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Esplendores y miserias de
las cortesanas
PRIMERA PARTE
DE QUÉ MODO AMAN LAS RAMERAS
GÉORGIS D'ESTOURNY
SEGUNDA PARTE
LO QUE EL AMOR CUESTA A LOS VIEJOS
"Señor barón:
"No dé ninguna importancia a la carta que le he
mandado y que era fruto de un retorno
momentá neo a mi loca juventud; perdone, pues, a
una muchacha que debiera ser una esclava. Nunca
habı́a sentido tanto la bajeza de mi condició n como
desde el dı́a en que fui entregada a usted. Usted ha
pagado, me debo a usted. No hay nada tan sagrado
como las deudas del deshonor. No tengo derecho a
liquidar echá ndome al Sena. Siempre se puede
pagar una deuda en esta repugnante moneda que
só lo es buena por un lado, de modo que me hallará
usted a sus ó rdenes. Quiero pagar en una sola
noche todas las sumas que está n hipotecadas sobre
aquel instante fatal, y tengo la certidumbre de que
una hora conmigo vale millones, con tanto mayor
motivo cuanto que será la ú nica, y la ú ltima.
Despué s ya habré cumplido y podré abandonar la
vida. Una mujer honesta tiene alguna posibilidad de
recuperarse tras una caı́da; nosotras, en cambio,
caemos demasiado bajo. De modo que mi decisió n
está tomada con tal irmeza, que le ruego conserve
esta carta como testimonio de los motivos de la
muerte de la que, por un día, se reconoce
"Su humilde servidora,
"Esther."
Despué s de mandar esta carta, Esther sintió
haberla escrito. Diez minutos má s tarde, escribı́a
una tercera carta, cuyo texto era el siguiente:
TERCERA PARTE
ADONDE LLEVAN LOS MALOS CAMINOS
Al dı́a siguiente, a las seis, dos coches celulares de
los que el pueblo llama, con expresió n ené rgica,
escurrideras para lechuga salieron de la Force en
dirección a la Conserjería, al Palacio de Justicia.
Habrá pocos caminantes ociosos que jamá s hayan
encontrado por las calles este calabozo ambulante;
pero aunque la mayor parte de los libros se
escriban ú nicamente para los parisienses, los
forasteros estará n seguramente satisfechos de
hallar aquı́ una descripció n del aparato formidable
de nuestra justicia criminal. ¡Quié n sabe! Quizá las
policı́as rusa, alemana o austrı́aca, las magistraturas
de los paı́ses que carecen de estos coches celulares,
se bene iciará n de ello; y en varios paı́ses
extranjeros la imitación de este medio de transporte
sería seguramente una mejora para los presos.
Este horrendo vehı́culo de caja amarilla, montado
sobre dos ruedas y reforzado con plancha metá lica,
está dividido en dos compartimientos. Delante hay
un banquillo tapizado en cuero y ante el cual se alza
un tablero. Es la parte libre del vehı́culo, y en ella se
colocan un alguacil y un gendarme. Una fuerte reja
de hierro con teja metá lica separa, a todo lo alto y a
todo lo ancho del coche, esta especie de cabriolé del
segundo compartimiento, donde hay dos bancos de
madera colocados, como en los ó mnibus, a ambos
lados de la caja y en los que se sientan los presos;
é stos son introducidos en su interior por medio de
un estribo y por una portezuela sin abertura alguna
que se halla al fondo del coche. Su sobrenombre de
"escurridera para lechuga" viene de que
primitivamente, al ser el vehı́culo enrejado por
todos lados, los presos iban zarandeados de un lado
para otro. Para mayor seguridad, y en previsió n de
algú n accidente, un gendarme a caballo sigue al
coche, sobre todo cuando conduce a condenados a
muerte al lugar de la ejecució n. Ası́ la evasió n es
imposible. El coche, reforzado por una plancha
metá lica, está a prueba de cualquier herramienta.
Los presos, que son escrupulosamente cacheados
en el momento de su detenció n o de su
encarcelamiento, só lo pueden, a lo sumo, llevar
engranajes de reloj que permiten aserrar barrotes,
pero que resultan impotentes ante super icies
planas. Por eso, la "escurridera de lechuga",
perfeccionada por el genio de la Policı́a de Parı́s, ha
acabado sirviendo de modelo para el coche celular
que conduce a los condenados a presidio y que
sustituye a la horrible carreta de antañ o, vergü enza
de las civilizaciones anteriores, aunque Manon
Lescaut la haya ilustrado. Primero mandan en el
coche celular a los presos preventivos de las
diversas cá rceles de la capital al Palacio de Justicia
para ser interrogados por el magistrado instructor.
En la jerga carcelaria a esto se le llama ir a la
instrucció n. Luego mandan a los acusados de estas
mismas prisiones al Palacio de Justicia para ser
juzgados, si se trata de casos de justicia
correccional. Cuando es asunto, en la terminologı́a
del Palacio de Justicia, de la Sala de lo Criminal, se
los traslada de las cá rceles a la Conserjerı́a, que es
la Sala de Justicia del departamento del Sena.
Finalmente, los condenados a muerte son
conducidos en uno de estos coches celulares desde
Bicê tre a la barrera de Saint-Jacques, lugar
destinado a las ejecuciones desde la revolució n de
Julio. Gracias a la ilantropı́a, estos desdichados ya
no soportan el suplicio que representaba el antiguo
trayecto desde la Consejerı́a a la plaza de Gré ve en
una carreta absolutamente semejante a las que usan
los vendedores de madera. Esta carreta está
reservada actualmente al transporte del cadalso. Sin
estas explicaciones no se comprenderı́a el
comentario que hizo un ilustre condenado a muerte
a su có mplice al subir al coche celular: "Ahora es
asunto de los caballos." Es imposible ir al patı́bulo
má s có modamente de lo que se va ahora en Parı́s.
En aquel momento dos coches que salieron tan de
mañ ana servı́an excepcionalmente para conducir a
dos presos preventivos de la prisió n de la Force a la
Consejerı́a; cada uno de estos presos ocupaba por
sí solo un vehículo.
Las nueve dé cimas partes de los lectores y las
nueve dé cimas partes de la ú ltima dé cima parte
ignoran probablemente las diferencias
considerables que separan estas palabras:
inculpado, preso preventivo, acusado, detenido,
prisió n, sala de justicia; seguramente se
sorprenderá n al saber que se trata de todo nuestro
Derecho Penal, cuya explicació n clara y sucinta se
les dará dentro de poco, tanto para su propia
instrucció n como para que puedan comprender con
claridad el desenlace de esta historia. Ademá s, en
cuanto se sepa que el primer coche llevaba a
Jacques Collin y el segundo a Lucien, el cual en
pocas horas acababa de pasar de la cumbre de la
grandeza social al fondo de un calabozo, la
curiosidad estará ya su icientemente excitada. La
actitud de los dos có mplices era caracterı́stica de
cada uno de ellos. Lucien de Rubempré se escondı́a
para evitar las miradas que los viandantes dirigı́an
hacia el enrejado del siniestro y fatal vehı́culo a su
paso por la calle Saint-Antoine en direcció n al rı́o, a
travé s de la calle du Martroi y de la arcada de Saint-
Jean, bajo la cual se pasaba entonces para cruzar la
plaza del Ayuntamiento. Hoy en dı́a esta arcada
constituye la puerta de acceso a la residencia del
prefecto del Sena, en el vasto palacio municipal. El
audaz presidiario, en cambio, pegaba su rostro a la
reja de su coche, entre el alguacil y el gendarme,
quienes charlaban entre sı́, con iados en la
seguridad del vehículo celular.
