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Honoré de Balzac

Esplendores y miserias de
las cortesanas

PRIMERA PARTE
DE QUÉ MODO AMAN LAS RAMERAS

En 1824, en el ú ltimo baile de la Opera, muchas


má scaras se impresionaron ante la belleza de un
joven que paseaba por los pasillos y por el saló n
con ese aire de las personas que buscan a una
mujer retenida en su hogar por circunstancias
imprevistas. El secreto de su andar, unas veces
indolente y otras apresurado, no lo conocen má s
que las viejas y algunos de esos notables personajes
dados a callejear. En este inmenso encuentro la
muchedumbre observa poco a la muchedumbre, los
intereses está n exaltados y el propio Ocio está en
actividad. El joven dandy se hallaba hasta tal punto
absorto en su inquieta bú squeda, que no se daba
cuenta de su é xito: no oı́a ni advertı́a las
exclamaciones burlonamente entusiasmadas de
ciertas má scaras, las admiraciones serias, las
mordaces cuchu letas o las má s dulces palabras.
Aunque su belleza lo clasi icaba entre esos
personajes excepcionales que acuden al baile de la
Opera en busca de una aventura, y que la esperan
como se esperaba la suerte en la ruleta cuando vivía
FrascatiJ, parecı́a burguesamente seguro de su
velada; debı́a de ser el hé roe de uno de esos
misterios de tres personajes que componen el baile
de má scaras de la ó pera, conocidos tan só lo por los
mismos que representan en é l un papel; porque
para las mujeres que acuden para poder decir: He
visto, para los provincianos, para los jó venes sin
experiencia y para los extranjeros, la ó pera debe de
ser entonces el palacio de la fatiga y del
aburrimiento. Para é stos, esa multitud negra, lenta y
apresurada, que va, viene, serpentea, gira, sube y
baja, y no puede compararse sino a una masa de
hormigas en un montó n de madera, no es má s
inteligible que la Bolsa para un campesino bretó n
que ignora la existencia del Gran Libro. En Parı́s,
con raras excepciones, los hombres no se ponen
disfraces: un varó n vestido de dominó parecerı́a
ridı́culo. En esto se mani iesta el genio de la nació n.
La gente que quiere ocultar su felicidad puede ir al
baile de la Opera sin acudir a é l, y las má scaras
absolutamente obligadas a entrar, salen de allı́ en
seguida. Constituye un espectá culo divertidı́simo la
aglomeració n que se forma en la puerta, desde que
comienza el baile, entre el alud de gente que huye
de allı́ y los que se disponen a entrar, los hombres
con má scaras son maridos celosos que van a espiar
a sus mujeres, o bien maridos afortunados que no
desean ser espiados por ellas, situaciones ambas
que resultan igualmente cómicas. Al joven, sin que él
lo advirtiera, le seguı́a una má scara asesina, baja y
rechoncha, que rodaba sobre sı́ misma como un
tonel. Para cualquier asiduo de la Opera aquel
dominó ocultaba a un administrador, un agente de
cambio, un banquero, un notario o un burgué s
cualquiera, receloso ante una in idelidad.
Efectivamente, en la alta sociedad, nadie suele
buscar testimonios humillantes. Varias má scaras
habı́an señ alado ya, riendo, a este personaje
monstruoso, otras le habı́an interpelado, unos
jó venes se habı́an burlado de é l, pero su solidez y
su aplomo expresaban un acentuado desdé n hacia
estas manifestaciones que no parecı́an tener
ninguna importancia para é l; iba por el camino que
le trazaba el joven, como un jabalı́ perseguido que
no se preocupa de las balas que silban a sus oı́dos,
ni de la jaurı́a que ladra tras de é l. Aunque a
primera vista el placer y la inquietud se muestren
con un mismo atuendo, el ilustre vestido negro
veneciano, y que todo sea confusió n en el baile de la
Opera, los diferentes cı́rculos que cpmponen la
sociedad parisiense acaban por encontrarse, se
reconocen y se observan. Para unos pocos iniciados
hay nociones tan precisas que pueden leer como si
se tratara de una novela divertida en ese libro de
magia de los intereses. Para los asiduos, pues, aquel
hombre no podı́a considerarse afortunado, ya que
en tal caso llevarı́a alguna de las señ ales convenidas
—roja, blanca o verde— que anuncian las delicias
preparadas con larga antelació n. ¿Se trataba acaso
de alguna venganza? Al ver aquella má scara que
seguı́a tan de cerca a un hombre afortunado,
algunos ociosos volvı́an a contemplar el bello rostro
sobre el cual habı́a puesto su divina aureola el
placer. El joven despertaba interé s: cada vez
suscitaba mayor curiosidad. En é l, por otra parte,
todo mostraba las huellas de una vida elegante.
Segú n una ley fatal de nuestra é poca, hay poca
diferencia, fı́sica o moral, entre el má s distinguido y
mejor educado de los hijos de un duque y par y
aquel encantador muchacho que antes se habı́a
visto oprimido entre las garras de hierro de la
miseria, en pleno Parı́s. La belleza y la juventud
podı́an disimular en é l profundos abismos, como
entre muchos otros jó venes que aspiran a
desempeñ ar sus pretensiones, y que cada dı́a se
juegan el todo por el todo brindando sacri icios al
dios má s cortejado en esta villa real, el Azar. No
obstante, su compostura y sus ademanes eran
irreprochables, y pisaba el suelo clá sico del saló n
con el aplomo de un asiduo de la Opera. ¿Hay
alguien que no haya observado que ahı́, como en
cualquier otra zona de Parı́s, se da un modo de
obrar que pone de mani iesto lo que uno es, lo que
uno hace, de dónde viene y lo que quiere?
—¡Qué joven tan apuesto! Aquı́ está permitido
volverse para verle —dijo una má scara, en quien
los asiduos del baile reconocı́an a una mujer
respetable.
—¿No se acuerda usted de é l? —le contestó el
hombre que le daba el brazo —la señ ora Du
Châtelet se lo presentó...
—¡Có mo! ¿Es aquel hijo de boticario de quien ella
se enamoriscó , y que se hizo periodista, el amante
de la señorita Coralie?
—Creı́a que habı́a caı́do demasiado bajo para
poder alguna vez recuperarse, y no comprendo
có mo puede volver a aparecer en el mundo de Parı́s
—dijo el conde Sixte du Châtelet.
—Tiene un aire de prı́ncipe —dijo la má scara—, y
seguramente no le viene de aquella actriz con la que
vivı́a; mi prima supo descubrirlo, pero no fue capaz
de pulirlo; quisiera conocer a la amante de este
Sargine; dı́game algo de su vida que me permita
intrigarle.
Esta pareja, que cuchicheando seguı́a al joven, fue
entonces objeto de una cuidadosa observació n por
parte de la máscara de anchas espaldas.
—Querido señ or Chardon —dijo el prefecto de la
Charente cogiendo al dandy por el brazo—,
permı́tame que le presente a alguien que quiere
reanudar con usted sus relaciones...
—Querido conde Châ telet —repuso el joven—, esta
persona me ha mostrado qué ridı́culo es el nombre
que me da usted. Una ordenanza real me ha
restituido el de mis antepasados maternos, los
Rubempré . Aunque los perió dicos hayan publicado
este hecho, se re iere a un personaje tan
insigni icante que no me sonrojo al recordarlo a mis
amigos, a mis enemigos y a los indiferentes:
clasifı́quese usted donde quiera, pero estoy seguro
que no desaprobará en lo má s mı́nimo una medida
que me aconsejó su esposa cuando todavı́a era la
señ ora de Bargeton. —Esta bonita mordacidad, que
hizo sonreı́r a la marquesa, provocó un nervioso
estremecimiento en el prefecto de la Charente. —
Dı́gale usted —añ adió Lucien —que ahora llevo de
gules, con un toro furioso de plata en un prado de
sino pie.
—Furioso de dinero —dijo Châtelet.
—La señ ora marquesa le explicará , si no lo sabe
usted ya, por qué razó n este viejo escudo es algo
mejor que la llave de chambelá n y las abejas de oro
del Imperio que hay en el suyo, para desesperació n
de la señ ora Châ telet, que antes de casarse era una
Négrepelisse de Espard... —dijo con viveza Lucien.
—Puesto que me ha reconocido, he de renunciar a
intrigarle, y no sabrı́a decirle hasta qué punto es
usted quien me intriga a mı́ —le dijo en voz baja la
marquesa de Espard, asombrada por la
impertinencia y el aplomo adquiridos por el hombre
a quien antaño había despreciado.
—Permı́tame pues, señ ora, conservar la ú nica
oportunidad que tengo de ser objeto de sus
pensamientos, permaneciendo en esta misteriosa
penumbra —dijo con la sonrisa de un hombre que
no quiere comprometer una felicidad segura.
La marquesa no pudo reprimir un pequeñ o
ademá n seco al sentirse —segú n una expresió n
inglesa— cortada por la precisión de Lucien.
—Le doy mi enhorabuena por su cambio de
posición —dijo el conde de Châtelet a Lucien.
—En cuanto a mı́, la recibo tal como me la da usted
—replicó Lucien, saludando a la marquesa con una
gracia sin límites.
—¡El muy presuntuoso! —dijo el conde en voz baja
a la señ ora de Espard—. Ha terminado por
conquistar a sus antepasados.
—En los jó venes, la presunció n, cuando se deja
caer sobre nosotros, es casi siempre la señ al que
anuncia una ventana de muy altos vuelos; entre
vosotros, en cambio, anuncia la mala fortuna. Por
esto quisiera conocer a la que, de entre nuestras
amigas, ha tomado bajo su protecció n a este
hermoso pá jaro; quizá tenga oportunidad de
divertirme esta noche. El billete anó nimo que he
recibido es, sin duda, el gesto de maldad de alguna
rival, porque habla de este joven; seguramente le
habrá n dictado esa impertinencia que exhibe;
vigı́lelo. Voy a tomar el brazo del duque de
Navarreins, ya sabrá encontrarme.
En el momento en que la señ ora de Espard iba a
abordar a su pariente, la má scara misteriosa se
colocó entre ella y el duque y le dijo al oído:
—Lucien le ama a usted, é l es el autor del billete; el
prefecto de usted es su mayor enemigo, por eso no
podía extenderse en explicaciones delante de él.
El desconocido se alejó , dejando a la señ ora de
Espard doblemente sorprendida. La marquesa no
conocı́a a nadie capaz de desempeñ ar aquel papel y
temió una trampa. Se sentó en un rincó n
disimulado. El conde Sixte du Châ telet, a quien
Lucien habı́a suprimido el ambicioso du con una
afectació n que hacı́a pensar en una venganza
largamente madurada, siguió a cierta distancia a
aquel magnı́ ico dandy, y pronto encontró a un
joven con quien creyó poder hablar con toda
franqueza.
—¿Qué hay, Rastignac? ¿Ha visto usted a Lucien?
Ha cambiado de piel.
—Si yo fuera tan guapo mozo como é l, todavı́a
serı́a má s rico que é l —respondió el elegante, con
un tono ligero de fina burla.
—No —le dijo al oı́do la gruesa má scara,
devolvié ndole la burla al ciento por uno por la
manera con que acentuó el monosílabo.
Rastignac, que no encajaba fá cilmente los insultos,
pareció herido por el rayo, y se dejó conducir hacia
el vano de una ventana por una mano de hierro de
la que le fue imposible liberarse.
—Pollito salido del gallinero de mamá Vauquer,
que desfallecı́a ante la idea de hacerse con los
millones del viejo Taillefer cuando lo má s duro del
trabajo ya estaba hecho, sepa usted, para su
seguridad personal, que si no se comporta con
Lucien como si se tratara de un hermanó
amantı́simo, está usted a nuestra merced y nosotros
en la impunidad. Silencio y lealtad: de no ser ası́ iré
a desbaratar su juego. Lucien de Rubempré está
protegido por el poder má s grande de hoy, por la
Iglesia. Escoja entre la vida y la muerte. ¿Cuá l es su
respuesta?
Rastignac sintió vé rtigo, como si, habié ndose
dormido en medio de un bosque, se despertara
junto a una leona hambrienta. Tuvo miedo, pero
nadie era testigo de ello: en tales ocasiones los
hombres más valerosos se abandonan al miedo.
—Só lo é l puede saber... y puede atreverse... —dijo
como hablándose a sí mismo.
La má scara le apretó la mano para que no
terminara la frase:
—Actúe pues como si se tratara de él —le dijo.
Rastignac obró entonces como un millonario
asaltado en pleno camino por un bandolero: se
rindió.
—Mi apreciado conde —dijo a Châ telet volviendo a
su lado—, si tiene interé s de conservar su posició n,
trate a Lucien de Rubempré como a alguien que
algú n dı́a ha de estar en una situació n mucho má s
alta que la de usted.
La má scara hizo un ademá n imperceptible de
satisfacció n y volvió a situarse tras los pasos de
Lucien.
—Querido amigo, ha cambiado usted muy
rá pidamente de opinió n acerca de é l —dijo el
prefecto, justamente sorprendido.
—Tan rá pidamente como los que está n con el
Centro y votan por la Derecha —replicó Rastignac
al diputado-prefecto que, desde hacı́a pocos dı́as,
negaba su voto al Ministerio. —¿Acaso hay
opiniones hoy en dı́a? No, no hay má s que intereses
—dijo Des Lupeaulx, que los escuchaba—. ¿De qué
se trata?
—Del señ or de Rubempré , que Rastignac quiere
hacerme pasar por un personaje —dijo el diputado
al secretario general.
—Querido conde —re spondió Des Lupeaulx con
aire grave—, el señ or de Rubempré es un joven de
mé ritos elevados, y cuenta con tan só lidos apoyos
que me sentirı́a muy feliz si pudiera volver a
entablar relaciones con él.
—Allı́ lo tienen, a punto de caer en medio del
avispero 4e las vı́ctimas de la é poca —dijo
Rastignac.
Los tres interlocutores se volvieron hacia un rincón
donde estaban algunos talentos, de mayor o menor
celebridad, y varios elegantes. Esos señ ores
intercambiaron sus observaciones, sus agudezas y
sus murmuraciones, intentando ası́ divertirse y
pasar una velada agradable. En este grupo de
composició n tan singular se hallaban personas con
quienes Lucien habı́a tenido relaciones en las que la
correcció n aparente se mezclaba con la maldad de
los propósitos y de los hechos ocultos.
—¡Qué hay, Lucien, hijo mı́o, encanto! Veo que
está s arreglado, remendado. ¿De dó nde venimos?
Hemos podido recuperar nuestro puesto gracias a
los regalos enviados desde el camarı́n de Florine.
¡Bravo muchacho! —le dijo Blondet, soltando el
brazo de Finot y apretando contra su pecho a
Lucien, despué s de cogerlo con toda familiaridad
por el talle.
Andoche Finot era el propietario de una revista
para la que Lucien habı́a trabajado casi
gratuitamente y que Blondet enriquecı́a con su
colaboració n, con la sapiencia de sus consejos y con
la hondura de sus ideas. Finot y Blondet
personi icaban a Bertrand y Rató n, con la salvedad
de que el gato de LaJFontaine acabo dá ndose
cuenta de que era engañ ado, y que, aunque fuera
consciente del engañ o, Blondet seguı́a al servicio de
Finot. Este brillante condotiero de la pluma,
efectivamente, habı́a de seguir siendo esclavo
durante mucho tiempo. Finot ocultaba una brutal
fuerza de voluntad bajo una apariencia de torpeza,
bajo una cascara de impertinente necedad
refregada de agudeza, de modo aná logo a como una
rebanada de pan de un albañ il es refregada de ajo.
Sabı́a almacenar lo que iba espigando —ya fueran
ideas o escudos —a travé s de los campos de la vida
disipada que lleva la gente de letras y la gente
mezclada en asuntos polı́ticos. Para desgracia suya,
Blondet habı́a puesto su fuerza a sueldo de los
vicios y de la pereza de Finot. La necesidad siempre
le sorprendı́a; formaba parte del pobre clan de esa
gente insigne que puede hacer cualquier cosa para
la suerte de los demá s y que en cambio no puede
hacer nada para la suya propia, de esos Aladinos
que se dejan quitar su lá mpara de las manos. Estos
consejeros admirables demuestran perspicacia y
agudeza de ingenio cuando no les acucia el interé s
personal. En ellos lo que actú a no es el brazo, sino
la cabeza. De ahı́ lo deshilvanado de sus costumbres
y la reprobació n de que son objeto por parte de los
espı́ritus inferiores. Blondet compartı́a sus haberes
con el compañ ero a quien habı́a herido el dı́a antes;
era capaz de cenar, beber y acostarse con uno al
que iba a degollar el dı́a siguiente. Sus divertidas
paradojas lo justi icaban todo. Tomaba a toda la
gente a broma y, consiguientemente, tampoco
querı́a ser tomado en serio. Era joven, se le
apreciaba, era cé lebre y feliz, y no se preocupaba,
como hacı́a Finot, por reunir la riqueza que necesita
un hombre maduro. Lucien necesitaba en aquel
momento para cortar a Blondet, como acababa de
cortar a la señ ora de Espard y a Châ telet una clase
de valentı́a que es quizá la má s difı́cil.
Desgraciadamente, los placeres de la vanidad eran
en é l un estorbo para la prá ctica del orgullo, que sin
duda alguna es el principio de muchas cosas
grandes. Su vanidad había triunfado en el encuentro
anterior: se habı́a mostrado rico, dichoso y
desdeñ oso con dos personas que le habı́an
despreciado a é l en otros tiempos, cuando era
pobre y miserable; pero, ¿acaso puede un poeta
romper, como si fuera un diplomá tico achacoso, con
dos pretendidos amigos que le han acogido cuando
ha estado en la miseria en cuya casa ha recibido
hospedaje en los momentos de apuro? Finot,
Blondet y é l se habı́an envilecido juntos y habı́an
tomado parte en orgias que no só lo engullı́an el
dinero de sus acreedores. Como hacen los soldados
que no saben emplear oportunamente su valor,
Lucien actuó entonces de una manera muy habitual
en Parı́s: se comprometió de nuevo aceptando la
mano que le tendı́a Finot y no rechazando la lisonja
de Blondet. Todo el, que ha mojado su pan en el
plato del periodismo, o lo moja todavı́a, está cogido
por la cruel necesidad de saludar a los seres que
desprecia, de sonreı́r a su mejor enemigo, de pactar
t con las bajezas má s hediondas o de ensuciarse las
manos pagando a sus agresores con su misma
moneda. Uno se acostumbra a ver có mo se hace el
dañ o y a tolerarlo; se empieza apro— bá ndolo y se
termina cometié ndolo. A la larga, el alma, manchada
incesantemente por transacciones vergonzosas y
reiteradas, se rebaja, se oxidan los resortes de las
ideas nobles, y los goznes de la trivialidad se
desgastan y giran por sı́ solos. Los Alcestes se
convierten en Filintos, los caracteres se
reblandecen, los talentos se vuelven bastardos y
desaparece la fe en las grandes obras. Aquel que
querı́a enorgullecerse con sus pá ginas se desgasta
en tristes artı́culos que, tarde o temprano,
manifestará n su indignidad a su conciencia. Todos
llegan, como Lousteau o como Vernou, para
elevarse al rango de gran escritor, pero resultan a
la postre folicularios impotentes. Por esto son tan
estimables las personas cuyo cará cter está a la
altura de su talento, los D'Arthez que saben caminar
con seguridad entre los escollos de la vida literaria.
Lucien no supo qué responder a las zalamerı́as de
Blondet, cuyo talento ejercı́a sobre é l, por otra
parte, una seducció n irresistible; Blondet
conservaba el ascendiente del corruptor sobre el
discı́pulo y, ademá s, gozaba de una buena situació n
mundana gracias a sus relaciones con la condesa de
Montcornet.
—¿Ha heredado usted de algú n tı́o? —le dijo Finot
con aire burlón.
—He puesto, como usted, a los tontos en un papel
cuadriculado— le respondió Lucien en el mismo
tono.
—¿Acaso tiene el caballero una revista o algú n
perió dico? —repuso Andoche Finot con la
impertinente su iciencia que mani iestan los
explotadores para con sus explotados.
—Tengo algo mejor —replicó Lucien, quien, al
sentir herida su vanidad por la superioridad ingida
por el redactor-jefe, recobró el sentimiento de
nueva posición.
—¿Qué tiene pues, querido amigo?...
—Tengo un partido.
—¿Existe el Partido Lucien? —dijo Vernou,
sonriendo.
—Finot, ahı́ te ves, relegado por este muchacho; te
lo habı́a predicho. Lucien tiene talento, y tú no le
has cuidado, sino que lo has molido. Arrepié ntete,
pedazo de alcornoque —repuso Blondet.
Con su peculiar agudeza, Blondet vislumbró no
pocos secretos en el acento, en los ademanes y en el
aire de Lucien; con estas palabras supo, pues, al
tiempo que a lojaba, volver a apretar la cadenilla de
la brida. Querı́a saber los motivos del regreso de
Lucien a Parı́s, sus proyectos y sus medios de
existencia.
—¡De rodillas ante una superioridad que no
alcanzará s nunca, por muy Finot que seas! —dijo—.
¡Admite al caballero, en este mismo momento, entre
los hombres fuertes a quienes pertenece el
porvenir; es de los nuestros! Con ese ingenio y esa
belleza, ¿no debe acaso llegar por tus
quibuscumque viis? ¡Ahı́ está con su excelente
armadura de Milá n, con su potente daga medio
desenvainada y enarbolando su pendó n! ¡Voto a
Dios, Lucien!, ¿dó nde has robado esta preciosa
armilla? Só lo el amor sabe encontrar telas como
é sta. ¿Tendremos un domicilio? En estos momentos
necesito conocer las direcciones de mis amigos, no
sé dó nde ir a dormir. Finot me ha echado de su casa
por esta noche, con el vulgar pretexto de haber
tenido buena suerte...
—Amigo mı́o —respondió Lucien—, he puesto en
prá ctica un axioma con el cual se tiene la seguridad
de vivir tranquilo: Fuge, late, tace!2 Ahí les dejo.
—Pero yo no dejo que te vayas sin satisfacer una
deuda sagrada que tienes para conmigo: aquella
cena, ¿te acuerdas? —dijo Blondet, que daba en el
blanco casi con un exceso de punterı́a y que sabı́a
có mo arreglá rselas cuando se encontraba sin
dinero.
—¿Qué cena? —dijo Lucien con un gesto de
impaciencia. —¿Ya no te acuerdas? He aquı́ en qué
reconozco la prosperidad de un amigo: en que ya
no tiene memoria.
—Sabe bien lo que nos debe, respondo de sus
sentimientos —repuso Finot, siguiendo la broma de
Blondet.
—Rastignac —dijo Blondet, cogiendo al joven
elegante por el brazo en el instante en que llegaba
al extremo del saló n, cerca de la columna junto a la
cual se hallaban los supuestos amigos—, se trata de
una cena: será uno de los nuestros... A menos que el
caballero —añ adió con seguridad, señ alando a
Lucien— siga negá ndose a cumplir una deuda de
honor; bien puede hacerlo.
—El señ or de Rubempré es incapaz de hacerlo, lo
aseguro —dijo Rastignac, que no pensaba en
absoluto en ninguna mixtificación.
—Aquı́ está Bixiou —exclamó Blondet—, nos
acompañ ará : no hay iesta completa sin su
presencia. Sin é l el vino de Champañ a se me hace
pastoso, y lo encuentro todo insı́pido, incluso el
picante de los epigramas.
—Amigos mı́os —dijo Bixiou—, veo que está is
reunidos en torno a la maravilla del dı́a. Nuestro
querido Lucien repite las Metamorfosis de Qvidio.
Ası́ como los dioses se transformaban en
asombrosas legumbres y en otras cosas para
seducir a las mujeres, é l ha convertido el "cardo" en
caballero para seducir. ¿A quié n? ¡A Carlos X!
Amiguito —dijo a Lucien, cogié ndole por un botó n
de su chaqueta—, un periodista que asciende a la
categorı́a de gran señ or merece una buena
cencerrada. Si estuviera en su lugar —dijo el
implacable satı́rico, indicando a Finot y Vernou—,
me meterı́a contigo en su pequeñ o perió dico; les
rendirı́as un centenar de francos, con diez columnas
de frases ingeniosas.
—Bixiou —dijo Blondet—, un an itrió n es sagrado
veinticuatro horas antes de la iesta y doce horas
despué s de ella: nuestro ilustre amigo nos invita a
cenar.
—¡Vaya, vaya! —repuso Bixiou—. Pero, ¿hay algo
má s necesario que salvar un gran nombre del
olvido, o proporcionar a la indigente aristocracia
una persona de talento? Lucien, cuentas con el
aprecio de la Prensa, de la que constituı́as el mejor
loró n, y nosotros te apoyaremos. ¡Finot, un breve
artı́culo de primera pá gina! ¡Blondet, una so lama
insidiosa en la cuarta pá gina de tu diario!
¡Anunciemos la aparició n del libro má s bello de la
é poca, El arquero de Carlos IX! ¡Supliquemos a
Dauriat que nos entregue pronto Las Margaritas,
esos divinos sonetos del Petrarca francé s!
¡Elevemos a nuestro amigo al solio de papel sellado
que hace y deshace las reputaciones!
—Si querı́as cenar —dijo Lucien a Blondet para
deshacerse de aquella pandilla que amenazaba con
ir en aumento—, me parece que no tenı́as por qué
emplear la hipé rbole y la pará bola con un viejo
amigo, como si se tratara de un memo. Hasta
mañ ana,por la noche en el Lointier —añ adió
rá pidamente al ver que se acercaba una mujer,
hacia la cual se apresuró a dirigirse.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó Bixiou en tres tonos
distintos y con aire burló n, como si reconociera
bajo la má scara a la persona hacia la cual se dirigı́a
Lucien—. Esto merece una confirmación.
Con esto, siguió a la pareja, se adelantó a ella, la
observó con perspicacia y regresó a su sitio con
gran satisfacció n por parte de todos aquellos
envidiosos que deseaban saber de dó nde provenı́a
el cambio de fortuna de Lucien.
—Amigos mı́os, conocé is desde hace tiempo la
fuente de la fortuna del señ or de Rubempré —les
dijo Bixiou—; es la que fue el rat de Des Lupeaulx.
Una de las perversiones olvidadas ya, pero que
eran habituales a comienzos de este siglo, es la de
los rats. El té rmino de rat, que hoy en dı́a ya ha
envejecido, se aplicaba a las niñ as de diez a once
añ os, comparsas de los teatros, especialmente de la
Opera, que en manos de los crapulosos eran
iniciadas en el aprendizaje del vicio y de la infamia.
Un rat era una especie de paje infernal, un pı́llete
hembra a quien se perdonaban las malas pasadas.
El rat podı́a tomarlo todo; habı́a que descon iar de
é l como de un peligroso animal. Introducı́a en la
vida un elemento de jocosidad, como antañ o los
Scapin, Sganarelle y Frontı́n en la antigua comedia.
Un rat era demasiado caro: no proporcionaba
honor, ganancia ni placer; la moda de los rats se
extinguió tan completamente, que hoy en dı́a muy
poca gente conocı́a este detalle ı́ntimo de la vida
re inada anterior a la Restauració n, hasta que
algunos escritores se apoderaron del tema del rat
como si se tratara de una novedad.
—¿Có mo es eso? —dijo Blondet—. ¿Despué s de
haber matado a Coralie, nos quita ahora a la
Torpille?
Al oı́r este nombre, la má scara de formas atlé ticas
dejó escapar un ademá n que no pudo retener del
todo y que fue sorprendido por Rastignac.
—¡No es posible! —contestó Finot—, La Torpille no
tiene ni un cé ntimo que dar; Nathan me ha dicho
que ha pedido mil francos prestados a Florine.
—¡Oh, caballeros, caballeros!... —dijo Rastignac,
intentando defender a Lucien frente a tan odiosas
acusaciones.
—¿Qué pasa? —exclamó Vernou—. ¿Tan gazmoñ o
es el antiguo gigolo de Coralie?
—Estos mil francos —dijo Bixiou— me demuestran
que nuestro amigo Lucien vive con la Torpille...
—¡Qué pé rdida irreparable para la é lite de las
letras, de la ciencia, del arte y de la polı́tica! —dijo
Blondet—. La Torpille es la ú nica ramera que tiene
madera de cortesana; no está estropeada por la
instrucció n, no sabe leer ni escribir: nos habrı́a
comprendido. Con ella habrı́amos proporcionado a
nuestra é poca una de esas magnı́ icas iguras
asgasianas que caracterizan los grandes siglos.
Observen có mo la Dubarry destacó oportunamente
en el siglo dieciocho, Ninon de Lenclos en el
diecisiete, Marion de Lorme en el diecisé is, Imperia
en el quince y Flora durante la repú blica romana, a
la que dejó su herencia, ¡qué le permitió pagar la
deuda pú blica! ¿Qué serı́an Horacio sin Lidia, Tibulo
sin Delia, Catulo sin Lesbia, Propercio sin Cintia y
Demetrio sin Lamia, que constituyen el motivo de su
actual celebridad?
—Blondet adopta un tono demasiado propio de los
Dé bats hablando de Demetrio en el saló n de la
Ópera —dijo Bixiou al oído de su vecino.
—Y sin todas estas reinas, ¿qué serı́a del imperio
de los cesares? —seguı́a diciendo Blondet— Lais y
Ró dope son Grecia y Egipto. Todas son, por otra
parte, la poesı́a de los siglos en que vivieron. Una tal
poesı́a, que faltó a Napoleó n! (porque la viuda de su
Grande Armé e es un chiste de cuartel), no faltó en
cambio a la Revolució n, que tuvo a la señ ora Tallien.
Actualmente en Francia, donde el trono está en
cuestió n, hay sin duda alguna un trono vacante.
Entre todos nosotros podrı́amos proclamar una
reina. ¡Yo podrı́a dar a la Torpille una tı́a, ya que su
madre murió demasiado ostensiblemente en el
campo del deshonor; Du Tillet le habrı́a pagado un
palacio, Lousteau un coche, Rastignac unos criados,
Des Lupeaulx un cocinero, Finot habrı́a corrido con
los gastos de sombrererı́a —Finot no pudo reprimir
un gesto al recibir esta sá tira a quemarropa—,
Vernou le habrı́a puesto anuncios y Bixiou se
encargarı́a de sus frases ingeniosas! La aristocracia
entonces vendrı́a a divertirse a casa de nuestra
Ninon, donde habrı́amos convocado a los artistas
bajo la amenaza de mortı́feros artı́culos. Ninon II
exhibirı́a una impertinencia solemne y un lujo
aplastante. Demostrarı́a tener opiniones. En su casa
se habrı́a leı́do alguna obra maestra de arte
dramá tico prohibida, que se habrı́a hecho ex
profeso para la ocasió n si hubiera sido preciso. No
serı́a liberal; toda cortesana es por de inició n
moná rquica. ¡Ah, qué pé rdida! ¡Deberı́a abrazar a
su siglo entero y se limita a hacer el amor con un
jovencito! ¡Lucien hará de ella un perro de caza!
—Ninguna de las potencias femeninas que has
nombrado ha chapoteado en la calle —dijo Finot—,
mientras que este precioso rat ha rodado en el
fango.
—Ası́ se ha embellecido y ha lorecido —repuso
Vernou—, como la semilla del lirio germinando del
estié rcol. De ahı́ su superioridad. ¿Acaso no hay que
haber pasado por todo para ser capaz de crear la
risa y la alegría que todo lo abarcan?
—Tiene razó n —dijo Lousteau, que hasta entonces
habı́a estado observando sin decir palabra—, la
Torpille sabe reı́r y hace reı́r. Esta sabidurı́a de los
grandes autores y de los grandes actores es propia
de los que han penetrado todas las profundidades
sociales. A la edad de dieciocho añ os esta muchacha
conoció ya la mayor opulencia, la má s mezquina
miseria y los hombres de todas las categorı́as. Tiene
como una varita má gica con la que desencadena los
apetitos brutales violentamente reprimidos en los
hombres que aú n tienen corazó n ocupá ndose de
polı́tica o de ciencia, de literatura o de arte. No hay
otra mujer en París que pueda decir, como hace ella,
al Animal que llevamos dentro: "¡sal de ahı́!"...
Entonces el Animal sale de su guarida para
refocilarse en los excesos; esta mujer exalta los
placeres de la mesa, de la bebida y del tabaco. En
in, es la sal cantada por Rabelais que, esparcida
sobre la Materia, la anima y la eleva hasta las
regiones esplendorosas del Arte; su vestido
despliega unas inauditas maravillas, sus dedos dejan
caer oportunamente las joyas que llevan, como su
boca las sonrisas; sabe dar a todas las cosas el tono
que precisan; su jerga está llena de rasgos picantes;
posee el secreto de las onomatopeyas má s vivaces y
más turbadoras; tiene...
—Está s perdiendo cien sueldos de folletı́n —dijo
Bixiou, interrumpiendo a Lousteau—. La Torpille es
in initamente mejor que todo eso: vosotros habé is
sido má s o menos sus amantes, pero ninguno de
vosotros puede decir que ella ha sido querida
vuestra; ella os puede coger siempre, vosotros en
cambio nunca la cogeré is. Forzá is su puerta, vais a
pedirle un favor...
—¡Oh!, es má s generosa que un jefe de bandoleros
a quien vayan bien las cosas, y má s abnegada que el
mejor compañ ero de colegio —dijo Blondet—; se le
pueden con iar dinero y secretos. Pero lo que me
movı́a a elegirla reina es su borbó nica indiferencia
hacia los favoritos caídos en desgracia.
—Es como su madre, demasiado cara —dijo Des
Lupeaulx—. La Bella Holandesa habrı́a engullido los
ingresos de un arzobispo de Toledo; llegó ya a
tragarse a dos notarios...
—Y dio de comer a Má xime de Trailles cuando era
paje —añadió Bixiou.
—La Torpille es demasiado cara, como Rafael,
como Cá reme, como Taglioni, como Lawrence, como
Boule, tan cara como todos los artistas geniales... —
repuso Blondet...
—Esther jamá s ha tenido este aspecto de mujer
respetable —dijo entonces Rastignac, señ alando la
má scara a quien Lucien daba el brazo—. Apuesto a
que se trata de la señora de Sérizy.
—No hay ninguna duda —repuso Du Châ telet—, y
así se explica la suerte del señor de Rubempré.
—¡Ah! La Iglesia sabe elegir a sus levitas; será un
hermoso secretario de embajada —dijo Des
Lupeaulx.
—Tanto má s —repuso Rastignac —cuanto que
Lucien es un hombre de talento. Estos caballeros
han podido comprobarlo má s de una vez —añ adió ,
dirigiendo su mirada a Blondet, Finot y Lousteau.
—Sı́, el muchacho está hecho para llegar lejos —
dijo Lousteau, a punto de estallar de envidia—,
mayormente por cuanto posee eso que llamamos
independencia de ideas.
—Tú eres quien le ha formado —dijo Vernou.
—¡Pues bien! —intervino Bixiou, mirando a Des
Lupeaulx—. Invoco los recuerdos del señ or
secretario general y relator; aquella má scara es la
Torpille, me apuesto una cena...
—Acepto la apuesta —dijo Châtelet, lleno de interés
por saber la verdad.
—Vamos, Des Lupeaulx —dijo Finot—, a ver si
reconoce las orejas del que fue su rat.
—No es necesario cometer ningú n crimen de lesa
má scara —repuso Bixiou—; la Torpille y Lucien van
a volver hacia nosotros cuando lleguen al extremo
del saló n, y me comprometo entonces a
demostraros que es ella.
—Ası́ que ha vuelto nuestro amigo Lucien —dijo
Nathan, unié ndose al grupo—; creı́a que se habrı́a
retirado en el Angoumois para el resto de sus dı́as.
¿Ha descubierto quizá s algú n secreto contra los
ingleses?
—Ha hecho lo que tú no hará s por ahora —
respondió Rastignac—, ha pagado todas sus deudas.
La gruesa má scara movió la cabeza en señ al de
asentimiento.
—Cuando un joven a su edad se vuelve atinado, lo
que hace en realidad es desatinarse: pierde su
audacia, se convierte en rentista —repuso Nathan.
—¡Oh!, é ste será siempre un gran señ or, y siempre
habrá en é l un nivel intelectual que le colocará por
encima de muchos hombres supuestamente
superiores —contestó Rastignac.
En aquel momento los periodistas, los dandys, los
ociosos, todos, en suma, observaban, con la mirada
de un tratante que observa un caballo en venta, el
delicioso objeto de su apuesta. Estos jueces,
envejecidos con la experiencia de las depravaciones
parisienses, todos de espı́ritu superior y cada uno a
tı́tulo distinto, por igual corrorrtpidos, por igual
corruptores, entregados todos ellos a
desenfrenadas ambiciones, acostumbrados a
suponerlo, a adivinarlo todo, ijaban intensamente
su mirada, en una mujer enmascarada, en una
mujer que só lo ellos podı́an identi icar. Ellos y
algunos asiduos del baile de la Opera eran los
ú nicos capaces de reconocer la redondez de las
formas, las peculiaridades del porte y del andar, el
balanceo de la cintura y la erecció n de la cabeza, es
decir, lo má s fá cil de captar para ellos aunque fuera
lo má s inasible a una mirada vulgar, bajo el largo
manto del dominó negro, bajo la capucha y bajo la
esclavina, que hacen irreconocibles a las mujeres.
Pese a tan amorfo recubrimiento, pudieron percibir
el má s emocionante de todos los espectá culos, el
que ofrece una mujer animada por un auté ntico
amor. Ya se tratara de la Torpille, de la duquesa de
Maufrigneuse o de la señ ora Sé rizy, el grado ı́n imo
o el superior de la escala social, aquella criatura era
una asombrosa creació n, el destello de luz de los
sueñ os felices. Tanto aquellos jó venes envejecidos
como aquellos ancianos de aire juvenil,
experimentaron una impresió n tan intensa, que
envidiaron a Lucien el privilegio sublime de aquella
metamorfosis de la mujer en diosa. La enmascarada
estaba allı́ como si estuviera a solas con Lucien;
para aquella mujer no existı́an ni las diez mil
personas, ni una atmó sfera cargada y llena de
polvo; no; se hallaba bajo la cú pula celeste de los
Amores, como las madonas de Rafael bajo su ó valo
dorado. No percibı́a el roce con los demá s, la llama
de su mirada partı́a de los dos agujeros del antifaz
para unirse con los ojos de Lucien, y el
estremecimiento de todo su cuerpo parecı́a tener
como principio los propios ademanes de su amigo.
¿De dó nde procede esta llama que irradia de una
mujer enamorada y la destaca de entre las demá s?
¿De dó nde procede esta ligereza de sı́l ide que
parece cambiar las leyes de la gravedad? ¿Es acaso
el alma que huye? ¿Tiene la felicidad propiedades
fı́sicas? Bajo el dominó se traicionaban la
ingenuidad de una virgen y los encantos de la
infancia. Aunque andaban separados, aquellos dos
seres semejaban esos grupos de Flora y Cé iro
cogidos por el talle, que revelan la pericia de ¡os
má s há biles escultores; pero era má s que escultura
—la mayor entre las artes—, Lucien y su bello
dominó recordaban aquellos á ngeles portadores de
lores o pá jaros que el pincel de Gian-Bellini ha
puesto bajo las imá genes de la Virgen madre;
Lucien y aquella mujer pertenecı́an a la Fantası́a,
que está por encima del Arte como la causa está por
encima del efecto.
Cuando la mujer, abstraı́da de cuanto la rodeaba,
estuvo a un paso del grupo, Bixiou gritó : "¿Esther?"
La desgraciada volvió rá pidamente la cabeza, como
hace el que oye su nombre, reconoció al malicioso y
bajó la cabeza como un agonizante que acaba de
exhalar el último suspiro. Se oyó una risa estridente,
y el grupo se precipitó hacia la muchedumbre como
una banda de ratones espantados que desde la
orilla de un camino regresan a sus madrigueras.
Só lo Rastignac no se alejó má s de lo que debı́a para
no parecer que huı́a de la mirada fulminante de
Lucien, y pudo admirar dos pesares igualmente
profundos, aunque velados: el de la pobre Torpille,
abatida como por el rayo, y el de la má scara
ininteligible, ú nica persona del grupo que habı́a
permanecido allı́. Esther dijo una palabra al oı́do de
Lucien en el instante mismo en que sus rodillas
laqueaban, y Lucien desapareció haciendo que se
apoyara en su brazo. Rastignac siguió con la mirada
a aquella bonita pareja mientras quedaba abismado
en sus reflexiones.
—¿De dó nde ha sacado este nombre de Torpille?
—le preguntó una voz sombría que le llegó hasta las
entrañas, porque había abandonado todo intento de
ocultarse.
—No hay duda, es é l, se ha vuelto a escapar... —dijo
Rastignac, aparte.
—Cállate, si no quieres que te degüelle —respondió
la má scara, adoptando otra voz—. Estoy satisfecho
de ti, has mantenido tu palabra, y por esto tienes
má s de un brazo a tu servicio. A partir de ahora, sé
mudo como una tumba; y antes de callarte, contesta
a mi pregunta.
—¡Está bien! Esta muchacha es tan atractiva que
habrı́a sido capaz de turbar al mismo emperador
Napoleó n, e incluso a alguien aú n má s difı́cil de
seducir: ¡a ti! —contestó Rastignac mientras se
alejaba.

