Biblioteca Nacional de España


r
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 477

Allí había una puerta, que don Cesáreo abrió des­


pués de mirar en torno suyo, como si á pesar de su
seguridad de estar solo con Guillermón, temiese ser
visto.
Pasaron y encontráronse en una especie de des­
pensa ó bodega, grande y húmeda. Tal vez por efecto
de esta humedad, para defender de ella á los objetos
allí almacenados, el pavimiento, á diferencia de todos
los demás de la casa, era de grandes losas cuadradas.
Don Cesáreo puso sobre un tonel la linterna que
había sacado y encendido al entrar en el corredor, é hi­
zo una seña á Gruillermón de que soltase al prisionero.
Luego, sin decir palabra alguna, por señas, indi­
cóle que cogiera una palanqueta que había en el
suelo y levantase la losa del centro. El negro obede­
ció, pero á pesar de sus fuerzas, si su amo no le hu­
biese ayudado, no hubiera podido levantarla.

VI

Una vez la losa fuera de su sitio, apareció una


abertura negra y estrecha; por aquella abertura salió
una bocanada de aire húmedo y mal aliente.
Don Cesáreo se acercó entonces á Gruillermón, y
le dijo al oído:

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478 SOa CELESTE

—Baja con él. Cuando estés abajo, quítale la mor­


daza, la venda y las ligaduras, y sube en seguida.
El negro cogió con una mano el farol y con la otra
asió por un brazo á Adelardo.
Empezaron á bajar los dos.
Don Cesáreo, al verles desaparecer sonrió con sa­
tisfacción.
La escalera de la cueva era corta; estaba formada
de cinco ó seis peldaños solamente.
Cuando llegaron abajo, el mismo Cuillermón no
pudo contener un movimiento de horror y de asco.
La cueva era pequeña, baja de techo, y sin más
ventilación que un pequeño agujero en uno de los án­
gulos superiores.
Por las paredes, chorreaba el agua y por el suelo
se arrastraban asquerosos animalejos.
Guillennón desató al prisionero.
Lo último que le quitó fué el pañuelo de los ojos.
Adelardo no pudo ver lo horrible del sitio en que
se hallaba, pues Guillermón había cerrado la lin­
terna.
El negro apresuróse á salir de aquel subterráneo.
Entre él y su amo pusieron otra vez la pesada
losa en su sitio.
—¡Buena habitación, mi amo!—dijo el negro
riendo.

. Biblioteca Nacional de España


W ■

o LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 479

—El la estrena, — contestó irónicamente don Cesá­


reo;—no puede quejarse. ¡Bien ajeno estaba yo cuan­
do la mandé construir, de que él había de ocuparla.
Por eso nunca deben faltar en una casa semejantes
escondrijos.

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CAPITULO XXVIII

Alberto sigue en su plan de espionoijes.

EUNÁMONOS de nuevo con Alberto.


El joven salió del ingenio, resuelto á
que fueran una verdad las palabras que
acababa de decir á don Cesáreo.
Más que nunca estaba empeñado en
cumplir su propósito de casarse con
Celeste, y para conseguirlo no escati­
maría medio ni sacrificio de ninguna índole.
Vigilaría, pues, y trabajaría por su cuenta, sin
perjuicio de que su cómplice vigilara y trabajase
también por la suya.
La vigilancia era muy conveniente; la experien­
cia acababa de demostrárselo.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 481

Cuando llegó á su casa, tenía ya formado un nue­


vo plan de campaña.
—Celeste,—había pensado,—está segbra en el in­
genio, bajo la inmediata vigilancia de don Cesáreo:
no necesito ocuparme de ella. Lo importante ahora,
es no perder de vista á su amante. Ahí está el peligro:
en ese hombre.
Cuando llegó la hora encaminóse al teatro como
de costumbre.
Iba tranquilo, satisfecho, casi alegre.
Sus amigos no dejaron de notar el cambio, y di­
jeron se unos á otros que por lo visto los asuntos de
Alberto tomaban mejor rumbo que hasta entonces.
La verdad era que el joven estaba más seguro que
nunca del triunfo.
Preguntábase á sí mismo la causa de esta seguri­
dad, y no sabía como explicársela.
Reflexionando con detenimiento y lógica, más
bien tenía motivos para estar desanimado; pero un
oculto presentimiento le decía que todo marchaba á
medida de su deseo, y sus presentimientos no le ha­
bían engañado nunca. '

II

Concluida la función, despidióse de sus amigos y


se dirigió á los soportales del hotel.
tomo i F 1. • 61

Biblioteca Nadal
482 SOH CELESTE

Aquel era por aquella noche, su campo de manio­


bras .
Nuestro ástuto y emocionado bribón, después de
mucho reflexionar, se había dicho lo siguiente:
—Lo lógico es suponer, que ese joven procure ver
á Celeste. Ahora bien; ó sabe que su amada está en
el ingenio, <) lo ignora; si lo sabe, irá allí á verla, y
entonces, á don Cesáreo toca vigilarle; y si no lo sabe,
lo natural es que vuelva al hotel. Por si tal sucede,
vigilaré yo en los soportales.
Y así lo hizo.
Su plan estaba muy bien razonado, pero no le
sirvió de nada, porque el amante de Celeste no apa­
reció aquella noche por el parque.
Alberto aguardó hasta el amanecer... Inútilmente;
el joven nu se presentó.
—No hay duda, sabe que Celeste no está aquí ya,
—decíase camino de su casa. —Tal vez aquella carta
que ella le arrojó desde el balcón y que yo tuve tanto
empeño en poseer, sin lograr conseguirlo, era para
anunciarle el traslado. Luego, en tal caso, es muy
posible que haya ido á rondar el ingenio; y si don
Cesáreo vigila como es su obligación y me ha prome­
tido, lo habrá notado y hasta puede que haya hecho
algo importante.
Y mientras se metía en la cama, repetía, como

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ó LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 483

el hombre que procura afirmarse en una resolución:


—Nada, es indispensable que yo vigile también
el ingenio.
Y se durmió tranquilamente, rendido por las emo­
ciones y el cansancio.

Ill

Alberto levantóse á media mañana; no tuvo calma


para aguardar á la tarde, y en cuanto hubo almor­
zado, montó á caballo y se dirigió al ingenio.
Estaba impaciente por saber si había ocurrido
algo de particular la noche antes.
Don Cesáreo le recibió con su acostumbrada son­
risita.
Alberto pareció notar que la cara de aquel hombre
tenía una expresión extraña; algo así como alegría
mal disimulada, que daba á su rostro notable con­
traste con su ordinario aspecto taciturno y retraído.
Esto avivó más y más su curiosidad; así fue que,
en cuanto se vieron solos, apresuróse á preguntar:
—¿Qué hay de nuevo?
—Absolutamente nada—le contestó don Cesáreo
con una indiferencia perfectamente fingida.
Alberto le miró con desconfianza.

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484 SOH CELESTE

—¿Qué quiere usted que haga?—añadió él, como


contestando á aquella mirada.—No hace ni veinti­
cuatro horas que nos vimos, y en tan corto espacio
de tiempo, poco puede ocurrir.
—A veces basta un minuto para que se desarro­
llen graves acontecimientos,—replicó el joven con
seriedad.
—Sí, sin duda; ya lo dióe una frase vulgar: «más
suele ocurrir en un minuto que en una hora.» Pero
por lo que á nuestro asunto concierne, en esta ocasión
la tal sentencia resulta sino falsa, inútil.
Alberto movió la cabeza disgustado, pues le preo­
cupaba e] tono con que don Cesáreo acababa de pro­
ferir las anteriores frases.
Si decía verdad, demostraba una negligencia y un
descuido imperdonables; si por el contrario y como él
creía, le engañaba, la cosa era todavía mucho peor.
Reservas semejantes entre dos socios, cuyos inte­
reses en aquel negocio eran comunes, acusaban mala
fe.
—Francamente, no lo comprendo,—dijo con al­
guna violencia, — usted prometió ayer hacer mucho,
y por lo visto no hace nada.
Don Cesáreo sonrió.
— ¡Siempre lo mismo!—exclamó con acento de
amistoso reproche.—Esa impaciencia es el único de­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 485

fecto que hallo en usted. ¿De dónde saca usted que


yo no he hecho nada?
—Usted mismo lo ha dicho.
—Poco á poco. Yo he dicho que nada ha ocurrido
de particular, no que nada haya yo hecho. Y como
comprenderá usted, hay mucha diferencia entre una
y otra cosa. Puedo haber hecho mucho, sin resultado
inmediato. El día que obtenga ese resultado, ya se lo
comunicaré á usted.
Alberto se convenció de que su compañero le ocul­
taba alguna cosa importante.
— Pues yo soy mucho más expansivo, más franco,
—replicó con vehemencia.—Usted calla lo que hace,
hasta estar seguro de la eficacia de sus medidas; pues
yo no, así es que no tengo inconveniente alguno en
decir á usted que anoche me pasó el tiempo vigilando
el hotel donde ustedes vivían, por si el interesante
joven de las cartitas iba como de costumbre á rondar
el balcón del cuarto que ocupaba Celeste.
—¿Y fue?—preguntó don Cesáreo con sorna
—No, señor.
—Ahí tiene demostrado, por qué deben callarse
ciertas cosas. Esa noche que ha pasado usted en vela,
ha sido una molestia inútil y una torpeza, y las tor­
pezas deben disimularse aun á los ojos de los amigos,
porque desacreditan. Sabiendo usted como sabía, que

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486 Sor CELESTE

Celeste escribió á ese joven una carta la noche antes


de la partida: ¿cómo no se le ocurrió pensar que lo
primero que en esa carta debió decirle es su cambio
de domicilio, y que por lo tanto el joven no iría á
rondar el hotel por el solo gusto de ver el balcón á que
su amada se había asomado otras veces?
—Sí, efectivamente, eso se me ocurrió después.
—Pues á mí se me ocurrió antes. En todo caso, lo
lógico era vigilar aquí, no allá; porque aquí es donde
está Celeste.
Alberto le interrumpió, exclamando:
—Según eso... usted anoche...
—¡Vuelta á la curiosidad y á la impaciencia! ..
Ya le he dicho á usted que anoche no ocurrió nada,
absolutamente nada.
Y como viese que el joven se ponía muy formal,
muy pensativo y muy serio, echóse á reir, como si
disfrutase mortificándole y confundiéndolo.
Luego añadió:
—Es usted una criatura, amigo mío. Ahora mismo
está usted dudando de mi sinceridad y buena fe. Ha­
ce usted mal. Caminamos á un mismo fin, tenemos
necesidad el uno del otro, y la traición, por su parte
ó por la mía, fuera más que una infamia, una nece­
dad. Cada cual tiene su sistema; el mío consiste en
ser muy reservado, en no comunicar á nadie aquello

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i
ir

ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 487

que una imprudencia, aun siendo involuntaria, puede


comprometer y perjudicar. Una de dos; ó tiene usted
confianza en mí ó no la tiene; si no la tiene, tanto
vale que nos separemos, que desistamos de nuestro
pacto; si la tiene, debe ser completa, sin vacilaciones,
sin reservas. ¿Fía usted en mí? pues déjeme obrar li­
bremente, no me cohiba no me interrogue. Yo le ase­
guro que con ello, los dos saldremos ganando.
Alberto comprendió que era inútil insistir, y fin­
gió quedar convencido.

IV

Como la tarde anterior, don Cesáreo invitó á Al­


berto á pasar á las habitaciones de Celeste.
El joven deseaba con verdadera ansia verla, ha­
blarle; pero temía otro desaire, y rechazó la invita­
ción.
—Hace usted mal,—le dijo don Cesáreo.—Supon­
gamos que tampoco le recibe; bueno, usted ha cum­
plido con los deberes que la galantería impone, y el
día de mañana, esos desaires hasta pueden servirle de
argumento para probar su amor ya que los había su­
frido impasible.
Alberto cedió á estas razones.
Dirigiéronse al cuarto de Celeste.

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488 SOR CBLESTB

Cayita los anunció y con gran extrañeza por parte


de ambos, fueron recibidos en seguida.
Pasaron al saloncito azul, que ya conocen nues­
tros lectores.
Celeste los recibió bien, casi con amabilidad; sobre
todo á Alberto.
Este estaba admirado.
La conversación fue corta; pero durante ella. Ce­
leste habló más que de ordinario; hasta sonrió algu­
nas veces, sólo que en sus sonrisas había algo así co
mo burla que ellos no supieron ver.
Esta conducta de la joven tenía su explicación,
como la tenían su docilidad y su prudencia al obligar­
la después don Cesáreo á bajar al comedor, hecho na­
rrado en el capítulo precedente.
Su esperanza de verse aquella misma noche libre
de sus enemigos, y su deseo de que éstos nada sospe
chasen ó de que con su conducta creara ella misma
dificultades que imposibilitaran la realización del plan
que con A delardo tenía convenido, la obligaban á
conducirse de aquel modo.
La infeliz estaba muy lejos de sospechar siquiera
lo que iba á suceder.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 489

Cuando Alberto se despidió de don Cesáreo, pare­


cía estar completamente tranquilo.
Sin embargo, apenas su caballo hubo salido del pa­
seo de palmeras y entrando en el camino del Vedado,
aflojó las riendas, dejándole andar á su antojo, é in­
clinó la cabeza sobre el pecho presa de profunda preo­
cupación .
Y en verdad que no le faltaban motivos para es­
tar preocupado.
Las palabras de don Cesáreo, su extraño aspecto,
sus vaguedades, su misterio... ¿qué sucedía allí? Indu­
dablemente algo que á él importaba y que por lo tan­
to debía saber... ¿Y por qué aquel afán en ocultárse­
lo?... ¿Obraba su cómplice de buena fe*ó no?... En
uno ú otro caso, era conveniente estar prevenido,
averiguar lo que pasaba... ¿Pero cómo?... don Cesá­
reo era muy astuto y sorprender una cosa que él tuvie­
se empeño en ocultarla, era más difícil de lo que pa­
recía.
He aquí lo que con más insistencia le preocupaba.
Tampoco dejó de extrañarle la actitud de Celeste.
Aquella repentina y aparente conformidad... por­
que era aparente, de eso si que no le quedaba duda.
TOMO I

Biblioteca Nado,
490 SOR CELESTE

A pesar del disimulo de la joven, había adivinado en


sus palabras y en sus sonrisas la violencia y el fingi­
miento.
Después de mucho reflexionar, comprendió que no
había más remedio que oponer la astucia á la astucia
y al engaño el engaño.
¿Don Cesáreo no quería decirle lo que pasaba?
Pues por lo mismo había que saberlo; pero no pre­
guntándoselo á él, como antes había hecho; eso era
ponerle sobre aviso; sino sorprendiendo su secreto,
sin que ni él mismo se enterara.
De que don Cesáreo había tendido un lazo al aman­
te de Celeste, no le quedaba ya duda; luego él ya no
debía vigilar á aquel pobre joven, sino á don Cesáreo;
así mataba dos pájaros de un tiro.
Al vigilar al uno, indirectamente, vigilaría tam­
bién al otro.■
Esto era lo lógico, lo prudente y lo que estaba re­
suelto á hacer.

VI

Alberto esperó con impaciencia que llegara la


noche.
La noche fué siempre encubridora de todos los
misterios.

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r'

ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 491

Después de comer, el joven pasó á su cuarto para


mudarse de ropa; pero no se vistió elegantemente
para ir al teatro, como otras noches, sino que se puso
un sencillo traje de americana, bastante usado.
En un joven como Alberto, vestirse de aquel modo
era casi disfrazarse.
Después que se hubo vestido, pasó á su despacho,
y abriendo uno de los cajones de la mesa, sacó un
precioso revólver, tan pequeño que más que arma
mortífera parecía un juguete. Sonriendo se lo guardó
en un bolsillo.
Sin duda los siete tiros del revólver le parecieron
poca defensa para un caso de apuro, porque sacó, ade­
más, del mismo cajón, un pequeño puñal con vaina
de terciopelo y empuñadura cincelada, y se lo guardó
igualmente.
Sin embargo, hay que hacerle justicia.
Aquellas precauciones no eran hijas del miedo, si
no de la prudencia.
Al guardarse el puñal, murmuró en voz bajá;
—A veces conviene no hacer ruido... Compromete
demasiado.
Luego so sentó en el sillón y esperó.

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CAPITULO XXIX

La cartera.

ONARON las diez en el artístico reloj que


había colgado encima de la mesa.
Alberto, al escucharlas, se levantó ex­
clamando:
—Ya es hora.
Y cogiendo el sombrero, salió de su
casa.
Comenzó á andar precipitadamente, como si tu­
viera mucha prisa por llegar al sitio á que se dirigía,
y al poco rato, encontróse en la entrada del camino
del Vedado.
Allí, se detuvo.
—Seamos prudentes,—se dijo á sí mismo.

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J
6 Las mártires del corazón 493

Y prosiguió andando muy despacio por una de las


orillas del camino.
De vez en cuando se detenía y dirigía una mirada
en torno suyo.
En dos ó tres ocasiones tuvo que esconderse con
precipitación, en la espesura, porque pasaba gente, y
á él sin duda le convenía no ser visto.
Por fin, llegó á la entrada del ingenio, ó mejor
dicho, quinta, porque de ingenio no tenía más que el
nombre, la finca en que se hallaban Celeste y don Ce­
sáreo.
Sin duda, aquel era el término de su excursión,
porque al llegar allí se detuvo.

II

La noche era bastante clara y Alberto pudo exa­


minar con la mirada una gran extensión de terreno.
No se veía nada sospechoso ni se escuchaba ruido
alguno que pudiera infundir temores á nuestro joven.
Sin embargo, Alberto tomó toda clase de precau­
ciones.
Arrojóse al suelo, como vimos hacer á Gruiller-
món la noche antes, y con igual sigilo y pruden­
cia que aquél, comenzó á arrastrarse hacia la casa,

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494 SOR CELESTE

por entre las matas que poblaban las márgenes


de los paseos que conducían desde el camino á la
finca.
De vez en cuando se detenía, levantaba la cabeza
y miraba á su alrededor, como buscando á alguna dis­
tancia del camino, un sitio donde esconderse; pero,
como ya hemos dicho, el terreno destinado á planta­
ción estaba vacío, y no había por lo tanto, ni una ma­
ta ni un arbusto tras el cual ocultarse.
No tuvo, pues, más remedio que seguir avanzando
por detrás de las matas que bordeaban el sendero.
Así llegó hasta á unos diez metros del edificio.
Una vez allí, volvió á buscar un escondite, pero
inútilmente.
La contrariedad se retrataba en su semblante.
Instintivamente levantó la cabeza, como si pidie­
se al cielo que le inspirase, y sus ojos se fijaron en las
frondosas copas de los árboles.
Una sonrisa de triunfo dilató sus labios.
Sin esperar á más, púsose de pie, se abrazó al
tronco del árbol más próximo y trepó ligero hasta
desaparecer entre las ramas.
Una vez instalado, lo mejor y más cómodamente
que pudo, alargó la cabeza por entre las hojas y pudo
convencerse de que ni de intento podía haber escogi­
do mejor observatorio.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 495

El árbol aquel, era precisamente el situado en el


ángulo del edificio que formaban la fachada princi­
pal y la en que se hallaban las habitaciones de
Celeste.
Veía el balcón de la joven, veía la entrada dé la
casa y dominaba por completo el ancho paseo de pal
meras, que hastg, allí conducía desde el camino del
Vedado.
La situación era, por lo tanto, verdaderamente es­
tratégica.

III

A poco de Alberto haber subido al árbol, advirtió


que la puerta de la casa se abría sigilosamente y que
de ella salían tres negros.
Esto por sí sólo no tenía nada de particular, pero
sí lo tenía y mucho, lo que aquellos tres hombres hi­
cieron.
Primero hablaron un instante en voz baja, luego
se separaron y cada uno de ellos fue á esconderse tras
el tronco de uno de los árboles que daban frente al
balcón de Celeste.
Alberto no veía ya á los negros, porque los tron­
cos de los árboles eran muy gruesos y los ocultaban

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496 SOR CELESTE

por completo, pero sabía perfectamente el sitio donde


se hallaban.
¿Qué hacían aquellos hombres allí?
Comprendió que se preparaba algún acontecimien­
to extraordinario, y alegrábase más cada vez de ha­
ber acudido á tiempo.
Pasó largo rato. ,
Las persianas de uno de los balcones se abrieron
con cuidado, pero no tanto, que Alberto no lo oyese.
Miró por entre las hojas del árbol y vió que era el-
balcón de Celeste el que habían abierto, y pudo distin­
guir con claridad á la joven echada de pechos sobre
la barandilla.
Indudablemente esperaba á alguien, al mismo tal
vez, que los negros que se habían escondido.
Alberto comenzaba á estar intrigado.
Tenía impaciencia por ver en qué paraba todo
aquello.
No tuvo que aguardar mucho tiempo, porque al
volver la cabeza para ver si sucedía algo por la otra
parte de la finca, notó que un hombre se aproximaba
á aquel sitio, parapetándose tras las palmas reales
que adornaban las orillas del paseo.
A medida que aquel hombre se acercaba, parecía­
le distinguir en él, movimientos que no le eran del to­
do desconocidos.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 497

Cuando estuvo cerca pudo examinarle á su gusto.


Sofocó en sus labios un grito de alegría y murmuró:
—¡Es él... el amante de Celeste!... ¡Bien pensé yo
que vendría!... Ahora empiezo á comprender lo que
aquí se prepara.

IV

Nuestros lectores habrán comprendido, que la no­


che en que ocurrían estos sucesos, era la misma en
que se desarrollaron los referidos en el capitulo ante-
- rior; así es, que no hay necesidad de que repitamos el
relato del secuestro de Adelardo.
Basta saber que Alberto lo vió todo, sin perder un
detalle y sin que nadie notara su presencia. Vió, cómo
los negros se echaban sobre Adelardo, cómo éste se
resistía, cómo por fin lo dominaban, le ponían una
mordaza y lo alejaban de allí.
Luego, no sin extrañeza, les vió volver, vió á Gui-
llermón hacer señas á los otros dos negros para que se
alejaran y vió como entre don Cesáreo y su cómplice,
introducían al prisionero en la quinta.
Entonces comprendió que don Cesáreo no había
querido decirle nada,' porque le reservaba, sin duda,
el placer de la sorpresa.
Alberto sonrió con satisfacción.
tomo i El .5 63

Biblioteca Nadá
498 SOR CELESTE

Todo marchaba á pedir de boca.

Comprendiendo que ya no tenía nada que hacer,


Alberto bajó del árbol y se dispuso á marcharse.
Antes de irse se acercó á la puerta de la casa y
escuchó.
Nada se oía.
Luego echó á andar sin preocuparse con adoptar
las mismas precauciones que antes.
Ya no era fácil que le viesen, y si le veían poco
le importaba; después de todo, así se convencería don
Cesáreo de que no era hombre que se dejaba engañar
tan fácilmente.
Por otra parte, Alberto siempre tenía la disculpa
de su amor.
¿Qué enamorado no va alguna vez á rondar los
balcones de su amada?
Seguía andando á la vez que se hacía las anterio­
res reflexiones, cuando sus pies tropezaron con un
objeto que rodó delante de él.
Se detuvo sorprendido.
Aquel objeto no era una piedra, puesto que al
empujarlo con el pie no había hecho ruido alguno.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRRS DEL CORAZÓN 499

Se inclinó hacia el suelo para ver lo que era, y


distinguió algunos papeles esparcidos por allí.
Siguió buscando, y á poco sus manos tropezaron
con una cartera.
Sin saber por qué, el corazón empezóle á latir con
violencia y miró asustado á todas partes temiendo
que alguien le viese.

VI

Alberto recogió la cartera y los papeles, se los me­


tió en el bolsillo, siguió buscando, y cuando estuvo
convencido de que no había nada más por allí, diri­
gióse rápidamente hacia el camino del Vedado, vol­
viendo con recelo la cabeza para ver si le seguían.
Deseoso entoiices de no ser sorprendido, no paró
de andar hasta que estuvo á buena distancia del in­
genio.
Entonces detúvose, se limpió el sudor que bañaba
su frente, y sacando la cartera, púsose á ver lo que
contenía... Sólo encontró papeles, ninguno de los
cuales pudo leer, pues la pálida claridad de la luna
no bastaba para ello.
Gruardóse de nuevo la cartera, metió una mano en
el bolsillo dónde la llevaba, sin duda para impedir

Biblioteca Nacional de España


500 SOR CELESTE

que se le perdiera, y prosiguió su camino, ansioso de


llegar cuanto antes á su casa.
¿De quién sería aquella cartera?... ¿De don Cesá­
reo?... ¿Del amante de Celeste, que pudo muy bien
perderla en la lucha con los negros?... ¿De alguno de
estos últimos tal vez?
Lo ignoraba; pero el corazón le decía que aquel
era un hallazgo precioso... que allí había encerrado
algo que á él le interesaba.
Y apresurando el paso apretábala con nerviosa
mano, para convencerse de que estaba allí, de que
no se le había perdido.

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CAPITULO XXX

Donde se verá que la suerte tiene á veces el mal gusto de proteger


á los bribones.

DANDO Alberto se vió por fin en su des- *


pacho, respiró con fuerza, como si le hu­
biesen quitado un grqn peso de encima.
Sacó de su bolsillo la cartera y los pa­
peles que había encontrado, y lo puso
todo sobre la mesa.
La cartera era muy pobre y muy
vieja.
La examinó cuidadosamente otra vez, y vió que
no contenía más que papeles.
Lo primero con que sus ojos tropezaron, fué con
unas cuantas tarjetas, todas iguales.
El hecho de ser más de una, hízole comprender

L Biblioteca Nacional de España


502 SOR CELESTE

que pertenecían al dueño de la cartera; iba, pues, á


saber de quién era.
Leyó una de ellas.
Decía simplemente: «Adelardo Doy a».
Alberto se encogió de hombros.
Aquel nombre le era desconocido.
Siguió registrando, y llamó su atención desde lue­
go, una pequeña hoja de papel, que parecía haber sido
arrancada de un libro de memorias, y en la cual ha­
bía algunas palabras escritas con lápiz.
La letra era de mujer.
Alberto comenzó á leerla, y á las primeras pala­
bras, lanzó una exclamación de alegría.
r
Aquella carta era la que Celeste había escrito á
Adelardo, la misma que Alberto le había visto tirar
desde el balcón de la fonda; la carta, en fin, que el
joven tuvo tanto empeño en poseer.
—Ahora ya sé de quien es la cartera,—murmuró
con satisfacción;—es del novio de Celeste, de ese jo­
ven á quien acabo de ver prendido en las redes del
astuto don Cesáreo. En la lucha debe haberle caído, y
mi buena suerte me llevó allí para que fuera yo quien
la recogiese... Al menos ya sé su nombre: Adelardo
Coya... Y no hay duda, no puede ser de otro...
¿Quién sino él tendría en su poder esta carta?... Por­
que la carta es de Celeste... No lleva firma, pero co­
mo si la llevara... Estas palabras la venden.

Biblioteca Nacional de España


r
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 503

Y leyó por segunda vez:


«Me trasladan al ingenio...» «Camino del Ve­
dado...»

11

Alberto siguió registrando con más interés que


nunca.
Los papeles eran pocos é insignificantes, pero cada
uno de ellos era una prueba más de que no se había
equivocado, de que sus sospechas eran fundadas, de
que aquel Adelardo Coya, era el joven de los paseos
nocturnos, el novio de Celeste, el prisionero de don
Cesáreo.
Entre varios papeles en los que sólo había notas
sin importancia y de esas que sólo comprende el inte­
resado. encontró una cédula, un pasaporte y una
carta.
El pasaporte y la cédula, estaban extendidos á
nombre de don Adelardo Coya, y el primero, sobre
todo, era una prueba valiosa en confirmación de sus
sospechas.
La carta iba dirigida al propio nombre.
Dicho se está que Alberto no vaciló en leerla,
máxime estando ya roto el sobre.
Estaba fechada en Barcelona y decía asi;

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504 SOR CELESTE

«Señor don Adelardo Groya.—Madrid.


»Muy señor mío: ni usted me conoce á mí ni yo á
usted le conozco, y sin embargo, me dirijo á usted
para hacerle una petición que sólo á una persona muy
conocida, y mejor aún, muy amada, puedo hacerle en
el estado en que me hallo.
»Me atrevo á ello, por dos razones: la primera,
porque sé que es usted una persona honrada, un buen
hijo, que trabaja para mantener á su anciana madre,
y estos antecedentes que le honran, bastan para que
me inspire la más absoluta confianza.
»La segunda razón es, que se trata del porvenir y
de la felicidad de una persona á quien usted ama, y
por quien creo estará dispuesto á hacerle toda clase
de sacrificios.
»Esa persona es Celeste.»

III

La carta empezaba á tener interés grandísimo para


Alberto, así fué, que siguió leyendo con ansiedad cre­
ciente:
«Por extrañas y misteriosas que le parezcan á us­
ted mis palabras, por inexplicable que encuentre mi
proceder, le suplico que no desconfíe de mí.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 505

»Me dirijo á usted desde el lecho de un hospital,


estoy á las puertas de la muerte, y en esta situación
y en este estado, no hay quien se atreva á obrar con
engaño, sino tal y como su conciencia le dicta.
»Abreviaré lo posible porque noto que me escasean
- las fuerzas, y quiero reservar las pocas que aún me
restan, para cumplir un deber, para reparar un mal,
para evitar una injusticia.
»En esta difícil y delicada empresa, es precisa­
mente en la que necesito que usted me ayude.
»Sé que ama usted á Celeste y que ella le corres­
ponde.
»Pues bien, por ese amor, le suplico que haga lo
que voy á pedirle; y si tal amor no existiera, hágalo
usted por caridad.
/Un hombre como usted, un hombre honrado, nun­
ca debe negarse á cooperar en una buena obra.
: *Por una serie de circunstancias que no es del caso
í exponer y que usted conocerá en su día. Celeste se
encuentra bajo el dominio de un malvado que la hará
infeliz.
»Ese malvado es el que ante la ley y ante el mun­
do pasa por su padre, sin serlo: ese hombre es don Ce­
sáreo de la Loma, á quien de seguro debe usted cono­
cer ya.
»Sólo una persona puede librar á Celeste del mar-
tomo 1 /fr, n F*r 64

Biblioteca
506 SOR CELESTE

tirio que sufre y (leí peligro que amenaza su porvenir


y su tranquilidad; esa persona soy yo,
»Ahora bien, para inspirarle más confianza:
quiere usted saber quién soy?... Pues el verdadero
padre de Celeste.»

IV

Alberto no pudo contener una exclamación de sor­


presa y de alegría.
Aquello era más, mucho más de lo que él esperaba:
era el secreto de don Cesáreo que se le venía á las
manos con todos sus detalles, con todos sus porme
ñores... ¡y tal vez con todas sus pruebas!
Siguió leyendo:
«Entregué mi hija á aquel hombre, pagándole
cumplidamente su condescendencia, porque creí que
era un caballero honrado... ¡Tarde he conocido mi
error!
»Como mi propósito era que nunca se llegase á
saber que Celeste era mi hija, y quería por otra parte
asegurar su porvenir, me valí de un amigo para que,
en su nombre, se le hiciese donación de una cantidad
importante, que debía permanecer en depósito en
una casa de banca de París, hastá el día en que mi
hija se casara.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 507

»Esa cantidad es uno de los móviles que impul­


san al malvado á fraguar las más inicuas combina­
ciones, en las cuales peligra la felicidad y el porve­
nir de Celeste.
«Esto es lo que hay que evitar.
«El medio es muy sencillo.
, «Poseo en mi poder todos los documentos necesa-
I
rios para ello; eñtre otros, una declaración firmada
por don Cesáreo al recibir la nina y la escritura de
donación hecha en nombre de mi amigo.
«Como usted comprenderá, con esto basta y sobra
para conseguir mi objeto.
«Si yo no me encontrara como me encuentro á las
puertas de la muerte, á mi me tocaría defender á mi
hija, pero no puedo, y por eso me dirijo á usted.
«En cuanto reciba ésta, venga inmediatamente á
Barcelona, persónese en el hospital y yo le haré en­
trega de los citados documentos,
«Si por alguna circunstancia no puede usted venir,
la hermana Paz, que me asiste y á quien he confiado
mi secreto, partirá á la Habana para entregarlos á
Celeste, encerrados dentro del cofrecito donde se
hallan.
«En usted confio.
«Como de un padre que abandona á su hija hay
razón para sospecharlo todo y esperarlo todo, no

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508 SOR CELESTE

vaya usted á figurarse, ni por un momento, que me


guía interés alguno al hacer lo que hago.
»Obro así, porque me lo dicta mi conciencia.
»Aunque los azares de la vida me han arrastrado
á la triste y lastimosa situación en que me hallo,
nunca me atrevería á reclamar á mi hija un sólo cén­
timo de esa cantidad, que á ella sola pertenece, pues­
to que yo se la di, y no es suya la culpa si me he
arruinado después.
»Además, pronto no necesitaré nada, porque la
muerte me acecha y no es fácil que logre escapar de
sus garras.
i>No olvide usted, que si usted no viene, la her
mana Paz, cumpliendo, su juramento, irá á la Habana
á entregar el cofrecito á Celeste.
»En uno ú otro caso, en usted confío y á usted
encomiendo mi hija.
»8i las súplicas de un moribundo merecen ser
atendidas, no vacile usted en acceder á mi ruego.
Venga, amigo mío, y le deberé la tranquilidad de mis
últimos instantes. »
Aquí acababa la carta.
Alberto miró atentamente la firma.
Al pronto, le costó algún trabajo leerla; pero des­
pués de un breve examen, leyó con claridad este
nombre:
«Javier Galeonte.»

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o LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 609

Alberto quedó profundamente pensativo.


De pronto, inmensa alegría animó su rostro.
—Esta carta, por sí sola, vale un tesoro,—murmu­
ró en voz baja.—¡Y si yo lograra apoderarme de ese
cofrecillo...! Vencería á don Cesáreo, sería mía Celes­
te... ¡y sería mía toda su dote!
Sus ojos despidieron relámpagos de codicia.
—Pero... ¿dónde está ese cofrecillo?—continuó.—
¿Lo tiene Adelardo ó lo tiene la hermana Paz?
Al pronunciar este nombre, acordóse de que lo ha­
bía visto escrito en una de las notas de la cartera.
Volvió á registrar todos los papeles uno por uno y
al fin encontró el que buscaba.
Tenía una sola línea escrita con lápiz.
Decía así:
«Hermana Paz: salió de Barcelona para Habana;
vapor Santa Lucia.»
Luego era de suponer, que Adelardo no tenía el
cofrecillo, puesto que la hermana había emprendido
el anunciado viaje...
¿Qué habría sucedido?..
¿Habría marchado el joven á Barcelona al recibir
la carta, ó no habría marchado?...

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510 SOR CELESTK

Aquí se embrollaban las conjeturas de Alberto.


Y la hermana Paz, ¿habría llegado ya á la Ha­
bana?...
Indudablemente, sí, puesto que Adelardo estaba
allí, y según la nota, debió marchar después...
Y si la hermana Paz había llegado... ¿dónde es­
taba?... ¿Cómo no se presentaba á Celeste?... ¿Se ha­
bría visto con Adelardo?. . ¿Lo habría sabido don Ce­
sáreo y logrado apoderarse de ella?
Lo importante era aclarar estos puntos; pero...
¿cómo?
Mareado de tanto pensar, decidió acostarse.
—La almohada es buena consejera, — se dijo.
Dicho se está que Alberto no pudo dormir.
Además, era ya de día.

VI

A las pocas horas, el joven volvió á levantarse.


Se le había ocurrido un proyecto, y no quiso dejar
de ponerlo en práctica inmediatamente.
Vistióse en seguida, y sin almorzar siquiera, salió
á la calle y encaminóse al muelle.
Una vez allí, se dirigió á la Capitanía del puerto.
Los empleados le recibieron con amabilidad poco
frecuente en ellos.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 511

—¿Tendrían ustedes la amabilidad de contestarme


á una pregunta?—les dijo Alberto.
%

—Usted dirá,—apresuróse á responder uno de los


empleados. •
—¿Pueden ustedes darme noticias del vapor Santa
Lucia?
El interrogado consultó un grueso registro que
había sobre una mesa.
—Para eso vale más que se dirija usted á la casa
consignataria, --exclamó.
—¿Y cuál es?
—Eso estoy mirando.
Al cabo de un instante, anadió:
—González-Hernández y Compañía.
— ¿Y dónde está eso?
—Aquí cerca. Le acompañará á usted un mozo...
Tú,—continuó dirigiéndose á un negro que entraba
en aquel instante;—acompaña al señor á la casa Con-
zález-Hernández y Compañía.
Alberto dió las gracias, saludó y salió guiado por
el negro.
Poco después, entraba en las oficinas de la casa
consignataria.
Un escribiente asomó la cabeza por una venta­
nilla abierta en un enrejado de alambre, que, apo­
yado sobre una especie de mostrador, daba la vuelta
á la estancia.

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512 SOE CELESTE

—¿Qué se ofrece?—preguntó.
—¿Haría usted el favor de decirme,—contestó
Alberto,—si ha llegado ya el vapor Santa Lucia, pro­
cedente de Barcelona?
—No señor.
El joven se estremeció de alegría.
—¿Y cuándo llega?
—Eso es difícil asegurarlo; como hace tantas es­
calas... Há dos días que debió llegar...,Le esperamos
hoy ó mañana lo más tarde.
—Gracias.
—Usted mande.
El escribiente se retiró de la ventanilla, y Alberto
salió á la calle.
Su rostro expresaba profunda satisfacción.
—La suerte me protege,—murmuraba con acento
tembloroso.—Ahora comprendo porqué Adelardo, ha
hiendo salido de España después que la hermana Paz,
ha llegado aquí antes. El vapor en que ha hecho la
travesía debe haber venido directamente, mientras
que el otro, ha tenido que hacer escalas... ¡Ah! no se
me escapará la hermana... ¡qué ha de escapárseme...!
Y ese precioso cofrecillo caerá en mis manos, sin que
ella pueda evitarlo, sin que ni siquiera lo sospeche...
Sonrió satisfecho y se frotó las manos con alegría.
—Que trabaje don Cesáreo por cuenta de los dos.

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o LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 513

— prosiguió; — que me retenga á ese joven... ¡Yo tra­


bajaré mientras tanto por cuenta mía!... Y cuando
llegue el caso... ¡No sabe el pobre hombre la que le
espera!
Y sonrió satisfecho.

TOMO I 65

Biblioteca N^idllüt Uti hspaña


CAPITULO XXXI*

Un buen tropiezo.

ATISFECHO de sus indagaciones y com­


prendiendo que ya nada tenía que hacer
por entonces en el muelle, Alberto, se
dirigió á su casa por el camino más cor­
to, esto es; del muelle de San Francisco
pasó á la plaza del mismo nombre, la
atravesó, y tomó por la calle de Merca­
deres hasta la de O’Reilly, donde vivía.
Mientras andaba iba haciéndose las siguientes re­
flexiones.
—Decididamente, la suerte me ayuda; es necesa­
rio, pues, aprovecharla, pero sin abusar de ella; nada
hay que más pronto asuste y aleje á la fortuna, que
las imprudencias. He de procurar, por lo mismo, ser

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 516

cauto y precavido. Por el pronto, á mi no me convie­


ne aparecer para nada en este asunto; he do ser algo
así como el autor de un drama que urde la intriga
procurando no descuidar ningún detalle, y los actores
son los encargados de representar la obra. Ahora bien;
¿dónde están esos actores?... Desde luego, tengo á la
protagonista, á la hermana Paz; personaje importan­
tísimo, puesto que sin ella no habría drama; pero esto,
con ser mucho, no es bastante. Ya que yo no puedo
tomar una parte activa pues he de permanecer entre
bastidores, necesito quien me sustituya, quien desem­
peñe mi papel, quien obre ciega y lealmente, según
mi inspiración y mis deseos; en resumen, necesito un
hombre inteligente, astuto, de valor, arrojado y nada
escrupuloso, que sea capaz de todo y esté dispuesto á
todo, que no se asuste ni se sorprenda por nada ni se
niegue á nada... ¡Sabe Dios hasta donde pueden lle­
varnos los acontecimientos!... Ahora bien; ¿dónde
está ese hombre?
Alberto registró minuciosamente todos los rinco­
nes de su memoria, sin encontrar lo que buscaba.
No conocía á nadie que pudiera servirle para el
caso.

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516 SOR CBLE3TE

II

Cuando entró en su casa, al abrirle el criado la


puerta, tuvo una inspiración.
¿Sería aquel muchacho capaz délo que él quería?...
Lo examinó un instante detenidamente, y al final
del examen hizo un gesto de desagrado.
—Este es capaz de dejarse engañar por cualquie­
ra, hasta por la hermana Paz si llega el caso, — mur­
muró en voz baja y con desaliento.
En verdad, el aspecto del criado no predisponía
en favor suyo.
Era un mulato de veintiséis á veintiocho años,
gordo, mofletudo, con la estupidez estereotipada en
el semblante y la irresolución y la torpeza reflejada
en sus pequeños y mortecinos ojos.
Volvióle Alberto la espalda con despecho y pasó
al comedor.
Aún no había almorzado y sentía verdadero ape­
tito.
Mientras vaciaba los platos que el mulato le iba
sirviendo, ocurriósele, que si bien aquel muchacho no
era ni con mucho el hombre que él necesitaba, podía
aprovechar sus servicios de momento.
Lo que precisaba era estar á la mira de si lle­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 517

gaba al puerto el vapor Santa Lucia, y para esto era


bueno cualquiera.
—Oye, Pancho, — le dijo en cuanto éste le hubo
servido los postres.
—Mande, mi amo, —respondió el mulato con ser­
vilismo.
—Vas á ir inmediatamente al muelle de San Fran­
cisco. ♦
—Bien, mi amo.
—Es necesario que estés á la vista de los vapores
que entren en el puerto. En cuanto veas que el vigía
anuncia la entrada de un vapor, procura enterarte
de su nombre, y si por casualidad, alguno de los que
entren es e\ Santa Lucia... acuérdate bien: el Santa
Lucia.
Pancho hizo'una señal de asentimiento.
—Si alguno de ellos es el Santa Lucia,—repitió
Alberto,—ven y avísame inmediatamente.
—¿Nada más?
—Nada más. ¡Ah! procura no perder tiempo, por­
que en ese'Vapor vendrá problablemante un amigo
á quien aguardo, y quiero llegar al muelle antes de
que desembarque.
—Mi amo tendrá tiempo de sobra. Desde que el
vapor entra hasta que los pasajeros desembarcan pasa
mucho rato.

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1
518 SOR CELESTE

—De todos modos, ven en seguida.


— Descuide, mi amo.
—Pues anda; no pierdas tiempo, no sea que llegue.
Marchóse Pancho y Alberto se retiró á descansar
un rato.
No había dormido en toda la noche, y se encontra­
ba en extremo fatigado.
Tranquilo con la seguridad de qde el mulato le
avisaría en cuanto el vapor entrase, durmióse apenas
se dejó caer en el lecho.

III

Eran ya cerca de las cinco de la tarde cuando se


despertó Alberto.
Pancho no había ido á avisarle, luego el vapor no
debía haber llegado.
Una vez vestido, decidió bajar al muelle.
Era la hora de comer, pero como el criado estaba
fuera, tampoco tenía quien le sirviese la comida.
Iba á salir do casa, cuando vió entrar á Pancho.
—¿Qué hay? — le preguntó con ansiedad. — ¿Ha
llegado el vapor?
—No, mi amo, — contestó el mulato con calma.

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o LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 519

—¿Pues por qué te has movido del muelle?—gritó


Alberto encolerizado.
—Como es la hora de comer y el amo no me dijo
que no quisiera comer hoy... Además, el vapor Santa
Lucia no llegará hoy.
—¿Y tú qué sabes? — exclamó Alberto mirándole
fijamente.
—Lo he preguntado, mi amo.
—¿A quién?
—A unos marineros.
—¿Y qué te han dicho?
—Pues eso: que no podía llegar hasta mañanita
porque los consignatarios habían tenido noticia de
que acababa de salir de no sé qué puerto... y no
hay tiempo para que llegue hoy, mi amo.
—Sin embargo, —murmuró Alberto pensativo; —
si llegara...
—Desde aquí mismo oiremos la señal.
—No; es mejor otia cosa.
Alberto reflexionó durante un momento.
—Mira,—le dijo á Pancho.—Vas á volver ensegui­
da al muelle.
—¿Y la comida, mi amo?—preguntó el mulato con
alguna inquietud.
—Yo comeré fuera de casa—replicó el joven,—y
tú comes allí mismo, en alguna de las abacerías del
muelle.

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520 son CELESTE

—Corriente, mi amo,—exclamó Pancho recobran­


do de nuevo su tranquilidad.
—Si llega el vapor...—prosiguió Alberto.
—Vengo en seguida á avisarle á usted,—interrum­
pió el mulato.
—No, ya no, porque no me encontrarías.
—Entonces...
—Si llega el vapor fíjate en la gente que desem­
barca.
—Eso es muy fácil.
—No tanto como te figuras. Procura ver si en el
pasaje viene una hermana de la caridad.

IV

Pancho quedóse mirando á su amo porque le pare­


ció muy raro que por la mañana esperase á un amigo,
y el amigo se hubiese transformado por la tarde en her­
mana de la caridad.
Alberto interpretó aquella mirada como una señal
de torpeza; creyó que no le había entendido, y re­
pitió:
—Una hermana de la caridad ¿entiendes estúpido?
- Comprendo, mi amo.
—Si la ves que desembarca, síguela hasta donde

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ó Las mártires del corazón 521

vaya y entérate bien de donde se aloja, para luego


decírmelo.
' Pancho se rascó la cabeza con aire preocupado.
— Mi amo,—dijo de pronto;—¿y si en vez de una
sola hermana llegan varias, ¿qué hago?: ¿las sigo á
todas?
Alberto se vió cogido.
Por lo visto, el mulato no era tan torpe como pa­
recía.
Pues si vienen varias,—contestó balbuceando,—
si vienen varias... Mira, la hermana que á mí me in­
teresa se llama Paz... la hermana Paz ¿entiendes?
procura enterarte cual de ellas es la hermana Paz.
—¿Y cómo me entero?
—Preguntándolo.
—¿Y á quién lo pregunto?
Alberto comenzaba ya á impacientarse.
—¿A quién lo has de preguntar?—contestó con­
trariado;—á ellas.
—¿Y qué le digo cuando una de ellas me respon­
da: «yo soy la hermana Paz?»
, —Nada; tú no has de decirle nada.
Pancho miró á su amo sorprendido.
—Eso no puede ser, mi amo,—replicó sonriendo;
—ella querrá saber por qué sé su nombre, por qué
pregunto por ella.
TOMO I 66

L.
622 SOR CELESTE

Las atinadas observaciones del mulato desconcer­


taban á Alberto.
—No va á dar la casualidad de que si vienen va­
rias te dirijas á la interesada precisamente,—dijo el
joven malhumorado,—Y en fin, eso tú te lo arreglas
lo mejor que puedas. El caso es que ella no compren­
da que hay quien la espía. Como esas pobres mujeres
deben saber muy poco de estas cosas, puedes presen­
tarte como un empleado del muelle ó de la Aduana...
Si quieres no han de faltarte recursos...
Pancho encontraba todo aquello cada vez más ex­
traño, y miraba á su amo de una manera particular.
-—Cuando estés convencido de quién es la her­
mana Paz,—prosiguió Alberto,—la sigues donde quie­
ra que vaya.
—¿Dónde quiera que vaya?—repitió el mulato.
—Sí.
—¿Aunque vaya fuera de la Habana?
—Aunque vaya fuera de la Habana.
—Bien, mi amo; la seguiré.
—Sólo has de tener cuidado de no llamar su aten­
ción, y de que no note que la sigues.
—«Pues señor,—pensó el mulato para sus aden­
tros;—mi amo no quiere que llame la atención de la
hermana, y en cambio me dice que le pregunte á ella
misma si es ella... No lo entiendo; por fuerza aquí
hay misterio.»

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 523

—¿Con que estás bien enterado?—le preguntó Al­


berto.
—Sí, mi amo,—le contestó Pancho con cierto to­
nillo burlón.
—Pues toma: por lo que puedaocurrirte... Ahora,
márchate en seguida.
Y dándole algún dinero, le hizo seña de que se
fuese.

Alberto salió detrás del mulato y encaminóse á un


picadero que había en la misma calle, y que era en
el que le servían.
Mandó que le ensillaran un caballo, y montando
en él en cuanto estuvo dispuesto, dirigióse al camino
del Vedado, para ir á hacer al postizo padre de Ce­
leste, á su digno cómplice y aliado, la acostumbrada
visita.
Don Cesáreo le recibió en su habitación, y á Al­
berto le pareció encontrarle muy pensativo y medi­
tabundo.
—«Lo comprendo,—pensó;—la aventura de ano­
che le tiene preocupado.
Y haciéndose el desentendido, como si nada su-

Biblioteca Nacional de España


524 SOR CELESTE

píese, le preguntó, en cuanto el negro que le había


conducido hasta allí se hubo alejado:
—¿Qué tal? ¿hay novedades?
—Ninguna, — contestó don Cesáreo con fingida
indiferencia.
—De manera que no ¿pasa nada?
—Absolutamente nada.
Alberto miró á su interlocutor con cierta sorna,
—No obstante, — dijo sonriendo — le veo á usted
pálido, pensativo...
—Aprensión, — replicó don Cesáreo procurando
sonreír.
Alberto quedóse un momento pensativo.
Aquel hombre no obraba de buena fe, puesto que
se obstinaba en asegurarle que nada ocurría, y él,
como nuestros lectores saben, estaba muy cierto de
lo contrario.
—Dispénseme usted que insista, — exclamó Al­
berto con gravedad; — pero me parece que no me
habla usted con entera franqueza.
—Puede usted opinar lo que guste, — contestó
don Cesáreo encogiéndose de hombros.
Alberto se mordió los labios con despecho. »
—¿Y es eso todo lo que se le ocurre á usted de­
cirme? — replicó, visiblemente alterado.
—¿Y qué quiere usted que le diga?

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 525

—La verdad de lo que ocurre.


—La verdad le digo; no ocurre nada. Y si algo
ocurriese, y yo se lo ocultase, no tenía usted por qué
ofenderse. ¿Le pregunto yo acaso á usted, lo que hace
ni lo que le pasa? Tenemos un negocio común, uno
sólo; en todo lo que con ese negocio no se relacione,
somos completamente libres.
—Bien, pues acerca de ese negocio le pregunto.
—Acerca de ese negocio sólo puedo repetirle lo
que otras muchas veces le he dicho, si bien hoy puedo
repetírselo con más seguridad que nunca: «realizará
usted sus deseos, se casará usted con Celeste y sera
dueño de la mitad de su dote,»
—Como es natural, yo deseo saber, y tengo dere­
cho á preguntarlo, en qué se fundan esas seguridades.
—Y yo tengo el derecho de no respondeile.
—¡Don Cesáreo!—exclamó Alberto poniéndose de
pie.

VI

Don Cesáreo soltó una de sus características car­


cajadas, y el joven, procurando reprimirse, murmuró:
—Vale más que no sigamos hablando; por lo visto,
ni usted ni yo estamos hoy de buen temple, y...
—Mi temple siempre es el mismo, amigo don Al-

Biblioteca Nacional de España


526 SOK CELESTE

berto; tengo mis nervios mejor educados que usted


los suyos.
—Si le parece,—prosiguió el joven como si no le
hubiera oído,—pasaré á saludar á Celeste.
—No puede ser,—contestó don Cesáreo.
—¿Por qué?
—Porque está enferma.
Alberto no fue dueño de contener un gesto de dis­
gusto.
—¡Enferma! —balbuceó palideciendo.
—Si, pero no es cosa de cuidado, no se alarme
usted,—replicó don Cesáreo.
Y soltó otra insolente carcajada.
Alberto no pudo contenerse por más tiempo.
—Es inútil que trate usted de engañarme,—dijo
con energía.—¿Qué pasa aquí?... ¿Qué tiene Celeste?
—Nada, poca cosa,—contestó don Cesáreo sin
dejar de reirse.
—No se ría usted más y hablemos con franqueza,
—dijo Alberto exaltado.
—Hablemos como usted guste.
—Por lo mismo que somos aliados, ó socios, ó
como usted quiera llamarle, debemos obrar con sin­
ceridad.
—Ha dicho usted debemos; luego reconoce usted
que no obra sinceramente.

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ó LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 627

—Yo, sí; usted es el que emplea unas reservas...


que francamente, no las encuentro muy oportunas.
Don Cesáreo quedóse un momento mirando al
joven con fijeza.
Luego levantándose, dijo:
—Sígame usted.
—¿Vamos á ver á Celeste?—preguntó Alberto con
ansiedad.
—No,—contestó lacónicamente don Cesáreo.
—¿Por qué otros días ha mostrado usted tanto
empeño en que la vea y hoy se opone á ello?
—Ya se lo dije antes, porque se encuentra indis­
puesta.
—¿A dónde vamos entóneos? ,
—A tomar una taza de café. ¿No quiere usted
aceptar mi ofrecimiento?
Alberto siguió á don Cesáreo y éste le llevó á uno
de los pabellones del jardín.
Cuando un negro hubo puesto sobre la rústica
mesa dos tazas de rico y humeante moka y se hubo
retirado, don Cesáreo cerrando la puerta del pabellón
dijo así:
—Ha querido usted que habláramos, y vamos á
hablar. Allá en el gabinete no podíamos, porque es­
tábamos muy cerca déla habitación de Celeste... y las
paredes oyen; aquí estaremos mucho mejor.
Alberto se dispuso á escuchar.

Biblioteca Nacional de España


528 SOR CELESTE

VII

Era ya de noche cuando acabó la conferencia.


Había durado cerca de dos horas.
Al salir del pabellón, los dos cómplices parecían
estar muy satisfechos.
La noche era muy obscura; negros nubarrones en­
toldaban el firmamento .y á lo lejos sonaba el ruido
del trueno; todo hacía presagiar una cercana y horro­
rosa tormenta.
Alberto despidióse de don Cesáreo, sin que éste
intentara detenerle, y montó á caballo.
Diéronse el último apretón de manos, y el joven
dirigióse al camino murmurando burlonamente:
—Trabaja tú por cuenta de los dos. que yo traba­
jaré mientras tanto por la mía solamente.
Al salir Alberto al camino, gruesa gotas empeza­
ron á desprenderse de las nubes.
Los truenos eran cada vez más frecuentes y más
cercanos; y el fulgor de los relámpagos, disipaba por
un instante,* de vez en cuando, las sombras.
La tormenta empezaba á descargar sus furias.
Alberto clavó las espuelas á su caballo que se lan­
zó al galope por el obscuro camino.
El joven ansiaba llegar cuanto antes á la Habana.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 529

¿Habf-ía llegado el vapor?... Y si había llegado...


¿qué hacer?... ¿dónde encontrar el hombre que necesi­
taba, para realizar sus planes?...
Esta era su idea fija, su obsesión constante.
/

De Pancho había que desistir en absoluto; era


completamente inútil.

VIII

La tormenta estaba en todo su apogeo.


Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción,
los truenos ensordecían por lo estrepitosos, y la lluvia
era copiosa, torrencial.
Alberto apenas podía refrenar á su caballo, á pesar
de todos sus esfuerzos.
Al ver brillar los relámpagos, el animal se encabri­
taba, y era preciso ser todo lo buen jinete que era el
joven, para no salir despedido de la silla.
De pronto, brilló un relámpago más intenso y pro­
longado que los anteriores, y el tableteo de un trueno
espantoso pareció llenar el espacio.
El caballo se levantó sobre sus patas traseras, y
de fijo el jinete hubiera rodado al suelo, si una mano
vigorosa no hubiese cogido las bridas obligando al
tomo I 67

Biblioteca Nado,
■'r^

530 SOR CELESTE

animal á bajar la cabeza hasta hacerle tocar el pecho


con ella.
Antes de que Alberto pudiera darse cuenta exacta
de lo que sucedía, vió á su lado la silueta de un hom­
bre envuelto en un capote.
Aquel hombre al tiempo mismo que con una ma­
no retenía fuertemente la cabalgadura, mostraba en
la otra un revólver.
Apuntándole al pecho á Alberto, exclamó con
voz ronca é imponente:
—¡Alto amigo! Entregúeme usted cuanto dinero
lleva encima, ó le mato.
Lejos de aterrorizarse, Alberto lanzó una exclama­
ción de alegría.
—¡He aquí mi hombre! ¡Este es el que yo "necesi­
taba!—dijo.

Biblioteca Nacional de España


J
CAPITULO XXXII

De tal á tal.

L bandido no pudo contener un movi­


miento de sorpresa al escuchar la excla­
mación del joven.
Sin embargo, sin apartar el arma del
pecho de Alberto, dijo con voz ronca y
acento receloso:
—¿Qué significa eso de que yo soy
su hombre y de que yo soy el que usted buscaba?
Alberto no lé contestó; le contemplaba detenida­
mente.
A la luz de un relámpago vió un rostro de faccio­
nes duras y siniestras, encuadrado en una barba ne­
gra muy crecida y poco cuidada; rostro en el cual re­
lucían dos ojos amenazadores y brillantes.

Biblioteca Nacional de España


532 SOR CELESTE

El aspecto de aquella faz hundida en el capuchón


del obscuro capote, era en verdad terrible.
Alberto debió quedar satisfecho de su examen,
porque sonrió do nuevo con visible complacencia.
—Vamos,exclamó el bandido impaciente; —
basta de perder eJ tiempo y vengan los cuartos.
Alberto bajó rápidamente del caballo y quedó de
pie frente á frente del bandido.
Su acción fue tan ligera, que éste no pudo impe­
dirla.
—Hablemos, — dijo el joven con calma.
—No tenemos nada que hablar, — replicó el sal­
teador con violencia; — lo que ha de hacer usted es
darme en seguida todo el dinero que lleve.
—De eso se trata precisamente, — contestó Al-
' berto con imperturbable serenidad;—de darle á usted
dinero... mucho más dinero del que se figura.
El nocturno bandolero, estaba visiblemente des­
compuesto y sobresaltado.
La calma y tranquilidad del joven le impresiona­
ban, infundiéndole desconfianza y recelo. Al escuchar
sus últimas palabras, pareció vacilar un momento y
miró con inquietud á todas partes.
Pronto se repuso, y tomando una resolución, acer­
có más el arma al pecho de Alberto y exclamó con
voz dura y acento imperativo:

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 533

—Yo no pido razones, sino dinero.


—Pues si esas razones no le satisfacen ni conven­
cen, — replicó Alberto, siempre tranquilo y siempre
sonriente, — le convencerán estas otras.
Y con rapidez extraordinaria, se arrojó sobre el
bandido, cogiéndole por la mano con que empuñaba
el arma con tal fuerza, que ésta cayó al suelo.
Al mismo tiempo sacó del bolsillo un pequeño re­
vólver, y le apuntó al pecho.
El bandido quiso forcejear y desprenderse de Al­
berto, pero no pudo.
Aquella mano pequeña, blanca, fina como la de
una señorita, le retenía triturando sus carnes como
si fuesen unas tenazas de hierro.
Estaba dominado, vencido.
En los ojos del bandido brilló una mirada de ira y
despecho y sus labios borbotaron una blasfemia.
—Ya ve usted,—dijo Alberto sin dejar de sonreir,
—que poseo toda clase de argumentos para conven­
cer á cualquiera.
El bandido bajó la cabeza avergonzado y corrido.
—Y ahora, ¿se opondrá usted á que hablemos? —
prosiguió el joven con marcada ironía.
—Diga usted lo que quiera, — murmuró el aludi­
do con voz ronca y reconcentrada rabia.
—Así me gusta.

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634 SOR OBLESTK

II

Alberto soltó al aludido que le contemplaba con


extraña expresión de temor y respeto; guardóse el re­
vólver, cogió del suelo el arma del bandolero, que no
era un revólver como en un principio había creído,
sino un pistolón de dos cañones, antiguo-y pesado, lo
miró un instante desdeñosamente y lo devolvió á su
dueño exclamando:
—Para que vea usted que yo no temo á nada ni á
nadie.
El bandido apresuróse á coger el arma y la escon­
dió entre los pliegues del capote, permaneciendo des­
pués con la mano oculta.
Alberto comprendió que con ella acariciaba la
culata de la pistola, dispuesto á cualquier evento.
El, por su parte, con la mano derecha hundida en
uno de los bolsillos, tampoco abandonaba su revólver.
La tormenta seguía furiosa, imponente.
Era en verdad-un espectáculo particular y curioso
por demás, ver á aquellos dos hombres tan distintos
en su aspecto, en su condición, en su tipo y en su tra­
je, departir mano á mano en aquellos sitios y á aque­
llas horas, iluminados fantásticamente de tarde en
tarde por la pálida luz de los relámpagos y recibien­

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 535

do impasibles la lluvia torrencial que sobre ellos caía,


calándolos hasta los huesos.
Por lo visto, ninguno de los dos hacía caso de la
tormenta, pues ambos permanecían allí, de pie, ca­
llados, mirándose mutuamente con cierta curiosidad
no exenta de recelo.

III

—He dicho á usted que deseaba darle dinero, mu­


cho más dinero del que usted me pedía con formas
nada corteses por cierto,—dijo el joven sin abando­
nar por un instante su sonrisa; — pero ya compren­
derá que el dinero no puede darse así de cualquier
modo; hay que ganarlo. Ahora bien: ¿está usted dis­
puesto á ganarlo?
—¿Y qué hay que hacer para ello? — preguntó
bruscamente el bandido que había recobrado su tran­
quilidad casi por completo.
—Ante todo sepamos de lo que es usted capaz,—
replicó Alberto.
—De todo,—contestó el preguntado con firmeza.
—Fíjese usted en lo que dice; esa contestación le
compromete á mucho.
El bandido se encogió de hombros.

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636 SOR CELESTE

—Habiendo dinero, —murmuró,—soy capaz de


todo; por dinero todo se hace.
—¿Es usted arrojado?—preguntó Alberto mirán­
dole fijamente.
—De eso, nadie mejor que usted mismo puede dar
fe; el que no es arrojado no se atreve á detener á un
hombre en medio de un camino.
—¿Y valiente?
—Lo soy,—apresuróse á contestar el bandido con
voz ronca, como protestando de la superioridad y
energía conque el joven se le había impuesto;—que se
me presente la ocasión y verá usted si lo soy.
—¿Y precavido?
—A la fuerza. A veces, si se dejara uno llevar no
más que de sus deseos y sus impulsos, cometería mu­
chas simplezas; por eso hay que tener juicio y saber
dominarse á tiempo.
—Figúrese que hubiera una persona que le enco­
mendase un negocio delicado, uno de esos negocios
en los que se expone uno á perder la vida ó á ganar
una fortuna. ¿Lo aceptaría usted?
—Según como se me pagara.
—¿Y si se le pagase bien?
—Aceptaría á ojos cerrados.
—¿Dispuesto á todo?
—A todo.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 537

—¿Y si le exigiesen... que matara?


—Mataría.
—¿Sin que vacilase su brazo?
^ —Mi brazo no ha vacilado nunca.
—¿Y si la víctima fuera una mujer?
—A mi qué me importa. Mejor; así me costaría
menos trabajo.
—¡No en vano decía yo que es usted el hombre
que buscaba! — exclamó Alberto satisfecho.
—¿Luego usted necesita un hombre de mis condi­
ciones? — preguntó el bandido.
—Sí.
—Pues aquí me tiene.
—Ya ve usted si tenía yo razón al decirle que ha­
bláramos; estaba seguro de que nos entenderíamos.

IV

Alberto miró al cielo, que continuaba arrojando


sobre ellos torrentes de agua.
—Aquí no estamos bien, dijo;, — nuestra con­
versación puede ser larga, y este sitio, con la noche
que hace, no es el más á propósito ni el más cómodo
para hablar largo rato.
—Es verdad,—afirmó el bandu _
TOMO I

Biblioteca Nacional de ¡
538 SOR CELESTE

—Pues sígame usted.


—¿A dónde?
—A la ciudad; allí encontraremos lugar adecuado
donde hablar cuanto queramos.
—Yo no voy á la ciudad,—-dijo con resolución el
bandido.
—¿Por qué?
—Yo me sé por qué... y basta.
—¿Tiene usted entonces algún sitio por aquí cerca
á donde poder ir?
El bandido reflexionó un instante.
—Lo tengo,—dijo al fln.
—¿Cerca?
—Cerca.
—¿Qué sitio es ese?
—El bohío de un amigo.
Alberto le miró Ajámente.
— Pero...—balbuceó.
El bandido interrumpióle con una carcajada, di­
ciendo á la vez con acento burlón:
—¿Tiene usted miedo?
Por toda respuesta, el joven montó en su caballo
y dijo con indiferencia.
—Guíe usted.
El bandido dejó de reir; miró á Alberto con cierto
aire de admiración y dijo:

Biblioteca Nacional de España


F-
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓ:' 539

—Vamos allá... Por vida del diablo, que es usted


un mocito que me agrada.

Gruiado por el bandido, Alberto volvió por el mis­


mo camino que antes había andado.
Pasaron por delante de la posesión de don Cesáreo
y siguieron andando.
El edificio se distinguía apenas en la obscuridad de
aquella horrible noche, como una masa confusa de
contornos vagos é indeterminados.
Los dos marchaban silenciosos.
Alberto no separaba un momento la vista de su
acompañante, expiando sus más sencillos movimien­
tos y sin dejar de acariciar la culata de su revólver.
El bandido también volvía de vez en cuando la
cabeza para mirar al joven y asegurarse de que le se­
guía.
Así anduvieron largo rato.
—¿Tardaremos mucho aún? — exclamó Alberto
impaciente.
—Vamos á llegar en seguida, — contestóle su
acompañante.
Torcieron hacia la derecha, dejaron el camino y

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540 SOR CELESTB

se internaron en una angosta vereda, abierta entre


dos plantaciones.
A poco salieron á un espacio despejado, en el cen­
tro del cual se alzaba una de esas modestas y origi­
nales construcciones conocidas con el nombre de
bohíos.
—Aquí es, — dijo el bandido.
Y adelantándose, se acercó á una de las ventanas
y llamó de una manera particular.
Al cabo de un momento, abrióse la puerta y apa­
reció en ella la silueta de un guajiro.
—Buenas noches, Agustín, — dijo aquel hombre
con cierto servilismo, dirigiéndose al bandido.
—Buenas noches, Polonio,—contestó éste con
sequedad.
Tras el guajiro, apareció entonces una mulata,
alta y fornida, que saludó al recién llegado de la
, misma manera que lo había hecho el guajiro.

VI

Agustín, pues ya sabemos su nombre, no les con­


testó.
Dirigiéndose á Alberto, le invitó á que desmon­
tara.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 641

I Este lo hizo asi.


Agustín cogió entonces las bridas del caballo, y lo
llevó al cobertizo que había delante de la casa.
Allí lo ató, y dirigiéndose al guajiro y la mulata,
les dijo con impaciencia.
—¿Qué hacéis ahí parados en la puerta impidien
do el paso? ¿no veis que nos estamos calando hasta los
huesos?
Los así interpelados apartáronse apresuradamente
de la puerta, y Agustín hizo seña entonces á Alberto
de que pasase.
El joven no se hizo repetir la indicación y entró
en el bohío seguido del ladrón.
Verdaderamente la noche no era la más á propósi­
to para permanecer por espacio de más tiempo á la
intemperie.

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CAPITULO XXXIIl

Trato hecho.

ADA de particular ofrecía el interior


del bohío; era semejante en un todo
al de las demás construcciones de la
misma índole.
En la primera estancia de las dos
en que estaba dividido, estancia que
hacía las veces de zaguán, sala, come­
dor y cocina, había una mesa de madera sin barnizar
no muy blanca ni muy limpia, y junto á ella algunos
taburetes.
Alberto se sentó en uno de ellos y Agustín en
otro.
Polonio y la mulata, permanecieron de pie.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 543

—Tera, — dijo el bandido dirigiéndose á esta úl­


tima; — á ver si nos das una taza de café.
Tera y el guajiro, apresuráronse á poner sobre la
mesa, dos anchas y profundas tazas, que casi parecían
tazones, y las llenaron del humeante y aromático
moka, contenido en una cafetera que había en el
anafe.
—Ahora, — exclamó Agustín sin ceremonia de
ninguna clase y como si él fuese el dueño de la casa;
— dejadnos solos; este caballero y yo, tenemos que
hablar.
—Ya iban á obedecerle sin protestar, cuando les
detuvo Alberto, diciendo:
—No hay necesidad de que se vayan, lo que yo
tengo que decir pueden escucharlo sin ningún incon­
veniente.
Tera y Telonio, consultaron á Agustín con la mi­
rada.
Este se encogió de hombros y les hizo seña de que
podían quedarse.
Entonces ellos fueron á sentarse en un rincón de
lo que pudiera llamarse cocina.

II

Al entrar en,el bohío, Agustín habíase quitado el

Biblioteca Nacional de España


544 SOR CELESTE
1
capote que le cubría y Alberto pudo examinarle más
detenidamente.
La descripción de este personaje estaría de más
que la hiciéramos, pues nuestros lectores ya le cono­
cieron en las primeras páginas del libro.
Así pues, diremos que Agustín, por su parte, tam­
bién dirigió á Alberto una miraba, midiéndole de alto
á bajo.
Al fijarse en el rico alfiler de su corbata, y en los
gemelos de los puños de la camisa y en la gruesa ca?
dena de oro del reloj, los ojos del bandido brillaron
de codicia; pero fué un relámpago que se apagó al
instante.
Tera y Polonio miraban de reojo al apuesto caba­
llero que se presentaba en su bohío á semejantes ho­
ras y con semejante compañía.
De fijo rabiaban de curiosidad por saber qué signi­
ficaba todo aquello.

in

—Ahora, ya puede usted hablar cuanto guste,—


dijo Agustín, viendo que el joven permanecía callado;
—usted dirá qué es lo que necesita de mí.
Alberto permaneció callado un momento todavía,
como si reflexionase lo que iba á decir; luego habló
de esta manera:

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 646

—Mañana, probablemente, llegará al puerto de


la Habana un vapor, en el cual viene una persona á
quien me interesa sobre manera no perder de vista.
—Bien, — contestó Agustín, haciéndose cargo de
lo que el joven le decía.
—Necesito, — prosiguió Alberto, — que alguien
esté en el muelle cuando esa persona desembarque,
para seguirla y saber dónde para. Todo esto, hay que
hacerlo con mucho sigilo, con mucha prudencia y sin
que nadie pueda comprender ni sospechar nada.
—Comprendido. ¿Y qué más?
—Por ahora, nada más.
Agustín quedóse mirando á Alberto con sorpresa.
—¿Y para eso, — exclamó, — busca usted un hom­
bre de mis condiciones y le ofrece pagarle bien sus
servicios?
—Es que esa persona,—replicó Alberto,—acaso...
tíe detuvo y se quedó mirando hacia donde estaban
la mulata y el guajiro, como dando á entender que
no se atrevía á hablar delante de ellos.
Agustín comprendió en seguida el significado de
aquella mirada.
—¡Cuando yo decía que estorbabais! — exclamó
dirigiéndose á ellos. — A ver si nos dejáis solos.
Tera y Polonio, pusiéronse de pie precipitada­
mente.
TOMO I 69

Biblioteca spana
1

546 SOR CELESTE

Tera iba á dirigirse á la esterilla de paja que cu­


bría la puerta de la otra estancia, pero Polonio la de­
tuvo diciendo:
—No, ahí no; saldremos fuera, al cobertizo; la
tormenta va pasando y ahora me acuerdo de que hay
allí unas hojitas de tabaco que nos olvidamos recoger.
' Tera dirigió al guajiro una mirada furiosa.
Ella hubiera preferido sin duda, quedarse dentro
para escuchar lo que Agustín y aquel caballero iban
á hablar, pero no tuvo otro remedio que' obedecer á
Polonio, y los dos salieron lentamente.
Agustín se levantó y fue á cerrar la puerta que
sus amigos no habían dejado más que entornada al
salir.
Luego volvió á ocupar su taburete, y apoyando
los codos en la mesa y la barba en las manos, se que­
dó mirando á Alberto como invitándole á hablar.

IV

—La persona á quien antes me refería, — empezó


á decir Alberto, bajando la voz, — es portadora de
un objeto que yo necesito poseer á todo trance.
El bandido hizo una señal de asentimiento, como
para indicar que empezaba á comprender.

Biblioteca Nacional de España


Ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 647

—Para poseer ese objeto, — prosiguió el joven en


el mismo tono, — hay que intentarlo todo y ai ries-
garlo todo. Si se puede conseguir fácilmente, valién­
dose de la astucia, mejor; pero si esto no es posible y
hay que echar mano de recursos extremos... si hay que
matar...
—Se mata, — interrumpió Agustín con siniestra
calma.
—Vea usted, — continuó Alberto,—por lo que
necesito un hombre que sea capaz de todo y esté dis­
puesto á todo. Si usted se compromete á servirme, yo
le recompensaré largamente; pagaré sus servicios con
buen oro y en seguidita.
Los ojos de Agustín brillaron y su rostro expresó
una satisfacción inmensa al escuchar tales palabras.
—Y ese negocio, — murmuró pensativo, después
de una pequeña pausa, — se ha de realizar en la ciu­
dad ó en el campo.
—Lo ignoro, — contestó Alberto.
El bandido hizo un gesto de disgusto.
—¿Le repugna á usted trabajar en la ciudad? —
preguntó el joven sonriendo.
—En el campo se ¿móa/a mejor... está uno más
libre...
—Pues acaso se cumplan sus deseos. El objeto de
que le hablo, es un cofrecito que contiene algunos

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548 SOR CELESTB

documentos importantes... La persona que ha de lie


gar mañana en el vapor, lo trae á la Habana para en­
tregarlo á otra persona á cuyas manos me interesa
que no llegue.
—Comprendido.
—Ahora bien; la persona que lo trae, es una mu­
jer... una hermana de la caridad.
Agustín hizo un movimiento de extrañeza.
—¿Le repugna á usted tener que habérselas con
una mujer así? — preguntó Alberto.
—Ya le he dicho á usted, — replicó el bandido,—
que tanto me importan mujeres así como hombres
asá. A todos se les hiere y seles mata del mismo
modo, cuando es preciso. Me ha extrañado que sea
una hermana de la caridad la persona en cuestión y
eso es todo.
—Pues bien,—prosiguió Alberto;—esa herma­
na de la caridad, para cumplir su comisión, para en­
tregar el cofrecito, tendrá que llamar al hospital,
convento ó asilo donde ella pare, á la persona intere­
sada, ó tendrá que llevarlo ella misma.
—Sin duda.
—He ahí lo que nosotros necesitamos saber: cuan­
do se hace la entrega; porque es el momento mas
oportuno para lograr nuestro propósito. Si la herma­
na sale á llevar el cofrecillo, á ella hay que arrebatár­

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 649

selo; si por el contrario, comisiona á otra persona para


que lo lleve ó llama al mismo interesado, con uno ú
otro hemos de entendérnosla. Las personas aquí im­
portan poco; lo mismo nos da que sea una mujer como
que sea un hombre, lo mismo que se llame Juan como
que se llame Pedro: lo importante aquí es el cofrecito.
—Ya... ya entiendo.
—Decía que acaso se cumplieran sus deseos, por­
que la persona á cuyas manos debe ir á parar dicho
objeto, vive en el campo, en estas inmediaciones pre­
cisamente. De manera, que sea llevado por uno, sea
llevado por otro, alguien ha de pasar por aquí cerca
con el cofrecito. Entonces podremos dar el golpe.
—Mejor, mejor que así sea... Si todo sucede tal
y como usted ha dicho, cuente con esos papeles como
si los tuviera ya en la mano. *
—De manera... ¿que acepta usted el negocio?
—¿Usted me ofrece dinero...?
—Mucho dinero... Acostumbro pagar espléndida­
mente los servicios que se me hacen, máxime los ser­
vicios de cierta índole.
—Pues ya ve usted ¿á qué está uno, sino á ganar
honradamente lo que pueda?
Alberto no pudo menos que sonreír al escuchar las
anteriores palabras. '
Agustín, al ver aquella sonrisa, la secundó con
una cínica carcajada.