Las jornadas de Julio de 1830 y su formidable
tempestad hasta tal punto cubrieron con su
estruendo los acontecimientos anteriores, y el
interé s polı́tico absorbió tanto a Francia durante los
seis ú ltimos meses de aquel añ o, que hoy ya nadie
se acuerda, o apenas se acuerda, de aquellas
catá strofes privadas, judiciales o inancieras, por
insó litas que fueran, que constituyen el consumo
anual de la curiosidad de Parı́s y que no escasearon
en los seis primeros meses de aquel añ o. Es
necesario, pues, hacer notar cuá n agitado estuvo
entonces Parı́s por la noticia de la detenció n de un
sacerdote españ ol hallado en la casa de una
cortesana y por la del elegante Lucien de
Rubempré , el futuro de la señ orita de Grandlieu,
arrestado en la carretera de Italia, en el pueblecito
de Grez, acusados ambos de un asesinato cuyo fruto
subı́a a los siete millones. El escá ndalo de este
proceso superó durante algunos dı́as el enorme
interé s despertado por las ú ltimas elecciones
realizadas en tiempos de Carlos X.
En primer lugar, este proceso criminal sé debı́a en
parte a una denuncia hecha por el baró n de
Nucingen. Ademá s, la detenció n de Lucien, en
vı́speras de convertirse en secretario ı́ntimo del
primer ministro, removı́a a la sociedad parisiense
de má s alto rango. En todos los salones de Parı́s
má s de un joven se acordó de haber sentido envidia
hacia Lucien por haber sido distinguido por la bella
duquesa de Maufrigneuse, y todas las mujeres
sabı́an que despertaba en aquellos momentos el
interé s de la señ ora de Sé rizy, esposa de uno de los
principales personajes del Estado. Por ú ltimo, la
hermosura de la vı́ctima gozaba de una singular
celebridad en los diversos mundos que componen
Parı́s: en el gran mundo, en el mundo de la juventud
y en el mundo literario. Desde hacı́a dos dı́as todo el
mundo en Parı́s hablaba, pues, de estas dos
detenciones. El juez de instrucció n a quien
correspondió el asunto, el señ or Camusot, vio en é l
una oportunidad de ascenso; y para actuar con la
má xima rapidez posible, habı́a ordenado que los
dos inculpados fueran transferidos de la Force a la
Conserjerı́a en cuanto Lucien de Rubempré hubiera
llegado de Fontainebleau. Puesto que el padre
Carlos no pasó en la Force má s que doce horas y
Lucien la mitad de una noche, no es preciso
describir esta cá rcel que, desde entonces, ha sido
enteramente modi icada; en cuanto a las
particularidades del encarcelamiento, serı́a una
repetición de lo que iba a ocurrir en la Conserjería.
Pero antes de entrar en el terrible drama de una
instrucció n criminal, es imprescindible, como acaba
de decirse, explicar la marcha normal de un proceso
de esta clase; en primer lugar, se comprenderá
mejor, tanto en Francia como en el extranjero, la
diversidad de fases de que se compone; ademá s, los
que la desconocen podrá n apreciar la economı́a del
derecho penal tal como lo concibieron los
legisladores en tiempos de Napoleó n. Y esto es
tanto má s importante cuanto que esta grande y
hermosa obra corre en estos momentos el peligro
de ser destruida por el sistema llamado
penitenciario.
Se comete un crimen: si hay lagrancia, los
inculpados son conducidos al cuerpo de guardia
má s pró ximo y metidos en esa celda que el pueblo
denomina violı́n, seguramente por la mú sica que de
ella sale: allí se grita o se llora. De allí, los inculpados
comparecen ante el comisario de policı́a, que
procede a un comienzo de instrucció n, y que puede
soltarlos si ha habido error; por ú ltimo, los
inculpados son trasladados al depó sito de la
Prefectura, donde la policı́a los guarda a disposició n
del procurador del rey y del juez de instrucció n,
que, segú n la gravedad de los casos, avisados con
mayor o menor prontitud, llegan e interrogan a los
individuos en situació n de arresto preventivo.
Segú n la naturaleza de las sospechas, el juez de
instrucció n irma una orden de depó sito y manda
encarcelar a los inculpados. En Parı́s hay tres
prisiones: Sainte-Pé lagie, la Force y Les
Madelonnettes.
Obsé rvese la expresió n de inculpados. Nuestro
có digo ha establecido tres distinciones esenciales
para los procedimientos penales: la inculpació n, la
prevenció n y la acusació n. Mientras no se haya
irmado ninguna orden de arresto, los supuestos
autores de un crimen o de un delito grave son
inculpados; bajo el peso de una orden de arresto, se
convierten en presos preventivos, y quedan pura y
simplemente en prisió n preventiva mientras sigue la
instrucció n. Al terminarse la instrucció n, una vez el
tribunal ha dictaminado que los presos preventivos
tienen que ser trasladados a la audiencia, pasan a
ser acusados, cuando la audiencia real ha juzgado, a
instancias del procurador general, que hay cargos
su icientes para pasarlos a la sala de lo criminal. Ası́
pues, los sospechosos de crimen pasan por tres
estados distintos, por tres blancos, antes de
comparecer ante lo que se llama la justicia del paı́s.
En « primer estado, los inocentes tienen muchos
medios de justi icació n: el pú blico, la guardia, la
policı́a. En el segundo estado comparecen ante un
magistrado, son confrontados con los testigos y
juzgados por la sala de un tribunal en Parı́s o por
todo un tribunal en los departamentos. En el
tercero comparecen ante doce consejeros y, en caso
de error o de defecto de forma, los acusados
pueden apelar al Tribunal Supremo. Los jurados,
cuando absuelven a un acusado, no saben a cuá ntas
autoridades populares, administrativas y judiciales
abofetean. Por eso, a nuestro juicio, es muy difı́cil
que en Parı́s (no hablamos aquı́ de otras
jurisdicciones) un inocente llegue jamá s a sentarse
en el banquillo de la sala de lo criminal.
El detenido equivale al condenado. Nuestro
Derecho Penal ha creado establecimientos
penitenciarios que corresponden a las tres
categorı́as de preso preventivo, de acusado y de
condenado. El encarcelamiento supone una pena
ligera, es el castigo de un delito mı́nimo; la
detenció n es ya una pena a lictiva, y en ciertos casos
infamante. Los que actualmente proponen el
sistema penitenciario pretenden, pues, acabar con
un admirable derecho penal en el cual las penas
estaban graduadas, y ası́ propugnan que se
castiguen las faltas leves casi con tanta severidad
como los mayores crı́menes. Por otra parte, pueden
compararse en las ESCENAS DE LA VIDA POLITICA
(Vé ase Un asunto tenebroso) las extrañ as
diferencias que existieron entre el derecho penal
del có digo de Brumario del añ o IV y el del có digo de
Napoleón que lo sustituyó.
En la mayorı́a de los grandes procesos, como en
este caso, los inculpados pasan en seguida a prisió n
preventiva. La justicia lanza inmediatamente la
orden de depósito o de detención.
Efectivamente, en casi todos los casos, los
inculpados, o bien se han dado a la fuga, o bien han
sido sorprendidos al instante. Como ya se ha visto,
la policı́a, que no es má s que el medio de ejecució n,
y la justicia, habı́an llegado con la presteza del rayo
al domicilio de Esther. Aun cuando no hubiera
habido motivos de venganza, que movieron a
Corentin a informar a la policı́a judicial, habı́a la
denuncia de un robo de setecientos cincuenta mil
francos puesta por el barón de Nucingen.
