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La

Metáfora de las Pasiones


Por

José Arnoldo Sagastizado




CAPITULO 1

Mi nacimiento iba a tener lugar en la vieja ciudad de Aosta, a unos pocos


kilómetros de Roma, zona limítrofe con Francia y Suiza. Pero por esas cosas
del destino nací en la ciudad de Barsabás, la ciudad de los misterios y las diez
mil verdades, algunos me trataban con respeto llamándome Gamatto Cabrone,
a mis cuarenta años, algunos me apodaban viejo investigador y gran detective;
que no es por mi elegancia, quizá porque las veces que me he visto en el
espejo, he considerado mi mirada, desde luego penetrante, posible definición
de mi audacia y precisión, me gusta y me distinguen mi sombrero de picota en
la parte frontal, de esos austríacos que estuvieron de moda por los años 30’s,
mi chaqueta verde olivo, permanece conmigo en mi despacho, me ha gustado
la música clásica, de hecho soy aficionado del saxofón, y escucho radio de vez
en vez. Abandoné la universidad por eso de los problemas de la juventud,
entre ellos el embarazo inesperado de Anastasia, mi mujer, dicho sea de paso,
estamos separados desde hace unos meses, ella es profesora, muy amorosa,
nació con el talento de lo dulce del canto, soprano, con quien procreé dos
lindos hijos: Nicole y Luisito, pues, bien yo dependía de mi trabajo, de mi
despacho de investigaciones privadas, construido de dos viejos autobuses, uno
encima de otro con sus escaleras reforzadas por la soldadura profesional, tenía
sus bases sobre barriles de concreto, era un vagón pintado de amarillo con
letras negras, tenía 16 gradas de madera de cedro, con sus respetivos
pasamanos. Al costado se leía mi anuncio: Gamatto Cabrone, Pesquisas de
Cosas Turbias y a un lado figuraba una lupa en color negro, sobre la palabra
Turbias. Olvidaba decirles que soy apasionado lector de filosofía, muchos
pensadores me han contagiado terriblemente, por eso cultivo cierta manera de
pensar, y he releído a Soren Kiarquegard, a Heidegger y a Husserl. Me he
considerado un frustrado de no haber avanzado en mis clases de saxofón, pues
soy admirador de Charlie Parker, el otrora discípulo Gato Barbierei.
Pero mi ocupación estaba en mi oficina, mantenía en mis archivos, un
apiladero de indagaciones encomendadas de mis clientes, relacionados con las
infidelidades matrimoniales, de pastores violadores, de padres de familia que
reclamaban de algunos clérigos, por casos de pederastia, así como el caso de
muchas familias que se dieron cuenta, que sus progenitores mencionados en el
Registro Civil, no eran reamente los padres biológicos, gente de mal corazón
les había cambiado de sus cunas.
En mi oficina trabajaban conmigo Regina, mi secretaria, joven de buen
parecer y de buenos modales, sujeta a los convencionalismo del matrimonio,
celada por su marido a quien laceraban los ataques por el alcohol, trabajaba
conmigo el gordo Leonardo Bellotas, viejo entrado en años a quien le confié el
cargo de ordenanza, dado a la amistad que éste mantuvo con mi madre, doña
Alicia Barragán, había sido despedido del sindicato, tenía cerca de los sesenta
encima, no tenía nadie más por él, su hija la mujer de un capitán de baja, era
un ebrio y jugador de barajas españolas, hacía el aseo de ambos niveles de la
oficina, mantener al día el archivo de los cientos de casos que había llevado a
lo largo de los años.
En esos días me encontraba frecuentado por el viejo comisionado Luciano
Negrero, de unos cincuenta años, tez morena, de voz ordinaria, y con colérica
mirada por eso de las responsabilidades, me proponía uno de sus otros casos
pendiente a investigar, quería una respuesta. Anhelaba la vedad, me cercioré
que el comisionado terminara la conversación. Adujo compromisos de
operaciones con el Director de la policía y reuniones con subalternos a fin de
asegurar la tranquilidad de los habitantes de la ciudad. No tardó mucho su
visita, Luciano Negrero salió de mi despacho. Hizo leve cortesía, y sin ocultar
su disgusto por no haber logrado el propósito del día, dio media vuelta, y se
marchó de mi despacho dirigiéndose hasta el centro de la ciudad, donde los
sindicalistas del magisterio exigían mejores prestaciones laborales. Mi trabajo
de detective, que he llevado desde muchos años, experimento desde mi
despacho, sitio donde recientemente, había regresado el comisionado Luciano
Negrero, viejo cascarrabias, exigente de carácter, duro de expresión y con
mirada rojiza, como si adoleciera de alguna afectación esclerótica de sus ojos;
acababa de ser transferido de la capital del país, allá había asestado duros
golpes a las bandas delictivas, pero sabía que no podría hacer sólo las cosas,
necesitaría de los servicios del gran detective, me rogó su mayor discreción,
dado que no confiaba del todo en el personal detectivesco de la policía, las
escaldaduras de las sombras, habían producido en Negrero la falta de
credibilidad en parte de su personal. Y para este caso, se debía contar con la
audacia y la eficacia, de gente dispuesta a dar el todo por el todo. Trataría de
dar con la red de vendedores de sustancias controladas, y dada las sospechas,
llegó el tiempo de dar con los culpables.
Recuerdo que en unos encuentros con el comisionado Luciano Negrero,
hombre llegado a la madurez de su vida, de mucho rigor en el tratamiento de
la seguridad pública, quien me había encomendado resolver importante caso
relacionado con las sospechas de algunos médicos metidos en asuntos de
fármacos controlados. Esta vez me hizo llegar a su despacho, quería darme un
nuevo caso. De haberlo advertido antes, no me hubiera hecho presente en la
delegación.
—¡Si acepta, no se arrepentirá! —dijo el comisionado.
—¡Verá, yo pudiera ayudarlo, siempre y cuando sea dentro de mis
posibilidades, estoy muy ocupado en el caso principal que me encomendó, y
usted querrá resultados pronto, ¿verdad? —contesté.
—Detective, ¿aceptará llevar el caso o tendré que buscar a otro
investigador? —preguntó el jefe policial, quien en su mirada estallaba la
antesala de la ira y crecía el enfado, como propenso por devorar lo que
estuviera a su paso.
—No acepto su caso, debe comprenderme, tengo más compromisos que
requieren de mi tiempo, puedo trabajarle en otra oportunidad —fueron mis
palabras.
—No me culpe después, ¡si algo pasa! —dijo Negrero, con tono sutil y
amenazador, llevando su dedo índice al portafolios que llevaba consigo. Sin
darse a entender. En mi pensamiento rondaron diferentes percepciones.
—Ah, olvidaba preguntarle, y perdone la indiscreción, ¿juega usted
ajedrez? —preguntó Luciano Negrero a su interlocutor.
—No, apenas conozco algunas piezas, ¿ha de ser divertido, no es cierto?
—repuse, serenando mi voz.
—¡No se imagina, cuánto significa para mi ese juego medieval! Bueno
detective, me retiro y con su permiso, si acaso se decide aprender el juego, yo
puedo enseñarle, me costó mucho dinero, pero a usted no será sin costo alguno
—contestó el hombre de uniforme, haciendo gala de su quehacer en la región
de Barsabás, donde sus altos jefes del Estado, lo habían trasladado para que
diera el todo por el todo, en pro de la seguridad de los habitantes, de lograrlo
podría ser elevado al cargo superior, el de Director General de la Corporación
Policial.
Me despedí del comisionado, me fui a mi sitio donde tenía la oficina, un
vagón color amarillo con negro, los vecinos y transeúntes le llamaban el
Avispón.
En mi cubículo estaba inundado de papeles, análisis, certificaciones,
entrevistas con mis clientes, llamadas telefónicas, superaba el consumo diario
de 200 mg. de cafeína, acostumbrado a las preferentes investigaciones, sobre
todo en el área de las infidelidades de parejas. En medio de todas mis
ocupaciones, logros y desafíos, extrañaba a mi esposa, Anastasia, la madre de
mis hijos. Las condiciones y la costumbre nos habían trazado una frontera
inderrumbable. Mi dedicación al detectivismo, ella se dedicaba a su quehacer
del magisterio y a su arte por agenciarse un espacio en la ópera del teatro.
Esperaba que diéramos el primer paso de esa lista de recomienzos y más, me
parecía que Anastasia había jurado ya no volver conmigo. Siempre pensaba
que le seguía siendo infiel. Todo silencio significaba para mí un fardo de púas
hambrientas que me cortaban el mínimo sosiego de soledad y hastío.
Salí de mi despacho, decidí darme una vuelta por ese centro comercial
donde se había promulgado los hilos encanallados del consumismo. Consulté
la cartelera de cines, luego salí a la fuente de sodas y helados. Pude mirara las
personas de una y otras formas de ser. Nada me llamó la atención que no fuera
mi más leve distractor, la rutina que me envolvía y cierta soledad que no se
retiraba de mi lado.
Pensé en regresar a casa a eso de las diez. Mi vista se estrelló en la total
admiración. Fui sorprendido, las puertas de madera caoba, y un ventanal norte
de mi casa, habían sido acribilladas a balazos; el olor a pólvora estaba latente
en la casa, que fuera el hogar de la familia Cabrone, estalló en mí la ira, palpé
mi arma de fuego, un hondo deseo de venganza se apoderó de mí, mismo
tiempo que pasaron por mi cabeza unas preguntas, ¿quiénes estaban detrás de
este atentado? ¿Habría sido una confusión? ¿O si se trataba de una
demostración, que gente extraña, querría acabar conmigo?

CAPITULO 2

Mis pesquisas, me pudieron haber arrojado un dato de mayor significación


para cerrar casos importantes. Me enteré que no había nadie más ambicioso en
la ciudad que el cirujano y doctor, Plinio Betaglio, hombre dado al
magnetismo personal, y esos trucos que guardan personas raras de los que
hablan poco y piensan mucho, querría convencer a sus colegas para ser
reelecto presidente por tercera vez, de la prestigiosa Asociación Médica de
Barsabás. Puesto de gran distintivo en la hoja de vida de los médicos. Pero no
era el único que ansiaba el cargo, Roger Resinos, buscaba el apoyo a como
diera lugar. El doctor Plinio Betaglio, ambos no más de 40 años, con buena
posición social, descendiente de una larga familia de médicos, especialista del
ramo de la urología—cirugía, gustaba la música clásica, de Wagner
especialmente, cuestionado en la facultad de medicina, por intercambiar
calificaciones por encuentros sexuales con sus estudiantes; pese a todo era
destacado cirujano, tenía una profesión muy lucrativa. De resultar electo
tendría el dominio de las sustanciales prerrogativas. Le preocupaba que el
doctor Roger Resinos, médico proctólogo, estuviera ganando cada vez más
espacio dentro del gremio. Yo tenía conocimiento de las pugnas internas de la
Sociedad Médica.
También, en mis anotaciones tenía que este médico, tenía su clínica dentro
del consorcio médico, en el tercer nivel, local No. 69. Momentos después.
Habíamos acordado para este día, que Natalia me contara todo lo sucedido,
por sus embrollos con los hombres de blanco.
—Todo comenzó, cuando concerté una cita con el doctor Betaglio…
—Doctor, preguntan por usted —dijo la secretearía, permaneciendo junto a
la puerta.
—¿Quién es? —preguntó la secretaria.
—Dice ser la visitadora médica, la licenciada Natalia Vasconcelos.
—¡No le hagas esperar! —dijo el médico, cambiando su semblante, al
enterarse que se trata de mi persona —dile que pase! —ordenó el presidente
de la Sociedad Médica, mientras ocultaba cerca a sus recetas, un libro de
sexualidad, el Kama Sutra.
—¡Buenos días, doctor! —fueron mis palabras detective.
—Pase adelante, pase…—me dijo el médico.
Al escuchar esas palabras de la visitadora, quien no llegaba a los treinta,
tenía maquillada con tonalidades terracota en sus mejillas, esplendida mujer
que rebosa de hermosa, de deslumbrante apariencia, por su perfume fenomenal
y manera de llevarlo, quien pudiera negarle el pase al cielo. Pues, su boca más
encendida que un trío de manzanas, sus caderas y sus contornos, tan bien
definidos, y de grandes senos como dos palomas extasiadas, en pleno
concierto de amor y sustancial ternura, como si permanecieran ahí dos
palomas en acogedor movimiento, eran como la orden de un oráculo que al
mirarla, doblaban la voluntad de los hombres, la buscarían para seguirla
mirando, y terminar vencidos como una oveja sin remedio al inexcusable
matadero, ella estimulaba un capricho natural con que estimulaba por ese
extraño síndrome de la Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma, que
experimentan los hombres que gustan de mujeres.
—Pienso doctor que usted ha puesto un pie al acelerador, por eso de las
lecciones. No tiene de qué preocuparse, usted tiene todo para sacar de foco a
su cercano contendiente—dije.
—Quisiera tener más votos que la contienda anterior. Resinos está
pisándome los talones. ¡Me preocupa hoy que estoy en mi más alta cumbre!
Pero temo perder —me dijo el doctor Plinio Betaglio, según me relataba,
mostraba hacia mí, detalles finos de seducción; pese a que no era médico pero
ellos me consideraban muy atractiva, en el círculo de los hombres de blanco;
le continué escuchando con atención, como cuando algo nos llama la atención
o nos sobrecoge un marcado interés, pensando al mismo tiempo en un plan de
apoyo, para el doctor Betaglio, el influyente de los laboratorios, principal
proveedor de las recetas controladas, y cuestionado por un fármaco que
derivaba de Alfa PVP y de todas las ganancias que se estaban acumulando.
—Podría ayudarlo, doctor, usted sabe que mi trabajo lo permite. Pediría el
voto a sus colegas en su nombre. Un poco de aquí y otro poco de allá —dije al
doctor Plinio.
—¡Te lo agradezco, Natalia! Estoy necesitado de valiosas ayudas —repuso
el médico.
—Pudiera organizar una fiesta bailable, algo de vino, entregas de medallas,
y placas de reconocimientos, tendría muchos más votos que el doctor Resinos
—sugerí, alentando al doctor que para entonces, ya era de su confianza.
Miré el rostro del doctor Plinio Betaglio brilló espontáneo al escuchar de
boca...—y quién no, perdónenme que a veces digo cosas raras, si las palabras
salían de mi boca, palabras afinadas que llevaban sensualidad, ya se sabe
cómo las creen los hombres. Y en este caso, las pronuncié con tal de reforzar
el ánimo del médico, me lo había dicho que ansiaba otro período más al frente
de la Sociedad Médica, potenciaría su ambición de hombre realizado, y más si
tenía mi apoyo, tendría asegurado un foco motivador para el vicio, el delito y
el pecado.
—¡Te lo agradezco, Natalia, para mí eres la reina de las visitadoras!
¡Después pídeme lo que quieras! —me dijo el doctor Betaglio.
—¡Esto merece un brindis, con tu champaña francesa, sin duda, mi buena
reina! —el presidente de los médicos salió al bar que, tenía en su sitio discreto
de su clínica. Y dio dos pasos para descorchar una botella de vino rojo, de
vidrio color verde musgo, reflejándose en sus ojos las extrañas tonalidades de
esos colores, dejándose ver en la viñeta dorada los finos acabados, del buen
gusto que distinguían al médico.
—¿Y brindaron, cierto? —interrumpí.
—No doctor, ando haciendo mis labores, tengo que hacer entregas de
productos, me esperan a las 10 am. Usted sabe que le estoy muy agradecida,
por el apoyo brindado desde que entré al negocio, ¡tengo que compensarle con
algo! —respondí, con tono suave.
—¡Interrumpirás tu trabajo, por pedirme votos, pero no será en vano —
dijo! Deseando no desperdiciar la fragancia o feromonas de vainilla que
llevaba en mi cuerpo, lo estimuló por la señal en su hipotálamo, hice giro
despidiéndome del presidente de la organización; momento que se me cayó al
piso una carterita azul marino, con engastes dorados, de finos acabados, di la
vuelta impactando a Betaglio, la antesala llamativa de mis partes más íntimas
—me fue contando y comprendí, en semejante postura, que Plinio Betaglio, no
detuvo sus impulsos, para tocarme al menos lo blanco, de aquella prenda
sostenida entre mi carnalidad y sobrecogido por el deseo lujurioso, quiso
ajustar su mano en aquella fuente del amor prohibido, llevándose el tope,
cuando de repente extendí mi mano. No estaba dispuesta a permitirle el abuso
directo.
—¡No se adelante, doctor! —dije con sugerentes palabras. Al escuchar mis
palabras, en su ser, y contemplar, la hermosura que me ha asegurado el espejo.
El médico saltó de su escritorio, para pedirme con su mirada, un beso tierno,
no importándole mis votos de mujer casada.
En lo que a mí refiere como investigador, al escuchar a Natalia, me dio
curiosidad de saber qué pasó al fin de cuentas, en esa reunión del despacho.
—¿Pero serás mía Natalia? —me preguntó Plinio Betaglio, boquiabierto.
—No lo sé…—dije.
Momento en que sonó el teléfono de Natalia, en sus ojos mostró el
asombro de alguna cosa desagradable, que la llevó con precisión a pedirme
disculpas, pero se comprometió en que volveríamos a reestablecer la
conversación y si no, que no contara con ella, por lo que denso temor se
apoderó de mí, como un río oscuro que podía truncarme el orgullo de mi
profesión como investigador.

CAPITULO 3

No sé, si les he comentado que soy un adicto al café, abrigo en mis


entrañas ese proverbio árabe que dice quiero un café tan negro como la noche,
tan fuerte como el amor, y tan caliente como el infierno, pues bien, en esos
días me acompañaba doblas onzas de cafeína, sustancia amada y difamada por
otros, llevaba conmigo un libro preferido, estímulo acentuado por mi madre;
acostumbrado en llegar a la cafetería principal de Barsabás. Estudiantes,
señoras, y algunos empleados se habían separado de sus labores, otros
disfrutaban de sus vacaciones, o días libre, para disfrutar de una compañía, de
un aromático café y una conversación de interés, amenidad y cualquier otro
pretexto que tienen por excelencia ciertas reuniones. Se celebraba a su manera
que el parlamento había derogado el artículo de ley, donde se despenalizaba el
delito de sexo oral. No puedo ocultar que estaba estresado.
Imágenes de los casos pasaban por mi mente, que muchos funcionarios y
demás personalidades, desaparecían raramente de la opinión pública, llegando
a realizándose entierros ficticios, también pasaba por mi mente, la indecencia
de médicos que extendían recetas a cambio de dinero con tal de mantener
influyente círculo de amistades, otros habían negociado con personal de
laboratorios, para gastarse millonadas en múltiples compras de fardos de
medicina, destinados a hospitales públicos y privados. Señalaban al presidente
de la Sociedad Médica, el doctor Plinio Betaglio. Todo esto y otras cosas más,
me hacían dar el intento de separar al detective del hombre común, a veces lo
lograba, a veces no.
Por los cristales del local miraba pasar la gente, en ese oleaje del
insondable péndulo del comercio, donde el brillo del cristal crispaba alguna
pena, algún recuerdo, alguna esperanza, de pronto, una hermosa señora, con
gafas oscuras, no le parecían catastrófico a sus 40, como lo referían ciertos
cánones del cincel de la moral. Me saludó, al mirarla tuve la impresión de
asociarla a la visitación de los médicos; pero así llegó a mi mente de detective.
—¡Buenos días, detective Gamatto! —me dijo la mujer. Busqué algún
detalle por si acaso, podía reconocerla, le contesté, entiendo que cortésmente.
—¡Buenos días! —llevando actitud mental que tanto le caracterizaba. La
mujer era la esposa del doctor Plinio Betaglio, a ella se encendieron las
pupilas. Comprendí que se trataba de la misma persona que me había visitado,
hacia unos días, en mi despacho.
—Disculpe solo quería preguntarle, ¿cuándo puede recibirme en su
despacho? Tengo un caso que exponerle, el otro día se lo dejé por escrito y no
he tenido respuesta —era la voz de Alexandra Betaglio, aducía haber tenido
suerte, porque le atendí personalmente.
—Sí, pero no sería en este momento, espere mi llamada —espeté.
—¿Cuándo? ¿Hoy o mañana? —preguntó ansiosamente.
—Por lo pronto, no podría decirle el día y hora, ¡espere mi llamada señora,
Betaglio!
—Señora, ¿podría adelantarme algo de su caso, para programar su cita? —
pregunté.
—Verá, detective, tengo problemas con mi esposo, piensa que nuestro
matrimonio es algo transitorio, pero la relación con su amante, la considera
para siempre —me contestó la mujer.
—Entiendo —respondí en seco, mientras ella preparaba su retirada de
aquel inusitado encuentro.
—¡Se lo agradezco, pasaré por su oficina! —dijo la mujer, llevándose la
servilleta a su boca, buscando un acomodo.
Me llevé la mano a la billetera y saqué una tarjeta de presentación y se la
entregué a la dama. Ella la recibió con gusto y un haz se fijó tenuemente de
sus ojos. En la otra mano portaba unas llaves, y un llavero con una imagen de
su perro.
La mujer miró la tarjeta de reojo Pesquisas de Cosas Turbias. Con breve
saludo, la mujer regresó la esquina donde estaba su café, y depositó la tarjeta
en su bolso. Se sentó con más confianza y acentuado en su respiración cierta
esperanza, dispuso quedarse en espera de la importante respuesta. Buscó de
entre su bolso, y se cruzó la mano por el pelo.
Por mi parte continué con un cuarto de la taza del café servido. Me llevé
con precisión la taza a la boca, y teniéndola a la altura de los ojos, observé ésta
a una mujer, Anastasia. Pensé en mis adentros, la separación que teníamos,
desde hacía unos meses, me había vuelto a abrir ese estado amoroso que
siempre producen las separaciones y no había logrado ser feliz, con la soledad
y el recuerdo. Los celos de mi mujer habían tirado por la borda, doce años de
matrimonio. Ella me miró por el reflejo del vidrio, y cuando me descubrió no
detuvo sus pasos, huyendo de aquel sitio.
—Señor, disculpe…, espere —dijo un empleado que llevaba gorro y
gabacha del negocio.
—¡Disculpe! ¡Aquí está! —respondí. Y cuando salí a buscar a mi esposa
entre las personas. No di con ella. No dejé de echarle la lupa a toda la gente
que miraba en especial a las féminas, pues una de ellas podía ser mi esposa.
En mi pecho, latían los escalones de la angustia, acelerándome la pena y la
nostalgia, por el hogar que tuvimos un día con Anastasia, del que nacieron mis
hijos Luisito y Nicole, no superaban los diez años, eran todo para mí, y los
había perdido. No, no la vi, por momentos pensé que se trataba de alguno de
esos estados del alma que producen los sentidos, para avergonzar lo destinos.
De repente, y curiosamente a unos metros, sobre una acera de cerámica
española, cerca del mí, divisé un trozo de papel, que llamó mi atención:
‫( اﻟﻤﺒﺎﺣﺜﺎﻟﺮﻋﺎﻳﺔ‬Cuidado detective). Tomé la nota, mi intuición detectivesca me decía que
alguien pudo haberme dejado un mensaje en aquella lengua. Momento que me
encontré con el abogado Zalini del Togado, viejo profesional del atiborrado
mundo del derecho, le acompañaba su asistente personal, un hombre con
rostro de desconfianza, fue activista de causas políticas, de un partido que
había perdido toda popularidad con los votantes.
Me despedí de ellos, continué mi búsqueda. Dificultándome la enorme
cantidad de visitantes al inmenso centro comercial, dándome de momento un
sinsabor de frustración en mi cometido. Sentí en las venas la desesperación,
como el vacío de la arena, cuando el mar barre que sostiene los pies. Minutos
después, cerca de la vitrina de las joyas, una hermosa mujer contemplaba la
mercancía.
—¡Snif, ugh! —dije pues que, al mirarla me fue imposible retener los
deseos. Ella era la visitadora de los médicos.
En efecto que no erré. Natalia, no parecía dirigirme la palabra. Se encendió
en mi ser la alegría como jugándome una contradicción, por lo recientemente
experimentado, al creer que vi a mi esposa, pero ahora mi pecho se alegraba al
contemplar a otra mujer, como dándole paso a la bestia interna que no deja en
paz a los hombres de mundo como yo. Natalia, la conocida visitadora, esa
mujer que gustaba en todos los ángulos, plegada de carisma y de reunidas
atracciones, continuó su ruta de vitrinas, y mirándose de vez en vez su trasero
por la imparcial opinión que brinda ese espejismo de los paños acristalados,
como lo acostumbraban las mujeres de Barsabás.
En verdad, presiento que ella me vio, pero no mostró ánimos de querer
hablar, en lo mínimo conmigo, busqué algún pretexto para contemplarla de
cerca, me correspondió con una leve mirada, de esas a las que hay que
buscarles un significado presencial, pero que tienen un hondo sentido como la
indiferencia, el delito y a veces hasta la raíz más gruesa de un pecado capital.