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1
560 SOR CELESTE

—Ahora que estamos entendidos y que sabe usted


ya de qué se trata,—dijo Alberto, dejando el tono
confidencial con que antes había hablado,—oiga usted
lo que debe hacerse por el pronto.
Agustín prestó toda su atención.
—Mañana por la mañana muy temprano,—prosi­
guió el joven,—hay que estar en el muelle de San
Francisco que es donde atracan los buques mercantes.
—Estaré,—afirmó el bandido.
—El vapor donde debe venir la hermana portado­
ra del oofrecito, es el vapor Santa Lucia. Cuidado
con olvidarlo ó confundirlo.
—No tema usted; tengo excelente memoria.
—La hermana de la caridad, se llama Paz... la
hermana Paz, ¿eh? Estas son todas las señas que pue­
do darle de ella; pero me parece que bastan.
—Y hasta sobran.
—Pues bien, hay que aguardar la llegada del va­
por, presenciar el desembarque y seguir á la hermana
á donde quiera que vaya; hasta saber donde se aloja.
Si hubiera ocasión de apoderarse del cofrecillo, me­
jor; así nos ahorraríamos trabajo; pero no lo creo.

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rr
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 551

—No es fácil... en el muelle no es fácil... gritaría


y... no conviene.
—Pues nada más; por el pronto, no puede hacerse
otra cosa; después, allá veremos.
—Mañana por la mañana muy temprano estaré
en el muelle de San Francisco, aguardando la llegada
del vapor Santa Lucia, y todo se hará tal y como us­
ted ha dicho. »
—Mucha previsión y mucha prudencia, ¿eh?
—Pierda usted cuidado.
—Y en cuanto á la conversación que aquí hemos
tenido...
—Nadie sabrá una palabra.

VI

Alberto se puso de pie.


—¿Se va usted? — preguntó Agustín, levantán­
dose también.
—Sí, — contestó el joven;—ya hemos hablado
cuanto teníamos que hablar.
Agustín fué á la ventana, la abrió y miró al exte­
rior.
—l^iSL tormenta va pasando, — dijo volviendo á
cerrar. — Apenas llueve.
—Mejor, —adujo Alberto.

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552 SOR CELESTE

—¿Quiere usted que le acompañe?


—No, no hay necesidad; conozco muy bien estos
caminos.
Alberto sacó del bolsillo un puñado de monedas
de oro, y lo echó sobre la mesa, diciendo:
—Ahí va eso, para que no diga usted que ha per­
dido la noche.
Agustín -se precipitó sobre las monedas, las cogió
y las guardó en el bolsillo.
—Déle usted alguna cosa á esa gente, — añadió
Alberto, refiriéndose al guajiro y á la mulata.
—Bien; les daré algo.
Alberto se dirigió á la puerta.
—Lo dicho, ¿eh? — murmuró antes de salir.
—Lo dicho, — repitió Agustín con firmeza.
Salieron fuera de la casa.
Agustín fué á buscar el caballo y le tuvo de la
brida mientras montaba el joven.
—Adiós, — dijo Alberto, hundiendo las espuelas
en los hijares del noble animal.
—Adiós, amito — repitieron á la vez Tera y Po-
Ionio.
Agustín le siguió con la mirada hasta perderle de
vista en las sombras.
Cuando lo hubieron visto desaparecer, entraron to­
dos en el bohío.

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(5 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 553

VII

—¿Te quedas con nosotros esta noche?—pregun­


tóle el guajiro á Agustín.
—Sí,—contestó éste, acomodándose sobre varios
taburetes junto á la mesa. —¿Dónde quieres que vaya
á estas horas y con esta noche?
—Te arreglaremos un petate para que duermas.
—No, no tengo sueño; pasaré la noche en vela...
Me pongo así por cambiar de postura.
Tera se había sentado junto al fuego y encendido
un cigarro que chupaba con verdadera fruición, con
deleite.
Estaba silenciosa, pero no apartaba sus ojos un
instante del rostro de Agustín, como si en él preten­
diera adivinar lo que pensaba.
—Parece que te ha caído que hacer,—dijo Polo-
nio mirando también al bandido de una manera insi­
nuante.
—Sí,—contestó Agustín indiferentemente.
—Y si no me engaño,—intervino Tera con mali­
cia,—ha corrido moneda... yo lo he oído.
—Buen oído tienes,—replicó Agustín sonriendo.—
Toma maldita.
Y sacando del bolsillo una de las monedas de
tomo i 70

Biblioteca
554 SOR CELESTE

oro que Alberto le había dado, la entregó al guajiro.


Tera se puso en pie de un salto, se acercó á Polo-
nio, le arrebató de las manos la moneda, y acercán­
dose á la luz, se puso á examinarla detenidamente,
con ojos brillantes de satisfacción y codicia.
—Vamos, hombre,—dijo el guajiro;—me alegro.
Oye, y si necesitas alguien que te ayude, cuenta con­
migo.
—Descuida,—respondió Agustín, con cierto aire
de protección;—te tendré presente.
Y entornó los ojos como para indicar que le mo­
lestaba seguir hablando.
Polonio fué á reunirse con la mulata, para á su
vez, contemplar y examinar la moneda.

Biblioteca Nacional de España J


CAPITULO XXXIV

Dónde termina el relato de lo pasado.

N la mañana siguiente á la noche en que


se desarrollaron los sucesos narrados en
los capítulos anteriores, el muelle de San
Francisco de la Habana, ofrecía un as­
pecto por demás pintoresco y animado.
El vigía había hecho la señal de que
un vapor entraba en el puerto, y á es­
perarle habían acudido un sin número de personas
que formaban un conjunto abigarrado y pintoresco.
Gente de todos sexos, clases y edades, que acudían
á recibir á algún pasajero; curiosos que nunca faltan
á los espectáculos gratis, y la llegada de un vapor re­
sulta siempre uno délos más entretenidos; negros, mu­
latos y blancos, prontos á ofrecerse para servir de

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556 SOR CELESTE

cicerone ó para transí adar los equipajes; dependientes


de los hoteles de más lujo y de las fondas de más cré­
dito, con los títulos de las casas que representaban,
bordados en los sombreros con letras brillantes y lla­
mativas; soldados que aguardaban con ansiedad noti­
cias de la madre patria; carabineros, mozos del mue­
lle, negociantes, empleados de las agencias de nave­
gación y de las casas consignatarias de vapores, un
conjunto heterogéneo en el que se amalgamaban y
confundían, el traje exótico del peninsular con el ca­
racterístico del indígena; el pintoresco traje del gua­
jiro y las rayadas camisetas de vivos colores de los
negros con el uniforme de los soldados y de los cara­
bineros; mescolanza informe de tipos, de razas, de in­
dividuos, de clases, de categorías. Y haciendo el cua­
dro más brillante aún y más alegre, un sol espléndido,
un cielo de un azul límpido y sereno y una atmósfera
diáfana,, transparente, purificada por la copiosa lluvia
de la tormenta de la noche anterior.
Era un cuadro, en verdad, lleno de vida, de mo­
vimiento' de animación, de luz y de color; uno de
esos cuadros que en vano el arte trata de copiar y re­
producir con el auxilio de los pinceles.

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ó LAS MÁRTIRES DEL ,CORAZÓN 557

II

Por entre el bullicio, deslizábase silencioso, con


ademanes de inquietud y de recelo, un hombre de es­
pesa y crecida barba, negra como el azabache, pero
como el azabache sin brillo.
Aquel hombre era Agustín que se apresuraba á
dar cumplimiento á lar órdenes de Alberto.
El miserable no iba vestido exactamente como la
noche anterior, pero había poca diferencia; el traje
que llevaba, aunque menos destrozado, era también
ordinario, también descolorido y también viejo.
Su aspecto, pues, era de mendigo, pero de mendi­
go que en vez de caridad, inspiraba desconfianza.
Seguía siendo el mismo perro aunque con distinto
collar.
Sin duda no estaba muy tranquilo, porque dirigía
miradas de inquietud á todas partes.
Abriéndose paso con los codos, logró meterse entre,
las apretadas filas de curiosos que había en el borde
mismo del muelle.
Ni avanzó hasta los primeros, ni se quedó entre
los últimos; procuró ponerse en medio como para
ocultarse con los unos y con los otros.
Llevaba allí unos cuantos minutos, cuando al vol­

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558 SOR CELESTE

ver la cabeza vió detrás de él á dos guardia civiles,


que le pareció que le miraban atentamente.
Agustín estremecióse de los pies á la cabeza, y
procurando no llamar la atención, salió del grupo y se
alejó de aquel sitio, volviendo la cabeza con descon­
fianza, para ver si le seguían.
Todo debió ser aprensión suya, porque los guar­
dias continuaban en el mismo sitio.
Agustín se dirigió entonces á un aguaducho, pidió
una copa de ginebra y quedóse allí observando, com­
partiendo su atención entre los guardias y la entrada
del puerto, por donde debía aparecer de un momento
á otro el vapor Santa Lucia, que era el que el vigía
había anunciado y el que, como nuestros lectores
saben, aguardaba Agustín.

III

Por fin, entró el vapor majestuosamente en el puer­


to, avanzando hacia el muelle, coronado por el pena­
cho de blanco humo que se escapaba de su alta chi­
menea y haciendo saltar con su quilla las tranquilas
y azules aguas.
La gente se agolpó en la orilla, y Agustín perma­
neció en su observatorio.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 659

Aún no había llegado la hora de empezar á cum­


plir su misión.
Después de unas maniobras rápidas y precisas,
que acreditaban la excelente construcción del vapor
Santa Lucia, éste viró gallardamente, atracando de
costado, frente por frente al sitio donde Agustín se
encontraba.
Al oir éste el ruido de las cadenas del ancla, pagó
la ginebra bebida y acercóse á la orilla.
Unos marineros se ocupaban en atar las fuertes
amarras á las gruesas argollas de hierro empotradas
en los grandes pilares del muelle; otros tendían una
ancha palanca de madera desde éste á la borda del
vapor, formando un puente por el que se podía pasar
con toda comodidad á tierra.
El pasaje estaba todo sobre cubierta, ansioso, sin
duda de desembarcar, después de la larga travesía.
Agustín los examinó á todos cuidadosamente, sin
que entre ellos viera ninguna mujer que llevase.el ca­
racterístico traje de las hermanas de la caridad.
—¿Si nos llevaremos chasco?—murmuró en voz
baja y visiblemente contrariado.—Si no viene en el
vapor... ¡adiós negocio!
Y volvió á su examen con más ansiedad y más de­
tenimiento que antes.
Pero nada, no lograba distinguir ninguna hermana
de la caridad, entre tantos pasajeros.

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560 SOR CELESTE

IV

Pasó aún bastante tiempo antes de que empezase


el desembarcó.
A la llegada de un vapor al puerto de su destino,
hay siempre un sin fin de requisitos que llenar y for­
malidades que cumplir.
* Agustín estaba impaciente é inquieto, más inquie­
to que por nada, por la presencia de una pareja de
guardia civiles y algunos carabineros que se habían
situado muy cerca de él.
Y entonces no podía cambiar de sitio, porque era
allí precisamente donde hacía falta, para que no se
le escapase la persona á quien tenía encargo de vigi­
lar, si era que en efecto llegaba en aquel vapor, cosa
de que empezaba á dudar, al no verla por ninguna
parte.
Por fin empezaron á salir del vapor los pasajeros.
La animación creció entonces, y al pie de la pa­
lanca formóse un grupo de negros y mulatos, la ma­
yor parte de ellos, chiquillos de doce á catorce años,
que arrebataban los bultos y maletas de manos de los
que bajaban.
Una de tantas veces como Agustín dirigió la mi-

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•extendió su dulce y apacible mirada sobre aquel gentío.
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F
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 561

rada á su al rededor, temiendo ser espiado, distinguió


á Alberto muy cerca de él, á la orilla del muelle y al
otro lado de la palanca.
El joven parecía presenciar indiferente el desem­
barque.
Conservaba la actitud de uno de tantos curiosos.
La mirada de Agustín se cruzó con la de Alberto,
y ambos se hicieron una señal de inteligencia.
Agustín pareció tranquilizarse algún tanto al no­
tar la presencia del joven, y dispúsose á cumplir su
cometido con la mayor exactitud posible.

V
A

Por fin, cuando habían bajado ya casi todos los


viajeros, apareció en lo alto de la palanca la figura
severa y simpática de una hermana de la caridad.
Alberto y Agustín la vieron á un mismo tiempo y
se miraron.
Aquella debía ser la persona á quien aguardaban.
La hermana Paz, pues en efecto era ella, detú­
vose un momento y extendió su dulce y apacible
mirada, sobre aquel gentío que tenía fijos en ella los
ojos, con curiosidad y respeto.
Era hermosa, con una hermosura espiritual, poé­
tica.
TOMO I 71

Biblioteca
562 SOR CELESTE
f
El sol la bañaba con sus rayos, envolviéndola en
una aureola de luz, en la que parecía flotar polvo de
oro.
La suave brisa agitaba blandamente su ancha
toca, que semejaba el remate de dos alas de nítida
blancura.
Parecía un ángel bajado del cielo para darnos
una prueba de lo hermosa que debe ser la gloria.
La hermana llevaba en una mano un pequeño lío
de ropa y con la otra oprimía contra el pecho un pe­
queño bulto, que, á juzgar por la forma, debía ser una
arquilla.
Agustín miró de nuevo á Alberto y éste hizo una
pequeña señal de asentimiento.
Los dos habían tenido la misma idea y los dos se
la habían comunicado con la mirada.
Aquel debía ser, sin duda, el cofrecillo objeto de
todos sus afanes.
La hermana Paz descendió por la palanca al
muelle.
En seguida una turba de negritos la rodearon gri­
tándole :
—¿Quiere la hermanita que le lleve el fardo?
Y pugnaban por apoderarse del lío que llevaba en
la mano.
Lq heimana sonreía afablemente y hacía movi­
mientos negativos con la cabeza.

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o LAS MARTIRES DEL CORAZON 563

Agustín habíase colocado detrás de ella y espiaba


todos sus movimientos.
Al fijarse en su belleza de ángel, no pudo menos
de estremecerse y decir para sus adentros;
— ¡Hermosa muchacha!

VI

La hermana llamó á uno de los arrepiezos menos


sucios y menos bulliciosos, y le dijo con acento dulce
y cariñoso.
—Dime, hijo mío: ¿hay mucha distancia de aquí
al Vedado?
El negrillo se echó á reir.
—¡Vaya si hay!—contestó haciendo un gesto pon­
derativo.—¿Quiere la hermana que la guíe?
Agustín que había escuchado las anteriores pala­
bras, apresuróse á tomar parte en la conversación, y
apartando bruscamente al muchacho que antes había
hablado, dijo, procurando dulcificar su voz todo lo
posible:
—No se fíe usted de estos pilletes; son capaces de
engañarla; yo la acompañaré á donde tenga por con­
veniente hermana.
La hermana se estremeció al escuchar aquellas

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564 SOR CELESTl'.

frases y más aún al fijarse en el que las pronunciaba,


é instintivamente apretó el cofrecillo contra su pecho,
balbuceando con temblorosa voz,
—No... no, gracias; no necesito á nadie.
Agustín disponíase á insistir, pero vió que la her­
mana echaba á andar y que se detenía un instante á
hablar con un agente de orden público que hacia allí
se dirigía casualmente, y no se atrevió á acercarse.
Quedóse parado en el mismo sitio, observando con
ansiedad todo cuanto pasaba.
El agente habló un instante con la hermana, con
ademán en extremo respetuoso.
Luego llamó por señas al mismo negrito de antes,
habló con él algunas palabras y se retiró saludando
cortésmente.
El muchacho y la hermana echaron entonces á
andar, y Agustín, dejando que se adelantasen unos
cuantos pasos, para no inspirar sospechas, les siguió
cautelosamente.

Vil

La hermana canlinaba muy despacio.


Agustín tenía que violentarse para no alcanzarla
contra su voluntad.
El malvado iba muy pegado á la pared, dispuesto

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 565

á esconderse en el hueco de una puerta, al primer ade­


mán que la hermana hiciese para volver la cabeza.
Pero no tuvo necesidad de ello.
Sin duda la hermana era en extremo confiada y el
incidente del muelle no la había puesto sobre aviso,
lo cual era una buena señal.
Así siguieron hasta el hospital de San Lázaro.
Al llegar á él, la hermana despidió al muchacho
que la había acompañado.
Le dió algunas monedas, y entró en el edificio.
Agustín llegó hasta la misma puerta y se paró en
ella un momento.
—¡Bah! Es inútil permanecer aquí por más tiem­
po,— dijo hablando consigo mismo.—Por lo visto
os aquí donde para... ¡Mal sitio para esta clase de
negocios! Lo que es yo, no me atrevo á trabajar
aquí... Si no la hacemos salir fuera...
Echó á andar con las manos cruzadas atrás, la
cabeza inclinada sobre el pecho, y ademán profunda­
mente pensativo.
De pronto se detuvo, lanzó una maldición y ex­
clamó con acento contrariado:
—¡Torpe de mí!... ¿Y dónde veo ya ahora á aquel
joven, si no quedamos en encontrarnos en ninguna
parte?
Su rostro expresaba contrariedad y disgusto.

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1
566 SOR CELESTE

Pero repentinamente, se iluminó con un relámpa­


go de alegría.
Acababa de distinguir á Alberto parado en una
de las esquinas inmediatas.
Agustín se dirigió á él; pero antes de que llegara
á su lado, el joven le hizo seña de que le siguiera y
echó á andar.
Agustín lo comprendió en seguida y acortó el
paso.
En aquel momento pasó por allí un coche de pun­
to; Alberto lo hizo parar, montó en él y el vehículo
partió muy despacio.
Agustín siguió al coche.

VIII

El carruaje salió á la Calzada de la Infanta.


Alberto se apeó, pagó al cochero y siguió á pie
bajo la sombra de los árboles.
Agustín le seguía á corta distancia.
Al llegar á un sitio bastante solitario, el joven se
detuvo.
Su secuaz avanzó entonces hasta reunirse con él.
— Está en el hospital de San Lázaro, —dijo
Agustín.

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o LAS 1 MÁRTIRES DEL CORAZÓN 567

—Ya lo sé, — contestó Alberto.


—Por lo visto es ahí donde para.
—Sin duda.
—¿Ha seguido usted toda mi maniobra?
—Sí.
—¿Y ha escuchado usted lo que la hermana ha
dicho?
—¿Qué ha dicho?—interrogó Alberto con an­
siedad.
—Al bajar del vapor, lo primero que ha hecho es
preguntar si estaba muy lejos de allí el camino del
Vedado.
Alberto sonrió con satisfacción. ,
—¿Y qué más? — preguntó impaciente.
—Nada más, yo quise intervenir y ofrecerme de
guía, pero se atravesó un agente de orden público...
—Bueno, no importa; oiga usted bien lo que hay
que hacer.
—Ya escucho.
—Es indispensable que el hospital de San Lázaro
esté constantemente vigilado por una persona de toda
confianza.
—Lo estará.
—Es preciso igualmente que de día y de noche
haya cerca del hospital un cocine del cual sólo nosotros
podamos disponer y cuyo cochero sea nuestro en cuer­
po y alma. ¿Se compromete usted á encontrarlo?

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568 SOR CELESTE

—Dentro de dos horas lo tendré.


—Muy bien; pues por ahora nada más que eso.
No hay tiempo que perder. Tome usted para que
atienda á cuantos gastos puedan ocurrir por ahora.
Y puso en las manos de Agustín un puñado de mo­
nedas de oro, que brillaron despertando la ambición
y la codicia del miserable.
—¿Manda usted algo más? — preguntó Agustín
guardándose el dinero.
—No; nada más que lo que he dicho,—contestó
Alberto;—una persona que vigile el hospital y un co­
che que no se aleje nunca de aquellos alrededores.
—Comprendido.
—Pues nada más.
—Voy á cumplir sus órdenes.
—Recomiendo lo de siempre; mucho sigilo y mu-
eha prudencia.
—Pierda usted cuidado.
—Pues adiós.
—¡Ah! Perdone usted. ¿Dónde nos veremos?
—Por la noche en los alrededores del hospital.
Poco después se separaban tomando distintas di­
recciones.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 569

IX

Dejemos á Alberto alegre por la buena marcha de


sus asuntos y por las probabilidades de éxito de sus
atrevidos planes, y sigamos á Agustín.
Este siguió por la Calzada de la Infanta hasta ale­
jarse de la ciudad.
Dando un gran rodeo para no penetrar en ésta, á
la que por lo visto no profesaba gran afición, dirigióse
á uno de los barrios extremos, asilo de la gente de
mal vivir, refugio donde van á recogerse cuantos
aventureros van desde España á la Isla en busca de
una fortuna que muy pocas veces logran conseguir.
Agustín internóse por aquellas calles sin miedo
ni precaución de ninguna especie.
Sin duda, allí no abrigaba los mismos temores que
en el centro de la ciudad.
Conocíase que debían serle muy familiares aquellos
sitios, por la seguridad con que andaba por ellos.
Después de algunos rodeos, detúvose ante un ta-
bernucho de miserable y asqueroso aspecto.
Desde la puerta miró al interior.
Este estaba muy obscuro, á pesar de no ser aún
mediodía, y apenas podían distinguirse algunos gru­
pos de hombres sentados en torno de varias mesas.
TOMO I , c' ir 72

Biblioteca Nai
570 SOR CBLESTE

Agustín penetró resueltamente, y una vez en el


interior de aquel antro, examinó detenidamente á los
concurrentes.
La parroquia de aquella casa no podía ser más
extraña y heterogénea.
Blancos, negros y mulatos, vestidos con trajes su­
cios y harapientos, de múltiples formas y colores, be­
bían y vociferaban, profiriendo palabras soeces y re­
pugnantes.
Todos tenían marcado el innoble semblante con la
señal del embrutecimiento y el vicio.
La atmósfera que reinaba allí era pesada, pesti­
lente, nauseabunda.
üp negrazo viejo, de formas hercúleas y movi­
mientos tardos y pesados, salió al encuentro de Agus­
tín.
—¿Mandas alguna cosa?—dijo con acento servil y
meloso, que contrastaba con su aspecto patibulario.
^—¿Está José?—preguntó Agustín.
—¿José?—exclamó el negro como si no compren­
diera.
—Sí, José el calesero.
—¡Ah, José el calesero!... No, bijito, no ha ve­
nido.
—Llévame á un cuarto, sírveme nn par de bote­
llas de vino de España, y en cuanto José venga, que
entre.

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á
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 571

EJ negro sonrió, enseñando una dentadura blanca


é igual, que hubiera envidiado más de una aristocrá­
tica dama, y dirigiéndose á uno de los extremos de la
estancia, abrió una pequeña puerta é hizo á Agustín
ademán de que pasase.

La habitación donde Agustín entró era mucho


más pequeña que la otra; pero más clara y menos
pestilente.
Los muebles se reducían á una pequeña mesa y
cuatro taburetes.
A poco volvió el negro con dos botellas y dos va­
sos.
Púsolo todo sobre la mesa y marchóse en seguida.
Agustín destapó una de las botellas, tiróse al cuer­
po un vaso del vinillo negro y agrio que contenía, y
entornando los ojos con indolencia, púsose á reflexio­
nar de este modo:
—Pues señor, la cosa marcha viento en popa Mi
hombre suelta la guita que es un contento, sin nece­
sidad de apretarle; será menestei servirle á concien­
cia... El negocio puede ser muy bonito, y sobre todo,
descansado; hoy mismo, puede decirse que no he he-

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572 SOR CELESTE

oho nada, y sin embargo, he hecho mucho. ¡Como que


he cobrado un puñado de oro! Allá veremos. Bien di­
ce el refrán; «donde menos se piensa, salta la liebre...»
¡Quién me había de decir á mí anoche, que me aguar­
daba una fortuna semejante!
Unos golpecitos dados en la puerta, sacaron á
Agustín de estas reflexiones.
—Adelante',—dijo poniéndose de pie.
La puerta se abrió para dar paso á un negro joven,
como de veinticinco á veintiocho años, alegre, sim­
pático, de rostro picaresco é inteligente, de ademanes
desenvueltos, de ojos negros, rasgados y brillantes.
—Hola Agustín,—dijo al entrar.
—Hola José,—le contestó éste.
Y le hizo seña de que se sentase junto á la mesa,
sirviéndole al mismo tiempo un vaso de vino.

XI

—Ese me ha dicho que me necesitabas,--^ dijo José


después de apurar el contenido del vaso, saboreándo­
lo con delicia.
—Sí,—contestó Agustín con sequedad; —te nece­
sito.
—¿Ha caído algún negocio?

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ó LAS MAHTIRBS DEL CORAZÓN 573

—Precisamente.
—Di, pues.
—Contéstame primero á una pregunta.
—Habla.
—¿Puedo contar contigo?
—Ya lo sabes, niño... Para todito.
—¿Eres prudente?
=—Pregunta por niño José á cualquiera de esos
que hay ahifuera. , ^ '
—Me basta tu palabra. Vamos ahora á otra cosa.
¿Tienes á tu disposición algún quitrín ó calesa.
—No; la alquilo cuando me cae quehacer.
—¿Cuánto tiempo necesitarías para procurarte
una?
—¿Una calesa?
—O un quitrín.
—Habiendo dinero, para esta misma noche si lo
quieres puedo tenerlo listo.
—Por dinero no ha de quedar: toma.
Y echó sobre la mesa dos monedas de oro.
Los ojos de José brillaron de codicia.
—¿Tendrás bastante?—le preguntó Agustín.
.—Sí.
—Pues escucha.
Y comenzó á darle instrucciones.
Desde aquella misma tarde, un quitrín al parecer

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574 SOR CELESTE

nuevecito, recién pintado, recorría los alrededores del


hospital de San Lázaro.
El calesero encargado de él. era José, el negro
que acabamos de conocer.

XII

Lo que sucedió desp,ués de los hechos que lleva­


mos narrados, ya lo saben nuestros lectores.
La hermana Paz, asomábase frecuentemente á la
puetta del hospital, mirando con ansiedad á ambos
extremos de la calle.
Esto llegó á llamar la atención de Agustín, y un
día, el tercero que llevaba ya de espionaje, se dijo,
dirigiéndose hacia la Calzada dé la Infanta:
—Pues yo he de saber por qué se asoma tanto y
por qué mira de ese modo... ¿Habrá sospechado algo
la endinaf
Llegó á la Calzada, llamó á José, que paseaba por
allí en el quitrín, y dijóle lo siguiente:
—Oye, tú; te vas á pasar dos ó tres veces, como
quien no quiere da cosa, por delante de la puerta
del hospital, ¿me entiendes?
—Entiendo, niño... ¿Pero, con qué fin?
—Con el de ver si la hermana se fija en ti.

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p tí'

o LAS MARI IRES DEL CORAZON 575

—Pues eso no debieras quererlo. Si la hermanita


se fija en mi persona, no va á querer subir en el co­
che, cuando salga... como tú has dicho que saldrá.
—Mira../ tú te vas allá con látigo y todo; ¿me
entiendes? que yo de sobra sé lo que me pesco.
—¿Y entre tanto, quién me guarda el quitrín?
—¡Toma! Pues yo mismo. A fe que me hace po­
ca falta sentarme un poco.
—Pues voy allá.
José, marchóse lentamente, látigo en mano.
Agustín quedóse en el coche, pensando:
—Quien sabe si lo que ella esperará es que pase
alguien con quien entenderse para llevarle el cofreci­
llo á su dueño.

XIII

«
Al cabo de media hora próximamente, José volvía
en busca de Agustín, revelando en su sonrisa y en la
animación de sus ojoa, una inmensa satisfacción.
—Niño... niño; grandes noticias--exclamó acer­
cándose.
—Hola... ¿si?
—He hablado con la hermanita.
—¡Calle! Esto ya es importante. ¿Y qué te ha
dicho la hermanita?

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576 SOR CELESTE

—Pasaba por la acera de enfrente, me vió, me


hizo una seña, me acerqué, y con voz baja y muy
aprisa, me preguntó, si yo era calesero, le contesté
que si, y entonces, poniéndome estas monedas en la
mano, me dijo:—«Tome usted, y esta noche, á las
once en la calle de la Espada. No falte por Dios» —
¿Qué te parece? . tí
*
Agustín no contestó. i
Una sonrisa de triunfo brillaba en sus labios.
José, miraba, entre sus dedos con gran alegría,
dos monedas de oro.
—¿Qué te parece?—volvió á preguntarle á Agustín.
—¿Y qué quieres que me parezca, hombre? Pues
que esta noche, habrá terminado el asunto.
—¿Qué hay que hacer?
—Lo que teníamos convenido para el caso en que
la hermana saliera y montase en tu coche.
—Vengo, ¿eh?
—Y en cuanto que hayas llegado delante del
bohío de Polonio, te sales del camino, metiéndote en
el lodo, y venís á pedirnos auxilio. Lo demás, queda
de nuestra cuenta.

XIV

Lo demás, ya lo conocen nuestros lectores.


La aparición de la catalana en el bohío, salvó mi­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 677

lagrosamente la vida á la hermana Paz, mientras Al­


berto, dueño del cofrecillo destinado á Celeste, regre­
saba á la Habana, en el mismo quitrín guiado por
José.
Ahora, queridos lectores, reanudemos el hilo de
nuestro relato.
Volvamos al hospital donde dejamos, luchando
entre la vida y la muerte, á Dolores la catalana, y
junto á la cabecera de su lecho á la pobre hermana
Paz, víctima no menos digna de lástima, que la des­
venturada amante del infame Agustín.

TOMO I 73

Biblioteca NaSIShal de España


1

CAPITULO XXXV

En el hospital.

EMIÓSE en los primeros instantes, no


poder salvar la vida á Dolores, enco­
mendada á los cariñosos cuidados de
la hermana Paz, que no se separaba
un momento de su lado.
Y mientras la infeliz luchaba por
disputar á la muerte aquella madre á
quien acababa de encontrar en condiciones tan ex­
traordinarias, mil dolorosas reflexiones acudían á su
mente, torturándola y sumergiéndola en un mar de
dudas y de inquietudes.
Su existencia tan plácida, tan tranquila, dedicada
hasta entonces única y exclusivamente á aliviar los
dolores ajenos, veíase de pronto turbada y compro­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 579

metida en uno de esos terribles dramas en los que lu­


chan los más encontrados sentimientos.
Por una parte, su pobre madre, miserable y mo­
ribunda en el humilde lecho de un hospital; por otra,
el autor de sus días, aquel á quien sin conocerlo ha­
bía nombrado siempre con cariño y respeto, por un
cruel capricho de la casualidad, venía á ser el causan­
te de todas sus desdichas, el ladrón que le había.arre­
batado el cofrecillo, depósito sagrado de un moribun­
do cuya última voluntad había jurado cumplir, y co­
mo si todo esto no fuera bastante se le presentaba
como asesino de su madre.

II

En vano afanábase en encontrar una solución á


aquel conflicto.
Para cumplir con el juramento hecho en Barcelo­
na á Javier Galeonte en su lecho de muerte, debía,
aun á trueque de comprometerse ella'misma, referir
á la justicia todo cuanto había sucedido en el bohío,
para que buscasen al ladrón del cofrecillo, asesino de
su madre...
Esto le decía su conciencia; pero su corazón le gri­
taba al mismo tiempo:

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680 SOR CELESTE

—«¿Y tendrás valor para ello, sabiendo que ese


ladrón y ese asesino es tu propio padre?»...
Y vacilaba, y no sabía qué hacer, y de este modo
iba transcurriendo el tiempo sin que sus inquietudes
disminuyesen, y sin que sus dudas se aclarasen.
Por fin decidió aguardar á que su madre mejorase.
Acaso ella pudiese, con sus explicaciones, darle
un medio con que salir de aquella situación horrible
y angustiosa; acaso entre las dos pudieran hacer algo
para remediar tantos y tan desastrosos males.
Otra de las cosas que más la preocupaban y con­
fundían, era la estancia de su madre en la Habana.
¿Por qué cúmulo de misteriosas circunstancias la
había encontrado allí, en sitio tan extraño y en con­
diciones tan extraordinarias?
Por todo esto deseaba con ansiedad creciente que
Dolores se restableciera; acaso ella poseía la clave de
aquel misterio en que se veía envuelta; por lo menos,
podría darle la razón de muchas cosas que en vano se
empeñaba Paz en penetrar y explicarse.
La suerte, por fin, pareció favorecerla, porque á pe­
sar de la gravedad de las heridas, la enferma fue me-
j orando lentamente gracias en parte á la solicitud y
los cuidados de su hija.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 581

III

En cuanto á Dolores, tardó mucho en darse cuen­


ta de lo que le había sucedido.
Su debilidad era extraordinaria, y su cabeza resis­
tíase á retener por mucho tiempo las ideas.
En sus horas de calentura y delirio, siempre vió
junto á sí una cara dulce, triste y hermosa, que la
miraba con extraordinaria dulzura, con expresión de
lástima y cariño; y á medida que fue mejorando, fue
convenciéndose de que aquella cara no era la de un
ángel, como en su dqlirio había imaginado, si no la de
la hermana de la caridad que la asistía.
Sin poder explicarse la causa, sin comprender la
razón de ello, estremecíase al mirarla y.sentíase atraí­
da hacia ella por irresistible simpatía.
A veces, una sospecha acudía á su mente, y tem­
blando á impulsos de una emoción desconocida, mur­
muraba con voz entrecortada:
—¡Dios mío!... ¡Si fuese ella!
Y no atreviéndose á interrogarla directamente,
dirigíale una mirada muy tierna, muy expresiva, y
recreábase con aquella ilusión, estremeciéndose á la
sola idea de que pudiese resultar infundada.
También Paz quería hablar con Dolores y con-

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582 SOR CELESTE 1
vencerse de una vez de si sus sospechas eran ó no
ciertas.
Las dos, pues, tenían idéntico deseo, cifrando la
una en la otra todas sus aspiraciones y todas sus es­
peranzas.
No faltaba más que una ocasión propicia, un mo
tivo que las impulsara, y tal ocasión, no tardó en
presentarse.

IV

No pudiendo dominar por más tiempo su impa­


ciencia, la hermana Paz decidióse á hablar con su
madre.
El estado de ésta era bastante satisfactorio, y no
había miedo ya á que la conversación pudiera perju­
dicarle.
Para ello escogió una de las noches que le tocaba
quedarse á velar en la sala donde se encontraba Do­
lores,
Afortunadamente, había pocos enfermos en aque­
lla sala, y los lechos inmediatos al de su madre esta­
ban desocupados.
Teniendo la precaución de bajar un poco la voz,
podían hablar, pues, libremente, sin miedo á que
nadie las escuchase.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 583

Esperó con ansiedad á que los enfermos se hubie­


ran dormido, y una vez convencida de que ninguno
necesitaba sus cuidados, acercóse lenta y silenciosa­
mente al lecho de Dolores y se sentó á su lado.
La enferma estaba despierta, como si presintiese
que se acercaba el momento tan vivamente deseado,
la ocasión con tanta impaciencia esperada, '
Paz, al sentarse, saludó á Dolores con una sonrisa,
y ésta le contestó del mismo modo.
—¿Cómo se encuentra usted? — preguntó la pri­
mera, con su voz dulce y cariñosa,
—Bien... muy bien, — contestó Dolores, profun­
damente emocionada.
—Gracias á Dios, — prosiguió la hermana, como
buscando la manera de entrar en conversación, — el
'peligro ha pasado; está usted ya casi convalesciente
y pronto estará restablecida por completo.
—A usted deberé la existencia, — balbuceó la en­
ferma con gratitud.
—A mí no, á Dios, que es quien tiene el poder de
dar y quitar la vida.
—Sí, en primer término á Dios, pero en segundo,
á usted, que me ha cuidado con una solicitud y un
esmero á que no soy acreedora.
—Es mi obligación; todo el que sufre tiene igual
derecho á mis consuelos y á mis cuidados; todas las

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584 SOR CELESTE

existencias deben ser por igual atendidas y cuidadas.


—¡Mi existencia! — repitió Dolores con amargu­
ra; — para lo que ha servido y para lo que sirve, más
valiera que de una vez hubiese terminado.
La hermana dirigióle una mirada de cariñosa re­
convención.
—Dispénseme usted que hable de este modo, —
prosiguió la enferma; —¡he sido, soy, y pienso he de
ser tan desgraciada...!
Una nube de tristeza obscureció el pálido y her­
moso semblante de la hermana, al escuchar estas fra­
ses.
Durante breves momentos, guardaron silencio.

—¿Y piensa usted regresar á España cuando se


restablezca? —preguntó Paz al cabo de un instante.
—No lo sé, — contestó Dolores con indiferencia;
— ¿sé yo acaso lo que será mañana de mí?... Voy á
donde los azai es de mi destino me llevan, no á dónde
por mi voluntad quisiera ir,
—¿Luego es la casualidad la que la ha traído á la
Habana?
—No; aquí me ha traído otra cosa; he venido, por
mi propia voluntad.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 585

La hermana la contempló un instante como si


quisiese penetrar el verdadero sentido de aquellas
palabras.
—Yo también soy española, — dijo, observando
el efecto que sus frases producían en la enferma.
. Dolores la miró escrutadoramente.
—Sí, — replicó, — pero usted habrá venido aquí
llamada por los sublimes deberes que le impone ese
traje que viste... ¡Yo he venido por muy distintas
causas!... ¡Si usted supiera!... Pero no... no es posi­
ble que usted, en su sencillez y en su inocencia; con­
ciba que pueda haber infortunios como los míos.
—¿Tan grande es su desdicha?
—¡Inmensa!
—¿Y es ella la que aquí la ha traído?
—Ella es la que inspira todos mis actos, la que
determina todas mis resoluciones.
—¿Pero qué desgracias son esas que á tal estado
la han traído y que la han hecho venir á tan remotas
tierras?

VI

Dolores calló un momento.


Una idea acababa de ocurrírsele.
—Si yo le cuento mi historia, — pensaba, sabré
TOMO I 74

Biblioteca Na
586 SOR CELESTE

con seguridad si es mi hija... ¿Cómo es posible que


ella misma no me estreche entre sus brazos, si por
los detalles que yo le dé llega á comprender que soy
su madre?... La ocasión para aclarar estas dudas que
me atormentan, no puede ser más propicia; si no la
aprovecho ahora, sabe Dios si volverá á presentár­
seme.
La hermana contemplábala con inquietud, extra­
ñando su prolongado silencio.
—Voy á contestar á sus preguntas de usted, —
dijo al fin, Dolores, sonriendo, — contándole mi his­
toria.
Paz no pudo disimular su emoción.
Iba á saber lo que tanto ansiaba.
—Una historia muy triste, — prosiguió la enfer­
ma; ~ historia llena de dolorosas enseñanzas.
Quedóse silenciosa un instante, como si tratara
de coordinar sus ideas, y luego dijo:
—Escuche usted, hermana.
Paz, preparóse á no perder palabra de cuanto su
madre iba á referirle.

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CAPITULO XXXVI

Dolores comienza á relatar su historia

OLORES, comenzó diciendo:


—El origen de mi desgracia fue igual
al de la desgracia de tantas otras muje­
res como yo; todos mis infortunios nacen
de una pasión. Yo era muy joven, casi
una niña; un hombre deslizó en mis
oídos las primeras palabras de amor, y
mi corazón, hasta entonces dormido para esta clase
de sentimientos, acogió con vehemencia aquél que en
él nacía con intensidad extraordinaria. Mi adorado^
era un malvado; yo, una joven inexperta y débil...
Sucumbí, sin darme cuenta siquiera de ello, hasta
que me vi abandonada y perdida. El mal ya no tenía
remedio; abrí los ojos demasiado tarde. ¡El primer

Biblioteca Nacionai de España


588 SOR CELESTE

paso en el camino de mi perdición y de mi desgracia,


estaba dado!
Calló un instante, como agobiada por aquellos re­
cuerdos, y luego continuó:
—No pretendo disculpar mi conducta, desfiguran­
do los hechos. Mi primer desliz puede ser atribuido á la
fatalidad; pero del resto de mis infortunios, yo sola
soy responsable. Hay quien, dado el primer paso, se
para, retrocede, torna al camino del bien y de la vir­
tud... Yo seguí adelante y mía es, por lo tanto, toda
la culpa.
La hermana Paz inclinó los ojos para que su ma­
dre no adivinara en ellos la impresión dolorosa que
sus palabras le producían.

II

—Pasado algún tiempo,—prosiguió Dolores,—una


nueva pasión vino á llenar el vacío que en mi corazón
había dejado el desengaño de mi primer amor. Un
hombre joven, rico, apuesto y calavera, solicitó mis
favores... Aquel hombre me era indiferente, y sin em­
bargo, acepté sus galanteos. El parecía estar loca­
mente enamorado de mí; me lo probó, derrochando
en poco tiempo su cuantiosa fortuna, sólo por satis­

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rw

ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 589

facer mis caprichos. Entonces, cuando le vi arruina­


do, fue cuando empecé á quererle... Le quise con pa­
sión, con delirio, como no había querido nunca ni he
vuelto á querer en la vida... Verdaderamente, el co­
razón es un arcano; los sentimientos brotan y se des­
arrollan en él porque sí, sin causa alguna que los mo­
tive y los justifique... Cuando hubiera querido dejar
á aquél hombre, fué cuando precisamente empecé á
amarle. Por lo mismo que le amaba, ya nada le exi­
gía... El interés, que antes lo había sido todo, era en­
tonces lo de menos; pero él, por su propia voluntad y
hasta desoyendo mis advertencias y mis súplicas, em­
peñóse en seguir usando conmigo la misma esplendi­
dez de siempre, en continuar satisfaciendo todos mis
deseos y caprichos. Como ya no tenía fincas que mal­
vender ni crédito para pedir prestado, buscó en el
juego una manera de vivir, que no le dió para vivir,
y poco á poco fué convirtiéndose, en un jugador de
ventaja, y de degradación en degradación, aquel
hombre llegó hasta el robo.
Detúvose Dolores para mirar á la hermana y ver
el efecto que en ella producía su relato; pero no pudo
conseguir su propósito, porque Paz tenía la cabeza
inclinada y los ojos entornados.
—Un día,—continuó Dolores, con voz algo alte­
rada,—el desdichado robó á un infeliz tan pobre como

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6W0 SOR CELESTE

él. Le cogieron; todas las circunstancias le acusaban/


mas para condenarle faltaba una prueba, la princi­
pal: lo robado. La policía averiguó nuestras relacio­
nes y registró mi casa. Yo tenía, en efecto, el fruto
del robo; pero tan bien escondido, que la policía no
supo encontrarlo. Entonces recurrieron á una estra­
tagema indigna; me dijeron, que si entregaba los ob­
jetos robados, le soltarían á él en seguida, porque el
robado no ejercería acción alguna; así lo había pro­
metido. Fui tan torpe, que lo creí todo... ¡Era tanto
mi deseo de verle libre!... Además, el robado era un
infeliz padre de familia. Aquello que me aseguraban
de que no ejercería acción alguna, debía ser verdad...
Resultado, que entregué los objetos que ocultaba, y
cuando los tuvieron en su poder, lejos de ponerle en
libertad, como me habían prometido, le condenaron...
¿Verdad que es una infamia recurrir á engaños seme­
jantes?
La hermana no contestó.
Seguía inmóvil, silenciosa.
—Desde entonces... desde que recayó la senten­
cia,—añadió Dolores, con amargura,—no volví á ver­
le, ni á tener noticias suyas. -

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 591

III

Paz comparaba el relato de SU madre con el que ^


de labios del mismo Agustín había escuchado en el
bosque próximo al bohío, la noche en que, después de
robarle el cofrecillo, había intentado asesinar á Do­
lores, y al comprobarlo, lo encontraba rigorosamente
exacto.
Debía, pues, ser verdad todo cuanto su madre le
refería.
Decidida á llegar hasta el fin y á provocar las con­
fidencias que necesitaba para esclarecer por completo
sus dudas, levantó la cabeza, y fijando la mirada en
su madre, preguntóle:
—¿Y de aquella pasión, no nació fruto alguno?
Porque un hijo ó una hija podrían ser hoy su con­
suelo.
—Sí,—contestó la enferma, estremeciéndose y mi­
rando fijamente 'á la joven hermana.—Poco tiempo
antes de la desgracia que acabo de relatar, di á luz
una niña que quise ■ conservar á mi lado; pero él se
opuso, insistiendo en que fuese llevada á la inclusa.
Resistí cuanto pude, pero todo en vano; al fin, no
tuve otro remedio que acceder á separarme de mi
hija. Para poder recogerla si conseguía convencerle,

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592 SOR CELESTE 1
ó si llegaba á ser libre y dueña de mis acciones, mar­
qué á la niña en el brazo derecho con una señal en
forma de cruz. A pesar del tiempo transcurrido, re­
cuerdo tan bien su forma, que ella me bastaría para
reconocer á mi hija.
También esto coincidía en un todo con lo que Paz
había sabido en el bosque, pero quiso hacérselo repe­
tir á Dolores, para estar segura de no haber oído mal,
y convencerse de que aquélla mujer era su madre.
—¿Y dónde le ocurrió á usted todo eso?—preguntó
con voz muy opaca, después de uña pequeña pausa,
—En Barcelona, de donde soy hija,—contestó la
enferma.
—¿Y por qué causas ha venido usted á parar á
país tan remoto del suyo?

IV

Antes de que Dolores tuviera tiempo de respon­


der, Paz hízole seña de que callase y escuchó con cui­
dado.
Hacia el extremo opuesto de la sala, se oían al­
gunos débiles y angustiosos quejidos.
—Algún enfermo se queja,—dijo la hermana bajan­
do la voz;—acaso me necesite... Voy á dar una vuel­
ta, pero volveré en seguida.

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^ /:•
Ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 693

Y se alejó presurosa del lecho.


Dolores la vió marchar con tristeza.
El desaliento habíase apoderado de la catalana.
—Le he referido mi historia,—pensaba,—con el fin
de saber si era mi hija; no he omitido detalle alguno de
los que más debieran haber llamado su atención, y ni
se ha conmovido tan sólo... ¡Luego no es mi hija!
¡Ah, Dios mío!
El desengaño era terrible... ¡Se hubiera considera­
do tan feliz oyéndose llamar madre por aquella her­
mana tan joven, tan hermosa y tan buena!__
A pesar de todo, su simpatía hacia ella era la mis­
ma. No era su hija, pero sentía que la amaba lo mis­
mo que si lo fuese.
Estaba convencida de que se había equivocado, de
que su cerebro débil y enfermo había abrigado ilusio­
nes demasiado hermosas para ser reales, y sin embar­
go deseaba que volviese la hermana, que se sentase
allí; á su lado, y que escuchara hasta el final de su
historia.
Era una locura; pero aún le quedaba un resto de
esperanza, y quería conservarlo hasta el último mo­
mento.
Dispuesta á continuar su relato, aguardó, con im­
paciencia á que Paz volviese.

TOMO 1 75
1
CAPITULO XXXVII

Madre!

L cabo de un rato volvió Paz junto al


lecho de su madre.
—Podemos seguir nuestra conver­
sación, — dijp sentándose;— era una
pobre enferma á quien la fuerza del
dolor había despertado; le di una to-^
ma del calmante que el doctor le
tiene recetado, y ya duerme otra vez tranquila­
mente. Volvemos á quedar libres para hablar.
La enferma fijó su mirada con curiosidad-en la
joven, luchando con sus dudas y sus esperanzas.
No podía acabar de convencerse de que no fuera
su hija, por más que los hechos así parecían demos­
trarlo .

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 595

—En todo caso,—pensó,—aunque no sea mi hija,


puede copocerla, puede ayudarme á encontrarla; me
conviene, pues, ponerla de mi parte, interesarla en
mis infortunios.
Y firme en esta idea, propúsose con más empeño
que nunca, acabar de referirle su historia, sin reservas
de ninguna clase, y abrirle su corazón, segura de con­
moverla.
'Así fue, que apenas Paz, en su afán de saber cuan­
to pretendía, hubo repetido su pregunta de «qué cau­
sas la habían hecho ir á parar á país tan remoto del
suyo», Dolores apresuróse á reanudar su relato de la
siguiente manera.

II

—Desde el momento en que quedé separada para


siempre de aquel hombre, á quien había perdido cre­
yendo salvarle, empezó para mí una vida mucho más
azarosa que la que hasta entonces había llevado. El
abandono, la pobreza... Renuncio á referirle á usted
detalladamente todos los horrores de mi desesperada
situación. Los más justos, los más severos, disculpa­
rían ciertas faltas si conocieran las condiciones en
que se cometen...
Se pasó la mano por la frente como si quisiera

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59d SOR CELESTE

apartar algo muy negro que la obscurecía, y luego


prosiguió, cambiando de tono:
—No hablemos de esto... no es preciso... no viene
al caso. Lo primero en que pensé, fuó en recoger á
mi hija... ¡ojalá lo hubiera hecho!... Primero, meló
impidió mi situación; causas ajenas á mi voluntad,
lo estorbaron más tarde; después... después mi estado
era tan aflictivo, que no me atrevía á condenarla á la
espantosa miseria en que yo vivía. En el asilo donde
se encontraba, tenía al menos un pedazo de pan que
llevarse á la boca; á mi lado... ¡ni aun ese pedazo de
pan hubiese tenido!
—Hubiera gozado de su cariño de usted,—le inte­
rrumpió Paz, con vehemencia,—y el cariño de una
madre, vale más que todos los tesoros del mundo.
—Es verdad,—balbuceó Dolores, con acento dolo­
roso;—ahora lo comprendo así; pero entonces pensa­
ba yo de muy distinta manera. ,
—Siga usted,—exclamó la hermana, sin poder do­
minar su impaciehcia.
—Pasaron los años,—continuó la enferma;—el re­
cuerdo de mi hija vivía siempre indeleble en mi cora­
zón y en mi memoria...
—¡Pero no la sacó usted! —la interrumpió la her
mana, con tono de amargura y dolorosa reconven­
ción.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 697

—No me atrevía á hacerlo,—murmuró Dolores,


con voz opaca.
—¿Por qué motivo?
Pareció como que á la catalana le costase un gran
psfuerzo responder á esta pregunta.
—He referido á usted con sinceridad gran parte
de mi historia,—dijo, por fin, con voz apenas percep­
tible;—usted sabe que en ella hay faltas, de algunas
de las cuales seré más ó menos responsable, pero fal­
tas al fin y al cabo... Además, antes lo dije: la mise­
ria es mala consejera y empuja hasta el fondo del
abismo, si no se tiene energía y firmeza suficientes
para resistirla... ¿Cómo ocultar á los ojos de mi hija
mis desgracias?... Temí que se avergonzara de su ma­
dre, que me recriminara, que me echase en cara mis
errores. . ¡Puede haber nada más desconsolador y más
horrible, que verse despreciada por una hija y que
tener que avergonzarse ante ella!... No tuve fuer­
zas para sufrir un dolor y una humillación tan gran­
des.
—Una hija,—replicó Paz con acento grave y so­
lemne,—nunca debe erigirse en juez de sus padres y
mucho menos avergonzarse de ellos ó despreciarlos.
Respeto y cariño; esos son los únicos sentimientos que
deben inspirarle.
—i Ah si yo hubiese sabido que mi hija había de

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598 SOR CELESTE.

abrigar ideas tan nobles, y sentimientos tan her­


mosos...!
—¡Y cómo lo había usted de saber si ni lo intentó
siquiera!
—¡Es verdad! Ese fue mi error, lo reconozco.
—Sobre privarla de sus caricias y de sus cuida­
dos... ¡la ofendió usted con semejantes suposiciones!
—¡Hija de mi alma!—sollozó Dolores, dando rien­
da suelta al llanto que hacía largo rato pugnaba por
saltar de sus ojos.—He sido muy injusta con ella...
¡Bien castigada estoy!

III

Las dos infelices estaban profundamente emocio­


nadas.
Paz necesitó hacer un grande esfuerzo sobre sí
misma para no abrazarse al cuello de su madre y se­
car sus lágrimas á fuerza de besos.
—Por fin,—prosiguió Dolores, enjugándose los
ojos con un extremo de la sábana.—después de sufrir
mucho, vieja, enferma, miserable, casi á las puertas
del sepulcro, decidí hacer lo que antes no había hecho:
recoger á mi hija, buscarla donde quiera que se en­
contrase... Yo necesito su apoyo y su consuelo... Yo

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 699

necesito tenerla á mi lado y quererla mucho en el po­


co tiempo que me resta de vida, para de este modo,
indemnizarla del cariño de que la he tenido privada
durante tanto tiempo... ¡Yo necesito que me perdone,
que me ame un poco... aunque no lo merezca!... Ya
no me importa que conozca mis faltas, que las juzgue
y que me condene... Conque me tenga una poca de
compasión, me doy por satisfecha... No merezco más,
no aspiro á más; pero eso lo merezco, lo necesito, ¡lo
quiero!...
—¿Y qué?—preguntó Paz, para disimular su emo­
ción de alguna manera,—¿la buscó usted al fin?
—Sí, pero no la encontré,—respondió la enferma
con desaliento.—¡Esa es mi expiación!... ¡ese es mi
castigo!... Preguntó en la Inclusa de Barcelona, don­
de como ya le he dicho á usted se había depositado,
y me respondieron que no estaba allí, que había pa­
sado á la casa de maternidad. De la casa de materni­
dad, había salido para ir á un colegio de niñas; del
colegio, pasó al hospital, donde había entrado de sir­
vienta; y por último, de averiguación en averigua­
ción, supe que había vestido el hábito de hermana de
la caridad.
—¿Este mismo que yo llevo?—exclamó Paz con
intención.
—Sí, el mismo. Proseguí mis indagaciones, cada

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600 SOR CELESTE

vez con más ahinco, y al cabo de algún tiempo supe


que había estado en el hospital de Barcelona y que
de allí salió há poco para venir á la Habana... Para
mí ya no había en el mundo otro fin, otra aspiración
y otro objeto, que encontrar á mi hija... ¿Comprende
usted ahora, por qué-me encuentro aquí, tan lejos de
mi patria?

IV

Dolores lloraba, y Paz, por su parte, tampoco era


dueña de contener su emoción.
Lo que ésta no comprendía, era, cómo sabiendo sú
madre su nombre, no había sospechado ya que ella
era su hija. '
No ignorando que oficiaba de hermana de la cari­
dad y que se encontraba en la Habana, la suposición
no podía ser más lógica y fundada.
Resuelta, pues, á salir de una vez de dudas, le
preguntó, conteniéndose á duras penas:
—¿Y sabe usted cómo se llama su hija?
—Se llama Paz como usted, querida hermana,—
respondió Dolores.
—¡Paz—repitió la joven, con voz temblorosa.—
¡Extraña coincidencia!
— ¿Por qué?—preguntó la enferma, con curiosidad.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 601

—Porque tenemos el mismo nombre y las mismas


desdichas; en todo nos parecemos... hasta en eso. Yo,
como ella, tengo una madre á la que nunca he visto,
pero á la que siempre he amado con toda mi alma;
yo, como ella, lloro el abandono de la que me dió el
ser, juzgándome tan injustamente, que temió que mi
cariño se convirtiese en desprecio; yo, como ella, da­
ría la mitad de mi vida por estrechar á mi madre en-v^t A'a
t f ^5; * ‘

tre los brazos, cómo la estrecho á usted ahora. ’ i


Y dejándose caer sobre el lecho, ciñó sus brazos ^ :
cuello de su madre y le cubrió la cara de lágrimas y - ,
besos.
—¡Cómo!... ¡qué!... ¿es posible?—balbuceó la en­
ferma, sobrecogida por la alegría, lo mismo que si
sintiese terror.
—¡Sí, madre mía!... ¡yo soy tu hija!—murmuró
Paz á su oído, con acento emocionado.
—¡Hija de mi alma!—exclamó Dolores, con voz
ahogada, dejando caer pesadamente sobre la almohada
la cabeza, que había levantado para mirar á su hija.
—¡Madre!... ¡Madre mía!—exclamó Paz, llena de
espanto al verla cerrar los ojos y exhalar un gemido.
Dolores no le respondió.
Había perdido el conocimiento.

TOMO 1 76

Biblioteca
CAPITULO XXXVITI

Explicaciones.

L desmayo de Dolores alarmó mueho á


su hija, que temió haber sido causa de
un accidente que pudiera producir un
retroceso en la enfermedad, volviendo
otra vez á los días angustiosos de pe­
ligro.
Por otra parte, temía tener que re­
clamar el auxilio de otra hermana ó del médico de
guardia para volverla en sí, lo cual podría hacer que
se supiese lo ocurrido.
Dominando su emoción, por medio -de uno de esos
esfuerzos extraordinarios de que ha^ta las naturale­
zas más débiles y delicadas son capaces en ciertos y
determinados momentos, apuró todos los recursos
para procurar volverla en sí por si sola.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 608

El éxito coronó sus esfuerzos.


El accidente pronto estuvo dominado, pues era
debido tan sólo á la perturbación causada en aquella
naturaleza abatida y enferma, por la noticia de que
aquella hija á quien con tanto empeño buscaba, era
la hermosa y caritativa hermana á quien instintiva­
mente había profesado singular afecto desde el pri­
mer instante,
Al volver á la razón, lo primero que Dolores hizo,
fué fijar su mirada en el rostro de su hija, inclinado
sobre el suyo con dolorosa expresión de ansiedad y
angustia, echarle los brazos al cuello y besarla con
transportes de frenética alegría, mientras entre sollo­
zos murmuraba:
—¡Hija mía!... ¡Hija de mi corazón!... ¡Por fin te
encuentro!
—Llora, madre de mi alma,—le decía Paz al oído,
devolviéndole con creces aquellas caricias;—desahoga
tu pecho de la angustia que lo oprime, pero... ¡por
Dios!... tengamos juicio... que nadie nos oiga... que
nadie sorprenda nuestro secreto...
Y procuraba ahogar sus exclamaciones y gemidos,
besándola en la boca con afán.
—Dime que me perdonas... dime que me quieres,
—repetía la enferma con tono suplicante.
• —Sí, te perdono, madre mía, te perdono y te
quiero...

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604 SOR CELESTE

—¡Oh! gracias, gracias... Ya no temo la justicia


divina; mis faltas serán perdonadas, porque tengo un
ángel que ruegue á Dios por mí... ¡Qué buena eres!...
¡qué buena! I
Y sus transportes de júbilo y de cariño, eran cada
vez más expansivos, cada vez más tiernos.

II

Por fin, una y otra, consiguieron dominarse.


—¿Te encuentras con valor y con fuerzas para
que sigamos hablando?—le preguntó Paz á su madre.
— ¡Oh, si!—se apresuró á responder ésta.
—¿No perjudicará á tu salud...?
—Al contrario, ¿qué mayor consuelo para mí que
hablar contigo?... Ahora no temo nada... Te tengo á
mi lado, y me parece renacer á nueva vida con valor
y energía suficientes para emprender las mayores
empresas.
—Entonces, hablemos; tenemos mucho que hablar
todavía... Hay algunas cosas que necesito saber y
que es preciso que me digas.

1 III

Dolores miró á su hija con extrañeza.


El tono conque había pronunciado las anteriores

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON C05

palabras, le había hecho estremecerse involuntaria­


mente.
—Pregunta lo que quieras,—dijo.—Tienes dere­
cho á pedirme cuenta de mi pasado; lo reconozco.
—No es eso, madre mía; si ese pasado acude al­
guna vez á mi memoria, sólo ha de ser para conso­
larte de las amarguras que en él has devorado.
—Entonces, ¿qué quieres saber?
—¡Tantas cosas!... Tu no puedes figurarte qué
serie de coincidencias ha rodeado nuestro providen­
cial encuentro... En fin, ya lo sabrás todo, pero antes
contéstame con claridad á lo que voy á pregun­
tarte.
—Di, hija mfap pero si quieres que el valor no
me abandone, déjame estrechar entre las mías una
de tus manos... ¡He pasado tanto tiempo sin saber lo
que era acariciar á una hija!
—¡Y yo sin saber lo que era recibir las caricias
de una madre! —replicó Paz con tristeza
— ¡Perdón!—balbuceó Dolores, besando la mano
que su hija le había abandonado.
Esta, á su vez, estampó un beso respetuoso en
la frente de su madre.
Sin poderse contener, otra vez se abrazaron, llo­
rando copiosamente durante algunos momentos.

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606 SOR CELESTE
1
IV

Por fin se serenaron.


—Vamos á ver,—dijo Paz enjugando sus lágri­
mas.—¿Cuándo llegaste á la Habana?
—Hace muy pocos días—respondió Dolores, pro­
curando á su vez tranquilizarse.—Me puse en camino
en cuanto supe que tu habías partido.
—Tu situación era muy precaria, ¿verdad?
—Más que precaria: miserable.
—¿De dónde sacaste, pues, el dinero para el pa­
saje? Aun viniendo en tercera, es un viaje muy cos­
toso. '' •
Dolores entornó un momento los ojos.
—Te he prometido contártelo todo, — balbuceó
con cierta violencia,—y voy á cumplirte mi palabra,
sin que haya nada que me detenga. Si el rubor de la
vergüenza asoma alguna vez á mi rostro, contém­
plalo como una expiación de las faltas que he come­
tido.
Paz la miró cariñosamente, como para animarla
á hablar.
—Al saber que tu, habías partido de España,—
empezó á decir la enferma, con voz firme y segura,
—mi única idea, mi único afán, fue correr en tu bus­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 607

ca... rtPero cómo, si no poseía recursos de ninguna


clase?... En mi desesperación, me acordé de algunas
antiguas amigas, mejor dicho, compañeras de mi
vida de disipación y de locura... Las había, que apro­
vechando mejor que yo los deslices de su pasado, es­
taban en condiciones de ayudarme.
—¿Y á ellas recurriste?—le interrumpió Paz, con
cierta repugnancia.
—Si... y me socorrieron... parece mentira, ¿ver­
dad?
Sonrióse con amargura y añadió:
—Ya ves tú... ¡el vicio protegiendo el arrepenti­
miento!
Paz exhaló un suspiro.
—Con lo que ellas me dieron,—prosiguió Dolores,
después de una corta pausa,—tuve para emprender el
viaje. Me vi precisada á hacerlo en tercera, con toda
la economía y todas las molestias imaginables, pero
no me importaba; lo principal para mi era correr á
á tu lado.
—¿Y cómo te encontraste en el bosque aquel, la
noche en que estuviste á punto de ser asesinada?
,—Esa es una historia muy larga.
—Pues es lo que más me interesa saber, madre
mía.
—¿A ti?

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608 SOR CELESTE

—A mí, sí.
Dolores miró á su hija con asombro y dijo:
—Entonces, escucha:

-—¿Si estás fatigada...? — balbuceó Paz, viendo


que su madre hacía una pausa.
—No; es que procuro recordar bien'todos los deta­
lles—contestó la enferma.
Volvió á callar un momento y luego habló de esta
manera.
—En el mismo vapor que yo, venía un joven lla­
mado Adelardo, que desde un principio se supo con­
quistar con su afabilidad y su dulzura todas mis sim­
patías. Era el único que me inspiraba confianza y el
único que no tenía á menos alternar con una pobre
mujer como yo... ¡Ah! era muy bueno; un corazón de
oro... ¡pobre Adelardo! ¿qué habrá sido de él?
—¿No le has vuelto á ver después de llegar á la
Habana?
—Sí ¡ya lo creo! Verás lo que sucedió. Con el ma­
reo yo me puse muy mala; tanto que temí no llegar
con vida. Adelardo me cuidó con igual solicitud y es­
mero que si hubiera sido un hijo.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 609

— ¡Dios se lo premie!—exclamó Paz con gratitud.


—¡Si te digo que era muy bueno aquel joven! Se­
mejante conducta acabó de conquistarle todo mi afec­
to, y él por su parte, también parecía haberme cobrado
algún cariño; resultado, que se estableció entre nos­
otros una franca y sincera amistad. El sabía que yo
venía sola, que mi situación era muy apurada, y
aunque él, el pobre, tampoco tenía nada de sobra, al
desembarcar me dijo; «si quiere usted, no nos separa­
remos; yo le ofrezco desinteresadamente mi apoyo;
poco soy y poco valgo, pero al menos tendrá usted
quien la cuide y proteja.» Acepté agradecida, y me
llevó á la misma casa donde él paraba. Al ver su ge­
nerosidad, le abrí mí corazón y le dije cuál era el ob­
jeto de mi viaje; él me escuchó conmovido, me pro­
metió ayudarme á buscar á mi hija, y correspondió á
mi confianza contándome sus desdichas. El pobre era
muy desgraciado, pues amaba á una joven llamada
Celeste, á quien...
—¡Celeste! — interrumpió Paz estremeciéndose.
—Sí, Celeste, — repitió Dolores con extraneza; —
¿qué te sucede, hija mía?
—Nada... Sigue, madre, sigue.
—Pues bien, amaba á una joven llamada Celeste,
y un tal don Cesáreo de la Loma, que pasa por padre
de ella, se oponía á sus amores. Para impedirlos se
TOMO 1 77

Biblioteca
610 SOR CELESTE

habían traído á la joven á estas remotas tierras, y


Adelardo venía en busca de su amada.
—¡Cuán misteriosos son los arcanos de la provi­
dencia! — murmuró Paz en voz baja, recordando que
Celeste era la persona por quien ella había ido á la
Habana, y á quien debió haber entregado el cofreci­
llo. — Sigue, madre mía, — dijo levantando la voz,
sin ser dueña de disimular el interés que en ella des­
pertaba el relato de su madre.

VI

—Adelardo, — continuó la enferma,—salía todas


las noches para ir á rondar los balcones del hotel de
Inglaterra, donde su novia se hospedaba. Una noche,
salió como de costumbre... yo estaba enferma. El can­
sancio del viaje, el cambio de clima y mi estado de
febril ansiedad, hasta conseguir tener noticias tuyas,
me habían postrado en el lecho, del que no podía mo­
verme... Aquella noche, la calentura que me abrasaba
era más fuerte que de ordinario. Pasaban las horas y
Adelardo no volvía. Yo, á pesar de la fiebre, me da­
ba cuenta de todo... ¡Cuánto sufrí aquella noche te­
miendo que le hubiese sucedido alguna desgracia!...
Ya te he dicho que había llegado á quererle como á
un hijo.

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o Las MARTIRES DEL CORAZON 611

—¿Y no volvió?
—No.
—¿Qué había sido de él?
—Aún lo ignoro. A los dos días de aguardarle inú­
tilmente, ya no pude más, y por la noche, enferma y
todo como estaba, me levanté del lecho y salí á la
calle en su busca.
—¿Y á dónde fuiste?
—A donde era natural que tuvieran noticias su­
yas, al hotel de Inglaterra, que como te he dicho, era
donde habitaba su novia. Llegué y pregunté por la
señorita Celeste, diciendo que quería verla para pe­
dirle una limosna. Me contestaron que no estaba ya
allí, que hacía poco que se había trasladado á su
quinta, situada en el camino del \ edado.
—Eso es,—murmuró Paz, como hablando consigo
misma.
—Yo no conocía la Habana, — prosiguió Dolores,
— pero preguntando á unos y á otros, conseguí llegar
hasta el barrio del Carmelo. Allí pregunté á una vie­
ja mulata, que había á la puerta de una casa, si por
aquellos arrabales vivía un tal don Cesáreo de la Lo­
ma. La mulata titubeó; le nombré entonces á Celes­
te, y recordó en seguida, dándome al momento las
señas de la posesión.

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612 SOR CELESTE

—¿Y te dirigiste á ella?


—Sí, Adelaide merecía aquéllo y mucho más;
hasta tenía remordimientos de no haberme decidido
antes á buscarlo; pero no íué por culpa mía; la enfer­
medad me tenía postrada. Emprendí, pues, resuelta­
mente el camino. A todo esto tronaba y llovía á cán­
taros. Yo al principio, casi no me di cuenta de ello;
tal era mi estado de excitación, pero pronto la hume­
dad llegó á calar hasta mis huesos calcinados por la
fiebre, y empecé á sentirme muy mal. Todo mi cuer­
po temblaba, me faltaban las fuerzas para seguir an­
dando y apenas distinguía lo que tenía delante...
Debí pasar por junto á la quinta, pero ni la vi siquie­
ra... Seguía andando.... andando trabajosamente,
muerta de frío y de cansancio... No pude más, y me
decidí á buscar un abrigo donde guarecerme de la
lluvia Paréme un momento, miré á mi alrededor y á
pocos pasos de distancia distinguí un bohío. Di gra­
cias al cielo por haberme deparado tan pronto el abri­
go que buscaba, y me dirigí á él. Estaba ya muy
cerca, casi bajo el cobertizo, cuando una ráfaga de
viento abrió una de las ventanas; miré al interior, y
quedéme muda de terror y de espanto al ver que un
hombre levantaba el brazo armado de un puñal, sobre
un bulto que me pareció una mujer. Reuniendo todas
mis fuerzas, lancé un grito; el hombre miró hacia la

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 613

ventana, y al verme, dejó á su victima para venir


hacia mí, amenazador y terrible. Después...
—No prosigas, — exclamó Paz interrumpiéndola;
— sé todo lo que ocurrió después.
—¡Cómo! — replicó Dolores, en el colmo de la ex-
trañeza. —¿Sabes tú, hija mía...?
—Todo. Sé que aquel hombre se avalanzó sobre
ti; te arrastró, sin duda, al próximo bosque, y en él
trató de asesinarte.
—Sí, eso es, — balbuceó la enferma, estremecién­
dose de miedo al recordar aquellos terribles instantes.
—Y sé más, — prosiguió Paz con acento lúgubre
y doloroso; — sé, que aquel hombre... jes mi padre!
—¡Jesús! — gritó Dolores, incorporándose en el
lecho.
—Y sé todo eso, madre mía, — añadió Paz en el
mismo tono, — porque aquella mujer sobre quien tú
viste que mi padre levantaba un puñal... era yo.
—¡Tú!
—Sí, yo... ¡su propia hija!

VII

Los ojos de Dolores parecían los de un idiota, tal


era la expresión de asombro que en ellos se reflejaba.

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614 SOR CELESTE

—Yo te pondré al corriente de todo lo sucedido,


— dijo Paz á su madre, inclinándose sobre ella y be­
sándola en la frente, como si con sus besos quisiera
desterrar las sombras que en ella habían acumulado
sus terribles revelaciones.
Y sin pérdida de momento, pues comenzaba á ama­
necer, refirió á su madre todo lo que le había sucedí
do aquella noche y las causas por las cuales había ido
á parar á la Habana,

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CAPITULO XXXIX

Terrible dilema.

OLVAMOS á la noche en que el infeliz Ade-


lardo cayó en manos de los secuaces de
don Cesáreo.
Recordarán nuestros lectores, que
en el preciso momento en que Guiller
món y sus compañeros amordazaban al
infortunado joven, sonó un débil grito
de mujer en una de las ventanas del edificio.
Era Celeste, que desde su cuarto, había visto to­
do cuanto en el exterior estaba sucediendo.
La indignación, la sorpresa y el espanto, dejáronla
por algunos momentos muda, inmóvil, con los ojos
desmesuradamente abiertos, fijos en aquel siniestro
grupo que se alejaba entre las tinieblas de la noche,

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616 SOR CELESTE

llevándose prisionero al hombre á quien tanto amaba


y con el que debía de haber escapado para realizar
sus hermosos sueños de amor y de ventura.
En los primeros instantes no tuvo fuerzas ni valor
para nada; pero dominado un tanto su estupor, iba
á abrir los labios para gritar pidiendo auxilio, más
guiada por el instinto de conservación que por el
convencimiento de ser atendida, pues sabía de sobra
que todos cuantos la rodeaban eran gentes vendidas á
su infame verdugo, cuando sintió que la tocaban en
un hombro.
Volvióse con rapidez y sobresalto, y vió delante
de sí la antipática figura de don Cesáreo, que con los
brazos cruzados sobre el pecho, la contemplaba con
mortificante expresión de ironía y con insolente aire
de triunfo.
Al verle, la joven se irguió altiva y colérica y en
sus ojos centellearon la rabia y el odio, que en aque­
llos supremos instantes llenaban su corazón, amar­
gándolo y enfureciéndolo.

II

Don Cesáreo sostuvo imperturbable la abrumado­


ra mirada de su victima, y dilatando sus labios con
una de aquellas de sus características sonrisas, frías

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 617

como la hoja de un puñal, y como el puñal punzan­


tes, le dijo con reposado acento y sarcástica entona­
ción:
—Ya estás viendo como mis planes se realizan y
mis deseos se cumplen, á pesar de todo y por encima
de todo. Lo que me propongo, lo consigo por difícil
que sea; si no de grado, por fuerza,.. La eficacia de
mis recursos, está en razón directa con la magnitud
de las empresas á que me lanzo. Ahora supongo que
ya no seguirás dudando de mi superioridad, ni cre­
yendo inútiles amenazas lo que eran saludables ad­
vertencias. Tú misma quisiste que se trocaran en rea­
lidades; pues ya estás complacida.
Y terminó estas frases con una cínica carcajada.
Celeste quiso hablar, pero era tanta su ira, tanta
su indignación y tanto su despecho, que la misma
agitación nerviosa de que se hallaba poseída le impi­
dió articular palabra, y de su garganta sólo se escapa­
ron sonidos inarticulados, entre los cuales no se dis­
tinguía con claridad otra frase que ésta, pronunciada
con desesperación, con rabia, con desprecio:
—¡Miserable!... ¡Miserable!
—Eso es repetición de lo que ya tantas veces me
has dicho,—replicó don Cesáreo con tono de burla,—
Y en verdad que semejantes excesos, sobre no ser de
muy buen gusto ni propios de i^a .señora tan deli-
TOMO 1 ^ 78

I ( y í&J

Biblioteca Naciftnalfl^l^mma
618 SOR CELESTE

cada, tan espiritual y de un aspecto tan encantador


y tan dulce, acusan pobreza de ingenio. Por tu volun­
tad y por tu culpa, se ha entablado entre los dos una
competencia, una lucha, en la que cada cual, como
es muy justo, aspira á salir vencedor; yo, por lo me­
nos, sé apelar á recursos nuevos y extraordinarios, sé
sorprenderte con golpes de efecto como el de esta no­
che; pero tú no sales nunca de lo mismo. Tu arma
suprema es el insulto; Ilaúaándome miserable con esa
linda boquita, que no ha sido formada de seguro para
proferir frases tan duras, sino para pronunciar pala­
bras mucho más dulces, ya crees haber hecho una
heroicidad. Haces mal porque así no se consigue nada.
—Se consigue,—repuso Celeste, más dueña ya de
sí misma,—desahogar todo el desprecio y todo el odio
que usted me inspira. Si soy una débil mujer... ¿qué
otra cosa quiere usted que haga?
Y su desesperación se deshizo en llanto desconso­
lador y copioso.

III

Don Cesáreo parecía complacerse con el triste es­


pectáculo de los sufrimientos de la víctima.
—Y aquella altanería con que me provocaste ¿qué
se ha hecho?—la preguntó sin dejar de sonreír.