—Un momento —dijo la má scara—. Voy a


mostrarte que no debes haberme visto jamá s en
ninguna parte.
Se quitó la má scara. Rastignac vaciló breves
instantes al ver que no tenia nada del personaje
repugnante a quien habı́a conocido tiempo atrá s en
la Casa Vauquer.
—El diablo le ha permitido cambiar todo su
aspecto, excepto los ojos, que son difı́ciles de
olvidar —le dijo.
La mano de hierro le apretó el brazo para
recomendarle un silencio eterno.
A las tres de la madrugada, Des Lupeaulx y Finot
encontraron al apuesto Rastignac en el mismo lugar,
apoyado en la columna donde le habı́a dejado la
terrible má scara. Rastignac se habı́a confesado a sı́
mismo, habı́a sido sacerdote y penitente, juez y
parte. Se dejó conducir al restaurante para comer y
regresó a su casa achispado, aunque taciturno.
La calle de Langlade, ası́ como las adyacentes,
desdora el Palais-Royal y la calle de Rivoli. Esta
parte de uno de los barrios má s re inados de Parı́s
conservará por mucho tiempo la señ al de suciedad
dejada por los montones de inmundicias del viejo
Parı́s, donde hubo en otro tiempo unos molinos.
Aquellas calles estrechas, oscuras y llenas de lodo,
donde se ejercen actividades equı́vocas, adquieren
por la noche una isonomı́a misteriosa y llena de
contrastes. Cualquier persona que no conozca el
Parı́s nocturno, viniendo de la parte iluminada de la
calle Saint-Honoré , de la calle Neuve-des-Petits-
Champs y de la calle Richelieu, donde se agolpa una
incesante muchedumbre y donde relucen las obras
maestras de la Industria, la Moda y las Artes, se
siente embargada por un terror mezclado de
tristeza al verse en medio de esta red de callejuelas
que rodea aquella zona de luz cuyo resplandor se
re leja en el cielo. A los torrentes de luz de gas
sucede una sombra espesa. De tarde en tarde un
pá lido farol deja caer su resplandor incierto y
nebuloso, que no llega a alumbrar ciertas callejas
negras. Los viandantes son escasos y andan de
prisa. Las tiendas está n cerradas, y las que está n
abiertas tienen mal cará cter: un igó n sucio y
sombrı́o, lencerı́as que venden agua de colonia. Un
frı́o malsano deja una capa de humedad sobre los
hombros de los viandantes. Pasan pocos coches.
Hay rincones siniestros, entre los que destacan la
calle de Langlade, la salida del pasaje de Saint-
Guillaume y algunas esquinas. El consejo municipal
no ha podido aú n tomar ninguna medida para
sanear esta gran leproserı́a, ya que la prostitució n
ha establecido en ella desde hace tiempo su cuartel
general. Quizá sea bueno para el mundo de Parı́s, en
de initiva, que estas callejuelas conserven su
aspecto de suciedad. Si se pasa por estos lugares
durante el dı́a, no se puede adivinar el aspecto que
adquieren por la noche; se ven surcados por seres
extrañ os que no pertenecen a ningú n mundo; las
paredes se ven lanqueadas por formas blancas y
medio desnudas, las sombras parecen animadas.
Entre los muros y los viandantes se deslizan
tocados que andan y hablan. Algunas puertas
entreabietas se ponen a reı́r a carcajadas. Los oı́dos
recogen palabras de esas que, segú n pretende
Rabelais, se han helado para luego fundirse. Se oyen
estribillos que surgen del pavimento. El ruido no es
informe, quiere decir alguna cosa: cuando es
bronco, se trata de una voz; pero si se asemeja a un
canto, ya no tiene nada de humano, se parece a un
silbido. A menudo se oyen pitidos. Por ú ltimo, los
taconazos de las botas tienen un no sé qué de
provocador y burlesco. El conjunto produce vé rtigo.
Las condiciones atmosfé ricas está n invertidas: en
invierno se tiene calor, en verano frı́o. Pero
cualquiera que sea el tiempo que hace, esta extrañ a
naturaleza siempre ofrece el mismo espectá culo: el
espectá culo del mundo de fantası́a de Hoffmann el
berliné s. Para la mentalidad matemá tica de un
cajero es irreal el recuerdo de lo visto cuando se ha
atravesado el estrecho que lleva al barrio decente,
con sus viandantes, tiendas y quinqué s. La
administració n o la polı́tica moderna, má s
desdeñ osa o má s vergonzosa que las reinas y los
reyes de antañ o, que no tenı́an escrú pulos en tratar
con cortesanas, no se atreve a enfrentarse
directamente con esta plaga de las capitales. No hay
duda de que las medidas cambiará n con el tiempo, y
las que afectan a los individuos y a su libertad son
delicadas; pero quizá s habrı́a que mostrar amplitud
de miras y valentı́a en cuanto se re iere a las
combinaciones puramente materiales, como las del
aire, la luz y los locales. Puede que los moralistas,
los artistas y los prudentes administradores echen
de menos las antiguas Galerı́as de Madera del
Palacio Real, donde se estacionaban esas ovejas que
van siempre tras las huellas de los paseantes; y,
¿acaso no es mejor que los paseantes vayan adonde
está n ellas? ¿Qué ha ocurrido? Actualmente las
partes má s esplendorosas de los bulevares, esos
lugares de ensueñ o para ir de paseo, no son
recomendables por la noche para las familias. La
policı́a no ha sabido aprovechar los recursos que
ofrecen, a este respecto, algunos pasajes, para
salvar la vía pública.
La muchacha hundida por los efectos de una
palabra en el baile de la Opera vivı́a, desde hacı́a
uno o dos meses, en la calle de Langlade, en una
casa de vil apariencia. Este edi icio, adosado a una
casa enorme, mal enyesado, de poca profundidad y
de altura prodigiosa, recibe toda la luz por la parte
delantera y se asemeja bastante a una vara de
cacatú a. En cada piso hay un apartamiento con dos
habitaciones. Se accede a ellos por una estrecha
escalera pegada a la pared y extrañ amente
iluminada por unos bastidores que señ alan
exteriormente su recorrido, y en los que cada
planta es indicada por un plomo, lo cual constituye
una de las particularidades má s horrorosas de
Parı́s. La tienda y el entresuelo pertenecı́an
entonces a un hojalatero, el propietario vivı́a en el
primero y los otros cuatro pisos los ocupaban unas
modistillas muy decentes que recibı́an por parte del
propietario y de la portera un trato muy
considerado y complaciente, acorde con lo difı́cil
que resulta alquilar una casa de caracterı́sticas y de
situació n tan singulares. El destino de este barrio se
comprende por la existencia de una cantidad
considerable de casas como é sta, que no sirven
para el comercio y que só lo pueden ser explotadas
por industrias desautorizadas, precarias o carentes
de dignidad. A las tres de la tarde, la portera, que
habı́a visto regresar a las dos de la madrugada a la
señ orita Esther en muy mal estado y acompañ ada
por un joven, acababa de deliberar con la modistilla
que vivı́a en el piso superior, la cual, antes de tomar
un coche para dirigirse a algú n lugar de diversió n,
le habı́a expresado su inquietud a propó sito de
Esther: no habı́a oı́do ningú n ruido en su piso.
Seguramente Esther dormı́a aú n, pero aquel sueñ o
era sospechoso. La portera sentı́a no poder ir a
averiguar lo que pasaba en el cuarto piso, donde
vivı́a la señ orita Esther, puesto que no podı́a
abandonar su garita. En el mismo instante en que se
decidı́a a dejar en manos del hijo del hojalatero la
guardia de su garita, que era una especie de nicho
habilitado en un entrante de la pared, se detuvo un
coche de punto. Se apeó un hombre tapado de pies
a cabeza por una capa, con el propó sito evidente de
ocultar su atuendo o su calidad, y preguntó por la
señ orita Esther. La portera quedó entonces
plenamente tranquilizada, y le pareció que el
silencio y la calma de la reclusa quedaban
claramente justi icados. Cuando el visitante pasaba
por los escalones qué está n encima de la garita, la
portera pudo advertir que en sus zapatos llevaba
hebillas de plata y creyó ver la franja negra de la
faja de una sotana; bajó y preguntó al cochero, que
le respondió callando, de modo que la portera
acabó de comprender.
El sacerdote llamó y no tuvo respuesta alguna, oyó
unos dé biles suspiros y forzó la puerta con el
hombro, con un vigor que sin duda le conferı́a la
caridad, pero que en cualquier otra persona
hubiera parecido ser cuestió n de há bito. Se
precipitó hacia la segunda habitació n y vio a la
pobre Esther arrodillada o, mejor dicho,
desplomada, con las manos juntas, ante una Virgen
de yeso pintado. La muchacha estaba agonizando.
La presencia de un braserillo con carbó n ya
consumido indicaba lo que habı́a ocurrido durante
aquella terrible mañ ana. La capucha y la esclavina
del dominó estaban en el suelo. La cama estaba
deshecha. La pobre criatura, herida mortalmente en
el corazó n, lo habı́a dispuesto todo, sin duda, a su
regreso de la Opera. De la cera derretida que
llenaba la arandela del candelero emergı́a una
mecha; era indicio de la medida en que Esther habı́a
estado absorbida por sus ú ltimas re lexiones. Un
pañ uelo empapado de lá grimas probaba la
sinceridad de aquel desespero, propio de una
Magdalena, cuyo modelo clá sico era el de la
cortesana impı́a. Aquel arrepentimiento absoluto
hizo sonreı́r al sacerdote. Esther, poco há bil para la
muerte, habı́a dejado la puerta abierta sin pensar
que el aire de las dos habitaciones requerı́a una
mayor cantidad de carbó n para hacerse irrepirable;
el vapor solamente la habı́a aturdido; el aire fresco
procedente de la escalera le devolvió gradualmente
el sentido de sus males. El sacerdote se quedó en
pie, absorto en una sombrı́a meditació n, sin ser
afectado por la belleza divina de la muchacha, y
examinaba sus primeros movimientos como si se
tratara de algú n animal. Su mirada se desplazaba
desde aquel cuerpo desmoronado hacia objetos
indiferentes con aparente indiferencia. Contempló el
mobiliario de la habitació n, cuyo suelo de baldosas
rojas, gastadas y frı́as, no quedaba del todo tapado
por una alfombra fea y usada. Una cama de madera
pintada, modelo antiguo envuelta con cortinas de
calicó amarillo con rosetones encarnados; una única
butaca y dos sillas tambié n de madera pintada, y
cubiertas con el mismo calicó de las cortinas; un
empapelado de fondo gris estampado con lores,
aunque ennegrecido por el tiempo y grasiento; una
mesa tallada de caoba; la chimenea llena de
utensilios de cocina de la clase má s ordinaria, dos
haces de leñ a empezados, un marco de piedra con
abalorios dispersos y entremezclados con joyas y
tijeras; un ovillo sucio, guantes blancos y
perfumados, un delicioso sombrero tirado sobre
una cacerola, un chal de Terneaux tapando la
ventana, un elegante vestido colgado de un clavo, un
pequeñ o.canapé sin cojines; unos horrendos
chanclos rotos y unos graciosos zapatitos, unos
borceguı́es que despertarı́an la envidia de una
reina, platos de porcelana ordinaria desportillados
con restos de la ú ltima comida y con cubiertos de
metal blanco, que es la vajilla de los pobres de París;
una canasta llena de patatas y ropa blanca para
lavar, con un gorro ligero de gasa encima; un feo
armario de luna abierto y vacı́o, sobre cuyos
estantes podı́an verse las papeletas del Monte de
Piedad: tal era el conjunto de objetos lú gubres y
alegres, mı́seros y ricos, que sorprendı́an a quien
los miraba. ¿Era aquel espectá culo singular lo que
hacía meditar al sacerdote, aquellos vestigios de lujo
en aquellos recipientes, aquel ajuar tan apropiado a
la vida bohemia de aquella muchacha abatida entre
sus ropas deshechas como un caballo muerto entre
sus arneses, bajo la vara rota del carruaje y
enredado con las riendas? ¿Pensaba siquiera que
aquella criatura descarriada tenı́a que ser muy
desinteresada para consentir en aunar una tal
pobreza con el amor de un joven rico? ¿Atribuı́a
acaso el desorden del mobiliario al desorden de la
vida? ¿Qué sentı́a? ¿Piedad, espanto? ¿Se conmovı́a
su caridad? Cualquiera que le hubiese visto con los
brazos cruzados, la frente inquieta, los labios
crispados y la mirada á spera, habrı́a creı́do que
alimentaba sentimientos sombrı́os y rencorosos,
re lexiones contradictorias y proyectos siniestros.
Era, sin duda, insensible a la deliciosa redondez de
unos senos apretados bajo el peso del cuerpo
encorvado, y a las formas atractivas de la Venus
acurrucada que se marcaban bajo el negro de la
falda, tan completamente doblada sobre sı́ misma se
hallaba la agonizante; el abandono de aquella
cabeza que, desde atrá s, ofrecı́a a la mirada la
blancura de su nuca, tierna y lexible, y los
hermosos hombros de un cuerpo audazmente
desarrollado, no le conmovı́an; no levantaba a
Esther, ni parecı́a oı́r las desgarradoras
aspiraciones que indicaban el retorno a la vida: fue
preciso un sollozo horrible y la espantosa mirada
que le lanzó la joven para que se dignara levantarla
y depositarla sobre la cama con una facilidad que
ponía de manifiesto una fuerza prodigiosa.
—¡Lucien! —dijo ella en un murmullo.
—El amor regresa, la mujer no está lejos —dijo el
sacerdote con cierta amargura.
La vı́ctima de las depravaciones parisienses vio
entonces el atuendo de su salvador y dijo, con la
sonrisa del niñ o que puede tocar con su mano el
objeto ansiado:
—¡Ası́ que no.me moriré sin haberme reconciliado
con el cielo!
—Podrá expiar sus faltas —dijo el sacerdote,
mojándole la frente con agua y haciéndole aspirar el
vinagre de una vinagrera que encontró en un
rincón.
—Siento como si la vida, en lugar de abandonarme,
a luyera a mı́ —dijo tras recibir los cuidados del
sacerdote y expresá ndole su gratitud con gestos de
la mayor naturalidad.
Aquella atractiva pantomima, que las propias
Gracias hubieran representado para seducir,
justi icaba plenamente el sobrenombre de la
singular muchacha1.
—¿Se siente mejor? —preguntó el eclesiá stico,
dándole a beber un vaso de agua azucarada.
El hombre parecı́a muy hecho a tales insó litas
situaciones, sabı́a todo lo que debe hacerse. Estaba
allı́ como en su casa. Este privilegio de estar en
todas partes como en la propia casa só lo es
patrimonio de los reyes, las rameras y los ladrones.
—Cuando se haya repuesto del todo —dijo aquel
sacerdote singular— me dirá las razones que le han
llevado a cometer su ú ltimo, crimen, este suicidio
frustrado.
—Mi historia es muy sencilla, padre —respondió la
joven—. Hace tres meses vivı́a en medio del
desorden en que nacı́. Era la ú ltima de las criaturas
y la má s infame; ahora soy tan só lo la má s
desgraciada de todas ellas. Permı́tame que me
abstenga de contarle nada de mi pobre madre, que
murió asesinada...
—Por un capitá n, en una casa de mala nota —dijo
el sacerdote, interrumpiendo a su penitente—.
Conozco el origen de usted, y si hay algú n caso de
persona de su sexo a la que pueda excusarse de
llevar una vida vergonzosa, sin duda alguna es el
suyo, puesto que no ha tenido ningún buen ejemplo.
—¡Ayi, no he sido bautizada ni he recibido las
enseñanzas de ninguna religión.
—Ası́ pues, todo tiene aú n arreglo —repuso el
sacerdote—, con tal que su fe y su arrepentimiento
sean sinceros y no tengan segunda intención.
—Lucien y Dios llenan mi corazó n —dijo ella con
conmovedora ingenuidad.
—Habrı́a podido decir Dios y Lucien —replicó el
sacerdote con una sonrisa—. Me ha recordado
usted el objeto de mi visita. No omita nada de
cuanto se refiere a este joven.
—¿Viene usted de su parte? —preguntó con una
expresió n de amor que hubiera enternecido a
cualquier otro sacerdote—. ¡Oh! Se ha igurado lo
ocurrido.
—No —contestó —, no es su muerte, sino su vida lo
que es motivo de inquietud. Vamos, explı́queme sus
relaciones con él.
—En una palabra —dijo ella.
La pobre muchacha temblaba ante el tono brusco
del eclesiá stico, aunque su reacció n era la de una
mujer que desde hace tiempo no se sorprende por
la brutalidad.
—Lucien es Lucien —añ adió —, el má s hermoso de
los jó venes y el mejor de los seres vivos; si usted le
conoce, mi amor ha de parecerle del todo natural.
Le conocı́ por casualidad, hace tres meses, en la
Porte-Saint-Martin, donde habı́a ido un dı́a de
descanso; tenı́amos un dı́a por semana en casa de la
señ ora Meynardie, donde entonces estaba yo. Al dı́a
siguiente, como puede comprender, me fui de allı́
sin permiso. El amor habı́a irrumpido en mi
corazó n, y me habı́a transformado hasta tal punto
que al regresar del teatro no me reconocı́a ya a mı́
misma: sentı́a horror de mı́. Lucien jamá s ha sabido
nada de eso. En vez de decirle dó nde estaba, le di la
direcció n de esta casa, en la cual vivı́a entonces una
de mis amigas, que tuvo la generosidad de
cedérmela. Le juro por lo más sagrado...
—No se debe jurar.
—¿Acaso es jurar dar su palabra sagrada? Bien,
desde aquel dı́a he trabajado en este cuarto, como
una desesperada, haciendo camisas de veintiocho
sueldos para vivir de un trabajo honrado. Durante
un mes no he comido má s que patatas para poder
ser buena y digna de Lucien, que me quiere y me
respeta como la má s virtuosa de las mujeres. Hice
una declaració n ante la policı́a, en la debida forma,
para recobrar mis derechos, y estoy sometida a dos
añ os de vigilancia. La inscripció n en esos registros
infamantes está n siempre dispuestos a hacerla; en
cambio, para tachar un nombre ponen unas
di icultades exageradas. Lo ú nico que pedı́a al cielo
era que protegiera mi resolució n. Tendré
diecinueve añ os el mes de abril; a esta edad se
puede ya salir a lote— Me da la sensació n de haber
nacido hace tan só lo tres meses... Cada mañ ana he
estado rezando a Dios para pedirle que no
permitiera jamá s que Lucien descubriera mi vida
anterior. Compré esta Virgen que ahı́ ve; le dirigı́a
plegarias a mi modo, puesto que no sé ninguna
oració n; no sé leer ni escribir, nunca he entrado en
ninguna iglesia, y salvo en las procesiones, por
curiosidad, jamás he visto a Dios.
—¿Qué le dice a la Virgen?
—Le hablo como a Lucien, con arrebatos de esos
que le hacen llorar.
—¿Llora?
—De alegrı́a —dijo en seguida—. ¡Pobrecito mı́o!
Nos entendemos tan bien, que tenemos una sola
alma. ¡Es tan amable, tan cariñ oso, tan dulce de
corazó n, de espı́ritu y de ademá n!... Dice que es
poeta, pero yo digo que es dios... ¡Oh, perdó n!, pero
ustedes los sacerdotes no saben lo que es el amor.
Só lo nosotras conocemos bastante a los hombres
para apreciar lo que vale Lucien. Un hombre como
Lucien es tan poco frecuente como una mujer sin
pecado; cuando se le conoce, no se puede amar má s
que a é l, ahı́ está . Pero un ser como é l necesita su
igual. Quisiera ser digna de ser amada por mi
Lucien. De ahı́ viene mi desgracia. Ayer, en la Opera,
me reconocieron unos jó venes que tienen tanto
corazón como piedad tienen los tigres; creo que aún
serı́a má s fá cil entenderse con un tigre que con
ellos. El velo de inocencia que tenı́a cayó ; sus risas
me partieron la cabeza y el corazón. No crea que me
ha salvado, me moriré de pena.
—¿Su velo de inocencia?... —dijo el sacerdote—.
¿Trató entonces a Lucien con todo rigor?
—¿Có mo me hace, usted que le conoce, padre, una
pregunta como é sta? —contestó con una
esplendorosa sonrisa—. No se resiste a un dios.
—No blasfeme —dijo el eclesiá stico con voz suave
—. Nadie puede parecerse a Dios; la exageració n es
perjudicial para un verdadero amor; no tenı́a usted
hacia su ídolo un amor puro y verdadero. Si hubiera
experimentado el cambio del que se enorgullece,
habrı́a usted adquirido las virtudes que constituyen
el patrimonio de la adolescencia, conocerı́a las
delicias de la castidad y la delicadeza del pudor, que
son las dos glorias de la jovencita. Usted no ama de
verdad.
Esther hizo un ademá n de espanto que vio el
sacerdote, pero que no conmovió la impasibilidad
del confesor.
—Sı́, lo quiere por usted y no por é l, por los
placeres temporales que la cautivan, pero no por el
amor en sı́ mismo; ası́ es como lo ha poseı́do; no
está agitada por ese temblor sagrado que inspiran
los seres en quienes Dios pone el sello de las
perfecciones má s adorables: ¿ha pensado usted que
lo degrada con las impurezas de su pasado, que iba
a corromper a un inocente con las horrendas
delicias que han merecido el sobrenombre que
lleva, con su resonancia de gloria y de infamia? Ha
sido usted inconsecuente consigo misma y con la
pasión de un día...
—¡De un día! —repitió, alzando la mirada.
—¿Qué cali icativo hay que dar a un amor que no
es eterno, que no nos une, hasta en el má s allá , con
la persona a quien queremos?
—¡Ah! ¡Quiero ser católica! —exclamó la muchacha,
con un grito tan sordo y violento que habrı́a
arrancado la gracia del Salvador.
—¿Acaso podı́a ser la mujer de Lucien de
Rubempré una muchacha que no ha recibido ni el
bautismo de la Iglesia ni el de la ciencia, que no sabe
leer, escribir ni rezar, que no puede dar un paso sin
que las losas del suelo se alcen para acusarla,
notable tan só lo por el privilegio efı́mero de una
belleza que la enfermedad le arrebatará quizá
mañ ana mismo; acaso puede ser su esposa este ser
envilecido y degradado, y consciente de su
degradació n... (si fuera má s inconsciente y menos
amante, la cosa serı́a menos grave...), la presa futura
del suicidio y del infierno?
Cada frase era un puñ alada que penetraba hasta el
fondo de su corazó n. A cada frase los sollozos
crecientes y las abundantes lá grimas de la
desesperada muchacha atestiguaban la fuerza con
que la luz se abrı́a paso simultá neamente en su
inteligencia, pura como la de un salvaje, en su alma
por in despierta, en aquella naturaleza en la que la
depravació n habı́a sedimentado una capa de fango
helado que empezaba entonces a derretirse al calor
de la fe.
—¡Por qué no habré muerto! —era el ú nico
pensamiento que expresaba de entre todas las ideas
que, a borbotones, a luı́an a su cerebro causá ndole
estragos.
—Hija mı́a —dijo el juez terrible—, hay un amor
que no se declara a los hombres, y cuya con idencia
reciben los ángeles con sonrisas de felicidad.
—¿Cuál es?
—El amor sin esperanza, cuando inspira la vida,
cuando conduce a é sta por la senda de la
abnegació n, cuando ennoblece todos los actos con
el propó sito de alcanzar una perfecció n ideal. Sı́, los
á ngeles aprueban un tal amor, que lleva al
conocimiento de Dios. Perfeccionarse sin cesar para
hacerse digno del ser amado, dedicarle mil
sacri icios secretos, adorarle desde lejos, dar la
propia sangre gota a gota, sacri icarle el amor
propio, no dejarse llevar con é l ni por el orgullo ni
por la có lera, ocultarle incluso los celos atroces que
pueda despertar, darle todo cuanto desea, aunque
sea en perjuicio, querer lo que é l quiere, tener
siempre el rostro vuelto hacia é l para seguirle sin
que é l lo sepa; un amor ası́ la religió n se lo hubiera
perdonado, porque no ofende las leyes humanas ni
las divinas y lleva por una senda muy distinta que el
de sus sucias voluptuosidades.
Al oı́r esta sentencia horrible cifrada en unas
palabras (¡y qué palabras!, ¡con qué acento fueron
pronunciadas!), Esther sintió una legı́tima
descon ianza. Aquellas palabras fueron como un
trueno que descubre la inminencia de la tormenta.
Miró al sacerdote y sintió que se le removı́an las
entrañ as, como le ocurre a cualquiera, por valiente
que sea, ante un peligro inminente y repentino.
Ninguna mirada hubiera sido capaz de descubrir lo
que pasaba en el interior de aquel hombre; pero
incluso para los má s valientes habrı́a habido má s
motivos de temor que de esperanza en el aspecto
que ofrecı́an sus ojos, que habı́an sido claros y
amarillentos como los de los tigres, y en los cuales
las austeridades y las privaciones habı́an dejado un
velo parecido al que se forma en el horizonte en
plena canı́cula: la tierra es cá lida y luminosa, pero la
niebla la hace indistinta, borrosa y casi invisible. Su
rostro olivá ceo y tostado por el sol estaba surcado
por una gravedad muy españ ola y por unas
profundas arrugas que, debido a las in initas
cicatrices producidas por una horrible viruela,
habı́a adquirido un aspecto repugnante de roderas
deformadas. La dureza de su isonomı́a resaltaba
aú n má s por el hecho de estar enmarcada por una
vieja peluca, propia del sacerdote que ha dejado de
ser cuidadoso de su persona, una peluca repelada
de color negro que con la luz adquirı́a irisaciones
rojizas. Su tó rax de atleta, sus manos de antiguo
soldado, la anchura de su pecho y sus fuertes
espaldas eran propios de aquellas cariá tides
esculpidas en ciertos palacios na medievales
italianos que recuerdan imperfectamente las que
hay en la fachada del teatro de la Porte-Saint-
Martin. No hacı́a falta mucha clarividencia para
pensar que lo que le habı́a empujado al seno de la
Iglesia eran pasiones muy violentas o accidentes
poco comunes; era indudable que só lo bajo los
efectos de golpes muy fuertes habı́a llegado a
cambiar, en caso de que sea posible que cambie una
naturaleza como la suya. Las mujeres que han
llevado una vida como la que Esther acababa de
repudiar con tanta violencia, llegan a sentir una
indiferencia absoluta por las formas exteriores ¡de
los hombres..Se parecen a los crı́ticos literarios de
hoy, que, en ciertos aspectos, pueden
compará rseles, y que llegan a una profunda
despreocupació n por las fó rmulas artı́sticas: han
leı́do tantas obras, han visto pasar tantas de ellas, se
han acostumbrado tanto a las pá ginas escritas, han
tenido que sufrir tantos desenlaces, han visto tantos
dramas, han hecho tantos artı́culos sin decir lo que
pensaban, traicionando tan a menudo la causa del
arte en aras de sus amistades o enemistades, que
llegan a sentir asco por todo y sin embargo
continú an juzgando. Hace falta un milagro para que
tales escritores produzcan una obra, ası́ como el
amor puro y noble requiere otro milagro para
brotar del corazó n de una cortesana. El tono y los
modales de aquel sacerdote, que parecı́a haber
salido de un cuadro de Zurbarán, se le figuraron tan
hostiles a la pobre muchacha, que no se sintió
amparada bajo un cuidado solı́cito, sino objeto de
un plan preestablecido. En la incertidumbre de no
saber si se hallaba ante la marrullerı́a del interé s
personal o ante la unció n de la caridad, ya que hay
que estar alerta para poder reconocer la falsedad
que procede de los supuestos amigos, se sintió
como entre las garras de un pá jaro monstruoso y
feroz que se hubiera abatido sobre ella despué s de
haber planeado un buen rato, y, presa de espanto,
dijo con voz alarmada las siguientes palabras:
—¡Creı́a que los sacerdotes tenı́an la misió n de
consolar, y usted me está asesinando!
Ante esta exclamació n de la inocencia, el
eclesiá stico dejó escapar un ademá n, e hizo una
pausa; antes de responder, se concentró en sı́
mismo. Durante aquellos instantes, los dos
personajes, reunidos en circunstancias tan
singulares, se observaron mutuamente a hurtadillas.
El sacerdote comprendió a la joven sin que la joven
pudiera comprender al sacerdote. Seguramente
renunció a algú n designio que amenazaba a la
pobre Esther, y reemprendió el curso primitivo de
sus ideas.
—Somos los mé dicos de las almas —dijo con voz
suave— y sabemos qué remedios convienen a sus
enfermedades.
—Hay que perdonar muchas cosas a la miseria —
dijo Esther.
Creyó que se habı́a equivocado; entonces se deslizó
hasta el suelo, se postró a los pies del hombre, besó
su sotana con profunda humildad y levantó hacia é l
sus ojos bañados en lágrimas.
—Yo creía haber hecho mucho —dijo.
—Escuche, hija mı́a, su fatal reputació n ha sumido
en el dolor a la familia de Lucien; temen, y no sin
cierta justi icació n, que le arrastre a una vida de
disipación, a un mundo desquiciado...
—Es cierto, fui yo quien le llevé al baile para
intrigarle.
—Es lo bastante hermosa como para que é l quiera
triunfar en usted a los ojos del mundo, mostrarla
con orgullo y exhibirla como una especie de caballo
de parada. ¡Y si no gastara má s que dinero!... Pero
gastará ademá s su tiempo, sus energı́as; perderá la
a ició n para el esplé ndido destino que se le ha
preparado. En vez de ser algú n dı́a embajador, rico,
admirado y lleno de gloria, no habrá sido má s que
el amante de una mujer impura, como tantos y
tantos disolutos que han ahogado sus talentos en el
fango de Parı́s. En cuanto a usted, habrı́a vuelto má s
adelante a su modo de vida anterior, tras haber
formado parte por unos instantes del mundo de la
elegancia, porque no hay en usted la fuerza que
proporciona la buena educació n para resistir el
vicio y pensar en el porvenir. Si no ha podido
romper con la gente que la ha avergonzado esta
madrugada en la Opera, menos aú n hubiera podido
romper con sus compañ eras. Los verdaderos
amigos de Lucien, alarmados por el amor que le
inspira usted, han seguido sus pasos y se han
enterado de todo. Llenos de espanto, me han
mandado a usted para sondear sus disposiciones y
para decidir su suerte; y aunque tengan el poder
su iciente para quitar cualquier di icultad del
camino de este joven, son misericordiosos. Sé palo,
hija mı́a: una persona que goza del amor de Lucien
tiene derecho a todos sus respetos, como un
verdadero cristiano adora el lodo que irradia, por
casualidad, luz divina. He venido como portavoz del
pensamiento benefactor; si la hubiera encontrado
en la perversió n má s completa, llena dé descaro y
de astucia, corrompida hasta el tué tano y sorda a la
voz del arrepentimiento, la hubiera abandonado en
manos de su có lera. Aquı́ tiene esta liberació n civil y
polı́tica, tan difı́cil de obtener, que la Policı́a, con
razó n, no cede fá cilmente, en interé s de la propia
Sociedad, y cuyo deseo ha expresado usted con el
anhelo de un arrepentimiento sincero —dijo el
sacerdote, sacando de su cintura un papel
administrativo, a juzgar por su aspecto—. Ayer fue
usted descubierta, y esta carta de aviso está fechada
hoy: fı́jese si son poderosos los que se interesan
por Lucien.
Al ver aquel documento, el temblor convulsivo que
producen las alegrı́as inesperadas agitó a Esther de
una manera tan ingenua, que sus labios se
iluminaron con una sonrisa ija que le daba un aire
estú pido. El sacerdote se detuvo, contempló a la
muchacha para ver si serı́a capaz, al hallarse
privada de la fuerza horrible que la gente
corrompida saca de su misma corrupció n y al
volver a su primitivo ser, frá gil y delicado, de
resistir tantas impresiones. Si hubiera seguido
siendo una cortesana engañ osa, Esther habrı́a
podido ingir; pero habı́a vuelto a la inocencia y a la
verdad, y podı́a morir como puede perder la vista
un ciego operado bajo el efecto de una claridad
demasiado intensa. El hombre penetró entonces
hasta el fondo en la naturaleza humana, pero
guardó una tranquilidad terrible por su fijeza.
Las rameras son seres esencialmente movedizos,
que sin motivo pasan de la descon ianza má s
alelada a la má s absoluta con ianza. En este aspecto
está n por debajo de los animales. Son extremosas
en todo, en sus alegrı́as como en sus depresiones,
en su religió n como en su irreligió n, y casi todas se
volverı́an locas si la mortalidad que les es peculiar
no las diezmara y si la suerte azarosa no elevara de
vez en cuando a algunas de ellas por encima del
fangal en que viven. Para llegar hasta el fondo de las
calamidades de esta horrible vida, habrı́a que ver
hasta dó nde puede llegar por el camino de la locura
sin quedar prendida en ella, admirando el violento
é xtasis de la Torpille en las rodillas del sacerdote.
La pobre muchacha miraba el papel con una
expresió n olvidada por Dante, que superaba las
invenciones de su Injierno. La reacció n estalló al
mismo tiempo que los sollozos. Esther se levantó ,
echó sus brazos alrededor del cuello de aquel
hombre, apoyó la cabeza contra su pecho, derramó
lá grimas sobre é l, besó la basta tela que cubrı́a
aquel corazó n de acero y pareció que querı́a
penetrarlo. Cogió al sacerdote y le cubrió las manos
de besos; puso en obra todas las zalamerı́as de sus
caricias, aunque en un santo arrebato de gratitud le
aplicó los má s dulces cali icativos, y le pidió miles de
veces, con las expresiones má s almibaradas y en
tonos diferentes, que le diera el papel; le envolvió
de ternura y le cubrió con su mirada tan
resueltamente que le cogió indefenso; acabó ,
inalmente, apaciguando su ira. El sacerdote se dio
cuenta de có mo habı́a merecido su sobrenombre;
comprendió cuá n difı́cil era resistir a aquel ser
cautivador, y adivinó de repente el amor de Lucien
y lo que debió de haber seducido en é l al poeta.
Semejante pasió n oculta, entre otros muchos
encantos, un anzuelo que prende sobre todo el alma
elevada de los artistas. Tales pasiones,
incomprensibles para la muchedumbre, se explican
perfectamente por la sed de un bello ideal que
distingue a los seres creadores. ¿No se hace uno
semejante de algú n modo a los á ngeles encargados
de promover los buenos sentimientos de los
pecadores, no se convierte uno en creador, si llega a
puri icar a un ser como é ste? ¡Qué atrayente resulta
la tarea de hacer concordar la belleza moral con la
belleza fı́sica! ¡Qué satisfacció n para el orgullo si se
consigue! ¡Qué tarea tan hermosa la que no tiene
má s instrumento que el amor! Tales concordancias,
ilustradas por el ejemplo de Aristó teles, de Só crates,
de Plató n, de Alcibı́ades, de Cetego, de Pompeyo, y
tan horrendas a los ojos de la gente vulgar, se
fundan en los mismos sentimientos que movieron a
Luis XIV a edi icar Versalles y que empujan a los
hombres a toda clase de empresas ruinosas:
transformar las miasmas de un pantano en un
cú mulo de perfumes rodeado de surtidores; poner
un estanque en lo alto de una colina, como hizo el
"prı́ncipe de Cohti en Nointel, o el paisaje de Suiza
en Cassan, como el recaudador general Bergeret. En
suma, es la irrupció n del Arte en la Moral. El
sacerdote, avergonzado de haber cedido a la
ternura, rechazó bruscamente a Esther, la cual se
sentó, avergonzada también, al oír que le decía:
—Nunca deja usted de ser una cortesana.
Y guardó frı́amente la carta en su cintura. Esther se
quedó mirando ijamente el lugar de la cintura
donde estaba el papel, como un niñ o que tiene en la
mente un solo deseo.
—Hija mı́a —añ adió el sacerdote tras una pausa—,
su madre era judı́a; usted, aunque no recibió el
bautismo, tampoco fue llevada a la sinagoga: está en
los limbos religiosos, donde está n los niñ os
pequeños...
—¡Los niñ os pequeñ os! —repitió la muchacha con
voz conmovida.
—...de un modo semejante a como igura en las
ichas de la policı́a, en tanto que nú mero apartado
de los seres que forman la sociedad —dijo el
sacerdote, prosiguiendo impasible—. Si el amor le
hizo creer, hace tres meses, que nacı́a usted de
nuevo, ahora debe de sentirse como si hubiera
vuelto a la infancia. Debe pues comportarse como si
fuera una niñ a; ha de transformarse enteramente, y
yo voy a encargarme de que no se parezca ya má s a
la que ha sido. Primero de todo, olvidará a Lucien.
Con estas palabras se le partió el corazó n a la
pobre muchacha; alzó la mirada hacia el sacerdote e
hizo con la cabeza un signo de denegació n; no tuvo
fuerzas para hablar, al hallar de nuevo al verdugo
en la persona del redentor.
—Por lo menos renunciará a verle —continuó —.
La llevaré a una casa religiosa donde reciben
educació n las jó venes de las mejores familias; allı́ se
hará cató lica, será instruida en la prá ctica de los
ejercicios cristianos y aprenderá la religió n; de allı́
podrá salir una joven cumplida, casta, pura y bien
educada, si...
Levantó el dedo, haciendo una pausa.
—Si se siente con fuerzas para dejar aquı́ a la
Torpille —continuó.
—¡Ah! —exclamó la pobre muchacha, que habı́a
escuchado cada una de sus palabras como si fuera
la nota de una mú sica a cuyo son se estuvieran
abriendo lentamente las puertas del paraı́so—. ¡Ah,
ojalá fuera posible derramar aquı́ toda mi sangre y
tomar otra nueva!...
—Escúcheme.
La muchacha se calló.
—Su futuro depende de su capacidad de olvido.
Piense en la enormidad de sus obligaciones: la
menor palabra, el menor gesto que dejara entrever
a la Torpille, matarı́a a la esposa de Lucien; una
simple palabra pronunciada en sueñ os, un
pensamiento involuntario, una mirada deshonesta,
un gesto cualquiera de impaciencia, el recuerdo de
alguna inmoralidad, cualquier omisió n, cualquier
signo que revele lo que usted sabe o lo que, para
desgracia suya, se ha sabido acerca de usted...
—¡Sı́, oh, sı́ padre —dijo la muchacha con una
exaltació n de santa—, todo será dulce y llevadero!
Caminar con zapatos de hierro candente y sonreı́r,
llevar un corsé lleno de pú as y conservar la gracia
de una bailarina, comer pan espolvoreado con
ceniza, beber ajenjo...
Volvió a caer de rodillas, estalló en sollozos, besó
los zapatos del sacerdote y los regó con sus
lá grimas, le abrazó las piernas y se apretó contra
ellas, murmurando palabras insensatas en medio de
los sollozos que le provocaba la alegrı́a. Sus
hermosos y admirables cabellos rubios se soltaron
y formaron como una alfombra a los pies de aquel
mensajero celestial cuya mirada le pareció sombrı́a
y dura cuando le miró, al levantarse.
—¿En qué le he ofendido? —dijo la muchacha, muy
asustada—. He oı́do hablar dé una mujer como yo
que lavó con perfumes los pies de Jesucristo. Por
desgracia, la virtud me ha hecho tan pobre que
solamente puedo ofrecerle mis lágrimas.
—¿Es que no me ha oı́do? —contestó con voz cruel
—. Le he dicho que ha de ser capaz de salir de la
casa adonde la llevaré transformada, fı́sica y
moralmente, hasta tal punto que ninguno ni ninguna
de quienes la conocieron en otro tiempo pueda
reconocerla ni hacerle volver la cabeza llamá ndola
por su nombre. El amor todavı́a no le ha dado
fuerza su iciente para enterrar a la prostituta de
manera que no pueda reaparecer jamá s, y é sta aú n
reaparece incluso en los gestos de adoración a Dios.
—¿No le ha enviado él hacia mí?
—Si durante el período de educación Lucien llegara
a verla, todo estarı́a perdido —repuso—. Pié nselo
bien.
—¿Quién le consolará?
—¿De qué le consolaba usted? —preguntó el
sacerdote con una voz, que por vez primera desde
el comienzo de esta escena, delataba un temblor
nervioso.
—No sé, a menudo estaba triste al llegar.
—¿Triste? —repuso el sacerdote—. ¿Dijo alguna
vez por qué lo estaba?
—Nunca —contestó ella.
—Estaba triste por amar a una mujer como usted
—exclamó.
—¡Sı́! Debı́a de estarlo! —dijo con profunda
humildad—, soy el ser má s despreciable de mi sexo,
y no podı́a hallar gracia a sus ojos má s que por la
fuerza de mi
amor.
—Este amor ha de darle fuerzas para obedecerme
ciegamente. Si la llevara ahora mismo a la casa
donde recibirá educació n, todos dirı́an a Lucien que
usted se ha marchado, hoy domingo, con un cura;
en tal caso, podrı́a ponerse tras su pista. Dentro de
ocho dı́as, la portera, al ver que no he vuelto, me
tomará por lo que no soy. Ası́ pues, dentro de ocho
dı́as, al atardecer, a las siete, saldrá usted
furtivamente y cogerá un coche de punto que la
esperará en la parte de abajo de la calle de los
Frondeurs. Durante estos ocho dı́as, evite a Lucien;
busque pretextos, prohı́bale que venga, y, si viene,
suba al piso de alguna amiga; yo sabré si le ha
vuelto a ver y, en tal caso, todo habrá terminado: ni
siquiera regresaré . Estos ocho dı́as le bastan para
prepararse unas cuantas prendas decentes y para
librarse de initivamente de su aspecto de prostituta
—dijo mientras depositaba una bolsa sobre el
marco de la chimenea—. En su aspecto, en su ropa
se nota ese no sé qué tan conocido de los
parisienses que les indica su condició n. ¿No ha visto
nunca por las calles, por los bulevares, a ninguna
joven modesta y virtuosa caminando en compañ ı́a
de su madre?...
—¡Oh, sı́, por desgracia mı́a! La visió n de una
madre con su hija es uno de los mayores suplicios
para nosotras, nos remueve los remordimientos
que tenemos ocultos en los pliegues de nuestros
corazones y que nos devoran... Sé demasiado bien
lo que me falta.
—Pues bien, ya sabe có mo tiene que estar el
próximo domingo —dijo el sacerdote, levantándose.
—¡Oh! —exclamó ella—, ensé ñeme una verdadera
oració n antes de marcharse, para que pueda rogar
a Dios.
Era conmovedor ver al sacerdote haciendo repetir
a la muchacha el Avemaria y el Padrenuestro.
—¡Es muy hermoso! —dijo Esther cuando logró
repetir sin ninguna falta estas dos magnı́ icas
expresiones populares de la fe cató lica—. ¿Có mo se
llama usted? —preguntó al sacerdote cuando le dijo
adiós.
—Carlos Herrera, soy españ ol y me expulsaron de
mi país.
Esther le tomó la mano y se la besó . No era ya una
cortesana, sino un á ngel que se levantaba despué s
de una caída.
En un establecimiento famoso por la educació n
aristocrá tica y religiosa que en é l se da, un lunes
por la mañana, a primeros del mes de marzo de este
añ o, las pensionistas vieron aumentar su agraciado
grupo con una recié n llegada cuya belleza triunfó
inapelablemente, no só lo sobre cada una de sus
compañ eras, sino incluso sobre cada uno de los
encantos particulares que en ellas parecı́an haber
llegado a la perfecció n. En Francia es muy poco
frecuente, por no decir imposible, encontrar las
treinta famosas perfecciones descritas en versos
persas grabados, segú n dicen, en las paredes del
serrallo, y que son necesarias para que una mujer
sea hermosa. En Francia no abunda la perfecció n de
conjunto, y en cambio hay detalles encantadores. La
armonı́a del conjunto, que la escultura intenta
reproducir y que ha reproducido en algunas
escasas composiciones, tales como la Diana y la
Venus Calipigia, es un privilegio de Grecia y de Asia
Menor. Esther procedı́a de esta cuna de la
humanidad, la patria de la belleza: su madre era
judı́a. Los judı́os, aunque tantas veces degenerados
por su contacto con los demá s pueblos, ofrecen
entre sus numerosas tribus ciertos ilones en los
que se ha conservado el tipo sublime de las
beldades asiá ticas. Cuando no son de una fealdad
repelente, tienen el esplendoroso aspecto de las
iguras armenias. Esther se hubiera llevado el
premio del serrallo, puesto que poseı́a los treinta
encantos fundidos armoniosamente. En vez de
haber afectado al acabado de las formas o al frescor
de la envoltura, su vida irregular le habı́a
comunicado ese no sé qué de la mujer, ese no sé
qué que se mani iesta en el momento en que ya ha
pasado la piel suave y tersa de la fruta verde y aú n
no ha llegado el tono cá lido de la edad madura, en
que todavı́a se conserva algo de la lor. Si su vida
disoluta hubiera durado tan só lo unos dı́as má s,
habrı́a empezado a perder esbeltez. Para un
isió logo debe de ser digno de consideració n la
exuberancia de salud y la perfecció n corporal de un
ser como aqué l, en quien la voluptuosidad hacı́a las
veces de pensamiento. Por una casualidad poco
frecuente, por no decir imposible en muchachas
muy jó venes, sus manos, que tenı́an una nobleza
incomparable, eran blandas, transparentes y
blancas como las de una mujer encinta de su
segundo hijo. Tenı́a los pies y los cabellos
exactamente iguales a los de la duquesa de Berri,
tan justamente famosos, cabellos que no podı́an ser
tocados por la mano de ningú n barbero, por lo
abundantes; eran tan largos que al caer al suelo
formaban anillos, ya que Esther tenı́a la estatura
mediana que permite manejar a las mujeres como si
fueran juguetes, cogerlas, dejarlas, volverlas a coger
y llevarlas sin fatiga. Su piel, ina como el papel de
China, tenı́a un color cá lido de á mbar matizado por
venas rojas, relucı́a sin sequedad y era suave sin ser
hú meda. Esther, que era nerviosa en deması́a,
aunque aparentemente delicada, atraı́a
repentinamente la atenció n por un rasgo destacable
ı́en las iguras mejor dibujadas por el lá piz de
Rafael, ya que Rafael es el pintor que ha estudiado
má s y que mejor ha reproducido la belleza judı́a.
Este rasgo maravilloso era el que producı́a la
profundidad del arco bajo el cual se movı́a el ojo,
como si rebasara su propio marco, y cuya curva
semejaba por su nitidez la arista de alguna bó veda.
Cuando la! juventud reviste con sus tonos puros y
diá fanos este hermoso ¡so arco coronado de
pestañ as a modo de raı́ces perdidas, [ cuando la luz,
al deslizarse en el surco circular de abajo, adquiere
una tonalidad rosa pá lido, se reú nen allı́ tesoros de
ternura capaces de saciar a un amante y bellezas
bastantes para hacer desesperar a un pintor. Estos
pliegues luminosos en que la sombra adquiere
matices dorados, este tejido que tiene la
consistencia de un nervio y la lexibilidad de la má s;
delicada de las membranas, constituyen el ú ltimo
esfuerzo de la naturaleza. El ojo en reposo parece,
allı́ dentro, un huevo j lo milagroso puesto en un
nido de hebras de seda. Pero má s tarde, cuando las
pasiones hayan difuminado estos contornos tan
per ilados, cuando los dolores hayan arrugado esta
red de ibrillas, esta maravilla adquirirá una
horrible melancolı́a. Los orı́genes de Esther se
adivinaban en el corte original de sus ojos, de
pá rpados turcos, cuyo color era un gris pizarra que
con la luz adquirı́a el tono azulado de las alas
negras de los cuervos. Só lo la ternura excesiva de
su mirada podı́a moderar su esplendor. Unicamente
las razas procedentes de los desiertos poseen en los
ojos el poder de la seducció n universal, ya que una
mujer en cuanto tal siempre fascina a alguien. Sus
ojos guardan seguramente algo del in inito que han
contemplado. ¿Acaso la naturaleza, siempre
previsora, ha provisto sus retinas de algú n tapiz
re lector que les permite resistir los espejismos de
los arenales, los torrentes del sol y el ardiente
cobalto del é ter? ¿O quizá s ocurra que los seres
humanos asimilan, como los demá s, algo de los
ambientes |lo en los que se desarrollan y conservan
durante siglos las pro— ¡piedades que hacen suyas?
Esta gran solució n al problema de las razas radica
quizá s en la misma pregunta. Los instintos son
hechos vivos que tienen por causa necesidades. Las
variedades animales son el resultado de la
ejercitació n de tales instintos. Para convencerse de
esta verdad, que es objeto de tan afanosa bú squeda,
basta hacer extensiva a los rebañ os de hombres la
observación hecha recientemente sobre los rebaños
de ovejas españ olas e inglesas, las cuales en los
prados de las llanuras donde abunda la hierba
pacen apretujadas unas contra otras, y en cambio se
dispersan en las montañ as donde la hierba escasea.
Si se saca de sus respectivos paı́ses a ambas
especies de ovejas y se las lleva a Suiza o a Francia,
las ovejas de montaña seguirán paciendo separadas,
aunque se hallen en un prado bajo y espeso,
mientras que las del llano lo hará n juntas aun
cuando esté n en un monte. El paso de varias
generaciones apenas modi ica los instintos
adquiridos y transmitidos. A cien añ os de distancia
resurge el espı́ritu de la montañ a en los corderos
refractarios, aná logamente a como el Oriente,
despué s de mil ochocientos añ os de destierro,
brillaba en los ojos y en la igura de Esther. Su
mirada no ejercı́a una fascinació n terrible, sino que
irradiaba una calidez suave, despertaba la ternura
sin asombro, y las voluntades má s inquebrantables
se fundı́an bajo su llama. Esther habı́a vencido al
odio, habı́a asombrado a los depravados de Parı́s, y
su mirada y la suavidad de su piel la habı́an hecho
merecedora del terrible sobrenombre que acababa
de empujarla hasta el borde mismo de la tumba.
Todo en ella armonizaba con esas caracterı́sticas de
la peri de las ardientes arenas. Tenı́a la frente irme,
de per il altivo. Su nariz, como la de los á rabes, era
ina y delgada, de ventanas ovaladas, bien puestas y
realzadas en los bordes. Su boca roja y fresca era
como una rosa sin marchitar, y no conservaba
ninguna huella de las orgı́as vividas. La barbilla, que
parecı́a estar modelada por un escultor enamorado
que hubiera pulido su per il, era blanca como la
leche. Un solo detalle, al que no habı́a conseguido
poner remedio, revelaba su condició n de cortesana
sumida en la pobreza: sus uñ as estropeadas, que
requerı́an mucho tiempo para recuperar una forma
elegante, hasta tal punto se habı́an deformado a
causa de las faenas má s vulgares de la casa. Las
jó venes pensionistas empezaron por envidiar tales
milagros de la belleza, pero terminaron por
admirarlos. No pasó la primera semana sin que
hubieran tomado afecto por la ingenua Esther, pues
sintieron interé s por la secreta desgracia de una
muchacha de dieciocho añ os que no sabı́a leer ni
escribir, para quien la ciencia y la instrucció n eran
nuevas, y que iba a proporcionar al arzobispo el
honor de haber convertido a una judı́a al
catolicismo, y al convento la iesta de su bautismo.
Le perdonaron su belleza en la medida en que se
sentı́an superiores a ella por la educació n. Esther
adquirió pronto los ademanes, la suavidad de voz, el
porte y las actitudes de aquellas muchachas tan
distinguidas; por in volvió a encontrar su primera
naturaleza. La transformació n fue tan completa que,
con ocasió n de su primera visita, Herrera se
sorprendió , pese a que parecı́a que nada en el
mundo pudiera sorprenderle, y las superioras le
felicitaron por su pupila. Aquellas mujeres jamá s
habı́an encontrado, a lo largo de su actividad
docente, ningú n cará cter tan amable, dulzura tan
cristiana, modestia tan auté ntica ni deseo tan
grande de aprender. Cuando una muchacha ha
sufrido los males que habı́an pesado sobre la pobre
pensionista y espera una recompensa como la que
el españ ol ofrecı́a a Esther, no es extrañ o que lleve
a cabo tales milagros, semejantes a los de los
primeros tiempos de la Iglesia, que repitieron los
jesuítas en el Paraguay.
—Es edi icante —dijo la superiora, besá ndola en la
frente.
Esta frase, esencialmente católica, lo dice todo.
Durante las horas de recreo, Esther interrogaba
con discreció n a sus compañ eras sobre las cosas
más simples del mundo, que para ella significaban lo
que para un niñ o los primeros descubrimientos
acerca de la vida. Cuando supo que irı́a vestida de
blanco el dı́a de su bautismo y de su primera
comunió n, que llevarı́a una cinta de raso blanco,
lazos blancos, zapatos blancos y guantes blancos, y
en la cabeza un tocado de lacitos blancos, se deshizo
en llanto en medio de sus asombradas compañ eras.
Era lo contrario de la escena de Jefté en la montañ a.
La cortesana que habı́a en ella temió ser
comprendida, de modo que atribuyó aquella
horrible melancolı́a a la alegrı́a que el espectá culo le
producı́a por anticipado. Puesto que los há bitos que
abandonaba distaban tanto de los há bitos que
adquirı́a como distan el estado salvaje de la
civilizació n, manifestaba Esther la gracia, la
ingenuidad y la profundidad que distinguen a la
maravillosa heroı́na de Los puritanos de Amé rica.
Sin que ella misma lo supiera, tenı́a tambié n en el
corazó n un amor que la atormentaba, un amor
extrañ o, un deseo má s violento en ella, que lo
conocı́a todo, que en una virgen que no sabe nada,
aunque ambos deseos tengan la misma causa y el
mismo objeto. Durante los primeros meses todo
contribuı́a a relegar sus recuerdos al olvido: la
novedad de una vida recluida, las sorpresas de la
enseñ anza, los trabajos que aprendı́a, la prá ctica de
la religió n, el fervor de su santa resolució n, la
dulzura de los afectos que inspiraba, el ejercicio de
las facultades de una inteligencia despertada, e
incluso los esfuerzos que habı́a de desplegar para
dominar sus recuerdos; tenı́a tanto que olvidar
como que aprender. Hay en nosotros varias
memorias; el cuerpo y el espı́ritu tienen cada uno la
suya; y la nostalgia, por ejemplo, es una enfermedad
de la memoria fı́sica. Durante el tercer mes la
violencia de esta alma virgen, que volaba con las
alas desplegadas hacia el paraı́so, resultó no
dominada, sino entorpecida por una sorda
resistencia cuyas causas desconocı́a la propia
Esther. Como las ovejas de Escocia, quiso pacer
aparte de las demá s; no podı́a vencer los instintos
desarrollados por la vida licenciosa. ¿Sentı́a la
llamada de las calles llenas de barro del Parı́s que
habı́a dejado? ¿Acaso se aferraban a ella por lazos
olvidados las cadenas rotas de sus horribles
costumbres y las sentı́a como sienten los viejos
soldados —segú n dicen los mé dicos— los
miembros que perdieron en la batalla? ¿Habı́an
quizá penetrado hasta el tuétano de la muchacha los
vicios y sus excesos, hasta el punto que las aguas
sagradas no llegaban a alcanzar el demonio que se
ocultba allı́? ¿Era preciso que contemplara a aquel
por quien estaba realizando esfuerzos
auté nticamente angé licos? ¿Era esto preciso para
ella, a quien Dios había de perdonar que mezclara el
amor humano con el amor divino? El uno habı́a
llevado al otro. ¿Acaso se producı́a en su interior un
desplazamiento de la fuerza vital que acarreaba
ciertos sufrimientos inevitables? Todo es dudoso y
oscuro en una situació n que la ciencia no se ha
dignado examinar por considerar que el tema es
demasiado inmoral y comprometedor, como si el
mé dico y el escritor, el sacerdote y el polı́tico no
estuvieran por encima de cualquier sospecha. Sin
embargo, un mé dico tuvo la valentı́a de emprender
unos estudios que dejó inacabados por culpa de la
muerte. Quizá la negra melancolı́a que afectó a
Esther y que oscurecı́a su feliz existencia participara
de todas aquellas causas; y ella, al no ser capaz de
adivinarlas, sufrirı́a quizá como los enfermos que
no conocen la medicina ni la cirugı́a. El hecho era
extrañ o. La alimentació n sana y abundante que
habı́a sustituido a su anterior y detestable ré gimen
alimenticio no sustentaba a Esther. Una vida pura y
regular, repartida entre trabajos moderados y ratos
de recreo, en lugar de aquella otra vida
desordenada, en que los placeres eran tan
horrendos como las desdichas, quebrantaba a la
joven pensionista. El reposo aliviador y las noches
tranquilas, en sustitució n de las fatigas
abrumadoras y de las má s crueles excitaciones,
provocaban una iebre cuyos sı́ntomas escapaban a
la exploració n y a la observació n de la enfermera.
En suma, el bien y la felicidad que sucedı́an al mal y
al infortunio, la seguridad que reemplazaba al
desasosiego, resultaban tan funestos a Esther
cuanto hubieran sido para sus compañ eras los
desó rdenes de su vida anterior. En la corrupció n la
habı́an implantado y en ella se habı́a desarrollado.
Su patria infernal todavı́a ejercı́a su imperio, pese a
las ó rdenes soberanas de una voluntad absoluta. Lo
que odiaba era para ella la vida, mientras que lo que
amaba la conducı́a a la muerte. Tenı́a una fe tan
ardiente, que su piedad enaltecía el alma. Le gustaba
rezar. Habı́a abierto su alma a los resplandores de
la religió n verdadera, que recibı́a sin esfuerzos ni
dudas. Su director espiritual estaba muy satisfecho;
pero su cuerpo contrariaba continuamente a su
alma. En cierta ocasió n se sacaron algunas carpas
de un estanque cenagoso para ponerlas en un piló n
de má rmol, con aguas claras, con objeto de
satisfacer un deseo de la señ ora de Maintenon, que
les daba de comer las migas de la mesa real. Las
carpas desmejoraban. Los animales pueden ser
abnegados, pero el hombre jamá s les contagiará la
lepra de la adulació n. Un cortesano hizo notar
aquella muda oposició n que tenı́a lugar en
Versalles. "Son como yo —respondió aquella
insó lita reina—, echan de menos sus turbios
lodazales." Estas palabras expresan toda la historia
de Esther.
De vez en cuando, la joven se sentı́a impulsada a
correr por los esplé ndidos jardines del convento,
corrı́a apresuradamente de á rbol en á rbol, se tiraba
desesperadamente en los rincones oscuros, ¿en
busca de qué ? No lo sabı́a, pero sucumbı́a al
demonio, coqueteaba con los á rboles y les decı́a
palabras que no llegaba a pronunciar. A veces se
deslizaba a lo largo de las paredes, por la noche,
como una culebra, con los hombros desnudos, sin
chai. A menudo, en la capilla, durante los o icios, se
quedaba con los ojos ijos en el cruci ijo; todas la
admiraban, los ojos se le inundaban de lá grimas;
pero su llanto era de rabia; en lugar de las imágenes
santas que querı́a ver, se alzaban ante su
imaginació n, desbreñ adas, furiosas y brutales,
aquellas noches suyas llameantes durante las cuales
dirigı́a ella las orgı́as como en el Conservatorio
dirige Haheneck una sinfonı́a de Beethoven.
aquellas noches llenas de risas y de lascivia,
entrecortadas por movimientos nerviosos, por risas
inextinguibles. Por fuera era dulce como una virgen
unida a este mundo só lo por su igura femenina;
por dentro en cambio se agitaba una imperial
Mesalina. Ella era la ú nica que conocı́a el secreto de
esta lucha entre el demonio y el á ngel; cuando la
superiora le regañ aba por llevar un peinado má s
presumido de lo que permitı́a la regla, lo cambiaba
con una encantadora y presta obediencia, y hubiera
estado dispuesta a cortarse el cabello si la madre se
lo hubiera ordenado. Aquella nostalgia tenı́a una
gracia conmovedora, tratá ndose de una muchacha
que preferı́a morir que regresar al mundo de la
impureza. Se volvió pá lida, se transformó y
adelgazó . La superiora redujo sus tareas y la tomó
bajo su custodia para interrogarla. Esther era feliz,
se sentı́a muy a gusto entre sus compañ eras; no se
sentı́a atacada en ninguna parte vital, pero su
vitalidad estaba esencialmente en peligro. No
echaba nada de menos ni deseaba nada. La
superiora, sorprendida por las respuestas de la
pensionista, no sabı́a qué pensar al verla poseı́da de
aquella devoradora languidez. Se llamó al mé dico
cuando pareció que el estado de la joven era grave,
pero aquel mé dico desconocı́a la vida anterior de
Esther y no podı́a sospecharla; halló por todas
partes la vida, el sufrimiento no aparecía por ningún
lado. Las respuestas de la enferma desarticulaban
todas las hipó tesis. Quedaba aú n una manera de
aclarar las dudas del sabio, que habı́a concebido
una idea horrible y persistı́a en ella; pero Esther se
negó obstinadamente a prestarse al examen del
mé dico. Ante este peligro, la superiora apeló al
padre Herrera. El español llegó, advirtió la gravedad
del estado en que se hallaba Esther y conversó un
rato a solas con el doctor. Despué s de aquella
con idencia, el hombre de ciencia declaró al hombre
de fe que el ú nico remedio era un viaje a Italia. El
padre no quiso que Esther emprendiera el viaje
antes de su bautismo y su primera comunión.
—¿Cuánto tiempo falta? —preguntó el médico.
—Un mes —contestó la superiora.
—Ya habrá muerto —repuso el doctor.
—Sı́, pero en estado de gracia, y se salvará —dijo el
sacerdote.
Lo religioso domina en Españ a a lo polı́tico, lo civil
y lo vital; el mé dico, pues, no contestó nada al
españ ol y se volvió hacia la superiora; pero el
terrible clé rigo le cogió entonces por el brazo para
detenerle.
—¡Ni una palabra, caballero! —dijo.
El mé dico, aun cuando era religioso y moná rquico,
dirigió a Esther una mirada llena de piedad y
ternura. Aquella muchacha era hermosa como un
lirio inclinado sobre su tallo.
—¡Sea pues lo que Dios quiera! —exclamó al salir.
El mismo dı́a de esta consulta, Esther fue conducida
por su protector al Rocher de Cané ale, ya que el
deseo de salvarla habı́a sugerido al sacerdote los
má s insó litos expedientes; hizo la prueba de dos
maneras: con una cena excelente que pudiera
recordar a la muchacha alguna de sus orgı́as, y con
la Opera, que le ofrecerı́a algunas imá genes
mundanas. Fue precisa su aplastante autoridad para
decidir a la joven santa a tamañ as profanaciones.
Herrera se disfrazó de militar, de un modo tan
completo que Esther apenas le reconocı́a; tuvo la
precaució n de hacer que su acompañ ante se
pusiera un velo, y la llevó a un palco donde pudiera
permanecer oculta a las miradas. Este paliativo, que
no entrañ aba ningú n peligro para una inocencia
recuperada de un modo tan completo, pronto se
mostró insu iciente. La pensionista sintió
repugnancia por las cenas de su protector y una
aversión religiosa por el teatro, y se sumió de nuevo
en la melancolı́a. "Se muere de amor por Lucien", se
dijo Herrera, que quiso medir la profundidad de su
alma para saber todo cuanto podı́a exigı́rsele. Llegó
un momento en que aquella pobre muchacha só lo
se aguantaba por una fuerza moral, y el cuerpo
estaba a punto de ceder. El sacerdote calibró este
momento con la horrenda sagacidad prá ctica que
antañ o ponı́an en obra los verdugos en su trabajo.
Encontró a su pupila en el jardı́n, sentada en un
banco, a lo largo de un emparrado que recibı́a las
caricias del sol de abril; parecı́a tener frı́o y buscar
allí un poco de calor; sus compañeras contemplaban
con interé s su palidez de hierba marchitada, su
mirada de gacela agonizante y su postura
melancó lica. Esther se levantó y fue hacia el españ ol
con un movimiento que mostraba cuá n poca vida
quedaba en ella y tambié n cuá n poco gusto por la
vida. Aquella pobre gitana, aquella salvaje
golondrina herida despertó por segunda vez la
piedad de Carlos Herrera. El sombrı́o ministro de
Dios, a quien é ste no debı́a de utilizar má s que para
la realizació n de sus venganzas, acogió a la enferma
con una sonrisa que expresaba tanto la tristeza
como la dulzura, tanto la venganza como la caridad.
Esther, que durante su período de vida casi monacal
se habı́a acostumbrado a la meditació n y a
replegarse en sı́ misma, experimentó por segunda
vez un sentimiento de descon ianza hacia su
protector; pero, como la vez anterior, la palabra de
éste la tranquilizó.
—Dı́game, hija mı́a —le decı́a el sacerdote—, ¿por
qué no me ha hablado jamás de Lucien?
—Le habı́a prometido a usted —respondió ,
estremecié ndose de pies a cabeza con un
movimiento convulsivo—, le habı́a jurado que no
volvería a pronunciar este nombre.
—Sin embargo, no ha dejado de pensar en él.
—Esta ha sido mi ú nica falta, padre. Pienso en é l a
todas horas, y cuando usted ha aparecido hace un
momento estaba pronunciando interiormente este
nombre.
—¿Es su ausencia lo que la abate?
Esther no contestó y se limitó a inclinar la cabeza
como hacen los enfermos que sienten ya el aire del
sepulcro.
—¿Volverle a ver?... —dijo él.
—Sería volver a vivir —respondió.
—¿Piensa usted en él sólo en espíritu?
—¡Ah, padre, el amor no admite esta separación!
—¡Hija de raza maldita! Lo he hecho todo para
salvarte; ahora voy a devolverte a tu destino: le
volverás a ver.
—¿Por que ofende usted mi felicidad? ¿Acaso no
puedo amar a Lucien y practicar la virtud, a la que
quiero tanto como a é l? ¿No estoy dispuesta a morir
aquı́ por ella, como estarı́a dispuesta a morir por é l?
¿No estoy a punto de morir por ambos fanatismos,
por la virtud qué me hace digna de é l que me ha
echado en brazos de la virtud? Sı́, estoy dispuesta a
morir sin volverle a ver y a vivir en cuanto le vea.
Dios me juzgará.
Habı́a recuperado sus colores, su palidez habı́a
adquirido un matiz dorado. Esther volvió a
resplandecer por unos momentos.
—En cuanto haya sido lavada en las aguas del
bautismo, al dı́a siguiente, volverá a ver a Lucien; y
si se cree usted capaz de vivir virtuosamente
viviendo para él, no se separarán ya más.
El sacerdote tuvo que sostener a Esther, porque
sus rodillas se doblaron. La pobre muchacha se
desplomaba como si la tierra cediera bajo sus pies.
El clé rigo la sentó sobre el banco; cuando recuperó
el habla, le dijo:
—¿Por qué no hoy mismo?
—¿Quiere sustraer a Monseñ or el triunfo de su
bautismo y de su conversió n? Está demasiado cerca
de Lucien para no estar lejos de Dios.
—¡Sí, ya no pensaba en nada!
—Nunca será de ninguna religió n —dijo el
sacerdote con un gesto de profuna ironía.
—Dios es bueno —repuso ella— y lee en mi
corazón.
Vencido por la deliciosa ingenuidad que estallaba
en la voz, en la mirada, en los ademanes y en la
actitud de Esther, Herrera le besó la frente por vez
primera.
—Los libertinos te habı́an aplicado un cali icativo
adecuado: tú seducirá s a Dios Padre. Todavı́a
algunos dı́as, es preciso; despué s seré is libres los
dos.
—¡Los dos! —repitió la muchacha en un
arrobamiento de alegría.
Esta escena sorprendió a las pensionistas y a las
superioras, que la habı́an contemplado desde lejos,
y les hizo creer que habı́an asistido a alguna
operació n má gica al comparar a la Esther de
entonces con la de antes. La joven, transformada,
del todo, vivı́a de nuevo. Volvió a mostrarse en su
auté ntica naturaleza de amor, amable, coqueta,
zalamera y alegre; en definitiva, pareció resucitar.
Herrera vivı́a en la calle Cassette, cerca de la iglesia
de Saint-Sulpice, a la que se hallaba adscrito. Esta
iglesia, de estilo duro y seco, cuadraba a este
españ ol, cuya religiosidad se emparentaba con la de
los dominicos. Era una vı́ctima de la astuta polı́tica
de Fernando VII; atentaba contra la causa
constitucional, sabiendo que esta entrega só lo
podrı́a ser recompensada cuando fuera
restablecido el Rey netto. Carlos Herrera se habı́a
dado en cuerpo y alma a la camarilla en el momento
en que las Cortes parecı́a que no iban a ser
derrocadas. Aquel comportamiento anunciaba,
segú n la gente, un alma superior. La expedició n del
duque de Angulema habı́a tenido ya lugar, reinaba
de nuevo Fernando VII, pero Carlos Herrera no iba
a reclamar el pago a sus servicios a Madrid.
Protegido de la curiosidad por un silencio
diplomá tico, dio como justi icació n de su estancia en
Parı́s su gran afecto hacia Lucien de Rubempré , el
cual habı́a ya conseguido, gracias a este afecto, el
decreto real referente a su cambio de apellido.
Herrera vivı́a desuna manera muy oscura, como
suelen hacerlo tradicionalmente los sacerdotes
dedicados a misiones secretas. Cumplı́a sus deberes
religiosos en Saint-Sulpice y no salı́a má s que para
sus ocupaciones, siempre de noche y fé n algú n
vehı́culo. Le ocupaba una gran parte de su jornada
la siesta españ ola, que sitú a el descanso entre las
dos comidas, llenando ası́ las horas en que Parı́s
está activo y tumultuoso. El cigarro españ ol
desempeñ aba tambié n su papel, consumiendo tanto
tiempo como tabaco. La pereza es una careta ¿en
igual medida que la gravedad, que tambié n es
pereza. Herrera vivı́a en un ala del edi icio, en el
segundo piso, y Lucien ocupaba la otra ala. Las dos
viviendas estaban a la vez separadas y unidas por
una gran sala de recepció n, cuya magni icencia y
cuyo estilo antiguo se adecuaban tanto al grave
clé rigo como al joven poeta. El patio de la casa era
sombrı́o. Le daban sombra unos á rboles altos y
espesos. El silencio y la discreció n se dan cita en las
habitaciones elegidas por los sacerdotes. La de
Herrera puede describirse en dos palabras: era una
celda. La de Lucien, resplandeciente de lujo y
provista de muchas comodidades, reunı́a todo
cuanto exige la vida elegante de un dandy, poeta,
escritor, ambicioso, vicioso, lleno a la vez de orgullo
y de vanidad, descuidado pero amante del orden,
ejemplo de uno de esos genios incompletos que
tienen cierta potencia para desear y para concebir
—que quizá s es lo mismo—, pero carecen de fuerza
para hacer. Lucien y Herrera formaban, entre los
dos, un polı́tico. Ahı́ radicaba, seguramente, el
secreto de su unió n. Los viejos, en los que la
actividad vital se ha desplazado para trasladarse a
la esfera de los intereses, sienten a menudo
necesidad de una bonita má quina, de un actor joven
y apasionado, para realizar sus proyectos. Richelieu
buscó demasiado tarde alguna hermosa y blanca
igura con bigotes para echarla a las mujeres a
quienes debı́a divertir. Se vio obligado a desterrar a
la madre de su señ or y a espantar a la reina, tras
haber intentado hacerse querer por ambas
inú tilmente, ya que no es de los que gustan a las
reinas. En una vida ambiciosa, se haga lo que se
haga, es obligado tropezar con una mujer en el
momento en que menos se espera un tal encuentro.
Por po— ¡deroso que sea un gran polı́tico, necesita
una mujer para oponer a la mujer, como los
holandeses desgastan el diamante con el diamante.
Roma, en su é poca de esplendor, obedecı́a a esta
necesidad. Obsé rvese tambié n có mo la vida de
Mazarino, cardenal italiano, tuvo un cará cter de
dominació n muy otro que la de Richelieu, cardenal
francé s. Richelieu halló una oposició n entre los
grandes señ ores, y contra ella empleó el hacha;
falleció en la lor de su poder, desgastado por este
duelo para el cual só lo contaba con un capuchino
como ayudante. Mazarino fue rechazado por la
Burguesı́a y por la Nobleza unidas, armadas, a veces
victoriosas, que hicieron huir a la realeza; pero el
servidor de Ana de Austria no cortó ninguna
cabeza, supo vencer a Francia entera y formó a Luis
XIV, que completó la obra de Richelieu ahogando a
la nobleza con cordones dorados en el gran serrallo
de Versalles. Una vez muerta la señ ora de
Pompadour, Choiseul estuvo perdido. ¿Se habı́a
empapado Herrera de estas elevadas doctrinas? ¿Se
habı́a hecho a sı́ mismo justicia antes de lo que lo
hiciera Richelieu? ¿Habı́a hallado en Lucien un Cinq-
Mars, aunque un Cinq-Mars iel? Nadie podı́a
responder a tales preguntas ni medir la ambició n de
aquel españ ol, como tampoco podı́a preverse su in.
Estas preguntas, que se hacı́an los que pudieron
echar una mirada sobre aquella unió n, mantenida
tanto tiempo en secreto, apuntaban a un misterio
horrible que Lucien só lo conocı́a desde hacı́a unos
pocos dı́as. Carlos era ambicioso por dos: esto era
lo que mostraba su conducta a la gente que le
conocı́a, y que creı́a que Lucien era el hijo natural
del sacerdote.
Quince meses despué s de su aparició n en la Opera,
que le lanzó demasiado pronto en medio de un
mundo en el que el clé rigo no querı́a verle antes de
haber terminado de armarlo contra el mundo,
Lucien tenı́a tres hermosos caballos en su
caballeriza, una berlina para las noches, un cabriolé
y un til— buri para las mañ anas. Comı́a fuera de
casa. Las previsiones de Herrera se habı́an
cumplido: la disipació n se habı́a apoderado de su
pupilo; pero habı́a creı́do necesario desviarle del
insensato amor que el joven guardaba en su
corazón por Esther. Después de haber gastado unos
cuarenta mil francos aproximadamente, cada locura
habı́a devuelto a Lucien má s ansiosamente a la
Torpille, y la buscaba con obstinació n; al no
encontrarla, era para é l, cada vez má s, lo que es la
presa para el cazador. ¿Podı́a Herrera comprender
lo que es el amor de un poeta? Cuando este
sentimiento se ha apoderado, en uno de estos
grandes hombres pequeñ os, de la cabeza, cuando
ha in lamado el corazó n y penetrado los sentidos, el
poeta se hace tan superior a la humanidad por el
amor como lo era ya por la potencia de su fantası́a.
Debe a un capricho del engendramiento intelectual
la rara facultad de expresar la naturaleza por medio
de imá genes en las que imprime a la vez el
sentimiento y la idea, y con iere a su amor las alas
de su espı́ritu: siente y retrata, actú a y medita,
multiplica sus sensaciones con el pensamiento,
triplica la felicidad presente mediante la aspiració n
al futuro y la memoria del pasado; y mezcla en todo
ello los exquisitos goces del alma que lo convierten
en el prı́ncipe de los artistas. La pasió n de un poeta
se transforma entonces en un gran poema que
muchas veces rebasa las proporciones humanas.
¿No sitú a entonces el poeta a su amante a una
altura en que las mujeres habitualmente no quieren
verse situadas? Convierte a una rú stica moza en
princesa, como el sublime caballero de la Mancha.
Emplea para sı́ mismo la varita con la que
transforma en seres maravillosos todas las cosas, y
engrandece ası́ la voluptuosidad mediante el
majestuoso mundo del ideal. Por esto un tal amor es
un modelo de pasió n: tiene un exceso de todo, en
sus esperanzas, en sus desesperanzas, en sus
có leras, en sus melancolı́as, en sus alegrı́as; vuela,
salta, se desliza, y no se parece a ninguna de las
agitaciones que experimentan los comunes
mortales; frente al amor burgué s es como el
torrente eterno de los Alpes comparado con los
riachuelos de ¡as llanuras. Estos bellos genios son
tan a menudo incomprendidos, que se consumen en
falsas esperanzas; se desgastan en busca de sus
amantes ideales, y mueren casi siempre como
hermosos insectos engalanados para las iestas del
amor por la má s poé tica de las naturalezas, y que
terminan aplastados, vı́rgenes aú n, bajo la planta de
algú n caminante; pero hay otro peligro: cuando
encuentran la forma que responde a su espı́ritu,
que a menudo es una panadera, hacen como Rafael,
< hacen como el hermoso insecto, mueren junto a la
Fornarina. Lucien estaba en este estadio. Su natural
poé tico, necesariamente extremoso en todo, tanto
en lo bueno como en lo malo, habı́a adivinado al
á ngel que habı́a en el interior de aquella muchacha,
restregada de corrupció n má s que corrompida:
siempre la veı́a blanca, alada, pura y misteriosa, tal
como ella se habı́a hecho para é l, adivinando que é l
la quería así.
Hacia inales del mes de mayo de 1825, Lucien
habı́a perdido toda su vivacidad; no salı́a, cenaba
con Herrera, estaba meditabundo, trabajaba, leı́a la
colecció n de tratados diplomá ticos, se quedaba
sentado a la turca en un divá n y fumaba tres o
cuatro huká s cada dı́a. Su groom se pasaba má s
tiempo limpiando los tubos de este bonito
instrumento y perfumá ndolos, que cepillando el
pelo de los caballos y enjaezá ndolos con rosas para
los paseos por el Bosque de Bolonia. El dı́a en que
el españ ol se dio cuenta de la palidez de la frente de
Lucien, en que advirtió las huellas de la enfermedad
en las locuras del amor reprimido, deseó ir hasta el
fondo de aquel corazó n de hombre sobre el cual
había asentado su existencia.
Un bello atardecer en que Lucien, sentado en una
butaca, contemplaba maquinalmente la puesta del
sol a travé s de los á rboles del jardı́n, corriendo
sobre ella el velo del humo perfumado de su tabaco
en exhalaciones regulares y prolongadas, como
suelen hacer los fumadores preocupados, sus
ensueñ os se disiparon al oı́r un profundo suspiro.
Se volvió y vio al sacerdote de pie, con los brazos
cruzados.
—¿Estabas ahí? —dijo el poeta.
—Desde hace un buen rato —respondió el clé rigo
—. Mis pensamientos han seguido la extensió n de
los tuyos...
Lucien comprendió.
—Nunca me he tenido por una naturaleza de
bronce, como la tuya. La vida es para mı́,
alternativamente, un paraı́so y un in ierno; pero
cuando, por casualidad, no es ni una cosa ni otra,
me aburre, y yo me aburro...
—¿Có mo puede uno aburrirse teniendo unas
esperanzas tan magníficas delante de sí?
—Cuando no se cree en tales esperanzas, o cuando
están demasiado veladas...
—¡No digas tonterı́as!... —dijo el sacerdote—. Es
mucho má s propio de tu dignidad y de la mı́a que
me abras tu corazó n. Hay entre nosotros algo que
jamá s debiera haber: ¡un secreto! Este secreto dura
desde hace dieciséis meses. Amas a una mujer.
—¿Qué más...?
—Una muchacha inmunda, llamada la Torpille...
—Sí, ¿y qué?
—Hijo mı́o, te habı́a permitido que tomaras una
amante, pero una mujer de la corte, joven, hermosa,
in luyente, por lo menos condesa. Habı́a elegido
para ti a la señ ora de Espard, para hacer de ella sin
escrú pulos un instrumento de fortuna; porque
nunca te habrı́a pervertido el corazó n, te lo habrı́a
dejado libre... Amar a una prostituta de la má s baja
ralea cuando no se tiene, como tienen los reyes,
poder para ennoblecerla, es un error muy grave.
—¿Soy acaso el primero que ha renunciado a la
ambició n para seguir la pendiente de un amor
desenfrenado?
—¡Bien! —exclamó el sacerdote mientras recogía el
bocchetino del houka, que Lucien habı́a dejado caer,
y se lo devolvı́a—. Comprendo adonde quieres ir a
parar. ¿No se pueden conciliar la ambició n y el
amor? Hijo mı́o, tienes en el viejo Herrera a una
madre cuya entrega es total y absoluta...
—Lo sé, amigo mío —dijo Lucien, dándole la mano.
—Has deseado los juguetes de la riqueza, y ya los
tienes. Has querido brillar, y te he llevado por el
camino del poder; beso manos muy sucias para
hacerte medrar, y medrará s. Dentro de un tiempo
ya no te faltará nada de lo que gusta a los hombres
y a las mujeres. Aunque viril por tu espı́ritu, eres
afeminado por tus caprichos: he pensado cualquier
cosa de ti, y te lo perdono todo. No tienes má s que
hablar para satisfacer tus pasiones de un dı́a. He
engrandecido tu vida poniendo en ella lo que
produce la adoració n de la mayorı́a, el sello de la
polı́tica y del poder. Llegará s a ser tan grande como
ahora eres pequeñ o; pero no hay que romper el
volante con el que acuñ amos la moneda. Te lo
permito todo menos las faltas que frustrarı́an tu
porvenir. Si bien te abro las puertas de los salones
del faubourg Saint-Germain, te prohibo que te
revuelques en los arroyos. Lucien, seré como una
barra de hierro en interé s tuyo, sufriré cualquier
cosa de ti y para ti. Ası́ pues, he convertido tu falta
de tacto para el juego de la vida en un re inamiento
de jugador habilidoso... —Lucien alzó la cabeza con
un movimiento brusco y furioso—. ¡Me he llevado a
la Torpille!
—¿Tú? —exclamó Lucien.
En un arranque de ira animal, el poeta se levantó ,
tiró a la cara del sacerdote el bocchetino de oro y
piedras preciosas, y le empujó con la su iciente
brusquedad para hacer caer a aquel atleta.
—Yo —dijo el españ ol, levantá ndose, sin perder su
terrible gravedad.
Se le habı́a caı́do la peluca negra. Un crá neo pulido
como la cabeza de un muerto hizo recuperar a
aquel hombre su auté ntica isonomı́a: era
espantosa. Lucien permaneció en el divá n, con los
brazos colgantes, abrumado y mirando al clé rigo
con un aire estúpido.
—Me la he llevado —siguió el sacerdote.
—¿Qué has hecho con ella? Te la llevaste el dı́a
siguiente al baile de máscaras...
—Sı́, el dı́a despué s de haber visto có mo insultaban
a un ser que te pertenecı́a unos tipos que no
quisiera que...
—Unos tipos —dijo Lucien, interrumpié ndole—, di
mejor unos monstruos; comparados con ellos, los
que van a la guillotina son unos á ngeles. ¿Sabes lo
que la pobre Torpille ha hecho por tres de ellos?
Uno fue durante dos meses su amante: ella era
pobre y se buscaba su sustento en el arroyo; é l no
tenı́a ni un cé ntimo, estaba en una situació n
parecida a la mı́a cuando me encontraste; el
individuo en cuestió n se levantaba por la noche, se
iba al armario donde ella guardaba los restos de su
cena, y se los comı́a. Esther acabó descubriendo
este tejemaneje; se mostró comprensiva con lo que
tenı́a aquello de humillante, y tenı́a buen cuidado de
dejarle unos restos copiosos; se sentı́a dichosa al
hacerlo; esto só lo me lo ha revelado a mı́, en su
coche de punto, al regreso de la Opera. El segundo
habı́a robado, y antes de que se descubriera el
robo, ella le prestó la cantidad, que pudo restituir,
sin acordarse luego nunca má s de devolverla a la
pobre muchacha. En cuanto al tercero, le hizo hacer
fortuna prestá ndose a una farsa propia del genio de
Fı́garo; simuló ser su esposa y se hizo amante de un
personaje todopoderoso, a quien hizo creer que era
la má s candida de las burguesas. A uno la vida, al
otro el honor, al ú ltimo la fortuna, y ¡qué queda hoy
de todo esto! Y mira de qué manera le pagan.
—¿Quieres que mueran? —dijo Herrera con los
ojos humedecidos.
—¡Vamos, en seguida con ésas! Te conozco...
—No, has de saberlo todo, furioso poeta —dijo el
sacerdote—. La Torpille ya no existe...
Lucien se abalanzó con tal ı́mpetu sobre Herrera
para agarrarle por la garganta, que de haber sido
otro le habrı́a derribado; pero el brazo del españ ol
retuvo al poeta.
—Escú chame —dijo frı́amente—. He hecho de ella
una mujer casta, pura, bien educada, religiosa, una
mujer respetable, en suma; la he puesto en el
camino de la instrucció n; puede, debe convertirse,
bajo el imperio de tu amor, en una Ninó n, una
Marion de Lorme o una Dubarry, como decı́a aquel
periodista en la Opera. La reconocerá s como tu
amante o permanecerá s tras el velo de tu creació n,
lo cual serı́a má s prudente. Cualquiera de estas dos
alternativas te proporcionará provecho y orgullo,
placer y progreso; pero si llegas a ser tan gran
polı́tico como eres gran poeta, Esther no ha de ser
para ti má s que una amante, pues má s tarde puede
sacarnos de apuro: vale su peso en oro. Bebe, pero
no te embriagues. Si yo no hubiera tomado las
riendas de tu pasió n, ¿en qué situació n te halları́as
hoy? Habrı́as rodado, junto a la Torpille, en el fango
de las miserias de las que te saqué . Toma, lee —dijo
Herrera con la misma sencillez de Talma en Manlio,
que él jamás había leído.
""Un papel cayó sobre las rodillas del poeta,
sacá ndole del extá tico estado de sorpresa en que le
habı́a sumido esta aterradora respuesta; lo cogió y
leyó la primera carta escrita por la señorita Esther.

AL REVERENDO PADRE CARLOS HERRERA


"Apreciado protector: Puede usted apreciar có mo
antepongo el agradecimiento al amor, viendo que
utilizo la facultad de expresar mis pensamientos,
por vez primera, para atestiguarle mi gratitud, en
lugar de dedicarla a describir un amor que Lucien
quizá s haya olvidado. Pero a usted, ser divino, le
diré lo que no me atreverı́a a decirle a é l, que, para
mi dicha, sigue todavı́a ligado a la tierra. La
ceremonia de ayer infundió en mı́ los tesoros de la
gracia, de modo que dejo entre sus manos mi
destino. Aunque tenga que morir permaneciendo
lejos de mi amado, moriré puri icada como la
Magdalena, y mi alma será para é l la rival de su
á ngel de la guarda. ¿Podré alguna vez olvidar la
iesta de ayer? ¿Có mo podrı́a desear abandonar el
trono glorioso al que ascendı́? Ayer lavé todas mis
lacras en el agua del bautismo, y recibı́ el cuerpo
sagrado de nuestro Salvador; me convertı́ en uno
de sus taberná culos. En aquel momento oı́ los
cantos de los á ngeles, no era má s que una mujer,
nacı́a a una vida de luminosidad, en medio de las
aclamaciones de la tierra, admirada por el mundo,
en una nube de incienso y de plegarias que
embargaba, y engalanada como una virgen para un
esposo celestial. Sintié ndome digna de Lucien, cosa
que jamá s esperaba, he abjurado de todo amor
impuro y no quiero seguir má s camino que el de la
virtud. Si mi cuerpo es má s dé bil que mi espı́ritu,
que perezca. Sea usted el arbitro de mis destinos, y
si muero, diga a Lucien que he muerto por é l
naciendo a Dios.
"Hoy, domingo por la noche."
Lucien alzó sus ojos llenos de lá grimas, hacia el
clérigo.
—Ya conoces el piso de la gruesa Carolina
Bellefeuille, en la calle Taitbout —siguió el españ ol
—. Esta muchacha, a quien acababa de abandonar
su magistrado, se hallaba en un espantoso estado
de miseria, podı́an detenerla; he mandado comprar
su domicilio, en bloque, y ella se ha ido con sus
trapitos a otra parte. Esther, ese á ngel que querı́a
subir al cielo, está allí y te espera.
En aquel momento Lucien oyó piafar a sus caballos
en el patio, y no se sintió con fuerzas para expresar
su admiración por una abnegación que sólo él podía
apreciar; se echó en brazos del hombre al que
acababa de ultrajar, y le dio reparació n con una
simple mirada y con la muda efusió n de sus
sentimientos; a continuació n bajó las escaleras, dio
a su tigre la direcció n de Esther, y los caballos
partieron como si la pasió n de su amo animara sus
extremidades.
A la mañ ana siguiente, un hombre que por su
indumentaria podı́a ser confundido con un policı́a
disfrazado, se paseaba por la calle Taitbout, delante
de una casa, como si esperase que alguien saliera;
su modo de andar revelaba su agitació n. Es
frecuente encontrarse en Parı́s con paseantes
apasionados como aqué l, auté nticos gendarmes que
vigilan a algú n guardia nacional refractario, agentes
que toman sus medidas para proceder a un arresto,
acreedores pensando qué infamia pueden
desencadenar contra un deudor suyo que se ha
encerrado en su casa, amantes o maridos celosos o
suspicaces, amigos apostados al servicio de amigos;
pero no es frecuente hallar un rostro iluminado por
los salvajes y á speros pensamientos que se
adivinaban en el del sombrı́o atleta que deambulaba
bajo las ventanas de la señ orita Esther, con la
pensativa precipitació n de un oso enjaulado. Hacia
mediodı́a se abrió una ventana por la que se vio
salir la mano de una criada, que abrió las persianas
rellenas de cojines. Unos instantes má s tarde, Esther
se asomó en dé shabillé para respirar el aire fresco,
apoyada en Lucien; quien los viera podı́a tomarlos
por el original de una dulzona viñ eta inglesa. Esther
vio en seguida los ojos.de basilisco del sacerdote
españ ol, y la pobre muchacha dio un grito de
espanto, como si la hubiera herido una bala.
—Ahı́ está el terrible sacerdote —dijo,
mostrándoselo a Lucien.
—¡El! —dijo é ste con una sonrisa—. Es tan
sacerdote como tú...
—¿Qué es, pues? —dijo ella, asustada.
—Es un viejo barbiá n que só lo cree en el diablo —
dijo Lucien.
Si se hubiera tratado de un ser menos entregado
que Esther, esta claridad que Lucien acababa de
proyectar sobre los secretos del falso clé rigo
hubiera podido ser la perdició n del joven. Al
trasladarse de la ventana de su habitació n hacia el
comedor, donde acababan de servirles el desayuno,
los dos amantes encontraron a Carlos Herrera.
—¿Qué vienes a hacer aquı́? —le preguntó Lucien
con brusquedad.
—Vengo a bendeciros —contestó el audaz
personaje, deteniendo a la pareja y obligá ndola a
permanecer en el saloncito del piso—. Escuchadme,
amiguitos. Divertı́os bien, sed felices, está muy bien.
La felicidad a cualquier precio, é sta es mi doctrina.
Pero tú —dijo a Esther—, tú a quien he sacado del
fango, a quien he enjabonado el cuerpo y el alma,
no tengas la pretensió n de interponerte en el
camino de Lucien... En cuanto a ti, pequeñ o —siguió
tras una pausa, mirando a Lucien—, ya no eres tan
poeta como para abandonarte a otra Coralie. Ahora
estamos haciendo prosa. ¿Qué puede llegar a ser el
amante de Esther? Nada. ¿Puede Esther convertirse
en la señ ora de Rubempré ? No. Ası́ pues, pequeñ a
—dijo, poniendo su mano sobre la de Esther, que se
estremeció como si la hubiera tocado alguna
serpiente—, el mundo ha de ignorar que usted
existe; el mundo ha de ignorar sobre todo que una
cierta señ orita Esther ama a Lucien y que Lucien
está prendado de ella... Este piso será su prisió n,
pequeñ a. Si quiere salir (cosa que exigirá su salud),
se paseará durante la noche, durante las horas en
que no pueda ser vista, porque la belleza, la
juventud y la distinció n que ha adquirido en el
convento serı́an advertidas en seguida en Parı́s. Si
un dı́a alguien, sea quien sea —dijo con acento
terrible unido a una terrible mirada—, llegara a
saber que Lucien es su amante o que usted es la
amante de é l, ese dı́a serı́a el penú ltimo de su vida.
Se ha logrado para este jovencito una ordenanza
que le permite llevar el nombre y las armas de sus
antepasados maternos. ¡Pero esto no es todo! El
tı́tulo de marqué s no se nos ha restituido; y para
recuperarlo, tiene que casarse con la hija de alguna
buena familia, en cuyo bene icio el rey nos otorgará
esta gracia. Esta unió n abrirá a Lucien las puertas
de la corte. Este niñ o, de quien he sabido hacer un
hombre, será primero secretario de embajada; má s
tarde será ministro en alguna pequeñ a corte de
Alemania, y con la ayuda de Dios, o con la mı́a (que
es má s e icaz), irá a ocupar algú n dı́a un puesto en
los bancos de los pares...
—O en los jergones de los presidiarios... —dijo
Lucien, interrumpiéndole.
—¡Cá llate! —exclamó Carlos, tapando con su gran
mano la boca de Lucien—. ¡Un secreto como é ste a
una mujer!... —le murmuró al oído.
—¿Esther, una mujer?... —exclamó el autor de Las
Margaritas.
—Ya vuelves a salir con sonetos —dijo el españ ol
—. ¡O con pamplinas! Todos los á ngeles de esta
especie vuelven a ser mujeres, tarde o temprano; y
la mujer pasa siempre por momentos en que es a la
vez simio y niñ o: dos seres que nos matan cuando
quieren reı́r. Esther, cariñ o —dijo a la pobre
pensionista asustada—, le he encontrado como
criada un ser que me pertenece como si fuera hija
mı́a. Como cocinera tendrá a una mulata, lo cual da
tono a una casa. Con Europa y Asia podrá vivir aquı́
con un billete de mil francos al mes para todos los
gastos, como una reina... de teatro. Europa ha sido
costurera, modista y comparsa. Asia ha servido a un
milord goloso. Estas dos criaturas será n para usted
como dos hadas.
Al ver a Lucien tan amilanado ante aquel personaje,
que por lo menos era culpable de un sacrilegio,
aquella mujer, consagrada por su amor, sintió
entonces un terror profundo en el fondo de su
corazó n. Sin contestar, arrastró a Lucien hacia la
habitación, y le dijo:
—¿Es acaso el diablo?
—¡Es algo mucho peor... para mı́! —dijo con viveza
—. Pero si me quieres, procura imitar la abnegació n
de este hombre y obedécele, bajo pena de muerte...
—¿De muerte?... —dijo con un espanto creciente.
—De muerte —repitió Lucien—. ¡Ah, pequeñ a!
Ninguna muerte serı́a comparable a la que me
esperaría si...
Esther palideció al oı́r estas palabras, y se sintió
desfallecer.
—¿Qué pasa? —les dijo gritando aquel falsario
sacrilego—. ¿Todavı́a no habé is deshojado todas
vuestras margaritas?
Esther y Lucien volvieron, y la pobre muchacha
dijo, sin atreverse a mirar al hombre misterioso:
—Será usted obedecido como se obedece a Dios.
—¡Bien! —respondió —. Podrá ser muy feliz
durante algú n tiempo, y... no necesitará má s que la
ropa interior y algú n traje de noche, resultará muy
económico.
Los dos amantes se dirigieron hacia el comedor;
pero el protector de Lucien hizo un ademá n para
detener a la hermosa pareja, que se detuvo.
—Le acabo de hablar de su servidumbre, voy a
presentársela.
El españ ol tocó dos veces la campanilla.
Aparecieron las dos mujeres, a las que é l
denominaba Europa y Asia, y entonces se adivinó
fácilmente el motivo de tales apodos.
Asia, que parecı́a haber nacido en la isla de Java,
ofrecı́a el espantoso espectá culo de uno de esos
rostros cobrizos peculiares de los malayos,
aplanado como una tabla, en el que la nariz parece
haber sido hundida por una presió n violenta. La
extrañ a disposició n de los huesos maxilares daba a
la parte inferior de su cara una cierta semejanza
con el rostro de los monos superiores. La frente,
aunque deprimida, no carecı́a de una cierta
inteligencia producida por el há bito de la astucia.
Sus dos ojuelos ardientes conservaban la
tranquilidad de los ojos de los tigres, pero nunca
miraban cara a cara. Asia parecı́a temer que su
aspecto asustara a los que la rodeaban. Sus labios,
de un azul pá lido, dejaban entrever unos dientes de
blancura resplandeciente, aunque entrecruzados.
Aquella ñ sonomı́a animal expresaba, en conjunto, la
ruindad. Los cabellos, relucientes y grasientos,
como la piel de la cara, formaban dos franjas negras
rodeadas por un pañ uelo exó tico. Las orejas,
demasiado bonitas, llevaban como adorno dos
enormes perlas oscuras. Asia, con su igura
pequeñ a, corta y rechoncha, recordaba las sombras
borrosas que los chinos se dedican a proyectar en
sus pantallas, o quizá , mejor, esos ı́dolos hindú es
cuyo modelo parece que no ha de existir y que sin
embargo los viajeros acaban encontrando. Viendo a
aquel monstruo con un delantal blanco encima de
un vestido de pañ o, Esther sintió un
estremecimiento.
—¡Asia! —dijo el españ ol; la mujer levantó la
cabeza hacia é l con un movimiento só lo comparable
al de un perro al mirar a su amo—. Esta es tu
señora...
Y señ aló a Esther, en bata, con el dedo. Asia
contempló a la joven hada con una expresió n casi
dolorosa; pero al mismo tiempo dirigió a Lucien un
resplandor casi apagado por entre sus apretadas
pestañ as, como la chispa de un incendio; el
muchacho, que llevaba una magnı́ ica bata abierta,
una camisa de frisa y unos pantalones rojos, y en la
cabeza un gorro turco, ofrecı́a una imagen divina. El
genio italiano puede inventar a Otelo, y el genio
inglé s puede llevarlo a escena, pero só lo la
naturaleza tiene el derecho de ser en una ú nica
mirada má s esplendorosa y má s completa que
Inglaterra e Italia en la expresió n de los celos.
Esther, que captó esta mirada, cogió al españ ol por
el brazo y le clavó las uñ as como hiciera un gato
que temiese caer en un precipicio sin fondo. El
españ ol dijo tres o cuatro palabras en lengua
desconocida a aquel monstruo asiá tico, que se
arrodilló arrastrá ndose hasta los pies de Esther, y
los besó.
—No es una cocinera —dijo el españ ol a Esther—,
sino un cocinero que harı́a enloquecer de envidia a
Careme. Asia sabe hacer de todo en cuanto a
cocinar. Le preparará un simple plato de judı́as que
le hará dudar si no han bajado los á ngeles para
condimentarlas con hierbas del cielo. Irá todas las
mañ anas ella misma al mercado y se peleará como
el demonio que es para conseguir las cosas al mejor
precio; agotará a los curiosos por su discreció n.
Como habrá que ingir que usted ha estado en la
India, Asia le ayudará mucho a hacer verosı́mil esta
historia, porque es una de estas parisienses que
nacen para ser del país del que quieren ser; pero no
creo que deba usted pasar por extranjera...
—Europa, ¿tú qué dices?...
Europa formaba un perfecto contraste con Asia, ya
que era la doncella má s amable que onrose hubiera
podido jamá s desear como adversario en el teatro.
Europa era esbelta, tenı́a un aire aturdido, una
carita de comadreja y la nariz retorcida; ofrecı́a a la
mirada una igura cansada por las corrupciones
parisienses, la igura descolorida de una muchacha
alimentada con manzanas crudas, linfá tica y
correosa, blanda y tenaz. Avanzando uno de sus
pies y con las manos en los bolsillos de su delantal,
se agitaba aun permaneciendo inmó vil, tan grande
era su animació n. Era a un tiempo modistilla y
comparsa, y, pese a su juventud, debı́a haber hecho
ya muchos o icios. Su perversió n no tenı́a lı́mites:
podı́a haber robado a sus propios padres y haber
rozado los banquillos de la policı́a correccional. Asia
inspiraba un gran temor; pero se la adivinaba en un
instante de pies a cabeza, descendı́a en lı́nea directa
de Locusta. Europa, por el contrario, inspiraba una
inquietud que no podı́a por menos de aumentar a
medida que se utilizaban sus servicios; su
corrupció n parecı́a no tener lı́mites; como dice el
pueblo, era una de ésas que "la saben muy larga".
—La señ ora podrı́a ser de Valenciennes —dijo
Europa con una vocecita cortante—; yo soy de allı́.
¡Querrá el señ or —dijo en tono pedante a Lucien—
decirnos qué nombre piensa dar a la señora?
—Señ ora Van Bogseck —respondió el españ ol,
dando en seguida la vuelta al nombre de Esther—.
La señ ora es una judı́a procedente de Holanda,
viuda de un negociante y afectada por una
enfermedad del hı́gado contraı́da en Java... Sin
demasiada fortuna, para no excitar la curiosidad..
—Tiene tan só lo con qué vivir, seis mil francos de
renta, y nos quejaremos de su tacañ erı́a —dijo
Europa.
—Esto es —dijo el españ ol, inclinando la cabeza—.
¡Endiabladas farsantes! —siguió , con una voz
terrible, al sorprender en ambas unas miradas que
no le gustaron—. ¿Sabé is lo que os he dicho? Vais a
servir a una reina, le debé is el respeto debido a una
reina, la cuidaré is como se cuida una venganza, y le
tendré is tanta abnegació n como a mı́. Nadie en el
mundo, ni el portero, ni los vecinos, ni el dueñ o, han
de saber lo que pasa aquı́. A vosotras os toca
neutralizar todas las curiosidades, si llegan a
despertarse. Y la señ ora —añ adió , poniendo su
ancha mano velluda sobre el brazo de Esther—, la
señ ora no ha de cometer ni la má s ligera
imprudencia; si fuera preciso se lo impedirı́ais,
aunque... siempre con el mayor respeto. Europa, tú
estará s en contacto con el exterior para el
guardarropa de la señ ora, y cuidará s de no gastar
demasiado. En in, que nadie, ni siquiera la gente
má s insigni icante, ponga los pies en el piso. Entre
las dos tenéis que conseguirlo.
—Mi pequeñ a joya —dijo a Esther—, cuando desee
salir por la noche en coche, se lo dirá a Europa, que
sabe adonde ha de ir a buscar a su gente, pues
tendrá para usted un criado, y a mi estilo, como
estas dos esclavas.
Esther y Lucien no sabı́an qué decir, escuchando al
españ ol y miraban a las dos extrañ as mujeres a las
que daba ó rdenes. ¿A qué secreto debı́a la sumisió n
y la entrega grabadas en aquellos dos rostros, el
uno tan traviesamente picaro y el otro tan
profundamente cruel? Adivinó los pensamientos de
Esther y Lucien, que parecı́an embotados como lo
habrı́an estado seguramente Pablo y Virginia ante la
visió n de dos horribles serpientes, y les dijo con su
buena voz al oído:
—Podé is contar con ellas como conmigo mismo; no
tengá is secretos con ellas, esto las halagará . Vete a
servir, mi querida Asia —dijo a la cocinera—; y tú ,
preciosa, pon un cubierto de má s —le dijo a Europa
—; lo menos que puede hacer esta pareja es dar de
comer a papá.
Cuando las dos mujeres hubieron cerrado la
puerta, y en cuanto el españ ol oyó como Europa
andaba de un lado para otro, dijo a Lucien y a la
joven, abriendo su ancha mano:
—¡Las tengo cogidas!
Las palabras y el ademán hacían estremecer.
—¿Dónde las has encontrado? —exclamó Lucien.
—¡Ah, diablo! —respondió el hombre—. No he ido
a buscarlas a los pies de un trono. Europa ha salido
del fango y tiene miedo de volver a él... Amenazadlas
con el señ or cura cuando no os den satisfacció n, y
las veré is temblar como ratones que oyen hablar de
un gato. Soy un domador de ieras —añ adió
sonriendo.
—¡Me da usted la impresió n de ser un demonio! —
exclamó graciosamente Esther, apretá ndose contra
Lucien.
—Hija mı́a, intenté darla al cielo; pero la pecadora
arrepentida será siempre una mixti icació n para la
Iglesia; si apareciera alguna, volverı́a a convertirse
en cortesana en el paraı́so... Con todo esto ha
conseguido hacerse olvidar y convertirse en una
mujer respetable; porque allı́ ha aprendido lo que
nunca habrı́a podido aprender en el mundo infame
en que vivı́a... No me debe nada —dijo al observar
en el rostro de Esther una expresió n deliciosa de
agradecimiento—, lo he hecho todo por é l... —
Señ aló a Lucien.— Es usted cortesana, seguirá
siendo cortesana y morirá siendo cortesana;
porque, pese a las cautivadoras teorı́as de los
criadores de animales, uno no puede llegar a ser,
aquı́ abajo, má s que lo que ya es. Tiene razó n el
hombre de los bultos en la cabeza1; tú tienes el
bulto del amor.
El españ ol era, como puede verse, fatalista, como
Napo" leó n, Mahoma y muchos grandes polı́ticos. Es
extrañ o que casi todos los hombres de acció n se
inclinen hacia la Fatalidad, ası́ como la mayorı́a de
pensadores se inclinan hacia la Providencia.
—No sé lo que soy, verdaderamente —respondió
Esther con una dulzura angelical—; pero amo a
Lucien y moriré adorándole.
—Venga a comer —dijo bruscamente el españ ol—,
y niegue a Dios que Lucien no se case demasiado
pronto, porque entonces ya no lo vería nunca más.
—Su casamiento sería mi muerte —dijo ella.
Dejó pasar primero al falso sacerdote, para
poderse alzar hasta el oído de Lucien sin ser vista.
—¿Es voluntad tuya —preguntó — que permanezca
bajo el poder de este hombre, que me hace guardar
por esas dos hienas?
Lucien inclinó la cabeza. La pobre muchacha
reprimió su tristeza y pareció alegre; pero se sintió
terriblemente oprimida.
Fue preciso má s de un añ o de cuidados constantes
y abnegados para que llegara a acostumbrarse a
aquellas dos horribles criaturas, a las que Carlos
Herrera llamaba los dos perros guardianes.
La conducta de Lucien desde su regreso a Parı́s
estuvo marcada por el cuñ o de una polı́tica tan
profunda que debı́a excitar, y efectivamente excitó ,
la envidia de todos sus antiguos amigos, contra los
cuales no ejerció má s venganza que la de hacerles
rabiar con sus é xitos, con su porte irreprochable y
por su manera de distanciarse de la gente. Aquel
poeta tan expansivo, tan comunicativo, pasó a ser
frı́o y reservado. De Marsay, a quien la juventud
parisiense habia adoptado como prototipo, no
mostraba ni en su manera de hablar ni en sus
acciones mayor mesura que la que mostraba
Lucien. En cuanto al ingenio, el periodista ya habı́a
hecho sus demostraciones en otro tiempo. De
Marsay, a quien mucha gente se complacı́a en
comparar con Lucien, dando preferencia al poeta,
tuvo la mezquindad de molestarse por ello. Lucien,
que gozaba del favor de quienes ejercı́an
secretamente el poder, abandonó hasta tal punto
toda ambició n de gloria literaria, que permaneció
indiferente al é xito de su novela, publicada de
nuevo bajo el verdadero tı́tulo de El arquero de
Carlos IX, y al revuelo que produjo su colecció n de
sonetos titulada Las Margaritas, que Dauriat vendió
en sólo una semana.
—Se trata de un é xito pó stumo —contestó riendo a
la señorita Des Touches, que lo elogiaba.
El terrible españ ol mantenı́a con brazo de hierro a
su protegido en la senda que lleva a los polı́ticos
pacientes, a la larga, a cosechar los honores y las
ventajas de la victoria.