CAPITULO 4

Estaban en el velatorio, la familia sufría el luto. No era para menos, era el


funeral de Silvano Vasconcelos esposo de Natalia. El informe policial de
manera insuficiente decía: “Sujetos desconocidos dispararon contra el
educador”. La ciudad lamentaba el acontecimiento, del facilitador de las
destrezas de los estudiantes del Barsabás. Ahora yacía en su féretro, rodeado
de personas que le demostraban su afecto, cariño y agradecimientos. Con ellos
estaba Natalia, la promotora de productos de laboratorio, estaba vestida de
negro, suave maquillaje mostraba su rostro decaído por el duelo, pero no
ocultaba su atractivo de mujer. Aunque llevó su matrimonio, como muchos en
Barsabás, a su manera, no dejó de constreñirle la inesperada separación de su
marido. Tocó hondamente su corazón haber llegado a la escena del crimen, lo
encontró entre cintas amarillas de la policía, el cuerpo del profesor permanecía
sangrado por los cortes salvajes que hicieron sus victimarios, en el rostro
estaba sometida la expresión extrema del dolor y la ignominia de la tortura,
imágenes repetitivas que martillaban la mentalidad de Natalia. Su familia que
ignoraba el motivo del crimen, temía una eliminación familiar a mayor escala.
De pronto, llegaban a la velación, miembros del sindicato magisterial,
portando hermosa corona fúnebre, con etiqueta de pésame. En aquel féretro
reposaba un cuerpo que, cuando estuvo con vida, había sufrido el embate de
los celos que le daba su mujer, pero llevaba en los blasones del corazón ese
placer del deber servido. Había guardia que se relevaba cada dos horas,
honraban al profesor Silvano Vasconcelos.
—Siento mucho Natalia, él era un buen hombre, un buen amigo, ¡las cosas
son así, se nos va lo que amamos! —dijo un hombre elegantemente vestido,
era el subdirector del centro educativo, donde laboró el profesor Vasconcelos.
—Gracias, profesor, gracias por venir, le agradezco —correspondía la
mujer embargada por el atroz sentido de aquella tragedia. Natalia recordó, que
cuando se casó con Silvano, ella lo miró como una oportunidad al futuro, él la
miró sin saber cómo ni porqué, como una oportunidad a la traición. Momentos
después, llegó un carro patrulla frente al velatorio. Apareció, dejándose ver el
comisionado Luciano Negrero, llevaba consigo un arreglo floral de ciprés,
acentuando con su mirada, la especial muestra de condolencia a la ahora viuda
de Vasconcelos, el arreglo lo recibió Natalia de manos del alto jefe policial y
desde luego, de la fiscalía.
Me mantuve discreto en el velatorio, pensé que podía dar con algunas
pistas que pudieran darme la relación de Natalia con los promotores de la
droga. Y sobre todo cerciorarme, si los responsables del crimen del profesor
estaban relacionados con los santuarios de las misas negras, en las que
sacrificaban a sus víctimas, para agenciarse poder del maligno y no ser
llevados a la justicia. Para algunos me mantuve desapercibido, dado a la poca
importancia de visitas, en esos gélidos momentos de duelo familiar.
—Natalia, no sabe cuánto lo siento, debe tener más valor, días después la
espero en mi despacho o yo puedo venir, si usted me llama, si usted me
necesita, le juro que no descansaremos hasta dar con esos malditos —dijo el
jefe de policía, mientras Natalia, no se le espantaba de la mejilla una lágrima
con un asentado gemido en su pecho.
—Querida Natalia lo siento, reciba mis sinceras condolencias, no esperaba
semejante noticia créame que lo siento profundamente —dijo el comisionado,
como agradeciendo dentro sí, el acontecimiento, para estar frente a ella, y en
aquella condición.
—Gracias, señor comisionado, le agradezco —correspondió la principal
doliente del velatorio.
—Natalia —dijo el hombre de uniforme, ¬¬ —no es fácil la pérdida de un
ser querido —dijo Negrero.
—Le agradezco… comisionado —dijo la visitadora, preocupándole la
pena, el dolor y el destino.
—He venido a decirle que, si tiene sospechas, hágamelo saber en este
momento, para salir a capturar a los hechores —ofreció el jefe de policía.
—No, no hay sospechosos, no sabemos nada, podría ser que su muerte se
debió a que publicó otro libro, en el que pedía que ya no se celebrara el día de
la madre y el día del padre, por algunos que él llamaba fanáticos
endemoniados —contestó Natalia. Negrero le escuchaba con la mayor que se
le rinde a una hermosa dama, que no era para menos lo que él sentía por ella, y
ahora viuda, sentía mucho más.
—Sí, en Barsabás hay mucha gente con ese mal; eso le valió amenazas,
podría ser una pista interesante, sin descartar cualquier otra, Natalia. Pero si no
hay nada más que aporte a esta causa, puede contar conmigo —se le acercó
más al oído— tengo cierta fórmula que puede darnos resultados, dispongo de
unos comodines, que usted no necesitaría estar presentes en las audiencias, por
ejemplo y además ¡tengo de mi parte al mejor detective!¡Natalia, búsqueme!
—el comisionado ofreció las palabras que suelen decirse en los velatorios, por
sentido o por compromisos de la moral. Natalia, desconocía a toda costa, la
hora que podría llegar el doctor Betaglio, pero no llegó a la velación, mandó a
su secretaria con una reverdecida corona de ciprés finamente elaborada, con la
viñeta del pésame: “Natalia, siento mucho, la pérdida de su esposo. Ánimo, la
vida continúa. Dr. Plinio Betaglio”. El comisionado pasó de cerca donde me
encontraba, y con breve gesto consintió mi presencia en la casa del duelo.
Más adelante fueron llegando familiares de Silvano Vasconcelos
procedentes de Bastenia, Santiago, y San Carlos, se habían desplazado para
estar en el velatorio de su familiar, también llegaron otras personalidades
cercanas a Natalia, entre ellos el doctor Papini, Roger Resinos, y la doctora
Lugo, mostrando cada uno de ellos, el sentido pésame por el profesor. Todos
vestían de luto impecable y ardientes de afecto hacia Natalia, por del deceso
inusitado de su marido. Natalia, temía que por adolecer del Síndrome de
Hubris o excesos de ambiciones, podía traerle la muerte, pero la muerte le
había llegado a su esposo Silvano, temía que podía ser una señal, para sacarla
del oscuro negocio de fármacos, todo ello podía llegarle, por problemas
relacionados a personas vendedoras de drogas; los de los laboratorios en recia
competencia, pretendían quizás intimidarla, en el negocio de la Alfa PVP,
droga de gran peligro para la salud pública, perteneciente al grupo de las
catinonas y de la familia de las fenetilaminas, también el profesor le había
comentado sobre ciertos problemas, con líderes magisteriales, pero serían las
autoridades que darían paso a las investigaciones.
Por lo pronto pensé en ponerme a salvo, cuidando las entradas y las
salidas, por eso de los barullos malintencionados de la ciudad. Puesto que en
Barsabás se arrastraban visos de una filosofía repartida entre la tolerancia del
pasado y la del riesgo del momento. Los hermanos de Natalia no imaginaron
aquella pérdida, Marta, Rebeca y Tolele, ellos lloraban frente a su hermana,
resintiendo aquella pérdida familiar.
En un cuarto de aposento, estaban los hermanos de Natalia, la decepción
les cosía doblemente el semblante natural, permanecían airados y cerca de
éstos, en llanto varonil estaba tendido Pio Vasconcelos, hermano de Silvano,
que se encontraba en el curso para sargento de la policía. Al mirarme en el
velatorio, percibí que sintió mi apoyo, preguntándose quién me había enviado.
Pero permanecí, percibiendo todo movimiento, por eso de que los culpables no
están lejos de su víctima.
—¿Qué vas a hacer Natalia? —preguntó Pio.
—Investigar su muerte, esto no puede quedarse así —respondió la viuda,
temía que algo le sucediera, por esos embates del presunto cobro de cuentas,
ella mostraba un completo estado de desánimo.
—Hablaremos con el comisionado Negrero, nos ayudará a poner en la
cárcel a los responsables —exclamó Pio, aguatándose las ganas de soltar un
insulto visceral.
Y no sé cómo me llegó el presentimiento, virutas, costumbres de detectives
que despertaban la intuición acerca de la muerte del profesor, y a pesar de las
gentileza que mostraba el comisionado, no sé por qué pensé que había alguien
sospechoso de aquella muerte, pues la miraba que dirigía Luciano Negrero a la
visitadora, parecía ser que se estaba presentando, como si él fuera el autor de
un entorno bondadoso, pero no era más que la llama entera de la posesión, la
lujuria, que lo pudo haber llevado a desencadenar una pasión de quitarle la
vida al educador con tal de quedarse con su mujer. Pero salí de la velación
buscando la mayor discreción, y al llegar a mi casa, tomé ciertos apuntes que
quizá podrían ayudarme a cerrar el caso del profesor.
También, pensé como sospechosos unos visitadores, compañeros de
Natalia, momento que detrás de aquella barbarie causada al educador, no podía
descartar al presidente de los médicos, a Plinio Betaglio. En adelante mi
principal sospechoso.

CAPITULO 5

El concejo tenía en sus oficinas a una controladora de las prescripciones


médicas del país, a la licenciada Vidaurreta, mujer soltera, con atributos
favorables en terreno de hombres, ella quien recibía las recetas autorizadas, y
en las cantidades de hojas devueltas, se aseguraba que fueran las mismas, se
temía que se imprimieran recetas clandestinas, y si había algún extravío debía
de constar mediante oficio dirigido al Consejo la razón del extravío, pocas
veces visto, pero se da, lo que no despertaba sospechas de ninguna infracción
que mayor al reglamento médico. Para la empleada de controlar las
prescripciones. Le pareció muy raro, desde los últimos cinco años, ya no se
devolvía recetas en blanco, todas estaban cubiertas, con pacientes que sufrían
de cáncer, y sobre todo encontrar recetas con grandes cantidades, en un mismo
paciente. Situación que los había llevado reunirse en la sala privada de los
laboratorios.
Todos sabían que era usual entre ellos, mantener en su poder recetas
fiscalizadas por el Consejo de Salud Pública, tenían que justificarse las
prescripciones. Los médicos extendían recetas de manera deliberada. Allí la
incidencia del doctor Betaglio, que pedía doble consideración, por su
recomendada, la visitadora Natalia Vasconcelos, persona de su confianza,
gestionaba que le proporcionaran todas las recetas en blanco, firmadas y
selladas por ellos, y comprar en los laboratorios para distribución de farmacias
y surtir, de esa manera, el mercado negro de la Alfa PVP, siempre y cuando se
reportaran las copias de las recetas al Consejo de Salud Pública, a cambio de
ello, continuaría poniéndoles mayor cantidad de dinero por la venta de los
tratamientos para el cáncer y otros derivados. Era de suponer que los adelantos
de ciencia y tecnología, habían dado pasos agigantados, pues los malos hábitos
alimentarios, los efectos del sol, el estrés del empleo y el desempleo,
sentenciaban a los habitantes de Barsabás a padecer la proliferación del
cáncer, mal que los médicos lo trataban por medio de la Alfa PVP. Pero
estaban en aquella sala, esta vez reunidos con el propósito de darle solución a
las pesquisas que se rumoraban, por eso del manejo de los medicamentos
controlados y por la secreta modificación de la estructura molecular. El
primero en tomar la palabra fue el presidente del laboratorio Ferriquim. Una
parte de todo esto, costearía el viaje de Betaglio, con destino a Bayreuth,
Alemania, estaría en el festival anual de las óperas: “Los Anillos de los
Nibelungos y Parsifal”. Anhelaba Natalia, pudiera acompañarlo.
De repente, me presente en aquel lugar, había recibido una llamada de
parte de la Sociedad Médica, para estar en la reunión. Llegué minutos después.
Momento en que encontré al monseñor Roncalli, acompañado de su asistente,
el viejo de muchas relaciones sociales, a quien saludé con leve gesto, como me
lo enseñó mi madre, pero el religioso me ignoró, como algunos acostumbran
con los que no les simpatizan.
—¿Quién lo llamó a usted? —dijo el empleado de la seguridad.
—Apártese que tengo cita con el doctor Betaglio y Resinos. No me lo
impida, o saldrá despedido o lastimado —dije, mientras apartaba al vigilante
de mi camino.
—¡Qué sorpresa, señor Gamatto! ¿A qué se debe su visita? —recibió
Betaglio con ese acento de acelerar las cortesías y las apariencias, de lo que se
recibe en confianza y acomodo.
—Atendiendo la llamada que hicieron a mí despacho, ¿para qué soy
bueno?
—Pero, ¿no se habrá equivocado, señor?
—No, estoy seguro me dijeron por teléfono que me hiciera presente porque
querían plantearme un caso —de momento, todos se vieron unos a otros,
tomando la palabra el presidente.
—¿Alguno de los presentes, llamó al detective Gamatto Cabrone? —todos
guardaron silencio, nadie respondió.
—¡Qué raro es todo esto! Pero viéndolo bien, ¡gracias por venir detective
Gamatto! Agradecemos, esperaríamos compensarlo, vendría a darnos un
aliento —dijo el presidente Betaglio, luciendo impecable traje de médico y de
exitoso hombre de negocios.
—Alguien me dijo que mi presencia era fundamental para resolver uno de
mis casos, ¿y para qué estoy aquí? —pregunté. Hubo cierto silencio que bañó
a todos los presentes, de repente alguien aprovechó la oportunidad de
arrancarme auspiciante trato.
—No se preocupe, Gamatto, pero podemos conferenciar con mis socios, ¡si
nos da unos diez minutos afuera! Podríamos entrar en una conversación con
usted, si mis colegas aceptan —sugirió el presidente. Asentí en abandonar la
sala por breve lapsus de tiempo. Me sirvieron un café, y dispuse la mayor de
las atenciones. No me hicieron esperar más de cinco minutos.
De repente, una voz femenina me invitó pasar.
—¿De qué se trata? —preguntó el convocado, quien recordó que llevó a
proceso judicial a ciertos médicos por mala praxis, entre ellos al doctor
Carnelutti, había amputado la pierna de un paciente que no era la afectada.
Probé que el galeno, había hecho la cirugía bajos los efectos del alcohol. El
gremio de médicos gozaba de muchas consideraciones del sistema, debido a la
influencia que por años, ejercía en la comunidad, permanecía indiferente, ante
casos de mala praxis, que provocaba la legión de los másteres del bisturí.
—Yendo al grano ya que en el mundo de los negocios y en la bizarra
experiencia de la realidad, este siglo demanda el ahorro de palabras. Señor
detective, tenemos sospechas que usted nos está siguiendo las pistas, por
negocios mal interpretados.
—Pero si todo está en regla, nuestro país pese a sus defectos, es suficiente
libre para sus actividades comerciales, ¡adelante! —dije— ¡pueden producir lo
que la ley les permite!
—Exacto, nuestro giro empresarial, que por esfuerzo de todos, es por la
salud del país, pero tenemos temor que nos eche a tierra, queremos
prevenirnos, deseamos arreglar con usted.
—¡Hay gentuza que quisiera echarnos en tierra! Suenan fuertes los
rumores que estamos produciendo Alfa PVP y algo más, si todo esto llegara a
caer en una investigación, ayúdenme a pensar ¿qué pasaría con nosotros? —
dijo el ingeniero químico Elio Barrientos, graduado con honores en una
universidad de Paris. Después de escuchar aquellas palabras, todos pensaron
en el peor de los abismos: la posibilidad de que la comodidad y los privilegios
que estaban latentes, se alejaran de ellos, Se consideraban descendientes de
antiguas castas sociales.
—De resultar cierto lo que ustedes dicen, serían detenidos y llevados a
juicio, sin duda —respondí. En el fondo de la reunión, estaban los apoderados
legales de las grandes empresas productoras de fármacos, los abogados Beor,
Chaverri y Azcona, y cerca de éstos, entre las ropas sudadas por la presión del
momento, uno de ellos pidió la palabra. Se trataba del más viejo, de blancas
vestiduras, llevando negro estetoscopio.
—¡Detective! Estamos en elecciones de la Sociedad Médica, soy fuerte
candidato a ganar la presidencia, pero no podemos desarrollar el proceso con
las sospechas de que usted nos está echando la lupa, como dicen las
caricaturas que hacen de su persona, disculpe, nos vendría de lo mejor si
acepta de nosotros pequeño beneficio y se olvide este caso. Quedamos en paz
y sin problemas, ¿acepta usted echarnos la mano? —me dijo el doctor Roger
Resinos, quien mantenía cierta rivalidad con su colega Plinio Betaglio, que no
era para menos, era su mayor contendiente, puesto que el ganador estaría
dirigiendo los destinos de aquella clase privilegiada.
—¿Y cuánto están dispuesto a dar por el silencio? —pregunté, provocando
sólido suspiro en todos los presentes.
—¡Con cien mil dólares y no se hable más! —me contestó Betaglio. No
hice gesto alguno de aceptación por la cantidad. Me acorde de mi profesor de
filosofía que decía que cualquier general no resistiría a un cañonazo de diez
millones.
—Cien mil dólares, lo sacarían de aprietos, detective —añadió el
presidente de la organización médica. Pero, en mí no nacía el deseo de
corresponder a la cantidad propuesta.
—Que sean cien mil dólares…, o trescientos mil —añadió Resinos.
Hubo un pesado silencio. Y juro que nunca nadie me había hecho
semejante ofrecimiento en concepto de soborno.
—No rodeemos más, le daremos medio millón…—agregó Barrientos. Y el
principal sorprendido era yo. Percibí el fondo de todas las cosas. Ellos querían
escuchar una respuesta, y estaba dispuesto a hacérselas saber.
—No, acepto sobornos, si ustedes tienen problemas, ¡no se preocupen por
esta plática! Nada recordaré de lo sucedido, pensé que ustedes se habían
equivocado, de compareciente a la reunión, y creí que el Estado, trataba de
sacarlos de la venta de productos farmacéuticos, por ese mundo de las
competencias, como dice el aforismo quién es tu enemigo, el de tu mismo
oficio, pero no. ¡Me retiro! —sentí en mi corazón hacerle a los presentes un
breve gesto de cortesía. Me llevé la mano a la visera de mi sombrero, y me
retiré quedando atrás aquellos representantes de los famosos laboratorios y de
la Sociedad Médica, que no ocultaban sus recios presentimientos.
Comprendí que no les era de su completo agrado, como los policías y
abogados del mundo, pero yo sabía que me necesitaban.
—Por lo visto, las cosas no han mejorado, no sabemos lo que pueda pasar,
y ojalá que en esta Sociedad que he representado por varios periodos, la que
responsablemente llamamos la cripta, se debe ser cripta para sobrevivir, para
prosperar, ¡no estemos comenzando a sufrir los estragos de un Judas! —dijo
Betaglio, todos juntaron su ira contra de un traidor, hasta el momento, en
abstracto.
—¡Y hablando de Judas! Hay que llamar a Barbosín, el viejo de la
imprenta, temo que pueda complicar las cosas —dijo el doctor Resinos,
apartando el kafiyeth o círculo y paño rojo con blanco a cuadros, prenda
insignia de los islámicos.
Cuando se enteraron que no les di la respuesta esperada, Plinio Betaglio se
movió de su asiento, hizo un leve gesto, y entraron unos hombres armados con
fusiles recortados, cubriendo su rostro.
—Detective, promete no decir nada de lo que hemos tratado en esta
reunión…
Admito que se juntaron el ofrecimiento de cambiar mi vida y el temor de
morirme en fuego cruzado, en aquella sala de los médicos. Acepté no decir
nada a nadie. Me ordenaron que abandonara cuanto antes el lugar.
Y al retirarme de la reunión me llevaba en mi mente todas las expresiones
ambiciosas de los allí reunidos, y en especial me llamo mucho la atención que
en la mirada médico Betaglio, permanecía un leve haz de luz escarlata
extendiéndose en cada uno de los pliegues, mostrando la mayor rudeza de su
rostro.

CAPITULO 6

La habitación estaba oscura, me levanté del sofá, un desasosiego estaba


asfixiándome, no podía conciliar el sueño, el ajetreo investigativo, el anhelo de
volver con mi esposa y estar con mis hijos me motivaban estar en pie, no
podía dormir, tomé impulso, pasé por el refrigerador de soltero, y vacío grande
contenido de jugo de naranja que le vino como anillo al dedo. Pasé por su
librera de los mil libros, y saqué una obra del poeta Aquilón, orgullo del
Barsabás quien residía en la distancia, por razones personales. Hojeé el libro,
ya gastado, ya muy leído, pero deseaba leer, de aquel bardo, algo de su poesía.
Me acomodé en el sillón oso colmenero, y empecé en descorrer mis pupilas
sobre aquellas páginas.
“Pasiones”
“Ave inmensa, imagen de alas abiertas, pináculo, pilar de las almas/ es las
búsqueda, el sentido de la pasión…/ de lo que posiblemente ha sido y no es/
tintero, pizarra de la vida nos presenta/ el peligro, la amenaza o la salvación
del hombre/ el surco del ascenso, como buscando/ ingresarse en esas alturas
/entre la neblina, entre el frío y el calor /entre el orgullo y el miedo, restos de
las aves y lo efímero de las cenizas/ mientras matiza al espejo cuenta y avanza/
avanza, la imagen de la pasión que parece libre en su vuelo/ y que a medida
crece a los espejos priva y engalana/ a los espejos del alma, a los reflejos que
lían al ser, a la nada con esos mundos/ que tienen sombras, que tienen grandes
corazones/ y un sol de pasiones imparables...”.
Me llegó el recuerdo cierto atisbo de la “Teoría del Ser”. Y asocié la obra
del “Ser y La Nada”. Pero busqué entrar en el contenido de su apiladero de
papeles, llevaba buena cartera de clientes, unos nuevos y a otros les estaba
tratando sus investigaciones. Algunas personas pensaron que era un espiritista,
los alejaba de la oficina con la mirada dura que ponía cuando algo no me
agradaba. Mi secretaria Regina, mujer hermosa, de fresca alegría, con sus
compromisos matrimoniales al día, no le quitaba que alguien se atreviera a
mandarle una rosa roja o un lirio blanco y mañanero. Tenía especial trato con
mis clientes, era mi empresa a la que pertenecía con poco personal, la
secretaria y el viejo Bellotas. En mi cubículo, forrado de piel de oso del
África, revisé mis apuntes, y examinando documentos de algunos de mis
casos. Tras mí, estaban dos pinturas al óleo, siempre he amado la pintura,
guardaba dos cuadros de famosos detectives de Barsabás, ya fallecidos.
De momento y frente al vagón de pesquisas, apareció un vehículo color
vino. Llegaba una hermosa dama, de gafas oscuras, llevaba un bolso, y tacones
altos.
—Una señora de nombre Alexandra Betaglio, quiere que le tome su caso
—dijo mi secretaria, yo estaba tremendamente contrariado y no se sabía con
quién y porqué, pero seguro que se trataba de un plus de ocupaciones
detectivescas. Dispuse contestarle.
—No puedo, dile eso —contesté con aire de no haber estado a la altura de
mi reposo, no estaba con el mejor de los ánimos, y no sé si recibiría a lo que
más amo en el mundo, según lo pregonaba Regina.
—Gamatto, la señora insiste —dijo Regina.
—Entrégale una hoja de papel y que escriba su problema, le aviso
enseguida —dije.
Estaba consciente del compromiso que pesaba sobre mis hombros, por el
caso de mi cliente Luciano Negrero, y no era para menos, el consumo de droga
se había disparado por las nubes, resorteando su extensión; muchos jóvenes
estaban en las gruesas filas de las drogas. Eran del mundo de la oscuridad,
movidos al consumo de la famosa Alfa PVP droga que el entorno les
suministraba a como diera lugar, induciendo al vicio, como partiendo hacia un
irreversible destierro.
Estaba harto de las sugerencias y exigencias que me hacía el comisionado
Negrero, por el caso encomendado. El viejo de uniforme, necesitaba cerrar los
centros de ventas de drogas de la región. Un tal Astul y un travesti de alias
Nohemy’s, parecía estar detrás del mayor negocio de sustancias controladas,
no estaba de acuerdo con informar a sus superiores que, el problema fuera
imparable, sin embargo, las dificultades no parecían detenerse, la droga
engrosaba las ventas del mercado, corría en los centros educativos, deportivos,
y en bares y discotecas.
De repente, me sorprendió un cliente que no pidió permiso para ingresar a
mi despacho. Preparé mi arma de fuego, la tenía sólo de tomarla. En este tipo
de trabajo, nos ronda la muerte a cada momento.
—¡Llegué como usted llega a mi despacho, sin avisar! ¡Lo único que no he
venido tirando la puerta! —entre ellos había un recíproco respeto, aunque
Luciano consideraba irreverente al investigador. Así era su estilo, así daba
resultado en los casos encomendados.
—¡Gamatto, bien que lo encuentro! Tengo una pista del caso —me dijo el
comisionado.
—¿De acciones? ¿De qué se trata esta vez? —le pregunté.
—Se trata de que se ha desatado la mayor venta de drogas! No hay
explicación alguna, metemos a la cárcel a los traficantes, y luego están
apareciendo más sitios y más puntos de transacciones, Mencionan a varias
personas, pero nada de pistas en concreto, mencionan vagamente a un tal Astul
que vende drogas, ¡como si viviéramos en un país sin ley! —expuso el jefe
policial.
—¡Por supuesto, Negrero! ¿Y dónde podría pernoctar el sujeto? —
pregunté.
—Dicen que controla una red de distribuidores al menudeo, en las
terminales de autobuses, en centros escolares, y hasta han creado una
distribución a domicilio, écheles la lupa allí, ¡usted sabrá cómo dar con ellos!
—me dijo el comisionando, deseando contar con mi apoyo, para sacar al
sujeto del camino oscuro de las drogas, y llevarlo tras las rejas. Y desde luego,
ganar méritos con sus superiores. Al fin de cuentas, decimos en Barsabás que,
nadie se esfuerza por gusto, si a nadie escapa saber que en la vida todo tiene
un marcado interés.
—De acuerdo, verificaré las sospechas —le correspondí.
—Y le recuerdo que, en mis sospechas ha de haber ‘peces más gordos’ —
dijo el comisionado.
—No se preocupe, de ser cierto, ¡los pescaremos! —repuse. Terminamos la
plática, gesto y despedida hubo entre nosotros.
El comisionado salió hacia un acto festivo de la ciudad. Yo salí velozmente
de mi centro de investigaciones, al que llamaba como la gente le llamaba El
Avispón, mi secretaria estaba de malhumor, su marido la había golpeado antes
de salir al trabajo, no llegó a trabajar. Me enteré, porque el vagón estaba
cerrado y una larga fila de clientes esperaba afuera, obvio aterrados de
impaciencia.
—Gamatto, llegaré a trabajar, mi esposo me volvió a golpear —discúlpeme
—Snif, snif—era la voz de Regina, víctima de violencia intrafamiliar,
opacándole a ella el sentido de la bella aurora. El marido de la secretaria era
un perfecto paranoico, había vivía celándola con todo lo que tuviera
movimiento, había vuelto a ingerir los brebajes de Baco y sus consecuencias.
Por mi parte, atendí a mis clientes. Todo ellos eran mi motivo que justificaba
mi trabajo de investigador.
Desde luego que la ausencia de la empleada, marcaba mis avances
detectivescos, por su confidencialidad y diligencia de todos sus asuntos. Pensé
en que Leonardo Bellotas, viejo sindicalista contratado a raíz de los ruegos
que me hizo, en tanto me hacía continuas referencias de mi madre, Alicia
Barragán, podía hacerse cargo del Avispón. Reconocí que el viejo, no tenía los
mejores modales para ser un recepcionista, pero dispuse ubicarlo
provisionalmente.
Por lo pronto, tenía la urgencia de saber quién era ese tal Astul. Pensé en
buscar algunos jóvenes del instituto. La pista para mí, había sido como una
especie de eslabón de oro, para armar el rompecabezas de las endemoniadas
investigaciones. Daban golpes de campanadas en mi cabeza, las interrogantes:
¿Quiénes eran Javier, Astul, el Palestino, y el Macho Alfa? ¿Y cómo dar con
ellos?