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W'

6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 619

—No era altanería, era dignidad,—replicó la jo­


ven con arrogancia.—¡Pero claro está! ¿cómo ha de
comprender usted lo que son sentimientos nobles, si
nunca los ha abrigado en su corazón? Los quiere com­
parar con los únicos indignos y rastreros que conoce,
y, naturalmente, los confunde con ellos. Pues bien:
¿usted supone que mi dignidad puede verse vencida y
humillada por sus infamias?.. ¡Nunca!... Subsiste y
subsistirá por encima de todo, ya que no para ayu­
darme á vencer, para impedir que se extingan mi abo­
rrecimiento y mi cólera... ¡Y tiemble usted el día en
que esa cólera y ese aborrecimiento puedan tomar
venganza de las ofensas á impulsos de las cuales han
nacido!
Don Cesáreo soltó una estridente carcajada.
—Si, ría usted... ría usted,—prosigió Celeste,*cada
vez más exaltada.—Hoy es usted el que triunfa, hoy
es usted el que vence; ¿pero se figura quizá que no
hay una providencia? ¿supone que sus crímenes y sus
infamias han de quedar impunes?... Acaso logre usted
consumar mi perdición y mi infortunio; ¿pero piensa
que por eso ha de escapar al castigo que merece? Lle­
gará el día de la expiación, y entonces, ya veremos
quien es el que ríe y quien es el que llora. ¿Dice us­
ted que no sé hacer más que llamarle miserable?...
¡Pobre de usted cuando llegue el caso de que pueda

Biblioteca Nacional de España


1
620 SOR CELESTE

desahogar mi furor de otro modo!... ¿Abusa usted de


mí porque me cree débil é indefensa?... ¡Hazaña digna
de un caballero!... Pero usted mismo con sus infa­
mias, despierta en mi corazón energías que ignoraba
poseer, me hace fuerte, me torna de indulgente en
vengativa .. Hasta ahora pude sufrir y pude resignar­
me, porque se trataba de mi sola... porque nadie más
que yo sufría las torturas de este suplicio á que la
ruindad de su corazón me tiene condenada... Pero las
cosas han cambiado... no contento con una víctima,
ha buscado usted otra... y todo, todo lo resistiré, me­
nos que se atormente á ese infeliz, que no ha cometi­
do otra falta que la de amarme, ni es responsable de
otro delito que de que yo le ame... Respóndame us­
ted: ¿qué es de Adelardo?... Le exijo, le mando que
me responda.
—¡Exigir!... ¡Mandar!—exclamó el cómplice de
Alberto, con acento burlón y agresivo.—No eres tú
seguramente la que en estos instantes puede permi­
tirse tanto lujo. ¡Si dijeras pedir y suplicar!
—¿A usted?... ¡Nunca!
—Lo veremos.
Y volviendo la espalda, se dirigió hacíala puerta.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 621

IV

Rápida como el pensamiento, Celeste, de un salto


se adelantó á él y se interpuso á su paso.
--Necesito saber,-—balbuceó con voz entrecorta­
da,—qué es del infeliz á quien por orden de usted
acaban de secuestrar hace un momento... ¿Lo ha en­
tendido usted bien?... Neéesito saberlo, y de aquí no
me apartaré ni le dejaré el paso libie, hasta que
me lo diga.
Don Cesáreo se encogió de hombros.
—Por ahora,—dijo,—basta con que sepas que es­
tá en mi poder, que mis amenazas se han cumplido,
que mis armas de defensa son más poderosas y efica­
ces de lo que tú te imaginabas... Cuando reflexiones
con la detención y la calma debidas sobre todos estos
puntos, entonces hablaremos.
—¿Pero no está usted viendo que me mata la an
siedad?—gritó Celeste con acento de angustia salido
de lo más profundo de su alma.
Don Cesáreo hizo un gesto de indiferencia.
—Porque yo de usted lo creo todo y lo espero to­
do,—continuó la joven más y más exaltada.
—De eso quería yo que te convencieras,—afirmó
él;—de que de mí puede creerse todo y esperarse todo.

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622 SOR CELESTE

Eso., eso es lo que conviene que no eches en olvido.


—¡Esto es horrible!—exclamó la infeliz, mesándo­
se los cabellos.—¡Dios mío!... ¡parece mentira que
haya en el mundo seres tan perversos y malvados!
Aprovechando el decaimiento y la postración en
que parecían haber sumido á la joven las anteriores
palabras, don Cesáreo la apartó suavemente y se en­
caminó á la puerta; pero antes de que llegase. Celeste
se abalanzó á él, lo cogió por un brazo y le dijo:
—No... si es inútil... ¡si aunque débil mujer, Dios
me dará fuerzas para retenerlo aquí hasta que me
conteste, hasta que me diga qué es de mi Adelardo!...
—¡Suéltame!—replicó don Cesáreo, tratando de
desasirse.
—¡No!—repetía ella, con voz ronca y destemplada.
—¿No?... Ahora lo veremos.
Y trató de hacer que le soltara, entablándose una
lucha repugnante, indigna.
Por* fin él, cansado de guardar contemplaciones,
la rechazó con violencia y salió de la estancia, enca­
minándose á la suya donde cogió una llave y una lin­
terna.
Luego bajó á recibir al prisionero, de manos de
Gruillermón.
Lo demás que sucedió, ya lo saben nuestros lec­
tores.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 623

Mientras A delardo era conducido á la inmunda


cueva que se le destinaba para encierro, la infortu­
nada Celeste que había caído desmayada al suelo,
impelida con violencia por su feroz verdugo, volvía
en sí, gracias á los cuidados de Cayita, que entró en
la habitación apenas hubo salido su amo.
Al abrir los ojos la joven y ver cerca del suyo el
rostro de la negra, iluminado por aquella satánica
expresión de complacencia con que veía los sufri­
mientos de su ama, haciendo un esfuerzo sobre hu­
mano se puso de pie y se encaminó al lecho, sobre el
cual se arrojó vestida, rechazando el auxilio de la
doncella.
Celeste quiso desahogar su dolor y su ira sobre
aquella miserable criatura, vendida al oro de sus ver­
dugos; pero le faltaron las fuerzas para ello.
Sentíase aniquilada, rendida.
Su temperamento débil y delicado cedía á la pos­
tración y á la fatiga de tan violentas y encontradas
emociones, en cuanto se calmaba la excitación ner­
viosa, que era la que la sostenía en los momentos
más terribles y desesperados.

Biblioteca Nacionai de España


1

624 SOR CELESTE

Limitóse, pues, á lanzarle una mirada de odio


volviéndole luego la espalda para librarse del tormen­
to de ver su antipática y repulsiva fisonomía.

VI

Procurando sobreponerse á su dolor, Celeste trató


de ordenar sus ideas y de darse cuenta de la situación
en que se encontraba, analizando uno por uno los
acontecimientos que en pocas horas habían tenido
lugar.
Esta meditación logró tranquilizarla un tanto,
pues convencióse de que Adelardo, si bien le amena­
zaban grandes peligros, vivía aún, y esto era lo más
importante.
En efecto, no era de suponer, que si don Cesáreo
hubiese querido desembarazarse del joven, siendo co­
mo era un hombre ducho en intrigas de aquella espe­
cie, hubiera escogido su propia casa para asesinarlo.
Esto hubiese sido una imprudencia incomprensi­
ble en un hombre de sus condiciones.
Queriendo matarle, hubiese buscado, de seguro,
una ocasión propicia para hacerlo desaparecer lejos
de allí, donde su muerte no pudiera dejar rastro algu­
no que le comprometiese.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 625
^-1

Además, Adelardo había sido cogido indudable­


mente, para servir de arma y argumento contra ella,
y siendo así, lo que les convenía era conservarlo vivo
hasta vencerla.
Al llegar á este punto de sus reflexiones. Celeste
se estremeció al pensar que acaso se encontrase allí,
bajo el mismo techo que ella...
¿A dónde iban á llevarlo que más seguro estu­
viese?...
Por otra parte; ¿no les convenía tenerlo á mano
por si llegaba el caso de martirizarlo ante sus ojos,
para infundirle miedo y doblegar su voluntad?

VII

Siguiendo el curso de sus razonamientos, pregun­


tóse á qué era á lo que podían pretender obligarla
con la amenaza terrible de la muerte de Adelardo...
No era difícil comprenderlo.
Querrían obligarla, sin duda alguna, á casarse con
Alberto...
—¿Y qué debo yo hacer? — decíase, pidiendo fer­
vorosamente á Dios que iluminase las tinieblas de su
inteligencia. — Si no cedo á los deseos y á las amena­
zas de esos malvados, la muerte de Adelardo puede
TOMO I

Biblioteca Nach
-1
626 SOR CBLESTR

darse por segura, si por el contrario, me doblego para


salvar su vida y á todo me conformo, salvo su exis­
tencia, es verdad, pero causo su desesperación y su
desdicha, es decir, le condeno á un suplicio mucho
peor, y mucho más espantoso que la muerte... ¡De
seguro que él prefiere morir antes que verme en pose­
sión de otro hombre!... Ahora ya no se trata de mí ni
de mi felicidad, se trata de él... ¿Y qué es lo que á él
más puede convenirle y menos doloroso puede pade­
cerle?... ¿Debo salvar su vida, saltando por encima de
todo, aunque con ello labre mi desdicha, ó debo per­
manecer fiel á su cariño?... ¿Debo consentir que asesi­
nen su cuerpo ó debo yo por mí misma asesinar su
alma?
Y en vano la infeliz buscaba solución á aquel te­
rrible dilema, más terrible aún, por tratarse del hom­
bre á quien tanto amaba.

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CAPITULO XL

0 salvarse ó morir.

A luz del día la sorprendió entregada á


tan dolorosas meditaciones.
Saltó del lecho, abrió la ventana,
aquella ventana por la que debió ha­
ber salido la noche antes para caer en
los brazos de Adelardo, que era para
ella caer en brazos de la dicha, y as­
piró con deleite el aire fresco de la mañana.
Este pareció reanimarla un poco y sintió renacer
en sí sus agotadas energías.
—No, — exclamó, como reprochándose sus dudas
y sus vacilaciones,—ni consentir que lo maten, ni
labrar por mí misma su infelicidad eterna... Mi obli­
gación es otra; mi obligación es morir con él si él

Biblioteca Nacional de España


628 SOR CELESTE

muere. ¿No están unidas nuestras almas y nuestras


existencias por el amor? Pues uno solo debe ser nues­
tro destino; ó los dos dichosos ó los dos desgraciados.
Primero, agotar todos los recursos para salvarlo y
salvarme, después, si esto no se consigue... des­
pués...
Sus ojos encargáronse de terminarla frase, diri­
giéndose suplicantes á aquel cielo azul y sereno, que
grande y sin límites, se veía desde el estrecho marco
de su ventana, como grande y sin límites era aquel
amor que las miserias y las maldades en vano preten­
dían ahogar y empequeñecer.
—No hay qué perder tiempo, — añadió con reso­
lución.
Y separándose de la ventana, tiró violentamente
del cordón de una campanilla.
Cayita se presentó inmediatamente.
—¿Qué manda la niña? — preguntó la negra, con
su acento falso y meloso.
—Di le á ese mise...
Se contuvo, porque comprendió que le convenía
adoptar cierta templanza.
—Dile... á mi padre,—rectificó con cierta ironía,
— que necesito verle.
—No sé si querrá venir, —replicó la doncella,
sonriendo.

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o LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 629

—Cumple lo que te ordeno, — agregó Celeste con


arrogancia — Dile que es necesario que venga á mi
habitación, que quiero hablarle.
La negra salió á cumplir su mandato.
—Ahora veremos, — murmuró Celeste con parti­
cular acento.

II

Pocos instantes después, se presentó don Cesáreo.


Por sus labios vagaba la misma repulsiva sonrisa
de siempre, pero más irónica aún que de ordinario.
—¿Me has llamado? — dijo contemplándola con
insultante fijeza.
—Sí, — respondió la joven, procurando dominarse
para que en su rostro no se trasparentara la impre­
sión que la presencia de aquel hombre le producía.
—Pues aquí me tienes, — repuso él con calma. —
Veo que te has tranquilizado bastante, por lo cual te
felicito y me felicito... Así podremos hablar con calma.
—Para eso le he llamado, para que hablemos, —
dijo Celeste.
—Muy bien. ¿Has reflexionado algo sobre cuanto
anoche te dije?
—He reflexionado, no algo, sino mucho.
—Y tu tranquilidad ¿depende acaso de esas refle­
xiones?

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630 SOR CELESTE

—Sí.
—Lo celebro. Me parece que vas volviéndote ra­
zonable, con lo cual ganaremos mucho todos... y tú
la primera.
Celeste hizo un gesto de impaciencia.
—No te impacientes, —agregó el miserable.—
¿Quieres que hablemos? Pues empieza; ya te escucho.
La joven quedóse pensativa un momento, y luego
comenzó á hablar de esta manera:
—¿Puedo saber el objeto con que usted se apo­
deró de Adelardo?
—No es muy difícil de adivinar,—repuso don Ce­
sáreo sonriendo.
—Se ha apoderado usted de él,—continuó Celeste,
—para tener un medio con que obligarme á aceptar
todo cuanto usted me proponga, ¿no es así?
—Precisamente; veo que, en efecto, has reflexio­
nado esta noche más de lo que yo suponía. Esa con­
secuencia está deducida de los hechos y de los ante­
cedentes, con verdadera lógica.
—¿Y qué es lo que de mí se exige?—prosiguió la
joven;—á qué es á lo que se me trata de obligar?
¿Acaso á que me case con ese... don Alberto?
—¿Por qué no? Ya te he dicho en más de una oca­
sión que es un partido que te conviene.
—Que le conviene á usted, dirá mejor.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 631

—Da lo mismo. Ya estás viendo que mi conve­


niencia prevalece sobre todas las demás; de modo,
que si á mi me conviene, es igual que si á ti te con­
viniera.
—¡Es verdad!—murmuró Celeste con amargura.—
En vano intento olvidar sus infamias, y cuando por
un instante lo consigo, usted mismo se encarga de re­
cordármelas con un cinismo insultante.
—No divagues,—la interrumpió don Cesáreo, sin
perder ni por un momento su calma.—Ibas muy bien
por el camino emprendido; es por el único que pode­
mos encontrarnos y entendernos... Síguelo, si es esto
lo que te propones.
Celeste se mordió los labios para que no se le es­
capasen los insultos que á ellos le acudían, al ver el
refinamiento de crueldad y de cinismo de aquel hom­
bre.

III

—¿Y qué es lo que piensa usted hacer de Adelar-


do?—preguntó la joven con ansiedad, después de una
breve pausa.
—A ti eso debe importarte muy poco,—respondió
él con acento despreciativo.
—¡Me importa mucho!—exclamó Celeste con ve­
hemencia.

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1
632 SOR CELESTB

—Pues hasta que no deje de importarte en absolu­


to, su porvenir no es muy agradable; ya ves como tu
interés, lejos de salvarlo, le pierde.
—Conque es decir... que si yo no cedo á las impo­
siciones de usted... Adelardo,..?
—Si tú no cedes á mis imposiciones, (y las llamo
imposiciones por usar tu misma frase,) Adelardo su­
frirá las consecuencias.
—¡Pero eso es inicuo!
—A mi por el contrario me parece muy natural y
conveniente... y hasta muy beneficioso para él. Lo
entrego por completo á tu voluntad, esto es, á la vo­
luntad de la persona que más le ama en el mundo...
De ti depende su destino... ¿Cómo has de permitir tú
que le suceda algo malo?... No hay aquí, pues, cruel­
dad de ninguna especie.
—Y en caso de que yo persista en mi negativa,—
prosiguió Celeste con espanto,—será usted capaz de...
¡de todo!
—Tú lo has dicho,—afirmó don Cesáreo con cal­
ma terrible.—De todo.
—¿Hasta de atentar contra su vida?
A esta terrible pregunta no contestó el malvado;
pero sonrióse de manera tan particular y siniestra,
que la joven no pudo contener un estremecimiento
de terror.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 6SS

—¡Sí!—murmuró con desaliento.—Sería usted ca­


paz... hasta de eso... hasta de matarle... ¿No se com­
place usted en asesinar almas?... Lo mismo tendrá
usted valor para asesinar un sér indefenso.

IV

—Volvamos á lo que importa,—dijo don Cesáreo


con su imperturbable tranquilidad.—Resulta de todo
lo dicho, que á ese... Adelardo, no le amenaza, hoy
por hoy, ningún peligro Está en mi poder, pero aten­
dido con el mayor cuidado y la más grande conside­
ración. El peligro que pueda amenazarle ha de venir
de ti, y tú sola puedes evitarlo; esto es lo que convie­
ne que no olvides.
—¿Y si yo accedo á las pretensiones de usted?—
balbuceó Celeste.—¿Y si yo me caso con ese hombre
que usted me ofrece para marido?
—¡Oh! entonces no hay nada más que decir; en­
tonces Adelardo será puesto en libertad inmediata­
mente.
Un relámpago de alegría brilló en los ojos de la
joven.
—¿Y quién me responde de que usted cumplirá
esa promesa?—preguntó con recelo.
TOMO 1 80

Biblioteca A/a
634 SOR CELESTE

—¡Mi palabra!
— ¡Su palabra!
—Si no es garantía suficiente búscala en ti misma:
reflexiona que una vez conseguidos mis deseos, de
nada puede servirme ese pobre chico, si no es de es­
torbo.
—¡Es verdad!
—¡Ya lo creo que es verdad! Convéncete... ¡Si no
hay como la lógica! por eso yo, al verte recurrir á ella
en tus deducciones, he comenzado á confiar en que
nos entenderíamos.

—¡Con que es decir,—exclamó Celeste, con amar­


gura,—que para salvar su vida, he de sacrificar mi
felicidad, he de labrar mi desdicha?
—No,—replicó don Cesáreo;—sólo has de hacer
una cosa: casarte con Alberto..
—¿Y qué es eso sino labrar mi desdicha y mi in­
felicidad y hasta mi vergüenza? — añadió la joven, con
desesperación.
—Preocupaciones tuyas,—repuso don Cesáreo, con
acento indiferente.
Pareció como que Celeste tomaba una resolución
extrema; púsose de pie, y con ademán enérgico y voz
clara y firme, dijo:

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o LAS MARI IBES DEL CORAZÓN 635

—¡Mande usted que inmediatamente pongan á


A delardo en libertad!
Don Cesáreo la miró con extrañeza, temiendo que
se hubiese vuelto loca.
—Sí,—repitió ella;—que lo pongan en libertad en
seguida. Yo me sacrifico por sarvaríe; yo me resigno
á todas las bajezas que usted me imponga, basta á la
de casarme con Alberto, por librarle de la muerte.
Don Cesáreo soltó una carcajada.
—¿Me crees tan necio,—replicó,—que cometa se­
mejante tontería?
—¿Pero no me ha dicho usted que será libre si yo
accedo á sus deseos?
—Y lo repito.
—¿Y no acaba usted de oir que me resigno á todo?
'—Sí.
— ¿Pues entonces...?
—No basta. Una vez ese joven en libertad, ¿quién
me responde de que cumplas tu promesa?
La rabia y la contrariedad se reflejaron en el sem­
blante de Celeste.
—Adelardo quedará libre,—añadió don Cesáreo,—
después que tú seas la esposa de Alberto; antes, no.
- -¡Cuánta maldad y cuánta infamia, Dios mío! —
exclamó la joven, con desesperación.
—¡Ah!—repuso su verdugo, en son de burla.—

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636 SOR CELESTE

¿Pero era que te habías propuesto engañarme...? ¡In­


feliz!... A mí no se me engaña tan fácilmente.
—Pues bien.—dijo Celeste, en un arranque de
energía;—nunca... ¿lo entiende usted bien?... nunca
conseguirá lo que usted se propone, aunque á Adelar-
do y á mí nos cueste la existencia... Por grande que
sea mi desdicha, nunca será tanta como la que me
produciría la vergüenza de haber sucumbido á las exi­
gencias de un miserable.
—¿Empiezan otra vez los insultos?—replicó don
Cesáreo, levantándose;—entonces, me retiro. Ya sabes
cuál es tu verdadera situación; ahora, tú decidirás lo
que más te convenga.
—Está decidido,—repuso la joven, con firmeza.
—No importa; tengo la confianza de que has de
cambiar de parecer... y si así no fuera, peor para ti.
Piensa... reflexiona... Yo volveré á saber tu resolu­
ción.
Y sin aguardar respuesta, salió de la estancia.
Celeste se arrojó llorando sobre el lecho.

VI

Don Cesáreo salió de la habitación de la joven,


murmurando:

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 637

—Ella transigirá; la tengo en mi poder, y no le


queda otro remedio que doblegarse por completo á mi
capricho. Todos esos exabruptos son los últimos es­
fuerzos de un carácter altivo y voluntarioso, que se
resiste á reconocerse dominado.
Como se ve por estas palabras, creía su triunfo se­
guro.
Este convencimiento, puede servir de justificante
á la extraña manera como recibió la visita de Alberto
aquella tarde, y acaso sobre ello versara la conversa­
ción que los dos mantuvieron en uno de los pabellones
del jardín, y al salir de la cual, el joven, como recor­
darán nuestros lectores, pronunció éstas ó parecidas
palabras: «Trabaja tú por cuenta de los dos, mientras
yo trabajo por la mía sola.»
¿Estaría don Cesáreo en lo cierto, ó triunfaría al fin
la joven, y con ella la razón y la justicia?
No tardaremos en saberlo.

VII

Celeste pasó todo el día entregada á tristes y pro­


fundas meditaciones.
Su cabeza era un caos.
No sabía qué hacer y la duda aumentaba sus crue
les sufrimientos.

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638 SOR CELESTE

A la caída de la tarde, en el preciso momento en


que Alberto montaba á caballo y se despedía de su
cómplice, con el que acababa de tener la larga y de­
tenida conferencia que ya hemos adelantado, la joven
se levantó del lecho.
En su rostro, pálido y triste, reflejábase una ex­
traña expresión de amargura y flrmeza.
—Veamos si mis presunciones son ciertas,—dijo,
dirigiéndose á la puerta del cuarto.
Apenas hubo puesto en ella la mano para abrirla,
apareció Cayita.
—No me equivoqué;—añadió sonriendo;—me es­
pían.
Y alzando la voz, dijo á la negra:
—Di á tu amo que venga.
La doncella salió inmediatamente, dejando la puer­
ta entornada.
Transcurrió un instante.
Celeste salió á la antesala y se dirigió á la puerta
que comunicaba con el exterior. La negra, al salir, la
había cerrado con llave.
—¡Infames!-—exclamó la joven con desprecio.—
Cuando no me espían, me encierran... Veo que en
nada me equivoqué de cuanto supuse.
Y volvió á su habitación, para aguardar la visita
de don Cesáreo.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 639

VIII

Este tardó muy poco en presentarse.


■—¿Me has llamado de nuevo?—dijo al entrar.
—Sí,—respondió Celeste.
—¿Qué se te ocurre?
—He reflexionado como usted me dijo, y he de­
cidido...
—¿Qué?—preguntó el malvado, sin ser dueño, á
pesar de todo el dominio que sobre sí tenía, de ocul­
tar la ansiedad con que aguardaba la respuesta.
—Casarme con otro hombre que con aquel á quien
adoro,—dijo la joven, marcando las palabras una á
una.—Es el mayor de los sacrificios, tan grande que
quizá pueda costarme la vida, pero...
—¿Pero te decides á casarte con Alberto?
^Si; me decido,—afirmó Celeste con voz segura y
enérgica.—¡La vida de Adelardo antes que todo!
Don Cesáreo la miró con desconfianza, pero había
tal firmeza y tranquilidad en la expresión de su ros
tro, que no dudó de sus palabras.
—Te felicito de veras,—dijo,—era el mejor cami­
no que podías seguir.
—Pues porque es el mejor lo escojo,—dijo con

Biblioteca Nacional.de España


640 SOR CELESTE

altanería.—¿Cree usted que á no ser así me confor­


mara?
A don Cesáreo no le quedó ya duda de que la reso­
lución de la joven era verdadera.
Aquel arranque de sinceridad acabo de confirmár­
selo. Sin embargo, deseando intentar la última prue­
ba, añadió:
—¿Recuerdas lo que te dije?
—¿Qué? —interrogó Celeste sin mirarle.
—Que Adelardo no quedará en libertad hasta que
seas la esposa de Alberto.
—Lo recuerdo.
—¿Aceptas, pues, esa condición?
—¡La acepto!... Sólo pido una cosa.
—¿Cuál?
—Que hasta entonces se trate á ese infeliz con la
mayor consideración posible.
Al pronunciar estas palabras, el llanto asomó á los
ojos de Celeste.
—Descuida,—contestó don Cesáreo.
—Una sola pregunta,—agregó la joven.
—Di.
—¿Cuándo será el casamiento?
—Lo antes posible.
—Sí, cuanto antes...
—¿Quieres algo más?—preguntó don Cesáreo, dis­
poniéndose á salir.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 641

—No,—contestó la joven con sequedad.


—Pues adiós; vuelvo á felicitarte por tu acertada
determinación... ¡Bien sabía yo que acabarías por do­
blegarte á mi voluntad!
Y dedicándole una de sus peculiares sonrisas, sa­
lió de la habitación.
—¡Por doblegarme á tu voluntad!—repitió Celes­
te con ironía al verse sola.
Luego, cambiando de tono, prosiguió:
—El primer paso está dado; contra la astucia, la
astucia... Ahora á salvarlo á él y á salvarme yo... ó
á perecer los dos juntos... ¡Dios me ayude!
Y cayó de rodillas junto al lecho, en cuya cabece­
ra se veía la imagen de una Virgen.

TOMO i 81
CAPITULO XLI

El poder de la impotencia.

ranscurrier'on unos cuantos días, du­


rante los cuales no ocurrió nada que
alterase en lo más mínimo la existen­
cia de Celeste.
La joven permanecía en sus habi­
taciones, sin que pretendiese salir de
ellas, y en más de una ocasión pudo
convencerse de que era espiada como siempre.
Cuando por casualidad se asomaba á la ventana
de su cuarto, rara vez lo hacía sin ver paseándose por
allí cerca á un negro, á Gruillermón, el cual la salu­
daba servilmente, pero sonriendo á la vez de una ma­
nera particular.
—¡Miserables! —murmuraba entonces Celeste con

Biblioteca Nacional de España


IT"

6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 643

despecho; — todos, todos están vendidos á ese infa­


me; es inútil contar con ellos.
Y se retiraba en seguida como si le repugnase ver
aquella odiosa fisonomía, procurando componer su
rostro de manera que los que la espiasen no pudiesen
adivinar en él lo que pasaba en su corazón y lo que
sufría.
Su aspecto era impenetrable.
Estaba pálida y sombría, pero altiva y serena.
La resignación y la firmeza era lo único que su
semblante expresaba.

II

Una tarde, presentóse Cayita, diciéndole que don


Alberto pedía permiso para entrar á saludarla.
Su primer impulso fue negarse á recibirlo, pero
pronto cambió de opinión.
—Que pase, — dijo á la negra.
Y mientras ésta salía á cumplimentar la orden,
acercóse á un espejo y procuró dar á su rostro una
expresión más indiferente aún y más tranquila que la
que ya había logrado imprimirle.
Debió quedar satisfecha, sin duda, de su estudio
fisonómico, porque sonrióse de una manera particular;

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644 SOR CELESTE

y habiendo oído pasos en la antesala, se apresuró á


separarse del espejo.
Alberto se presentó en la puerta y saludó con una
inclinación de cabeza.
Estaba muy pálido, y por primera vez se presen­
taba solo, sin la compañía de don Cesáreo.
El joven se detuvo un momento, aguardando que
se le invitase á pasar, pero al ver que Celeste perma­
necía callada y sin mirarle siquiera, avanzó con reso­
lución basta el centro de la estancia.
—Agradezco á usted, señorita,—dijo inclinándose
cortésmente, — que se baya dignado recibirme.
Y sonriendo con sonrisa, que sin ser impertinente,
era mortificante por el aire de triunfo y de satisfac­
ción que en ella se adivinaba, prosiguió:
—He solicitado esta entrevista y he conseguido
que don Cesáreo nos permitiera celebrarla á solas,
porque be comprendido que tendrá usted algo que
decirme.
—¿Yo? — exclamó la joven con desprecio.
—Sin duda alguna; y aun que asi no fuera, nada
más natural que mi deseo de oir de sus labios la con­
firmación de lo que su padre me ha dicho.
—¡Comprendo! — replicó Celeste con marcada iro­
nía; — ¡quiere usted saborear su triunfo, quiere usted
gozar de todos los honores del vencedor! Pues bien:

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6 las mártires del coRAZÓr, 645

no tengo inconveniente alguno en repetirle que ha


vencido usted, que accedo á llamarme su esposa...
Ahora, como usted mejor que nadie conoce los me­
dios que ha empleado para conseguir su triunfo y las
armas á que me he rendido, usted sabrá si esta victo­
ria debe llenarle de orgullo ó de vergüenza... porque
también hay victorias vergonzosas.
Alberto se mordió los labios con rabia al escuchar
aquellas frases, y una oleada de sangre se agolpó en
su rostro, haciendo desaparecer la palidez que lo cu­
bría.

Ill

Hicieron una pequeña pausa.


Alberto llamaba en su auxilio toda la serenidad y
sangre fría de que tantas y tan repetidas muestras
había dado en diferentes ocasiones; pero por más es­
fuerzos que hacía, no lograba dominarse.
La presencia de aquella mujer, le turbaba de una
manera inconcebible.
Quería hablar, y sus palabras siempre fáciles y
elocuentes, parecía como que huyeran de sus labios.
Por fin, sobreponiéndose un tanto á la emoción
que le embargaba, dijo con voz no tan firme como él
hubiera deseado:

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646 SOR CELESTE

—Quería tener una explicación con usted y acaso


la hubiese aplazado, por consideraciones que lo mis­
mo que tengo que decirla justifican sobradamente,
pero en vista de las palabras que usted ha pronuncia­
do, me veo en la precisión de suplicarle que me preste
su atención unos momentos. ¿Quiere usted oirme?
—Aunque no quisiera me vería forzada á ello, —
contestó Celeste con indiferencia;—hable usted, pues,
cuanto guste.
—Seré breve... mi intención es sólo darle algunas
razones que justificarán en parte mi conducta hacien­
do que usted rectifique el mal concepto que de mí
tiene formado.
La joven se sonrió despreciativamente.
—Si es para eso,—dijo con cierto aire de burla,—
no se canse usted; es inútil, y sobre inútil innecesario.
¿Cómo puede usted justificarse, ni qué me importa á
mí que usted se justifique?... ¿Ha de disminuir por
eso mi desdicha?
—La de usted no,—replicó Alberto con vehemen­
cia,- pero la mía sí.
—¡La de usted!
—Sí, la mía. Celeste... ¿Acaso cree usted que no
es para mí, desdicha y muy grande, merecer su des­
precio, cuando á lo que aspiro es á conquistar su ca­
riño?

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 647

IV

Había tanto fuego, tanta amargura y tanta tris­


teza en aquellas palabras, que la joven no pudo me­
nos que mirarle con extrañeza.
Animado por aquella mirada, Alberto continuó
diciendo con acento emocionado y tembloroso.
—Dentro de poco será usted mi esposa, es decir,
realizaré la más hermosa y querida de mis ilusiones...
¡Será usted mía!
—Diga usted mejor que será suyo mi dote,—le
interrumpió Celeste.—En el punto á que hemos lle­
gado, la franqueza y la claridad se imponen; no dis­
frace usted, pues, sus sentimientos; lo que usted bus­
ca y ambiciona en mí, son mis riquezas.
Otra vez el semblante de Alberto enrojeció al es­
cuchar estas palabras, que si eran un insulto por sí
solas, lo eran mucho mayor por la manera como fue­
ron dichas.
—¿Franqueza y claridad dice usted?—balbuceó con
voz reconcentrada;—pues bien, eso quiero, claridad y
franqueza. Si en ellas precisamente está mi discul­
pa!... Es cierto; yo busqué en usted su dinero ..
—¿Y ya no lo busca?
—No.

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648 SOR CELESTE

—¿Pues qué es lo que busca ahora?


—¡Su cariño!
—¡Mi cariño!—repitió Celeste con acento irónico
y despreciativo, acompañando la frase con una sonri­
sa más despreciativa y más irónica aún que su acento,
—Hace usted mal en reirse,—murmuró Alberto
con tristeza.
—¿Qué quiere usted entonces que haga?.... ¿Qué
es lo que usted supone que merece?
—Quiero y merezco, que me crea usted, que me
compadezca...
—¡El verdugo implorando compasión á la vícti­
ma! .. ¿Quién es el que tiene aquí derecho á ser com­
padecido? ¿usted que me violenta, que me obliga á
renunciar á mi felicidad de toda la vida, ó yó que me
veo en el triste caso de sucumbir á sus violencias y á
sus imposiciones?... ¡Y aun dice usted que busca mi
cariño! ¿Acaso el cariño se consigue violentando,
martirizando y ofendiendo?... Sus palabras de usted,
si no son un sarcasmo, son por lo menos una nece­
dad... ¡Qué ha de conseguir con hablarme de su cari­
ño, sino aumentar mi desprecio!... Por eso le'decía
que era inútil que hablase, porque es imposible que
se sincere. ¿Ha tenido usted la suerte de vencer en
esta repugnante lucha en la que se juega un puñado
de oro contra la felicidad de una mujer, que no ha

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ó LAS MÁRTIRES DHL CORAZÓN 649

cometido otra falta que ser la propietaria de ese oro?


Pues goce usted de su victoria sin pretender justificar
los medios empleados para alcanzarla y no se empe­
ñe usted en dar explicaciones que nadie le ha pedido
y que nadie puede aceptar; es más noble y hasta me­
nos ofensivo.
Celeste calló mirando altivamente á su interlo­
cutor.

—¡Cómo le haría yo comprender lo que por mí


pasa, lo que en mi pecho siento!—exclamó Alberto
con desesperación.
—¿Y qué necesidad tengo yo de comprenderlo?—
replicó Celeste.—¿Para qué quiere usted que lo com­
prenda?
—Para que me disculpe; para que me perdone.
—¡Disculpa!... ¡Perdón!
—Si, Celeste, sí, perdón y disculpa, y en pedirlos,
en desearlos, tiene usted la prueba mejor de la since­
ridad de mis palabras. Si yo no pretendiese en usted
otra cosa que su dote ¿qué podía importarme que me
disculpara y que me perdonase?... ¿Era dueño de su
dinero?... Pues ya no necesitaba más; ya había logra­
do mi deseo... Pero no; lo que comenzó por cálculo,
TOMO I 82

Biblioteca
650 SOR CELESTE

ha concluido por amor; empecé ambicionando su di­


nero, para terminar pidiendo su cariño... De esto es
de lo que yo quiero que usted se convenza.
—¿Y qué adelantará usted con mi convencimiento?
—Que sepa que no ha inspirado el interés mi con­
ducta, sino el amor.
—Supongamos que así sea. ¿Será por eso mi des­
dicha menos cierta ni menos grande?... Por amor ó
por interés, usted me sacrifica, usted me hace cam­
biar el porvenir de felicidad que había soñado, por un
porvenir de sufrimiento y martirio. ¿Qué me importa
que á usted, al labrar mi infortunio, le haya guiado
uno ú otro sentimiento? De todos modos, siempre
aparecerá usted á mis ojos como el causante de mi
desgracia.
—Pero es que usted no será desgraciada,—replicó
Alberto con energía.
—En efecto,—asintió la joven;—hay un medio de
que sea dichosa; devolviéndome usted la libertad que
me arrebata... Puede que entonces creyese en la sin­
ceridad de ese amor que pondera; el verdadero amor
sabe sacrificarse por la persona amada.
—No, eso no,—murmuró Alberto estremeciéndo­
se;—será usted feliz... conmigo.
— ¡Con usted!
—Sí; porque una vez sea usted mi esposa, yo sa­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 651

bré rodear su existencia de tales cuidados, de tan de­


licadas atenciones, que lograré hacerle olvidar todas
sus penas y todas sus amarguras.,, y no sólo vivirá
usted feliz y tranquila, sino que al ver mi solicitud,
se convencerá de ese cariño de que ahora duda... y
empezará por agradecer mis cuidados... y acabará por
corresponder á mi amor.
—¿Yo amarle á usted?—exclamó Celeste con in­
dignación. ¡Nunca!... Será usted el dueño de mi cuer­
po, pero no de mi alma... Mi alma pertenece por en­
tero á otro, usted lo sabe; por salvarlo á él, sacrifico
mi libertad y mi dicha, pero mi amor seguirá siendo
siempre suyo... ¿Dice usted que me ama?... Pues si es
verdad, ese amor será su castigo, porque es un amor
sin esperanza... ¡Sacrificio superior á mis fuerzas se­
ría no aborrecerle! ¿cómo, pues, se atreve usted á es­
perar que llegue á amarle?
—Es inútil que sigamos hablando de este modo,
—dijo Alberto, sobreponiéndose á la emoción que
sentía;—está usted excitada, no posee la calma indis­
pensable para razonar sobre su porvenir, y para ver
lo que mis palabras en vano se esfuerzan por expre­
sarle... Tengo la seguridad de que cuando pase la
exaltación, sin darse cuenta usted misma, cambiará
de ideas y de sentimientos. Será usted dichosa y
llegará usted á amarme, porque yo lo quiero, y la vo-

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652 SOR CELESTE

1 untad de un hombre como yo, puede mucho. Por mu­


cha que sea su energía, por grande que sea su firmeza,
cuando usted llegue á perder toda esperanza de rea­
lizar esas quimeras que su imaginación ha soñado,
esperanzas que aún abriga, porque la esperanza es lo
último que se pierde; cuando sea usted mi esposa y
tenga que agradecerme la felicidad que sabré darle,
y vea usted constantes pruebas de mi amor, y me vea
usted regenerado por su cariño, usted dejará de mi­
rar al pasado, para fijar sus ojos en el presente y en
el porvenir que yo le ofrezco, y sucumbirá usted á su
encanto, y me amará usted, y me hará usted dichoso,
y nuestros corazones, hoy tan distantes uno de otro,
se unirán con lazo indisoluble y estrecho, para no se­
pararse nunca. Esto es lo que espero que sea, esto es
lo que ha de ser aunque á usted ahora le parezca
imposible.

VI

Celeste contempló al joven con cierta expresión


de lástima, y replicó:
—Pues vea usted qué opuesto es al suyo el cuadro
que yo le ofrezco. Cuando sea su esposa, habré perdi­
do, como usted dice, todas las esperanzas que ahora
abrigo, porque es verdad que la esperanza es lo últi-

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 653

roo que nos abandona: pero el perderlas sólo será pa­


ra aumentar mi aversión á usted, mi odio, mi despre­
cio. Esa felicidad que usted me brinda, no será feli­
cidad para mí, sino martirio; sus atenciones y sus cui­
dados, vendrán á parecerme ofensas, con lo cual, le­
jos de agradecérselos los despreciaré sin aceptarlos;
su amor, si es que en realidad tiene la desdicha de
amarme, será mi venganza, y gozaré humillándole,
escarneciéndole; lejos de conquistarse un sitio en mi
corazón, ó un latido de cariño ó de gratitud, tan sólo
habrá en mi pecho odio, rabia y desprecio para usted,
mientras que para mi Adelardo, tendré siempre fran­
cas las puertas de mi pecho. Y llegará un día en que
por mucha que sea su constancia, se desanime, se de­
sespere; y ese día, en lugar de unirse nuestros cora­
zones como usted ha dicho, se separarán más todavía,
porque el suyo dejará ya de buscar el mío; y entonces,
no será la dicha la que nos aguarde, sino la deses­
peración...
—¡Imposible!—interrumpió Alberto sin poder con­
tenerse y pálido como la cera.
—¿Imposible?... Recurra usted á su razón, re­
flexione con calma, y diga si entre dos personas uni­
das de la manera que nosotros nos uniremos, caben
otros afectos que los que yo le indico.

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654 SOR CELESTE

VII

Alberto habíase quedado pensativo.


—Aún está usted á tiempo,—le dijo Celeste con
voz grave y acercándose á él.—Realizando su proyec­
to, nos aguardan, á mí la infelicidad; á usted, la infe­
licidad y la vergüenza... Porque también para usted
hay humillación y vergüenza, como la hay para todo
el que se hace dueño de una mujer, valiéndose de me­
dios reprobados, y como la hay para todo esposo que
no posee en absoluto el corazón de su esposa; y del
mío, ya sabe usted que no ha de pertenocerle ni una
pequeña parte. Yo no puedo retroceder, usted sí, por
que así como yo voy obligada al sacrificio, usted va
por su voluntad. Renuncie usted á mí; con ello se
evitará el ser desgraciado, y tal vez yo tenga que
agradecerle el ser dichosa.
—¡Renunciar!—-exclamó Alberto con vehemencia.
—¡Cómo quiere usted que renuncie si la amo!
—¿Pero aún no ha comprendido usted que ese
amor es imposible?
—Imposible no hay nada; imposible parecía el que
llegase usted á ser mi esposa, y sin embargo ya lo es­
tá usted viendo; lo he conseguido.

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6 LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 655

—Aún no,—replicó Celeste de una manera parti­


cular.
—¡Cómo!—repuso Alberto con sobresalto.—¿Se
desdice usted de su palabra?
—¡Desdecirme!—contestó la joven con amargura:
—¡no puedo!
—Pues entonces...
.—Sí, seré su esposa... y á usted le cabrá el orgu­
llo de haber labrado su infelicidad y la mía.
—Eso... lo veremos.
—Lo veremos.
Alberto saludó á Celeste, y se dirigió á la puerta.
Desde ella se volvió para mirarla, y con acento
entrecortado, murmuró en voz baja:
—Yo la dominaré... yo sabré conseguir que me
ame... aunque ella no quiera. t
Celeste le despidió con una sonrisa en la que ha­
bía alguna compasión mezclada con ironía y desprecio.

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CAPITULO XLIl

Tanteo inútil.

üÉ era del pobre Adelardo, durante los


días que iban pasando para Celeste
con dolorosa lentitud, sólo compara­
ble á los tormentos que sufría?
Nuestros lectores deben recordar
que al día siguiente de haberse apo­
derado don Cesáreo de nuestro joven,
el miserable habíase mostrado algo reservado con su
cómplice.
Esta actitud era debida á una idea que, por un
momento, le pareció algo aceptable á don Cesáreo.
—¿Y si en vez de ser Alberto quien se case con
Celeste, fuera el mismo Adelardo?—pensó el malvado
—¿Serían para mí los resultados los mismos? Todo pu­

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Ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 657

diera ser. Ese joven ama á Celeste al parecer con una


pasión romántica, una de esas pasiones en las que el
cálculo no tiene participación alguna; la ama desin­
teresadamente, y por lo mismo, la fortuna de Celeste,
ha de ser para él cosa secundaria.
Largo rato estuvo reflexionando acerca de esto
mismo, y acabó por decirse:
—Sin embargo, hay que ir con pies de plomo, no
sea que huyendo dé la quema me caiga dentro del
fuego. Es necesario, ante todo, que yo hable con ese
joven y vea cuál es su carácter y cuál su manera de
pensar.

II

Debido, sin duda, á este razonamiento, aquella


misma noche, don Cesáreo llamó á Gruillermón y le
dijo:
—Necesito ver á nuestro prisionero. Coge pues las
llaves de la bodega y vamos allá.
Iba á obedecer la orden el negro, cuando don Ce­
sáreo le detuvo preguntándole:
—Oye; ¿le bajaste esta mañana la comida?
—Sí, mi amo.
—¿Y qué te dijo?
—Nada. ^
tomo i ' 1 83

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658 SOR CELESTE

—¿Nada?—exclamó el bribón con asombro—¿ni


tan sólo protestó de su estado, ni profirió frase algu­
na contra mí?
—Ni una palabra, mi amo... nada dijo.
—Es extraño.
—Lo mismo me pareció... Y tanto fue así que tra­
té de entablar conversación con él.
—¿Y qué te dijo?
—Preguntéle si deseaba algo más de lo que le ser­
via y limitóse á decirme que no. Le presenté la comi­
da y díjome que podía llevármela pues no quería co­
mer; la dejé en el suelo y encogióse de hombros, co­
mo quien dice: «es inútil; no comeré»: Después ya no
me contestó á nada de cuanto le dije.
—Rara actitud. Y él estará muy decaído, ¿verdad?
—Muy pálido y con los ojos muy enrojecidos;
pero energías parece que no le faltan.
Reflexionó algunos momentos don Cesáreo, y al
fin, dijo secamente:
—Vamos.
Gruillermón salió de la estancia seguido de su
amo.
Llegaron á la bodega.
Gruillermón sacó una llave del bolsillo, abrió la
puerta, entró primero y encendió un farol.
Entró entonces don Cesáreo, y Cuillermón apresu­
róse á cerrar por dentro.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 659

—Levanta esa piedra,—díjole sn amo, indicándo­


le una losa, en el centro de la cual había un peque­
ño agujero, que parecía hecho exprofeso para desa­
güe de la estancia, si por acaso se rompía alguno de
los toneles de vino.
Gruillermón, obedeció la orden de su amo.
Encajando en una de las junturas de la losa, una
palanca de hierro que había abandonada en un rincón
de la bodega, la levantó fácilmente, dejando descu­
bierto un agujero de regulares dimensiones por el que
podía pasar holgadamente el cuerpo de un hombre.
A una seña de don Cesáreo, Gruillermón inclinóse
sobre el agujero, y dijo, alumbrando con el farol:
—Salga usted, niño; mi amo quiere verle.
—Nadie contestó.
Don Cesáreo y Gruillermón, miráronse con algo de
sorpresa.
—Salga usted... ¿no oye? Que salga, niño.

Ill

Aún no había acabado de pronunciar las anterio­


res palabras aquel odioso testaferro de don Cesáreo,
cuando asomó por el boquete de aquella verdadera
sepultura, la hermosa cabeza del infeliz joven.

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660 SOR CELESTE

Este, irguiendo el busto fuera de su prisión, miró


escrutadoramente á Gruillermón y á don Cesáreo.
La mirada que dirigió al primero, fue de repulsión.
La que dirigió al segundo, de ira, de odio inmenso.
—Puede usted salir sin temor alguno—díjole don
Cesáreo, mirándole con fijeza.—No se trata de hacer-
le daño alguno.
El joven saltó á la bodega; y mirando con altivez
á don Cesáreo, contestóle con voz en la que vibraba
todo el dolor y toda la ira, en que se anegaba su alma.
—¿Qué otro daño mayor me pueden ustedes cau­
sar? ¿Cómo quiere usted que tema, si la muerte sería
un beneficio para mí? A vivir en esa mazmorra, con
la seguridad de que sólo he de salir de ella cuando
ya mi felicidad sea un imposible, prefiero que me
maten y acabar así de una vez.
—Creo que se desespera usted demasiado, joven.
—Sé que estoy entre miserables y de ellos nada
bueno puedo esperar.
A estas palabras, nada contestó el bribón.
Una sonrisa irónica vagó por sus labios.

IV

Fijémonos un momento en el aspecto que ofrecía


el joven.

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6 I-AS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 6ul

Era alto, de complexión fuerte, robusto; sus ade­


manes revelaban á un joven de excelente educación.
Su rostro era pálido, cetrino; su cabello era rubio,
de un rubio obscuro con tonos bronceados y sus ojos
eran garzos, brillantes, rasgados, de mirada muy ex­
presiva y dominante.
Tanto por este detalle, como por las enérgicas
facciones de su rostro, podía deducirse que el joven
era un carácter entero, incapaz de doblegarse ante
nada ni ante nadie.
Fino bigote sombreaba sus delgados labios, cu­
biertos de una palidez clorótica que compaginaba
perfectamente con la de su rostro.
Llevaba barba, pero una barba clara, lacia, como
si jamás se hubiese afeitado y la llevase involuntaria­
mente.
La expresión de su rostro, era dulce, serena, sim­
pática.
En cuanto á su ropaje, poco ofrecía de particular;
componíalo un ligero traje de americana gris, muy
ajado, sucio sin duda por la húmeda tierra de la pri­
sión en que le tenían encerrado.
Sus zapatos eran de becerro negro, algo derrota­
dos... Los demás detalles que en él podían apreciarse
no ofrecían particularidad alguna.
El aspecto general de Adelardo, era el de un joven

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662 SOR CELESTE

decente, que de la clase media hubiese descendido á


la más absoluta pobreza.
Por la expresión triste y dulce de su rostro, resul­
taba simpático; por el aspecto que en aquellos ins­
tantes ofrecía, inspiraba compasión.
Arrogante, irguiendo altiva su espaciosa y serena
frente, miraba con los brazos cruzados sobre el pe­
cho, á su infame opresor, esperando indudablemente
sus palabras.

Don Cesáreo hizo un gesto de contrariedad al


fijarse en la digna actitud de Adelardo.
Indudablemente, él hubiese deseado encontrarse
frente á frente de un gran bribón ó de un gran po­
brete.
Con un bribón podía entenderse por aquello de
que: «de tuno á tuno no va nada;» á un infeliz podía
engañarle.
Pero Adelardo, ni era un tuno ni era un inocente;
por lo tanto, no debemos extrañar que el tal don Ce­
sáreo, se sintiese contrariado al terminar el examen
que hizo del joven con la rapidez y la sagacidad con
que sabe hacerlo un hombre astuto y conocedor de
sus semejantes.

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wr-

ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 663

Después de una larga pausa, durante la cual, uno


y otro se miraron, expresándose por manera muda y
elocuente, los opuestos conceptos que recíprocamente
habían formado, dijo el joven con impaciencia:
—Supongo, señor mío, que con algún fin habrá
usted venido á verme; por lo tanto, dígame qué fin
es ese y acabemos cuanto antes esta entrevista, pues
el verle ante mí, dudo entre contenerme ó abalan­
zarme á usted por imponerme por la fuerza.
Al escuchar estas palabras, Guillermón dió un
paso hacia el joven, apoyando su diestra en el mango
de un ancho cuchillo, que asomaba por detrás del
cinturón con que sujetaba sus pantalones.
Don Cesáreo dirigióle una mirada imperiosa y el
negro retrocedió al momento.
Después, dirigiéndose al joven, dijóle con aplomo:
—Aconsejo á usted, amigo mío, que no pierda la
calma ni recurra á extremos que pueden serle funes­
tos. Por la fuerza nada ha de conseguir.
—¿Qué otro camino me queda para librarme de
ustedes? Si no se han propuesto matarme ¿con qué
otro fin se han apoderado de mí?
—¿Tan poco ha reflexionado usted durante las
horas que lleva ya de permanecer aquí, que no supo­
ne la causa de mi interés en tenerle prisionero?
—Algo creo adivinar de sus infames fines, pero ó

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664 SOR CELESTE

son ustedes muy torpes ó el término de sus hazañas


ha de ser mi muerte sin duda alguna.
—¿Y por qué considera usted que seremos torpes
si no le matamos? ¿Qué conseguiríamos con un crimen
á mi parecer tan inútil?
—Librarse de un enemigo que pronto ó tarde ha­
brá de vengarse.
—Una vez conseguido lo que me he propuesto,
crea usted que me importa poco su venganza.
—¿Pero qué se ha propuesto usted?
—Retenerle aquí hasta que Celeste se haya casa­
do á gusto mío.
—¡Casarse Celeste!—replicó el joven sonriendo
con ironía.
—¿No lo cree usted?
—Estoy seguro de que jamás pronunciará el si
que puede entregarla á un hombre ante el altar de
Dios. Sólo yo soy dueño de su corazón y sólo á mí
llegará á entregarse Celeste.

VI

Una sonrisa burlona asomó á los labios de don Ce­


sáreo.
Notóla el joven, y prosiguió diciendo:

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 665

—Sonría usted cuanto quiera. Los seres de alma


perversa como usted, no pueden comprender lo subli­
me de una pasión que llega hasta el sacrificio; usted
deseando ser dueño de la fortuna de Celeste, quiere
casarla con alguien que se amolde á sus planes, y co­
mo ese alguien no puedo ser yo, pues yo jamás acce­
deré á ser cómplice de una infamia, ha buscado usted
un digno compañero que le ayude á llevar á cabo
su proeza. Pero contra todos esos planes están la po­
derosa voluntad de Celeste y la mía. Inútil será que
traten de vencernos: á ella haciéndole ver el peligro
que corro y á mí amenazándome con la muerte. ¡Ce­
leste no cederá!... Sabe que debemos morir los dos ó
los dos salvarnos... ¿Se ríe usted de mis palabras?...
No lo extraño: los canallas como usted, sólo no se
ríen cuando ven atada á su tobillo la cadena del pre­
sidiario.
—¡Basta!—dijo don Cesáreo con imperioso acento,
palideciendo de rabia—No he venido á escuchar in­
sultos.
—¿Pues á qué vino usted? ¿áque le dijera lindezas?
¿Es que se ha creído usted que yo soy algún chiqui­
llo al que le imponen los hombres? No, señor mío, no;
podrán vencerme, pero hasta el último momento sa­
bré sostenerme con la misma energía. Ya sé que por
la fuerza nada he de lograr y menos en las presentes
TvMO I t“'o r, 84

Biblioteca
666 SOR CELESTE

circunstancias; aunque lograse en desesperada lucha


con ustedes, vencerles ahora mismo, sé que encontra­
ría fuera mayor número de enemigos y que al fin ha­
bría de sucumbir. Por ahbra soy la víctima, ¡quién
sabe lo que seré mañana!
—Esas esperanzas son una necedad.
—Como que no me quedan otras, con ellas me
consuelo. Tengo fe en Dios y en Celeste. Usted sólo
tiene fe en su astucia, en su maldad... ¡Ya veremos
quien vence el fin de la jornada!
—Está usted vencido ya.
—Todavía vivo.
—Pero puede no vivir mañana—repuso don Cesá­
reo, cada vez con más cólera, al ver la serenidad y la.
firmeza de su enemigo.
-—Pues si no vivo mañana, ¿qué me importa todo
lo demás? En el sueño de la muerte cesan todos los su­
frimientos, todos los afanes; con la materia mueren
todas las pasiones, todos los sentimientos; sólo el al­
ma se eleva á Dios, y si alguna pasión noble y pura
arrastra consigo, esa pasión halla al fin, el premio que
merece. Si muero yo, no tardará mucho á reunirse
con mi alma la otra á quien ella tanto adora.
—¿Es usted filósofo amigo mío?—preguntó don
Cesáreo, lanzando una carcajada irónica.
—Soy... lo que no es usted: un sór en cuya alma
no tiene cabida la maldad.

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6 LAs MÁRTIRES DEL CORAZÓN 667

—Pero SÍ el odio.
—Contra usted siempre lo tendré.
—Perfectamente—replicó don Cesáreo encogién­
dose de henebros—puede usted odiarme cuanto guste.
Y volviéndose hacia Gruillermón, le dijo:
—Abajo con él.
Gruillermón desenvainó el cuchillo, y con él en la
diestra, indicó al joven que bajase á la cueva.
A los labios de Adelardo, asomó una sonrisa indes­
criptible.
Miró á don Cesáreo con altivez, sostuvo éste su
mirada con la sonrisa en los labios y el joven desapa­
reció, por fin, por la entrada de su obscura mazmorra.

VII

Apenas hubo desaparecido Adelardo, Guillermón


apresuróse á colocar en su sitio la pesada losa que cu­
bría la entrada de la cueva.
El rostro de don Cesáreo, cambió en seguida de
expresión.
—Tanteo inútil—murmuró.—Si ese joven llegara
á aceptar mis proposiciones, sería para hacerme trai­
ción después... No; me conviene más el otro.
Y salió de la bodega, pensando:

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668 SOR CELESTE

—Después de todo, Alberto ha llegado á enamo­


rarse de Celeste, y si ahora le descartara de este asun­
to crearía un conflicto más.
Una vez en su estancia, recobró la serenidad que
había llegado á hacerle perder la calma de Adelardo,
y dijo así.
—¡Bah! Ese joven lleva el nombre que merece: el
de un tipo romántico que si yo no le quito de enmedio
para que no me estorbe después, acabará en loco si es
que no lo está ya. ¡Morir Celeste porque muera él!...
Sí... eso dice ella; pero yo dudo mucho que pueda
llegarse á morir de amor en el siglo de las luces. Y .
después de todo, si se muere... ¿qué se le va á hacer?
Con tal de que no se muera antes de haberse casado
con Alberto...

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: 'I—

CAPITULO XLIII

La sombra.

ASARON algunos días, como ya dijimos an­


teriormente, y llegó aquél en que Al­
berto tuvo con Celeste la entrevista que
dejamos descrita en uno de los capítulos
anteriores.
Celeste, después de la entrevista, que­
dóse en el estado que fácilmente puede
suponerse.
Sus enemigos iban ganando terreno, los días pasa­
ban y la fecha del casamiento acercábase por consi­
guiente, sin que ella alcanzase á encontrar el modo
de salvar á Adelardo y salvarse con él.
Pensando de esta suerte, la infeliz enamorada de­

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670 SOR CELESTE

jóse caer en un sillón, junto á una de las ventanas de


su estancia.
¿Cuánto rato permaneció de este modo?
Ni ella misma pudo saberlo.
Las sombras de la noche habíanse extendido ya
por el firmamento, llenando la tierra de obscuridad
tan densa como la que reinaba en el alma de la infe­
liz Celeste, cuando ésta salió de su ensimismamiento.
Púsose en pie y encendió por si misma la lámpara
de su estancia.
Le era tan odiosa la presencia de Cayita, que pre­
fería servirse ella misma antes que llamarla.
Sin embargo, en la presente ocasión resulto inútil
su intento.
Aún no había acabado de encender la luz, cuando
la negra se presentó en la puerta de la estancia, di-
cieúdo:
—¿Por qué se ha molestado, mi amita?... Ya ve­
nía á encender luz,
—Vete,—dijole Celeste, con sequedad.—Ya sabes
que no quiero verte...
La negra sonrió, encogiéndose de hombros. ^
—¿Quiere la niña cenar ya?—preguntó á la jo­
ven.
Esta, contestó:
—No... no quiero cenar.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 671

—Si mi amita sigue de este modo va á caer en­


ferma.
—Nada te importa; vete...
—Entraré la cena; si usted quiere come, y sino...
La negra no teiminó la frase; pero hizo un gesto
que expresaba gráficamente:
—«Allá usted.»

II

Poco rato después, Cayita entraba en una bande­


ja, una taza de humeante caldo, dos platos cubiertos
por otros, una cafetera y una taza con su correspon­
diente plato, en el que había algunos terrones de
azúcar.
—Aquí tiene esto, mi amita, — dijo la negra, de­
jándolo sobre un velador.
Y se retiró sin decir nada más.
Celeste, al verse sola, bebióse el caldo contenido
en la taza y fué á sentarse otra vez en «8 sillón cer­
cano á la ventana.
Allí, con un codo apoyado en un brazo del asiento
y la barba apoyada en la palma de la mano, quedóse
inmóvil, sumida en sus amargas reflexiones.
—¿Qué será de Adelardo?—pensaba.—¿Cómo le

Biblioteca Nacional de España


672 SOR CELESTE
'1
tratarán?... ¿Dónde le tendrán al pobre?... ¡Ah! ¡Cuán­
to sufre por mí!
¡Noble heroísmo el del amor! Pensaba en lo que él
sufría, sin pensar en que ella estaba padeciendo tal
vez más.
Los recuerdos de lo pasado, acudieron en aquellos
momentos á la memoria do la joven.
¡Qué días aquellos, los primeros en que conociera
al joven!
¿Por qué no habían seguido siendo tan felices?
¿Por qué el destino se ensañaba tanto en ellos?
¡Ah! La culpa de todo la tenía el oro, la fortuna,
aquellos millones que despertaban la codicia de don
Cesáreo.
Y no valía renunciar á ellos á cambio de la liber­
tad de acción, pues el miserable enemigo de aquel
noble y puro amor, no había de aceptar las proposi­
ciones que ellos le hicieran, ya que, en caso de enga­
ño por parte de ellos, ninguna fuerza podía hacerles
por la vía legal.
Probar que un hombre como Alberto había gasta­
do una infinidad de miles de duros debidos á la usura,
era cosa fácil; pero que los había gastado Adelardo,
era punto menos que imposible.
Celeste no se explicaba esto; pero ya sabía por él
mismo, que su fingido padre no quería aceptar tales
proposiciones.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 673

III

Recordando los mil detalles de los primeros días


de su pasión, únicos felices porque la esperanza le
sonreía, permaneció la joven ensimismada por espa­
cio de dos horas.
Nada interrumpía sus reflexiones.
Ni el más leve ruido ni la presencia en la estan­
cia, de persona alguna, turbó su melancólico sosiego.
El ambiente era bochornoso... pesado.
El cielo, cubierto de negros nubarrones que no de­
jaban paso á los rayos de la luna ni al brillo de las
estrellas, parecían cubrir la tierra con negro sudario
de sombras.
De improviso sopló el viento fresco y huracanado.
La tormenta, tan común y frecuente en aquella
época del año, iba seguramente á desencadenarse co­
mo casi todos los días.
Un relámpago brilló á lo lejos.
Al cabo de algunos momentos, oyóse el retumbar
de lejano trueno.
Algunas gruesas gotas de llm :a, impelidas por el
viento, penetraron por la ventana y fueron á dar en
el rostro de Celeste.
TOMO I

Biblioteca Nacional
674 SOR CELESTE

A su frío contacto, la joven salió del éxtasis en


que se hallaba sumida.
Pasóse una mano por la frente, exhaló un suspiro,
y murmuró con profunda pena como si despertase de
fatal pesadilla:
—¡Dios mío!... ¡Qué angustia!
En efecto, su rostro la revelaba claramente.
Estaba muy pálida y su cuerpo temblaba.
Suspiró de nuevo con fuerza como si faltara aire
á sus pulmones, y se asomó á la ventana, ansiosa de
aspirar el aire frío de la noche.
—¡Llueve!... — murmuró melancólicamente sin­
tiendo su rostro azotado por la lluvia.
De sus sedosos párpados, desprendiéronse dos lá­
grimas.
—¡También llora el cielo!—murmuró, la hermosa
Celeste.
Y se quedó con la mirada abismada en las som­
bras del espacio.
El viento había cesado.
La lluvia caía á plomo, perfectamente perpendi­
cular y muy copiosa, produciendo al chocar con las
hojas de los árboles un rumor sordo, opaco, como si
también las hojas se quejasen de la inclemencia del
tiempo.
Tan abstraída estaba Celeste que no advirtió que.

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í
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 675

desde el primer momento de asomarse ella á la venta­


na, una ráfaga de aquel viento huracanado que, empu­
jara la lluvia violentamente hasta su rostro, había
apagado la luz de la lámpara.

IV

Seguía lloviendo cada vez más torrencialmente, y


la joven, aquella infortunada mártir de su pasión, se­
guía inmóvil, de pechos en la ventana, con la mirada
fija en el espacio, como si esperase alguna luminosa
inspiración de aquel cielo tan negro y tan inmenso
como sus amarguras.
Por fin, la pesadez de las ideas, porque á veces en
realidad, pesa más una idea que un mundo, le obligo á
inclinar la cabeza sobre su pecho exhalando un suspi­
ro de desaliento.
Casi al mismo tiempo que inclinaba la cabeza, lla­
mó su atención un débil siseo.
La joven se estremeció.
¿Quién la llamaba ó á quién llamaban por allí á
tales horas y con tal tiempo.
¿Estaría espiándola alguno de los secuaces de don
Cesáreo y la llamaría para indicarle que se retirase
de allí?

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676 SOR CELESTE

Mucha osadía fuera hacer tal advertencia; pero ni


lo más osado ni lo más absurdo, debía extrañarle en
sus enemigos.
La joven, no sin sentir algo de temor, miró escru­
tadoramente al jardín.
Las sombras seguían siendo densísimas y nada se
veía.
Sin embargo, al mirar la infeliz, el siseo se repitió.
Ya no cabía duda; á ella iba dirigido... á ella la
llamaban.
Miró más y más fijamente, y cuando sus pupilas
se hubieron acostumbrado á aquella obscuridad, cre­
yó ver algo muy pequeño y blanco que se agitaba en
el aire.
¿Qué sería aquello?
Poco á poco fuá de.4cubriendo una silueta más obs­
cura que las sombras. Sí .. un bulto negro... un hom­
bre ó una mujer que se movía, agitando una mano
en la que tenía aquello blanco... un papel sin duda.
Los siseos no cesaban.
Por fin, aquella sombra se acercó á la pared del
edificio, y una voz muy opaca dijo, con tembloroso
acento:
—Pronto... un hilo... un hilo...
Celeste comprendió que aquel hilo se lo pedían
para entregarle algo atado á él.
Vaciló un momento.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 677

¿Y si eran los secuaces de don Cesáreo ó de Al­


berto, que la ponían á prueba?
Y aunque lo fueran ¿qué podía importarle?
Ella vería lo que le daban y lo que debía hacer.

Sin vacilar ya, una vez húbose hecho la anterior


reflexión, se internó en la estancia, quedando algo
desagradablemente sorprendida, al ver que la lámpara
se había apagado.
—¿Eh? — murmuró — ¿qué quiere decir esto?...
¿Acaso Cayita...? No; debe haber sido el aire... Antes
hacía mucho.
Celeste buscó ansiosa, á tientas y procurando no
hacer el menor ruido, su canastilla de labores.
Al fin dió con ella.
Cogió un ovillo de seda y corrió á la ventana
nuevamente.
La lluvia seguía cayendo por manera copiosa.
La joven miró al pie del muro y vió á la sombra
que agitaba aquel objeto blanco.
Bajó el hilo y esperó con ansiedad.
De pronto, sintió que tiraban de él.
Asomóse, y vió que la sombra hacía una seña, que

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678 SOR CELESTE

ella no pudo entender, y que luego se alejaba apresu­


radamente perdiéndose de vista entre los árboles.
Celeste, subió el hilo con premura y sus manos
tocaron un papel atado al extremo de la seda.
Instintivamente lo guardó en seguida en el pecho
y rolló el hilo que dejó en la canastilla.
Un secreto presentimiento, le decía que aquella
carta, porque indudablemente una carta era lo que
acababa de recibir, decía algo bueno.
Quien tales medios adoptaba para entregársela,
era que temía ser sorprendido, y por lo tanto, no cabía
duda que abogaba contra los enemigos de la joven.
Esto pensó ella, y por lo mismo sintió más vehe­
mentes deseos de enterarse de lo que en el escrito se
le decía.

VI

¿Cómo leer la carta?


La lámpara se había apagado y Celeste no tenía
fósforos para encenderla.
Además, si la encendía, la luz era probable que
llamara la atención de Cayita, que según sus cálculos,
estaría espiando.
Era preciso tomar medidas precisas para no in­
fundir sospechas.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 679

La joven, se dirigió á obscuras á la alcoba, se des­


nudó tirando la ropa sobre una butaca, y metióse en
el lecho.
Luego oprimió el botón de un timbre colocado so­
bre la mesilla de noche.
Nadie acudió.
Celeste, repitió el llamamiento.
Entonces vió abrirse poco á poco la puerta de la
sala.
Cayita, con los ojos muy abotargados y algo san­
guinolentos, presentóse llevando en la diestra una
palmatoria con una vela encendida.
Miró la negra á todas partes buscando sin duda á
la joven, y al no verla en la sala, dirigióse á la al­
coba.
Celeste notó que la negra andaba con torpeza,
dando marcados balanceos, como si estuviese ma­
reada.
—Por lo visto — pensó la joven — mi espía no
cumple con su deber con tanta asiduidad como su mi­
serable amo quisiera.
La negra entró en la alcoba y tropezando con el
canto de la esterilla colocada á los pies de la cama
íué á dar casi de bruces en ella.
Por un milagro de equilibrio no cayó al suelo
aquella asquerosa criatura ni se le fue de la mano la
palmatoria.

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680 SOR CELESTE

—¿Qué quiere la amita? — preguntó la negra co­


mo por rutina y acercándose tanto á la joven, que
ésta hubo de echar el cuerpo atrás, incorporándose
apresuradamente.
, Al mismo tiempo. Celeste notó que la negra olía
á ginebra de un modo excesivo.
Entonces comprendió que su espía se hallaba algo
embriagada.
—Enciende luz, — la dijo imperiosamente.—En­
ciende luz... y vete...
—Bueno... ya voy... ¡Vete. .!—murmuróla negra
riendo. — Esta niña es más seca que un bejuco... (1)
¡Vete!... Bueno; ya te lo dirán á ti más tarde... A él
ya lo van preparando prontito entre ese mascavi-
drio (2) de Guillermón y el amo.
—¿Eh? ¿qué dices?—exclamó Celeste azorada sa­
liendo del lecho y cogiendo á Cayita por un brazo.
La negra se balanceó un poco y se pasó las manos
por la frente y luego por los labios, como si hiciese es­
fuerzos para sobreponerse á la borrachera, y disi­
mular.
Pero los esfuerzos resultaron inútiles.

(1) Sarmiento; palo.


(2) Borracho.

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■ r '- '

Ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 681

Sin embargo, tampoco dijo nada más que aclara­


se los temores que Celeste había concebido en un
momento.
—Voy á encender—borbotó la negra—Bueno...
¡Vete!... ¡Ja! ¡ja!
Fue á encender la lámpara y se quemó.
Celeste cogióle los fósforos y encendió por sí mis­
ma, quedándose después la caja de cerillas.
Cayita ni tan sólo se percató de esto último.
Miró á la joven estúpidamente y, poco á poco, sa­
lió de la estancia tropezando con las sillas, dando
traspiés.
Casi maquinalmente cerró la puerta al salir.

vn
Celeste, al verse sola, fué á sacar del pecho la
carta.
Pero se contuvo.
—¿Y si la borrachera fuese fingida para inspirar­
me confianza y hacer que obre sin recelo?—pensó.
Para estar segura de que no corría el menor peli­
gro, corrió á la alcoba, vistióse, fué luego á la puerta
de la estancia, la cerró cuidadosamente, se metió en
la alcoba y cerró los cristales.
TOMO

Biblioteca Nacional
682 SOR CELESTE

De esta suerte, Celeste estaba segura de oir el chi­


rrido de la puerta de la estancia, al abrirse, ó ver la
sombra de Cayita á través de los esmerilados cristales
de la alcoba, si acaso se acercaba á ella cautelosamen­
te, sin ser vista.
Tranquila ya, respecto al peligro que siempre
creía correr, sacó el papel, causa de su ansiedad viví­
sima y su inquietud única.
El papel era basto y blanco y estaba aún mojado.
Celeste, lo desdobló con premura.
—No conozco la letra—murmuró mirando el es­
crito hecho con lápiz y con letra de mujer bastante
correcta.—¡Oh! Veamos qué dice, sea de quien sea.

VIII

Celeste leyó lo que sigue, sintiendo la emoción que


fácilmente se puede suponer:
«Señorita Celeste.
»Quien aprecia mucho á Adelardo, que tanto la
ama á usted, y quien por usted se interesa por lo mis­
mo que quiere al pobre joven, desea saber si está pri­
sionero en ese ingenio... Ha desaparecido y suponga
que su desaparición debe ser obra de los enemigos de
sus amores.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 688

»Caso de que ahí esté, no dudo que será para fin


contrario á los deseos de usted... Tal vez pretendan
amenazarla á usted con la muerte de él á fin de lo­
grar algo que yo sospecho, pero que no puedo expli­
carme cumplidamente.
»Espero que mañana á la misma hora que hoy y
con las mismas precauciones, me manifieste usted lo
que sepa. Y si es necesario que intervengan las auto­
ridades para salvarse usted no tiene más que escribir
en un papel una petición de socorro dirigida á ellas...
»Yo me encargo de lo demás.
»No firmo porque no conviene.
»Ya nos conoceremos muy pronto si todo sale á
medida de nuestros deseos.
»Hay pruebas contra don Cesáreo.»
Más abajo había escrita esta nota;
«Quémese este papel ó hágase desaparecer destru­
yéndolo. »
Y más abajo aún, esta sola palabra:
«¡Valor!»

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CAPITULO XLIV

Celeste, convertida en espía.

L terminar Celeste la lectura de aque­


lla extraña y misteriosa misiva, dejó
caer la cabeza sobre el pecho, y de sus
ojos se desprendieron dos lágrimas si­
lenciosamente.
Era la primera vez que lloraba des­
pués de muchos días.
La constante tensión nerviosa en que se encon­
traba, el dominio que á costa de grandes esfuerzos
había logrado sobre sí misma y el exceso mismo del
dolor que sentía, habían contenido hasta entonces sus
lágrimas.
No hay cosa que más endurezca el corazón que las

Biblioteca Nacional de España


ó IAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 686

violencias y las humillaciones; pero al verse compa­


decida, al darse cuenta de que había en el mundo
quien se interesase por ella, quien estuviese dispuesto
á ayudarla á salir de aquella situación angustiosa en
la que se jugaban su porvenir, su dicha y la existen­
cia del hombre á quien había hecho dueño de su co­
razón, una oleada de ternura inundó su alma, la
sensibilidad recobró de nuevo su perdido imperio so­
bre aquel ser tan delicado, y tan asequible al senti­
miento, y lloró... lloró de alegría, de gratitud.
Las lágrimas que rodaron por sus mejillas, fueron
lágrimas consoladoras que refrescaron su alma, en­
dulzando tanta amargura como en ella había acumu­
lada.
¡Es tan dulce vernos compadecidos en nuestros do­
lores!... ¡Es tan consolador saber que hay un corazón
que toma parte en las penas del nuestro!... ¡Están
agradable convencerse de que no estamos solos en el
mundo y de que, si no cariño, por lo menos inspiramos
interés y simpatía!
Pocos hay capaces de resistir esta ternura que pu­
diéramos llamar egoísta.

II

Pasado el primer momento de expansión y desaho-

Biblioteca Nacional de España


686 SOR CELESTE

go, Celeste procuró serenarse y llamó en su auxilio


la razón, para tratar de descubrir aquel enigma que
la llenaba al mismo tiempo de terrór y de esperanza
La idea de que todo aquello pudiese ser una es­
tratagema de sus enemigos, para probarla y hasta pa­
ra escarnecerla, volvió á ocurrírsele llenándole el alma
de temores y de dudas.
—Pero no,—murmuraba, como contestándose á sí
misma—¿No me tienen por completo en su poder? ¿no
tienen en su mano todos los recursos imaginables pa­
ra hacerme sucumbir á su voluntad? ¿Qué sacarían,
pues, de probar si mi decisión es ó no es sincera? ¿Qué
consiguen con adquirir el convencimiento de si les he
engañado, sin estar de sobra persuadidos de que ven­
cerán si Dios no acude en mi auxilio, y ellos son inca­
paces hasta de pensar que hay un Dios que ampara
al inocente? ¿Será acaso para hacerme concebir es­
peranzas, y tener luego el placer de destruirlas? Sería
un refinamiento de crueldad inaudito, y sobre todo,
inútil. Si les hubiera de reportar algún bien ó alguna
ventaja.. ¡Pero sólo por hacerme sufrir! ¡No, no son,
no pueden ser ellos! "

III

Volvió á leer la carta y afirmóse más y más en su


creencia.

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o LAS MaRIiRBS DEL CORAZON 687

En medio de su sequedad y laconismo, despren­


díase de toda ella una cierta compasión que no podía
ser fingida y que sus perseguidores no eran capaces
de sentir.
Y luego, aquella letra era letra de mujer; de eso
estaba bién segura, se lo revelaban aquellos rasgos
desiguales, aquellas letritas menudas y caprichosas.
¿Y de qué mujer hubieran podido echar ellos ma­
no?... ¿De Cayita?... Imposible, porque se exponían
á que conociese su letra, además, en el ingenio no
había ninguna otra mujer.
¿Había de suponer á don Cesáreo tan torpe, que
por el solo placer de mortificarla revelase su secreto
á otra persona, á una mujer, por añadidura, y como
mujer indiscreta?
Don Cesáreo, el hombre ducho en intrigas de
aquella clase, el hombre precavido que no daba un
solo paso sin antes estudiar concienzudamente todos
cuantos obstáculos pudieran surgir y todas cuantas
consecuencias pudiera tener, ¿había de haber come­
tido semejante desacierto, tontería de tal calibre?...
Ella era justa: odiaba á aquel hombre; pero no
podía menos de reconocer su perspicacia, su penetra­
ción, su inteligencia, y de un hombre tal, era locura
suponer tales absurdos.
—No, — repetíase cada vez más convencida; —

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1

683 SOR CELESTE

no son ellos, son otros, y esos otros, cuando esto ha­


cen y por hacerlo arriesgan hasta su vida, pues de
seres como mis enemigos, todo hay que esperarlo y
temerlo, es que se interesan por nosotros sinceramen­
te, que están dispuestos á salvarnos á toda costa...
Otra vez la ternura y la gratitud, volvían á apode­
rarse de ella, y sus labios balbuceaban entre sollozos:
—¡Gracias, Dios mío, gracias!... Más por él que
por mí; yo al menos, no estoy amenazada de muerte,
mientras que él...
Estremecíase al pensar en el porvenir que pudiera
aguardar al joven, y exclamaba:
—¡Pobre Adelaide!