Luicen tomó un piso de soltero en Beaudenord, en


el muelle Malaquais, con objeto de estar má s cerca
de la calle Taitbout, y su consejero se instaló en tres
habitaciones de la misma casa, en el cuarto piso.
Lucien no tenı́a má s que un caballo de silla y de
cabriolé , un criado y un palafrenero. Cuando no
estaba invitado, cenaba en casa de Esther. Carlos
Herrera vigilaba tan bien al personal en el muelle
Malaquais, que Lucien no llegaba a gastar en total
diez mil francos al añ o. A Esther le bastaban diez mil
francos, gracias a la entrega constante e inexplicable
de Europa y Asia. Lucien tomaba, por otra parte, las
mayores precauciones para ir a la calle Taitbout o
para salir de allı́. Iba siempre en coche de punto,
con las cortinas corridas, y hacı́a entrar siempre el
coche. Ni su pasió n por Esther ni la existencia de la
casa de la calle Taitbout, totalmente ignoradas por
el mundo, fueron obstá culos para ninguna de sus
relaciones o empresas; jamá s se le escapó ninguna
palabra indiscreta sobre este asunto delicado. Los
errores de esta clase que habı́a cometido con
Coralie, con ocasión de su primera estancia en París,
le habı́an dado experiencia. Su vida adoptó esa
regularidad de buen tono bajo la cual pueden
ocultarse tantos misterios: frecuentaba la alta
sociedad cada noche, hasta la una; se le podı́a
encontrar en su casa todas las mañ anas de diez a
una; luego se iba al Bosque de Bolonia y de visitas
hasta las cinco. Pocas veces se le veı́a ir a pie, de
este modo evitaba encontrarse con sus antiguos
conocidos. Cuando le saludaba algú n periodista o
alguno de sus antiguos compañ eros, respondı́a
inclinando corté smente la cabeza, de manera que
fuese imposible ofenderse, pero dejando entrever
un profundo desprecio que cercenaba la
familiaridad francesa. Así se libró en poco tiempo de
la gente a quien no deseaba haber conocido. Debido
a viejos rencores, no gustaba de ir a visitar a la
señ ora de Espard, que le habı́a invitado varias veces
a su casa; si se encontraba con ella en casa de la
duquesa de Maufrigneuse o de la señ orita Des
Touches, en casa de la condesa de Montcornet o en
otra parte, manifestaba hacia ella una cortesı́a
exquisita. Este rencor, compartido por la señ ora de
Espard, obligaba a Lucien a ser prudente, pues ya se
verá como el joven lo habı́a avivado al permitirse
una venganza que, por lo demá s, le valió una fuerte
reprimenda de parte de Carlos Herrera.
—No eres aú n bastante poderoso para vengarte de
quien quieras —le habı́a dicho el españ ol—. Cuando
se está de camino, bajo un sol ardiente, uno no se
puede parar para coger la flor más bonita...
Habı́a demasiado porvenir y demasiada
superioridad auté ntica en Lucien para que los
jó venes, ofendidos o resentidos por la inexplicable
fortuna que habı́a tenido a su regreso a Parı́s, no
estuvieran deseosos de hacerle cualquier mala
pasada. Lucien, que no ignoraba que tenı́a muchos
enemigos, tampoco desconocı́a las malas
disposiciones que abrigaban muchos de sus amigos.
Por esto el sacerdote ponı́a en guardia, de un modo
tan admirable, a su hijo adoptivo contra lo
traicionero del mundo y contra las imprudencias
fatales tan propias de la juventud. Lucien tenı́a la
obligació n de explicar cada noche al clé rigo los
acontecimientos má s insigni icantes del dı́a, y cada
noche lo hacı́a. Gracias a los consejos de aquel
mentor, esquivaba la curiosidad del mundo, que es
la má s há bil. Protegido por una seriedad britá nica y
acuartelado tras los reductos que alza la
circunspecció n de los diplomá ticos, no dejaba que
nadie se tomara el derecho ni la oportunidad de
echar una mirada a sus asuntos. Su hermosa y joven
igura habı́a terminado siendo, en el mundo,
impasible como la de una princesa en una
ceremonia. Hacia mediados del añ o 1829, se trató
de su boda con la hija mayor de la duquesa de
Grandlieu, que entonces tenı́a nada menos que
cuatro hijas para situar. Nadie dudaba de que el rey,
con ocasió n de tal enlace, concederı́a a Lucien el
favor de darle el tı́tulo de marqué s. Esta boda iba a
decidir la suerte polı́tica de Lucien, quien
seguramente serı́a nombrado ministro en alguna
corte de Alemania. Sobre todo desde hacı́a tres
añ os, la vida de Lucien habı́a sido de una
honestidad inatacable; De Marsay habı́a dicho
acerca de él estas singulares palabras:
—Este muchacho ha de tener detrá s suyo a alguien
muy poderoso.
Lucien se habı́a convertido en casi un personaje. Su
pasió n por Esther le habı́a ayudado en gran medida
a desempeñ ar su papel de persona seria. Una
costumbre de esta especie protege a los ambiciosos
de muchas tonterı́as; al no estar atraı́dos por
ninguna mujer, no dejan que prevalezca lo fı́sico
sobre lo moral. Respecto a la felicidad de que
gozaba Lucien, era la realizació n misma de los
sueñ os de los poetas bohemios, en ayunas y sin un
cé ntimo. Esther, el ideal de la cortesana enamorada,
le recordaba a Coralie, la actriz con la que habı́a
vivido durante un añ o, pero al mismo tiempo la
superaba plenamente. Todas las mujeres
enamoradas y entregadas prometen la reclusió n, el
incó gnito, la vida de la perla en el fondo del mar;
pero en la mayorı́a de ellas se trata de uno de esos
encantadores caprichos que constituyen el tema de
una conversació n, una prueba de amor que sueñ an
en dar, pero que nunca dan; Esther, en cambio, que
acababa siempre de vivir su primera felicidad, que a
cada instante se sentı́a bajo la primera mirada
ardiente de Lucien, no tuvo a lo largo de cuatro
añ os ni un solo impulso de curiosidad. Empleaba
toda su mente en adaptarse a los té rminos del
programa trazado por la mano fatal del españ ol. Es
má s, incluso en la cima de las má s embriagadoras
delicias, nunca abusó del poder ilimitado que
adquieren las mujeres amadas cuando renace el
deseo en el amante, para hacer preguntas sobre
Herrera, el cual, por otra parte, seguı́a
producié ndole espanto: no se atrevı́a a pensar en é l.
Los bene icios de aquel inexplicable personaje, a
quien sin duda alguna Esther debı́a tanto su gracia
de pensionista como sus maneras de mujer
respetable y su regeneració n, parecı́an a la pobre
muchacha el preludio de la condenació n. "Algú n dı́a
pagaré todo esto", se decı́a con terror. Durante las
noches de buen tiempo, salı́a en un coche de
alquiler. Con una celeridad que seguramente le
habı́a impuesto el sacerdote, iba a pasear por
alguno de esos encantadores bosques que rodean
Parı́s, al de Bolonia, al de Vincennes, Romainville o
Ville-d’Avray, a menudo con Lucien y a veces sola
con Europa. Se paseaba sin ningú n miedo porque
iba acompañ ada, cuando iba sin Lucien, por un
fornido lacayo que vestı́a como el má s elegante de
los lacayos, que iba armado con un auté ntico puñ al
y cuya fisonomía y vigorosa musculatura eran las de
un temible atleta. Este guardiá n estaba provisto,
segú n la moda inglesa, de un bastó n muy largo con
el que se puede hacer frente a varios atacantes a la
vez. De acuerdo con una urden dada por el clé rigo.
Esther nunca habı́a dicho una palabra a este lacayo.
Cuando la señ ora querı́a regresar, Europa daba un
grito; el cazador daba un silbido al cochero, que
siempre permanecı́a a una distancia conveniente.
Cuando Lucien se paseaba con Esther, Europa y el
lacayo se quedaban a cien pasos de distancia, como
los pajes infernales de que hablan Las mil y 0 una
noches, y que un encantador da a sus protegidos.
Los parisiense, y sobre todo las parisienses, ignoran
los encantos de un paseo por el bosque en plena
noche cuando el tiempo es bueno. El silencio, los
efectos de la luna y la soledad producen el mismo
efecto sedante que los bañ os. Habitualmente Esther
salı́a a las diez, se paseaba de doce a una y
regresaba a las dos y media. Nunca se levantaba
antes de las once. Se bañ aba y procedı́a a esa
toilette minuciosa que desconocen la mayor parte
de mujeres de Parı́s, porque exige demasiado
tiempo, y que só lo practican las cortesanas, las
mujeres galantes y las grandes señ oras, las cuales
pueden disponer para sı́ del dı́a entero. Siempre
acababa de arreglarse cuando llegaba Lucien, y se
ofrecı́a cada vez a sus miradas como una lor recié n
abierta. Su ú nica preocupació n era la felicidad de su
poeta; era suya como una cosa suya, es decir, le
dejaba la má s completa libertad. Nunca dirigı́a
ninguna mirada má s allá de la esfera que ella
irradiaba; el cura se lo habı́a recomendado
especialmente, porque, segú n el plan de aquel
profundo polı́tico, Lucien debı́a desenvolverse a su
gusto. La felicidad no tiene historia, y los cuentistas
de todos los paı́ses lo han comprendido tan bien,
que terminan todas las aventuras de amor con esta
simple frase: Y vivieron felices. Por esto, só lo es
posible explicar las condiciones materiales de
aquella felicidad realmente fabulosa que se
desarrollaba en pleno Parı́s. Fue la felicidad en su
forma má s hermosa, un poema, una sinfonı́a de
cuatro añ os. Las mujeres dirá n: "¡Es mucho!" Pero
ni Esther ni Lucien dijeron: "¡Es demasiado!" Por
ú ltimo, la fó rmula Y vivieron felices fue en su caso
aú n má s explı́cita que en los cuentos de hadas, ya
que no tuvieron hijos. Ası́, Lucien pudo galantear
por el mundo, abandonarse a sus caprichos de
poeta y, hay que decirlo tambié n, a las necesidades
de su posició n. Durante el perı́odo en que se abrı́a
lentamente camino, prestó algunos servicios
secretos a ciertos polı́ticos cooperando en sus
actividades. En esto actuó con una gran discreció n.
Cultivó mucho el ambiente de la señ ora de Sé rizy,
con la cual, segú n se comentaba en los salones,
estaba en los mejores té rminos. La señ ora de Sé rizy
habı́a quitado Lucien a la duquesa de Maufrigneuse,
de quien se decı́a que habı́a perdido su a ició n por
é l... expresió n mediante la cual las mujeres se
vengan de una felicidad envidiada. Lucien estaba,
por ası́ decirlo, bajo el amparo del arzobispado y en
la intimidad de algunas mujeres amigas del
arzobispo de Parı́s. Era modesto y discreto, y
esperaba pacientemente. Puede decirse, pues, que la
exclamació n de De Marsay, que se habı́a casado
entonces y obligaba a su mujer a llevar la vida que
llevaba Esther, contenı́a má s que una mera
observació n. Pero los peligros subterrá neos de la
postura de Lucien se pondrá n de mani iesto
suficientemente en el curso de esta historia.
En estas circunstancias, una hermosa noche de
agosto, el baró n de Nucingen regresaba a Parı́s de
la inca de un banquero extranjero establecido en
Francia, en cuya casa habı́a cenado. La inca está a
ocho leguas de Parı́s, en plena regió n de Brie1.
Como que el cochero del baró n se habı́a jactado de
poder llevar allı́ a su amo y de llevarle tambié n de
regreso con sus caballos, se tomó la libertad de ir
lentamente cuando cayó la noche. Al entrar en el
Bosque de Bolonia la situación de los animales, de la
servidumbre y del amo era la siguiente. El cochero,
que habı́a sido abrevado con liberalidad en é l
cuarto de servicio del ilustre autó crata del Cambio,
estaba completamente borracho y dormı́a,
sosteniendo sin embargo las riendas, como si
quisiera engañ ar a los transeú ntes. El criado, que
iba detrá s sentado, roncaba como un trompo de
Alemania, que es el paı́s de las pequeñ as iguras de
madera tallada, de los grandes Reinganum y de los
trompos. El baró n querı́a pensar; pero a partir del
puente de Gournay le habı́a cerrado los ojos la
suave somnolencia de la digestió n. Por la soltura de
las riendas, los caballos comprendieron cuá l era el
estado del cochero; oyeron el sonido continuo de
bajo que emitı́a el criado, que iba detrá s, de vigı́a, y
se vieron convertidos en dueñ os. Aprovecharon
aquel rato de libertad para andar a su antojo. Como
si fueran esclavos inteligentes, dieron oportunidad a
los ladrones de asaltar a uno de los capitalistas má s
ricos de Francia, al má s há bil de los que se ha dado
en llamar, con gran energı́a, los Lobos Cervales.
Finalmente, convertidos ya en dueñ os y atraı́dos
por esta curiosidad que todo el mundo ha podido
observar en los caballos domé sticos, se detuvieron
en un claro cualquiera del bosque, delante de otros
caballos, a los que dijeron seguramente, en el
lenguaje de los caballos: "¿A quié n pertenecé is?
¿Qué hacé is? ¿Sois dichosos?" Cuando la calesa dejó
de moverse, el baró n, adormecido, despertó . De
momento creyó que no habı́a abandonado aú n el
parque de su colega; pero en seguida fue
sorprendido por una visió n celestial que le halló
desprovisto de su arma habitual, el cá lculo. Hacı́a un
claro de luna tan esplé ndido, que se podı́a leer
cualquier cosa, incluso un perió dico de la tarde. En
el silencio del bosque y en aquella nı́tida claridad, el
baró n vio a una mujer sola que contemplaba el
singular espectá culo que ofrecı́a la calesa
adormecida, mientras subı́a a un coche de alquiler.
Al ver a aquel á ngel, el baró n de Nucingen se sintió
como iluminado por una luz interior. Al sentirse
admirada, la joven bajó su velo con un ademá n de
espanto. El lacayo pro irió un grito ronco cuyo
signi icado comprendió muy bien el cochero, ya que
el coche partió como una lecha. El viejo banquero
sintió una terrible emoció n: la sangre, que le subı́a
de los pies, llenaba de fuego su cabeza, y su cabeza
devolvı́a llamas a su corazó n; se le oprimió la
garganta. El pobre temió una indigestió n, pero, pese
a tal aprensión, se puso bruscamente en pie.
—¡A doto calobe! ¡Maltido gochero, no de tuermas!
—chilló—. ¡Cien vrangos si algansas esde goche!
Al oı́r aquellas palabras, cien francos, el cochero se
despertó , y el criado de atrá s las oyó seguramente
en medio de sus sueños. El barón repitió la orden, el
cochero puso los caballos a todo galope, y consiguió
alcanzar, a la altura de la barrera del Tró ne, un
coche parecido al que Nucingen habı́a visto con la
divina desconocida, pero en cuyo interior se
repantigaba el encargado de alguna tienda
importante, junto a una mujer decente de la calle
Vivienne1. Esta equivocació n dejó consternado al
barón.
—5"» hupiera draito a Chorche —pronuncı́ese
George— en lugar te di, betaso te prudo, é l hupiera
sapito algansar esta muquer —dijo al criado
mientras los consumeros registraban el coche.
—¡Eh, señ or baró n! El diablo estaba detrá s, lo
jurarı́a, en forma de lacayo, y me ha cambiado este
coche por el suyo.
—El tiaplo no exisde —dijo el barón.
El baró n de Nucingen aparentaba entonces sesenta
añ os, las mujeres le eran ya totalmente indiferentes,
y, con mayor motivo, la suya propia. Se
vanagloriaba de no haber conocido jamá s el amor
que hace cometer locuras. Consideraba una suerte
haber acabado ya con las mujeres, de las que decı́a,
sin ¡miramiento alguno, que la má s angelical de
todas no valı́a lo que costaba, aun cuando se
entregara gratis. Se ingı́a tan ¡totalmente hastiado,
que habı́a dejado de comprar, por un par de billetes
de mil francos al mes, el placer de dejarse engañ ar.
Desde su palco de la Opera, su mirada frı́a se
sumergı́a tranquilamente en el cuerpo de baile. De
aquel temible enjambre de muchachas viejas y de
ancianas jó venes, la lor y nata de los placeres
parisienses, no partı́a ninguna mirada en direcció n
al palco donde estaba el capitalista. Amor natural,
amor postizo y amor propio, amor de decoro y de
vanidad; amor-gusto, amor decente y conyugal,
amor excé ntrico, el baró n lo habı́a comprado todo,
lo había conocido todo, salvo el auténtico amor. Este
amor acababa de abatirse sobre é l como un á guila
sobre su presa, como é l mismo se abatı́a sobre
Gentz, el con idente de S. A. el prı́ncipe de
Metternich. Son de sobra conocidas las tonterı́as
que aquel viejo diplomá tico hizo por Fanny Elssler,
cuyos ensayos le tenı́an má s ocupado que los altos
intereses europeos. La mujer que acababa de
trastornar a aquella caja reforzada de hierro, cuyo
nombre era Nucingen, se le habı́a aparecido ,; como
una de esas mujeres ú nicas en una generació n. No
es seguro que la amante del Ticiano, que la Monna
Lisa de Leonardo da Vinci o la Fornarina de Rafael
fuesen tan hermosas como la sublime Esther, en
cuya persona ni siquiera el ojo má s adiestrado del
parisiense má s observador hubiera podido
reconocer el menor vestigio que recordara a la
cortesana. Por esto impresionó al baró n
principalmente el aire de mujer noble e importante
que tenı́a Esther en el má s alto grado, ella que vivı́a
envuelta en el lujo, la elegancia y el amor. El amor
dichoso es el santo ó leo de las mujeres: todas se
hacen entonces altivas como emperatrices. Durante
ocho noches seguidas, el baró n fue al bosque de
Vincennes, luego al de Bolonia, luego a los de Ville-
d'Avray, despué s al bosque de Meudon, y
inalmente por todos los alrededores de Parı́s, sin
poder encontrar a Esther. Aquella sublime igura
judı́a, de la que decı́a que era una vicitra te la Piplia,
estaba siempre presente ante sus ojos. A los quince
dı́as, perdió el apetito. Delphine de Nucingen y su
hija Augusta, a quien la baronesa empezaba a
mostrar en pú blico, al principio no se dieron cuenta
del cambio operado en el baró n. La madre y la hija
só lo veı́an al señ or de Nucingen por la mañ ana,
durante el desayuno, y por la noche durante la cena,
cuando todos cenaban en casa, lo cual ú nicamente
ocurrı́a los dı́as en que Delphine tenı́a invitados.
Pero al cabo de dos meses, poseı́do por una iebre
de impaciencia y por un estado parecido al que
provoca la nostalgia, el baró n, sorprendido por la
impotencia de los millones, adelgazó y pareció tan
gravemente afectado que Delphine empezó a
abrigar la secreta esperanza de enviudar. Se puso a
compadecer con bastante hipocresı́a a su marido
con preguntas; é l contestó como lo hacen los
ingleses enfermos de spleen: apenas contestó nada.
Delphine de Nucingen ofrecı́a una gran cena cada
domingo. Habı́a adoptado aquel dı́a para la
recepció n despué s de observar que, en el gran
mundo, nadie iba a los espectá culos, de modo que
resultaba un dı́a sin ocupació n. La invasió n de las
clases mercantiles o burguesas ha hecho que el
domingo sea tan estú pido en Parı́s como es
aburrido en Londres. La baronesa invitó [ pues al
ilustre Desplein a cenar, para poderle hacer una
consulta sin que lo supiera el enfermo, puesto que
Nucingen a irmaba que se encontraba
perfectamente. Keller, Rastignac, De Marsay, Du
Tillet, todos los amigos de la casa, habı́an hecho
comprender a la baronesa que un hombre como
Nucingen no debı́a morir de improviso; sus
inmensos negocios reclamaban ciertas
precauciones, era absolutamente necesario saber a
qué atenerse. Se rogó a estos señores que asistieran
a la cena, ası́ como al conde de Gondreville, el
suegro de Francpis Keller, el caballero de Espard,
Des Lupeaulx, el doctor Bianchon, el discı́pulo má s
querido de Desplein, Beaudenord y su esposa, el
conde y la condesa de Montcornet, Blondet, la
señ orita Des Touches y Conti; por ú ltimo, Lucien de
Rubempré , por quien Rastignac, desde hacı́a cinco
añ os, habı́a concebido la má s irme amistad; pero
por orden, como se dice en los bandos.
—No nos libraremos fá cilmente de é se —dijo
Blondet a Rastignac cuando vio entrar en el saló n a
Lucien, má s apuesto que nunca y vestido de un
modo encantador.
—Vale má s hacerse amigo de é l, es de temer —dijo
Rastignac.
—¿El? —dijo De Marsay—. No considero de temer
má s que a la gente cuya situació n está clara, y la
suya no es que— sea inatacable: hasta ahora ha
estado, simplemente, inatacada. ¡Vamos a ver! ¿De
qué vive? ¿De dó nde procede su fortuna? Estoy
seguro de que tendrá por los sesenta mil francos de
deudas.
—Ha encontrado en un sacerdote españ ol un
protector muy rico que le ayuda mucho —
respondió Rastignac.
—Se casa con la señ orita de Grandlieu, la mayor —
dijo la señorita Des Touches.
—Sı́ —añ adió el caballero de Espard—, pero le
piden que adquiera una inca con una renta de
treinta mil francos para asegurar la fortuna que ha
de reconocer a su futura esposa, para lo cual
necesita un milló n, y esto no se encuentra a los pies
de ningún español.
—Es caro, porque Clotilde es muy fea —dijo la
baronesa. La señ ora de Nucingen se daba tono
llamando por su nombre de pila a la señ orita de
Grandlieu, como si ella, que se apellidaba Goriot,
frecuentara aquella sociedad.
—No —replicó Du Tillet—, la hija de una duquesa
nunca es fea para nosotros, sobre todo si aporta el
titulo de marqué s y un cargo diplomá tico; pero el
mayor obstá culo para este enlace es el amor
desenfrenado de la señ ora dé Sé rizy por Lucien, a
quien debe dar mucho dinero.
—No me extrañ a ver a Lucien tan serio; la señ ora
de Sé rizy no le dará precisamente un milló n para
que se case con la señ orita de Grandlieu.
Seguramente no debe saber có mo salir del apuro —
prosiguió De Marsay.
—Sı́, pero la señ orita de Grandlieu le adora —dijo
la condesa de Montcornet—, y con la ayuda de esta
jovencita quizá logre mejores condiciones.
—¿Qué hará con su hermana y con su cuñ ado de
Angulema? —preguntó el caballero de Espard.
—Su hermana es rica —contestó Rastignac—, y é l
siempre la llama señora Séchard de Marsac.
—Tendrá muchas di icultades, pero la verdad es
que es un guapo mozo —dijo Bianchon, mientras se
levantaba para saludar a Lucien.
—Hola, mi querido amigo —dijo Rastignac, dando a
Lucien un cálido apretón de manos.
De Marsay saludó frı́amente, despué s de haberle
saludado Lucien primero. Antes de la cena, Desplein
y Bianchon, que examinaban al baró n de Nucingen
mientras bromeaban con é l, se dieron cuenta de
que su enfermedad tenı́a causas enteramente
morales; pero nadie pudo sospecharlas, de tan
imposible como parecı́a que pudiera estar
enamorado aquel profundo polı́tico de la Bolsa.
Cuando Bianchon, a quien sólo en el amor le parecía
posible hallar una explicació n del estado patoló gico
del banquero, lo comunicó brevemente a Delphine
de Nucingen, é sta sonrió , expresando en su sonrisa
la seguridad de la esposa que desde hace tiempo
sabe muy bien a qué atenerse respecto a su marido.
No obstante, despué s de la cena, los ı́ntimos de la
casa rodearon al banquero y quisieron dilucidar
aquel caso extraordinario en cuanto oyeron a
Bianchon decir que Nucingen debı́a de estar
enamorado.
—¿Sabe usted, baró n —le dijo De Marsay—, que ha
adelgazado considerablemente? Se sospecha que ha
violado usted las leyes de la naturaleza financiera.
—¡Nunga! —dijo el barón.
—Sı́, hombre —repuso De Marsay—. Hay quien se
atreve a insinuar que está usted enamorado.
—Es fertat —contestó lastimosamente Nucingen—.
Esdoy susbiranto bor aleo tesgonotsito.
—¿Usted enamorado, usted?... ¡Es un presuntuoso!
—dijo el caballero de Espard.
—Esdar enamorato a mi etat, ya sé gue es lo má s
ritı́-gulo gue buete oı́rtse; bero, jgué guieren
usdetesf Es tsierdo!
—¿Es de alguna dama del gran mundo? —preguntó
Lucien.
—El baró n —dijo De Marsay— tan só lo puede
adelgazar ası́ si se trata de algú n amor sin
esperanza, puesto que tiene dinero su iciente para
comprar a todas las mujeres que quieran o puedan
venderse.
—No la gonozgo en apsoludo —respondió el baró n
—. Y se lo bueto tecir, ahora gue la señ ora te
Nutsinken esdá en el saló n. Hasda ahora nunga he
sapito gué es el amor. ¿El amor? Greo gue ess
atelcatsar.
—¿Dó nde encontró usted a esta joven inocente? —
preguntó Rastignac.
—En goche, a metianoche, en el posgue te
Finsennes.
—¿Su descripción? —dijo De Marsay.
—Un tsomprero te casa planga, un pesdito rossa,
un chal plango, un pelo dampié n plango... ¡una
vicura realmende pı́-pliga! Unos ocos te vueco, una
dez oriendal.
—¡Usted soñaba! —dijo Lucien, sonriendo.
—Es fertat, tormı́a gomo un drongo... gomo un
drongo —dijo, como si volviera en sı́ —, bor gue era
polpiento te señar en la vinga te mi amico...
—¿Estaba sola? —dijo Du Tillet, interrumpiendo al
lince.
—Sı́ —dijo el baró n con un tono doliente—, salpo
gon un griato tedrás tel goche y una sirpienda...
—Lucien parece conocerla —exclamó Rastignac al
observar que el amante de Esther sonreía.
—¿Quié n no conoce a las mujeres capaces de ir, a
medianoche, a una cita con Nucingen? —dijo Lucien,
haciendo una pirueta verbal.
—No era ninguna mujer de las que frecuentan el
gran mundo —dijo el caballero de Espard—,
porque el barón hubiera reconocido al criado.
—No la he pisdo en nincú n lato —repuso el baró n
—, y hase guarenda tı́as gue la manto pusgar bor la
bolitsia, gue no gonsigne hallarla.
—Vale má s que le cueste algunos centenares de
miles de francos que la vida, y a su edad una pasió n
sin alimento es peligrosa —dijo Desplein—, puede
costar la vida.
—Sı́ —respodió Nucingen a Desplein—, lo gue yo
gomo no me abropecha, el aire me barese mordal.
¡Poy al posgue te Finzmnes, a per el lucar tonte la
i!... ¡Sı́, é sda es mi ita! No he botito ogubarme tel
ú ldimo embré sdido: me he remv-dito a mis golé eos
gue dienen bietat te mı́... Tarı́a un milló n bara
gonotser a esda muquer; saltrı́a cananto, borgue
ahora ya no poy a la Polsa... Brecunten a Di Düet.
—Sı́ —respondió Du Tillet—, no tiene ninguna
a ició n por los negocios, está transformá ndose, esto
es señal de muerte.
—Señ al te amor —corrigió Nucingen—; bara mı́ es
lo mismo.
La ingenuidad del anciano, que habı́a dejado de ser
Lobo Cerval, y que por primera vez en su vida
percibı́a algo má s santo y má s sagrado que el oro,
conmovió a aquella hueste de gente que estaba de
vuelta de todo; unos intercambiaron sonrisas, otros
contemplaron a Nucingen expresando con ¿su
isonomı́a esta misma idea: "¡Que un hombre tan
fuerte llegue a este extremo!"... Luego todos
regresaron al saló n hablando del acontecimiento.
Era, efectivamente, un acontecimiento capaz de
producir la mayor sensació n. La señ ora de
Nucingen se puso a reı́r cuando Lucien le hizo saber
el secreto del banquero; pero al oı́r las burlas de su
mujer, el baró n la cogió por el brazo y se la llevó
hasta el marco de una ventana.
—Señ ora —le dijo en voz baja—, ¿agaso he denito
camas una sola balapra te purla hacia sus basiones,
bara gue ahora se purle ası́ te las mı́as? Una puena
esbosa ayutarı́a a su marito a salir te aburos, en
lucar te parlarse te él, gomo hase usdet...
Por la descripció n del viejo banquero, Lucien habı́a
reconocido a su Esther. Se habı́a molestado porqué
su sonrisa no habı́a pasado inadvertida; aprovechó
el momento de conversació n general que se
produce mientras se sirve el café para desaparecer.
—¿Qué se ha hecho del señ or de Rubempré ? —dijo
la baronesa de Nucingen.
—Es iel a su lema: Quid me continebit? —
respondió Rastignac.
—Que signi ica: ¿Qué puede retenerme? O tambié n:
Soy indomable, como pre ieran —añ adió De
Marsay.
—Cuando el señ or baró n hablaba de su
desconocida, Lucien ha dejado escapar una sonrisa
que me inclina a creer que no le es desconocida —
dijo Horace Bianchon, sin saber el peligro de una
observación tan anodina.
"¡Pien!", se dijo a sí mismo el Lobo Cerval.
Como todos los enfermos desesperados, aceptaba
cualquier cosa que pareciera abrirle una esperanza,
y se prometió hacer vigilar a Lucien por gente que
no fuera la de Louchard, el má s há bil de todos los
Guardias del Comercio de Parı́s, a quien se habı́a
dirigido desde hacía quince días.

Antes de ir a casa de Esther, Lucien tenı́a que ir a la


mansió n de los Grandlieu, a pasar un par de horas;
aquellos ratos hacı́an de la señ orita Clotilde-
Fré dé rique de Grandlieu la muchacha má s feliz del
faubourg Saint-Germain. La prudencia que
caracterizaba la conducta del ambicioso joven le
aconsejó que informara en seguida a Carlos
Herrera del efecto producido por la sonrisa que se
habı́a dibujado en su rostro al oı́r la descripció n de
Esther hecha por el baró n de Nucingen. El amor del
barón por Esther y su iniciativa de lanzar a la policía
en busca de su desconocida eran, por otra parte,
acontecimientos de su iciente importancia para que
se los comunicara cuanto antes a quien habı́a
buscado bajo la sotana el asilo que antañ o los
criminales hallaban en el interior de las iglesias.
Entre la calle de Saint-Lazare, donde vivı́a en aquel
tiempo el banquero, y la calle de Saint-Dominique,
donde está la casa de los Grandlieu, se situaba
aproximadamente su domicilio del muelle
Malaquais. Lucien encontró a su terrible amigo
entretenido con su breviario, es decir, curando una
pipa antes de acostarse. Aquel personaje, extrañ o
má s que extranjero, habı́a acabado renunciando a
los cigarros españ oles, por parecerle demasiado
suaves.
—Esto se pone serio —contestó el españ ol cuando
Lucien se lo hubo contado todo —. El baró n, que se
sirve ya de Louchard para buscar a la pequeñ a,
tendrá sin duda la ocurrencia de mandar a un
sabueso que siga tus pasos; todo se descubrirı́a.
Entre esta noche y mañ ana por la mañ ana quizá no
tendré tiempo para preparar las barajas para la
partida que voy a jugar contra ese baró n. Ante todo
voy a demostrarle la impotencia de la policı́a.
Cuando nuestro Lobo Cerval haya perdido toda
esperanza de encontrar a su oveja, me encargaré de
vendérsela, al precio que vale para él...
—¿Vender a Esther?... —exclamó Lucien, cuyo
primer impulso era siempre excelente.
—¿Acaso olvidas nuestra situació n? —exclamó
Carlos Herrera.
Lucien bajó la cabeza.
—¡Sin dinero —siguió el españ ol— y con una
deuda de sesenta mil francos! Si quieres casarte con
Clotilde de Grand-lieu, tienes que comprar una inca
de un milló n para asegurar la viudedad de aquel
adefesio. ¡Perfectamente! Esther es una presa tras
la cual voy a hacer correr a ese Lovo Cerval para
aligerarlo de un milló n. Esto me atañ e a mı́... —
Esther no querrá jamá s... —Esto me atañ e a mı́. —Se
va a morir...
—Esto atañ e a las pompas fú nebres. Y en de initiva,
¿qué ?... —gritó aquel salvaje, cortando en seco las
elegı́as de Lucien con el ademá n que adoptó —.
¿Cuá ntos generales ¡no murieron en la lor de la
edad por el emperador Napoleó n? —preguntó a
Lucien tras un momento de silencio—. ¡Mujeres hay
muchas! En 1821, para ti Coralie no tenı́a igual, y sin
embargo má s tarde encontraste a Esther. Despué s
de esta muchacha, vendrá ... ¿sabes quié n?... ¡La
mujer desconocida! De todas las mujeres, la rilas
hermosa, y la buscará s en la capital donde el yerno
del duque de Grandlieu sea ministro y
representante del rey de Francia... Y ademá s, dime,
caballerete, ¿va a morir Esther por eso? ¿Acaso el
marido de la señ orita de Grandlieu va a poder
conservar a Esther? Dé jame hacer a mı́, no tienes
por qué preocuparte de todo: me atañ e a mı́. De
momento prescindirá s de Esther por una o dos
semanas, y no te acercará s en absoluto a la calle
Taitbout. Venga, vete a arrullar a tu tabla de
salvació n y juega bien tu papel; pá sale a Clotilde la
carta incendiaria que has escrito esta mañ ana y
trá eme de su parte alguna respuesta cá lida. Esta
muchacha se desahoga de sus privaciones mediante
la escritura: ¡eso me va! A Esther la encontrará s
algo triste, pero dile que obedezca. Se trata de
nuestra librea de virtud, nuestra casaca de
honestidad, la mampara detrá s de la cual los
grandes ocultan todas sus infamias... Se trata de mi
hermoso yo, de ti, que debes quedar siempre por
encima de toda sospecha. El azar nos ha hecho
mejor servicio que mi imaginació n, que, desde hacı́a
un par de meses, trabajaba en el vacío.
Mientras lanzaba estas terribles a irmaciones, una
tras otra, como pistoletazos, Carlos Herrera se iba
vistiendo y se disponía a salir.
—Tu alegrı́a es patente —exclamó Lucien—, nunca
has querido a la pobre Esther, y ahora ves llegar
con fruición el instante en que te librarás de ella.
—Nunca te has cansado de amarla, ¿no es cierto?...
Pues bien, yo nunca me he cansado de execrarla.
Pero, ¿no he obrado siempre como si sintiera un
sincero afecto por esta muchacha? ¿No he tenido su
vida entre mis manos, a travé s de Asia? Unas
cuantas setas malas en un guisado, y todo estaba
terminado... Sin embargo, la señ orita Esther existe
todavı́a... ¡y es feliz!... ¿Sabes por qué ? ¡Porque la
quieres! No seas niñ o. Hace cuatro añ os que
esperamos una casualidad, a nuestro favor o en
contra nuestra. Ahora, pues, hemos de desplegar
algo má s que talento para mondar el fruto que nos
echa el azar. Esta suerte de ruleta tiene, como todo,
su parte buena y su parte mala. ¿Sabes en qué
estaba pensando cuando has entrado?
—No...
—Pensaba en convertirme, como hice ya en
Barcelona, en el heredero de alguna vieja beata, con
la ayuda de Asia...
—¿Un crimen?...
—No tenı́a otro recurso para asegurar tu felicidad.
Los acreedores se agitan. ¿Qué habrı́a sido de ti,
perseguido por alguaciles, y expulsado de la
mansió n de los Grandlieu? Habrı́a llegado para ti el
plazo de vencimiento del diablo.
Carlos Herrera describió con un ademá n el suicidio
de un hombre que se tira al agua, y a continuació n
ijó en Lucien su mirada, una de esas miradas ijas y
penetrantes que hacen entrar la voluntad de los
hombres fuertes en el alma de los dé biles. Aquella
mirada fascinadora, que relajó todo residuo de
resistencia, anunciaba el establecimiento entre
Lucien y su consejero no só lo de ciertos secretos de
vida y muerte, sino tambié n ciertos sentimientos
que se elevaban tan por encima de los sentimientos
ordinarios como se elevaba aquel hombre por
encima de la bajeza de su posición.
Aquel personaje a la vez vil y poderoso, oscuro y
cé lebre, obligado a vivir fuera del mundo, donde la
ley le impedı́a volver a entrar nunca má s, agotado
por el vicio y por furiosos refrenamientos, aunque
provisto de una fuerza de espı́ritu que le roı́a por
dentro; aquel personaje, consumido principalmente
por un ansia febril de vivir, revivı́a en el cuerpo
elegante de Lucien, cuya alma habı́a llegado a ser la
suya. Se hacı́a representar en la vida social por
aquel poeta, a quien comunicaba su irmeza y su
voluntad fé rrea. Para é l Lucien era má s que un hijo,
má s que una mujer amada, má s que una familia y
más que su propia vida: era su venganza; y como las
almas fuertes sienten má s apego a un sentimiento
que a la vida, lo habı́a unido a sı́ con lazos
indisolubles.
Tras haber comprado la vida de Lucien en el
instante en que el poeta desesperado estaba a
punto de suicidarse le propuso uno de esos pactos
infernales que só lo se ven en las novelas, pero que
son del todo posibles, como lo han demostrado en
la audiencia tantos y tantos famosos dramas
judiciales. Proporcionando a Lucien todos los
placeres de la vida parisiense y demostrá ndole que
aú n podı́a forjarse un porvenir brillante, le habı́a
convertido en objeto suyo. Por otra parte, cuanto
tuviera que ver con su segundo yo no le costaba
ningú n sacri icio a aquel extrañ o ser. Pese a su
fuerza, era tan dé bil frente a los caprichos de su
protegido, que habı́a acabado con iá ndole sus
secretos. Quizá la complicidad puramente moral era
un lazo má s entre ambos. Desde el dı́a en que fue
ocultada la Torpille, Lucien sabı́a sobre qué base
horrible descansaba su felicidad.
La sotana de sacerdote españ ol ocultaba a Jacques
Collin, una de las celebridades del mundo del
presidio, que diez añ os antes vivı́a, con el respetable
y burgué s nombre de Vautrin, en la Casa Vauquer,
donde habı́an vivido como pensionistas Rastignac y
Bianchon. Jacques Collin, apodado el
Engañamuertes, se escapó del presidio de Rochefort
al poco de ingresar en é l, y siguió el ejemplo dado
por el famoso conde de Sainte-Hé lè ne, aunque
modi icando todo lo que podı́a tener de vicioso la
audaz acció n de Coignard1. Hacerse pasar por
persona honrada y seguir viviendo como un
presidiario es una conjunció n demasiado
contradictoria para que no se produzca un
desenlace fatal, sobre todo en Parı́s; situá ndose en
el seno de una familia, el peligro se multiplica.
Ademá s, para estar realmente a salvo de toda
investigació n, ¿no hay que situarse a una altura
mayor que la que ocupan los asuntos ordinarios de
la vida? Un hombre de mundo está sometido a
ciertos riesgos que casi nunca pesan sobre quienes
no tienen contacto con el mundo. Por esto la sotana
es el disfraz má s seguro, si puede ir acompañ ado de
una vida ejemplar, solitaria y sin acción.
"Ası́ pues, seré cura", se dijo a sı́ mismo aquel
muerto civil, que querı́a revivir bajo una forma
social y satisfacer unas pasiones tan extrañ as como
su propia persona. La guerra civil que la
constitució n de 1812 provocó en Españ a, donde se
hallaba aquel ené rgico ser, le ofreció la oportunidad
de matar secretamente en una emboscada al
auté ntico Carlos Herrera. Este sacerdote, bastardo
de un gran señ or, que no sabı́a qué mujer le habı́a
dado a luz y que habı́a sido abandonado por su
padre, debı́a ir a Francia a realizar una misió n
polı́tica encomendada por el rey Fernando VII, bajo
la recomendació n de algú n obispo. Este obispo,
ú nica persona interesada por Carlos Herrera, murió
durante el viaje que llevaba a é ste hijo pró digo de la
Iglesia de Cá diz a Francia, pasando por Madrid,
Jacques Collin, satisfecho de haber encontrado al
personaje buscado, en las condiciones oportunas, se
hizo algunas heridas en la espalda para borrar la
marca fatal que llevaba, y cambió su rostro
mediante reactivos quı́micos. Transformá ndose ası́
ante el propio cadá ver del sacerdote antes de
destruirlo, pudo incluso darse una cierta semejanza
con su sosias. Para completar la metamorfosis, que
era casi tan maravillosa como la de aquel cuento
á rabe en que el derviche ha conseguido el poder de
entrar, é l que ya es viejo, en el cuerpo de un joven
mediante unas palabras má gicas, el presidiario, que
ya sabı́a hablar españ ol, aprendió todo el latı́n que
puede saber un sacerdote andaluz. Collin, que habı́a
sido banquero en los tres presidios en que habı́a
estado, se habı́a llevado la suma con iada a su
conocida probidad y forzada honradez, ya que
entre socios de esta ralea los errores se pagan a
navajazos. Añ adió a este dinero la suma entregada
por el obispo a Carlos Herrera. Antes de salir de
Españ a, se apoderó del tesoro de una beata de
Barcelona, a quien dio la absolució n prometié ndole
que restituirı́a la parte de su fortuna que provenı́a
de un asesinato cometido por ella. Jacques Collin,
provisto de importantes recomendaciones para
desempeñ ar una misió n secreta en Parı́s,
transformado en cura y resuelto a no echar a
perder este nuevo cará cter que habı́a revestido, se
estaba abandonando a la suerte de su nueva
existencia, cuando he aquı́ que encuentra a Lucien
en el camino de Angulema a Parı́s. Le pareció al
falso sacerdote que el muchacho podrı́a ser un
maravilloso instrumento de poder; le salvó del
suicidio dicié ndole: " Entregú ese a un hombre de
Dios como se entrega uno al diablo, y tendrá usted
oportunidad de forjarse un nuevo destino. Vivirá
como en un sueñ o, y su peor pesadilla será esa
muerte a cuyo encuentro iba usted tan
decididamente..." La alianza de aquellos dos seres,
que habı́an de fundirse en uno solo, se estableció
sobre este só lido razonamiento, que Carlos Herrera
se encargó , ademá s, de consolidar mediante una
complicidad há bilmente administrada. Era un genio
de la corrupció n, y destruyó la honradez de Lucien
sumergié ndole en crueles necesidades de las cuales
le libraba a cambio de su consentimiento tá cito a
toda una serie de infamias que cometı́a el sacerdote
y que permitı́an que Lucien apareciera siempre
puro, leal y noble ante los ojos del mundo. Lucien
representaba el brillo social a cuya sombra querı́a
vivir el falsario. "Yo soy el autor, y tú será s el
drama; si tú fracasas, me silbará n a mı́", le dijo el dı́a
en que le reveló el sacrilegio de su disfraz. Carlos le
fue confesando paulatinamente sus secretos, de
manera que. la infamia de sus con idencias
guardara proporció n con los progresos y con las
necesidades de Lucien. Siguiendo esta pauta,
Engañ amuertes no reveló su ú ltimo secreto hasta
que el há bito de los placeres parisienses, los é xitos
y la vanidad satisfecha no hubieron puesto del todo
bajo sus garras, en cuerpo y alma, al há bil poeta.
Mientras l|ue Rastignac, tentado hacı́a tiempo por
aquel demonio, se habı́a resistido, Lucien sucumbió
porque se vio envuelto en má s há biles maniobras,
má s comprometido, y vencido, principalmente, por
la dicha de haber conquistado una eminente
situació n social. El Mal, cuya con iguració n poé tica
se llama Diablo, empleó con aquel hombre medio
mujer sus artimañ as má s seductoras, y M al
comienzo le exigió poco dá ndole mucho. El principal
argumento de Carlos fue el secreto eterno, el
secreto prometido por Tartufo a Elmire. Las
pruebas reiteradas de una absoluta abnegació n,
parecida a la de Zaida por Mahoma, llevaron a su
culminació n aquella inmunda operació n, la
conquista de Lucien por un Jacques Collin. En aquel
momento, no só lo Esther y Lucien se habı́an
gastado todos los fondos con iados a la honradez
del banquero de presidio, que se exponı́a por ellos
a terribles represalias, sino que ademá s el dandy, el
falsario y la cortesana tenı́an deudas. En el instante
en que Lucien estaba a punto de alcanzar el é xito, el
má s pequeñ o guijarro en medio del camino podı́a
hacer demoronarse el fabuloso edi icio de aquella
fortuna construida con tanta audacia. En el baile de
la Opera, Rastignac habı́a reconocido al Vautrin de
la Casa Vauquer, pero sabı́a que corrı́a peligro de
muerte en caso de indiscreció n; por eso en las
miradas que dirigı́a el amante de la señ ora de
Nucingen a Lucien el miedo se mezclaba con las
expresiones de amistad. En el instante de peligro,
Rastignac habrı́a proporcionado con la mayor
alegrı́a un coche para llevar a Engañ amnertes al
patı́bulo. Puede ahora adivinarse la sombria
satisfacció n que sintió Carlos al enterarse del
enamoramiento del baró n de Nucingen y al intuir
repentinamente el partido que podı́a sacar de la
pobre Esther un hombre de su temple.
—Venga —dijo a Lucien—, el diablo protege a su
capellán.
—Estás fumando sobre un polvorín.
—Incedo per ignes —respondió Carlos, sonriendo
—. Es mi oficio.