En el instante en que el primer coche, que llevaba a
Jac-ques Collin, llegó a la arcada de Saint-Jean,
pasaje estrecho y sombrı́o, algú n estorbo obligó al
cochero a parar bajo la arcada. Los ojos del
detenido brillaban a travé s de la reja como dos
carbunclos, pese a su má scara de moribundo que el
dı́a antes habı́a convencido al director de la Force
de la necesidad de llamar al mé dico. Aquellos ojos
fulgurantes, libres en aquel momento porque ni el
gendarme ni el alguacil se volvı́an para ver a su
custodiado, hablaban un lenguaje tan claro, que
cualquier juez instructor há bil, como el señ or
Popinot, por ejemplo, habrı́a reconocido al
presidiario cometiendo un sacrilegio. Efectivamente,
Jacques Collin, desde que el coche celular, habı́a
franqueado la puerta de la Force, lo examinaba
todo a su paso. Pese a la rapidez de la carrera,
abrazaba con una mirada á vida y exhaustiva las
casas desde el ú ltimo piso hasta la planta baja. Veı́a
a todos los viandantes y los examinaba. Dios no
capta su creació n en sus medios y en su in mejor
de lo que aquel hombre podía captar los más nimios
detalles en las cosas y en las personas. Armado de
una esperanza, como lo estuvo el ú ltimo de los
Horacios de ¡su espada, esperaba socorro. Para
cualquiera que no fuera aquel Maquiavelo del
presidio, tal esperanza habrı́a parecido} tan
irrealizable que se habrı́a dejado ver
maquinalmente, como hacen casi todos los
culpables. Ninguno de ellos piensa en resistir, dada
la situació n en que la justicia y la policı́a de Parı́s
colocan a los acusados, especialmente a los
incomunicados, como era el caso de Lucien y el de
Jacques Collin. UnoN. no se imagina el sú bito
aislamiento en que se encuentra un preso
preventivo: los gendarmes que lo detienen, el
comisario que lo interroga, los que lo llevan a la
cá rcel, los guardianes que lo conducen a lo que
literalmente se llama calabozo, los que lo cogen por
debajo de los brazos para hacerlo subir a un coche
celular, en de initiva, todos los seres que le rodean
desde el momento de su arresto, permanecen
mudos o registran sus palabras para repetirlas ante
la policı́a o ante el juez. Esta separació n absoluta
entre el mundo entero y el detenido, lograda con
tanta facilidad, produce un descalabro completo de
sus facultades y una asombrosa postració n del
espı́ritu, sobre todo cuando se trata de alguien que
no esté familiarizado por sus antecedentes con la
acció n de la justicia. El duelo entre el culpable y el
juez es, pues, tanto má s terrible cuanto que la
justicia cuenta con el silencio de los muros y la
incorruptible indiferencia de sus agentes.
No obstante, Jacques Colhn o Carlos Herrera (hay
que darle uno u otro nombre de acuerdo con las
necesidades de la situació n) conocı́a desde hacı́a
tiempo las costumbres de la policı́a, de los
carceleros y de la justicia. Por eso aquel gigante de
la astucia y de la corrupció n habı́a empleado todas
las fuerzas de su espı́ritu y los recursos de su
mı́mica para ingir la sorpresa y la ingenuidad de un
inocente, mientras representaba ante los
magistrados la comedia de su agonı́a. Como se vio,
Asia, esa sabia Locusta, le habı́a hecho tomar un
veneno mitigado para producirle los sı́ntomas de
una enfermedad mortal. La acció n del señ or
Camusot, la del comisario de policı́a y la actividad
interrogante del procurador real habı́an sido, pues,
anuladas por la acción de una apoplejía fulgurante.
—Se ha envenenado —habı́a exclamado el señ or
Camusot, horrorizado por los sufrimientos del
supuesto sacerdote cuando lo habı́an bajado de la
buhardilla presa de horribles convulsiones.
Les habı́a costado mucho esfuerzo a cuatro agentes
escoltar al padre Carlos por la escalera hasta la
habitació n de Esther, donde estaban reunidos todos
los magistrados y gendarmes.
—Es lo mejor que podı́a hacer si es culpable —
había contestado el procurador del rey.
—¿Creen ustedes que está enfermo?... —habı́a
preguntado el comisario de policía.
La policı́a siempre duda de todo. Los tres
magistrados habı́an hablado entonces entre sı́ y,
como se supone, al oı́do, pero Jacques Collin habı́a
adivinado por sus isonomı́as el tema de sus
con idencias, y lo habı́a aprovechado para
imposibilitar el interrogatorio sumario que se hace
en el momento de la detenció n, o para hacerlo por
lo menos totalmente irrelevante; habı́a balbuceado
algunas frases en las que el españ ol y el francé s se
combinaban de tal forma que resultaban sin
sentido.
En la Force aquella comedia habı́a tenido
primeramente un é xito completo porque el jefe de
la Seguridad (abreviació n de "jefe de la brigada de
la policı́a de Seguridad"), Bibi-Lupin, que antañ o
habı́a detenido a Jacques Collin en la pensió n de la
señ ora Lauquer, estaba de servicio en provincias, y
le sustituı́a un agente considerado el probable
sucesor de Bibi-Lupin, que no conocía al presidiario.
Bibi-Lupin, expresidiario y compañ ero de presidio
de Jacques Collin, era enemigo personal suyo. Esta
enemistad arrancaba de las reyertas en las que
Jacques Collin habı́a triunfado siempre, y en la
supremacı́a ejercida por Engañ amuertes sobre sus
compañ eros. Por ú ltimo, Jacques Collin habı́a sido
durante diez añ os la Providencia de los reos
liberados, su jefe y consejero en Parı́s, su tesorero,
y, por consiguiente, el antagonista de Bibi-Lupin.
Ası́ pues, aunque incomunicado, contaba con la
idelidad inteligente y absoluta de Asia, su brazo
derecho, y quizá con Paccard, su brazo izquierdo, a
quien esperaba volver a tener a sus ó rdenes una
vez puestos a salvo por el cuidadoso lugarteniente
los setecientos cincuenta mil francos robados. Esta
era la razó n de la sobrehumana atenció n con la que
su vista lo abarcaba todo por el camino. ¡Extrañ a
cosa! Su esperanza iba a ser plenamente satisfecha.
Las dos gruesas paredes de la arcada de Saint-Jean
estaban cubiertas hasta una altura de seis pies por
una capa permanente de barro producida por las
salpicaduras del arroyo; los viandantes, para
protegerse del pasó incesante de coches y de sus
posibles golpes, no contaban má s que con mojones,
deshechos desde hacı́a tiempo por los cubos de las
ruedas. Má s de una vez la carreta de un cantero
habı́a aplastado a algú n peató n desprevenido. Ası́
fue París durante mucho tiempo y en muchos de sus
barrios. Este detalle puede hacer comprender la
estrechez de la arcada de Saint-Jean y lo fá cil que
era obstruirla. Bastaba que un coche de punto
entrara por la plaza de Gré ve, mientras que una
vendedora ambulante empujando su carro cargado
de manzanas llegaba por la calle du Martroi, para
que un tercer coche produjera un atasco. Los
peatones huı́an asustados, buscando un mojó n que
pudiera preservarles del golpe de los antiguos
cubos, cuya longitud era tan desmesurada que hizo
falta una ley para acortarlos. Cuando el coche
celular llegó , la arcada estaba obstruida por una de
esas vendedoras ambulantes tan caracterı́sticas, de
las que aú n quedan algunas en Parı́s, pese al
creciente nú mero de tiendas de fruta. Era un
ejemplar tan caracterı́stico de vendedora
ambulante, que cualquier guarda municipal, si esta
institució n hubiera existido entonces, la habrı́a
dejado circular sin pedirle que le enseñ ara el
permiso, pese a su siniestro aspecto, que exhalaba
olor a crimen. Su cabeza, cubierta por un feo
pañ uelo de algodó n a cuadros hecho harapos,
estaba erizada de mechones rebeldes de cabellos
que parecı́an cerdas de jabalı́. Su cuello colorado y
lleno de arrugas era sobrecogedor, y la toquilla
dejaba un poco al descubierto una piel curtida por
el sol, el polvo y el barro. El vestido se parecı́a a una
alfombra. Los zapatos parecı́an hacer muecas, como
si se burlaran de la cara de la vieja, que tenı́a tantos
agujeros como el vestido. ¡Y qué porquerı́a?... Un
emplasto llevarı́a menos suciedad. Aquel harapo
ambulante y fétido debía afectar el olfato de la gente
delicada desde una distancia de diez pasos. Sus
manos habrı́an hecho un centenar de siega».
Aquella mujer, o bien volvı́a de algú n aquelarre
alemá n, o salı́a de un asilo de mendicidad. Pero,
¡qué miradas!... qué audaz inteligencia y qué
contenida energı́a habı́a en los rayos magné ticos de
su mirada cuando se cruzaron con la de Jacques
Collin para intercambiar una idea.
—¡Apá rtate, viejo criadero de piojos!... —gritó el
cochero con una voz ronca.
—No irá s a aplastarme, hú sar de la guillotina —
contestó la mujer—; tu mercancı́a no vale lo que la
mía.