IV

Una vez convencida de que aquella carta no era


ni podía ser, lógicamente pensando, una estratage­
ma de sus enemigos, púsose á reflexionar quienes se­
rían aquellos bienhechores misteriosos tan dispuestos
á protegerles.
Por más que escudriñaba su memoria no lograba
que acudiese en su auxilio ni una sospecha siquiera.
Y era natural; si ella no conocía en la Habana á
nadie absolutamente, ¿quién ó quiénes podían ser?

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0 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 689

—Más que amigos míos, — decíase, — deben ser


amigos de Adelardo. . Así parece demostrarlo el inte­
rés con que se me pregunta si conozco su paradero...
¿Pero qué amigos pueden ser esos que tan al corriente
están, no sólo de la historia de nuestros amores, sino
hasta de mis asuntos particulares?... Porque en la
carta también se habla de mí... Y se mencionan unas
pruebas, mediante las cuales puedo verme libre de la
odiosa opresión de don Cesáreo... Luego, me conocen;
luego, están enterados de todos los detalles de mi
vida y de mi historia, mejor aun que yo misma...
Celeste estremecióse, sus ojos brillaron de alegría,
y luego continuó:
—¡Pruebas!... ¿Será posible?... ¿Conseguiré mi li­
bertad absoluta, mi libertad para siempre, y no sólo
mi libertad, sino el castigo de los infames que se han
propuesto perderme?... ¡Sería demasiada dicha!...
Bien sabe Dios que no soy rencorosa, pero... ¡me han
hecho sufrir tanto esos miserables!... Y aun les per­
donaría mis dolores; pero, ¿y los que le están hacien­
do sufrir al infeliz Adelardo?... Esos no, esos no puedo
perdonarlos... ¡Me martirizan más que los míos pro­
pios!... ¿Habrá llegado la hora de la justicia y del cas­
tigo?

TOMO 1 87

Biblioteca Nacioiis
690

Encontrábase en este punto de sus meditaciones,


cuando le pareció oir un ruido extraño que partía de
la antesala.
Guardóse la carta precipitadamente, entreabrió la
puerta de la alcoba y escuchó con atención.
Pronto convencióse de que no se había equivoca­
do; percibió claramente algo así como un gemido ó el
rumor de una respiración fatigosa.
La joven adivinó en seguida lo que podía ser.
Recordó el estado de Cayita.
Sin duda se había puesto mala.
Celeste salió de la alcoba y dirigióse á la antesala.
No se había equivocado.
Cayita yacía tendida en el suelo, con los ojos ce­
rrados y los labios desmesuradamente abiertos para
dejar paso al aire que reclamaban sus pulmones, al
parecer, próximos á la asfixia.
La joven, venciendo su repugnancia, fue á acer­
carse á ella; pero en el mismo instante, la negra abrió
los ojos, los fijó en su ama cón expresión estúpida, y
de su garganta salieron algunos sonidos inarticulados.
Celeste retrocedió sin ser dueña de dominar un es­
tremecimiento de repulsión invencible.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 691

Cayita, sin dejar de mirar á la joven, lanzó una


ronca carcajada.
—¿Se quiere escapar la niña?—balbuceó con len­
gua torpe y estropajosa.—Que se escape... que se es­
cape y verá quién es Cayita... Amo Cesáreo, es un
buen amo... un amo que paga en buenos pesos...
Y soltó otra carcajada.
Celeste estaba sorprendida, no sabía explicarse lo
que estaba viendo.
La negra, prosiguió después de una pausa.
—Hay que vigilar... hay que cumplir la obliga­
ción... ¿Ama Celeste dice que no puedo levantarme y
por eso quiere huir?... Ahora verá si puedo... ¡Vaya
si puedo!
Trató de levantarse apoyándose en un brazo y co­
giéndose á un mueble; pero no pudo.
Cual si le faltasen por completo las fuerzas, cayó
pesadamente otra vez al suelo, y de sus labios se es­
capó otra ronca carcajada.
Con los esfuerzos que hizo la negra para levantar­
se, desprendióse de sus ropas una botella, que rodó
por el pavimento.
Celeste la vió y reconoció que era un frasco de gi­
nebra, bebida á que los negros son tan aficionados.
¡Cayita estaba completamente borracha!

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692 SOR CELESTE

VI

Celeste dirigió á la negra una mirada despreciati­


va y dispúsose á volver á su lecho, pensando que
aquella escena debía haberse repetido la mayor parte
de las noches, acaso todas; pero como ella hacía todo
lo posible por pasarse sin los servicios de la negra, no
lo había echado de ver.
—Iba ya á entrar en su cuarto y á cerrar la puer­
ta, cuando oyó á Cayita pronunciar algunas frases
que la hicieron estremecerse y retroceder hacia ella.
—Pues si ama Celeste va á ver al otro... al prisio­
nero,—decía la doncella,—se lleva chasco... ¡Como
que están con él Gruillermón y amo Cesáreo!... ¡Qué
bueno sería que los cogiesen juntos!
La negra siguió balbuceando algunas palabras
sueltas y sin sentido; pero Celeste ya no escuchó más.
¿Sería aquello un aviso de la providencia?...
De las frases imprudentemente pronunciadas por
Cayita en su borrachera, se desprendía lo que ella ya
había sospechado: que á Adelardo lo tenían presó allí,
en aquella misma casa...
¿Pero dónde?...
Según la negra, debía encontrarse don Cesáreo
hablando con él...

Biblioteca Nacional de España


W"

6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 698

Sin duda era aquella la hora elegida para visitarlo,


quizás para martirizarle...
¡Si ella se atreviera á salir, á espiar, acaso averi­
guara el encierro del joven!...
¿Y por qué no había de atreverse?...
¿Quién había allí que se lo impidiera?...
La puerta, confiada á la vigilancia de Cayita, no
estaba más que entornada... La negra yacía en el
suelo, embrutecida por la borrachera, é imposibilitada
de oponerse á sus designios... ¿Qué podía suceder?
¿que don Cesáreo la sorprendiera?... ¿Y qué?... Al
punto á que habían llegado, era preciso jugar el todo
por el todo, arriesgar algo para conseguir tal vez
mucho.
Una energía extraña se apoderó de Celeste.
—Sí, sí,— murmuró;—la protección de Dios está
clara y patente... Todo lo que me ocurre es providen­
cial... ¡Yo sabré dónde se encuentra Adelardo!
Celeste miró con recelo á la negra.
Esta se había dormido y roncaba estrepitosa­
mente.
Entonces, la joven se descalzó las elegantes zapa­
tillas que aprisionaban sus diminutos pies, y cogió una
palmatoria con una bujía encendida que estaba sobre
una silla, cerca de la doncella; abrió con sigilo la
puerta que daba al corredor, y convencida de que en
él no había nadie, salió de la antesala.

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694 SOR CELESTE

VII

Al v^i'se en el pasillo, Celeste vaciló un momento


sin saber hacia dónde dirigirse.
Por fin se encaminó á la escalera, que estaba en
el extremo opuesto.
Marchaba con recelo, deteniéndose á cada paso,
pisando con la mayor suavidad posible, á pesar de ir
descalza.
Tardó mucho tiempo en llegar hasta el extremo
del pasillo.
Disponíase á bajar la escalera, cuando oyó rumor
de voces y pasos.
La joven apagó la bujía precipitadamente y se
ocultó detrás de un cortinaje que cubría una puerta.
A poco, vió aparecer al final del corredor, una luz
que se acercaba hacia su escondite, y pronto pudo
ver que era llevada por el negro Guillermón, quien
piecedía á don Cesáreo.
El corazón de la joven, latía violenta y acelerada­
mente, tanto, que tuvo miedo de que su ruido fia de­
nunciase.
Se lo oprimió con ambas manos, y aguardó tem­
blorosa y anhelante.
Don Cesáreo y el negro, pasaron por delante de

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 695

donde ella estaba, tan cerca, que sólo con alargar la


mano, hubiesen podido tocarla, y comenzaron á bajar
la escalera.
Iban hablando en voz muy baja, pero ella pudo
coger al paso estas palabras:
—¿Llevas la llave?—preguntó don Cesáreo á Grui-
11er món.
—Sí, mi amo,—contestó el negro;—no se aparta
nunca de mí. De día, la llevo encima; de noche, la
pongo á la cabecera de mi lecho.
Celeste respiró al verse libre del peligro que aca­
baba de correr, y saliendo de su escondite, siguió á
distancia á don Cesáreo y al negro, guiándose por la
claridad de la luz que ellos llevaban.

VIII

Al llegar al último peldaño de la escalera, la joven


no se atrevió á avanzar.
Desde allí vió á su verdugo y á Cuillermón, dete­
nerse delante de la puerta de la bodega, abrirla, en­
trar y cerrarla de nuevo.
—Ya sé dónde tienen á Adelardo,—murmuró con
alegría.
Y estuvo un momento indecisa, sin atinar lo que
debía hacer-

Biblioteca Nacional de España


696 SOR CELESTE
1
¿Iría hasta la puerta de la bodega para ver si es­
cuchaba alguna cosa?...
No era prudente. ¿Y si la abrían de pronto, la en­
contraban allí y se perdía en un instante todo lo ga­
nado?... ¿Se volvería, pues, á su habitación... Tam­
poco... ¿Por qué no aguardar?... ¡Quién sabía lo que
podía suceder, lo que podía descubrir!...
Acabó por decidirse á continuar vigilando, á per­
manecer donde estaba-
Buscó el hueco de la escalera, acurrucóse detrás
de unos grandes macetones que había allí, contenien­
do arbustos y plantas exóticas, y aguardó.
La entrevista no fué muy larga.
Duró escasamente media hora.
Celeste estaba inquieta.
¿Qué tendría que hablar don Cesáreo con el joven?
Cuando los vió salir tan pronto de la bodega, se
tranquilizó algún tanto.
Amo y criado, despidiéronse al pie de la escalera,
recomendando el primero al segundo, mucha vigilan­
cia.
Don Cesáreo tomó la luz y marchóse arriba, mien­
tras Gruillermón, encendiendo una cerilla, se dirigía
hacia donde estaba la puerta principal de la casa.
Celeste le vió, desde su escondite, entrar en un
cuartucho que hacía las veces de portería.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 697

Aquél, sin duda, era su dormitorio.


Para convencerse de ello, aguardó un rato, y vien­
do que no salía, no le quedó ya duda alguna de que
su sospecha era fundada.
—Bueno es saberlo,—murmuró, como en contes­
tación á una idea que acababa de ocurrírsele.

IX

Convencida de que ya no había nada que temer,


sacó de uno de los bolsillos de la bata una caja de ce­
rillas, encendió la bujía y salió de su escondite.
Obedeciendo sólo á los impulsos de su corazón, y
desechando en absoluto los consejos de la prudencia,
la joven, después de una momentánea vacilación,
acercóse á la puerta de la bodega. .
Escuchó atentamente.
No se oía nada.
Aplicó los labios á Iq cerradura y murmuró en voz
baja:
—¡Adelardo!
No contestó nadie.
Volvió á llamar un poco más fuerte, y tampoco
obtuvo respuesta.
Un estremecimiento de terror y angustia, agitó su
TOMO I 88

BIbliote
698 SOR CELESTE

sér; pero reponiéndose en seguida, balbuceó resuelta­


mente:
—Es necesario que yo sepa lo que esos miserables
han hecho del infeliz Adelardo... y lo sabré.
Comprendiendo que no era prudente permanecer
allí por más tiempo, dirigió á la pesada puerta una
mirada penetrante, cual si pretendiera atravesarla
para ver al objeto de su amor, que suponía encerrado
allí, y lanzando un débil suspiro, se alejó de ella, su­
bió la escalera, anduvo todo el pasillo, sin tropezar
con entorpecimiento de ninguna clase, y penetró en
sus habitaciones.
Cayita, yacía aún sumida en el pesado sueño de
su borrachera, y en la misma postura en que ella la
dejara.
Todo parecía indicar que no había echado de ver
su ausencia.
Celeste dejó la palmatoria en el mismo sitio de
donde la había tomado, recobró sus zapatillas, y diri­
giendo á la negra una expresiva mirada de ironía y
desprecio, entró en su dormitorio.
—¡Ahora sí que tengo confianza en nuestra Salva­
ción! — exclamó, dejándose caer sobre el lecho, ren­
dida por las impresiones que acababa de sufrir. —
¡Ahora sí que tengo la seguridad de que Dios nos
protege!

Biblioteca Nacional de España J


ó LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 699

Poco duró el desfallecimiento de la animosa joven.


La esperanza le prestaba nuevas fuerzas.
Incorporándose en el lecho, exclamó:
—Es necesario seguir las instrucciones que se me
dan en esta carta.
Sacó la que poco rato antes recibiera de modo tan
original y misterioso, y que había guardado en el pe­
cho, leyóla otra vez detenidamente, y volviéndola á
guardar, murmuró:
—Dice bien mi incógnito protector: el medio más
seguro es acudir á la justicia; ella me amparará.
A pesar de los argumentos anteriormente aducidos
por su propia razón, de nuevo asaltóle la sospecha de
que aquello fuese un lazo dispuesto por sus enemigos.
—¿Y qué? — replicóse á sí misma. — Aunque lo
sea y caiga en él, no por eso he de hacer mi situación
más horrible ni más desesperada. «Mañana por la no­
che ,» — me escribe, — « á la misma hora »... Pues
bien, á la misma hora tendrá la contestación.
Y como estaba segura de que en todo el día si­
guiente no había de presentársele ocasión propicia
para escribir lo que se le encargaba, decidióse á hacer­
lo entóneos, ya que la providencia había hecho que se

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700 SOR CELESTE

viese libre, durante algunas horas, de la estrecha vi­


gilancia encomendada á Cayita.
—Sí, sí,— murmuró; — no hay tiempo que perder.
Y bajando del lecho, asomóse á la puerta de la
antesala.
La negra seguía durmiendo.
Una sonrisa de satisfacción y de triunfo se dibujó
en los labios de la joven.
Su libertad provisional continuaba.

XI

De repente palideció,, y la expresión de alegría


que iluminaba su semblante, trocóse en expresión de
amargura y desaliento.
—¡Escribir!—exclamó desesperadamente.—¿Y có­
mo?... ¿Con qué?
Habíase olvidado de que, con una previsión infer­
nal, don Cesáreo mandó retirar de sus habitaciones
todo cuanto para el caso pudiera serle útil.
¡No parecía sino que hubiese adivinado que había
de llegar á necesitar de ello!
Con ansiedad febril, registró minuciosamente to­
dos los muebles, todos los cajones.
Trabajo infructuoso...
ii

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 701

No encontró tinta, ni plumas, ni lápiz, ni una hoja


de papel tan sólo.
Su desaliento y su amargura trocáronse en deses­
peración.
—¿Será posible. Dios mío,—balbuceaba entre so­
llozos, en los que tenían tanta parte la ira como el do­
lor,—que ahora me abandonéis?
Y volvía á buscar revolviéndolo todo.
Pero nada; por más que revolvió, no encontró lo^^
Y
p- ar
''9

que tan preciso le era.


—¿Qué hacer?—repetía con desesperación;—¿ha­
bré de renunciar á este recurso salvador que la provi­
dencia me depara?... ¡Iluminadme, Dios mío!
Ocurrióse!e que podía salir; pero estaba segura de
que sólo había de encontrar recado de escribir en el
despacho de don Cesáreo, que estaba en comunicación
con el dormitorio de éste, y no tuvo valor para
tanto...
Si la veían estaba perdida, pues por lo menos re­
doblarían la vigilancia á la noche siguiente, y ella
necesitaba volver á estar libre, para realizar un pro­
yecto que acariciaba.
No había, pues, que pensar en este medio de pro­
curarse papel y pluma.

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702 SOR CELESTE

XII

Cuando mayores eran su desesperación y su tris­


teza, un relámpago de alegría brilló en sus ojos.
—Sí,—balbuceó, como respondiendo á una idea
que acababa de ocurrírsele.—¿Por qué no?... No sería
la primera vez... Yo he leído, no sé dónde, que al­
guien asilo ha hecho... ¡Grracias, Dios mío, gracias,
por haberme sugerido esta idea salvadora!
Volvió á quedarse pensativa, y murmuró:
—Pero, ¿y papel?... ¡Bah!—repuso al cabo de un
instante;—papel es mucho más fácil encontrarlo...
Busquemos de nuevo.
Y volvió á registrar muebles y revolver cajones.
Comenzaba ya á impacientarse de no encontrar lo
que buscaba, cuando sus ojos tropezaron con un rico
y elegante devocionario con tapas de piel de Rusia y
broches ó iniciales de oro.
Lo cogió, lo abrió con ansiedad, y tuvo que conte­
nerse para no dejar escapar una exclamación de ale­
gría.
El devocionario, como todos los libros encuader­
nados, tenía al final una hoja de papel en blanco.

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p-
Ó Las MARTIRES DEL CORAZÓN 703

Valiéndose de unas tijeras, á fin de no estropearla,


cortó la hoja y volvió á guardar el devocionario.
¡Al fin tenía lo que necesitaba!

XIII

Sin detenerse á pensar más, como si obedeciera á


un plan preconcebido, corrió á la mesita de noche,
abrió el cajoncillo y buscó hasta dar con un pequeño
mondadientes de pluma.
Con las tijeras lo recortó y le afiló la punta, y el
mondadientes quedó en disposición de hacer las veces
de pluma de ave, á la manera de las que se usaban
antes de conocerse las plumillas de acero.
Cuando esto hubo hecho, remangóse una manga
del vestido, dejando al descubierto uno de sus brazos,
blanco, torneado, de piel sedosa y aterciopelada.
Una sonrisa de satisfacción, dilató sus labios.
Con la punta de las tijeras, se abrió una pequeña
herida y una gota de sangre roja y brillante, manchó
la blancura de aquel brazo de nieve.
Entonces cogió el mondadientes, mojó en la san­
gre su punta, y escribió sobre la hoja del devociona­
rio lo que sigue:
«Pido auxilio á la justicia, para que me libre de

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704 SOR CELESTE

la tiranía de un infame, á quien circunstancias que


no me es dado explicar ahora, hacen pasar por mi
padre.
»Este hombre se llama don Cesáreo de la Loma,
y no es el martirio á que me tiene sujeta el sólo cri­
men de que debo acusarle
»A la vez que para mí, reclamo auxilio y amparo
para un infeliz joven á quien el miserable tiene se­
cuestrado y preso en la misma casa donde él habita.
»Ya que no por justicia, por compasión, por hu­
manidad siquiera, espero que se me atienda y se me
libre del suplicio que injustamente padezco.»
Firmó lo escrito con su nombre, lo leyó detenida­
mente, y encontrándolo á su gusto, lo dobló con gran
cuidado y se lo guardó en el pecho.
—¡Veremos ahora quien vence!—exclamó con aire
de triunfo.
Lavóse la pequeña herida con una poca de agua,
aplicó á ella, para impedir que continuara saliendo
sangre, un pedacito de papel de seda color rosa, que
recortó del viso de unos encajes, y quitándose la bata, >1
se tendió en el lecho.
El sueño no tardó en cerrar sus párpados, sueño
dulce y tranquilo, á juzgar por la plácida expresión
de su semblante mientras dormía.
No hay lenitivo como la esperanza para calmar

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6 LAS MÁRTIRES DEL COHAZÓM 705

ios dolores del espíritu, y la esperanza embellecía


aquella noche el sueño de la infortunada Celeste.
Por esto, sin duda, mientras dormía, en sus labios
se dibujaba una dulce sonrisa. Tal vez el sueño ha­
cíale saborear las esperanzas concebidas, como si fue­
sen va realidades.

TOMO I 89

Biblioteca
CAPITULO XLV

Camino de la victoria.

ELESTE, á la mañana siguiente, se desper­


tó más tarde que de ordinario.
Sentía una languidez enervante que
entumecía sus miembros, pero su cabeza
estaba despejada, firme y serena.
Al abrir los ojos, lo primero que vió
fué la figura de Cayita que asomaba la
cabeza por las^ entreabiertas colgaduras, contemplán­
dola con una fijeza extraña.
—¿Qué haces aquí? — exclamó Celeste estréine-
ciéndose—¿No te tengo dicho que no quiero que en­
tres en esta habitación sin que te llame.
La negra, sin replicar ni sonreir, como tenía por

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAKÓN 707

costumbre, se alejó silenciosa del lecho, y salió á la


antesala.
Un repentino temor asaltó á la joven.
Acordóse de la noche aquella en que Cayita le
arrebatara mientras dormía, la carta de Adelardo, y
temió que hubiese vuelto á hacer lo mismo.
Llevóse con precipitación las manos al pecho, y
respiró tranquila.
Allí permanecía guardado su tesoro.
La carta de su misteriosa protectora y la hoja que
ella había escrito con su sangre, no habían desapare­
cido.
Tranquilizada por este lado, comenzó á atormen­
tarla el deseo de saber qué hacía la negra junto á su
lecho, mirándola de aquel modo tan particular.
¿Sospecharía algo?... ¿Habría observado, á pesar
de su borrachera, todo cuanto ella había hecho la no­
che anterior?
Propúsose convencerse de ello y procuró dar á su
semblante aquella expresión de indiferencia que ha­
bía adoptado como máscara de sus ideas y de sus sen­
timientos.

11

Obedeciendo á su propósito, quebrantó la costum­

Biblioteca Nacional de España


1

70S SOR CELESTE

bre que había adoptado de vestirse sola, y llamó á


Cayita para que la ayudase.
La negra entró, mirándola con igual fijeza con que
antes la había mirado.
Estaba muy seria; parecía como que tuviese que
decirle algo y no se atreviera.
Celeste aparentaba no fijarse en nada de esto.
Por más que la doncella la miraba, no conseguía
descubrir en su rostro otra cosa que la severa y fría
expresión que de algunos días á aquella parte había
adoptado.
Esto parecía desconcertar á la negra.
Cuando hubo concluido de vestirse, la joven dijo
á Cayita:
—Ya no te necesito; vete.
La negra no se movió.
—¿No me has oído?—añadió Celeste, con violen­
cia.
—Perdone la niña,—balbuceó ella entonces;—pero
quería decirle...
—¿Qué?
Y como viese que la doncella no proseguía, agregó
con impaciencia:
—Acaba pronto.
Cayita la miró con más fijeza aún que antes, y
preguntó tímidamente:

Biblioteca Nacional de España


o LAS MARTIRES DEL CORAZON 709

—¿Ama Celeste, no oyó nada anoche?


—¿De qué?
—Cayita se puso muy enferma.
-¿Tú?
—Sí, mi niña.
—Pues no me enteré,— repuso la joven encogién­
dose de hombros.
La negra fijó en ella una mirada recelosa.
—Yo temía haber molestado á ama Celeste,—
murmuró.
—No, puesto que no oí nada. Pero si otra noche
te sientes mal, llámame; el que yo te desprecie por
infame, no quita para que te auxilie por humanidad
cuando se trate de tu salud.
La naturalidad con que fueron dichas estas pala­
bras, parecieron destruir la última duda do Cayita,
quien se inclinó ante la joven, y salió de la estancia
bastante más tranquila y risueña que había entrado.
—Comprendo, — murmuró Celeste al quedarse
sola.—A pesar de su borrachera, debió ver algo, ahora
duda de si fué realidad ó íué un sueño, y trata de
convencerse... ¡Trabajo ha de costarle!... Por el
pronto, me parece que con mi tranquilidad he conse­
guido disipar sus sospechas... Mientras esto no le im­
pida emborracharse también esta noche... ¡Sería una
desgracia que no lo hiciese así—añadió estremecién­
dose.

Biblioteca Nacional de España


<10 SOR CELESTE

III

Nada ocurrió de particular durante todo el día.


Celeste echó mano de toda su serenidad y de todo
su dominio sobre sí misma, para que nadie conociese
la impaciencia y la inquietud con que aguardaba que
llegase la noche.
¡Qué largas le parecieron las horas, qué lentas,
qué pesadas!
En vano procuraba entretenerlas, mirando llover
á través de los cristales de su ventana; en vano pre­
tendía distraer su entendimiento, llamando en su
auxilio las risueñas esperanzas concebidas la noche
anterior.
La ansiedad y la impaciencia se sobreponían á
todo, conmoviéndola y mortificándola.
De vez en cuando, llevábase las manos al pecho
para convencerse de que permanecían allí las dos car­
tas en que cifraba su salvación y la de Adelardo.
Por fin anocheció.
Para no infundir sospechas. Celeste aguardó la
hora en que tenía por costumbre acostarse, y llegada
ésta, se desnudó y se metió en el lecho.
Con los ojos medio entornados, fingiendo que dor­
mía, vi ó varias veces á Cayita asomar la cabeza por
la puerta de la antesala.

Biblioteca Nacional de España


r
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 711

La última vez que esto hizo, la negra entró en el


cuarto y acercóse de puntillas al lecho, permane­
ciendo de pie junto á él un buen rato, sin apartar la
mirada del rostro de su, ama.
Convencida de que la joven dormía profundamen­
te, sonrió con satisfacción y marchóse con las mismas
precauciones con que había entrado.
Celeste conservó la misma postura por si se le
ocurría volver á entrar ó asomarse.
Pero transcurrió un gran rato, y la negra no se
presentó de nuevo.

IV

Sería ya la media noche cuando se decidió á aban­


donar el lecho.
Descalza y sin vestirse, se aproximó á la puerta.
Esta había quedado entornada; por la pequeña
abertura vió á Cayita, que medio tendida en el suelo,
bebía de un frasco de ginebra igual al que había
visto caer de sus ropas la noche antes.'
En el frasco quedaba apenas una cuarta parte del
líquido que podía contener.
Celeste sonrió con alegría.
Sus presentimientos no la habían engañado.
Por lo visto, era costumbre de la negra el embo­

Biblioteca Nacional de España


712 SOR CELESTE

rracharse todas las noches para mejor cumplir su mi­


sión de espiar á la prisionera...
¡Y no haberlo sabido antes!

La joven permaneció allí, observando con ansiedad


y repugnancia, cuanto hacía su doncella.
Esta no tardó mucho en apurar por completo el
contenido del frasco.
Entonces comenzó á hacer visajes extraños y á
pronunciar frases sueltas é incoerentes.
De pronto, la joven tuvo un gran sobresalto.
La negra había mirado hacia la puerta con ojos
brillantes, y no pareció sino que la viese, porque pro­
firiendo palabras ininteligibles, que debían tener algo
de amenazas, hizo grandes esfuerzos para levantarse,
pero no pudo y volvió á caer pesadamente al suelo.
Celeste se tranquilizó.
La borrachera se presentaba con los mismos ca­
racteres que la de la noche antes, y de seguro no tar­
daría en quedarse profundamente dormida.
Unos fuertes ronquidos, demostráronle al cabo de
poco, que no se había equivocado.

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o LAS MARTIRES DEL CORAZON 713

VI

La joven vistióse entonces precipitadamente la


misma bata color de rosa que se pusiera la noche an­
terior, pasó á la antesala, cogió la palmatoria que
había junto á Cayita, la cual no se movió siquiera, y
salió al pasillo.
En toda la casa reinaba la más absoluta obscuri­
dad y el silencio más profundo.
Celeste avanzó con sigilo, pero con resolución al
mismo tiempo.
Ni en el pasillo ni en la escalera, encontró á nadie
ni oyó el menor ruido.
Al llegar á abajo, dirigióse al cuartucho donde ha­
bía visto entrar á Gruillermón la noche antes.
Hasta allí todo había ido bien; pero faltaba la
parte más difícil y delicada de su proyecto.
A pesar de su resolución y de su energía, el cuer­
po de la joven agitábase con temblor nervioso.
La puerta del cuarto estaba entreabierta. Celeste
aplicó á ella el oído, y escuchó con ansiedad. Una res­
piración acompasada y ruidosa, dióle á entender que
el que estaba allí dentro, dormía profundamente. En­
tonces empujó la puerta con cuidado y penetró dentro
del cuarto.
TOMO I 90
714 SOR CELESTE

Este era sumamente pequeño.


No cabían en él más que una cama y una silla.
En la cama, estaba tendido Guillermón, vuelto
hacia la pared.
En la silla había algunas prendas de ropa.
La joven tenía presente que el negro había dicho
la noche anterior á su amo, que la llave de la bodega
la guardaba cuando dormía á la cabecera del lecho.
No podía estar, pues, más que en la silla.
La buscó, y en efecto, allí estaba, debajo de toda
la ropa.
Celeste la cogió temblando y apresuróse á salir,
entornando la puerta tras sí, para que si Gruillermón
despertaba, no echase de ver al pronto, que alguien
había entrado.
Al verse fuera del dormitorio del negro, tuvo que
detenerse y apoyarse en la pared.
Lo que estaba haciendo era superior á sus débiles
fuerzas.

VII

Apenas se hubo repuesto un poco, encaminóse


presurosa á la bodega, metió la llave en la cerradura,
abrió, empujó la puerta, sin precaver que pudiera ha-

Biblioteca Nacional de España


k-

ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 715

cer ruido al girar sobre sus goznes, y se precipitó en


el interior.
Una exclamación de dolor y sorpresa, se escapó de
sus labios.
¡La bodega estaba vacía!
—¡Dios mío!—murmuró con desesperación;—¿qué
habrán hecho de él?... ¿Lo habrán matado?
La ansiedad y la angustia más profundas, se refle­
jaban en su semblante.
—¡No!—prosiguió;—¡no es posible!... Si no está
aquí ¿por qué guardar la llave con tanto cuidado?
Y se puso á registrar todos los rincones, á mirar
por los huecos que dejaban entre sí los toneles llenos
de vino, á buscar por todas partes.
De repente palideció y la sangre se heló en sus ve­
nas.
Le parecía haber oído un triste y doloroso gemido
que partía de algún punto profundo.
Escuchó con atención, y un nuevo gemido más
lastimero aún que el anterior, demostróle que no se
había equivocado.
Su primera impresión fué de alegría.
Pero esta alegría trocóse pronto en espanto.
¿En qué lugar tendrían encerrado al infeliz y á
qué martirios estaría sujeto, cuando se quejaba tan
lastimosamente?

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716 BOR CELESTE

Los gemidos proseguían sin interrupción, tristes,


desgarradores.
Celeste buscó inútilmente la entrada de aquella
horrible cueva donde tenían aprisionado al hombre á
quien tanto amaba.
Por fin, descubrió un pequeño agujero en el centro
de una de las grandes losas que formaban el baldosa­
do de la bodega.
Se arrodilló en el suelo, j acercando los labios á
la pequeña abertura, exclamó:
—-¡Adelardo!... ¡Amor mío!

VIII

Un silencio sepulcral sucedió á las exclamaciones


de Celeste.
Hasta los gemidos dejaron de oirse.
—¡Adelardo!—repitió la joven un poco más fuer­
te;—¿no me oyes?
—¿Quién es?... ¿Quién me llama?—respondió una
voz débil y apagada, que parecía la voz de un mori­
bundo.
La joven se estremeció de alegría.
—¡Soy yo!... ¡Soy tu Celeste!—replicó con ca­
riño.

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¡Valor! .. ¡yo te salvaré!

A Biblioteca Nacional de España


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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 717

—¡Celeste!—repitió la voz.
—Sí... ¿No eres tú A delardo?... ¿No eres tú el
dueño de mi corazón?
—Sí... yo soy... ¡Celeste de mi vida!
—¡Pobre amor mío!... Sufres mucho, ¿verdad?
— ¡Mucho!
—¡Valor!... ¡Yo te salvaré!
Un nuevo gemido, contestó á estas palabras.
—¿Por dónde se entra á tu encierro? — preguntó
Celeste.
—Levantando esa misma losa sobre la cual te en­
cuentras, — le contestó A delardo.
La joven metió los dedos en el agujero y probó á
moverla, pero no pudo.
Pesaba demasiado.
—¡No puedo levantarla! — exclamó con desespe­
ración.
—Ni yo puedo ayudarte, — repuso el prisionero.
—No importa... ten ánimo... esto durará poco.
Yo también estoy prisionera, aunque no en un cala­
bozo tan horrible como el tuyo; por un milagro de la
providencia he logrado averiguar dónde te encontra­
bas, he burlado á mis guardianes y he venido á de­
cirte que confíes, pues hay quien nos protege.
—¿Es posible?
—Sí. No desfallezcas; aunque te digan que yo te

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718 SOR CELESTE

he sido perjura y que he renunciado á tu amor, no lo


creas... ¡Yo no quiero ni querré nunca á nadie más
que á ti!
. —¡Bendita seas! — exclamó el infeliz prisionero.
— Esas palabras calman todos mis sufrimientos.
—Adiós, — dijo Celeste.
—¿Te vas ya?... ¡Oh! No te vayas.
—Sí; conviene tener prudencia... Si me descu­
bren, estamos perdidos...
—¿Cuándo volverás?
—No lo sé...
—¡Que sea pronto!
—¡Adiós, amor mío!... ¡Juro morir antes que ser
de otro!
—¡Adiós, alma de mi alma!... ¡Juro sacrificar la
vida antes que perderte!
—¡Adiós!
—¡Adiós!

IX

Celeste se levantó del suelo, dirigió una última mi­


rada á la losa que cubría la entrada del encierro de
Adelardo, y salúí de la bodega.
Gruillermón seguía durmiendo, y pudo colocar la
llave en el mismo sitio de donde la había tomado, sin
ser vista por el feroz negro.

6/Mofeca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 719

Cayita tampoco se había despertado durante su


ausencia, de modo que todo salió á medida de los de­
seos de la infortunada joven.
Verdaderamente, parecía como que la providencia
se hubiese declarado en favor suyo.
Cuando se vió sola en su cuarto. Celeste exclamó:
—Ahora, la segunda parte.
Se dirigió á la ventana y la abrió de par en par.
La noche era tempestuosa.
Gruesos chorros de agua desprendíanse del seno de
los negruzcos nubarrones que entoldaban el firma­
mento.
La obscuridad era profunda.
La joven miró al campo procurando penetrar con
la mirada las densas tinieblas que lo envolvían todo.
No logró distinguir nada que le hiciese compren­
der que el misterioso personaje hubiese acudido á la
cita.
—¡Si no vendrá!—murmuró estremeciéndose.—
¡Si le habrá temido á la lluvia!... Pero no; anoche
también llovía, y sin embargo vino.
Y esperó asomada, sin resguardarse del viento y
de la lluvia que azotaban su rostro.

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720 SOR CELESTE

Al cabo de un buen rato, parecióle que un bulto


se movía debajo de la ventana.
Miró con atención y ya no le quedó duda; alguien
se hallaba allí.
—¿Será el que espero,—se dijo, — ó será un espía
de mis enemigos?
La sombra aquella, hizo una seña como para lla­
mar su atención.
Celeste quiso convencerse, y sacando el cuerpo
fuera de la ventana, preguntó á media voz;
—¿Quién es?
—La que viene á buscar la contestación á la carta
de anoche,— le respondió aquella sombra.
Ya no le cupo ningún género de duda.
Era su protectora.
Quedóse, sin embargo, un momento indecisa, por­
que la voz aquella le había producido una emoción
extraña.
Era una voz de timbre dulce, suave, harmonioso.
—¿No tiene preparada la contestación? — pregun­
tó quien esperaba.
—Sí, — contestó la joven, saliendo de su ensimis­
mamiento.

Bibliotec'a Nációhal de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 721

Y retirándose precipitadamente de la ventana,


buscó el mismo hilo de que se había servido la noche
anterior, sacó del pecho la hoja del devocionario, es­
crita con su sangre, la envolvió en un pañuelo para
que no se mojara, lo ató al extremo del hilo y lo lan­
zó fuera diciendo:
—Ahí va.
El que esperaba desató el envoltorio, y ya se dis­
ponía á marcharse, cuando le detuvo la voz de Celes­
te, que interrogaba en son de súplica, diciéndole:
:—¿Quién es usted? '
—Una amiga que les quiere,—contestaron con voz
opaca.

XI

La joven siguió á la desconocida con mirada anhe­


lante, hasta que la vió desaparecer.
Entonces cayó de rodillas, y cruzando las manos,
exclamó con fervor:
—¡Protegedle y protegednos, Dios mío!... ¡No nos
abandonéis!
Levantóse pálida y convulsa, cerró la ventana y
se arrojó en el lecho.
Sus fuerzas estaban completamente agotadas.

tomo i 91

Biblioteca
CAPITULO XLVI

Noticia mala.

RA la caída de la tarde.
Celeste estaba en su cuarto, sentada
junto á la ventana y mirando melancóli­
camente las lejanías del horizonte, como
si en él leyera la triste historia de sus
desventuras.
En sus hermosos ojos, rodeados de
un círculo violado, reflejábanse la desesperación y la
pena; su rostro, pálido hasta la lividez, contraíase
nerviosamente, revelando un dolor inmenso; la ener­
gía, aquella energía indomable de la que tantas y tan
inequívocas muestras tenía dadas, parecía haberla
abandonado, dejándola sumida en el mayor abati­
miento. Todo en ella revelaba que sufría, que sus do­

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 723

lores eran más amargos que nunca y que la desespe­


ración iba apoderándose poco á poco de su espíritu, y
ahuyentando las esperanzas que había, por un momen­
to, concebido y acariciado.
Y en verdad, no le faltaban motivos que justifica­
sen sus sufrimientos.
Dos días iban transcurridos desde que tuvieran lu­
gar los sucesos narrados en los capítulos anteriores, y
durante ellos nada ocurrió que le hiciese comprender
que sus misteriosos protectores, en los que había pues­
to toda su confianza y en los que había cifrado todas
sus ilusiones de salvación, hicieran nada para cumplir
sus espontáneos ofrecimientos. En vano pasábase la
mayor parte de la noche asomada á la ventana, aguar­
dando que fuesen á consolarla siquiera; no parecía
nadie.
Y mientras tanto, pasaba el tiempo, y Adelardo
seguía encerrado en aquella inmunda cueva, donde
debía estar sufriendo los más crueles martirios, y don
Cesáreo adelantaría los preliminares de la boda, y
llegaría ésta y ó no tendría más remedio que sucum­
bir y perder para siempre su libertad y su dicha, ó
pondría en grave peligro la existencia del-hombre á
quien tanto amaba.
De aquí su desaliento, su desesperación y la pérdi­
da de sus esperanzas. Cada momento que transcurría,

Biblioteca Nacional de España


724 SOR CELESTE
1
era un paso más que daba hacia el abismo en cuyo
fondo la aguardaban la infelicidad ó la muerte.

II

La idea de que aquella carta que recibiera y que


tanto consuelo le causara, fuese un ardid de sus ene­
migos, volvía á atormentarle de nuevo; desechábala
por absurda, y sumergíase en un mar de temores y
de dudas mucho más horrible. Porque era lo que se
decía:
—Entonces, ¿qué puede haber ocurrido para que
no vengan á salvarme? ¿no me dirigí á la justicia,' co­
mo me pedían? ¿y acaso no es obligación de la justicia
amparar á todo aquel que solicita su ayuda?... ¿Será
tal vez que mis verdugos hayan descubierto algo?
Este solo pensamiento aumentaba su ansiedad y
su angustia; conocía lo bastante al hombre á quien
por un sarcasmo de la suerte se veía en la precisión
de llamar padre, para suponerlo capaz de todo. El que
se había apoderado del infeliz Adelardo; ¿no se apo­
deraría igualmente de aquellos que intentaran estor­
bar sus planes, castigándolos ó desembarazándose de
ellos de una manera terrible?
—Pero no,—proseguía;—¿cómo es posible que se

Biblioteca Nacionál de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 725

haya enterado?... Me hubiera dicho alguna cosa, ó al


menos, yo lo hubiese conocido... Además; ¿por dónde
había de enterarse?... Nadie espió la venida de la mis­
teriosa portadora de la carta, y en cuanto á ésta, la
destruí reduciéndola á cenizas, según en ella misma
se me aconsejaba... Y si no ha ocurrido nada de esto
¿cómo pasan los días y no vienen á libertarnos, sa­
biendo como deben saber, que en manos de estos
miserables peligra hasta nuestra existencia?
Y cuanto más reflexionaba sobre esto, mayores
eran sus dudas, mayor su confusión y mayor su desa­
liento.

III

Como si estas inquietudes no fueran por sí solas,


sufrimiento más que sobrado para una naturaleza de­
licada como la suya, que lo resistía gracias á las fuer­
zas que le prestaba la febril exaltación de su carácter
y de su temperamento nervioso, empeoróse más y más
su situación, privándola del único consuelo de que pu­
do haber disfrutado: el consuelo de visitar á Adelar-
do, de saber que vivía, de darle ánimos con sus frases
de esperanza y cariño.
Ya no podía salir de su habitación por las noches,
porque Cayita ya no se emborrachaba.

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726 SOR CELESTE
1
La noche siguiente á aquella en que tuvo la dicha
de hablar con el infeliz prisionero, creyéndose encon­
trar á la doncella tendida en el suelo, vencida é iner­
te por la pesadez de la borrachera, salió á la antesala
para dirigirse á la bodega; pero con gran asombro
suyo, la negra no estaba tendida, sino de pie frente á
la puerta, mirándola burlonamente y sonriendo con
una sonrisa irónica, despreciativa.
Celeste intentó retroceder, pero Cayita la detuvo
con un movimiento imperioso y la dijo:
—Si la niña no quiere molestarse inútilmente, no
pretenda volver á salir por las noches de su cuarto;
yo ya no duermo, vigilo y vigilaré sin cesar para
impedir que lo haga. Ha podido burlarse de mi una
vez, pero no se burlará la segunda; y si lo intenta,
lo diré á amo Cesáreo, lo cual no creo que le guste
mucho.
Celeste le volvió la espalda, entró en su cuarto
y se tendió en el lecho llorando. No le quedaba duda
de que la negra había descubierto sus escapatorias, y
de que ya no le seria posible volver á bajar á la bo­
dega.
Y en efecto: desde aquella noche, tantas cuantas
veces intentó burlar la vigilancia de Cayita, encontró
á ésta desvelada, serena, resuelta á no dejarla avan­
zar un paso fuera de su habitación.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 727

Era un nuevo martirio con que la suerte se com­


placía en mortificarla.

IV

Había anochecido ya, y Celeste continuaba sen­


tada en el mismo sitio, en la misma actitud, inmóvil,
triste, preocupada.
De repente notó que se iluminaba la habitación;
volvió la cabeza, y vió que era Cayita que entraba
con una lámpara encendida.
—No te he pedido luz, — le dijo con acritud.
—Pero amo Cesáreo me ha mandado que la trai­
ga, — repuso la negra sonriendo.
—¿Hasta en eso piensa mortificarme? ¿hasta en im­
pedirme estar á obscuras, si tal es mi voluntad ó mi
capricho?
La negra se encogió de hombros.
—Me ha dicho además, — añadió, — que anuncia
á niña Celeste que dentro de un instante vendrá á
verla.
—¿A mí?
—Así lo há dicho.
Celeste se estremeció á pesar suyo. Cada visita
de aquel hombre era una nueva desgracia ó cuando

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1

728 SOR CELESTE

menos nn nuevo disgusto: el disgusto de verle. ¿Qué


nueva desdicha iría á anunciarle?
—Está bien; vete, — dijo á la doncella.
Esta salió y la joven quedóse otra vez sola. Se re­
tiró de la ventana y se dispuso á recibir la visita de
su tirano.
Sentíase presa de una agitación extraña y en vano
procuró dominarse y revestirse de valor: una voz se­
creta le decía que iba á tener un nuevo infortunio
que añadir á los que la torturaban; y sin. saber por
qué, parecíale que aquel nuevo infortunio había de
ser mucho mayor que los otros.
Por primera vez, aguardó con ansia la visita de
aquel hombre. La incertidumbre hace sufrir mucho
más que la realidad misma, por dolorosa que ésta sea.

Por fin oyó ruido de pasos en la antesala, se abrió


la puerta de la habitación y apareció don Cesáreo.
Celeste procuró reunir todas sus fuerzas y aguardó
temblando á que hablara.
—¿Cómo estás? — le preguntó él, con aquella cal­
ma que le caracterizaba.
—Bien, — respondió la joven impaciente.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 729

—Parece que estás más palida, más ojerosa...


—No haga usted caso—repuso Celeste con ironía.
—Debo hacerlo; mi obligación es cuidar de ti; na­
da tiene, pues, de extraño, que me interese por tu
salud.
La ironía con que fueron pronunciadas estas pala­
bras, provocaron en Celeste la indignación y el des­
pecho, y sintióse con fuerzas para preguntar severa­
mente:
. —¿Qué es lo que le trae á usted aquí?
—En primer lugar, el deseo de verte.
—Si esas palabras son sinceras,—replicó la joven
con altanería, — demasiado debe usted de compren­
der que no he de agradecérselas; y si son fingidas, son
una burla y una ofensa á mi infortunio, que no estoy
dispuesta á tolerar. Sea usted, siquiera una vez, gene­
roso y deje esa ironía que no es otra cosa que un refi­
namiento de crueldad y de cinismo. Responda usted
á mi pregunta. ¿Qué es lo que aquí le trae? ¿viene á
darme alguna mala noticia?
—Noticia sí; pero mala, no, sino todo lo contrario.
—¡Usted!... ¡Usted ser portador de una buena
nueva!... ¡Imposible!*... ¡No lo Creo!
—Juzga por ti misma.
—Diga usted pronto.
—Vengo á participarte que ya está todo dispuesto
TOMO I

4^

L Biblioteca Naciona,
730 SOB CELESTE

y que pasado mañana te casas. Ya ves cómo no te he


engañado; la noticia de su casamiento, es siempre
una buena noticia para una muchacha soltera.
Y terminó la frase con una de sus más odiosas y
características sonrisas.

VI

Celeste habíase quedado anonadada; todo lo te­


mió y lo supuso menos aquello, precisamente porque
aquello era lo más grave que podía haberle anuncia­
do; era ya el golpe final... ¡Casarse y á tan corta fe­
cha!... No le quedaba tiempo para hacer ni para in­
tentar nada; había puesto toda su fe y toda su espe­
ranza en un misterioso protector que se había burlado
de ella abandonándola á sus enemigos.
Don Cesáreo prosiguió de esta manera, observan­
do atentamente la impresión que en la joven produ­
cían sus palabras:
—Como el casamiento ha de ser en la Habana,
marcharemos á la capital mañana por la tarde; tenlo,
pues, todo dispuesto para el viaje: he aquí explicado
el principal objeto de tai visita: el avisarte y preve­
nirte.
—¡Imposible! — murmuró Celeste con desespera­
ción, como si hablara consigo misma. — ¡Sí, es impo­
sible!

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 731

—¿El qué? ¿el que lo haya arreglado todo en tan


poco tiempo?—replicó don Cesáreo, fingiendo no com­
prender el verdadero sentido de aquellas palabras: —
nada más fácil. Con dinero y buena voluntad se con­
sigue todo; dinero ya sabes que no me falta y buena
voluntad, puedes suponer que tampoco, pues de sobra
sabes cuántos son mis deseos de verte casada; nada
tiene, por lo tanto, de imposible, el hacer lo que yo he
hecho. Ya no falta nada: documentos, requisitos, todo
está preparado. Pasado mañana á estas horas, serás
la legítima esposa de Alberto.
—¡Nunca!—exclamó la joven, en un involuntario
arranque de desesperación.
—¿Ahora salimos con eso?—dijo don Cesáreo sin
inmutarse.—Un poco tarde me parece, pero en fin,
eso, tú verás lo que más te conviene.
—Lo que más me conviene indudablemente, es mi
felicidad, y mi felicidad la pierdo al unirme á ese
hombre.
—Es una opinión tuya.
—Es la realidad.
—Y aunque así fuera, ¿serías feliz no casándote
con él?
—Sin duda.
—Veo que eres muy flaca de memoria, porque
cuando tal dices, es porque olvidas que está en mi

Biblioteca Nacionai de España


732 SOR CELESTE

poder un hombre cuya existencia debe importarte


tanto por lo menos como tu dicha, y esa existencia,
tú sabes bien los peligros que corre si tú no te doble­
gas á mi voluntad, á mis deseos.
Celeste exhaló un gemido y se cubrió el rostro con
las manos.

' VII

Don Cesáreo sonrió con satisfacción al ver que


triunfaba; reconocíase fuerte, invencible. La posesión
de Adelardo le aseguraba la victoria; era el único re­
curso ante el cual se humillaba, vencida, aquella vo­
luntad de hierro, encarnada en un cuerpecito tan fle­
xible, tan delicado.
—Pensaba hacerte algunas advertencias,—conti­
nuó con tranquilidad,—y ahora comprendo que son
de todo punto necesarias; voy, pues, á permitirme
darte algunos consejos.
La joven levantó la cabeza y le miró fijamente.
—Ten entendido,—añadió él sin dejar de sonreír,
pero con energía,—que todo cuanto hagas por resis­
tirte á mis deseos, es inútil. De tu sumisión, me res­
ponde el otro, el que tengo en mi poder...
—Sí, el que tiene usted encerrado en esta misma
casa—le interrumpió Celeste.

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o LAS MARliSES DEL CORAZON 733

Don Cesáreo no pudo disimular su sorpresa.


—¡ Cómo! —exclamó; —¿sabes... ?
—Sí, sé dónde se halla,—repuso la joven,—como
sé otras muchas cosas... ¿Acaso se había usted creído
que sus crímenes quedarían ocultos?... No: llegará día
en que se sepa todo... tal vez ese día está más cerca
de lo que usted supone... tal vez...
Se contuvo, porque en su arrebato iba á cometer
una imprudencia; iba á revelarle su secreto, iba á de­
cirle que había quien trabajaba por salvarla; pero esto
hubiese sido ponerle sobre aviso y hacerle tomar reso­
luciones extremas, que de seguro agravarían su tris­
te situación, así fué que se limitó á exclamar:
—¡Hay un Dios justiciero que vela por el inocente
y castiga al malvado!
Don Cesáreo, que había llegado á sentir cierta in­
quietud, tranquilizóse al escuchar esta exclamación,
y soltando una carcajada, replicó:
—Bueno, pues mientras ese Dios, cuyo nombre
invocas, se decide á mezclarse en nuestros asuntos,
las ventajas están todas de mi parte, y me aprovecho
de ellas. ¿Que sabes, no sé por qué medio ni me im­
porta averiguarlo, que ese joven está en esta casa?
Mejor: así no dudarás de que sigue en mi poder, y
por consiguiente, mis advertencias harán más fuerza
en tu ánimo. Prosigo, pues.

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734 SOR CELESTE
1
VIII

Hizo una pequeña pausa, dirigió á su víctima una


mirada de triunfo, y continuó:
—Decía cuando me has interrumpido, que toda
resistencia será inútil: ahora añado que no sólo será
inútil, sino hasta peligrosa. Me explicaré. Suponga­
mos que tú, mal aconsejada por tus propios senti­
mientos ó por las impetuosidades de tu natural altivo
y soberbio, cometes cualquier locura, llegas hasta á
dar un escándalo; por ejemplo: dices que no, en lugar
de decir que sí, en el instante solemne en que el sa­
cerdote te pregunte si aceptas por esposo al hombre
á quien yo quiero que te unas. ¿Sabes lo que sucederá
entonces?
—Sucederá, — contestó Celeste viendo un recurso
supremo en las palabras de don Cesáreo, recurso que
ni siquiera se le había ocurrido,—queme salvaré,
que me amparará la ley, que no habrá ya quien pue­
da obligarme á dar mi mano á ese hombre.
—Sí, efectivamente,—afirmó don Cesáreo son­
riendo; — todo eso puede ocurrir, aunque será muy
problemático que ocurra; pero démoslo por seguro: te
sales con la tuya; te libras de casarte con Alberto;
perfectamente, pero ¿y Adelardo? ¿qué será entonces

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 735

de Adelardo? Porque has de tener siempre en cuenta


que Adelardo está en mi poder, y que si no puede
servirme como recurso para dominarte y vencerte, me
servirá por lo menos para saciar en él mi venganza.
—¡Es verdad!—murmuró Celeste con espanto.
—Pues si es verdad y de ello estás convencida, no
tengo más que decirte ni tengo nada que temer; obra­
rás con toda la cordura y toda la circunspección que
yo espero y deseo, no por mí, sino por ti misma, ó
mejor dicho, por el bien de ese joven que tan grande
interés te inspira. No hablemos, por consiguiente,
más de este asunto. Sólo me resta advertirte que no
eches en olvido que mañana por la tarde nos trasla­
damos á la capital, y que pasado mañana por la ma­
ñana es la boda. Tienes el tiempo necesario para arre­
glar todo cuanto necesites.
Y haciéndole una irónica inclinación de cabeza,
se dirigió á la puerta.
Celeste, ni vió siquiera que se marchaba; tanta y
tan profunda era su preocupación en aquellos ins­
tantes.

IX

Antes de salir del cuarto, don Cesáreo se llevó una


mano á la cabeza, como si se le hubiese olvidado algo

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736 SOR CBLESTE

importante; retrocedió, y parándose delante de la jo­


ven, dijo:
—Debo comunicarte que hoy mismo ó mañana, re­
cibirás la visita de don Alberto.
—Yo no quiero ver á ese hombre,—replicó Celeste,
con energía.
—Pues aunque no quieras, será necesario que le
veas. Tiene derecho á exigir que lo recibas.
—¿Derecho?
—Sí, puesto que ya es casi tu esposo.
—Pues bien; le recibiré; pero será para decirle
una vez más cuánto le odio, cuánto le desprecio.
—Eso ya no es cuenta mía,—replicó don Cesáreo,
con cinismo;—eso es cuenta exclusiva de vosotros. A
mí, con tal de que os caséis», lo demás me tiene sin
cuidado; si queréis inaugurar vuestras reyertas con­
yugales antes de tener derecho para hacerlo, allá vos­
otros. Alberto me ha pedido verte, yo le he prometi­
do que le recibirás; así pues, le recibirás por encima
de todo; una vez conseguido eso, yo ya cumplí, y me
importa muy poco que vuestra entrevista sea ó no sea
amistosa. Conque ya lo sabes: quiero que recibas á tu
prometido cuando venga á verte. Nada más por aho­
ra; adiós.
Y salió de la estancia con aire de triunfo.
Celeste se levantó é hizo ademán de detenerle ó de

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 737

seguirle; pero le abandonaron las fuerzas y volvió á


caer sobre su asiento, exclamando entre sollozos:
—¡No hay salvación!... ¡Dios mío!... Si eres justo
y misericordioso... ¿por qué me abandonas?

TOMO I 93

Biblioteca
CAPITULO XLVn

El triunfo.

MPOSIBLE sería tratar de describir cómo


pasó la noche la infeliz Celeste. Hubo
momentos en que temió volverse loca.
En fuerza de reflexionar sobre su des­
gracia y de buscar un medio para li­
brarse de ella, acabó por embotarse su
entendimiento, sumergiéndose en una
especie de soñolencia poblada de fatídicos espectros,
de pavorosas visiones.
Al amanecer, logró dormirse un rato y no despertó
hasta sentir en su ardorosa frente, el beso de un rayo
de sol, que penetrando por la ventana á través de los
cristales, fué á caer sobre su cabeza.
Abrió entonces los ojos, estiró los brazos, saltó del

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 789

lecho y púsose ante un espejo. Ella misma no pudo


menos de extrañarse de la expresión de tranquilidad
que resplandecía en su semblante.
El caso era, en verdad, extraordinario. Todas sus
inquietudes, todos sus temores, habían desaparecido
durante su breve sueño; y era que en él le había su­
cedido algo que ella tomó por una revelación. Había
soñado que huía de aquella casa, burlando la vigilan­
cia de don Cesáreo y de Cayita; que, al salir al ca­
mino, encontrábase con su misterioso protector, que
iba á salvarla; que los dos habían vuelto á entrar en
la quinta, sin que nadie les viera, habían sacado á
Adelardo de su prisión y habían huido los tres juntos
á países remotos donde eran muy felices, sin que en
sus oídos volvieran á resonar los nombres odiosos de
don Cesáreo, Alberto y Cayita.
Lo que no lograba conseguir, por más esfuerzos
que hacia, era recordar la fisonomía de aquel protec­
tor que el cielo les había enviado para hacerlos libres
y dichosos; recordaba, sí, que era un ser muy bueno,
y muy cariñoso, que les amaba como á hermanos, que
se creía feliz viendo que ellos lo eran, pero nada más;
la imagen que en su memoria representaba su rostro,
era una imagen vaga, indefinida, sin contornos, sin
carácter propio; una silueta, una sombra. Y no obs­
tante, estaba segura de haberle visto y de reconocer­
lo si lo volvía á ver.

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1
740 SOB CELESTE

II

—¿No es esto una inspiración... un aviso del cielo?


—se dijo pensativa, con los codos apoyados en la me­
sa de tocador y los ojos fijos en el espejo, que repro­
ducía su imagen.
Permaneció un gran rato absorta, pensativa.
—Sí,—murmuró de repente;—¿y. por qué no? A
querer Dios... todo es posible. Ha llegado el preciso
instante de los recursos supremos. ¿Qué es lo que me
aguarda, sucumbiendo cobardemente á mi infortu­
nio?... La muerte, porque si ellos no me matan, moriré
yo de vergüenza, de desesperación, de tristeza... Pues
morir por morir, vale más morir exponiendo la vida
para reconquistar la libertad y la dicha.
Se levantó, se echó una bata sobre los hombros,
tocó un timbre, y dijo á Cayita que se presentó en la
puerta:
—Dile á tu amo, que puesto que hoy hemos de
marchar de aquí, quiero almorzar abajo, en el come­
dor; que estoy entumecida, que necesito respirar otro
aire que el de mi encierro, antes de respirar el aire
libre del campo; anda, y vuelve pronto con la con­
testación.
Salió la negra, no sin haber expresado en su sem­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 741

blante la extrañeza que le producían aquellas pala­


bras y Celeste, al quedarse sola, exclamó:
—¡Ojalá se me presente una ocasión! Por poco que
pueda, huyo, echo á correr, aunque me persigan, é
imploro el amparo del primero que encuentre. ¡Quién
sabe si mi sueño se realizará en todas sus partes, si
me saldrá al paso ese misterioso protector, cuyo au­
xilio inútilmente espero hace tres días! Es una locura,
lo reconozco, pero... ¡acaso mi situación me permite
otra cosa!... Dios me ayudará, y si no me ayuda, no
por eso he de hacer mi desgracia más grande ni más
horrible de lo que ya lo es... ¡Es la única esperanza
que me resta!
Y en su rostro, retratábase la resolución; pero una
resolución desesperada, amenazadora, imponente.

III

Volvió Cayita con la autorización de don Cesáreo


para que bajase á almorzar con él. Celeste escuchó á
la negra con singular alegría; parecíale estar ya libre
ó poco menos. Despidió á la doncella, y se puso á ves­
tirse apresuradamente, madurando mientras tanto su
disparatado plan. Cuando estuvo vestida, aguardó con
impaciencia que la avisasen para bajar al comedor.

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1

742 SOR CELESTE

Tras una hora larga de espera, presentóse en la


habitación don Cesáreo. Parecía más alegre y satis­
fecho que nunca.
—He sabido con sorpresa y satisfacción verdadera,
—dijo,—que me concedes el alto honor de almorzar
hoy conmigo, y vengo á servirte de caballero, á ofre­
certe mi brazo para acompañarte al comedor.
Celeste estuvo por rehusarlo y por renunciar á su
proyecto; no era aquello lo que ella pretendía; no
obstante, se contuvo pensando que tal vez se le pre­
sentaría la ocasión que deseaba, y cogiéndose del bra­
zo de su mortal enemigo, dirigiéronse al comedor.
Al bajar la escalera, miró con ansiedad hacia la
puerta de la casa. Estaba abierta, pero ante ella se
paseaba Cuillermón, como si la estuviese guardando.
Diríase que habían adivinado su proyecto y que te­
nían tomadas todas las precauciones indispensables
para impedir su realización.
El desaliento volvió á invadir de nuevo el ánimo
de Celeste; empezaba á convencerse, á pesar suyo, de
que toda tentativa sería infructuosa; estaba decreta­
da, sin duda, su desgracia, y había de cumplirse.
Don Cesáreo mirábala burlonamente como si le­
yera en su pensamiento.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 743

IV

Comenzó el almuerzo en medio de un silencio se­


pulcral; don Cesáreo estaba muy alegre, muy servi­
cial, muy atento: Celeste, por el contrario, parecía
muy preocupada, muy pensativa, muy triste.
Don Cesáreo, intentó varias veces entablar con­
versación; pero como la joven, ó no le contestaba ó
le contestaba sólo con monosílabos, acabó por enco­
gerse de hombros y callarse.
Después de una larga pausa, preguntó:
—¿Recuerdas que hoy nos marchamos á la Ha­
bana?
—Sí, — contestó la joven secamente.
—¿Luego lo tendrás todo prevenido para el viaje?
—No tengo prevenido nada. Si al fin he de mar­
charme, Cayita arreglará lo que pueda ó lo que quiera.
—¿Cómo que si al fin has de marcharte? Pues ya
lo creo que te marcharás.
Celeste se encogió de hombros.
—¿Lo dudas? — agregó él.
—¿Y qué mal hay en dudarlo? ¡Nunca!... ¿lo en­
tiende usted bien?... nunca perderé por completo la
esperanza de salvarme.
Don Cesáreo sonrió irónicamente.

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744 SOR CELESTE

— ¡Estás loca! — exclamó.


—Puede que sí.
—Dentro de algunas horas, saldremos para la Ha­
bana; sólo espero á que llegue tu prometido para que
nos acompañe; y mañana á estas horas...
—¡Quién sabe lo que de aquí á mañana puede
haber ocurrido!—le interrumpió Celeste, que sentía
renacer dentro de sí una misteriosa esperanza.
Don Cesáreo la miró con fijeza y sobresalto, Iba,
sin duda á contestarle, cuando Gruillermón se presen­
tó en la puerta del comedor.

—¿Qué hay? — preguntó don Cesáreo mirando se­


veramente al negro. —¿Por qué has abandonado el
puesto que te señalé?
—Mi amo, es que...
—¡Habla pronto!
—Es que hay un caballero que desea verle á usted.
—¿Don Alberto?
—No, mi amo, no es don Alberto.
—¿Quién es entonces?
—No le conozco.
—¿No te ha dicho su nombre?

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6 LAs MÁRTIRES DEL CORAZÓN 745

—No, mi amo.
—¿Ni te ha dado su tarjeta?
—Tampoco; dice, que como usted no le conoce,
no hay necesidad de tarjeta.
—¡Que yo no le conozco!
—Así ha dicho.
—¿Y sin embargo viene á verme?... ¡Es extraño!
Celeste escuchaba este diálogo sin perder una pa­
labra. Sin saber por qué, la visita de aquel caballero
desconocido despertaba su interés y su curiosidad.
Don Cesáreo la miró fijamente, y frunció el entre­
cejo al leer en sus ojos aquella curiosidad é interés.
—Que entre Cayita, — dijo al negro.
Gruillermón se asomó á la puerta y llamó á su her­
mana.
Esta, que aguardaba fuera, entró en seguida.
—Acompañe usted á la señorita á su cuarto,—le
ordenó su amo.
—¡Cómo!—exclamó Celeste—¿me despide usted?
—Voy á recibir á una persona á quien no conoz­
co—replicó don Cesáreo.—Nada tienes que hacer
aquí.
La joven salió del comedor, acompañada de la
doncella y seguida de Gruillermón, á quien su amo
había dicho;
—Que pase ese caballero.
TOMO I

Biblioteca Nacional'
746 . SOR CELESTE

VI

Al cabo de un instante, presentáronse en el come­


dor dos caballeros decentemente vestidos, de aspecto
grave y serio. Uno de ellos, que parecía un subalterno
á juzgar por la respetuosa deferencia con que trataba
á su compañero, quedóse en la puerta, al lado de
Guillermón que contemplaba á los misteriosos visi­
tantes con cierta expresión de recelo. El. otro avanzó,
y deteniéndose en el centro de la estancia, preguntó
con voz enérgica y sonora:
—¿Es usted don Cesáreo de la Loma?
—Sí, señor,—respondió el interpelado, un tanto
cohibido.
—¿No vive en unión de usted una señorita llama­
da Celeste?
—Si... en efecto... mi hija.
—Bien, pues á su hija de usted, es decir, á la se­
ñorita Celeste, es á la que venimos buscando.
—¿A Celeste?—exclamó don Cesáreo con estñpe-'
facción y sobresalto.
—A la misma—repuso el desconocido.
—Pero caballero. Celeste es mi hija, y yo necesito
saber...

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 747

—¿De qué se trata? Ya lo sabrá usted, puesto que


en su presencia hablaré con ella.
—¡Hablarle! ¿Cree usted acaso que yo permito
que mi hija reciba al primer desconocido que se
presenta preguntando por ella!
—Al primer desconocido, no,—replicó con grave­
dad el caballero;—pero á mí sí.
—¿Y por qué motivo?
—Porque yo vengo á verla en nombre de la ley, y
ante la ley no hay puerta alguna que permanezca ce­
rrada.
— ¡En nombre de la ley!—exclamó don Cesáreo
palideciendo.
—Como juez que soy,—agregó el desconocido,—
le intimo á que, en el acto, me presente á la señorita
Celeste.
Y exhibió ante sus ojos las insignias de su cargo,
que hasta entonces había ocultado.

VIT

La palabra juez, causó un efecto extraordinario,


tanto en don Cesáreo como en Gruillermón su cóm­
plice. Ambos se estremecieron, se miraron ó instin­
tivamente hicieron ademán de huir.

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748 SOR CELESTE

—¡Quieto!—dijo el juez al verdugo de Celeste, in­


terponiéndose á su paso.
—¡Quieto!—repitió el otro visitante, que se había
quedado en la puerta, deteniendo á su vez al negro.
Los dos miserables, permanecieron inmóviles, sub­
yugados por la mirada de los representantes de la jus­
ticia.
Don Cesáreo repúsose pronto de la emoción que le
embargaba é hizo una seña á su cómplice; aquella se­
ña debía ser una orden convenida, porque el negro
empujó al que le cerraba el paso y lanzóse de un sal­
to fuera de la estancia; pero dos guardias que había
allí, uno en cada lado de la puerta, echáronse sobre
él, le sujetaron fuertemente por los brazos y le impi­
dieron huir, á pesar de sus esfuerzos.
Don Cesáreo, que no había perdido ni un sólo de­
talle de esta rápida escena, abalanzóse á un timbre
que había en una de las paredes; pero antes de que su
mano oprimiera el botón eléctrico, el juez le detuvo,
exclamando con mayor energía que antes:
—¡Quieto!
El miserable verdugo de Celeste se mordió los la­
bios hasta hacer saltar sangre de ellos. Reconocía
que estaba perdido. Todas sus precauciones resulta­
ron inútiles: habían sido previstas, anuladas.
— ¡Esto es un atropello!—balbuceó con voz ronca,

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 749

reconcentrada, y brillantes de rabia y desesperación


sus espantados ojos.
Y pronunció algunas frases ininteligibles, que de­
bían ser terribles amenazas, dirigidas á los que de
tal manera le habían burlado, destruyendo sus inicuos
planes.

VIII

—Sírvase usted indicarnos,—dijo el juez,—dónde


se encuentra la señorita Celeste.
—Yo iré á buscarla y la presentaré á ustedes,—■
apresuróse á decir don Cesáreo.
—No,—repuso el juez;—usted no puede moverse
ele aquí.
—Que vaya entonces mi criado.
E hizo otra seña misteriosa á Cuillermón.
—Tampoco,—replicó el representante de la ley.—
Diga usted dónde está, y nosotros iremos á buscarla.
Don Cesáreo no contestó.
Al ver su silencio, el juez se dirigió á su acompa­
ñante y le dijo:
—Señor escribano: haga usted el favor de hacerse
acompañar por dos guardias, y registre usted la casa
hasta encontrar á la señorita Celeste.
El escribano se inclinó respetuosamente y salió del
comedor.

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750 SOR CELESTE

Mientras tanto, don Cesáreo, por un esfuerzo ex­


traordinario de su voluntad, había conseguido serenar­
se. Comprendió que en situación tan desesperada sólo
su astucia podía salvarle y decidió servirse de ella.
—Señor juez,—dijo con tranquilidad, casi sonrien­
te;—dispénseme si en el primer momento me he deja­
do llevar de la violencia de mi carácter, exaltado por
la sorpresa y por la impresión natural que en todo el
mundo produce el ver allanado su domicilio por la
justicia. Ahora, que gracias á la reflexión, he reco­
brado mi dominio sobre mí mismo, me permitiré de­
cirle que esto es un verdadero atropello, y suplicarle
que mire bien lo que hace; ni en usted ni en nadie
reconozco derecho para tratarme como me veo tra­
tado.
—Le trato á usted como mi deber me manda,—
replicó el juez;—la ley y la justicia tienen derecho
para todo, y yo aquí no soy más que su representan­
te. Tribunales hay á los que puede usted recurrir para
protestar de mi conducta, si la juzga incorrecta; yo
me limito á cumplir con mi obligación.
—Cumpla usted, pues, cen ella; pero no culpe lue­
go á nadie de lo que pueda suceder. Soy el primero
en respetar á la justicia, por que nada tengo que te­
mer de ella; pero por lo mismo, soy el primero en no
consentir que se me atropelle en su nombre, en recla­

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o LAS MARTIRES DEL CORARON 751

mar que se me tenga el respeto á que todo hombre


honrado tiene indiscutible derecho. Aquí no puede
usted -venir sino guiado por una miserable delación,
por alguna infame calumnia, y cuando se procede con­
tra una persona sin pruebas patentes de su culpabili­
dad, se le tienen otra clase de consideraciones.
Fueron dichas estas palabras con tan noble digni­
dad, con acento tan firme y sereno, que el juez se
quedó mirándole como si temiese haber cometido en
realidad un atropello.
Don Cesáreo notó con satisfacción el efecto que
sus frases habían causado, y pensó:
—He caído en un lazo... ¡pero me salvaré!

IX

En aquel momento, apareció Celeste en el come­


dor, acompañada por el escribano, y seguida de dos
guardias que llevaban en medio á Cayita.
El rostro de la joven, brillaba de alegría y de es­
peranza. Al entrar, dirigió una mirada de triunfo á
don Cesáreo, y éste la contestó con otra mirada ame­
nazadora, terrible; pero ella no le hizo caso, tíe diri­
gió al juez y le preguntó:
—¿Es usted el que viene á salvarme?

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752 SOR CELESTE

—Soy el representante de la ley, — repuso el fun­


cionario público, — que vengo á cumplir con mi obli­
gación; esto es, á hacer respetar los fueros de la jus­
ticia.
—¿Luego es usted el juez?
—Sí, señorita.
—¡Grracias, Dios mío, gracias! —exclamó la joven
cruzando las manos.
Luego dirigiéndose á su verdugo, añadió:
—Ya ve usted como la justicia triunfa al fin, tar­
de ó temprano.
Don Cesáreo, contestó á estas palabras con una
sonrisa.
—¿Es usted la que ha escrito esto? — preguntó el
juez, presentando á Celeste aquella carta escrita por
ella con su propia sangre.
—Sí, señor, — respondió la joven con firmeza.
—¿Luego es usted la que reclama el amparo de la
ley?
—Yo soy.
—¿Y contra quién?
—Contra ese hombre.
—¿Contra su padre?
—Sí, señor, contra el que dice ser mi padre.
—¿Y de qué le acusa usted?
—De violentar mis inclinaciones, de pretender,

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 753

empleando para ello medios indignos, obligarme á


unirme á un hombre á quien no amo.
—Ya ve usted, señor juez,—intervino don Cesá­
reo,—que ésta, al fin y al cabo no pasa de ser una de
esas cuestiones que pudiéramos llamar de familia; una
hija que se revela contra los mandatos de su padre,
y un padre que procura hacer respetar su autoridad
y sus derechos.'No merecía la cosa, seguramente, tal
alarde de fuerzas. No se trata de prender á ningún
criminal.
—Eso no lo sabemos todavía.
— ¡Cómo!—exclamó don Cesáreo palideciendo y
mirando á Celeste con rabia.
—La acusación de esta señorita consta de dos par­
tes y hasta ahora sólo hemos hablado de la primera.
La sonrisa se extinguió en los labios de don Ce­
sáreo.

—¿Es cierto,—prosiguió el juez, dirigiéndose á


Celeste,—que en esta casa hay secuestrado un hom­
bre?
—Sí, señor,—respondió ella con energía.
—¡Falso!—gritó don Cesáreo.

95
754 SOE CELESTE

—¿Sabe usted en qué sitio se encuentra?—añadió.


—Sí, señor,—repitió Celeste.
—¿Está usted dispuesta á guiarnos basta donde se
halla?
—Cuando usted guste.
—Vamos, pues.
Don Cesáreo se dejó caer sobre una silla, pero el
juez le dijo:
—Acompáñenos usted; su presencia es necesaria.
Levantóse y trató de ponerse junto á Celeste; pero
ésta cogiéndose al brazo del juez, exclamó aterrori­
zada:
—¡Que no se acerque á mí, por Dios!... ¡Le tengo
miedo!
El juez la tranquilizó poniéndose á su lado; don
Cesáreo iba detrás en compañía del escribano y se­
guido de una pareja de guardias.
Cuillermón y Cayita quedáronse en el comedor
custodiados por otra.
—Vamos,—dijo el juez á Celeste.
Esta echó á andar hacia la bodega, volviendo de
vez en cuando la cabeza con terror hacia don Cesáreo
que parecía querer aniquilarla con el fuego de sus
ojos.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 755

XI

Llegaron ante la puerta de la bodega.


— ¿Dónde está la llave de esta puerta?—preguntó
el juez.
Don Cesáreo se encogió de hombros.
—La guarda el negro que está en el comedor—
apresuróse á decir Celeste;—ó la lleva encima ó la
tiene en su dormitorio, que es el cuarto que hay al
lado de la puerta de entrada.
Don Cesáreo sonrió de una manera particular al
oir las explicaciones de la joven.
Un guardia fué á registrar al negro, y volvió á
poco diciendo:
—Ni la tiene encima ni está en su cuarto; no se
encuentra la llave por ninguna parte.
Don Cesáreo volvió á sonreir.
—Pues que se eche esta puerta abajo,—ordenó el
juez.
La sonrisa se borró de los labios de don Cesáreo.
Procuráronse los guardias, algunas herramientas
y después de grandes esfuerzos, porque era muy fuer­
te la cerradura, saltó hecha pedazos.
Celeste se precipitó dentro de la bodega, y gol­
peando con el pie una de las grandes losas del pavi­

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756 SOR CELESTE

mentó, que tenía en medio un pequeño agujero, ex­


clamó:
—Aquí debajo es donde estaba encerrado ese in­
feliz, y aquí debe encontrarse si es que sus miserables
verdugos no le han quitado ya la vida. •
Los guardias apresuráronse á levantar la losa, y
una bocanada de aire húmedo y pestilente salió por
la negra abertura que quedó al descubierto.
La ansiedad se retrataba en todos los semblantes;
todos inclinaron la cabeza hacia la entrada de la cue­
va, y Celeste exclamó con ansiedad:
—¡Adelardo!... ¡Adelardo!...
El más profundo silencio siguió á estas palabras.
—¡Dios mío!—balbuceó con desesperación.—¿Le
habrán asesinado?
Y dirigió á don Cesáreo una mirada suplicante.
Este estaba muy pálido; pero ninguno de los mús­
culos de su rostro se contrajo para contestar á aque­
lla mirada. La expresión de su cara era impenetrable.

XII

Uno de los guardias había salido á buscar luces,


y cuando volvió con ellas, bajaron él y su compañero
al fondo del inmundo calabozo.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 757

Apenas habían desaparecido por la negra abertu­


ra, escuchóse un pequeño grito, que parecía salir
■ del fondo de la tierra.
Una impresión de horror agitó á Celeste. ¿Quién
había lanzado aquel grito? ¿el preso al ver que iban á
savarlo ó alguno de los ' guardias al contemplar un
cuadro desolador y horroroso?
Tras algunos instantes que parecieron siglos, apa­
recieron por la abertura los los guardias llevando casi
en sus brazos á un joven pálido, tan pálido, que casi
parecía un cadáver.
—¡Adelardo!—gritó Celeste abalanzándose á él y
echándole los brazos al cuello.
Adelardo se restregó los ojos, deslumbrados por la
claridad después de tan profundas y prolongadas ti­
nieblas, y exclamó con voz débil:
—¡Celeste!... ¡Celeste mía!
Y casi sin fuerzas para tenerse en pie, cayó en
brazos de la joven.
—Estaba desmayado,—dijo uno de los guardias.
—Si no sé cómo puede haber criatura humana que
esté ahí dentro cinco minutos seguidos,—añadió el
otro.
—¡Libre!—repetía mientras tanto el prisionero,
riendo y llorando al mismo tiempo.
—Sí, libre,—le contestaba Celeste, contemplando
su pálido rostro con mirada compasiva.