La casa de Grandlieu se dividió en dos ramas a


mediados del pasado siglo: por un lado la casa
ducal, condenada a extinguirse porque el actual
duque no ha tenido má s que hijas; por otro los
vizcondes de Grandlieu, que han de heredar el tı́tulo
y las armas de la rama principal. Las armas de la
rama ducal son de gules, con tres hachas de oro
formando un haz, con el famoso lema CAVEO NON
TIMEO, que resume toda la historia de esta casa.
El escudo de los vizcondes está cuartelado con el
de Navarreins, que es de gules, con el has almenado
de oro, y la divisa GRANDS FAITS, GRAND LIEU
(grandes hechos, gran lugar) inscrita sobre el casco
de caballero. La actual vizcondesa, viuda desde
1813, tiene un hijo y una hija. Pese a que regresó de
la emigració n casi en la ruina, pudo recuperar una
considerable fortuna gracias a la idelidad de un
procurador, de Derville.
A su vuelta en 1804, el duque y la duquesa de
Grandlieu fueron objeto de ciertas lisonjas por
parte del Emperador; Napoleó n, que los tuvo en su
corte, les devolvió todo lo que habı́a pertenecido a
la casa de Grandlieu, que representaba una renta de
cerca de cuarenta mil libras. De todos los grandes
señ ores del faubourg Saint-Germain que se dejaron
seducir por Napoleó n, el duque y la duquesa (una
Ajuda de la rama primogé nita, emparentada con los
Braganza) fueron los ú nicos que no renegaron del
Emperador ni de sus bene icios. Luis XVIII mostró
deferencia hacia una tal idelidad en los momentos
en que todo el faubourg Saint-Germain se lo echaba
en cara a los Grandlieu; pero con esto quizá Luis
XVIII quisiera tan só lo molestar a MONSIEUR. Se
juzgaba probable la boda del joven vizconde de
Grandlieu con Marie-Athé nais, la hija menor del
duque, que entonces tenı́a nueve añ os de edad.
Sabine, la penú ltima de sus hijas, casó con el baró n
Du Gué nic despué s de la Revolució n de Julio.
José phine, la tercera, se convirtió en la señ ora de
Ajuda-Pinto cuando el marqué s perdió a su primera
esposa, la señ orita de Roche ide (alias Rochegude).
La mayor se habı́a hecho monja en 1822. La
segunda, la señ orita Clotilde-Fré dé rique, estaba en
aquellos momentos, a la edad de veintisiete añ os,
profundamente enamorada de Lucien de
Rubempré.
No es preciso preguntarse si la mansió n del duque
de Grandlieu, una de las má s bellas de la calle de
Saint-Dominique, ejercı́a o no fascinació n sobre la
mente de Lucien; cada vez que se abrı́a su inmensa
puerta para dar paso a su cabriolé , experimentaba
aquella sensació n de vanidad satisfecha de la que
habló Mirabeau. "Aunque mi padre no haya sido
má s que un boticario del Houmeau, yo tengo acceso
a esta casa..." Esto era lo que pensaba. Sin duda,
habrı́a cometido muchos má s crı́menes que los
inducidos por su alianza con el falsario, só lo para
conservar el derecho a subir por las gradas de la
escalinata, y oı́r có mo le anunciaban en el gran
saló n al estilo de Luis XIV sobre el modelo de los de
Versalles, donde se reunı́a la é lite, la crema de Parı́s:
" ¡El señor de Rubempré!"
La noble portuguesa, que era una de las mujeres
menos a icionadas a salir de su casa, vivı́a rodeada
casi a todas horas por sus vecinos los Chaulieu, los
Navarreins, los Lenoncourt. A menudo iban a
visitarla, yendo o viniendo de la Opera, la atractiva
baronesa de Macumer (de la casa de Chaulieu), la
duquesa de Maufrigneuse, la señ ora de Espard, la
señ ora de Camps y la señ orita Des Touches,
emparentada con los Grandlieu de Bretañ a. El
vizconde de Grandlieu, el duque de Rhé toré , el
marqué s de Chaulieu, el que habı́a de ser algú n dı́a
duque de Lenoncourt-Chaulieu, su esposa
Madeleine de Mortsauf, nieta del duque de
Lenoncourt, el marqué s de Ajuda-Pinto, el prı́ncipe
de Blamont-Chauvry, el marqué s de Beausé ant, el
vidamo de Pamiers, los Vandenesse, el viejo
prı́ncipe de Cadignan y su hijo el duque de
Maufrigneuse eran los asiduos de aquel saló n
inmenso donde se respiraban los aires de la corte,
donde las maneras, el tono y el ingenio
armonizaban con la nobleza de los dueñ os, cuyo
gran porte aristocrá tico habı́a hecho inalmente
olvidar su servidumbre napoleónica.
La vieja duquesa de Uxelles, madre de la duquesa
de Maufrigneuse, era el orá culo del saló n, en el cual
la señ ora de Sé rizy nunca habı́a conseguido hacerse
admitir, pese a que pertenecı́a a la familia de
Ronquerolles.
Lucien habı́a sido introducido en aquel ambiente
por la señ ora de Maufrigneuse, que habı́a hecho
actuar con este propó sito a su madre, la cual
anduvo loca durante un par de añ os por é l, y el
seductor poeta se mantenı́a allı́ gracias a la
in luencia del Arzobispado de Parı́s. Sin embargo,
no fue admitido antes de haber logrado la
disposició n que le devolvió el nombre y las armas
de la casa de Rubempré . El duque de Rhé toré , el
caballero de Espard y otros, envidiosos de Lucien,
indisponı́an perió dicamente contra é l al duque de
Grandlieu, contá ndole ané cdotas de su vida
anterior; pero le sostuvieron la devota duquesa,
que estaba rodeada ya por las cumbres de la Iglesia,
y Clotilde de Grandlieu. Lucien atribuı́a estas
enemistades a su aventura con la prima de la
señ ora de Espard, la señ ora de Bargeton, que llegó
a ser condesa Châ telet. Luego sintió la necesidad de
hacerse adoptar por una familia tan poderosa como
aqué lla y, empujado por su consejero ı́ntimo a
seducir a Clotilde, Lucien desplegó la valentı́a de los
nuevos ricos: acudió allı́ cinco de los siete dı́as de la
semana, se tragó sin pestañ ear las culebras de la
envidia, sostuvo las miradas impertinentes y
respondió con agudezas a las burlas. Su asiduidad,
el encanto de sus maneras y su complacencia
acabaron neutralizando los escrú pulos y
reduciendo los obstáculos. Lucien seguía en óptimas
relaciones con la duquesa de Maufrigneuse, cuyas
ardientes cartas, escritas en los momentos de su
apasionamiento por el joven, guardaba
cuidadosamente Carlos Herrera; era el ı́dolo de la
señ ora de Sé rizy y gozaba de la simpatı́a de la
señorita Des Touches. Satisfecho por verse admitido
en estas tres casas, aprendió de su protector a
guardar la má s estricta discreció n en cuanto a sus
relaciones.
—Uno no puede dedicarse a varias casas a la vez —
le decı́a su consejero ı́ntimo—. Quien va a todas
partes no despierta interé s en ningú n sitio. Los
grandes no protegen má s que a los que rivalizan
con sus muebles, a quienes ven cada dı́a y saben
convertirse en algo necesario para ellos, como el
diván sobre el cual se sienta uno.
Acostumbrado a ver en el saló n de los Grandlieu su
campo de batalla, Lucien reservaba su ingenio, sus
ocurrencias, las noticias y sus gracias de cortesano
para los ratos que pasaba allı́ por las noches. Se
mostraba insinuante y cariñ oso, y advertido por
Clotilde de los escollos que debı́a evitar, halagaba
las pequeñ as pasiones del señ or de Grandlieu. Tras
un perı́odo en que habı́a envidiado la felicidad de la
duquesa de Maufrigneuse, Clotilde se enamoró
perdidamente de Lucien.
Comprendiendo las ventajas que podı́a tener una
aliaza como aqué lla, Lucien desempeñ ó su papel de
enamorado como lo hubiera hecho Armand, el
ú ltimo de los jó venes grandes inté rpretes de la
Comedia Francesa. Escribı́a a Clotilde unas cartas
que, sin ninguna duda, eran obras maestras de
primer orden en el aspecto literario, y ella le
contestaba poniendo todos sus esfuerzos en la
expresió n sobre el papel de su apasionado amor, ya
que ú nicamente podı́a amar de aquella manera.
Lucien iba a misa a Santo Tomá s de Aquino cada
domingo, se hacı́a pasar por un ferviente cató lico y
se entregaba a pré dicas moná rquicas o religiosas
que causaban un excelente.efecto. Escribı́a, por otra
parte, artı́culos excesivamente notables en los
perió dicos afectos a la Congregació n, sin querer
recibir por ellos ningú n pago y poniendo como
irma una simple L. Hizo folletos polı́ticos, a petició n
del rey Carlos X o del Arzobispado, sin exigir la
menor recompensa. "El rey —decı́a— ha hecho ya
tanto por mı́, que le debo mi sangre." En relació n
con ello, hacı́a unos dı́as queestaba en trá mite la
propuesta de introducir a Lucien en el gabinete del
primer ministro en calidad de secretario particular;
pero la señ ora de Espard movilizó a tanta gente en
contra de Lucien, que el dó cil instrumento de Carlos
X1 dudaba antes de tomar esta decisió n. No só lo no
estaba clara la posició n de Lucien e incierta la
fuente de sus ingresos; ocurrı́a ademá s que tanto la
curiosidad bené vola como la maliciosa iban
inquiriendo má s y má s y descubriendo mayor
nú mero de puntos dé biles en la coraza de aquel
ambicioso. Clotilde de Grandlieu servı́a de espı́a
inocente a su padre y a su madre. Unos dı́as antes,
habı́a cogido a Lucien para hablar con é l junto al
marco de una ventana y participarle las objeciones
de su familia. "Tenga usted una inca de un milló n, y
de este modo obtendrá mi mano; é sta ha sido la
respuesta de mi madre", le había dicho Clotilde.
—¡Má s adelante te preguntará n de dó nde procede
tu dinero! —le habı́a advertido Carlos a Lucien,
cuando éste le transmitió aquellas palabras.
—Mi cuñ ado debe de haber hecho fortuna —habı́a
hecho notar Lucien—; tendremos en é l a un editor
responsable.
—Ya só lo nos falta el milló n —habı́a exclamado
Carlos—; lo pensaré.
Para explicar adecuadamente la posició n de Lucien
en la mansió n, de los Grandlieu, hay que señ alar
que jamá s habı́a cenado allı́. Ni Clotilde, ni la
duquesa de Uxelles, ni la señ ora de Maufrigneuse,
que se mostró siempre muy bien dispuesta hacia
Lucien, pudieron arrancar al anciano duque aquel
favor, tal era la descon ianza que conservaba el
noble por el que é l llamaba señ or de Rubempré .
Este matiz, advertido por toda la sociedad de aquel
saló n, herı́a muy sensiblemente el amor propio de
Lucien, que se sentı́a ú nicamente tolerado. El
mundo tiene derecho a ser exigente: ¡se le engañ a
tan a menudo! Ser en Parı́s una igura destacada sin
poseer ni una fortuna ni una actividad reconocidas,
es una posició n que, por muchos arti icios que se
empleen, no puede sostenerse mucho tiempo.
Lucien, al elevar su rango, iba dando una
significación cada vez más apremiante a la pregunta:
"¿De qué vive?" se habı́a visto obligado a decir en
casa de la señ ora de Sé rizy, a quien debı́a el apoyo
del procurador general Grandville y el de un
ministro de Estado, el conde Octave de Bauvan,
presidente de un tribunal soberano: "Me estoy
endeudando considerablemente."
Cuando entraba en el patio de la mansió n donde se
hallaba la legitimació n de sus vanidades, se decı́a a
sı́ mismo amargamente, pensando en las re lexiones
de Engañ amuertes: "¡Siento que todo cruje bajo mis
pies!" ¡Amaba a Esther y querı́a por mujer a la
señ orita de Grandlieu! ¡Qué extrañ a situació n!
Había que vender a una para tener a la otra. Sólo un
hombre podı́a realizar aquella transacció n sin que
se viera afectado el honor de Lucien, y este hombre
era el falso españ ol: ¿no era cierto que se debı́an
recı́procamente discreció n, tanto el uno como el
otro? No es frecuente hallarse ligado a pactos de
esta especie, en los que uno es a la vez el
dominador y el dominado.
Lucien ahuyentó las nubes que oscurecı́an su
frente, y entró alegre y radiante en los salones de la
mansió n de los Grandlieu. En aquel momento las
ventanas estabas abiertas, la fragancia del jardı́n
llenaba el saló n y la jardinera colocada en su centro
ofrecı́a el espectá culo de una hermosa pirá mide de
flores. La duquesa, sentada en un rincón, en un sofá,
conversaba con la duquesa de Chaulieu. Varias
mujeres componı́an un conjunto notable por la
diversidad de expresiones con la que manifestaban
ingidos sufrimientos. En el mundo nadie se interesa
por una desgracia o un sufrimiento, todo queda en
palabras. Los hombres se paseaban por el saló n o
por el jardı́n. Clotilde y José phine estaban atareadas
alrededor de la mesa del té . El vidamo de Pamiers,
el duque de Grandlieu, el marqué s de Ajuda-Pinto y
el duque de Maufrigneuse jugaban el whist en un
rincó n. Cuando fue anunciado Lucien, é ste cruzó el
saló n, fue a saludar a la duquesa, y se interesó por
la aflicción que se leía en su rostro.
—La señ ora de Chaulieu acaba de recibir una
horrible noticia: su yerno el baró n de Macumer, el
exduque de Soria, acaba de morir. El joven duque
de Soria y su esposa, que habı́an ido a Chantepleurs
a cuidar a su hermano, han contado por carta esta
triste noticia. Louı́se se encuentra en un estado
lastimoso.
—Una mujer no suele encontrar a dos personas en
la vida que la quieran como la querı́a su marido —
dijo Madeleine de Mortsauf.
—Será una viuda rica —repuso la duquesa de
Uxelles, mirando a Lucien, cuyo rostro permaneció
impasible.
—Pobre Louise —dijo la señ ora de Espard—, la
compadezco.
La marquesa de Espard adoptó el aire re lexivo de
las mujeres rebosantes de alma y de corazó n.
Aunque Sabine de Grandlieu tuviera só lo diez añ os,
alzó hacia su madre una mirada inteligente, casi
burlona, que su madre fustigó con la expresió n
fulminante de su rostro. Esto es lo que se dice
educar bien a los hijos.
—Si mi hija resiste este golpe —dijo la señ ora de
Chaulieu con un tono altamente maternal—, su
porvenir me preocupará . Louise es muy
imaginativa.
—No sé de dó nde han sacado nuestras hijas esta
manera de ser —dijo la anciana duquesa de Uxelles.
—Es difı́cil conciliar hoy en dı́a el corazó n y los
intereses —replicó un viejo cardenal.
Lucien, que no tenı́a nada que decir, se dirigió hacia
la mesa del té para cumplimentar a las señ oritas de
Grandlieu. Cuando el poeta estuvo a pocos pasos
del grupo de mujeres, la marquesa se inclinó para
poder hablar al oído de la duquesa de Grandlieu.
—¿Cree entonces que este muchacho quiere mucho
a su Clotilde? —le preguntó.
No puede apreciarse la per idia que presuponı́a
aquella pregunta sin haber hecho antes un retrato
de Clotilde. Esta joven, de veintisiete añ os de edad,
estaba en aquellos momentos de pie. Su postura
permitı́a a la marquesa de Espard abrazar con la
mirada el talle seco y delgado de Clotilde, que
semejaba un espá rrago. El busto de la pobre
muchacha era tan liso que ni siquiera admitı́a la
utilizació n de lo que las modistas llaman "el truco".
Clotilde, que, por añ adidura, sabı́a que su nombre
tenı́a anzuelo su iciente, lejos de molestarse en
disimular aquel defecto, lo subrayaba heroicamente.
Con sus vestidos muy ceñ idos lograba reproducir
el efecto del trazo rı́gido y neto que los escultores
de la Edad Media intentaron imprimir en las
estatuillas cuyo per il destaca sobre el fondo oscuro
de las hornacinas, en las catedrales. Clotilde medı́a
cinco pies y cuatro pulgadas. Puede decirse, si se
acepta una expresió n familiar que por lo menos
resulta grá ica, que era toda piernas. Una
desproporció n como aqué lla daba a su busto un
cierto aspecto de deformidad. Con su tez morena,
sus cabellos negros y gruesos, las cejas muy
pobladas, los ojos ardientes y enmarcados en
ó rbitas sombreadas que los resaltaban y con su
cara arqueada como un cuarto creciente y
dominada por una frente prominente, era como la
caricatura de su madre, una de las mujeres má s
hermosas de Portugal. La naturaleza se complace en
estos juegos. En muchas familias se encuentra a
alguna hermana de sorprendente belleza cuyos
rasgos, en el hermano, son de una fealdad total,
aunque los dos se parezcan. En su boca,
excesivamente hundida, Clotilde tenía una expresión
estereotipada de desdé n. Por esta razó n sus labios,
má s que cualquier otra parte de su rostro,
denunciaban los secretos anhelos de su corazó n,
porque los sentimientos les imprimı́an una
expresió n encantadora, tanto má s notable cuanto
que sus mejillas, demasiado oscuras para
sonrojarse, y sus ojos negros, siempre duros, nunca
expresaban nada. Pese a tantas desventajas, pese a
su prestancia de tabla, debı́a a su educació n y a su
raza un cierto aire de grandeza, un porte altivo, en
una palabra, eso que se llama tan acertadamente el
no sé qué , quizá s a causa de la franqueza de su
manera de vestir, que delataba en ella a la hija de
buena casa. Sacaba partido de sus cabellos, cuya
fuerza, cuya abundancia y cuya longitud eran una
prenda de hermosura. Su voz, cultivada por ella,
tenı́a encanto. Cantaba maravillosamente. Clotilde
era exactamente la persona de quien se dice: "Tiene
unos bonitos ojos", o bien: "Tiene un cará cter muy
agradable." En cierta ocasió n le respondió a alguien
que le llamó "Su Gracia", siguiendo la costumbre
inglesa: "Llámeme usted Su Delgadez."
—¿Por qué no habrı́an de amar a mi pobre
Clotilde? —contestó la duquesa a la marquesa—.
¿Sabe usted lo que me decı́a ayer? "Si me aman por
ambició n, me encargaré de que me amen por mı́
misma." Tiene talento y es ambiciosa, y hay hombres
a quienes gustan estas cualidades. En cuanto a é l, mi
querida amiga, es hermoso como un sueñ o; y si
puede recuperar las tierras de Rubempré , el rey le
devolverá , en atenció n a nosotros, el tı́tulo de
marqué s... Despué s de todo, su madre es la ú ltima
Rubempré...
—Pobre muchacho, ¿de dó nde sacará un milló n? —
dijo la marquesa.
—Esto no nos incumbe —replicó la duquesa—;
pero lo cierto es que es incapaz de robarlo... Y ni
que decir tiene que jamás entregaríamos a Clotilde a
un intrigante o a una mala persona, aunque fuera
muy guapo, aunque fuera poeta y joven como el
señor de Rubempré.
—Llega usted tarde —dijo Clotilde a Lucien,
sonriendo con gracia infinita.
—Sí, estaba invitado a cenar.
—Frecuenta usted mucho los ambientes mundanos
desde hace unos dı́as —dijo, ocultando bajo una
sonrisa sus celos y sus inquietudes.
—¿Los ambientes mundanos?... —replicó Lucien—.
¡Oh, no! Simplemente, por el má s puro azar he
estado cenando toda la semana en casa de algú n
banquero, hoy con los Nucingen, ayer con Du Tillet
y anteayer con los Keller...
Lucien, como puede verse, habı́a sabido adquirir el
tono de impertinencia ingeniosa caracterı́stico de
los grandes señores.
—Tiene usted muchos enemigos —le dijo Clotilde,
ofrecié ndole (¡y con qué gracia!) una taza de té —.
Han venido a decir a mi padre que tiene usted una
deuda de sesenta mil francos, y que dentro de poco
se irá a Sainte-Pé lagie a pasar unas vacaciones. Y si
supiera lo que para mı́ representan todas estas
calumnias... Todo esto recae sobre mí. No me refiero
a lo que yo misma sufro (mi padre me lanza
miradas que me cruci ican), sino de lo que usted
sufriría si hubiera un ápice de cierto en ello...
—No se preocupe en absoluto de estas necedades,
á meme como yo la amo y dé me un plazo de algunos
meses—, respondió Lucien, dejando su taza vacía en
la bandeja de plata cincelada.
—No se acerque a mi padre, le dirı́a alguna
impertinencia; y como usted no la tolerarı́a,
estarı́amos perdidos... Esa pé r ida marquesa de
Espard le ha dicho que la madre de usted habı́a
hecho de comadrona y que su hermana era
planchadora...
—Hemos vivido en la má s profunda miseria —
contestó Lucien, cuyos ojos se humedecieron—.
Esto no son calumnias, sino murmuraciones de
buena ley. Hoy en dı́a mi hermana es má s que
millonaria, y mi madre murió hace un par de añ os...
Estas informaciones estaban reservadas para el
momento en que estuviera a punto de alcanzar el
éxito.
—Pero, ¿qué le ha hecho a la señora de Espard?
—Cometı́ la imprudencia de contar, en casa de la
señ ora de Sé rizy y delante de los señ ores de
Bauvan y de Grandville, la historia del proceso que
habı́a iniciado para lograr la incapacitació n de su
marido el marqué s de Espard, que yo sabı́a por
Bianchon. La presió n del señ or de Grandville,
apoyado por Bauvan y Sé rizy, hizo cambiar de
opinió n al ministro de Justicia. Uno y otro se
echaron atrá s ante la Gaceta de los Tribunales, ante
el escá ndafo, y la marquesa se pilló los dedos
respecto al juicio que puso té rmino a aquel terrible
asunto. Si por un lado el señ or de Sé rizy cometió
una indiscreció n que ha hecho de la marquesa una
enemiga mortal mı́a, por otro he ganado con ello su
protecció n, la del procurador general y la del conde
Octave de Bauvan, a quien la señ ora de Sé rizy
advirtió el peligro en que me habı́an implicado al
dejar traslucir la fuente de donde procedı́an sus
informaciones. El señ or marqué s de Espard cometió
la torpeza de ir a visitarme, considerando que aquel
infame proceso se había ganado gracias a mí.
—Voy a conseguir que nos veamos libres de la
señora de Espard —dijo Clotilde.
—¿Y de qué manera? —exclamó Lucien.
—Mi madre invitará a sus hijos, que son
encantadores y que ya está n ahora bastante
crecidos. El padre y los dos hijos cantará n las
alabanzas de usted, y estamos seguros de no ver
nunca más a su madre...
—¡Oh, Clotilde, es usted adorable! Si no la quisiera
por usted misma la querría por su ingenio.
—No es ingenio —dijo, concentrando todo su amor
en sus labios—. Adió s. Esté algunos dı́as sin venir.
Cuando me vea en Santo Tomá s de Aquino con un
pañ uelo rosa, será que mi padre habrá cambiado de
humor. En el respaldo de la butaca donde está usted
sentado encontrará una respuesta, que quizá le
consuele de nuestra separació n... Ponga en mi
pañuelo la carta que trae para mí...
Aquella joven tenı́a obviamente má s de veintisiete
añ os. Lucien tomó un coche de punto en la calle de
la Planche, lo dejó en los bulevares, tomó otro en la
Madeleine y le indicó la calle Taitbout, mandá ndole
entrar en el patio interior. Al entrar en la casa de
Esther, a las once, la encontró bañ ada en lá grimas,
aunque ataviada como siempre para recibirle.
Esperaba a su Lucien tendida en el divá n de raso
blanco bordado con lores amarillas, vestida con
una deliciosa bata de muselina de Indias, con nudos
de lazos de color cereza, sin corsé , con los cabellos
sencillamente recogidos sobre su cabeza y, en los
pies, unas bonitas zapatillas de terciopelo forradas
de raso rojo; las velas estaban encendidas y el
narguilé preparado, pero ella no habı́a fumado del
suyo, que quedaba sin encender, constituyendo ası́
un indicio de su situació n. Al oı́r que se abrı́an las
puertas, se secó las lá grimas, saltó como una gacela
y rodeó a Lucien con sus brazos como una tela
empujada por el viento se enreda en las ramas de
un árbol.
—Separados —dijo ella—, ¿es cierto?... —¡Bah!
Só lo por algunos dı́as —respondió Lucien. Esther
soltó a Lucien y se desplomó sobre el divá n como si
estuviera muerta. En tales situaciones la mayorı́a de
mujeres parlotean como loros. ¡Ah, os quieren!...
Despué s de cinco añ os, parecen estar en el primer
dı́a de su felicidad, no pueden abandonaros, está n
sublimes de indignació n, de desespero, de amor, de
rabia, de enojo, de terror, de pena, de
¡presentimiento... En suma, se muestran tan
hermosas como luna escena de Shakespeare. Pero,
sabedlo bien, estas mujeres no aman de verdad.
Cuando está n tal como dicen estar, cuando
decididamente aman de verdad, hacen lo que hizo
Esther, lo que hacen los niñ os, lo que hace el
auté ntico amor; Esther no decı́a una sola palabra,
sino que estaba tendida con el rostro hundido en
los cojinetes, y lloraba a lá grima viva. Lucien, por su
parte, se esforzaba por levantar a Esther y le
hablaba.
—Pero, pequeñ a, no estamos separados... ¿Ası́ es
como te tomas una ausencia, despué s de cuatro
añ os de felicidad? —"¿Qué habré hecho yo a todas
estas muchachas?", se dijo a sı́ mismo, acordá ndose
de que Coralie tambié n le habı́a amado con una
pasión como aquélla.
—¡Ay, señorito, es usted muy guapo! —dijo Europa.
Los sentidos tienen su hermoso ideal. Cuando a
aquella hermosura tan seductora se unen la dulzura
de cará cter y la poesı́a que distinguı́an a Lucien,
puede concebirse la loca pasió n de estos seres tan
altamente sensibles a los dones naturales externos
y tan ingenuos en su admiració n. Esther sollozaba
suavemente; se habı́a quedado en una actitud que
dejaba traslucir un extremado dolor.
—Vamos, tonta —dijo Lucien—, ¿no te han dicho
que se trata de mi vida?...
Al oı́r aquellas palabras, pronunciadas a propó sito
por Lucien, Esther se alzó como un animal salvaje, y
sus cabellos sueltos enmarcaron su rostro sublime
a modo de follaje. Fijó su mirada en Lucien.
—¡De tu vida!... —exclamó , levantando los brazos y
dejá ndolos caer con un gesto propio de las
muchachas cuando está n en peligro—. Sı́, es cierto,
la carta de aquel salvaje habla de cosas graves.
Sacó de su cintura un papel muy basto, pero vio a
Europa y le dijo: "Dé janos, anda." Cuando Europa
hubo cerrado la puerta, prosiguió:
—Toma, esto es lo que me ha escrito —y tendió a
Lucien una carta que Carlos acababa de mandarle y
que Lucien leyó en voz alta.
"Se irá mañ ana a las cinco de la mañ ana, la
conducirá n a la casa de un guarda forestal, en lo
má s hondo del bosque de Saint-Germain, donde
ocupará una habitació n que está en el primer piso.
No salga de esta habitació n hasta que yo se lo
permita; no le faltará nada. El guarda y su mujer son
gente segura. No escriba a Lucien. No se asome a la
ventana durante el dı́a; por la noche, en cambio,
podrá pasearse en compañ ı́a del guarda si es que
tiene ganas de estirar las piernas. Durante el
trayecto lleve las cortinas cerradas: se trata de la
vida de Lucien.
"Lucien irá esta noche a despedirse: queme este
papel delante de él..."
Lucien quemó inmediatamente la carta con la llama
de una vela.
—Escucha, Lucien mı́o —dijo Esther tras haber
oı́do la lectura de la carta como un criminal su
sentencia de muerte—, no te diré que te amo, serı́a
una tonterı́a... Hace ahora cinco añ os que me parece
que amarte es tan natural como respirar, como
vivir... El mismo dı́a en que comenzó mi felicidad
bajo la protecció n de este ser inexplicable, que me
colocó aquı́ como una bestezuela curiosa en una
jaula, supe que tenı́as que casarte algú n dı́a. El
matrimonio es un elemento necesario de tu destino,
y Dios me guarde de obstaculizar los caminos de tu
fortuna. Este enlace es mi muerte. Pero no te
molestaré ; no haré como las grisetas que se
suicidan con un hornillo de carbó n; tuve bastante
con una vez, y una vez y no má s, como Santo Tomá s.
No, me iré muy lejos, fuera de Francia. Asia conoce
algunos secretos de su paı́s, y me ha prometido que
me enseñ arı́a a morir tranquilamente. Basta con
pincharse, y ¡todo listo! No te pido má s que una
cosa, á ngel mı́o adorado: que no me engañ es. La
vida me ha dado lo que me podı́a dar: desde el dı́a
en que te vi por vez primera, en 1824, hasta hoy, he
tenido má s felicidad que la que cabe en diez vidas
juntas de diez mujeres felices. De modo que debes
tomarme como lo que soy: una mujer tan fuerte
como dé bil. Dime: "Me caso." No te pido má s que un
adió s muy tierno, y nunca má s volverá s a oı́r hablar
de mı́... Se produjo un momento de silencio despué s
de esta declaració n, cuya sinceridad só lo era
comparable con la ingenuidad de los ademanes y
del tono que la acompañaban.
—¿Se trata de tu boda? —dijo, hundiendo una de
sus miradas fascinadoras y brillantes como la hoja
de un puñal en los ojos azules de Lucien.
—Hace dieciocho meses que nos ocupamos de mi
boda y todavı́a no está acordada —respondió
Lucien—, ni sé cuá ndo podrá acordarse; pero no se
trata de esto, cariñ o... Se trata del padre, de mı́, de
ti..., estamos seriamente amenazados... Nucingen te
ha visto...
—Sí —dijo ella—, en Vincennes, ¿me reconoció?...
—No —contestó Lucien—, pero ha perdido el tino
por ti. Despué s de la cena, cuando te describı́a al
hablar de vuestro encuentro, dejé escapar
involuntariamente una sonrisa imprudente, porque
estoy en medio del mundo como un salvaje en
medio de las trampas de una tribu enemiga. Carlos,
que siempre me alivia de la molestia de pensar,
considera que esta situació n es peligrosa; se
encarga de desviar a Nucingen en caso de que é ste
decida hacernos espiar, y es muy capaz de hacerlo.
Habló ya de la impotencia de la policı́a. Has
provocado un incendio en una vieja chimenea llena
de hollín...
—¿Y qué quiere hacer tu españ ol? —dijo Esther
con mucha dulzura.
—No lo sé , me ha dicho que duerma con los ojos
abiertos —respondió Lucien, sin atreverse a mirar a
Esther.
—Si es ası́, obedezco con la sumisió n canina de
siempre —dijo Esther, cogiendo a Lucien por el
brazo y llevá ndole hacia su habitació n, mientras le
decı́a—: ¿Cenaste bien en casa de ese infame
Nucingen, Lucien mío?
—El arte culinario de Asia me impide apreciar
ninguna otra comida, por famoso que sea el
cocinero de la casa donde cene; pero Caré me habı́a
hecho la cena como todos los domingos.
Lucien comparaba involuntariamente a Esther con
Clotilde. La amante era tan hermosa, tan
perennemente encantadora, que no habı́a permitido
todavı́a que se le acercara el monstruo que devora
a los amores má s robustos: ¡la saciedad! "¡Qué
lá stima —pensaba—, encontrar a la mujer de uno
en dos tomos!; por un lado, la poesı́a, la
voluptuosidad, el amor, la entrega, la belleza, la
gracia..." Esther isgaba como lo hacen las mujeres
antes de acostarse, iba de un lado para otro,
mariposeaba cantando. Daba la impresió n de un
colibrí.
"...¡por otro, la nobleza del nombre, la raza, los
honores, el rango, la ciencia mundana!... ¡Y no hay
manera de retiñ irı́as en una sola persona!", exclamó
Lucien.
Al dı́a siguiente, a las siete, al despertarse en
aquella encantadora habitació n ro.sa y blanca, el
poeta vio que estaba solo. Llamó , y en seguida
acudió la sorprendente Europa. —¿Qué quiere el
señor?
—¡Esther!
—La señ ora se ha marchado a las cinco menos
cuarto. De acuerdo con las ó rdenes del señ or cura,
he recibido un nuevo rostro, con los portes
pagados. —¿Una mujer?...
—No, señ or, una inglesa... una de esas mujeres que
van de camino, por la noche, y tenemos ó rdenes de
tratarla como si fuera la señ ora; ¿qué quiere hacer
el señ or con este adefesio?... Pobre señ ora, có mo ha
llorado al subir al coche... En fin, "¡hay que hacerlo!...
(ha dicho). He dejado a mi pobre gatito durmiendo
(me ha dicho, secá ndose las lá grimas); Europa, si
me hubiera mirado o si hubiera pronunciado mi
nombre, me habría quedado, aunque hubiera tenido
que morir con é l..." Mire, señ or, tengo tanto cariñ o
por la señ ora que no el he enseñ ado a su sustituı́a;
muchas camareras lo hubieran hecho, só lo para
ponerla triste. —¿Está bien?
—Está todo lo bien que puede estar una mujer de
ocasió n, pero no tendrá di icultad en desempeñ ar
su papel, si el señor pone de su parte lo que debe —
dijo Europa mientras iba a buscar a la falsa Esther.
La noche anterior, antes de acostarse, el
todopoderoso banquero habı́a dado a su ayuda de
cá mara las ó rdenes oportunas, y é ste, a las siete de
la mañ ana, introducı́a al cé lebre Louchard, el má s
habilidoso de todos los guardias de comercio, en un
pequeñ o saló n, adonde acudió el baró n en bata y
zapatillas...
—¿Se ha purlado usdet te mı́? —dijo a modo de
respuesta a los saludos del guardia.
—No podı́a ir de otra manera, señ or baró n. Tengo
apego a mi cargo, y tuve ya el honor de decirle que
no podı́a mezclarme con un asunto ajeno a mis
funciones. ¿Qué le prometı́? Ponerle en relació n con
el que me parece el má s capaz de todos mis agentes
para servirle a usted. Pero el señ or baró n conoce
muy bien las demarcaciones que existen entre los
individuos de los diversos o icios... Cuando se
edi ica una casa, no se puede encargar a un
carpintero lo que corresponde a un cerrajero. Pues
bien, hay dos policı́as: la Policı́a Polı́J£f tica y la
Policı́a Judicial. Los agentes de la Policia Judicial}
nunca se mezclan con los asuntos de la Policı́a
Polı́tica, y viceversa. Si se dirigiera usted al jefe de la
Policı́a Polı́tica, é ste necesitarı́a una autorizació n del
ministro para tomar el asunto de usted entre sus
manos, y seguramente no se atreverı́a usted a
referirlo al director general de la Policı́a del Reino.
Cualquier agente que investigara por su cuenta,
correrı́a el riesgo de perder su puesto. Ahora bien,
la Policı́a Judicial es tan circunspecta como la Policı́a
Polı́tica. Y nadie, ni en el Ministerio del Interior ni en
la prefectura, actú a má s que en interé s del Estado o
en interés de la Justicia. Trátese de una conspiración
o de un crimen, ¡ah, Dios mı́o!, todos los jefes van a
ponerse en tal caso en seguida a las ó rdenes de
usted; pero comprenda, señ or baró n, que tiene
muchas otras cosas que hacer antes que ocuparse
de los cincuenta mil amorı́os que hay en Parı́s. Por
lo que a nosotros respecta, nuestra ú nica misió n es
la detenció n de los deudores; en cuanto se trata de
alguna otra cosa, nos exponemos tremendamente
en caso de burlar la tranquilidad de quienquiera
que sea. Le he mandado a uno dejos mı́os, pero
dicié ndole que no respondı́a de é l; le ha mandado
buscar a una mujer en Parı́s, y Contenson le ha
birlado a usted un billete de mil sin molestarse
siquiera. Buscar en Parı́s a una mujer de quien se
sospecha que va al bosque de Vincennes y cuyas
señ as se parecen a las de todas las bellas mujeres
de la ciudad, es algo ası́ como buscar una aguja en
un pajar.
—¿Gondanson (Contenson) —dijo el baró n— no
botía tecirme la fertat en lucar te pirlarme un pillede
te mil vrangos? —Escú cheme, señ or baró n —dijo
Louchard—, dé me usted mil escudos y voy a darle...
a venderle un consejo. —¿Mil esgutos bor un
gonsejo?
—Yo no me dejo engañ ar, señ or baró n —
respondió Louchard—. Usted está enamorado,
quiere descubrir el objeto de su pasió n, por el cual
está usted adelgazando como un bacalao al sol. Me
ha dicho su ayuda de cá mara que ayer vinieron a
verle dos mé dicos y le hallaron en muy grave
estado; yo soy el ú nico que puede colocarle entre
las manos de un hombre há bil... ¿Demonio! ¡Có mo si
su vida no valiera mil escudos!...
—¡Tı́came el nompre te esde hompre há pil, y
güende gon mi generositat!
Louchard cogió su sombrero, saludó y se dirigió
hacia la puerta.
—¡Tiaplo te hompre! —exclamó Nucingen—.
¡Fenca... denca!...
—Tenga en cuenta —dijo Louchard antes de tomar
el dinero— que le vendo pura y simplemente una
informació n. Le daré el nombre y la direcció n del
ú nico hombre capaz de servirle, pero es un
maestro...
—¡Fede a baseo! —exclamó Nucingen—. Só lo el
nompre te Varschild jale mil esgutos, y aun, guanto
esdá irmato al bie te un pillede... ¡Ovrezgo mil
vrangos!
Louchard, que era bajito y socarró n, y que nunca
habı́a podido conseguir ningú n cargo de
procurador, de notario, de ujier ni de procurador,
miró de soslayo al baró n de una manera
significativa.
—Para usted, son mil escudos o nada; los
recuperará en pocos segundos en la Bolsa —le dijo.
—¡Ovrezgo mil vrangos!... —repitió el baró n. —
¡Usted regatearı́a hasta una mina de oro! —dijo
Louchard mientras saludaba y se retiraba.
—Dentré la tireksió n bor un pillede te guiniendos
vrangos —gritó el baró n, y mandó seguidamente a
su ayuda de cámara que llamara a su secretario.
Turcaret ya no existe. Hoy en dı́a tanto el má s
grande como el má s pequeñ o de los banqueros
ejerce su astucia en las cosas má s ı́n imas: regatea
las obras de arte, la bene icencia y el amor, y
regatearı́a incluso una absolució n al papa. Oyendo
hablar a Louchard, Nucingen habı́a pensado en un
destello que Contenson, siendo como era el brazo
derecho de Louchard, deberı́a conocer tambié n la
direcció n de aquel maestro del espionaje.
Contenson soltarı́a por quinientos francos lo que
Louchard querı́a vender por mil escudos. Esta
rápida maniobra demuestra con todo vigor que, aun
cuando el corazó n de aquel hombre habı́a sido
invadido por el amor, su cabeza seguı́a siendo la de
un Lobo Cerval.
—Faya usdet mismo —dijo el baró n a su secretario
— a gasa te Gondanson, el esbı́a te Luchart, el
cuartia tel gomercio, bero faya en gabriolé , tebrisa,
y drá icalo en sequita. ¡Le esbero! Base bor la
buerda tel cartı́n. Aguı́ diene la Ilafe; es mecor gue
natie fea a esde hompre en mi gasa. Há calo endrar
en el begueñ o bapelló n tel cartı́n. Brogure hacer
doto esdo gon hapilitat.
Recibió varias visitas de gente que iba a hablarle de
negocios; pero esperaba a Contenson y soñ aba con
Esther, pensando que dentro de poco volverı́a a ver
a la mujer a quien debı́a el haber vivido unas
emociones inesperadas. Los despidió a todos con
expresiones vagas, con promesas ambiguas.
Contenson le parecı́a el personaje má s importante
de Parı́s, y miraba al jardı́n constantemente. Por
ú ltimo, despué s de dar la orden de cerrar su puerta,
mandó que le sirvieran el desayuno en el pabelló n
que se hallaba en uno de los á ngulos del jardı́n. La
conducta y los titubeos del banquero má s taimado,
má s clarividente y má s polı́tico de Parı́s parecı́an
inexplicables a sus empleados.
—¿Qué tendrá el patró n? —decı́a un agente de
cambio a uno de sus oficinistas.
—No se sabe, parece que su estado de salud es
inquietante; ayer la señ ora baronesa reunió a los
doctores Desplein y Bianchon...
Un dı́a unos extranjeros fueron a ver a Newton en
el momento mismo en que estaba atareado curando
a uno de sus perros, una perra llamada Beauty, que
le echó a perder, como es sabido, un trabajo
inmenso; no le dijo má s que: "¡Ah, Beauty, no sabes
lo que acabas de destruir...!" Los extranjeros se
fueron, respetando los trabajos del gran hombre.
En todas las vidas de grandes personajes se
encuentra alguna perra Beauty. Cuando el mariscal
de Richelieu fue a saludar a Luis XVTdespué s de la
toma de Mahó n, uno de los hechos de armas má s
importantes del siglo dieciocho, el rey le dijo: "¿Sabe
ya la gran noticia?... ¡El pobre Lansmatt ha muerto!"
Lansmatt era un portero que estaba al corriente de
las intrigas del rey. Los banqueros de Parı́s no
supieron nunca lo que debieron a Contenson. Este
espı́a fue el causante de que Nucingen dejara sin
concluir un asunto importantı́simo, que quedó de
esta manera en manos de los demá s banqueros.
Cada dı́a el Lobo Cerval podı́a encañ onar una
fortuna con la artillerı́a de la Especulació n, pero el
Hombre que habı́a en é l estaba a las ó rdenes de la
Felicidad.
El famoso banquero estaba tomando el té , y
mordisqueaba unas tostadas con mantequilla, con
muy escaso apetito, cuando oyó que un coche se
paraba ante la pequeñ a puerta de su jardı́n. Poco
despué s el secretario de Nucingen le presentó a
Contenson,. a quien habı́a encontrado, tras
laboriosas bú squedas, en un café cerca de Sainte-
Pé lagie, donde el agente desayunaba con la propina
proveniente de un deudor que se hallaba en la
cá rcel, bene iciá ndose de ciertas deferencias que
cuestan dinero. Contenson, como se ve, era todo un
poema, un poema parisiense. Por su aspecto
hubierais visto en seguida que el Fı́garo de
Beaumarchais, el Mascarille de Moliè re, los Frontı́n
de Marivaux y los La leur de Dancourt, todas estas
expresiones de la audacia picaresca, de la astucia al
acecho y de la estratagema que renace de sus
propias cenizas, no eran má s que mediocridades al
lado de aquel coloso del ingenio y de la miseria.
Cuando se encuentra en Parı́s a un tipo, no es
simplemente un hombre, ¡es todo un espectá culo! Si
se pone tres veces a cocer en un horno un busto de
yeso, se obtiene algo con apariencia de bronce
florentino; pues bien, los chispazos de innumerables
desgracias y las presiones de la necesidad habı́an
bronceado el rostro de Contenson como si hubiera
estado tres veces al calor de un horno. Sus arrugas,
apretadı́simas, no podı́an ya desfruncirse, formaban
pliegues eternos, de fondo blanco. Aquella igura
amarilla era toda arrugas. Su crá neo, parecido al de
Voltaire, tenı́a la insensibilidad de la cabeza de un
muerto, y, de no ser por algunos cabellos que tenı́a
por atrá s, podı́a dudarse de si se trataba de un
hombre vivo. Bajo una frente inmó vil se agitaban
unos ojos de chino, inexpresivos, parecidos a los
que se exponen, envueltos en cristal, en algunas
tiendas orientales; eran unos ojos arti iciales que se
hacı́an pasar por vivos, y cuya expresió n era
inmutable. Su nariz, roma como la de la muerte,
desa iaba el destino, y su boca, apretada como la de
un avaro, siempre estaba abierta y sin embargo era
discreta, como la hendidura de un buzó n de cartas.
Contenson, aquel hombrecillo delgado y enjutó , era
apacible como un salvaje, sus manos eran curtidas,
y mantenı́a una actitud diogé nica de descuido que
jamá s es capaz de plegarse a las formas del respeto,
Qué comentarios de su vida y de sus costumbres
estaban grabados en sus ropas, para quienes saben
leer y descifrar un atuendo! ¡Qué pantalones, sobre
todo!... Eran unos pantalones negros y relucientes
como la tela con la que está n hechas las togas de los
abogados... Su chaleco era del Temple, de lana y con
bordados. El traje era de un negro rojizo. Todo
estaba cepillado, casi limpio. Llevaba un reloj de
cadena. Se le veı́a una camisa de percal amarillo,
plisada, con una aguja prendida que llevaba un
diamante falso. El cuello de terciopelo parecı́a un
collar sobre el que rebosaban los pliegues rojizos
de una carne cobriza. Su sombrero de seda relucı́a
como el raso, pero se habrı́a podido sacar de é l
grasa para un par de farolillos si se hubiera puesto
a hervir. No basta con enumerar los accesorios,
habrı́a que saber describir la pretensió n excesiva
que Contenson sabı́a imprimirles. Habı́a una cierta
coqueterı́a en el cuello del traje y en el brillo
reciente de sus botas, cuyas suelas estaban medio
abiertas, que no puede describirse exactamente con
ninguna expresió n. Puede decirse, por ú ltimo, para
describir de algú n modo aquella mescolanza de
tonos diversos, que una persona de mediana
inteligencia habrı́a podido comprender que, si en
lugar de tratarse de un sopló n hubiera sido un
ladró n, todos sus andrajos, en lugar de provocar la
sonrisa, habrı́an hecho estremecer de horror.
Viendo el traje, un observador cualquiera habrı́a
dicho: "He aquı́ a un nombre indeseable; bebe,
juega, tiene vicios, pero no se emborracha, no hace
trampa, no es ladró n ni asesino." Contenson era
efectivamente inde inible hasta que acudı́a a la
mente la palabra "espı́a" Aquel hombre habı́a
ejercido tantos o icios desconocidos cuantos pueda
haber conocido. La ina sonrisa de sus pá lidos
labios, el parpadeo de sus ojos verdosos y la ligera
mueca de su nariz achatada revelaban la agudeza de
su ingenio. Tenı́a una cara de hojalata, y su alma
debı́a de ser como la cara. Los gestos de su
isonomı́a eran muecas motivadas por la correcció n
en los modales, má s que expresió n de sus
movimientos interiores. Su aspecto serı́a temible si
no fuera có mico. Contenson, que era uno de los
productos má s curiosos de la espuma que
sobrenada a los borboteos de la tina parisiense, en
la que todo está en fermentació n, alardeaba sobre
todo de ser iló sofo. Decı́a, sin amargura: "¡Tengo
mucho talento, pero es como si nada, es como si
fuera cretino!" Y se condenaba a sı́ mismo en lugar
de acusar a los demá s. Es difı́cil encontrar a muchos
espı́as que tengan menos hié l que Contenson. "Las
circunstancias está n en contra nuestra —repetı́a a
sus jefes—; podrı́amos ser cristal de roca y no
somos má s que granos de arena, eso es todo." Su
cinismo en el vestir tenı́a un sentido, puesto que
tenı́a por su atuendo habitual el apego que puede
tener un actor teatral por el suyo; tenı́a una gran
habilidad para disfrazarse y maquillarse; hubiera
podido dar lecciones a Fré dé rick Lemaı̂tre, ya que
podı́a hacerse el dandy cuando querı́a. En otros
tiempos, durante su juventud, debió de pertenecer a
la sociedad poco re inada de las personas de origen
humilde. Mostraba una profunda antipatı́a por la
Policı́a Judicial, debido a que habı́a pertenecido
durante el Imperio a la policı́a de Fouché , a quien
consideraba un gran hombre. Desde que fue
suprimido el ministerio de la Policı́a, se habı́a
dedicado, como mal menor, a la delincuencia
comercial; pero su reconocida capacidad y su inura
hacı́an de é l un instrumento precioso, y los jefes,
desconocidos, de la Policı́a Polı́tica habı́an
conservado su nombre en sus listas. Contenson,
igual que sus compañ eros, no era má s que uno de
los comparsas del drama cuyos papeles principales
pertenecı́an a sus jefes cuando se trataba de algú n
trabajo político.
—Redı́rese —dijo Nucingen a su secretario con un
gesto.
"¿Por qué este hombre está en una mansió n y yo
en un cuartucho...? —se preguntaba Contenson—.
Ha engañ ado tres veces a sus acreedores, ha
robado... Yo en cambio jamá s he tomado un
céntimo... Tengo más talento que él...
—Gondanson, begueñ o —dijo el baró n—, me ha
ropato usdet un pillede te mil vrangos...
—Mi parienta debía dinero a Dios y al diablo...
—¿Dienes una guerita? —exclamó Nucingen,
mirando a Contenson con admiració n y envidia a la
vez.
—No tengo má s que sesenta y seis añ os —contestó
Contenson, a quien el vicio, para fatal ejemplo, habı́a
conservado joven.
—¿Y gué haze?
—Me ayuda —dijo Contenson—. Cuando uno es
ladró n y le quiere una mujer honrada, o ella se hace
ladrona o uno se vuelve honrado. Yo he seguido
haciendo de chivato.
—¿Necesidas tinero? —preguntó Nucingen.
—Siempre —respondió Contenson con una sonrisa
—; mi estado natural es desear dinero, como el de
usted es ganarlo; podemos llegar a un acuerdo:
recoja usted dinero para mı́, que yo me encargaré
de gastarlo. Usted será el pozo y yo seré el cubo...
—¿Guieres cañar un pillede te guiniendos vrangos?
—¡Bonita pregunta! Pero, ¡alto ahı́!... Seguramente
que no va usted a ofrecé rmelos simplemente para
compensar la injusticia que la fortuna ha cometido
en contra mía...
—Mira, lo añ ato al pillede te mil gue me has pirlato,
gon lo gue serán mil guiniendos los gue de toy.
—Bueno, me da los mil francos que he cogido y
añade otros quinientos francos...
—Eksagdamende —dijo Nucingen, moviendo la
cabeza.
—Lo cual signi ica que siguen siendo tan só lo
quinientos francos —dijo Contenson
imperturbablemente.
—¿Guiniendos vrangos gue tar?... —dijo el barón.
—¡Quinientos francos que tomar! Bien, y ¿a cambio
de qué el señor barón piensa darme este dinero?
—Me han ticho gue hay en Barı́s un hompre gapaz
te tesguprir a la muguer gue yo guiero, y gue dú
sapes su tireksió n... Es tecir, un maesdro en
esbionague.
—Es cierto.
—¡Pien! Bues tame la tireksió n y de toy los
guiniendos vrangos.
—¿A verlos? —respondió rápidamente Contenson.
—Aguı́ los dienes —contestó el baró n sacando un
billete de su bolsillo.
—Pues dé melos —dijo Contenson, tendiendo la
mano.
—Fenca, fenca, jamos a fer al hompre, y de lo toy,
borgue ası́ botrias fenferme muchas tireksiones a
esde brecio.
Contenson se echó a reír.
—Por cierto que tiene usted derceho a pensar esto
de mı́ —dijo con un tono de autoacusació n—.
Cuanto má s canallesco es nuestro estado, tanta má s
probidad nos es necesaria. Pero, ve usted, señ or
baró n, ponga seiscientos francos y le daré un buen
consejo.
—Tame, y gonfía en mi guenerositat...
—Me expongo —dijo Contenson—, pero voy a
jugar fuerte. En punto a policı́a, hay que irse bajo
tierra. Usted dice: vamos, ¡adelante!... Usted es rico y
cree que todo se inclina ante el dinero. El dinero,
efectivamente, es algo. Pero con Do dinero, como
dicen los dos o tres hombres fuertes de nuestra
partida, no se logran má s que hombres. ¡Y hay
cosas en las que no se suele pensar y que no
pueden comprarse!... A la > suerte no se la puede
sobornar. Por eso en buena ley no se procede de
esta manera. ¿Quiere usted que no le vean conmigo
en un coche? Alguien nos verı́a. La suerte igual
puede estar en favor que en contra de uno.
—¿Es cierdo? —dijo el barón.
—¡Y tanto, señ or! Fue una herradura encontrada
por la calle lo que permitió al prefecto de policı́a
descubrir la má quina infernal. A lo que iba: si
fuéramos en coche de punto esta noche a la casa del
señ or de Saint-Germain, lo mismo que podrı́a
importarle a usted que le vieran yendo hacia allı́, le
importarı́a a é l que le vieran entrar a usted en su
casa.
—Es fertat —dijo el barón.
—¡Ah! Es el fuerte entre los fuertes, el segundo del
cé lebre Corentin, el brazo derecho de Fouché , de
quien algunos dicen que es hijo natural, de cuando
era cura; pero eso son (tonterı́as: Fouché sabı́a ser
cura, como supo ser ministro. Pues a este hombre,
ve usted, no le hará trabajar por menos de diez
billetes de mil francos... pié nseselo... Eso sı́, el
trabajo se lo hará , y bien hecho. Ni visto ni oı́do,
como se suele decir. Tendré que avisar al señ or de
Saint-Germain, y é l le dará una cita en algú n lugar
donde nadie pueda ver ni oı́r nada, porque
investigando por cuenta de particulares se arriesga
mucho. Pero, ¿qué le vamos a hacer?... Es muy buen
hombre, una joya, que ha sido objeto de
importantes persecuciones, y ademá s ¡por haber
salvado a Francia!... ¡Como yo, y corno todos los que
la han salvado!
—¡Pueno! Esgrı́peme guando y tó nde bodré fer a
esda joya —dijo el barón, sonriendo.
—Entonces... ¿no me unta el carro el señ or baró n?
—dijo Contenson en un tono a la vez humilde y
amenazador.
—Jean —gritó el baró n a su jardinero—, fede a
betir feinde vrangos a Cor que y algánsamelos...
—Si el señ or baró n no tiene má s informaciones
que las que me dijo, dudo sin embargo de que el
maestro pueda serle de utilidad.
—¡Denco odras! —respondió el baró n en un tono
astuto.
—Tengo el honor de despedirme del señ or baró n
—dijo Contenson, tomando la moneda de veinte
francos—, y tendré el honor de venir a decir a
Georges en qué lugar deberá personarse el señ or
esta noche, porque es mejor no escribir nunca nada.
—"Es gurioso lo lisdos gue son esdos inti ituos —
pensó el baró n—; en los atsundos te la bolicı́a
ogurre lo mismo gue gon doto lo temas.
Al dejar al baró n, Contenson se dirigió
tranquilamente de la calle Saint-Lazare a la calle
Saint-Honoré , hasta el café David; miró a travé s de
los cristales y vio a un anciano conocido allı́ por el
tío Canquoèlle.
El café David, sito en la esquina de la calle de la
Monnaie con la de Saint-Honoré , gozó durante los
primeros treinta añ os del siglo de una especie de
celebridad, circunscrita al barrio llamado de los
Bourdonnais. En é l.se reunı́an los viejos negociantes
retirados o los grandes comerciantes aú n en activo:
los Camusot, los Lebas, los Pillerault, los Popinot y
algunos propietarios como el viejo Molineux. De vez
en cuando se veı́a al tı́o Guillaume, que iba hasta allı́
desde la calle del Colombier. Se hablaba de polı́tica,
pero con discreció n, porque el café David era de
tendencia liberal. Se contaban las habladurı́as del
barrio; es muy grande la necesidad que sienten los
hombres de burlarse unos de otros. Aquel café ,
como cualquier café , tenı́a un personaje original, el
tı́o Canquoè lle, que concurrı́a a é l desde el añ o
1811, y que parecı́a armonizar tan bien con la gente
respetable que allı́ se reunı́a, que todo el mundo
hablaba tranquilamente de polı́tica en su presencia.
Algunas veces aquel buen hombre, que era motivo
de frecuentes bromas por parte de los asiduos al
establecimiento, desaparecı́a por un mes o dos;
pero sus ausencias se atribuı́an siempre a sus
achaques o a su vejez, ya que desde 1811 parecı́a
haber rebasado los sesenta añ os, y no extrañ aban a
nadie.
—¿Qué se ha hecho del tı́o Canquoè lle? —
preguntaba la gente a la mujer del mostrador.
—Siempre pienso —contestaba— que un buen dı́a
nos enteraremos de su muerte por los Petites-
Affiches.
Con su manera de pronunciar, el tı́o Canquoè lle
certi icaba constantemente su origen. Su nombre
provenı́a de una pequeñ a propiedad situada en el
departamento de Vaucluse, que era su lugar de
origen, y que se llamaba Les Canquoè lles, palabra
que signi ica abejorro en algunas provincias. Se
habı́a acabado diciendo Canquoè lle en lugar de De
Canquoè lles, sin que el hombre se ofendiera por
ello, ya que decı́a que la nobleza habı́a muerto en
1793; por otra parte, el feudo de Les Canquoè lles
no le pertenecı́a, porque era el hijo menor de una
rama segundona. Hoy en dı́a el atuendo del tı́o
Canquoè lle parecerı́a muy extrañ o, pero entre 1811
y 1820 no sorprendı́a a nadie. Aquel viejo llevaba
unos zapatos con hebillas de acero, medias de seda
con rayas circulares blancas y azules alternadas,
unos calzones de tela de seda sin lustre, con hebillas
ovaladas semejantes a las de los zapatos por su
hechura. Completaban su vestimenta un chaleco
blanco con bordados, un viejo traje de una tela
verdosa y castañ a, con botones metá licos, y una
camisa con chorrera. En medio de la chorrera
brillaba un medalló n de oro que llevaba un
pequeñ o templo hecho con cabellos, una de esas
encantadoras pequeneces sentimentales que
tranquilizan a los hombres, de un modo parecido a
como un espantapá jaros ahuyenta a los gorriones.
La mayorı́a de los hombres, como los animales, se
asustan y se tranquilizan por cosas nimias. El calzó n
del tı́o Canquoè lle se aguantaba mediante una
hebilla que lo mantenı́a apretado por encima del
abdomen, siguiendo la moda del pasado siglo. Del
cinturó n colgaban paralelamente dos cadenas de
acero compuestas por varias cadenillas y con una
serie de colgantes en su extremo. Su corbata blanca
se aguantaba por detrá s mediante una pequeñ a
hebilla de oro. Por ú ltimo, su cabeza blanca y
empolvada iba adornada, todavı́a en 1816, con el
tricornio municipal que llevaba tambié n el señ or
Try, presidente del Tribunal. El tı́o Canquoè lle habı́a
cambiado no hacı́a mucho aquel sombrero, al que
tenı́a tanto aprecio (creyó deber aquel sacri icio a
su tiempo), por ese innoble sombrero redondo
contra el cual nadie se atreve a reaccionar. En la
espalda del traje, una pequeñ a coleta con un lazo
dejaba una marca circular en la que la mugre
desaparecı́a bajo una ina capa de polvo.
Atendiendo al rasgo distintivo de su cara,
constituido por una nariz bulbosa y encarnada,
digna de igurar en un plato de trufas, podı́a
suponerse que aquel viejo papa-moscas tenı́a un
cará cter fá cil, simple y bonachó n; pero esta
suposició n era erró nea, y habı́a caı́do en la trampa
todo el café David, cuyos clientes nunca habı́an
examinado la frente observadora, la boca sardó nica
y la mirada frı́a de aquel viejo mecido por los vicios
y tranquilo como un Vitelio cuyo vientre imperial
reapareciera, por ası́ decirlo, palingené sicamente.
En 1816 un joven viajante de comercio llamado
Gaudissart, asiduo del café David, se emborrachó de
once a doce de la noche con un o icial de media
paga. Tuvo la imprudencia de hablar de una
conspiració n tramada contra los Borbones, que
parecı́a muy importante y que estaba a punto de
estallar. En el café no se veı́a má s que al tı́o
Canquoè lle, que parecı́a dormir, dos camareros
medio dormidos y la mujer del mostrador. Antes de
veinticuatro horas Gaudissart fue detenido: la
conspiració n se habı́a descubierto. Dos hombres
murieron en el patı́bulo. Ni Gaudissart ni nadie
sospechó jamá s que el bueno de Canquoè lle
hubiera dado el soplo. Los dos mozos fueron
despedidos, todos se vigilaron recı́procamente
durante un añ o, y creció el temor general por la
policı́a, incluso por parte del tı́o Canquoè lle, el cual
decı́a que iba a abandonar el café David, tal era el
horror que le inspiraba la policia. Contenson entró
en el café y pidió una copa de aguardiente; no miró
al tı́o Canquoè lle, que estaba leyendo los perió dicos;
cuando hubo bebido la copa de aguardiente, tomó
la moneda del baró n y llamó al mozo dando tres
golpes secos sobre la mesa. La mujer del mostrador
y el camarero examinaron la moneda con un
cuidado que a Contenson se le antojaba injurioso;
pero su descon ianza estaba justi icada por la
sorpresa que causaba a todos los asiduos el aspecto
de Contenson. "¿Este oro es producto de un robo o
de un asesinato?..." Esta era la pregunta que se
hacı́an algunas mentes só lidas y clarividentes que
miraban a Contenson por debajo de sus gafas,
ingiendo que leı́an el perió dico. Contenson, que lo
veı́a todo y jamá s se sorprendı́a de nada, se limpió
desdeñ osamente los labios con un pañ uelo que só lo
tenı́a tres zurcidos, cogió el cambio y se lo metió en
el bolsillo, cuyo forro, que habı́a sido blanco en otro
tiempo, entonces era tan negro como la tela del
pantaló n, tras lo cual se marchó sin dejar ni un
céntimo para el camarero.
—¡Vaya carne de horca! —dijo el tı́o Canquoè lle a
su vecino el señor Pillerault.
—¡Bah! —respondió , dirigié ndose a todos el señ or
Camusot, el ú nico que no habı́a mostrado la má s
mı́nima sorpresa—. Es Contenson, el brazo derecho
de Louchard, nuestro guardia del comercio. Estará n
buscando a alguien del barrio...
Un cuarto de hora má s tarde el tı́o Canquoè lle se
levantó , cogió su paraguas y se marchó
tranquilamente.
Sin duda alguna, es necesario explicar qué terrible
y profundo personaje se ocultaba bajo el vestido del
tı́o Canquoè lle, como el padre Carols disimulaba a
Vautrin. Este meridional, nacido en Canquoè lle, la
ú nica propiedad de su familia, la cual, por cierto, era
bastante respetable, se llamaba Peyrade. Pertenecı́a
efectivamente a la rama segundona de la casa de La
Peyrade, una familia antigua, aunque pobre, del
Comtat, que posee aú n la pequeñ a propiedad de La
Peyrade. Era el sé ptimo hijo y se fue a pie a Parı́s,
con dos escudos de seis libras en el bolsillo, en
1772, a la edad de diesiete añ os, impulsado por los
vicios de un temperamento fogoso, por el deseo
brutal de mejorar de posició n que atrae a
tantı́simos meridionales hacia la capital en cuanto
comprenden que la casa paterna no podrá jamá s
proporcionarles las rentas que necesitan para
satisfacer sus pasiones. Toda la juventud de
Peyrade se resume en el hecho de que en 1782 era
el con idente, el hé roe, de la jefatura superior de
Policı́a, donde gozó de un gran aprecio por parte de
los señ ores Lenoir y D'Albert, los dos ú ltimos
tenientes generales. La Revolució n no tuvo policı́a,
no la necesitó . El espionaje, que se convirtió en una
actividad muy generalizada, se llamó entonces
civismo. El Directorio, que fue un gobierno algo má s
regular que el del Comité de Salvació n Pú blica, se
vio obligado a reorganizar una policı́a, y el Primer
Có nsul completó su reconstitució n mediante la
prefectura de policı́a y el ministerio de la Policı́a
general.
Peyrade, el hombre de las tradiciones, eligió y
organizó el personal con la colaboració n de un
individuo llamado Corentin, mucho má s há bil que el
propio Peyrade, aunque má s joven, que no puso de
mani iesto su genialidad má s que en los só tanos de
la comisarı́a. En 1808 los enormes servicios que
prestó Peyrade fueron recompensados con el
nombramiento para el alto cargo de comisario
general de la policı́a de Amberes. La idea de
Napoleó n era que aquella especie de prefectura
equivalı́a a un ministerio de la policı́a encargado de
vigilar Holanda. A la vuelta de la campañ a de 1809,
Peyrade fue destituido de su cargo en Amberes por
una orden del gabinete del Emperador, fue llevado
en diligencia a Parı́s entre dos gendarmes y
encerrado en la Force. Dos meses má s tarde salió
de la cá rcel bajo la ianza de su amigo Corentin, tras
haber sufrido, sin embargo, tres interrogatorios de
seis horas cada uno en la prefectura de policı́a.
¿Debı́a acaso Peyrade su caı́da en desgracia a la
actividad milagrosa con la que secundó a Fouché en
la defensa de las costas francesas cuando fueron
atacadas por lo que se dio en llamar la expedició n
de Walcheren, y en la que el duque de Otranto
desplegó una pericia que alarmó al Emperador? En
aquellos momentos se consideró plausible esta
explicació n; hoy en dı́a, que todo el mundo sabe lo
que pasó en el Consejo de ministros convocado por
Cambacé ré s, es cosa cierta. Fulminados por la
noticia de la intentona inglesa, como ré plica a la
expedició n de Boulogne llevada a cabo por
Napoleó n, y sorprendidos en ausencia del amo, que
estaba entonces replegado en la isla de Lobau,
donde toda Europa lo creı́a perdido, los ministros
no supieron qué decisió n tomar. El sentir general se
inclinaba por enviar un correo al Emperador;
Fouché fue el ú nico que se atrevió a trazar un plan
de campañ a que, ademá s, puso en ejecució n. "Actú e
como le parezca —le dijo Carrı́bacé ré s—; por mi
parte, como tengo apego a mi vida, voy a mandarle
un informe al Emperador."
Ya se sabe a qué absurdo pretexto se acogió el
Emperador, a su regreso, en pleno Consejo de
Estado, para hacer caer a su ministro y castigarle
por haber salvado a Francia sin é l. Desde aquel dı́a
Napoleó n añ adió a la enemistad que le profesaba el
prı́ncipe de Talleyrand la del duque de Otranto,
iguras que eran los dos ú nicos grandes polı́ticos
debidos a la Revolució n y que quizá s hubieran
podido salvar al Emperador en 1813. Para apartar a
Peyrade se empleó el vulgar pretexto de la
concusió n: habı́a favorecido el contrabando
repartié ndose algunos bene icios con algunos
grandes comerciantes. Aquel trato era duro para
quien habı́a recibido el bastó n de comisario general
a cambio de importantes servicios. Aquel hombre,
que habı́a madurado en el ejercicio de los negocios,
poseı́a los secretos de todos los gobiernos desde el
añ o 1775, añ o de su ingreso en la jefatura superior
de Policı́a. El Emperador, que se creı́a lo bastante
há bil como para formar a la gente en funció n de sus
necesidades, no tuvo en cuenta ninguna de las
recomendaciqnes que se le hicieron má s tarde a
favor de un hombre que era considerado como uno
de los má s seguros, há biles e inteligentes de entre
esos genios desconocidos que está n encargados de
velar por la seguridad de los estados. Creyó que
podrı́a substituir a Peyrade por Contenson; pero
Contenson estaba entonces absorbido por Corentin
en provecho suyo. Peyrade, que era un libertino
glotó n, se sintió tanto má s afectado cuanto que con
relació n a las mujeres estaba en la situació n de un
pastelero a quien le gustaran los pasteles. Sus
há bitos viciosos se habı́an convertido en é l en su
propia naturaleza: ya no podı́a prescindir de
buenos á gapes, del juego, de esa vida de gran señ or
sin fastos a la que se entregan todos los individuos
de gran vitalidad, los cuales suelen convertir en
necesidad ciertas exorbitantes diversiones. Luego
habı́a vivido a lo grande, sin tener que igurar,
puesto que nadie contaba nunca con é l ni con
Corentin, su amigo. Era un cı́nico ingenioso que,
vivı́a a gusto de esta manera; era un iló sofo. En
de initiva, ningú n espı́a, cualquiera que sea el nivel
que ocupe en la maquinaria policı́aca, puede
dedicarse a ninguna de las profesiones que se dicen
honradas o liberales; en esto es igual que un
presidiario. Una vez marcados, una vez
matriculados, los espı́as y los condenados tienen un
cará cter indeleble, como los diá conos. Hay seres a
quienes el estado social imprime fatales destinos.
Para desgracia suya, Peyrade se habı́a enamoricado
de una linda muchachita, una niñ a de la que é l
estaba convencido que era una hija que le habı́a
dado una famosa actriz, a la cual prestó un servicio
por el que le estuvo reconocida durante tres meses.
Peyrade, que hizo regresar a su niña de Amberes, se
encontró pues sin recursos en Parı́s, con una ayuda
anual de mil doscientos francos otorgada por la
prefectura de policı́a al antiguo alumno de Lenoir.
Se fue a vivir a la calle de los Moineaux, en un
cuarto piso, en una pequeñ a vivienda de cinco
habitaciones que le costaba doscientos cincuenta
francos.
Si hay hombre capaz de sentir la utilidad y la
dulzura de la amistad, ¿no será acaso el leproso
moral al que la muchedumbre llama espı́a, el pueblo
chivato y la administració n agente? Peyrade y
Corentin eran amigos como Orestes y Pı́lades.
Peyrade habı́a formado a Corentin como Vien
formó a David; pero el alumno superó pronto al
maestro. Juntos habı́an hecho má s de una
expedició n. (Vé ase UN ASUNTO TENEBROSO.)
Peyrade, feliz por haber intuido la capacidad de
Corentin, le habı́a lanzado al ejercicio de la carrera
prepará ndole un triunfo. Obligó a su alumno a
servirse de una amante que le desdeñ aba, a modo
de anzuelo para pescar a un hombre. (Vé ase Los
CHUANES.) Y Corentin tenı́a entonces apenas
veinticinco añ os... Corentin, que seguı́a en aquel
puesto de general cuyo capitá n general es el
ministro de la policı́a, habı́a conservado durante el
mandato del duque de Rovigo el puesto eminente
que habı́a ocupado en tiempos del dque de Otranto.
En aquella é poca tanto daba la Policı́a general como
la Policı́a judicial. Con motivo de cualquier asunto
importante, los presupuestos se ijaban con ayuda
de los tres, cuatro o cinco agentes de talla. El
ministro, en cuanto se enteraba de alguna
conspiració n, en cuanto se le advertı́a que se estaba
fraguando alguna maquinació n, fuera como fuera,
decı́a a uno de los coroneles de la policı́a: "¿Qué
necesitan para llegar a tal resultado?" Corentin o
Contenson respondı́an, tras un meditado examen:
"Veinte, treinta, cuarenta mil francos." Luego, una
vez dada la orden de emprender aquel asunto, los
medios y los hombres necesarios eran elegidos por
Corentin o por el agente de quien se tratara. La
Policı́a judicial actuaba tambié n ası́ para descubrir
los crímenes con el famoso Vidocq.
La Policı́a polı́tica, ası́ como la Policı́a judicial,
escogı́a a sus hombres primordialmente entre los
agentes conocidos, matriculados, entre los
habituales, que son como soldados de una fuerza
secreta que es imprescindible para los gobiernos,
pese a las declamaciones de los ilá ntropos y de los
moralistas miopes. El exceso de con ianza que se
daba a los dos o tres generales del temple de
Peyrade y de Corentin implicaba en ellos el derecho
a emplear a personas desconocidas, con la
condició n, sin embargo, de rendir cuentas al
ministro en los casos graves. La experiencia y la
penetració n de Peyrade tenı́an un enorme valor a
los ojos de Corentin, el cual, una vez hubo pasado la
tormenta del 1810, hizo uso de su viejo amigo, le
consultó siempre y subvino con prodigalidad a sus
necesidades. Corentin halló la manera de entregar
cerca de mil francos mensuales a Peyrade. Este, por
su parte, prestó grandes servicios a Corentin. En
1816, a propó sito del descubrimiento de la
conspiració n en la que habı́a de tomar parte el
bonapartista Gaudissart, Corentin probó de hacer
que fuera reintegrado Peyrade a la Policı́a General
del Reino; pero alguna in luencia desconocida
mantuvo apartado a Peyrade. He aquı́ la razó n de
ello. Por su afá n de hacerse imprescindibles,
Peyrade, Corentin y Contenson, instigados por el
duque de Otranto, habı́an organizado por cuenta de
Luis XVIII una Contrapolicı́a, en la que trabajaron
Contenson y los agentes de primera talla. Luis XVIII
falleció , llevá ndose unos secretos que seguirá n
siendo secretos hasta para los historiadores mejor
informados. La pugna de la Policı́a General del
Reino y la Contrapolicı́a del Rey dio lugar a ciertos
terribles asuntos cuyos secretos a veces
permanecieron ocultos por obra del cadalso. No es
é ste lugar indicado ni ocasió n oportuna para entrar
en detalles a este respecto, porque las Escenas de la
vida parisiense no son Escenas de la vida polı́tica;
basta con indicar cuá les eran los medios de
subsistencia del llamado tı́o Canqué olle del café
David y por qué hilos estaba unido al poder terrible
y enigmá tico de la policı́a. Entre 1817 y 1822, a
Corentin, Contenson, Peyrade y sus agentes se les
encargó a menudo la misió n de espiar al propio
ministro. Esto puede explicar la razó n por la cual el
ministerio se negó a emplear a Peyrade y a
Contenson, sobre los cuales Corentin, sin que ellos
lo supieran, dirigió las sospechas de los ministros,
con objeto de utilizar a su amigo cuando su
reintegració n le pareció imposible. Los ministros
entonces sintieron má s con ianza por Corentin, y le
encargaron que vigilara a Pyrade, lo cual hizo reı́r a
Luis XVIII. Corentin y Peyrade quedaban entonces
convertidos en los dueñ os del terreno. Contenson,
que habı́a estado durante mucho— tiempo ligado a
Peyrade, seguı́a a su servicio. Se habı́a puesto al
servicio de los guardias del comercio por orden de
Corentin y de Peyrade. En efecto, a consecuencia de
esa suerte de pasió n que inspira toda profesió n que
se ejerce con amor, estos dos generales gustaban de
situar a sus má s há biles soldados en todos los
puntos en que pudieran abundar las informaciones.
Por otra parte, los vicios de Contenson, sus
depravadas costumbres, que le habı́an hecho caer
má s bajo que sus dos amigos, exigı́an tanto dinero
que necesitaba trabajar mucho. Sin cometer
ninguna indiscreció n, Contenson habı́a dicho a
Louchard que conocı́a al ú nico hombre capaz de
dar satisfacció n al baró n de Nucingen. Peyrade era,
en efecto, el ú nico agente que podı́a investigar
impunemente por cuenta de un particular. Una vez
muerto Luis XVIII, Peyrade perdió no só lo su
importancia, sino tambié n las ventajas de su
posició n de Espı́a Ordinario de Su Majestad. Se
creyó indispensable y continuó con el mismo tren
de vida. Las mujeres, las comilonas y el Cı́rculo de
Extranjeros habı́an mantenido alejado de todo
espı́ritu de ahorro a un individuo que gozaba, como
todos los hombres hechos para el vicio, de una
constitució n de hierro. Pero entre 1826 y 1829,
cerca ya de los setenta y cuatro añ os, empezaba a
encasquillarse, como é l decı́a. De añ o en añ o sus
ingresos habı́an ido disminuyendo. Asistı́a a los
funerales de la policı́a, veı́a con lá stima como el
gobierno de Carlos X abandonaba las buenas
tradiciones. La Cá mara, sesió n tras sesió n, iba
recortando los subsidios necesarios para la
existencia de la policı́a, por odio hacia tal medio de
gobierno y por el prejuicio de moralizar a dicha
institució n. "Es como querer cocinar con guantes
blancos", decı́a Pey-rade a Corentin. Corentin y
Peyrade preveı́an 1830 desde 1822. Conocı́an el
profundo rencor que Luis XVIII abrigaba contra su
sucesor, lo cual explica su abandono con respecto a
la rama segundona, sin la que su reinado y su
política serían un enigma completo.
Al hacerse má s viejo, habı́a crecido el amor de
Peyrade hacia su hija natural. Por ella adoptó cierto
tono burgué s, pues quiso casar a su Lydie con algú n
hombre respetable. Por eso, desde hacı́a sobre todo
tres añ os, querı́a colocarse en la prefectura de
policı́a o en la Direcció n de la policı́a general del
Reino, es decir, en algú n cargo ostensible,
confesable. Habı́a inalmente inventado un puesto
cuya necesidad se echarı́a de ver má s tarde o má s
temprano,.segú n decı́a a Corentin. Se trataba de
crear, en la prefectura de policı́a, una o icina
llamada de informació n, que serı́a un intermediario
entre la policı́a de Parı́s propiamente dicha, la
Policı́a judicial y la Policı́a del Reino, y cuyo objeto
serı́a dar a la Direcció n general los medios para
sacar provecho de todas estas fuerzas diseminadas.
Peyrade era el ú nico que podı́a ser, a su edad,
despué s de cincuenta y nueve añ os de discreció n, el
eslabó n que unirı́a las tres policı́as, una especie de
archivero a quien pudieran dirigirse la Polı́tica y la
Justicia para aclarar ciertos casos. Peyrade
esperaba encontrar ası́, con la ayuda de Corentin, la
ocasió n de descubrir alguna dote y algú n marido
para su pequeñ a Lydie. Corentin habı́a hablado ya
de este asunto con el director general de la policı́a
del Reino, sin mencionar a Peyrade, y el director
general, un meridional, consideraba necesario que
la proposición llegara de la prefectura.
Cuando Contenson dio tres golpes con su moneda
de oro sobre el velador del café —señ al que
signi icaba: "Tengo que hablar con usted"—, el
decano de los sabuesos de la policı́a estaba
meditando el siguiente problema: "¿Qué persona
podrı́a in luir sobre el actual prefecto de la policı́a?
¿Qué interé s podrı́a moverle?" Y tenı́a el aspecto de
un imbé cil mientras parecı́a estudiar su Courrier
français.
"¡Nuestro pobre Fouché —pensaba mientras iba
caminando por la calle Saint-Honoré —, aquel gran
hombre, ha muerto! ¡Nuestros intermediarios con
Luis XVIII han caı́do en desgracia! Por otra parte,
como me decı́a ayer Corentin, ya nadie confı́a en la
agilidad e inteligencia de un septuagenario... ¡Ah!
¿Por qué me he dado a cenar en el restaurante de
Cé ry, a beber vinos exquisitos... a agasajar a la vieja
Godichon... y a jugar en cuanto tengo algú n dinero?
Para garantizarse una posició n, no basta con ser
ingenioso, como dice Corentin, hay que tener
tambié n cierto comedimiento. El bueno del señ or
Lenoir acertó cuá l serı́a mi suerte cuando me
predijo, a propó sito del asunto del collar: "¡Nunca
llegará a ninguna parte!", cuando supo que no me
había quedado bajo la cama de Oliva."
Si bien el venerable tı́o Canquoè lle (le llamaban tı́o
Canquoè lle en su casa) habı́a permanecido en la
calle de los Moineaux, en el cuarto piso, cierto es
que habı́a encontrado en la disposició n del local
algunas singularidades que favorecı́an el ejercicio
de sus terribles funciones. Su casa, situada en la
esquina de la calle Saint-Roch, no lindaba por uno
de los lados con ninguna casa vecina. Como estaba
dividida en dos partes por medio de la escalera,
habı́a en cada piso dos habitaciones completamente
aisladas. Estas dos habitaciones daban a la calle
Saint-Roch. Encima del cuarto piso habı́a las
buhardillas, una de las cuales servı́a de cocina y la
otra era la habitació n de la ú nica sirvienta del tı́o
Canquoè lle, una lamenca llamada Katt, que habı́a
criado a Lydie. El tı́o Canquoè lle habı́a instalado su
dormitorio en la primera de las dos habitaciones
separadas, y su gabinete en la segunda. Un grueso
tabique aislaba dicho gabinete por la parte del
fondo. La ventana, que daba a la calle de los
Moineaux, estaba frente a una pared de rinconera
sin ningú n vano. Como les separaba de la escalera
toda la anchura de la habitació n de Peyrade, los dos
amigos no temı́an ser vistos ni oı́dos mientras
hablaban de sus negocios en aquel gabinete hecho a
propó sito para su horrible o icio. Por precaució n,
Peyrade habı́a colocado un grueso de paja y una
alfombra muy espesa en la habitació n de la
lamenca, con el pretexto de contentar al ama de
crı́a de su pequeñ a. Ademá s, habı́a condenado la
chimenea a la inactividad, y utilizaba una estufa cuya
tuberı́a daba, por la pared exterior, a la calle Saint-
Roch. Por ú ltimo, habı́a puesto en el suelo del
cuarto varias alfombras con objeto de que no
llegara ningú n sonido a los inquilinos del piso de
abajo. Mostrando su pericia en cuestiones de
espionaje, sondeaba cada semana el tabique, el
techo y el suelo, y les daba un repaso como si
quisiera terminar con todos los chinches que
pudieran ocultarse en ellos. La certidumbre de no
tener allı́ ningú n testigo, ni visual ni auditivo, habı́a
movido a Corentin a elegir aquel gabinete como sala
de deliberació n, cuando no deliberaba en su propia
casa. Nadie conocı́a el domicilio de Corentin, salvo el
director general de la Policı́a del Reino y Peyrade, y
en é l recibı́a a las personas elegidas por el
ministerio o por palacio como intermediarios en
circunstancias graves; en cambio nunca iba a su
casa ningú n agente ni ningú n subordinado, y las
combinaciones del o icio las fraguaba en casa de
Peyrade. En aquel cuarto de aspecto trivial se
tramaron ciertos planes y se tomaron resoluciones
que proporcionarı́an datos para elaborar extrañ os
anales o insó litos dramas si las paredes hablaran.
Entre 1816 y 1826 fueron sometidos a la criba del
aná lisis enormes intereses. Allı́ se descubrieron en
sus gé rmenes los acontecimientos que habı́an de
pesar sobre la nació n. Allı́ Peyrade y Corentin, tan
previsores como Belart, el procurador general, pero
má s instruidos que é l, comentaban ya entre sı́ a
partir de 1819: "Si Luis XVIII no quiere descargar
tal golpe o tal otro, ni deshacerse de tal prı́ncipe,
¿será que odia a su hermano? ¿Querrá legarle una
revolución?"
La puerta de Peyrade tenı́a una pizarra en la que a
veces se veı́an extrañ as marcas y cifras escritas con
tiza. Aquella suerte de á lgebra infernal tenı́a
signi icados muy claros para los iniciados. Frente a
la mezquindad de las habitaciones de Peyrade, la
parte de la casa destinada a Lydie se componı́a de
una antesala, de un pequeñ o saló n, de un
dormitorio y de un tocador... La puerta de Lydie,
como la de la habitació n de Peyrade, se componı́a
de una chapa de cuá druple espesor, colocada entre
dos fuertes tableros de roble, y estaba provista de
unas cerraduras y de un sistema de goznes tales
que resultaba tan resistente como la puerta de una
cá rcel. Por eso, aunque la casa fuera de pasadizo y
careciera de portero, Lydie podı́a vivir allı́ sin tener
nada que temer. El comedor, el saloncito y la
habitació n, cuyas ventanas tenı́an todas jardines
aé reos, exhibı́an una pulcritud lamenca y lujosa. La
nodriza lamenca habı́a estado siempre junto a
Lydie, a quien llamaba hija suya. Las dos iban a la
iglesia con regularidad, gracias a lo cual se habı́a
forjado una opinió n excelente sobre el tı́o
Canquoè lle el dueñ o de la tienda de comestibles de
la esquina de la calle de los Moineaux y de la calle
Neuve-Saint-Roch, que era moná rquico; su familia y
sus mozos, junto con la cocina de la casa, ocupaban
el primer piso y el entresuelo. En el segundo piso
vivı́a el propietario, y el tercero estaba arrendado a
un lapidario desde hacı́a veinte añ os. Cada uno de
los inquilinos tenı́a la llave de la puerta de la
escalera. La tendera recibı́a muy complacida las
cartas y paquetes dirigidos a las tres familias, ya que
la tienda estaba provista de un buzó n. Sin estos
detalles, los extranjeros y los que conocen Parı́s no
habrı́an podido comprender el misterio y la
tranquilidad, el abandono y la seguridad que
convertı́an aquella casa en una excepció n dentro de
la ciudad. Pasada la medianoche, el tı́o Canquoè lle
podı́a urdir todas las maquinaciones que quisiera,
recibir a espı́as y ministros, mujeres y jó venes, sin
que se enterara absolutamente nadie. Peyrade era
considerado el mejor de los hombres; la lamenca le
habı́a dicho a la cocinera del tendero: " ¡Serı́a
incapaz de matar una mosca!" No escatimaba nada a
su hija, la cual, despué s de haber aprendido mú sica
con Schmuke, era capaz de componer. Sabı́a utilizar
la sepia, pintar al gouache y a la acuarela. Peyrade
cenaba todos los domingos con su hija. Este dı́a el
hombre hacı́a exclusivamente de padre. Lydie, que
era religiosa sin ser beata, cumplı́a el precepto
pascual y confesaba una vez al mes. No obstante, se
permitı́a ir de vez en cuando a algú n espectá culo. Se
paseaba por las Tullerías cuando hacía buen tiempo.
Estos eran todos su placeres, ya que su vida era de
lo má s sedentaria. Lydie, que adoraba a su padre,
ignoraba sus siniestras habilidades y la ocupació n
tenebrosa a la que se dedicaba. Ningú n deseo habı́a
enturbiado la vida pura de aquella niñ a tan pura.
Era esbelta y hermosa como su madre, tenı́a una
voz deliciosa y una cara s inı́sima enmarcada por
preciosos cabellos rubios, y se parecı́a a aquellos
á ngeles má s mı́sticos que reales que algunos
¡pintores primitivos colocaron en el fondo de sus
Sagradas ¡Familias. Cuando favorecı́a a alguien con
una mirada de sus ojos azules, parecı́a verter sobre
é l un rayo del cielo. Su casta manera de vestir, sin
las exageraciones de ninguna moda, desprendı́a un
encantador perfume de burguesı́a. Imaginaos a un
viejo Sataná s padre de un á ngel, refrescá ndose con
su divino contacto, y os haré is una idea de Peyrade
y su hija. Si alguno hubiera ensuciado aquel
diamante, el padre, para hundirlo, se hubiera
inventado una de esas trampas formidables en las
que se vieron cogidos durante la Restauració n
algunos desgraciados que pagaron con su cabeza.
Mil escudos anuales bastaban a Lydie y a Katt, a
quien ella llamaba su doncella.
Al entrar por la parte alta de la calle de los
Moineaux, Peyrade vio a Contenson; pasó delante
de é l, subió primero, oyendo las pisadas de su
agente en la escalera, y le hizo pasar antes de que la
lamenca se asomara a la puerta de la cocina. Una
campanilla que partı́a de una puerta con claraboya
situada en el tercer piso, donde vivı́a el lapidario,
permitı́a avisar a los inquilinos del tercero y del
cuarto cuando subı́a alguien que iba a sus casas. No
hace falta decir que, a partir de medianoche,
Peyrade acolchaba el badajo de la campanilla.
—¿Qué es lo que corre tanta prisa, Filósofo?
Filó sofo era el sobrenombre que Peyrade daba
merecidamente a Contenson, aquel Epicteto de los
soplones. El nombre de Contenson disimulaba, por
desgracia, uno de los nombres de má s solera de la
feudalidad normanda. (Vé ase LOS HERMANOS DE
LA CONSOLACIÓN.)
—Algo hay; como unos diez mil. —¿De qué se
trata? ¿De polı́tica? —No, ¡una tonterı́a! El baró n de
Nucingen, sabe usted, aquel viejo ladró n patentado,
relincha tras una mujer que vio en el bosque de
Vincennes, y si no se la encontramos se va a morir
de amor... Ayer varios mé dicos tuvieron una
consulta, segú n me ha dicho su ayuda de cá mara...
Ya le he sustraı́do mil francos, bajo el pretexto de
buscar a la princesita.
Y Contenson contó el encuentro de Nucingen con
Esther, añ adiendo que el baró n tenı́a algunas
informaciones nuevas.
—Bien —dijo Peyrade—, encontraremos a esta
Dulcinea; dile al baró n que vaya en coche esta
misma noche a los Campos Elı́seos, a la avenida
Gabriel esquina calle Marigny. Peyrade despidió a
Contenson y llamó a la puerta de su hija del modo
convenido para que le abriera. Entró alegremente,
puesto que la suerte acababa de concederle un
medio para obtener por fin el cargo que deseaba. Se
hundió en una magnı́ ica butaca "a lo Voltaire" tras
haber besado a Lydie en la frente, y le dijo:
—¿Me tocarás alguna cosa?
Lydie tocó una pieza de piano escrita por
Beethoven.
—Lo has hecho muy bien, hijita —dijo, cogiendo á
su hija entre sus rodillas—. ¿Sabes que tenemos ya
veintiú n añ os? Hay que casarse, porque nuestro
padre tiene ya más de setenta...
—Soy feliz aquí —contestó.
—¿No quieres a nadie má s que a mı́, que soy tan
feo y tan viejo? —preguntó Peyrade.
—Pero, ¿a quié n quiere que ame? —Hoy comeré
contigo, guapa, dı́selo a Katt. Pienso que deberı́amos
establecernos, yo deberı́a tomar algú n cargo y
buscarte un marido digno de ti... Algú n joven bueno,
de talento, de quien algú n dı́a puedas sentirte
orgullosa...
—Hasta ahora só lo he visto a uno que me haya
gustado como marido.
—¿Has visto a uno?...
—Sı́, en las Tullerı́as —repuso Lydie—; paseaba
dá ndole el brazo a la condesa de Sé rizy. —¿Có mo se
llama?
—¡Lucien de Rubempré !... Estaba sentada bajo un
tilo con Katt, sin pensar en nada. A mi lado habı́a
dos señ oras que dijeron: "Ahı́ viene la señ ora de
Sé rizy con el guapo Lucien de Rubempré ." Yo miré
entonces la pareja de la que hablaban aquellas dos
damas. "¡Ay, querida (dijo entonces la otra), hay
mujeres que son muy dichosas! A é sta le toleran
cualquier cosa porque es una Ronquerolles y
porque su marido tiene el poder." "Sı́, pero, amiga
mı́a (contestó la otra señ ora), Lucien le cuesta
caro..." ¿Qué quiere decir esto, papá?
—Son tonterı́as de las que dice la gente de mundo
—respondió Peyrade a su hija, con un aire
bondadoso—. Quizá s hacı́an alusió n a algú n hecho
político.
—En in, usted me ha preguntado y yo le respondo.
Si quiere usted casarme, bú squeme un marido que
se parezca a aquel joven...
—Mira, niñ a —respondió el padre—, la belleza,
entre los hombres, no es siempre un signo de
bondad. Los jó venes con un fı́sico agradable no
encuentran ninguna di icultad al comienzo de su
vida, y por esto no desarrollan ninguno de sus
talentos, se corrompen con los anticipos que el
mundo les da y má s tarde hay que pagarles los
intereses de sus cualidades... Quisiera encontrar
para, ti lo que los burgueses, los ricos y los
imbéciles dejan sin recursos ni protección...
—¿Quién sería, padre?
—Un hombre de talento desconocido... Pero, bueno,
hija mı́a, tengo la posibilidad de rebuscar por todos
los desvanes de Parı́s y dar satisfacció n a tu
programa ofreciendo a tu elecció n algú n hombre
tan hermoso como el pillo de quien me hablas, pero
con un porvenir, uno de esos hombres destinados a
la gloria y a la fortuna... ¡Ya no pensaba que debo
tener un rebañ o de sobrinos, y entre tantos puede
que haya alguno digno de ti!... ¡Voy a escribir o
hacer escribir a Provenza!
Cosa curiosa: en aquel mismo instante, un joven,
muerto de hambre y de cansancio, un sobrino del
tı́o Canquoè lle, llegaba a Parı́s por la Barriere de
Italie en busca de su tı́o, procedente del
departamento de Vaucluse, de donde habı́a llegado
andando. Segú n los sueñ os de la familia, para la cual
el destino de aquel tı́o era un enigma, Peyrade
ofrecı́a muchas esperanzas: ¡creı́an que habı́a
regresado de las Indias con varios millones!
Estimulado por aquellas fantası́as, este resobrino,
llamado Thé odose, habı́a emprendido un viaje de
circunnavegación en busca del tío mitológico.
Despué s de haber saboreado las delicias de su
paternidad durante algunas horas, Peyrade, con el
cabello lavado y teñ ido (los polvos formaban parte
de su disfraz), vestido con una gruesa levita de tela
abotonada hasta el cuello, cubierto con una capa
negra, calzando gruesas botas de suela resistente y
provisto de una tarjeta particular, caminaba
lentamente por la avenida Gabriel, donde
Contenson, disfrazado de vieja vendedora
ambulante, se encontró con é l delante de los
jardines del Elíseo-Bourbon.
—Señ or Saint-Germain —le dijo Contenson,
llamando a su antiguo jefe por su nombre de guerra
—, me ha dado usted a ganar quinientas leandras;
pero estoy aquı́ para advertirle que el condenado
baró n, antes de dá rmelas, se fue a recoger
informaciones a la casa (la prefectura).
—Seguramente te necesitaré —contestó Peyrade—.
Mı́rame los nú meros 7, 10 y 21, podremos emplear
a esos hombres sin que nadie lo advierta, ni la
policía ni la prefectura.
Contenson volvió a colocarse cerca del coche en el
que el señor de Nucingen esperaba a Peyrade.
—Soy el señ or de Saint-Germain —dijo el
meridional al baró n, alzá ndose hasta la altura de la
portezuela.
—¡Bues, supa aguı́ gonmico! —respondió el baró n,
dando al cochero la orden de ir hacia el Arco de
Triunfo de la Estrella.
—¿Ha ido usted a la prefectura, señ or baró n? Esto
no está nada bien... ¿Puede saberse lo que ha dicho
al señ or prefecto, y lo que é l le ha respondido? —
preguntó Peyrade.
—Andes te tar guiniendos vrangos a un billo gomo
Gondanson, gü eñ a esdar securo te gue los hapı́a
canato... He ticho simblemende al brevegdo te
bolicı́a gue teseapa emblear a un aquende llamato
Beyrat en el eksdranquero bara una misió n teligata,
y si botı́a boner en é l una gonviansa ilimidata... El
brevegdo me ha goudesdato gue usdet ess uno te
los hompres má s há piles y má s honratos. Esdo es
doto.
—¿Querrá decirme el señ or baró n de qué se trata,
ahora que ya sabe mi verdadero nombre?...
Despué s de explicar con gran extensió n y
palabrerı́a, en una horrenda jerga de judı́o polaco,
su encuentro con Esther, el grito del criado que se
hallaba tras el coche y sus inú tiles esfuerzos por
encontrarla, terminó contando lo que habı́a
ocurrido la noche antes en su casa: la sonrisa que
escapó a Lucien de Rubempfé y la sospecha
abrigada por Bianchon y algunos dandys de que
pudiera haber alguna relació n entre la desconocida
y aquel joven.
—Escuche, señor barón, primero me entregará diez
mil francos por adelantado para los gastos, ya que
para usted, en este asunto, lo importante es vivir; y
como que su vida es una fábrica de negocios, no hay
que descuidar nada que nos pueda llevar hasta esta
mujer. ¡Ah, está bien cogido! —Sí, esdoy goquito...
—Si se necesita má s, señ or baró n, ya se lo diré ;
confı́e en mı́ —siguió Peyrade—. No soy un espı́a,
como podrı́a usted creer... En 1807 era comisario
general de la policı́a de Amberes, y ahora que Luis
XVIII ha muerto, puedo decirle que durante siete
añ os he dirigido su contrapolicı́a... Por eso, conmigo
no se regatea. Comprenda usted, señ or baró n, que
no se puede hacer el presupuesto de las conciencias
que hay que comprar antes de haber estudiado el
asunto. No se preocupe, conseguiré lo que usted
quiere. No crea que me dará satisfacció n con una
cantidad cualquiera, quiero algo má s como
recompensa...
—¡Gon dal te gue no sea un reino!... —dijo el baró n.
—Para usted es una nimiedad. —¡Esdo me va! —
¿Conoce usted a los Keller? —Los gonosgo mucho.
—Frangois Keller es el yerno del conde de
Gondreville, y el conde de Gondreville cenó ayer en
casa de usted con su yerno.
—Guien tiaplo buete haperle ticho... —exclamó el
barón—. Será Corque, gue siembre hapla.
Peyrade se echó a reı́r. El banquero concibió
entonces extrañ as sospechas sobre su criado al
observar aquella risa.
—El conde de Gondreville está en muy buena
posició n para conseguirme un puesto que deseo en
la prefectura de policı́a, y sobre cuya creació n
llegará a manos del prefecto una memoria en
menos de cuarenta y ocho horas —prosiguió
Peyrade—. Pida para mı́ este puesto, haga que el
conde de Gondreville se ocupe de este asunto con
interé s, y me sentiré recompensado por el servicio
que voy a prestarle. No quiero má s que su palabra,
ya que si faltara a ella, llegarı́a usted a maldecir el
día en que nació... palabra de Peyrade...
—Le toy mi balapra te honor te hacer doto lo
bosiple...
—Si yo por usted no hiciera má s que lo posible, no
bas—. taría.
—¡Pien! Bues akduaré gon vranguesa.
—Con franqueza... Eso es lo que quiero —dijo
Peyrade—, y la franqueza es el ú nico regalo algo
nuevo que podamos hacernos entre nosotros.
—Gon vranguesa —repitió el baró n—. ¿Tó nte
guiere usdet gue le teje?
—Al otro lado del puente de Luis XVI.
—Al bumde te la Gá mara —dijo el baró n a su
lacayo, que se acercó a la portezuela.
"Bor in poy a dener a la tesgonocita...", se dijo a sı́
mismo el barón mientras se alejaba.
"Qué cosa tan curiosa —pensaba Peyrade mientras
regresaba andando al Palacio Real, donde se
proponı́a triplicar los diez mil francos para reunir
una dote para Lydie—. Hete aquı́ que me veo
obligado a meter la nariz en los asuntillos del joven
cuya mirada ha embrujado a mi hija. Seguramente
será uno de estos individuos a quienes las mujeres
se les dan fá ciles", pensó para sı́, empleando una
expresió n del lenguaje particular que se habı́a
fraguado para su propio uso, y en la que sus
observaciones se resumı́an mediante palabras en
las que era violada frecuentemente la gramá tica,
pero que, por eso mismo, resultaban ené rgicas y
pintorescas.
Al volver a su casa, el baró n de Nucingen no se
parecı́a al que era antes; sorprendió a su mujer y a
todos mostrá ndoles una cara colorada y alegre;
estaba animado.
—¡Qué vayan con cuidado nuestros accionistas! —
dijo Du Tillet a Rastignac.
En aquel momento se estaba sirviendo el té en el
saloncito de Delphine de Nucingen, al regreso de la
Ópera.
—Sı́ —replicó sonriendo el baró n, que habı́a
captado la broma de su colega—, siendo canas te
hacer necosios...
—¿Has visto acaso a tu desconocida? —preguntó la
señora de Nucingen.
—No —contestó —, no denco má s gue la esberansa
te engondrarla.
—¿Alguna vez la esposa es objeto de tanto amor?...
—exclamó la señora de Nucingen, sintiendo un poco
de celos o fingiendo sentirlos.
—Cuando la tenga usted —dijo Du Tillet al barón—,
llé venos a cenar algú n dı́a con ella, pues tengo gran
curiosidad por examinar a la belleza que ha sido
capaz de rejuvenecerle en tal medida.
—Es una opra maesdra te la greaciá n —respondió
el viejo banquero.
—Va a dar ocasió n de que le agarren como si fuera
un chiquillo —dijo Rastignac al oído de Delphine.
—¡Bah! Gana bastante dinero para...
—Para restituir una parte, ¿no es eso?... —dijo Du
Tillet, interrumpiendo a la baronesa.
Nucingen se paseaba por el saló n como si sus
piernas le molestaran.
—Este es el momento de hacerle pagar sus ú ltimas
deudas —dijo Rastignac a la baronesa, al oído.
En aquel mismo instante, Carlos, que se habı́a
personado en la calle Taitbout para dar sus ú ltimas
ó rdenes a Europa, que tenı́a que desempeñ ar el
principal papel de la farsa ideada para engañ ar al
baró n de Nucingen, se marchaba de allı́ henchido de
esperanza. Lucien le acompañ ó hasta el bulevar; el
joven estaba inquieto de ver a aquel medio demonio
disfrazado con tal perfecció n que só lo le habı́a
reconocido por la voz.
—¿Dó nde diablo has encontrado a una mujer má s
bella que Esther? —preguntó a su corruptor.
—Hijo mı́o, esto no se encuentra en Parı́s. Una tez
de esta clase no se fabrica en Francia.
—Aú n estoy algo aturdido... ¡Ni siquiera la Venus
Calipigia está tan bien hecha! Uno harı́a cualquier
cosa por ella... Pero, ¿de dónde la has sacado?
—Es la muchacha má s guapa de Londres. En un
rapto de celos, y bajo los efectos de la ginebra...
mató a su amante. El amante era un indeseable cuya
muerte alivió a la policı́a de Londres, y han
mandado a la chica a Parı́s por algú n tiempo para
que el asunto caiga en el olvido... La pá jara tiene
muy buena educación. Es hija de un ministro y habla
el francé s como si fuera su lengua materna; no sabe
lo que hace aquı́, ni podrá jamá s saberlo. Le han
dicho que si te gustaba podrı́a chuparte muchos
millones, pero que eras celoso como un moro; se le
ha asignado el plan de vida de Esther. No sabe tu
nombre.
—¿Y si a Nucingen le gustara más ella que Esther?...
—¡Vaya, por in has venido a lo mı́o!... —exclamó
Carlos—. ¡Ahora tienes miedo de que no se cumpla
lo que hace un tiempo tanto te espantaba! Está te
tranquilo. Esta chica rubia y blanca tiene ojos
azules; es todo lo contrario de la hermosa judı́a, y
só lo los ojos de Esther pueden causar impacto en
un viejo tan podrido como Nucingen. Y si se tratara
de un adefesio, no tendrı́a sentido que la ocultaras,
¡qué demonios! Cuando esta muñ eca haya cumplido
su misió n, la enviaré , en compañ ı́a de alguna
persona segura, a Roma o a Madrid, a que desate
pasiones.
—Ya que la tenemos por poco tiempo —dijo Lucien
—, me vuelvo con ella...
—Ve, hijo mı́o, divié rtete... Mañ ana tendrá s un dı́a
má s. Yo espero a alguien a quien he encargado de
enterarse de lo que ocurre en casa del baró n de
Nucingen.
—¿Quién?
—La amante de su ayuda de cá mara; porque, claro,
hay que saber en todo momento lo que ocurre en
casa del enemigo.
A medianoche, Paccard, el criado de Esther, se
encontró con Carlos en el puente des Arts, el lugar
de Parı́s má s indicado para hablar sin que se entere
nadie. Mientras hablaban, el criado miraba hacia un
lado y su amo hacia el otro.
—El baró n ha ido esta mañ ana a la prefectura de
policı́a, entre las cuatro y las cinco —dijo el criado
—, y esta tarde se ha jactado de encontrar a la
mujer a quien vio en el bosque de Vincenes, se la
han prometido...
—¡Nos espiarán! —dijo Carlos—. Pero ¿quién?
—Han utilizado ya a Louchard, el guardia del
comercio.
—Serı́a un juego de niñ os —repuso Carlos—. No
tenemos que temer má s que la brigada de
seguridad y la policı́a judicial; ¡y mientras é sta no se
ponga en acció n, nosotros sı́ que podemos
ponernos manos a la obra!...
—¡Hay algo más!
—¿Qué?
—Los amigos del prado... Ayer vi a La Pouraille...
Dejó iambres a un matrimonio y tiene diez mil
machacantes de cinco leandras... ¡de oro!
—Le cogerá n —dijo Jacques Collin—; se trata del
asesinato de la calle Boucher.
—¿Qué ó rdenes hay? —dijo Paccard, con el mismo
aire respetuoso que debı́a de tener un mariscal
recibiendo las consignas de boca del propio Luis
XVIII.
—Saldré is todas las noches a las diez —respondió
Carlos—, iré is a buena marcha hasta el bosque de
Vincennes y a lor Meudon y de Ville-d'Avray; si
alguien os observa o va tras de vosotros, dé jale,
hazte el encontradizo, mué strate hablador y
corruptible. Habla de los celos de Rubempré , que
está loco por la señ ora y que, sobre todo, no quiere
que se sepa en el mundo que existe una mujer de
esta clase...
—¡Bien! ¿Hace falta ir armado?...
—¡Nunca! —dijo Carlos prestamente—. ¿Un arma?
¿De qué iba a servir má s que para hacer
desgracias? No hagas uso en ningú n caso de tu
puñ al de caza. Cuando se pueden quebrar las
piernas de un hombre, por fuerte que sea, con la
llave que te enseñ é ... cuando puede uno hacer
frente a tres cabos de varas armados con la certeza
de haber derribado a dos de ellos antes de que
hayan apresado el arma, ¿qué hay que temer?
¿Acaso no tienes tu bastón?...
—Cierto —dijo el lacayo.
A Paccard le atribuı́an los cali icativos de Vieja
Guardia, de Perillá n, el hombre de corva de hierro,
de brazo de acero, de patillas italianas, de melenas
de artista, con barba de zapador, de cara pá lida e
impasible como la de Contenson; su fogosidad no se
manifestaba al exterior, y tenı́a una apostura de
tambor mayor que alejaba toda sospecha. Los
evadidos de Poissy o de Melun no tienen aquella
fatuidad seria y aquella convicció n de su propio
valer. Giafar del Arum-al-Raschild del Presidio, le
manifestaba la misma admiració n amistosa que
Peyrade sentı́a por Corentin. Aquel coloso, lleno de
cicatrices, sin demasiado pecho y sin demasiada
carne sobre los huesos, andaba con paso grave con
sus largas piernas. La derecha nunca se movı́a sin
que el ojo derecho hubiera examinado las
circunstancias externas con esa plá cida rapidez que
caracteriza al ladró n y al espı́a. El ojo izquierdo
imitaba al derecho. ¡Un paso, una mirada! Paccard,
por su delgadez y agilidad, y por estar siempre
dispuesto a todo, habrı́a sido perfecto, segú n
Jacques, de no ser por el ı́ntimo enemigo que para
é l era el licor de los fuertes; poseı́a la pericia
indispensable para el hombre que está en guerra
contra la sociedad. El amo, sin embargo, habı́a
logrado convencer al esclavo de que debı́a
mantener cierta compostura, bebiendo ú nicamente
de noche. Al volver a casa, Paccard absorbı́a el oro
lı́quido que le escanciaba en pequeñ as dosis una
muchacha pecosa y de voluminoso vientre,
procedente de Dantzick.
—Estaremos ojo avizor —dijo Paccard, volvié ndose
a poner su esplé ndido sombrero de plumas, tras
haber saludado al que llamaba su confesor.
Estos fueron los hechos que llevaron a tres
hombres, a Jacques Collin, Peyrade y Corentin, cada
uno de los cuales era, en su propio terreno,
invencible, a enfrentarse en un mismo campo de
batalla y a desplegar su ingenio en una lucha en la
que cada cual combatı́a por su propia pasió n o por
sus intereses. Fue uno de esos combates
inadvertidos pero terribles, en los que el gasto de
talento, de odio, de irritaciones, de avances y
retrocesos, y de astucia, es tan considerable como el
que se precisa para reunir una fortuna. Todo se
mantuvo en secreto, tanto los hombres como los
medios, por parte de Peyrade, que fue secundado
por su amigo Corentin en esta expedició n, que
representaba una nimiedad para ellos. La historia,
pues, no nos cuenta nada de este asunto, como
tampoco nos cuenta nada de las verdaderas causas
de muchas revoluciones. Pero he aquı́ los
resultados.
Cinco dı́as despué s de la entrevista del señ or de
Nucingen con Peyrade en los Campos Elı́seos, una
mañ ana, un hombre de unos cincuenta añ os, con un
rostro de ese color de albayalde que con iere la
vida mundana a la tez de los diplomá ticos, vestido
con un traje de pañ o azul, de cierta elegancia, que le
daba casi el aspecto de un ministro de Estado, se
apeó de un esplé ndido cabriolé dejando las riendas
a su criado. Preguntó si podı́a ver al baró n de
Nucingen al criado que estaba sentado en el
banquillo del peristilo, el cual le abrió
respetuosamente la magnífica puerta de espejos.
—¿El nombre del señor?... —dijo el criado.
—Dı́gale al señ or baró n que vengo de la avenida
Gabriel —contestó Corentin—. Si está con gente,
guá rdese mucho de decir este nombre en voz alta, a
menos que quiera correr el riesgo de ser despedido
de esta casa.
Un minuto má s tarde volvió el lacayo, que condujo
a Corentin al gabinete del baró n, pasando por las
habitaciones interiores.
Corentin y el baró n intercambiaron sendas miradas
impenetrables, y se saludaron con toda corrección.
—Señor barón —dijo Corentin—, vengo en nombre
de Peyrade...
—Pien —dijo el baró n mientras iba a cerrar los
cerrojos de las dos puertas.
—La amante del señ or de Rubempré vive en la
calle Taitbout, en el antiguo piso de la señ orita de
Bellefeuille, la examante del señ or de Grandville, el
procurador general.
—¡Ah, dan cerga te gasa! —exclamó el baró n—.
¡Qué gurioso!
—Se comprende muy bien que haya perdido usted
la cabeza por esta esplé ndida mujer, me ha dado
mucho gusto verla —prosiguió Corentin—. Lucien
está tan celoso de ella, que le prohibe dejarse ver; y
ella le quiere mucho, ya que en los cuatro añ os que
lleva viviendo con el mobiliario de la Bellefeuille y
en sus mismas condiciones, jamá s los vecinos, los
porteros, ni los inquilinos de la casa han podido
verla en absoluto. Só lo se pasea por las noches.
Cuando sale, el coche lleva las cortinas tiradas y la
señ ora el velo puesto. Lucien tiene, ademá s de los
celos, otras razones para ocultar a esta mujer: tiene
que casarse con Clotilde de Grandlieu, y es en este
momento el favorito ı́ntimo de la señ ora de Sé rizy.
Como es natural, quiere conservar tanto a su
amante suntuaria como a su prometida. De modo
que es usted dueñ o de la situació n, porque Lucien
sacri icará su placer a sus intereses y a su vanidad.
Usted es rico, y se trata probablemente de su
postrera felicidad: sea usted generoso. Conseguirá
lo que desea por mediació n de la criada. Dé le usted
diez mil francos y le esconderá en la habitació n de
su ama; por lo que conseguirá, ¡bien lo vale!
Ninguna igura retó rica puede describir la dicció n
brusca, tajante y absoluta de Corentin; el baró n lo
acusaba con un gesto de asombro expresió n que
desde hacı́a tiempo no se dibujaba nunca sobre su
rostro impasible.
—Vengo a pedirle cinco mil francos para mi amigo,
que ha perdido cinco de los billetes que usted le
dio... ¡un ligero contratiempo! —prosiguió Corentin,
en el tono del que da una orden—. Peyrade conoce
Parı́s demasiado bien, y para no ponerse en
evidencia no era cuestió n de escatimar: ha contado
con usted. Pero esto no es lo má s importante —dijo
Corentin, dominá ndose, con objeto de quitar toda
gravedad a la petició n de dinero—. Si no quiere ser
desgraciado en sus ú ltimos dı́as, consı́gale a
Peyrade el puesto que le pidió , que usted puede
conseguir con facilidad. El director general de la
policı́a del Reino debió de recibir ayer una nota a
este respecto. Ahora basta con hacer que
Gondreville hable de ello con el prefecto de policı́a.
Pues bien, dı́gale a Malin, conde de Gondreville, que
se trata de complacer a uno de los que le libraron
de los Simeuse, y se moverá...
—Aguı́ diene, señ or —dijo el baró n, tomando cinco
billetes de mil francos y entregándolos a Corentin.
—La camarera se entiende con un criado que se
llama Paccard y vive en la calle de Provence, en casa
de un carrocero, y que se alquila como servidor
para los que quieren dá rselas de prı́ncipes. Puede
usted llegar hasta la camarera de la señ ora Van-
Bogseck a travé s de Paccard, un tuno piamonté s
que tiene mucha afición al vermouth.
Esta con idencia, que Corentin soltó con elegancia a
modo de postdata, era obviamente el precio de los
cinco mil francos. El baró n intentaba descubrir a
qué raza pertenecı́a Corentin, que a su mirada
perspicaz má s que un espı́a parecı́a el director de
algú n servicio de espionaje; pero el sabueso siguió
siendo para é l como una inscripció n a la que falten
por lo menos los tres cuartos de las letras para un
arqueólogo.
—¿Gomo se llama la gamarera? —preguntó.
—Eugé nie —contestó Corentin, que saludó al
barón y se fue.
El baró n de Nucingen, henchido de alegrı́a,
abandonó sus negocios y sus despachos y subió a
sus habitaciones con el estado de á nimo de un
muchacho de veinte añ os ante la inminencia de una
primera cita con una primera amante. El baró n
cogió todos los billetes de mil francos de su caja
particular, que representaban una cantidad —
¡cincuenta y cinco mil francos!— con la que hubiera
podido hacer la felicidad de todo un pueblo, y se los
puso en el bolsillo de su traje para tenerlos a mano.
Pero la prodigalidad de los millonarios só lo puede
compararse con su avidez por la ganancia. En
cuanto se trata de un capricho o una pasió n, el
dinero ya no es nada para los Cresos:
efectivamente, es má s difı́cil para ellos tener
caprichos que tener oro. Un placer es la mayor
rareza de tales vidas ahitas, colmadas por las
emociones que proporcionan las grandes
operaciones de la especulació n, que tienen
embotados sus corazones. Ejemplo. Uno de los
mayores capitalistas de Parı́s, conocido ya por sus
extravagancias, se cruza cierto dı́a en los bulevares
con una muchachı́ta obrera excesivamente bonita.
Esta griseta, que iba en compañ ı́a de su madre, daba
el brazo a un joven, de indumentaria bastante
ambigua, que meneaba las caderas con mucha
fanfarronerı́a. En el primer encuentro, el millonario
se enamora de la parisiense; la sigue hasta su casa,
y entra; hace que le cuenten aquella vida, mezcla de
bailes en el Mabile, de dı́as sin pan, de espectá culos
y de trabajo; se toma interé s por ella y deja cinco
billetes de mil francos bajo una moneda de cinco
francos: una generosidad deshonrada. Al dı́a
siguiente, un cé lebre tapicero llamado Braschon se
pone a las ó rdenes de la griseta, le amuebla un piso
que ella elige y en el que se gasta unos veinte mil
francos. La obrera se entrega a fabulosas
esperanzas: hace vestir adecuadamente a su madre
y alardea de poder colocar a su exnovio en las
o icinas de una compañ ı́a de seguros. Espera... un
dı́a, dos...; luego... una semana, dos... Se considera
obligada a ser iel, contrae deudas. El capitalista,
mientras, habı́a tenido que irse a Holanda y habı́a
olvidado a la obrera; ni una sola vez fue al Paraı́so
que habı́a hecho construir para ella, y la muchacha
cayó en lo má s bajo que es posible caer en Parı́s.
Nucingen no jugaba, Nucingen no protegı́a las artes,
Nucingen no tenı́a ninguna clase de caprichos; por
eso quiso satisfacer su pasió n por Esther con una
ceguera con la que Carlos Herrera contaba.
Despué s del desayuno, el baró n mandó llamar a
Georges, su ayuda de cá mara, y le ordenó que fuera
a la calle Taitbout a rogar a la señ orita Eugé nie, la
camarera de la señ ora Van-Bogseck, que pasara por
su despacho para un asunto importante.
—La jiquilará s —añ adió — y la hará s supir a mi
hapidación ticiéntole gue ha hecho vorduna.
Georges tuvo grandes di icultades para lograr que
Europa-Eugé nie se decidiera a ir. La señ ora, le dijo,
jamá s le permitı́a que saliera; podı́a ser despedida,
etc. Ası́ que Georges destacó sus propios mé ritos al
oído del barón, quien le dio diez luises.
—Si la señ ora sale esta noche sin ella —dijo
Georges a su amo, cuyos ojos brillaban como
carbones ardiendo—, vendrá aquí sobre las diez.
—¡Pı́en! Fentras a jesdirme a las nuefe... y a
beinarme; guiero esdar lo mejor bosiple... Greo gue
brondo esdaré gon mi amata, si no, el tinero no
sería ya el Uñero...
Entre las doce y la una el baró n se hizo teñ ir los
cabellos y las patillas. A las nueve el baró n, que
habı́a tomado un bañ o antes de la comida, se acicaló
como un novio, se perfumó y se puso hecho un
Adonis. La señ ora de Nucingen, que fue informada
de tal metamorfosis, se dio el gusto de ver a su
marido. —¡Dios mı́o —dijo—, será s ridı́culo!... Ponte
una corbata de raso negro en lugar de esa corbata
blanca que destaca aú n má s la dureza de tus
patillas; ademá s, hace Imperio, hace vejestorio,
parece que te des el aire de un antiguo consejero
del Parlamento. Quı́tate esos botones de diamantes,
que valen cada uno cien mil francos; esa mona te los
pedirı́a y no serı́as capaz de negá rselos; y para
darlos a una cualquiera, má s vale que me los ponga
yo de pendientes.
El pobre inanciero, vencido por la justeza de las
observaciones que le hacı́a su mujer, le obedecı́a
rezongando.
—¡Ritı́gulo, ritı́gulo!... Yo nunga te he icho gue
esdujieras ritı́gula guanto de gombonı́as lo mecor
gue botías bara du señorido te Rasdiñag.
—¡Claro que nunca has podido encontrarme
ridı́cula! ¿Acaso soy mujer que haga semejantes
faltas de ortografı́a en cuanto al vestir? ¡Vamos a
ver, date la vuelta!... Abró chate el traje hasta arriba,
como el duque de Maufrigneuse, dejando los dos
ú ltimos ojales de arriba. En in, procura
rejuvenecerte algo.
—Señ or —dijo Georges—, aquı́ está la señ orita
Eugénie.
—Atiós... —exclamó el banquero.
Acompañ ó a su mujer hasta pasados los lı́mites de
sus respectivas habitaciones, para estar seguro de
que no escucharía la conversación.
Al regresar cogió a Europa por la mano y la llevó
hasta su habitació n con una especie de respeto
irónico:
—Paya, hica mı́a, es usdet muy velı́s bor esdar al
serjisio te la muquer má s hermosa tel uniferso...
Dentrá lo gue usdet guiera si guiere haplar en mi
japor y tefenter mis indereses.
—Eso no lo harı́a ni por diez mil francos —exclamó
Europa—. Comprenda usted, señ or baró n, ante
todo soy una muchacha honrada...
—Sı́. Ya giiendo gon bacar su honratet. Eso es lo
gue en el munio tel gomercio se llama la guriositat.
—Y es no es todo —dijo Europa—. Si el señ or no
gusta a la señ ora, y hay razones para que ası́ sea, se
enfada, me despide, y resulta que mi trabajo me da
mil francos al año.
—El gabidal te mil vrangos ess te feinde mil
vrangos; si se los toy, no Vierte usdet nata.
—A fe mı́a, si se lo toma usted de esta manera,
compadre —dijo Europa—, la cosa cambia mucho.
¿Dónde están?...