Y tratando de arrinconarse entre dos mojones para
abrir paso, la vendedora obstruyó el paso el tiempo
necesario para el cumplimiento de su proyecto.
"¡Oh, Asia! —dijo para sus adentros Jacques Collin,
que reconoció inmediatamente a, su có mplice—.
Todo marcha."
El cochero seguı́a intercambiando bellas palabras
con Asia, y se acumulaban los vehı́culos en la calle
du Martroi.
—Ahé !... pé cairé jermati. Souni la. Vedrem!... —
exclamó la vieja Asia con esas modulaciones propias
de las vendedoras ambulantes que deforman de tal
manera sus palabras que se convierten en
onomatopeyas inteligibles ú nicamente a los
parisienses.
ÉSTE ES MI TESTAMENTO
La Conserjería, a quince de mayo de 1830.
"Entrego a los hijos de mi hermana, la señ ora Eve
Chardon, esposa de David Sé chard, antiguo
impresor de Angulema, y del señ or David Sé chard,
la totalidad de bienes muebles e inmuebles que me
pertenezcan el dı́a de mi muerte, tras deducció n de
los pagos y legados que ruego a mi albacea lleve a
cabo.
"Ruego al señ or de Sé rizy que acepte el cargo de
ser mi albacea.
DECLARACIÓN
"Declaro retractarme enteramente de lo que
contiene el interrogatorio al que me ha sometido
hoy el señor Camusot.
"El reverendo Carlos Herrera, habitualmente, decı́a
ser mi padre espiritual, y he debido de equivocarme
a propó sito de estas palabras tomadas por el juez
en otro sentido, seguramente por error.
"Sé que con una inalidad polı́tica, y para aniquilar
ciertos secretos relativos a los gabinetes de Españ a
y de las Tunerı́as, algunos agentes secretos de la
diplomacia tratan de identi icar al padre Carlos
Herrera con un presidiario llamado Jacques Collin;
sin embargo, el padre Carlos Herrera só lo me ha
hablado, a este respecto, de sus esfuerzos por
conseguir las pruebas de la muerte o de la
existencia del susodicho Jacques Collin.
"En la Conserjería, a 15 de mayo 1830.
"Lucien de Rubempré."
La iebre del suicidio daba a Lucien una gran
clarividencia, le conferı́a esa activa fecundidad que
experimentan todos los autores que se hallan bajo
el estado febril que provoca la creació n. Su empuje
era tan grande, que escribió los cuatro documentos
en media hora; hizo con ellos un paquete, lo lacró y,
con la fuerza que da el delirio, imprimió en la cera el
sello que llevaba en un dedo con sus armas; lo
colocó muy visiblemente en el suelo, en mitad de la
habitació n. Seguramente era difı́cil concluir con
mayor dignidad aquella falsa situació n en la que se
habı́a sumido Lucien con tanta infamia: ası́ libraba
su memoria de todo oprobio y reparaba el dañ o
in lingido a su có mplice en la medida en que el
á nimo del dandy podı́a anular los efectos de la
irreflexividad del poeta.
Si Lucien hubiera estado en una de las celdas de
incomunicació n, se habrı́a visto en la imposibilidad
de cumplir su propó sito, porque esas cajas de
piedra tallada só lo tienen como mobiliario una
especie de catre y un balde para satisfacer
necesidades imperiosas. En ellas no se encuentra ni
un clavo, ni una silla, ni siquiera un taburete. El
catre está empotrado tan só lidamente que es
imposible moverlo sin hacer un esfuerzo que serı́a
fá cilmente advertido por el vigilante, puesto que la
mirilla de hierro está siempre abierta. Ademá s,
cuando el preso preventivo da que temer, se pone a
un gendarme o a un agente para vigilarlo. En las
habitaciones de la Pistola, y en la que Lucien
ocupaba gracias a las atenciones que el juez habı́a
querido prodigar a un joven perteneciente a la alta
sociedad de Parı́s, el lecho movible, la mesa y la silla
podı́an servir para un suicidio, sin que por ello
resultara fá cil. Lucien llevaba una larga corbata azul
de seda; ya mientras volvı́a del interrogatorio
pensaba en la manera como Pichegru, de un modo
má s o menos voluntario, se habı́a dado muerte. Mas
para ahorcarse hay que hallar un punto de apoyo y
un espacio suficiente entre el cuerpo y el suelo, para
que los pies no encuentren ningú n sustento. La
ventana de su celda, que daba sobre el patio, no
tenı́a falleba alguna, y los barrotes de hierro,
colocados en la parte exterior, al estar separados de
Lucien por el espesor del muro, no le permitı́an
tomar ningún punto de apoyo.
He aquı́ el plan que le sugirió rá pidamente su
inventiva para llevar a efecto el suicidio. Un paquete
de ropa colocado en el cué vano de la ventana,
ademá s de privar a Lucien de la vista del patio,
impedı́a tambié n a los vigilantes ver lo que ocurrı́a
en la celda; si bien en la parte inferior de la ventana
los cristales habı́an sido sustituidos por dos só lidas
tablas, la parte superior, en cambio, conservaba, en
cada mitad, unos pequeñ os cristales separados y
mantenidos por las traviesas que los enmarcan.
Encaramá ndose a su mesa, Lucien podı́a alcanzar la
parte alta de la ventana, desprender dos cristales o
romperlos, y encontrar ası́ en el á ngulo de la
primera traviesa un punto de apoyo só lido. Se
proponı́a atar allı́ su corbata, dar una vuelta sobre
sı́ mismo para apretarla en torno a su cuello, tras
haberla anudado bien, y apartar con el pie la mesa
bien lejos.
Ası́ pues, acercó la mesa a la ventana sin hacer
ningú n ruido, se quitó la levita y el chaleco, y se
subió sobre la mesa sin ninguna vacilació n para
hacer sendos ori icios en el cristal, uno por encima
y otro por debajo de la primera traviesa. Cuando
estuvo sobre la mesa pudo echar una mirada al
patio, espectá culo má gico que vio por vez primera.
El director de la Conserjerı́a, siguiendo la
recomendació n del señ or Camusot de que tuviera
para con Lucien las má ximas atenciones, lo habı́a
hecho conducir, como ya se vio, por los pasadizos
interiores de la Conserjerı́a, cuyo acceso se halla en
el subterrá neo oscuro que está enfrente de la torre
de la Plata, para evitar ası́ que el elegante joven se
viera sometido a las miradas de la muchedumbre de
presos que se pasean por el patio. Juzgú ese por lo
que sigue si el aspecto de aquel patio no habı́a de
sobrecoger intensamente el alma de un poeta.
El patio de la Conserjerı́a está limitado, en la parte
del rı́o, por la torre de la Plata y la torre Bonbec; el
espacio que las separa indica perfectamente por
fuera cuál es la anchura del patio. La galería llamada
de San Luis, que conduce de la galerı́a comercial al
tribunal de casació n y a la torre Bonbec, donde se
halla tambié n, segú n dicen, el gabinete de san Luis,
puede dar a los curiosos la medida de la longitud
del patio, puesto que coincide con la suya. Las
celdas de incomunicació n y las Pistolas se hallan,
pues, debajo de la galerı́a comercial. La reina Marı́a
Antonieta, cuya celda se hallaba bajo las que hoy
sirven para la incomunicació n, iba al tribunal
revolucionario, que celebraba sus sesiones en el
local de la audiencia solemne del tribunal de
casació n, por una majestuosa escalera que
atravesaba uno de los espesos muros que sostienen
la galerı́a comercial y que hoy está condenada a
desaparecer. Uno de los lancos del patio, el que
corresponde a la galerı́a de San Luis, ofrece a las
miradas una hilera de columnas gó ticas entre las
cuales los arquitectos de no sé qué é poca
construyeron dos pisos de celdas para alojar al
mayor nú mero posible de acusados, empastando de
yeso, barrotes y empotramientos los capiteles, las
ojivas y los fustes de aquella magnı́ ica galerı́a. Bajo
el llamado gabinete de San Luis, en la torre Bonbec,
se halla una escalera de caracol que conduce a
dichas celdas. Tal prostitució n de los recuerdos má s
valiosos de Francia produce un efecto repugnante.