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758 SOR CELESTE
1
Don Cesáreo había dejado caer la cabeza sobre el
pecho, como si no pudiese soportar la presencia de su
víctima. Toda su serenidad había desaparecido; su .
crimen estaba escrito en su rostro.
El juez y el escribano, que antes que representan­
tes de la ley eran hombres con un corazón como todos,
y por lo tanto, accesible á los sentimientos, sentíanse
conmovidos ante los transportes de alegría de los dos
enamorados, al verse libres y reunidos.
Durante algunos momentos, escucháronse sólo los
sollozos y las exclamaciones de Celeste y Adelardo.

XIII

—¿Por quién fué usted encerrado?—preguntó el


juez, después de una breve pausa.
—Por los secuaces de ese hombre,—apresuróse á
contestar Celeste^ señalando á don Cesáreo.
—¿Hace usted suya la contestación de esta seño­
rita?—dijo el juez á Adelardo.
—Sí, señor,—contestó el joven; —ese miserable es
el autor de mi secuestro y el causante de tocios nues­
tros infortunios.
El juez se volvió entonces hacia don Cesáreo y
exclamó:

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—Ese hombre fue el infame.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 759

—Dése usted preso.


El infame no contestó siquiera y se dejó atar por
los dos guardias sin decir ni una sola frase. Toda su
rabia y todo su despecho habíanse concentrado en sus
ojos, que lanzaban sin cesar, á Celeste y Adelardo,
miradas amenazadoras; pero los dos jóvenes, embria­
gados con su dicha ni reparaban en ellas siquiera.
El juez selló las puertas de la bodega, y dirigié­
ronse todos al comedor.
—¿Tiene usted algún pariente en la Habana, se­
ñorita?—preguntó el juez á Celeste.
—No, señor,—contestó la joven.
—Entonces, interinamente, quedará usted deposi­
tada en mi casa; ha solicitado usted el amparo de la
ley,- y la ley no desatiende nunca á aquél que á ella
acude. Dispóngase para seguirnos.

XIV

Mientras Celeste cambiaba su traje de casa por


otro de calle, el juez selló todas las puertas y muebles ^
y llenó todas las formalidades de rúbrica en semejan­
tes casos.
Una vez hubieron concluido tales diligencias, dis­
puso que los detenidos, esto es, doh Cesáreo, Gruiller-

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760 SOR CELESTB

món y Cayita subieran con los guardias en un carrua­


je que había á la puerta; él, con el escribano, Celeste
y Adelardo, dirigióse á otro que había parado un poco
más lejos.
Dentro de aquel carruaje, aguardaba una mujer:
era Dolores, la catalana.
—¡Dolores!—exclamó Adelardo, abrazándola.—
¿Es usted á quipn debo mi libertad?
—¿No le debo yo á usted mi vida, — replicó Do­
lores;—justo es que intente pagar la deuda.
—¿Pero cómo supo usted dónde me encontraba, y
cómo ha podido salvarme?
—Es una historia muy larga de contar. ¡Han su­
cedido tantas cosas desde que no nos vemos! Lo prin­
cipal es que ya está usted libre y que también está li­
bre esta señorita por la que tanto me intereso.
—¡Por mí!—exclamó Celeste sorprendida.—¿Usted
se interesa por mí?
—Se interesa otra persona, que para el caso es lo
mismo.
—Luego, usted y esa persona son las que me es­
cribieron...
—Sí, y las que hemos hecho llegar su denuncia á
manos de la justicia.
—¡Oh, gracias! Sin usted ¿qué hubiera sido de
nosotros?

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 701

Y estrechaba con efusión entre las suyas, las ma­


nes de Dolores.

XV

El coche paró en la Habana, delante de la escri­


banía. Allí estaba aguardando ya el que conducía á
los detenidos.
Tomáronse á unos y otros las primeras declaracio­
nes, y concluidas éstas, don Cesáreo, Cayita y Grui-
llermón, fueron conducidos á la cárcel, donde queda­
ron incomunicados.
Como hemos dicho, Celeste fué depositada en el
domicilio del juez; en cuanto á Adelardo, llevóselo Do­
lores, dejando al juez las señas de su domicilio.
—¡Tener que separarnos!—exclamó Adelardo con
tristeza, al despedirse de Celeste.
—¡Qué remedio!—repuso ésta con melancolía.—
Pero, al fin, parece que Dios se ha apiadado de nos­
otros... ¡valor!... El hará que pronto nos reunamos
para no separarnos nunca.
—¿Podré verte?—preguntó con ansiedad el ena­
morado joven.
Celeste consultó con la mirada al juez. Este sonrió
bondadosamente, y dijo:
—Ahora no hay que pensar más que en reponerse
tomo i 96

Biblioteca
762 SOR CELESTE

de los dolores y de los martirios sufridos; ya habrá


tiempo para todo.
Adelardo y Celeste, dirigiéronse una mirada de re­
signación.
La joven, abrazó á Dolores, y le dijo al oído:
—Cuídelo usted mucho: ¡el pobre ha sufrido tanto!
Dolores la tranquilizó con una sonrisa.
—¡Adiós!—exclamó por última vez Celeste.
—¡Adiós!—repuso él.
Y separáronse, dirigiéronse una tierna y cariñosa
migada.
Los dos tuvieron el mismo pensamiento: que su
felicidad no era completa; pues si bien se veían libres,
de nuevo la fatalidad los separaba.

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CAPITULO XLVIII

La sorpresa de Alberto.

EGÚN estaba convenido, Alberto fué por


la tarde á la quinta para acompañar á
la Habana á su futura esposa y á su
cómplice. ^ ,
Sin saber por qué, el joven iba preo­
cupado, pensativo.
No tenía motivos para estar inquie­
to, puesto que todo había salido á medida de sus de­
seos, y sin embargo, sentíase receloso, impaciente,
desconñado.
Y era que él mismo no acertaba á comprender
tanta súerte como le acompañaba^ en sus planes.
Al fin. Celeste había cedido, al fin iba á ser
suya...

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764 SOR CELESTE

Ser suya la joven, era realizar su doble sueño de


ambición y de amor, era entrar en pleno dominio de
aquella cuantiosa dote que había despertado su codi­
cia desde el primer instante, era salir de apuros, era
tener dinero á mano otra vez, y poder reanudar su
vida de disipación y placeres, y era además, poseer la
única mujer que había conseguido turbar la paz de su
alma, indiferente hasta entonces á todo lo que pudie­
ra parecerse á amor, era sujetarla á su voluntad, era,
en fin, el éxito feliz que había soñado para su em­
presa.
y habíalo conseguido todo esto con tanta facili­
dad, con tan pocos esfuerzos y con tan escasos sacri­
ficios, que le parecía mentira, y dudaba de la misma
realidad y hasta temía involuntariamente, que todo
ello no fuera más que una pesada broma, una juga­
rreta de la casualidad, del destino, de la caprichosa
fortuna.
Por eso dudaba, por eso se estremecía al solo pen­
samiento de que todo aquello se disipase, se desvane­
ciese al tocarlo, como se disipan y desvanecen al des­
pertar, las quiméricas y fantásticas imágenes de un
sueño.
* II

Al acercarse á la quinta y notar la quietud, la so­


ledad y el silencio en que la casa estaba sumida, dió-

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 765

le un vuelco el corazón y presintió una desgracia.


Clavando las espuelas en los hijares del noble
bruto que montaba, lanzóse como una exhalación por
el ancho camino, sombreado por hermosas palmas
reales, que conducía hasta el edificio.
Al llegar ante éste y ver las puertas y ventanas
herméticamente cerradas, sus temores aumentaron y
murmuró estremeciéndose:
—¿Qué significa esto?... ¿Se habrán marchado sin
esperarme?... ¿Pero por qué, no siendo aún la hora
convenida?...
Un pensamiento cruzó por su imaginación, y como
respondiendo á él, añadió con voz amenazadora:
—¡Pobre de don Cesáreo si me ha hecho traición!...
¡El no sabe las armas con que cuento para destruirlo,
y anularlo!... ¡Se ha engañado si ha creído que es co­
sa fácil burlarse de mí.
Nervioso ó inquieto, apeóse del caballo, y ya te­
nía cogido el aldabón para llamar á la puerta, cuando
sus ojos fijáronse en los sellos que el juez había puesto
en ella.
Por grandes que fueran su valor y su presencia de
ánimo, no pudo menos de lanzar una exclamación de
sorpresa.
—¡Los sellos del juzgado!—murmuró con voz tem­
blorosa.—¿Luego todo se hq descubierto?... ¿Qué ha
sucedido aquí?... ¿Correré yo algún peligro?...

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1
766 SOE CELESTE

III

Esta idea le impresionó y le hizo mirar á su alre­


dedor con inquietud y recelo; pero pronto se repuso
y prosiguió:
—¡No!... ¡Yo en peligro!., ¿y por qué?... Todo es­
to puede ser consecuencia de algún asunto puramente
particular de don Cesáreo... ¡Debe tener ese hombre
una vida privada tan llena de misterios!... Y después,
aun que corra algún peligro, hay que afrontarlo...
Sin conocerlo, mal podré defenderme...
Después de reflexionar un momento, anadió:
—Lo primero es averiguar lo que aquí ha sucedi­
do... Veamos si hay algún criado que pueda referír­
melo.
Dió la vuelta al ediflcio, llamó á los pabellones y
escudriñó por todas partes, pero ,inútilmente pues no
encontró á nadie ni nadie contestó á sus repetidos lla­
mamientos.
—¡No importa!—exclamó cuando se hubo conven­
cido de la inutilidad de sus pesquisas,—¡yo he de sa­
berlo!... Tal vez en algún bohío próximo...
Sin aguardar á más, montó de nuevo en su caba­
llo y dirigióse á la ventura á campo atraviesa, bal­
buceando con voz ronca y acento reconcentrado;

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 767

—¡Si ya decía yo que todo marchaba demasiado


bien, y que era mucha suerte lograr mis propósitos
tan á poca costa!

IV

Al cabo de unos minutos de marcha, Alberto dis­


tinguió á pocos pasos un bohío, medio escondido en
un grupo de palmeras y arbustos.
Hacia él dirigió su cabalgadura.
A medida que se acercaba, parecíale que aquel
sitio no le era por completo desconocido.
Al llegar junto á él, vió sentados á la puerta un
hombre y una mujer, y al mirarlos, exclamó:
—¡Ya lo creo que conozco esto! Como que aquí
fué donde me trajo aquel bribón para que hablá­
ramos la noche que nos conocimos.
Y en efecto, aquel era el bohío de Tera y Polonio,
y ellos, el hombre y la mujer que había sentados á
la puerta.
La mulata y su esposo, que lo habían visto llegar
y le habían reconocido, levantáronse y saliéronle al
encuentro.
—Buenas tardes, amigos,—dijo Alberto, echando
pie á tierra.
—Buenas tardes, mi amo, — le contestaron ellos,

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. 768 SOR CELESTE

saludándole con la mayor consideración y respeto.


—¿Viene usted á buscar á Agustín?—le preguntó
Tera mirándole de un modo significativo. '
—No,—repuso Alberto;—vengo á buscaros á vos­
otros.
Tera y Polonio miráronse con alegría.
No ignoraban que el joven tenía la buena costum­
bre de pagar bien los servicios que se le hacían y
puesto que iba á buscarles, no era aventurado supo­
ner que se les presentaría ocasión de ganar algunos
pesos.
—El amo dirá en qué podemos servirle,—dijo
Polonio sonriendo.
Por toda contestación, Alberto dirigióse á la casa
y entró en ella... Tera y Polonio, le siguieron después
de haber atado el caballo debajo del cobertizo.

—Vamos á ver, — empezó diciendo Alberto, des­


pués de haberse sentado:—¿sabréis decirme lo que ha
sucedido en ese ingenio que se ve allá, á lo lejos, me­
dio oculto entre aquellas palmeras?
—¿En ese ingenio donde habitaban un señor y
una niña, los dos españoles?

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 769

—El mismo.
Polonio, que era el que antes había hablado, se
llevó una mano á la cabeza, movió ésta repetidas ve­
ces, y al fin, con cierto aire de vacilación, dijo mirán­
dole fijamente:
—¿Es el amo, amigo de aquellos señores?
—Sí, y por lo mismo quiero saber lo sucedido con
la mayor claridad,—replicó Alberto.
—Es el caso que...
—¡Acaba!
—Mire, mi amo; nosotros sabemos muy poca cosa.
—Bueno, ¿y qué es lo que sabéis?
—Pues sabemos...
—Déjame á mi contarlo—le interrumpió Tera,
que hasta entonces había permanecido callada;—tú
no acabarías nunca.
—¡Vamos, di!—exclamó Alberto impaciente.
—Pues es el caso,—dijo la mulata,—que en ese
ingenio estaba colocado Domingo.
—¿Y quién es Domingo?
—Un conocido nuestro.
—Sigue.
—Hará cosa de una hora que se presentó aquí y
nos dijo:—«¿No sabéis una cosa?»—«¿Qué?—le pregun­
té yo»—«Pues que á mi amo se le han llevado preso.»
—¡Preso!—exclamó Alberto con asombro.
TOMO 1

Biblioteca N.
770 SOR CELESTE

Y reponiéndose de su sorpresa, preguntó al punto:


—¿Y qué más?
—Nada más.
—¿No os dijo la razón por la cual habían prendido
á su amo?

VI

Tera consultó á Polonio con la mirada y respon­


dió:
—Si que nos lo dijo... Y vaya; al amo hay que re­
ferírselo todo. Pues verá usted: según nos refirió Do­
mingo, en ese ingenio tenían escondido á un joven,
pero tan bien escondido, que todos los de la casa lo
ignoraban; sólo lo sabían el amo y Guillermón, un ne­
gro que aquél tenía á su servicio. Por lo que Domin­
go pudo enterarse de la conversación del juez, la seño­
rita descubrió el encierro del joven, y como al parecer
era su novio, avisó á la justicia, ésta se presentó esta
mañana en el ingenio, puso al joven en libertad, y se
llevó presos al amo á Guillermón y á una negra que
servía de doncella á la señorita. A Domingo también
se lo llevaron y hasta le hicieron declarar, pero como
no sabía nada, lo dejaron libre otra vez, y entonces
fué cuando él vino á contarnos lo que sucedía: esto
es, todo lo que sabemos, mi amo.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 771

-Y la señorita, ¿dónde está?—preguntó Alberto.


-Pues la señorita parece que está en casa del
juez.
—¿Presa también?
—No; sino que como aquí no tiene familia...
—¿Y es eso todo lo que sabéis?
—Todo.

VII

Alberto se quedo un instante pensativo, y Tera y


Polonio, le oyeron exclamar en voz baja, como si ha­
blase consigo mismo:
—¡Torpe! ¡más que torpe!... ¡Dejarse sorprender
de esa manera!... ¡Y luego se las daba de listo y pre­
visor como ninguno!... ¡Bien empleado le estará si le
condenan á presidio!
Después de un instante de reflexión, se puso de
pie.
—¿Se va ya el amo?—preguntó Polonio con ex-
trañeza.
—Sí,—repuso Alberto.
—¿Y no tiene nada que mandarnos?
—Nada.
Polonio y Tera, hicieron un gesto de contrariedad.

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772 SOR CELESTE

La ganancia conque habían soñado, se evaporaba


como el humo.
—Tomad,—dijo Alberto, tirando unas monedas de
plata sobre la mesa.
Tera se abalanzó sobre ellas con codicia.
—No digáis á nadie, aunque os lo pregunten, que
yo be estado aquí á adquirir noticias de lo ocurrido
en la finca de don Cesáreo de la Loma, — añadió el
joven.
—Está bien, mi amo, —repuso Polonio.
—Y si por casualidad veis á Agustín, decidle que
necesito hablarle lo más pronto posible.
—Se lo diremos.
Alberto salió del bohío, montó de nuevo en su ca­
ballo, y se alejó sin responder á los saludos de despe­
dida de Tera y Polonio.
Tan abstraído iba en sus meditaciones, que ni les
escuchó siquiera.
—Me parece que ha caído que hacer,—decía entre
tanto Tera á su compañero, mirando con ojos brillan­
tes al joven, que desaparecía poco á poco entre los
arbustos que rodeaban la casa.
Polonio hizo una señal de asentimiento, murmu­
rando en voz baja:
—¡Mejor!
Y ambos entraron en el bohío y pusiéronse á exa-

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 773

minar con codicia, las monedas que Alberto les había


dado.

VIII

El joven, abandonó las riendas de su cabalgadura,


y dejó que ésta marchase al paso por la estrecha sen­
da que conducía desde el bohío al camino del Veda­
do, mientras él se entregaba completamente á sus
pensamientos.
Las noticias facilitadas por Tera, bastábanle para
comprender y adivinar todo lo sucedido; hasta casi
podía reconstruir la escena.
—¡Todo se ha perdido! —murmuraba con ira:—¿y
por qué?... por la torpeza de don Cesáreo, por su falta
de previsión, ¡por su exceso de confianza...!
Y el desaliento y la contrariedad se retrataban en
su semblante.
De repente irguió la cabeza, exclamando:
—¿Y qué?... ¿Acaso por eso me he de declarar ven­
cido?... ¡No y mil veces no!... Celeste será mía, lo
será... aunque á ello se oponga el mundo entero...
¿No tengo yo en mi poder el cofrecito que contiene
las pruebas de que don Cesáreo no es el padre de Ce­
leste?... Esas pruebas son un arma preciosa en manos
como las mías... ¡Yo sabré sacar partido de ellas!

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774 SOR CELESTE

Volvió á dejar caer la cabeza sobre el pecho, y si­


guió pensando.
Sin duda combinaba algún plan atrevido, arries­
gado.
Tan pronto sus labios se. entreabrían con una son­
risa de satisfacción y de triunfo, como se obscurecía
su frente con sombras de inquietud y recelo.
—Es el único recurso que me resta,—balbuceaba,
como respondiendo á sus propios pensamientos,—pero
es muy aventurado. Hay que madurarlo, hay que
proceder con calma, con cautela, sin precipitación,
sin dar un paso en falso, porque sino... estoy perdido.
Y de nuevo volvía á abismarse en sus profundas
reflexiones.

IV

Al salir Alberto al camino del Vedado, era ya


completamente de noche.
El caballo tomó por instinto el camino que'condu­
cía á la Habana, pues Alberto iba tan distraído, que
lo dejaba marchar á su antojo.
Asi anduvo durante algunos minutos.
La noche era bastante obscura.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 775

La luna no brillaba en el firmamento, y el camino


estaba envuelto en sombras.
Embebecido en sus reflexiones, Alberto no se fijó
en un bulto que había escondido en unos matorrales y
que, al pasar él, saltó al centro de la carretera y se in­
terpuso á su paso.
Sólo se dió cuenta de ello, al notar que el caballo
se detenía bruscamente.
—¿Quién va?—exclamó, echando mano á uno de
sus bolsillos y sacando de él un pequeño revólver.
—No se asuste usted, amigo,—dijo entonces el
desconocido:—soy yo.
—¡Cómo! ¿es usted, Agustín?—exclamó Alberto
con alegría.
—El mismo, señor mío.
—¡Aun tengo algo de suerte!... Precisamente ne­
cesitaba verle.
—Y yo le estaba aguardando aquí, porque nece­
sito hablarle,—replicó Agustín.
—¿Es posible?
—Y tanto; ya lo ve usted.
—Hay novedades, que...
—Ya lo sé.
—Es que quizá usted se refiera á una cosa y yo á
otra.

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776 SOR CELESTE

—Puede.
—Salgamos de dudas, ¿qué es lo que tiene usted
que decirme?
. —Eche pie á tierra y escuche.
Alberto se apeó del caballo, los dos se apartaron
á una de las orillas del camino y comenzaron á hablar
con voz muy baja.

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CAPITULO XLIX

Buscando resolución.

ATAMOS ahora al encuentro de Adelardo,


que, como recordarán nuestros lectores,
se fue en compañía de Dolores la cata­
lana.
Esta lo condujo á uno de los barrios
más pobres y apartados y detúvose ante
'o' una casita de modesto aspecto á cuya
puerta había sentada una mujer pobremente vestida,
joven aún, pues sólo contaría de treinta y cinco á cua­
renta años marcada con ese característico aire de las
criollas, que impide confundirlas con las restantes
mujeres de la raza blanca.
Al ver llegar á Dolores y al joven, levantóse y
preguntó:
lOMO I 98

Biblioteca
778 SOR CELESTE

—¿Es esta la permnita que había de venir con


usted?
—La misma,—repuso Dolores.
Y sin dar más explicaciones, entró en la casa, ha­
ciendo seña á Adelardo de que la siguiese.
Ambos penetraron en una pequeña salita modes­
tamente amueblada.
—Aquí no tiene usted nada que temer,—dijo Do­
lores al joven, mientras cerraba la puerta;—está usted
en su casa... En vista de lo ocurrido, encontré pruden­
te abandonar el domicilio que ocupábamos antes.
Y ofreciéndole una silla, añadió:
—Siéntese y hablemos.
—Sí, hablemos,—repitió Adelardo sentándose: —
¡tengo tantas preguntas que hacerle!

II

Hubo unos instantes de silencio.


—Ante todo,—dijo Adelardo, después de una pau­
sa;—¿cómo pudo usted averiguar mi paradero?
—Nada más fácil,—contestó Dolores;—usted me
había referido sus amores con Celeste, por lo tanto,
ella era la guía indicada para llegar hasta usted.
—¿Y de qué medios se ha valido para salvarnos!...

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6 LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 779

Porque no comprendo cómo usted sola, y en la situa­


ción en que yo la dejé, ha podido...
—Eso no es del caso,—le interrumpió la catalana
sonriendo;—es una historia que le referiré cuando ten­
gamos menos cosas graves en que pensar que las que
tenemos ahora; por otra parte, cuando sepa usted lo
que sucede, no necesitará que yo le refiera nada pa­
ra adivinarlo todo.
—¡Lo que sucede!—exclamó Adelaide con extra-
ñeza;—¿pues qué sucede?
—Suceden cosas verdaderamente providenciales,
coincidencias que nos unen el uno al otro, más de lo
que ya nos habían unido la sinpatía, la gratitud y el
cariño.
—No comprendo...
—Es natural; si hasta después de saberlo, toda­
vía le parecerá imposible.
—¡Expliqúese usted! —exclamó el joven impa­
ciente.
—Escúcheme.

III

Dolores guardó silencio unos instantes, y luego,


empezó diciendo:

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780 SOR CELESTE

—Usted recordará que yo vine á la Habana con


el único fin de buscar á mi hija.
—Si.
—Pues bien, la he encontrado-
—¿La ha encontrado?
—Por fortuna.
—¿Y cómo?
—De la manera más extraordinaria. Encontré á
mi hija en la hermana de la caridad que me cuidó en
el lecho del hospital, donde caí herida de muerte.
—¿Es posible? — exclamó Adelardo con sorpresa.
—Si ya le he dicho á usted que los acontecimien­
tos que se han desarrollado desde que nó nos vemos,
abundan en coincidencias verdaderamente providen­
ciales,— replicóla catalana;—la menor es la que
acabo de referirle.
—Siga usted,—añadió el joven impaciente.
Dolores miró con fijeza á su interlocutor y le dijo:
—¿Sabe usted á lo que había venido mi hija á es­
tas lejanas tierras?
—Vendría, en cumplimiento de los deberes que le
imponía su estado.
—No, señor.
- -¿Entonces...?
—Vino, á cumplir la última voluntad de un hom­
bre que murió en sus brazos en el hospital de Barce­
lona.

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o LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 781

—¡En el hospital de Barcelona! —balbuceó Ade­


laide estremeciéndose:—¿y esa voluntad era...?
—Entregar un cofrecito que contenía unos docu­
mentos.
La emoción de Adelaide iba en aumento.
—¿Y á quién había de entregar ese cofrecito? —
preguntó con ansiedad.
—¡Admírese amigo mío!... A su amada de usted.
—¿A Celeste?
—Sí.
—¿Luego era ella?
—¡Cómo! — exclamó la catalana, sin comprender
la exclamación del joven.
—Sí,—agregó Adelaide;—yo sabía que una per­
sona había de traer esos documentos y entregarlos á
Celeste, porque por razones que no es del caso expli­
car, yo llegué tarde á Barcelona para recogerlos de
manos del propio interesado... ¡Pero cómo había de
suponer que su bija de usted fuese la portadora del
cofrecito!... ¡Tenía usted razón al decir que ha habido
coincidencias verdaderamente providenciales!

IV

Adelaide calló unos momentos y á su memoria


acudió el recuerdo del padre de Celeste, de aquel in­

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782 SOR CELESTE

feliz que le había escrito desde el lecho de un hospital,


para que fuese á recoger las pruebas de que su amada
no era hija de aquel miserable á quien ella llamaba
su padre y á quien el mundo reconocía como tal.
—¡Entonces estamos salvados!—exclamó con ale­
gría;—teniendo en nuestro poder ese cofrecito, Celes­
te es libre... ¡Nada tiene que temer de don Cesáreo!
Fuá tan triste la expresión del rostro de Dolores
al escuchar estas palabras, que el joven no pudo me­
nos de fijarse en ella y preguntar.
—¡Qué! ¿acaso ese cofrecito...?
—Nó está ya en nuestro poder,—contestó la ca­
talana con tristeza.
—¡Cómo!
—Nos lo han robado.
—¡Robado!—.repitió Adelardo con desesperación.
—No todas las coincidencias nos han sido favora­
bles... algunas nos han sido adversas...
—¡Diga usted pronto!... ¡Por piedad!—le inte­
rrumpió el joven:.—¿dónde está el cofrecillo?
—Lo ignoramos.
—¡Oh!... ¡Con que es decir que la infortunada Ce­
leste no ha de poder escapar de las garras de ese mi­
serable que ha pretendido sacrificarla á su ambi­
ción!... Porque ahora quedará momentáneamente li­
bre, puesto que él será condenado; pero... ¿y des­

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORXzÓN 783

pués?.... Y sobre todo: ¿cómo probar que no es su pa­


dre?
Y dejó caer la cabeza sobre el pecho, como muestra
de dolor y abatimiento.

—¡Valor!—dijo Dolores acercándose á él, cogién­


dole una mano y estrechándola con cariño entre las
suyas:—Oiga usted lo ocurrido.
Hizo una pequeña pausa, y después prosiguió:
—El primer cuidado de mi hija al llegar á la Ha­
bana, fué entregar el cofrecito á la persona á quien
iba destinado, averiguó su paradero y apresuróse á
cumplir su misión. Pero los enemigos de Celeste, que
ignoro por qué medio, descubrieron el objeto de su
viaje, le prepararon una emboscada, fué llevada con
engaño á un bohío próximo al ingenio donde ha per­
manecido usted encerrado y donde Celeste habitaba,
y allí le robaron, el sagrado depósito del infeliz padre.
—¿Pero quién?—preguntó Adelardo con desespe­
ración.
—Un miserable que obraba, no por cuenta propia,
si no por cuenta de quien lo había comprado; ¿y sabe
usted quién era ese miserable?

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784 SOR CELESTE

El rostro de la catalana al decir esto, expresaba


el terror y el espanto.
Adelardo sorprendido, no se atrevió á interro­
garla.
—Aquel miserable,—prosiguió Dolores, procuran
do serenarse,—era el padre de mi hija.
El joven la miró, temiendo que se hubiese vuelto
loca.
—Sí; el padre de mi hija,—repitió ella,—á quien
yo no había visto desde hacía muchos años.
—¡Qué cúmulo de casualidades!—-murmuró Ade­
lardo pensativo.
—Pues aún hay más,—añadió Dolores;—la pro­
videncia hizo que yo me hallase presente en aquel te­
rrible momento; Agustín me reconoció, y ciego de ira,
de rencor y de cólera, hundió su puñal en mi pecho,
poniéndome á las puertas de la muerte.
—i Jesús!—exclamó el joven horrorizado.
—Sin embargo; aquella herida es el único favor
que á ese hombre debo; si no me hubiese herido, ni
me habrían llevado al hospital ni habría encontrado
á mi hija ni hubiese dispuesto de medios para sal­
varle á usted ni estaríamos ahora todos reunidos para
luchar y defendernos juntos contra los miserables,
que no contentos con atentar contra nuestra felici­
dad, atentan también contra nuestra vida. Aquí tiene

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 786

usted á grandes rasgos el relato de todo lo sucedido;


ahora, dígame si no se ve en todo ello la mano de la
providencia.

VI

A delardo habíase quedado profundamente pensa­


tivo.
Dolores le contemplaba con inquietud y tristeza.
—Es necesario á toda costa recuperar ese cofre-
cito,—exclamó el joven de repente, irguiendo la ca­
beza con resolución.
—¿Cómo?
—No lo sé, pero lo recobraremos... ¡Es la base de
la felicidad de Celeste!
—¿Y qué piensa usted hacer para recuperarlo?
—Lo ignoro... Lógicamente pensando, ha de estar
en poder de don Cesáreo... ¿quién sino él había de
estar interesado en que desapareciera?
—Es verdad.
—Lo que temo es...
^—¿Qué teme usted?—interrogó la catalana.
—Que haya destruido las pruebas que contenía.
—¡Quién sabe!
—Por el pronto, aquí lo que precisa es buscar al
que lo robó, al padre de su hija de usted.
TOMO 1 99

Bibliota
786 SOR CELESTE

—¡A Agustín!'—exclamó Dolores estremeciéndose.


—Sí.
—¡No por Dios!... usted no sabe lo que es ese
hombre... usted no sabe á lo que se expone...
—No importa.
—Pero...
—Es preciso; él solo puede decirnos por encargo
de quién verificó el robo.
—No lo dirá.
—Lo veremos. ,
—La catalana movió la cabeza con aire de duda.
—Yo sabré obligarle á que lo diga,—añadió el jo­
ven con firmeza.

VII

—Hay un inconveniente,—dijo Dolores, después


de una pequeña pausa.
—¿Cuál?—preguntó Adelardo.
—¿Dónde encontrar á Agustín?
—¿Usted no ha vuelto á tener noticias suyas?
—No.
—¿Luego se ignora su paradero?
—En absoluto.
Adelardo reflexionó unos instantes.
—Ya tengo la manera,—dijo de repente.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 787

—¿Cómo?—interrogó con ansiedad la catalana.


—¿Usted recuerda dónde está el bohío en el que
se desarrolló la terrible escena que me ha referido?
—Sí.
—¡Entonces estamos salvados! Yendo al bohío,
sabremos probablemente dónde se encuentra Agustín,
y una vez encontremos á Agustín, sabremos dónde se
halla el cofrecito.
—¿Y será usted capaz de ir á meterse en la misma
guarida de esos bandidos? —preguntó Dolores con es­
panto.
—¿Y por qué no?—repuso Adelardo con tranqui­
lidad.
—Es expuesto...
—El hombre no debe retroceder nunca ante el pe­
ligro.
—'8in embargo...
—Toda reflexión es inútil,—replicó el joven con
entereza;—lo exige la felicidad de Celeste, y ante eso
no hay razón alguna que me detenga. Obraré con cal­
ma, con juicio, tomando todas las precauciones posi­
bles, pues por desgracia, he podido convencerme por
mí mismo, de cuánto valen la libertad y la vida, y no
quiero exponer imprudentemente la una y la otra;
pero no me detendré ante ningún obstáculo: estoy re­
suelto á todo.

Biblioteca Nacional de España


788 SOR CELESTE

Dolores comprendió que era inútil todo cuanto hi­


ciese, para disuadirle de aquella idea, y permaneció
callada.

VIII

—¿Cuándo podré ver á su hija de usted?—pregun­


tó Adelardo.
—Cuando quiera,—contestó Dolores.
—Necesito que me dé algunos detalles.
—La estoy aguardando; vendrá á saber el resulta­
do de nuestra empresa... Porque á ella es á quien de­
be usted en primer término la libertad.
—A ella... y á usted.
—Sí, á las dos; pero á ella principalmente; yo por
mí sola no hubiese podido hacer nada.
—¡Cuánto tengo que agradecerles!—exclamó el
joven con ternura.
— Hemos cumplido con nuestro deber,—replicó la
catalana.—Yo estaba obligada con usted por la gra­
titud; mi hija estaba obligada con Celeste, por el ju­
ramento hecho á un moribundo. Débiles mujeres. Dios
ha protegido nuestros esfuerzos, en gracia sin duda
á la buena intención que nos guiaba... ¡Ojalá siga
protegiéndonos á todos igualmente en lo sucesivo!

Biblioteca Nacional de España


ó las mártires del corazón 789

—¡Nos protegerá!—replicó Adelardo con entusias­


mo.—¿Cuento con usted para todo?
—¡Para todo!
—El proyecto que abrigo es arriesgado, lo reconoz­
co... Le temo, no por mí, sino porque si me ocu­
rriera algo... ¿qué sería de la desdichada Celeste?...
Contando con usted y con su hija, ya no la dejo sola,
ya sé que hay quien vele por ella si yo le falto...
Esto me anima y aumenta mi valor y mi energía. Por
de pronto, lo primero es visitar ese bohío, saber el pa­
radero de Agustín y recuperar ese cofrecito; después...
¡después qué sé yo los peligros y los sinsabores que nos
estarán reservados!... Pero no importa; todo lo ven­
ceremos; el corazón me dice que la felicidad nos
aguarda... ¡Bien merecida la tenemos después de tan­
tas penas!... Nada hay eterno en este mundo, ni la
dicha, ni la desgracia, ¿Nosotros hemos sufrido hasta
ahora la segunda?... pues nos toca comenzará disfru­
tar de la primera .. ¡Al fin ha sonado para nosotros
la hora de la felicidad y la ventura!

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CAPITULO L

Otra vez victima y verdugo

la mañana siguiente, Adelardo desper­


tó sobresaltado al oir unos golpecitos
discretamente dados en la puerta de
la habitación que le habla sido desti­
nada.
Precisamente estaba soñando que
permanecía aún tendido sobre el hú­
medo y frió pavimento de la horrible cueva en la que
don Cesáreo le había tenido encerrado durante tanto
tiempo, así fue, que al abrir los ojos y sentir en su
cuerpo el suave contacto del modesto; pero limpio le­
cho en que estaba acostado, no pudo darse cuenta al
pronto de lo que le sucedía ni del sitio donde se en­
contraba.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 791

Nuevos golpes dados en la puerta con alguna más


fuerza que los primeros, acabaron de despertarle, y
frotándose los ojos, exclamó:
—¿Quién es?
—Soy yo 'Adelardo,—le contestó desde fuera la
voz de Dolores.
—Aguarde usted un poco,—añadió el joven;—voy
á levantarme y le abriré en seguida.
Y echándose fuera del lecho, se vistió precipitada­
mente.
Poco tiempo empleó en su tocado.
Cuando estuvo vestido, abrió la puerta y Dolores
penetró en la estancia, diciendo:
—Buenos días.
—Buenos días,—repuso el joven.

II

Pasado un instante, la catalana añadió:


—Dispense usted que haya venido á despertarle,
pero como es ya muy entrada la mañana y á lo que
creo no conviene perder el tiempo...
—Ha hecho usted muy bien,—le interrumpió el
joven;—le aseguro que no soy perezoso;—pero estaba
tan cansado... y luego hacía ya tanto tiempo que no
dormía en una cama...

Biblioteca Nacional de España


792 SOR CELESTE

—Y qué, ¿ha dormido usted bien?


—Perfectamente, ¿y usted?
—Yo no he podido pegar los ojos en toda la noche.
—¿Y eso?—interrogó Adelardo con interés, fiján­
dose en que Dolores estaba mucho más pálida que de
ordinario.—¿Se sienta usted mal?
—No, mal no.
—¿Entonces...?
Dolores miró á su interlocutor con tristeza, y re­
puso:
—No he podido apartar un instante de mi memo­
ria lo que ayer hablamos y lo que usted se propone.
—¿Y es eso lo que le ha impedido dormir?—replicó
el joven con cariño.
—^Sí, señor; puede usted creerlo. Y mientras más
pienso en ello, más me parece una locura; por eso ve­
nía á...
. —¿A qué?
—A pedirle que desista de ir al bohío en busca de
Agustín.
—¡Imposible!—exclamó Adelardo con firmeza;—
iré... ¡Estoy resuelto!
■—¿Pero no comprende usted que ir es entregarse
á esos miserables?—dijo la catalana estremeciéndose.
—Tomaré precauciones.
—No basta... ¡Usted no sabe de lo que son capa­
ces los hombres como ellos!

Biblioteca Nacional de España


O LAS MÁR11RES DEL CORAZÓN 793

—¿Qué quiere usted que haga entonces?... ¿que


renuncie por completo á recuperar ese cofrecillo que
tanto importa á Celeste poseer?
—Eso de ningún modo.
—Pues no comprendo...
—Mire usted, A delardo,—añadió Dolores bajando
la voz, como si fuese muy importante lo que iba á
decirle;—esta noche pasada, mientras daba vueltas
en el lecho sin poder dormirme, por más esfuerzos
que bacía, ocurrióseme una idea que puede conciliario
todo.
—¿Y esa idea...?
—Es la siguiente.

III

La catalana se acercó al joven, y bajando aun


más la voz, prosiguió:
—Agustín es un miserable; pero hay que suponer,
que al robar el cofrecito, no obraba por cuenta pro­
pia, sino por cuenta ajena.
—Sin duda,—afirmó Adelardo.
—Pues bien: ¿qué demuestra esto? Demuestra que
se trata de un hombre que, por el dinero, es capaz de
cualquier cosa.
—Conformes, pero no veo...
tomo i 100

Biblioteca Ni
1
794 SOR CELESTE

—Paciencia, que pronto acabo. Un hombre que


obra impulsado por el interés, se vende á aquel que
más dinero le ofrece. ¿Pues por qué nosotros no lo
ofrecemos á Agustín para que nos devuelva el cofre-
cito, más dinero que el que le hayan dado por robarlo?
—No está mal pensado,—murmuró Adelardo pen­
sativo.
—¿Verdad que he tenido una buena idea?—excla­
mó la catalana con alegría.
—Hay una dificultad,—replicó el joven.
—¿Cuál?
—¿Cómo encontrará ese hombre? Al fin y al cabo,
aunque sea para ofrecerle dinero, habrá que ir á bus­
carlo al bohío.
—Por eso, no se apure usted,—repuso Dolores;—
yo me encargo de traerle á esta casa.
—¿De qué manera?
—¡Qué sé yo!... Valiéndome de mi astucia... En
fin, ya verá usted como viene.
—¡Conque es decir,—replicó Adelardo,—que por
alejar el peligro de encima de mi cabeza, lo llama so­
bre la suya... Porque usted lo ha dicho antes; ese
hombre es capaz de cualquier cosa... él mismo lo de­
mostró atentando contra su vida de usted... No puedo
consentir de ningún modo que de nuevo comprometa
su existencia.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 795

—Pero...
—No insista usted, Dolores, porque no he de con­
sentirlo; sería demasiada abnegación por parte de us­
ted y demasiado egoísmo por parte mía.

IV

Los dos hablaban cerca de una ventana que daba


á la calle.
De repente, Dolores lanzó un débil grito, y co­
giendo á Adelardo por un brazo, exclamó con voz
temblorosa y agitada:
—¡Mire usted!.,. ¡Mire usted!
—¿El qué?—preguntó el joven sin adivinar la cau­
sa de aquella repentina emoción. '
—¿Ve usted á aquel hombre que se pasea por allá
enfrente y que mira hacia aquí de vez en cuando?
—Sí.
—Pues es él.
—¿Cómo él?
—¿Es Agustín!
—¿Agustín?
Y fué á acercarse más á la ventana para verlo me­
jor, pero Dolores le contuvo, diciendo:
—¡Cuidado!... No se asome usted; no conviene
que le vea.

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796 SOR CELESTE

—¿Por qué razón?


—¡Sabe Dios las intenciones que le traerán por
aquí! Por que no le quepa á usted duda; ronda esta
casa... Eso es que sabe que yo estoy en ella.
Y los dos, medio ocultos tras la cortina, permane­
cieron contemplando con ansiedad á Agustín; porque
la catalana no se había equivocado: Agustín era el
hombre que paseaba por allí enfrente, rondando
aquella casa.

Después de un instante de silencio, Dolores excla­


mó con resolución:
—¡Dios, sin duda, nos lo envía! Ahora ya no hay
necesidad de ir á buscarlo, puesto que lo tenemos
aquí, voy á bajar á hablarle:
—No lo consiento,—replicó Adelardo;—bajaré yo.
—Déjeme usted á mí,—repuso la catalana;—á
usted no le conoce y tardarían mucho tiempo en
entenderse; yo en cambio, averiguaré en unos cuan­
tos minutos si podemos ó no podemos contar con él.
—Pero eso es una imprudencia, un peligro que no
quiero que usted arrostre...
—Ahora no hay cuidado .. ¿no ve usted quo es de
día y pasa gente por la calle?... Los criminales buscan

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 797

siempre para herir, la soledad y la sombra; á la luz del


día, todos pierden su valor y su audacia.
—Sin embargo...
—Déjeme usted, repito; hay que aprovechar la
ocasión... Así se evita que tenga usted que ir á bus­
carlo al bohío, que era lo que á mí me aterraba.
Aguárdeme usted aquí; pronto vuelvo... Sobre todo,
no se asome usted á la ventana ni dé señal alguna
de su presencia: sería lo bastante para despertar en
él la desconfianza. Hasta muy pronto.
Y sin dar lugar á que la detuviese, salió de la ha­
bitación, cerrando tras sí la puerta.
Adelardo quedó junto á la ventana, mirando con
ansiedad á la calle, dispuesto á acudir en auxilio de
Dolores á la más insignificante señal de alarma.
Agustín seguía paseándose por la acera de enfren­
te, con aire preocupado y receloso.

VI

La catalana salió á la calle y avanzó hacia el cen­


tro de ella, aparentando no haber notado la presencia
de Agustín.
Este, por el contrario, en cuanto la vió salir dejó
de pasearse y quedóse mirándola fijamente, al par

Biblioteca Nacional de España


798 SOR CELESTE

que en sus labios se dibujaba una sonrisa de triunfo.


Dolores siguió acercándose á él, como si aún no le
hubiera visto. '
Cuando la tuvo ya á su lado, Agustín extendió
un brazo y apoyando una de sus manos sobre un hom­
bro de la catalana, la dijo con la mayor naturalidad:
— ¡Buenos días, Dolores!
Esta fingió asustarse al reconocerlo, lanzó un pe­
queño grito y hasta hizo ademán de huir; pero él la
detuvo, diciéndole:
—No te asustes, que no voy á hacerte nada malo.
—Es que... te he visto así tan de repente... ¿Me
espiabas quizá?
—Sí.
—¿Luego sabes donde vive?
—Yo sé siempre todo lo que me conviene saber,—
repuso Agustín sonriendo.—Ahí tienes por qué la
persona que se propone engañarme se lleva chasco.
Te lo advierto para que estés prevenida.

Vil

Dolores se estremeció.
Aquellas palabras, dichas con tanta indiferencia y
acompañadas de una sonrisa, pareciéronle una ame­

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 799

naza. Sin embargo, procuró serenarse, y afectando


tranquilidad, dijo:
—Me alegro de haberte encontrado.
—¿Tú á mí?—preguntó Agustín con desconfianza.
—Sí.
—¿Y por qué causa?
—Porque necesito hablarte.
—¿Para qué?
—Para decirte una cosa que te interesa.
Agustín contempló á su examante con inquietud
y recelo, y después de una breve pausa, le dijo con
acento amenazador:
—Te advierto, que si me preparas una mala juga­
da, saldrás perdiendo; bien sabes que yo no soy de
los que se dejan sorprender fácilmente, y por una mu­
jer mucho menos.
—Nada tienes que temer,—replicó la catalana;
—ya ves, estoy sola......En todo caso, yo debería ser
la que sintiese desconfianza.
—Bueno; nunca estorba que estés advertida. Aho­
ra, veamos qué es lo que tienes que decirme...¡Aca­
ba pronto!
—¿Tienes prisa?
—No.
—Es que nuestra conversación ha de ser larga.

Biblioteca Nacional de España


800 SOR CELESTE

—No le hace.
—Siendo así...
—¡Habla de una vez!—exclamó Agustín impa­
ciente.
---- Escucha,—repuso Dolores. »

Biblioteca Madona! de España


CAPITULO LI

Explicaciones.

EAMOS ahora por qué Agustín se en­


contraba en aquel sitio, como si hu­
biese adivinado que Dolores necesi­
taba verle y se hubiera apresurado á
complacerla.
Nuestros lectores recondarán que
la noche anterior le dejamos en el ca­
mino del Vedado, hablando con Alberto; pues bien,
como esto necesita igualmente su explicación, retro­
cedamos algunas horas.
La tarde del día en que Adelardo y Celeste fueron
arrancados por la justicia de las garras de don Cesá­
reo, encontrábase Agustín en un inmundo tabernucho
situado en uno de los barrios extremos de la Habana.
tomo i c 1'"” c- 101

Biblioteca
802 SOR CELESTE
1
Sentados al rededor de una mesa inmediata á la
suya, varios negros, entre los cuales figuraba José,
el calesero á quien nuestros lectores conocen, entre­
teníanse jugando á las cartas los miserables ahorros,
fruto mezquino del trabajo ó del robo.
Agustín, sin hacer caso de los gritos y algazara
que movían sus vecinos, hallábase entregado á la lec­
tura de uno de los periódicos publicados aquella
tarde.

II

De repente, Agustín hizo un movimiento de sor­


presa y murmuró en voz baja:
—¿Qué demonios es esto?
Y siguió leyendo con más atención que antes.
La causa de su sorpresa era una extensa gacetilla
en la cual se daba cuenta detallada de lo ocurrido
pocas horas antes, en la quinta ó ingenio que servía
de habitación á don Cesáreo y Celeste.
Como el suceso era en verdad interesante, tanto
por su carácter novelesco cuanto por la clase de per­
sonas entre las que se había desarrollado, los perio­
distas habían hecho verdaderos prodigios de actividad
para proporcionarse noticias, y el relato era bastante
completo. Después de referir punto por punto todo lo

Biblioteca Nacional de España


o LAS MARTIRES DEL CORARON 803

sucedido y de presentar con los más negros colores el


tipo de don Cesáreo, verdugo de la bella Celeste y del
infeliz Adelardo, hacíase mención de una pobre mujer
llamada Dolores la catalana, á la cual se atribuía un
papel importantísimo en aquel misterioso aconteci­
miento.
Esto fué lo que desde el primer instante despertó
en Agustín la curiosidad y la extrañeza.
Leyó la gacetilla con atención dos ó tres veces,
como si no diera crédito á lo que leía, y luego, guar­
dándose el periódico en el bolsillo, tiró unas monedas
sobre la mesa y se dispuso á salir.
—¿Te vas?—le preguntó José el calesero.
—Sí,—contestó él secamente.
—¡Tan pronto!
—Cada uno se va cuando le da la gana.
Y sin dignarse añadir más explicaciones, salió de
la taberna, mientras José se decía en voz baja:
—Se me figura que no tardará éste mucho tiempo
en necesitar mis servicios.
Y sonriendo ante la sola idea de volver á ganar
algunos pesos, siguió jugando.

III

Cuando Agustín salió de la taberna, dirigióse ha­

Biblioteca Nacional de España


804 SOR CELESTE

cia el camino del .Vedado; pero dando un gran rodeo,


á fin de no tener que atravesar por el centro de la po­
blación.
Caminaba muy despacio, con la cabeza caída sobre
el pecho y con aire preocupado y pensativo. De vez
en cuando se detenía un instante, y luego continua­
ba su camino.
Al fin, las sombras que obscurecían su frente, se
disiparon en parte, y sonriéndose murmuró:
—Bien sabía yo que el asunto del cofrecito traería
cola., pero nunca pensé que fuese una cola tan larga
y tan provechosa.
Hizo una breve pausa, y luego prosiguió:
—Lo primero es ver á ese Alberto, porque él es el
único que puede darme las noticias que necesito... el
único que puede decirme donde está Dolores... Ade­
más, puede ser que le hagan falta mis servicios... y
como los paga bien... La verdad es que esto me ha
venido á pedir de boca... ¡No tengo un cuarto!... ¡El
maldito juego se me llevó en pocos días todo cuanto
gané en el negocio del cofrecillo!... Puesto que se me
presenta ocasión de reponer la bolsa, hay que apro­
vecharla.
Detúvose como si una duda entorpeciese el curso
de sus reflexiones, y después de meditar unos instan­
tes, continuó, cambiando de tono:

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 805

—Es necesario proceder con calma para no embro­


llarse, no sea que por quererlo todo, todo lo pierda.
Vamos por partes: primero he de entenderme con ese
joven, con Alberto... por él tendré cuartos y tendré
las noticias que necesito; después... después he de ha-
bériñelas con Dolores... Porque sería una tontería de­
jarla escapar, teniendo, como al parecer tiene, tanto
dinero... ¡Si yo sospeché bien al sospechar que no ve­
nía tan pobre como aparentaba!... La curandera á
quien preguntó las señas del camino del Vedado, le
oyó sonar dinero en el bolsillo, y aunque así no fuera,
basta saber que está metida en el lío ese de Celeste,
que la justicia ha descubierto esta mañana y en el
que según los indicios, desempeña ella uno de los pa­
peles más importantes, para comprender que han de
pagarle bien sus servicios... Y siendo ella rica; ¿no
es una injusticia que yo sea pobre?
Sonrióse de una manera particular y siniestra, y
luego añadió:
—¡El dinero de Dolores, será mío!

IV

Era ya casi de noche, cuando llegó al camino del


Vedado.

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806 SOR CELESTE

—Puesto que es necesario ver á Alberto,—dijo


en voz baja,—lo mejor es aguardarle aquí. El no deja
de pasar por este sitio ni una sola tarde... Ninguno
mejor para hablarle.
Y deslizándose por la orilla del camino, se escon­
dió tras unos matorrales.
Allí permaneció un gran rato.
—¿Habrá pasado ya?—murmuró con impaciencia.
—¡Pero ca, imposible! Todos los días pasa mucho
más tarde.
Revistióse, pues, de paciencia y siguió esperando.
De pronto se dió una palmada en la frente y ex­
clamó con enojo;
—¡Torpedo mí!... ¿Para qué esperar que venga,
si él mejor que nadie sabrá lo que ha pasado en el in­
genio?... Tendré que procurar verle en otro sitio.
Y con la contrariedad retratada en el semblante,
salió de su escondite.
Ya había echado á andar, cuando oyó á su espalda
el galope de un caballo; se detuvo, escuchó atenta­
mente y volvió á esconderse, diciendo;
—¿Será él?
En efecto él era, y nuestros lectores recordarán
que le dejamos hablando con Agustín á la orilla del
camino, en uno de los capítulos anteriores.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 807

Veamos ahora qué fuó lo que hablaron.

Agustín fue el primero en tomar la palabra.


—Me he enterado,—dijo,—de todo lo sucedido
esta mañana en esa quinta de ahí cerca, á donde us­
ted acostumbraba ir todas las tardes.
—Y bien...?
—Al enterarme he venido, porque he supuesto ne­
cesitaría usted mis servicios.
Alberto miró á su interlocutor fijamente.
—¿Y de dónde sacas,—replicó con recelo,—que
yo pueda estar interesado en nada de lo que en esa
quinta puede haber ocurrido?
—Nada más natural,—repuso Agustín,—por algo
quiso usted que me apoderara de aquel coírecito que
llevaba grabado el non^bre de Celeste, es decir, el
mismo nombre de la señorita á quien la justicia ha
emancipado de la tiranía de un hombre, que al pare­
cer pasa por su padre sin serlo, ¿Me cree usted tan
tonto que no me fijara en esta coincidencia?
—No, ya veo que no tienes nada de tonto... ¿Y
cómo te has facilitado esas noticias?
—Por los periódicos...

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808 SOR CELESTE

—¿Los periódicos dicen...?


—Los de esta tarde cuentan el caso con todos sus
pelos y señales; hablan de Celeste, de don Cesáreo,
de Q-uillermón, de Adelardo, de Dolores la catalana...
—¿Dolores la catalana?—exclamó Alberto con ex-
trañeza.
—Sí, la que les aguardaba en el coche... la que se­
gún parece se ha llevado al novio de Celeste á vivir
con ella...

VI

Alberto habíase quedado pensativo; viendo que no


decía ni una palabra, Agustín, dijo:
—Usted dirá, pues, lo que ha de hacerse.
—¿Luego insistes en creer que yo necesito de ti?—
replicó Alberto.
—Claro está.
—¿Y por qué causa?
—Porque usted me lo ha dicho.
-¿Yo?
—Sí, señor; al verme ha exclamado usted: me ale­
gro encontrarte, porque necesitaba verte. ¿Para qué
había de necesitar ver, un hombre como usted, á un
hombre como yo, sino para mandarle algo?
—¡Es verdad!—repuso el joven, sonriendo.

Biblioteca Nacionai de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 809

—Pues por lo mismo... Y como usted paga bas­


tante bien los servicios, y yo necesito dinero, y tengo
demostrado que sirvo para todo, aquí estoy para ha­
cer lo que me mande.
La franqueza de Agustín, lejos de animar á Al­
berto, parecía inspirarle inquietud y sospechas; el
bandido, que lo comprendió así y que estaba resuelto
á alcanzar del joven las noticias que necesitaba á cer­
ca de la catalana, añadió cambiando de tono:
—Hablemos con claridad. Usted desconfía de mí,
y á fe que no tiene motivos. ¿No le serví fielmente en
el negocio que me encomendó?
—Sin duda.
—Después de aquello, ¿he dicho yo esta boca es
mía?
—No.
—Pues entonces... ¿por qué no me dice usted:
tienes razón, me han birlado á Celeste, y necesito que
me ayudes á recuperarla?
—Pues bien, sí,—repuso Alberto con resolución;
—es verdad cuanto dices... Después de todo, ¿qué
importa que estés más enterado de lo que yo su­
ponía?... Así obrarás con conocimiento de causa. Es­
cucha bien lo que voy á decirte.

TOMO 1 102

Biblioteca Nacional de España


810 SOR CELESTE

VII

Agustín dispúsose á no perder ni una sola de las


palabras del joven, y éste, prosiguió de esta manera:
—Ante todo, hay que averiguar el paradero de
una persona. .
—¿De Celeste?... Está depositada en casa del juez;
así lo dice el periódico.
—Me elegro saberlo,—murmuró Alberto;—pero no
me refería á Celeste.
—¿A quién entonces?—preguntó Agustín con ex-
trañeza.
—A Adelardo.
—¡Adelardo!... ¿Pues no sabe usted que está en
compañía de Dolores la catalana?
—Bien; pero ¿dónde está esa Dolores la catalana?
—¿Usted no lo sabe?
—¡Si no la conozco siquiera!
Agustín no pudo disimular la decepción que le
causaban estas palabras; como que había confiado ob­
tener noticia de Dolores por Alberto, y se encontraba
con que éste sabía menos aún que él. No obstante,
dominó su contrariedad y dijo:
—De manera, que lo que hay que hacer por aho­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 811

ra, es averiguar el paradero de Adelardo y Dolores,


¿no es así?
—Eso es,—repuso Alberto.
—Corriente. ¿Qué indicios puede usted darme pa­
ra encontrarlos?
—Ninguno.
—¡Demonio! Así es mucho más difícil.
—Pues es menester encontrarlos,—replicó el jo­
ven.
—Los encontraremos,—repuso Agustín con segu­
ridad.
—Te advierto que urge muchísimo.
—¿Para cuando necesita usted esas noticias?
—Para mañana.
—Pues las tendrá usted mañana mismo
—¿Con seguridad?
—Con toda seguridad.
—Me parece que te comprometes demasiado,—di­
jo Alberto;—¿tú sabes las dificultades con que puedes
tropezar?
—Para una voluntad firme y enérgica como la mía
no hay dificultades,—replicó Agustín con orgullo.
—Mañana lo veremos.

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812 SOR CELESTE

VIII

Alberto dispúsose á montar de nuevo en su caba­


llo dando por terminada la conversación.
—¿No tiene usted nada más que mandarme?—le
preguntó Agustín.
—Nada más por ahora,—repuso el joven;—des­
pués..... ya veremos.
—¿Dónde hemos de encontrarnos mañana?
—Donde tú quieras.
—Donde usted diga.
—Pues en la calzada de San Lázaro.
—Muy bien. ¿Hora?
—Las once de la noche.
—A las once en punto estaré allí.
—¿Con las noticias que necesito?
—Con noticias exactas del paradero de Adelardo
y Dolores la catalana.
—Allá veremos. Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Alberto aplicó las espuelas á los hijares del caba­
llo, y éste partió al galope hacia la población.
Agustín vió alejarse al joven, y cuando hubo de­
saparecido, echó á andar diciendo:
—No hay tiempo que perder... Es necesario que

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 813

mañana á estas horas sepa yo donde viven esa mujer


y ese hombre... Así lo desea quién me paga...y así
conviene á mis intereses particulares.
Ya hemos visto que cumplió su propósito, puesto
que á la mañana siguiente, paseábase por delante de
la casa en que habitaban Adelaide y Dolores.

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CAPITULO LII

Astucia contra maldad.

XPLICADO ya en el capítulo anterior el


motivo de encontrarse Agustín delante
de la casa en que vivían Adelardo y
Dolores, reanudemos la interrumpida
conversación entre los antiguos aman­
tes.
La catalana empezó hablando de este
modo:
—¿Te acuerdas de la noche en que te vi casual­
mente en aquel bohío, después de tantos años de no
haberte visto?
—Sí,—respondió él, mirándola fijamente;—pero
¿á qué viene hablar ahora de eso?
—Es necesario que hablemos,—replicó ella con

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 815

gravedad; — aquella noche, procediste como lo que


eres, como un miserable.
—¡Dolores!—exclamó Agustín con enojo.
—No te alteres, que bien sabes que tengo razón
para decirte lo que te digo.
—Bueno;—murmuró él con voz ronca;—hay mo­
mentos en que un hombre se ciega, y no sabe lo que
se hace; y... Pero aquello ya pasó; no hay para qué
recordarlo... ¡Si vieras cómo me ha pesado, después
lo que hice!... Porque ¡qué demonio! al fin y al cabo
yo te he querido, te quiero todavía...
Dolores se estremeció é interrumpióle, diciendo;
—Dejemos eso á un lado.
—¿Te molesta acaso que te hable de mi cariño?
—Sí; hay cosas, que hasta por vengüenza, no de­
bieras atreverte á decírmelas... ¡Hablarme de tu ca­
riño, cuando quisiste matarme?
—Te repito que...
—No, no; no hablemos de eso...
—Bien, — repuso Agustín con acento reconcen­
trado;—hablemos de lo que tú quieras.

II

—Aquella noche,—prosiguió la catalana, después

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816 SOR CELESTE

de un corto silencio,—no fue el atentado contra mí,


el único crimen que cometiste; llevaste á cabo otro
más: un robo.
—¡Calla!—-exclamó Agustín cogiéndola fuerte­
mente por un brazo y mirando con recelo á su alre­
dedor.
—No temas,—añadió ella;—nadie nos oye. Pues
como decía, cometiste un robo y de ese robo es de lo
que quiero hablarte... Lo mío está ya olvidado.
—Y aún suponiendo que hubiese hecho lo que di­
ces,—replicó él con cinismo;—¿qué tienes tú que ver
con eso?
—Yo nada.
—¿Pues entonces...?
—Pero tiene que ver otra persona con quien aca­
so te conviniera entenderte.
—¿Quién es esa persona?
—Una que tiene mucho dinero.
—En eso no se parece á mí,—repuso el bandido
con sorna y mirando recelosamente á Dolores;—por­
que yo no tengo un cuarto.
—¿Tan mal te pagaron el robo del cofrecito?
—Mira, á mí no intentes sonsacarme, porque es
inútil,—dijo Agustín con violencia,—ni yo he roba­
do ningún cofrecito ni sé una sola palabra de cuanto
me dices.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 817

—Tú te lo pierdes,—repuso Dolores encogiéndose


de hombros.
—¿Qué es lo que yo me pierdo?
—El negocio que iba á proponerte.
—¿Tú ibas á proponerme un negocio?
—Sí, y un negocio que podía valerte mucho di­
nero.
El cómplice de Alberto, quedóse pensativo unos
instantes, durante los cuales contempló á la catalana
con desconfianza.
Luego, dijo:
—No quiero negocios propuestos por ti; sé lo bien
que me quieres, y no me fío.
—Pues entonces,—añadió ella, con acento en el
que se revelaba la contrariedad,—hemos concluido;
adiós.
E hizo ademán de retirarse.
—¡Aguarda!—exclamó Agustín deteniéndola con
violencia.
—¿Qué quieres?
—Yo también tengo que hablarte.
—¿Tú?
—Sí.
—¿De qué?
—De... nosotros mismos... Dejemos los asuntos de
los demás y hablemos de los nuestros.
TOMO I 103

Biblii
818 SOR CELESTE

III

Dolores aguardó á que su examante se explicara,


y éste, después de una breve pausa, dijo así:
—Yo he venido á buscarte, porque... la verdad,
porque quería que nos arregláramos.
—¿Cómo arreglarnos?
—Sí, mujer... hablando se entiende la gente... Yo
sé que hice mal, lo reconozco, lo confieso... pero aque­
llo ya pasó... y cuando dos personas se han querido
como nosotros nos quisimos... Y en fin, ya ves cuál
es mi situación: no tengo un cuarto, estoy en la mi­
seria... En cambió tú. . sé que tienes mucho dinero.
—¿Yo dinero?—exclamó la catalana con extra-
ñeza.
—Sí, Dolores, no me lo nieges; lo sé... Hasta los
periódicos hablan de ti y dicen que juegas un gran
papel en el asunto ese de Celeste... Y ya ves tú: eso
no lo harás sin que te valga buenos cuartos, porque
á ti, después de todo, ¿qué te importa esa señorita?
Una idea cruzó, rápida como un relámpago, por la
mente de la catalana, y gracias á ella, formó en el ac­
to un atrevido proyecto, que se apresuró á poner en
práctica.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 819

Con acento menos duro que el que había empleado


hasta entonces, replicó:
—Ya te he dicho que te equivocas, que soy tan
pobre como tú... Ayudo á esa señorita Celeste, es ver­
dad, pero sin interés; en fin, yo me sé por qué la ayu­
do. Pero supongamos que fuera cierto lo que dices...
que yo tuviese dinero: ¿y qué?
—Pues si fuera cierto, como lo es ¿qué más natu­
ral sino que me ayudes algo?... Y vaya, hablando sin
rodeos: á mi me importa poco que tengas cuartos ó
que no los tengas; lo que yo quiero es que olvides
todo lo pasado y que nos juntemos de nuevo como
si tal cosa.
Dolores se echó á reir.
—¿Te ríes?—le preguntó Agustín con estrañeza.
—¡Claro que me río!
—¿Y de qué?
—De eso que dices de que nos juntemos.
—¿Te figuras acaso que te engaño?... Te vas á
reir de mí, pero te aseguro, que todavía cuando me
acuerdo de otros tiempos, siento así una cosa como...
Vaya, que cuando el cariño es verdadero, como lo
era el mío, siempre queda algo de él por mucho tiem­
po que pase... Si yo ya no te quisiera, no te hablaría
como te hablo.

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820 SOR CELESTE

IV

La catalana se echó á reir de nuevo, y aparen­


tando una franqueza, que casi rayaba en cinismo,
replicó:
—Mira, Agustín: á mí no me vengas con esas co
sas, que ni tú las sientes ni me importa que las sien­
tas; nos conocemos demasiado á fondo para que po­
damos engañarnos, por lo tanto, vale más que hable­
mos sin embustes ni rodeos. Si tú quieres juntarte
otra vez conmigo, no es por cariño, sino por conve­
niencia, porque te figuras que tengo cuatro cuartos y
piensas:« ella me mantendrá y me dará para mis vi­
cios.» Ya ves si conozco tus intenciones. Pues bueno,
yo, que soy más franca que tú, voy á decirte por qué
no acepto tu proposición.
Agustín la miró con fijeza.
Dolores, prosiguió con el mismo tono:
—A mí me hace falta al lado, un hombre que me
dé sombra, que me ayude cuando caiga algún negocio,
porque hay cosas que no está bien que una mujer las
haga.
El recelo de Agustín, iba trocándose en extrañeza.
—Puesto que entre nosotros ha habido todo lo que

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 821

ha habido, ¿qué hombre mejor que tú para lo que yo


necesito?
—Pues entonces,—replicó él;—¿por qué te niegas
á que nos juntemos?
—¿Que por qué me niego? porque no me convie­
nes, porque tú no eres el que eras... Porque yo nece­
sito un hombre que sea capaz de todo, que sepa ga­
narse la vida, ó por lo menos que me ayude á mí á
ganar la de los dos... Y tú, por lo visto, no sirves
para nada... sino para maltratarme.
—¡Conque para nada!—murmuró Agustín, cuyos
ojos brillaron siniestramente.
—Para nada,—repitió ella,—Y sinó, á las pruebas
me remito. Te encargas de un negocio tan malo, como
el del robo de aquel cofrecillo, y te conformas con
que te paguen por él una miseria, que no basta para
sacarte de apuros, mientras que á los demás, puede
valerles muchos miles; te hablo yo de un negocio, un
buen negocio, y lo rehúsas por miedo, ó por descon­
fianza...
—¡Miedo yo!—exclamó el bandido con voz ronca.
—Miedo ó lo que sea,—agregó Dolores;—el caso
es que lo rehúsas; y francamente: así no se va á nin­
guna parte, y el hombre que yo necesito, ha de ir le­
jos, muy lejos... tan lejos como yo le diga. Ahí tienes
por qué no me avengo á juntarme contigo.

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822 SOR CELESTE

Agustín, que no dejaba de mirar ni un momento


á su antigua amante, le dijo con ironía:
—¿Sabes que has cambiado mucho desde que no
nos vemos?
—¡ A]^, hijo!—repuso ella sin desconcertarse;—la
necesidad enseña muchas cosas, y cuando la necesi­
dad aprieta...
—¿Luego por fin, confiesas que te vale una buena
ganancia el mediar en el asunto ese del cofrecillo?
—Tú tienes la culpa de que no me la valga.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Por qué?
—Te niegas á ayudarme. .
—No, mujer, no es que me niegue; pero como to­
davía no me has dicho de qué se trata...
—Como tú no has querido oirme...
—Tienes razón; es que creí que...
—¿Que te tendía algún lazo? "
—Eso mismo.
—¿Y con qué fin?
—Con el de vengarte. Como yo aquella noche me
cegué y te...

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 823

--Sí... SÍ...
— Pues por eso creí...
—Creiste mal,—le interrumpió la catalana son­
riendo;—el vengarse no proporciona dinero, y dinero
es lo que yo busco; soy ya muy vieja para pensar en
algo más.
—¡Cuando digo que pareces otra!—exclamó Agus­
tín, casi con entusiasmo.—Ahora sí que no desconfío
de ti; veo que somos de la misma madera. Con que
venga la explicación de ese negocio de que me habla­
bas, y yo te probaré que sirvo para mucho más de lo
que tú te figuras.
La catalana sonrió con satisfacción, mientras pen­
saba:
—¡Ya es mío!
Agustín entre tanto, decíase también:
—No me ha salido mal la cuenta. Puede que ese
negocio sea aceptable, y en cuanto á ella... ella aca­
bará por hacer lo que á mí me dé la gana... ¡Cuando
yo dije que su dinero sería mío!

VI

—Dolores refiexionó unos instantes, y luego dijo:


—Se trata aquí de recuperar unos papeles, que re­
presentan una fortuna.

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824 SOR CELESTE

—¿Y en dónde están esos papeles?—preguntó


Agustín.
—En el cofrecito aquel que tú robaste.
—¿De veras?—exclamó él.—¡Y no haberlo sabido!
—Te advierto,—se apresuró á decir la catalana,—
que esos papeles sólo tienen valor para una persona;
en manos de otro cualquiera no sirven para nada.
—¿Entonces...?
—Pero es, que á dicha persona, yo he sido quien
le ha revelado la existencia de esos papeles y quien le
ha prometido entregárselos, y ella en cambio, el día
que se los entregue, me dará en pago una cantidad:
¿comprendes ahora por qué te dije que de ti depen­
día el qüe ganara ó dejase de ganar el dinero que
tanta falta me hace?
—Ya entiendo, — repuso Agustín pensativo.
—Te repito,—añadió Dolores—que los tales pape­
les, en manos de cualquiera, no valen nada; por lo
tanto, si queremos sacar partido de ellos, hemos de
negociarlos con la persona por quien yo trabajo, es de­
cir, con la persona interesada en tenerlos.
—Pero entonces,—dijo él,—si esos papeles no tie­
nen valor ninguno, ¿por qué me hicieron á mí apode­
rarme de ellos, pagándome muy bien mi trabajo?
—Muy sencillo. Mira, voy á decírtelo todo: la per­
sona interesada, es esa señorita Celeste.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 825

—Me lo había figurado.


—Pues bien, hasta ayer por la mañana, Celeste de­
pendía en absoluto de un hombre que pasaba por su
padre, mientras que hoy, emancipada de ese hombre
y protegida por la justicia, es completamente libre.
De ahí que ayer esos papeles pudieran servir para
mucho y hoy no sirvan para nada.
—¡Ah, vamos! Ahora sí... ahora lo comprendo. Y
vamos á ver: ¿qué es lo que quieres que yo haga en
este negocio?
—¿Aún no lo has adivinado?
—No.
—¡Parece mentira! Pues lo que quiero es, que me
entregues el cofrecito, yo lo entrego á mi vez á la
persona que antes he dicho, ella me paga la cantidad
convenida, yo te doy á ti, como socio, la mitad de lo
que me pague, y en paz. ¿Qué te parece?

VII

Agustín se rascó la cabeza con ademán preocu­


pado, y balbuceó como si hablase consigo mismo:
—Sólo hay un inconveniente.
—¿Cuál?—preguntó la catalana, sin poder domi­
nar su ansiedad.
Tomo i F L 55 104

Biblioteca
1
826 SOR CELESTE

—Pues... que yo no tengo el cofrecillo.


—¿Quién lo tiene entonces?
—La persona que me pagó para que me apoderase
de él.
—¿Y quién es esa persona?
—Don Alberto...
—¿Don Alberto Mendi?
—¿Le conoces?—interrogó Agustín con descon­
fianza .
Dolores comprendió que había cometido una im­
prudencia, y trató de arreglarla diciendo:
—Le conozco, porque él es precisamente el que
pretendía casarse con Celeste, á pesar de ella no
quererle.
—Por eso, sin duda, se apoderó del cofrecillo; pa­
ra obligarla ¿eh?
—Precisamente; pero no para obligarla á ella.
—¿A quién, entonces?
—Al hombre que la servía de padre... Esos pape­
les, comprometían mucho á ese hombre, á don Cesá­
reo, ¿estás? Pues bien: don Alberto, sirviéndose de
ellos, obligó á don Cesáreo á que le ayudase á con­
vencer á Celeste de que se casase con él, ¿compren­
des?
—¡Ahora veo claro!—exclamó Agustín.
—Ahí tienes,— prosiguió la catalana,— porqué

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 827

esos papeles no sirven ya de nada á don Alberto;


como don Cesáreo está en poder de la justicia...
—Entonces, si no le sirven, los entregará fácil­
mente.
—¿Qué ha de entregarlos? ¿no ves que se compro­
metería? ¿Cómo explicar el que se encuentren en su
poder?
—¡Es verdad!

VIII

Hicieron una corta pausa.


De repente, Agustín exclamó:
—¡Adiós!
—¿Te vas?—preguntó Dolores sorprendida.
—-Sí; ahora ya sé cuanto necesitaba saber.
—Pero...
—Tendremos el cofrecillo con los pápeles.
—¿Cómo?—exclamó la catalana estremeciéndose.
—Eso es cuenta mía. ¿Dices que lo pagarán bien?
—Muy bien.
—Pues entonces, lo tendremos.
—¿Cuándo?
—Eso sí que no puedo asegurártelo. Sólo te diré
una cosa; que si puede ser hoy, no será mañana, y si
puede ser mañana, no será pasado. Sólo te advierto
una cosa.

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828 SOR CELESTE

—¿Cuál?
—Que té guardes muy bien de hacerme traición.
—¿Con qué objeto?—repuso Dolores palideciendo.
—Te lo digo por si acaso.
—Fía en mí.
—Quedamos pues,—dijo Agustín, tendiéndole la
mano á su antigua amante,—en que firmamos las pa­
ces.
—Aún no,—contestó ella, estrechando con repug­
nancia aquella mano.
—¿Te vuelves atrás?
—No; pero antes es preciso que me pruebes que
eres el hombre que yo necesito.
—¿Y cómo te lo he de probar?
—Trayéndome esos papeles de que te he hablado.
—Ya te he dicho que te los traeré.
—Lo veremos.
—Lo veremos.
Y los dos se separaron, convencido cada uno de
que había engañado al compañero.
Agustín desapareció por una de las boca calles in­
mediatas, y Dolores entró en su casa.

IX

Adelardo que había presenciado impaciente tóda

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6 LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 829

la anterior escena desde su cuarto, salió al encuentro


de la catalana.
—¿Qué hay?—le preguntó con ansiedad,
—¡Déjeme usted que me tranquilice un poco!—
exclamó la infeliz, dejándose caer en una silla,—¡No
puedo más!
—Pero...
—Para ganar su confianza, he tenido que fingirme
tan miserable como él, yo rebajarme hasta consentir
en ser su cómplice... ¡Qué vergüenza. Dios mío, qué
vergüenza!
—¿Pero qué le ha dicho?—-interrogó el joven, sin
poder dominar su impaciencia.
—Me lo ha dicho todo.
—¿Todo?
—Sí.
—¿Y el cofrecillo?
—No está en su poder.
—¿Quién lo tiene?
—Alberto Mendi.
—¿El que pretendía casarse con Celeste? '
—El mismo.
—¡Miserable!
—Sí; sí, señor, ese es el calificativo que merece:
¡miserable! El fué el que pagó á Agustín para que lo
arrebatara de manos de la hermana Paz... de manos

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830 SOR CELESTE

de mi hija, que por un sarcasmo de la suerte, es tam­


bién la hija de ese bandido.
—¡Parece imposible tanta infamia!—murmuró
A delardo con tristeza.

Calló el joven un instante, y luego añadió con


desaliento:
—Estando en manos de Alberto, ¿cómo apoderarse
del cofrecillo?
—Nos lo entregará el mismo Agustín,—replicó
Dolores.
—¿Es posible?
—Me lo ha prometido.
—¿Y á qué precio?
—Mediante la mitad de las ganancias que á mí
me reporte ese negocio y mediante mi reconciliación
con él. ¿No ve usted que yo me he presentado á sus
ojos como una miserable?
—¡Eso no puede ser! —exclamó Adelardo con
energía.—No debo consentir que usted se compro­
meta por nosotros hasta ese extremo.
—Desgraciadamente,—repuso la catalana con
tristeza—no hay otro remedio.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 831

—Sí que lo hay,—dijo el joven con aire de triun-


I
fo, después de unos momentos de reflexión.
—¿Cuál?
—Dar parte al juez de lo que ocurre, que haga un
minucioso registro en casa de Alberto, y de seguro
encontrará lo que deseamos.
—¡Es verdad!—murmuró Dolores con alegría.
—De esa manera,—añadió A delardo,—alcanza
mos dos cosas: la una, recuperar los documentos ence­
rrados en el cofrecillo, y la otra, quitar de en medio
á don Alberto lo cual equivale á desembarazarnos de
un enemigo; por que dicho se está, que al acusarlo de
un robo y encontrar en su casa el cuerpo del delito,
la justicia ha de detenerlo.
—Sin duda.
—Sí, sí, es lo mejor; ahora mismo voy á hablar con
el juez; no conviene perder tiempo.
La catalana había dejado caer la cabeza sobre el
pecho.
—¿No so alegra usted del buen resultado de nues­
tras gestiones?—le preguntó Adelardo, extrañándose
de verla tan preocupada.
—Sí,—repuso ella;—pero temo á Agustín... ¿Qué
hará cuando sepa que le he engañado?... ¡Tiemblo so­
lo al pensar en ello!