—Aguı́ esdá n —respondió el baró n, enseñ ando


uno a uno los billetes de banco.
Contempló el fulgor que cada uno de los billetes
hacı́a saltar de los ojos de Europa, que revelaba la
concupiscencia que él había imaginado.
—Me paga usted el puesto; pero, y la honradez y la
conciencia?... —dijo Europa, levantando su
semblante astuto y lanzando al baró n una mirada a
la vez seria y burlona.
—La gonciensia no jale dando gomo el buesdo;
bero, boncamos cingo mil vrangos má s —dijo el
barón, y añadió cinco billetes de mil francos.
—No, veinte mil francos por la conciencia y cinco
mil por el puesto; si lo pierdo...
—Gomo usdet guiera... —dijo mientras añ adı́a los
cinco billetes—. Bero, bara canarios, dienes gue
esgonterme en el guardo te du ama turande la
noche, guanto esdará sola...
—Si me garantiza que nunca dirá usted quié n le ha
introducido, lo acepto. Pero le advierto una cosa: la
señ ora es fuerte como un toro, quiere al señ or de
Rubempré con locura, y aunque le diera usted un
milló n al contado no le harı́a cometer una
in idelidad... Será una tonterı́a, pero es ası́ cuando le
da por querer a uno, es peor que una mujer
honrada. Cuando se va de paseo con el señ or por el
bosque, el señ or no suele quedarse en casa al
regreso; esta noche ha salido, de modo que puedo
esconderle en mi cuarto. Si la señ ora regresa sola,
iré a buscarle a usted; usted se quedará en el saló n
y yo no cerraré la puerta de la habitació n; lo
demás... ¡lo demás es cosa suya!... ¡Prepárese!
—De taré los feinticingo mil vrangos en el saló n...
gondandes y sonandes.
—¡Vaya! —dijo Europa—. ¡Qué poco descon iado
es usted!... Usted lo pase bien...
—Dentrá s muchas ogasiones te sisarme...
Llecaremos a gonocernos pien...
—Bien, venga usted a Ja calle Taitbout a
medianoche; pero lleve usted treinta mil francos. La
honradez de una camarera, como los coches de
punto, resulta má s cara despué s de las doce de la
noche.
—Bor bruténcia de taré un pono tel Pango...
—No, no —dijo Europa—, han de ser billetes; si no,
las cosas no van...
A la una de la mañ ana el baró n de Nucingen,
escondido en la buhardilla donde dormı́a Europa,
era presa de la ansiedad que siente un hombre
afortunado. Vivı́a; la sangre parecı́a hervirle en los
dedos de los pies y su cabeza iba a estallar como
una máquina de vapor demasiado calentada.
" ¡Moralmende cozapa bor má s te cien mil
esgustos!", le decı́a luego a Du Tillet, cuando le
contaba esta aventura. Escuchaba los má s ligeros
ruidos que venı́an de la calle, y a las dos de la
mañana oyó el coche de su amante desde el bulevar.
Cuando la enorme puerta giró sobre sus goznes, su
corazón palpitaba con tal fuerza que parecía que iba
a alzar la seda del chaleco: por in iba a ver de
nuevo la celestial y ardiente cara de Esther. Su
corazó n acusó el ruido del estribo y el de la
portezuela al cerrarse. La espera del supremo
instante le producı́a mayor agitació n que si
estuviera en juego su fortuna entera.
—¡Ahı́ —exclamó —, ¡esdo es ji ir! Es ingluso ijir
temasiato, no foy a ser gabás te haser nata te nata.
—La señ ora está sola, baje usted —djo Europa
dejá ndose ver—. ¡Sobre todo, no haga ruido,
pedazo de elefante!
—¡Petazo te elevande! —repitió el baró n, riendo y
andando como si estuviera descalzo sobre barras
de hierro al rojo vivo.
Europa iba delante, con una palmatoria en la mano.
—Doma, gü é ndalos —dijo el baró n, entregando a
Europa los billetes cuando llegaron al salón.
Europa tomó los treinta billetes con seriedad y
salió, dejando encerrado al banquero.
Nucingen se fue derecho a la habitació n, donde
halló a la hermosa inglesa, que le dijo:
—¿Eres tú, Lucien?...
—No, cuaba —exclamó Nucingen, sin ser capaz de
terminar la frase.
Se quedó helado al ver a una mujer que era
absolutamente lo contrario de Esther: rubia en
lugar de morena, dé bil en lugar de la fuerza que é l
habı́a admirado, una suave noche de Bretañ a en vez
del resplandor del sol de Arabia.

—¿Qué es eso, de dó nde viene usted?... ¿Quié n es


usted?... ¿Qué quiere? —exclamó la inglesa, tocando
la campanilla sin que la campanilla sonara.
—He inudilizato las gambanillas, bero no denca
mieto... foy a marcharme —dijo—. ¡Dreinda mil
vrangos echatos a berter! ¿Es usdet realmente la
amande tel señor Lisien te Ripembré?
—Hay algo de eso, sobrinito mı́o —dijo la inglesa,
que hablaba bien el francé s—. Bero, guien eres dú ?
—preguntó , imitando el modo de pronunciar de
Nucingen.
—¡Un hompre encanasto!... —contestó
lastimosamente.
—¿Encañ ato bor dener una muquer ponida? —
prosiguió ella en tono burlón.
—Bermı́dame gue mañ ana le mante un recalo, en
regüerto tel paran te Nitsinguen.
—¡No denco el cusdo!... —dijo la mujer,
desternillá ndose de risa—. Pero tu regalo será bien
recibido, mi querido allanador de morada.
—¿Ya lo gonocerá ? Atió s, señ ora. Es usdet poggado
ti gartenale; bero no soy má ss gue un bopre
panguero te má s te sesenda añ os, y usdet me ha
hecho gombrenter el boter gue diene sopre mi la
muquer a guien guiero, buesdo gue su pelleza
soprehumana no ha botito hacérmela olpitar...
—Garampa, ser bonido lo gue me esdá ticiendo —
respondió la inglesa.
—Aún no lo es dando gomo la gue me lo insbira...
—Hablaba usted de dreinda mil francos... ¿A quié n
se los ha dado usted?
—A la sinjerqüenza te su gamarera...
La inglesa tocó la campanilla; Europa no estaba
muy lejos.
—¡Oh! —exclamó Europa—. ¡Un hombre en la
habitació n de la señ ora, y no es el señ or!... ¡Qué
horror!
—¿Es cierto que le ha dado a usted treinta mil
francos para que lo introdujera?
—No, señora; entre las dos no los valemos...
Y Europa se puso a dar gritos de alarma con tanta
fuerza que el banquero, asustado, se fue a la puerta,
desde donde Europa le echó escaleras abajo.
—¡Granuja —le echó en cara—, denunciarme a mi
ama! ¡Al ladrón!... ¡Al ladrón!
El enamorado baró n, al borde de la desesperació n,
pudo llegar sin má s afrentas hasta su coche, que le
aguardaba en el bulevar; pero ya no sabı́a a qué
espía encomendarse.
—¿Acaso la señ ora quiere arrebatarme mis
ganancias?...
—dijo Europa, volviendo hecha una furia al cuarto
de la inglesa.
—No conozco las costumbres de Francia —dijo
ésta.
—Pues, si quiero, no tengo más que decirle al señor
dos palabras y mañ ana mismo está usted de patitas
en la calle —contestó Europa con insolencia.
—Esde temonio te gomar era —dijo el baró n a
Georges al preguntarle é ste si estaba contento— me
ha pirlato drexuda mil vrangos..., ¡bero es gulba mı́a,
nata más gue mía!...
—Ası́ que no le ha servido de nada ponerse hecho
un pimpollo. ¡Demonio! No le aconsejo al señ or que
se tome las pastillas para nada...
—Chorch, me muero te tesesberació n... Denco
vrı́o... denco el gorasó n helato... Nata te Esder, amico
mío.
Georges era siempre el amigo de su señ or en las
grandes ocasiones.
Dos dı́as despué s de esta escena, que contada por
la joven Europa resultaba aú n má s có mica gracias a
su mímica, Carlos comía a solas con Lucien.
—Es preciso, hijo mı́o, que ni la policı́a ni nadie
meta las narices en nuestros asuntos —le dijo en
voz baja mientras encendı́a su cigarro con el de
Lucien—. Es peligroso. He encontrado un medio
audaz pero infalible de hacer que el baró n y sus
agentes se estén quietos. Vas a ir a casa de la señora
de Sé rizy, y será s complaciente con ella. En el curso
de la conversació n le dirá s que para hacer un favor
a Rastignac, el cual está harto desde hace tiempo de
la señ ora de Nucingen, consientes en servirle de
tapadera para ocultar a una amante. El señ or de
Nucingen, que se ha enamorado perdidamente de la
mujer que Rastignac oculta (esto la hará reı́r), te
hace espiar por la policı́a; con eso, tú , que eres
inocente de las marrullerı́as de tu compatriota,
corres el peligro de comprometer tus intereses ante
los Grandlieu. Rogará s a la condesa que obtenga el
apoyo de su marido, que es ministro de Estado,
para ir a la prefectura de policı́a. Cuando esté s allı́,
delante del señ or prefecto, presé ntale tus agravios,
pero con el tono del polı́tico que pronto ha de
entrar a formar parte en la inmensa maquinaria del
gobierno para ser una de sus principales piezas.
Será s comprensivo con la policı́a, como buen
estadista, y mostrará s tu admiració n por ella y por
el prefecto. Ya se sabe que incluso las máquinas más
perfectas manchan de grasa y sufren ligeros
contratiempos. Enfá date só lo en la medida justa.
Naturalmente, no tienes nada contra el señ or
prefecto; pero compromé telo a que vigile a su gente
y compadé celo por tener que reprender a sus
subordinados. Cuanto má s suave y untuoso seas,
tanto má s duro será el pretexto contra sus agentes.
Entonces estaremos tranquilos y podremos hacer
volver a Esther, que debe de estar bramando como
los ciervos en el bosque.
El prefecto de entonces era un antiguo magistrado.
Los antiguos magistrados resultan demasiado
jó venes como prefectos de policı́a. Imbuidos de
Derecho y a horcajadas sobre la legalidad, su mano
no suele tener esa ligereza para la arbitrariedad
que requieren a menudo las circunstancias crı́ticas,
en las que la actuació n de la prefectura tiene que
parecerse a la de un bombero encargado de apagar
un incendio. En presencia del vicepresidente del
Consejo de Estado, el prefecto reconoció que la
policı́a tiene má s incovenientes que los que de
verdad tiene, lamentó sus abusos, y se acordó
entonces de la visita que le habı́a hecho el baró n de
Nucingen y de la informació n que habı́a solicitado a
propó sito de Peyrade. El prefecto, tras prometer
que reprimirı́a los excesos a los que se entregaban
sus agentes, agradeció a Lucien que se hubiera
dirigido directamente a é l, le prometió guardar el
secreto y dio muestras de comprender toda aquella
intriga. El ministro de Estado y el prefecto
cambiaron hermosas frases sobre la libertad
individual, sobre la inviolabilidad del domicilio, y el
señ or de Sé rzy hizo observar al prefecto que, si
bien los altos intereses del reino exigı́an a veces la
prá ctica de ilegalidades secretas, el crimen, a su vez,
comenzaba con la aplicació n de los resortes del
Estado en aras del interé s privado. Al dı́a siguiente,
cuando Peyrade se dirigı́a hacia su entrañ able café
David, donde disfrutaba del espectá culo de los
burgueses del mismo modo que un artista viendo
có mo crecen las lores, un gendarme vestido de
paisano se acercó a él por la calle.
—Iba a su casa —le dijo al oı́do—, tengo orden de
llevarle a la prefectura.
Peyrade cogió un coche de punto junto con el
gendarme, sin hacer la más mínima observación.
El prefecto de policı́a trató a Peyrade como si
hubiera sido el ú ltimo de los cabos de varas de un
presidio, paseá ndose por la avenida del jardincillo
de la prefectura de policı́a que, en aquel entonces,
estaba situada junto al muelle de los Orfévres.
—No sin razó n fue usted apartado de la
administració n en 1809, señ or mı́o... ¿No sabe usted
a qué nos está usted exponiendo y a qué se expone
usted mismo?...
La reprimenda terminó con una fulminació n. El
prefecto anunció in lexiblemente al pobre Peyrade
que no só lo quedaba suprimido su subsidio anual,
sino que ademá s é l serı́a objeto de una vigilancia
especial. El anciano recibió esta ducha de agua frı́a
con la mayor tranqulidad del mundo. No hay nada
tan inmó vil e impasible como un ser fulminado.
Peyrade habı́a perdido todo su dinero jugando. El
padre de Lydie, que contaba con su puesto, se veı́a
sin má s recursos que las limosnas de su amigo
Corentin.
—He sido yo tambié n prefecto de policı́a y le doy
toda la razó n —dijo con calma el anciano al
funcionario, que habı́a adoptado una postura
propia de su majestad judicial, y que tuvo entonces
un signi icativo sobresalto—. Pero permı́tame, sin
que quiera excusarme con ello, que le haga
observar que no me conoce en absoluto —
prosiguió Peyrade, echando una sutil mirada al
prefecto—. Sus palabras, si se dirigen al antiguo
comisario general de policı́a de Holanda, son
demasiado duras; y si van destinadas a un simple
sabueso, no son bastante severas. Só lo le pido,
señ or prefecto —añ adió Peyrade tras una pausa,
viendo que el prefecto guardaba silencio—, que
recuerde lo que voy a tener el honor de decirle. Sin
mezclarme en nada de su actuació n ni de mi
justi icació n, tendrá usted ocasió n de comprobar
que en este asunto se está engañ ando a alguien; en
estos momentos el engañ ado es un servidor de
usted; más adelante será usted mismo.
Se despidió del prefecto, que habı́a adoptado un
aire meditabundo para ocultar su sorpresa. Volvió a
su casa con los miembros deshechos y embargado
por una ira profunda contra el baró n de Nucingen.
Só lo aquel burdo inanciero podı́a haber
descubierto un secreto que estaba encerrado en las
cabezas de Contenson, Peyrade y Corentin. El
anciano acusó al banquero de querer eximirse del
pago convenido, una vez alcanzado su objetivo. Una
ú nica entrevista le habı́a bastado para adivinar las
astucias del má s astuto de los banqueros. "Liquida
con todo el mundo, incluso con nosotros, pero me
vengaré ", se decı́a a sı́ mismo el pobre hombre.
"Nunca he pedido nada a Corentin, pero ahora voy
a pedirle que me ayude a vengarme de este
zopenco. ¡Maldito baró n! Verá s có mo las gasto
cuando te encuentres, un dı́a, con tu hija
deshonrada... Pero, ¿sentirá algú n amor por su
hija?"
El mismo dı́a en que se produjo aquella catá strofe
que hacı́a derrumbarse sus esperanzas, el anciano
parecı́a haber envejecido diez añ os. Hablando con
su amigo Corentin, unı́a a sus agravios las lá grimas
que le producı́a la perspectiva del sombrı́o porvenir
que dejaba a su hija, que era su ı́dolo, su perla, su
ofrenda a Dios.
—Seguiremos este asunto —le decı́a Corentin—.
Hay que saber primero si el baró n es tu delator.
¿Fuimos prudentes apoyá ndonos en Gondrevı́lle?...
Este viejo Sabelotodo nos debe demasiadas cosas
para que no intente hundirnos; por eso hago vigilar
a su yerno Keller, que no sabe ni palabra de polı́tica,
y que es muy capaz de meterse en cualquier
conspiració n que pretenda derrocar a la rama
primogé nita en provecho de la secundona... Mañ ana
sabré lo que ocurre con Nucingen, si ha visto ya a
su amante y de dó nde procede este golpe bajo... No
te desesperes. Para empezar, el prefecto no
aguantará mucho en su puesto... El momento está
preñ ado de revoluciones, y las revoluciones son
nuestras aguas turbias.
Se oyó un silbido peculiar, procedente de la calle.
—Es Contenson —dijo Peyrade, colocando una luz
en la ventana— que tiene algo de interé s personal
para mí.
Un momento despué s comparecı́a el iel Contenson
ante los dos gnomos de la policı́a, reverenciados
por él como dos genios.
—¿Qué hay? —dijo Corentin.
—¡Hay novedades! Salı́a del 1131, donde lo habı́a
perdido todo. ¿A quié n veo bajo las arcadas?... ¡A
Georges! El baró n acababa de despedirle por
sospechar que se había ido de la lengua.
—Eso es el efecto de una sonrisa que se me escapó
—dijo Peyrade.
—¡Vaya! ¡Cuá ntos desastres motivados por
sonrisas!... —exclamó Corentin.
—Sin contar los que provocan los golpes de lá tigo
—dijo Peyrade, aludiendo al asunto Simeuse (vé ase
UN ASUNTO TENEBROSO)—. Pero, vamos a ver,
Contenson, ¿qué es lo que ocurre?
—Esto es lo que ocurre —repuso Contenson—. He
hecho cantar a Georges llená ndolo de vasos de
todos colores hasta dejarlo borracho perdido; por
lo que a mı́ respecta, debo de ser una especie de
alambique. Nuestro baró n fue a la calle Taitbout
despué s de atiborrarse de pastillas afrodisı́acas. Allı́
ha encontrado a la mujer que ya sabé is. Pero ahı́
está la broma: ¡la inglesa no es su tesconocita!... Y se
gastó treinta mil francos para sobornar a la
camarera. Se cree grande porque hace pequeñ eces
con grandes capitales; dadle la vuelta a la frase y
encontraré is el planteamiento del problema que
resuelve el genio. El baró n regresó en un estado
lamentable. Al dı́a siguiente, Georges, para hacer
mé ritos, dijo a su amo: "¿Por qué utiliza el señ or
gente de tan baja ralea? Si el señ or quisiera poner
su con ianza en mı́, encontrarı́a a su desconocida; la
descripció n que el señ or me ha hecho de ella me
basta, pondré todo Parı́s patas arriba." "¡Ve (dijo el
baró n), te recompensaré si lo consigues!" Georges
me ha contado todo esto mezclado con detalles de
lo má s descabellado. Pero... ¡ya estamos
acostumbrados a oı́r cualquier cosa! Al dı́a siguiente
el baró n recibió una carta anó nima que decı́a algo
ası́: "El señ or de Nucingen se muere de amor por
una desconocida y se ha gastado ya mucho dinero
inú tilmente; si se aviene a presentarse esta misma
noche, a las doce, al extremo del puente de Neuilly,
y subir al coche detrá s del cual estará el criado del
bosque de Vincennes, dejá ndose tapar los ojos con
un pañ uelo, podrá ver a la que ama... Como su
fortuna puede infundirle sospechas acerca de la
pureza de intenciones de los que ası́ proceden, el
señ or baró n puede llevar consigo a su iel Georges.
No habrá, por otra parte, nadie dentro del coche." El
barón se presenta al lugar indicado con Georges, sin
decirle nada. Los dos se dejan tapar los ojos y se
dejan cubrir la cabeza con un velo. El baró n
reconoce al criado. Dos horas má s tarde, el coche,
que parecı́a de los del tiempo de Luis XVIII (¡qué
Dios le tenga en su gloria!, ¡é l sı́ que entendı́a en
asuntos de policía!), se para en medio de un bosque.
El baró n, a quien alguien quitó el pañ uelo, vio a su
desconocida en el interior de un coche parado, el
cual... ¡zas!... desapareció en seguida. El coche en
que iba (estilo Luis XVIII) le llevó de regreso a
Neuilly, donde le esperaba el suyo. En la mano de
Georges habı́an dejado un billete que decı́a:
"¿Cuá ntos billetes de mil francos está dispuesto a
soltar el baró n para que le pongan en relació n con
la desconocida?" Georges entrega el billete a su
amo, y el baró n, convencido de que Georges se
entiende conmigo o con usted, señ or Peyrade, con
el in de explotarle a é l, pone a Georges de patitas
en la calle. ¡Vaya un banquero imbé cil! No tenı́a que
despedir a Georges antes de haberse agosdato gon
la tesconocita.
—¿Ha visto Georges a la mujer?... —dijo Corentin.
—Sí —dijo Contenson.
—¿Y cómo es? —exclamó Peyrade.
—¡Oh! —replicó Contenson—. No me ha dicho má s
que eso: ¡una hermosura resplandeciente!...
—Nos está n dando el esquinazo unos tı́os má s
há biles que nosotros —exclamó Peyrade—. Esos
pá jaros van a venderle esta mujer muy cara al
barón.
—¡Ya, mein Herr!1 —contestó Contenson—. Por
eso, al saber que le habı́an dado un rapapolvo en la
prefectura, he hecho cantar a Georges.
—Quisiera saber quié n me la ha jugado —exclamó
Pey-rade—. ¡Mediríamos nuestras fuerzas!
—Hay que estar al acecho —dijo Contenson.
—Tiene razó n —dijo Peyrade—; deslicé monos por
todos los agujeros, escuchemos, esperemos...
—Vamos a estudiar esta versió n —exclamó
Corentin—; por de pronto, no tengo nada que
hacer. ¡Pó rtate bien, tú , Peyrade! Siempre hay que
obedecer al señor prefecto...
—El señ or de Nucingen es fá cil de desangrar —
hizo observar Contenson—, tiene demasiados
billetes de mil francos en las venas...
—¡Y pensar que tenı́a la dote de Lydie al alcance de
la mano! —dijo Peyrade al oído de Corentin.
—Contenson, vamonos, dejemos dormir a nuestro
tío Peyrade... ¡Hasta mañana!
—Señ or mı́o —dijo Contenson a Corentin en el
umbral—, ¡qué curioso intercambio iba a hacer este
hombre!... ¡Vaya! ¡Casar a su hija con el precio de...!
Vamos, con este argumento podrı́a hacerse una
bonita obra dramá tica, moral incluso, que se
titularía La dote de una joven.
—¡Ah, qué bien organizados está is vosotros!... ¡Qué
orejas tienes!... —dijo Corentin a Contenson—.
Decididamente, la Naturaleza Social provee a todas
las especies de las cualidades necesarias para los
servicios que espera de ellas. ¡La Sociedad es una
segunda Naturaleza!
—Es muy ilosó ico lo que está usted diciendo —
exclamó Contenson—; seguro que un profesor
sacaría de ello una teoría.
—Procura estar al corriente —repuso Corentin,
sonriendo mientras caminaba con el espı́a por las
calles— de todo cuanto ocurra en casa del baró n de
Nucingen, a propó sito de la desconocida... sin entrar
en detalles... no cometas trapacerías...
—¡Se mira si sale humo por las chimeneas! —dijo
Contenson.
—Un hombre como el baró n de Nucingen no puede
ser feliz de incó gnito —repuso Corentin—. Y por
otra parte, nosotros, que jugamos con los seres
humanos, ¡no debemos nunca convertirnos en sus
juguetes!
—¡Diablo! Serı́a como si el reo se entretuviera
cortando el cuello del verdugo —exclamó
Contenson.
—Siempre tienes un chiste a punto —respondió
Corentin, dejando escapar una sonrisa que formó
unas ligeras arrugas en su máscara de yeso.
El asunto era excesivamente importante por sı́
mismo, al margen de sus resultados. Si é l baró n no
habı́a traicionado a Peyrade, ¿quié n habı́a tenido
interé s en ver al prefecto de policı́a? Para Corentin
se trataba de saber si entre los suyos no habı́a
algú n traidor. Al acostarse pensaba lo mismo que
Peyrade: "¿Quié n habrá ido a quejarse al prefecto?...
¿A quié n pertenece esa mujer?" De este modo, pese
a ignorarse mutuamente, Jacques Collin, Peyrade y
Corentin se iban aproximando entre sí sin saberlo; y
la pobre Esther, Nucingen y Lucien iban a verse
necesariamente envueltos en la lucha que habı́a
comenzado ya y que iba a ser terrible debido al
amor propio que caracteriza a los hombres de la
policía.
Gracias a la habilidad de Europa, pudo saldarse la
parte má s amenazadora de la deuda de sesenta mil
francos que pesaba sobre Esther y sobre Lucien. La
con ianza de los acreedores no se resintió siquiera.
Lucien y su corruptor pudieron respirar por unos
instantes. Como dos ieras acosadas que beben
furtivamente de alguna charca, pudieron seguir
bordeando los precipicios cerca de los cuales el
hombre fuerte conducı́a al dé bil, ya fuera a la horca
o a la fortuna.
—Ahora —dijo Carlos a su protegido— nos
jugamos el todo por el todo; afortunadamente, las
cartas las tenemos marcadas, y los jugadores son
muy jóvenes.
Durante algú n tiempo Lucien frecuentó
asiduamente a la señ ora de Sé rizy, por orden de su
terrible mentor. Efectivamente, habı́a que evitar la
sospecha de que Lucien mantuviera a alguna
amante. Por otra parte, encontró una compensació n
en el gozo de sentirse objeto de amor y en la
animació n de una vida mundana. Obediente a la
señ orita Clotilde de Grand-lieu, no la veı́a má s que
en el Bosque de Bolonia o en los Campos Elíseos.
La mañ ana siguiente del dı́a en que Esther fue
encerrada en la casa del guarda, el personaje
terrible y para ella problemá tico que la
amedrentaba fue a proponerle que irmara en
blanco tres papeles sellados en los que iguraban
las siguientes comprometedoras palabras: Aceptado
por sesenta mil francos en el primero; Aceptado por
ciento veinte mil francos en el segundo, y Aceptado
por ciento veinte mil francos en el tercero. En total,
trescientos mil francos en letras. Poniendo. vale por,
no hacé is má s que un simple billete. La palabra
aceptado constituye la letra de cambio y os somete
a la prisió n por deudas. Esta palabra hace incurrir a
quien la irma imprudentemente en la pena de cinco
añ os de cá rcel, pena que el tribunal correccional no
dicta casi nunca y que la audiencia aplica a los
criminales. La ley de prisió n por deudas es un
recibo de los tiempos de la barbarie que reú ne en sı́
la estupidez y el mé rito inestimable de ser inú til,
puesto que jamá s afecta a los granujas. (Vé ase
ILUSIONES PERDIDAS.)
—Se trata de sacar de apuros a Lucien —dijo el
españ ol a Esther—. Tenemos una deuda de sesenta
mil francos, y con estos trescientos mil quizá nos
libremos de ella.
Tras haber antedatado en seis meses las letras de
cambio, Carlos las hizo extender a nombre de
Esther por un hombre incomprendido por parte de
la policı́a correccional, cuyas aventuras, pese al
escá ndalo que provocaron, cayeron pronto en el
olvido, se perdieron y fueron cubiertas por el
alboroto de la gran sinfonía de julio de 1830.
Este joven, que es uno de los má s audaces
caballeros de industria, e hijo de un escribano de
Boulogne, cerca de Parı́s, se llama Georges-Marie
Destourny. Su padre, obligado por las
circunstancias poco pró speras a vender su cargo,
dejó a su hijo, hacia 1824, sin ningú n recurso, tras
haberle dado una brillante educació n, ese delirio
que cometen tantos pequeñ os burgueses con sus
hijos. A los veintitré s añ os, el joven y brillante
alumno de derecho habı́a renegado ya de su padre
escribiendo así su nombre en sus tarjetas:

GÉORGIS D'ESTOURNY

Estas tarjetas daban al personaje un olor de


aristocracia. Este lechuguino tuvo la audacia de
adquirir un tı́lburi, un groom y de frecuentar los
clubs. Todo se aclara con pocas palabras: hacı́a
negocios en la Bolsa con el dinero de las mujeres
mantenidas de las cuales era el con idente. Por
ú ltimo sucumbió ante la policı́a correccional, ante la
que compareció acusado de jugar con cartas
demasiado afortunadas. Tenı́a có mplices: jó venes
corrompidos por é l, secuaces suyos ligados a é l por
la gratitud y muchachos que compartı́an su
elegancia y sus cré ditos. Al verse obligado a huir,
desdeñ ó el pago de sus diferencias en la Bolsa.
Todo Parı́s, el Parı́s de los Lobos Cervales y de los
clubs, de los bulevares y de los industriales, se
estremecía aún con aquel asunto.
En su é poca de esplendor, Georges d'Estourny, que
era guapo y sobre todo muy cordial, generoso como
el jefe de una banda de bandoleros, habı́a protegido
a la Torpille durante algunos meses. El falso españ ol
basó sus especulaciones en el trato que habı́a
tenido. Esther con este famoso estafador; el trato
con tales individuos es frecuente entre las mujeres
de su especie.
Georges d'Estourny, cuya ambició n se habı́a
enardecido con el é xito, habı́a tomado bajo su
protecció n a un hombre llegado a Parı́s desde una
lejana provincia en busca de negocios, a quien el
partido liberal querı́a indemnizar de las condenas
arrostradas valerosamente en el curso de la lucha
de la prensa contra el gobierno de Carlos X, cuya
persecució n se habı́a frenado en los tiempos del
ministerio Martig-nac. En aquella ocasió n se habı́a
indultado al caballero Cé rizet, aquel gerente
responsable apodado Valiente-Cérizet.
Cé rizet, bajo el patrocinio formal de las lumbreras
de la Izquierda, fundó una casa que a la vez
participaba de una agencia de negocios, de un
Banco y de una gestorı́a. Era una de estas casas que
constituyen el equivalente, en el comercio, de esas
criadas para todo que se anuncian en los
perió dicos. Cé rizet estuvo muy contento de
relacionarse con Georges d'Estourny, que lo educó.
Esther, en virtud de la ané cdota acerca de Ninon,
podı́a hacerse pasar por la iel depositarı́a de una
porció n de la fortuna de Georges d'Estourny. Carlos
Herrera se hizo dueñ o de los valores que habı́a
creado gracias a un endoso en blanco irmado
Georges d'Estourny. Este papel falso no ofrecı́a
ningú n peligro, dado que o bien la señ orita Esther o
bien otra persona a cuenta suya podı́a o debı́a
pagarlo. Informado acerca de la casa Cé rizet, Carlos
adivinó en é l a uno de esos oscuros personajes
decididos a hacer fortuna, aunque... legalmente.
Cé rizet, el auté ntico depositario de D'Estourny,
estaba provisto de cantidades importantes,
invertidas entonces en la Bolsa, en valores que
estaban en alza, lo cual permitı́a a Cé rizet dá rselas
de banquero. Todo esto se hace en Parı́s: se
desprecia a un hombre, pero no su dinero. Carlos se
personó en casa de Cé rizet con la intenció n de
trabajarlo a su manera, ya que por casualidad
resultaba ser dueñ o de todos los secretos del digno
socio de D'Estourny.
Valiente-Cé rizet vivı́a en un entresuelo de la calle
Gros-Chenet, y Carlos, que se hizo anunciar
misteriosamente como alguien que iba de parte de
Georges d'Estourny, sorprendió en el rostro del
supuesto banquero la palidez producida por dicha
presentació n. Carlos vio, en un modesto gabinete, a
un hombrecillo de escasos cabellos rubios, en quien
reconoció al Judas de David Sé chard, segú n la
descripción que del mismo le había hecho Lucien.
—¿Podemos hablar aquı́ sin miedo a que nos
escuchen? —dijo el españ ol, que se habı́a
transformado sú bitamente en inglé s pelirrojo, con
gafas azules, limpio y pulido como un puritano
yendo a la iglesia.
—¿Por qué razó n, caballero? —dijo Cé rizet—.
¿Quién es usted?
—El señ or William Barker, acreedor del señ or
D'Estourny; y voy a demostrarle la necesidad de
cerrar las puertas, ya que usted lo desea. Sabemos,
señ or mı́o, cuá les han sido sus relaciones con los
Petit-Claud, los Cointet y los Séchard de Angulema...
Al oı́r aquellas palabras, Cé rizet se precipitó hacia
la puerta para cerrarla, volvió a otra puerta que
daba a un dormitorio y corrió el cerrojo; a
continuación dijo al desconocido:
—¡Má s bajo, caballero! —Examinó al falso inglé s,
diciéndole—: ¿Qué quiere usted de mí?...
—¡Dios mı́o! —repuso William Barker—, en este
mundo cada uno va a la suya. Usted tiene los fondos
del bueno de D'Estourny... Tranquilı́cese, no vengo a
pedı́rselos; pero, despué s de mucho apremiarle,
este granuja (que, dicho sea entre nosotros,
merecerı́a ir al patı́bulo) me entregó estos valores
diciendo que podı́a haber alguna posibilidad de
hacerlos efectivos; y como yo no quiero demandarle
en mi nombre, me dijo que usted no me negarı́a el
suyo.
Cérizet miró la letra de cambio y dijo:
—Pero si ya no está en Francfort...
—Lo sé —respondió Barker—, pero podı́a haber
estado allí todavía en la fecha de esta operación...
—Pero es que yo no quiero hacerme responsable...
—dijo Cérizet.
—No le pido este sacri icio —contestó Barker—;
usted puede encargarse de recibirlos, los salda, y yo
me encargaré del cobro.
—Me sorprende que D'Estourny tenga tan poca
confianza en mí —añadió Cérizet.
—En su caso —respondió Barker— no se le puede
acusar de haber puesto sus huevos en muchos
nidos distintos.
—¿Acaso cree usted...? —preguntó el pequeñ o
negociante, devolviendo al falso inglé s las letras de
cambio aceptadas y en regla.
—...¿Si creo que conservará bien sus fondos? —dijo
Barker—. ¡Ya lo creo! ¡Está n ya sobre el tapete
verde de la Bolsa...!
—Mi interés estriba en...
—En perderlos ostensiblemente —dijo Barker.
—¡Caballero...! —exclamó Cérizet.
—Mire usted, querido señ or Cé rizet —dijo
frı́amente Barker, interrumpiendo a Cé rizet—, me
harı́a usted un favor si me facilitara este cobro.
Tenga la amabilidad de escribirme una carta en la
que diga que usted me entrega estos valores
aceptados a cuenta de D'Estourny, y que el
demandante tendrá que considerar al portador de
la letra como a su propietario.
—¿Hará el favor de decirme sus nombres?
—¡Nada de nombres! —respondió el capitalista
inglé s—. Ponga: El portador de esta letra y de los
valores... Recibirá usted buen pago por este, favor...
—¿Y de qué manera?... —dijo Cé rizet. —Con só lo
una palabra. Permanecerá usted en Francia,
¿verdad?
—Sí, señor.
—¡Pues bien! Georges d'Estourny nunca regresará .
—¿Y por qué?
—Hay por lo menos cinco personas, que yo sepa,
que le asesinarían, y él lo sabe muy bien.
—Ası́ no me extrañ a que me pida lo que le haria
falta para irse a las Indias —exclamó Cé rizet—. Por
desgracia me obligó a invertirlo todo en los fondos
pú blicos. Ya estamos en deuda con la casa Du Tillet.
Yo vivo al dı́a. —¡Saque usted, pues, sus cartas del
juego! —¡Ah, si lo hubiera sabido antes! —exclamó
Cérizet—. Me ha fallado la suerte...
—Una ú ltima palabra —dijo Barker—: ¡discreció n!
De esto es usted perfectamente capaz; pero tambié n
se necesita idelidad, y esto ya no es quizá tan
seguro. Nos volveremos a ver, y haré que se
enriquezca.
Despué s de haber introducido en aquella alma de
fango una esperanza que tenı́a que asegurar su
discreció n durante mucho tiempo, Carlos,
caracterizado de nuevo como Barker, fue a ver a un
escribano con quié n podı́a contar, para encargarle
que lograra un enjuiciamiento de initivo en contra
de Esther.
—Esto se pagará bien —dijo al escribano—, es un
asunto de honor y se quiere que todo esté en regla.
Barker hizo que un abogado representara a la
señ orita Esther ante el Tribunal del Comercio, para
que los enjuiciamientos fueran contradictorios. El
escribano, a quien se habı́a pedido que obrara con
dilicadeza, puso en sobre cerrado todas las actas del
sumario y fue é l mismo a embargar el mobiliario, en
la calle Taitbout, donde le recibió Europa. Una vez
hecha la denuncia, Esther cayó mani iestamente
bajo la amenaza de prisió n por deudas por la
cantidad declarada de má s de trescientos mil
francos.
En esto Carlos no tuvo que hacer ningú n gran
esfuerzo de inventiva. Un tal vodevil de deudas
falsas se representa muy a menudo en París. Existen
ciertos sub-Gobstck, ciertos Gigonnet que, a cambio
de una recompensa, se prestan a estos retrué canos,
ya que aú n bromean a propó sito de tan horrendas
maniobras. En Francia todo se hace en son de burla,
incluso los crı́menes. De modo que se pone precio,
ya sea a parientes recalcitrantes, ya sea a ciertas
pasiones dispuestas a regatear pero que, ante una
lagrante necesidad o por miedo a un supuesto
deshonor, sueltan en seguida la pasta. Má xime de
Trailles habı́a empleado este sistema muchas veces,
remedando las comedias del antiguo repertorio.
Carlos Herrera, esta vez, queriendo salvar el honor
de su há bito y el de Lucien, habı́a recurrido sin
exponerse a un documento falsi icado, aunque por
aquel entonces la costumbre de emplear
falsi icaciones se habı́a generalizado tanto que la
Justicia habı́a llegado a conmoverse. Dicen que en
los alrededores del Palacio Real existe una Bolsa de
falsi icaciones donde, por tres francos, puede
adquirirse una firma.
Antes de iniciar el asunto de aquellos cien mil
escudos destinados a servir de centinelas en la
puerta del dormitorio, Carlos se propuso hacer
pagar otros cien mil francos al señ or de Nucingen.
He aquí de qué manera.
Siguiendo sus ó rdenes, Asia se hizo pasar ante el
enamorado baró n por una vieja que estaba al
corriente de los asuntos de la hermosa desconocida.
Hasta la fecha, los autores costumbristas han
descrito a muchos usureros; pero han olvidado a
las usureras, a las madame La Ressource, de hoy, a
esos tan curiosos personajes que actualmente
reciben la decente denominació n de prenderas, y
cuyo papel podı́a representar la feroz Asia, que
tenı́a dos establecimientos, uno en el Temple y el
otro en la calle Saint-Marc, ambos regentados por
mujeres de su confianza.
—Te meterá s en la envoltura de la señ ora de Saint-
Estè ve —le dijo, y quiso examinarla una vez
disfrazada.
La falsa alcahueta se presentó con un vestido de
tela adamascada, estampada con lores, que parecı́a
la de una cortina arrancada de algú n camarı́n; se
cubrı́a con un chal de cachemira viejo y gastado,
invendible, de esos que agotan su existencia sobre
los hombros de mujeres como la que representaba.
Llevaba un cuello con puntas preciosas, pero
deshilachadas, y un sombrero horrible; llevaba
zapatos de piel de Irlanda, a cuyos bordes la carne
de sus pies hacı́a el efecto de unos burletes de seda
negra.
—¡Y la hebilla del cinturó n! —dijo, mostrando una
pieza de orfebrerı́a muy sospechosa que comprimı́a
su vientre de cocinera—. ¡Eh, vaya estilo! Y la
cintura... ¡con qué gracia me afea! ¡Oh, mama Rorro
me ha vestido muy lindamente!
—Primero has de ser melosa —le dijo Carlos—,
casi temerosa, y descon iada como una gatita; sobre
todo, haz que el baró n se avergü ence de haber
echado mano de la policı́a sin que é sta te haya
molestado a ti para nada. Por ú ltimo, dale a
entender, en la prá ctica, en té rminos má s o menos
claros, que desafı́as a todas las policı́as del mundo a
que descubran dó nde está su belleza. Oculta bien
tus trazas... Cuando el baró n te conceda la libertad
de darle palmadas en la barriga llamá ndole
"¡Depravadote!", entonces adopta una actitud
insolente y trátale como a un lacayo.
Nucingen, amenazado con no ver nunca má s a la
mediadora si procedı́a a la má s leve vigilancia, tenı́a
que ver a Asia yendo a pie hasta las inmediaciones
de la Bolsa, misteriosamente, a un entresuelo
miserable de la calle Neuve-Saint-Marc. ¡Cuá ntas
veces han sido holladas aquellas calles mugrientas
por enamorados millonarios, y con qué fruició n!
Las piedras lo saben. La señ ora de Saint-Estè ve,
llevando al baró n de esperanza en desesperanza, en
dosis sabiamente estudiadas, logró , que é ste
deseara enterarse de cuanto concernı́a a la
desconocida a cualquier precio...
Entretanto el escribano proseguı́a sus gestiones a
buena marcha, puesto que, al no toparse con
ninguna resistencia por parte de Esther, actuaba de
acuerdo con los plazos legales sin perder un solo
día.
Lucien, acompañ ado por su consejero, visitó cinco
o seis veces a la prisionera en Saint-Germain. El
feroz cerebro de estas maquinaciones habı́a
considerado necesarios tales encuentros para
impedir que Esther desmejorara, ya que su belleza
se habı́a convertido en capital. En el momento de
marchar de la casa del guarda, llevó a Lucien y a la
pobre cortesana al borde de un camino desierto, a
un lugar desde donde se veı́a Parı́s y donde nadie
podı́a oı́rles. Los tres se sentaron, de cara al sol
naciente, bajo el tronco de un á lamo derribado, ante
aquel paisaje, que es uno de los más espléndidos del
mundo y abarca el lecho del Sena, Montmartre,
París, Saint-Denis.
—Hijos mı́os, vuestro sueñ o ha terminado —dijo
Herrera—. Tú , pequeñ a, nunca má s verá s a Lucien;
y si lo ves, lo habrá s conocido hate cinco añ os, só lo
durante unos días.
—Mi muerte ha llegado ya —dijo Esther sin
derramar una sola lágrima.
—Bueno, hace cinco añ os que está s enferma —
repuso Herrera—. Suponte que está s tı́sica y
mué rete sin aburrirnos con tus elegı́as. Pero ahora
verá s que aú n puedes vivir, ¡y muy bien!... Dé janos,
Lucien, ve a coger sonetos —le dijo, señ alá ndole un
campo a algunos pasos de distancia.
Lucien dirigió a Esther una mirada mendigante, una
de esas miradas propias de los hombres dé biles y
á vidos que tienen mucha ternura en el corazó n y
mucha cobardı́a en el á nimo. Esther le contestó con
un movimiento de cabeza que signi icaba: "Voy a
escuchar al verdugo para saber có mo he de poner
el cuello bajo el ilo del hacha, y tendré la valentı́a
de morir bien." El gesto fue tan dulce y al mismo
tiempo apuntaba tales horrores, que el poeta lloró ;
Esther corrió hacia é l, lo apretó entre sus brazos,
bebió sus lágrimas y le dijo:
—¡Tranquilízate!
Fue una de esas palabras que se expresan con el
gesto, con la mirada y con la voz del delirio.
Carlos se puso a explicar claramente, sin
ambigü edades, y muchas veces con expresiones
terriblemente descarnadas, la crı́tica situació n de
Lucien, su posició n en la casa de Grand-lieu, la
esplé ndida vida que le esperaba en caso de triunfar
y, por ú ltimo, la necesidad por parte de Esther de
sacrificarse a tan maravilloso porvenir.
—¿Qué hay que hacer? —exclamó la muchacha,
fanatizada.
—Obedecerme ciegamente —dijo Carlos—. ¿De qué
puede usted quejarse? De usted misma dependerá
el labrarse un futuro dichoso. Va a convertirse
usted en lo que ahora son Tullı́a, Florine, Mariette y
la Val Noble, sus antiguas amigas, es decir, en la
querida de un hombre rico por quien no sentirá
ningú n amor. Una vez liquidados nuestros asuntos,
su enamorado es lo bastante rico para hacerla feliz...
—¡Feliz!... —dijo levantando los ojos al cielo.
—Ha gozado usted de cuatro añ os de paraı́so —
prosiguió —. ¿Acaso no puede vivirse con
semejantes recuerdos?...
—Le obedeceré —contestó Esther, secá ndose una
lá grima—. ¡No se inquiete por lo demá s! Usted lo ha
dicho, mi amor es una enfermedad mortal.
—Aú n no he terminado —repuso Carlos—; debe
conservarse hermosa. A los veintidó s añ os y medio,
está usted en el punto culminante de su belleza
gracias a su felicidad. En in, vuelva a ser de nuevo
la Torpille. Sea usted traviesa, malgastadora y
astuta, no tenga piedad con el millonario del que le
hago entrega. ¡Escú cheme!... Este individuo es un
ladró n de grandes Bolsas, no ha tenido piedad por
mucha gente, ha engordado con los dineros de la
viuda y del hué rfano; ¡usted será la Venganza de
sus vı́ctimas!... Asia vendrá a recogerla en un coche
de punto, y esta misma noche estará de nuevo en
Parı́s. Si deja usted entrever la relació n que ha
tenido con Lucien durante cuatro años, será como si
le disparara un tiro en la cabeza. Le pregur.cará n
dó nde ha estado; contestará que se la llevó de viaje
un inglé s exageradamente celoso. En otros tiempos
demostró usted mucho ingenio para bromear,
procure recuperar todo aquel ingenio...
¿Habé is visto alguna vez una cometa radiante, una
de esas mariposas gigantes de la infancia, recubierta
de papel dorado, planeando por el cielo?... Los niños
se distraen un momento, alguien corta el hilo y el
meteoro cae con una espantosa velocidad. Lo
mismo le ocurrió a Esther oyendo a Carlos.