CAPITULO 7

En la plaza de los hostales, al norte del museo central de la ciudad, espacio


que en un tiempo fue nuestro ayuntamiento, estaba límpido el piso que se
extendía a todo Barsabás, como reposado estanque de agua, que guarda su
pureza; atraía al sitio dos grandes espejos, que servía de ubicación, para los
que de lejos contemplaban la región de Barsabás, no era para menos, dos
potentes espejos con cincho de bronce, ovalados, no pasaban de 1.6 metros,
uno frente a otro se turnaban en verano, llevando a las alturas esa
concentración de rayos de sol, para no pasar desapercibido del resto del
mundo. Por su parte, el clima de la ciudad surgía el frio y a veces alteraba el
calor, por el susodicho cambio climático que retaba superar las ficciones de
todos los tiempos. Estaba en la ciudad a unas diez cuadras, frente al
cementerio general, este espacio pasó ser un plano de repercusión cultural, con
las representaciones teatrales de manera nocturna, llamando la atención de los
citadinos que, sabían de apariciones de mujeres y de hombres fallecidos, desde
hacía varios años. Pero llamaba la atención de todos que en algunos espejos de
las casas, se cruzaban destellos de sombras, como si extraños seres del más
allá, se agazapaban en esa misteriosa dimensión proyectándose en los espejos
de Barsabás. Por su parte el doctor Papini daba sus explicaciones, según la
ciencia.
—¡Me imaginé que un día lo tendría de paciente! —dijo el psiquiatra
Oliverio Papini, con su mirada, expresando alegría y cierta ironía.
—Tal vez no…, no me ha llegado el caso de todos los casos que me haga
perder la cordura.
—No diga nunca detective, la locura es de los temores del hombre, ¡no
piden permiso, al igual que el miedo a la muerte, a la cárcel y a la
homosexualidad!
—Bueno el día que me toque la locura, ¿para qué quisiera la vida? ¡Me
pegaría un tiro!
—Tome con calma las cosas, y sus temores, si acaso los tiene, terminarán
—aconsejó el médico. Lancé un vistazo a un sitio del escritorio de Papini,
estaban unas revistas y junto a ella dos tableros de ajedrez, color blanco y
negro, cuyas piezas permanecían desordenadas.
—Disculpe la indiscreción, ¿juega ajedrez regularmente?
—No detective, ¡solo experimento, con algunos de mis pacientes! El
ajedrez no deja de ser un instrumento para mediciones de capacidades —
respondió Papini, soltando de leve a más, su sentido del humor.
—¡Lo tendré en cuenta! Pero he venido a hacerle preguntas a un paciente
suyo.
—Tantos que, si no me dice su nombre, no podré ayudarlo detective.
—El profesor Silvano Vasconcelos esposo de Natalia, quien fue asesinado
hace unos meses —el médico solicitó a su secretaria el expediente del
educador.
—A ver déjeme checar, aquí tengo uno clasificado con C23—dijo—: ¡Si,
aquí está! Silvano Vasconcelos, terapia, delirios, fármacos, sospechas de
infidelidad. Tuvo tendencias al suicidio.
—Según veo, no se lo permitieron —dije. ¬¬
—No lo iba a ser, él tenía en sus planes, el suicidio, pero le faltaba el valor,
era remoto que lo consumara —dijo el terapeuta. —¿qué quiere saber de él,
detective?
—Quisiera saber, ¿si el profesor le comentó de alguna amenaza en su
contra? —pregunté.
—Detective, estimo que ya no me sirve el secreto profesional, con el
paciente Vasconcelos, le diré que Silvano, no me dijo nada sobre amenazas. Le
deprimía que su mujer le podía estar siendo infiel, ¡era su pesadilla, era su
muerte! —contestó el terapeuta.
—¿Logró en sus terapias que le diera el nombre de alguien doctor?
—Hace un tiempo se ahogaba de celos por el poeta Aquilón, su mujer no
paraba de leer sus libros de poemas.
—¿De alguien más? —insistí, no aparté la mirada en los ojos del terapeuta.
En la sala que les precedía, se escuchaban golpes, y palabras que susurraban
“orden, orden”. No pusieron mayor atención. Y se centraron aún más en la
conversación.
—¿Le decía, de alguien más? —dije.
—De su hermano Pio, lo celaba poco —recordó el médico, interesado en
que se diera con los responsables de la muerte de Silvano Vasconcelos, quien
fuera su paciente.
—Me gustaría que encontrara algún detalle del porqué, podríamos dar con
la causa donde se originó el asesinato del profesor, ¿recuerda algo específico
doctor?
—¡Antes que lo olvide! Silvano Vasconcelos había sido propuesto al
premio nacional de cultura, fui de los primeros en saberlo, tenía la suficiente
confianza conmigo —dijo el psiquiatra.
—¿Y qué de sospechoso tiene el premio de cultura, para decir que por eso
le hayan dado muerte al profesor? ¡Muchos escritores hay que no les pasa
nada! —pregunté, mientras Papini, tomó un ejemplar de un libro, lo abrió, y
dispuso mostrármelo.
—Su reciente libro, levantó críticas, y pudo haberse prestado a los
contrasentidos —dijo el médico.
—¿Qué importa eso?
—Decía que había que actualizar ciertos vocablos, y defender la palabra
dignidad; fue acérrimo propulsor de terminar con el antiguo método educativo
—añadió Papini.
—¿Tiene algo más, que aportarme? —pregunté.
—¡Déjeme ver aquí! Si, de su hermano el que trabaja en la policía, Pio, le
tenía crudo resentimiento, no dejaba de sospechar de él —contestó Papini.
—Por otra parte doctor Papini, le pregunto, ¿usted es amigo del
comisionado Negrero?
—¿A qué viene su pregunta? —preguntó el psiquiatra.
—Me pareció haberlo visto el otro día, cuando salía del despacho del
comisionado —acuñé.
—Atiendo asuntos de la profesión, el comisionado espera importante
operación, y no está muy preparado para enfrentarla, ¡y está más cuerdo que
un chimpancé de Estonia! —contestó Papini. La conversación fue
interrumpida por los gritos horripilantes que daba un paciente gritando “Soy
una tumba, soy una tumba”.
Fue imposible que no me impactara esta clase de las torcidas funciones
mentales, recordé que estaba en tierra de locos, desde luego que para el doctor
Papini, era su trabajo tratar con ese caprichoso rango de las excepcionalidades
o genialidades ocultas.
Tomé mis anotaciones de todo lo dicho por Papini, y me despedí de la
entrevista.
—¡Ah! ¡Querría decirle doctor! Que un día no muy lejano, podría decirle
lo mismo, según me dijo al momento de entrar, ¿se acuerda? Y yo le diré:
“También, imaginé que un día buscaría mis servicios, doctor Papini” —el
psiquiatra liberó abiertas carcajadas, se le iluminó la mirada, como
volviéndole a pedir disculpas.
Claro que el viejo, atendía a tontos y a locos, no la pasaba del todo bien. Al
momento de que yo saliera. Estenia me digirió breves palabras.
—Disculpe detective, ¿podría darme su dirección en internet?
—Desde luego, ¡llevo una tarjeta, toma! —contesté a la empleada, ésta
tenía la expresión, como queriendo consultarme algo, en aquella ocasión.
Mientras, en la sala de espera, los pacientes habían quedado en convulsión,
otro salió a la calle, buscando el tráfico, considerándose un adivino que sabía
quiénes estaban detrás del negocio de la droga, y que si no le hacían caso,
usaría su espejo misterioso, sobre un galeón romano. Amenazando con
proyectar a todos, y de manera definitiva, el rayo de la muerte.

CAPITULO 8

La ciudad de Barsabás había lucido una especie de piel de espejo múltiple,


cubrían los ventanales de la gran oficina, en la delegación policial. El reloj
estaba por marcar las 3 de la madrugada, en su escritorio yacía un hombre
cubriendo su servicio, con horas extras de las que no siempre se retribuyen en
dinero. Sin embargo, era su profesión y empleo, Luciano Negrero, no había
podido conciliar el sueño por el cansancio junto a la montaña de papeles que
rebasaban su escritorio. Y frente de este, la pintura “La Venus del Espejo”.
Miraba irrepetiblemente al entrar y salir de su despacho. Preparé un café
expreso, la cafeína había sido mi compañera desde la secundaria. Negrero
checó su radioteléfono de la institución, en la esquina su computadora le
arrojaba información momento a momento y en su cabeza, las múltiples
investigaciones que pendían de mi cargo, y como detective testarudo que me
consideraban.
Acompañé en el turno al comisionado Negrero, él sabía que tenía que
hacerse aquella dolorosa operación, no era para menos el riesgo de perder sus
genitales, radio de la actividad del ser, la pasión y la realización del hombre,
recordaba ciertos postulados de Freud, de Maslow y otros, y mayor afectación
cuando la historia de los habitantes había sido de entero masculinismo. No
reposaba su mente, haber tenido que decidir entre morir por el cáncer o vivir el
resto de sus años, sin sus órganos genitales, sería su fatal decepción. No le
resultó fácil pensar en su mujer, y también en ese sueño de años, Natalia,
ahora viuda de Vasconcelos, no le importaba, gustaba recordarla que no era
tímida, ni retraída; era la caprichosa visitadora que ahora tendría por clave
Tanga, sugerencia del viejo comisionado, para proteger su identidad en el
proceso, cuando rindiera declaraciones en contra de los médicos. Sus senos y
sus caderas, eran el sustancial misterio de mujer que podía prosternar de pies y
manos a todo hombre mortal.
Pero en pláticas conmigo se dirigía con suaves y expresivas palabras,
comprendí que era así, por el éxito que desea, por el caso de los médicos que
investigábamos. Su psiquiatra, Papini le proporcionaba toda la ayuda
profesional que le significaba la operación, Luciano Negrero era una bomba de
polvorín por su vieja guerra de emociones; las pasiones, y las ambiciones le
habrían cincelado pagodas de lobreguez, en su configuración espiritual, lo
lanzaban al piso por las sesiones que aplicaba su terapeuta, en su condición de
paciente, jadeaba como un perro con rabia, solía salir de la clínica lanzando
improperios, y jurando nunca regresar a las terapias, temía perder la cordura y
terminar sobre tumbas de cementerios, como le había sucedido a ciertos
funcionarios de la región. Papini, tenía un presentimiento que de un momento
a otro, le informaban de la locura de remate o del suicidio de aquel paciente.
Para mí, los dos tipos me parecían una bola de pendejos bien hechos. Notó
que en su aparato celular, estaba un breve texto procedente del director de la
policía, pensó contestar, pero la noche estaba muy avanzada, le llamaría al
amanecer.
De repente, sonó el radio transmisor, cercano al escritorio de la jefatura.
—Tango-Delta a Beta-Ron, cambio.
—Adelante Delta recibe Beta—Ron, cambio.
—Señor comisionado, disculpe la llamada a esta hora, le informo que
capturamos a unos forajidos cerca del Museo de las Máscaras —dijo el
subinspector Castillino.
—¿Cuál fue el resultado? —exigía el jefe policial —reporte sector
subinspector, cambio —sugirió el comisionado.
—¡En este momento! Los aprehendimos infraganti, decomisando varias
prendas de valor a uno de ellos, habían asaltado a una señora de nombre
Alexandra Betaglio, que se conducía a bordo de un taxi, y a otros se les
decomisó una bolsa negra, conteniendo cien pastillas de la Alfa PVP, tengo
cinco capturados, uno de ellos huyó, vestía atuendos femeninos —dijo el
subjefe.
—¿Huyó o la dejaron ir? ¿Me asombra, siempre usted y los suyos me
informan que varias mujeres se les han estado escapando? No entiendo. ¿Así,
que se les escapó o la dejaron escapar? —pregunté furioso, con mucho
asombro por el actual del subalterno. Dando vuelta de un sitio a otro en el
despacho.
Y estando en la mayor altura de la madrugada, en plena discusión cuando
el comisionado, me enteré que de reojo, divisó extraña imagen que atravesaba
el espejo sostenido, en la pared a su extremo derecho, robándole la atención.
Perdió todo el control de la conversación con aquel subalterno.
—No señor, quien vestía de mujer, corría tan rápido que unos elementos
policiales, le dieron seguimiento, pero fue imposible darle captura, momentos
después me dijeron uno de los capturados que se trataba de un hombre, un
travesti. Los sujetos serán puestos a la orden del Ministerio Público al
amanecer —informaba el subjefe.
—Me llama mucho la atención que siempre haya delincuentes que se les
escapa, bueno, haré investigaciones del caso —dijo Negrero.
—Solo informarle que olvidaba comunicarle que uno de los sujetos, de
apellido Cuadras, se le decomisó un espejo entre sus ropas, me parece que se
había introducido al Museo, porque tiene características precolombinas, señor.
—Protejan todo ese decomiso, no me vayan a salir con que se les perdió
por arte de magia —advirtió pesadamente el comisionado, en aquellas horas
de la madrugada. La terapia llegaba al inconsciente de Negrero, y cuando más
seguro estaba que podía pescar a Natalia, hacía grandes esfuerzos, por pensar
más en su trabajo y olvidarse de su temida operación, que llevaba dos
ocasiones postergándola, pero si sabía que tenía que someterse, le gustara o
no, asintiendo que la imagen que vio tan solo una vez podía ser una señal del
más allá, a fin de que tomara la inmediata decisión de su vida, estimó que sin
la cirugía, desaparecería toda posibilidad de mostrarse el hombre que siempre
había sido.
Tenía horario en su oficina, poco llegaba a su casa, su esposa lo esperaba y
sus hijos extrañaban los paseos familiares. Deseaba juntar a todos los
culpables y echarlos en la cárcel, le hacía bien sentirse satisfecho por el deber
cumplido, pero no podía evitar los estragos que le propinaba el fantasma de
someterse a la cirugía en manos del doctor Plinio Betaglio, su médico de
confianza, “Pero podría cambiar de médico, estaría más seguro”. Pensó para
sus adentros, contestándose en breve momento: “No, todos son de la misma
red, no tengo escapatoria”. Siguió pensando en lo fatal de hacerle frente a las
irreversibles consecuencias que, en más de cien ocasiones, había pensado
quitarse la vida y terminar con su sufrimiento.
Al comisionado Luciano Negrero le satisfizo recordar que había disfrutado
de las mieles del placer de pareja, él había sido el primero en la vida de su
mujer, como a muchos esposos nos han hecho creer, luego la llegada de sus
hijos, el placer que produce estar realizado como esposo y padre de familia.
Por lo que en cuanto a mi trabajo, Luciano Negrero llegó a saber de los
avances suministrados, por mi persona que Plinio Betaglio, y andaba de
amoríos, presuntamente con Natalia, la visitadora de los médicos, sabía que yo
su hombre de confianza, estaba por cerrar el caso de las drogas. La
confirmación de las pesquisas, producirían el consecuente ascenso al máximo
grado dentro de la policía. El viejo me contó que añadiríamos otro cargo al
doctor Plinio Betaglio, porque siendo su médico, quien le practicaría
operación en sus genitales, los miraba maliciosamente, como si supiera que
moría por la visitadora Vasconcelos.
Pero el negocio de las recetas y la rentabilidad que producían a nivel de
mafias de clínicas y hospitales, ponían en primer plano a la red de Natalia con
Plinio Betaglio. Sin embargo, Negrero, parecía que no había vuelto a pensar en
Natalia, comprendía que la relación sentimental, que al parecer tenía Betaglio
con la visitadora, le hizo sospechar que éste podía quedarse definitivamente
con él, podían meterlo en la cárcel.
No obstante, la sospecha mayor estaba de parte del comisionado, pensó
que si supiera del doctor Betaglio que Natalia lo traía en locura, pudo haberle
acelerado la operación que lo conduciría a extirparle sus genitales so pretexto
de del tratamiento culminante a su patología urinaria, cuando pudo tratarlo un
300 por ciento, para evitarle la terrible experiencia y salvarle su alter ego de
macho alfa. Estalló en Negrero el presentimiento que Plinio Betaglio lo había
intervenido, sin su entero consentimiento.
Se llevó las manos a la zona genital, buscó su falo y sus escrotos, tuvo
espantosa percepción.
—¡Nooo, no puede ser! ¿Qué has hecho hijo de putas? —era una de sus
expresiones recurrentes en su vocabulario, recordando lo de la operación. La
que se llevó a cabo, no había dudas. Su zona masculina resultaba ser un
tendido desierto, no pudieron salvarle los órganos masculinos.
El comisionado estaba seguro que el cirujano actuó con severa malicia al
retirarle sus escrotos, para apartarlo de una vez por todas de la mujer que
estaba amando, con el entresijo de los secretos; sus senos, sus caderas, su
arrolladora sonrisa. Y de resultar verdaderas presunciones, Luciano Negrero
estaba dispuesto en darle de trompadas, de estrellarlo contra el piso y
descargarle los 10 tiros de su arma de fuego, sin sus órganos masculinos,
estaba perdido completamente. Tuvo extraño sentimiento que podía ser un
engaño de su imaginación, se volvió a llevar las manos a su zona pélvica,
comenzó lentamente a deslizar sus manos, conteniendo la respiración, buscaba
su falo, no lo encontraba, lo encontró a un lado, y más abajo sus dos bolas
masculinas, fundiéndose en él un éxtasis profundo, cuando el reloj marcaba las
0300 horas de la madrugada. Quiso llamar al capellán Roncalli, que solía
permanecer en el sótano de la delegación, y que regularmente lo visitaba en su
despacho.
Pero no lo hizo. Hasta que Luciano Negrero despertó haciendo un breve
cerrado de ojos, como agradeciendo a alguna de las fuerzas flotantes. Brincó
en mí ser la entera curiosidad de llevar la atención en el amado tablero de
ajedrez. Y aún más, al mirar que algo extraño pasaba en el tablero, se frotó la
cara el comisionado, pero no, todo era verdad, algo misterioso le estaba
moviendo.
—¿Quién? —preguntó. Miró a su alrededor, no encontró respuesta que
disipara de manera lógica y razonable su reciente experiencia. Pensó que su
psiquiatra, podía estarle jugando alguna mala pasada, por eso de lo
paranormal. Lo confortó que las piezas de cristal, estaban quietas, tomó aire,
por unos segundos, con mayor agito comenzaron a moverse las piezas, pero no
en el reflejo de su espejo, saliéndose del juego y bajando al piso, se lanzaron a
su cuerpo como azote de un demonio burlesco, cayendo al piso sin romperse.
El horror le incitaba a correr.
Nadie le respondió. Tendría que enfrentar lo que fuera aquella extraña
experiencia. Se frotó los ojos, se sacudió la cabeza y se enteró que las piezas
estaban en el tablero. Suspiró hondamente, no había terminado de llenar de
aire sus pulmones, pero las piezas se movieron, dando saltitos, al caer a la
superficie del juego, todas las piezas, comenzaron a pronunciar palabras: “No
nos interesa su juego, déjenos ir”.
Me retiré del despacho del viejo comisionado, mantenía escalonados
problemas profesionales y también, particulares. No sé, si él sabía, pero más
me parecía, que estaba parado en un barril de pólvora que podía estallarle de
un momento a otro, atrayendo radiaciones que aún podían acabar con mi
prestigio profesional, pero yo estaba dispuesto a darlo todo, con tal de cerrar el
caso, descubriendo la verdad, a pesar de las consecuencias.

CAPITULO 9

La tarde no fue para mí la más confortante. El día había sido estresante, no


trataba de pasar por alto, el atentado que sufrió mi coche, cuando visitaba a
una de las instituciones relacionadas con la ocultación de información del
Estado. Sumado a todos mis compromisos, estaba saturado de sencillos y
complejos casos asignados a mi oficio de investigador privado. Y me dio risa
que a mi despacho me di el derecho de rechazar una propuesta de diligenciar
un caso de indagar la preferencia sexual del alcalde de la ciudad, no acepté,
pensé que la esposa de ese funcionario, de un momento a otro podría
descubrirle su lado femenino, si acaso fueras ciertas sus sospechas.
Por otra parte, me interrumpió un mensaje enviado por mi secretaria:
“Gamatto, alguien de su confianza le ha estado llamando a su teléfono, ruega
que le conteste”. Estalló en pecho cierta alegría desconocida, en medio de todo
lo que me estaba sucediendo, “Respóndele, que me llame a partir de este
momento”, escribí a la empleada. Más adelante, en el café frecuentado por
pedagogos, estudiantes de universidades, pintores, poetas y escritores; uno de
esos sitios donde el tiempo pasa y se dicen babosadas; lo tengo presente
porque para esos días recibí un paquete especial que me enviaba mi amigo el
profesor Bársenas, filósofo y catedrático de una universidad de España, se
trataba de que al romper el papel, y el forro de plástico observé que un libro de
M. Foucault y el otro de un tal Nohan Chomkys, luego, paseé la vista al pasillo
principal, pasaban unos jóvenes, se me acercó uno de ellos, el de grandes
gafas.
—Detective, ¿podría concedernos una entrevista? —preguntó el joven de
las gafas, con el impulso que da el sol de la superación en la frente. Y con
ellos el temor de que pudieran ser rechazados por mi estilo de investigador, del
que podía brotar la burla, la lisonja o el insulto.
—No, lo siento —espeté en seco, deseaba tener tiempo para mis estrategias
investigativas.
—Señor, somos estudiante de comunicaciones, del tercer caño, nos han
dejado hacer un reportaje relacionado con el caso de la droga, ¿qué piensa
usted de ello? —pensé que los estudiantes sabían algo de mis casos, los volví a
ver con cierta resolución.
—Disculpen, será otro día —dije.
Me levanté para salir por los pasillos del café central de la ciudad. Claro
que no estuvieron conforme con mis palabras. Caminé unas cuadras, miraba
hacia atrás, pensé que alguien me seguía, o que los estudiantes, me saldrían en
la próxima esquina, pensé que así comienzan, después tergiversan las
declaraciones, siempre me he cuidado de ellos, consideré que los estudiantes
de la época no eran como los de antaño, los del entonces que refiero, se
atrevían a lograr las cosas a como diera lugar.
En eso estaba cuando de entre mis contradicciones que, no era para menos,
sentí entre mis ropas, el movimiento de mi teléfono.
—Detective, llama Luciano, supe lo de su coche, ¿no pasó nada más
verdad? —dijo la voz.
—No sé, le agradezco su llamada, los tiempos son tan duros que, en
Barsabás cualquiera le pega un tiro a otro por un trago de cerveza, ¡la vida no
tiene precio, y en cualquier momento puede perderse —contesté.
—¡Cuídese, Gamatto usted es muy valioso, su trabajo es muy importante,
lo queremos vivo! Y me alegro que no pasó nada más, si necesita algún
vehículo tengo uno que lo pongo a su disposición —me dijo el jefe de policía.
Agradecí el apoyo con sinceridad.
Salí del café, en mi mente pivotaban las palabras: justicia y verdad, como
conceptos no tocados en profundidad por los académicos del entonces. Miré
que cerca del negocio de las pizzas, a unos metros distante del quiosco, una
pareja de casados, el esposo cargaba en brazos a un chico y la esposa, llevaba
en coche a niño, como un ángel que reposaba en una nube celeste. Me sentí
atacado por ese sentimiento tiznado de nostalgia, de soledad y de rutina.
Comprendí que el amor de los humanos, a veces lleva rosas y a veces arrastra
espinas.