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832 SOR CELESTE

—Bien sabe usted que yo no quería que hablase


con él,—dijo el joven gravemente.
—¡Era preciso!
—De todos modos... ¡qué diablo!... Nada tiene us­
ted que temer. ¿Acaso no estoy yo aquí para defen­
derla? ,
Dolores sonrió tristemente, y Adelardo, después
de despedirse de ella con cariño, marchóse á casa del
juez con el doble objeto de hablarle y de ver á Ce­
leste.

Biblioteca Nacional de España


r:.;

CAPITULO LUI

Don Valentín.

UANDO el juez recibió aviso de que Ade-


lardo quería verle, encontrábase solo en
su despacho.
Sonrió bondadosamente y dijo al
criado:
—Que pase ese joven, y diga usted
á la señorita Celeste que venga.
Retiróse el criado, y don Valentín, que tal era el
nombre del juez, murmuró al quedarse solo:
—Si no supiese que se aman, este solo detalle me
lo haría sospechar... Toma mi nombre como escusa
para su visita... sólo para verla á ella... ¡Pobres mu­
chachos!
Y volviendo á sonreir, acomodóse en su sillón,
TUMO 1 105

Biblioteca A/a<
834 SOR CELESTE

gozando de antemano con la alegría que iba á pro­


porcionar á aquellos dos infelices, á quienes la desgra­
cia había combatido tan rudamente.
Con lo dicho, basta para retratar de cuerpo entero
al digno magistrado.
Era uno de esos pocos hombres, nobles bondado­
sos é inflexibles en el cumplimiento de su deber, pero
cuyo corazón no se había insensibilizado y endure­
cido con el espectáculo de tantas miserias, tantos crí­
menes y tantas desdichas como su profesión le había
hecho conocer.
Al contrario, siempre estaba su alma pronta á la
compasión y á la bondad, y hasta al interpretar la
ley, siempre templaba el rigor del castigo con la in­
dulgencia, sin salirse de la rectitud y la justicia.

II

Casi al mismo tiempo se presentaron en el despa­


cho Adelardo y Celeste.
El primero, por la puerta de la antesala; la se­
gunda, por otra que conducía á las habitaciones inte­
riores.
Al verse, ni uno ni otra fueron dueños de conte­
nerse y olvidándose de que no estaban solos, ni en

Biblioteca Nacional de España ,


6 Las mártires del corazón 835

SU casa, corrieron hasta encontrarse, cogiéronse de


las manos, y sonriendo con infinita alegría y dirigién­
dose una mutua mirada de amor inmenso, exclama­
ron al mismo tiempo:
—¡Adelardo!
—¡Celeste!
El juez les contempló sonriendo, y ellos, domina­
dos por la emoción que los embargaba, siguieron sin
darse cuenta de su presencia.
—¡Al fin has venido á verme!—murmuró Celeste
con ternura.
—¿Temías acaso que no viniera?—replicó Adelar­
do con el mismo tono.
—No; eso no... Tengo absoluta confianza en ti, y
sé que mi recuerdo no se habrá apartado ni un ins­
tante de tu memoria, como el tuyo no se ha separado
ni un solo momento de la mía.
— ¿Pues entonces.,.?
—Pero no sé, — añadió la infeliz con melancolía:
—ahora precisamente que somos libres y que no hay
obstáculo alguno que se oponga á nuestra felicidad,
siento unos sobresaltos, y unas dudas, y unos temo­
res... Sólo me tranquilizo cuando te tengo á mi lado...
En cuanto te alejas temo volver á perderte.
—Pues pronto estarán ustedes juntos para siem­
pre, y ya no habrá motivo alguno para sobresaltarse,

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836 SOR CELESTE

— dijo don Valentín, interviniendo en la conversa­


ción.

III

Ambos jóvenes volvieron la cabeza asustados, al


escuchar la voz del juez.
Celeste, lanzó un pequeño grito de sorpresa, y
Adelardo balbuceó confundido:
—Usted dispense, caballero... No habíamos visto
que estaba usted aquí.
—Me hago cargo,—repuso don Valentín sonrien­
do;—no estaban ustedes para ver á nadie; no estaban
más que para verse.
Y como notase que los dos inclinaban la cabeza
como avergonzados, añadió:
—No hay que avergonzarse por eso. ¡Nada más
hermoso que el amor,... cuando el amor es puro y
verdadero como el de ustedes!...
—¿Luego usted no se ha ofendido?—exclamó Ade­
lardo.
—¿Yo ofenderme?—replicó el juez;—¿por qué cau­
sa? Al contrario; me han proporcionado ustedes una
verdadera satisfacción. No soy tan egoísta que no me
haga gozar la alegría de mis semejantes.
—¡Qué bueno es usted!—exclamaron los dos jó-

Biblioteca Nacional de España


o LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 837

venes acercándose á él y estrechándole cada uno una


mano.
—Ni bueno ni malo,—protestó don Valentín rien­
do.—Recuerdo que yo también he sido joven y ahí
está todo el secreto de mi bondad. Por otra parte:
¿quién no siente simpatía hacia dos jóvenes como us­
tedes, que tan desgraciados han sido, mereciendo ser
tan dichosos? Pero vaya, ya no hay que hablar de eso:
las desgracias acabaron y ahora empiezan las felici­
dades; con que fuera inquietudes, y á disfrutar de la
dicha, que bien merecida la tienen. Vuelvan ustedes
á prescindir de mí, háganse cuenta, como se la hacían
antes, de que yo no estoy presente, y hablen con en­
tera libertad; mientras ustedes hablan, yo me entre­
tendré aquí, repasando estos papelotes, y ni me ente­
raré siquiera. Y miren ustedes qué casualidad: pre­
cisamente estos legajos son los antecedentes de un
crimen cometido por amor.

IV

Celeste y Adelardo estremeciéronse y miráronse


con espanto.
— ¡Qué contraste! —prosiguió el magistrado.—Ahí,
en ustedes, el amor que deleita, que ennoblece, que

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838 SOR CELESTE

eleva, que purifica, que conduce á la felicidad; aquí,


en estos legajos, el amor que rebaja, que hiere, que
enloda, que prostituye, que arrastra al crimen... ¡Y
luego vendrán á decirnos los filósofos que las mismas
causan producen siempre idénticos efectos!... ¡Y no
sólo nos lo dirán, sino que lo sentarán como principio
indiscutible, como ley inexorable!... Tratándose de
éste,—y señaló al corazón,—no hay ley ni principio
que valga; obra por sí, y ante sí, por su gusto, á su
capricho... ¡Así sale ello la mayor parte de las veces!
Pero en fin, dejémonos de filosofías, y á lo que impor­
ta: ustedes, á decirse ternezas, y yo á trabajar. Con
que no perdamos el tiempo.
Y el bondadoso don Valentín, arrellenóse de nuevo
en su asiento, y dirigiendo una última sonrisa á los
jóvenes, se dispuso á reanudar su trabajo.

Adelardo, á quien las palabras del juez habían de­


vuelto la serenidad, recordándole el objeto principal
de su visita, se acercó á la mesa y dijo:
—Usted dispense que le interrumpa. Agradezco
en el alma sus bondades para con nosotros, y estoy
dispuesto hasta á abusar de su condescendencia, pe­
ro... pero he venido á hablar con usted.

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ó LAS mIrtires del corazón 839

—¡Cómo! — exclamó don Valentín sorprendido;—


pues yo hice llamar á Celeste creyendo que... Porque
nada más natural sino que usted deseara verla. ¿Aca­
so he cometido una imprudencia?
—Nada de eso,—se apresuró á responder el joven;
—si usted no la hubiese llamado, yo le hubiera pedi­
do que lo hiciese.
—Menos mal. ¿Luego es de veras que tiene usted
que hablarme?
—Sí, señor.
—¿Y lo que tiene usted que decirme puede oirlo
esta señorita?
—¡Ya lo creo! como que á ella es á la que más in­
teresa.
—¿Ocurre alguna novedad? — preguntó Celeste
temblando.
—Ocurren varias y muy importante.
—¡Dios mío!—exclamó la joven con terror, cru­
zando las manos.
—No te asustes,—le dijo Adelardo;—las noveda­
des son satisfactorias.
—¿De veras?
—Tú juzgarás por ti misma.
—La suerte es loca,—agregó don Valentín:—aho­
ra les ha cogido á ustedes la racha de las felicidades,
como antes les cogió la de las desdichas. Vamos, em­
piece cuando guste.

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840 SOR CELESTE

—Escuchen ustedes,—repuso Adelardo.


Y le refirió con todos cuantos detalles poseía, la
historia de aquel cofrecito que encerraba documentos
tan importantes para Celeste, y cuya existencia ni
sospechaba la pobre joven.
Como confirmación de su relato, refirióles igual­
mente todo lo relativo á la carta que recibió del enfer­
mo del hospital de Barcelona, la cual no podía pre­
sentarla por haberla perdido la noche en que fuera
hecho prisionero por los secuaces de don Cesáreo, y
acabó suplicando al juez que hiciese un registro en
casa de Alberto, para recuperar aquellos papeles, que
eran la completa emancipación de Celeste del misera­
ble que hasta entonces había pasado por su padre.

VI

Durante el relato del joven, más de una vez acudie­


ron las lágrimas á los ojos de Celeste, que por prime
ra vez sabía su verdadera historia, y que daba gracias
á Dios desde el fondo de su alma, por los beneficios
con que la consolaba de sus pasados sufrimientos.
Cuando Adelardo hubo concluido de hablar, el
juez tendió sus manos á los dos, y les dijo con ter­
nura.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 841

—Hijos míos: la dicha de ustedes es mayor de lo


que yo pensaba. En todo lo que les sucede, se ve la
mano de la providencia... Ya no habrá ni una sola
nube que empañe el cielo de la felicidad que anhelan.
Ahora mismo voy á presentarme en casa de ese des­
dichado en cuyo poder está ese precioso cofrecillo. Lo
recuperaremos y en él se encontrarán las armas nece­
sarias para anular por completo á los enemigos de
ustedes... ¡Nunca me parece tan hermosa la justicia,
como cuando sirve para amparar á dos seres bue­
nos y desdichados!
Y sin pérdida de tiempo, comenzó á disponer todo
lo necesario para ir á casa de Alberto.

TOMO 1 106

Bibliotei
CAPITULO LIV

Alberto derrotado.

LBERTO habíase levantado, como de


costumbre, después de las doce de la
mañana y hallábase aún en su cuarto
acabando de vestirse, cuando un cria­
do entró azorado diciendo:
—¡Señor, señor!
—¿Qué hay?—preguntó el joven
con extrañeza.—¿Por qué entras aquí sin que yo te
llame y gritando y corriendo de ese modo?
—Es que...
—Acaba pronto.
—Es que está ahí, buscándole á usted...
—¿Quién?
—La justicia.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 843

II

Alberto dejó caer el peine con que arreglaba sus


cabellos delante del espejo, y exclamó con terror.
—¡La justicia!
—Sí, mi amo,—afirmó el sirviente con firmeza
que no dejaba lugar ó duda.
El joven se pasó la mano por los ojos, como para
convencerse de que no soñaba, y procurando domi­
narse, dijo:
—Pero... ¿estás seguro de lo que dices? ¿No te ha­
brás equivocado?
—No, mi amo,—insistió el criado con seguridad;
—lo vi bien. Cuando llamaron, dijeron: «abra usted
á la autoridad.»
Alberto miró á su alrededor con espanto, como si
buscase un punto por donde escapar, mientras con voz
trémula murmuraba:
—¿Qué es esto?... ¡Qué tiene que ver conmigo la
justicia!... ¿Me habrá comprometido aquel infame en
sus declaraciones?... ¡Pobre de él si tal ha hecho!.
—¿Qué hago?—preguntó el criado, mirando rece­
loso hacia la puerta.
—¿Vienen muchos?—replicó Alberto.

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844 SOR CELESTE

—Un señor, que debe ser el juez, y otros dos ca­


balleros.
—¿Han preguntado por mí?
—Sí, mi amo.
—¿Y qué les has dicho tú?
—Que estaba usted levantándose.
—¡Torpe!
El mozo miró á su amo triste y compungido, co­
mo disculpándose.
—Está bien,—añadió Alberto con resolución; —
que pasen á mi despacho; voy en seguida.

III

Salió el doméstico, y el burlado pretendiente de


Celeste, exclamó al hallarse solo.
—¡Hay que tener serenidad!... Después de todo
¿qué puedo yo temer?... ¡Nada!... Aun suponiendo
que don Cesáreo haya querido perderme y haya de­
nunciado nuestra complicidad: ¿cómo puede probarla?
El no puede decir otra cosa sino que yo aspiraba á
casarme con su hija; y pretender casarse con una jo­
ven, no es delito penado por el código...
Quedóse un momento pensativo, y luego prosi­
guió:

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 845

—Sin embargo, es particular que se presenten en


mi casa de este modo...
La idea de la fuga, se aferró de nuevo á su mente,
y de nuevo miró á su alrededor como buscando una
salida fácil.
—¡Sería una locura!—balbuceó tratando de con­
vencerse á sí mismo.—Huir, equivale á reconocerse
culpable... Y luego; ¿quién me asegura que no estén
vigilados los alrededores de esta casa?... No, no: bay
que dar la cara al peligro; es la única manera de con­
jurarlo.
Volvió á mirarse al espejo, compuso su semblan­
te de manera que no se conociese en él el terror que
le embargaba, y salió de su estancia, murmurando:
—¡Acabemos cuanto antes!
—Cuando entró en el despacho, había recobrado
aparentemente la serenidad, y su rostro aparecía
tranquilo y risueño como de ordinario.

IV

En el despacho le aguardaban don Valentín y


otros dos señores.
—Dispénsenme ustedes si les he hecho esperar,—
dijo Alberto con la mayor naturalidad del mundo.

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846 SOR CELESTE

Ó inclinándose cortésmente;—pero estaba ámedio ves­


tir, y por eso...
—Ya nos lo ha dicho su criado,—repuso el juez
con gravedad.
—¿Y puedo saber,—añadió el joven,—el motivo
de esta visita? Porque, francamente, no comprendo...
—Es muy sencillo,—contestó don Valentín:—ve­
nimos á verificar un registro.
—¡Un registro!
—A menos que usted no tenga la amabilidad de
entregarnos por sí mismo lo que buscamos... Con ello
se ahorraría usted y nos ahorraría á nosotros no po-
,cas molestias.
—Bien,—balbuceó Alberto,—que empezaba á per­
der de nuevo la tranquilidad;—¿pero qué es lo que
ustedes buscan?
—Unos documentos,—respondió el juez, mirán­
dole fijamente.
—¡Unos documentos! — repitió el joven palide­
ciendo.
—Sí.
—Pero... ¿qué documentos son esos?
—Los que contenía un cofrecillo que le fué arre­
batado á la hermana Paz.

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 847

El tiro fué tan directo y la entonación con que


don Valentín dijo estas palabras tan severa y tan gra­
ve, que Alberto no pudo disimular su emoción y su
espanto.
—¿Y ustedes sospechan... que esos documentos
pueden estar aquí?—murmuró con voz trémula y en­
trecortada,
—No lo sospecho,—replicó el juez, — sino que lo
afirmo.
—¡Señor mío!—exclamó Alberto, fingiendo una
indignación que no sentía y que no bastaba á disimu­
lar su miedo.
—No hay necesidad de alzar la voz ni hay motivo
para alterarse,—le interrumpió don Valentín con cal­
ma.—O tiene usted esos documentos, ó no los tiene;
si los tiene, los encontraremos y de nada le habrá
servido el exaltarse; si no los tiene, confesaremos
nuestro error y nada habrá usted perdido. En uno ú
otro caso, le recomiendo á usted la serenidad. Ahora
bien; ¿accede usted á entregarnos por sí mismo lo
que venimos buscando?
Alberto tardó en contestar, pero al fin, dijo con
acento reconcentrado:

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848 SOR CELESTE

—Ni yo sé nada de ese cofrecillo de que ustedes


me hablan, ni de esos documentos, ni de la hermana
Paz, ni...
—Empiecen ustedes el registro,—ordenó el juez
á sus acompañantes, los cuales se apresuraron á obe­
decerle.

VI

El miedo y el espanto se retrataban en el semblan­


te de Alberto.
Lo que menos podía esperar él, era que aquellos
papeles, que hasta entonces había tenido por arma
poderosísima para vencer y conseguir su intento, se
volvieran en contra suya para perderle, para anu­
larle.
No alcanzaba á comprender cómo habían podido
adivinar que él poseía aquellos documentos; y mien­
tras reflexionaba sobre todo esto, hecho un mar de
confusiones, veía con espanto cómo revolvían y re­
gistraban todos los muebles sin descuidar ni un rin­
cón.
Hasta entonces, el registro había sido infuctuoso.
Ni en la librería, ni en la carpeta, ni en un pe­
queño y artístico bureau habíase encontrado nada.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 849

Faltaban sólo los cajones de la mesa, pero estos


estaban cerrados.
—¿Quiere usted hacernos el favor de las llaves?—
dijo el juez á Alberto.
Mas como viera que éste no contestaba, añadió,
dirigiéndose á los que registraban:
—Descerrájenlos ustedes.
—No, no hay necesidad,—dijo entonces el dueño
déla casa, viendo que no había escape;—ahí están
las llaves.
Y sacándolas del bolsillo, las tiró sobre la mesa.

VII

En el cajón de enmedio, cuidadosamente envuelto


en unos papeles, estaba el cofrecillo.
Por el nombre de Celeste que llevaba escrito en
uno de sus lados, el juez lo reconoció en seguida.
Lo cogió, y mirando severamente á Alberto, le
dijo:
—Si usted nos lo hubiese entregado desde un prin­
cipio, no habríamos perdido tanto tiempo.
El interpelado inclinó la cabeza sobre su pecho.
Don Valentín abrió el cofrecillo.
Lo primero que encontró en él, fué un papelito en
el que había escritas estas palabras:
tomo i 107

Biblioteca A/a)
850 SOE CELESTE

«Notas y documentos importantes, relativos al


asunto de Celeste.»
Debajo de este papel había un pequeño paquete,
encima del cual se leía.
«Contenido de la cartera de Adelardo.»
El resto del cofrecillo lo ocupaban algunos pliegos
de diferentes tamaños.
—Hay más aún de lo que buscábamos,—dijo el
juez después de su ligero examen, y sonriendo con
satisfacción.
Y dirigiéndose á sus acompañantes, añadió:
—Cierren y sellen ustedes todos los muebles.

VIII

Cuando don Valentín vió cumplidas sus órdenes,


acercóse á Alberto y le dijo:
—Como este cofrecillo que acabamos de encontrar
en los cajones de su mesa, ha sido robado, me veo en
la precisión de detenerle á usted.
—¡Detenerme!—exclamó Alberto levantando la
cabeza y fijando en el magistrado sus ojos brillan­
tes y amenazadores.
—Sí,—replicó con severidad el juez;—tal es mi
obligación; por lo tanto, le intimo á que, en nombre de
la ley, se dé usted preso.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 851

De la garganta del joven se escapó un sonido ron­


co é inarticulado, que tenía mucho de rugido de fiera.
—¡Esto es un atropello!—balbuceó con voz entre­
cortada por la ira.
—Esto es cumplir lo que la ley ordena,—replicó
don Valentín sin alterarse.- Y ahora,—prosiguió con
naturalidad,—espero y le suplico que no me obligue á
adoptar medidas enérgicas de que únicamente echo
mano en el último extremo; así pues, dispóngase á se­
guirnos.
—¡Seguirles!—murmuró Alberto, desafiando al
juez con la mirada.
—Le advierto que toda resistencia será inútil,—
le dijo don Valentín;—abajo hay unos cuantos agen­
tes de policía prontos á llevarle á donde debe ir, aun­
que usted se oponga y se resista.

IX

El joven comprendió que no le quedaba otro reme­


dio que doblegarse á las circunstancias, y repuso con
voz ronca y acento breve:
—Nq me resisto... Vamos á donde usted quiera lle­
varme.
Salieron todos del despacho.

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852 SOR CELESTE

El juez ordenó á los agentes de policía que le


aguardaban en la calle, que se hiciesen cargo del cria­
do, para llevarlo á que prestase declaración.
Después de sellar las puertas de la casa, subió en
un carruaje con Alberto y los dos caballeros que le
habían acompañado en la diligencia que acababa de
realizar.
Don Valentín llevaba sobre las rodillas el precioso
cofrecillo, y contemplábalo sin cesar, pensando con
alegría, que en él se encerraba la felicidad de Celes­
te, de aquella hermosa y desdichada joven, que había
logrado interesar y conmover su bondadoso corazón.

Biblioteca Nacional de España


•Á

CAPITULO LV

En la cárcel.

Jj ESPUÉs de prestar declaración, como no


pudo encontrar manera de probar su
inocencia, justificando la posesión del
cofrecillo, Alberto fue llevado á la cár­
cel.
El joven había agotado sus últimos
recursos en los preparativos de la boda,
y no pudo ocupar uno de los calabozos de pago, así
íué que tuvo que ir al departamento común, al horri­
ble y asqueroso patio, donde se mezclaban y confun­
dían todas las miserias, todas las escorias del crimen;
inmundo estercolero donde fermentaban todas las po­
dredumbres del vicio.
Su instinto delicado y distinguido, no se resintió.

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854 SOR CELESTE

sin embargo, ante aquel horrible y repugnante espec­


táculo.
Contemplólo con tranquilidad, con indiferencia.
Su altivez y su energía, dominadas un instante
por el miedo y la sorpresa, habíanse sobrepuesto á las
circunstancias, devolviéndole toda su serenidad, todo
su valor, todo su dominio sobre sí mismo.
Amilanarse, equivalía á perderse, y él, que era
bastante filósofo para comprender que lo hecho no te­
nía ya remedio, miraba hacia delante, confiando en
que tarde ó temprano había de llegar el día, si no de
la rehabilitación, por lo menos de la venganza.
De aquí que aceptara su suerte, no ya resignado,
sino con altanería, con valor, con cinismo.

II

Los presos recibieron al señorito, como desde


luego le llamaron por Su aspecto distinguido y por la
fineza de sus modales, con explosión de burlas y de
bromas pesadas, depresivas, mortificantes.
Pero Alberto no necesitó mucho para imponerse,
y hacer que le respetaran y hasta que le temieran.
Pronto hizo comprender á sus compañeros que
tenían que ha bérselas conun señorito que no sea ve­

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o LAS MARllRSS DEL CORAZON 855

nía á soportar cierta clase de bromas, si no que por el


coptrario estaba dispuesto á devolverlas con creces y
hasta á castigarlas.
Alberto comprendió cuanto le convenía adquirir
cierto dominio sobre aquellos seres degradados y em­
brutecidos por el vicio y por el crimen, y á conseguir­
lo se dirigieron todos sus esfuerzos desde el primer
instante.
La empresa no era difícil.
Lo más peligroso, que era hacer valer su supe­
rioridad física, estaba ya conseguido.
Su superioridad intelectual sobre aquellos desdi­
chados, se impondría por sí misma.
Así fue, en efecto.
A las pocas horas de estancia en la cárcel, el se­
ñorito era respetado y temido por la mayoría de los
presos.
Ya no se reían de él, sino que los más temibles,
eran precisamente los que formaban su corte.

III

Al segundo día de hallarse preso, bajó Alberto al


patio y vió en uno de los ángulos un gran grupo del
que salían gritos, exclamaciones y carcajadas, y has­
ta algunos débiles y lastimeros gemidos.

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856 SOR CELESTE

Se acercó lleno de curiosidad á ver lo que era, y


no pudo contener un movimiento y una exclamación
de sorpresa al contemplar á don Cesáreo, pálido,
tembloroso y sobrecogido de espanto, en medio del
grupo de presos que le hacían blanco de sus bromas
y de sus burlas.
Alberto apartó violentamente á los que le cerra­
ban el paso, avanzó hasta llegar junto á su cómplice,
le puso una mano en el hombro, y con voz enérgica
y amenazadora, exclamó:
—El que le falte á este hombre, tendrá que en­
tendérselas conmigo.
Y desafió con la mirada á todos los presentes.

IV

Algunos presos refunfuñaron entre dientes una


protesta, que casi era una amenaza, pero nadie se
atrevió á desafiar la cólera de Alberto, y fuéronse re­
tirando poco á poco.
Solamente quedó uno; un negro: Gruillermón.
—¿No has entendido tú lo que he dicho?—añadió
Alberto, dirigiéndose á él.
— ¡Déjelo usted!—balbuceó don Cesáreo temblan­
do;—es uno de mis criados.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 857

—Es verdad,—repuso el joven fijándose en él,—


no le había conocido.
—¿Qué dices tú de criados?—replicó el negro, acer­
cándose más á su amo:—aquí todos somos iguales.
Alberto le miró de tal manera, que Gruillermón se
retiró, murmurando entre dientes palabras ininteli­
gibles.
—Es el peor de todos,—gimió don Cesáreo;—el
más cruel, el más insolente... ¡Qué rato me ban he­
cho pasar!
Y arrojándose en los brazos del joven, agregó con
efusión:
—¡Gfracias, amigo mío!... ¡Usted me ha salvado!...
¡Creí que me mataban!

Pasado un instante, don Cesáreo, repuesto ya de


su emoción y su sorpresa, exclamó con alegría:
—Pero ahora que caigo: ¿usted aquí?... ¿viene tal
vez á sacarme de este horrible patio?
Alberto se echó á reir.
—¡Sacarle!—repuso con ironía;—y á mí, ¿quién
me saca?
—¡Cómo! ¿está usted también preso?
TOMO I ... 108

Bibíh
858 SOR CRLRSTE

—¿Pues no lo está viendo? ¿Acaso había de


contrarme aquí por mi gusto?
—¿Es posible?—murmuró don Cesáreo en el C'>-v
de la sorpresa.
—¡Y tan posible!—replicó Alberto sonriendo.
—Pero ¿por qué le han prendido á usted?
El joven se encogió de hombros.
—Le aseguro,—prosiguió su antiguo córnpíj "-
que yo no he dicho de usted una sola palab 7 -.t
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—Lo sé, y ha hecho usted bien, porque de !■
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—Pues no me explico el motivo por el cual -
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VI

Viendo don Cesáreo que su compañero se cu ■‘« i


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continuar en sus preguntas, por miedo á disgu»*»

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858 SOR CELESTE

—¿Pues no lo está viendo? ¿Acaso había de en­


contrarme aquí por mi gusto?
—¿Es posible?—murmuró don Cesáreo en el colmo
de la sorpresa.
—¡Y tan posible!—replicó Alberto sonriendo.
—Pero ¿por qué le han prendido á usted?
El joven se encogió de hombros.
—Le aseguro,—prosiguió su antiguo cómplice,—
que yo no he dicho de usted una sola palabra; ni
siquiera le he nombrado en mis declaraciones.
—Lo sé, y ha hecho usted bien, porque de lo con­
trario...
—Pues no me explico el motivo por el cual se ha­
lla usted preso,—dijo don Cesáreo, cada vez más sor­
prendido y curioso.
—Ni hace falta que se lo explique usted,—repuso
Alberto con altanería;—el caso es que estoy aquí.
—Pero... ¿ha sido por el asunto de Celeste?
—Sí, por el asunto de Celeste ha sido.

VI

Viendo don Cesáreo que su compañero se encerra­


ba en una impenetrable reserva, no atreviéndose á
continuar en sus preguntas, por miedo á disgustar-

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i Biblioteca Nacional de España
...al contemplar á don Cesáreo, pálido, tembloroso y so-
breco^ido...
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(5 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 859

le, cosa que no le convenía necesitando como necesi­


taba de su protección y su defensa, dijo cambiando
de tono:
—¡Ya ve usted en lo que han venido á parar nues­
tras ilusiones!
—Este es el resultado de obrar sin la debida pru­
dencia,—repuso Alberto con sequedad.
—¿Dice usted eso por mí?
—¿Pues por quién he de decirlo?
—Es usted injusto, amigo mío; una desgracia, á
cualquiera le pasa, y usted sabe mejor que nadie,
que de lo que menos se me puede tachar á mí es de
imprudente.
—No hablemos más de eso,—replicó el joven;—lo
pasado ya ha pasado y nada se consigue con volver
la vista atrás... Hacia donde hay que dirigirla ahora
es hacia adelante, hacia lo porvenir.
—¡Lo porvenir!—repitió melancólicamente don
Cesáreo.—¿Qué es lo que puede guardar ya para nos­
otros el porvenir?
—¿Qué puede guardar?... ¡Nuestra venganza!
Los ojos de don Cesáreo brillaron, y su rostro ad­
quirió una expresión siniestra, espantosa.
—¡Es verdad!—murmuró con voz ronca y recon­
centrada.—¡Vengarse!... ¡Qué placer tan grande de­
be ser vengarse!

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SCO SOR CELESTE

VII

Alberto contempló á su compañero con satisfac­


ción, y tendiéndole la mano, le dijo:
—¡Veo que es usted todo un hombre!
Don Cesáreo sonrió hipócritamente.
—¡Nos han burlado!—prosiguió el joven:—¡nos
han vencido!... Pero que no se engrían con su triun­
fo... ¡Pobres de ellos el día que recobremos nuestra
libertad!
—¡Pobres de ellos!—repitió don Cesáreo.
—No se trata ya de nuestra ambición, se trata de
nuestra venganza, y la venganza no se satisface sino
aniquilando, destruyendo...
—Eso..^. destruyendo.
—¡Herir y matar es poco! El tránsito de la vida á
la muerte es tan corto, que no da espacio para sufrir
mucho... y yo q*uiero que sufran, que lloren, que pa­
dezcan un suplicio largo y terrible... ¡Qué mayor ven­
ganza y qué mayor suplicio que reducirles á polvo
esa felicidad que han levantado sobre las ruinas de
nuestra esperanza y nuestras ilusiones!

VIII

Don Cesáreo comtempló al joven con admiración.

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íl
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 861

Alberto, comprendiendo el significado de aquella


mirada, exclamó:
—¡No me creía usted así! ¿verdad?
Y acompañó su exclamación de una carcajada bru­
tal, cínica, siniestra.
Hubo unos intantes de pausa.
—Puesto que la ofensa ha sido común,—añadió
Alberto con gravedad,—común deben ser igualmente
el castigo y la venganza.
—¡Oh, sí!—repuso don Cesáreo con alegría.
—¿Unámonos, pues?
— ¡Unámonos!
—Desde este momento, una sola será nuestra as­
piración, y uno solo el fin hacia el cual dirijamos to­
dos nuestros esfuerzos: ¡vengarnos!
—¡Ah! sí; nos vengaremos.
Alberto sonrió y dijo con cinismo:
—Ahora sí que no hemos de temer traiciones el
uno del otro. Dos corazones no pueden unirse más
que por el amor ó por el odio: los nuestros están uni­
dos desde este instante por el odio común que senti­
mos y no hay miedo de que sean infiel el uno al
otro. Cada uno de nosotros, no se vengará por sí
sólo, sino por los dos... De esta manera, si el uno
muere, el otro realizará su venganza... ¿Lo promete
usted?

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862 SOR CELESTE

—¡Lo prometo! — respondió enérgicamente don


Cesáreo.
Y aquellos dos miserables, sellaron su convenio
con un apretón de manos.
—¡Pobre Celeste si los propósitos de sus enemi­
gos llegaban algún día á realizarse!

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CAPITULO LVI

Lobo contra lobo.

ASÓ cerca de un mes, durante cuyo tiem­


po, tanto Alberto como su cómplice don
Cesáreo, procuraron estar al tanto de lo
que ocurría respecto á Celeste y Ade-
lardo.
Las noticias que adquirieron no fue­
ron de gran importancia.
Celeste seguía depositada en casa del juez y el
joven la visitaba frecuentemente.
Tal estado de cosas, debía continuar hasta que se
viese y se fallase la causa instruida contra los dos
bribones y sus secuaces: el repugnante Guillermón y
la odiosa Cay it a.
Ya estaba terminado el sumario é iba á dar co-

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864 SOR CELESTE

mienzo el juicio oral y público, cuando ocurrieron los


hechos que vamos á relatar y que dieron al asunto
un nuevo é inesperado giro.

II

Paseábase Alberto una mañana por uno de los co


rredores déla cárcel, cuando apareció en él Gruiller-
món, que sacando del bolsillo del pantalón su negruz­
ca pipa de madera, comenzó á llenarla, á la vez que
decía parándose ante el joven:
—El señor Cesáreo, está enfermo ¿no lo sabía us­
ted?
Alberto se detuvo, diciendo:
—¿Enfermo? ¿y qué tiene?
—Esta noche pasada ha tenido una fiebre muy al­
ta... El médico de la cárcel dice que es cosa grave.
—¿Tanto?
—¡Vaya!... Entré á verle y no me ha conocido.
—¿Dónde está?
—Ahora en la enfermería... Allá se lo'llevaron
apenas le vi yo.
Alberto quedóse un momento pensativo.
Después murmuró como hablando consigo mismo:
—¡Bah! No será nada.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 865

—¿El mal?—preguntó Guillermón que había escu­


chado las anteriores frases.
—Sí; el mal—repuso el joven.
—Pues yo creo que no saldrá de esta.
—Pero ¿tan grave está?
—He dicho que sí.
Otra vez Alberto guardó silencio, y otra vez mur­
muró en voz baja:
—Si ese hombre se muriese...
Luego, preguntó en voz alta:
—¡Oye! ¿se puede pasar á la enfermería?
—Sin permiso creo que no.
—Pues entérate... Si se le puede ver, vená decír­
melo en seguida.

III

Guillermón fue á hacer la pregunta indicada por


Alberto y volvió al poco rato, diciendo:
—Me han dicho que no puede ser; que los presos
no podemos entrar en la enfermería sin permiso del
alcaide de la cárcel.
Alberto hizo un gesto de contrariedad y encogién­
dose de hombros, murmuró:
—Tanto me da... Por mí que se muera.
TOMO I 100

Bibliotec,
866 SOR CELESTE

Una sonrisa intencionada vagó por los labios del


negro.
Sin duda había oído las palabras del joven.
Este y Guillermón, continuaron hablando á los po­
cos momentos, á la vez que paseaban á lo largo del
corredor.
—¿Con que tan grave está?—preguntó Alberto.
—Ya dije que mucho,—contestó Guillermón.
—Sí, sí; ya sé... Hasta aseguraste que se moriría.
—Las fiebres que se han apoderado del señor Ce­
sáreo, pocas veces dejan de producir la muerte; sobre
todo, en los que no son naturales del país.
—Ya, ya,—murmuró el joven con aire pensativo.

IV

Poco más hablaron aquel día nuestros dos bri­


bones.
Por la noche supieron que la enfermedad de don
Cesáreo había adquirido alarmantes proporciones.
Al retirarse á dormir, Alberto preguntó á uno de
los carceleros.
—¿Tendría usted la bondad de decirme, cómo si­
gue don Cesáreo?
El preguntado, contestó:

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 867

—Los médicos han dicho que no llegará á ma­


ñana.
Nada más preguntó el joven y el empleado de la
cárcel desapareció por uno de los próximos rastrillos.
Alberto tumbóse en sü miserable petate, y durante
toda la noche permaneció despierto.
Las ideas que invadían su mente, le desvelaban.
Pensando en la probable muerte de su cómplice y
en Celeste, cuya imagen creía ver en las sombras de
aquel antro, evocada, sin duda, por el fuego de su
pasión, tan firme como irrealizable, dadas las presen­
tes circunstancias, pasó nuestro joven la noche.
He aquí cuales eran sus pensamientos:
—Si muriera don Cesáreo—decíase—es indudable
que este asunto tomaría un giro más conveniente pa­
ra mí... Dice el refrán, «que muerto el perro, se aca­
bóla rabia»; así pues, si don Cesáreo se muere. Celes­
te habrá quedado en libertad, y mis responsabilida­
des ante el tribunal, quedarán circunscritas al robo
del cofrecillo. Resumen; que me condenarán á un
par de meses de reclusión en esta cárcel y todo habrá
terminado.
Al llegar á este punto de sus refiexiones, recordó
á Celeste, y con Celeste á Adelardo, el infeliz enamo­
rado, por quien ella tanto había sufrido.
—Pero bien—continuó diciéndose Alberto— si me

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86S SOR CELESTE

condenan á dos meses de cárcel, cuando salga de


aquí encontraré á Celeste casada, pues dado el afán
que muestran los dos, por llegar á la meta de sus an­
helos, apenas hayan terminado la vista de la causa,
se unirán para siempre con los indestructibles lazos
del matrimonio... ¡Indestructibles!...—continuó pen­
sando Alberto, á la'vez que sonreía de una manera
siniestra—¡Ah, no!... ¡La muerte todo lo destruye!
Y revolviéndose en el lecho, como pudiera revol­
verse un reptil herido, murmuró:
—¡Celeste ha de ser mía, y ha de amarme, aun­
que á ello se oponga el mundo entero!

Atormentado por el despecho, pensando en la ma­


nera de conseguir la realización de sus afanes, á pesar
del estado en que se hallaba, vió Alberto llegar el
nuevo día y oyó el chirrido del cerrojo que cerraba la
puerta de aquel departamento.
Saltó apresuradamente del petate, y al ver entrar
al carcelero, dirigióse á él.
—¿Cómo gigue el enfermo?—le preguntó con an­
siedad.
—¿Quién? ¿el llamado don Cesáreo de la Loma?

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ó IAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 869

—Justamente.
—Ha muerto—contestó con sequedad el empleado.
Y sin agregar una palabra más, dirigióse á cum­
plir con sus deberes.

VI

Aquella tarde, Gruillermón y Alberto, encontráron­


se nuevamente en uno de los corredores de la cárcel.
Si preocupado estaba Alberto, más parecía estarlo
el cómplice de don Cesáreo.
—¿Sabes que ha muerto tu amo?—preguntó el jo­
ven al negro.
—Lo sé—contestó el aludido.
—¿Y no te alegra?
—¿Por qué había de alegrarme?
—Hombre, por la razón sencillísima de que ha­
biendo muerto él, te eximes de toda responsabilidad...
Ahora podrás decir aquello que se te antoje, sin que
nadie pueda desmentirte.
—¡Bah! Al fin y al cabo, la pena que podían im­
ponerme no sería mucha.
—Es verdad; pero siempre será menos así... hasta
es muy fácil que dentro de un par de días te pongan
en libertad.

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870 SOR CELESTE
1
El negro, sonrió y repuso:
—No tan pronto; de todas maneras hay que espe­
rar á que se celebre el juicio... Entonces veremos...
Siguieron paseando los dos bribones sin hablar
más del asunto.
Por fin llegó la hora de retirarse cada cual á su de­
partamento y así lo hicieron, avisados por las voces
de los carceleros.

VII

Pasaron algunos días, y el cabo de ellos, les fué


notificada á Gruillermón y á Alberto, así como tam­
bién á Cayita, que iba á celebrarse la vista de la cau­
sa en juicio oral y público.
Esto de que la vista de la causa fuese pública,
mortificó en gran manera al joven americano.
¡Cuánto padeció su espíritu durante las dos eternas
horas que duró el juicio oral!
Allí, en la tribuna pública, vió Alberto á algunos
de sus amigos, y entre ellos á Fernán dito, la gaceta
ambulante de los salones de la Habana, á quien él ha­
bía abofeteado.
Y Fernandito mirábale con altanería, con la son­
risa en los labios, una sonrisa insultante y desprecia­
tiva.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 871

La situación de Alberto complacíale, y como todos


los cobardes, gozaba viendo humillado á su rival, aun­
que no fuera él quien le humillaba.
El hecho que había dado lugar á aquella causa,
habíalo propalado la prensa con tal prodigalidad de
detalles y dándole tan misteriosa como novelesca
apariencia, que la curiosidad pública habíase excita­
do en gran manera.
De aquí, que á la celebración del juicio oral, acu­
diese tan numeroso público, para tormento y escar­
nio del joven.
Al día siguiente, el tribunal dictó la sentencia.
Gruillermón fué condenado á cuatro meses de cár­
cel y Alberto á seis de prisión correccional.
Y esto, gracias á que Dolores la catalana no decla­
ró nada contra los acusados á pesar de saber perfec­
tamente que Alberto era quien había pagado á Agus­
tín el crimen por éste cometido.
Uno de los motivos por los cuales Alberto casi ha­
bía deseado y temido al mismo tiempo, que se cele­
brase la vista de la causa, fué la esperanza de ver á
Celeste comparecer ante el tribunal.
Pero la joven no se presentó, pretextando ligera
enfermedad, y como á parte de todo, su presencia no
era precisa para fallar contra los culpables, el fallo se
dictó de la manera antedicha.

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872 SOR CELESTE

Al regresar á la cárcel, custodiado por la autori­


dad, Alberto pensaba:
—¡Seis meses de prisión correccional!... Es preciso
que antes de uno, esté yo en libertad.

VIII

Ocho días después de celebrada la vista de la cau­


sa y á las dos de la madrugada próximamente, una
de aquellas furiosas tormentas que tan frecuentes son
en la Isla de Cuba, en la fecha en que se desarrollaban
los sucesos que venimos relatando, uno de los centi­
nelas de la cárcel, creyó oir á espaldas suyas y junto
al muro de la cárcel, el ruido que produce el chocar
de un cuerpo humano al caer en tierra.
Volvióse rápidamente amartillando el fusil, pero
solo vió en la pared, oscilando á impulsos del viento,
y atada á una de las rejas, una cuerda hecha con tiras
de tela.
—¡Estoy perdido!—exclamó el pobre soldado con
desesperación.
Y mirando en torno suyo con afán, por si veía al
fugitivo, gritó:
—¡A la guardia!
Promovióse el tumulto consiguiente, presentáron­
se el sargento, el cabo y algunos números que const!-

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o LAS MARI IRES DEL CORAZON 873

tuían la guardia de la cárcel, y enterados de lo que


ocurría, apresuráronse á reconocer el lugar del su­
ceso.
Al llegar al pie del muro, el cabo de la guardia,
exclamó señalando un cuerpo humano que yacía en
tierra en medio de un charco de sangre:
—¡Caro le ha salido su deseo de libertad!... No se
ha fugado el preso; aquí está y de fijo con la cabeza
rota. ¡Ea! Avisar el alcaide para que venga por él.
Dos de los soldados fueron á cumplir la orden,
mientras el sargento, examinando á la luz de un fa­
rol, el cuerpo del que había pretendido fugarse, ex­
clamaba:
— ¡Calle! Pues este bribón no debe haberse caído...
Mirar, mirar: tiene una cuchillada en el pecho y otra
en el cuello ¿qué habrá ocurrido aquí?

TOMO I lio

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LIBRO TERCERO

ANGELES Y DEMONIOS

CAPITULO PRIMERO

La casa de la calle del Tribulete.

STAMOS en Madrid.
Serían las nueve de la noche, aproxi­
madamente, cuando un hombre alto,
delgado, con sombrero de copa, cubierto
con una larga capa, cuyo embozo le cu­
bría casi por completo el rostro, dejando
sólo al descubierto unos ojos un tanto
hundidos, negros y brillantes, entró por la calle de
Embajadoras en la del Tribulete.
El aspecto del embozado era distinguido; pero ha­
bía en todo él un cierto aire de misterio, aumentado

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 875

por su andar presuroso y por su insistencia en volver


la cabeza con recelo, como si temiese que alguien le
siguiera.
El caballero en cuestión, avanzó resueltamente
hasta andar casi la mitad de la calle, y penetró sin de­
tenerse, en el portal de un caserón antiguo, grande y
destartaladote; lo atravesó sin desembozarse y desa­
pareció por la obscura y empinada escalera.
La casa, como ya hemos dicho, era una casa anti­
gua, grande, con fachada de piedra, ennegrecida por
el tiempo y la intemperie.
Constaba de tres pisos y buhardillas y tanto los
balcones de aquéllos como los ventanucos de éstas,
casi escondidos en la sombra que sobre ellos proyec­
taba el ancho alero del tejado, aparecían completa­
mente á obscuras, sin que por las rendijas de sus
puertas, herméticamente cerradas, se deslizase ni un
solo rayo de luz.
Parecía una casa deshabitada.
No debía, sin embargo, ser así, puesto que acaba­
mos de ver entrar en ella á un hombre.
Además, en uno de los lados de la puerta, había
colgada una gran placa de metal, en la que bajo una
cruz, leíase en gruesos caracteres negros lo siguiente:
«Doña Leona Carón, profesora en partos.—Horas
de consulta: de 11 á 1 de la mañana.»

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876 SOR CELESTE

Todo lo cual bastaba para demostrar, que contra


lo que parecía, el viejo y destartalado caserón, no es­
taba deshabitado.

II

En el portal, dentro de su biombo, estaban los


porteros, un matrimonio que bien merece los honores
de la descripción.
Ella era una mujer que pasaría de seguro de los
sesenta años, seca, apergaminada, pero fuerte todavía.
Su boca hundida y sin dientes, conservaba aún
cierta expresión de malicia, que debió ser en otro
tiempo el rasgo característico de aquel, á la sazón,
apergaminado semblante.
La nariz y la barba, ambas puntiagudas y hueso­
sas, parecía como que aspiraran á llegar algún día á
besarse, según se inclinaban la una hacia la otra.
Sus ojillos, grises y pequeños, brillaban bajo unas
cejas muy pobladas, de un color indefinible, pero mu­
cho más obscuro que los cenicientos rizos de su cabe­
llera que caían en pabellón sobre las sienes.
Nunca rostro alguno mereció más propiamente el
dictado de cara de lechuza, que el rostro de la por­
tera de la casa de la calle del Tribulete; porque en

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ó LAS MÁRTIRES DEL. CORAZÓN 877

efecto, su parecido con dicha ave nocturna, era ex­


traordinario.
El portero parecía ser algo más joven, pero tam­
bién era hombre ya entrado en años.
Su fisonomía era una de esas fisonomías vulgares
que nada dicen, que nada expresan; solamente en sus
ojos de un verde sucio y vidrioso, podía leerse algo
así como el recelo ó la desconfianza; por lo demás, su
rostro no expresaba otra cosa que la estupidez y la in­
diferencia más inalterables.

III

Ambos, como hemos dicho, estaban en su biombo,


junto al brasero, acabando de cenar con una calma y
una satisfacción verdaderamente envidiables.
Un hermoso gato, blanco como la nieve, mirábalos
atentamente, sentado sobre sus patas traseras, como
8Í aguardara á que le dieran su ración respectiva.
Cansado de esperar, sin duda, viendo que no le
hacían caso, se acercó primero á él y luego á ella y
les restregó su lomo en las piernas; pero en vista de
que ni aún así era entendido, comenzó á mayar tími­
damente. ,
Entonces sus amos le pusieron sobre la tarima del

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878 SOR CELESTE

brasero un plato con una buena cantidad de huesos y


desperdicios, que el felino comenzó á despachar tran­
quilamente.

IV

Cuando el embozado de que antes hemos hecho


mención, entró en el portal, los porteros levantaron
la cabeza para ver quien era el que entraba.
El desconocido pasó por delante de ellos sin salu­
darlos; pero tosió de una manera particular, como si
fuese una señal convenida.
—Ya esta ahí el pájaro de todas lag noches,—dijo
el portero, cuando el embozado hubo desaparecido en
la escalera. ¡
—Ya le he visto y he oído la señal,—repuso su mu­
jer guiñando un ojo picarescamente.
Siguieron comiendo en silencio durante algunos
instantes.
—¿Quieres que te diga una cosa, Rufino?—dijo ella
de repente bajando la voz.
—¿Qué?—replicó el aludido mirándola con fijeza.
—Que tengo curiosidad por saber quien es ese se­
ñorón.
—No seas curiosa, Eufemia, que la curiosidad es
un mal vicio,—repuso el llamado Rufino sentenciosa­
mente.

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o LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 879

—Sí, porque tú no eres curioso, ¿verdad?


—Yo lo soy cuando debo serlo, pero cuando no,
cierro ojos y oídos como si no viera ni oyese.
—Porque tú eres como eres,
—Soy como debo ser.
—Pero ven aquí: ¿no es nuestra obligación, y así
nos lo tienen mandado, que no dejemos pasar ni una
mosca sin saber quien es, á dónde va y de dónde
viene?
—Sí. '
Pues entonces...
—Pero tú recordarás que doña Leona nos llamó
un día y nos dijo: «cuando venga un caballero de estas
y estas señas, que al pasar por la portería tosa de este
y este modo, déjenlo ustedes pasar sin detenerlo ni
preguntarle nada.» Y así lo hemos hecho.
—Por eso precisamente es mi curiosidad,—replicó
Eufemia,—¡Un hombre á quien no hemos visto toda­
vía la cara... ¿Por qué han de tenerse con él conside­
raciones que no se tienen con ninguno?
—Eso doña Leona lo sabrá.
—Pero no lo sabemos nosotros.
—Ni nos importa
—¿Cómo que no nos importa?
—Quien manda manda, mujer,—repuso Rufino.
—¿Te pagan para no ver?pues no veas... ¡Si nos exi­

Biblioteca Nacional de España


^80 SOR CELESTE

giesen que lo hiciéramos de balde... Pero buen dinero


que nos valen esas cosas... Al dinero se le respeta
siempre.

Eufemia hizo un gesto de contrariedad y murmuró


entre dientes:
—¡Con esto y con que nos venga algún compro­
miso!...
—¿Qué gruñes ahí en voz baja?—le dijo su mari­
do.—Habla de modo que se te entienda. ¿Qué decías?
—Pues decía que me parece que nos hemos metido
en un mal lío.
—¡Dale, bola!
—Me parece á mí que tanto y tanto misterio...
—¿No te pagan bien?
—Sí.
—¿Qué hablas entonces?
—Ya verás tú como el mejor día nos vemos en un
compromiso, y tenemos que ir á declarar ante el
juez, y...
—¿Eso te asusta?—le interrumpió Rufino con cal­
ma.—Con decir que nada sabemos... Ya es costum­
bre el que los porteros no sepan nada de lo que el
juez les pregunta.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 881

—Sí,—replicó Eufemia, bajando aun más la voz;


—pero ¿y si te sorprenden una noche al ir á la calle
del Mesón de Paredes á llevar...
—Calla, mujer; no seas imprudente,—dijo él, mi
raudo con recelo á todas partes.
—¿Ves como tengo razón?
—¡Chist!
—Parece que ahora eres tú el que no las tiene to­
das consigo.
—No hablemos más de esto, — exclamó Rufino
malhumorado.—Nosotros servimos á doña Leona por­
que nos paga bien y porque nos conviene, ¿estás?
Eso es lo único que debemos tener en cuenta. Des­
pués de todo, si no fuera por ella y por los encargos
que de vez en cuando nos hace para que los desem­
peñemos con el mayor sigilo y la mayor prudencia,
arreglados estaríamos. No sé de qué íbamos á vivir
entonces... Chupemos la breva y que ruede la bola.

VI

En aquel momento, entró en el portal otro nuevo


personaje.
Era un joven guapo, elegante, de aspecto noble y
distinguido.

Bibliotéa spana
882 SOR CELESTE

Eufemia ae puso en pie al verlo.


—¿A dónde vas?—le preguntó Rufino.
—Está ahí ese señorito de esta mañana,—repuso
ella.
—¿El que vino preguntando por Irene?
—Sí.
—Pues cuenta con lo que dices y con lo que haces.
—No tengas cuidado.
Y salió presurosa de la portería.
—Buenas noches,—la dijo el joven con afabilidad.
—Muy buenas las tenga usted, señorito,—respon­
dió la portera, sonriendo servilmente.
—¿Ha salido ya la señorita Irene?—añadió él.
—No, señor; aún está arriba.
—Entonces va usted á hacerme un favor.
. —Si puedo...
—Ya lo creo que puede.
—Diga usted de qué se trata.
El joven le presentó entonces un precioso ramille­
te que llevaba en la mano, y una carta que sacó del
bolsillo.
—Se trata,—agregó,—de que entregue usted esto
á la señorita Irene.
Eufemia fingió turbación y seriedad.
-Ya verá usted, señorito,—repuso,—yo no pue­
do...

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 888

—¿El qué no puede usted?—le interrumpió el jo­


ven con impaciencia.
—Entregar eso á quien usted quiere.
—¿Por qué?
—Porque no está bien... y como ella no me ha di­
cho nada... vamos, que no puedo.
El joven sacó un duro del bolsillo y lo puso en ma­
nos de la portera, diciendo;
—Ya podrá usted ¿verdad que sí?
Eufemia tomó el ramillete y la carta, y repuso
sonriendo:
—Por que usted no diga... pero de lo que no le res­
pondo es de que ella lo admita.
—Pues es necesario que usted la obligue á admi­
tirlo.
—Lo que es eso...
—Estoy seguro de que usted sabrá convencerla,
—añadió él, intencionadamente.
—Bien, pero...
—No hay más que hablar; mañana vendré á sa­
ber la contestación de la señorita Irene; dígaselo usted
así mismo.
—Pero ¿y si no quiere recibir esto?—insitió la por­
tera.
—Usted hará que lo reciba.
—Pondré de mi parte todo lo que pueda para con­
seguirlo.

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884 SOR CELESTE

—Es lo que basta; yo sabré agradecerle sus serví


oíos en lo mucho que valen. Con que hasta mañana.
—Hasta mañana, señorito.
El joven salió á la calle, y la portera volvió á en­
trar de nuevo en su biombo.

Vil

—¿Para qué has tomado eso?—preguntó el porte­


ro, señalando al ramillete y la carta que su mujer
había dejado encima de la mesa.
—¿Para qué lo he tomado?—replicó Eufemia ha­
ciendo un gesto malicioso;—para tomar también esto.
Y puso en su mano el duro que el joven le había
dado.
Rufino se apresuró á guardárselo á tiempo que
decía:
—¡Siempre temí que cometieses una imprudencia!
—¡Qué sabes tú de esas cosas!—repuso ella enco­
giéndose de hombros.
—Pero mujer, si de sobra podías haber compren­
dido que Irene no ha de tomar ni la carta ni el ramo.
—¿Por qué causa?
—Porque Irene no es como tantas otras.
—Y tú, ¿qué sabes?

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 885

—Lo parece.
—¡Fíate de las apariencias! Esas mosquitas muer­
tas, á lo mejor son las peores.
—Pero vamos á ver,—dijo el portero, con acento
persuasivo;—¿no tiene Irene novio?
—¡Un cajista de imprenta que de seguro no ten­
drá ni sobre qué caerse muerto!
—Eso no es ahora del caso. ¿No tiene novio?
-Sí.
—¿Y no los vemos siempre tan juntitos y tan
amartelados?
—¡Ya lo creo que los vemos! ¡Cosa que á nosotros
se nos escape...!
—Pues bueno: teniendo novio, y queriéndole co­
mo al parecer le quiere ¿crees que va á admitir ob­
sequios de otro hombre?
—¿Y por qué no?
—Vamos, estás loca.
—Tú en cambio estás tonto, que es peor. ¡Que
tiene relaciones con uno! ¿y qué? pues las acaba para
empezar con otro... ó las tiene con los dos al mismo
tiempo. No sería la primera.
—Vamos, está visto que contigo no se puede’ha­
blar de estas cosas.
Y Rufino se sentó junto al brasero, como dando
por terminada la conversación.

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886 SOR CELESTE

VIII

No era este, al parecer, el deseo de Eufemia, pues


se sentó á su lado, y con tono misterioso, le dijo:
—¿Y quién te asegura á ti, que el cajista no esté
ya cansado de Irene?
—¿Cansado?
—Sí hombre, sí; todo cansa en este mundo; hasta
las perdices, como dijo el otro.
—Pero mujer, ¿de qué quieres que se haya cansa­
do, si es un chico que solo la ve un momento en la
calle?
—¿Y qué sabes tú si sube á la casa?
—¿Lo hemos visto nosotros?
—No.
—Pues entonces...
—En fin, yo lo que te digo,—añadió la portera,—
es que no me extrañaría que plantara al cajista por
el señorito, porque al fin y al cabo, éste tiene dine­
ro, y...
—Sí,—le interrumpió Rufino con violencia;—co­
mo si las mujeres no quisieran más que á los hombres
que tienen dinero.
—Tú lo has dicho -
—También quieren á los pobres.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 887

—¡Qué pocas!
—¿No me quisiste tú á mí y no tenía ni un cuarto?
—¡Mira con lo que sale ahora!—exclamó Eufemia
riéndose.
—No, no te rías,—insistió él con ansiedad;—con­
testa.
—Pero hombre, quien se acuerda ya...
—¿No me quisiste tú á mí?
—Si no te hi#)iera querido, no me hubiera casado.
—Entonces...
—¿Sabes lo que te digo?—añadió ella, como dando
por terminada la disputa;—que á nosotros lo que nos
conviene es que Irene se deje de remilgos y tonterías
y plante al cajista por el señorito, porque así caerán
buenas propinas en nuestras manos. Y yo, por mi par­
te, he de hacer todo lo posible por inclinarla á ello.
—Creo que te llevarás chasco, porque Irene no es
lo que te piensas; y yo me alegraré de que te lo lleves,
á ver si de una vez escarmientas y dejas de pensar
mal de todo el mundo.
—Allá veremos quien se equivoca.
—Allá lo veremos.
—Pues vamos á salir de dudas,—dijo Eufemia,—
porque ahí baja.
—¿Quién?
—Irene.

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888 80E CELESTE

Y cogiendo el ramillete y la carta, salió del


biombo.

IX

En efecto, una joven bajaba por la escalera.


Era alta, esbelta, de formas redondeadas y talle
flexible.
Al andar, su cuerpo balanceábase con un movi­
miento acompasado, lleno de abandono y gracia.
Su rostro, sin ser perfecto, impresionaba agrada­
blemente por la suavidad, blancura y transparencia
del cutis; por el dulce mirar de sus hermosos ojos
pardos, grandes, dormidos; por el atractivo sonreir
de sus labios rojos y delgados.
El cabello, de un color castaño obscuro, hacía re­
saltar más aún la blancura de la cara.
Había en aquel rostro algo que atraía, que subyu­
gaba; una expresión tal de bondad y pureza, que lo
hacían simpático desde' el primer momento que se le
miraba.
La joven iba muy modestamente vestida, pero
muy limpia y hasta con cierto esmero.
Un vestido de percal de tonos claros y un delanta-
lito blanco muy limpio, muy planchado y con mu­
chos encajes: he aquí todo su atavío.

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ó Las mártires del corazón 889

En la mano llevaba una cestita de mimbre, llena


de flores, colocadas con gran arte.

Eufemia adelantó hacia ella con la sonrisa en los


labios:
—Muy buenas noches,—dijo con zalamería;—¿nos
vamos ya al teatro á vender flores?
—¿Qué remedio? — repuso la llamada Irene con
dulzura.
—Vaya, que no es tan malo el oficio. Y lo que es
usted, con esa cara y esa gracia que Dios le ha dado,
no tendrá mala parroquia.
—Efectivamente; no puedo quejarme.
—Es natural.
La portera no sabía cómo dar comienzo á su em­
bajada.
—Pues yo tengo un encargo para usted,—dijo por
fin, acercándose á ella.
—¡Un encargo para mí!—repitió la joven sorpren­
dida.
—Como usted lo oye.
—¿Y qué encargo es ese?
—Aquí lo tiene usted.
TOMO 1 y. 112
890 SOR CELESTE

Y le presentó el ramillete y la carta.


Irene se puso al pronto muy pálida, pero casi in­
mediatamente, un encendido rubor coloreó su sem­
blante.
—¿Y quién ha traído eso?—preguntó con voz al­
terada.
—Un joven muy guapo y muy elegante,—respon­
dió la portera, recalcando las palabras.
—¡Un joven! ‘ ■
—Sí.
—¿Pero quién?
—No ha dicho su nombre. Sin embargo, usted de­
be conocerlo. Esta mañana estuvo aquí á preguntar
si usted vivía en esta casa; sin duda, alguna noche ha
venido siguiéndola desde el teatro; y hace poco, vol­
vió trayendo esto.
—Y usted ¿por qué lo ha tomado?—replicó Irene
con severidad.
—Como usted no me había dicho nada...
—Pues por lo mismo.
—Verá usted... yo... he faltado sin intención...
¡Dios lo sabe!... puesto que ya no hay remedio... ¡qué
demonio!... acéptelo y ya estoy advertida para siem­
pre.
— ¡Que lo acepte!—repitió la joven con ironía;
—¿ese es su consejo de usted?
—Me parece que...

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 891

—Pues tenga entendido de ahora para siempre,


que yo no acepto ni aceptaré nunca de nadie, presen­
tes de esa especie.
—Pero...
—No insista usted, es inútil.
Y rechazó con dignidad el ramo y la carta que la
portera le ofrecía.

XI

Eufemia estaba desconcertada y confundida ante


la severa actitud de la joven.
—El caso es,—balbuceó,—que él volverá ma­
ñana ..
—¿A qué?
—A saber la contestación... Si al menos leyera us­
ted la carta... Así sabría qué contestarle.
Irene se mordió los labios con ira, arrebató la car­
ta de manos de la portera, la hizo cuatro pedazos y
la arrojó al suelo, diciendo;
—Dígale usted que esa es mi contestación.
Y sin aguardar á más, salió á la calle.
—¡Vaya con la orgullosa!—exclamó Eufemia con
enojo.—¡Pues ni que fuera una reina!... A torres más
altas he visto yo desplomarse, cuando menos se es­
peraba.

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892 SOR CELESTE

Y agachándose, recogió del suelo cuidadosamente


los pedazos de la carta, y entró en la portería.
—¿Qué te decía yo?—le dijo su marido, con aire
de triunfo.—Ya ves como no ha querido tomarlo.
—Porque esa chica es una tonta,—repuso la por­
tera, arrojando sobre la mesa el ramo y los cuatro
trozos de la carta.
—¿Te convences ahora de que yo tenía razón?—
insistió su marido.
—De lo que me convenzo es, de que por culpa de
esa orgullosa, nos perdemos buenas propinas... Pero
en fin, ¡cómo, ha de ser!
Y lanzó un suspiro, dedicado, sin duda, á la pér­
dida de los duros que había soñado ganar.

XII

En aquel momento, oyéronse pasos en la escalera.


Era el embozado á quien vimos entrar.
Tosió de la misma manera que antes había tosido,
y salió á la calle.
—Ya se va ese,—dijo la portera, siguiéndole con
la mirada, á través de los cristales del biombo, hasta
que hubo traspuesto la puerta.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 893

—Pues hay que estar con cuidado no sea que doña


Leona me llame, —replicó Rufino.—No sé por qué se
me figura que esta noche ha de tener algún encargo
que hacerme.
—Más valiera que no se volviese á acordar de ti
para esas cosas,—murmuró Eufemia.
—¡Cuidado que eres testaruda!—replicó el portero.
—Lo que soy es prudente.
—Pues guárdate esa prudencia para otros casos,
que yo sé lo que me hago.
—Bueno, bueno, por mi... ya ves tú: con tu pan
te lo comas.
Rufino le volvió la espalda con enojo, y su mirada
tropezó casualmente con los trozos de carta que había
sobre la mesa.
Uno de los pedacitos de papel se había deslizado
fuera de los fragmentos del sobre, al arrojarlos Eufe­
mia sobre la mesa, y sobre él aparecían escritas dos
palabras.
Debía corresponder á la firma, porque aquellas
dos palabras eran un nombre y un apellido, y debajo
de ellos se veían los rasgos de una rúbrica.
Rufino cogió el papelito con curiosidad y leyó en
voz aJta:
«Donato Menéndez.»
—¿Eh?—exclamó Eufemia volviéndose.

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894 SOR CELESTE

—Es la firma de la carta esa que Irene á roto—


dijo el portero.
—¿Y cómo dice esa firma?
—Donato Menéndez.
—¡Menéndez... Menéndez...! ¿Sabes que me suena
á cosa gorda ese apellido?
—Y á mí. Es apellido de gente grande.
—¡Ya ves tú si pierde esa tonta con su orgullo!
—0 gana, mujer; cada uno sabe lo que le con­
viene.

XIII

Eufemia iba á replicar á su marido, pero se con­


tuvo al ver á un embozado entrar en el portal y pa­
sar por delante de la portería como una exalación.
Tanto ella como Rufino lanzáronse fuera del biom­
bo para detener al atrevido que de tal manera pene­
traba en sus dominios, pero se detuvieron al oir que
tosía de la misma manera que el primer embozado
había tosido.
—¡Toma! si es el de antes,—dijo el portero;—¿no
has oído la señal?
—Sí, cierto,—balbuceó Eufemia;—pero juraría...
juraría que no es él.
—¿Quién quieres que sea?

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 895

—¡Qué sé yo!
—Se le habrá olvidado algo...
—Me parece... i no sé!... me parece que éste es
más bajo... y que no lleva sombrero de copa...
—Pronto saldremos de dudas.
Rufino comenzó á subir la escalera.
Pero se detuvo en el segundo escalón.
—¿Ves como era?—dijo.—Oíste; llama en el piso
de doña Leona.
—Sí, en efecto; pero sin embargo...
—No seas aprensiva, mujer. Es el mismo de antes.
—Lo será, pero es muy extraño que haya vuelto...
En fin; lo que fuere, sonará.
Y los dos entraron otra vez en la portería, bus­
cando el agradable calorcillo del brasero.

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CAPITULO II

Fermina.

COMPAREMOS al segundo embozado que


entró en la misteriosa casa de la calle
del Tribulete, y que como ya sabemos
por los porteros, llamó en el primer
piso ó sea en el que habitaba la seño­
ra doña Leona Carón, profesora en
partos, según la placa que había col­
gada abajo en el portal.
Al cabo de un momento, abrióse el ventanillo, y
sin duda el aspecto del embozado no debió parecer
sospechoso á la persona que por él mirara, puesto que
en seguida se oyó ruido de descorrer cerrojos y cade­
nas y se abrió la puerta, apareciendo en ella una cria­
da, que dejando libre el paso, dijo con voz baja y tono
misterioso:

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m-
ó LAs MÁRTIRES DEL CORAKÓN 897

—Entre usted.
El embozado entró en un recibimiento bastante
grande, escasamente iluminado por una lámpara de
cristal muy opaco, y siguiendo á la criada, anduvo un
largo corredor, ,no más iluminádo que el recibimiento,
por el cual se deslizaban como dos sombras, sin que
sus pasos resonaran ni hiciesen ruido alguno.
Al final del corredor, había una puerta.
La criada la abrió y dijo, siempre con el mismo
tono y con igual misterio:
—Pase usted; voy á avisar á la señora.
Y alejóse, perdiéndose en la obscuridad del silen­
cioso corredor.

II

El embozado se encontró en un pequeño gabinete,


no mejor ni más claramente iluminado que el corre­
dor y el recibimiento.
Todo era obscuro y lúgubre en aquella estancia,
decorada con bastante elegancia, casi con lujo.
Obscura era la tela con que estaban tapizados el
sofá, las sillas y las butacas; obscura, la gruesa al­
fombra que cubría el pavimento; obscuro, el papel
que decoraba las paredes; obscuras, las cortinas del
898 SOR CELESTE

luz de una lámpara, encerrada en una bomba de cris­


tal verde.
El conjunto era tétrico, misterioso; imponía cier­
to temor y recogimiento.
El recién llegado desembozóse al entrar, dejando
al descubierto el rostro, oculto hasta entonces, por los
pesados pliegues de la capa.
Era un hombre joven y guapo; moreno, muy mo­
reno, pero con ese moreno limpio y brillante, de to­
nos uniformes y simpáticos.
Parecía muy preocupado y muy triste, á juzgar
por la palidez de su semblante, por lo melancólico de
su mirada y por la nerviosa contracción de sus fac­
ciones.
La frente que descubrió al quitarse el sombrero,
era una frente ancha, despejada, altiva, hermosa, pe­
ro aquella frente hallábase á la sazón obscurecida por
nubes de tristeza.
Su aspecto, en conjunto, era simpático y distin­
guido.
Dejóse caer con abandono en una de las butacas,
apoyó los codos en los brazos de ésta, dejó caer la ca­
beza sobre el pecho, se oprimió la frente con ambas
manos y permaneció inmóvil, abstraído al parecer, en
profundas meditaciones.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 899

III

Una tosecita seca y forzada advirtióle que no esta­


ba solo.
Levantóse precipitadamente y se encontró delante
de una señora completamente vestida de negro y cu­
bierta la cabeza con una gran cofia de encajes, tam­
bién negra.
—Buenas noches, caballero;—dijo la recién llega­
da, acompañando su saludo, ceremonioso en extremo,
con una sonrisita hipócrita y fría.
—Buenas noches, señora Carón,—repuso el joven.
No medió más saludo. La señora le hizo seña de
que volviese á ocupar su asiento, ocupó ella otro si­
llón colocado frente por frente de el del joven, y vol­
vió á sonreir con la misma frialdad y la misma hipo­
cresía de antes.
Nuestros lectores nos permitirán que, en cuatro
líneas, les tracemos el retrato físico de la señora Ca­
rón, pues en cuanto al moral, sobre ser cosa muy com­
plicada y difícil, preferimos que lo vaya haciendo ella
por sí misma en el transcurso de los sucesos, cuyo des­
arrollo vamos á seguir paso á paso.
Era una mujer, que lo mismo podía tener cuaren­
ta años que cincuenta, pues su rostro era uno de esos

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900 SOR CELESTE

rostros que, al verlos, nos parece que siempre han sido


lo mismo, uno de esos rostros en los que la inmovili­
dad y rigidez de las facciones, parecen resistirse á to­
da alteración.
En aquella cara no se concebían, ni la frescura,
suavidad de líneas y pureza de color de la juventud,
ni el cansancio y alteración de la vejez; era un sem­
blante inmóvil, petrificado.
Era delgada, alta, huesosa.
Sus ojos, no miraban nunca frente á frente y de
sus labios no desaparecía jamás la fingida sonrisa que
antes hemos indicado.
Notábase en ella visible empeño de suavizar la du­
reza de expresión de su semblante y de hacer comedi­
dos los varoniles y desgarbados movimientos de su
cuerpo, resultando de ello una contradicción patente
entre lo que era y lo que pretendía ser.
Presentándose tal cual era, hubiese pasado com- •
pletamente inadvertida como uno de tantos tipos vul­
gares, en los que nadie para mientes; pero con los
fingimientos y disimulos de que se servia, sin duda
para aparecer más agradable, era un tipo extraño,
particular, misterioso.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 901

IV

Apenas se hubieron sentado, el joven visitai|^''^^^’^k


preguntó con ansiedad: • \ 1
—¿Cómo sigue Fermina? V
La señora Carón, sonrióse de nuevo, y bajando la
voz como si temiese que alguien la oyera, á pesar de
que en aquella misteriosa casa, las paredes parecían
negarse á dejar paso á todo sonido, repuso:
—Creo que esta noche concluiremos.
—¿De veras?—exclamó el joven estremeciéndose
y palideciendo más aún de lo que estaba.
—Precisamente cuando usted ha llegado estaba
yo en su compañía,—añadió ella;—la he dejado por­
que era usted; á tratarse de otra persona cualquiera,
no la hubiese abandonado.
—Pues corra usted á su lado,—dijo él con preci­
pitación;—no la prive por mí de sus auxilios.
—No hay miedo,—replicó la señora Carón, tran­
quilizándole con una sonrisa;—si me necesita, me
avisarán inmediatamente.
—¿y cómo se presenta.^?
—Por ahora bien.
—De modo... ¿que no hay peligro?
—Nadie puede afirmar eso, caballero; y tratándo-

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902 SOR CELESTE

se de una paciente tan joven como la señorita Fer­


mina, menos aún.
—¡Por Dios!—suplicó el desconocido, con acento
tembloroso; — ¡haga usted cuanto esté de su parte
para que su existencia no peligre!
—Sé cual es mi obligación, caballero,—repuso ella
con entereza y dignidad,-—y aunque así no fuese, us­
ted comprenderá de sobra que por interés propio es­
toy en el caso de evitar toda desgracia; si esta sobre­
viene, no será de seguro por mi culpa.

El joven permaneció pensativo breves instantes, y


luego, dijo:
—Hoy ha venido su padre.
—Sí;—afirmó la señora de Carón;—acababa de
marchar cuando usted entró.
—Le he visto salir. ¿Qué ha dicho á Fermina?
—No la ha visto.
—¿Pero le ha comunicado usted que había llegado
el momento?
—Tal era mi deber.
—¿Y sin embargo no ha pedido verla?
—No, señor;

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN SOS

—¿Es posible?
—En los dos meses que lleva en esta casa la seño­
rita Fermina, su señor padre me ha hecho bastantes
visitas sobre todo en estos últimos días; pues ni en
una siquiera de ellas, ha visto á su hija.
—¡Parece mentira!—exclamó el joven con amar­
gara.—Eso raya casi en fiereza.
—¡Pobre señorita Fermina!—murmuró la señora
Carón con fingida ternura.
—Hace usted bien en compadecerla; lo merece...
¡La infeliz es tan desgraciada... y tan buena!
—Le aseguro, que en el tiempo que lleva á mi la­
do ha sabido inspirarme tal simpatía, tal cariño...
Nunca me ha sucedido igual con ninguna de mis pu­
pilas. A no ser así; ¿hubiera consentido en que usted
penetrara en esta casa? Mi condescendencia en este
punto es una falta que puede llegar á acarrearme muy
serios disgustos; pero he comprendido que su presen­
cia aquí podría resultar beneficiosa para esa infeliz
niña, y por compasión, por cariño, he sido débil...
¡Ojalá no tenga algún día que arrepentirme de ello!
—Yo le prometo á usted que no,—replicó el visi­
tante con sinceridad y firmeza.
—En usted confío,—añadió la Carón, recalcando
de un modo particular sus palabras.
—¿Y qué recomendaciones ha hecho á usted el pa­
dre de F ermina?