SEGUNDA PARTE
LO QUE EL AMOR CUESTA A LOS VIEJOS

Desde hacı́a ocho dı́as Nucingen iba, casi a diario, a


regatear la entrega de su amada a la tienda de la
calle Neuve-Saint-Marc. Allı́ Asia, a veces bajo el
nombre de Saint-Estè ve y a veces bajo el de señ ora
Rorro, presumı́a entre los má s hermosos atavı́os
que han llegado a aquella horrible situació n en que
los vestidos ya no son vestidos, pero no son todavı́a
andrajos. El marco estaba en armonı́a con el
aspecto que aquella mujer adoptaba, ya que tales
tiendas son una de las má s siniestras peculiaridades
de Parı́s. Allı́ pueden verse los despojos que la
Muerte ha dejado con sus manos descarnadas, y
puede oı́rse el estertor de un pecho atacado por la
tisis; se adivina tambié n la agonı́a de la miseria bajo
un traje de brocado de oro. Las horrendas disputas
entre el Lujo y el Hambre está n allı́ escritas sobre
ligeros encajes. Uno puede encontrar la isonomı́a
de una reina bajo un turbante con plumas cuya
postura recuerda —restablece casi— el rostro
ausente. ¡Es lo repugnante dentro de lo hermoso! El
lá tigo de Juvenal, agitado por las manos o iciales del
perito tasador, desparrama los manguitos gastados,
la peleterı́a mustia de las cortesanas arruinadas. Es
un estercolero de lores en el cual destacan, acá y
allá , algunas rosas recié n cogidas y pronto
desechadas, y sobre el cual está siempre acurrucada
una vieja, la prima hermana de la Usura, la Ocasió n
que pintan calva, desdentada y dispuesta a vender
el contenido, pues el continente está ya
acostumbrada a comprarlo: compra o vende tanto a
la mujer sin el vestido como el vestido sin la mujer.
Asia se encontraba en su elemento, como el cabo de
varas en el presidio o como el buitre, con el pico
ensangrentado, sobre un cadá ver; su aspecto era
má s espantoso que el de los salvajes horrores que
hacen estremecerse a los transeú ntes cuando a
veces encuentran sorprendidos alguno de sus má s
remotos y sentidos recuerdos expuesto en algú n
sucio escaparate, tras el cual hace muecas alguna
auténtica Saint-Estève retirada.
De irritació n en irritació n, de diez mil francos en
diez mil francos, el banquero habı́a llegado a
ofrecer sesenta mil francos a la señ ora de Saint-
Estè ve, que le respondió con una mueca de repulsa
que hubiera hecho perder la paciencia a un macaco.
Despué s de una noche agitada, despué s de haber
reconocido cuá nto desorden habı́a introducido
Esther en su mente y tras haber conseguido unas
ganancias inesperadas en la Bolsa, se presentó una
mañ ana con la intenció n de soltar los cien mil
francos que Asia le pedı́a; pero antes querı́a
sonsacarle muchísimas informaciones.
—¿Por in te decides, chungó n? —le dijo Asia,
dándole palmadas en el hombro.
La familiaridad má s deshonrosa es el primer
tributo que esta clase de mujeres imponen a las
pasiones desenfrenadas o a las desgracias que se
entregan en sus manos; nunca se alzan a la altura
del cliente, sino que le obligan a sentarse junto a
ellas sobre su montó n de basura. Como puede
observarse, Asia obedecı́a admirablemente a su
dueño.
—Pien lo jale —dijo Nucingen.
—Y no sales perdiendo —respondió Asia—. Ha
habido mujeres que se han vendido má s caras que
é sta, relativamente. ¡Es que hay mujeres y mujeres!
De Marsay dio por Coralie sesenta mil francos. La
que tú quieres ha costado cien! mil francos de
primera mano; pero para ti, te das cuenta, viejo
verde, es un asunto de conveniencia.
—Bero, ¿tónte esdá?
—¡Oh, ya la verá s! Tú y yo somos iguales: ¡dadme,
dadme!... ¡Ah, amiguito, tu pasió n ha cometido
locuras! Esta clase de jovencitas no son nada
razonables. La princesa es ahora lo que decimos un
dondiego de noche...
—Un tontieco...
—Vamos, no te hagas el babieca... Tiene a Louchard
sobre su pista; yo le he prestado cincuenta mil
francos...
—Feindicingo, serán —exclamó el banquero.
—Demonio, veinticinco por cincuenta, esto cae por
su propio peso —respondió Asia—. Seamos justos,
¡esta mujer es la honradez misma! Ya no le quedaba
má s que su persona, y me dijo: "Querida señ ora
Saint-Estè ve, estoy en apuros y só lo usted puede
hacerme este favor.; pré steme veinte mil francos, se
los hipotecaré sobre mi corazó n..." ¡Oh, tiene
corazó n noble!... Só lo yo sé dó nde está . Una
indiscreció n me costarı́a los veinte mil francos...
Antes vivı́a en la calle Taitbout. Antes de irse de allı́...
(Sus muebles fueron embargados... ya se sabe, los
gastos. ¡Esos golfos de los alguaciles!... ¡Ya lo sabe
usted, que entiende mucho en Bolsa y cosas ası́!)
Pues no fue tonta, alquiló por un par de meses su
piso a una inglesa, una esplé ndida mujer que tenı́a
de amante a Rubempré, y él tenía tantos celos que la
sacaba de paseo por las noches... Pero como iban a
llevarse los muebles, la inglesa se marchó ; ademá s
era muy cara para un pipiólo como Lucien...
—Hace usdet te pango —dijo Nucingen. —En
especie —dijo Asia—. Hago pré stamos a las mujeres
guapas; y esto rinde, porque se cuenta con dos
valores a la vez.
Asia gustaba de acentuar el papel de esas mujeres,
que son muy á speras, pero má s zalameras y dulces
que la malaya, y que justi ican su comercio con
motivos de gran elevació n. Asia ingı́a haber
perdido todas sus ilusiones, decı́a que habı́a
perdido a sus cinco amantes y a sus hijos; se
lamentaba de ser vı́ctima de todo el mundo, a pesar
de su experiencia. De vez en cuando enseñ aba
papeletas del Monte de Piedad como prueba de lo
mal que iba su negocio. Fingió estar en apuros y con
deudas. En suma, actuó con tanta ingenuidad que el
baró n acabó por creer en el personaje que
representaba. —¡Pueno! Si sueldo los cien mil, tó nte
la jeré ? —dijo con el tono del que está dispuesto a
cualquier sacrificio.
—Verá s, gordo, vas a venir hoy, al anochecer, en tu
coche por ejemplo, ante el Gimnasio. Aqué l es el
camino —dijo Asia—. Te parará s en la esquina de la
calle Sainte-Barbe. Yo estaré allı́ de guardia; nos
iremos en busca de mi hipoteca de pelo negro... ¡Oh,
tiene unos cabellos preciosos mi hipoteca! Cuando
se quita la peineta, Esther queda a cubierto como si
estuviera bajo un pabelló n. Pero me parece que
aunque entiendas de nú meros, de todo lo demá s
está s hecho un babieca; te aconsejo que escondas
bien a la pequeñ a, porque te la meten en Sainte-
Pé lagie, sin chistar, al dı́a siguiente, si la
encuentran... y... la están buscando.
—¿No se botrı́an reguberar las ledras? —dijo el
incorregible Lobo Cerval.
—Las tiene el alguacil... pero no hay tu tı́a. La
chiquilla duvo una pasió n y se gastó todo un fondo
que ahora le reclaman. ¡Maldita sea! Un corazó n de
veintidós años es muy juguetón.
—Pien, pien, yo arreciaré eso —dijo Nucingen,
adop
tando un aire de lince—. No hace vá ida tecir gue
seré su brodegdor.
—¡Oye, tontaina! Te advierto que es cosa tuya
hacerte querer por ella, y tienes bastante dinero
para comprar un amor ingido que valga lo que uno
verdadero. Yo te pongo a tu princesa entre las
manos; lo demá s ya no es asunto mı́o... Eso sı́, está
acostumbrada al lujo y a las mayores atenciones.
¡Ah, hijo mı́o! Es una mujer bien... De no ser ası́,
¿crees que le habría dado quince mil francos?
—¡Muy pien! Ticho esdá. ¡Hasda la noche!
El baró n volvió a proceder al acicalamiento nupcial
que ya una vez habı́a llevado a cabo; pero esta vez
la certeza del é xito le hizo duplicar la dosis de las
pildoras. A las nueve encontró a la mujer en la cita y
la hizo subir a su coche.
—¿Atonte? —dijo el barón.
—¿Adonde? —dijo Asia—. A la calle de la Perle, en
el Marais, que es una direcció n muy oportuna,
porque tu perla está en el charco1, pero tú vas a
lavarla.
Al llegar allı́, la falsa señ ora Saint-Estè ve dijo a
Nucingen con una desagradable sonrisa:
—Vamos a caminar un poco, no soy tan tonta como
para haber dado la verdadera dirección.
—Biensas en doto —respondió Nucingen. —Es mi
oficio —replicó la mujer.
Asia llevó a Nucingen a la calle Barbette, donde fue
introducido en el cuarto piso de una casa
amueblada, propiedad de un tapicero del barrio. Al
ver a Esther con ropas de trabajadora y haciendo
un bordado, en una habitació n pobremente
amueblada, el millonario palideció . Al cabo de un
cuarto de hora, durante el cual Asia pareció
cuchichear con Esther, el anciano apenas podı́a
hablar aún.
—Señ orida —dijo por in a la pobre muchacha—,
¿dentro usdet la pontat te acebdarme gomo
brodegdor?...
—Es preciso que ası́ sea, señ or —dijo Esther, de
cuyos ojos brotaron dos gruesas lágrimas.
—No llore. Guiero hacerla la má s velı́s te las
maqueres... Téjese únigamende amar bor mí, jera.
—Hija mı́a, el señ or es razonable, sabe muy bien
que tiene má s de sesenta y seis añ os, y será
indulgente. En in, á ngel mı́o, es un padre lo que te
he encontrado...
—Hay que hablarle ası́ —dijo Asia al oı́do del
banquero, descontento ante aquellas palabras—. No
se cogen las golondrinas disparando con la pistola.
Venga por aquı́ —añ adió , llevá ndose a Nucingen al
cuarto de al lado—. Ya sabe cuá les son nuestros
acuerdos, angelito.
Nucingen sacó del bolsillo de su traje una cartera y
corito los cien mil francos, que Carlos esperaba con
gran impaciencia, oculto en un gabinete, donde la
cocinera se los llevó en seguida.
—Aquı́ tenemos cien mil francos que nuestro
hombre invierte en Asia, ahora vamos a hacerle
invertir en Europa —dijo Carlos a su con idente
cuando estuvieron en el rellano. Desapareció tras
haber dado instrucciones a la malaya, que regresó
al piso donde Esther lloraba derramando
abundantes lá grimas. La joven, como un criminal
condenado a muerte, se había hecho la ilusión de un
desenlace novelesco y, sin embargo, habı́a llegado la
hora fatal.
—Hijos mı́os —dijo Asia—, ¿adonde vais a ir?...
Porque el barón de Nucingen...
Esther miró al famoso banquero con un gesto de
asombro perfectamente fingido.
—Sí, mi be güeña, soy el paran te Nisinquen...
—El baró n de Nucingen no puede, no debe
permanecer en una pocilga como é sta.
¡Escúcheme!... Su antigua doncella Eugénie...
—¡Eché nie! Te la galle Daidboud... —exclamó el
barón.
—Pues sı́, la encargada del mobiliario —repuso
Asia— que alquiló la casa a la inglesa...
—¡Ah, gombrenio! —dijo el barón.
—La antigua doncella de la señ ora —prosiguió
respetuosamente Asia, señ alando a Esther— les
recibirá muy bien esta noche, y jamá s se le ocurrirá
al guardia del comercio ir a buscarla a su antiguo
piso y del que se fue hace tres meses...
—¡Bervegdo, bervegdo! —exclamó el baró n—.
Atemá ss, yo gonosgo a los cuartias tel gomercio, y
sé lo gué hay gue tecirles bara gue tesabarezgan...
—Con Eugé nie tendrá una buena pieza —dijo Asia
—, yo fui quien se la proporcionó a la señora...
—Ya la gonosgo —exclamó el millonario, riendo—.
Echenle me pirló dreinda mil vrangos... —Esther dio
tal muestra de horror, que cualquier hombre de
corazó n le habrı́a con iado su fortuna—. ¡Oh, vué
gulba mı́a! —añ adió el baró n—. Ipa dras te usdet...
—Y contó el equı́voco a que habı́a dado lugar el
alquiler del piso a una inglesa.
—¡Vaya! ¿Ve usted, señ ora? —dijo Asia—. Eugé nie
no le ha dicho nada de todo esto, ¡la muy astuta!
Pero la señ ora ya está acostumbrada a esa
muchacha —dijo al baró n—; consé rvela usted, a
pesar de todo. —Asia volvió a tomar a Nucingen
aparte y le dijo—: Con quinientos francos
mensuales para Eugé nie, que sabe muy bien lo que
se hace, estará usted enterado de todo lo que haga
la señ ora, dé sela usted de doncella. Eugé nie estará
tanto má s de su parte cuanto que ya le ha sableado
a usted... No hay nada que ate tanto una mujer a un
hombre como el hecho de haberle sableado. Pero
téngala bien cogida: lo hace todo por dinero, aquella
muchacha, ¡es de alivio!...
—¿Y dú?
—Yo —dijo Asia —recupero mi dinero. Nucingen,
aquel ser tan penetrante, tenı́a una venda sobre los
ojos; se dejó llevar como un niñ o. La visió n de
aquella candida y adorable Esther, secá ndose los
ojos y pasando los puntos de su labor con el aire de
respetabilidad de una joven virgen, evocaba en el
anciano enamorado las sensaciones que habı́a
experimentado en el bosque de Vincennes: ¡habrı́a
dado entonces la llave de su caja fuerte! Se sentı́a
joven, su corazó n rebosaba adoració n, y esperaba
que Asia se marchara para poder postrarse de
hinojos ante aquella madonna de Rafael. Un tal
estallido sú bito de la infancia en el corazó n de un
Lobo Cerval, de un anciano, es un fenó meno social
de los que la isiologı́a puede explicar má s
fá cilmente, la adolescencia y sus ilusiones sublimes,
comprimida bajo el peso de los negocios, ahogada
por continuos cá lculos y por las continuas
preocupaciones que impone el afá n por los
millones, reaparece, brota y lorece como una
semilla olvidada cuyos efectos, cuya esplendorosa
germinació n obedece al azar, a un sol que surge,
que brilla tardı́amente. El baró n, que a los doce
añ os era ya empleado en la antigua casa de Aldrig-
ger en Estrasburgo, no habı́a puesto jamá s los pies
en el mundo de los sentimientos. Por eso
permanecı́a ante su ı́dolo sintiendo que en su
cerebro se entrechocaban centenares de palabras,
sin que sus labios pudieran pronunciar ninguna.
Entonces obedeció a un deseo brutal en el que
reaparecía el hombre de sesenta y seis años.
—¿Guiere usdet jenir a la galle Daidboud?... —dijo.
—Donde usted quiera, señ or —contestó Esther,
levantándose.
—¡Tonte usdet guiera! —repitió entusiasmado—.
Ess usdet un á nquel fenito tel cielo, a guien guiero
como si vuera un covencido, aungue en realitat
denco gopellos crises...
—Bien puede decir blancos, son de un negro
demasiado bonito para no ser má s que grises —dijo
Asia.
—¡Fede, asguerosa fente tora te garne humana! ¡Ya
dienes du tinero, no papees má s sopre esda vlor te
amor! —gritó el banquero, desquitá ndose mediante
este salvaje dicterio de todas las insolencias que
había tenido que soportar.
—¡Viejo sinvergü enza! ¡Me pagará s este insulto!...
—le dijo Asia, amenazá ndole con un ademá n de
pescadera que le hizo encogerse de hombros—.
Entre la boca de la botella y la del bebedor, hay
espacio para una vı́bora: ¡ahı́ estaré yo!... gritó ,
excitada por el desprecio de Nucingen.
Los millonarios, cuyo dinero guarda el Banco de
Francia, cuyas mansiones de ienden escuadras de
lacayos y cuya persona goza, en las calles, de la
protecció n de un veloz coche con caballos ingleses,
no temen ninguna desgracia; por eso el baró n miró
frı́amente de reojo a Asia, con la expresió n de quien
acaba de entregar cien mil francos. Su aplomo tuvo
un efecto inmediato. Asia inició su retirada,
refunfuñ ando hasta la escalera; su lenguaje era
demasiado revolucionario: ¡hablaba incluso de
patíbulo!
—¿Qué le ha dicho usted?... —preguntó la virgen
del bordado—; es una buena mujer.
—La ha fentito a usdet, le ha ropato...
—Cuando una está en la miseria —respondió con
un aire capaz de partir el corazó n a un diplomá tico
—, ¿quién tiene dinero o atenciones para una?...
—¡Bopre begueñ a! —dijo Nucingen—. ¡No se esdé
ni un minudo más aguí!
Nucingen ofreció su brazo a Esther, se la llevó tal
como iba y la hizo subir al coche, quizá con má s
respeto que habrı́a podido mostrar por la hermosa
duquesa de Maufrigneuse.
—Dentrá usdet un pello jesduario, el má s ponido te
Baris —le decı́a Nucingen por el camino—. Le
roteará el luco má ss maravilloso... Nincuna reina
será má s riga gue usdet. Será resbedata gomo una
no ia en Alemania: guiero gue sea lipre... No llore.
Esgú cheme... La guiero realmende gon un amor
buró . Gata una te sus lacrimas me barde el
gorazón...
—¿Se puede amar con verdadero amor a una
mujer a quien se compra?... —preguntó la muchacha
con una voz deliciosa.
—Cose pien vue fentito bor sus hermanos a gausa
te su quendilesa. Esdo esdá en la Piplia. A temas, en
Oriende se gombra a las muqueres lequídimas.
Una vez en la calle Taitbout, Esther no pudo volver
a ver el marco de su felicidad sin ser afectada por
recuerdos muy dolorosos. Se quedó sobre un divá n,
inmó vil, secando sus lá grimas una a una, sin oı́r ni
una sola de las tonterı́as que le farfullaba el
banquero, que se habı́a arrodillado; le dejó que
siguiera en aquella postura, le abandonaba las
manos cuando é l se las cogı́a, aunque ignorando,
por así decir, de qué sexo era el ser que le calentaba
los pies, pues Nucingen los habı́a encontrado frı́os.
Esta escena de lá grimas ardientes derramadas
sobre la cabeza del baró n, y de pies helados que é l
le calentaba, duró desde la doce de la noche hasta
las dos de la madrugada.
—Eché nie —dijo inalmente el baró n, llamando a
Europa—, mire usdet te gue su ama se agüesde...
—¡No! —exclamó Esther, ponié ndose bruscamente
de pie como un caballo espantado—. ¡Aquı́ de
ningún modo!...
—Mire, señ or, conozco a la señ ora, es dulce y
buena como un cordero —dijo Europa al banquero
—; pero no hay que contrariarla; hay que cogerla
siempre al sesgo... ¡Ha sido tan desgraciada aquı́!
¿Ve usted?... El mobiliario está muy usado. Dé jele
hacer su voluntad. Sea bueno y pó ngale una casa
bien bonita. Quizá cuando lo vea todo nuevo a su
alrededor se sienta desorientada, y a lo mejor le
encontrará a usted mejor de lo que es y mostrará
una dulzura angelical. ¡Oh, no hay otra como la
señ ora! Puede estar orgulloso de su magnı́ ica
adquisició n: un buen corazó n, una gran amabilidad,
un ino empeine, una piel de rosa... ¡Ah!, y un
ingenio con el que harı́a reı́r a un condenado a
muerte... Es fá cil sentir apego por la señ ora... ¡Y qué
bien sabe vestirse!... En de initiva, aunque sea cara,
bien lo vale. Aquı́ todos sus vestidos han sido
embargados, de modo que su guardarropa está
anticuado de tres meses. ¡La señ ora es tan buena,
ve usted, que yo la quiero, es mi ama! Pero sea
usted justo: ¡que una mujer como ella tenga que
verse entre muebles embargados!... ¿Y a causa de
quié n? A causa de un sinvergü enza que la ha
hundido... ¡Pobre señora! Ya no es la misma.
—Esder, Esder... —decı́a el baró n—, agü esdese,
á nquel mı́o. Si soy yo guien le ta mieto, me guetaré
en esde ganá bé ... —exclamó el baró n, enardecido
por el má s puro amor, viendo que Esther no paraba
de llorar.
—Bueno —contestó Esther, cogiendo la mano del
baró n y besá ndosela con un sentimiento de gratitud
que puso en los ojos de aquel Lobo Cerval algo muy
parecido a una lá grima—, se lo agradeceré en el
alma...
Y se apresuró hacia su habitació n, donde se
encerró.
"Hay aleo ineksbligable en doto esdo... —decı́a para
sı́ el baró n, agitado por las pildoras—. ¿Gué tiran en
mi gasa?... —Se levantó y miró por la ventana—: Mi
goche sique esdanto ahı́... ¡Brondo será te tı́a!... —Se
paseó por la habitació n—: ¡Te gué moto se purları́a
te mı́ la señ ora te Nuchinquen si llecara a saper
gomo he basato la noche!... —Incomodado por lo
ridı́culo de su situació n, fue a pegar la oreja a la
puerta de la habitació n—: ¡Esder!... —Ninguna
respuesta—. ¡Tios mı́o! Aú n llora...", dijo para sı́,
volviendo a acostarse al canapé.
Unos diez minutos despué s del alba, el baró n de
Nucingen, que habı́a podido inalmente conciliar un
mal sueñ o en una postura incó moda sobre el divá n,
despertó sobresaltado a las voces de Europa, en
medio de uno de esos sueñ os cuyas rá pidas
complicaciones constituyen uno de los problemas
sin solució n de la isiologı́a mé dica. —¡Ay, Dios mı́o,
señora! —gritó Europa—. ¡Señora! ¡Los soldados, la
policía, la Justicia! Quieren detenerla...
En el instante en que Esther abrió la puerta y
apareció , medio envuelta en su bata, en zapatillas,
con el pelo desordenado, capaz de llevar a la
condenació n, por su belleza; al arcá ngel Rafael, la
puerta del saló n dio paso a un alud de basura
humana que se precipitó , sobre sus diez patas, hacia
aquella celestial muchacha que parecı́a un á ngel de
alguna ¡pintura religiosa lamenca. Se destacó un
hombre. Contenson, el horrible Contenson, puso su
mano sobre el hombro húmedo de Esther.
—¿Es usted la señorita Esther Van...? —dijo.
Europa con un buen revé s en la mejilla de
Contenson y un golpe seco en las piernas, derribó al
agente.
—¡Atrás! —gritó—. ¡Nadie toca a mí ama!
—¡Me ha roto la pierna! —gritaba Contenson al
levantarse—. ¡Me las pagarán...!
De aquella masa de cinco esbirros vestidos de
esbirros, que no se habı́an quitado los horrendos
sombreros que llevaban sobre sus cabezas, má s
horrendas aú n, y que exhibı́an unas caras venosas
de madera de caoba con ojos bizqueantes y bocas
retorcidas, se destacó Louchard, que vestı́a con má s
decoro que sus hombres, aunque conservaba
tambié n su sombrero puesto, y que mostraba una
cara dulzona y chispeante.
—Señ orita, queda usted detenida —dijo a Esther—.
En cuanto a usted, hija mı́a —dijo a Europa—, toda
rebeldı́a recibirá su castigo y toda resistencia es
inútil.
Estas palabras fueron reforzadas por el ruido de
los fusiles, cuyas culatas golpearon las baldosas del
comedor y de la antesala, anunciando ası́ que la
guardia acompañaba y apoyaba al guardia.
—¿Y por qué me detienen? —preguntó Esther con
toda inocencia.
—¿Y sus pequeñas deudas?... —contestó Louchard.
—¡Ah, es cierto! —exclamó Esther—. Dé jenme
vestir.
—Desgraciadamente, señ orita, debo cercionarme
de si tiene usted algú n medio de evasió n en su
habitación —dijo Louchard.
Todo esto ocurrió tan de prisa, que el baró n no
había tenido todavía tiempo de intervenir.
—¡Gué ! ¡Soy ahora una fentetora te garne humana,
paran te Nichinquen!... —exclamó la terrible Asia,
deslizá ndose por entre los esbirros hasta el divá n,
donde fingió descubrir al banquero.
—¡Invame! —exclamó el baró n, irguié ndose con
toda su majestad financiera.
Se interpuso entre Esther y Louchard, el cual se
descubrió al oír la exclamación de Contenson:
—¡El señor barón de Nucingen!...
A un gesto de Louchard, los esbirros salieron del
piso mientras se descubrı́an todos con respeto. Só lo
se quedó Contenson.
—¿Va a pagar el señ or baró n?... —preguntó el
guardia, con el sombrero en la mano.
—Foy a bacar —contestó —, bero denco gue saper
te gué se drada.
—Trescientos doce mil francos y algunos cé ntimos,
con todos los gastos liquidados; pero la detenció n
no está incluida. —¡Dresciendos mil vrangos! —
exclamó el baró n—. Ess un tesperdar temasiato
garó bara un hompre gue ha pasato la noche sopre
un ganabé —añadió al oído de Europa.
—¿Es este hombre el baró n de Nucingen? —dijo
Europa a Louchard, acompañ ando su expresió n de
duda con un gesto que le habrı́a envidiado la
señ orita Dupont, la ú ltima con identa del Thé âtre-
Français. —Sı́, señ orita —dijo Louchard. —Sı́ —
contestó Contenson.
—Resbonto te ella —dijo el baró n, cuyo pundonor
habı́a herido la duda de Europa—, té jenme tecirle
unas balapras. Esther y su viejo enamorado
entraron en la habitació n, y Louchard creyó
necesario pegar el oído a la cerradura.
—La guiero má s gue a mi ita, Esder; bero ¿bor gué
tar a sus agreetores un tinero gue esdarı́a mecor en
el polsillo te usdet? Faya a la gá rcel: le carandizo
gue reguberaré los sien mil esgutos gon cien mil
vrangos, y guetará n bara usdet tosciendos mil
vrangos...
—Este sistema es inú til —le gritó Louchard—. El
acreedor no está , como usted, enamorado de la
señorita... ¿comprende usted? Lo quiere todo, y más,
desde que sabe que está usted prendado de ella.
—¡Impé cil! —dijo Nucingen a Louchard, abriendo
la puerta e introducié ndole en la habitació n—, no
sapes lo gue tices. A di de toy el feinde bor ciendo, si
acebdas el necocio... —Imposible, señor barón.
—¡Có mo, señ or! ¿Tendrı́a usted estó mago—dijo
Europa, terciando— para dejar que mi ama fuera a
la cá rcel?... Pero, ¿quiere usted mis prendas, mis
ahorros? Tó melos, señ ora, tengo cuarenta mil
francos.
—¡Ay, pobre amiga mı́a! —exclamó Esther—, no te
conocı́a —dijo apretá ndola entre sus brazos.
Europa estalló en sollozos.
—Focaré —dijo lastimosamente el baró n, sacando
un carnet del cual extrajo uno de esos papelitos
cuadrados e impresos que los bancos dan a los
banqueros y que basta rellenar con cifras y letras
para convertir en talones al portador. —No se
moleste, señ or baró n —dijo Louchard—; tengo
ó rdenes de no recibir el pago si no es en oro o en
plata. Siendo usted, me contentaré con billetes de
banco.
—¡Enséñatme los dídulos! —exclamó el barón.
Contenson le presentó tres carpetas forradas de
azul; el baró n las cogió , mirando a Contenson, y dijo
a é ste al oı́do: "Haprı́as só lito cananto si me
hupieras atferdito."
—¿Acaso sabı́a que estaba usted aquı́, señ or
barón?
—contestó el espı́a, sin preocuparse de si Louchard
le oirı́a o no—. Ha salido usted perdiendo al
retirarme su confianza.
Le está n sableando —añ adió aquel profundo
filósofo, encogiéndose de hombros.
"Es jertat", dijo el barón para sí.
—¡Ah, mi begueñ a —exclamó al ver las letras de
cambio y dirigié ndose a Esther—, es usdet fı́gdima
te un faliende sinvergüenza, te un esdavator!
—¡Sı́, por desgracia! —dijo la pobre Esther—. Pero
me quería mucho...
—Si lo hupiera sapito, hupiese inderbuesto
regurso.
—Pierde usted la cabeza, señ or baró n —dijo
Louchard—; hay un tercer portador.
—Sı́ —asintió —, hay un dercer bordator... ¡Serisé !
¡Un hompre te la obositión!
—¿Tendrá la bondad el señ or baró n de escribir
una nota a su cajero? —dijo Louchard, sonriendo—;
voy a mandar allı́ a Contenson y despediré a mi
gente. El tiempo pasa, y pronto todo el mundo
sabría...
—¡Fede, Gondanson.... —gritó Nucingen—. Mi
gajero ife en la esguina te la galle te Madurins y te
l'Argate. Aguı́ dienen una nodo boro gue faya a fer a
Ti Dilet o a los Keller en gaso te gue no dencamos
los mil esgutos, ya gue nuesdro tinero esdá doto en
el pango... Fı́sdase usdet, á nquel mı́o —dijo a Esther
—, esdá usdet lipre. Las piejos son má ss belicrosas
gue las cófenes... —exclamó mirando a Asia.
—Voy a dar de reı́r al acreedor —le dijo Asia—, y
me dará con qué entretenerme hoy. Sin rengor,
señ or pará n... —añ adió la Saint-Estè ve con una
desagradable reverencia.
Louchard tomó los tı́tulos de manos del baró n y se
quedó a solas con é l en el saló n, adonde llegó media
hora má s tarde, el cajero acompañ ado de
Contenson. Esther salió con un atuendo encantador,
aunque improvisado. Cuando Louchard hubo
contado la suma, el baró n quiso examinar los
tı́tulos; pero Esther se apoderó de ellos con un
ademán felino y los llevó a su escritorio.
—¿Qué da usted para la canalla?... —dijo Contenson
a Nucingen.
—No han denito usdetes muchos miramiendos —
dijo el barón.
—¡Y mi pierna!... —exclamó Contenson.
—Luchart, le tará usdet cien vrangos a Gondanson
tel gampio tel pillede te mil...
—¡Es una muquer muy hermosa! —decı́a el cajero
al baró n de Nucingen al salir de la calle Taitbout—,
bero güesda muy gara al señor parón.
—Cuá rteme el segredo —dijo el baró n, que habı́a
pedido tambié n a Contenson y a Louchard que le
guardaran el secreto.
Louchard se marchó seguido por Contenson; pero
en el bulevar, Asia, que los vigilaba, detuvo al
guardia del comercio.
El escribano y el acreedor está ahı́ en un coche,
está n sedientos —le dijo— ¡y tienen con qué untar
el carro!
Mientras Louchard contaba el dinero, Contenson
pudo examinar a los clientes. Vio los ojos de Carlos,
distinguió la con iguració n de la frente bajo su
peluca, y la peluca le pareció sospechosa; tomó el
nú mero del coche de punto, mostrá ndose
totalmente ajeno a lo que pasaba; Asia y Europa le
tenı́an muy intrigado. Pensaba que el baró n era
vı́ctima de gente extraordinariamente há bil, tanto
má s cuanto que Louchard, al pedirle ayuda, habı́a
mostrado una discreció n extrañ a. La zancadilla de
Europa, por otra parte, no habı́a afectado a
Contenson ú nicamente en la tibia. "Este golpe no me
augura nada bueno", había pensado al levantarse.
Carlos despidió al escribano despué s de
recompensarle generosamente, y gritó al cochero:
—¡A las escaleras del Palacio Real!
"¡Vaya con el tunante! —dijo para sı́ Contenson al
oír la orden—. ¡Aquí hay gato encerrado!...
Carlos llegó al Palacio Real con una rapidez que no
hacı́a temer que le siguieran. Cruzó de prisa las
galerı́as y tomó otro coche de punto en la plaza del
Château-d'Eau, diciendo:
—Pasaje de la Ópera, por la parte de la calle Pinon.
Un cuarto de hora má s tarde entraba en la calle
Taitbout.
Al verle, Esther le dijo:
—¡Aquí están estos endiablados papeles!
Carlos tomó los tı́tulos y los examinó ; a
continuación fue a quemarlos en la cocina.
—¡Ya hemos dado el golpe! —exclamó ,
enseñ á ndole el paquete de los trescientos diez mil
francos que sacó del bolsillo de su levita—. Esto y
los cien mil francos sonsacados por Asia nos
permiten ya actuar.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó la pobre Esther.
—Pero, imbé cil —dijo el feroz calculador—,
convié rtete ostensiblemente en la querida de
Nucingen y podrá s ver a Lucien, que es amigo de
Lucingen; ¡no te prohibo que tengas una pasió n por
él!
Esther vislumbró una dé bil claridad en su
tenebrosa vida, y dio un respiro.
—Europa, hija mı́a —dijo Carlos, llevá ndose a esta
mujer a un rincó n del gabinete en que nadie podı́a
escuchar la conversació n—. Europa, estoy contento
de ti.
Europa levantó la cabeza y miró al hombre con una
expresió n que transformó de tal manera su rostro
ajado, que Asia, que presenciaba la escena desde la
puerta, llegó a preguntarse si el interé s por el cual
Carlos tenı́a cogida a Europa serı́a superior en
profundidad al interé s por el cual ella misma se
sentía ligada a él.
—Esto no es todo, hija mı́a. Cuatrocientos mil
francos no son nada para mı́... Paccard te entregará
la factura de una vajilla de plata que asciende a
treinta mil francos, y sobre la cual se han cobrado
algunos anticipos; pero nuestro orfebre Biddin ha
hecho algunos gastos. El mobiliario que nos
embargó será puesto a subasta seguramente
mañ ana. Vete a ver a Biddin, que vive en la calle de
LArbre-Sec, te dará recibos del Monte de Piedad
por valor de diez mil francos. ¿Comprendes? Esther
ha encargado una vajilla de plata y no la ha pagado,
ha dejado la liquidació n pendiente, de modo que le
presentará n una pequeñ a denuncia por estafa.
Entonces habrá que dar treinta mil francos al
orfebre y diez mil francos al Monte de Piedad para
recuperar la cuberterı́a. Total: cuarenta y tres mil
francos, gastos incluidos. Esta cuberterı́a no es de
plata de ley, por lo que el baró n se la renovará y
por este lado podremos sablearle algunos billetes
má s de mil francos. ¿A cuá nto pueden subir los
gastos de modista por dos años?
—A seis mil francos —respondió Europa.
—Pues bien, si la señ ora Auguste quiere cobrar y
conservar el ejercicio, tendrá que hacer una cuenta
de treinta mil francos desde hace cuatro añ os.
Haremos el mismo acuerdo con la dueñ a de la
tienda de modas. El joyero Samuel Frisch, el judı́o
de la calle Saint-Avoie, te prestará recibos, tenemos
que deberle veinticinco mil francos, y habremos
sacado seis mil francos por nuestras joyas del
Monte de Piedad. Devolveremos las joyas al joyero,
de las cuales la mitad será n piedras falsas; de todos
modos el baró n no las mirará . Por ú ltimo, le hará s
escupir ciento cincuenta mil francos a nuestro
primo en el plazo de ocho días.
—La señ ora tendrı́a que ayudarme un poco —
respondió Europa—; dı́gale usted algo, porque se
queda como atontada y me obliga a desplegar má s
ingenio que tres autores para una sola obra.
—Si Esther cae en la gazmoñ erı́a, avı́same —dijo
Carlos—. Nucingen le debe un coche con sus
caballos, y ella querrá elegirlo y comprarlo todo ella
misma. Iré is a la tienda del vendedor de caballos y
del carrocero de la casa donde vive Paccard. Allí hay
unos caballos admirables, muy caros, que cojeará n
al cabo de un mes, y entonces los cambiaremos.
—Podrı́amos sacar seis mil francos mediante una
cuenta de perfumista —dijo Europa.
—¡Oh! —dijo, moviendo la cabeza—, hay que ir
despacio, de concesió n en concesió n. Por ahora
Nucingen só lo ha introducido el brazo en el asunto
y tenemos que conseguir hacerle meter la cabeza.
Necesito, ademá s de todo esto, quinientos mil
francos.
—Podrá conseguirlos —contestó Europa—. Al
llegar a los seiscientos mil, la señ ora se enternecerá
por ese gordo imbé cil, y le pedirá cuatrocientos mil
para quererle adecuadamente.
—Escucha esto, hija mı́a —dijo Carlos—. El dı́a en
que yo recoja los ú ltimos cien mil francos, tú
recibirás veinte mil.
—¿De qué podrá n servirme? —exclamó Europa,
dejando caer sus brazos con el ademá n de la gente
a quienes la existencia les parece imposible.
—Podrá s volver a Valenciennes, comprarte una
hermosa tienda y convertirte en una mujer
honrada, si quieres; hay gustos para todo, y Paccard
sueñ a en algo ası́, a veces. El no tiene nada en el
bolsillo y casi nada sobre la conciencia, de modo
que podréis llegar a un arreglo —contestó Carlos.
—¡Volver a Valenciennes!... ¡Ni pensarlo, señ or! —
exclamó Europa, asustada.
Europa, que habı́a nacido en Valenciennes y era
hija de unos tejedores muy pobres, empezó a
trabajar a los siete añ os en una fá brica de hilados
en la que la Industria moderna habı́a abusado de
sus fuerzas fı́sicas y el Vicio la habı́a depravado
antes de tiempo. A los doce añ os estaba ya
corrompida y a los trece era madre, y mantenı́a
relaciones con seres profundamente degradados.
Con ocasió n de un asesinato, habı́a comparecido
como testigo ante la sala de lo criminal. Vencida por
un residuo de probidad y por el terror que produce
la Justicia (tenı́a en aquel entonces diecisé is añ os),
hizo que con su testimonio condenaran al acusado a
veinte añ os de trabajos forzados. El criminal, que
era uno de esos reincidentes cuyas organizaciones
se fundan en el temor a tremendas represalias,
habı́a dicho en plena Audiencia a la muchacha:
"Dentro de diez añ os, Prudence (Europa se llamaba
Prudence Servien), volveré para ajustarte las
cuentas, aun a riesgo de que me apiolen." El
presidente de la Audiencia procuró tranquilizar a
Prudence Servien prometié ndole el apoyo y el
interé s de la justicia; sin embargo, la pobre
muchacha fue presa de un terror tan grande, que
enfermó y tuvo que permanecer en un hospital
durante cerca de un añ o. La Justicia es un ente de
razó n encarnado por una serie de individuos que se
renuevan sin cesar y cuyas buenas intenciones y
recuerdos son, igual que ellos, excesivamente
efı́meros. Las iscalı́as y los tribunales no pueden
prevenir nada en cuestión de crímenes: su misión es
aceptarlos una vez consumados. En este contexto
una policı́a preventiva serı́a un bene icio para
cualquier paı́s; pero la palabra policı́a asusta
actualmente a los legisladores, que ya no saben
distinguir entre estos té rminos: gobernar,
administrar, legislar. El legislador tiende; a
absorberlo todo en el Estado, como si pudiera
actuar. El condenado no iba a dejar de pensar en. su
vı́ctima, y consumarı́a su venganza cuando ya la
Justicia no se acordarı́a del uno ni de la otra.
Prudence, que instintivamente comprendió el
peligro que corrı́a, aun sin hacerse de é l una idea
demasiado precisa, se marchó de Valenciennes y se
fue a Parı́s, a la edad de diecisiete añ os, para
esconderse. Tuvo cuatro o icios, el mejor de los
cuatro fue el de comparsa en un pequeñ o teatro.
Paccard se encontró con ello, y a é l le contó sus
desgracias. Paccard, el brazo derecho de Jacques
Collin, habló de Prudence a su amo; y cuando el
amo tuvo necesidad de un esclavo, dijo a Prudence:
" Si te avienes a servirme como se servirı́a al diablo,
te libraré de Durut." Durut era el presidiario, la
espada de Damocles colgada sobre la cabeza de
Prudence Servien. Sin conocer estos detalles,
muchos crı́ticos habrı́an considerado algo
desorbitada la idelidad de Europa, y nadie habrı́a
podido comprender el impacto espectacular que
provocaron las subsiguientes palabras de Carlos.
—Sı́, hija mı́a, podrá s volver a Valenciennes... Toma,
lee. —Y le dio el perió dico del dı́a anterior,
señ alá ndole con el dedo el artı́culo siguiente:
TOULON—. Ayer tuvo lugar la ejecució n de Jean-
Francois Durut... Desde primera hora de la mañ ana,
la guarnición, etc.
Prudence dejó caer el perió dico; sus piernas no
resistieron el peso de su cuerpo; tras leer aquello
recobraba la vida, ya que, segú n decı́a, ni siquiera
podı́a apreciar el gusto, del pan desde que habı́a
recibido la amenaza de Durut.
—Ya lo ves, he cumplido mi palabra. Han hecho
falta cuatro años para hacer caer la cabeza de Durut
atrayé ndole a una trampa... Pues bien, ayú dame a
redondear mi obra y te verá s dueñ a de una
pequeñ a tienda en tu tierra, con veinte mil francos
en la mano y desposada con Paccard, que tiene mi
autorizació n para adoptar la virtud como paga del
retiro.
Europa volvió a coger el perió dico y leyó con
mirada fulgurante todos los detalles que suelen dar
los perió dicos sobre la ejecució n de los condenados
desde hace veinte añ os, sin saciarse: el marco
impresionante, el sacerdote que siempre logra
convertir al reo, el viejo criminal que exhorta a sus
antiguos compinches, los fusiles apuntando, los
condenados! de rodillas; y a continuació n, las
triviales re lexiones que no cambian nada del
ré gimen de los presidios, donde hormiguean los
crímenes por millares.
—Hay que hacer volver a Asia a casa —dijo Carlos.
Asia se adelantó , sin comprender nada de la
comedia que parecía representar Europa.
—Para hacerla volver aquı́ de cocinera, empezaré is
por servir al baró n una cena tal que jamá s haya
probado otra igual —añ adió —; luego le diré is que
Asia ha perdido todo su dinero en el juego y que ha
vuelto a su trabajo. No necesitaremos recadero:
Paccard será cochero, porque los cocheros no se
mueven de su asiento, de modo que son menos
accesibles y no será un objetivo tan fá cil para los
espı́as. La señ ora le hará llevar una peluca
empolvada y un tricornio de ieltro galoneado; con
esto ya cambiará bastante, y ademá s lo haré
maquillar.
—¿Vamos a tener criados con nosotros? —
preguntó Asia desconfiadamente.
—Tendremos a gente honrada —respondió Carlos.
—¡Gente sin carácter! —replicó la mulata.
—Si el baró n alquila una mansió n, Paccard tiene un
amigo que puede hacer de portero —prosiguió
Carlos—. No necesitaremos má s que un lacayo y
una pinche: a dos extraños podréis vigilarlos bien...
En el momento en que Carlos iba a salir, apareció
Paccard.
—Qué dese aquı́, hay gente en la calle —dijo el
criado.
Estas palabras tan sencillas provocaron el espanto.
Carlos subió a la habitació n de Europa y se quedó
allı́ hasta que Paccard volvió a buscarle con un
coche de alquiler que entró en la casa. Carlos corrió
las cortinas y el coche partió a toda velocidad, sin
que fuera posible de ningú n modo que lo
persiguieran. Una vez llegado al faubourg Saint-
Antoine, se apeó a unos pocos pasos de una parada
de coches de punto, hasta donde fue andando, y
volvió al muelle Malaquais, librá ndose ası́ de la
mirada de los curiosos.
—Toma, muchacho —dijo a Lucien, enseñ á ndole
cuatrocientos billetes de mil francos—; aquı́ tienes,
espero, un anticipo sobre el precio de las tierras de
Rubempré . Vamos a arriesgar cien mil, Acaban de
lanzar los ó mnibus, y los parisienses se volverá n
locos con esta novedad, de modo que hablemos
triplicado los fondos dentro de tres meses. Ya
conozco el truco: van a dar unos dividendos
esplé ndidos sobre el capital para in lar las acciones.
Es la repetició n de una idea de Nucingen. Al
recuperar la tierra de Rubempré no lo pagaremos
todo al contado. Irá s a ver a Des Lupeaulx y le
rogará s que te recomiende é l mismo a un
procurador muy astuto llamado Desroches, a quien
irá s a visitar a su estudio; le dirá s que vaya a
Rubempré a estudiar el terreno, y le prometerá s
veinte mil francos de honorarios si consigue
constituirte treinta mil libras de renta comprando
tierras por valor de ochocientos mil francos
alrededor del castillo.
—¡Tú siempre adelante, adelante!
—¡Siempre! Nada de bromas ahora. Vete a invertir
cien mil escudos en tı́tulos del Tesoro, para no
desperdiciar los intereses; puedes dejá rselos a
Desroches, es tan honrado como taimado... Una vez
hecho esto, corre a Angulema y logra que tu
hermana y tu cuñ ado acepten hacer suya una
pequeñ a mentira o iciosa. Tus familiares pueden
decir que te han dado seiscientos mil francos para
facilitar tu boda con Clotilde de Grandlieu, eso no es
deshonroso.
—¡Estamos salvados! —exclamó Lucien,
deslumbrado.
—¡Tú sı́! —repuso Carlos—. Aunque no debes
cantar victoria hasta que salgas de Santo Tomá s de
Aquino con Clotilde por esposa...
—¿Qué es lo que temes? —dijo Lucien, lleno de un
aparente interés por su consejero.
—Tengo a algunos curiosos tras mis huellas...
Tengo que adoptar el aire de un auté ntico cura, lo
cual es muy molesto. Y el demonio ya no seguirá
protegié ndome por el mero hecho de verme con un
breviario bajo el brazo.
En este mismo momento el baró n de Nucingen, que
se iba del brazo de su cajero, franqueaba la puerta
de su residencia.
—Denco mucho mieto —dijo al entrar— te haper
hecho un necocio muy malo... ¡Pah, ya nos
reguberaremos!
—Lo malo bara el señ or paran es gue se ha gorrito
la jos —respondió el bueno del teutó n, preocupado
sólo del decoro.
—Sı́, mi amande didular tepe te esdar en una
siduació n tigna te mı́ —respondió este Luis XIV de
los negocios.
Seguro de conseguir a Esther tarde o temprano, el
baró n volvió a ser el gran inanciero que era antes.
Hasta tal punto volvió a coger las riendas de sus
negocios, que su cajero, al encontrarle la mañ ana
siguiente a las seis en su despacho comprobando
unos valores, se frotó las manos.
—Tecititamendet el señ or paró n ha reguberado la
noche basata —dijo con una sonrisa de alemá n,
medio avispada y medio necia.
Aun cuando la gente rica al estilo del baró n de
Nucingen tiene má s ocasió n que los demá s de
perder dinero, tiene tambien má s ocasiones de
ganarlo, incluso cuando está n entregá ndose a sus
desvarı́os. Aunque la polı́tica inanciera de la Casa
Nucingen se explica en otra parte, no es baldı́o
hacer notar que fortunas tan considerables como la
suya no se consiguen, no se constituyen, no se
amplı́an y no se conservan, en el torbellino de las
revoluciones comerciales, polı́ticas e industriales de
nuestra é poca, sin que se produzcan enormes
pé rdidas de capitales o, si se quiere, fuertes
imposiciones que repercuten sobre las fortunas
particulares. Son muy escasos los nuevos valores
que se añ aden al tesoro comú n de la tierra. Todo
nuevo acaparamiento representa una nueva
desigualdad en el reparto general. El estado
devuelve lo que pide; en cambio, lo que una casa
Nucingen coge, se lo queda para sı́. Estos golpes de
mano escabullen las leyes por la misma razó n que
habrı́a hecho de Federico II un Jacques Collin, un
bandolero, si en lugar de operar mediante batallas
para conquistar provincias enteras, hubiera
trabajado en el contrabando o sobre valores
mobiliarios. Forzar a los estados europeos a tomar
empré stitos al veinte o al diez por ciento, hacerse
con este diez o veinte por ciento con los capitales
del pú blico, sangrar las industrias apoderá ndose de
las materias primas y tender al fundador de una
empresa una cuerda para mantenerlo a lote hasta
haber recuperado su negocio que hacı́a agua, en
suma, todas estas batallas del franco son lo que
constituye la alta polı́tica del dinero. Es cierto que el
banquero, como el conquistador, corre sus riesgos;
pero hay tan poca gente en condiciones de librar
tales combates, que las ovejas no intervienen en
ellos para nada. Estas grandes gestas se libran entre
pastores. Ademá s, como que los ejecutados
(té rmino corriente en la jerga de la Bolsa) son
culpables de haber querido ganar demasiado,
suscitan generalmente muy escaso interé s las
desgracias provocadas por las combinaciones de los
Nucingen. Que un especulador se salte la tapa de los
sesos, que un agente de cambio ponga los pies en
polvorosa, que un notario se lleve los ahorros de
cien familias; —lo cual es má s grave que matar a un
hombre— o que un banquero haga liquidació n, son
catá strofes que en Parı́s se olvidan en pocos meses
y que pronto quedan sumergidas por la agitació n
casi oceá nica de esta gran urbe. Las colosales
fortunas de los Jacques Coeur, de los Mé dicis, de los
Ango de Dieppe, de los Auffredi de La Rochelle, de
los Fugger, de los Tié polo o de los Có rner fueron
antañ o lealmente conquistadas mediante privilegios
cuya existencia se debı́a al hecho de ignorar el
origen de todos los productos exó ticos; pero
actualmente los conocimientos geográ icos han
penetrado tanto en las masas y la competencia ha
limitado tanto los bene icios, ¡que las fortunas se
acumulan rá pidamente: o bien son consecuencia de
un azar y de un descubrimiento, o resultado de un
robo legal. El pequeñ o comercio, pervertido por
ejemplos escandalosos, ha respondido, sobre todo
en los ú ltimos diez añ os, a la per idia de las
concepciones del gran comercio mediante odiosos
atentados a las materias primas. Donde se practica
la quı́mica, ya no se bebe vino; de ahı́ que la
industria vinı́cola esté sucumbiendo. Se vende sal
falsi icada para burlar al isco. Los tribunales está n
alarmados ante esta falta general de probidad. Por
ú ltimo, el comercio francé s despierta las sospechas
de todo el mundo, y la propia Inglaterra se
desmoraliza tambié n. En nuestro paı́s el mal viene
de la ley polı́tica. La Carta ha proclamado el reinado
del dinero, de modo que el é xito se convierte
entonces en la razón suprema de un mundo ateo. La
corrupció n de las altas esferas, pese a sus
resultados resplandecientes con el oro y sus
sustanciosas justi icaciones, es mucho má s
repugnante que las corrupciones viles y casi
personales de las esferas inferiores, de las que
algunos detalles sirven de elemento có mico —
aunque terrible, si se quiere— de este episodio. El
gobierno, que se asusta ante toda idea nueva, ha
desterrado del escenario teatral todos los
elementos de la comicidad actual. La burguesı́a,
menos liberal que Luis XIV, tiembla ante la
perspectiva de ver sus Bodas de Fı́garo, prohibe la
representació n del Tartufo polı́tico y seguramente
no dejarı́a que actualmente se representara
Turcaret, porque Turcaret se ha convertido en el
soberano. Ası́ pues, la comedia se narra y el libro se
convierte en el arma, menos rá pida pero má s
segura, de los poetas.
Durante aquella mañ ana, en medio de las idas y
venidas de las audiencias, de las ó rdenes dictadas y
de las entrevistas de unos pocos minutos, que hacen
que el despacho de Nucingen se asemeje a una
especie de sala de los Pasos Perdidos inanciera,
uno de sus agentes de cambio le anunció la
desaparición de un miembro de la compañía, uno de
los má s há biles y má s ricos, Jacques Falleix,
hermano de Martin Falleix y sucesor de Jules
Desmarets. Jacques Falleix era el agente de cambio
titular de la casa Nucingen. De acuerdo con Du Tillet
y con los Keller, el baró n habı́a tramado la ruina de
este hombre tan frı́amente como si se tratara de
matar un cordero pascual.
—No botı́a acuandar —dijo tranquilamente el
barón.
Jacques Falleix habı́a prestado muy grandes
servicios al agiotaje. Durante una crisis, algunos
meses antes, habı́a salvado la nave maniobrando
con audacia. Pero pedir gratitud a los Lobos
Cervales, ¿no es acaso como querer enternecer en
pleno invierno a los lobos de Ucrania?
—Pobre hombre —contestó el agente de cambio—;
se esperaba tan poco este desenlace, que le habı́a
puesto en la calle Saint-Georges una casita a su
querida; se ha gastado ciento cincuenta mil francos
en pinturas y mobiliario. ¡Querı́a tanto a la señ ora
de Val-Noble!... Y ahora la mujer tendrá que dejar
todo eso...
—¡Pı́en, pien! —exclamó Nucingen—. Es gü esdió n
te rebarar las bé rtitas te esda noche... ¿No ha bacato
nata? —preguntó al agente de cambio.
—¡Vamos! —respondió el agente—. ¿Cuá l de entre
los comerciantes habrı́a sido tan grosero có mo para
no iar a Jacques Falleix? Parece ser que tiene una
bodega maravillosa. A propó sito, la casa está en
venta, é l pensaba comprarla. El arrendamiento está
a su nombre. ¡Qué barbaridad! La cuberterı́a, el
mobiliario, los vinos, el coche y los caballos, todo
recibirá un valor de subasta, y ¿qué van a cobrar los
acreedores?
—Fenca mañ ana —dijo Nucingen—, hapré ito a jer
doto esdo, y si no se teglara la guiepra, gue se
arrecie el asunr do amisdosamende; le engarcaré a
usdet gue bonca un brecio razonaple a esde
mobiliario, domanto el arriento...
—Esto es muy factible—;dijo el agente de cambio
—. Vaya allı́ esta mañ ana y enontrará a uno de los
socios de Falleix con los proveedores, que quieren
conseguir un privilegio; pero la Val-Noble tiene sus
facturas a nombre de Falleix.
El baró n de Nucingen mandó inmediatamente a
uno de sus empleados al notario; Jacques Falleix le
habı́a hablado de esta casa, que a lo sumo valı́a
sesenta mil francos, y querı́a ser inmediatamente su
propietario, para ejercer el privilegio sobre los
alquileres.
El cajero (hombre honrado) fue a enterarse de si
su amo perdía algo con la quiebra de Falleix.
—Al gondrario, mi puen Volfgang, joy a reguberar
cien mil vrangos.
—¡Ah! ¿Y cómo?
—Bues, me guetaré gon la gasida gue ese bopre
tiaplo te Valleix le brebarapa a su guerita teste hace
un añ o. Lo gonsequiré doto ovreciento cingü enda
mil vrangos a los agreetores, y mi nodario Gardot
va a recipir insdruksiones bara la gasa, ya gue el
brobiedario esdá en aburos... Yo ya esdapa al
gorriende, bero ú ldimamende no sé tó nte denı́a la
gapesa. Brondo mi ti ina Esder i irá en un balado...
Valleix me llevó una ves: ess una maravilla, y esdá
muy cerga te aguí. Me va gomo anillo al teto.
La quiebra de Falleix obligaba al baró n a ir a la
Bolsa; pero le fue imposible irse de la calle Saint-
Lazare sin pasar por la calle Taitbout; ya sufrı́a por
no haber visto a Esther desde hacı́a algunas horas,
le habrı́a gustado tenerla junto a sı́. El bene icio que
pensaba sacar de los despojos de su agente de
cambio le resarcirı́a de la pé rdida de los
cuatrocientos mil francos que llevaba ya gastados.
Feliz de poder anunciar a su á nquel el traslado de la
calle Taitbout a la calle Saint-Georges, donde le
esperaba un fertatero balado, donde sus recuerdos
no se opondrı́an ya a su felicidad, Nucingen
caminaba rejuvenecido, abrigando sueñ os de
juventud, y el pavimento le parecı́a suave bajo sus
pies. A la vuelta de la calle de Trois-Frères, en medio
de sus ensueñ os y en medio de la calzada, el baró n
vio acercá rsele a Europa con una expresió n de
trastorno.
—¡Atonte fas? —dijo.
—¡Ah, señ or! Iba a su casa... Tenı́a usted mucha
razó n ayer. Ahora me doy cuenta de que la pobre
señ ora deberı́a dejarse encerrar en la cá rcel por
algunos dı́as. Pero, ¿qué entienden las mujeres de
inanzas? Cuando los acreedores de la señ ora
supieron que habı́a vuelto a su casa, se abalanzaron
sobre nosotros como sobre una presa... Ayer por la
tarde, a las siete, señ or, colocaron unos horribles
anuncios que dicen que el sá bado su mobiliario se
pondrá a la venta... Pero eso no es todo... La señ ora,
que es toda corazó n, ha querido entretanto hacer
un favor a aquel monstruo, ya sabe usted.
—¿Gué monsdruo?
—Pues aquel a quien amaba, a ese D'Estourny. ¡Oh,
era encantador! Le gustaba jugar, ya está todo
dicho.
—Jucapa gon las gardas margatas...
—¿Y usted, qué ?... —dijo Europa—. ¿Qué hace
usted en la Bolsa? Un dı́a, para evitar que Georges
se saltara la tapa de los sesos (¡vaya usted a creer!),
llevó al Monte de Piedad toda su cuberterı́a y sus
joyas, que aú n no estaban pagadas. Al enterarse de
que habı́a entregado algo a un acreedor, todos
fueron y le cantaron las cuarenta... La amenazaban
con la cá rcel... Imagı́nese usted a su á ngel en un
trago como é ste... ¿No hay acaso como para que se
le pongan los pelos de punta? Rompió en sollozos y
habló incluso de que se echarı́a al rı́o... ¡Y es muy
capaz de ir!
—¡Si ahora foy a feria, atió s Polsa! —exclamó
Nucingen—. Y es imbosiple gue no joya, borgtie allı́
cañ aré mucho tinero para ella... pede a galmarla:
bacará sus teutas; iré a feria a las guadro. Pero
Ichénie, tile gue me ame un bogo...
—¡Có mo un poco! ¡Mucho le ama a usted!... Mire,
señ or, no hay como la generosidad para ganarse el
corazó n de una mujer... Seguramente que se
ahorrarı́a usted quizá s unos cien mil francos
dejando que se la llevaran a la cá rcel. Pero nunca
habrı́a logrado usted su corazó n... ¿Sabe usted lo
que me decı́a? "Eugé nie, se ha portado
maravillosamente, con toda generosidad... ¡Es una
persona excelente!"
—¿Ha ticho eso, Ichénie? —exclamó el barón.
—Sí, señor, a una servidora.
—Doma, aguí dienes tiez luises...
—Gracias... Pero en estos momentos está llorando
desde ayer todo lo que santa Magdalena hubiera
llorado durante un mes... La que usted ama está al
borde de la desesperació n, y a causa de unas
deudas que no son suyas, por añ adidura. ¡Oh, los
hombres! Engañ an tanto a las mujeres como é stas
engañan a los viejos, ¡vamos!
—Dotas son icual!... ¡Gombromederse!... Nunga hay
gue gombromederse... Gue no irme nata má s. Esda
fez baco, bero si fuelfe a boner su irma en á lcú n
sidio... me...
—¿Qué harı́a usted? —dijo Europa en actitud de
desafío.
—¡Dios mı́o! No denco nincú n boter sopre ella...
Foy a liprarla te dotas sus goncojas... Pede, fede a
gonsolarla, y a tecirle gue tendro te un mes i irá en
un begueño balado.
—Señ or baró n, ha hecho usted unas inversiones
que rinden muchos intereses en el corazó n de una
mujer. Mire usted, le encuentro rejuvenecido, yo
que no soy má s que sirvienta, y que he visto a
menudo este mismo fenó meno... Es la felicidad... y la
felicidad se re leja de un modo u otro... Si tiene
algunos gastos, no lo lamente... ya verá lo que rinde.
Ademá s, ya se lo he dicho a la señ ora: serı́a la peor
de las peores, una arrastrada, si no le mostrara a
usted amor, porque la está usted salvando de un
verdadero in ierno... Cuando ya no tenga
preocupaciones, se dará usted cuenta de quié n es.
Entre nosotros, ahora puedo contá rselo, aquella
noche que lloraba tanto... ¡qué quiere usted!...
siempre se siente apego por el hombre que va a
mantenerla a una... y no se atrevı́a a decirle todo
esto... quería huir.
—¡Huir! —exclamó el baró n, asustado por la idea
—. ¡Lá sdima te Polsa! Fede, no foy a endrar... Bero
haz gue se asome a la fendana... su imaquen me tara
ánimos...
Esther sonrió al señ or de Nucingen cuando é ste
pasó por delante de la casa; se marchó de allı́
pesadamente, dicié ndose a sı́ mismo: "¿Es un
ánquel!"
Obsé rvese de qué manera habı́a procedido Europa
para lograr este resultado inverosı́mil. Hacia las dos
y media Esther se acababa de vestir como cuando
esperaba a Lucien, estaba deliciosa; vié ndola ası́,
Prudence le dijo, mirando a la ventana: "¡Ahı́ está el
señ or!" La pobre muchacha se abalanzó creyendo
que vería a Lucien, y se encontró con Nucingen.
—¡Oh, qué dañ o me haces! —dijo ella. —No habı́a
otra manera de lograr que hiciera usted como si se
tomara interé s por un pobre anciano que va a
pagar sus deudas —respondió Europa—, porque
por fin las pagará todas.
—¿Qué deudas? —exclamó la muchacha, que no
pensaba má s que en retener a su amor, arrancado
de su lado por unas manos terribles.
—Las que el señ or Carlos le hizo a la señ ora. —
¡Có mo! ¡Pero si eran ya cerca de cuatrocientos
cincuenta mil francos! —exclamó Esther.
—Todavı́a quedan ciento cincuenta mil francos;
pero el baró n se lo ha tomado muy bien... va a
sacarla de aquı́ y a instalarla en un begueñ o
balado... ¡La verdad, no puede usted quejarse!... Si
yo estuviera en el lugar de usted, dado que lo tiene
usted muy bien ogido, despué s de haber dado
satisfacció n a Carlos, intentarı́a conseguir del viejo
una casa y algunas rentas. La señ ora es sin ninguna
duda la mujer má s hermosa que jamá s haya visto, y
la má s atractiva; pero ¡la fealdad llega tan de prisa!
Yo tuve belleza y lozanı́a, y ahora ya lo ve... Tengo
veintitré s añ os, casi la misma edad que la señ ora y
parezco diez añ os má s vieja. Basta una
enfermedad... A lo que iba: cuando se posee una
casa en Parı́s y una renta, no hay miedo a terminar
en la calle.
Esther ya no escuchaba a Europa-Eugé nie-
Prudence Servien. La voluntad de un hombre
poseı́do por el genio de la corrupció n estaba
hundiendo en el fuego a Esther con la misma fuerza
con que la habı́a sacado de é l. Los que conocen el
amor en su dimensió n in inita saben que no se
pueden experimentar sus goces sin aceptar el peso
de sus virtudes. Despué s de la escena del tugurio de
la calle Langlade, Esther habı́a olvidado por
completo su vida anterior. Hasta entonces habı́a
vivido muy virtuosamente, enclaustrada en su
pasió n. El há bil corruptor, para no hallar
obstá culos, tenı́a el talento de disponerlo todo dé tal
manera que la pobre muchacha, movida por su
abnegació n, no tuviera má s remedio que dar su
consentimiento a las bribonadas que le proponı́a.
Esta habilidad, reveladora de la superioridad del
corruptor, explicaba el é xito con que habı́a
sometido a Lucien. El procedimiento consistı́a en
crear terribles necesidades, cavar la mina, rellenarla
de pó lvora, y, en el momento crı́tico, decir al
có mplice: "Haz un signo con la cabeza y todo
saltará ." En otro tiempo Esther, imbuida de la moral
propia de las cortesanas, consideraba tan naturales
todos esos agasajos, que valoraba a sus rivales en
proporció n" al gasto al que eran capaces de obligar
a un hombre. Las fortunas derrochadas son los
distintivos de estas mujeres. Carlos no se habı́a
equivocado al contar con los recuerdos de Esther.
Aquellas astucias y estratagemas, empleadas una y
mil veces tanto por parte de esas mujeres como por
parte de los corruptores, no impresionaban a
Esther. Só lo afectaba a la pobre muchacha la
degradació n en que iba a caer. Amaba a Lucien y se
convertı́a en la querida titular del baró n de
Nucingen: ahı́ radicaba para ella todo el asunto. Que
el falso españ ol se embolsara el dinero conseguido
con sus prendas, que Lucien edi icara su fortuna
con las piedras del sepulcro de Esther, que una sola
noche de placer costara má s o menos billetes de mil
francos al anciano banquero o que Europa
consiguiera de é ste algunos centenares de miles de
francos empleando trucos má s o menos ingeniosos,
nada de todo esto preocupaba a la enamorada
muchacha. Otro era el cá ncer que le roı́a el corazó n.
Durante cinco añ os se habı́a mantenido pura como
un á ngel. Amaba, era feliz y no habı́a cometido la
menor in idelidad. Este amor hermoso y puro iba a
ser manchado. En su mente no se formaba el
contraste entre su hermosa vida pasada y su futuro
inmundo. No habı́a en ella cá lculo ni poesı́a, sino
que se limitaba a experimentar un sentimiento
inde inible pero in initamente poderoso: de blanca,
pasaba a ser negra; de pura, pasaba a ser impura;
de noble, pasaba a ser vil. Su propia voluntad la
habı́a llevado a tener que asumir aquella
contradicció n, pero no le parecı́a soportable la
mancha moral. Por eso, cuando el baró n la habı́a.
amenazado con su amor, se le habı́a ocurrido la
idea de echarse por la ventana. En suma, amaba a
Lucien de un modo absoluto, de un modo tal que es
muy poco frecuente en el amor que las mujeres
tributan a los hombres. Las mujeres que dicen
querer, y que a menudo creen querer muchı́simo,
bailan y coquetean con otros hombres, se
engalanan para los demá s y van en busca de
miradas codiciosas; en cambio, Esther habı́a llevado
a efecto los milagros del amor sin ningú n sacri icio.
Habı́a amado a Lucien durante seis añ os del modo
como aman las actrices y cortesanas que, despué s
de revolcarse en el fango y en la impureza, ansian la
nobleza y la abnegació n del amor verdadero, y son
capaces entonces de vivirlo en exclusividad (¿no
habrı́a que inventarse alguna palabra para designar
una actitud como é sta, que tan raramente se pone
en prá ctica?). Los pueblos de la Antigü edad, como
Grecia, Roma y el Oriente han se— w cuestrado
siempre a la mujer; la mujer que ama tendrı́a que
secuestrarse siempre a sı́ misma. Es fá cil
comprender que al abandonar el palacio fantá stico
en que se habı́a desarrollado aquella iesta, aquel
poema, para penetrar en el begueñ o balado de un
frı́o anciano, Esther se sintiera sobrecogida por una
especie de enfermedad moral. Como habı́a sido
empujada por una mano de hierro, se habı́a ido
sumergiendo en —la infamia hasta medio cuerpo
antes de poder re lexionar; pero desde hacı́a un par
de dı́as se habı́a dado a re lexionar y sentı́a en su
corazón un frío mortal.
Al oı́r aquellas palabras: "terminar en la calle", se
levantó bruscamente y dijo:
—¿Terminar en la calle?... No, antes acabar en el
Sena...
—¿En el Sena?... ¿Y el señ or Lucien?... —dijo
Europa.
Bastaron estas palabras para que Esther volviera a
sentarse en su silló n, donde permaneció con la
mirada ija en una roseta de la alfombra,
conteniendo el llanto.
A las cuatro, el baró n de Nucingen encontró a su
á ngel sumido en ese mar de re lexiones y de
resoluciones sobre el que lotan los espı́ritus
hembras y del cual só lo emergen mediante ciertos
balbuceos incomprensibles para quienes no han
navegado sobre sus olas.
—T esfrunza el ceñ o..., hermosa mı́a —le dijo el
baró n, sentá ndose a su lado—. Ya no dentrá má s
teutas..., me arreclaré gon Iché nie y tendro te un
mes se marchará usdet te esde biso y se insaculará
en un begueñ o balacio... ¡Oh, gué mano dan
hermosa! Té jemela goquer. —Esther dejó que le
cogiera la mano como perro que da su patita—.
¡Ahı́, me ta usdet la mano, bero no el gorazó n, y es
el gorazón lo que yo guiero...
Lo dijo con tal autenticidad de expresió n, que la
pobre Esther volvió su mirada hacia el anciano con
una expresión ide piedad que casi le volvió loco. Los
enamorados, como los má rtires, se sienten
hermanados en los suplicios. No hay nada en el
mundo mejor para entenderse que dos dolores
semejantes.
—¡Pobre hombre! —dijo Esther—. Me ama.
Al oı́r estas palabras, que interpretó mal, el baró n
palideció , su sangre chispeó en sus venas; le parecı́a
respirar el aire celestial. A su edad, los millonarios
pagan una sensació n como aqué lla con todo el oro
que les pueda pedir una mujer.
—La guiero dando gomo a mi hija... —dijo—, y
siendo aguı́ —prosiguió , ponié ndose la mano en el
corazón— gue lo únigo gue guiero es feria veliz.
—Si no quisiera usted ser má s que un padre para
mı́, le querrı́a a usted mucho, jamá s le abandonarı́a,
y podrı́a darse cuenta de que no soy una mujer
mala, ni venal, ni interesada, como aparento en
estos momentos...
—Ha gomedito usdet begueñ as loguras —repuso el
barón— gomo dotas las muqueres hermosas, eso es
doto. No haplemos má s te esdo. Mi o icio es cañ ar
tinero bara usdet... Sea veliz: gonsiendo en ser su
batre turande alcunos tı́as, ya endiento gue diene
usdet gue agosdumprarse a mi bopre osamenda.
—¿De veras? —exclamó , levantá ndose y
sentá ndose sobre las rodillas de Nucingen,
pasá ndole el brazo tras el cuello y apretá ndose
contra él.
—Te feras —contestó él, esforzándose por sonreír.
Le besó en la frente y creyó en una transacció n
imposible: permanecer pura y ver a Lucien...
Acarició con tanta destreza al banquero, que
reapareció en ella la Torpille. Embrujó al viejo, que
le prometió seguir comportá ndose como un padre
durante cuarenta dı́as. Estos cuarenta dı́as eran
necesarios para la adquisició n y el arreglo de la
casa de la calle Saint-Georges. Cuando estaba ya en
la calle, de vuelta hacia su casa, el baró n pensaba:
"¡Soy un papiega!" Efectivamente, mientras que en
su presencia se achicaba como un niñ o, al alejarse
de ella se revestı́a de nuevo su piel de Lobo Cerval,
igual como el jugador que volvı́a a amar a Angé lica
cuando se quedaba sin un chavo.
"Metió milló n y esdar dotafı́a gon é sdas, eso es ser
muy dondo; suerde gue natie saprá nata", se decı́a
veinte días después.
Y tomaba muy irmes resoluciones respecto a una
mujer que le habı́a costado tan cara; pero cuando
volvı́a a estar en presencia de Esther, dedicaba todo
el tiempo que pasaba con ella a restañ ar la
brutalidad de sus primeros gestos. Al cabo de un
mes le decía:
—No bueto ser el Batre Ederno.
Hacia inales del mes de diciembre de 1829, justo
antes de instalar a Esther en la pequeñ a mansió n de
la calle de Saint-Georges, el baró n rogó a Du Tillet
que llevara allı́ a Florine para que comprobara si
todo estaba de acuerdo con la fortuna de Nucingen,
y si los artistas encargados de hacer que la pajarera
resultara digna del ave que tenı́a que cobijar habı́an
cumplido con su cometido. Todos los hallazgos del
lujo anteriores a la revolució n de 1830 se daban
cita en aquella casa hasta hacer de ella un prototipo
de buen gusto. El arquitecto Grindot consideraba
que era su obra maestra como decorador. La
escalinata de má rmol, los estucos, los tapizados y
los dorados, distribuidos con sobriedad, los
menores detalles y los grandes efectos superaban
todo cuanto se conserva en Parı́s del siglo de Luis
XV.
—Este es mi sueñ o: ¡esto y la virtud! —dijo Florine,
sonriendo—. Y ¿para quié n haces todo este gasto?
—preguntó a Nucingen—. ¿Se trata de alguna
virgen que ha caído del cielo?
—Es una muquer gue juelje a supir al cielo —
respondió el barón.
—Es una manera, para ti, de hacerte el Jú piter —
repuso la actriz—. Y ¿cuándo se la podrá ver?
—¡Oh! El dı́a en que se celebre el estreno de la casa
—dijo Du Tillet.
—Teste hueco, no será andes te ese tı́a... —dijo el
barón.
—Habrá que cepillarse, pulirse, engalanarse —
prosiguió Florine—. ¡Vaya! ¡Todas las mujeres se
pondrá n muy exigentes con sus modistas y
peluqueros para esa velada!... ¿Y cuándo será?...
—Yo no soy el tueño.
—¡Vaya una mujer!... —exclamó Florine—. ¡Cuá nto
me gustaría conocerla!...
—Y a mí —añadió ingenuamente el barón.
—¿Así que casa, mujer y muebles, todo será nuevo?
—Tambié n lo será el banquero —dijo Du Tillet—;
mi querido amigo me parece muy rejuvenecido.
—Le hará falta volver a sus veinte añ os, al menos
por unos instantes —dijo Florine.
Durante los primeros dı́as de 1830 todo el mundo
en Parı́s hablaba de la pasió n de Nucingen y del lujo
desenfrenado de su casa. El pobre baró n, puesto en
evidencia y ridı́culizado, fue presa de una ira fá cil de
comprender y concibió una voluntad de inanciero
que se armonizaba con la furiosa pasió n que
abrigaba en el corazó n. Deseaba, con ocasió n del
estreno de la casa, poder desprenderse de sus
ropas de padre noble y cobrar el precio de tantos
sacri icios. Como la Torpille siempre le vencı́a,
decidió tratar el asunto de su casamiento por
correspondencia, con objeto de obtener por parte
de ella un compromiso quiró grafo. Los banqueros
no creen má s que en las letras de cambio. Ası́ pues,
el Lobo Cerval se levantó un dı́a muy temprano, a
comienzos del mencionado añ o, se encerró en su
despacho y se puso a escribir la siguiente carta,
escrita en buen francé s, ya que, aun cuando lo
pronunciara mal, lo escribía muy bien.
"Estimada Esther, lor de mis pensamientos y ú nica
felicidad de mi vida, cuando le dije que la amaba
como a mi hija, la engañ aba a usted y me engañ aba
a mı́ mismo. Só lo querı́a expresarle la santidad de
mis sentimientos, que no se parecen a los que
suelen experimentar los hombres, primeramente
porque soy ya un anciano y luego porque jamá s
habı́a vivido el amor. La quiero tanto, que aunque
me costara mi fortuna entera, no por ello dejarı́a de
amarla. Sea usted justa. La mayorı́a de los hombres
no habrı́an visto en usted a un á ngel, como he visto
yo: jamá s he tenido en cuenta su pasado. La amo a
la vez como a mi hija Augusta, que es mi ú nica hija, y
como querrı́a a mi mujer si ella hubiera sido capaz
de amarme. Suponiendo que la felicidad sea la ú nica
absolució n de un anciano enamorado, piense por
un momento en el ridı́culo papel que estoy
desempeñ ando. La he convertido a usted en el
consuelo y en la alegrı́a de mis ú ltimos dı́as. Ya sabe
que hasta el dı́a de mi muerte será usted todo lo
feliz que pueda serlo una mujer, y que despué s de
mi muerte será lo bastante rica como para
despertar la envidia de muchas mujeres. De todos
los negocios que hago desde que tuve la dicha de
hablarle, una parte es para usted, tiene usted una
cuenta abierta en la casa Nucingen. Dentro de unos
pocos dı́as va a entrar usted en una mansió n que
será suya, tarde o temprano, si es de su agrado.
¿Seguirá viendo en mı́ a su padre cuando me reciba
en ella, o seré por in feliz?... Perdó neme que le
escriba con tanta claridad; pero cuando estoy cerca
de usted, pierdo el valor y siento con demasiada
fuerza que es usted mi dueñ a y señ ora. No tengo
intenció n de ofenderla, só lo quiero decirle cuá nto
sufro y lo cruel que resulta, a mi edad, la espera,
cuando cada dı́a que pasa me arrebata algunas
esperanzas y algunos placeres má s. La delicadeza
de mi comportamiento es, por otra parte, una
garantı́a de la sinceridad de mis intenciones. ¿He
actuado alguna vez como un acreedor? Usted es
como una ciudadela, y yo ya no soy ningú n joven. A
mis quejas responde usted que se trata de su vida
misma, y me lo hace creer cuando la escucho; pero
luego quedo sumido en un profundo pesar y en
unas dudas que nos deshonran a ambos. Siempre
me ha parecido usted tan buena y cá ndida como
hermosa; pero parece empeñ arse en destruir mis
convicciones. Juzgú elo usted misma. Me dice que
tiene una pasió n en el alma, una pasió n despiadada,
y se niega a darme el nombre de aquel a quien
ama... ¿Le parece natural? Ha convertido a un
hombre bastante fuerte en un hombre de una
debilidad inaudita... ¿Se da cuenta hasta dó nde he
llegado? ¿Verme obligado a preguntarle qué
porvenir le reserva usted a mi pasió n despué s de
cinco meses? Aú n tengo que saber qué papel me
tocará desempeñ ar en la inauguració n de su
palacete. El dinero no es nada para mı́ cuando se
trata de usted; no voy a hacer la tonterı́a de exhibir
ante usted tal desprecio para destacar el mé rito que
representa; pero, si bien mi amor no tiene lı́mites,
mi fortuna sı́ los tiene, y mi ú nico interé s por ella
radica en usted. Pues bien, si dá ndole todo cuanto
poseo pudiera lograr su afecto, preferirı́a tener su
amor, aunque fuera pobre, que ser rico pero
desdeñ ado por usted. Me ha transformado tanto, mi
querida Esther, que nadie me reconoce: he pagado
diez mil francos por un cuadro de Joseph Bridau,
porque usted me dijo que era un talento
incomprendido. En in, a todos los pobres a quienes
encuentro les doy cinco francos en nombre de
usted. Pues bien, ¿qué pide el pobre anciano que se
siente deudor de usted cada vez que le hace usted el
honor de aceptar la má s pequeñ a nimiedad?... Tan
só lo quiere una esperanza, ¡y qué esperanza, Dios
mı́o! ¿No es acaso la certeza de no recibir de usted
má s que lo que mi pasió n reclamará ? El fuego de mi
corazó n fomenta sus crueles engañ os. Heme aquı́
dispuesto a aceptar todas las condiciones que
pueda usted poner a mi felicidad, a mis escasos
placeres; pero por lo menos dı́game que el dı́a en
que tome posesió n de su casa, aceptará usted el
corazó n y la servidumbre del que, para el resto de
sus días, se considerará su esclavo.
"Fréderic de Nucingen."
—¡Oh, ya estoy harta de ese saco de billetes! —
exclamó Esther, que volvía a ser cortesana.