Desde la altura en que se encontraba Lucien, su
mirada captaba de re iló n esta galerı́a ası́ como los
detalles del cuerpo de edi icio que une la torre de la
Plata con la torre Bonbec; veı́a los techos en punta
de las dos torres. Quedó boquiabierto, y el suicidio
se retrasó debido a su admiració n. Actualmente los
fenó menos alucinatorios son hechos admitidos por
la medicina, de modo que tales espejismos de los
sentidos, esta extrañ a facultad de nuestro espı́ritu,
ha dejado de ser objeto de discusió n. Bajo el peso
de un sentimiento convertido en monomanía debido
a su intensidad, el hombre se halla a veces en el
mismo estado en que le sumen el opio, el hachich y
el protó xido de nitró geno. Entonces aparecen
espectros y fantasmas, los sueñ os toman cuerpo, y
las cosas destruidas vuelven a vivir entonces bajo
sus condiciones primigenias. Lo que en el cerebro
no era má s que una idea se transforma en un ser
animado o en una creació n viviente. La ciencia
tiende a creer actualmente que, bajo el esfuerzo de
las pasiones llevadas al paroxismo, el cerebro se
inyecta de sangre, y que esta congestió n produce en
estado de vigilia las ¡espantosas visiones del
ensueñ o; tal es la repugnancia que se tiene a
considerar que el pensamiento sea una fuerza viva
y generatriz. (Vé ase Louis Lambert, ESTUDIOS
FILOSOFICOS), Lucien vio el Palacio en toda su
primitiva belleza. La columnata se le apareció en su
esbeltez, juventud y frescor. El alojamiento de San
Luis reapareció tal como habı́a sido, y pudo admirar
sus babiló nicas proporciones y sus fantası́as
orientales. Aceptó aquella visió n sublime como un
poé tico adió s de la creació n civilizadora. Mientras
hacı́a sus preparativos para morir, se preguntaba
como podı́a existir aquella maravilla desconocida en
Parı́s. Era dos Lucien a la vez, un Lucien poeta
paseá ndose por la Edad Media, bajo las arcadas y
atalayas de San Luis, y otro Lucien que se aprestaba
para el suicidio.
En el instante en que el señ or de Grandville
acababa de dar las instrucciones a su joven
secretario, se presentó el director de la Conserjerı́a,
con tal expresió n en el rostro, que el procurador
general tuvo el presentimiento de una desgracia.
—¿Ha visto usted al señor Camusot? —le dijo.
—No, señ or —respondió el director—; su
escribano Coquart me ha dicho que levantara la
incomunicació n del padre Carlos Herrera y que
diera la libertad al señ or de Rubempré , pero es
demasiado tarde...
—¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido?
—Aquı́ tiene, señ or —dijo el director—, un paquete
de cartas para usted que le hará comprender la
catá strofe. El vigilante del patio ha oı́do un ruido de
vidrios rotos, en la Pistola, y el vecino del señ or
Lucien se ha puesto a chillar intensamente, porque
oı́a los estertores de la agonı́a del pobre muchacho.
El vigilante se ha puesto pá lido ante el espectá culo
que se ha ofrecido a su mirada: ha visto al detenido
ahorcado de la ventana por medio de su corbata...
Aunque el director hablara en voz baja, el grito
terrible que pro irió la señ ora de Sé rizy mostró
có mo en circunstancias decisivas nuestros ó rganos
despliegan una potencia insospechada. La condesa
oyó o adivinó , y antes de que el señ or de Grandville
se hubiera vuelto, sin que ni el señ or de Sé rizy ni el
señ or de Bauvan pudieran oponerse a tan rá pido
movimiento, salió como una lecha por la puerta y
alcanzó la galerı́a comercial, de donde corrió hasta
la escalera que lleva a la calle de la Barillerie.
Un abogado estaba depositando su toga en la
puerta de uno de esos tenduchos que durante
mucho tiempo se acumularon en esta galerı́a y en
los que se vendı́an zapatos y se alquilaban togas y
birretes. La condesa preguntó cuá l era el camino de
la Conserjería.
—Baje y gire a la izquierda; la entrada está en el
muelle del Reloj, en la primera arcada.
—Esta mujer está loca... —dijo la tendera—, habrı́a
que seguirla.
Nadie habrı́a podido seguir a Lé ontine, porque
volaba. Un mé dico podrı́a explicar có mo esas
mujeres de mundo, cuyas energı́as carecen de
aplicació n alguna, logran exteriorizar tales recursos
en los momentos crı́ticos de sus vidas. La condesa
se abalanzó a travé s de la arcada hacia la taquilla,
con tanta rapidez, que el gendarme que estaba de
guardia no la vio pasar. Como una pluma empujada
por un vendaval, se abatió sobre la reja, cuyos
barrotes agitó con tal furor que logró arrancar el
que habı́a cogido. Se hundió en el pecho los dos
trozos hasta hacerse sangre, y se desplomó
gritando: "¡Abran! ¡Abran!", con una voz que dejó
helados a los vigilantes.
Acudió el llavero.
—¡Abran! Me manda el procurador general, ¡para
salvar al muerto!...
Mientras la condesa daba la vuelta por la calle de la
Barillerie y por el muelle del Reloj, el señ or de
Grandville y el señ or de Sé rizy bajaban a la
Conserjerı́a por el interior del Palacio, intuyendo las
intenciones de la condesa; pero a pesar de su
apresuramiento, llegaron en el instante en que se
desplomaba sin sentido junto a la primera reja y en
que la alzaban los gendarmes que habı́an bajado de
su cuerpo de guardia. Al ver al director de la
Conserjerı́a, abrieron el rastrillo, y trasladaron a la
condesa a la escribanı́a; pero inmediatamente se
puso en pie y se postró de rodillas, juntando las
manos.
—¡Verle!... ¡Verle!... ¡Oh, caballeros, no haré ningú n
dañ o! Pero si no quieren ver có mo me muero aquı́...
dé jenme ver a Lucien, vivo o muerto... ¡Ah!, está s
aquı́, querido, elige entre mi muerte y... —Se
desplomó —. Eres bueno —prosiguió la condesa—.
¡Te querré!...
—¿Nos la llevamos?... —dijo el señor de Bauvan.
—¡No, vamos a la celda donde está Lucien! —dijo el
señ or de Grandville, leyendo en los ojos extraviados
del señor de Sérizy sus intenciones.
Cogió a la condesa, la alzó y la tomó por un brazo,
mientras que el señ or de Bauvan la cogı́a por el
otro.
—¡Caballero! —dijo el señ or de Sé rizy al director
—, un silencio de muerte sobre todo esto.
—Puede estar tranquilo —contestó el director—.
Hacen ustedes bien. Esta señora...
—Es mi esposa...
—¡Ah! Perdó n, señ or. Iba a decirle que
seguramente se desvanecerá en cuanto vea al joven,
y aprovechando su desmayo podrá n llevá rsela en
algún coche.
—Es lo que yo he pensado —dijo el conde—.
Mande a alguno de sus hombres al patio de Harlay,
donde está n mis criados, para decirles que vengan
al rastrillo, allí no hay más que mi coche...
—Podemos salvarle —decı́a la condesa, andando
con un valor y una fuerza que sorprendieron a sus
guardias—. Hay medios para devolver la vida... —Y
arrastraba a los dos magistrados, gritando al
vigilante—: Vamos, vaya má s de prisa, ¡un segundo
equivale a la vida de tres personas!
Cuando se abrió la puerta de la celda y la condesa
vio a Lucien ahorcado, parecié ndole ver sus
vestidos colgados de una percha, primero dio un
salto hacia é l para abrazarlo y cogerlo; pero se
desplomó con la cara contra el suelo de la celda,
pro iriendo gritos ahogados por una especie de
estertor. Cinco minutos despué s el coche del conde
se la llevaba hacia su casa; la habı́an tendido sobre
cojines y su esposo iba arrodillado delante de ella.
El coche de Bauvan habı́a ido a buscar a un mé dico
para prestar los primeros auxilios a la condesa.