CAPITULO 10

No me pregunten de como di con un diario personal de Luciano Negrero


que él contaba de cómo había fallecido en una emboscada, cosas extrañas del
viejo, repintaba las líneas en que detallaba que fue sorprendido por un fuego
cruzado, entre elementos policiales, con ladrones y regenteros de los bares de
Barsabás, entre la 23 avenida Independencia y la calle Los Perros, detrás de la
plaza de Los Hostales, cuando fungió de sargento de la unidad de patrimonio,
recordando que en sus momentos agónicos hizo juramento a un ángel negro
que se lo presentó en la orilla de su cama, sin que nadie lo pudiera mirar,
jurando que, si se lo permitía volver, regresaría a vengarse de todos los
mafiosos, pero tenía que lograr el mayor grado de la institución de seguridad
pública, el de director general de la policía, sumado a algún grado de
confianza, tenía con el viejo presidente y su joven esposa, de lo contrario,
tendría mayores consecuencias más allá de la muerte. Urgía del ascenso, por
efectos de su ser, de su alma, además de hacerle un significativo bien a
Barsabás.
Mientras Natalia recibía una llamada de alguien que no recordaba, haber
conversado, ella la mujer hermosa, la que muchos pretendían, los que
buscaban pretextos para agenciarse una plática, cualquiera de esas que se
hacen, cuando se pretende obtener los favores del sexo opuesto, y sobre todo,
cuando hay ambiciones cobijadas bajo ese criterio de a como diera lugar.
Según me contaba la visitadora, ella estaba dispuesta a todo, siempre y cuando
las condiciones le presentaran seguridad de su mejora personal y financiera.
—Sí, hace un tiempo hablamos, es decir, yo le llamé más de dos veces,
¿cómo recuerda, Natalia? —dijo la voz de aquel extraño hasta el momento.
Pero si, era la voz de alguien que su boca la mantenía pegada al teléfono.
—No, lo recuerdo —respondía en corto la mujer del encanto embrujador,
como si fuera la mayor de las tentaciones de todos los que la miraban.
—Le daré unas pistas, usted trabajo en Ferriquim y usted sabe que
producía sustancias fuera de ley y, que desde el interior de la policía, había un
tonto que le decía: ¡deje de producir esa maldita pastilla! Ahora, ¿si me
recuerda Natalia? —dijo más sugestivo aquel hombre, con tono de autoridad.
—Luciano Negrero, ¿es usted? —preguntó la mujer asustada al escuchar
en su cabeza lo del nombre que acababa de pronunciar.
—Precisamente, otra vez nos encontramos con usted, en un tiempo estuve
tras sus pasos por dos cosas. Una porque intuía que podía estar violando las
leyes al producir estimulantes masculinos, la otra porque en ese enredo, al
verla tan como es, su presencia misteriosa, pensé en concertarle una cita
personal. No se lo voy a negar, ¡me enamoré de usted! Después me enteré de
su estado civil, ¡estaba casada! ¿Recuerda? —dijo el comisionado, invadido
por la pregunta, excitándole con ese extraño síndrome de Respuesta Sensorial
Meridiana Autónoma, vicio de los tímidos, arma de los casanovas.
—Lo siento comisionado desconocía que usted me pretendía —dijo
Natalia, resintiendo que un hombre, entrado en años, pudiera mantener más
que un interés de ser testigo en una causa penal, que aún se investigaba, la
viudez reciente le abría nuevos horizontes, haciendo la mejor fortuna, como si
en viejas ánforas conservara sus más hondos instintos.
—Y le digo lo que siento y del peligro que corre, para bien o para mal, soy
su suerte, Natalia—dijo el hombre de uniforme policial.
—Le agradezco, pero le explico comisionado, mi mercancía consiste en
medicamentos que promociono a los médicos, ellos las recetan a sus pacientes,
todo está conforme a las leyes. ¡Vaya, me sorprenden sus palabras! —dijo
Natalia, mirando el reloj de pared de su casa.
—Tengo información que la miran con un tal Astul, el sujeto de barba,
¿escuchó bien el nombre verdad? Y que está cerca de un médico de mucha
influencia en el Barsabás. ¡Natalia, Natalia, usted sabe que siempre le
aparezco para advertirle problemas y evitarle funestas consecuencias! Vuelvo
a decir lo que hace un tiempo le dije: ¡Dedíquese a otra cosa! Si le puede
servir un capital que he acumulado, lo pongo a su total disposición, disculpe
mi ofrecimiento. Porque si encuentro las pruebas, haré de corazón duro con
usted, y no tendré más que encerrarla en la cárcel, ¿entendió, Natalia? —dijo
Negrero, acabando su plática despacio, parecía dar la impresión que estaba
sollozando al saber que le escuchaba al oído aquella mujer de tentador manjar.
A quien, en medio de sus funciones de policía, se había sacado la queja de su
corazón.
Natalia recordaba que en la cita que tuvo con el comisionado,
compartieron un vinito rojo, por esas cosas que se suscitaron en el pasado, y
jugaron una partida de ajedrez, ella recordaba que su contrincante salió con la
jugada C23, salida de alfil, la visitadora le ganó la partida. Luciano Negrero
aceptaba con resignación, sobrellevar ese Síndrome de Gasper, por ese amor al
juego de ajedrez, ella dominaba la jugada D26 y, la jugada de la reina, él
decidió no perseguirla por aquel caso, ni modo había perdido el juego, a él no
le importó su derrota, haber estado junto a ella, abonaba a su realización
personal.
Y aunque se guardaba unas repetidas palabras, para ella no dejaba de ser
un grito amordazado, un muro estrellado de silencios, trenzaban para él un
arroyo de suspiros y de probables pasiones esperadas. Ahora Natalia, tendría
que revisar su vida y encontrar la manera de hacer actividades que no le
pusieran en riesgo de perder la vida o perder la libertad. Ella comprendía que
estaba jugando con fuego, sin pensar que pudo haber llegado hasta ahí.
De repente, se enteró que se había cortado la comunicación de aquella
llamada, solo recordaba los últimos dígitos 1623. Según me relató la
visitadora, le sorprendió que frente de su casa, sonara el claxon por segunda
vez. Un vehículo de mejores condiciones parecía dirigirse a ella, llegaba por
ella, pensó que Negrero le había estado llamando desde la calle, apartó el
cortinaje blanco, tropezando sus ojos con el doctor Plinio Betaglio. A decir
verdad, Natalia me lanzó una mirada, como dándome a entender que odiaba al
viejo, pero ambos sabían que se necesitaban. Y que a mí, me podían estar
ocultando algo que se andaban entre manos, ¿por qué?

CAPITULO 11

El viejo Bellotas me hizo recordar a mi madre, Alicia Barragán, que murió


de cáncer uterino, hacía diez años. Anhelaba en profundidad que nunca supe
de mi padre, el servicio del extranjero, ignoraba el paradero de Andrea
Cabrone, poco conocía de él, solo supe que fue viejo tramoyista del circo
italiano. El embajador de Italia en el país, Pietro Giacomo, me enviaba algunas
pistas lejanas, no niego que me puse nostálgico, he considerado que el
desconocimiento de mi padre ocupa un espacio no menos importante para mí.
Sabía de él que era descendiente de unos cuidadores de cabras que
habitaron en las regiones de la Ciudad de Aosta, en Italia, región limítrofe con
Francia y Suiza. Finalmente me di cuenta que, siendo el jefe de tramoyistas
del circo, murió en Berona, a varios de kilómetros de Roma, cuando una fuerte
tormenta devanó a todo el circo, pero días precedentes a su muerte, logró
entregar un documento a la cancillería para que lo hicieran llegar al
ayuntamiento de Barsabás, que recibí posteriormente.
Ciudad de Aosta, a 23 de febrero de…
“¡Mi querido hijo, Gamatto! Perdóname que no he comunicado contigo
todos estos años, yo le prometí a tu madre volver un día, ella no me creyó y
con derecho y razón; te cuento, hijo que estoy porque el circo me indemnice,
por mis largos años de trabajo, dinero que me servirá pasar el resto de mis
días, ¡días que deseo pasarlos contigo, hijo mío! ¡Espérame hijo! Solo termino
esta gira por Berona, y luego tramitaré mi boleto saliendo de Italia, la que
regresaré para mostrarte donde me crie, con mis padres. No pasarán más de
tres meses para estar a tu lado, Gamatto, hazme saber si no tienes
inconveniente en recibirme, donde te encuentres, abrazos y beso”.
. Tu padre.
Andrea Cabrone
*
Después de lanzar, enraizado suspiro, observé mi cámara de video, en
cuyas imágenes aparecía el comisionado Luciano Negrero, estaba subiendo las
dieciséis gradas de mi oficina. Me encontraba en eso de contestar correos y de
dar órdenes a mi secretaria y al Bellotas. Me causó sorpresa la presencia del
hombre de la policía.
—¿A qué se debe la visita, comisionado? —pregunté.
—No se haga, ¿cómo es eso que usted tiene más trabajos y está aceptando
otros casos? ¿O cree que es poca la suma que me está cobrando, detective
Gamatto? Debe ponerle más interés a los casos que le he dado —dijo el
hombre de uniforme, dejando sentir el etílico aliento.
—No le entiendo, explíquese —exigí al visitante.
—Seré claro, tengo pistas que usted quiere evitar la vigencia de los testigos
‘criteriados’, ¿acaso quiere que se pierda la confianza en el sistema de
justicia?
—Sus pesquisas escapan a toda verdad. Un día, el abogado penalista más
grande de Barsabás, me consultó algo así, pero no me importa nada de esos
testigos, si fueran mentirosos deberán ir a la cárcel.
—Si es verdad lo que dice, Gamatto, me he arriesgado en no asignar los
casos delicados a mis investigadores de la policía, todo por asignárselos a
usted, por eso le pago y sobre todo, vengo a prevenirlo, ¡el sistema se alimenta
de condenas!
—Tampoco puedo creerme el cuento. Pero rompería con toda seriedad que
la autoridad que hace la ley, ¡termine siendo más criminal que los acusados!
Eso no es justicia, señor comisionado —el malhumor crecía en mis adentros;
en el rostro del comisionado, el insulto parecía brotarle, sabía que lo merecía,
pero se contenía.
—Ya que habla de justicia, ¿qué entiende usted por justicia, sino pudo
terminar sus estudios de universidad? —increpaba, sonrojándole el rostro de
Luciano Negrero. El ceño se me estiró hacia arriba, en muestra de asombro,
muy pocas dado a eso, por mi testarudez de investigador.
—Prefiero la definición clásica de la justicia, comisionado, me da mucho
gusto que se le dé a cada quien, lo que merece —respondí irónicamente.
—No, Gamatto, discúlpeme, me parece que mi detective ha perdido el
rumbo del siglo en que vive, ¡usted es un ignorante! —dijo el enfurecido el
comisionado.
—¿Qué es entonces?
—¡La justicia no existe! Lo que sí existe es justificación de presupuestos,
¡dinero, sistema, dinero y sistema! ¡Así funciona el aparato del Estado! —con
estilo melodramático, me enfocaba el comisionado. —¿Cómo qué no? ¡Si
existe! La nación ha defendido la teoría del “justo derecho”. Me extraña —
contesté.
—Al sistema no le importa esa mierda, ¡el sistema quiere de estadística,
presupuesto y más recursos. Si no, todo se nos viene encima, ¡entiéndalo muy
bien Gamatto!
—…—pensé en sacarle al comisionado mi filosa estrella ninja, metálica
con puntas envenenadas por mi serpiente cascabel. Pero había hecho
juramento conmigo mismo, que sólo la sacaría para matar, cuando estuviera
ante una agresión eminente.
—Piense bien lo que está investigando, no lo quiero ver asustado por un
testigo ‘criteriado’ ¡No lo aguantaría, Gamatto! Renuncie, por si acaso me
oculta la verdad, y no me vaya a salir con mis casos que, no tuvo resultados —
sentenciaba Negrero, mientras se desprendía de sus ojos, un atisbo oscuro,
como si en su mirada estaba rondando la maldad, escaldada de la sombra del
peligro.
—Sí, no quiero comisionado, ¿qué pasa? —pregunté volviéndole más
rebelde mirada.
—Si usted no quiere, recordarle que no solo me está trabajando a mí, sino
a todo un sistema que le tiene confianza, atrape a esas bandas de traficantes,
¡agradezca hombreee! Si falla, ¡el sistema va a acabar con usted detective! —
me dijo el comisionado, mostrando arrogancia y prepotencia, propio en los
que temen fatales desenlaces.
Todo lo acontecido me llevó a dar un salto de mi cama, se senté, el sueño
aquel me puso en qué pensar, el cuestionamiento que hice al jefe de policía,
me llevó a pensar en Negrero, que podía afectar significativamente mi trabajo.
Las llamadas por teléfonos, las visitas, el movimiento de un sitio a otro, las
explicaciones a mis clientes, y por último una reciente amenaza a muerte en
mi contra, me mantenían tensionado y de malhumor, no estaba para nadie,
pese a todo ello, revisaba el grueso expediente del caso de los médicos, que
por tener mayor complejidad meditaba sobre los retos que afrontaba un
detective privado, al hacerse cargo de casos insospechados, compromiso
asumido por mí, desde que me inicié en el mundo de las averiguaciones.
Examinaba todo y desconfiaba de todo y estaba dispuesto a todo.
—¿Puedo, pasar Gamatto? El abogado le dejó importante recado —dijo la
secretaria.
—Déjalo sobre el escritorio, y no me molestes más —dijo en corto, el jefe
no estaba de humor.
—No tengo tiempo —contesté sin mirarle a la cara, pensaba en el caso de
las drogas, mismo tiempo el recién compromiso con el comisionado al
encomendarme el caso del profesor Silvano Vasconcelos, esposo de Natalia.
La imagen de la visitadora Natalia, asomó por mi mente, brincando en mis
adentros, un raro deseo de buscarla.
—No, te dije, ¿qué no entiendes? —para la secretaria, su jefe había perdido
sus estribos, pero me comunicaría más tarde, cuando hubiera cambiado de mi
mal estado de ánimo.
—Déjeme pasar —dijo Leonardo Bellotas.
—No, Leonardo, dile a Regina que venga —dije.
—¡Si, señor! —dijo la secretaria, manifestando su presencia.
—Prepara un oficio dirigido al comisionado Negrero, reiterándole mi
solicitud del registro con allanamiento para el bar La Bravata de Cornelia, eso
es todo.
—Discúlpeme Gamatto, un recado de la señora Natalia, dijo que la llame
por teléfono —Regina cumplía con su trabajo.
No dejó de preocuparme que Regina contestara cierta llamada. No precisó
nombre alguno, pero parecía ser que hablaba con algún médico. En estos
trabajos como el mío, se tiene que desconfiar hasta de la misma sombra de
uno, pues no podía permitir que mi empleada, mantuviera conversaciones con
uno de los que yo estaba investigando.
En adelante, no me fiaría de Regina, podía haber sido influenciada por las
bondades de los médicos y me echara a perder toda la investigación lograda
hasta el momento, en eso estaba cuando se asomó Bellotas, sin pronunciar
palabras.
—¡Dije que no! —estalló la rabia en mí.
—Por favor —insistió aquel hombre. En eso tuve que sacar mi arma de
equipo y cuando Bellotas volvió a meter la cara, para rogarme que lo dejara
entrar, le apunté a su frente. Al mirar que Bellotas se retiró del lugar, bajé el
arma, poniéndola sobre el lado derecho de mi escritorio de cedro rojo. Luego
empecé a escuchar extraña música dentro del vagón, una canción que sin
exagerar, me paralizó al extremo. Alguien se volvió a asomar, sin importarle
mi desánimo.
—¿Me permite pasar? —preguntó el viejo Alfonso Bellotas, mostrando
únicamente su cabeza calva, y las arrugas en su frente.
Mientras la canción aumentaba por leve nivel de sonido. La canción era
“Recuerdos de la Alhambra”, la canción que agradó enormemente a mi madre.
—¿Puedo? —dijo Leonardo, sosteniéndose el aro de sus enormes gafas,
mientras latía en su corazón que el detective, podía dispararle, pero confiaba
en el poder de la música, era sabido que hasta las bestias y demonios ha
podido sacar del alma de los hombres. Le contemplé, como habiendo bajado
buena parte de mi guardia emocional. Las notas de aquella música me
cambiaron rotundamente, estaba paralizado, un hilo de lágrimas me borraba la
mirada, como propenso a surcar el desierto de mis mejillas.
—¡Gracias, detective! Claro está, “La música es el lenguaje de los
pueblos” ¡Quiero mostrarle esto! —dijo el viejo ordenanza.
—¿Qué es? —pregunté, mientras observaba con asombro la foto pincelada
por las alas del tiempo que posaba en la mano del ordenanza.
—¡Échele un vistazo, y verá que es! —dijo Bellotas, cundiéndome la
sorpresa.
—¿No la había visto verdad? —me preguntó el ordenanza, busqué en el
tono de la pregunta alguna diferencia entre la sinceridad y la picardía del viejo.
—¡No! Bellotas, ¡es mi madre! ¡Hermosa como las mejores rosas del
mundo! —correspondí. Acepté que en mis adentros se había agudizado un
juego de veletas hinchadas por el viento.
—¿Cómo la tienes? —con voz baja, hice la pregunta más sutil que había
hecho en los últimos años. La foto parecía que pulsaba gloriosa fuente de luz
que había pintado, tanta hermosura de mi madre.
—¡La tengo, por ahí, por ahí! ¡Esta foto, es cuando doña Alicia Barragán,
fue escogida entre todas las chicas de Barsabás, para que fuera la novia de los
poetas! Días después se supo del noviazgo con su padre Andrea Cabrone —
contestó sonriente el ordenanza, pidiendo permiso para retirarse.
Por mi parte, a mi edad transitada, aquella experiencia, de hombre
separado de mi esposa y de mis hijos, suspendí por completo de hacer revisión
de mis casos. Y fue por la impresión de la música y de aquella foto, que me
trajeron los recuerdos de mi recodada madre. Sentí que se me iluminó el
rostro, me invadió la nostalgia, como si bien pudieran rejuvenecerse el rocío o
el beso primero, esto me hizo que me siguiera un hilo potentado de tristeza.
De pronto, los empleados que estaban en sus cubículos, se miraron el uno
al otro, agradados del efecto que le habían propiciado a su jefe controversial, y
sucedió que del cubículo, se escuchó potente detonación de arma de fuego, y
ellos corrieron sin acuerdo previo, trocándose de hombros, y pensando que su
jefe había cometido la peor de las estupideces...

CAPITULO 12

En esos días apareció la noticia que un grupo de jóvenes habían sido


sorprendidos en una casa clandestina, inmiscuidas en el espinazo de
prostitución de personas que, no cumplían la mayoría de edad, lo que
significaba un grave delito contra la niñez. Y otros rezos de esas leyes suizas,
pero no para la idiosincrasia de Barsabás. En los televisores conectados a esas
horas de la tarde, presentaban las imágenes de un sujeto detenido que
respondía al nombre de Astul Salinas, los flash que pocas veces se hacían por
los periodistas perturbaban la vista del sujeto. Yo descansaba en la soledad de
mi casa, cerca del televisor estaba un florero con rosas secas que las dejó,
Anastasia, al lado de los cortinones blancos, una mesa de vidrio redonda
donde apilaban revistas y libros de poesía, novelas y algunas obras acerca de
filosofía. Cerca de todo este material de lectura, estaban copias de partituras
relacionada con la ópera. Al enterarme de la noticia de aquella captura, salté
de emoción sin perder la atención. Pensé que podría dar con Astul y resolver
mi caso, por una parte.
Mientras llegaba a la delegación central de Barsabás, sonó una leve nota
equivalente a un giro de la corchea, remontada en mi bemol. No me reportaba
en la guardia de prevención, y nadie lo llamaba la atención porque sabían
quién era, no llegaba por gusto al sitio, de haberme pedido mis documentos
solo les hubiera quedado viendo a la cara, pero sin detener mis pasos,
preguntándome ¿de dónde son ustedes? ¿Acaso no me conocen? O si le
hubieran cerrado el paso, no dudaría en sacar mi arma de fuego y amenazar
hasta la misma policía, con tal de salirme con la mía.
Pero no, nadie se atrevió a decirme ni media palabra. Caminé rumbo a las
bartolinas donde estaban los recién detenidos.
—¿De qué te acusa? Dilo sin vacilar —pregunté con rigor sin despegarle la
vista al sujeto.
—Chismes, señor, chismes —respondió el sujeto, lamentando su pesar,
como si llevara una tonelada de piedras bajo la lengua.
—Tengo pesquisas, que te hallaron con jóvenes a quienes corrompías,
todos menores de edad —insistí.
—Tengo mis razones para considerar mi inocencia, pero para seguir quiero
me asista mi abogado —solicitó Astul, en resistencia ante aquella vieja
estrategia de la policía.
—¡No Astul, no lo tendrás! Y con un poco de suerte, tendrías la vida para
insultarme, las veces que quieras, dime la verdad —con marcado acento
sugestivo, le dirigía mi mirada, iniciaba mi astucia para obtener favorables
resultados, como si manejara ciencias extrañas, como algunos pensaban de mí.
Pero no, son herramientas naturales del pensamiento lógico.
—...—no dijo nada el detenido, cuando lo interrogaba. Percibí la negativa
del interrogado, levanté mi puño y, pasándoselo, con precisión se lo estrellé en
el rostro del preso insolente.
—Basta ya, mi negocio —explosionó —¡mi negocio es legal! Hago trabajo
decente, señor —respondió Astul, sin ocultar su mirada pintada de lágrimas,
no esperaba la reacción por mi parte.
—Pero tus clientes consumen Alfa PVP y otras drogas, y tú lo permites,
¿no es así? —dije con espíritu de furia, como dispuesto a dispararle frente de
todos.
—Sí, ellos usan es su derecho de hacer con su vida lo que ellos quieran,
pero no tengo culpa de la moral ajena. No soy yo quien los provee de drogas,
se lo juro —contestó aquel hombre sudoroso y con temblor de boca, seguido
de cierto pigmento color carmín, por el golpe propinado por la pesada cacha
de mi pistola. Sujeté por el cuello a Astul, lo estreché contra la pared, en señal
de mayor presión con el propósito que no me estuviera tomando el pelo.
—No he venido a perder mí carísimo tiempo, y más puede valerte que me
digas la verdad, Astul. ¡Si no vendes las drogas! ¿Quién la está vendiendo?
Pero no abras la boca, sino tienes la respuesta —solicité con un aire de que,
tampoco soportaría que su interrogado guardara total silencio. Saqué el arma
de equipo, poniéndosela al sujeto justamente en la mandíbula, que trasudaba
las ansias de insultar y de darse de patadas conmigo.
—¡Si, si voy a hablar! —dijo extenuante el convicto, cuando inmenso frio
aumentaba en sus espaldas, el vacío del encierro le empañaba la holgura en
todo su ser, como suele suceder en esos lugares, donde se dobla el dolor y
brilla la tinta de la demencia.
—Adelante, ya no soporto —añadí, temiendo estar perdiendo mi tiempo,
que podía emplear en otras averiguaciones.
—Me ha confundido detective, con Astul Chacón, el vendedor drogas, yo
soy Astul Mendoza, el dueño de microbuses que transportan estudiantes —
clavé la pupila por breve tiempo.
—Continúa, ¿qué más sabes? He escuchado de unas jóvenes que visitan mi
negocio que un Astul, combina medicamentos con otras sustancias para perder
la conciencia. Que a muchos los ha metido en la perdición. Entre tanto, en la
esquina de aquella celda apestosa, al lado del privado de libertad estaba una
toalla de color morado, y junto a ésta, un libro con pasta gastada, que llamó mi
atención.
—¿Debo entender que estoy frente al Palestino?
—No señor, no soy el Palestino, el Corán es de venta libre al público —
guardé breve silencio. Y dispuse continuar con el interrogatorio.
—¿Y algo más que me pueda servir para mi trabajo?
—A mí me dicen el Ganso, por…—el sujeto respondió con cierta sorna.
—¿Por qué lo del alias?
—¡Por mi padre! Creó una exitosa granja exitosa, ¡y con la llegada de la
crisis quebró! Por eso lo del apodo. También sé de una joven, ignoro su
nombre, la Regata, menciona a su amante Astul, no recuerdo su alias, señor.
—¡Tu mujer, sin duda! —lo bromeé— No, señor, el otro Astul la indujo al
vicio, ya no podía tener relaciones íntimas, sino estaba bajo los efectos de la
droga —dijo el acusado.
—¿Estás seguro? ¿Dónde la encuentro? —pregunté, mirando a los ojos del
sujeto, que por su forma de mirar me consideraba un comprometido con la
arrogancia.
—Imposible, murió hace un año, pero si quiere saber más sáqueme de
aquí, denme un criterio de oportunidad, ¡no se arrepentirá, detective! —ofrecía
el sujeto.
—Lo siento Astul, me estás fastidiando, no has conseguido engañarme, te
acusaré por traficante de drogas.
—No, no tiene pruebas —dijo el privado de libertad seriamente al
investigador. Levanté la revista de humor negro que llevaba, y le di al sujeto
un fuerte golpe en la cara, no he soportado que me quieran tomar el pelo. Y
este sujeto no fue la excepción. Le puse mi arma fuego apuntado a su sien
izquierda, mientras le apretujaba su garganta, casi lo asfixiaba al detenido, en
sus ojos estaba el desorden de su compresión, temía morirse en aquellas
condiciones.
—No me presione más detective, le diré algo, escuche bien. Busque en la
Bravata de Cornelia, a un tal Silvio, joven tiznado bajo la bandera del arcoíris
del lugar, provóquele conversación para que le hable del Palestino, ¡y
pregúntele por Mixy, la difunta! Y de un tal Astul, éste frecuenta el centro
nocturno Los Curados de la Moral y La Bravata de Cornelia. Resuelto eso,
estará cerca del resolver el acertijo, pero denme el criterio de oportunidad, ¡le
daré más gente que no se imagina!
—Primero verificaré lo que me has dicho, después veremos lo del criterio
de oportunidad.
—Si quiere más información, póngame en la calle, si no, no voy a hablar,
sé de algunos que han sido burlado con los ´criterios´, señor.
—Me darás los datos ahora, o no tendrás oportunidad de libertad en tu
causa. La otra vez que levante mi brazo, me traerán droga o algún trapo con
sangre, un arma, ¿te parece? ¡Será la evidencia en el juicio! ¿De acuerdo? —
dije, pensando en que la comunidad sabía de esa antigua práctica, no superada
por el paso del tiempo.
—Búsquelo y dará con él, tiene preferencia por una de las chicas del bar.
Se aparece de repente —decía el sindicado.
—Le pregunto, detective, ¿podrá usted ayudarme a recuperar mi libertad?
—¡Depende! Si doy con el sujeto que dices, me olvidaré de esta visita, sino
pediré la pena máxima para ti. Y más te vale que dé con ese maldito, sino…—
dije rozándole la frente con el cañón de la pistola y percutiéndola en su cara,
provocándole un susto, Derechos Humanos, había impedido el ingreso de
munición, cuando se interrogaba a los detenidos en bartolinas.
Fingí levantar mis caprichosas líneas expresivas del tiempo por mi frente,
mostrando leve asombro. Prepararía una visita a los centros nocturnos,
mencionados por el privado de libertad. ¿Y si todo eso no fuera verdad, y si
todo se debiera a una trampa de Betaglio, para tener de qué acusarme?