Cogió papel de carta y escribió tantas veces como


cabı́a en é l la famosa frase: Qué dese con mi oso, que
se ha hecho proverbial en honor de Scribe.
Un cuarto de hora despué s, llena de
remordimiento, Esther escribió la siguiente carta:

"Señor barón:
"No dé ninguna importancia a la carta que le he
mandado y que era fruto de un retorno
momentá neo a mi loca juventud; perdone, pues, a
una muchacha que debiera ser una esclava. Nunca
habı́a sentido tanto la bajeza de mi condició n como
desde el dı́a en que fui entregada a usted. Usted ha
pagado, me debo a usted. No hay nada tan sagrado
como las deudas del deshonor. No tengo derecho a
liquidar echá ndome al Sena. Siempre se puede
pagar una deuda en esta repugnante moneda que
só lo es buena por un lado, de modo que me hallará
usted a sus ó rdenes. Quiero pagar en una sola
noche todas las sumas que está n hipotecadas sobre
aquel instante fatal, y tengo la certidumbre de que
una hora conmigo vale millones, con tanto mayor
motivo cuanto que será la ú nica, y la ú ltima.
Despué s ya habré cumplido y podré abandonar la
vida. Una mujer honesta tiene alguna posibilidad de
recuperarse tras una caı́da; nosotras, en cambio,
caemos demasiado bajo. De modo que mi decisió n
está tomada con tal irmeza, que le ruego conserve
esta carta como testimonio de los motivos de la
muerte de la que, por un día, se reconoce
"Su humilde servidora,
"Esther."
Despué s de mandar esta carta, Esther sintió
haberla escrito. Diez minutos má s tarde, escribı́a
una tercera carta, cuyo texto era el siguiente:

"Perdó neme, estimado baró n, vuelvo a ser yo. No


quise burlarme de usted ni herirle; só lo quiero que
re lexione en esta cosa tan sencilla: si seguimos
juntos manteniendo las relaciones de padre a hija,
tendrá usted un goce tenue, pero duradero; en
cambio, si exige la ejecució n del contrato, tendrá
que llorarme. No quiero molestarle ya más: el día en
que usted elija el placer en lugar de la felicidad, será
el último de mi vida.
"Su hija,
"Esther."

Al recibir la primera carta, el baró n fue presa de


una de esas iras frı́as que pueden dar al traste con
los millonarios; se miró a un espejo y tocó el timbre.
—¡Un pañ o te bies!... —dijo a su nuevo ayuda de
cámara.
Mientras estaba tomá ndose el bañ o de pies, llegó la
segunda carta; la leyó y perdió el conocimiento. Lo
llevaron a su cama. Cuando el inanciero volvió en
sı́, la señ ora de Nucingen estaba sentada a los pies
de la cama.
—¡Esta muchacha tiene razón! —le dijo—. ¿Por qué
quieres comprar el amor?... ¿Acaso es una
mercancı́a que pueda encontrarse en el mercado? A
ver la carta que le has mandado.
El baró n le dio varios borradores que habı́a hecho,
y la señ ora de Nucingen los leyó sonriendo. Llegó la
tercera carta.
—¡Es una muchacha sorprendente! —exclamó la
baronesa tras haber leído esta última carta.
—¿Gué tepo hacer? —preguntó el baró n a su
esposa.
—Esperar.
—¡Esberar!—replicó —. Za naduraleza es
imblagaple... —Mira, amigo mı́o —dijo la baronesa
—, me está s resultando una excelente persona y
voy a darte un buen consejo.
—¡Eres una puena muquer! —dijo—. Gó mprate lo
gue guieras, ya de lo bacará...
—Lo que te ha ocurrido al recibir las cartas
emociona má s a una mujer que todos los millones
que se pueda uno gastar en ellas, o que todas las
cartas que se le puedan enviar, por hermosas que
sean; procura que se entere indirectamente de ello,
y... ¡probablemente la consigas! Y... no tengas ningú n
escrú pulo, que no se morirá por eso —dijo,
mirando de arriba abajo a su marido.
La señ ora de Nucingen ignoraba por completo lo
que es una muchacha de la vida.
"¡Gué inquenio diene la señ ora te Nisinquen!",
pensó el barón al quedarse solo.
Pero cuanto má s admiraba la inura del consejo
que le acababa de dar la baronesa, tanto má s difı́cil
le parecı́a llevarlo a la prá ctica; no só lo se sentı́a
estúpido, sino que se lo repetía a sí mismo.
La estupidez de la gente de dinero, aunque sea casi
pro verbial, no es, sin embargo, má s que relativa.
Con las facultades de nuestro espı́ritu ocurre lo que
con las aptitudes del cuerpo. La fuerza del baiları́n
reside en sus pies, la del herrero en el brazo; el
mozo de cuerda se ejercita para llevar paquetes, el
cantante adiestra su laringe y el pianista se refuerza
la muñ eca. El banquero se acostumbra a combinar
los negocios, a examinarlos, a mover unos y otros
intereses —como un sainetista que mueve y
combina las diferentes situaciones y personajes—.
Ası́ como al matemá tico no se le puede exigir la
imaginació n del poeta, tampoco al baró n de
Nucingen se le puede pedir ingenio en la
conversació n. ¿Cuá ntos poetas pueden contarse en
cada é poca que sean prosistas o que sepan
desenvolverse en los asuntos de la vida, ¡como la
señ ora Cornuel? Buffon era torpe. Newton no co—
noció el amor, Byron só lo conoció el amor de sı́
mismo, Rousseau fue taciturno y casi loco, La
Fontaine era un distraı́do. Cuando está repartida
uniformemente, la energı́a humana engendra la
estupidez o la mediocridad en todas partes; cuando
no lo está , da lugar a esos seres deformes a los que
se llama genios, cuyos mé ritos, si fueran visibles,
parecerı́an deformidades. El cuerpo se rige por la
misma ley: la perfecta belleza va casi siempre
acompañ ada de frialdad o estupidez. El hecho de
que Pascal fuera a la vez un gran geó metra y un
gran escritor, que Beaumarchais fuera un gran
hombre de negocios y Zamet un cortesano de
profunda inteligencia, constituyen raras
excepciones que con irman el principio de la
peculiaridad de las inteligencias. En la esfera de los
cá lculos especulativos, el banquero despliega, pues,
tanto ingenio, tanta habilidad, tanta agudeza y tantas
cualidades como las que puede mostrar un
diplomá tico en la de los intereses nacionales. Si una
vez fuera de su despacho el banquero siguiera
mostrando talento, serı́a entonces un gran hombre.
Nucingen multiplicado por el prı́ncipe de Lig-ne, por
Mazarino o por Diderot es una fórmula humana casi
imposible, y que, sin embargo, se ha dado, bajo los
nombres de Pericles, Aristó teles, Voltaire y
Napoleó n. La irradiació n del sol imperial no ha de
ocultar al hombre privado; el emperador tenı́a su
encanto, era instruido e ingenioso. El señ or de
Nucingen, meramente banquero, carente de toda
imaginació n para lo que no fueran sus cá lculos —
como la mayor parte de los banqueros—, no creı́a
má s que en los valores ciertos. En cuestiones de
arte tenı́a el buen sentido de recurrir, dinero en
mano, a los expertos en cada cosa particular;
recurrir al mejor arquitecto, al mejor cirujano, al
mejor conocedor de cuadros o esculturas o al
abogado má s e icaz en cuanto se trataba de edi icar
una casa, de cuidar por la salud o de adquirir
alguna antigü edad o alguna inca. Pero como que no
existen peritos en intrigas, ni expertos en pasiones,
los banqueros está n en mala situació n cuando
aman, y se ven muy apurados en el manejo de las
mujeres. Nucingen no descubrió nada nuevo y
siguió haciendo lo de siempre: dar dinero a un
Frontı́n cualquiera, macho o hembra, para que
actuara y pensara en su lugar. La señ ora Saint-
Estè ve era la ú nica que podı́a explotar el medio
ideado por la baronesa. El banquero sintió
profundamente haberse enfadado con la odiosa
vendedora. No obstante, con iando en el
magnetismo de su caja fuerte y en los calmantes que
llevan la irma de Garati, llamó a su ayuda de
cá mara y le ordenó que preguntara en la calle
Neuve-Saint-Marc por aquella horrenda vieja, y le
rogara que acudiera a su casa. En Parı́s, los
extremos se tocan gracias a las pasiones. El vicio
reú ne perpetuamente al rico con el pobre, al grande
con el pequeñ o. La emperatriz consulta a la señ orita
Lenormand. Por ú ltimo, el gran señ or encuentra
siempre algún Ramponneau, de siglo en siglo.
El nuevo ayuda de cá mara regresó un par de horas
después.
—Señ or baró n —dijo—, la señ ora Saint-Estè ve está
en la ruina.
—¡Mecor gue mecor! —exclamó alegremente el
barón—. Así la dentré goquita...
—La buena señ ora, por lo que parece, es algo
a icionada al juego —prosiguió el servidor—.
Ademá s, está bajo la fé rula de un comediante, sin
demasiada importancia, de los teatros de las
afueras, al que hace pasar por su ahijado, para
guardar las formas. Parece ser que se trata de una
excelente cocinera y busca colocación.
"Esdos temonios te quenios supaldernos dienen
dotos mil maneras te cañ ar tinero y tiez mil te
casdarlo", pensó el baró n, sin sospechar que
coincidía con Panurge.
Volvió a mandar a su criado en busca de la señ ora
Saint-Estè ve, que no compareció hasta la mañ ana
siguiente. Al ser interrogado por Asia, el nuevo
ayuda de cá mara comunicó a este espı́a hembra los
terribles resultados de las cartas escritas por la
amante del señor barón.
—El señ or debe de querer muchı́simo a esta mujer
—dijo el criado para terminar—, porque estuvo a
punto de morir. Yo le aconsejo que no vuelva con
ella, que le engatusará . ¡Una mujer que, segú n dicen,
ya ha costado al baró n quinientos mil francos, sin
contar lo que se acaba de gastar en la casa de la
calle Saint-Georges!... Esa mujer lo que quiere es
dinero y nada má s que dinero. Cuando salı́a de la
habitació n del señ or, la señ ora baronesa decı́a
riendo: "Si esto continú a, esta muchacha va a
dejarme viuda."
—¡Demonio! —respondió Asia—. ¡No hay que
matar nunca a la gallina de los huevos de oro!
—El señ or baró n ya no confı́a má s que en usted —
dijo el ayuda de cámara.
—¡Oh, es que yo sé muy bien có mo hay que tratar a
las mujeres!...
—Vamos, entre usted —dijo el ayuda de cá mara,
inclinándose ante aquella potencia oculta.
—¿Qué hay? —dijo la falsa Saint-Estè ve, entrando
humildemente en el cuarto del enfermo—. ¿El señ or
baró n tiene alguna pequeñ a contrariedad? ¡Qué le
vamos a hacer! Todo el mundo tiene su punto dé bil.
Yo tambié n he pasado desgracias. En dos meses la
rueda de la fortuna ha girado muchı́simo para mi:
ahı́ me tiene buscando una ocupació n... Ni el uno ni
el otro hemos sido razonables. Si el señ or baró n
quisiera colocarme como cocinera en casa de la
señ ora Esther, tendrı́a en mı́ a la má s abnegada de
las abnegadas, y podrı́a serle de utilidad para vigilar
á Eugénie y a la señora.
—No se drada te esdo —dijo el baró n—. No
gonsico tominar la siduació n, y me hace tar fueldas
gomo...
—Como a una peonza —añ adió Asia—. Usted ha
hecho bailar a los demá s, ahora es ella la que le
tiene a usted cogido y le está zurrando... ¡El cielo
hace justicia!
—¿Custicia? —dijo el baró n—. No la he hecho fenir
bara oír tiscursos te moral...
—¡Vamos, hijo mı́o, un poco de moral no hace
ningú n dañ o! Para nosotros es la sal de la vida,
como el vicio para los devotos. Veamos, ¿ha sido
usted generoso? ¿Ha pagado sus deudas...?
—Sí —dijo el barón lastimosamente.
—Está bien. Ha desembargado sus cosas: mejor
aú n; pero reconozca que no es bastante: no le da de
que reír, y a estas muchachas les gusta inflamarse...
—Le esdoy brebanto una sorbresa, en la galle
Sainte-Chorche... Ella lo sape... —dijo el baró n—.
Bero no guiero ser un belele.
—Pues déjela correr...
—Denco miedo te gue no guiera saper ya nata
gonmico —exclamó el barón.
—Y queremos que el dinero nos rinda, ¿verdad hijo
mío?
—respondió Asia—. Escú cheme. ¡Hemos exprimido
muchos millones de la gente, amiguito! Dicen que
tiene usted veinticinco. —El baró n no pudo reprimir
una sonrisa—.
¡Pues bien! Tiene que soltar uno...
—Lo soldarı́a gon cusdo —respondió el baró n—,
bero dan brondo lo haya tato, me betirán odro.
—Sı́, ya lo entiendo —contestó Asia—, no quiere
decir B por miedo a llegar hasta la Z. Sin embargo,
Esther es una muchacha honrada...
—¡Muy honrata! —exclamó el banquero—. Asebda
gumblir lo bromedito, bero gomo el gue baca una
teuta.
—En suma, que no quiere ser su querida, que le
repugna. Y lo comprendo, la chica siempre ha
obrado segú n sus caprichos. Cuando no se ha
conocido má s que a jó venes encantadores, una no
presta demasiada atenció n a un anciano... Y usted
no es una belleza, que digamos; está tan gordo
como Luis XVIII, y algo atontado, como todos los
que se ocupan de dinero.en lugar de ocuparse de
mujeres. En in, si para usted no tienen importancia
seiscientos mil francos —dijo Asia—, yo me encargo
de que sea para usted todo lo que quiere que sea.
—iSeistsiendos mil vrangos!... —exclamó el baró n
con un ligero sobresalto—. ¡Esder me esdá
gosdanto ya un millón.
—La felicidad bien vale seiscientos mil francos, mi
gran vicioso. En estos tiempos se conocen hombres
que se han gastado probablemente má s de uno y de
dos millones con sus queridas. Sé incluso de
mujeres que han costado la vida a sus amantes y
que los han llevado al patı́bulo... ¿Recuerda a aquel
mé dico que envenenó a un amigo?... Querı́a
apoderarse de su fortuna para hacer feliz a una
mujer.
—Sı́, ya lo sé , bero aungue esdé enamorato, no soy
dondo, aguı́ bor lo menos, borgue guanta esdoy
cundo a ella le endrecaria dotas mis riguezas...
—Escú cheme, señ or baró n —dijo Asia, adoptando
una pose de Semı́ramis—, ya le han exprimido a
usted bastante. Tan cierto como que me llamo Saint-
Estè ve (en el comercio, se entiende), que me paso a
su bando.
—¡Pient... De regombensaré...
—Ya lo creo, porque le he mostrado ya que sé
vengarme. Ademá s, sé palo usted bien, papaı́to —
dijo, echá ndole una mirada espantosa—, tengo
medios para soplarle a la señ ora Esther có mo se
apaga una vela. ¡Y conozco a la mujer! Cuando le
haya dado la felicidad, le será a usted aú n má s
necesaria de lo que es ahora. Usted me ha pagado,
hubo que sacárselo con pinzas, pero por fin aflojó el
dinero. Yo, por mi parte, cumplı́ mis compromisos,
¿verdad? Pues bien, mire, voy a proponerle un
arreglo.
—Featnos.
—Me coloca usted de cocinera en casa de la señora,
me contrata por diez añ os, con un sueldo de mil
francos, me paga los cinco primeros añ os por
anticipado (para usted, una menudencia). Una vez
en casa de la señ ora, lograré de ella las siguientes
concesiones. Por ejemplo, le manda usted un
vestido delicioso de la tienda de la señ ora Auguste,
que conoce los gustos y las costumbres de la
señ ora, y ordena usted que el obsequio llegue a las
cuatro de la tarde. Al volver de la Bolsa, sube usted
a su casa y se van los dos a dar un paseo por el
Bosque de Bolonia. ¡Pues bien! Esta mujer declara
de esta manera que es la amante de usted, se
compromete ante toda la opinió n de Parı́s... Cien mil
francos... Entonces cena usted con ella (sé có mo se
preparan estas cenas); luego la lleva usted a algú n
espectá culo, al Varieté s, a un primer palco, y todo
Parı́s dice entonces: "Ahı́ está ese viejo pillo de
Nucingen con su querida..." No me diga que no es
halagü eñ o hacer creer eso. Todo esto va
comprendido en los primeros cien mil francos, y se
lo pongo a buen precio... En ocho dı́as, siguiendo
esta pauta, habrá avanzado usted mucho.
—¡Hapré bacato cien mil vrahgos!...
—Durante la segunda semana —prosiguió Asia, sin
que pareciera haber oı́do aquella lastimosa frase—
la señ ora, movida por aquel preá mbulo, se decidirá
a dejar su pequeñ o piso y a instalarse en el palacio
que usted le ofrece. ¡Su querida Esther habrá vuelto
a ver el mundo, habrá encontrado a sus antiguas
amigas, querrá brillar y hará los honores de su
palacio! Es lo ló gico... ¡Otros cien mil francos! Usted
está en su casa, Esther está comprometida... es para
usted. No queda má s que una bagatela, que usted
convierte en lo principal, ¡viejo elefante! (¡Có mo
abre los ojos, el monstruo!) Pues bien, de esto me
encargo yo. Cuatrocientos mil... ¡Ah!, y no te
preocupes, el dinero no lo sueltas hasta el dı́a
siguiente... ¿No es eso probidad?... Tengo yo má s
confianza en ti

que tú en mı́. Si convenzo a la señ ora para que se


muestre en público como amante de usted, para que
se comprometa y para que acepte todo cuanto
usted le ofrezca, y quizá s hoy mismo lo consiga,
espero que me crea usted capaz de conseguir que le
franquee el paso del Gran San Bernardo. ¡Y que no
es fá cil!... Hacer pasar su artillerı́a es empresa tan
ardua como la de Napoleón cruzando los Alpes.
—¿Y bor gué?
—Porque tiene el corazó n rebosante de amor,
gratis, como decı́s vosotros, los que sabé is latı́n —
repuso Asia—. Cree ser una reina de Saba porque
se ha lavado con los sacri icios que ha tributado a
su amante... ¡tonterías que se meten esas mujeres en
la cabeza! ¡Ay, hijo mı́o, hay que ser justo, qué
hermoso! Esta cuentista serı́a capaz de morirse de
pena si le perteneciera a usted, no me extrañ arı́a;
pero lo que a mí me da cierta esperanza, y se lo digo
para animarle, es que hay en ella un buen fondo de
cortesana.
—Dienes el quenio te la gorrubció n —dijo el baró n,
que escuchaba a Asia con un profundo silencio y
con admiración—, gomo yo el te las vinansas.
—¿Trato hecho, cariño? —repuso Asia.
—¡Acebdo cingü enda mil mangos en lucar te cien
mil!... Y endrecaré guiniendos mil el tı́a tesbué s te mi
driunvo.
—Bien, voy a ponerme manos a la obra —contestó
Asia—. ¡Oh, ya puede venir! —añ adió
respetuosamente—. El SENOR hallará a la SENORA
suave como el lomo de una gata, y dispuesta quizá s
a darle satisfacción.
—Fe, fe, muquer —dijo el banquero, frotá ndose las
manos. Y despué s de sonreı́r a la repugnante
mulata, dijo para sus adentros: "¡Guá nda razó n
denco en dener dando tinero!"
Se levantó de la cama, se fue a su despacho y
reemprendió las tareas de sus negocios con el
ánimo alegre.
Nada podı́a ser tan funesto para Esther como la
resolució n de Nucingen. La pobre cortesana
defendı́a su vida defendié ndose contra la
in idelidad. Carlos llamaba mojigaterı́a a una
defensa tan natural como é sta. Asia, con las
precauciones que requerı́a el caso, fue a contar a
Carlos la entrevista que acababa de tener con el
baró n y todo el partido que habı́a sacado de ella. La
ira de aquel personaje fue terrible como su
cará cter; inmediatamente se trasladó , con las
cortinas corridas, a casa de Esther, haciendo entrar
el coche en su interior. El falsario por partida doble,
que aú n estaba pá lido cuando subió , se presentó
ante la muchacha; é sta estaba de pie y, al mirarlo, se
desplomó sobre un silló n como si le hubieran
quebrado las piernas.
—¿Qué le pasa, señ or? —preguntó , temblando de
pies a cabeza.
—Déjenos solos, Europa —dijo a la camarera.
Esther miró a la mujer con la mirada que un niñ o
dirigirı́a a su madre al verse separado de ella por
un asesino que se dispusiera a matarlo.
—¿Sabe adonde va usted a mandar a Lucien? —
dijo Carlos cuando estuvo a solas con Esther.
—¿Adonde?... —preguntó con voz dé bil,
aventurándose a mirar a su verdugo.
—Al lugar de dónde yo vengo, preciosidad.
Mirando a aquel hombre, se le subió la sangre a la
cabeza.
—A galeras —añadió en voz baja.
Esther cerró los ojos, estiró las piernas, los brazos
le quedaron colgando y quedó blanca como el
papel. El hombre llamó y acudió Prudence.
—Haz que vuelva en sı́ —dijo frı́amente—, aú n no
he terminado.
Mientras esperaba, se paseó por el saló n.
Prudence-Europe se vio obligada a pedir al señ or
que llevara a Esther a la cama; la cogió con una
faciildad que ponı́a de mani iesto su fuerza atlé tica.
Hubo que ir a buscar un medicamento muy
ené rgico para devolver el sentido a Esther. Una
hora má s tarde, Esther estaba en condiciones para
escuchar a aquel ser de pesadilla, que estaba
sentado al pie de la cama, con unos ojos de mirada
ija y deslumbrante como dos surtidores de plomo
fundido.
—Dulce corazoncito —siguió diciendo—, Lucien se
halla entre una vida esplendorosa, llena de honores,
digna y feliz, y el foso lleno de agua, fango y piedras
en que iba a tirarse cuando yo me lo encontré . La
casa de Grandlieu exige al muchacho una inca de
un milló n como condició n para conseguirle el tı́tulo
de marqué s y para cederle esa gran percha que se
llama Clotilde, con cuya ayuda subirá al poder.
Gracias a nosotros dos, Lucien acaba de adquirir la
casa solariega materna, el viejo palacio de
Rubempré , que no ha costado demasiado, só lo
treinta mil francos; pero su procurador, gracias a
algunas afortunadas negociaciones, ha conseguido
añ adir a aquel terreno propiedades por valor de un
milló n por las que hemos pagado trescientos mil
francos. El palacio, los gastos y las recompensas que
hemos tenido que dar a los que se han prestado
para disfrazar la operació n ante la gente del lugar,
se han llevado todo lo demá s. Es cierto que tenemos
invertidos cien mil francos, que dentro de unos
meses valdrá n de dos a trescientos mil francos;
pero seguirá quedando una deuda de cuatrocientos
mil francos... Dentro de tres dı́as, Lucien regresa de
Angulema, adonde ha ido para que no se sospeche
que ha hallado su fortuna cardando sus colchones...
—¡Oh, no! —exclamó ella, alzando sus ojos con un
movimiento sublime.
—Ahora le pregunto: ¿es é ste el momento de
asustar al baró n? —dijo con toda tranquilidad—;
¡estuvo usted a punto de matarlo anteayer! Se
desmayó como una mujer al leer su segunda carta.
Tiene usted un estilo muy gallardo, y le felicito por
ello. Si se hubiera muerto el baró n, ¿qué habrı́a sido
de nosotros? Cuando Lucien salga de Saint-Thomas-
d’Aquin siendo yerno del duque de Grandlieu, si
quiere usted echarse al Sena... le ofreceré incluso la
mano, querida mı́a, para que hagamos juntos el
chapuzó n. Es una manera como otra de acabar.
Pero re lexione un poco. ¿No serı́a mejor vivir,
pensando en todo momento: "Toda esta
esplendorosa fortuna, toda esta feliz familia...?"
Porque tendrá hijos, ¡hijos!... (¿ha pensado alguna
vez en el placer de acariciar los cabellos de sus
hijos?)
Esther cerró los ojos y se estremeció suavemente.
—Pues bien, viendo el edi icio de esta felicidad,
podrá decirse a sí misma: "¡Es obra mía!"
Se produjo una pausa, durante la cual aquellos dos
seres se miraron.
—Esto es lo que he pretendido hacer con un
desesperado que se echaba al agua —siguió Carlos
—. ¿Soy un egoı́sta? ¡Ası́ es como se ama! Esta
abnegació n só lo se ofrece a los reyes; pero yo ¡he
hecho rey a mi Lucien! Aunque me encadenaran
para el resto de mis dı́as en mi antiguo presidio, me
quedarı́a tranquilo pensando: " Está en el baile, está
en la corte." ¡Mi alma y mi pensamiento triunfarı́an,
mientras que mis despojos caerı́an bajo las garras
de algú n cabo de vara! ¡Es usted una hembra
miserable, ama usted como una hembra! ¡Pero el
amor, en una cortesana, tendrı́a que ser, como en
todas las demá s criaturas degradadas, un medio de
convertirse en madre, un medio de superar la
infecundidad impuesta por la naturaleza! Si alguna
vez se descubriera que bajo el manto del padre
Carlos Herrera se oculta el proscrito que yo era
antes, ¿sabe lo que harı́a para no comprometer a
Lucien?
Esther esperó la respuesta con una especie de
ansiedad.
—Pues —añ adió tras, una breve pausa—, morirı́a
como los negros, tragá ndome la lengua. Y usted, con
sus remilgos, me está poniendo al descubierto. ¿Qué
le habı́a pedido?... Que volviera a ponerse los
vestidos de la Torpille por seis meses, por seis
semanas, y que hiciera uso de ellos para sablear un
milló n... ¡Lucien jamá s la olvidará ! Los nombres no
olvidan al ser cuyo recuerdo es evocado por la
felicidad de que se goza todas las mañ anas al
despertarse en medio de las riquezas, Lucien vale
má s que usted... Empezó queriendo a Coralie, y ella
muere, bien; no tenı́a con qué pagarle el entierro,
pero no hizo lo que ha hecho usted hace un
momento, no se desmayó , aunque es un poeta;
escribió seis alegres canciones, de las que sacó
trescientos francos, que le permitieron pagar el
entierro de Coralie. Tengo estas canciones, me las sé
de memoria. Pues, ¡vamos! ¡Componga usted sus
canciones, pó ngase alegre y caprichosa, sea
irresistible e insaciable!... ¿Me ha oı́do? No me
obligue a seguir hablando... Dé le un beso a papá .
Adiós...
Cuando Europa, media hora despué s, entró en la
habitació n de su ama, la halló arrodillada ante un
cruci ijo, en la postura que el má s religioso de todos
los pintores atribuyó a Moisé s ante la tumba de
Horeb, para expresar su profunda y absoluta
adoració n a Jehová . Tras haber rezado sus ú ltimas
oraciones, Esther renunciaba a su hermosa vida, al
honor que se habı́a creado, a su gloria, a sus
virtudes y a su amor. Se levantó.
—¡Oh, señ ora, nunca volverá a estar como ahora!
—exclamó Prudence Servien, estupefacta ante la
sublime belleza de su ama, y colocó el espejo de
manera que Esther pudiera contemplarse.
Sus ojos retenı́an aú n algo del alma que huı́a hacia
el cielo. Su faz de judı́a estaba resplandeciente. Sus
cejas, empapadas de lá grimas que habı́a absorbido
el fuego de la oració n, parecı́an un follaje tras una
lluvia de verano; el sol del amor puro las hacı́a
brillar por ú ltima vez. Los labios conservaban como
una expresió n de sus ú ltimas invocaciones a los
á ngeles; sin duda se habı́a hecho acreedora de la
palma del martirio ofrecié ndoles su vida sin má cula.
En in, tenı́a la majestad que debió de brillar en el
rostro de Marı́a Estuardo «v3 en el momento en
que dijo adiós a su corona, a la tierra y al amor.
—Me hubiera gustado que Lucien me viera ası́ —
dijo, exhalando un suspiro contenido—. Ahora —
añ adió con una voz vibrante—, vamos a hacer
comedia...
Al oı́r aquellas palabras, Europa quedó
boquiabierta, como si hubiera oı́do blasfemar a un
ángel.
—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras como si tuviera
capullos en la boca en lugar de dientes? Ya no soy
má s que una criatura infame e inmunda, una
ladrona, una mujer de la vida, y espero al caballero.
De modo que pon agua a calentar y prepá rame el
bañ o. Son cerca de las doce, el baró n vendrá
seguramente despué s de la Bolsa, mandaré decirle
que le espero y encargaré a Asia que le prepare una
comida de primera, quiero volver loco a ese
hombre... Venga, vamos, vamos, mujer... Vamos a
reírnos, es decir, vamos a trabajar.
Se sentó a su mesa y escribió la siguiente carta:
"Amigo mı́o, si la cocinera que me ha mandado
usted no hubiera estado nunca a mi servicio, habrı́a
creı́do que la intenció n de usted era hacerme saber
cuá ntas veces se desvaneció anteayer al recibir mis
tres billetes. (¿Cómo decírselo? Estaba muy nerviosa
aquel dı́a porque estuve recordando los detalles de
mi lamentable existencia.) Pero conozco la
sinceridad de Asia. Ası́ pues, ya no me arrepiento de
haberle causado alguna pena, ya que ha servido
para convencerme hasta qué punto me ama usted.
Ası́ somos nosotras, pobres muchachas
despreciadas: un afecto de verdad nos llega mucho
má s al alma que el vernos agasajadas con enormes
riquezas. Siempre he tenido miedo de ser para
usted la percha donde pretendı́a exhibir sus
vanidades. Me molestaba no ser para usted má s que
esto. Sı́, a pesar de sus protestas, tenı́a la impresió n
de que me tomaba usted por una mujer comprada.
Pues bien, a partir de ahora siempre seré buena con
usted, con la condición de que me obedezca siempre
un poco. Prué beme usted que esta carta puede
sustituir las recetas de los mé dicos vinié ndome a
ver a la salida de la Bolsa. Encontrará usted
engalanada con todos sus obsequios a la que se
declara, para toda su vida, su máquina de placer,
"Esther."
En la Bolsa, el baró n de Nucingen estuvo tan
animado, tan alegre y tan complaciente, se permitió
tantas bromas, que Du Tillet y Keller, que allı́
estaban, no pudieron reprimir los deseos de
preguntar la razón de su hilaridad..
—Me ama... Brondo inaucuramos la gasa —dijo a
Du Tillet.
—¿A cuá nto le resulta eso? —le espetó
bruscamente Franepis Keller, a quien la señ ora
Colleville, segú n decı́an, le costaba veinticinco mil
francos al año.
—Esda muquer, gue es un ó nquel, camas me ha
betito nata.
—Esto no se hace nunca —le contestó Du Tillet—.
Es para no tener que pedir nunca nada por lo que
se atribuyen muchas tías o madres.
Desde la Bolsa hasta la calle Taitbout, el baró n dijo
siete veces al cochero:
—¡Temasiato tesbacio, hostique más al gapallo!...
Subió á gilmente la escalera y encontró por vez
primera a su amante con aquella hermosura que
caracteriza a las muchachas cuya ú nica ocupació n
es el cuidado del cuerpo y del vestir. Recié n salida
del bañ o, la lor estaba fresca y perfumada de tal
modo que habrı́a despertado el deseo de Robert
d'Arbrissel. Esther se habı́a vestido deliciosamente.
Llevaba una levita negra, adornada con
pasamanerı́a de seda rosa, sobre una falda gris de
raso, es decir, el traje que habı́a de llevar má s
adelante la hermosa Amigo en I Puritani. Una
toquilla de punto inglé s le caı́a sobre los hombros
jugueteando. Las mangas del vestido fruncidas por
trencillas, segú n la nueva moda que habı́a sustituido
a las antiguas mangas de jamó n que habı́an llegado
a ser monstruosas. Esther se había apuntado con un
al iler sobre sus magnı́ icos cabellos un bonete de
encaje, que parecı́a a punto de caé rsele y que daba
a su peinado un cierto aire de desorden, si bien se
veı́an perfectamente las rayas blancas de su
cabecita entre los surcos de sus cabellos.
—¿No es una lá stima ver a la señ ora tan hermosa
en un saló n tan anticuado como é ste? —dijo Europa
al barón al abrirse la puerta del salón.
—Bues, fé ngase a la galle Sainte-Chorche —dijo el
baró n, quedá ndose inmó vil como un perro de caza
ante una perdiz—. El dicmbo es macnı́ igo, nos
bascaremos bor los Gampos Elı́seos, y la señ ora
Saint-Esté je e Iché nie llejará n dotos sus jesditos, las
gosas tel dogator y la gomita a la galle Saint-
Chorche.
—Haré todo lo que usted quiera —dijo Esther—, si
me hace el favor de llamar Asia a mi cocinera y
Europa a Eugé nie—. Son los sobrenombres que he
puesto a todas las mujeres que me han servido,
desde las dos primeras que tuve, y no me gustan los
cambios...
—Asia, Euroba... —repitió el baró n, riendo—. Gué
tijerdita es usdet... gué maquinació n... Yo haprı́a
gomito muchas gomitas andes te tar a una gocinera
el nompre te Asia.
—Nuestro o icio es ser divertidas —dijo Esther—.
Vamos a ver, ¿acaso no puede una muchacha
hacerse alimentar por Asia y hacerse vestir por
Europa, cuando ocurre que usted vive a costa de
todo el mundo? ¡Es un mito, vaya! Hay mujeres que
se comerı́an toda la tierra, mientras que a mı́ me
basta con la mitad. ¡Eso es lo que pasa!
"¡Gué muquer, esda señ ora Saind-Esté fe!", pensó el
baró n admirando el cambio operado en las
maneras de Esther.
—Europa, me hace falta un sombrero —dijo Esther
—.
Tengo que tener una capa de raso negro forrada
de rosa y adornada con puntillas.
—La señ ora Thomas no la ha mandado... ¡Vamos,
baró n, de prisa! ¡Arriba! ¡Comience con su papel de
lá stima, es decir, de alegrı́a! ¡Qué dura es la
felicidad!... Ahı́ abajo tiene usted un cabriolé : vaya a
casa de la señ ora Thomas —dijo Europa al baró n—
y ordene a su criado que vaya a buscar la capa de la
señ ora Van Bogseck... Y sobre todo, trá igale el ramo
de lores má s bonito que haya en Parı́s. Ya que
estamos en invierno, procure encontrar lores
tropicales.
El barón bajó y le dijo a su criado:
—A gasa te la señora Domas.
El criado llevó a su amo a una famosa pastelería.
—Es una dienta te motas, dondaina, y no una
basdelerı́a —dijo el baró n, que se apresuró hacia el
Palacio Real, a la tienda de la señ ora Pré vó t, donde
se hizo preparar un ramo de cinco luises, mientras
que su criado iba a casa de la famosa modista.
Paseando por Parı́s, un observador super icial se
preguntarı́a quié nes son los locos que van a
comprar las lores fabulosas que adornan la tienda
de la ilustre vendedora y las novedades del europeo
Chevet, el ú nico, junto con el Rocher de Cancale, que
ofrece una deliciosa y auté ntica Revue des Deux
Mondes... Cada dı́a estallan en Parı́s ciento y pico de
pasiones al estilo de la de Nucingen, que se rati ican
con rarezas que ni siquiera las reinas se atreven a
codiciar, y que los amantes ofrecen de rodillas a
muchachas que gustan de in lamarse, segú n la
expresió n de Asia. Sin este pequeñ o detalle las
honradas mujeres burguesas no comprendrı́an de
qué manera se esfuman las fortunas entre las
manos de esos seres, cuya funció n social en el
sistema fourierista consistirı́a quizá s en compensar
los dañ os de la Avaricia y de la Codicia. Tales
despilfarros son probablemente para el Cuerpo
Social algo parecido a una sangrı́a para un
organismo pletó rico. En dos meses Nucingen habı́a
irrigado el comercio con má s de doscientos mil
francos.
Cuando volvió el anciano enamorado, caı́a ya la
noche y el ramo era ya inú til. En invierno la hora de
paseo es de dos a cuatro. Sin embargo, el coche
sirvió para que Esther se trasladara de la calle
Taitbout a la calle Saint-Georges, donde tomó
posesió n del begueñ o balacio. Hay que decir que
jamá s habı́a sido Esther objeto de un culto tal ni de
semejantes profusiones, que le sorprendieron; pero
se guardó mucho de manifestar el má s mı́nimo
asombro, siguiendo la pauta de todas esas solemnes
ingratas. Cuando se entra en San Pedro de Roma,
para hacer apreciar debidamente la extensió n y
altura de la reina de las catedrales, se enseñ a a los
visitantes el meñique de una estatua, que tiene no sé
qué longitud y que parece al observador que tenga
un tamañ o natural. Pues bien, se han criticado tanto
las descripciones, tan necesarias no obstante para la
historia de nuestras costumbres, que habrá que
imitar en este caso al cicerone romano. Al entrar en
el comedor, el baró n no pudo reprimir el deseo de
hacer apreciar a Esther la tela de las cortinas del
ventanal, con una abundancia de pliegues digna de
la de un monarca, forrada de moaré blanco y
adornada con una pasamanerı́a digna del corpiñ o
de alguna princesa portuguesa. Aquella tela era una
seda comprada en Cantó n, donde la paciencia china
habı́a sido capaz de pintar las aves asiá ticas con una
perfecció n que só lo puede encontrarse en las
vitelas de la Edad Media o en el misal de Carlos V,
orgullo de la biblioteca imperial de Viena.
—Ha gosdato tos mil vrangos el ana a un milort gue
la ha draíto te las Intias...
—Muy bien. ¡Es encantador! ¡Qué gusto dará beber
aquı́ champañ a! —dijo Esther—. La espuma no se
derramará sobre baldosas.
—¡Oh, señ ora! —dijo Europa—. Fı́jese usted en la
alfombra...
—Gomo gue hapı́an tiseñ ato la alvompra bara mi
amico el tugue Dorlonia, gue lo engondró temasiato
garo, me lo gueté yo bara usdet, gue es una reina —
dijo Nucingen.
Por casualidad los dibujos de esta alfombra,
debidos a uno de los má s ingeniosos de nuestros
dibujantes, se combinaban con los caprichos de la
tela china. Las paredes, pintadas por Schinner y
Leó n de Lora, representaban escenas voluptuosas,
con relieves de é bano tallado comprados a precio
de oro en la tienda de Du Sommerard, y que
formaban unos paneles en los que unos simples
iletes dorados atraı́an sobriamente la luz. Ahora se
puede imaginar lo demás.
—Ha hecho usted bien en traerme aquı́ —dijo
Esther—; necesitaré por lo menos ocho dı́as para
acostumbrarme a mi casa y no tener el aire de una
advenediza...
—¡Mi gasa! —repitió exaltado el baró n—. ¿Acebda
usdet, buesf...
—¡Pues claro que sı́, mil veces sı́, so bobo —dijo
ella, sonriendo.
—Pasdapa gon lo te popo...
—Es para halagarte —dijo, mirándole.
El pobre Lobo Cerval cogió la mano de Esther y se
la llevó al corazó n: era bastante animal para sentir,
pero demasiado tonto para hallar la palabra
adecuada.
—Mire gomo balbida... ¡gon una simble balapra te
dernura!... —repuso—. Y llevó a su diosa (tiosa) a la
habitación.
—¡Oh, señ ora! —dijo Eugé nie—. ¡Yo no puedo
quedarme aquı́! Le entran a una demasiadas ganas
de meterse en la cama.
—Pues mira —dijo Esther—, quiero pagarte todo
esto de golpe... Despué s de la cena, elefantito mı́o,
iremos juntos al teatro. Me muero por ir al teatro.
Hacı́a exactamente cinco añ os que Esther no habı́a
ido al teatro. Todo Parı́s iba en aquel entonces a la
Porte-Saint-Martin a ver una de esas obras que
cobran una terrible expresió n de realidad gracias al
talento de los actores, y que se llamaba Richard
d'Arlington. Como todos los seres ingenuos, Esther
gustaba tanto de experimentar los
estremecimientos del miedo como de dar rienda
suelta al llanto de la ternura.
—Iremos a ver a Fré dé rick-Lemaı̂tre —dijo—, ¡me
encanta este actor!
—Es un trama salfaje —dijo Nucingen, que se vio
obligado repentinamente a ponerse en evidencia.
El baró n mandó a su criado a buscar uno de los
dos palcos de proscenio. ¡He aqui otra originalidad
parisiense! Cuando el Exito de pies de barro
produce el lleno en algú n teatro, siempre está
disponible, diez minutos antes de que suba el teló n,
algú n palco de proscenio; los directores se lo
reservan para sı́ si no se presenta ninguna pasió n al
estilo de Nucingen. Como las novedades de Chevet,
este palco es el tributo que se hace pagar a las
fantasías del Olimpo de París.
No hace falta hablar de la vajilla. Nucingen habı́a
acumulado tres vajillas: la pequeñ a, la mediana y la
grande. Los platos y bandejas de la vajilla grande
eran todos de plata sobredorada y con relieves. El
banquero, para no parecer que amontonaba sobre
la mesa un cú mulo de valores de oro y plata, habı́a
comprado, ademá s de todas estas vajillas, otra de
porcelana de Sajonia, frá gil y hermosı́sima, que
costaba má s que toda una cuberterı́á. En cuanto a
las mantelerías, las telas de Sajonia, de Inglaterra, de
Flandes y de Francia rivalizaban en perfecció n con
sus flores adamascadas.
Durante la cena, fue el baró n el sorprendido al
gustar los guisos de Asia.
—Gombrento —dijo— la razó n bor la gue la llama
usdet Asia: es una gocina realmende asiádiga.
—¡Vaya! Comienzo a pensar que me quiere —dijo
Esther a Europa—, acaba de decir algo que se
parece a una frase de ingenio.
—Las balapras no gombrometen, las virmas si —
dijo él.
—¡Caramba! ¡Es aú n má s Turcaret de lo que la
gente |« dice! —exclamó riendo la cortesana ante
aquella respuesta digna de igurar entre las
ingenuidades célebres dichas por el banquero.
La cena habı́a sido condimentada de tal modo que
se le indigestara al banquero y para que se
marchara a su casa temprano; ası́ pues, esto es todo
lo que obtuvo de su primera entrevista con Esther
en cuanto a placer. Durante el espectá culo, se vio
obligado a beber innumerables vasos de agua
azucarada, dejando sola a Esther en los entreactos.
Tullı́a, Mariette y la señ ora Du Val-Noble, reunidas
seguramente de un modo no casual, se hallaban
aquel dı́a en la sala. Richard d'Arlington fue uno de
esos é xitos desmesurados —é xito merecido, por
otra parte— de los que só lo se dan en Parı́s. Viendo
aquel drama, todos los hombres concebı́an que se
pudiera echar por la ventana a la mujer legı́tima, y
todas las mujeres gustaban de verse injustamente
oprimidas. Las mujeres pensaban: "Es demasiado,
nos tratan a golpes... ¡y esto nos ocurre muchas
veces!... Un ser de la belleza de Esther y arreglada
como iba Esther, no podı́a in lamarse impunemente
en el proscenio de la Porte-Saint-Martin. Por eso, a
partir del segundo acto se produjo en el palco de las
dos bailarinas una especie de revolució n al
comprobarse que la hermosa desconocida era la
Torpille.
—¡Caramba! ¿De dó nde sale? —dijo Mariette a la
señ ora Du Val-Noble. ¿Creı́a que habı́a muerto
ahogada!...
—¿Seguro que es ella? Me parece treinta y siete
veces más joven y hermosa que hace seis años.
—Quizá se ha conservado dentro del hielo, como la
señ ora de Espard y la señ ora Zayonschek —dijo el
conde de Brambourg, que habı́a acompañ ado a las
tres mujeres al espectá culo, a un palco de platea—.
¿No es el rat que querı́a usted mandarme para
engatusar a mi tío? —dijo a Tullia.
—Precisamente —contestó la balarina—. Du Bruel,
acé r—.quese a la orquesta para comprobar si es
ella.
—¡Có mo se las da! —exclamó la señ ora Du Val-
Noble, expresá ndose en el lenguaje propio de las
cortesanas.
—¡Oh! —exclamó el conde de Brambourg—, tiene
derecho a hacerlo, puesto que está con mi amigo el
barón de Nucingen. Voy a ver.
—¿Será acaso esa supuesta Juana de Arco que ha
conquistado a Nucingen y con la que nos está n
dando la lata desde hace tres meses?... —preguntó
Mariette.
—Buenas noches, mi querido baró n —dijo Philippe
Bridau, entrando en el palco de Nucingen—.
¿Casado con la señ orita Esther?... Señ orita, soy un
pobre o icial a quien libró usted en cierta ocasió n
de un trance apurado, en Issoudun... Philippe
Bridau...
—No tengo el gusto —dijo Esther, enfocando sus
gemelos hacia la sala.
—La señ orida —contestó el baró n— ya no se llama
Esder a segas; se llama señ ora te Jamby (Champy),
te una be güeña brobietat gue te he gombrato...
—Si usted hace bien las cosas —dijo el conde—,
aquellas señ oras dicen que en cambio la señ ora de
Champy se las da demasiado... Si no quiere
acordarse de mı́, dı́gnese reconocer a Mariette, a
Tullia y a la señ ora de Val-Noble —dijo aquel
advenedizo, que habı́a logrado el favor del Delfı́n
gracias al duque de Maufrigneuse.
—Si estas señ oras se portan bien conmigo, estoy
dispuesta a ser agradable con ellas —contestó
secamente la señora de Champy.
—¡Portarse bien! —dijo Philippe—. Pero si son
excelentes, la llaman a usted Juana de Arco.
—Si esdas tamas guieren hacerle gombañ ia —dijo
Nucingen—, la tejaré sola, borgue he gomito
temasiato. Su goche j'entra a regoquerla, gon dota
su queride... ¡Temonio te Asia!...
—¡Y me dejarı́a usted sola por vez primera! —dijo
Esther—. ¡Vamos! Hay que saber morir sin
abandonar el barco. Necesito a mi hombre para
salir. Si me insultan, ¿de qué servirían mis voces?...
El egoı́smo del anciano millonario tuvo que
inclinarse ante las obligaciones del enamorado. El
baró n aguantó sus molestias y se quedó . Esther
tenı́a sus razones para no dejar que su hombre se
marchara. Si recibı́a a sus antiguas conocidas, no iba
a ser interrogada tan a fondo si estaba con alguien
má s, que si estaba sola. Philippe Bridau volvió en
seguida al palco de las bailarinas y les informó
sobre el estado de cosas.
—¡Vaya! ¡Es ella la que hereda mi casa de la calle
Saint-Georges! —dijo con amargura la señ ora Du
Val-Noble.
—Probablemente —contestó el coronel—. Du Tillet
me ha dicho que el baró n se ha gastado tres veces
más que el pobre de Falleix.
—¿Vamos a verla? —dijo Tullia.
—¡Ah, no! —contestó Mariette—. Es demasiado
hermosa, iré a verla a su casa.
—Yo me encuentro lo bastante bien como para
arriesgarme —contestó Tullia.
La valerosa primera bailarina aprovechó el primer
entreacto para volver a tomar contacto con Esther,
que mantuvo la conversació n a un nivel de
generalidades.
—¿Y de dó nde vienes, hija mı́a? —preguntó la
balarina, que no resistía ya más la curiosidad.
—¡Oh!, he estado durante cinco añ os en una casa
de los Alpes con un inglé s celoso como un tigre, un
verdadero nabab; yo le llamaba un nabot, porque
no era tan alto como el bailı́o de Ferrette. Y vuelvo a
estar con un banquero, de Sı́laba a Caritis, como
dice Florine. Y ahora que vuelvo a estar en Parı́s,
tengo tantas ganas de divertirme que voy a pasarme
un auté ntico carnaval. Tendré casa puesta. ¡Ay!,
tengo que recuperarme de cinco añ os de soledad, y
ya he empezado a resarcirme. Cinco añ os con un
inglé s es demasiado; de acuerdo con los anuncios,
no hay que estar con ellos más de seis semanas.
—¿Ha sido el barón quien te ha dado este encaje?
—No, es un residuo de nabab... ¡Seré desgraciada!
Estaba tan amarillo que parecı́a la risa de un amigo
ante un triunfo, y creı́ que se morirı́a en un plazo de
diez meses. Pero estaba más fuerte que un roble. No
hay que iarse de los que dicen que está n enfermos
del hı́gado... Ya no quiero oı́r hablar del hı́gado. He
tenido demasiada fe... en los proverbios... El nabab
me robó, murió sin hacer testamento, y la familia me
echó como si tuviera la peste. Por eso le dije a este
gordo que pagara por dos. Tené is mucha razó n en
llamarme Juana de Arco: he perdido Inglaterra y
quizá moriré quemada.
—¡De amor! —dijo Tullia.
—¡Y viva! —respondió Esther, que quedó pensativa
a causa de aquellas palabras.
El baró n se reı́a con todas aquellas simplezas, pero
no las comprendı́a siempre en seguida, de modo
que su risa se parecı́a a aquellos cohetes olvidados
que se disparan cuando los fuegon arti iciales se
han terminado ya hace un rato.
Todos vivimos dentro de una esfera cualquiera, y
los habitantes de cada esfera está n provistos de una
misma dosis de curiosidad. Al dı́a siguiente, en la
Opera, la aventura del regreso de Esther corrió
entre los bastidores. Por la tarde, entre las dos y las
cuatro, todo el Parı́s de los Campos Elı́seos se habı́a
enterado de la reaparició n de la Torpille y sabı́a por
in cuá l era el objeto de la pasió n del baró n de
Nucingen.
i. Renacuajo, persona de corta estatura. 2. De Scila a
Caribdis.