El director de la Conserjerı́a examinaba la reja
exterior del rastrillo y decía a su secretario:
—¡No se escatimó nada! Los barrotes de hierro
son forjados, habı́an sido sometidos a prueba y
todo ello costó muy caro. ¿Qué ha pasado, pues, con
este barrote?...
El procurador general, de regreso a su despacho,
tuvo que dar otras instrucciones a su secretario.
Por suerte, Massol no había llegado todavía.
Al poco rato de la salida del señ or de Grandville,
que se apresuró a ir a casa del señ or de Sé rizy,
Massol fue a entrevistarse con su colega
Chargeboeuf en el gabinete del procurador general.
—Querido amigo —le dijo el joven secretario—, si
quiere hacerme un favor, ponga lo que voy a
dictarle en el nú mero de mañ ana de su Gaceta, en la
secció n de noticias judiciales; ponga usted mismo el
encabezamiento del artículo. Escriba.
Y le dictó lo siguiente:
CUARTA PARTE
LA ÚLTIMA ENCARNACIÓN DE VAUTRIN
La duquesa sonrió.
—Siempre somos demasiado generosas —repuso
Diane de Maufrigneuse—. Haré como esa pé r ida de
la señora de Espard.
—¿Qué es lo que hace? —preguntó intrigada la
mujer del juez.
—Ha escrito miles de cartas almibaradas...
—¡Qué barbaridad!... —exclamó la Camusot,
interrumpiendo a la duquesa.
—Pues bien, amiga mı́a, no hay en ellas una sola
línea que la comprometa...
—Usted serı́a incapaz de conservar esta frialdad,
este cuidado —contestó la señ ora Camusot—. Usted
es mujer, es uno de esos á ngeles que no saben
resistir al diablo...
—Me he jurado a mı́ misma que no volveré a
escribir. En toda mi vida no he escrito má s que a
este desdichado de Lucien... ¡Conservaré sus cartas
hasta la muerte! Hija mı́a, es como fuego, y a veces
se necesita...
—¡Si alguien las encontrara! —dijo la Camusot con
un ligero ademán de pudor.
—¡Oh, dirı́a que son cartas de una novela que
empecé una vez! ¡Porque las copié todas y quemé
los originales, querida!
—¡Señora! Déjemelas leer, como recompensa...
—Quizá —dijo la duquesa—. ¡Podrá ver entonces,
querida, que las que escribı́a a Lé ontine no eran
como éstas!
Estas ú ltimas palabras resumieron a toda mujer, a
la mujer de todas las épocas y de todos los países.
Igual que la rana de la fá bula de La Fontaine, la
señ ora Camusot no cabı́a en su piel a causa de la
satisfacció n que sentı́a de entrar en casa de los
Grandlieu acompañ ando a la bella Diane de
Maufrigneuse. Aquella mañ ana iba a anudar uno de
aquellos lazos tan necesarios para la ambició n. Ya
oı́a có mo la. llamaban: "¡La señ ora presidenta!"
Sentı́a el gozo inefable de superar obstá culos
inmensos, el principal de los cuales era la
incapacidad de su esposo, incapacidad que todavı́a
no se habı́a hecho pú blica, pero que ella conocı́a
muy bien. Hacer triunfar a un hombre mediocre era,
para una mujer, como para un monarca, esa fuente
de placer que seduce tanto a los grandes actores y
que consiste en representar cien veces una lobra
mala. ¡Es la embriaguez del egoı́smo! En in, es algo
ası́ como las saturnales del poder. El poder só lo se
demuestra a sı́ mismo su fuerza mediante el
singular abuso de coronar con el laurel del é xito a
alguna igura absurda, o insultando al genio, ú nica
fuerza inalcanzable para el poder absoluto. La
promoció n del caballo de Calcula, aquella famosa
farsa imperial, ha tenido y tendrá siempre un gran
número de imitaciones.
En pocos minutos Diane y Amé lie se vieron
transportadas del elegante desorden en que se
hallaba el dormitorio de la bella Diane a la
correcció n de un lujo grandioso y severo, en la
mansión de la duquesa de Grandlieu.
Esta portuguesa piadosı́sima se levantaba cada
mañ ana a las ocho para ir a oı́r misa a la pequeñ a
iglesia de Sainte-Valé re, sucursal de Santo Tomá s de
Aquino, que entonces estaba situada en la
explanada de los Invá lidos. Esta capilla, hoy
derribada, ha sido trasladada a la calle de
Bourgogne, en espera de que se edi ique una iglesia
gó tica que, segú n dicen, será dedicada a santa
Clotilde.
Al oı́r las primeras palabras que Diane de
Maufrigneuse le dijo al oı́do, la piadosa duquesa de
Grandlieu fue a buscar al señ or de Grandlieu y
regresó con é l al poco rato. El duque dirigió a la
señ ora Camusot una de esas miradas mediante las
cuales los grandes señ ores captan toda una
existencia, y a veces toda un alma. El modo de vestir
de Amé lie contribuyó poderosamente a que el
duque intuyera su vida burguesa, de Alengon a
Mantés y de Mantés a París.
Si la esposa del juez hubiera conocido este don de
los duques, no habrı́a podido aguantar con tanta
gracia aquella mirada corté smente iró nica, en la que
só lo vio cortesı́a. La ignorancia comparte los
privilegios de la elegancia.
—Es la señ ora Camusot, la hija de Thirion, uno de
los escribanos del gabinete —dijo la duquesa a su
marido.
El duque saludó muy corté smente a la mujer, y su
cara abandonó en parte su gravedad. El ayuda de
cá mara del duque compareció , a la llamada de su
amo.
—Vaya a la calle Honoré -Chevalier, en coche. Una
vez allı́, llame a una pequeñ a puerta, en el nú mero
10. Le dice al criado que le abrirá que le ruego a su
señ or que pase por aquı́; si está en casa, vuelve
usted con é l. Sı́rvase de mi nombre, eso le bastará
para allanar todos los obstáculos. Procure no tardar
más de un cuarto de hora.
Otro mayordomo apareció , el de la duquesa, en
cuanto se hubo marchado el del duque.
—Vaya a ver de mi parte al duque de Chaulieu y
entregúele esta tarjeta.
El duque le dio su tarjeta, doblada de una
determinada manera. Cuando estos dos amigos
ı́ntimos tenı́an necesidad de verse inmediatamente
para cualquier asunto urgente y reservado, que no
aconsejaba ninguna transmisió n por escrito, se
avisaban así mutuamente.
Advié rtase que en todas las clases de la sociedad
los usos se asemejan, y no se distinguen má s que
por las maneras, los ademanes y los matices. El gran
mundo tiene su jerga. Pero esta jerga se llama estilo.
—¿Está usted segura, señ ora, de la existencia de
estas supuestas cartas escritas por la señ orita
Clotilde de Grandlieu a aquel joven? —dijo el duque
de Grandlieu. Y dirigió a la señ ora Camusot una
mirada semejante a la sonda que lanza un marino.
—Yo no las he visto, pero es de temer —respondió
ella, temblando.
—¡Mi hija no ha podido escribir nada que no sea
confesable! —exclamó la duquesa.
—"¡Pobre duquesa!", pensó Diane, dirigiendo una
mirada al duque de Grandlieu que le hizo temblar.
—¿Qué te parece a ti, querida Diane? —dijo el
duque al oı́do de la duquesa de Maufrigneuse,
llevándosela al hueco de una ventana.
—Clotilde está tan loca por Lucien, amigo mı́o, que
le habı́a dado una cita antes de su partida. ¡Sin la
pequeñ a Lenoncourt, quizá s habrı́a huido con é l
por el bosque de Fontainebleau! Sé que Lucien
escribı́a a Clotilde unas cartas como para ablandar a
una santa. Somos tres las hijas de Eva envueltas por
la serpiente de la correspondencia...
El duque y Diane volvieron de la ventana hacia la
duquesa y la señ ora Camusot, que hablaban en voz
baja. Amé lie, siguiendo los consejos de la duquesa
de Maufrigneuse, se hacı́a pasar por muy devota
para ganarse el corazón de la altiva portuguesa.
—¡Estamos a merced de un vil presidiario evadido!