CAPITULO 13

Tomé el saxofón en mis manos, hice sonar breves acordes, sobre todo los
primeros que me enseñó el padre de Anastasia. Intenté hacer unos acordes de
“Cosi Fan Tutte”. O “Comedia de las Infidelidades”. De Mozart. El viento
soplaba levemente, las calles fueron surcadas por la basurilla que se colaban
con las arenas y hojas a granel, como si fuera la enorme escoba sujetada por
una mano invisible. Frente mi despacho, en el escalón contiguo a la puerta del
vagón, había unas hojas de papel engrapadas, no eran originales, sino
fotocopias, pero referían cierta información de alguien a quien no interesaba,
en su primer momento. Una mujer que no pasaba de los treinta dejó esos
papeles contiguo a mi despacho, como para que yo diera con ellos. Mis libros
en soporte de papel, los libros de papel eran mi predilección, en primer lugar
era mi amor de rutina, en esos días leía a Martín Heidegger, a Soren
Kiarquegard, y a Edmund Husserl. He preferido los libros en papel, por su
textura, y la facilidad de hacer importantes marcaciones, y degustar de la
buena lectura, después de mi ajetreado trabajo, también leía las obras de
Aristóteles, por eso de la lógica, y de otros autores esta vez de ciencias
relacionadas, con los “Agujeros Negros y Pequeños Universos”. De Hacking y
“La Partícula de Dios”. De Max Lederman.
—¡Mire esto, Gamatto, lo encontré al llegar a la oficina! —dijo la
secretaria.
—¿Cómo lo encontró? —fue mi pregunta, esta vez, conciliaba mi rostro
con un fuerte dolor de estómago del día anterior.
—Alcancé a ver que una mujer, con vestido morado, los puso en la primera
grada del vagón, y creo que me vio, se retiró caminando hasta perderse, entre
los que transitaban por el parque.
—¿Qué aspectos tenía la mujer? —pregunté.
—Solo recuerdo que vestía como de esa ropa que usa el personal de las
clínicas, pelo negro, caminaba precisa —contestó la secretaria. No pregunté,
echando un vistazo a los papeles que no habían llegado por los efectos del
viento citadino, que azotaban la controversial ciudad de Barsabás. Llamó mi
atención mirar en el borde superior de aquellas copias, estaban nombres de
personas que yo conocía.
El doctor Carlos Plinio Betaglio, a un lado el comisionado Luciano
Negrero. Más abajo de la lectura de aquel documento, me di la tarea de
aventurarme, en descifrar algo de la desabrida letra del médico. Me armé de
mayor paciencia, tomé la lupa de fino cristal, con forma de cuadrícula que
llevaba desde meses, debido a que la lupa clásica que, me había acompañado
desde mis primeros casos, Anastasia, me la lanzó al piso en una de esas
acaloradas discusiones matrimoniales. Por la lectura de los documentos me
enteré que recientemente el viejo comisionado, Luciano Negrero, había
sufrido intervención quirúrgica, que consistió en la extirpación de sus órganos
genitales. En mi mente detectivesca, estalló la rareza, la que todo hombre
puede ser sometido, y terminar sus días en la mayor de todas las desgracias.
Lamenté la experiencia obtenida de aquel elemento policial, del cual le
agradecía la preferencia en buscarme para ciertos casos que ameritaban mis
pesquisas. Luego, me llamó mucho su atención, del porqué aquella extraña
mujer, había hecho llegar a mis manos esos papeles. ¿Serán verdaderos? ¿Qué
pretendía esa mujer al darme esos papeles?
No pasó más de quince minutos, cuando dispuse ordenar mi librera, y en la
esquina del módulo que da al pasamanos cercano de mi casa, vi una tarjetita
azul, con una chonga color rojo, y al abrirla tenía una inscripción con letra
manual. Te queremos mucho papá…Mis hijos Nicole y Luisito…, me
visitaron y no me encontraron en casa. Ese día se celebraba el día del padre en
mi comunidad. Me cambiaron todas las preocupaciones de mi trabajo, lamenté
que no estuvieran conmigo, sino con su madre.
Momentos después, pensé en el movimiento que la Junta de los médicos,
había comenzado sus trámites administrativos contra los profesionales de la
medicina. Los intimaron para que se presentaran a ejercer su derecho de
defensa, y para presentar pruebas de descargo. En la pizarra de las
notificaciones, la Junta estaba recibiendo a los médicos involucrados. Nadie
pensaría que el proceso administrativo les empezara a perder el sueño. Los
médicos tenían problemas paralelos, no llevaban expedientes de todos sus
tratantes. Y no controlaban los fármacos controlados con el compuesto Alfa
PVP. Como preparando su defensa de argumentar el descuido o la imprudencia
y sofocando las intenciones del negocio redondo, y evitar la fuerte acusación,
que pesaba en contra de aquellos discípulos que al parecer, habían traicionado
el juramento de Hipócrates.

CAPITULO 14

La cita con el ministro de seguridad fue para mí algo inesperado. No tenía


que ser yo, sino el director de la policía, el licenciado Bentos, hombre de alta
escuela. Por mi parte temía ciertas sospechas que entre el ministro y el director
no marchaban bien las cosas, de las que yo ignoraba. Me encuentro en la sala
de espera, el ambiente, mucho mejor que el mío, en la delegación de Barsabás.
Se abrió la puerta con cierto aire de cristal, su secretaria de gran porte, por
elegancia y presentación, acentuaba la mejor compañía para aquel ministro de
grandes responsabilidades, me invito pasar adelante.
—Gracias por venir señor comisionado —me dijo el ministro de vigorosa
personalidad.
—El honor es mío, señor ministro…respondí.
—Iré al grano por otros asuntos. Veamos, tengo satisfacción que está
trabajando bien, Barrios no lo quiere aceptar, que el mejor trabajo que hay en
Barsabás se debe a usted comisionado Negrero, él no lo acepta.
—Hago lo que está a mi alcance, señor ministro…
—Sé qué hace más cosas, pero me preocupa algo, y por eso lo hice venir.
Y es el punto que tengo pistas, que me han comunicado que en el interior de la
delegación de Barsabás, esta infiltrado gente del crimen organizado…
—No, no es posible, tengo el control del personal, en todos los niveles…
respondí ante aquellas palabras acusativas que me estaba poniendo en peligro
de mi cargo, entre otras derivaciones.
—No lo tome en serio, solo dije a manera de ciertas pistas. Verifíquelo,
averígüelo comisionado, si creo que todo marcha como creo, le tengo una
sorpresa, usted ocupara el cargo de director de la policía, será ascendido,
conozco que quiere el puesto, o no…
—Disculpe, señor ministro, aunque sí, tengo en mis planes llegar a ser
director, pero no he presentado solicitud, ni ningún trámite de ascenso a
director de la policía—a decir verdad, mi pasión estaba enfocada en mi
ascenso al próximo cargo.
—Me da gusto confirmar su aspiración de sus preferencias. Solo hago todo
esfuerzo en cerrar con éxito los casos relevantes, y tendrá los mayores puntos
a su favor, y le prometo hablar con el nuevo presidente, y ya ve, él decide
todos los puestos, ascenso, traslados y me entiende, el que manda no suplica
—con palabras muy acentuadas, que de seguir al pie de la letra, me hizo
mirarme en el sillón de la dirección nacional de la policía.
Pero terminó la plática con aquel funcionario, aquel burócrata como yo.
Sentí la víspera de mi ascenso, tan apetecido por mí, solo tenía que seguir
haciendo bien las cosas en mi ciudad. Uno de los casos era el cierre definitivo
del caso de los médicos y sus secuaces. Me quedé en silencio, me desplacé
hasta Barsabás, me transportaba Jerónimo el motorista, viejo conocido por su
seriedad, lealtad, certero en el disparo de la 9 mm, momento, en que llegaron a
mi mente unas palabras, de cuando Betaglio, buscó dar conmigo para
sobornarme, no soportaba la persecución del detective. En mis adentro lo
mandé al carajo. No lo mandé a proceso porque le di mi palabra por haber
tenido de decírmelo en mi cara.
Pero era de temer, era un profesional de la medicina de mucho respeto, sin
embargo yo lo necesitaba, por mi operación, si acaso llegaba a producirse.
Deseaba que no.
En el trayecto me ocúpese contestar llamadas perdidas, de mis dos
teléfonos más el radio operador, mis subalternos mantenían asediado por los
quehaceres que cambian de momento, momento en que tenía un mensaje de
texto del detective Gamatto Cabrone ”Sr. Comisionado, la Testigo fue
lesionada de bala. Peligra su vida.” Aquella corta lectura me cambio todo mi
pensar, temí lo peor que nos fuera a morir, y dejarme fuera de un buen
resultado, procedí a comunicarme con el investigador privado.
—Dígame, como sucedió la lesión, donde fue, como esta ella, Natalia…
recuerdo que me invadió un pensamiento de estar a la puerta de perder mi
mundo. No sé.
—No, se comisionado, pero está siendo entendida por el doctor Beor, creo
que es especialista en traumatología, así me informaron.
—Pero ese doctor Beor, ¿que no es uno de los procesados en el caso de las
Alfa PVP, Gamatto?
—Pronto, detective, diríjase donde ella, no dejen que ese doctor ponga
manos encima, quiten al médico, pongan otro, pueden liquidarla dejándole
morir. ¿Me entienden?
—Con todo gusto lo haría, pero le recuerdo, comisionado que soy detective
privado, mis actuaciones están bajos su límite y discreción al interior de la
policía…
—Ah, sí, es cierto, olvídelo, sólo manténganse cerca del hospital, mientras
llego…
Pensé marcar el número del inspector Baldetti, uno de mi confianza, haría
todo por cumplir la misión que siempre le encomiendo, le encomendé la
custodia, y los demás aspectos que pudieran rescatar a la testigo, protegerla.
Tomé aire para mis adentros, suspiré bajo sentido colérico que me estaba
invadiendo, me invadido al pensar en ella, una sábana de extrañeza y de
pérdida, mientras todo mi ser repetía constantes palabras Natalia, Natalia, no
te mueras…

CAPITULO 15

En mi sala de acomodo, estaba reinando mi fragancia personal, había


estado en la sala de bailes, recién inaugurada en la ciudad, por Marta, Rebeca
y Tolele, mis hermanos; disfruté un danza zingarina de la India con una
visitante, la doctora Lugo, bailó algo de Gardel, acompañada de una abogada
penalista, me sorprendió que en la sala, y cuando la atmósfera estaba a media
luz, había bailado conmigo, el doctor Carnelutti, y más adelante, otro hombre
me salió al encuentro, me llevaba a recoger el doctor Plinio Betaglio, me
marché a su casa. Y por el camino se me vino un extraño pensamiento que,
tenía que ver con el comisionado Negrero, que haría yo si él me retiraba el
criterio de oportunidad, sería el peor desastre, pararía en la cárcel, pero,
tendría en mano una carta... lo considero sospechoso de la muerte de mi
esposo, por ese acercamiento hacia mí, fingía pesar pero guardaba una alegría
encubierta, y haber llegado pronto a la velación, pero veré qué sucede de aquí
hasta el juicio.
Momento que no habían transcurrido treinta minutos de haber llegado a
mis aposentos, cuando sonó el timbre varias veces. Me sorprendió que alguien
llamaba a la puerta. Levanté levemente el ropón de la cortina del ventanal sur
de mi casa, y teniendo toda visibilidad, tuve el mayor asombro y antes de abrir
la puerta, pasé por el tocador, me pasé la mano por el pelo y me di una mirada
al espejo, mirándome el límite indiscreto de mi prenda íntima, que había
llevado durante el día.
Me puse en qué pensar. No era para menos, un hombre había estacionado
un coche gris, esperaba a la puerta, y vestía chaqueta verde olivo, algunos lo
concebían como el emblemático detective de la ciudad, por su rigor y sus
pliegues de seguridad, en su expresión, su contundencia en atrapar
delincuentes.
—Disculpe, licenciada Natalia Vasconcelos, soy Gamatto Cabrone,
detective —espetó mostrando su vieja credencial del oficio de pesquisas.
Aspiró levemente el aroma de mi casa.
—Sí, ¿en qué puedo ayudarlo? —le respondí, temiendo que el sujeto
resultare ser un asaltante, por la fuerte suma de dinero del próspero negocio
personal. Me quedé paralizada, asentí detenerme y descartar el robo.
—¿De qué se trata investigador? —momento que halaba, asomaban sticker
y viñetas de medicamentos, unos billetes de cien dólares, sin ocultar su
desconfianza. Permanecía alerta y pensativa, se mostraba segura y sonriente.
—¡Gamatto Cabrone! Es mi nombre, señora —dije— el momento no sería
suficiente, para entrar en detalles, solo quiero hacerle una advertencia —
Natalia, pensó el momento de cuando su esposo le amenazó con contratar a un
detective, para que indagara sobre su presunta infidelidad. No le sorprendió,
era del criterio que todo hombre, por duro que fuera, tenía una debilidad
escondida.
—Tengo pistas que usted está negociando con personas que podrían ser
detenidas en las próximas horas —dije a la mujer, observándole el fresco y
natural rostro. La visitadora parecía comprender lo que estaba diciéndole,
estallando en su interior grande preocupación. Buscó fuerzas para dar la mejor
respuesta.
Por mi parte, admito que fue imposible, no ser inmune a ese Síndrome de
la Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma, tendría que hacerme cuentas que
Natalia, no me atraía como mujer, sino el de una persona que llegaba a
prevenirla de mis sospechas, agradecí que la mujer no rechazara su
conversación inicial.
—No sé de qué me habla. Usted se ha equivocado de persona, yo hago mi
trabajo en legal forma. ¡Lo siento déjeme marcharme! —dije, lo bastante
amedrentada.
—Le advierto que se aleje de los médicos, ¡la tengo bajo control! Tengo
pesquisas que usted fue suspendida de su carrera de química y farmacia, por
producir sustancias prohibidas, y que por eso ha cambio su trabajo al de
visitadora médica. He venido a prevenirla, desista de lo que hace, sería
desastroso para usted —me dijo, acercándome a la puerta del vehículo, que
mantenía abajo los vidrios. Las palabras me produjeron un bosquejo de
inexpresión en mi rostro, busqué la forma de salir de ella situación.
—¡No, detective! Las ventas tienen el respaldo del Consejo de Salud.
¡Todo está en regla! —con las llaves en la mano, encendí el vehículo, intenté
dejarlo con la palabra en la boca.
—El señor Barbosín, dijo conocerla, licenciada Natalia, ¿y no sé si sabe de
él, que ha sido falsificador de letras de cambio, hipotecas y testamentos? —
repuse.
—¿Qué sucede con conocerle? —le pregunté, viéndole firmemente a los
ojos.
—¡Barbosín, el de la imprenta, sabe de recetas y algo más! —terminó, hice
gestos de no importarme lo que acababa de escuchar, y acelerando a fondo me
alejé de su presencia, cierto pulso me decía que ella, por alguna manera de
actuar, podía despertar en el detective, expectativas de manipularme, pero no
estaba dispuesta a permitírselo.

CAPITULO 16

Este sótano ha sido cierto refugio para mí Llega quien llegue no importa,
todo pasa desapercibido, en este mundo que me ha tocado vivir, pocas veces se
tiene tiempo para salir a distraerse, el asunto en si, el dinero sus posibles
formas de movimiento. En este tramo de mi quehacer, me he dado cuenta que
en mi casa, y en uno de mis negocios, La Sultana, está por realizarse unos
allanamientos, buscarán pertrechos o parafernalias. Un fuerte dispositivo de la
Policía Especializada hacía de lo suyo. Pero no encontrarán nada que pueda
vincularme con ninguna de sus sospechas, a menos que tengan preparado de
antemano a un testigo con identidad reservada.
Tiempo después, que por momento no puedo precisarlo, los municipales
tomaron el control, y no se terminó de realizar la diligencia en mi casa, cosa
más rara. Una llamada les había interrumpido la labor.
—Te llama el Palestino, quiero que vayas a mi casa, me reportan un
allanamiento, diles que se equivocaron de casa.
—¿Y los documentos de casa?
—Habla con mi abogado, si lo conocen por el licenciado Pachaca, él tiene
los papeles de la casa, no tardes.
—¿Le sirvo limonada, señor?
—No, mejor un café cargado, luego unos bocadillos de queso, por favor —
dije al camarero.
Mis asuntos, no han ido del todo bien, pero siempre ha habido gente que ha
pensado mal de mis procedimientos. En esto pensaba cuando de repente llegó
un sujeto, con cara de asombro, llevaba arma al cinto, más no me asusté, era
uno de los míos.
—Todo listo, saldremos luego de aquí.
Era el viejo médico, que tenía compromisos con la justicia. No estaba
dispuesto a ir a la cárcel. Desde luego, que nadie quiere tener esta forma de
residencia. La libertad puede perderse, por diferentes maneras del entorno
social que a rodea a todos los mortales.
—Le aconsejo que se tranquilice, los días contados ya tienen su estilo,
nosotros nos vamos a quedar aquí.
—Temo me confundan con lo que dicen de nosotros.
—No se preocupe que todo lo que está pasando en Barsabás es una cortina
de humo, sabe de la corrupción de los gobiernos, vamos doctor —dije al viejo
doctor, cara de palo.
Escasamente visito centros nocturnos. No en los burdeles no hay nada
relevante, yo me dedico al negocio de los aeropuertos, doctor. Los burdeles, un
atojo de negocios de poca monta.
—Pero a usted lo mencionan con el trasiego de armas.
—Nada es verdad, todo es un cortinaje del ministro de la defensa, por
ocultar sus asuntos personales.
—El detective Gamatto anda tras sus pasos, no lo dude, lo atrapará.
—Pudiera ser el único, pero sabe que soy gallo jugado, no sabe a qué le
está apostando, el comisionado lo tiene sometido, y le hará cantar el son que, a
él le agrade, luego se deshará de él. Anote el día que se lo digo, doctor.
Algunos me confundían con el detective Gamatto, y para nada, yo uso
barba a menudo, soy un poco más alto, y quizás algunas facciones de mi nariz
y flancos de mi frente, tengan alguna similitud, es todo. Bueno que, si me
tocara la muerte, ojalá me confundan y den con él, me dejen vivir haciendo
mis negocios que cada día los tengo, más complicado por las intromisiones de
ese detective, debe haber alguien que tenga las testosteronas en su lugar,
pararlo a como dé lugar…

CAPITULO 17

Mantenía en el patio de mi casa, un poste de madera, muy salpicado por el


lanzamiento de las estrellas ninjas que he manejado hábilmente. Y con el
ejercicio, al fondo se escuchaba la programación de Radio de Siempre; sonaba
una pieza musical “El Carnaval de los Animales”. En esos días, anunciaban un
concurso de saxofón clásico, como les he advertido, ha sido un instrumento
anhelado desde mi juventud, que por mi trabajo no pude consagrarme, y
debutar en los prestigiosos escenarios de Barsabás. Sería para después, no
obstante, esta mañana centré mi atención en mi mascota, en el siseo de la
lengua, una de mis mascotas, la serpiente cascabel cabeza de diamante, en ese
preciso momento, como sintiendo celos bajaba del aire mi otra mascota, el
halcón de mirada imponente y de asertivo poder de sus garras sobre sus presas.
Al finalizar la sesión de su adiestramiento, salí rumbo a la sastrería de don
Manuel, viejo pensionado de las antiguas telecomunicaciones estatales;
recuerdo que llevaba puesta una chaqueta color musgo, propio de tierras
neoyorkinas.
De repente, un pensamiento denso estremeció mi ser, aflorando el retumbo
del abierto silencio, comprendí hondamente que me sentía solo, me hacían
falta mi esposa y mis hijos, temía que se hubiera vuelto en mi contra el frío
puñal del olvido.
No dejé que el pánico se apoderara de mí. Resolví salir a trabajar, mis
investigaciones eran mi distractor de mis penas y de mis tristezas. Por la noche
llegué a Los Curados de la Moral. Escuché las vocinglerías, las risotadas y el
vibrar de los cuerpos hechizados por esa misteriosa batuta de Baco. Probando
cerveza, compraban favores a las mujeres del arte-trabajo-profesión,
ocupación que era vista como el osario más antiguo de la humanidad. En el
sitio, todos aguardaban que sus pupilas fueran iluminadas por las atrevidas
presentaciones de las mujeres, allí concentradas, ellas tenían un instructor
Silvio, el joven del centro nocturno, que alardeaba ser muy cercano a la mujer
del viejo presidente del país. Sin duda que en este lugar todo era alegría, como
si una porción de la humanidad hubiera proscrito la tristeza. Haciendo uso de
mi acuciosidad me acerque a una de las que peregrinaba el lugar, una que
parecía no estar solicitada.
—Hola, hola, ¿qué tal? —dijo la mujer del antiguo oficio, usaba notorio
maquillaje, y aretes de diferentes colores, tenía ojos verdes claros, como si
fueran el de un gato turco.
—¡Hola! ¿La pasas bien? —pregunté a la mujer de rostro maquillado.
—Sí, empiezo —contestó la joven del probado oficio del pago por placer.
—Disculpa, ¿te echó de casa tu mujer o te abandonó tu amante? —no le
contesté. —¿Si no me invitas pensaré que no viniste a divertirte, sino que
buscas el confesatorio?
—Las dos cosas. Escucha, te diré la verdad. Busco a un tal Astul, que me
han informado que frecuenta este sitio, ¿lo conoces?
—¿Astul, el travesti? —preguntó la Regata, sin ocultar su asombro.
—No sé, con tantos que lo parecen lo hoy día —sonreía después de
pronunciar esas palabras.
—Algo así relacionado con los negocios favorables, del negocio de las
drogas —agregué, sacándome el grueso puro de mi chaqueta.
Tuve el fuerte impulso de darle fuego a la punta, pero me abstuve, sabía
que después de fumar le seguirían los tragos y sobre todo, si había mujeres
próximas a mí. Me conformó el olor que producía cierto sabor las envolturas
de tabaco.
—¿Consumes algo? —pregunté con el presentimiento de haber encontrado
cierta dosis de confianza, en aquella artista del negocio de las luces y las
sombras.
—No, espera —dijo con voz espontánea la mujer.
—¿Eres policía o algún santo destronado o qué? —preguntó la mujer.
—En verdad soy Gamatto, investigador privado, estoy buscando a un tal
Astul, me dijeron que frecuenta este lugar, ¿lo has visto? —a la mujer le
cambió el semblante, un camarero de esos señoritos que se refugiaban en tales
negocios, sirvió dos cervezas con cubos de hielo, con algo de sal y unas gotas
de limón. No supe quién ordenó ese servicio a la mesa.
Pero todo se debía a la pericia de aquella mujer, de quien pensaba que, ella
era capaz de desatar una tormenta, con solo mover la vellosidad de sus
párpados, llevándome a recordar de cuando, tuve los primeros de ataques de la
lujuria.
—Sí, sé de uno que por desgracia —suspiró la mujer, con marcado
desagrado.
—¿Qué sucedió, dime? —solicité lleno de atención sobre la mujer.
—¡Perdió a una de mis hermanas en el maldito negocio, a Mixy, detective!
—dijo la mujer cambiando el semblante, y delataba su ser, la vivaz tonalidad
de sus palabras.
—¿Cómo? —pregunté.
—Mi hermana estudió cosmetología, la pretendió en primer lugar un
médico importante, según decía, luego estuvo en un dilema, la pretendía el
señor de la imprenta Barbosín, pero Astul la sedujo con dinero y más dinero,
le ofreció las lunas y los mundos y terminó sus días, entregando su alma a la
legión de las drogas.
—¡Maldición, Astul hijo de p.! —exclamó la mujer del negocio nocturno,
mientras encendía un cigarrillo, y queriendo reunir la información que sabía
del sujeto.
—¿Dónde puedo encontrarlo? —pregunté, con mayor interés para
potenciar mis pesquisas.
—Me he dado cuenta que lo miran con personas cercanas a los médicos,
una de esas ejecutivas rimbombantes, por cierto, es una mujer conduce un
carro color vino.
—Gracias, te pagaré la cuenta.
—No, detective, no, esta vez yo pago, no te preocupes, soy puta pero no
me aprovecho de los clientes. ¡Mucha suerte! —repuso la mujer, retirándose
de la mesa, en busca de más clientes que acababan de llegar al ruedo de los
extravíos. Se preparaba para mostrar su espectáculo en la barra niquelada al
compás de la música, “What´sUp”. Por sus atrevidos movimientos
contorsivos, callando las bocas y mostrando el morbo, en la expresión del
rostro de los visitantes, provocándoles doblado abanico de bajas pasiones.
Este lugar estaba la Regata, era la próxima en lidiar en la barra. Estaba por
salir, le quedaban pocos segundos. De repente, un hombre le tomó por el
hombro dándole un leve jirón.
—Disculpa Regata, ¿qué buscaba el tipo de la chaqueta, el que hablaba
contigo? —dijo un extraño poniendo su mano sobre el hombro de aquella
mujer de confidencias.
—¡Ah! ¡El que salió!
—¿Si, lo conoces? —insistía, la voz, sin ocultar del todo, algunos signos
de importancia, como el de ser descubierto. La mujer no parecía decirle nada.
Pero el hombre le puso un billete de cien bajo el hilo mínimamente
observable, por lo transparente y la ocasión.
—No lo conozco, buscaba a un tal Astul, ¡el vendedor de drogas, drogas!
—contestó la mujer, que pregonaba, con su cuerpo el vicio milenario.
—¿Le dijiste algo más? —preguntó el sujeto, con cierta preocupación.
—No, ¡le di falsa información! —la respuesta agradó al desconocido,
arrebatándole la factura, para pagarle la cuenta, de lo consumido por ella.
Momento cadencioso, y sublime que se dio cita para que se escuchara una
leve nota musical, algo así como la correspondiente al mi bemol, luego siguió
el jolgorio del lugar, abriéndose soberbio el templo para el desenfreno y dando
espacio, para la más desembocadura del libertinaje.

