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Decía el jurista italiano Francesco Carnelutti que los seres humanos cuando juzgan a un semejante

se colocan en una posición similar a la de Dios, de ahí que tengan que extremar las cautelas para
asegurarse la mayor imparcialidad en su fallo. La ilustración, con todas sus luces y sus sombras,
trajo asombrosos avances civilizatorios. Algunos de ellos se plasmaron en la denominada
humanización del derecho penal. Se proscribieron las penas inhumanas y degradantes, se consagró
la idea de que la responsabilidad penal deriva de la comisión de un hecho penado por la ley y no de
la personalidad de su autor o se estableció la presunción de inocencia.

Todas estas ideas se basan en la idea que apuntaba Carnelutti. Los seres humanos no somos
infalibles y muchas veces obramos movidos por pasiones y deseos que pueden nublar nuestra
imparcialidad y buen juicio. Es por lo tanto necesario que la potestad punitiva del estado, la más
grave de todas, se racionalice al máximo a fin de evitar que la justicia degenere en venganza.

Últimamente, como consecuencia del auge del feminismo más extremista, asistimos atónitos a un
ataque sin precedentes a los fundamentos en los que descansa un sistema penal y judicial basado en
la idea del imperio del derecho y en una concepción liberal de la justicia penal.

Casos como el de la manada o más recientemente el de la condena de Juana Rivas por un doble
delito de sustracción de menores han servido como coartada para que el feminismo radical lance un
brutal ataque contra los fundamentos del derecho penal occidental.

El establecimiento de una asimetría en las penas entre hombres y mujeres para el delito de lesiones
en el seno de una pareja, cuya constitucionalidad fue sorprendentemente refrendada por el Tribunal
Constitucional, constituyó la primera incursión de la llamada ideología de género en el derecho
penal español. A dicha ley le han seguido otras en el ámbito autonómico que profundizan en esa
idea del feminismo radical que vincula la violencia en la pareja con la existencia de un patriarcado
generalizado, que ejercería una violencia sistémica sobre las mujeres. Esta supuesta situación de
violencia prevalente y generalizada justificaría la intervención generalizada de las administraciones
públicas en el ámbito sancionatorio. Este crecimiento exorbitante de la potestad sancionadora de las
administraciones públicas no se justifica por los índices de dicha forma de criminalidad en la
sociedad española, donde las estadísticas dejan bien claro que España es uno de los países con tasas
más bajas de dicha forma de criminalidad en Europa. Por otro lado al incrementar la potestad
sancionadora de las administraciones públicas nuestro país se decanta claramente por un modelo
menos garantista para el ciudadano.

Las últimas propuestas que el gobierno está filtrando a los medios de comunicación más permeables
a las tesis del feminismo más radical apunta hacia un cuestionamiento cada vez más profundo de los
fundamentos garantistas del sistema penal. La pretensión de imponer una lectura ideológica y no
criminológica de la llamada violencia de género a jueces y magistrados por parte del gobierno
constituye un ataque brutal al principio de la libre valoración de la prueba que es un principio
básico para garantizar la imparcialidad del juzgador.

Las propuestas de modificación del código penal en todo lo relativo al consentimiento sexual
ahondan en ese cuestionamiento profundo de la presunción de inocencia al trasladar la carga de la
prueba de la acusación a la defensa. Sin presunción de inocencia no hay seguridad jurídica y sin
seguridad jurídica no hay estado de derecho.

Nuestro derecho penal descansa sobre el principio de que la responsabilidad penal descansa en el
comisión de un hecho tipificado como delito por la ley, frente a los estados totalitarios donde la
responsabilidad penal se fundamenta en la personalidad del autor. Si nadie puede ser condenado,
salvo que se demuestre su culpabilidad en un proceso dotado de las mayores garantías procesales,
ninguna reforma de los delitos contra la autodeterminación sexual puede fundamentarse en la
exclusiva declaración de la víctima como prueba de cargo. De lo contrario adoptaríamos un enfoque
más propio del derecho penal de autor, donde la condición de delincuente no tiene porque
materializarse en ningún hecho probado más allá de toda duda razonable, sino que es suficiente que
alguien sea visto como maltratador por la presunta víctima o por la opinión pública. Esto es
precisamente lo que demandan estas verdaderas jaurías que se están manifestando delante de
juzgados y tribunales por toda la geografía española; pasar de una responsabilidad penal basada en
la comisión de un hecho delictivo a una concepción del derecho penal de autor.

Según esta concepción del derecho penal, que estuvo vigente durante el III reich alemán, lo que
hace a alguien merecedor de una pena no es lo que haya hecho sino su forma de ser que se
considera asocial o contraria al sentir popular. Algo parecido es lo que defiende cierto feminismo
cuando aborda la espinosa cuestión de la violencia en el seno de la pareja. Prescindiendo de lo que
dice al respecto la psiquiatría o la cronología opta, en cambio, por una explicación monocausal
donde la violencia de pareja no deja de ser la traducción individual de una violencia sistémica
generalizada contra las mujeres por el hecho de ser mujeres. Todos los individuos de género
masculino, en la medida en que ha sido educados en una cultura machista, son susceptibles de
cometer actos violentos contra sus parejas, sus madres, sus compañeras de trabajo etc. La
personalidad del varón es la expresión de un clima social donde la mujer es considerada inferior y
claramente subordinada a los intereses patriarcales del varón. Esta es la explicación ideológica del
feminismo, que no dista mucho de las visiones también ideológicas que tenía el marxismo para los
delitos económicos en el seno del capitalismo. No debe sorprender que las propias feministas
muestren su desconcierto ante la insuficiencia de las medidas que proponen para erradicar la
violencia de pareja. Los hechos no se acomodan a sus teorías. En vez de optar por una visión
criminológica prefieren seguir instaladas en el discurso ideológico, pues es más productivo para
difundir sus mensajes de odio de género y de imposición de nuevas formas de entender la
sexualidad.

Tampoco ayuda lo más mínimo el populismo judicial con el que ciertos medios de comunicación de
masas presentan las noticias relativas a la violencia de género. El sensacionalismo y el alarmismo
extremo con el que son presentados estos casos, luctuosos sin duda, no hace más que contribuir al
establecimiento de un clima de alarma social exagerado entre la población. Mediante esta hábil
manipulación mediática el feminismo radical está consiguiendo que una parte importante de la
sociedad civil se conciencie sobre la existencia de una sociedad patriarcal y violenta que ejerce,
según sus proponentes, una violencia brutal sobre las mujeres. Norbert Elías apuntaba en su obra El
Proceso de la civilización que todos los cambios civilizatorios vienen precedidos de cambios en el
lenguaje. Generalmente mediante el control del lenguaje se procede a una sustitución de la coacción
externa por una forma de auto control mucho más efectiva.

Resignificando el lenguaje, algo que es patrimonio de todos, se logra que todos pensemos y
actuemos del mismo modo, pues el miedo a perder prestigio social y no salirnos de lo que está bien
visto nos hace adaptarnos a lo que es socialmente exigido. La hipertrofia de nuevos vocablos que el
feminismo está poniendo en boga, con sus campañas mediáticas, apunta en esta dirección que nos
lleva al pensamiento único. Justo lo que apuntaba la ministra de igualdad Carmen Calvo cuando
demandaba que el feminismo radical fuera transversal y obligatorio para todas las formaciones
políticas del espectro político de derecha a izquierda.

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