—dijo el duque, moviendo los hombros—. ¡He aquı́
adonde conduce el aceptar en casa a algunas
personas de las que no se tienen plenas garantı́as!
Antes de admitir a quienquiera que sea, hay que
conocer bien su fortuna, su familia y todos sus
antecedentes...
Esta frase es la moraleja del caso, desde el punto de
vista aristocrático.
—Ahora ya está hecho —dijo la duquesa de
Maufrigneuse—. Pensemos en la manera de salvar a
la pobre señora de Sérizy, a Clotilde y a mí...
—Debemos esperar a Henri, lo he mandado llamar;
pero todo depende de la persona que ha ido a
buscar Gentil. ¡Dios quiera que esté en Parı́s!
Señ ora —dijo, dirigié ndose a la señ ora Camusot—,
le agradezco que haya pensado en nosotros...
Era la forma de despedir a la señ ora Camusot. La
hija del escribano del gabinete tuvo la su iciente
inteligencia para comprender al duque, y se levantó ;
pero la duquesa de Maufrigneuse, con esa
encantadora gracia que le valı́a amistades y favores,
cogió a Amé lie de la mano e hizo como si la
presentara al duque y a la duquesa.
—En atenció n a mı́, prescindiendo ahora de que se
haya levantado de madrugada para salvarnos a
todos, le pido algo má s que un recuerdo para mi
querida señ ora Camusot. Primeramente, me ha
prestado ya algunos servicios de los que no se
olvidan jamá s; ademá s, tanto ella como su esposo
está n totalmente de nuestro lado. Prometı́ hacer
ascender a su Camusot, y les ruego que le den una
protección preferente, en atención a mí.
—No necesita usted esta recomendació n —dijo el
duque a la señ ora Camusot—. Los Grandlieu se
acuerdan siempre de los servicios que se les presta.
Los ieles al rey tendrá n pronto ocasió n de
destacarse, se les pedirá abnegació n, su esposo
estará en la brecha.
La señ ora Camusot se retiró orgullosa y contenta, a
punto de reventar. Volvió a su casa triunfante; se
admiraba a sı́ misma y se burlaba de la enemistad
del procurador general. Decı́a para sus adentros:
"¡Ojalá pudié ramos hacer saltar al señ or de
Grandville!"
Ya era hora de que se retirara la señ ora Camusot.
El duque de Chaulieu, uno de los favoritos del rey,
se cruzó en la escalera con ella.
—Henri —exclamó el duque de Grandlieu cuando
oyó anunciar a su amigo—, te ruego que vayas en
seguida al palacio y trates de hablar con el rey; he
aquí de lo que se trata.
Y se llevó al duque al hueco de la ventana, donde
había conversado con la ligera y graciosa Diane.
De vez en cuando el duque de Chaulieu miraba a
hurtadillas a la alocada duquesa, que, mientras
conversaba con la piadosa duquesa, dejá ndose
sermonear por ella devolvı́a las miradas al duque
de Chaulieu.
—Hija mı́a —dijo inalmente el duque de Grandlieu,
al terminar su conversació n con el duque de
Chaulieu—, sea usted prudente. Hay que guardar
las formas —añ adió , cogiendo las manos de Diane
—. ¡No se comprometa má s, no escriba nunca! Las
cartas, amiga mı́a, han sido la causa tanto de
desgracias particulares como de desastres
pú blicos... Lo que podrı́a disculparse a una jovencita
como Clotilde, que amaba por vez primera, no tiene
excusa para...
—¡Para un viejo granadero que ha conocido ya el
fuego de las batallas! —dijo la duquesa, ponié ndole
hocico al duque. Aquel gesto y aquella broma
suscitaron una sonrisa en los rostros afectados de
los dos duques y en el de la propia duquesa pía.
—¡Hace cuatro añ os que no escribo cartas
amorosas!... ¿Estaremos salvadas? —preguntó
Diane, que ocultaba sus ansiedades bajo estas
chiquilladas.
—¡Todavı́a no! —dijo el duque de Chaulieu—,
porque no sabe usted lo difı́cil que es cometer actos
arbitrarios. Para un rey constitucional es como una
in idelidad para una mujer casada. Es algo ası́ como
su adulterio.
—¡Su debilidad! —dijo el duque de Grandlieu.
—¡El fruto prohibido! —añ adió Diane con una
sonrisa—. ¡Oh, cuá nto me gustarı́a ser el gobierno!
Porque a mı́ ya no me queda de esta fruta, me lo he
comido todo.
—¡Oh, querida, querida!... —dijo la piadosa
duquesa—, va usted demasiado lejos...
Los dos duques, al oı́r que se paraba un vehı́culo
ante la puerta con el estruendo que hacen los
caballos lanzados al galope, dejaron a las dos
mujeres juntas, tras haberlas saludado, y se fueron
al gabinete del duque de Grandlieu, en el que se
introdujo al vecino de la calle Honoré -Chevalier; no
era otro que el jefe de la contrapolicı́a del rey, de la
policía política, el sombrío y poderoso Corentin.
—Pase —dijo el duque de Grandlieu—, pase, señ or
de Saint-Denis.
Corentin, sorprendido al ver que el duque tenı́a
tanta memoria, pasó primero, tras haber saludado
con una profunda reverencia a los dos duques.
—Vuelve a tratarse del mismo personaje, o de algo
referido a é l, mi apreciado amigo —dijo el duque de
Grandlieu.
—Pero si ha muerto —dijo Corentin.
—Queda un compañ ero suyo —hizo notar el duque
de Chaulieu—, un temible compañero suyo.
—¡El presidiario Jacques Collin! —replicó Corentin.
—Habla, Ferdinand —dijo el duque de Chaulieu al
exembajador.
—Este miserable es de temer —repuso el duque de
Grandlieu— porque, para tener un rehé n, se
apoderó de las cartas que las señ oras de Sé rizy y de
Maufrigneuse habı́an escrito a ese Lucien Chardon,
su protegido. Parece que este joven lograba
arrancar sistemá ticamente unas cartas apasionadas
a cambio de las suyas, pues la propia señ orita de
Grandlieu escribió , segú n dicen, algunas; por lo
menos eso se teme, aunque no podemos saber nada
porque está de viaje...
—¡Aquel jovenzuelo era incapaz de hacer tales
cá lculos!... —respondió Corentin—. ¡Era una
maniobra del padre Carlos Herrera! —Corentin se
apoyó con el codo en el brazo del silló n donde
estaba sentado y se puso la mano a la cabeza
mientras re lexionaba—. ¡Dinero! Este hombre
tiene má s que nosotros —dijo—. Esther Gobseck le
sirvió de cebo para pescar má s de dos millones en
aquel estanque de monedas de oro llamado
Nucingen... ¡Señ ores, hagan que me den plenos
poderes quienes de derecho puedan dá rmelos, y les
libraré de este hombre!...
—¿Y... las cartas? —preguntó el duque de Grandlieu
a Corentin.
—Escuchen, caballeros —repuso Corentin,
alzá ndose y mostrando su rostro de comadreja en
estado de ebullició n; hundió sus manos en los
bolsillos de sus pantalones negros. Este gran actor
del drama histó rico de nuestra é poca só lo se habı́a
puesto un chaleco y una levita; ni siquiera se habı́a
cambiado los pantalones de estar por casa, porque
sabı́a que los grandes agradecen la presteza en
determinadas ocasiones. Se puso a andar con toda
familiaridad por el gabinete, hablando en voz alta
como si estuviera solo—. ¡Es un presidiario! Se le
puede meter, sin proceso, en Bicé tre, incomunicado,
y dejar que reviente... ¡Pero puede haber dado ya
instrucciones a sus secuaces en previsió n de este
caso!
—Sin embargo, estuvo incomunicado
inmediatamente —dijo el duque de Grandlieu—,
cuando fue detenido en casa de aquella muchacha
de improviso.
—Pero, ¿acaso hay incomunicaciones
impenetrables para ese individuo? —contestó
Corentin—. Es tan hábil como... ¡como yo!
"¿Qué hacer?", se dijeron entre sı́ los dos duques
con una mirada.