CAPITULO 18

La habitación estaba exquisitamente preparada para la ocasión de la


intimidad, desde luego. Llegué antes a dejar un fresco ramos de flores, lo que
no deja de ser propio de personas de mi edad, amamos, incluyendo esos
detalles de notas, canciones y flores rojas. Por fin en el cuarto del hotel me
hacía acompañar de un esperado logro personal, una conquista de viejo zorro,
pues no era para menos, estaba conmigo la mujer de mis anhelos masculinos,
tan espléndida y muy perfumada para la singular ocasión, del que yo agradecía
su aceptación de salir conmigo, esta primera vez, y estar así como la estoy
viendo ahora, en el cuarto de hotel que como hombre de secretos, nunca nadie
sabe dónde queda, ni el mismo Gamatto podía saberlo.
Aunque estaba de acuerdo en consentir, que quizá Natalia no me amaba de
verdad, pues yo había promovido el criterio de identidad reservada a su favor,
para que no pisara la cárcel en el caso de los médicos vendedores de droga, y
dependía de mi mantener o no esa salida alterna del proceso penal.
Pero estaba en la habitación, las sabanas limpias, y el olor color rojo de las
velas aromáticas que sabía a vainilla propiciaban el encuentro y junto a la
mesa de la noche una botella del vino tinto, acompañada de dos copas borgoña
de cristal liso.
—El tiempo es nuestro Natalia —le dije.
—Sí, me consté la hermosa mujer de mis sueños.
De repente las ropas nuestras fueron tomando precisión de holas
primigenias al saberse libres por el viento. Esta vez yo estaba de licencia,
llevaba conmigo mi ropa de civil, el uniforme me pesaba por mis años de
trabajo, claro que siempre portaba mi arma de equipo y mis tres cargadores,
con munición por eso de las sorpresas, menos para este momento, que todo lo
tenía bajo control.
—Momento, comisionado, voy al baño, vuelvo enseguida—me dijo
Natalia, con esos inusitados cambios que no dejan de manifestarse en las
relaciones a la hora de los encuentros corporales.
Me encontraba desnudo, sema cubierto por la sabana de hotel. Pero volvió
no estuvo más de tres minutos que parecían treinta y tres.
—Solo apoyo mi teléfono, ¡y soy suya, comisionado!—sacudió uno de sus
zapatos que se deslizaba al talón. Y de ahí lo demás, fue quedándose sin sus
ropas, despertando en mí ser la peor catarata de las lujurias. El placer estaba a
la puerta. Pero no sé si el destino es tan cruel en que a veces se presentan
momentos de dureza, y de amargura o de desdicha, porque sentía enorme
placer y deseo, pero a la hora de tomar mi órgano viril, no estaba en su sitio,
sino el testimonio claro de la herida de la cirugía que me practicó mi médico
cirujano, hacía un tiempo. Fue impactante para mí, y para Natalia, ante el
asombro de no ver mi órgano de hombre, y con más asombro me preguntó
“¿Qué pasa?”. Una interrogante de dureza percibió mi alma, configurándose
en una bofetada, como si fuera una enorme pala mecánica, que me hizo sentir
el golpe hasta las fibras de mis huesos, sangrado totalmente de vergüenza.
—¿Qué sucede? —esta pregunta me terminó de hundir. No dudé en pensar
que lo mejor de todo sería darme un tiro en la cabeza, y que me recogieran en
la bañera, siendo la noticia de los medios de comunicación.
Momento, que un sonido estridente de un cafre del volante, me hizo el
favor de despertarme de aquella negra pesadilla. Me sentí invadido por la total
curiosidad que temía no tener mis órganos en su puesto, pero fue mayor la
verdad, al encontrarlos ahí. La operación que me sugirió el médico, que no de
no funcionar los médicos, no tendría más remedio que ponerle manos al bisturí
y retirar mis órganos de mi cuerpo…

CAPITULO 19

La noche anterior fue de mucha alegría, no era para menos el ajetreo que
llevaba de la semana, pero fue reforzado por el sentido de ser individuo de la
especie humana. Soñó libremente que había vuelto a tener una pareja, un
hogar, y embarazada a su mujer, pero con su pretendida, la miraba correr a sus
brazos y la recibía, con lo cómodo que producen los brazos y el pecho, cuando
se ama de verdad; ella mirándole su camisa blanca, dejándole el carmín en su
pecho y grato perfume de las esencias femeninas que se clavan en el alma.
Sin duda, era un buen día, algo de lluvia cayó en Barsabás, dejando ese
singular olor a tierra mojada.
—¿Qué desea? —le preguntó mi secretaria a la religiosa. La empleada se
me acercó a mi despacho.
—Soy una monja, protegida de monseñor Roncalli —contestó la monja
que lucía atuendo, al parecer de la orden de los benedictinos, según creo,
cuando escuché el apellido del cura, asocié la imagen del viejo yugoslavo, que
solía verse en los lugares pocos frecuentados, por esos recovecos citadinos,
siempre acompañado de su asistente, al que parecía cundirle de lecciones,
sobre cosas personales.
—Lo buscan, Gamatto —me dijo Regina.
—¿Quién me busca? —pregunté en mi calidad de propietario del vagón de
investigaciones.
—¡Una monja! —contestó la encargada de los secretos de oficina.
—¡Qué raro! ¡Aquí no hay sacerdotes, la niñez del Barsabás ha corrido tras
ellos!
—¿Tendrá algún parecido con la que me dejó aquellos papeles el otro día?
—pregunté con tono muy interesado.
—No, no le encuentro ninguno, Gamatto —sugería, con el rostro la
secretaria.
—Dile a Bellotas que la examine bien, puede venir armada, podía ser una
trampa, si todo está bien, hazla pasar —respondí, poniendo a un lado mi arma
de equipo, por eso de las desconfianzas, temía que alguno de los médicos me
la hubiera mandado con oculta consigna.
—Buenos días, señor detective, quizá no me recuerde —dijo la mujer con
voz no exclusiva de la gente de los conventos, sino más propia y urbana, hasta
cierto punto vulgar. Traté de identificarla, y tuve la idea vaga de quién se
trataba, al contemplar sus ojos y su expresión, pero el hábito que lucía
distorsionaba la identificación, comprendí que más me convenía estar
preparado, para lo que pudiera sucederme. Una imagen tiznó mi mente, me
parecía que se trataba de un plan de Elio Barrientos, por su cercanía a cosas
relacionadas con curas y tradiciones.
—Déjeme ver, a usted la vi en el centro nocturno la otra noche, ¡vamos al
grano! No tengo más tiempo que perder —dije, sin descartar mi estado de
alerta, por eso de los malos tiempos.
—¡Soy la Regata, la del centro nocturno! Conversamos el otro día, ¿se
acuerda de los Curados de la Moral? —repuso la mujer de hábitos, halándose
la parte superior del atuendo, dejándose libre el velo negro y la toca blanca,
pasándose la mano sobre la misma con el propósito de dejarse libre la frente,
pretendiendo que no perdiera tiempo en reconocerle. En efecto, al reconocerla
me mostraba en su mirada el engolado puerto del pasado.
—Ahora, si terminé de hacer mis conclusiones, ya le recuerdo, ¿a qué se
debe tu visita? —pregunté entrando en mayor confianza, para hallarle las
pistas, por si acaso su habilidad las podía extraer.
—Disculpe que me presente así, lo de monja es por seguridad, temo que
alguien esté tras mí, mi oficio no es de fiar y en Barsabás, las prostitutas
tenemos los días contados.
—Soy Rahad Patini, conocida en el bajo mundo como la Regata. Mi visita,
detective se debe a que quiero decirle que, la noche que usted estuvo en el bar,
momento después llegó un sujeto, y pude reconocerlo, era Astul el principal
vendedor de drogas —dijo la Regata, la mujer de los ojos de intenso color
esmeralda.
—Continúa, Rahad —solicité a la visitante, sin ocultar mi tono sugestivo.
—Gracias por pronunciar mi nombre, detective. Vengo a alertarlo que hay
dos Astul, y el Palestino a éste lo ven llegar a la policía, uno de ellos es Astul
el travesti, y el corruptor de menores, tiene su nombre, tiene el suyo propio —
la mujer detuvo la conversación mirándole a los ojos, arreciaba con su
cautivadora mirada. Intentó sacar un cigarrillo, hizo breve gesto de disculpas,
pues conozco de ciertas mujeres que, tienen viejas costumbres, que preferirían
que las quemen vivas a quitarle las mañas.
—¿Cuál es el nombre del tal Astul, entonces? —pregunté más interesado,
en la conversación.
—¡Redine! Desconozco su apellido, así le será más fácil dar con él —
respondió la mujer teniendo la boquilla del cigarro untada por el detalle del
carmín, mientras aspiraba el humo y luego lo exhalaba, advertía como yo, de
esas impredecibles personalidades de las que puede esperarse un insulto, una
respuesta o soltar una pregunta.
—¡Redine! Este nombre me suena familiar, pero no encuentro ninguna
relación
—Búsquelo bien, no dé más vuelta detective, le traigo otra evidencia —
dijo la mujer, en tanto sacó de una bolsa plástica arrugada, una prenda, un
pañuelo blanco con letras rojas: ‫ﻛﻨﺘﻘﻠﺘﻠﻜﺘﺼﺪﻗﻜﻠﻤﺎﻻ‬. Volví a recordar las letras
que encontré cerca de aquel viejo café.
—¿Qué querrá decir todo esto, si acaso tiene tuviera relación? —pregunté.
—¡Sígale la pista al sujeto Astul y dé con sus cómplices, frecuentan otros
centros nocturnos, algo de común hay entre ellos! —si, efectivamente, me
impactaron aquellas palabras, sobre todo, porque el sujeto que se había
convertido, en uno de los más buscados, por el Estado y principal, en mi lista
de mis pesquisas.
—Ahora se me ocurre una pregunta, ¿del por qué viniste a ayudarme a
resolver la búsqueda del sujeto? —pregunté a la mujer, más nerviosa que
encendía otro cigarrillo. No me confiaba del todo, podría tratarse de alguna
falsa información que, pudieran estarme mandando el Palestino, el Macho
Alfa, o cualquier hombre de Plinio Betaglio. No sé.
—Pensé que tarde o temprano usted daría con él, así que decidí darle una
manita, detective, y sobre todo porque el Palestino, contribuyó a la muerte de
mi hermana menor…Mixy, como se lo dije el otro día.
—¿Y estarías dispuesta a darme esa declaración ante el fiscal o ante el
juez?
—¡Si, estoy dispuesta! —respondió en seco la mujer.
—¿Y me firmarías, una entrevista de lo que me has dicho adelantando? —
pregunté.
—¿Dónde le firmo? —enfatizó resuelta la mujer, estaba dispuesta a
enfrentarse con sujetos peligrosos.
Liberó un leve suspiro, como sintiendo que estaba ante ella, toda la
posibilidad de hacer justicia, por su hermana menor, mientras rifaba su destino
y su suerte, en esos sitios reales donde se ha proscrito la moral.

CAPITULO 20

Se darán cuenta de lo que sucedió en mi despacho, cuando llegó un


vehículo de sencilla apariencia. Un hombre sin avisar, se bajó con un poco de
suerte porque, supongo que él sabía quién era el detective Gamatto. Se trataba
del comisionado Negrero, se enteró que no había clientes, convocados.
Siempre buscaba el anonimato, sabía cuándo provocar el escándalo. Pero esta
vez el jefe policial hablaba conmigo.
—Bien detective Gamatto, vengo por el encargo —solicitó Negrero con
seguridad, deseando no aceptar pretextos.
—¿Cuál de todos? —pregunté.
—El caso de los que publican la maldita revista, Cagados de la Risa.
—Ah, desde luego, lo va a impactar de donde se originan la información,
no fue más que detalles, procedía de los empleados que tenían bajo su cargo
las escuchas de las telefónicas, ellos negociaban con los editores; la
información que le entrego lleva los pormenores.
—¡Por supuesto, se lo entrego en este momento! —abrí la gaveta principal
de mi escritorio y extraje algo en su mano.
—¡Aquí está comisionado! —entregando a su proveedor uno de los
trabajos encomendados.
—¿Está completo? —preguntó el jefe policial, con aire de recelo, por eso
de las hondas ligaduras de desconfianza que conservaba en el alma.
—Es un buen adelanto lo demás será al entregarle el final del caso, que
estoy verificando —el jefe policial se alegró, brillaron sus ojos, pensó en
sacarle el mejor provecho. Tomé el sobre naranja y se lo guardé en mi bolsillo
de la chaqueta. Me sentí gratificado. Volví a sacarlo, me pareció haber visto
unos caracteres a mano, que no comprendí, en la esquina del sobre tenía unos
caracteres: C23. ¿Sería el caso número 23 que me traía el alto jefe policial?
Verificaría con mi secretaria y con Bellotas. No sabía, la procedencia de aquel
dinero, sin duda que era de esos fondos del estado que se les concede a los
funcionarios, para usarlos con cierta discrecionalidad.
—Olvidaba, comisionado, le recuerdo la orden de allanamiento de La
Bravata...
—Desde luego detective, antes de venirme, el juez me llamó, me entregara
en momentos, no se preocupe, y cuando llegue ahí, ¡me los arropa a todos! No
se preocupe —contestó felizmente el jefe policial, despidiéndose del Avispón.
—¡Regina, tómate la tarde libre! —dije a mi secretaria. Nunca le había
concedido una licencia de descanso, el rigor del trabajo investigativo no es
para esos asuntos, pensé. Yo les pagaba para que cumplieran con las
exigencias que tenía en la oficina.
—¿Y yo, jefecito? —me preguntó el viejo Leonardo, teniendo el trapo
húmedo de limpiar las ventanas del vagón, con que limpiaba también los
estantes, y en la otra mano sujetaba un frasco ambiental con aroma a
mandarina.
—Te puedes marchar, si terminas de ordenar todos los expedientes—le dije
seriamente.
—Son muchos detectives, no saldría de nada. ¡Qué pena, si viviera doña
Alicia! —exclamó el viejo, sacándole dulzura al recuerdo que decía tener de
mi madre.
—¡Vete Leonardo! Pero no me presiones, utilizando el nombre de mi
madre —dije murmurándole con detalle natural.
Mientras investigaba el caso de doña Alexandra, mujer de tetas
protuberantes, y esposa del doctor Betaglio, la que quería saber si su esposo,
mantenía otra de tantas relaciones extramatrimoniales, como en el pasado. La
desesperada esposa, la que se abocó a mí, hacía unos meses, sólo quería saber
la verdad y luego, con las fuerzas que le quedaban a Anastasia, tomaría alguna
sustancia que le arrancara de la faz de la tierra. Ella sabía que tenía cáncer
terminal, estaba segura que tarde o temprano la echarían al cajón de los
muertos, los experimentos de la ciencia, en ese tiempo, no dejaban de ser
pretextos para fortalecer la creciente economía de los laboratorios y esas
consultas, que eran de nunca acabar. Sabía que moriría, pero temía más, vivir
con la mentira de su esposo que, morir con la verdad del desengaño.
—Si con la licenciada Natalia Vasconcelos, la espero maña a las 8.
—No, porque salgo al aeropuerto, un familiar sale del país, denme otro día
por favor —solicitó la mujer al teléfono.
—Le digo que mañana a las 8, sino comparece, olvídese de su criterio de
oportunidad —dije tajantemente a Natalia, mientras le seguía el golpe de
colgar el teléfono, sin duda que, cuando ejerzo presión, vendía la imagen de
temerario, creo que la gente que me escuchaba me consideraba hasta cierto
punto, insoportable.
Al día siguiente, y en la hora acordada, llegó la visitadora. Precisamente en
el vagón de su despacho. Natalia viuda de Vasconcelos, estaba puntual en el
sitio.
—¡Sabía que iba a venir, tomé asiento por favor! —dije cortésmente.
—Gracias, repuso Natalia, la mujer de labios carmín, la mirada tan crespa,
luciéndose el más bello escote y un perfume que pida lanzar de espaldas a
detective o a cualquier otro hombre que le gustaran las mujeres.
Me sostuvo ante el impacto, no permanecí inamovible, decidí ir al grano de
la conversación.
—La cité Natalia para que me ayude a resolver un caso. No perderá su
recompensa. Dígame la verdad, ¿quiénes son los que están detrás de la Alfa
PVP? —pregunté con rigor y precisión.
—...—Natalia se encogió de hombros, no respondía. Sólo que dejaba
entrever que mostraba todos los atributos de hermosa mujer, que desbordaba
los límites que retienen los impulsos del alma.
—Siento decirle que usted está bien metida en esto. Sin usted el negocio
no se hubiera movido al nivel que repuntan los reportes que tengo de esta
investigación, acéptelo, a ver ¿dónde más circulaba? —esta vez, acercándose
al rostro hermoso de la mujer sometida a interrogatorio, la hermosura de
Natalia no me detuvo para indagar la verdad de la investigación encomendada.
Estaba consciente que no la dejaría marcharse del vagón, sino me entregaba
todo.
—Sí, no salía del país —respondió en corto la mujer. En sus ojos se
desprendía leve iluminación de lágrimas, tomando una fina servilleta, se la
llevó a sus ojos y, descargó sentido gemido, cerca de su nariz.
—Si no salía, ¿quién las recibía o revendía? —Pregunté— Redine
preparaba aleaciones de fármacos —químico con otros elementos.
—Continúe —dije ansiando controlarme ante el asombro de sus ojos —
Vendía, pero tenía estudiantes de secundaria que las distribuían, ¡y se vendía a
buen precio!
—¿Dónde puedo encontrar a Redine? —pregunté.
—Usted ya tiene pistas, el apellido lo ayudará es Redine —dijo, mientras
anoté en mi agenda, mientras pasaba la vista en los alrededores del sitio.
—¿Dónde podría encontrarlo, Natalia?
—Ronda por las tardes algunos centros educativos, pero más seguro que lo
encuentre, por los pasillos ocultos, en la policía —dijo Natalia, enfatizando sus
palabras.
—¿En la policía? —estallé con gran impacto ante la interrogada.
—Si —repuso la mujer, mirándome fijamente, para sus adentro sabía que
no tenía que creer todo lo que decían los testigos con criterio de oportunidad,
comprendí que, ella deseaba la libertad a cualquier precio, esta clase de
testigos podían echar al horno a su propia madre.
—Podría ser de la policía, de la Unidad Antinarcóticos, —percibí de ella
que un viento frío con cambios inesperados, batió todo su ser. Sabía que mi
trabajo era una especie de pararrayos de la verdad y desde luego, no exento de
sorpresas.
No dejé de asociar en mi mente al viejo Negrero. En la vista de éste,
otorgaba el retiro de aquella testigo que hacia mérito y adelanto en las
investigaciones del caso de la Alfa PVP. Natalia levantó la mano para dármela,
acercó su hombro derecho, se despidió con un beso en mi mejilla, dejándome
pintura de sus labios, como una señal, y extraña manera de pretender de liarme
el alma a sus sentidos.

CAPITULO 21

Me hice presente al Colegio Médico, ellos sabían que mi presencia les


incomodaba, pero contaba con credenciales suficientes para estar allí. Los
médicos que no fueron arrestados, temían que de un momento a otro, pudieran
ser sometidos tras las rejas. Muchos que padecían de severas enfermedades
estaban a punto de que llegaran a sus clínicas los agentes de la UAN a
llevárselos detenidos, presentían de parte de los agentes y fiscales las
sacramentales palabras: “Tienen derecho a permanecer callados, todo lo que
digan será utilizado en su contra”.
—¡No soporto, estoy a punto de volverme loco! —dijo el doctor Resinos,
todo su prestigio y sus comodidades, parecían estar pisando la línea divisoria
de un fatídico final.
—También a mí, me sucede lo mismo, doctor —dijo Bermejo, viejos
amigos, y quien acababa de llegar de un congreso en el extranjero. A los dos
médicos se les trancaba la respiración. El pavor cundía triturándoles el pecho y
la cabeza.
—Y que tal, ¿se ha sabido algo de la visitadora? —preguntó Resinos a su
colega, mientras me miraba de reojo.
—No doctor sólo que la miran llegar al vagón de investigaciones, ¿cómo
es que se llama un detective aquel que metió a la cárcel al ex presidente? —
preguntó Bermejo.
—¡Gamatto! —respondió el candidato, momento después un medicamento
para sus nervios—Sí, con Gamatto la han visto de un sitio a otro, y hay
quienes dicen que, se disfraza para que nadie la conozca —contestó Resinos.
—No será otra visitadora, de esas que pululan por aquí y por allá, ¿dónde
se les da algo de comer y algo de beber? —preguntó Bermejo, sosteniendo un
libro en soporte, cuyo título trataba de desarrollo personal.
—Podría ser ella u otra, doctor, aunque ese detective no se metería en
casos pequeños, tengo el presentimiento que ha de ser Natalia, doctor —dijo
Resinos, temblando en todo su cuerpo. Eso de tener en contra a testigos
protegidos, era peor que tener VIH o el mal de la lepra, en tiempos de
Jesucristo.
Momentos después, hubo un momento de silencio frio en aquellos
profesionales de la medicina, que se debatían en el estira y encoge de la
situación.
—Pero vamos doctor, no nos han llamado de la Junta, para despertar
sospechas, pensemos que tiene que ganar las elecciones, a lo mejor no hay
nada con nosotros, ¿qué tal si solo hubiera para mí, y no para usted, y usted
muriéndose antes del tiempo? —consolaba Bermejo a su amigo y colega.
Estas palabras habrían sido las que necesitaba. Resinos temía seriamente que
Natalia lo hubiera mencionado en la investigación. Y después de mencionado
resultar afectado, claro estaba que no quería perder sus privilegios.
Tomé el último sorbo de café que quedaba en la mesa, donde conversaba
con su colega.
—Perdone detective, necesito hacerle una pregunta —me dijo.
—Podría decirme usted, así en confianza, ¿cómo ve el caso que nos
acusan?
—No sé doctor, la investigación está en poder del comisionado y del fiscal
del caso—espeté, mientras el médico, haciendo una sonrisa plástica, se retiró
hasta donde estaba su colega.
—¿Qué le parece, si hablamos con el psiquiatra Papini, podría darnos
alguna terapia interesante? —dijo el terapeuta a su interlocutor.
—¡Bien que la necesito doctor! ¡Qué tal si pierdo la cordura, sin que
hubiera causa en mi contra! —Es lo que trato de decir. Escuché decir que
estaba siendo tratado por otro colega de la psiquiatría, al parecer está
involucrado en el caso de la Alfa PVP por influencias de Betaglio.
—Sí, esa mi preocupación —reventó desesperado el doctor Resinos.
—¡Entiendo! Pero vamos no lo han llamado de ninguna oficina, de haberlo
mencionado la visitadora Natalia, ya hubiera salido en los medios de
comunicación y sus pacientes corriéndose para otra clínica —Bermejo
animaba a su colega, que parecía un mozuelo desconsolado echándose la
culpa, por alimentar sus bajas pasiones: poder, mujeres y dinero.
—¿Y usted alude a una visitadora que resultó entregándole recetas? —le
aterró de momento la pregunta, pues le ponía de punta el solo pensar que lo
sospechaban.
Me mantuve con una actitud de, no importarme sus cuchicheos, al fin yo
sabía que guardaba otros aspectos de mayor relevancia en la investigación.
—Betaglio me pidió en dos ocasiones que le diera recetas firmadas y
selladas a su visitadora preferida, a una tal Natalia. Y terminé por dárselas.
Qué más me quedaba. Usted sabe de las influencias que maneja por el cargo
de presidente de la Sociedad Médica y de las represalias que dirige en contra
de sus adversarios.
—¿Y no teme que lo arresten conmigo y los otros médicos, doctor? —dijo.
—En verdad sí, es una norma, pero si me arrestan diré que la influencia del
presidente de la Sociedad Médica me llevó a entregar las recetas, tal vez me
exoneren de cargos o me impongan la pena mínima, ¡pero hay que salir de
esto! —repuso Resinos.
—Pero declarar contra el presidente, es traicionar el juramento del gremio,
¿no le parece?
—A decir verdad, no todo puede ser buen augurio para todos, pero vamos
doctor, ¡no nos va pasar nada, ¡sé lo que le digo! —reforzó Resinos.
—¿Y usted cuántas recetas le dio a la visitadora? —preguntó Bermejo,
teniendo sus brazos cruzados y terciado suspiro en el pecho.
—¡Ese es mi problema! Le di más de 10, desconozco si ella manejaba algo
de brujería o hipnosis doctor, como que me llevaba de la mano para firmar y
sellarle las recetas, sin resistencia alguna —dijo Resinos, con aire de
arrepentimiento, sin haberse percatado que la vida tiene pequeñas acciones
que pueden desencadenar, en el futuro funestos resultados.
—¡Ah! ¡Los impulsos masculinos! La hermosura de su boca, ese rio de
manzanas, y sus tonadas de arcoíris, se concentraban en las caderas de la
visitadora. ¡Ah, estuvo a punto de acostarse conmigo! Habíamos quedado en
salir juntos, me contaría un desacuerdo que tuvo con Plinio Betaglio, pero me
llamaron del hospital, un paciente se había quedado sin respiración y había
sangrado en gran proporción, ¡no fui a la cita, no sé qué pasaba! Pero siempre
hubo algo que no pudimos salir —dijo Resinos, suspiró no haber intimado con
la visitadora, por su parte tan preocupado, se echaba la culpa por la pagoda de
sus pasiones y la provocación de la mujer, que estuvo a punto de poseerla,
renegando haberla conocido, según se desprendía de su estado de ánimo.
—A veces pienso que, si nos salvamos de esta redada, ¿podría haber otro
doctor?
—Se quedaron en silencio por breve momentos. La imagen de la prisión
pasó velozmente por sus cabezas. Y con ella la posibilidad de echar en tierra,
los triunfos y demás privilegios, con ello cose derrumbaban la estabilidad
emocional, aserrándoles los nervios saber que los procesos judiciales, tienen el
azaroso devenir, que pueden ganarse o pueden perderse.
—Podría ser, que nos están dejando que nos confiemos, usted sabe
mantener la opinión pública, para que el sistema siga con las mismas.
Podríamos ser parte de escenario mediático, por lo de la visitadora y las
recetas —dijo Resinos con palabras quebradas, faltándole la respiración, pero
se respondía en segundos, cuando dejaba de hablar.
—¿Lo llevo al hospital, doctor Resinos? —preguntó Bermejo a su colega.
—No, no, preferiría que si me capturan que sea en mi sitio de trabajo, no
en un hospital —Bermejo se retiró de la clínica de su colega. Estaría mejor, le
suministró medicamentos, él se retiró, no menos preocupado por la doble
zozobra y el amplio rumor recién liberados, pues había profesionales de la
medicina dispuestos a hablar de los tratos irregulares con los laboratorios y
otro grupo de médicos que estaban por ser aprehendidos, en las próximas
horas.