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904 SOR CELESTE

—Las naturales,—repuso la señora Carón,—que


la cuide con esmero, que la asista...
—No es eso.
—¿A qué se refiere usted entonces?
—¿Qué instrucciones le ha dado á usted, respecto
á la criatura que nazca?
—Ninguna nueva,—respondió la matrona, con voz
apenas perceptible;—me ha reiterado las que ya tenía.
—¿Y son?
—Que la haga desaparecer.
—¿No quiere, pues, recogerla?
—De ningún modo.
—¿Ni cuidarse más ó menos directamente de su
porvenir?
—No quiere saber de ella ni una sola palabra.
—¡Cuánto puede el orgullo!—murmuró el joven
con tristeza;—mata todos los buenos sentimientos del
corazón... ¿Qué culpa tiene ese sér inocente de...?
—Yo creí que esta noticia le alegraría á usted,—
interrumpió la señora de Carón, dirigiendo una mira­
da oblicua y recelosa á su interlocutor.
Este, sonrió tristemente,
—Me alegra y me entristece al mismo tiempo,—
dijo:—me alegra, porque facilita la realización de mi
proyecto; me entristece, porque es una prueba de in­
sensibilidad y carencia de sentimientos, en quien yo

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 905

desearía descubrir un solo rasgo de compasión y de


ternura.
El joven se pasó la mano por la frente, y añadió:
—Pero dejemos esto á un lado y vengamos á lo
que importa. No encargándose el padre de Fermina
de la criatura, usted sabe á lo que está comprometida
conmigo, ¿no es así?
—A entregársela á usted.
—Precisamente,
—Nunca echo en olvido los compromisos que con­
traigo y siempre procuro cumplirlos en la medida de
mis fuerzas.
—De modo, que está usted dispuesta á entregar­
me inmediatamente el niño ó niña que Fermina dé á
luz, ¿verdad?
—Asi lo convenimos, y si usted no rompe el con­
venio...
—¡Nunca!
—Pues yo tampoco; ya he tenido el honor de de­
cirle que siempre cumplo lo que prometo. Y eso que,
en el caso presente, fríamente considerado, compren­
do que hago mal, muy mal; pero mi palabra está ya
dada... Tanto usted como la señorita Fermina me ins­
piran invencible simpatía y... en fin, me sostengo en
lo dicho.
906 SOR CELESTE

VI

* —Pasemos á otro punto,—dijo con impaciencia el


joven, molestado al parecer, por tan hipócritas zala­
merías:—¿qué precio pone usted á su servicio?
La señora Carón entornó los ojos, cruzó las manos
y repuso con fingida cortedad y fingida modestia:
—Usted comprenderá muy bien, señor mío, que
mi favor ó servicio... ó como usted quiera llamarle, es
de aquellos que no tienen precio, por lo que significa
en sí y por lo mucho á que me compromete.
—Bien; mas para que podamos entendernos, es
menester que usted le fije un precio...
—Yo no haré eso nunca,—le interrumpió doña
Leona, con exagerada dignidad.
—No veo la razón.
—¿Cómo quiere usted que yo...? ¡Oh, no, de nin­
gún modo!... Nadie mejor que usted sabe la impor­
tancia que en todos conceptos tiene lo que de mi so­
licita... Usted mejor que nadie, pues, debe apreciar
la remuneración á que soy acreedora.
—Es el caso,—balbuceó el joven,—que yo no sé...
No quisiera que quedase usted descontenta de mí...
—Personas como usted,—replicó la señora Carón,
—saben portarse cuando quieren, de manera que na-

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 907

die quede disgustado... Sólo le advertiré que tenga


presente lo mucho á que me expongo y me compro­
meto por servirle.
—¿Que se expone y se compromete usted?
—Sin duda alguna.
—No veo la causa.
—Porque no quiere usted verla. ¿Qué ordenes ten­
go yo respecto á la criatura? Que la haga desapare­
cer, ¿no es así? Pues si en lugar de hacer que desapa­
rezca la entrego á usted, falto á esas órdenes y el día
de mañana puede sobrevenirme alguna responsabili­
dad, algún compromiso.
—Pero vamos á ver,—replicó el joven;—¿no dice
usted misma que le han encargado que la haga desa­
parecer?
—Esa es la misma palabra de que se ha servido
el padre de la señorita Fermina.
—Pues ¿qué más da que me la entregue usted á
mí ó que la haga usted desaparecer por otro medio
cualquiera?
—No es lo mismo,—repuso la señora Carón, son­
riendo con malicia;—yo sabría ocultar esa criatura
de tal modo, que nunca más volvería á saberse de ^
ella, que es precisamente lo que se me ha encargado.
Entregándola á usted, por el contrario, esa criatura
puede aparecer de nuevo el día de mañana, siendo

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908 SOR CELESTE

con su aparición, una prueba terrible contra lo mismo


que se trata de ocultar, ¿Comprende usted lo que
quiero decirle?

VII

Estas palabras, dichas con particular acento, pro­


dujeron alguna impresión en el desconocido, quien
después de unos instantes de meditación y silencio,
dijo:
—De todas maneras, usted no tiene nada que te­
mer, porque la única persona que pudiera hacerle car­
gos, al hacérselos á usted se los haría á sí misma.
—Los asuntos toman á veces aspectos irregulares
y extraordinarios,—replicó la señora Carón sentencio­
samente.—Lo que en buena razón y buena lógica nos
parece más imposible, es lo que suele ocurrir en mu­
chos casos. Por eso hay que precaverse contra las
eventualidades del porvenir.
—En resumen,—dijo el joven;—¿deja usted por
completo á mi voluntad la retribución de su servicio?
—Antes he tenido el honor de decírselo,—respon­
dió la señora Carón con la mayor deferencia.
—Pues yo procuraré tener en cuenta todas esas
observaciones que me hace, y confío en que no ha de
quedar descontenta de mí.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 909

—Siempre he creído lo mismo.


Y acompañó estas frases de una profunda reve­
rencia.

VIII

En aquel instante, resonó en la habitación el agu­


do repiqueteo de un timbre eléctrico.
La comadrona levantó la mirada hacia un cuadro
indicador que había encima del sofá, y al ver que se­
ñalaba el número tres, se puso de pie precipitada­
mente, diciendo:
—Dispense usted, me llaman, y precisamente pa­
ra la señorita Fermina.
—¡Es posible!—exclamó el joven, levantándose á
su vez.
—Sí; ese es el número de su cuarto.
—¿Luego ha llegado el momento?
—Sin duda.
—¡Oh!
—En semejantes casos, los instantes son preciosos;
le dejo. Aquí, si usted quiere, puede aguardar el re­
sultado.
Y haciendo una inclinación de cabeza, dirigióse
hacia el pasillo; pero antes de llegar á la puerta, el
joven la detuvo, balbuceando con voz conmovida:

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910 SOR CELESTE

—Yo quiero acompañarla á usted.,, ¡quiero verla!


—¡Imposible!—replicó la señora Carón formali­
zándose,
—No me diga usted que es imposible,—repuso él
con violencia,—porque sino accede á mi petición,
nadie podrá impedirme que la siga, que penetre en
la estancia donde Fermina se encuentra, aunque sea
contra la voluntad de usted...
—¡Caballero!
—Toda reflexión es inútil... Es necesario que yo
esté al lado de esa infeliz en este instante supremo...
¿Lo entiende usted?... ¡Es necesario!
—Pero...
—Será una nueva consideración que deberé tener
en cuenta cuando llegue el momento de pagarle á us­
ted sus servicios.
Tal vez esta promesa ó tal vez la energía con que
el joven hablaba, debieron convencer á doña Leona,
puesto que dijo:
—Bien; la verá usted, pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que no ha de entrar en su cuarto hasta que yo le
avise... Hay que prepararla... En su estado, una im­
presión violenta podría perjudicarla...
—Haré todo lo que usted quiera.
En aquel momento, volvió á sonar el timbre.

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w-

(ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 911

—Estamos perdiendo el tiempo,—dijo la señora


Carón.—Sígame usted.
Y salió del gabinete seguida del joven.
Después de cruzar dos ó tres corredores, llegaron
ante una puertecita, encima de la cual había una pla­
ca de porcelana con el número tres en el centro.
—Aguárdeme usted aquí, y mucho cuidado con lo
dicho,—añadió la Carón.
Y desapareció por aquella puerta.

IX

La estancia donde penetró la señora Carón, era


un pequeño dormitorio decorado, con cierta elegancia
y hasta coquetería.
En el fondo del dormitorio, había un lecho cubier­
to con blancas colgaduras, y sentada en él, una jo­
ven, casi una niña, hermosa como un ángel, pero pá­
lida, triste, llorosa, con el dolor retratado en su bello
y casi infantil semblante.
Sus hermosos y rasgados ojos azules, desmesura­
damente abiertos, reflejaban la ansiedad y el terror,
y su espléndida cabellera rubia, rizada y sedosa, caía
sobre sus desnudos hombros, envolviendo el bien mo­
delado busto en un manto que parecía de flnísimo y
vaporoso encaje, tejido con hilos de oro.

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912 SOR CELESTE

Junto al lecho, había una mujer á quien doña Leo­


na hizo seña de que se retirara.
—¿Cómo se siente usted, señorita?—dijo la señora
de Carón, con excesiva amabilidad, acercándose al
lecho.
—Mal, ¡muy mal!—balbuceó la pobre niña, con
acento quejumbroso.
—Vamos, valor,—añadióla matrona;—para estos
casos es para cuando hace falta la energía.
La joven lanzó un gemido.
—Vamos, apóyese usted en mi brazo y baje del le­
cho—prosiguió la comadrona;—la postura en que se
halla es muy molesta.
La paciente obedeció; y aunque apretaba con
fuerza los dientes para ahogar sus gemidos, algunos
de éstos, desgarradores y angustiosos, se escaparon de
su garganta.
—Sufre usted mucho, ¿verdad?—le preguntó doña
Leona compasivamente.
—¡Muchísimo!
—Veamos; ¿y si en este trance tuviera usted á su
lado una persona querida que la consolase con sus ca­
ricias?
—¡Una persona querida!—balbuceó la joven con
amargura;—¡todos los que me quieren ó dicen que­
rerme me abandonan! '

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 913

—Supongamos que se equivocase usted.


—¿Que me equivocase...?
—Figúrese que detrás de esa puerta estuviese
aguardando...
—¿Quién?
—Alguien á quien usted quisiera mucho: ¿se ale­
graría?
—¡Alguien á quien yo quisiera mucho!... Mi pa­
dre no puede ser, porque desde que me trajo aquí, no
ha querido verme... Entonces sería... ¡sería él!
—¡Sí, amor mío; ángel de mi vida!—exclamó el
joven, que habiendo oído desde el otro lado de la
puerta toda la conversación, no pudo contenerse por
más tiempo, y se precipitó en la estancia.
—¡Gustavo!—gritó la niña, extendiendo hacia él
sus brázos.
—¡Fermina!—repuso él, corriendo hacia ella y es­
trechándola contra su corazón.

Un grito estridente, desgarrador, terrible, resonó


en la estancia, y la joven se desplomó como cuerpo
inerte en los brazos que la sujetaban.
Al mismo tiempo, oyóse el débil gemido de un án-
TOMO I

Biblioteca
914 SOR CELESTK

gel que entraba en el mundo entre llanto de amor y


sollozos de amargura.
—¡Fermina!... ¡vida mía!—exclamó el joven asus­
tado al verla sin conocimiento.
Y así exclamando, la colocó cuidadosamente sobre
la cama.
—No hay que apurarse,—dijo la señora Carón
sonriendo;—todo ha ido perfectamente, y su presen­
cia de usted, lejos de ser un peligro, nos ha servido
de poderoso auxiliar.
Y mientras decía esto, levantaba del suelo y la
presentaba triunfante al atemorizado y sobrecogido
joven, una preciosa niña, que cual todas las criatu­
ras, saludaba la vida con su llanto, como si ya supiera
que el nacer es la primera y mayor de las desgracias.

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CAPITULO III

Juramentos sagrados.

OÑA Leona, prodigó á la madre y á la re­


cién nacida, los cuidados que una y otra
requerían, y cuando la primera hubo
vuelto en sí y la segunda estuvo limpia
y vestida, las dejó á ambas instaladas
en el lecho y salió de la habitación, re­
comendando á Grustavo que no permi­
tiera hablar á la paciente.
—¿Corre algún peligro?—le preguntó el joven en
voz baja.
—Por ahora, ninguno,—repuso ella;—todo ha ido
mucho mejor de lo que era de esperar. Pero necesita
mucho reposo; una imprudencia, podría costamos
muy cara. No le digo más.

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916 SOR CELESTE
1
y salió de la estancia.
Gustavo volvió junto al lecho.
Fermina tenía los ojos cerrados, y el joven, cre­
yéndola dormida, la contempló en silencio con expre­
sión de infinita ternura.
Así permaneció un buen rato.
Por fin, abrió aquel ángel los ojos y le miró á tra­
vés de las lágrimas que inundaban sus pupilas.
El joven no pudo contenerse, é inclinándose sobre
el lecho, la besó en la frente; luego, se dejó caer en
una silla que había á la cabecera, y apoyó el rostro
sobre las almohadas, sin duda para ocultar el llanto
que corría por sus mejillas, pero sus sollozos le denun­
ciaron.

II

—¿Porqué lloras?—le preguntó Fermina, alargan­


do hacia él su blanca mano, y hundiéndola en su
negra y rizada cabellera.— No me ocultes tus lágri­
mas... déjame que las vea... ellas me dicen que me
compadeces, que todavía me amas... ¿y qué mayor
consuelo para mí en estos instantes, que tu compa­
sión y tu cariño?
—¡Pobre ángel!—balbuceó Gustavo, con acento
apenas perceptible:—¿has podido sospechar alguna

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 917

vez que yo no te compadeciera ni te amara? ¡No com­


padecerte!... ¡No amarte!... ¿Es eso posible?... ¡Oh,
Fermina, Fermina mía!
Y cogiendo aquella pequeña mano que le acaricia­
ba, la cubrió de frenéticos besos.
—¡Gustavo!—murmuró la infeliz.
Y fuá tal su entonación, tal su acento, que el jo­
ven volvió á inclinarse sobre el lecho y volvió á besar­
la, y las lágrimas de ambos se mezclaron y corrieron
juntas...
—¡Basta!—exclamó él de pronto, incorporándose
con presteza y secándose los ojos.
Y con voz más firme, añadió:
—¡Soy un loco!.. Tu estado no es para sufrir cier­
ta clase de emociones... Tranquilízate, vida mía...
descansa.
Y le arregló con solicitud las descompuestas ropas
del lecho y apartó con esmero de su frente, los rizos
que la cubrían.
Fermina, en medio de su dolor y de su tristeza, tu­
vo una sonrisa dulcísima que enviarle, en pago de sus
caricias y cuidados.

Ill

-Siéntate aquí cerca y háblame,—dijo la joven,

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91« SOR CELESTE

con voz débil y apagada;—habíame mucho... Cuando


te veo y me hablas, me parece que mi sufrimiento no
es tan grande... ¡Qué bueno!... ¡qué bueno has sido
al venir á mi lado!... Sin ti hubiera estado sola... ¡so­
la con mi dolor y con mi vergüenza!
—¡Por Dios!—la suplicó Gustavo;—no te emocio­
nes... no te alteres...
—No temas,—replicó Fermina sonriendo;—estas
emociones no me hacen mal... al contrario, me hacen
mucho bien... ¡Son tan consoladoras!
Otra vez los ojos de Gustavo, se llenaron de lá­
grimas.
—Ya no nos separaremos ¿verdad?—prosiguió la
desventurada.—Me sacarás de aquí y me llevarás con­
tigo para vivir siempre juntos... ¡Siempre juntos los
tres: nosotros dos y nuestra hija... ¡Qué felicidad!...
¡Qué alegría!... ¡Si casi puede darse por bien emplea­
do tanto sufrimiento á cambio de tanta dicha!
Gustavo dejó caer la cabeza sobre el pecho, y con
acento de profunda amargura repuso:
—No sueñes, vida mía, no sueñes... ¡Bien sabes
que eso es imposible!
—¡Verdad!'—murmuró la joven con desesperación.
De repente levantó la cabeza, fijó en Gustavo una
mirada ardiente y brillante, y añadió:
—¿Y qué nos importa á nosotros nada ni nadie?...

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ó LAS MÁRTIRES PEL CORAZÓN 919

No estoy en mi casa, estoy en una casa extraña... mi


padre me ha abandonado á manos mercenarias...
¿quién me impide escapar de esta casa y de estas ma­
nos para huir contigo?
—¿Y crees que esa mujer te dejaría?
—Se la compra.
—No me desesperes, Fermina; no me enloquezcas,
arrebatándome el último resto de razón que aún con­
servo y que tan necesario nos es en estos instantes ..
Resignación y firmeza para sufrir: he aquí lo que ne­
cesitamos, el único recurso que por hoy nos resta.
—¡Perdóname, Grustavo mío!—gimió ella suplican­
te;—no sé lo que digo ni lo que hago ni... ¡Túno sa­
bes cuanto sufro!
—¿No he de saberlo, pobre mártir? Pues porque lo
sé, me desgarran el corazón tus palabras... ¡Ojalá pu­
diera echar sobre mí todos los dolores que te agobian!

IV

—¡Cómo ha de ser!—exclamó Fermina con resig­


nación sublime, después de una pequeña pausa.—He­
mos cometido una falta y Dios nos castiga. . Sufra­
mos el castigo con resignación, confiados en que qui­
zás algún día nos perdone y nos dé la dicha que hoy
nos niega.

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920 SOR CELESTE

—No hables así,—le interrumpió Gustavo con ve­


hemencia,—porque cuando te oigo hablar de faltas y
de castigo, á ti, el ser más noble y más bueno que
hay sobre la tierra, el remordimiento y la indignación
contra mí mismo me desesperan y torturan... ¡Faltas
en ti, que eres un ángel de candor y de inocencia!...
No .. ¡caiga todo el castigo sobre mi que soy el único
culpable!...
—No lo somos ninguno de los dos,—replicó ella;
—¿cuál ha sido nuestro único delito?... ¡Amarnos!...
¿El amor es un crimen?... Yo creo que no; pero si lo
es... entonces sí; entonces soy muy criminal, porque
te he amado mucho... ¡y te sigo amando más todavía!
— ¡Fermina!—murmuró él, volviendo á cubrir la
mano de la joven de besos y de lágrimas.
—¿Ves?—prosiguió ella con indecible ternura; —
si fuéramos tan criminales, no tendríamos ni aún el
consuelo de estas lágrimas... Si hemos faltado, hemos
faltado por amor, y Dios también por amor, nos per­
donará nuestras faltas... ¡Confiemos en El!

—¡Qué buena eres!—balbuceó el joven con acento


conmovido.—¡Me admiras y me avergüenzas!
—No hablemos máa de esto,—dijo la pobre niña,
procurando tranquilizarse; —puesto que hay que su­
frir, suframos... Hablemos de otra cosa. ¿Sabes que
mi padre no ha querido verme?

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ps^
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 921

—Sí,—repuso Grustavo, con acento reconcentrado


y sombrío.—¡No tiene corazón!
—Lo tiene á su manera... Para él, su honor está
por encima de todo... Yo he manchado ese honor, y
su justo resentimiento durará tanto como su vida...
—¡Y pensar que la única reparación que cabe, la
única que yo puedo ofrecerle, es imposible ó que por
lo menos él no la aceptará nunca!... ¡Ah! No es sólo
su honor el que le hace obrar así.
—Es verdad... ¡es verdad!—repuso Fermina con
tristeza,—á no ser así no nos veríamos en el caso en
que nos vemos... Tan imposible es hoy como lo era
antes, por las fatales causas que tú y yo conocemos...
Así como antes no hemos pensado en nuestra unión,
porque hubiera sido inútil, tampoco debemos pensar
ahora; porque todo esfuerzo será infructuoso... ¡El
destino lo quiere!
—¡Qué porvenir te aguarda, pobre niña!—excla­
mó Grustavo con amargura.—¡Siempre al lado de un
padre, que en lugar de palabras de cariño y de con­
suelo, sólo tendrá reproches y recriminaciones para ti!
—Estoy ya tan acostumbrada á sufrir! Por lo me­
nos tendré el consuelo de que tú, si no vives feliz,
porque sé que tu felicidad sin mi amor es imposible;
siquiera vivirás tranquilo... sin que te alcance el
enojo de mi padre... Dios me ha dado fuerzas hasta
TOMO 1 116
■t. L S f

Biblioteca- Nácionai
922 SOR CELESTE

ahora para resistirme á sus mandatos; para no reve­


larle el nombre del que es dueño de mi corazón y de
mi honra, y me las seguirá dando para seguir resis­
tiéndome... ¡Sólo el cariño que te profeso puede inspi­
rar tanta firmeza y tanta energía, á un ser tan débil
y tan apocado como yo! ¡Mira si te querré y si me
horrorizará el que pueda amenazarte algún peligro!

Por única contestación, Gustavo besó aquella ma­


no que conservaba entre las suyas.
—Lo que me inquieta ahora es otra cosa,—prosi­
guió Fermina,—y de eso es de lo que quiero hablarte,
ó mejor dicho, ese es el favor que tengo que pedirte.
—¡Tú, un favor que pedirme!—exclamó el joven
con vehemencia.—¡Habla, alma mía, habla!
— ¡Nuestra hija, Gustavo! — balbuceó Fermina,
con voz temblorosa y entrecortada.
—¿Quieres que me encargue de ella?
—¡Ah!... Tú... ¿Y lo preguntas?
— ¿Qué atienda á su cuidado... á su educación?...
—¡Oh! Sí... sí, eso. Yo no puedo... mi padre no
me dejará... ¡La pobrecita no tiene á nadie más que
á ti en el mundo!

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ó LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 923

—Ya me había adelantado á tus deseos,—replicó


Gustavo con cierto orgullo.
—¿Es posible?
—Pregúntale á la señora de Carón... ella te dirá
que en vista de que tu padre lo que quiere es que desa­
parezca el fruto de nuestros amores, como si este infeliz
ser tuviese la culpa de nuestros extravíos, yo me be
puesto de acuerdo con ella, para llevarme á mi hija.
—¡Qué bueno eres!—exclamó Fermina deshecha
en lágrimas.
—¡Bueno! ¿Acaso hago otra cosa que cumplir con
mi deber?
—¡Amala mucho, Gustavo!... Quiérela... ¡por los
dos!... ¡Cómo te envidio!... Tú podrás prodigarle con
entera libertad tus caricias y las demostraciones de
tu ternura... ¡A mí no me queda ni ese consuelo!
La resignación y la firmeza que la infeliz joven ha­
bía demostrado hasta entonces, desaparecieron en un
instante, y una desesperación horrible, se apoderó de
ella.
Cogió á la recién nacida, que dormía tranquilamen­
te á su lado, y estrechándola contra su pecho, mur­
muró con acento de infinita ternura y dolor supremo:
—¡Hija mía!... ¡hija de mi corazón!... El destino
uos separa, pero mi alma estará siempre contigo...
Y así diciendo, la besaba frenéticamente, con des­
varío, con locura.

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924 SOR CELESTE

VI

—¡Basta ya!—exclamó Gustavo poniéndose de pie.


—¡Qué!... ¿qué quieres decir?—replicó Fermina
mirándole con ojos extraviados, y apretando su hija
entre sus brazos, como si temiera que se la arrebataran.
—Que es necesario que concluyamos,—repuso el
joven, procurando conservar su serenidad.
—¡Concluir!... Esto es huir de mi lado, separarme
de nuestra hija...
—Estamos comprometiendo imprudentemente tu
existencia... Tu estado no es para sufrir estas emo­
ciones, Fermina.
—¡Un momento más, Gustavo!... ¡te lo suplico...
te lo ruego!... ¡Ay hija de mi vida!
—¿Y qué adelantarás desdichada?... La separación
se impone... es precisa... es ineludible...
—¡Ineludible.! Verdad... sí... Pero ¿la volveréá
ver?
—Oye bien, Fermina, lo que voy á decirte.
Y la voz de Gustavo tomó una entonación grave
y solemne.
—Hoy por hoy,—prosiguió el joven,—no puedes
disponer de ti... estás sujeta á la autoridad de tu pa
dre... que no te dejará tan fácilmente escapar de en-

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 925

£re SUS manos... no nos queda otro recurso que doble­


garnos ante las circunstancias... Pero pasarán los
años, llegará el día en que seas libre, en que la ley te
conceda el derecho de disponer de tu persona y de tu
libertad como mejor te plazca.... Pues bien; si ese día
yo me presento en tu casa á decirte: «vente conmigo;
mi amor y el de nuestra hija te aguardan»... ¿qué con­
testarás?
—No contestaré nada,— repuso Fermina con fir­
meza;—me limitaré á seguirte sumisa y contenta á
donde quiera que me lleves.
—¿Sin que te lo impida el amor y el respeto hacia
tu padre?
—Sin que me lo impida nadie ni nada,
—¿Me lo juras?
—Te lo juro.
—¿Por quién?
—¡Por nuestra hija! Aquí sobre su tierna cabeci-
ta, rodeada de la doble aureola del infortunio y la ino­
cencia, te juro por su vida, por el amor que le profeso,
seguirte en cuanto sea libre y vayas tú á buscarme...
—¡Bendita seas! —la interrumpió Gustavo con
transporte de pasión mal contenida.—Pues también
yo, por nuestra hija te juro ir á buscarte, para hacerte
dichosa con mi cariño, para que los dos, unidos para
siempre, consagremos nuestra vida á este pobre sér.

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fruto de nuestros amores... Tú sabes que toda tenía- «
tiva en otro sentido, sería hoy inútil... qa< ^en vano
iría á suplicar á tu padre su autorización par unir­
nos en santo lazo... No nos queda o+4t5 reined que
aguardar. . ¡Ten paGÍea0Mk«^i^^g^íza, vida n
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Grustavo se inclinó sobre el lecho.


Fermina adivinó que había llegado el instai; le
separarse de él y de su hija, y mientras con u, zo
retenía á la recién nacida sobre su corazór el
otro atrajo hacia sí la cabeza del joven, y _ as
tres cabezas se juntaron y las lágrimas y los - os
de los padres, se mezclaron con los gemidos • . á-
grimas de la hija. i

—¡Adiós, vida de mi vida!—exclamó o,^


arrancándose de los brazos de su amada.
—¡Adiós!—repitió Fermina con desgarradi • o.
El joven fué á coger á la criatura, y F'-. la
apretó contra su seno, la besó con el almx. • lo
si el alma toda se le hubiera ido en aquel ; - . • as
brazos se aflojaron y perdió el sentido. i ■
i /■)

—¡Fermina! .. ¡Amor mío!—gritó Gust^ v?- lo '


de espanto.

- Biblioteca Nacional de España


926 SOR CELESTE

fruto de nuestros amores... Tú sabes que toda tenta­


tiva en otro sentido, sería hoy inútil... que en vano
iría á suplicar á tu padre su autorización para unir­
nos en santo lazo... No nos queda otro remedio que
aguardar. . ¡Ten paciencia y conflanza, vida mía!

VII

Gustavo se inclinó sobre el lecho.


Fermina adivinó que había llegado el instante de
separarse de él y de su hija, y mientras con un brazo
retenía á la recién nacida sobre su corazón, con el
otro atrajo hacia sí la cabeza del joven, y aquellas
tres cabezas se juntaron y las lágrimas y los sollozos
de los padres, se mezclaron con los gemidos y las lá­
grimas de la hija.
—¡Adiós, vida de mi vida! —exclamó Gustavo,
arrancándose de los brazos de su amada.
—i Adiós!—repitió Fermina con desgarrador acento.
El joven fué á coger á la criatura, y Fermina la
apretó contra su seno, la besó con el alma, y como
si el alma toda se le hubiera ido en aquel beso, sus
brazos se aflojaron y perdió el sentido.
—¡Fermina! .. ¡Amor mío!—gritó Gustavo, lleno
de espanto.

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en brazos á su hija, y salió con rapidez -ie la


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...cogió en brazos á su hija, y salió con rapidez de la

estancia Biblioteca Nacional de España


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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 927

Le puso una mano sobre el corazón, y al ver que


aún palpitaba, añadió:
—No es más que un síncope... hay que aprove­
char los momentos... Si vuelve en sí se reproducirá la
escena...
E inclinándose sobre la joven, la beso por última
vez, se enjugó rápidamente los ojos, inundados de lá­
grimas, quitó á Fermina un medallón pendiente de
una cadenita de plata que llevaba al cuello, cogió en
brazos á su hija, y salió con rapidez de la estancia.

VIII

En el pasillo estaban la señora Carón y otra mujer.


—Se ha desmayado,—dijo Gustavo al verla.
—Lo supuse,—replicó la comadrona con su eterna
sonrisa.
Y dirigiéndose á la mujer que la acompañaba aña­
dió:
—Vaya usted en seguida á auxiliarla.
Luego, como para tranquilizar al joven, le dijo:
—Eso no será nada. Tenga usted la bondad de se­
guirme.
Y lo llevó al gabinete donde habían estado pri­
mero.
La niña lloraba desconsoladamente.

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928 SOR CBOESTE

Doña Leona la cogió para acallarla, y mientras


tanto, Grustavo sacó una abultada cartera del bolsillo
interior de la levita, extrajo de ella un puñado de bi­
lletes del Banco y lo tiró sobre la mesa.
La comadrona dirigió á los billetes una codiciosa
mirada, y sin duda debieron parecerle suficientes,
pues sonrió con satisfacción y servilismo.
—Ahora,—dijo Gustavo,—tendrá usted la bondad
de disponer que una de sus sirvientas me acompañe
para llevar la niña.
— Dispense usted, señor mío,—repuso la señora
Carón con su afabilidad acostumbrada;—eso no es
posible.
—¿Por qué?—preguntó el joven con extrañeza.
—Porque de mi casa no sale ninguna de mis sir­
vientas y menos á llevar una criatura.
—Es que...
—Siento en el alma no poder complacerle; pero
no me es posible.
—Lo gratificaré en la forma y cantidad que usted
misma indique.
—Ni aun así.
Gustavo miró con enojo á su interlocutora.
—Pues bien saldrá alguien con las criaturas que
aquí nacen y que usted tiene el encargo de hacer des­
aparecer,—dijo con cierta violencia.

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ó LAS MÁRTIRES DHL CORAZÓN 929

—Como usted comprenderá,—replicó doña Leona,


sin abandonar su eterna sonrisa,—no he de darle
cuenta de los medios de que me valgo para el mejor
desempeño' de las comisiones que se me confían.
—¿Pero cómo quiere usted que vaya yo á estas
horas por la calle con una criatura en brazos?
—Eso no es cuenta mía,—repuso la señora Carón.
—Yo me comprometí á entregarle á usted la niña;
aquí la tiene.
Y como la criatura hubiese dejado de llorar, la
presentó al joven.
—He cumplido, pues, mi compromiso, — prosi­
guió.—Después de todo, no es tan difícil ocultar una
ciiatura... Lleva usted capa, y...
Grustavo no la dejó concluir.
Cogió á su hija con violencia, la ocultó bajo su
capa y salió del gabinete sin despedirse ni dar las
buenas noches siquiera.
La señora Carón, al verse sola, se lanzó sobre los
billetes, los contó uno por uno, se los guardó en el
bolsillo, y lanzando un suspiro de satisfacción, mur­
muró:
—No está mal; se ha portado como un caballero.

TOMO 1 117

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930 SOR CELESTE

IX

Una criada bajó á abrir á Grustavo la puerta del


patio.
Cuando el joven se vió en la calle, se detuvo per­
plejo.
Debían ser las doce ó la una de la madrugada.
La noche era muy fría, pero muy clara.
La luna brillaba con todo su esplendor en el lim­
pio firmamento.
—¿Qué hago yo ahora?—murmuró preocupado.
—¿Cómo ir por esas calles de Dios con una criatura
recién nacida?... Pueden verme, o irla... sospechar al­
go... Si al menos pasara un carruaje... ¡pero ca.! A
estas horas es difícil; tendré que ir á la parada, y...
No, no es prudente.
Como para empeorar la situación, la niña comen­
zó á gemir bajo la capa.
—¡Esto me faltaba!—añadió Grustavo.—Su llanto
es muy débil; pero basta para ser oído, para denunciar­
me... Y el caso es que yo no puedo continuar aquí...
Necesito tomar una resolución ¿pero cuál?

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 931

La niña, seguía llorando, y Gustavo no podía aca­


llarla por más esfuerzos que hacía.
Su situación era cada vez más crítica.
Por fin, decidió marcharse; pero cuando iba ya á
echar á andar, oyó pasos muy cerca, y el sonido de
una voz de mujer, dulce y armoniosa, que tarareaba
una canción de una de las zarzuelitas por entonces
más en boga.
Gustavo volvió la cabeza y vió que se acercaba
una mujer, rebujada en un mantón, y llevando en una
mano una cestita de mimbre que agitaba al compás de
la tonadilla que cantaba.
Al pronto no pudo conocerla y estuvo tentado de
alejarse antes de que se acercara más; pero de repen­
te, exclamó lleno de alegría:
—¡Calle, pues si es Irene la florista!.... ¡Dios sin du­
da me la envía!... Esto era lo que yo necesitaba.
Y con paso presuroso se encaminó hacia ella.

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CAPITULO IV

Irene se muestra complaciente.

L ver la florista, al joven que á ella se


acercaba, lanzó una exclamación de
sorpresa y dijo con verdadera alegría:
—¡Calle! ¿Es usted señorito Gus­
tavo?
—Sí, ya lo ves, Irene, yo soy,—re­
puso el interpelado sonriendo,
—¡Válgame Dios!. Cómo había yo de pensar... ¿Y
qué hace usted por aquí á estas horas?
En vez de responder á esta pregunta, Gustavo le
preguntó á su yez:
—¿Vienes del teatro de vender tus flores?
—Sí, señor; como todas las noches. Y mire usted,
no me ha ido mal; no me queda ni una mala flor que
ofrecerle.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 933

Y le mostró la cesta completamente vacía.


—¿Vives aquí cerca? — le preguntó el joven, sin
hacer caso de sus palabras.
—Sí, señor; aquí mismo.
—¿Y te ibas ya á dormir?
—¿Qué quiere usted que haga á estas horas?
—Luego si yo necesitara de ti...?
La florista le miró Ajámente.
—Según para lo que fuera, señorito,—balbuceó
con timidez y recelo;—bien sabe usted que yo para
ciertas cosas no sirvo.
—Ya lo sé, mujer, y tú también sabes qué yo cier­
tas cosas no había de atreverme á...
—Es un decir, porque vamos, como á lo mejor la
confunden á una con cualquiera y... pues; ya usted
me entiende.
—Demasiado que te entiendo. Se trata solamente
de hacerme un favor que en nada puede comprome­
terte ni perjudicarte.
—Siendo así...
—¿Estás dispuesta á servirme?
—¡Pues digo!

II

En aquel momento, la niña, que había callado


unos instantes, volvió á llorar de nuevo.

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934 SOR CBL2STE

—¿Pero qué lleva usted ahí, señorito Gustavo?—


exclamó Irene con extrañeza.
—Mira,—contestó el joven entreabriendo la capa
y mostrándole la criatura.
—¡Una criatura!—replicó Irene retrocediendo.
Gustavo miró á todas partes con recelo, y dijo:
—¡Chist!... Baja la voz... De esto es de lo que
quiero hablarte.
—Pero...
—No hay tiempo que perder; escucha bien lo que
te digo. Ante todo, toma en tus brazos esta criatura.
Y le presentó la niña.
— ¡Pero señorito!—exclamó la florista, cada vez
más sorprendida.
—Tómala, mujer,—insistió el joven;—¿no ves que
llora y que yo no sé acallarla? Va á escandalizar y á
denunciarnos á todo el que pase.
—¡Todo sea por Dios!—repuso Irene tomando la
niña, arropándola con su mantón y haciendo los ma­
yores esfuerzos por conseguir que callara.
Gustavo, que había cogido la cesta de la florista
y la había ocultado debajo de la capa, añadió:
—Ahora, echemos á andar; no conviene que si al­
guien pasa nos vea aquí parados.
—Pero ¿á dónde quiere usted llevarme?
—Ya te lo diré por el camino.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 935

—Es que...
—Anda, mujer, anda. ¿No me has prometido ha­
cerme el favor que te pidiera?
—Sí, y vuelvo á prometerlo; pero ir así sin más
ni más con una criatura en los brazos... usted com­
prenderá que...
—¡Estamos perdiendo un tiempo precioso!—le in­
terrumpió Grustavo con impaciencia.
—Pues acabe usted de una vez.
—¿Tú tienes confianza en mí?
—Si no la tuviera, no estaría hablando con usted
á tales horas y en tales sitios.
—Pues si tienes confianza, no vaciles más y sí­
gueme.
—Pero no le digo á usted que...
—Sígueme, mujer, sígueme.
—En fin, vamos allá,—dijo Irene con resolución.
—i Gracias á Dios!—exclamó Gustavo.
Y los dos echaron á andar calle abajo.
La niña había cesado de llorar.

III

—Ahora, escúchame,—dijo el joven acercándose


á la florista y hablándole con voz muy baja.

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936 SOR CELESTE

—Diga usted,—replicó Irene.


—Ya viste el compromiso en que me encontraba
cuando tú llegaste; un hombre como yo, con una cria­
tura como esa debajo de la capa, no puede ir á nin­
guna parte.
—Desde luego. ¿Pero de dónde demonios ba saca­
do usted este muñeco? Porque por más que reflexiono,
no salgo de mi asombro ni consigo adivinar...
—Dispensa que no conteste á tu pregunta: es una
cosa que...
—¡Ya están buenos todos los hombres!... ¡Sabe
Dios lo que significará todo esto!
—No bagas juicios temerarios,—lo interrumpió
Gustavo con seriedad.
—¡Claro!—repuso Irene riendo. — Ahora querrá
usted convencerme de que todo ello es la cosa más
inocente y más sencilla y más natural del mundo...
A otra con ese cuento... No soy tan tonta como us­
ted se figura, señorito Gustavo. Aquí hay misterio y
misterio gordo.
—No te digo que no.
—¿Eb? ¿qué tal? Cuando yo decía...
—Pero no puedo revelarte...
—Ni yo necesito saberlo. ¿Qué me importan á mí
todas estas cosas?
—Pues verás: como te dije antes, yo estaba en un

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 937

gran compromiso cuando tú llegaste; Dios sin duda


te envió; y el favor que de ti necesito y espero, es
que me acompañes para llevar esa criatura á cierto si­
tio en donde la aguardan.
—¿Qué sitio es ese?—preguntó Irene, parándose en
seguida.
—Un sitio en el que nada pierde con entrar una
muchacha por decente y honrada que sea.
—¿De veras?
—De veras.
—Sin embargo...
—¿Vacilas?
—Verá usted, señorito, es que... francamente, á
mí no me gusta verme metida en cierta clase de líos.
Un favor selo hagoyo áusted y á cualquiera, con la me­
jor voluntad del mundo, pero cuando ese favor puede
comprometerme... Ya usted ve; yo soy pobre, no ten­
go más caudal que mi honra... ¡y la honra de una mu­
jer se pierde con tan poca cosa! Basta que me vean á
estas horas de la noche por esas calles de Dios con una
criatura en los brazos y acompañada de usted, para
que digan horrores... Hágase usted cargo de que me
sobra la razón en lo que digo.
—¿Es que te vuelves atrás?—replicó Gustavo, mi­
rándola con inquietud.
—No es que me vuelva atrás, es que.,.
TOMO I 118

Biblioh
988 SOR CELESTE

—No tengas cuidado alguno, Irene,—añadió el jo­


ven con acento suplicante.—Yo te aseguro que á nada
te comprometes ni á nada te expones... ¡Y si supieras
cuán grande es el favor que me haces con una cosa tan
sencilla!... Yo sé que tú eres buena, que tienes un co­
razón sensible y generoso... A que mis súplicas te ha­
cen efecto, ¿verdad que sí?
—¡Válgame Dios!—murmuróla joven enojada con­
sigo misma;—dice usted las cosas de un modo... y yo
soy tan tonta, que...
—¿Luego consientes?
—Poco á poco; yo no he dicho eso.
—No lo has dicho, pero lo piensas, que es igual...
¡Vamos, no perdamos más tiempo!... Si mientras es­
tamos aquí ya podíamos haber llegado.
—¿Es muy lejos?
—;Ca, no, muy cerca!
—¿Dónde?
—Ya lo verás
—Cuando usted no me lo dice, señal de que me
engaña, de que teme que yo me arrepienta...
—Decídete de una vez.
—¡Cómo ha de ser!—exclamó Irene, encogiéndose
de hombros.—Así como así, siempre me pasa lo mis­
mo: no sé negarme á nada de lo que me piden. Se en­
tiende, de todo lo que me piden que no sea malo...

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o LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 989

No va usted á ser menos que otros... y siempre será


para mí una satisfacción el haberle servido... ¡Hace
tanto tiempo que le conozco!... Vamos, pues, á don­
de usted quiera, pero vamos muy aprisa... y que Dios
me perdone, porque me parece que cometo una im­
prudencia, ó que por lo menos hago una tontería...
¡Cómo ha de ser!
Y echó de nuevo á andar acompañada por Grusta-
vo, que no cesaba de reiterarle su agradecimiento.

IV

Por entretenerla y no dejarle notar lo largo de la


distancia que tenían que recorrer, Grustavo comenzó
á hablar á Irene de sus cosas, del teatro, de los pa­
rroquianos á quienes acostumbraba á vender mejor
sus flores.
La joven contestaba á sus preguntas y, poco á po­
co, la conversación se fué haciendo más y más animada.
—La verdad es que no puedo quejarme,—decía la
florista;—pocas tienen una parroquia tan buena como
la mía; ya usted lo sabe; y de señoritos de esós que
nunca miran lo que dan ni nunca admiten la vuelta.
Y bien sabe Dios que no es porque, como otras, per­
mita ciertas libertades; es... ¡qué sé yo por lo que es!
—Porque tienes ángel.

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940 SOR CELESTE

—Puede. Y mire usted, ahora precisamente estoy


muy disgustada porque se me ha ido una de las me­
jores parroquianas.
—¿Sí?
—¡Vaya! ¡Una señorita más hermosa, y más bue­
na, y que me quería de un modo, y que me ha dado
á ganar más dinero!
—¿Y quién es?
—Usted la conoce-
-^Yo? - .
—¡Digo!
—Pues no caigo.
—¡Poquitas veces en gracia de Dios que le he vis­
to á usted en su palco! Creo que es usted muy amigo
de su padre.
—Pues te aseguro que en este instante no recuer­
do...
—¡Válgame Dios! Si parece imposible. ¿No se
acuerda usted ya de la señorita Fermina?
Gustavo se estremeció al escuchar el nombre de
su amada.
—¡Ah, te referías á la señorita Fermina?—dijo,
aparentando la mayor indiferencia.
—Naturalmente; ¿verdad que es muy guapa?
—No es fea.
—Yo la quiero mucho. Parece que ha ido á pasar

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6 LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 941

al campo una temporada. ¡Tengo unas ganas de que


vuelva!

A pesar del dominio que tenía sobre sí mismo, al


oir el nombre de Fermina, Gustavo habíase quedado
pensativo.
Irene, al verlo callado, también guardó silencio,
diciendo en su interior:
—¡En qué lío tan gordo debe hallarse metido este
señorito!... Y parecía tan formal y tan serio... ¡Para
que luego se fíe una de las apariencias!
Y siguió callada haciénde esfuerzos por acallar á
la criatura que había roto á llorar.
En esto pasaron por delante de una taberna, en
cuya puerta había unos cuantos bebedores.
Todos ellos eran gente joven y alegre.
Al ver pasar á una chica tan guapa como Ireije,
varios de ellos salieron á la puerta, con intención de
echarle algunos chicoleos; pero al notar la presencia
de Gustavo, á quien hasta entonces no habían visto,
se contuvieron...
Uno de ellos, lanzó de repente una exclamación y
dijo:
— ¡Pues si es Irene, la novia de Raimundo!... ¡An­

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942 SOR CELESTE

da!... ¡y con un señorito y llevando una criatura!...


¡Y luego se las echa de tan honrada!
Ni la florista ni su acompañante, notaron nada de
esto.
Los dos iban muy preocupados, abstraído cada
cual en sus reflexiones.
Así continuaron aún, durante largo rato.

VI

Por fln, llegaron á la Costanilla de San Pedro y


Gustavo se detuvo ante una casa de modesta apa­
riencia.
— Aquí es,—dijo.
—¡Y decía usted que no estaba lejos!—replicó Ire­
ne riendo.—Vaya, tome usted.
Y fué á entregarle la niña.
—No, si aún te necesito,—agregó el joven.
—Pues acabe usted pronto.
—Escucha. Vas á subir al tercer piso de esta casa,
segunda puerta; allí hay una mujer que está aguar­
dando á esta niña; se la entregas y, al mismo tiempo,
le das esta carta y le presentas esta sortija á fin de
que no ponga ningún inconveniente en admitir la
criatura.
Y mientras decía esto, le dió una carta que sacó

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o LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 943

de un bolsillo y una de las preciosas sortijas que lle­


vaba en sus dedos.
—¿Y qué más?—preguntó Irene.
—Nada más.
—De manera, que entregando la niña, ya he con­
cluido.
—Sí.
—Pues llame usted al sereno y que abra cuanto an­
tes, que ya estoy deseando salir de esto.
Grustavo hizo lo que la joven le decía, y mientras
el vigilante nocturno llegaba, la florista añadió:
—¿Usted no sube?
—No, te aguardo aquí. Pero procura bajar pronto,
porque tengo mucha prisa.
—Más tengo yo.
—Buenas noches—dijo el sereno acercándose.
—Buenas noches,—contestaron los dos.
—Haga usted el favor de abrir esta puerta,—agre­
gó Grustavo.
—¿A dónde van ustedes?
—Al tercer piso.
—¿Hay que aguardar, señorito?
—Sí, porque sólo sube esta señorita; yo la espera­
ré aquí abajo.
—Está bien.
El sereno abrió la puerta, ó Irene desapareció en
el portal, diciendo al joven:

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944 SOR CELESTE

-Bajo en seguida ¿eh?

VII

Gustavo empezó á pasearse por la acora, aguar­


dando á la florista.
Estaba muy agradecido de la joven.
¡Qué buena era y qué condescendiente!
Le había sacado de un verdadero compromiso pues
sin ella, ¿cómo hubiese llevado hasta allí á su hija, sin
exponerse á algún percance?
—Era necesario pensar el modo de demostrarle su
agradecimiento.
—Pasó como un cuarto de hora y la joven no ba­
jaba.
—¡Cuanto tarda!—murmuró Gustavo.—Y el caso
es que á mi se me va á hacer muy tarde; ya debía es­
tar en el sitio donde de seguro me aguardan, y... En
fin, no hay más remedio que revestirse de paciencia y
aguardar.
Pasó otro cuarto de hora.
—¡Esto ya es demasiado!—exclamó el joven.—
Por qué tardará tanto? Para entregar una criatura,
no se necesita...
Miró el reloj.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 945

—¡Las dos y media!—añadió:—¡y la cita era á las


dos en punto!... Si se van sin aguardarme, es un con­
tratiempo y no flojo... ¿Qué hacer?
Dió otros cuantos paseos, y luego prosiguió:
—Me va á fastidiar
I
esa criatura con su tardanza...
y no es cosa de irse y dejarla sola... Aunque bien
mirado, cuando tanto tarda, señal de que está arriba
la persona que ha de encargarse de la niña... Para
nada me necesita, pues.
Esperó aún algunos minutos, pero viendo que
Irene no bajaba, exclamó con resolución:
—Yo no aguardo más, me voy... Ya la veré y me
disculparé con ella.
Acercóse al sereno, le dió la canastilla y una pe­
seta, y le dijo:
—Cuando baje esa joven, déle usted esta cesta y
dígale que no he podido esperarla, que en vista de
que tardaba tanto en bajar, me he ido.
—Está bien, señorito,—repuso el sereno con ala-
bilidad, gracias á la peseta.
—Buenas boches.
—Buenas noches.
Y Grustavo se alejó de allí precipitadamente.

TOMO 119

spana
946 SOR CELESTE

VIII

Aún tardó Irene algunos minutos en bajar.


Cuando el sereno le dió el recado de Grustavo, la
joven no pudo disimular su sorpresa, y alejóse di­
ciendo:
—Pues señor, no está mal; después de hacerle un
favor... ¿Y qué hago yo ahora de esta sortija?... ¡Bah!
se la devolveré cuando le vea.
Y emprendió á buen paso el camino de su casa.
—¡Qué cosas tan raras se ven en el mundo, señor!
—iba pensando,—vea usted por donde el señorito
Gustavo, nos resulta metido en líos y misterios... por­
que en todo esto debe haber un misterio muy grande,
¿quién lo duda?... Y luego, vaya una manera de arre­
glar las cosas: me dijo que la mujer que habita en esa
casa debía estar aguardando á la niña, y ni la estaba
aguardando, ni casi sabía de lo que se trataba... ¡Si
hasta creí que no la iba á querer tomar!... Pues si no
la toma, me divierto, porque como el señorito Gusta­
vo ha tenido á bien largarse... Nada, que habría yo
tenido que cargar con la criatura, lo menos por esta
noche. ¡Hubiese tenido gracia!
Se echó á reir y luego añadió:
—¡Y apenas es pesada esa buena mujer!... Nun­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 947

ca concluía de preguntar; «que quién soy yo, que dón­


de vivo...» «Pues mire usted, soy fulana, y vivo en tal
parte, y no tengo por qué ocultar á nadie ni mi nom­
bre ni mi casa, y no me pregunte usted más, porque
yo no sé ni una palabra de todo este enredo...» ¡Pero
que si quieres!... Y empeñada en que le dijese, si soy
yo la encargada de llevarle las mensualidades... Y no
se ha quedado convencida de que yo no sé nada de
todo eso... Si no echo á correr escaleras abajo, toda­
vía me tiene allí fastidiándome con más preguntas...
¡Qué mujer!

IX

En esto había llegado delante de la casa de la ca­


lle del Tribulete.
Llamó al sereno para que le abriera, entró, y po­
cos instantes después, hallábase en su modesta buhar­
dilla.
—He aquí que he perdido en tanto un par de ho­
ras de sueño,—dijo con enojo.—Pero... ¿quién se nie­
ga á hacer un favor?... Para eso estamos en el mundo,
para ayudarnos los unos á los otros.
Mientras decía esto, sacó del bolsillo un puñado
de monedas, las echó sobre la cómoda y se puso á con­
tarlas: eran las ganancias de la noche.

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948 SOR CELESTE

—No me ha ido del todo mal,—exclamó satisfecha;


cuando hubo terminado.—Hagamos ahora la separa­
ción; esto, para el gasto, y esto para la hucha.
Y abriendo un cajón de la cómoda, sacó de él una
cajita de madera, herméticamente clavada, en la que,
por una ranura que había en la tapa, echó algunas
monedas: después movió la caja dos ó tres veces.
—¡Cómo suena!—dijo con alegría.—Lo menos... lo
menos que debe haber ya reunido, son... sesenta rea
les... ¡Tres duros!
Y pronunció esta última frase, con cierto énfasis
y orgullo.

Ya iba á acostarse, cuando se acordó de la sortija


que Gustavo le entregara como contraseña: sacóla del
bolsillo y la examinó con curiosidad.
Era un aro de oro esmaltado de negro, y sobre el
esmalte se leía esta palabra, cuyas letras estaban for­
madas por pequeños diamantes: «Recuerdo.»
Por la parte interior tenía grabada otra inscrip­
ción; aquella inscripción decía: «G. de San Germán.»
— ¡Calle!—exclamó Irene:—¡el nombre del seño­
rito!
Volvió á examinarla y añadió:
— ¡Qué preciosa es!... Parece algo así como un

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 949

anillo de boda... ¡No será de seguro, ni tan bueno ni


tan bonito el que me regale á mí Raimundo cuando
nos casemos!
Este recuerdo hizo asomar los colores á su rostro.
Sin darse cuenta de lo que hacía, colocó la sorti­
ja en uno de sus dedos.
— ¡Qué buen efecto hace!—murmuró satisfecha.
Se recreó mirándola un buen rato y moviendo la
mano en todas direcciones para ver los cambiantes de
luces de las piedras, hasta que por fin, lanzando un
suspiro, se la quitó diciendo:
—Estas cosas no se han hecho paia las pobres co­
mo yo.
Y guardó cuidadosamente la sortija en el cajón de
la cómoda.

XI

Al cabo de un instante, yá estaba desnuda y me­


tida en su modesto y limpio lecho.
Se arrodilló en él, cruzó las manos, y sus labios se
agitaron con fervor, murmurando una oración.
Cuando hubo concluido el rezo, apagó la luz y se
volvió hacia la pared.
Pero con gran sorpresa y disgusto suyo, no con­
siguió dormirse tan pronto como otras noches.

Biblioteca Nacional de España


950 SOH CELESTE

Y era que las preocupaciones la tenían desvelada.


Por fin, logró dormirse, pero su sueño no fue tan
tranquilo como de ordinario.
Soñó muchos disparates.
Primero, vió su hucha vuelta hacia abajo, y por
la abertura de la tapa, salía un chorro de duros, de
tres en tres, y nunca cesaban de salir...
Después, vió la preciosa sortija que guardaba en
la cómoda, de la misma hechura, con idéntico letrero,
pero de tamaño mucho más grande; tanto, que sirvió
para aprisionar dentro de si á ella y á su novio, que
estrechamente abrazados, no intentaban romper ni
mucho menos, aquel precioso círculo que los ence­
rraba.
¡Los sueños!... ¡cuán halagadores son algunas
veces!
Y... ¡qué triste es el despertar de un sueño agra­
dable!

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CAPITULO V

Don Leandro de Sotomayor y su esposa.

ETEOCEDAMOS algunas horas.


Cuando el primer embozado que
vimos entrar en la misteriosa casa de
la calle del Tribulete, salió de casa
de doña Leona Carón, profesora en
partos, serían aproximadamente las
nueve y media de la noche.
Si hubiese ido menos preocupado, hubiera podido
ver á Gustavo, que aguardaba impaciente á que él
saliera para entrar á ver á su amada, como ya hemos
visto.
El padre de Fermina, pues como á tal nos han he­
cho conocer al embozado, la joven, su adorado y la
comadrona, siguió andando á paso más que ligero

Biblioteca Nacional de España


952 SOR CELESTE

hasta llegar á una magnífica casa con honores de pa­


lacio y situada en la calle de Alcalá, en la cual entró
sin contestar siquiera al ceremonioso saludo que le de­
dicó el portero.
Al llegar al primer piso, encontró ya la puerta
abierta, y un criado vestido con galoneada librea, el
que se inclinó ante él respetuosamente, como se ha­
bía inclinado el portero.
Tampoco se cuido de contestar á este saludo; en­
tró en el recibimiento, dirigióse á una puerta que
había en uno de los ángulos, y después de atravesar
una espaciosa antesala y un grandioso salón, regia y
severamente amueblados, penetró en un magnífico
despacho, en el cual hallábanse encendidas la monu­
mental lámpara y la confortable chimenea, como si
todo estuviese á punto para cuando él llegase.
Sólo allí se desembozó, quitóse la capa, arrojándo
la sobre una silla, oprimió el botón de un timbre y di
jo á un criado que se presentó inmediatamente;
—Avise usted á la señora mi regreso, y dígale si
quiere venir aquí ó si desea que pase yo á su gabinete.
El criado salió presuroso á cumplir la orden y él
sentóse en una cómoda butaca junto á la chimenea,
se tendió en ella perezosamente y acercó los pies al
fuego.

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■P.T? I

6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 953

II

Don Leandro de Sotamayor, pues tal era el nombre


de nuestro nuevo personaje, frisaría aproximadamen­
te en los cincuenta años, y era un hombre lleno aún
de energía y de fuerza.
Su temperamento y su carácter, se revelaban por
completo en su rostro.
Bastaba ver aquella frente altiva, limitada en su
parte superior por una corona de cabellos grises, ás­
peros y duros y en la inferior por un entrecejo siem­
pre fruncido; bastaba fijarse en aquellas facciones
regulares, casi perfectas, pero duras; bastaba sentir
una vez siquiera la mirada penetrante de aquellos
ojos pardos, fríos y vidriosos, para adivinar toda la al­
tivez y toda la entereza del carácter de aquel hombre.
Sus ademanes eran correctos, pero bruscos.
En conjunto, su aspecto imponía.
Que era rico, lo daba á entender de sobra la mag­
nificencia del palacio que habitaba.
Ahora sólo falta añadir que pertenecía á la me­
jor sociedad y que gozaba fama de hombre dignísimo,
y más que de todo, de intránsigente hasta la exagera­
ción en materias de honra.
En la alta sociedad, su nombre y su persona eran
tomo i 120

Biblioteca
954 SOR CELESTE

respetados por todos, gracias á su riqueza, á sus an­


tecedentes y á su conducta intachable.
Con estos datos basta y sobra para que el lector
sepa con quien trata y pueda seguirnos sin confusión
en las escenas que van á desarrollarse.

III

Al cabo de poco rato, volvió el criado.


—La señora,—dijo saludando y deteniéndose á
respetuosa distancia,—suplica al señor que tenga la
bondad de pasar á su gabinete: dice que no se en­
cuentra muy bien y que por eso no viene á verle.
—Está bien, retírese usted,—trepuso don Leandro
con sequedad.
Cuando el criado hubo salido, púsose de pie y
murmuró con cierto enojo:
—Vamos, pues, á verla. Valía la pena de que se
hubiese molestado en venir aquí, porque después de
todo, á ella y no á mí es á quien interesa este asun­
to... ¡Está visto que el abusar debe de ser cosa muy
agradable, cuando hay siempre en el mundo tantos
que abusan! Pero en fin, qué remedio.
Y encogiéndose de hombros, salió del despacho,
atravesó varias salas y se detuvo delante de una

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 955

puerta entornada, en la que dio discretamente dos ó


tres golpecitos.
—Adelante,—dijo desde dentro una voz de mujer.
Don Leandro empujó la puerta, y entró en un pe­
queño gabinete, lujosamente amueblado.
—Buenas noches, Denoveva,—dijo al entrar, sa­
ludando á una señora que había sentada en un sillón
junto á una chimenea, en la que ardían gruesos leños.
—Buenas noches, Leandro,—contestó la señora.
Y le señaló con la mano otro sillón, colocado fren­
te por frente del suyo.
Don Leandro apresuróse á hacer uso del ofreci­
miento.

IV

La señora, ó mejor dicho, doña Genoveva, pues


con tal nombre hemos visto que era saludada, era una
señora joven aún, pues de seguro no pasaría de los
cuarenta ó los cuarenta y cinco años, y aun hermosa.
Sus facciones recordaban de una manera extraor­
dinaria las de Fermina.
Era rubia como ella y como ella tenía impresa en
el semblante la huella del sufrimiento.
—¿Qué hay?—exclamó en cuanto don Leandro se_
hubo sentado;—¿la has visto?

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956 SOR CELESTE

—No,—repuso secamente el interpelado.


—¡Cómo ¿no has ido á...?
—He ido al sitio donde se halla, pero no la he vis­
to: no había necesidad de que la viera.
—¡Pobre hija mía!—murmuró la señora con amar­
gura, lanzando un profundo suspiro.
Luego se pasó la mano por la frente; y añadió con
ansiedad:
—¿Y qué?
—Creo que esta noche habrá terminado todo,—re­
puso don Leandro con indiferencia.
—¿De veras?
—Así me lo ha asegurado la señora á quién está
encomendada.
—¡Y no estar yo á su lado para asistirla, para ani­
marla!—exclamó doña Grenoveva, sin poder contener
el llanto.
—Si te parece,—replicó don Leandro con violen
cia,—corre á su lado, da expansión á tu sensiblería
extemporánea, aunque con ello promuevas un escán­
dalo y arrojes á la calle mi nombre y mi honra... ¡Só­
lo eso faltaba! Te parece, sin duda insignificante la
falta de Fermina, de tu hija, y quieres añadirle tu
imprudencia.
—No son justos esos reproches,—dijo la señora
con amargura, dejando de llorar;—el que lamente mi

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 957

desgracia, que me impide estar al lado de mi hija en


momentos tan críticos, no es decir que me revele á
tus mandatos. Tú has dispuesto que todo se haga de
esta manera, y tus razones tienes para ello: yo respe­
to tu voluntad aunque me hiere, aunque me mortifi­
ca, porque así debo hacerlo; si otras razones no hu­
biera para mí obediencia, bastaría la de ser tu esposa.
No te alarmes, pues, ni receles una ligereza por mi
parte: sé cual es mi obligación en este caso.
—Menos mal.
—Ahora, permíteme que te dirija algunas pre­
guntas.
-Veamos.

Doña Genoveva guardó silencio algunos instan­


tes, y luego dijo, mirando fijamente á su esposo:
—Puesto que Fermina no ha de tardar en venir á
nuestro lado...
—Tardará aún algún tiempo,—le interrumpió don
Leandro.
—Bien, sí; pero no puede ser ya mucho, porque
ni ella va á permanecer toda su vida en aquella casa
ni nosotros vamos á seguir haciendo creer á todo el
mundo que la tenemos en una casa de campo; esta si­

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958 SOR CELESTE

tuación falsa é insostenible ha de concluir cuanto an


tes. Así, pues, repito: puesto que Fermina no ha de
tardar en volver á nuestro lado, es necesario pensar
fríamente lo que debemos hacer con ella.
—¿Qué quieres que hagamos?
—Te pregunto cuál es tu opinión, cuáles son tus
proyectos; después yo te expondré los míos.
—Ni tengo pensado nada,—repuso don Leandro
con frialdad,—ni creo que debamos perder tiempo en
pensarlo. Mejor ó peor, hemos salido del apuro; pues
como si no hubiera sucedido nada.
—¿Y es eso todo cuanto se te ocurre?
—¿Qué más quieres que se me ocurra?
—¿Pero no comprendes lo doloroso, lo horrible del
porvenir que aguarda á esa criatura á nuestro lado?
—replicó doña Grenoveva con voz conmovida.
—No veo la causa.
—¡No la ves!... Pues yo sí. Por una parte, la ver­
güenza, el remordimiento de su falta; por otra, la de­
sesperación de ver perdidas todas sus ilusiones y to­
das sus esperanzas.
—¿Y quién tiene la culpa de todo eso sino ella?
¿Ha faltado?... Pues toda falta tiene un castigo... El
de la suya es ese... Que lo sufra resignada.
—Eres demasiado severo.
—Y tú demasiado indulgente.

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w
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 959

—¿Cómo quieres que no haya indulgencia en el


corazón de una madre?
—Es natural; y sobre todo... Hablemos claro: y
sobre todo, en el corazón de una madre, que tiene so­
bre su conciencia la misma falta que ha de perdonar
á su hija... Por fuerza ha de ser indulgente.
—¡Leandro!—exclamó doña Heno ve va, en son de
amargo reproche.
—No te alteres ni te ofendas,—apresuróse á decir
él;—si mis labios han pronunciado las frases, que por
lo visto tanto daño te han hecho, ha sido sólo para
explicante mi conducta. Me tachas de severo y com­
paras mi severidad con tu indulgencia; pues yo he de
hacerte ver que no soy indulgente, porque no estoy
en las mismas condiciones que tú; porque yo, como
no las he cometido nunca, no concibo ni perdono las
faltas que redundan en perjuicio de la honra; tú, por
el contrario, estás en condiciones de comprenderlas y
perdonarlas, y por eso las perdonas. La cosa no pue­
de ser más natural, y á demostrártelo iban encamina­
das mis palabras, que te lo repito, no han sido dichas
con intención de ofenderte.
—Ya que pones la cuestión á ese terreno,—replicó
ella con voz reconcentrada,—sé más franco, di la ver­
dad toda, di que no te interesa el porvenir de Fermi­
na, no por severidad, no por intransigencia, no por

Biblioteca Nacional de España


960 SOR CELESTE

que te halles en realidad ofendido, si no porque nin­


gún eco levantan en tu corazón ni sus risas ni sus lá­
grimas; más claro, porque como no eres su padre,
aunque por tal pasas á los ojos de todo el mundo, sus
dolores y sus alegrías te son indiferentes.
—Puede que tengas razón.
—¡Sí que la tengo!
—Había aquí una cuestión de honra que me atañía
directamente, puesto que Fermina lleva mi nombre,
puesto que, según tú misma has dicho, á los ojos de
todos soy su padre; esa cuestión, está salvada: lo de­
más no es cuenta mía. Todo mi cuidado de aquí en
adelante se reduce á esto solo: á procurar que la des­
honra de la que pasa por mi hija, siga siendo un se­
creto. Y lo será, porque ya sabes que cuando yo me
propongo una cosa, la consigo.

VI

Doña Genoveva mini con expresión de alegría á


su esposo, y exclamó precipitadamente:
—Con que es decir... que tú no quieres ocuparte
del porvenir de mi hija, ¿no es eso?
—Exactamente.
— ¿Luego me dejas en libertad de que yo procure

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 961

SU dicha de la manera que en mi opinión sea más


adecuada?
—Poco á poco.
-¿Eh?
—Te dejo en una libertad relativa. Si piensas que
Fermina puede ser aún dichosa, si por propia expe­
riencia sabes que la felicidad puede existir al lado de
la deshonra, por más que yo no la concibo, búscasela
en buen hora á esa infeliz del modo que tengas por
conveniente, pero consultándome de antemano todos
tus planes. Si esos planes contrarían mi voluntad y
pueden ser un peligro para el secreto que mi honor
exige, no te permitiré que los realices; es la única
condición que te impongo y la única advertencia que
te hago. Aquí se trata sólo de salvar mi nombre, que
yo te presté para encubrir tu deshonra, y que tu hija
ha comprometido; cosa que no me extraña; al fin y
al cabo, hija tuya; todo se hereda, hasta las inclina­
ciones, hasta los defectos.
Y en sus labios dibujóse una sonrisa, que tenía
mucho de despreciativa.

VII

—¡Basta!—exclamó doña G-enoveva con dignidad;


-advierte que me estás ofendiendq con alusiones que
TOMO 1 121

Biblio:
962 SOR CELESTE

tienen muy poco de generosas, y que tú, menos que


nadie, tiene el derecho á ofenderme. Te encastillas en
tu honor inmaculado, para echarme en cara una des­
gracia, de que tú mismo debieras avergonzarte. Po­
drías hablarme de la manera que lo estás haciendo,
si yo te hubiera engañado, si al casarte conmigo hu­
bieses ignorado mi deshonra... ¡Pero si la sabías!...
¡Si precisamente porque la sabías pretendiste mi rua­
no y ofreciste tu nombre para restaurar mi honor á
cambio de mis riquezas! ¿Qué puedes, pues, recrimi­
narme? Si yo fui manchada al matrimonio, tú no lo
fuiste menos, puesto que ese nombre de que tan orgu­
lloso te muestras, lo habías rebajado hasta el punto
de convertirlo en una mercancía.
—¡Genoveva!—gritó don Leandro palideciendo.
—¿Te hieren mis palabras?—replicó ella con iro­
nía;—¡pues figúrate cuánto me herirán á mí las tuyas!
Bien sabes que nunca, en los años que llevamos de
matrimonio, he querido hablarte de esto... Si te
hablo ahora, es porque tú me has provocado... Por tu
culpa hemos sacado á relucir nuestras miserias, reba­
jándonos aun más á nuestros propios ojos, con estas
vergonzosas recriminaciones; sólo hay una diferencia:
que tú las haces con fruición, con cinismo, con ese
cinismo que te da tu decantada honradez, que consi­
deras invulnerable, y yo las hago con el acento tími­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 963

do y vergonzoso, de quien reconoce su falta y experi­


menta en el corazón los pinchazos del remordimiento.
Dejemos, pues, el pasado, en el que todos tenemos
alguna página que no podemos leer sin avergonzar­
nos, y ocupémonos sólo del presente.

VIII

Doña Grenoveva hizo una pausa, profundamente


afectada.
—Y bien,—dijo don Leandro aparentando una cal­
ma y una sangre fría, que estaba muy lejos de sentir;
—¿qué es lo que te preocupa en lo presente?
—Ya te lo he dicho,—repuso doña Genoveva,—el
porvenir de mi hija.
—Pues también te he dicho yo,—replicó él,—
que ese porvenir me tiene sin cuidado. Sólo exijo una
cosa; que no se haga pública su deshonra, porque esa
deshonra, aunque injustamente, puesto que yo no
soy el padre de Fermina, caería sobre mí. Lo demás
es cuenta tuya.
—Lo sé; por eso reclamo mis derechos de madre;
los reclamo, para mirar por el porvenir de mi hija. Tú
has dicho antes que los hijos heredan hasta los defectos
de los padres; no sé si eso es verdad, pero sé que por lo
menos heredan sus desgracias. El mismo infortunio

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964 BOR CELESTE

que cayó sobre mí, siendo yo joven, pesa hoy sobre


mi hija; la deshonra mancha su frente, como manchó
la mía... La misma mancha, y por el mismo motivo:
por amor; el amor me hizo caer á mí, y el amor la
ha hecho caer á ella... ¡También el amor tiene sus
victimas y sus mártires!
Don Leandro sonrió imperceptiblemente.
—¿Te ríes? — exclamó su esposa: — ¡es natural!
¿Qué sabes tú á los extremos que el amor puede con­
ducir, si no lo has sentido nunca?
—Sigue,—replicó él sin inmutarse.
—Pues bien: en aquellos primeros instantes de
desesperación y de angustia, yo tuve á mi lado un
padre cariñoso, que dominando su vergüenza, su do­
lor y su enojo, buscó la manera de salvarme; al fin y
al cabo, yo seguía siendo para él, su hija adorada...
Apeló al recurso de casarme contigo, de comprar tu
condescendencia... No fué una solución, pero fué un
medio deponer á cubierto mi honra... fué una prueba
de amor que sirvióme y me sirve aún de consuelo en
mis amarguras... ¡Consuela tanto el verse amada!...
Pues así como el cariño de aquel noble anciano, buscó
una salvación y un consuelo á mi desgracia, en igual­
dad de condiciones, yo quiero que mi cariño de ma­
dre busque una salvación y un consuelo á la desgra­
cia de mi hija, de esa hija, fruto de la deshonra que

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f
6 LAS MARTIRES DEL CORAZÓN 965

tú amparaste... Se lo hubiera buscado, en cuanto su­


pe su infortunio; tú te opusiste en nombre de tu ho­
nor, y yo respeté tu voluntad. Hoy tu honor está ya
á salvo; la falta de la que lleva tu .nombre, permane­
cerá oculta en el misterio impenetrable de que has
sabido rodearla; tu misión ha concluido, y principia
la mía, que no es otra que labrar la felicidad de Fer­
mina. ¿No quieres ayudarme? Lo haré yo sola; pero
al menos, no estorbes mis proyectos.
—Ya te he dicho que me son indiferentes, con tal
de que no atonten contra mi obra, con tal de que no
comprometan el secreto que tanto me interesa guar­
dar.
—Ahí está lo grave del caso.
—¿Luego empiezas por confesar que yo he de opo­
nerme á lo que intentas?
—Sí, puesto que ya te has opuesto antes.
—¿De qué se trata?
—De casar á Fermina.
Don Leandro miró con enojo á su esposa, y repli­
có secamente:
—Tienes razón: me opongo y me opondré siempre.

IX

Hubo unos momentos de silencio.

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966 SOR CRLESTE

—Hablemos con calma,—dijo doña Glenoveva:


—cuando al conocer la desgracia de Fermina, te pro­
puse lo mismo que ahora te propongo, tú te opusiste
sin darme razones de ninguna especie: yo no las pedí,
porque entonces mi obligación era callar y obedecer­
te en todo, puesto que se trataba de ocultar la man­
cha que mi hija había echado sobre tu honra. Hoy la
cuestión varía; has salvado ya tu honor de la manera
que has tenido por conveniente, y hoy si te pregunto,
puesto que ya de lo que se trata es de la felicidad de
Fermina: ¿por qué te opones á que la case?
—Porque sí, —repuso don Leandro con violencia.
—Eso no es una razón.
—Pues no tengo otra.
—Entonces, prescindiré por completo de tu per­
miso, y seguiré adelante en mi propósito.
—¡Heno ve va!
—Tú me obligas á ello; dame una razón que me
convenza, y buscaré por otro camino la felicidad de
esa desdichada.
—¡De manera,—exclamó don Leandro con ironía,
—que lo que tú quieres es buscar un marido para que
tape la deshonra de tu hija, como tu padre me buscó
á mí para tapar la tuya!
—¿Y por qué no? Si mi dote fué suficiente para
comprarte á ti, el de mi hija lo será también para
comprar á otro cualquiera.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 967

—¡Nunca!
—¿Por qué?
—Porque así como tu padre me dijo al conceder­
me tu mano: «mi hija está deshonrada, por eso se la
. entrego,» tú habrías de decir lo mismo al marido de
tu hija, y eso es divulgar el secreto de su deshonra,
que es la mía; desde que tal hagas, habrá por lo me­
nos un hombre ante el cual tenga que avergonzarme,
un hombre que sepa que mi honor está manchado por
la que para él, como para todos, es mi legítima hija.
—Tranquilízate,—repuso doña Genoveva;—el
hombre á quien destino para esposa de Fermina, sabe
ya su deshonra, luego nada tendré que decirle.
—¡Explícate!—exclamó don Leandro con inquie­
tud.
—¿Pero aún no lo has comprendido?
—No.
—Pues es muy fácil. Con Fermina no debe, casar­
se otro, que el mismo que la ha seducido.

Don Leandro quedóse mirando á su esposa con


expresión de extrañeza y asombro.
—Cuando una joven como Fermina cae,—prosi­

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968 SOR CELESTE
1
guió diciendo doña Genoveva,—no puede caer ruás
que por amor; el hombre á quien se ha entregado, es
el hombre á quien ama; pues bien: proponiéndome yo
labrar la felicidad de mi hija, no la casaré, como mi
padre me casó á mí, con el primer hombre poco escru­
puloso que se presente á solicitar su mano; la casaré,
con el hombre á quien ama; esto es lo natural y esto
es lo lógico.
—Luego entonces,—replicó don Leandro con iro­
nía,—tú me has engañado.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Cómo?
—Cuando me hiciste saber el estado en que Fer­
mina se hallaba, porque tú fuiste la primera en no­
tarlo y en hacérmelo saher, yo te dirigí una sola pre­
gunta: «¿quién es el seductor?»
—Y yo te contesté que no lo sabía.
—Precisamente.
—Sigue.
—Más tarde, dirigí la misma pregunta á la pro­
pia Fermina, y se negó á responderme; reclamé tu
auxilio para que la obligases á confesar, y me dijiste
que también se te había resistido.
—Y así era.
—¿Luego ignoras quien es el seductor de tu hija?
—Lo ignoro.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 969

—¿Ni lo sospechas siquiera?


—Ni lo sospecho,
—Pues dime: ¿cómo quieres casarla con un hom­
bre que no conoces, con un hombre que ella, la única
que podía indicártelo, se obstina en no decir quien es?
—Las circunstancias han variado,—repuso doña
Genoveva.—Entonces se obstinaba en ocultarnos su
nombre, porque temía comprometerlo, porque temía
que descargaras en él tu enojo... y ahí tienes una
prueba elocuente de lo que antes te decía, de que le
A
ama... ¿Pero crees que lo ocultará lo mismo cuando
yo le diga: «no queremos saber quien es para castigar
su infamia, sino para hacerlo tu esposo?»
—No; lo probable es que si le dices eso no lo
oculte. ■
—Pues entonces...
—Pero es que yo no consentiré nunca que digas
semejantes palabras á Fermina.
—¿Por qué?
—Porque si antes quería saber quién era el seduc­
tor, para vengar en él mi afrenta, hoy que esa afren­
ta está velada con las sombras del misterio, no nece­
sito ya saber el nombre del que la ha seducido.
—En resumen,—dijo doña Genoveva, mirando con
fijeza á su esposo:—que te opones resueltamente á la
felicidad de Fermina, ¿no es así?
TOMO I

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970 SOR CELESTB

—Busca otro camino.


—No lo hay.
—Pues ese, lo desapruebo en absoluto.
—¿Pero por qué?
—Yo no puedo transigir nunca con quien ha sido
causa de mi deshonra. Si llego á conocer á ese hom­
bre, no será para darle la mano de la que para él es
mi hija; así, me rebajaría á sus ojos; será, para casti­
gar su infamia.
—Eso no es razón, es un subterfugio. ¿Qué más
puede pedirse, sino que repare la falta el mismo que
la ha cometido?
—Esa falta no necesita ya reparación; está repa­
rada.
—¿Cómo?
—Con el secreto.
—¡Así sois los que más blasonáis de honrados!
Con tal de que se cubran las apariencias, con tal de
que no salga á la superficie, en el fondo que haya to­
da la podredumbre que se quiera...
—La honra no estriba al fin y al cabo, más que
en la opinión del mundo; ¿el mundo se conforma con
las apariencias? pues basta cubrir esas apariencias.
Fermina volverá á esta casa y volverá manchada,
pero como el mundo no lo sabe, seguirá siendo para
todos la niña inocente, pura y cándida, de antes; es

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 971

lo que basta. Hubo peligro inminente de que su falta


se revelase por sí misma: ¿se alejó ese peligro? Pues
ya no hay más que hacer... He tomado mis medidas
para que no queden cabos sueltos; sólo nosotros po­
demos publicar nuestra deshonra; yo no he de hacer­
lo, y si tú y nuestra hija lo intentáis con vuestras
imprudencias, aquí estoy yo para impedirlo, que es
lo que hago en este momento.
Y don Leandro al pronunciar sus últimas pala­
bras, miró á Genoveva con expresión dominante.

XI

—Al punto á que hemos llegado,—dijo doña Ge­


noveva después de una breve pausa,—la franqueza se
impone.
—¿Quieres aun más franqueza?—replicó don Lean­
dro sonriéndose.
—Sí; quiero que me digas, la verdadera razón por
la que no consientes que Fermina se case.
—Ya te la he dicho.
—Me engañas; hay otra.
—¿Cuál?
—¿Quieres que sea yo quien la diga?
—Habla.