—Podrı́amos reintegrar a este sujeto
inmediatamente al presidio... a Rochefort; ¡dentro
de seis meses estará muerto!... ¡Oh, no hace falta
ningú n crimen! —dijo, respondiendo a un ademá n
del duque de Grandlieu—. ¿Qué se cree usted? Un
presidiario no resiste má s de seis meses, con un
verano tó rrido, si se le obliga a trabajar de lo lindo
en medio de las miasmas del Charente. Pero esto
só lo vale para el caso en que nuestro hombre no
haya tomado ya precauciones respecto a esas
cartas. Si ha previsto la acció n de sus adversarios, lo
cual es probable, hay que descubrir cuá les son sus
precauciones. Si el que guarda las cartas es pobre,
se le puede sobornar... Se trata pues de hacer cantar
a Jacques Collin... ¡Vaya duelo! ¡Saldré derrotado!
¡Lo mejor serı́a comprar estas cartas con otras
cartas!... con cartas de indulto, y que este personaje
pasara a trabajar en mi negocio. Jacques Collin es el
ú nico individuo capaz para sucederme, al estar
muertos el pobre Contenson y mi querido Peyrade.
Jacques Collin me mató a estos dos espı́as
incomparables como para hacerse un lugar para sı́.
Como está n viendo, caballeros, tienen que darme
carta blanca. Jacques Collin está en la Conserjerı́a.
Iré a ver al señ or de Grandville a su despacho.
Manden allı́ a alguna persona de con ianza para que
se reú na conmigo; necesito o bien una carta para
mostrarla al señ or de Grandville, que no sabe nada
de mı́ (carta que, por otra parte, devolveré al
presidente del consejo), o bien alguien de peso que
me presente... Tienen ustedes media hora, porque
necesito aproximadamente una media hora para
vestirme, es decir, para convertirme en lo que debo
ser a los ojos del señor procurador general.
—Caballero —dijo el duque de Chaulieu—, conozco
su gran habilidad; no le pido más que un sí o un no...
¿Responde usted del éxito?...
—Sı́, con la omnipotencia, y con la palabra de
ustedes de que jamá s nadie me pedirá cuentas a
propósito de esto. Mi plan está ya trazado.
Aquella siniestra contestació n produjo un ligero
estremecimiento en los dos grandes señores.
—¡Bien, caballero! —dijo el duque de Chaulieu—.
Las cuentas de este asunto incluyalas entre los
demás asuntos que lleva usted entre manos.
Corentin saludó a los dos grandes señ ores y salió .
Henri de Lenoncourt, a quien Ferdinand de
Grandlieu habı́a mandado preparar un coche, se
traladó en seguida al palacio del rey, a quien podı́a
visitar en cualquier ocasió n en virtud del privilegio
de su cargo.
Reunidos ası́ en un solo haz los intereses diversos
de la sociedad, desde lo má s bajo hasta lo má s alto,
iban a coincidir en el despacho del procurador
general, empujados todos ellos por la necesidad y
representados por tres hombres: la justicia por el.
señ or de Grandville, la familia por Corentin, y frente
a ellos, el adversario terrible que significaba Jacques
Collin, encarnació n del mal, dotado de una energı́a
salvaje. ¡Qué singular duelo iban a librar la Justicia y
la Arbitrariedad unidas contra el Presidio y la
astucia! ¡El Presidio, sı́mbolo de la audacia que
suprime el cá lculo y la re le— xió n, para el cual
todos los medios son buenos, que no tiene la
hipocresı́a de la arbitrariedad, que simboliza de
modo repugnante el interé s del vientre á vido, la
sangrienta y rauda! protesta del Hambre! ¿No se
trataba acaso del ataque y la defensa, del robo y de
la propiedad? ¿No se trataba de la pugna terrible
del estado social contra el estado natural
desarrollá ndose en el espacio má s estrecho
posible? Por ú ltimo, era una imagen viva y funesta
de esos compromisos antisociales que establecen
los representantes demasiado dé biles del poder con
ciertos salvajes amotinadores.
Cuando anunciaron al procurador general la visita
del señ or Camusot, hizo una señ a para que le
dejaran entrar. El señ or de Grandville, que
presentı́a aquella visita, quiso entenderse con el
juez acerca de la manera de liquidar el asunto
Lucien. La conclusió n no podı́a ser ya la misma que
habı́a decidido, conjuntamente con Camusot, el dı́a
anterior, antes de la muerte del pobre poeta.
—Sié ntese, señ or Camusot —dijo el señ or de
Granville, desplomándose en su sillón.
El magistrado, a solas con el juez, dejó traslucir el
abatimiento en que se hallaba. Camusot miró al
señ or de Grandville y advirtió en aquel rostro tan
irme una palidez casi lı́vida y una tremenda fatiga,
una postració n completa que denotaban unos
sufrimientos quizá má s crueles que los del
condenado a muerte a quien el escribano acaba de
anunciar la denegació n de su recurso, aunque este
anuncio signifique, según los hábitos de la justicia, lo
siguiente: Prepá rate, han llegado ya tus ú ltimos
momentos.
—Volveré en otra ocasió n, señ or conde —dijo
Camusot—, aunque el asunto sea urgente...
—Qué dese —contestó el procurador general
dignamente—. Los auté nticos magistrados,
caballero, han de aceptar sus angustias y saber
ocultarlas. Ha sido un error de mi parte el haber
dejado que advirtiera en mí la menor turbación...
Camusot hizo un ademán.
—¡Dios quiera que desconozca usted, señ or
Camusot, estas exigencias extremas de nuestra vida!
Hay quien sucumbirı́a por menos. Acabo de pasar la
noche junto a uno de mis amigos má s ı́ntimos; yo no
tengo má s que dos amigos, el conde Octave de
Bauvan y el conde de Sé rizy. El señ or de Sé rizy, el
conde Octave y yo hemos estado desde las seis de
ayer tarde hasta las seis de esta mañ ana, yendo
alternativamente del saló n al dormitorio de la
señ ora de Sé rizy, temiendo cada vez hallarla muerta
o para siempre demente. Desplein, Bianchon y
Sinard no han abandonado la habitació n, con dos
enfermeras. El conde adora a su mujer. Imagı́nese la
noche que acabo de pasar entre una mujer loca de
amor y mi amigo loco de desesperació n. ¡Y un
estadista no se desespera de la misma manera que
un imbé cil cualquiera! Sé rizy, inmó vil como cuando
está en su butaca del consejo de Estado, se retorcı́a
interiormente en su silló n con objeto de mostrarnos
un rostro tranquilo. El sudor coronaba aquella
frente inclinada por tantos trabajos. He dormido de
cinco a siete y media, vencido por el sueñ o, y tenı́a
que estar ya aquı́ a las ocho y media para ordenar
una ejecució n. Cré ame, señ or Camusot, cuando un
magistrado ha estado hundié ndose durante toda
una noche en los abismos del dolor, sintiendo el
peso de la mano de Dios actuando sobre las cosas
humanas y golpeando de lleno en unos nobles
corazones, le resulta muy difı́cil sentarse aquı́, ante
su despacho, y decir frı́amente: "¡Haced caer una
cabeza a las cuatro de la tarde! Aniquilad una
criatura de Dios llena de vida, de fuerza y de salud."
Y sin embargo, ¡é ste es mi deber!... Pese a verme
sumido en el dolor, he de dar la orden de disponer
el patı́bulo... El condenado no sabe que el
magistrado siente una angustia parecida a la suya.
En tales momentos, unidos entre sı́ por una hoja de
papel, yo, la sociedad que toma venganza, y é l, el
crimen que debe pagar, somos las dos caras del
mismo deber, somos dos existencias cosidas
durante un instante por el cuchillo de la ley. Estos
sufrimientos tan hondos del magistrado, ¿quié n los
lamenta?, ¿quié n los consuela?... ¡Nuestra gloria
consiste en enterrarlos en el fondo de nuestro
corazó n! El sacerdote entregando su vida a Dios, y
el soldado con sus centenares de muertes ofrecidas
en aras del paı́s, me parecen má s felices que el
magistrado con sus dudas, sus temores y su terrible
responsabilidad.
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