CAPITULO 22

El negocio de venta de antigüedades, no tengo nada que con los negocios


turbios. Estaba cambiando de turno, algunas fuentes que tengo en diferentes
partes, me han hecho ver que el detective Gamatto se daba cuenta que me
muevo en asuntos de drogas, pero, esta vez no podrá comprobar sus
apreciaciones. Llegué al bar del hotel, no había más que dos clientes, Me
acompañaba el taxista Corvera, hombre de mi confianza, quien me ayuda a
trasladar algunas cosas de mi negocio o me avisaba de algún cliente interesado
en comprarme algo de mercancía.
—Algo de eso me dijo el sujeto raro, Silvio, que Gamatto andaba tras sus
pasos, Astul —me dijo el chofer de mi confianza, con quien me tomaba un
sobro de güisqui.
—Ese, el muchacho del centro nocturno, se ha confundido con otro Astul,
yo soy el segundo de cuatro hijos de mi familia, pues que no concuerda con el
nombre de Astul Arizábal, desde pequeño he tenido problemas con mis
papeles por lo del nombre, el extravió de la libreta, pudo haber llegado a
manos del investigador, y le ha dado la interpretación personal. Pero la verdad
que no tengo nada que ver con drogas —dije al taxista, en tanto intentaba
sacar un cigarrillo mentolado.
—¿Y por qué lo estaría persiguiendo el detective?
—No sé, en Barsabás, cualquiera sacar provecho de las desgracias de
otros. Creo que todo puede deberse a que suelo contar mis cosas en una libreta
vieja que guardo, lista de amigos, clientes, breves notas y observaciones —el
viejo Corvera. En aquel momento el taxista me contó que observó al detective,
la vez pasada que llegó a mi casa, me botó a patadas la puerta de mi
apartamento. Todo esto sucedió cuando anduve de viaje por Sur América. No
lo demandé por temor a represalias en estos tiempos.
—Pero no le ha estado yendo tan mal, Astul —dijo Corvera, en tono
confortante, mientras miraba el periódico del día, sin darle la mayor atención a
las páginas estrujadas.
—Sí, pero el otro día, unos sujetos fraudulentos me engañaron, compré
unas cosas raras por oro, gente de burdeles —gasté mucho dinero.
—¿Pero dio con ellos? —me preguntó el taxista que siempre acostumbra a
moverme de un lado a otro. Pues a menudo cambio de vehículo.
—No, Corvera, quise llevar el caso a la policía, pero no creo en las
investigaciones, no tengo testigos —dije.
—Pero el otro día escuché decir al comisionado que apoyaría cualquier
régimen de testigos, para protegerles.
—He aprendido a perder y a ganar. En un tiempo me decomisaron unas
piezas antiguas de esas que se circulan en el mercado negro, me fui a la
quiebra, pero me volví a levantar. Pero en estos asuntos, es mejor abrir más los
ojos, la autoridad funciona cuando quiere, Corvera, lo demás son simples
discursos para alimentar a la opinión pública, veré cómo me recupero y salgo
de esta.
—¿Qué piensa hacer?
—Te comento, por la confianza que te tengo, que espero unas piezas
antiguas, producto chino y filipino, vienen de camino, lo demás será conforme
a los resultados.
Y cuando salí del bar del hotel, me llamó la atención que allí estaba el
viejo detective, no dejaba de asomarse por la puerta, llevaba uno de sus libros
en su mano, y su chaqueta de siempre. Pero pensé que se trataba de alguna de
mis simples percepciones, sin embargo, el detective se llevó su mano al
bolsillo y sacó una libreta, comenzó a escribir sus anotaciones. Pensé que
continuaría siguiéndome la pista, y que estaba confabulando en mi contra,
¿por qué? ¿Y qué tendrá pruebas para acusarme?

CAPITULO 23

Unos afirmaban que la logia secreta, intervino para que lo médicos salieran
bajo fianza, después de las setenta y dos horas. La fiscalía presentó recurso
legal a la Cámara de Apelaciones, pero no les prosperó, los galenos estarían
siendo procesados en libertad. El doctor Papini, el psiquiatra y la doctora
Lugo, la ginecóloga obstetra, sostenían una conversación con énfasis en los
rumores del proceso penal que tenían ya, algunos de sus colegas. Otros
llamaron comunicándoles que no podrían asistir, y hubo unos que se
consideraban limpios de sus conciencias y desde luego, inocentes de los
cargos. A la edad de Papini, no podría comprender su estado, a raíz del premio
a la investigación en el extranjero, había pensado retirarse de la profesión el
año que estaba por llegar. De haber estado fuera de su profesión, no se hubiera
involucrado en aquel problema.
Por su parte, la doctora Rosi Lugo que tenía fuertes rumores que pertenecía
a la creciente comunidad de lesbianas, su encanto, su placer definitivo lo había
concentrado en las mujeres, se creía otra víctima de la visitadora Vasconcelos.
Esto me hizo recordar lo sucedido a la esposa de Betaglio, que la llevaron
de emergencia al hospital, por problemas de zoofilia, con su perro pastor
alemán. Estaba a punto de enterarme de examinar un audio video, que me
ayudó a instalar, en despacho de médicos, Gemima, hermana de Anastasia, mi
esposa.
—¡Querida doctora Lugo! Nadie más ha venido, ¿no le parece raro? —dijo
el psiquiatra.
—Sí, así veo, como que el proceso penal fuera solo de nuestra
incumbencia —contestó la ginecóloga, ambos parecían dos fantasmas, por la
desesperación y la tristeza que les había metido el arresto y las recurrentes
presentaciones en el juzgado de instrucción. Estaban libres, pero nadie les
garantizaba que fueran a terminar sus días con la plena libertad.
—Ha pasado un tiempo más de la hora que ellos mismos señalaron para la
reunión, y no le han dado cumplimiento, si es por trabajo, todos tenemos qué
hacer.
—Esto me trae unas preguntas, ¿o han demostrado que no les importa el
proceso penal, que por ello se hayan ido del país? O la otra es que, ¿si
influyeron ya sobre los que toman decisiones para resolver estos casos, así
como resulta en la susodicha de justicia, según la historia? —dijo el doctor.
—No le parece doctor, que como que nos estuvieran escuchando…—
preguntó con cierto pesar.
—Olvide de paranoias, que son suficientes las que tengo a este momento
—dijo el colega.
—Pero si ya influyeron sobre el sistema, ¿cómo quedamos nosotros?
¿Hablarían por nuestros casos? —la pregunta desató unas breves campanadas
de silencio.
—No creo, hemos vendido la unidad de papel, la sociedad nos mira con
ese mote de apariencias, pero usted y yo sabemos que cada quien busca
propios beneficios —dijo Papini.
—...—meneó los hombros y la cabeza asintiendo en profundidad.
—Doctora, ¿cómo fue que la metieron en esto? —preguntó Papini a su
colega.
—Por mi secretaria —suspiró la doctora— ella muy cercana a Natalia,
había buscado una plaza en el servicio nacional, para un primo suyo, como
Silvio lo presentaba, la visitadora pensó que el doctor Betaglio, podría ayudar
a su recomendado, la secre ha sido mi empleada de confianza, pero entregó 2
recetas y ya ve el problema que estoy —dijo la doctora Lugo.
—Gamatto, en la grabación que logre instalar en la mesa de reuniones, esa
parte aparece entrecortada, pero se entiende —me dijo mi cuñada.
—No, importa, estoy tomando nota de ello —dije a mi fuente.
—Y a usted doctor, ¿cómo fue involucrado? —preguntó la mujer de
mirada clara.
—¡Parecido a su caso! No conocía a la visitadora, directamente, solo de
referencias que los médicos jóvenes y unos viejos dedicados a las aventuras y
pasiones, que viven en los carrillos de las clínicas y hospitales, en mi caso no
creí que mi secretaria haya despachado más de una receta de Alfa PVP, claro
las firmé y las sellé, pensé que nada podía sucederme —dijo Papini, al ser
interrumpido por la ginecóloga.
—Entiendo doctor, que ella con su secretaria habrían negociado con la
visitadora.
—Sí, quizá —contestó en seco, con aire de tristeza.
—¿La conocía usted? —preguntó.
—A decir verdad no, su apellido llamó mi atención después que me
llevaron arrestado, revisé expedientes de mis clientes y no sé cómo, encontré
que un profesor de nombre Silvano Vasconcelos, me consultaba por problemas
matrimoniales, con Natalia. Fue allí que supe su nombre y comprendí que la
testigo Tanga ¡es ella misma, la hija de p. se ha cagado en nosotros! —dijo el
psiquiatra.
—Dicen que por eso les llaman testigos ´criteriados´. Si fuera ella,
recuerdo que tuve un expediente suyo, se hacía la citología en mi clínica, la he
tratado desde hace cinco años. Ella me guarda las recetas de emergencia,
cuando no estoy, mi secretaria se las entregó a la visitadora, ¡por eso la culpo
yo! —la doctora Lugo, que no ocultaba su malhumor, deseaba tenerla entre
sus manos, para echarle en cara su venganza.
—Entonces colega, ambos esposos eran nuestros pacientes cada uno por su
lado —decía Papini, logrando sobreponerse a su condición de psiquiatra. No
habían terminado la conversación, cuando un dispositivo policial había
acordonado el sector de la clínica; fueron arrestados por miembros policiales
de la UAN.
El forcejeo y el ruido estaban en el audio video, que había logrado de la
grabación. Me quedé a una cuadra, donde fueron intimados los médicos, no
quise presentarme delante de ellos, pero ya había indicado que ahí podía
hacerse efectiva la captura.
—Lo siento señores, tengo orden de arresto contra ustedes, por delitos
relacionados con las drogas. Tienen derecho a guardar silencio, si tienen
nombre de abogados que los defiendan, pueden proporcionarlos en este
momento, sus números de teléfono, para comunicarles de su detención, sino
los tienen el estado les nombrará un abogado de oficio —dijo un subjefe
policial, que se hacía acompañar de más de diez elementos del orden, armados
hasta los dientes.
—Sí, el doctor Azcona, tengo su número de teléfono —dijo Resinos.
—Mi abogado es el licenciado Pachaca, aquí llevo su tarjeta —agregó la
doctora Lugo. La sorpresa y la aflicción total estuvieron en contra de ellos.
A los médicos, les habían girado nuevamente órdenes de capturas, se
encontraran donde se encontraran, por la vinculación al caso médicos-
laboratorios. No solo temían perder el prestigio acumulado a lo largo de los
años, sino que temían perder la virginidad anal, al perder la libertad, por esos
relatos que traían alma las aborrecibles vivencias dentro de las prisiones de la
ciudad de Barsabás.

CAPITULO 24

No me da pena decirlo, pero una carga de dolor se instaló en mi corazón, el


halcón lo encontré muerto cerca de la puerta, con un ala extendida, como
despidiéndose de mí. Desconocí la causa de su muerte, me hizo daño haberlo
perdido. A un lado de éste, un sobre finamente presentable, lo abrí con
cuidado. Se trataba de una invitación al estreno de la ópera “Nabucco” de
Verdi, en la que Anastasia haría el papel de Abigail, en el teatro central de
Barsabás, esto último me confortó para el resto del día.
Por lo demás, traté de atender mis ocupaciones detectivescas; una noticia
de periódicos me impactó que la esposa del presidente de la república, era un
transexual, de apellido Balbás, imagínense el revuelo y los vericuetos que esto
acarrearía al viejo presidente. Claro que ya muchos estaban declarándose, del
que ya tenían importante proyecto de ley en el parlamento, para su respeto,
inclusión y demás prerrogativas dentro del orden constitucional. Alegaban que
pagaban impuestos, declaración de rentas y que gustaban de no perderse las
elecciones de la incipiente democracia.
Más adelante, tuve pleno conocimiento que el comisionado Negrero citó a
Natalia y a su cuñado al despacho policial, para explicarle unos datos
relacionados con la muerte de su marido Silvano Vasconcelos; lo de los
médicos, ya no lo recordaría más, buscó contemplar de acerca sus hermosos
ojos y los prados de sus senos, le recordó la importancia de mantener el
régimen de testigo con identidad reservada, recordándole que le estaba
completamente prohibido abstenerse de declarar el día del juicio. Sin su
testimonio todo caería en tierra. Comenzó la conversación obsequiándole a
Natalia un hermoso manual de jugadas avanzadas de ajedrez que, un amigo
suyo le había traído del extranjero, también estaba con ella, su cuñado, Pio
Vasconcelos, miembro de la policía, destacado en otra delegación. No reveló a
los presentes que en el mes de enero entrante, seria removido de Barsabás para
la capital, con el ascenso obtenido a esfuerzo y tesón, por las favorables
investigaciones, dirigidas por él, claro estaba que deseó comunicárselo a
Natalia, luego de una partida de ajedrez, ganara o perdiera, y desde luego
acompañados de un vino rojo con el objeto de asentar esos buenos momentos.
Según los relatos de la visitadora.
Por momento en el espejo se suscitó una rareza, miré que en la pared
estaba una mariposa de la esfinge o mariposa (Acherontiaatropo) de la muerte.
—¡Gracias porque asistieron! Me agrada recibirles en mi despacho, pocas
veces lo he hecho, me interesa darles cierta información del caso del profesor
y escritor Silvano Vasconcelos —dijo el jefe policial, resintiendo el deceso de
mi esposo.
—No sabe cuánto falta me hace mi hermano —contestó Pio, con gran
sentido de pesar.
—También por mi parte —dije asomándome un leve hilo de lágrima por la
mejilla, mientras sacaba fina servilleta que llevo conmigo en el oscuro bolso,
marcando con armónico maquillaje, sombras suave color marrón y labios
rosados mate, colores de mi preferencia. El jefe policial guardó silencio, no
encontraba palabras para dar a conocer los avances de la investigación, de su
parte. Pio prestaba mucha atención en las palabras del jefe policial y gran
jugador de ajedrez.
—Con su muerte han hecho daño enorme daño a la educación de Barsabás.
Primero agradecerle a Natalia por su total colaboración en el caso de los
médicos y el jugoso negocio de las drogas controladas, ¡hablo de esta manera
porque estamos en confianza, Pio es de los nuestros! Y es de su familia; por su
declaración que fue mediante un criterio de oportunidad, ¡nunca se le olvide!
Todo porque usted no pusiera un pie en la cárcel y…—interrumpí al
comisionado.
—Todo se debió a la presión del detective. Admito que me cerró espacios.
Yo le agradezco comisionado, por evitar terminar mis días en prisión —
interrumpió Natalia.
—¡De nada! Quería coger a los médicos, tengo mis razones. El detective
Gamatto puso su parte, para cerrarle los espacios, y la otra desde luego, ¡y la
definitiva fue mi persistencia en que a usted se le diera el criterio de
oportunidad! —contestó el comisionado, haciendo esfuerzo por desvanecer el
orgullo y la arrogancia, en sus creíbles expresiones.
Natalia guardó silencio, su rostro se tornó blanco como un papel.
—¿Qué le sucede Natalia, dígame? ¡Un médico! —dijo el comisionado,
muy preocupado.
—No, no, fue un desmayo, estoy bien —dijo la testigo.
—Más vale, sino en este momento la llevo al mejor hospital, no se
preocupe—me dijo el hombre de uniforme, mostrándome toda su
disponibilidad.
—Comisionado Negrero, querría decirle algo, del caso que he declarado…
—Dígame, ¿de qué se trata?
—Espero su compresión. No todo lo que dije es verdad, tuvo que mentir en
algunas cosas, lo siento —estas palabras fueron como una bofetada de filisteo
en el rosto del jefe de la delegación policial. Pareció recuperar el aplomo,
mirándola sentidamente.
—No se preocupe, los médicos debían muchas cosas, dejémoslo así, no
tenga temor —las palabras del comisionado, no evitaron el depósito del
suficiente consuelo, por mi parte.
—Había pensado en pedirle se anulen las partes que no son verdaderas…
—dije, haciendo estremecer al jefe policial.
—Dejémoslo así, no tenga temor…—el comisionado sacó su lado
paternalista, ajustando palabras.
—Decía que gracias, gracias a su declaración, ¡no habrá más ventas de
drogas en Barsabás! Región a mí encomendada por mis superiores, también
agradecerle que me permitió escoger su clave, para el proceso. Me gustó la
clave Tanga, para proteger su identidad. Así las cosas, paso a otro punto.
Decirles que el homicidio de nuestro educador, el profesor Silvano
Vasconcelos, ¡caso raro, desde luego! Hay más de dos sospechosos del crimen
—dijo Negrero, moviendo el semblante y doblando la voz.
—Explíquese comisionado, no le entiendo —exigió Pio.
—¡Cállese la boca, Pio! No es su turno —dijo el hombre de uniforme. En
el rostro de los presentes y el perfil de todas las cosas, ondulaban levemente
como, si la hermosa reina de un limpio río, anunciara trémulo un hecho grave
por suceder.
El comisionado preparó con ayuda de su secretaria una pantalla del circuito
cerrado, giró el aparato, enchufó en el tomacorriente, y oprimiendo el control
electrónico del aparato, tomó posición con una mirada de invitación para que
pudieran ser observado por Pio y Natalia. Y señalando el monitor, dispuso
articular palabras.
—¿Ven esa imagen de esa persona? —preguntó Negrero.
—Sí, la vemos —dijimos extrañados.
—¡Esa persona! Que tiene el rostro cubierto, de gafas oscuras, ha recibido
un criterio de oportunidad, es el testigo del diablo, va a declarar contra los que
dieron muerte al profesor Vasconcelos —en el rostro de los que estaban
presentes, a excepción del jefe policial, brotó el frío, mismo tiempo cierta
alegría, liada al sentimiento triunfal por haber dado con la respuesta del
terrible crimen.
—Como saben, no es legal hacerles preguntas en este momento. Todo será
en su oportunidad, cuando estemos en la audiencia, pero les diré lo que el
testigo sabe —explosionó en mi cuñado y en mí, el asombro y el interés de
saber, por fin la verdad que el caso del profesor, no fuera al pozo negro de la
impunidad.
—El testigo bajo criterio sabe que no fue una persona quien ordenó la
muerte de Silvano, sino que se trata de más de uno, ¡fueron los hermanos de
Natalia! —estalló en los presentes, como si durante la lluvia, un doblete de
rayos hubiera caído a escasos metros del despacho policial.
—¡Oh! No puede ser —interrumpí llena de espanto.
—Asómbrese Natalia. Y tengo unas cositas de más, ¡pero será, para otra
oportunidad, según vayan las cosas! —dijo Negrero— el testigo sabe que lo
hicieron por las tierras, maquinaria agrícola y cantidad de ganado bovino, que
el profesor, tenía en Bastenia. ¡Y que sabían que una vez, no estuviera con
Natalia, se aprovecharían del parentesco, para obtener sus beneficios!
—¿Serán capaces? —preguntó Pio, reuniéndose en su rostro el influjo de
una patética sonrisa.
—Y hay algo más, el testigo sabe que los hermanos de Natalia, sabían de la
codicia, de la fuerte avaricia que tenía Pio, su hermano y fue la causa para
conspirar para darle muerte a…
—¿Qué quiere decir, comisionado? ¿Me está haciendo una imputación? o
¿qué pretende probar con su testigo? —preguntó Pio, poniéndose de pie.
—Siéntese, no he terminado, estoy relatándoles fragmentos de lo que el
testigo conoce, y ya que lo tengo en pantalla, se me ocurre, ¿quisiera tenerlo
presente y experimentar qué se siente que le digan las cosas en su cara?
—... —ambos guardaron silencio, prefiriendo la continuación del relato, al
fin y al cabo les resultaría menos tortuoso, congelándoles el alma, la negrura
de las cosas que estaban escuchando.
—Gracias. Continúo. Y dada la fuerte avaricia de Pio Vasconcelos, su
hermano, como sabía de su certera puntería —espetaba con energía, el
comisionado.
—No, ¡basta ya! —dijo Pio, intentando levantarse de su sitio y queriendo
abalanzarse sobre la humanidad de su agresor.
—¡Cállese la boca, homicida! —dijo fuertemente el comisionado -y como
se creía con la fuerza de la autoridad y el poder de las armas, no era para
menos, ¡él sabe pegar! Fue condecorado en varias ocasiones. Confió en buscar
la oportunidad para terminar con su hermano y quedarse con parte del botín.
¡Y hay algo más! Que vuelve interesante el caso, es que el hermano del
profesor, le confesó al testigo que pretendía quedarse con su mujer —dijo
Negrero, esta vez más sugestivo y sentenciador. Pio, mantuvo agachada la
cabeza. Un fuerte nerviosismo atacó todo su ser, temía ir a la cárcel, y sobre
todo, echar por la borda todo su prestigio y su misión que se había propuesto.
—Por eso, los hermanos de Natalia, son cómplices del homicidio de
Silvano Vasconcelos, y Pio Vasconcelos quedarán bajo arresto a partir de este
momento y…
Mientras tomaba mayor calor la conversación, sonó un fuerte golpe en la
puerta del despacho, cayendo al piso unas piezas de ajedrez del escritorio del
comisionado. Momento que me hice presente, prorrumpiendo a mi manera,
llevaba en mi rostro cierta marca de crucita blanca, había resultado lesionado
en gresca con el esposo encontrado en flagrante adulterio. Me presenté
llevando conmigo a dos personas, presentándolas contra sus voluntades, sin
duda porque los conducía a punta de pistola. Los escoltaban unos agentes de la
capital, llevaban arrestada a un hombre y a una mujer, lucían desaliñados del
pelo, y malhumorados conmigo, pero cambiaban la mirada, creyendo que lo
que sabían podía absolver o condenar a sus cómplices, se trataba del ingeniero
Elio Barrientos, y de la doctora Lugo.
—¡Y también usted señor comisionado Luciano Negrero! ¡Queda
arrestado, guarde silencio! —dije alzando mi voz.
La mariposa que estaba en la pared alzó vuelo, como si se trataba de una
señal ortodoxa, una lección para los presentes. Momento, que tras de mi traía a
dos sujetos, portaban gorros navarones, que estando frente al viejo despacho
de policía, se quitaron sus atuendos, mostrando sus rostros.
—¡Soy comodín Rojo! —dijo el sujeto de rostro templado.
—¡Soy comodín Negro! —espetó el otro con tono acusador.
—Por favor, ¿quiénes son ellos? —preguntó Negrero.
—Los que usted utilizaba, cuando las víctimas no querían asistir a los
juicios, por temor, por represalias, ellos se hacían pasar por las víctimas, para
contar siempre con la palabra de los ofendidos —le dije al viejo.
—¿Qué pasa con usted Gamatto? Miente, yo no he hecho eso, no soy
criminal —se defendía el jefe policial, mirándolo con asombro y con total
extrañeza, la perturbación estaba en su mirada, temía estar presenciando un
trenzado complot en su contra.
—Sí, las mismas, y sacramentales palabras de los culpables y de los
inocentes por supuesto, ¡no ha matado a nadie! Veo que las pruebas que le
proporcioné, sobre la muerte del profesor Vasconcelos, las ha presentado
usted, y no que soy el que las recabó, ¡se me adelantó! ¿Y no está involucrado
en el homicidio del profesor Vasconcelos? Pero, sí lo está con…
—¿A qué se refiere? —me preguntó el viejo, como queriendo controlar su
violencia, por hallarse descubierto.
—Me refiero que está conectado con vendedores y otras larvas del mundo
de las drogas, dentro de la policía y de su fuertes nexos con el programa de
testigos que usted ha venido utilizando, los de su celda e encubierta C23 y
también, que lo está con el haber creado el programa de testigos, con la bola
de drogadictos, borrachos consuetudinarios, y otros holgazanes, para ajustar
las pruebas en manos de los acusadores y, estirar la larga lista de condenas, y
para justificar el presupuesto del Estado, ¿no es así? —expuse.
—¡Mentira! Responderá por lo que está diciendo, detective —Negrero
intentó tomar el teléfono de su oficina, sonando de pronto un disparo en el
aparato —tendrá que retractarse y en público, lo juro mil veces —dijo el
comisionado muy encolerizado, lanzando con rabia un escupitajo en la
dirección donde me encontraba; se agachó para recoger un alfil del piso,
sabida pieza de su preferencia. Mostró el enojo, con enrojecida mirada.
—¡No miento, señor comisionado! ¡Tengo pruebas! —Saqué una hoja de
mi chaqueta—conseguí una declaración anticipada del doctor Oliverio Papini,
él atendía a los presuntos testigos bajo criterios concentrados en la celda 23,
usted lo utilizó a él, con tal que saliera muy bien librado de su causa penal.
Ahora es su testigo que está dispuesto a declarar ante un juez, para demostrar
la farsa de sus testigos que declaran en nombre de la verdad, y la justicia —
entraron con el detective, agentes policiales y tres fiscales de la capital, para
hacer la detención del que fuera, hasta ese momento el comisionado, Luciano
Negrero.
—No puede ser —le respondí al impostor, sintiendo de súbito que mi alma
se me estaba cayendo al piso y que un denso remolino de sombras, estaba
girando en mi contra.
—El homicidio de Silvano Vasconcelos, fue llevado a cabo por órdenes del
dueño del laboratorio Ferriquim, el ingeniero Elio Barrientos que traigo
conmigo, ¡este tonto dio la orden de asesinar al profesor! Porque temía que
Natalia divulgara sobre producciones y demás modificaciones de la estructura
molecular de las drogas, en especial la Alfa PVP, advertencia que ya le había
hecho en su oportunidad, contaba con el audio claro de esas conversaciones, ¡y
porque pretendía quedarse con la mujer del educador! Interés que compartía
en común con la doctora Rosi Lugo, por mostrar sus conocidas inclinaciones a
la generación LGBTI —estalló una empoderada sorpresa. La imagen del
testigo, en la pantalla del monitor, fue apagada por el comisionado, dejando
entrever, cierto grado de arrogancia y satisfacción.
—Pero yo cuento con mi testigo que sabe la verdad, demostraré lo
contrario de su investigación detective —refunfuñé, mientras fui atacado por
una alergia nerviosa, estaba metido en el azaroso mundo de las dificultades.
De momento y para sorpresa de todos, mientras el enojo ardía en todo mi ser,
fueron saliendo de los costados, apilados enjambres de mariposas negras
revoloteaban buscando la salida de aquella inusitada reunión.
—Es testigo con una versión inventada, elaborada por su persona con tal
de apartar de su lado a la viuda Vasconcelos, porque usted ha tenido interés,
también en la mujer del profesor, tengo información que Pio estaba de turno
en San Cristóbal, cuando sucedió el percance de su hermano, ¿conoce esta
prenda? —mostrando una prenda, propia del Medio Oriente.
—Quien no sabe…, la usan los musulmanes, ¿o no? —debí ser demasiado
ignorante, para no saber de qué se trataba lo del trapo.
—¡Te di de comer por años, el Palestino atacó tu carro, él quería matarte,
pero yo se lo impedí, ¡y mira como me has tratado! ¡Me las pagarás, lo juro!
—me dijo el comisionado, mirando severamente a todos, y con ansias negras,
en especial sobre mí.
—Recordará que dos ocasiones le solicité me entregara las órdenes de
allanamiento de la Bravata de Cornelia, pero siempre estuvo de su parte la
excusa —expuse.
—Y quería que yo se las firmara, ¿no es así? —dije, sin ocultar toda ironía.
—Debió conseguir del juez la autorización para el registro del sitio, pero
no agotó los medios —continué mi exposición de resultados.
—¿Sabe usted que el juez, nunca quiso extender las órdenes de
allanamiento? No es mi culpa, usted iba a entrar a como diera lugar, ¿no es su
método, detective?
Recuerdo tanto este momento, porque estaba dispuesto a dispararle, al
viejo comisionado, su arrogancia lo tumbaba al piso…
—¡Si, en eso tiene razón! Y ahí encontré esto, ¿la conoce comisionado? —
me preguntó mostrándome la prenda de seda, cerca de mis ojos. El tal Astul
era un travesti, servidor de tragos, y con nombre propio de Silvio, el que
invocaba a las fuerzas de la oscuridad.
—Esta prenda, kafiyeth, de seda roja, lo vinculan con Javier, con Astul y
también con el Macho Alfa, que son uno mismo: ¡Redine Baldetti! El jefe de
la UAN —el viejo se derrumbó.
—Solo les conozco de oídas, más a ese tal Astul, a los otros no —le
respondí, mientras lo miraba, pude sentir que en mi rostro, aparecían el
estallido del asombro y la rabia.
—Y también he descubierto que el señor monseñor Roncalli, capellán de
esta noble delegación, visitaba el sótano de los sótanos, que tenía un letrero
Una salva de todo un, vengo de allí, y encontré esta bolsa negra, conteniendo
100 rollos de papeles, pertenecientes a los casos de pedofilias de los
sacerdotes de Barsabás, claro Roncalli, encontró en la cripta la oportunidad,
para proteger esta información con tanto cuidado que ni el mejor de los
testigos, ni todos juntos, sabían de ella, sólo usted comisionado —dije
dirigiéndome al comisionado, lanzándome una gruesa mirada vacuna.
—Deje al cura en paz, no tiene nada que ver en esto —respondió Negrero,
sumamente malhumorado.
—En los homicidios y en los asuntos de drogas, quizá no, pero sí, es
culpable de encubrir los expedientes de sus colegas clérigos, aprovecho la
oportunidad que usted le dio, para refugiarse en la Celda 23, y lo van a
encontrar responsable de las muchas penetraciones que hizo a más de una
veintena de niños —espeté.
—¡Está bien Gamatto, usted ganó…, la prensa dirá que también, ganó la
sociedad! Solo quiero decirle a todos los presentes que Luciano Negrero, no es
delincuente, mi error consistió únicamente en poner demasiado amor, por las
víctimas desamparadas, me ha dolido grandemente que muchas de ellas,
habían sido burladas, les hicieron perder sus causas por la falta de pruebas, por
las nulidades de la ley, sin testigos que presenciaron los hechos, y dejar de
lado a sus hijos, padres, esposas, esposos, todo terminaba en los archivos,
cuando ya se sabe que los delincuentes, podrían resultar responsables.
Mi error fue sensibilizar tantos casos abandonados por falta de testigos, los
casos eran sobreseídos, o puestos ‘sobre averiguar’ y otros sentenciados, de
ahí conseguí este grupo de antisociales, y pasé a concentrarlos en la Celda 23.
¡Ahora soy responsable para el detective Gamatto! ¿La culpa? Haber creado la
figura de los testigos ´criteriados´, me aplicó mi misma receta, sirvió al
investigador para que con la testigo Tanga, prosperara el proceso de los
médicos traficantes de Alfa PVP. Acepto que fallé con los compañeros de la
UAN, fue callar, cuando debí hablar sobre sus negocios fraudulentos, pero
callé, porque eso me garantizaba guardar mi proyecto C23, ahora algunos de
ellos están en mi contra, han tomado criterio de oportunidad y, como dice el
eslogan de esta ciudad maldita, pues mal paga el diablo al que bien le sirve,
pero estoy seguro, “ja, ja, ja” Estoy seguro ¡que siempre habrá quienes estén
dispuestos a hablar, a hablar, siempre que se les ofrezca un beneficio de
libertad, ¡no les importará a quiénes haya que involucrar! ¡Porque todo lo que
acontece en el país, es como si tratara de una metáfora de las pasiones, lo que
he estado haciendo hecho todos estos años! ¡Aportar pruebas al sistema para
que funcionara, dar pruebas para que se justifiquen los presupuestos de la
nación! ¡Pero Gamatto, lo descubrió todo! He lamentado que a pesar de tener
testigos reales, por fallas técnicas, alegados por los buenos abogados…y es
todo —el comisionado dirigió débil mirada a los presentes, bajando el
semblante, muy avergonzado con mano temblorosa recogió del piso un alfil.
—Esto podrá volverse en contra suya, retractase, señor imputado Luciano
Negrero —advertí.
—¡No, imbécil! Que se retracte tu madre. Lo puedo volver a decir en
cualquier audiencia —le dije al tonto de chaqueta, con toda la ira y con odio;
para él, este día sería el último que yo permanecería de uniforme.
—Y también tendrá que dar cuenta de las personas privadas de libertad en
la Celda 23, que usted utilizó como testigos ´criteriados´ y de los agentes que
se hacían pasar por víctimas en los juicios, ya recodará, sin olvidar detalles —
dijo el detective, mientras un número de personas que estuvieron recluidos en
la celda, se hicieron presentes para señalar al comisionado.
—Usted, usted nos utilizó, dijo que éramos piezas y las declaraciones, eran
sus jugadas de ajedrez, no puede negarlo —dijeron los que fueron liberados de
la Celda C23, en tanto el comisionado, mostraba desparramado su semblante,
casi rozando el piso de su despacho.
—Mi proyecto C23 por borrachos, drogadictos, indigentes, no tenían
donde ir, ¡yo les di sustento, techo! Algo tenían que devolver a la sociedad…
—contestó Luciano Negrero.
—Usted los utilizó en procesos penales, ¡los testigos fueron inducidos a
declarar lo que nunca presenciaron! Y todo esto era porque usted los
manipulaba, el psiquiatra Oliverio Papini, sabe de todo esto, él me lo confesó
todo. ¿Y sabe qué Negrero? Tendrá que explicárselo al juez, ¡llévenselo! —
ordenó Gamatto, con resolución el encierro del comisionado, el que había
dado batalla a la delincuencia, con su propio método que lo había considerado
permanente.