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1
972 SOR CELESTE

—Pues bien,—añadió doña Grenoveva:—no quie­


res consentir en que Fermina se case, por ambición.
—¿Por ambición?
—Sí.
—No te comprendo.
— ¡Con que no me comprendes! Pues yo sí te he
comprendido... y no me equivoco... Tú piensas: «ca­
sándose Fermina, ha de llevarse la mitad dé nuestros
bienes, puesto que todos son dft su madre».
—Y bien...
—¿Aún no te das por vencido? ¿aún quieres que sea
más explícita?
—Lo que quiero es que acabes de una vez.
— ¿De veras? pues voy á complacerte. Lo que tú
deseas es, que no se merme ni en un solo céntimo
nuestra fortuna, para que toda íntegra pase á poder
de Esteban, de nuestro hijo. ¿Di si no he adivinado
tus intenciones?
—Pues supón que así sea,—repuso don Leandro
con calma:—¿qué tenemos con eso?
—¡Que es una injusticia!—exclamó doña Genove­
va indignada.—Esteban es mi hijo, es el hijo legítimo
de nuestro matrimonio; pero Fermina es mi hija tam­
bién.
—Mía no; por eso es muy natural que me interese
más por el otro que es mi hijo, que por ella. Es un
egoísmo disculpable.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 973

—Si nuestros bienes fueran tuyos, lo comprendo;


pero son míos, y lo mío no pertenece á Esteban solo
ni á Fermina sola; pertenece por igual á los dos, por­
que los dos son mis hijos. No es justo despojar al uno
en beneficio del otro.
—Si á eso vamos,—dijo don Leandro sonriendo,
—tampoco es justo que mi nombre que pertenece á
Esteban solo, lo lleve también Fermina... Hay mu­
chas injusticias en este mundo.
—¡Concluyamos!—exclamó dona Genoveva po­
niéndose de pie.
—No deseo otra cosa,—añadió don Leandro imi­
tándola.
—¿Qué resuelves?
—Lo que te he dicho.
—¡De manera, que pretendes que me resigne á ver
cómo sufre mi desgraciada hija, sin que me sea dado
aliviar sus sufrimientos!
—¿Soy yo acaso culpable de que sufra?
—¡Oh no!—murmuró doña Genoveva con desespe­
ración; —¡yo necesito hacer algo por ella!
—Pues si quieres creerme,—le interrumpió su es­
poso,—no hagas nada; es la mejor prueba de cariño
que puedes darle. Consuélala con tus caricias y con
tus palabras, en buenhora... ¡Ya es bastante! Sobre
todo, procura que yo no tenga que intervenir direc-

Biblioteca Nacional de-España


974 SOR CELESTE

tarn ente en semejantes asuntos, ya me conoces; hay


cosas con las que no transijo ni transigiré nunca;
cuando me propongo un fin, voy á él sin detenerme...
Piensa que á veces se busca un bien y se consigue un
mal, mayor aún que aquel del cual huimos... Se ha
hecho todo cuanto podía y debía hacerse... Pensaren
otras cosas, es locura.

XII

Doña Genoveva cayó otra vez en su asiento, ano­


nadada por las palabras de su esposo.
En aquel momento, se oyó ruido de pasos en la an­
tesala.
—Acaso sea Esteban que vuelva del teatro,—
añadió don Leandro, precipitadamente.—Tranquilí­
zate y procura que no conozca nada.
Doña Genoveva apresuróse á componer su altera­
do semblante, y ambos esforzarónse por aparecer
tranquilos y risueños.

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CAPITULO VI

Esteban.

N joven se presentó en la puerta del


gabinete.
—Buenas noches, papas,—dijo en­
trando en la estancia.
—Buenas noches, hijo mío,—res­
pondió doña Genoveva, haciendo todo
lo posible por aparecer tranquila.
—Buenas noches, Esteban,—añadió don Leandro
sonriendo.
El joven permaneció de pie.
Estaba muy pálido y muy grave.
Sus padres no pudieron menos que advertirlo, y
comunicáronse su inquietud y su recelo con una ex­
presiva mirada.

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976 SOR CELESTE

,—¿Y qué? ¿se ha concluido ya la función en el


Real?—preguntó don Leandro alegremente.
—Sí; ahora mismo ha terminado,—repuso Esteban
distraído, como si su pensamiento estuviera fijo en
otra cosa muy diferente de la que hablaban.
—Y tú,—añadió el padre,—en cuanto terminó la
función... á casita... ¡Así me gusta! Eres lo que se
llama un buen muchacho... ¡Qué pocos habrá que á
tu edad hagan lo mismo!
El joven no respondió á estas joviales y cariñosas
palabras.
—¿Pero no quieres sentarte?—le dijo doña Geno­
veva.
—No; estoy bien,—repuso Esteban secamente.
Los dos esposos miráronse de nuevo con más in­
quietud que antes, y permanecieron callados, sin
atreverse á dirigir la palabra de nuevo á su hijo.
La preocupación del joven les sorprendía y les
asustaba.
Instintivamente presentían en ella un peligro, ca­
si una desgracia.

II

Era Esteban un joven que no contaría más allá


de diecisiete á dieciocho años; pero por su desarrollo,

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 977

por su estatura y por lo varonil de su semblante, re­


presentaba por lo menos veinte.
No era guapo, y sin embargo había en él algo que
atraía, que le captaba desde el primer instante, la
voluntad y la simpatía de todos.
En su rostro había rasgos que le hacían parecerse
al mismo tiempo á su padre y á su madre.
La corrección y armonía de sus facciones, eran
copia exacta del semblante de don Leandro; pero en
cambio, el mirar lánguido y dulce de sus hermosos
ojos, era como un reflejo de aquella mirada tan triste
y tan bondadosa que caracterizaba á doña Genoveva.
Su cabello no era, ni rubio como el de la una ni
negro como el del otro; era castaño muy obscuro, muy
fino, muy rizado, y según como lo hería la luz, pare­
cía despedir reflejos metálicos. Y á juzgar por la ex­
presión de su cara, en el fondo debía haber igual con­
junto, igual contraste de rasgos, reflejos y reminis­
cencias de los autores de sus días, que se notaba en
su parte física. Su carácter debía estar formado de
dulzuras y delicadezas como el de su madre, y arre­
batos y energías como el de don Leandro. De la una,
había heredado la sensibilidad exquisita; del otro, la
firmeza inquebrantable, la rectitud intransigente. De
todo lo cual puede deducirse, que como de cada uno
había recibido lo mejor que en ellos había, en su par-
TOMO I r L S'ErD^ 123

Biblio>
978 SOR CELESTE

te moral, era un tipo mucho más perfecto y mucho


más simpático que en su parte física.
Desde el primer momento, descubríanse en él un
gran corazón y un gran carácter, un carácter y un
corazón de esos que no se quedan nunca en los térmi­
nos medios; que llegan siempre hasta el fin del cami­
no que la casualidad les señala, aunque en aquel fin
encuentren el sacrificio, aunque para llegar hasta él,
tengan que realizar imposibles, heroicidades.
Como antes hemos dicho, estaba muy pálido y muy
serio, palidez y seriedad que resaltaban más aún por
el severo y elegante traje de frac que vestía con gran
soltura y desembarazo.

Ill

Esteban parecía vacilar entre el temor y el deseo


de decir alguna cosa importante.
Por fin decidióse, y acercándose á sus padres, dijo
con voz un poco alterada, que en vano procuró hacer
firme ó indiferente:
—¿Qué noticias tienen ustedes de mi hermana?
Don Leandro y doña Genoveva miraron á su hijo
con inquietud y extrañeza.
—¿De tu hermana?—exclamó el padre.
—Sí, de Fermina,—insistió el joven.—¡Parece que

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN ’ 979

les sorprenda á ustedes que pregunte por ella! ¿Hay


cosa más natural que mi pregunta? Saben ustedes
cuanto la quiero; hace ya más de dos meses que no
la he visto, y deseo saber cómo se encuentra.
• —Pues está bien,—repuso don Leandro, fingiendo
indiferencia;—ya sabes que ayer tuvimos carta suya,
en la que nos decía que se encontraba perfectamente.
—Yo no he visto esa carta,—replicó el joven.
Su padre volvió á mirarle con sorpresa.
—¡Que no la has visto!—contestó;—¿y qué? ¿Du­
das por eso de que la hayamos recibido?
Esteban se pasó una mano por la frente, y murmu­
ró como si hablara consigo mismo:
—De manera, que Fermina permanece en el
campo.
—Eso es,—afirmó don Leandro.
—Su salud era muy delicada,—añadió doña Ge­
noveva,—bien lo sabes; los médicos dispusieron que
cambiara de aires, y como nosotros no podíamos mar­
char ahora de Madrid, la mandamos á una de nues­
tras posesiones con Andrea su nodriza y Pascual el ma­
yordomo, marido de Andrea, que como no ignoras,
son dos fieles servidores que quieren mucho á Fermi­
na y en quienes tenemos la mayor confianza. No pa­
ses, pues, cuidado alguno por tu hermana, que pronto
la verás volver á nuestro lado, completamente resta­
blecida.

Biblioteca Nacional de España


980 SOR CELESTE

IV

Esteban, permaneció un momento callado.


—¿Y en cuál de nuestras posesiones está mi her­
mana?—dijo después de un breve silencio, recalcando
de un modo particular las frases.
—Pues ya lo sabes,—contestó don Leandro, en
quién la inquietud y la sorpresa iban en aumento.
—Suponga usted que no lo sepa ó que lo haya ol­
vidado,—replicó el joven:—¿en cuál de nuestras po­
sesiones está Fermina?
—¡Qué capricho!—balbuceó su padre, disimulando
su inquietud con una sonrisa;—pues en nuestra casa
solariega de Valencia.
—¿De veras?
—¡Lo dudas!
—¿Y usted afirma lo mismo que mi padre?—añadió
Esteban, dirigiéndose á doña Grenoveva.
—Naturalmente,—repuso ésta con visible embara­
zo;—y no concibo esa insistencia que más b;en pare­
ce duda ó desconfianza.
—Pues se equivocan ustedes,—dijo Esteban con
energía;—no es duda ni desconfianza; es seguridad de
que me engañan ustedes.
—¡Esteban!

Biblioteca Nacionai de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 981

—¡Hijo!
Estas dos exclamaciones salieron simultáneamente
de los labios de don Leandro y de doña Glenoveva.
—Lo repito, — insistió el joven con ürmeza:—mi
hermana no está en nuestra posesión de Valencia, y
quiero saber dónde se halla y por qué se me miente.
Doña Genoveva inclinó la cabeza sobre el pecho,
con ademán abatido.
—¿Pero te has vuelto loco?—le replicó su padre,
tratando de disimular la terrible impresión que las pa­
labras del joven le habían producido.
—No me he vuelto loco,—repuso Esteban;—sé
muy bien lo que digo.
—Pero de dónde sacas...
—¿De dónde? Oigan ustedes y vean si tengo ó no
tengo razón para hablar como hablo.

Don Leandro y doña Genoveva, fijaron con ansie­


dad la mirada en su hijo.
Este continuó hablando del siguiente modo:
—Hace unas cuantas noches, un íntimo amigo mío
á quien ustedes conocen y aprecian, por ya habérselo
presentado, Florencio Aguirre, me dijo en el teatro

Biblioteca Nacional de España


982
1
SOR CELESTE

que iba á pasar una corta temporada en Valencia.


Tratándose de un amigo, y de un amigo íntimo, visita
de la casa, ¿qué más natural que encargarle una visita
para Fermina, puesto que iba á la misma población
en que ella se halla? Así lo hice, y Florencio me pro­
metió cumplir mi encargo con mucho gusto. Yo no me
volví á acordar de ello hasta hoy; pero hoy al entrar
en el teatro, lo primero que vi fué á Florencio, y lo
primero que se me ocurrió fué preguntarle si había
visto á mi hermana. ¿Pues saben ustedes lo que me
contestó? Que mi hermana no está en nuestra pose­
sión de Valencia: que fué dos ó tres veces á visitarla
y que nunca la pudo ver, por la sencilla razón de que
en nuestra casa no había nadie; estaba completa­
mente deshabitada. Díganme ustedes ahora, si al em­
peñarse como se empeñan en afirmar que Fermina
está en Valencia, no tengo razón más que suficiente
para decir que, me engañan y para suponer que en
todo esto hay un misterio.

VI

Don Leandro y doña Grenoveva, estaban anonada­


dos. -
La segunda no se atrevía ni á mirar á su hijo; en
cambio el primero, comprendiendo que si daba á en-

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 983

tender la menor turbación, aumentaría las sospechas


del joven, apresuróse á decir, afectando la mayor in­
diferencia:
—Florencio se ha equivocado; quizás tuvo la mala
fortuna de ir á visitar á Fermina siempre que ella es­
taba paseando, pues bien sabes que los médicos le
tienen recomendado muchos y largos paseos; tal vez
ni fue siquiera á visitarla por falta de tiempo ó de
deseo, y ha inventado esa mentira para disculparse
contigo. Me parece que debes creer mejor lo que te
dice tu padre, que lo que te diga un amigo cualquiera.
El semblante de Esteban, se contrajo violenta­
mente.
—De modo,—dijo,—que usted insiste aún en afir­
mar que Fermina está en Valencia, ¿no es así?
—Claro que lo afirmo; como que es la verdad.
—Pues bien, entonces, mañana mismo en el pri­
mer tren, marcharé yo allá para hacerle una visita.
—¿Eh?
—¡Oh, no, tú no irás á verla!—exclamó doña Ge­
noveva, sin poder contenerse.
—¿Que no iré?
—No.
—¿Por qué causa?
—Porque tu padre te lo prohíbe. ¿Verdad, Lean­
dro que se lo prohíbes?

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981 SOR CELESTE

—Claro que se lo prohíbo,—afirmó el aludido.


—¿Y á qué obedece esa prohibición?—interrogó el
joven, encarándose con su padre,—No creo que el vi-,
sitar á mi hermana, sea un crimen para que así se
me prohíba.
—Pues obedece sencillamente,—repuso don Lean­
dro con violencia,—á que yo no permito que nadie, y
mi hijo menos que nadie, dude de mis palabras y
quiera convencerse por sí mismo de si le engaño ó no
le engaño. ¿Te he dicho que Fermina está en Valencia?
pues tu obligación es cerrar los ojos y creer lo que yo
te digo; lo contrario es una falta de respeto, que no
estoy dispuesto á permitirte.

VII

Toda su sangre afluyó al rostro del joven al escu­


char tales palabras, dichas con altivez, con dureza.
Sin embargo, procuró dominarse, y con voz tem­
blorosa y acento ligeramente conmovido, dijo:
—Mire usted, padre mío: yo sé de sobra que las
palabras de un padre deben oírse y creerse como si
fuesen artículos de fe, y la mejor demostración de
que no lo ignoro, la tiene usted en el respeto con que
siempre he acatado todo cuanto usted me ha dicho.

Biblioteca Nacional de España


r-
6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 9«5

Pero por grandes que sean mi cariño y mi respeto,


no pueden llegar hasta el punto de obscurecer mi ra­
zón y mi inteligencia; pues bien; esa razón y esa in­
teligencia, me dicen, á pesar mío, poniéndome ante
los ojos la elocuencia de los hechos, que usted ahora
me engaña; no me ha engañado nunca, pero ahora sí;
estoy seguro. Y el hacerle notar este engaño, no es
desacato ni insolencia, es, que como estoy convenci­
do de que para que usted tan justo y tan recto mien­
ta, ha de haber una razón poderosísima, tal vez un
peligro, acaso uña desgracia, que usted, por exceso
de cariño quiere ocultarme, y yo, que no soy ya nin­
guna criatura, deseo saber cuál es esa desgracia ó ese
peligro ó esa razón; ahí tiene usted explicada toda
mi conducta.
—Estás equivocado,—murmuró don Leandro, sin­
tiéndose vencido, á su pesar, por la lógica, la calma y
la energía de las palabras de su hijo.
—¡Padre!—replicó el joven con acento suplicante.
—Digo que te equivocas,—repitió don Leandro
con voz terrible y ademanes descompuestos.
—Si lo que hace usted es contraproducente,—in­
sistió Esteban;—mientras más se incomode, mientras
más se empeñe en no contestar á mis preguntas, ma­
yores serán mis sospechas y mayores mis recelos.

Tomo i 124

Biblioteca spana
986 SOR CELESTE

Cuando usted disimula, es porque algo hay que disi­


mular, y ese algo, debo yo conocerlo.
—¡Basta!—exclamó don Leandro con energía, y
poniéndose de pie.
—¡Qué! ¿insiste usted en no responderme?—le inte­
rrogó el joven.
—Te prohíbo que vuelvas á hablarme de este asun­
to,—le respondió su padre con severidad.
—Está bien; puesto que usted no me dice lo que
deseo saber, lo averiguaré yo por mí mismo; mañana
por la mañana saldré para Valencia.
—No saldrás,—replicó don Leandro fuera de sí.
—¿Por qué razón?
—Porque yo no quiero.
—¡Padre!
—La obligación de un hijo, es obedecer los manda­
tos de su padre, sin discutirlos y sin pedirle explica­
ciones de ellos; tu obligación es obedecerme, y me
obedecerás; si no de grado, por fuerza.
—Pero...
—Ya sabes que cuando yo me propongo una cosa,
la cumplo; me he propuesto oponerme á tus'caprichos,
que casi rayan en desobediencia, y lo cumpliré. Oye
bien lo que te digo; no quiero... ¿lo entiendes bien? no
quiero que me hables más de este asunto, ni quiero que
vayas á Valencia, ni quiero que te preocupes más con

Biblioteca Nacional de España


ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 987

nada de lo que á Fermina se refiera; esa es obligación


de tu madre y mía, no tuya; con que ya lo sabes: esté
en Valencia, esté donde esté, tú no debes hacer otra
cosa que cerrar los ojos y atenerte á lo que nosotros
te digamos. Y ten entendido, que así lo harás quieras
ó no quieras, porque yo te lo mando. Procura que no
tenga que repetirte estas palabras y estas adverten­
cias, porque me vería obligado á hacerlo en otra for­
ma. Demasiado conoces mi carácter, con que no me
precipites.
Y después de dirigirle una severa mirada, salió de
la habitación, altivo, arrogante con la cabeza erguida,
. el rostro arrebatado y los ojos brillantes de indigna­
ción y de cólera.
Esteban no se atrevió á replicar ni á detenerlo.

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CAPITULO VII

Lucha titánica.

STEBAN permaneció un instante silencioso.


Su rostro, de pálido que estaba, ha­
bíase tornado lívido, y un temblor ner­
vioso, hacía estremecer todo su cuerpo.
Su madre le contemplaba de reojo,
con inquietud y tristeza.
Por fin, haciendo un supremo esfuer­
zo para dominarse, el joven murmuró con voz ronca
y entrecortada:
—Hace mal mi padre al tratarme de este modo...
¡muy mal!... Yo no soy ya ningún chiquillo... ¿No
comprende que con todo eso no consigue otra cosa
que avivar mis temores y mis sospechas?... Antes te­
nía sólo una sombra de temor y do roedlo de que aquí

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6 LAs mártires cel corakón 989
pasaba algo extraordinario, misterioso... ¡Ahora ten­
go la seguridad completa!... Y ese algo, yo lo sabré...
¡lo sabré, pese á quien pese!... ¡Sise tratase de otra
persona!... Pero se trata de Fermina^ de mi hermana;
de la persona á quien más amo en este mundo... ¡oh,
sí; debo saberlo!
Al pronunciar estas últimas frases, fijóse en su
madre, cuya presencia había olvidado, y sonriendo
con satisfacción, acercóse á ella y se sentó á su lado.
Doña Genoveva estremecióse al ver acercarse á
su hijo.

II

—Vamos á ver, madre mía, — dijo Esteban con


voz cariñosa;—usted me dirá lo que sucede, ¿verdad
que sí?
—¡Yo!—exclamó doña Genoveva con espanto.
—Sí, usted; ¿quién mejor? Usted que me quiere
tanto, que es tan cariñosa... tan buena... ¡De seguro
que en usted encuentro mejor acogida que en mi pa­
dre!
—Te equivocas.
—¡Cómo! ¿También usted...?
—Si es que no puedo decirte nada, porque no sé
nada, porque no ocurre nada...

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1

990 SOR CELESTE

—¡Qué inoportuno fingimiento!—exclamó Este­


ban con enojo.—¿Pero no comprenden ustedes que
mientras más y con más insistencia se me niegan, más
crecen mis recelos y mis temores?
—¡Esteban!
—Vaya, madre mía,—añadió el joven, dulcificando
la voz:—¡compadézcase usted de mí! Con tantas reser­
vas me están haciendo temer algo, de seguro peor que
lo que en realidad sucede, y lo que sólo era inquietud
va trocándose en espanto... Verá usted: para que le sea
menos trabajoso decirme lo que deseo saber, yo mismo
le iré ayudando. Ya no he de preguntarle si está Fer­
mina en Valencia, porque después délo sucedido, tengo
la seguridad de que Florencio no me engañó al decirme
que no estaba allí;tampoco le preguntaré dónde se ha­
lla, porque eso es lo de menos; lo importante aquí es
saber lo que ocurre, por qué mi hermana ha salido de
Madrid, por qué se oculta su paradero... Eso es lo que
necesito saber, eso es lo que deseo que usted me diga.

III

Doña Genoveva, permaneció callada.


—¿No me responde usted?—agregó Esteban impa­
ciente.
—¿Y qué quieres que te responda?

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 991

—La verdad.
—Ya te la ha dicho tu padre.
—¿Que no ocurre nada?
—Sí.
—Pero es que eso yo no lo creo, no puedo creerlo.
—Pues entonces...
—La verdad es otra; la verdad es la que se me
oculta... ¡Vamos, madre mía, por favor!
—¡Déjame, Esteban, déjame!—balbuceó doña Ge­
noveva, cada vez más agitada.
—¡Conque es decir,—exclamó el joven con despe­
cho,—que á usted, tampoco le ablandan mis súpli­
cas! ¡Jamás creí que le hiciesen tan poco efecto mis
palabras! En mi padre no me sorprende, porque co­
nozco demasiado su carácter... ¡Pero usted!
—¡Hijo mío!
—¡No, no me llame de ese modo: «¡hijo mío!» se
le dice con tanta ternura, al hijo á quien se quiere,
no al hijo cuyas súplicas se desoyen, cuyos ruegos se
desprecian.
Doña Genoveva se cubrió el rostro con las manos
y rompió á llorar.
—¡Ahora lágrimas!—añadió él con vehemencia.—
¿Ve usted? Si todo contribuye á afirmar más y más
mis sospechas... ¡Mi padre se enfurece y usted llora!...
¿Pero qué pasa aquí. Dios mío, qué pasa aquí?

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992 SOR CELESTE
1
IV

Hubo unos instantes de silencio.


Esteban con la cabeza caída sobre el pecho, refle­
xionaba, mientras su madre seguía llorando.
De repente, el semblante del joven se iluminó co­
mo si una idea salvadora hubiese acudido á su cere­
bro, y con voz débil y apagada, murmuró:
—Puesto que todos se muestran sordos á mis pre­
guntas, yo descubriré por mí solo el misterio que se
me oculta... Creo que no me faltan datos para descu­
brirlo... Con ellos llegaré hasta lo más profundo de
ese secreto.
—¿Qué quieres decir?—exclamó doña Grenoveva
estremeciéndose.
—Que no soy tan ciego ni tan sordo como ustedes
imaginan... que hace ya mucho tiempo, desde que
tengo uso de razón, que vengo haciendo mis observa­
ciones de cuánto ocurre en está casa... que me parece
poseer la clave para descifrar el enigma de cuanto
aquí sucede...
—¡Habla por Dios!—le interrumpió su madre con
ansiedad.—¿Qué es lo que sabes? ¿qué es lo que has
observado? ¿qué es lo que supones?
— Parece que mis palabras le han hecho efecto,-r
replicó Esteban sonriendo.

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r ó LÁS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 993

—¡Acaba!
—No, si no voy á concluir, al contrario, si voy á
principiar... Voy á decírselo á usted todo... obsoluta-
mente todo... y como usted no sabe fingir, así como
ahora leo la inquietud en su semblante, entonces veré
si me equivoco ó no en lo que voy diciendo.
Instintivamente, doña Genoveva se llevó las ma­
nos al rostro para ocultarlo, pero su hijo se lo impi­
dió cogiéndoselas y sugetándolas entre las suyas.

—Escúcheme usted atenta, madre mía,—dijo Es­


teban, después de una breve pausa,—y verá como no
voy tan descaminado en mis observaciones y mis sos­
pechas.
Se detuvo, y luego bajando la voz, añadió:
—¿Verdad que mi padre no quiere á mi hermana?
—¿Qué dices?—exclamó doña Genoveva estreme­
ciéndose.
—¿Ve usted?—replicó el joven:—involuntariamen­
te me ha contestado. Su exclamación es una respues­
ta afirmativa á mis palabras.
Doña Genoveva se mordió los labios para conte­
ner los sollozos que pugnaban por escaparse de su
garganta.
TOMO I 125

Biblioteca zspana
994 SOR CELESTE

—¡No la quiere!—prosiguió Esteban con el mismo


tono;—usted lo sabe tan bien como yo. Adquirí este
triste convencimiento cuando era aún muy niño. Le
diré á usted como. Una tarde, Fermina y yo, ambos
aún muy pequeños, pues apenas contaríamos ella
unos ocho años y yo unos siete, jugábamos en el jar­
dín de esta misma casa. Mi padre nos veía desde un
asiento donde se hallaba con un libro en la mano. De
repente, Fermina y yo, que corríamos abrazados, di­
mos un tropezón y caímos al suelo, lanzando un pe­
netrante grito. Yo me levanté en seguida; mi padre
echó á correr á mi encuentro, preguntándome con an­
siedad: «¿te has hecho daño?» Y me dirigía esta pre­
gunta á mí, que estaba en pie, sano, alegre y riendo,
y no se dirigía á mi hermana que continuaba tendida,
salpicado el rostro por la sangre que salía de una pe­
queña herida que al caer se había hecho, y lanzando
lastimeros gemidos. «Mi padre me quiere á mí más
que á mi hermana», me dije yo, al notar su indiferen­
cia para con Fermina. Y no me produjo alegría la idea,
se lo aseguro á usted; al contrario, me entristeció. A
partir de aquel día, me fijó en una infinidad de deta­
lles que me convencieron, no ya de que mi padre me
quería más que á mi hermana, si no de que á mí me
quería mucho, mientras que á ella no la quería nada...
A medida que iba adquiriendo este convencimiento.

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6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 995

iba aumentando mi amor hacia Fermina... ¡Pobre


hermana mía! Es una injusticia que no la quieran,
porque es muy buena... ¡Mil veces mejor que yo!

VI

La pobre madre no pudo menos de estrechar las


manos de su hijo, que permanecían enlazadas á las
suyas.
—Ahora bien,—prosiguió Esteban:—¿quieres que
te diga por qué mi padre no ama á mi hermana?
—¿Por qué?—le preguntó su madre con espanto.
—Pues por qué...
Se detuvo y permaneció silencioso.
—¿No sigues?—exclamó doña Genoveva.
—Es que... eso pertenece á otra serie de observa­
ciones, y es tan grave... ¡tan grave!... ¡No sé por qué
me parece que todo ello ha de ser causa de lo que aho­
ra ocurre y se me quiere ocultar!
Doña Genoveva no se atrevía á decir á su hijo que
siguiese hablando, porque un terror incomprensible se
lo impedía; pero revelaban sus ojos una ansiedad tan
grande, que Esteban, contestando á aquella mirada
como si fuese una pregunta, añadió con voz temblo­
rosa:

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996 SOR CELESTE 1
—¿Verdad, madre mía, que mi padre tampoco la
quiere á usted, y que usted tampoco quiere á mi pa­
dre?
Por única contestación, doña Genoveva retiró sus
manos de las de su hijo, y se las llevó á la cabeza, mi­
rándole con extravío, con espanto.
—¿He acertado, verdad?—prosiguió Esteban.—Es
una observación muy triste... ¡pero he acertado!
—¡Dios mío!—exclamó su madre fuera de sí.—¿Pe­
ro quién te ha dicho...?
—¡Nadie!—le interrumpió el joven:—¡yo mismo!
Hay entre usted y mi padre cierta tirantez, cierta
violencia... ¿Es falta de cariño?... Sí, lo es; prefiero
que sea esto á otra cosa cualquiera... porque si esa
tirantez y esa violencia obedeciesen á otra causa, se­
ría aun más triste... ¡mucho más triste!...
Se pasó la mano por la frente como para ahuyen­
tar un mal pensamiento, y luego agregó:
—De esto si que no le hubiera hablado á usted
nunca... ¡nunca!... Hubiera seguido teniéndolo oculto
en el fondo de mi corazón, donde lo tengo, atormen­
tándome desde que lo comprendí, y de donde el res­
peto y el cariño me impedía sacarlo... Ahora lo men­
ciono, porque adivino que en esta falta de cariño en­
tre usted y mi padre y mi hermana, está el origen de
todo cuanto sucede... No me atrevo á suplicarle que

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 997

me diga si me equivoco, porque hay revelaciones que


un hijo no puede ni debe exigir á una madre, y esta es
una de ellas... Y sin embargo: ¡cuántas veces he de­
seado que usted se confiase á mi cariño para conso­
larla, para compartir con usted sus sufrimientos!...
Porque usted sufre... mi padre no, á mi padre le es
toda esto indiferente... ¡Pero usted lleva el dolor en
el alma!... ¡Qué grande debe ser el dolor que no ad­
mite ni el consuelo de un hijo!
—¡Esteban!... ¡Hijo mío!—exclamó la infeliz ma­
dre, sin poderse contener, echando sus brazos al cue­
llo del joven y poniendo junto al suyo su rostro lleno
de lágrimas.
—Llore usted, madre mía, desahóguese; esto coji-
suela... ¿Verdad que consuela?... Y eso, que como lo
desconozco, no sé aplicar á su dolor los consuelos que
necesita... ¡Si yo pudiera saber la causa de sus pe­
sares!
—¡Tú puedes saberlo todo!—replicó doña Genove­
va con arrebato, con pasión, con delirio.—¡Tú eres
bastante noble y bastante bueno para comprenderlo
todo y perdonarlo todo!... ¡Qué consuelo más dulce
me causan tus palabras!
—¡Madre mía!
—¡Hijo de mi alma!

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998 SOR CELESTE

VII

En aquel momento se abrió la puerta del gabinete


y apareció en ella don Leandro.
Madre é hijo pusiéronse de pie instintivamente.
—¿Todavía aquí?—dijo con severidad don Lean­
dro, dirigiéndose á Esteban.
El joven inclinó la cabeza y balbuceó confundido.
—Es que...
—No son estas, horas de estar levantado,—le inte­
rrumpió su padre.—Retírate.
Esteban se dirigió á la puerta; pero antes de salir,
le detuvo la voz de don Leandro que le decía;
—Y cuenta con no olvidar lo que antes te he di­
cho; te lo advierto por última vez. Vete.

VIII

El joven dirigió á su madre una cariñosa mirada


de despedida, y sin despegar los labios ni siquiera
para dar las buenas noches, salió de la habitación.
Cuando el ruido de los pasos de Esteban se hubo
perdido en la antesala, don Leandro se acercó á su
esposa, y con gesto amanazador y voz firme y enér­
gica, le dijo:
—He estado oyendo desde aquella puerta, todo
cuanto habéis hablado.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 999

—¡Todo!—repitió dona Genoveva con espanto.


—Sí, todo, y he visto que has estado á punto de
revelar á nuestro hijo nuestro secreto... Por lo me­
nos, no has desmentido sus observaciones... Podría
hacerte ver lo imprudente de tu conducta; pero no
quiero perder el tiempo: me limito pues á hacerte
esta advertencia: no quiero tener que avergonzarme
delante de nadie y menos aún delante de mi hijo; por
lo tanto, no quiero que éste sepa una sola palabra de
nuestro pasado. Así, pues, si vuelves á tener otro
momento de debilidad, si le haces la más pequeña re­
velación, tiembla por mi cólera, y ten entendido que
esa cólera la descargaré, no sobre ti, sino sobre tu
hija, sobre Fermina; conque si de veras la quieres, no
la expongas á que se convierta en blanco de mi indig­
nación y mi venganza. Ahora, ya estás advertida: tú
verás lo que haces.
Y sin añadir una palabra más, salió del gabinete.
Doña Genoveva se dejó caer en su sillón, excla­
mando:
—¡Pobre hija mía! Sobre su cabeza se amontonan
todas las desgracias y todas las injusticias... ¡No pa­
rece sino que Dios, quiera hacerle sufrir á ella el cas­
tigo que yo sola merezco!
Y cubriéndose el rostro con las manos, rompió á
llorar de nuevo.

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CAPITULO VIII

«Lo he de saber.»

L salir del gabinete donde acababan de


tener lugar las escenas que hemos re­
latado, Esteban se dirigió á su habita­
ción, se encerró por dentro, se dejó
caer en una silla junto á una mesa en
la que apoyó los brazos, y entregóse
á profundas y dolorosas meditaciones.
Había en las facciones del joven una contracción
tan violenta, que imponía, y en sus ojos una mirada
tan fija y tan ansiosa, que asustaba.
Toda la energía de su carácter y de su tempera­
mento, manifestábase indomable en aquellos momen­
tos de duda.
Después de un largo rato, levantó la cabeza con
resolución y murmuró con voz firme:

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1001

— Mal sistema han elegido para engañarme...


Querer ocultármelo todo, es hacérmelo sospechar to­
do... La duda no se destierra con subterfugios, con
medias palabras, con evasivas ni con imposiciones; al
contrario: todo eso, más la fomenta, más la arraiga,
más la aviva... Si mi padre cree que trata con un
chiquillo, se ha engañado... ¡Yole haré ver que se
ha engañado!... En cuanto á mi madre... No debo in­
sistir en mis preguntas, no debo asediarla... ¡Dema­
siado sufre la infeliz con sus penas!
Un estremecimiento agitó su cuerpo, y añadió con
espanto y amargura:
- —No, no quiero penetrar ese terrible secreto que
al parecer envuelve el pasado de mis padres... La
sospecha sola, era un tormento... Hoy ya sé que mi
sospecha no era infundada, y el tormento es aun más
grande... ¡La evidencia sería terrible!... ¡Que se guar­
de la infeliz su secreto!... Sufriría ella mucho al re­
velármelo, y sufriría mucho yo al recibir su revela­
ción... ¡A qué buscarnos sufrimientos inútiles cuando
hay otros de los que no podemos librarnos!... No quie­
ro, no debo saber nada... ¡vale más que no lo sepa!...
Ahora lo importante es Fermina, mi hermana... á ella
debo dedicar toda mi atención y todos mis cuidados...
¡Pobre hermana mía!
Y volvió á inclinar de nufisüJLa^cabeza sobre el
TOMO I 126

Bibliotea
1002 SOR CELESTE

pecho, y de sus ojos se desprendieron algunas lágri­


mas, lágrimas de ternura fraternal...
¡Ellas solas bastaban para dar á conocer cuán
grande era el amor del joven hacia la infeliz Fermina!

II

Después de una larga pausa, exclamó:


—Reflexionemos con método y con calma.
Enjugóse los ojos nerviosamente con las manos y
añadió:
—Vamos por partes. En primer lugar, Florencio
no me ha mentido: Fermina no está en nuestras pose­
siones de Valencia; después de lo que mis padres aca­
ban de decirme, ya no me queda ninguna duda. Aho­
ra bien, no estando allí ¿dónde se encuentra? Esto es
lo primero que me conviene averiguar.
Callóse otra vez, y al cabo de un instante prosi­
guió:
—Los únicos que pueden decirme dónde se halla
mi hermana, son mis padres y los mayordomos que
acompañan á Fermina; mis padres, ya he visto que
se niegan á ello; los mayordomos no se dónde están,
porque si lo supiera sabría también el paradero de mi
hermana; hay, pues, que desistir de averiguarlo, tanto

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o LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 1003

por medio de unos como por medio de otros... ¿A


quién dirigirme, entonces?
Después de un corto silencio, se respondió á sí
mismo con desesperación:
—¡A nadie!... No hay nadie más que pueda, decír­
melo... ¡Tendré que renunciar á mi propósito!... y el
caso es que la pobre Fermina, quizás necesite de mis
cuidados, de mi apoyo, de mi cariño... ¡Y yo que da­
ría mi vida por ella, que soy la persona que más la
quiere en el mundo, no puedo correr á su lado... me
lo estorban, me lo impiden!... ¡Es mucha crueldad! Y
yo puedo tan poco, que ni aún puedo revolverme con­
tra semejante injusticia... ¡Todos mis esfuerzos se es­
trellan contra obstáculos insuperables!

III

Nervioso y excitado, Esteban, habíase puesto en


pie y medía la habitación á grandes pasos.
De repentq se detuvo y exclamó con violencia:
—¿Pero por qué se quita á Fermina de enmedio,
porque se la oculta, porque se la sustrae á mis cari­
cias y á mis cuidados?... Esto es lo más misterioso,
lo más impenetrable... Porque si fuera por enferme­
dad, como dicen, por prescripción facultativa, no

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1
1004 SOR CELESTE

ocultarían su paradero... Debe haber otra causa,


otra... ¿Pero cuál?... He aquí el enigma y he aquí lo
que acabará por volverme loco...
Tomó á pasear, mientras con voz entrecortada
murmuraba;
—Ellos me hacen pensar en cosas en que antes no
había pensado... fijarme en detalles de que no hice
caso... ¡La enfermedad dje Fermina fue tan extraña!...
Nada sabía contestar cuando se le preguntaba qué
tenía... Ella, al parecer, no estaba mal... No obstan­
te, una mañana nos sorprendió á todos la noticia de
que don Atanasio había dispuesto que saliera de Ma­
drid para cambiar de aires... y cuando don Atanasio
lo dispuso, él sabría por qué... ¡Un médico que sabe
tanto y que nos quiere tanto!... Como que nos ha visto
nacer... Por eso mismo me sorprende que dispusiera
una cosa semejante, así, de repente, sin dar razones...
Detúvose de nuevo, y agregó:
—¡Y qué manera tan particular de cumplir las
prescripciones de don Atanasio! Parecería lo regular,
que se discutiese el sitio á donde Fermina debiera ser
trasladada, que se escogiera uno á propósito y que la
acompañase alguien de mi familia, mi padre, mi ma­
dre, yo, cualquiera... Pues nada; como si el peligro
fuese inminente, sin consultar con nadie ni partici­
parlo á nadie, Fermina desaparece de esta casa y lue-

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1005

go dicen que la han mandado á Valencia, á nuestra


posesión de'Valencia, es decir, á un clima distinto del
de Madrid, donde debe encontrar la salud... Y la
mandan sin que la acompañe nadie de lafamilia, con
dos criados que podrán quererla mucho y ser muy
buenos, pero que al fin son dos criados... Y al final
resulta que no está tampoco en Valencia y que ño
quieren decirme dónde está... ¿No es esto ocultar­
la?... ¿No da pie para pensar que de lo que se trataba
no era de cumplir una prescripción de don Atanasio,
si no de sustraerla á los ojos de la gente?... ¿Pero por
qué?... ¿Qué ha hecho esa infeliz criatura para que
así la escondan?... ¿Ha cometido, acaso, algún cri­
men?

IV

La voz se anudó en su garganta al pronunciar la


última frase, y quedóse un momento parado, inmóvil,
silencioso, con la boca entreabierta y los ojos fijos y
brillantes, con expresión de terror. Conocíase que una
idea terrible había acudido á su mente.
—Sí,—balbuceó por fin, con voz débil y tembloro­
sa:—yo he oído contar muchas veces, que, á algunas
jóvenes, se ven precisadas á esconderlas por eso... por­

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1006 SOR CELESTE

que cometen un crimen... porque manchan su honor...


y para ocultar su deshonra... ¿Acaso Fermina?...
Se llevó las manos á la cabeza y exclamó con voz
ronca:
—¡Imposible!... ¡Sería horroroso!... ¡Y soy yo, su
hermano, el que más la quiere, el que mejor la cono­
ce, el que como nadie, sabe -cuánta es su virtud y
cuánta es su inocencia, el que la ofende con tan infa­
me pensamiento!... ¡No puede ser!... Soy un misera­
ble al sospechar semejante monstruosidad... ¡Fermina
es un ángel... loes... debe serlo... necesito que lo
sea!... Si el desengañóme hiere con respecto á mi
hermana, lo mismo que la sospecha me ha herido con
respecto á mis padres, ¿en qué he de seguir creyen­
do?... ¿Es acaso que en el mundo no hay más que in­
famia y vergüenza?...
Y dejóse caer en la misma silla en que antes se
sentara, cubierto el rostro con las manos.

—Y sin embargo,—se replicó á sí mismo, después


de una pausa,—no sería el primer ángel arrojado al
lodo por la fatalidad ó por la desgracia... ¡Cuántas jó­
venes puras é inocentes, por efecto de su mismo can­

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1007

dor y su inocencia, que no les permite ver el peligro,


se acercan confiadas al abismo de la deshonra, en cu­
yo obscuro fondo se precipitan inconscientemente!...
El mundo está erizado de escollos, de emboscadas, y
al más ligero descuido...
Se detuvo, como horripilado de sus propios pensa­
mientos, y haciendo una rápida transición, exclamó
con energía y firmeza:
—¡Ahora si que es necesario que lo descubra todo,
que lo sepa todo!... Antes me impulsaba á ello mi
cariño de hermano... ahora, además de mi cariño, me
impulsan mi dignidad y mi honra... Ya. no se trata
sólo de consolar á Fermina... Si llega á ser lo que en
mal hora sospecho... ¡Dios no lo quiera!... hay que
hacer más... hay que vengarla... ¡Ojalá me equivo­
que!... Cualquier desgracia, por grande que fuera,
sería mucho menor que la que temo... ¡Qué horror!...
Si mis temores se confirman, entonces... entonces...
El rostro de Esteban enrojeció y sus ojos brillaron
siniestramente.
Su aspecto era amenazador, terrible.
El mismo se temió y murmuró, inclinando la ca­
beza sobre el pecho:
— ¡Dios me tenga de su mano, porque si no... te­
mo cometer alguna locura!

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1008 SOR CELESTE

VI

Cuando á costa de grandes esfuerzos logró tran­


quilizarse un tanto, dijo, como tomando una resolu­
ción.
—Sólo una persona puede aclarar mis dudas y des­
truir mis sospechas: don Atanasio. Como médico, él
debe saberlo todo, y como amigo, me lo confesará;
¡vaya si meló confesará!... A otro cualquiera, sería
una imprudencia, una informalidad, un abuso de con­
fianza... ¡pero á mí, á su hermano!... Y luego, que
don Atanasio me quiere como un hijo... y cuando vea
mi ansiedad, mi angustia...
Dió un puñetazo sobre la mesa y agregó:
—¡Pero estoy disparatando! ¡Cómo voy yo á decir­
le á ese hombre, por muy amigo que sea de mi familia
y por mucho que nos aprecie: «vengo á preguntarle
si...» ¡Qué locura! Hay palabras que no pueden pro­
nunciarse, porque manchan, porque queman... Y si
me equivoco ó el no sabe nada, es prevenirle, es in­
fundirle sospechas... ¡No, no, no debo verle!
Guardó silencio un instante y luego continuó:
—Y sin embargo, es la única manera de salir de
una vez de dudas... ¡Qué demonio!... Le veré y le ha­
blaré, pero de tal manera, que si nada sabe, nada

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r ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1009

sospeche, y'si por el contrario está al corriente de to­


do, me diga de una manera más ó menos clara lo qne
deseo saber. Es el único recurso para,salir de esta si­
tuación horrible.

VII

Esteban levantóse de su asiento y abrió el balcón.


Era ya de día, y aunque debía hacer mucho fríOj la
mañana se presentaba espléndida, hermosa; una de
esas mañanas de invierno, que por lo alegres y brillan­
tes, sólo en Madrid se conocen.
—Aún tendré que aguardar,—exclamó el joven; —
es todavía muy temprano.
Y para entretener su impaciencia, comenzó á des­
nudarse, pues aún iba vestido de frac, y vistióse un
elegante traje de americana.
Cuando hubo concluido, miró el reloj: eran las sie­
te de la mañana.
—No importa,—dijo;—haré tiempo para ir á casa
de don Atanasio, dando un paseo por el Retiro. Así
como así, necesito aspirar el aire libre para ver si mi
fiebre se calma, si mi angustia se sosiega.
Y echándose sobre los hombros un magnífico abri­
go de pieles y tomando su bastón y su sombrero, se
marchó á la calle.
TOMO I 127

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1010 SOR CELESTE

El portero, al verle salir, no pudo menos de expre­


sar con la mirada su extrañeza, y al saludarle, mur­
muró con voz baja:
—¿A dónde diablos irá el señorito tan temprano?...
Es muy extraño...

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r

CAPITULO IX

¡Lo mismo que antes!

OMO el deseo y la intención de Esteban


eran ver á don Atanasio antes de que
éste saliera á hacer sus primeras visitas,
presentóse en su casa cuando aún no
eran las nueve de la mañana.
—¿Está el Doctor?—preguntó al cria­
do que salió á abrirle la puerta.
—Sí, señor;—repuso el sirviente.—¿Qué se le ofre­
cía?
— Verle.
El criado hizo un gesto de sorpresa.
—Le advierto á usted,—replicó,—que esta no es
hora de consulta.
—No vengo á consultarle, sino á visitarle,—dijo
Esteban impaciente.

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1012 SOR CELESTE

Estas palabras aumentaron aun más la sorpresa


del criado.
—¡Verle!—balbuceó;—no respondo de que le reci­
ba... Como es tan temprano...
En verdad era cosa extraordinaria ir á visitar á
un módico á semejantes horas de la mañana.
—Entregúele usted esta tarjeta y de seguro me
recibirá,—añadió el joven, dándole una tarjeta suya,
que sacó de la cartera.
—Tenga usted la bondad de pasar y aguardarse,
—repuso el criado.
Y desapareció por una puerta que había en el ves­
tíbulo.

II

El Doctor hallábase en su despacho poniendo en


orden la nota de avisos para marcarse el itinerario
que había de seguir en su visita, cuando el sirviente
le presentó la tarjeta de Esteban, diciéndole:
—Este caballero desea hablarle.
Don Atanasio acercó la cartulina á sus ojos, y
apenas la hubo leído, exclamó con admiración:
—¿Qué diablos dices? ¿que este caballero desea
hablarme?
—Sí, señor; aguarda en el vestíbulo.

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ó LaS mártires del corazón 1013

—¡Demonio! ¿Si ocurrirá algo de nuevo en casa de


don Leandro?... Que pase... que pase inmediatamente.
Y se levantó del sillón que ocupaba detrás de una
mesa cargada de libros, y salió hasta el centro del des­
pacho, para aguardar la intempestiva visita; y mien­
tras frotaba nerviosamente con el pañuelo los crista­
les de sus gafas, decía:
—Pero si ocurre algo, ¿cómo viene Esteban en
\
persona y no me mandan un aviso con cualquier sir­
viente?
De repente se puso muy serio y anadió:
—Estemos prevenidos, no cometamos una impru­
dencia; la casa de don Leandro es una de las casas
que conviene conservar por lo mucho que producen,
pero en la que hay que atender á muchas cosas; la
primera y principal, no descubrir lo que debe estar
oculto... ¡Si este demonio de chico habrá sospechado
algo y vendrá!... Allá veremos.

Til

Aprovecharemos la ocasión para presentar á nues­


tros lectores este nuevo personaje.
Don Atanasio Redondo, era un hombre de más de
cincuenta años, y á juzgar por las apariciencias, has­
ta de más de sesenta.

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1014 80R CELESTE

Su aspecto no podía ser más bonachón ni más


simpático; un viejecito nervioso, inquieto, bajo de es­
tatura, con un rostro franco y alegre en el que siem­
pre aparecía una sonrisa, y una mirada viva y cari­
ñosa, que parecía acariciar al fijarse en cualquier per­
sona.
Todos aseguraban que era un sabio, y así debía
ser, á juzgar por lo numerosa y escogido de su clien­
tela; pero fuerza era convenir en que debía ser un
sabio muy modesto, pues en él no se revelaba otra co­
sa que la sencillez más absoluta.
Todos cuantos le trataban le querían, y eso que
él aseguraba no querer á nadie, y aun á ratos, echába-
selas de escéptico y descreído; pero su proceder esta­
ba en abierta oposición con sus palabras.
Más que el médico, era el amigo de sus clientes,
quienes en más de una ocasión recurrían á su amistad
y á sus conocimientos, no para que les curase enfer­
medades del cuerpo, sino para que les procurara ali­
vio á enfermedades del alma.
En lo único que aparecían comprobadas sus teorías
de escéptico, era en el aislamiento en que vivía.
Estaba completamente solo, sin esposa, sin hijos,
sin parientes de ninguna clase; y sin embargo, vivía
feliz y contento, siempre alegre, siempre bromista.
Cuando le preguntaban cuál era su secreto para

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1015

vivir tan feliz estando tan solo, respondía sonriendo:


—Pues ese: que estoy solo; la familia no sirve más
que para dar disgustos, y como yo, en buenhora, no
tengo la primera, me ahorro los segundos.
Y no había quien lo sacara de esta idea.
Y como todos veían que en realidad era dichoso,
todos respetaban sus ideas.
Tal era el hombre, presentado á grandes rasgos, á
quien Esteban iba á buscar, para conseguir de él con
discreción y maña, lo que de sus padres no había lo­
grado obtener con súplicas y ruegos.

IV

Cuando el joven se presentó en la puerta de la es


tanda, don Atanasio le salió al encuentro, y mientras
le saludaba con su habitual sonrisa, le dijo:
—¿Pero qué es esto, muchacho? ¿qué ocurie? ¿qué
vientos te traen aquí tan de mañana? ¿está enfermo
alguien de tu familia?
Esteban sufrió con calma este aluvión de pregun­
tas, y como en su largo paseo de aquella mañana ha­
bía madurado su plan, repuso sonriendo:
—Tranquilícese usted, no hay nadie enfermo: soy
yo el que necesito de sus cuidados.

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1016 SOR CELESTE

—¡Tú!—exclamó el Doctor mirándole fijamente;


y como notase su palidez, añadió con gravedad:
—En efecto, te noto así cierta cosa... Siéntate,
siéntate y veremos.
Y le condujo cariñosamente hasta un sillón.
—Vamos á ver,—prosiguió cuando estuvieron sen­
tados:—¿qué tienes?
—Permítame usted, que antes de responderle, le
haga algunas preguntas,—replicó Esteban.
—Di.
—Usted fué el que hace algunos meses dispuso que
mi hermana saliera de Madrid á cambiar de aires,
¿no es cierto?
—Efectivamente; pero no sé á qué viene. .
—Permítame usted; luego le explicaré por qué le
hago estas preguntas.
Don Atanasio miró al joven con inquietud, y
murmuró para sus adentros.
—¿Si será cierto lo que sospeché? ¿Si vendrá este
demonio de chico á... ¡Mucho ojo!

— Veamos,—prosiguió Esteban, después de una


pequeña pausa:—¿por qué mandó usted á mi hermana
fuera de Madrid?

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1017

—Hombre, porque lo necesitaba,—repuso el mé­


dico.
—Bien, pero ¿cuál era su enfermedad?
—¡No sabes lo que pides muchacho!—exclamó don
Atanasio alegremente.—¡Que te explique cuál era
la enfermedad de tu hermana! Pero hombre, ¿tú crees
que me entenderías si te la explicase? ¿y tú crees que
los médicos sabemos en muchas ocasiones lo que tie­
nen nuestros enfermos? Pues mira, no lo sabemos ca­
si nunca, y lo que no se sabe, no se explica.
—¡No lo eche usted á broma! —le interrumpió Es­
teban.
—¡A broma! te hablo en serio, pero muy en serio.
—Pues yo necesito saber cuál era la enfermedad
de Fermina.
—¿Y para qué quieres saberlo? Veamos.
— Para tranquilizarme.
—¡Para tranquilizarte!
—Sí, señor.
—Ahora soy yo el que te ruego que te expliques.
—Es que me parece... —balbuceó Esteban no sa­
biendo en verdad qué decir,—que yo tengo la misma
enfermedad que Fermina, y venía á preguntarle á us­
ted si me convendría ir á reunirme con ella.

TOMO 1 128
1

1018 SOR CELESTE

VI

Don Atanasio no pudo contener una carcajada, y


exclamó:
—¿Pero estás loco?... ¡Tú la misma enfermedad
que Fermina!... ¡Tiene gracia!
—De modo,—dijo el joven, recalcando las pala­
bras,—que yo no puedo tener la misma enfermedad
que mi hermana, ¿verdad?
—¡Claro que no!
—¿Pues qué enfermedad tiene ella?
—Mira, déjate de lo que pueda tener Fermina,—
replicó el médico,—y vamos á ver lo que tienes tú.
—No, si yo no tengo nada,—repuso Esteban.
—¿Cómo es eso? pues no decías...
—Dispénseme usted, don Atanasio, es que... es
que yo temo que Fermina esté muy mala; noto en
mis padres una tristeza tan grande al hablar de ella,
que me preocupa más de lo que usted puede creerse;
les pregunto la causa, y no quieren decírmela; y yo
pensé: «pues iré á ver á don Atanasio; nadie mejor
que él puede estar enterado de todo: él me dirá lo
que ocurre.»
El Doctor se había puesto muy serio.
— «¡Diablo!—se dijo mentalmente.—¿Si le habrá

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r
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1019

sucedido alguna desgracia á Fermina? En su estado...


y como precisamente debe estar en los momentos
críticos...»

VII

—¿No me responde usted?—preguntó el joven con


impaciencia.
—¿Y qué quieres que te responda? — replicó el
Doctor.
—La verdad.
—Pues la verdad es que no sé nada.
—¿De veras?
—Te lo aseguro. Dispuse que sacaran á tu her­
mana de Madrid, porque así convenía á su salud; des­
de entonces, como comprenderás, no he vuelto á ver-
la; ni sé siquiera á donde la han llevado.
—¡Ah! ¿Usted tampoco sabe...?
—¿Cómo tampoco?
—No, quiero decir, si no fué usted el que escogió
el sitio á donde habían de llevarla.
—No; mientras la sacaran de Madrid, me era in­
diferente que la llevaran á una ú otra parte.
Los dos se quedaron silenciosos.
Esteban pensaba:
—Pues si no sabe su paradero, es inútil mi visita.

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1
1020 SOR CELESTE

porque respecto á lo demás, ni yo he de atreverme á


dirigirle una sola pregunta, ni él había de contes­
tarla.
En cuanto á don Atanasio, se decía:
—Vamos, éste sospecha alguna cosa, y viene á
sonsacarme... ¡Pues está arreglado!

VIII

Esteban se puso en pie.


—¿Te vas?—le preguntó don Atanasio.
—Sí, señor,—repuso el joven; puesto que usted
no puede desvanecer mis temores...
—Yo sólo puedo decirte una cosa, y es que la en­
fermedad de tu hermana no ofrecía peligro alguno...
á menos que sobrevinieran imprevistas complicacio­
nes; pero no lo creo. Yda mejor prueba la tienes en la
misma reserva de tus padres: no te responden nada
cuando les preguntas respecto al estado de Fermina,
porque nada hay; si lo hubiera te lo dirían sin que tú
se lo preguntases.
—Puede que tenga usted razón.
—La tengo, no lo dudes; sino que vosotros los jó­
venes sois tan extremados en todas vuestras cosas...
Vaya, tranquilízate y no te alarmes sin motivo. Verás

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r ó LAS MARTIRES DEL CORAZON 1021

como dentro de poco, vuelves á tener á tu lado á Fer


mina, tan guapa como siempre y más fuerte que
nunca.
—¡Dios lo quiera!
—¿No lo ha de querer? Dios, en el mero hecho de
ser Dios, no puede querer más que cosas buenas.

IX

Esteban despidióse del médico, y salió á la calle


murmurando:
—He cometido una tontería. Para no sacar nada
en limpio, he dado á conocer mis sospechas y mis re­
celos... Porque el Doctor me ha comprendido: ¡vaya
si me ha comprendido!... ¿Y qué hago yo ahora? ¿á
quién le pregunto?... ¡Todo parece conjurarse en con­
tra mía!
El desaliento comenzaba á apoderarse de él.
Mientras tanto, don Atanasio decía al subir al ca­
rruaje que le aguardaba á la puerta para empezar su
visita:
—Es menester que yo vea á don Leandro, á ver
qué noticias tiene de Fermina... ¡Ese demonio de
chico me ha puesto en cuidado!... Además, conviene
que el padre sepa que el hijo sospecha algo... Porque
sospecha, no me cabe duda...

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1022 SOR CELESTE

Y como obedeciendo á las anteriores palabras, pi-


diá al cochero la nota del itinerario que debían seguir
aquel día, y que ya le había dado, y anotó al final
las señas de la casa de don Leandro.

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CAPITULO X

En espectativa.

ERÍAN poco más de las doce, cuando don


Atanasio, en cumplimiento de su pro­
pósito, se presentó en casa de don Lean­
dro.
Este, que se encontraba en su despa­
cho, no pudo menos de sorprenderse al
recibir el anuncio de la visita del mé­
dico.
Le hizo pasar al momento, y salió á recibirle, ex­
clamando mientras estrechaba la mano que el Doctor
le tendía:
—¿Qué ocurre, amigo mió?
—Eso vengo yo á preguntar; lo que ocurre,—re­
plicó don Atanasio, sin borrar de sus labios, su eterna
y bonachona sonrisa. ,

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1

1024 SOR CELESTE

Don Leandro le miró sorprendido.


—Siéntese usted, siéntese usted y expliqúese,—le
dijo, llevándolo junto á la chimenea y ofreciéndole
una butaca.
—Ante todo, una pregunta,—repuso el médico; —
¿cómo sigue Fermina?
—Bien.
—¿No tiene usted de ella ninguna noticia des­
agradable?
—Por ahora, no.
—De manera, que todo ha ido perfectamente, ¿eh?
Porque según mi cuenta, si no ha salido ya de su
paso, debe encontrarse en él como quien dice.
Don Leandro miró á todas partes con recelo, y con­
testó con voz muy baja:
—Anoche se presentaron los primeros síntomas.
—¿No decía yo?—le interrumpió el módico sonrien­
do.—Y qué ¿no sabe usted el resultado?
—Aún no... Esta noche...
—Me tranquilizo. ¡He pasado un susto! Ese era
uno de los objetos de mi visita: desvanecer mis temo­
res respecto al estado de Fermina. Cumplida, pues,
la primera parte, pasaremos á la segunda, si usted no
tiene inconveniente.
—Al contrario,—se apresuró á decir don Leandro;
—si precisamente estoy ansioso por saber qué es lo

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1025

que motiva su visita; porque cuando usted, que no


tiene un momento suyo ha venido á verme, por algo
grave será.
—No va usted desencaminado,—repuso el Doctor.
—¿Alguna nueva desgracia? ¿Algún peligro?
—¡Lo que es no tener la conciencia tranquila!—
exclamó don Atanasio jovialmente;—ya está usted
imaginando peligros y temiendo desgracias. Puede
que vengan unos y otras; pero por ahora no son inmi­
nentes, con que tranquilícese usted.
—¡Acabe por Dios!—suplicó don Leandro impa­
ciente.
—Calma, amigo mío, calma;—dijo el médico con
tranquilidad desesperante.
Y como si se complaciera en impacientar á su in­
terlocutor, sacó dos cigarros, ofreció uno á don Lean­
dro y encendió el otro con gran parsimonia.

II

—Vamos á ver,—añadió el médico después de una


pausa:—¿qué opinión tiene usted formada de su hijo?
—¿De Esteban?
—Creo que la pregunta es inútil; le digo á usted
su hijo, y no tiene usted otro que Esteban, al menos,
que yo sepa...
TOMO I 129
1
1026 SOR CELESTK

—¿Pero á qué viene ahora...?


—Bien sabe usted, amigo don Leandro, que yo no
hablo nunca en balde; conque cuando le digo lo que
le digo, mis razones tendré para ello. Responda usted
pues: ¿qué opinión tiene formada de su hijo?
—No sé á lo que se refiere, ni como contestarle,
ni...
—Pues nada más sencillo. ¿Le cree usted bueno ó
malo?
— ¡Bueno, muy bueno!—repuso don Leandro con
vehemencia.
—Conformes. Un joven pundonoroso, digno...
—¡Oh, sí!
—Uno de esos tipos que no transigirían nunca con
ciertas cosas: por ejemplo, con ciertos detalles de su
pasado de usted...
—¡Don Atanasio!
—No hay que alarmarse, amigo mío,—replicó el
médico con cierta sorna;—bueno que con los demás
emplee usted el disimulo; ¡pero conmigo que lo sé todo
tan bien como usted mismo!... Mis alusiones á ciertas
cosas, no pueden ni deben molestarle... Además, me
he referido á ello sin concretar, sólo para citarlo como
un ejemplo... Mi intención ha sido decirle: «¿cree us­
ted que Esteban transigiría con algo que pudiera oler
á deshonra, según las acomodaticias y convenciona­

Biblioteca Nacional de España


r
ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1027

les leyes del honor que la sociedad ha arreglado á su


manera y de las que la mayoría de los hombres son
esclavos?»
—No, de ningún modo,—respondió don Leandro
con voz temblorosa y acento reconcentrado;—conozco
demasiado á Esteban: si él llegara á convencerse de...
¡Dios no lo permita! con todo transigiría menos con
la deshonra... ¡Estoy seguro!
—Pues entonces,—anadió el médico con impertur­
bable sangre fría,—el peligro y la desgracia de que
antes hablábamos, amenazan descargar sobre usted.
—¡Por Dios, hable usted claro! ¿Qué quiere usted
decir con eso?
—Pues que Esteban sospecha la verdad de todo
cuanto le ocurre á Fermina.
—¡Es posible!
—Y como en estos asuntos de la sospecha á la cer­
tidumbre no hay más que un paso, cuando se tiene
interés en llegar á ella, su hijo de usted no tardará
en conocer con todos sus detalles, la desgracia de su
hermana. He aquí el peligro; y dado el carácter de
Esteban, que usted mejor que nadie conoce, he aquí
la desgracia. Porque hay que temer á un chico como
ese; es capaz de los mayores extremos; y los extre­
mos, sean en el sentido que sean, siempre han oca­
sionado algo desagradable.

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1028 SOR CELESTE

III

Calló don Atanasio, y como si no tuviera nada más


que hablar, se reclinó perezosamente en su asiento y
comenzó á lanzar espesas bocanadas de humo, que se
complacía en ver desvanecerse en azuladas espirales.
Don Leandro le miraba con cierto terror, esperan­
do sin duda, que hablase de nuevo; pero al ver que
callaba, decidióse á preguntarle:
—¿Y cómo ha sabido usted que Esteban sospe­
cha...?
—Me lo ha dicho él mismo, — le interrumpió el
médico.
—¡El!—exclamó don Leandro estremeciéndose.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—¡Es posible! ¿El le ha dicho claramente,,.?
—He ahí una pregunta impropia de usted, de su
experiencia, de sus años,—replicó el Doctor sonrien­
do,—¡Claramente! Esas cosas no se dicen nunca cla­
ramente.
—Entonces...
—Pero aunque no se digan con toda claridad, se
comprenden... se adivinan... ¡Parece que no viva us-

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r
6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1029

ted ni en el mundo ni en este siglo! Si hoy precisa­


mente hay que atender, no á lo que se dice, si no á
lo que se quiere decir. A tal punto han llegado el fin­
gimiento y la hipocresía, que por regla general deci­
mos lo contrario de lo que hubiéramos querido decir;
de manera que hay que saber interpretar y traducir
las palabras. A mí, Esteban no me ha dicho «yo sos­
pecho esto ó lo otro», pero me lo ha dado á entender,
quizás á pesar suyo, y es lo que basta.
—Pero en fin,—exclamó don Leandro, impaciente
con la charla del módico;—¿qué es lo que ha suce­
dido?
—Oiga usted y juzgue.

IV

Don Atanasio, chupó su cigarro, aspiró el humo


con delicia, y luego dijo:
—Vayamos fijando detalles. En primer lugar, Es­
teban fué á visitarme á mi casa, visita harto sos­
pechosa, puesto que es la primera que me ha hecho
en su vida, y que bastó para ponerme en guardia.
Item más: fué á una hora bastante inoportuna; se­
ñal de que su interés por verme era tan grande, que
le hizo saltar por encima de toda clase de considera-

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1030 SOR CELESTE

clones. Usted puede que no dé gran importancia á


1
estas menudencias, pero yo me fijo en todo, y crea usted
que á veces, de las cosas más insignificantes, deduzco
importantísimas consecuencias.
—Al grano.
—Una vez delante de mí, el chico tuvo que bus­
car una disculpa, cosa en que tal vez no había pen­
sado, y se le ocurrió decirme, lo que era natural que
se le ocurriese: que se encontraba enfermo; pronto
estuvo descubierta la mentira, siendo este otro dato
importantísimo, para suponer que iba á buscarme
con un fin preconcebido y encubierto.
—Bien, pero...
—Concluyo. Por fin, pronunció el nombre de Fer­
mina, pretendiendo que yo le pusiera en antecedentes
de la enfermedad que padece su hermana, pues no­
taba en usted y doña Genoveva una preocupación
alarmante, que le hacía temer que el estado de la
joven hubiera empeorado. El recurso era burdo, tan
burdo, que yo penetré en seguida sus intenciones.
—¿Y qué le contestó?
—¿Qué quería usted que le contestara? Unas cuan­
tas evasivas que nada decían y que le dejaron en la
misma incertidumbre de antes. Pero me alarmó la
cosa; pensé: «esto es grave. En primer lugar, Esteban
sospecha; en segundo, puede niuy bien haber sobre­

Biblioteca Nacional de España


r
F
6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZON 1031

venido una complicación que comprometa la existen­


cia de Fermina; pues no hay más remedio que ir á
ver al amigo don Leandro,» y aquí me tiene. Primero,
como ya le he dicho, á enterarme del estado de esa
desdichada joven, después, á advertirle lo que pasa,
para que esté usted con mucho ojo; porque créame:
si Esteban llega á adquirir la certidumbre de lo que
hoy sólo sospecha, le dará muchos y muy graves dis­
gustos. Creo que acabo de cumplir con un deber de
amistad; ahora, usted haga lo que tenga por conve­
niente y tome las medidas que considere oportunas.

Don Atanasio terminó estas palabras con una de


sus particulares sonrisitas, y volvió á adoptar una pos­
tura indiferente y perezosa.
—Crea usted,—dijo don Leandro, después de una
pequeña pausa,—que le agradezco muy de veras la
prueba de amistad que acaba de darme.
El médico se encogió de hombros.
—Pues crea usted á su vez,—repuso,—que no lo
he hecho porque usted me lo agradeciera, si no por­
que he creído que debía hacerlo.
—La cosa es en verdad muy grave.

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1032 SOR CELESTE

—Lo mismo opino.


—Si Esteban llega á descubrir...
—Tomará una resolución extrema, ya lo he dicho;
no se contentará como usted con echar sobre tan la­
mentable incidente el velo del disimulo y del misterio;
Esteban es de los míos, de los que obran, no conforme
á las apariencias, si no conforme á los impulsos de su
corazón. De manera, que podía suceder muy bien, que
todos sus esfuerzos de usted para mantener impene­
trable el secreto de la desgracia de Fermina, resulta­
ran infructuosos, porque su hijo, en un momento de
arrebato, tiraría de la manta, mostrando á los asom­
brados ojos del mundo lo que usted se empeña en te­
ner oculto. También en eso es de mi escuela ese sim­
pático joven. Cuando en el ejercicio de mi profesión
tengo que curar una llaga, no me limito á procurar
que desaparezca aparentemente, porque volvería á
reproducirse en el mismo sitio ó en otro cualquiera,
sino que cojo el visturí y ahondo hasta lo más profun­
do, sin escuchar los alaridos del paciente; curo el mal
en su origen, y el mal, si no es incurable, desaparece:
esto es lo que prescribe la ciencia. Pues casi estoy se­
guro de que Esteban ha de hacer lo mismo; al cono­
cer el infortunio de su hermana, no se contentará con
lamentarlo en secreto, si no que penetrará hasta el
fondo de él, hasta encontrar las causas que lo han

Biblioteca Nacional de España V *


■í
6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1033

producido, sin temor al escándalo, y una vez encon­


tradas, les aplicará el remedio oportuno, si es que lo
tienen; con lo cual, si la desgracia es remediable, que
yo creo que lo es, desaparecerá para siempre. Y en
último caso, esto es lo que prescriben la lógica y el
sentido común; para quitar el efecto, quitar la causa.
Pero como usted no es partidario de este sistema, si
no del contrario, de aquí los disgustbs que presiento.

VI

Don Leandro inclinó la cabeza sobre el pecho, y


murmuró como si hablara á solas consigo mismo:
—Sieso sucede, sólo Fermina tendrá la culpa...
Ella que ocupa en esta casa un lugar que no le per­
tenece, nos traerá la infelicidad como nos ha traído
la deshonra... ¡Esto es infame! ¡esto es injusto!
Don Atanasio levantó la cabeza al escuchar estas
palabras, se acomodó las gafas sobre la nariz, miró á
su interlocutor con marcada ironía, y acompañando
sus palabras con una sonrisita burlona, dijo:
—Permítame usted, amigo don Leandro, permíta­
me usted; está hablando ahí de infamias y de injusti­
cias que no existen más que en su imaginación.
—¡Cómo! ¿Se atreve usted á negar que Fermina...?
TOMO 1

Biblioteca Nal
1
1034 SOR CELESTE

—Yo no niego ni afirmo nada, pero sí digo que


esa joven, no usurpa en esta casa puesto alguno, sino
que ocupa el que por derecho le pertenece; no hay ro­
sa que no tenga espinas, como no hay negocio que
no tenga su lado bueno y su lado malo. Pues bien;
usted quiso coger una rosa, hacer un negocio, más
claro, dorar sus empolvados blasones y reponer su com­
pleta ruina, con fa fortuna de dona Genoveva; y rea­
lizó usted su propósito, y se casó usted con ella, y pu­
do vivir de nuevo con el rango que su nombre ilustre
requiere y con la esplendidez á que estaba acostum­
brado; pues la espina de esa rosa que usted cogió, el
lado malo de ese negocio que usted hizo, el inconve­
niente de su beneficioso matrimonio, era ese; Fermi­
na. Y usted no lo ignoraba, y usted pasó por ello, y
usted arrostró todas las consecuencias, y usted se avi­
no á amparar con su nombre á la criatura que para
todos había de ser fruto de aquel matrimonio: ¿de
qué se queja usted pues, ahora? Eso pudo y debió mi­
rarlo antes. ¿No lo hizo porque á sus intereses no con­
venía hacerlo? Pues de usted es la culpa, no de esa
desdichada joven. Lógica, amigo mío, lógica; hay que
estar á las -duras y á las maduras. Fermina es un es­
torbo para usted, lo comprendo; pero es un estorbo
que hay que soportar resignado; más aún, contento.
Y como de costumbre, ahogó sus últimas palabras

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r ó LAS MÁRTIRES DEL CORiZÓN 1035

con una sonrisa, pero esta vez, burlona, agresiva, des­


carada.

Vil

—¡Es verdad!—balbuceó don Leandro con desa­


liento;—yo lo quise... ¡no tengo más remedio que se­
guir soportándolo!... Si las cosas pudieran hacerse
dos veces...
—Volvería usted á hacer lo mismo,— le interrum­
pió don Atanasio.—Ahora le parece á usted que no,
porque se ve en muy distintas ciscunstancias; pero si
volviera usted de nuevo á aquella angustiosa situa­
ción y de nuevo le ofreciesen el medio de salir de ella,
lo aceptaría aunque tuviera que cargar, no digo yo
con una Fermina, sino hasta con media docena.
—Le juro á usted que se equivoca. Yo no pude
prever nunca tan fatales consecuencias.
—Vamos,—replicó el Doctor burlonamente,—que
una posición como la que usted ocupa hoy, bien vale
algún sacrificio, sobre todo, si se la pone en parangón
con la que antes ocupaba.
—¡Basta!—exclamó don Leandro con despecho.
—¿Se enfada usted?—repuso el médico soltando
una carcajada;—pues hace muy mal. En mis palabras
no hay para usted ofensa, diga lo que diga, por dos ra-

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1036 SOR CELESTE

zones: la primera, porque ya conoce usted mi carác­


ter; la segunda, porque sabiendo como sé todo lo que
á este asunto se refiere, considero inútil todo fingi­
miento, tanto por su parte como por la mía.
—No es que me ofenda,—repuso don Leandro con
cierta cortedad,—es que... es que no me gusta hablar
de ciertas cosas...
—Lo supongo, y por eso nunca le hablo de ellas
más que cuando usted es el primero en mencionarlas...
Usted ha empezado, yo he seguido y... Pero aquí ter­
minó todo, porque con el permiso de usted, rúe retiro.
Y se puso de pie.
—¿Se marcha usted ya?
—Sí. Vine á cumplir un deber, lo he cumplido y
por lo tanto, mi presencia aquí no tiene ya objeto al­
guno. Conque, hasta la vista.
—Vuelvo á repetirle á usted las gracias por su...
—Bien, bien, fuera fórmulas; aproveche usted mi
aviso, si lo juzga conveniente, y si no, no lo aprove­
che. Eso ya es cuenta de usted solo.
Y dándole un último apretón de manos, salió de
la estancia.

VIII

Al bajar don Atanasio la escalera, encontróse con


Esteban que subía,

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r
6 LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1037

El joven no pudo dominar un movimiento de con­


trariedad y sorpresa.
—¿Usted por aquí?—dijo con cierta ironía.
—Sí,—repuso el médico sonriendo;—he venido á
saludar á tu padre.
—¿Nada más que á saludarlo?
—Nada más... Ya sabes que somos muy amigos...
y entre buenos amigos las visitas son siempre pruebas
de esa amistad...
—Sí, sobre todo, cierta clase de visitas,—le inte­
rrumpió Esteban intencionadamente.
Don Atanasio volvió á sonreir, y añadió:
—Vaya, vaya, hasta la vista... y que te cures por
completo de tu enfermedad.
—¿De qué enfermedad?—replicó el joven con ex-
trañeza.
—De la que te ha llevado esta mañana á mi casa,
—respondió el médico.
Y bajando la voz, agregó:
—De la enfermedad de ser curioso, que es una en­
fermedad muy grave.
Y soltando una carcajada, y sin aguardar contes­
tación, siguió bajando la escalera.

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1038 SOR CELESTE

IX

Esteban quedóse mirándole basta que desapareció;


luego, encogiéndose de hombros, se dirigió á su cuarto.
—Conque es decir,—murmuró al entrar en él,—
que mi padre no ignora ya mis sospechas; don A tana-
sio habrá venido á darle cuenta de mi visita, lo cual
basta y sobra para que penetren mis intenciones. Es­
to les pondrá sobre aviso, y extremarán las precau­
ciones para que yo no descubra lo que se empeñan en
tener tan oculto... ¡No importa! Pese á quien pese,
sabré lo que deseo... No teman que sea tan imbécil
que vaya á preguntárselo de nuevo á ellos mismos...
¿Para qué, sabiendo de antemano que no han de
contestar á mi pregunta?... Tengo otro recurso me­
jor... Todo es cuestión de paciencia y de tiempo...
Más tarde ó más temprano, mi hermana volverá á es­
ta casa... ¡Ella me dirá lo que los demás me ocultan;
yo sabré obligarla á que me lo diga! ¡Ah! No hay más
remedio que aguardar hasta entonces.
Y entró en su cuarto con la cabeza inclinada so­
bre el pecho y profundamente pensativo.
En verdad que no le faltaban motivos para es­
tarlo.
¿Hay algo que atormente más que la duda? Nada.

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ó LAS MÁRTIRES DEL CORAZÓN 1039

Y Esteban tenía fija en su pensamiento la terrible


sospecha que había herido mortalmente su corazón;
la sospecha que le había llevado á casa del faculta-
tivo.
¿Lograría saber la verdad de aquel misterio que
■con tanto empeño le ocultaban?
Esto es lo que veremos en breve.

FIN DEL TOMO PRIMERO

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