CAPITULO 25

Toda la ciudad de Barsabás amaneció en las calles. Estaban sorprendidos


por un hallazgo inusitado, que al interior de La Plaza de Los Espejos, donde
yacía una piedra de obsidiana de unos 1.6 toneladas, en medio de un clima
nunca visto, aquel cuadro de neblina del momento, y con ello el color
pedernal, cambiaba su tonalidad a verde oscuro, con destellos relucientes,
ajustando mayor misterio, sumado a la de los espejos de sus habitantes, y
sorprendidos porque, unos aseguraban que escuchaban voces de personas del
más allá que les ofrecía una llave, para pasar a un estado de mayor conciencia.
Esto no impidió que pasara desapercibidos el hallazgo de dos muertos. Una
mujer y un hombre cerca de las veintitrés calles poniente. Salvajemente
torturados.
—‘’¡Compre la noticia! ¡Noticia, encuentran dos cadáveres!’’
—Gracias, quédate con el cambio —dije a un canillita cercano al café
principal. Momento que tuve la sensación que alguno de los sujetos de
burdeles, tras mí, sobre todo Silvio, el que practica la santería.
—Una entrevista detective —era el joven de las gafas, el estudiante de
periodismo, el del otro día. Deseaba recoger algunas impresiones de mis casos
resueltos. Rechacé dar información, porque no es la primera vez que he visto
noticias diferentes a como se las he dado a conocer.
Me sorprendió el aumento de dar con mayores pistas, que los responsables
de los crímenes estaban relacionados con los santuarios de las misas negras,
cuando sacrificaban a sus víctimas, para agenciarse el mayor poder del
maligno y no pisar los estrados de la justicia. Y más parecía tener vinculación,
pues la sangre de los occisos, había corrido sin control, lo signos de dolor
estaban presentes, sin escapar el tormento y toda la vejación al que pudieron
haberles sometidos, por sus sanguinarios. Tenía en uno de sus bolsillos
documento identidad, un cigarrillo comenzado, y un trozo de papel con
manchas color pardo que al parecer se trataba de sangre, con el poema
“Pasiones”. Sus familiares y las autoridades la recogieron para hacer las
averiguaciones forenses y después darle las honras fúnebres, después de todo
en Barsabás se decía a manera de aforismo popular, no hay muerto malo.
Se trataba de la Regata, pero su nombre era Rahad Patini, según mi
informe, consideraba que la muerte se debía a que, su familia sabía que halló
la manera de vengar a su hermana menor, Mixy Patini, a quien apodaban la
Conejita. Y Silvio el joven servidor de tragos en los centros nocturnos, éste
guardaba fuerte información del Macho Alfa, dado que practicaba esas artes
ocultas de la santería. Pero se rumoraba que pudo haber sido el sujeto
conocido por el Ganso, y otros que su muerte pudo provenirle por órdenes de
Astul y los nexos de éste con la venta de drogas, en los centros educativos,
terminales de buses discotecas, clínicas, hospitales, universidades, y más. La
droga sintética, se hacía más codiciada dentro del mercado negro; cloaca al
que cayó su hermana, era consumidora, en exceso de sustancias controladas, y
suministradas por aquel ‘extranjero’, bueno extranjero, hasta que terminé por
descubrirle. Redine, era uno de los miembros de la UAN, muy cercano al
comisionado Luciano Negrero, él sabía que yo anduve tras sus pasos y sabía
que cada día que transcurría, le fui tendiendo un cerco a su libertad. No
tardaría llevarlo a la cárcel.
Nunca más se supo, ni se volvió a ver al sujeto en Barsabás, mucha gente
decía que se había embarcado con rumbo al Medio Oriente. Pensé en dar con
quien hiciera de jefe de aquella madriguera de la mafia. No obstante, la orden
de captura había sido girada a todo nivel. Plinio Betaglio, pensó salir del país.
Sus maletas le acompañaron tres meses antes de la sentencia. Su esposa
Alexandra, buscaría una nueva vida, su esposo la despedía desde lejos, ella no
permitió que se le acercara, se marchaba a Valencia. Estimó que allá, en la
tierra de los toros, no habría una fuente para el amor, sino una fuente para el
olvido. El taxista Corvera, le echaría de menos, era de su confianza. Betaglio
aceptó, para sus adentros que, le había descubierto en sus metidas de pata,
confesó la culpabilidad de su separación, perdió a Alexandra, y también a
Natalia, la visitadora, ya no contaban con él, se había constituido en la nueva
enemiga del grupo de médicos y mandos de la policía. Se despedía de sus
hijos, pero no de él.
Dos sentimientos se le unieron al médico en relación a Natalia: el de
matarla y el de abrazarla, con tal que no se marchara de Barsabás. Y cerca del
aeropuerto, en el parqueo principal, donde posiblemente habría la mayor
discreción, estaba un hombre que la observaba sin perderla vista, el taxista
Corvera.
Por parte de Natalia, salía a buscar la fila del ingreso al aeropuerto. Yo fui
quien le dio seguimiento, la miré más hermosa que nunca, la tonalidad de su
maquillaje fresca y natural, con tonalidades de blus marrón mate en sus
mejillas, recuerdo perfectamente su labial vino mate, su boca fogosa, más
encendida que cien manzaneros, y sus orejas asentadas por aretes redondos,
así de impactante apariencia, el movimiento estricto de sus caderas y todos sus
contornos, hacían gala con la cadencia simétrica de los senos, como dos
palomas por alzar el vuelo, en pleno concierto de amor y aventura, lo que bien
pudiera atarle la voluntad de cualquier hombre que pudieran mirarla por
primera y, por segunda vez, terminaría vencidos, como oveja al matadero,
desde luego, por esa cadenas de coitos truncados que fue para muchos de
nosotros, pero la visitadora se marchaba; nos había entregado toda su
colaboración para el azaroso proceso penal.
Los médicos quedaban exonerados de los cargos, en su mayor parte, un
catorce por ciento fue sentenciado a penas menores, que no les impedía ejercer
su profesión; el presidente Plinio Betaglio, y Roger Resinos fueron los más
afectados por la sentencia. Fueron condenados a quince años de prisión con
inhabilitación de sus licencias de profesional. Juraron que pelearían el caso, en
la Corte Suprema de Justicia, contratando a los mejores abogados de Barsabás.
A Betaglio pude confirmar a un más mis sospechas, con la agravante que
di con que había estado ejerciendo de médico sin que tuviera título legal de la
facultad de medicina de Barsabás, solo curso tres años y mitad de otro,
reprobó unas materias, obtuvo un título falsificado, por lo que ya había
presentado toda la información al fiscal de turno, lo que aseguraría otro nuevo
proceso judicial en contra del falso médico, recuerdo que me menciono el
representante del ministerio público que lo procesaría por los delitos de
ejercicio ilegal de profesión, documentación falsa, y desde luego que no se
quitaría de encima la acusación que el comisionado Negrero, podría hacerle
cargar en su contra, porque le practicó la orquiectomía por problemas
prostáticos o extirpación de sus órganos genitales, sin estar legítimamente
autorizado. Sin duda que Betaglio, pasó por los oscuros momentos de haber
recibido la embestida del odio, el revés del amor y el juego de la traición
concentrada en Natalia, no asistiría al Festival de Los Anillos de los
Nibelungos, en compañía de Natalia, como un día lo soñó.
Un último vehículo en llegar al sitio fue uno de placas nacionales,
perteneciente a la policía del Barsabás. Se bajó de un ramplón, buscó entre la
gente a alguien. A Natalia le llamó la atención la presencia de todos, en tanto
pudo disimuló, levantó brevemente la mano en señal de despedida de los que
pudieran verle, poco le importó, si la entendieron o no. El comisionado
Luciano Negrero, debido a sus logros institucionales, gozaba de libertad bajo
juramento, sabía que Natalia le había ganado la partida.
Momentos, que al interior de Barsabás, observé que los sitios aledaños los
espejos fueron crispados reduciéndose a múltiples pedazos, como si cierto
sortilegio les confinara a la destrucción por haber presenciado tremendos
pecados. Natalia, salía del país, no habría más de problemas con ella, solo que
abrigado al deseo de poseerla, se marchaba, sería de otro quizá. Negrero sabía
que podría salir librado del proceso que pesaba en su contra. Y que estaría
dispuesto a esperarla todavía. Negrero, muy cauteloso se acercó al sitio, donde
me encontraba, no olvidaba que lo había arrastrado a un proceso legal;
dejándome caer su mano sobre el hombro. Giré bruscamente al sentir la
agresión, el peligro, resolví sacando de mi cinto una reluciente estrella ninja,
con suficiente carga del veneno mortal, poniéndosela en el cuello del agresor,
momento que se escuchó potente grito:
—¡Nooo! —correspondían las inesperadas voces de mis bellos hijos
Nicole y Luisito, acompañados de Anastasia, mi esposa, corrieron hacia mí,
llegando a mi mente que ese día, en horas de la tarde, sería el estreno de
“Nabucco”. Donde Anastasia interpretaba a Abigail en la ópera; y cerca de
donde estábamos pude observar a un sujeto que se guarecía, sentí temor que
fuera a disparar y matar a mis hijos, aún permanecía escondido entre los
vehículos, momento que lo enfrenté apuntándole a la cabeza con mi arma de
equipo, pero descubrió su rostro, se trataba de Leonardo Bellotas, según
parecía, llegaban por mí, por el esposo, por el padre, por el amigo. Luisito,
llevaba en su mano un libro que lucía pasta nueva, “Las Obras del Amor”, de
Kiarquegard. Nicole, llevaba mi viejo saxofón en el pecho. Impactados de la
alegría rotunda, tatuaban en mí, un estrepitoso sentido abrazador de sosiego y
de humanidad.
Tiempo que sonaba una canción que por tiempos, y que a los de mi
generación nos marcó en la universidad, se trataba de “The Final Countdown”,
de la banda sueca Hard Rock Europe, percibiéndose extrañeza suelta en los
presentes, pero tuve fuerte gratificación, había cesado la atención del entorno.
Momento en que un breve remolino, junto a los pies del comisionado, se
dejaba caer el ala negra de una mariposa.
—¡Buen trabajo! ¡No me arrepiento de haberlo contratado, detective! —
dijo el comisionado, dirigiéndose a mí, asomándole en su hombro derecho una
mariposa, las más negra que se hubiera podido observar en Barsabás. La
presencia del comisionado, parecía ser que asentía que extraño acuerdo, los
había juntado en el mundo de las turbias investigaciones, para llegar al vergel
de las interminables despedidas; un sentido extraño, sin cuerdo previo, nos
había movido para llegar a despedir a Natalia Vasconcelos. No comprendía
que no sólo a mí me interesaba presenciar su partida. A ella parecía ser que un
gusanito oculto, inexplicable del que abrigaba un profundo sentido: no te
vayas, renaciéndole un suspiro, y de sus ojos que parecieron clavarse a los
míos, para decirme: ¡No será para siempre!
Momento, que Natalia, distrajo su atención, en su bolsillo vibraba su
teléfono, dirigió rápida mirada a un costado, cómo preguntándose el origen de
la llamada. Oprimió con dedo pulgar para activarlo.
—¿Natalia, me escuchas? —dijo la voz del desconocido.
—¿Quién llama? —preguntó Natalia.
—¡El Macho Alfa! ¿Me permites que te acompañe?
Era la voz de Redine Baldetti, conocido por el Palestino, por Astul y el
Macho Alfa, las investigaciones arrojaron las pruebas que se trataba de la
misma persona, el jefe de la UAN, aunque fue sometido a proceso, resultó
victorioso.
No fue para menos, la fiscalía solía tener sus benevolencias con sus
colaboradores, con él no fue la excepción, le concedió generoso criterio de
oportunidad a cambio de aportar toda la información, para desarticular la
organización de las drogas al interior de la policía y dentro de otras
dependencias del Estado. Todo esto, no pasó desapercibido y llamó la atención
de residentes y viajeros, que levantaron sus manos con precisión y asombro,
señalando el rumbo poniente de Barsabás, por el impacto del surgimiento de
un inmenso espejo color verduzco y también, brillante que crecía más que
nunca en la ciudad, como fuente de luz que extrañamente se había suspendido
por el aire, iluminando los diez mil kilómetros cuadrados de la ciudad,
momento que un rayo luminoso giró en su derredor, haciendo sentir en los
expectantes, como si el ala candorosa de un enorme pájaro, pasaba
acariciándoles la frente.
De repente, miré que a Natalia la interrumpió inusitada llamada. No
parecía saberlo, o más que todo, parecía que era de esas llamadas inesperadas.
Era Redine Baldetti, el Macho Alfa, el que preparó la turbulencia de los
fármacos, el que removió el piso de tanta gente; pero Natalia no quiso seguir
hablando. Suficiente pena y dolor le había unido al médico Betaglio. Cambió
la temperatura de su cuerpo, extraño sentimiento corría en todo su ser, se
despedía llevando pegado al pecho su bolso predilecto; el sentido de nostalgia
se le unió al de cierto odio y de burla; se alejaba de Barsabás; el avión
ascendería, rompería el pecho de la neblina; en sus adentros una canción
movía sus heridas, corría en desorden las lágrimas de sus hermosos ojos.
Extraño sentimiento me asaltó. Quise escribir un verso, quise dibujar algún
detalle del rostro de Natalia. Acepté que ella me había marcado lo profundo
del alma, no era para menos, su boca más encendida que un campo de un
manzanero, como un panal sus caderas y contornos, tan bien definidos, y de
grandes senos como dos palomas en pleno aleteando un concierto de amor y
ternura, como dos palomas, desafiando esa ley del acogedor movimiento, todo
lo que sucedió entre nosotros, en una de las conversaciones, lo que aconteció,
cuando estuve con ella, a puertas cerradas, cosa tan preciosa, esa pasión que se
me clavó en lo más hondo de mi ser, que sería para mí y por consecuencia, una
metáfora imborrable por el resto mis días.
Por un momento pensé que para la visitadora, abandonar el país no era la
mejor opción. Y quien iba a creerlo que el avión, abordado por ella, tuvo un
retraso, de esos retrasos que se vuelven recurrentes en las estaciones aéreas.
Todo eso sucedió, digo yo, como advirtiéndole a la visitadora acerca de
extraño augurio; resulta que el mismo avión, sufrió desperfectos mecánicos,
tan irreparables que explosionó convirtiéndose en una portentosa antorcha de
fuego, que con la mayor de las soberbias, extendía la ancha pasarela de la
muerte. Las ambulancias estuvieron prestas para el rescate de los cuerpos,
apenas irreconocibles por las horrendas quemaduras, sin que nadie
sobreviviera para contar la tragedia.
Y parecía ser que la visitadora, a todos nos había dado una lección, a partir
de ese momento comprendí que hay comodidades con inmedible precio, que el
error de Natalia había sido permanecer ligada al puerto de sus ambiciones,
movida por el lastre que producen las atracciones y por el encerado camino de
las contradicciones, de las que muchas veces no siempre se sale victorioso,
sobre todo cuando nos encontramos con los influjos del poder y los encantos
de una bella dama, constituyendo un símbolo, quizás un significado para
cualquiera que sobreviva al presente siglo, del que tarde o temprano, tendrá
que enfrentarse con la prueba de las tentaciones, con esa fuerza misteriosa que
arrastra la metáfora de las pasiones…

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