—¿Sabe usted —decı́a Blondet a De Marsay en el


saló n de la Opera— que la Torpille desapareció
justo despué s de que la reconocié ramos como la
amante del joven Rubempré?
En Parı́s, igual que en provincias, se sabe todo. La
policı́a de la calle de Jé rusalem no está tan bien
montada como la de los ambientes mundanos, en
los que todos se vigilan entre sı́ sin saberlo. Por eso
Carlos sabı́a cuá l era el peligro que implicaba la
situació n de Lucien durante el tiempo en que estuvo
yendo a la calle Taitbout y también después.
No hay ninguna situació n má s terrible que aquella
en que se encontraba la señ ora Du Val-Noble, y que
retrata muy adecuadamente la expresió n estar
apeada. La despreocupació n y la prodigalidad de
esas mujeres les impiden pensar en el futuro. En
este mundo excepcional, mucho má s có mico y con
má s ingenio de lo que puede creerse, las mujeres
que carecen de esa belleza positiva, casi inalterable
y fá cil de reconocer, las mujeres que só lo por un
capricho pueden ser amadas, son las ú nicas que
piensan en su vejez y reú nen una fortuna: cuanto
má s hermosas son, má s imprevisoras se muestran.
"Veo que empiezas a acumular rentas: ¿acaso temes
volverte fea?" Estas palabras de Florine a Mariette
ayudan a comprender las causas de esta
prodigalidad. Cuando están unidas a un especulador
que se suicida o a un pró digo que apura sus
reservas, esas mujeres caen con una rapidez
pasmosa de lo alto de una insolente opulencia a una
miseria profunda. Entonces se echan en brazos de
la vendedora de ropa usada, venden a cualquier
precio unas joyas valiosı́simas y se endeudan, con el
principal propó sito de conservar un lujo aparente
que les permita recuperar lo que acaban de perder:
una caja de dó nde sacar dinero. Estos altibajos de
su vida explican bien el valor que dan a cualquier
unió n, que procuran preservar siempre, como hacı́a
Asia atrapando (otra palabra de su vocabulario) a
Nucingen con Esther. Los que conocen bien Parı́s
saben a qué atenerse cuando en los Campos Elı́seos,
ese bazar movedizo y tumultuoso, se encuentran
con tal a cual mujer en coche de alquiler, mientras
que un añ o o seis meses antes iba en un carruaje de
un lujo sorprendente y con un vestido hermosı́simo.
"Cuando uno cae hasta llegar a Sainte-Pé lagie, hay
que saber saltar hasta el Bosque de Bolonia", decı́a
Florine, riendo con Blondet, del pequeñ o vizconde
de Portendué re. Algunas mujeres há biles no se
arriesgan nunca a verse ası́ en boca de las gentes.
Permanecen enterradas en horribles cuartuchos de
fonda, donde purgan sus despilfarros con
privaciones comparables a las que sufren los
viajeros extraviados en un Sahara cualquiera; pero
no por eso conciben la menor veleidad de ahorro.
Se aventuran en los bailes de má scaras, hacen algú n
viaje fuera de la capital y, en los dı́as soleados, se
exhiben muy elegantes por los bulevares. Por otra
parte, se mani iestan entre sı́ ese espı́ritu de ayuda
mutua propio de las clases proscritas. Los socorros
otorgados le cuestan poco a la que está en buena
posició n, y que piensa: "Yo puedo encontrarme en
la misma situació n dentro de poco." Sin embargo, la
protecció n má s e icaz es la que da la vendedora de
ropa usada. Cuando esta usurera es acreedora,
remueve todos los corazones de ancianos a favor
de su hipoteca de borceguı́es y sombreros. La
señ ora Du Val-Noble, incapaz de prever la quiebra
de uno de los agentes de cambio má s ricos y
há biles, se vio cogida en pleno desorden. Empleaba
el dinero de Falleix para sus caprichos, y se remitı́a
a é l para las cosas ú tiles y para su porvenir. "¿Có mo
podı́a esperarse una cosa ası́ por parte de un
hombre que parecı́a tan buena persona?", decı́a a
Mariette. En casi todas las clases de la sociedad, la
buena persona es el que tiene magnanimidad, que
presta algú n di iero por aquı́ y por allá sin
reclamarlo luego, que siempre se comporta segú n
las reglas de una cierta delicadeza, al margen de la
moralidad obligada y vulgar. Ciertos individuos
supuestamente virtuosos, que al igual que Nucingen
han arruinado a sus propios benefactores, y ciertos
individuos salidos de los establecimientos
correccionales, son a los ojos de algunas mujeres de
una probidad muy ingeniosa. La virtud completa, el
sueñ o de Moliè re encarnado en Alcestes, es
excesivamente poco frecuente; sin embargo, se la
encuentra por todas partes¡incluso en Parı́s. La
buena persona es el resultado de una cierta gracia
de cará cter que no prueba nada. Los hombres ası́
son como los gatos, suaves al tacto, o como una
zapatilla que se amolda agradablemente al pie. Asi
pues, segú n el concepto de buena persona que
tienen las mujeres mantenidas, Falleix tenı́a que
haber avisado a su amante de la quiebra y tenı́a que
haberle dejado con qué vivir. D'Estourny, el galante
estafador, era buena persona; hacı́a trampas en el
juego, pero habı́a puesto de lado treinta mil francos
para su amante. De modo que en las cenas de
carnaval, las mujeres respondı́an a sus acusadores:
"¡Es IGUAL!... Por mucho que usted diga, Georges
era una buena persona, tenı́a un trato muy
agradable; ¡merecı́a mejor suerte!" Las muchachas
se rı́en de las leyes, les encanta un poco de
delicadeza; saben venderse, como Esther, por un
hermoso ideal secreto, que es la religió n a la que
dan culto. Tras haber salvado con penas y trabajos
algunas joyas del naufragio, la señ ora Du Val-Noble
sucumbı́a bajo el peso terrible de esta acusació n:
"¡Ha arruinado a Falleix!" Se acercaba a la edad de
treinta añ os, y aunque se hallara en pleno apogeo
de su belleza, era fá cil que fuera considerada una
mujer mayor, sobre todo si se tiene en cuenta que
en tales crisis toda mujer, ve enfrentársele todas sus
rivales. Mariette, Florine y Tullı́a invitaban a cenar a
su amiga y le ofrecı́an una cierta ayuda; pero como
que no conocı́an la suma de sus deudas, no se
atrevı́an a sondear la profundidad de aquel abismo.
El intervalo de seis añ os constituı́a una distancia
demasiado grande en las luctuaciones del océ ano
parisiense entre la Torpille y la señora Du Val-Noble
para que la mujer apeada dirigiera la palabra a la
mujer que iba en coche; pero la Val-Noble sabı́a que
Esther era su icientemente generosa como para no
dejar de pensar alguna vez que, segú n sus propias
palabras, habı́a heredado de ella, y como para no
acudir a ella en alguna ocasió n que pareciera
fortuita, pero que en realidad habrı́a sido prevista.
Para favorecer este azar, la señ ora Du Val-Noble,
ataviada como una mujer respetable, se paseaba
todos los dı́as por los Campos Elı́seos del brazo de
Thé odore Gaillard, que habı́a acabado casá ndose
con ella, y que en aquel momento difı́cil se portaba
muy bien con su antigua amante, la llevaba a los
palcos y hacı́a que la invitaran a todas las partidas.
Esperaba que algú n dı́a de buen tiempo Esther
saldrı́a de paseo y que se encontrarı́an cara a cara.
Paccard era el cochero de Esther, ya que su casa
estuvo organizada en cinco dı́as por Asia, por
Europa y por Paccard, segú n las instrucciones de
Carlos, de tal modo que la calle de Saint-Georges se
convirtió en una fortaleza inatacable. Por su parte,
Peyrade, movido por un odio profundo, por un
deseo de venganza y sobre todo por el deseo de
establecer a su querida Lydie, decidió ir tambié n a
pasearse a los Campos Elı́seos en cuanto Contenson
le dijo que allı́ podrı́a ver a la amante del señ or de
Nucingen. Peyrade sabı́a caracterizarse
perfectamente como subdito inglé s y sabı́a imitar
los susurros con que los ingleses pronuncian el
francé s; hablaba el inglé s con tanta perfecció n y
conocı́a tan bien los asuntos de este paı́s, al que la
policı́a le habı́a mandado en tres ocasiones, en los
añ os 1779 y 1786, que desempeñ ó su papel de
subdito inglé s en las embajadas y en Londres sin
despertar ninguna sospecha. Peyrade, que se
parecı́a mucho a Musson, el cé lebre mixti icador,
sabı́a disfrazarse con tanto arte, que un dı́a
Contenson no le reconoció . En compañ ı́a de
Contensó n, que iba disfrazado de mulato, Peyrade
observaba a Esther y a sus acompañ antes con una
de esas miradas que no parecen estar atentas, pero
que no pierden detalle. Aconteció pues que se
hallaba en la calle lateral, allı́ donde se pasea la
gente que lleva sé quito en los dı́as de buen tiempo,
el dı́a en que Esther se encontró con la señ ora Du
Val-Noble. Peyrade, con su mulato en librea a la
zaga, anduvo sin afectació n, con el aire de un
verdadero nabab que sólo piensa en sí mismo, cerca
de las dos mujeres, para tratar de coger al vuelo
algunas palabras de su conversación.
—Ven a verme —decı́a Esther a la señ ora Du Val-
Noble—. Nucingen no puede dejar sin un cé ntimo a
la amante de su agente de cambio...
—Má xime cuando dicen que é l mismo lo arruinó —
dijo Thé odore Gaillard—, y que bien podrı́amos
hacerle cantar...
—Mañ ana cenará conmigo, ven tú tambié n, querida
—le dijo Esther. Y añ adió al oı́do: "Hago con é l lo
que quiero, ¡todavı́a no ha hecho ni un tanto ası́!" Y
poniendo una de sus uñ as enguantadas bajo uno de
sus dientes, hizo ese conocido y ené rgico gesto que
significa: ¡nada de nada!
—Lo tienes cogido...
—Querida, no ha hecho má s que pagar mis
deudas...
—¡Será agarrado! —exclamó Suzanne du Val-
Noble.
—¡Oh! —repuso Esther—, tenı́a tal cantidad de
deudas como para asustar a un ministro de
Hacienda. Ahora quiero treinta mil francos de renta
antes de la primera campanada de medianoche. ¡Oh,
es encantador, no tengo de qué quejarme!... Va bien.
Dentro de ocho dı́as vamos a inaugurar la casa, te
esperamos... Por la mañ ana tiene que entregarme el
contrato de la casa de la calle Saint-Georges. No se
puede vivir decentemente en semejante casa sin
tener treinta mil francos de renta propia, para
recobrarlos en caso de ocurrir alguna desgracia. Ya
conocı́ la miseria, y me bastó . Hay ciertos conocidos
de los que una se hastía en seguida.
—Tú que decı́as: "¡La fortuna soy yo!", ¡có mo has
cambiado! —exclamó Suzanne.
—Es el aire de Suiza, allı́ una se hace ahorradora...
Mira, ¿por qué no te vas allı́, querida? Echate un
suizo, y quizá lo conviertas en tu marido, porque
todavı́a no saben lo que son las mujeres como
nosotras. En cualquier caso regresarı́as con el amor
de las rentas en el Gran Libro, que es un amor
honesto y delicado. Adiós.
Esther subió a su hermoso carruaje, con los má s
hermosos caballos tordos que podı́an encontrarse
entonces en Parı́s. —La mujer que sube al coche
está bien —dijo entonces Peyrade a Contenson en
inglé s—, pero pre iero a la que sigue paseá ndose;
sigúela y entérate de quién es.
—¿Sabe lo que acaba de decir este inglé s en su
lengua? —dijo Thé odore Gaillard. Y repitió a
continuació n a la señ ora Du Val-Noble la frase de
Peyrade.
Antes de arriesgarse a hablar inglé s, Peyrade habı́a
dicho en esta lengua unas palabras que provocaron
en el rostro de Thé odore Gaillard un gesto que
revelaba que el periodista sabı́a inglé s. La señ ora
Du Val-Noble se fue entonces muy poco a poco
hacia su casa, en la calle Louis-le-Grand, a una casa
amueblada decente, mirando al soslayo para ver si
le seguı́a el mulato. La casa pertenecı́a a una tal
señ ora Gé rard, con la cual la señ ora Du Val-Noble,
en sus dı́as de esplendor, habı́a tenido ciertas
atenciones, y que entonces le mostraba su gratitud
proporcioná ndole un alojamiento adecuado.
Aquella buena mujer, honrada burguesa llena de
virtudes, incluso piadosa, aceptaba a la cortesana
como si se tratara de una mujer de orden superior;
siempre la veı́a rodeada de su lujo y la tomaba por
una reina caı́da en desgracia; le con iaba sus hijas, y
la cortesana —y eso es má s natural de lo que
pudiera creerse— era escrupulosa como una madre
cuando las llevaba a un espectá culo.pú blico; las dos
señ oritas Gé rard la querı́an. Aquella buena y digna
mujer se parecı́a a esos sacerdotes sublimes que
aú n ven en esas mujeres puestas fuera de la ley un
alma que salvar y que amar. La señ ora Du Val-
Noble respetaba aquella honestidad, y a veces la
echaba de menos cuando por la noche conversaban,
y lamentaba sus desgracias. "Todavía es usted joven,
puede usted tener un buen in", decı́a la señ ora
Gé rard. Por otra parte, la señ ora Du Val-Noble
habı́a venido a menos só lo relativamente. El
guardarropa de esta mujer, tan dispendiosa y
elegante, estaba aú n lo bastante bien provisto como
para que pudiera exhibirse de vez en cuando, como
el dı́a de Richard d'Arlington en la Porte-Saint-
Martin, con todo su esplendor. La señ ora Gé rard
pagaba ademá s con mucha afabilidad los coches
que necesitaba la mujer apeada para ir a cenar a la
ciudad o para ir al teatro y volver.
—¡Mi querida señ ora Gé rard! —dijo a la honrada
madre de familia—, mi suerte va a cambiar, creo...
—Vaya, señ ora, lo celebro; pero pó rtese bien,
piense en el mañ ana... No se endeude má s. ¡Me
cuesta tanto sacarme de encima a los que la
persiguen!...
—¡Oh!, no se preocupe por esos perros, todos han
ganado bonitas sumas conmigo. Tenga, ahı́ tiene
unas entradas de Varieté s para sus hijas, un buen
palco en el segundo. Si alguien pregunta por mı́ esta
noche y aú n no he vuelto, dé jenle subir de todas
formas. Arriba estará Adé le, mi antigua camarera;
voy a mandársela.
La señ ora Du Val-Noble, que no tenı́a tı́a ni madre,
estaba obligada a recurrir a su doncella (¡tambié n
apeada!) para hacerle desempeñ ar el papel de
Saint-Estè ve cerca del desconocido con cuya
conquista iba a poder remontar su rango. Fue a
cenar con Thé odore Gaillard, que aquel dı́a tenı́a
una partida, es decir, una cena que ofrecı́a Nathan
por haber perdido una apuesta, una de esas juergas
en las que se dice a los invitados: "Habrá mujeres."
Peyrade tenı́a poderosas razones para enredarse
personalmente en aquella intriga. No obstante, su
curiosidad, como la de Contenson, estaba tan
excitada que, aun sin razones, se fwO habrı́a
mezclado gustosamente en el drama. En aquellos
momentos la polı́tica de Carlos X habı́a terminado
su ú ltima evolució n. Tras haber dejado el timó n de
sus asuntos a ministros de su con ianza, el rey
preparaba la conquista de Argelia para utilizar el
triunfo como salvoconducto para lo que luego se
llamó su golpe de estado. En el interior ya nadie
conspiraba, y Carlos X creı́a no tener ningú n
enemigo. En la polı́tica, como en el mar, hay
bonanzas engañ osas. Corentin se veı́a, pues,
reducido a una inactividad absoluta. En tales
ocasiones, a jaita de pan, buenas son tortas.
Domiciano mataba moscas cuando no tenı́a
cristianos. Contenson, que habı́a asistido a la
detención de Esther, había juzgado el hecho con una
gran perspicacia, gracias a su exquisita sensibilidad
de espı́a. Como ya se ha visto, el individuo no se
habia tomado la molestia de noti icar su opinió n al
baró n de Nucingen. "¿En provecho de quié n se hace
pagar un tributo a la pasió n del banquero?", fue la
primera pregunta que se hicieron los dos amigos.
Tras haber reconocido que Asia era uno de los
personajes del drama, Contenson habia abrigado la
esperanza de llegar, a travé s de ella, hasta el autor;
pero se le escurrió entre las manos durante algú n
tiempo, ocultá ndose como una anguila en la cié naga
de Parı́s, y cuando supo que se habı́a colocado de
cocinera en casa de Esther, la colaboració n de
aquella mujer le pareció inexplicable. Por vez
primera los dos artistas del espionaje se hallaban
ante un texto indescifrable, que les hacı́a sospechar
algú n tenebroso asunto. Despué s de tres asaltos
sucesivos y valerosos a la casa de la calle Taitbout,
Contenson chocó con el má s obstinado de los
silencios. Mientras Esther vivió allı́, el portero
pareció estar dominado por un terror profundo.
Quizá Asia le hubiera asegurado que en caso de
indiscreció n tendrı́an albó ndigas envenenadas é l
ysu familia. Al dia siguiente de marcharse Esther,
Contenson encontró al portero mucho má s
razonable; dijo que echarı́a mucho de menos a
aquella damita que, segú n decı́a, le alimentaba con
los restos de sus comidas. Contenson, disfrazado de
corredor de comercio, regateaba la casa y
escuchaba las quejas del portero burlá ndose de é l y
manifestando sus dudas sobre lo que decı́a con
constantes "¿Es verdad?"... "Sı́, señ or, esta damita ha
vivido cinco añ os aquı́ sin salir ni una sola vez, y su
amante, que era muy celoso aunque ella no le diera
el má s mı́nimo motivo, tomaba las mayores
precauciones para venir, entrar y salir. Era un señor
muy joven y agraciado." Lucien estaba todavı́a en
Marsac, en casa de su hermana la señ ora Sé chard;
en cuanto estuvo de vuelta, Contenson mandó al
portero al muelle Malaquais para preguntar al
señ or de Rubempré si consentı́a en vender los
muebles de la vivienda dejada por la señ ora Van
Bogseck. El portero identi icó a Lucien como el
amante misterioso de la joven viuda, y Contenson
no querı́a saber má s. Juzgú ese qué profunda,
aunque contenida, sorpresa tuvieron Lucien y
Carlos, que aparentaron creer que el portero estaba
loco, e intentaron persuadirle de tal cosa.
En veinticuatro horas Carlos organizó una contra-
policı́a, que sorprendió a Contenson en lagrante
delito de espionaje. Contenson, que iba disfrazado
de mozo del mercado central, habı́a llevado ya dos
veces los artı́culos alimenticios que Asia habı́a
comprado por la mañana, y había entrado dos veces
en el pequeñ o palacio de la calle Saint-Georges.
Corentin, por su parte, se movı́a; pero la realidad
del personaje de Carlos Herrera le detuvo en seco,
porque pronto supo que aquel sacerdote habı́a
llegado a Parı́s a inales de 1823 como enviado
secreto de Fernando VII. No obstante, Corentin tuvo
que examinar las razones por las cuales el españ ol
protegı́a a Lucien de Rubempré . Pronto comprobó
Corentin que Lucien habı́a tenido durante cinco
añ os a Esther por amante. De modo que la
sustitució n de Esther por la inglesa habı́a sido en
interé s del dandy. Ahora bien, Lucien no tenı́a
ningú n medio de subsistencia, le negaban por
esposa a la señ orita de Grandlieu y acababa de
comprar por un milló n las tierras de Rubempré .
Corentin, con gran habilidad, hizo que se moviera el
director general de la Policı́a del Reino, que supo
por boca del prefecto de Policı́a, a propó sito de
Peyrade, que los denunciantes eran el conde de
Sé rizy y Lucien de Rubempré . "¡Ya los tenemos!",
habı́an exclamado Peyrade y Corentin. En breves
instantes los dos amigos trazaron un plan. "Esta
muchacha (dijo Corentin), ha tenido muchas
relaciones, y tendrá alguna amiga. Entre sus amigas
no es posible que ninguna haya caı́do en desgracia;
uno de nosotros tiene que hacer el papel de un
extranjero rico que va a mantenerla; haremos que
se vean entre sı́. Siempre tienen necesidad las unas
de las otras para hablar de los respectivos amantes,
y entonces habremos penetrado ya en la fortaleza."
Peyrade pensó muy ló gicamente que le
correspondı́a hacer el papel del inglé s. Le atraı́a la
vida licenciosa que llevarı́a durante el tiempo
necesario para descubrir la conspiració n de que
habı́a sido vı́ctima, mientras que a Corentin,
enclenque y envejecido por su laboriosa existencia,
esta posibilidad no le seducı́a. Contenson,
disfrazado de mulato, se escabulló en seguida de la
contra-policı́a de Carlos. Tres dı́as antes del
encuentro de Peyrade y de la señ ora Du Val-Noble
en los Campos Elı́seos, el ú ltimo de los agentes de
los señ ores Sartine y Lenoir, provisto de un
pasaporte completamente en regla, y procedente de
las colonias, pasando por El Havre, se apeó en la
calle de la Paix, en el hotel Mirabeau, de una
pequeñ a calesa tan salpicada de barro que parecı́a
venir de El Havre, cuando en realidad só lo habı́a
hecho el trayecto de Saint-Denis a París.
Carlos Herrera, por su parte, se hizo poner el
visado en el pasaporte en la embajada española, y lo
dispuso todo en el muelle Malaquais para un viaje a
Madrid. La razó n era la siguiente: A los pocos dı́as
Esther iba a ser propietaria de la casa de la calle
Saint-Georges e iba a conseguir un asiento de
treinta mil francos de renta; Europa y Asia tenı́an la
su iciente astucia para hacé rsela vender y entregar
secretamente la suma a Lucien. Lucien,
supuestamente rico por la liberalidad de su
hermana, acabarı́a ası́ de pagar la inca de
Rubempré . Nadie tenı́a por qué fallar en este
tejemaneje. Esther era la ú nica que podı́a ser
indiscreta, y preferirı́a morir antes que dejar
escapar un solo gesto comprometedor. Clotilde
acababa de lucir un pañ uelo rosa é n su cuello de
cigü eñ a, de modo que la partida estaba ganada en la
casa de los Gradlieu. Las acciones de los ó mnibus
rendı́an ya al tres por uno. Carlos, al desaparecer
por algunos dı́as, intentaba esquivar toda sospecha.
La prudencia humana lo habı́a previsto todo, y no
era posible ningú n error. El falso españ ol debı́a
marchar el dı́a despué s de la tarde en que Peyrade
se encontrara en los Campos Elı́seos con la señ ora
Du Val-Noble. Pero aquella misma noche, a las dos
de la madrugada, Asia llegó en coche de punto al
muelle Malaquais, donde halló al artı́ ice de todo el
asunto fumando en su habitació n y meditando en
todo lo que se acaba de referir en breves palabras,
como un autor que repasara una hoja de su obra
para descubrir las posibles faltas que hubieran de
corregirse. Un hombre como aquel no estaba
dispuesto a cometer por segunda vez un olvido
comparable al del portero de la calle Taitbout.
—Paccard —dijo Asia al oı́do de su amo— ha
reconocido esta misma tarde, a las dos y media, en
los Campos Elı́seos, a Contenson disfrazado de
mulato y haciendo de criado de un inglé s que desde
hace tres dı́as se pasea por los Campos Elı́seos para
observar a Esther. Le ha reconocido por sus ojos,
como me ocurrió a mı́ cuando iba disfrazado de
mozo de cuerda. Paccard procura no perder de
vista al pá jaro. Está en el hotel Mirabeau, y se han
cruzado tales signos de inteligencia con el inglé s,
que, segú n Paccard, es imposible que el inglé s sea
un inglés.
—Tenemos un tá bano encima —dijo Carlos—. No
me marcharé hasta pasado mañ ana. Este Contenson
es el que por ahora le ha tirado de la lengua al
portero de la calle Taitbout; necesitamos saber si el
falso inglés es nuestro enemigo.
Al mediodı́a el mulato del señ or Samuel Johnson
servı́a con toda seriedad a su amo, que siempre
comı́a demasiado bien, segú n cá lculos. Peyrade
querı́a hacerse pasar por un inglé s de la clase de los
bebedores; bebı́a antes y despué s de los paseos.
Llevaba polainas de tela negra que le llegaban hasta
la rodilla y que estaban rellenas con objeto de
aparentar unas piernas má s gruesas; sus
pantalones estaban forrados de fustá n; llevaba un
chaleco abrochado hasta el cuello; la corbata azul le
rodeaba el cuello hasta las mejillas; llevaba una
peluca pelirroja que le ocultaba la mitad de la
frente; su altura habı́a aumentado
aproximadamente en tres pulgadas; ni siquiera los
má s asiduos al café David lo habrı́an reconocido.
Por su traje ancho, negro y limpio como un traje
inglé s, cualquiera que lo viera lo habrı́a tomado por
un millonario inglé s. Contenson mostraba la frı́a
insolencia propia del criado de con ianza de un
nabab; era silencioso, altanero y poco comunicativo,
y se permitı́a hacer gestos extrañ os y emitir gritos
agresivos. Peyrade estaba terminando una segunda
botella cuando uno de los criados del hotel
introdujo en su habitació n, sin preá mbulos, a un
hombre que Peyrade y Contenson identi icaron
como algún policía de paisano.
—Señ or Peyrade —dijo el gendarme, dirigié ndose
al nabab y hablá ndole al oı́do—, tengo orden de
llevarle a la prefectura. —Peyrade se levantó sin el
menor comentario y buscó su sombrero—.
Encontrará un coche de punto ante la puerta —le
dijo el gendarme en la escalera—. El prefecto querı́a
hacerle detener, pero se ha limitado a pedirle
explicaciones sobre su conducta a travé s del agente
que le espera en el coche.
—¿Debo quedarme con ustedes? —preguntó el
policı́a al agente, despué s de que Peyrade hubo
subido al vehículo.
—No —respondió el agente—. Dı́gale
discretamente al cochero que nos lleve a la
prefectura.
Peyrade y Carlos iban juntos en el mismo coche.
Carlos llevaba un estilete al alcance de la mano.
Conducı́a el coche un cochero de con ianza, que era
capaz de dejar salir a Carlos sin darse cuenta y
capaz de asombrarse de encontrar un cadá ver en el
coche al llegar a alguna plaza. Jamá s se reclama a
ningú n espı́a. La justicia suele dejar casi siempre sin
castigar tales crímenes, en los que resulta muy difícil
aclarar algo. Peyrade lanzó una mirada de espı́a al
magistrado que le mandaba el prefecto de policı́a.
Carlos ofrecı́a un aspecto satisfactorio: un crá neo
pelado, con arrugas en la nuca, cabellos
empolvados; ante sus ojos enrojecidos y delicados,
llevaba unas gafas de oro muy ligeras y muy
burocrá ticas, con cristales dobles de color verde.
Aquellos ojos mostraban huellas de achaques
indecorosos. Una camisa de percal con chorrera
plisada, un chaleco de raso negro usado, unos
pantalones de picapleitos, unas medias negras y
unos zapatos atados con lazos, una larga levita
negra, unos guantes de cuatro chavos, negros,
comprados diez dı́as antes, y una cadena de reloj
dorada. Ni má s ni menos era el retrato perfecto del
magistrado inferior que se denomina, con un claro
contrasentido, oficial de pos.
—Querido señ or Peyrade, siento que una persona
como usted sea objeto de vigilancia, y que ademá s
dé usted pie a ella. Su disfraz no es del gusto del
señ or prefecto. Si cree que ası́ va a esquivar nuestra
vigilancia, se equivoca. Probablemente tomó usted
la carretera de Inglaterra en Beaumont-sur-Oise...
—En Beaumont-sur-Oise —contestó Peyrade.
—¿O quizá s en Saint-Denis? —repuso el falso
magistrado.
Peyrade quedó turbado. Aquella nueva pregunta
pedı́a una respuesta. Pero toda respuesta era
peligrosa. Decir que sı́ resultaba una burla; y si
decı́a que no, en caso de que aquel hombre supiera
la verdad, salı́a perdiendo Peyrade. "¡Vaya
habilidad!", dijo para sus adentros. Intentó mirar al
o icial de paz sonriendo, y le respondió con aquella
sonrisa. La sonrisa fue aceptada sin protesto.
—¿Con qué objeto se ha disfrazado usted y ha
tomado una habitació n en el hotel Mirabeau,
haciendo disfrazar a Contenson de mulato? —
preguntó el oficial de paz.
—El señ or prefecto hará de mı́ lo que quiera, pero
no debo rendir cuentas de mis acciones má s que a
mis jefes —dijo Peyrade con dignidad.
—Si pretende darme a entender que actú a por
cuenta de la Policı́a general del reino —dijo
secamente el falso agente—, vamos a cambiar de
rumbo: iremos a la calle Grenelle en lugar de ir a la
calle de Jé rusalem. Tengo ó rdenes estrictas a
propó sito de usted. Pero, vaya con cuidado: por
ahora no hay nada especialmente grave contra
usted, y si miente puede agravar su situació n... Por
lo que a mı́ respecta, no le deseo ningú n mal... Pero,
vamos... ¡dígame la verdad!
—¿La verdad? Aquı́ la tiene —dijo Peyrade;
echando una mirada astuta a los ojos de su
cancerbero.
La cara del supuesto magistrado permaneció muda
e impasible; hacı́a su trabajo y daba la sensació n de
atribuir todo aquello a algú n capricho del prefecto.
A veces los prefectos tienen antojos.
—Me he enamorado locamente de una mujer, la
amante de ese agente de cambio que viaja por gusto
suyo o para disgusto de sus acreedors, y que se
llama Falleix.
—¿La señora Du Val-Noble? —dijo el oficial de paz.
—Sı́ —repuso Peyrade—. Para poderla mantener
durante un mes, lo cual no me costará mucho má s
de mil escudos, me he hecho pasar por un nabab y
he tomado a Contenson como criado. Esto es tan
verdad, caballero, que si quiere que me quede en el
coche esperá ndole, puede usted subir al hotel a
interrogar a Contenson, palabra de un excomisario
general de la policı́a. Y no só lo Contenson le
con irmará lo que tengo el honor de decirle, sino
que podrá usted ver llegar a la doncella de la
señ ora Du Val-Noble, que ha de venir esta misma
mañ ana a comunicarnos la aceptació n de mis
proposiciones o las condiciones que impone su
señ ora. Soy perro viejo y conozco el pañ o: le he
ofrecido mil francos al mes y un coche, que son mil
quinientos; quinientos de regalos, otro tanto en
algunas iestas, en cenas y en espectá culos; como ve
usted, no me equivoco en un solo cé ntimo
dicié ndole mil escudos. Y un hombre de mi edad
bien puede gastarse mil escudos en un ú ltimo
capricho.
—¡Vaya, papá Peyrade! ¿Todavı́a tiene usted tanta
a ició n a las mujeres como para... En eso me gana;
yo tengo sesenta añ os y me paso perfectamente sin
ellas... Si es cierto lo que usted dice, comprendo que
para satisfacer este capricho haya tenido que
adoptar el aspecto de un extranjero.
—Ya comprenderá que Peyrade o el tı́o Canquoè lle
de la calle des Moineaux...
—Sı́, ni uno ni otro habrı́an sido del agrado de la
señ ora Du Val-Noble —repuso Carlos, encantado de
haberse enterado del domicilio del tı́o Canqué lle—.
Antes de la Revolució n —dijo— tuve relaciones con
una mujer que habı́a sido la amante del verdugo. Un
dı́a, en el teatro, se pinchó con un al iler y exclamó :
"¡Ay, verdugo!", empleando esta exclamació n que
entonces estaba de moda. "¿Es alguna
reminiscencia?", le dijo su acompañ ante... Pues
fı́jese, querido Peyrade, no pudo soportar má s a
aquel hombre a causa de esas palabras. Comprendo
que no quiera exponerse usted a una tal afrenta...
La señ ora Du Val-Noblé es una mujer para gente de
buena posició n; la vi un dı́a en la Opera y me
pareció muy hermosa... Haga volver al cochero a la
calle de la Paix, querido Peyrade; subiré con usted a
su habitació n para comprobarlo todo
personalmente. Seguramente un informe oral
bastará al comisario.
Carlos sacó del bolsillo una petaca de cartó n negro
forrada de rojo, la abrió y ofreció tabaco, a Peyrade
con un gesto de gran amabilidad. Peyrade pensó :
"¡Vaya unos agentes!... ¡Dios mı́o! Si el señ or Lenoir
o el señ or de Sartine volvieran al mundo, ¿qué
dirían?"
—Hasta aquı́ me ha contado usted sin duda alguna
una parte de la verdad, pero eso no es todo,
querido amigo —dijo el falso o icial de paz despué s
de aspirar su pellizco de rapé —. Se ha inmiscuido
usted en los asuntos sentimentales del baró n de
Nucingen, y seguramente quiere atraparlo con
algú n nudo corredizo; le ha fallado el tiro de pistola
y ahora quiere darle a cañonazos. La señora Du Val-
Noble es amiga de la señora de Champy...
"¡Demonio! ¡Habrá que ir con cautela! —se dijo
Peyrade—. Puede má s de lo que pensaba. Me está
enredando, dice que va a soltarme y sigue
tirándome de la lengua."
—¿Qué hay, pues, de eso? —dijo Carlos con un aire
de firme autoridad.
—Caballero, es cierto que cometı́ el error de
indagar por cuenta del baró n de Nucingen el
paradero de una mujer de la que se habı́a
enamorado perdidamente. Esta fue la causa de que
cayera en desgracia, ya que segú n parece interferı́
sin saberlo con ciertos intereses muy altos—. El
magistrado subalterno permaneció impasible—.
Pero como conozco lo bastante a la policı́a despué s
de cincuenta y dos añ os de servicio —siguió
Peyrade—, me he abstenido de toda ulterior
indagació n despué s del rapapolvo que me echó el
señor prefecto, que sin duda alguna tenía razón...
—¿Renunciarı́a, pues, a su capricho si se lo pidiera
el señ or prefecto? Creo que serı́a la mejor prueba
que podrı́a usted dar de la sinceridad de lo que me
dice.
"¡Có mo tira, Dios mı́o, có mo tira! —se decı́a
Peyrade para sus adentros—. ¡Caramba! Los
agentes de hoy en dı́a son de la misma valı́a que los
del señor Lenoir."
—¿Renunciar? "—dijo Peyrade—. Esperaré las
ó rdenes del señ or prefecto... Pero, si quiere usted
subir, ya hemos llegado al hotel.
—¿De dó nde saca usted el dinero? —le preguntó
Carlos, con un aire sagaz y a quemarropa.
—Caballero, tengo un amigo...—dijo Peyrade.
—¿Dirı́a usted esto a un juez de instrucció n? —
añadió Carlos.
Esta atrevida escena era, por lo que a Carlos
respecta, una de esas combinaciones cuya
simplicidad só lo podı́a provenir de un personaje de
su temple. Habı́a enviado a Lucien muy temprano a
casa de la condesa de Sé rizy. Lucien rogó al
secretario particular del conde que fuera a pedir al
prefecto informes acerca del agente empleado por
el baró n de Nucingen. El secretario habı́a regresado
con unas observaciones sobre Peyrade, copia del
sumario que figuraba en su expediente:
Miembro de la policı́a desde 1778; llegado a Parı́s
procedente de Aviñón dos años antes.
Sin fortuna y sin moralidad; depositario de secretos
de Estado.
Domiciliado en la calle des Moineaux con el nombre
de Canquoelle, nombre de la pequeñ a inca en la
que reside su familia, en el departamento de
Vaucluse; familia honorable.
Reclamado recientemente por uno de sus sobrinos-
nietos, llamado Thé odose de la Peyrade. (Ver
informe de un agente, número $7 del archivo.)
—Debe ser el inglé s a quien Contenson hace de
mulato —habı́a exclamado Carlos al recibir de
Lucien las informaciones de viva voz, ademá s de la
nota escrita.
En el espacio de tres horas aquel hombre, que
desplegaba una actividad de general en jefe, habı́a
hallado a travé s de Paccard a un có mplice inocente
que podı́a desempeñ ar el papel de gendarme
vestido de paisano, y se habı́a disfrazado de o icial
de paz. Habı́a estado a punto de matar a Peyrade en
el interior del coche en tres ocasiones; pero se
había propuesto no cometer jamás ningún asesinato
por su propia mano, y decidió deshacerse a tiempo
de Peyrade dando a entender a algunos reclusos
recién liberados que se trataba de un millonario.
233Peyrade y su Mentor oyeron la voz de
Contenso, que hablaba con la doncella de la señ ora
Du Val-Noble. Peyrade hizo entonces señ al a Carlos
de que se quedara en la primera habitació n, como si
quisiera decirle: "Ahora podrá usted juzgar acerca
de mi sinceridad."
—La señ ora consiente en todo —decı́a Adé le—. La
señ ora está en estos momentos en casa de una de
sus amigas, la señ ora de Champy, que tiene, todavı́a
por un añ o, un piso enteramente amueblado en la
calle Taitbout, y que seguramente se lo cederá . La
señ ora podrá recibir mejor allı́ al señ or Johnson,
puesto que los muebles está n aú n en muy buen
estado, y el señ or podrá comprá rselos a lá señ ora
entendiéndose con la señora de Champy.
—Bien, hija mı́a. Si no es un nabo, será n sus hojas
—dijo el mulato a la muchacha, que quedó
estupefacta—; ya nos lo partiremos...
—¡Vaya con el mulato! —exclamó la señ orita Adé le
—. Si su nabab es un verdadero nabab, bien puede
regalar los muebles a la señ ora. El arriendo termina
en abril en 1830, su nabab podrá renovarlo si está
en condiciones.
—¡Yo estar moy content! —contestó Peyrade, que
entró y dio unas palmaditas en el hombro de la
doncella.
Hizo a Carlos un gesto de entendimiento, y é ste
respondió con un gesto de asentimiento,
comprendiendo que el nabab tenı́a que ser iel a su
papel. Pero el cuadro cambió sú bitamente al entrar
un personaje sobre el cual ni Carlos ni el prefecto
de policı́a tenı́an ningú n poder. Corentin apareció
de pronto. Habı́a encontrado la puerta abierta y se
acercaba a ver có mo el viejo Peyrade desempeñ aba
su papel de nabab.
—¡El prefecto siempre me pilla! —le dijo Peyrade a
Corentin, al oı́do—. Me ha descubierto bajo el
disfraz de nabab.
—Haremos caer al prefecto —contestó Corentin al
oído de su amigo.
Luego, tras haber saludado frı́amente, se puso a
examinar disimuladamente al magistrado.
—Espé rese aquı́ hasta mi regreso; me voy a la
prefectura —dijo Carlos—. Si no regreso, esto
indicará que puede usted seguir adelante con su
capricho.

Despué s de haber dicho estas palabras al oı́do de


Peyrade para no desprestigiar al personaje a los
ojos de la doncella, Carlos salió , pues no tenı́a
ningunas ganas de permanecer bajo la mirada del
recié n llegado, en quien reconoció a uno de esos
individuos rubios y de ojos azules que son terribles
en frío.
—Es el o icial de paz que me ha enviado el prefecto
—dijo Peyrade a Corentin.
—¡Ese! —dijo Corentin—. Te has dejado enredar.
Este hombre lleva tres juegos de cartas en los
zapatos; eso se advierte por la posició n del pie en el
zapato; ademá s, un o icial de paz no tiene por qué
disfrazarse.
Corentin bajó rá pidamente para aclarar sus dudas.
Carlos iba a subir al coche.
—¡Eh, señor cura!... —llamó Corentin.
Carlos volvió la cabeza, vio a Corentin y subió al
coche.
Sin embargo, Corentin tuvo tiempo de decirle, a
través de la ventanilla:
—Eso es todo cuanto querı́a saber. ¡Al muelle
Malaquais! —gritó Corentin al cochero,
imprimiendo a su acento y a su mirada una sorna
infernal.
"Vaya —se dijo a sı́ mismo Jacques Collin—, voy
listo, ya los tengo a la zaga; hay que ganarlos por
pies y, sobre todo, averiguar qué quieren de
nosotros.
Corentin habı́a visto cinco o seis veces al padre
Carlos Herrera, y la mirada de aquel hombre no
podı́a olvidarse. Corentin habı́a reconocido primero
la corpulencia de sus espaldas, luego la hinchazó n
de la cara y la trampa de las tres pulgadas de
estatura logradas mediante un talón interior.
—¡Vamos, amigo mı́o, te han tomado el nú mero! —
dijo Corentin, al ver que en la habitació n no habı́a
más que Peyrade y Contenson.
—¿Quién es? —exclamó Peyrade, con una vibración
metá lica en la voz—. Emplearé los ú ltimos dı́as de
mi vida en darle vueltas y má s vueltas sobre una
parrilla.
—Es el padre Carlos Herrera, probablemente el
Corentin de Españ a. Todo se explica. El españ ol es
un vicioso de grandes vuelos que ha querido hacer
la fortuna de ese jovencito batiendo moneda con la
almohada de una muchacha bonita... Allá tú si
quieres enfrentarte con un diplomá tico que me
parece estará recibiendo muchos palos.
—¡Ah! —exclamó Contenson—. ¡El recogió los
trescientos mil francos el dı́a de la detenció n de
Esther, estaba en el coche de punto! Me acuerdo de
esos ojos, de esa frente, de esas señales de viruela.
—¡Qué dote habrı́a tenido mi pobre Lydiet —
exclamó Peyrade.
—Puedes seguir haciendo de nabab —dijo Corentin
—. Hay que ligar con la Val-Noble para tener acceso
al domicilio de Esther: ella era la auté ntica querida
de Lucien de Rubempré.
—Ya le han birlado má s de quinientos mil francos
al Nucingen —dijo Contenson.
—Y aú n les falta otro tanto —repuso Corentin—,
puesto que la inca de Rubempré cuesta un milló n.
Papá —dijo, dando unas palmadas al hombro de
Peyrade—, podrá s disponer de má s de cien mil
francos para casar a Lydie.
—No me digas eso, Corentin. Si tu plan fallara, no
sé de qué sería capaz...
—¡Quizá los tenga mañ ana! El cura, querido amigo,
es muy listo, hay que inclinarse ante é l, es un diablo
superior; pero le tengo cogido: pese a su ingenio,
tendrá que capitular. Procura ser tan tonto como un
nabab, y no temas nada más.
El mismo dı́a en que los verdaderos adversarios se
habı́an encontrado cara a cara y en terreno llano,
Lucien fue a pasar la velada en la casa de los
Grandlieu. La asistencia era nutrida. Ante la mirada
de todos los invitados, la duquesa retuvo a Lucien
junto a ella durante un rato, mostrá ndosele muy
obsequiosa.
—¿Ha ido a hacer un corto viaje? —le dijo.
—Sı́, señ ora duquesa. Mi hermana, deseosa de
facilitar mi boda, ha hecho grandes sacri icios, de
modo que he podido adquirir las tierras de
Rubempré y recomponerlas enteramente. Mi
procurador de Parı́s es hombre há bil, ha sabido
esquivar las pretensiones que los detentadores de
los bienes habrı́an manifestado de haber sabido el
nombre del comprador.

—¿Hay algú n palacio? —preguntó Clotilde,


sonriendo demasiado.
—Hay algo que se asemeja a un palacio; pero lo
má s sensato será emplearlo como material para
edificar una casa moderna.
Los ojos de Clotilde despedı́an llamaradas de
felicidad a través de sus sonrisas de satisfacción.
—Esta noche tendrá usted una entrevista con mi
padre —le dijo en voz muy baja—. Espero que
dentro de quince días le inviten a cenar.
—Bueno, querido amigo —dijo el duque de
Gradlieu—; ha comprado usted, segú n dicen, la
tierra de Rubempré ; le felicito. Es una buena
respuesta a los que le andaban atribuyendo deudas.
Nosotros podemos tener una Deuda Pú blica, como
Francia o Inglaterra; en cambio, la gente sin bienes,
los comerciantes, no pueden darse este tono...
—¡Oh!, señ or duque, todavı́a debo quinientos mil
francos de esta adquisición.
—Pues habrá que casarse con una muchacha que
se los proporcione, y es difı́cil que encuentre un
partido de tanta fortuna en este barrio, donde las
muchachas reciben muy poca dote.
—Les basta con su apellido —contestó Lucien.
—Só lo somos tres para jugar al whist,
Maufrigneuse, de Espard y yo —dijo el duque—;
¿quiere usted ser el cuarto? —dijo a Lucien,
mostrándole la mesa de juego.
Clotilde se acercó a la mesa de juego para ver jugar
a su padre.
—Quiere que me quede esto para mı́ —dijo el
duque, dando palmaditas en las manos de su hija y
mirando de reojo a Lucien, que permaneció en
silencio.
Lucien, el compañ ero del señ or de Espard, perdió
veinte luises.
—Querida mamá —fue a decirle Clotilde a la
duquesa—, ha tenido la habilidad de dejarse ganar.
A las once, tras intercambiar algunas palabras de
amor con la señ orita de Grandlieu, Lucien volvió a
su casa y se metió en la cama, pensando en el
triunfo completo que habı́a de obtener al cabo de
un mes, ya que no dudaba de que serı́a aceptado
como pretendiente de Clotilde y de que se casarı́a
antes de la cuaresma de 1830.
Al dı́a siguiente, a la hora en que Lucien fumaba
algunos cigarros despué s de comer, en compañ ı́a de
Carlos, que estaba muy preocupado, les anunciaron
la visita del señ or de Saint-Estè ve (¡vaya broma!),
que deseaba hablar con el padre Carlos Herrera o
con el señor Lucien de Rubempré.
—¿Le ha dicho, abajo, que estoy fuera? —exclamó
el cura.
—Sí, señor —contestó el groom.
—Recibe tú , pues, a este hombre —dijo a Lucien—
pero no digas ni una sola palabra comprometedora,
no dejes escapar ni un solo gesto de sorpresa: se
trata del enemigo.
—Ahora vas a oírme —dijo Lucien.
Carlos se ocultó en la habitació n de al lado, y por la
rendija de la puerta vio entrar a Corentin, al que no
reconoció má s que en la voz, tal era el talento que
aquel gran desconocido poseı́a para transformarse.
En aquel momento Corentin parecı́a un viejo jefe de
división de las finanzas.
—No tengo el honor de que me conozca usted,
caballero —dijo Corentin—, pero...
—Perdone que le interrumpa, caballero —dijo
Lucien—, pero...
—Pero se trata de su casamiento con la señ orita
Clotilde de Grandlieu, que no se efectuará —dijo
con viveza Corentin.
Lucien se sentó y no contestó nada.
—Está usted entre las manos de un hombre que
tiene el poder, la voluntad y todas las facilidades
para demostrar al duque de Gradlieu que las tierras
de Rubempré se pagará n con el precio que ha
recibido usted de un tonto a cambio de su querida,
la señ orita Esther —prosiguió Corentin—. Se
pueden encontrar fá cilmente las minutas de los
procesos en virtud de los cuales la señ orita Esther
ha sido perseguida por la justicia, y hay medios de
hacer hablar a D'Estorny. Se expondrá n a la luz del
dı́a las maniobras habilı́simas utilizadas contra el
baró n de Nucingen... En estos momentos todo
puede arreglarse. Entregue usted la suma de cien
mil francos y se le dejará a usted tranquilo... Esto no
me incumbe en absoluto. Simplemente soy el
encargado de negocios de los que proceden a este
chantaje.
Corentin habrı́a podido hablar una hora seguida:
Lucien seguı́a fumá ndose el cigarrillo con toda
tranquilidad.
—Caballero —contestó —, no quiero saber quié n es
usted, porque la gente que se encarga de llevar
recados de esta ı́ndole no tiene nombre, al menos
para mı́. Le he dejado hablar tranquilamente, estoy
en mi casa. Me parece usted una persona de sentido
común, creo que puede comprender mi dilema.
Se produjo una pausa, durante la cual se
enfrentaron la mirada felina de Corentin con una
mirada gélida por parte de Lucien.
—O bien se apoya usted en hechos enteramente
falsos, que no deben preocuparme —añ adió Lucien
—, o bien tiene usted razó n, y en tal caso, dá ndole
cien mil francos, le concederı́a a usted el derecho de
reclamarme otros cien mil tantas veces como el que
le manda pudiera encontrar otros Saint-Estè ve para
enviarme... En in, para acabar de una vez con su
apreciable negociació n, sepa que yo, Lucien de
Rubempré , no le temo a nadie. No estoy metido en
absoluto en los chanchullos de que me habla. Si los
Grandlieu ponen muchos reparos, quedan muchas
otras jó venes de la nobleza con quienes casarse. Y
en de initiva, no serı́a ninguna afrenta para mı́
quedarme soltero, especialmente si me dedico,
como usted parece creer, a la trata de blancas con
tamaños beneficios.
—Si el padre Carlos Herrera...
—Caballero —dijo Lucien, interrumpiendo a
Corentin—, el padre Carlos Herrera está en estos
momentos en camino hacia Españ a; no tiene nada
que ver con mi casamiento, ni con mis intereses.
Este estadista ha tenido a bien ayudarme con sus
consejos durante algú n tiempo, pero tiene cuentas
que rendir a Su Majestad el rey de Españ a; si quiere
usted hablar con é l, pó ngase en camino hacia
Madrid.
—Caballero —dijo Corentin con toda nitidez—,
jamá s será usted el marido de la señ orita Clotilde de
Gradlieu.
—Peor para ella —respondió Lucien, empujando
impacientemente a Corentin hacia la puerta.
—¿Ha re lexionado usted bien? —dijo frı́amente
Corentin.
—Caballero, no tiene usted derecho a mezclarse en
mis asuntos, ni siquiera a hacerme desperdiciar un
solo cigarrillo —dijo Lucien, tirando su cigarro
apagado.
—Adió s —dijo Corentin—. No nos volveremos a
ver... pero algú n momento habrá en su vida en que
estará dispuesto a dar la mitad de su fortuna a
cambio de haber tenido en este momento la
ocurrencia de llamarme antes de que salga de esta
casa.
En respuesta a esta amenaza, Carlos hizo con la
mano gesto de degollarlo.
—¡Manos a la obra, en seguida! —exclamó mirando
a Lucien, que se habı́a quedado pá lido despué s de
aquella horrible entrevista.
Si entre el restringido nú mero de lectores que
atienden a la parte moral y ilosó ica de un libro
hubiera uno solo capaz de creer en la satisfacció n
del baró n de Nucingen, demostrarı́a con ello la
di icultad que hay en someter el corazó n de una
muchacha a cualquier clase de má xima isioló gica.
Esther habı́a decidido hacer pagar caro al pobre
millonario lo que é l llamaba su tı́a te driunfo. Ası́
pues, a primeros de febrero de 1830 todavı́a no se
habı́a celebrado la inauguració n del begueñ o
balado.
—Voy a abrir por Carnaval —dijo Esther
con idencialmente a sus amigas, que lo
transmitieron al baró n—, y voy a hacerle feliz como
un gallo de vitrina.
Aquella expresió n se hizo proverbial en el mundillo
de las cortesanas.
El baró n se deshacı́a en in inidad de lamentaciones.
Al igual que los casados, hacı́a bastante el ridı́culo:
empezaba a quejarse delante de sus ı́ntimos, y se
traslucı́a su descontento. A pesar de todo, Esther
continuaba concienzudamente en su papel de
Pompadour del prı́ncipe de la Especulació n. Habı́a
dado ya dos o tres veladas tan só lo para introducir
a Lucien en la casa. Lousteau, Rastignac, Du Tillet,
Bixiou, Nathan y el conde de Bramboü rg, la lor de
los calaveras, fueron los asiduos de la casa. Por
ú ltimo, Esther aceptó como actrices de la comedia
que representaba a Tullia, Florentine, Fanny-
Beaupré y Florine, dos actrices y dos bailarinas, y,
ademá s, a la señ ora Du Val-Noble. No hay nada tan
triste como la casa de una cortesana sin la sal de la
rivalidad y sin la diversidad en el vestir y en las
isonomı́as. En seis semanas Esther se convirtió en
la má s ingeniosa, en la má s amena, en la má s
hermosa y elegante de las mujeres de esa casta de
parias que constituyen las entretenidas. Desde su
merecido pedestal saboreaba cuantos goces de la
vanidad seducen a las mujeres ordinarias, pero a la
vez abrigaba un sentimiento secreto de
superioridad sobre su casta. Tenı́a en su interior
una imagen de sı́ misma que la hacı́a avergonzarse a
la vez que la enaltecı́a, puesto que el momento de su
abdicació n nunca dejaba de estar presente en su
conciencia; ası́ pues, vivı́a una especie de doble vida
sintiendo lá stima por su personaje. Sus sarcasmos
re lejaban el profundo desprecio que el á ngel de
amor encerrado en el alma de la cortesana sentı́a
hacia el papel infame y odioso que representaba su
cuerpo. Esther, espectadora y actriz, juez y reo a un
tiempo, encarnaba la admirable icció n de los
cuentos á rabes, en los que casi siempre aparece un
ser sublime bajo la igura de un ser degradado, y
cuyo prototipo se encuentra, con el nombre de
Nabucodonosor, en el libro de los libros, en la
Biblia. Habié ndose concedido un plazo de vida hasta
el dı́a siguiente a la in idelidad, la vı́ctima podı́a
divertirse un poco a costa del verdugo. Por otra
parte, las informaciones recogidas por Esther
acerca de los medios solapadamente vergonzosos a
los que el barón debía su colosal fortuna, la libraron
de todo escrú pulo, y se complació en representar el
papel de la diosa Até , la Venganza, de acuerdo con
las palabras de Carlos. Se hacı́a unas veces
encantadora y otras aborrecible a aquel millonario,
que só lo vivı́a para ella. Cuando el baró n llegaba a
un grado de sufrimiento en que deseaba bandonar
a Esther, é sta se lo ganaba de nuevo con una escena
de ternura.
Herrera, cuya partida hacia Españ a habı́a sido muy
ostentosa, habı́a llegado hasta Tours. Habı́a
mandado que su coche prosiguiera hasta Burdeos,
dejando en é l a un criado encargado de hacer el
papel del amo y de esperarle en una fonda de
Burdeos. Luego, tras regresar en diligencia vestido
de viajante de comercio, se habı́a instalado en casa
de Esther, desde donde, por mediació n de Asia, de
Europa y de Paccard, dirigı́a cuidadosamente sus
maquinaciones vigilá ndolo todo, y en particular a
Peyrade.
Unos quince dı́as antes del elegido para celebrar la
iesta, y que tenı́a que ser el dı́a despué s del primer
baile de la Opera, la cortesana, cuyas agudezas
empezaban a causar temor, se hallaba en los
Italianos, en el fondo de un palco que el baró n,
obligado a ofrecerle un palco, habı́a conseguido
para ella en la platea, con objeto de ocultar a su
amante y no mostrarse con ella en pú blico, y que
estaba a pocos pasos de la señ ora de Nucingen.
Esther habı́a elegido su palco de tal manera que
pudiera contemplar el de la señ ora de Sé rizy, a
quien Lucien casi siempre acompañ aba. La pobre
cortesana ponı́a ilusió n en contemplar a Lucien los
martes, jueves y sá bados, junto a la señ ora de
Sé rizy. Esther vio entonces, hacia las nueve y media,
que Lucien entraba en el palco de la condesa muy
inquieto, pá lido y con la cara casi descompuesta.
Estas señ ales de a licció n interior só lo eran visibles
para Esther. Para una mujer que ama, el rostro de
un hombre es como el mar para un marinero. "¡Dios
mı́o! ¿Qué le ocurrirá ?... ¿qué habrá pasado?
¿Necesitará hablar con ese á ngel infernal, que para
é l es á ngel de la guarda, y que ahora está en una
buhardilla entre las de Europa y Asia?" Torturada
por tan crueles pensamientos, Esther apenas oı́a la
mú sica. De modo que no es difı́cil creer que no
escuchaba en absoluto al baró n, que entre sus
manos guardaba una mano de su á nqael hablá ndole
en su jerga de judı́o polaco, cuyas curiosas
desinencias no son má s fá ciles de entender para el
que las lee que para el que las oye.
—Esder —dijo, soltá ndole la mano y rechazá ndola
con un ligero gesto de enfado—; ¡no me esgucha en
apsoludo!
—Oiga, baró n, chapurrea usted el amor igual que lo
hace con el francés.
—¡Gué gruel!
—Aquı́ no estoy en mi tocador, estoy en los
Italianos. Si no fuera usted una de esas cajas fuertes
fabricadas por Huret o por Fichet, transformada en
hombre por un prodigio de la naturaleza, no harı́a
tanto ruido en el palco de una mujer á quien le
gusta la mú sica. ¡Naturalmente que no le escucho!
Está ahı́, molestá ndome con mi vestido como un
abejorro sobre un papel, y me hace reı́r de
compasió n. Me dice usted: "Es ponida, esdá gomo
bara gomé rsela..." ¡Viejo presuntuoso! Y si le
contestara: " Me disgusta usted menos esta noche
que ayer, volvamos a casa." Pues bien, por la
manera como le veo suspirar (ya que aunque no le
escuche, le huelo), me doy cuenta de que ha cenado
usted tremendamente, y que empieza ahora a hacer
la digestió n. Aprenda de mı́ (¡le salgo lo bastante
cara como para que reciba de vez en cuando un
consejo de mi parte a cambio de su dinero!); sepa
usted, querido amigo, que cuando uno tiene
digestiones pesadas como le ocurre a usted, no le
está permitido decir a su amante
indiscriminadamente y a horas inoportunas: "Es
usdet ponida..." Un soldado murió de una fatuidad
de este tipo, en los brazos de la Religió n, segú n ha
dicho Blondet... Son las diez, y terminó usted de
cenar a las nueve en casa Du Tillet, con su pichó n el
conde de Brambourg, y tiene muchos millones y
trufas que digerir; ¡vuelva mañana a las diez!
—¡Gué gruel es usdet!... —exclamó el baró n, que
reconocı́a la profunda justeza de aquel argumento
médico.
—¿Cruel?... —dijo Estehr, que seguı́a mirando a
Lucien—. No ha consultado usted a Bianchon,
Desplein, al viejo Haudry... Desde que está
entreviendo el alba de su felicidad, ¿sabe de qué me
hace usted el efecto?...
—¿Te gué?
—De un hombrecito envuelto en una manta que a
cada hora se va del silló n al ventanal para saber si
el termó metro ha llegado al artı́culo gusanos de
seda, a la temperatura que le manda su médico...
—¡Famos, es usdet una incrada! —exclamó el
baró n al oı́r una melodı́a que los ancianos
enamorados suelen escuchar con frecuencia en los
Italianos.
—¡Ingrata! —dijo Esther—. ¿Pues qué me ha dado
usted hasta ahora?... Muchos sinsabores. Vamos,
papá , ¿puedo estar orgullosa de usted? Usted sı́ que
está orgulloso de mı́; yo llevo bien sus galones y su
librea. ¡Ha pagado mis deudas!... Cierto. Pero ha
birlado los millones su icientes... (y no haga muecas,
que me lo dijo usted mismo) para no tener que ir
con miramientos. Y é ste es el mejor de sus tı́tulos de
gloria... Una ramera y un ladró n, no hay pareja que
armonice mejor. Ha construido usted una jaula
magnı́ ica para un loro que le gusta... Vaya a
preguntarle a algú n guacamayo del Brasil si le debe
agradecimiento alguno al que le ha metido en la
jaula de oro... No me mire ası́, se parece a un
bonzo... Y exhibe su guacamayo rojo y blanco ante
todo Parı́s. Y dice: "¿Hay alguien en Parı́s que posea
un loro como é ste?... ¡Hay que ver có mo parlotea,
có mo sabe encontrar las palabras adecuadas!
Cuando entra Du Tillet, le dice: <Buenos dı́as,
sinvergü enza...»" Pero es usted feliz como un
holandé s que posee un tulipá n ú nico, como un
antiguo nabab residente en Asia por cuenta de
Inglaterra que le ha comprado a un viajante de
comercio la primera tabaquera suiza que toca tres
oberturas. ¡Quiere mi corazó n! Pues mire, voy a
proporcionarle los medios de tenerlo.
—Tica, tica... haré gualguier gosa bor usdet... ¡Me
cusda gue usdet me dome el helo.
—¡Sea usted joven y guapo, sea como Lucien de
Rubempré , que está allı́ con su mujer, y conseguirá
gratis lo que jamá s podrá usted comprar con todos
sus millones!...
—¡ha tejo borgue, realmende, esdá usdet exegraple
esda noche! —dijo el Lobo Cerval con una cara
larga.
—Bien, pues, ¡buenas noches! —contestó Esther—.
Recomié ndele a Chorche que le ponga la cabeza
bien alta, en la cama, y los pies hacia abajo, qué esta
noche pone cara de apoplé tico... No me dirá que no
me tomo interés por su salud.
El baró n estaba de pie, con la mano en el pomo de
la puerta.
—¡Aquı́, Nucingen!... —dijo Esther, llamá ndole con
expresión altanera.
El baró n se inclinó ante ella con una servilidad
perruna.
—¿Quiere que sea buena con usted y que le dé , en
mi casa, unos vasos de agua azucarada y le mime un
poco, monstruo...?
—Me esdá guepranto el gorazón...
—¡Quebranto lleva una cu y no una ge! —dijo ella,
burlá ndose de la pronunciació n del baró n—. Mire,
trá igame a Lucien, invı́telo a nuestro banquete de
Baltasar y tenga la seguridad de que no faltará . Si
tienes é xito en esta pequeñ a negociació n, te diré tan
bien que te amo, Fré dé ric mı́o, que te lo vas a
creer...
—Ess usdet engandatora —dijo el baró n, besando
el guante de Esther—. Estoy tisbuesdo a esguchar
una hora te insuldos si al final denco una garicia...
—Vamos, si no obedeces... —dijo, amenazando al
baró n con el dedo, como si se tratara de un niñ o
pequeño.
El baró n movió la cabeza como un "pá jaro cogido
en una trampa y que implora al cazador.
"¡Dios mı́o! ¿Qué tiene Lucien? —se dijo a sı́ misma
cuando se quedó sola, sin retener ya má s sus
lá grimas, que asomaron a sus ojos—. ¡Nunca ha
estado tan triste!"
Veamos lo que aquella misma noche había ocurrido
a Lucien. A las nueve, como cada noche, Lucien
habı́a salido en su berlina para ir a la casa de
Gradlieu. Reservaba su caballo de silla y su caballo
de cabriolé para las mañ anas, como suelen hacer
los jó venes; para las noches de invierno habı́a
tomado una berlina y habı́a alquilado al principal
propietario de carrozas una de las má s esplé ndidas,
equipada con magnı́ icos caballos. Desde hacı́a un
mes todo le sonreı́a: habı́a cenado tres veces en la
casa Grandlieu y el duque se mostraba amabilı́simo
con é l; la venta de sus acciones de la empresa de los
ó mnibus al precio de trescientos mil francos le
habı́an permitido pagar un tercio del valor de la
tierra; Clotilde de Gradlieu, que se arreglaba
deliciosamente, llevaba diez botes de cremas en la
cara cuando é l entraba en el saló n, y confesaba en
voz alta su pasió n hacia é l. Algunas personas
situadas muy arriba hablaban del casamiento de
Lucien con la señ orita de Gradlieu como de algo
probable. El duque de Chaulieu, exembajador en
Españ a y exministro de Asuntos Extranjeros, habı́a
prometido a la duquesa de Grandlieu que pedirı́a al
rey el tı́tulo de marqué s para Lucien. Despué s de
cenar en casa de la señ ora de Sé rizy, Lucien habı́a
ido aquella noche desde la Chaussé e-d'Antin al
faubourg Saint-Germain para efectuar la visita de
cada dı́a. Al llegar, el cochero da una voz, la puerta
se abre y el coche se detiene ante la escalinata.
Lucien, al bajar del coche, ve que hay cuatro
carruajes en el patio. Uno de los criados que abren
y cierran la puerta del peristilo, al ver al señ or de
Rubempré , se adelanta, se coloca en la escalinata y
se pone ante la puerta como un centinela que
vuelve a su puesto. "¡Su Señ orı́a no está !", dice. "La
señ ora duquesa tambié n recibe", hace notar Lucien
al criado. "La señ ora duquesa ha salido", contesta
gravemente el criado. "La señ orita Clotilde..." "No
creo que la señ orita Clotilde reciba al señ or en
ausencia de la señ ora duquesa." "Pero ahı́ hay
gente", añ ade Lucien, fulminado. "No lo sé , señ or",
contesta el criado, tratando de ser a la vez tonto y
respetuoso. No hay nada má s terrible que la
etiqueta para quienes la admiten como la ley má s
poderosa de la sociedad. Lucien adivinó fá cilmente
el sentido de aquella escena atroz para é l: el duque
y la duquesa no querı́an recibirle; sintió que la
mé dula espinal se le helaba entre los anillos de la
columna vertebral, y le aparecieron algunos gotas
de sudor frı́o en la frente. Este coloquio se estaba
desarrollando ante su ayuda de cá mara, que
aguantaba la empuñ adura de la portezuela y no se
decidı́a a cerrarla; Lucien le hizo signo para volver a
marchar; pero al subir de nuevo al coche oyó ei
ruido que hace la gente al bajar por una escalera, y
el criado anunció sucesivamente: "¡El coche del
señ or duque de Chaulieu!"; " ¡El coche de la señ ora
vizcondesa de Grandlieu!" Lucien no dijo má s que
una palabra al criado: "¡De prisa, a los Italianos!..."
Pese a su presteza, el desafortunado dandy no pudo
evitar al duque de Chaulieu y a su hijo el duque de
Ré thoré , con quienes se vio obligado a intercambiar
sendos saludos, ya que ellos no le dijeron una
palabra. En la corte las grandes catá strofes, la caı́da
de un temible favorito, se consuma a veces en el
umbral de un despacho mediante la palabra de un
ujier con cara de cera. "¿Có mo le haré saber este
desastre a mi consejero ahora mismo?", se
preguntaba Lucien mientras se dirigı́a hacia los
Italianos. "¿Qué estará ocurriendo?"... Se perdı́a en
conjeturas.
He aquı́ lo que acababa de pasar. Aquella misma
mañ ana, a las once, el duque de Gradlieu, al entrar
en el pequeñ o saló n donde desayunaba en familia,
habı́a dicho a Clotilde tras haberla besado: "Hija
mı́a, hasta nueva orden no atiendas má s al señ or de
Rubempré ." Despué s habı́a cogido a la duquesa de
la mano y se la habı́a llevado al hueco de un
ventanal para decirle algunas palabras en voz baja
que hicieron mudar de color a la pobre Clotilde. La
señ orita de Gradlieu observaba có mo su madre
escuchaba al duque, y vio que sobre su rostro se
dibujaba una fuerte sorpresa. "Jean —habı́a dicho el
duque a uno de sus criados—, tenga, lleve esta nota
al señ or duque de Chaulieu, y pı́dale que le dé
respuesta con un sı́ o un no." "Le invito a que venga
a cenar con nosotros hoy", dijo a su mujer. El
desayuno habı́a sido profundamente triste. La
duquesa parecı́a pensativa, el duque parecı́a estar
enfadado contra sı́ mismo y Clotilde necesitó un
gran esfuerzo para retener el llanto. "Hija mia, tu
padre tiene razó n, obedé cele —le habı́a dicho con
voz conmovida la madre a la hija—. No puedo
decirte, como ha hecho é l: "¡No pienses en Lucien!"
No, comprendo tu dolor. —Clotilde besó la mano de
su madre—. Pero te diré algo má s, á ngel mı́o:
¡Espera sin dar un solo paso, sufre en silencio, ya
que le amas, y confı́a en la solicitud de tus padres!
Las grandes damas, hija mı́a, son grandes porque
siempre saben cumplir con su deber en toda
ocasió n, y con nobleza." "¿De qué se trata?...", habı́a
preguntado Clotilde, pá lida como un lirio. "De algo
demasiado grave para que se te pueda decir, cariñ o
—habı́a respondido la duquesa—; si es falso, tu
mente quedaría inútilmente manchada, y si es cierto,
debes ignorarlo." A las seis, el duque de Chaulieu
habı́a ido a ver al duque de Grandlieu, que le
esperaba en su despacho. "Oyeme, Henri... —Estos
dos duques se tuteaban y se llamaban por sus
nombres de pila. Es uno de esos matices ideados
para indicar los grados de intimidad, para contener
los excesos de la familiaridad francesa y para
humillar el amor propio—. Oyeme, Henri, me
encuentro en un apuro tal que no puedo seguir el
consejo má s que de un viejo amigo que esté bien
enterado de todo, y tú cumples estas condiciones.
Mi hija Clotilde quiere, como ya sabes, a ese
Rubempré , a quien casi me han obligado a
prometerle por marido. Siempre he estado en
contra de esta boda; pero, en in, la señ ora de
Grandlieu no ha sabido resistirse al amor de
Clotilde. En cuanto el muchacho hubo adquirido la
tierra y en cuanto hubo pagado las tres cuartas
partes de su importe, no ha habido ya ninguna
objeció n por mi parte. Pero anoche recibı́ una carta
anó nima (ya sabes qué caso hay que hacer de ellas),
en la que me a irman que la fortuna dé este
muchacho tiene un origen impuro, y que nos miente
al decirnos que su hermana le da los fondos
necesarios para tales adquisiciones. Me requieren,
en nombre de la felicidad de mi hija y de la
consideració n de nuestra familia, a que recoja
informaciones, indicá ndome la manera de hacerlo.
Toma, lé elo primero." "Comparto tu opinió n sobre
las cartas anó nimas, querido Ferdinand —habı́a
respondido el duque de Chaulieu tras haber leı́do la
carta—; pero aun despreciá ndolas, hay que servirse
de ellas. Con estas cartas pasa igual que con los
espı́as. Cierra la puerta al muchacho y procuremos
recoger informaciones... ¡Ya sé lo que has de hacer!
Tienes como procurador a Derville, un hombre de
nuestra plena con ianza; guarda el secreto de
muchas familias, tambié n puede guardar este otro.
Es un hombre probo, un hombre que pesa, un
hombre de honor; es há bil y astuto, pero só lo para
los negocios: no debes emplearlo má s que como
testigo. En el Ministerio de Asuntos Extranjeros, por
la Policı́a del reino, tenemos a un hombre ú nico
para descubrir los secretos de Estado, a quien
mandamos a menudo en misió n. Advierte a Derville
que para este asunto podrá contar con un
lugarteniente. Nuestro espı́a es un señ or que se
presentará condecorado con la Legió n de Honor y
con aspecto de diplomá tico. Este será el cazador, y
Derville se limitará a asistir a la caza. Tu procurador
te dirá si el parto de la montañ a es un rató n o si
tienes que romper con Rubempré . Dentro de ocho
dı́as sabrá s a qué atenerte." "El joven no es aú n
bastante marqué s como para ofenderse por no
encontrarme en casa durante ocho dı́as", habı́a
dicho el duque de Grandlieu. "Sobre todo si le das tu
hija —habı́a contestado el exministro—. Si la carta
anó nima tiene razó n, ¿qué má s te da? Puedes
mandar de viaje a Clotilde con mi nuera Madeleine,
que quiere irse a Italia..." "¡Me sacas de un apuro!
Aunque todavı́a no sé si tengo que agradecé rtelo..."
"Esperemos el acontecimiento." ¿Y cuá l es el
nombre de este caballero? —habı́a exclamado el
duque de Grandlieu—; hay que decírselo a Derville...
Má ndamelo mañ ana hacia las cuatro; Derville estará
aquı́ y les pondré en contacto." "Su verdadero
nombre es, segú n creo, Corentin... (es un nombre
que seguramente no habrá s oı́do), pero este
caballero vendrá a tu casa armado con su nombre
de ministro. Se hace llamar señ or de Saint-algo...
¡Ah, Saint-Yves, o Sainte-Valere, uno de é stos!
Puedes con iar en é l, Luis XVIII le tenı́a una
confianza absoluta."
Despué s de aquella entrevista, el mayordomo
recibió la orden de cerrar la puerta al señ or de
Rubempré, como acababa de producirse.
Lucien se paseaba por el saló n de los Italianos
como un borracho. Le parecı́a ser ya objeto de las
murmuraciones de todo Parı́s. Tenı́a en el duque de
Rhé toré a uno de esos enemigos implacables a los
que hay que sonreı́r y de los que es imposible
vengarse porque sus golpes siguen las leyes del
mundo. El duque de Rhé toré conocı́a lo que
acababa de pasar ante la escalinata de la casa de los
Grandlieu. Lucien, que sentı́a la necesidad de
informar de aquel sú bito desastre a su consejero-
privado-ı́ntimo-actual, temió comprometerse si iba a
casa de Esther, donde quizá s habrı́a gente. Olvidaba
que Esther estaba allı́, tan confusas eran sus ideas;
en medio de tanta perplejidad, se vio obligado a
conversar con Rastignac, el cual, desconocedor
todavı́a de la noticia, le felicitaba por su pró xima
boda. En aquel momento Nucingen se acercó
sonriendo a Lucien y le dijo:
—Guiere usdet hacerme el fafor te fenir a jer a la
señ ora te Jamby, gue guiere in idarle a usdet
bersonalmende a la inaucuración te nuesdra gasa...
—Con mucho gusto, baró n —contestó Lucien, a
cuyos ojos el inanciero se transformó en á ngel
salvador.
—Dé jenos —dijo Esther al señ or de Nucingen, al
verle entrar con Lucien—; vaya a ver a la señ ora Du
Val-Noble, veo que está en un palco del tercero con
su nabab... Crecen muchos nababs en las Indias —
añ adió , dirigiendo a Lucien una mirada de
complicidad.
—Y é ste —dijo Lucien, sonriendo— se parece
terriblemente al de usted.
—Trá igamela usted con su nabab —dijo Esther,
respondiendo a Lucien con otra señ al de
complicidad mientras seguı́a dirigié ndose al baró n
—; tiene muchas ganas de conocerle a usted, dicen
que es extraordinariamente rico. La pobre mujer
me ha entonado ya no sé cuá ntas elegı́as, se queja
de que este nabab no va; si le quitara usted su
lastre, quizás iría más ligero.
—¿Nos doma usdet agaso bor latrones? —dijo el
barón.
—¿Qué tienes, Lucien mı́o?... —dijo al oı́do de su
amado, rozá ndole la oreja con sus labios en cuanto
se hubo cerrado la puerta del palco.
—¡Estoy perdido! Acaban de negarme la entrada
en la casa de los Grandlieu con el pretexto de que
no habı́a nadie, cuando en realidad estaban el
duque y la duquesa, y en el patio habı́a cinco coches
con sus caballos piafando...
—¡Có mo, quizá no haya boda! —dijo Esther con
voz emocionada, entreviendo ya el paraíso.
—Todavı́a no sé lo que se está tramando contra
mí...
—Lucien mı́o —le contestó con una voz
encantadora y acariciante—, ¿por qué
entristecerse? Hará s un casamiento aú n má s
hermoso má s adelante... Te conseguiré el doble de
tierras...
—Organiza una cena para esta noche para que
pueda hablar secretamente con Carlos, y sobre todo
invita al falso inglé s y a la Val-Noble. Este nabab ha
producido mi ruina; lo cogeremos y lo...
Pero Lucien se paró de pronto, haciendo un gesto
de desespero.
—¿Qué pasa? —preguntó la pobre muchacha, a
quien le parecía estar sobre un brasero.
—¡Oh, me está viendo la señ ora de Sé rizy! —
exclamó Lucien—. Y para colmo está con ella el
duque de Rhé toré , uno de los testigos del chasco de
esta tarde.
Efectivamente, en aquel mismo instante el duque de
Rhétoré jugaba con el dolor de la condesa de Sérizy.
—¿Deja usted que Lucien se deje ver en el palco de
la señ orita Esther? —decı́a el joven duque,
señ alando el palco y a Lucien—. Usted, que se toma
interé s por é l, deberı́a advertirle que eso no se
hace. Uno puede cenar en su casa, incluso puede...
pero, la verdad, no me extrañ a la descon ianza de
los Grandlieu hacia este muchacho; acabo de ver
cómo le negaban la entrada, en la escalinata...
—Estas mujeres son muy peligrosas —dijo la
señ ora de Sé rizy, enfocando sus gemelos hacia el
palco de Esther.
—Sı́ —dijo el duque—, tanto por lo que pueden
como por lo que quieren...
—¡Le arruinará n! —dijo la señ ora de Sé rizy—. Ya
que, segú n me han dicho, cuestan tanto cuando se
las paga como cuando no se las paga.
—¡Este no es su caso!... —contestó el joven duque,
sorprendido—. No es fá cil que le cuesten dinero;
má s bien serı́an ellas quienes se lo darı́an si fuera
preciso, puesto que todas corren tras de él.
La condesa hizo con la boca un ligero movimiento
nervioso que no podı́a incluirse en la categorı́a de
sus sonrisas.
—Bien —dijo Esther—, ven a cenar a medianoche.
Trá ete a Blondet y a Rastignac, para que tengamos a
dos individuos divertidos, y que no seamos má s de
nueve.
—Habrı́a que hallar algú n medio para mandar
buscar a Europa de parte del baró n, bajo el
pretexto de avisar a la cocinera, y le dirı́as lo que
acaba de ocurrirme, para que Carlos lo sepa antes
de tener al nabab a su alcance.
—Así se hará —dijo Esther.
Ası́ pues, Peyrade iba probablemente a
encontrarse, sin saberlo, bajo el mismo techo de su
adversario. El tigre iba al antro del leó n, y de un
león acompañado por sus guardianes.
Cuando Lucien regresó al palco de la señ ora de
Sé rizy, é sta, en lugar de girar hacia é l la cabeza, de
sonreı́rle y de recogerse el vestido para dejarle sitio
al lado de ella, simuló no hacer el menor caso al que
entraba y siguió escrutando la sala; pero Lucien se
dio cuenta, por el temblor de sus gemelos, de que la
condesa era presa de una de esas agitaciones
tremendas con las que se purgan los placeres
ilı́citos. No por eso dejó de bajar hasta la parte
delantera del palco, a su lado, y se plantó en el
á ngulo opuesto, dejando entre é l y la condesa un
pequeñ o espacio vacı́o; se apoyó en la barandilla
del palco con el codo derecho, con la barbilla sobre
su mano enguantada; luego se puso de travé s,
esperando que ella le dirigiera la palabra. A mitad
del acto, la condesa no le habı́a dicho nada todavı́a y
no le había siquiera mirado.
—No sé —le dijo ella— por qué está usted aquı́; su
sitio está en el palco de la señorita Esther...
—Allı́ voy —dijo Lucien, saliendo sin mirar a la
condesa.
—¡Ah, querida! —dijo la señ ora Du Val-Noble,
entrando en el palco de Esther con Peyrade, a quien
el baró n de Nucingen no reconoció —, estoy
encantada de presentarte al señ or Samuel Johnson;
es un admirador del talento del señor de Nucingen.
—¿De verdad, caballero? —dijo Esther, sonriendo a
Peyrade.
—Oh, yes, miucho —contestó Peyrade. —Pues bien,
baró n, ahı́ tiene un francé s que se parece un poco al
que usted habla, aproximadamente como el bajo
bretó n se parece al dialecto borgoñ ó n. Me va a
divertir mucho oı́rles hablar de inanzas... ¿Sabe
usted lo que le exijo, señ or Nabab, para que
conozca usted a mi barón? —dijo Esther, sonriendo.
—¡Oh... minchas grasias! Me presenderá al siñ or
baronet.
—Sı́ —repuso ella—. Tiene que hacer el favor de
venir a cenar a casa... No hay lazo que sea tan fuerte
como la cera de una botella de champañ a para unir
a los hombres; precinta todos los negocios, sobre
todo aquellos en los que uno se hunde. Vengan esta
noche y encontrará n a unos muchachos
estupendos. En cuanto a ti, Fré dé ric mı́o —le dijo al
baró n al oı́do—, coja el coche, vaya a la calle Saint-
Georges y trá igame a Europa; tengo que decirle
algunas cosas para la cena... He invitado a Lucien,
que nos traerá a dos personajes divertidos... ¡Nos
reiremos del inglé s! —dijo al oı́do de la señ ora Du
Val-Noble.
Peyrade y el baró n dejaron solas a las dos mujeres.
—¡Ay, querida, si lo consigues con ese gordo
infame, es que tienes mucho ingenio! —dijo la Val-
Noble.
—Si fuera imposible, me lo prestarı́as ocho dı́as —
contestó Esther, riendo.
—No, no lo resistirı́as ni medio dı́a —respondió la
señ ora Du Val-Noble—; es como un pan demasiado
duro, se me quiebran tos dientes. En toda mi vida ya
no querré encargarme nunca má s de dar placer a
ningú n inglé s... Son todos unos frı́os egoı́stas, unos
puercos que llevan vestido...
—¿Qué ocurre? ¿No tiene miramientos? —dijo
Esther, sonriendo.
—Al contrario, querida, ese monstruo todavı́a no
me ha llamado de tú.
—¿En ninguna situación? —dijo Esther.
—El muy miserable, siempre me llama señ ora, y
conserva la mayor sangre frı́a en los momentos en
que todos los hombres son má s o menos
cariñ osos... Yo dirı́a que hacer el amor, para é l, es
algo ası́ como afeitarse. Limpia la navaja, la guarda
en el estuche, se mira al espejo y parece decir, en su
fuero interno: "No me he cortado." Ademá s, me
trata con un respeto capaz de enloquecer a
cualquier mujer. Ese infame milord Carne-de-cocido
se divierte, por añ adidura, haciendo esconder al
pobre de Thé odore y dejá ndole de pie en mi cuarto
de aseo durante horas y horas. Por ú ltimo, se
dedica a contrariarme en todo. Y es avaro... como
Gobseck y Gigonnet juntos... Cuando me lleva a
cenar y no llevo mi coche, nunca me paga el de
vuelta.
—¿Y qué te da por este servicio? —dijo Esther. —
Pues, querida, absolutamente nada; quinientos
francos pelados, cada mes, má s el vehı́culo. Pero,
¿sabes lo que es?... Un coche como esos que alquilan
los tenderos el dı́a de su boda para ir al
ayuntamiento, a la iglesia y al Cadran-Bleu... Me
abruma con el respeto. Si intento estar mal de los
nervios o mal dispuesta, no se enfada, sino que me
dice: Yo querer que milé idi haga su pequeñ o deseo,
porque nada es má s hó -rribel, proprio de nou
gentleman, que desir a una gentil señ ora: "Es usted
un bala de algotó n, una mercansı́a!..." He, he, es
usted con un member of society de sobriedad y
antiesclavitud! Y el tı́o ese se queda pá lido, yerto y
frı́o, dá ndome a entender ası́ que tiene por mı́ el
mismo respeto que tendrı́a por un negro, y que eso
no atañ e a su corazó n, sino a sus ideas de
abolicionista.
—Es imposible ser má s infame —dijo Esther—. ¡Yo
arruinaría a esta especie de chino!
—¿Arruinarle? —dijo la señ ora Du Val-Noble—.
Antes harı́a falta que me quisiera... Ni tú misma
querrı́as pedirle cuatro chavos. Te escucharı́a
gravemente y con esa cortesı́a britá nica que hace
que las bofetadas mismas sean agradables, te dirı́a
que ya te paga bastante por la pequeñ a cosa que
sido lo amor en su trist existence.
—Y pensar que podamos, en nuestra condició n,
encontrar a individuos como éste —exclamó Esther.
—¡Ah, querida tú sı́ has tenido suerte!... Cuida bien
a tu Nucingen.
—¿Acaso va con alguna segunda intenció n, tu
nabab?
—Esto es lo que me dice Adé le —respondió la
señora Du Val-Noble.
—Mira, querida, é ste habrá hecho la apuesta de
hacerse odiar por una mujer y de no durar con ella
más que un tiempo determinado —dijo Esther.
—O bien quiere hacer negocios con Nucingen y me
ha tomado a mı́ porque sabe que nosotras nos
relacionamos: eso es lo que cree Adé le —contestó
la señ ora Du Val-Noble—. Por eso te lo presento
esta noche. ¡Ah, si pudiera enterarme de sus
proyectos, qué bien me entenderı́a contigo y con
Nucingen!
—No te esfuerces —dijo Esther—. ¿Y no le cantas
las cuarenta de vez en cuando?
—Aunque tú lo probaras, tú que sabes tanto... pues,
pese a todos tus mimos, te matarı́a con sus sonrisas
heladas. Te contestarı́a: Yo ser antiesclavitud, y osté
ser libre... Ya podrı́as decirle las cosas má s
descabelladas, que te mirarı́a y te dirı́a: ¡Very gó od!,
y te darı́as cuenta de que a sus ojos no eres má s
que un polichinela. —¿Y la ira?
—¡Igual! Serı́a un espectá culo para é l. Podrı́an
operarle bajo el pecho izquierdo, y no le harı́an el
menor dañ o; sus entrañ as deben de ser de hojalata.
Se lo dije una vez. Me contestó : Yo estar muy
contento de este disposisió n fı́sical... Y siempre bien
educado. Querida, tiene un alma enguantada...
Seguiré resistiendo este martirio durante algunos
dı́as para satisfacer mi curiosidad. De no ser ası́, ya
habrı́a hecho abofetear a milord por Philippe, que
no tiene rival con la espada; no hay otro remedio...
—¡Ahora iba a decı́rtelo! —exclamó Esther—. Pero
antes tendrı́as que enterarte si sabe boxear, porque
estos viejos ingleses, querida, guardan a veces un
fondo de malicia.

—¡Como é ste no hay otro igual!... ¡Oh, no! Si lo


vieras pidié ndome que le dé ó rdenes, y a qué hora
puede presentarse para sorprenderme
(¡naturalmente!), y desplegando las fó rmulas de
respeto de los gentlemen, segú n parece, dirı́as: "A
esa mujer la adora"; y no habrı́a mujer que dijera
menos...
—¡Y nos tienen envidia, querida! —dijo Esther.
—¡Por supuesto!... —exclamó la señ ora Du Val-
Noble—. Mira, todas hemos ido descubriendo má s o
menos, a lo largo de nuestra vida, el poco caso que
hacen de nosotras; pero, hija mı́a, nunca me habı́a
sentido tan cruel, profunda y completamente
despreciada por la brutalidad como lo soy ahora
por el respeto de este enorme odre lleno de vino de
Oporto. Cuando está achispado, se va para no ser
disgrada ble como le dice a Adé le, y para no dejarse
llevar por dos potensias a la vez, la mujer y el vino.
Abusa de mi coche de punto, lo emplea má s que yo...
Ojalá pudié ramos dejarlo borracho esta noche...
pero se bebe diez botellas y só lo se pone achispado;
la mirada se le pone turbia, pero sigue viendo claro.
—Es como esa gente cuyas ventanas está n sucias
por fuera —dijo Esther— y que desde dentro ven lo
que pasa fuera... Ya conozco esta propiedad de
algunos hombres; Du Tillet la posee en grado
superlativo.
—¡Ojalá Du Tillet y Nucingen lo enredaran en
alguna de sus combinaciones! ¡Al menos me sentirı́a
vengada!... Le reducirı́an a la mendicidad... ¡Ay,
querida, ir a pasar a manos de un protestante
hipó crita, despué s de ir con aquel pobre Falleix, que
era tan divertido, tan guasó n y tan agradable!... ¡Si
supieras có mo nos reı́amos!... Dicen que los agentes
de cambio son todos tontos... Pues lo que es a é ste,
nunca le faltó ingenio...
—Cuando te dejó sin un chavo, eso te abrió los ojos
sobre los sinsabores del placer.
Europa, enviada por el señ or de Nucingen, asomó
su cabeza de vı́bora por la puerta; y tras haber
escuchado algunas palabras que le dijo su ama al
oído, desapareció.
A las once y media de la noche habı́a estacionados
cinco coches en la calle Saint-Georges, a la puerta de
la ilustre cortesana; eran el de Lucien, que fue
acompañ ado de Rastignac, Blondet y Bixiou, el de
Du Tillet, el del baró n de Nucingen, el del Nabab y el
de Florine. El triple cierre de las ventanas quedaba
oculto por los pliegues de las magnı́ icas cortinas de
China. La cena tenı́a que servirse a la una, las velas
estaban encendidas, el saloncito y el comedor
desplegaban toda su suntuosidad. Todos esperaban
pasar una de esas noches de juerga que só lo
pueden resistir aquellas tres mujeres y aquellos
hombres. Empezaron por el juego, ya que habı́a que
esperar aproximadamente un par de horas.
—¿Juega usted, milord?... —dijo Du Tillet a Peyrade.
—lo he jiugado con O'Connell, Pitt, Fox, Canning,
lort Brougham, lorU..
—Diga usted ahora mismo una in inidad de lords
—le dijo Bixiou.
—Lort Fits-William, lort Ellenborough, lort
Hertford, lort...
Bixiou miró los zapatos de Peyrade y se agachó.
—¿Qué buscas?... —le preguntó Blondet.
—¡Diablos! Busca la palanca que hay que accionar
para hacer parar esta máquina —contestó Florine.
—Juega usted a veinte francos la icha?... —dijo
Lucien.
—to jiuego todo lo que osté quiera pierder...
—Lo hace muy bien... —dijo Esther a Lucien—;
todos lo toman por un inglés.
Du Tillet, Nucingen, Peyrade y Rastignac se
sentaron a una mesa de juego. Florine, la señ ora Du
Val-Noble, Esther, Blondet y Bixiou se quedaron
charlando junto al fuego. Lucien se dedicó a hojear
una magnífica obra llena de grabados.
—La señ ora está servida —dijo Paccard, vestido
con un espléndido uniforme.
Peyrade fue colocado a la izquierda de Florine y
lanqueado por Bixiou, a quien Esther habı́a
recomendado que hiciera beber má s de la cuenta al
nabab, desa iá ndolo. Nunca en la vida habı́a visto
Peyrade tal esplendor, nunca habı́a probado una
comida como aqué lla ni habı́a visto mujeres tan
hermosas.
" Esta velada me compensa los mil escudos que me
ha costado ya la Val-Noble —pensó —, y por otra
parte acabo de ganarles mil francos."
—Ahı́ tiene usted un ejemplo para seguir —le dijo
en alta voz la señ ora Du Val-Noble, que estaba al
lado de Lucien y que le señ aló con un ademá n las
magnificencias del salón.
Esther habı́a colocado a Lucien a su lado y le cogı́a
uno de sus pies entre los suyos bajo la mesa.
—¿Lo oye usted? —dijo la Val-Noble, mirando a
Peyrade, que se hacı́a el ciego—. ¡Ası́ es como
tendrı́a que arreglarse usted una casa! Cuando se
vuelve de las Indias con millones y se quieren hacer
negocios con gente como Nucingen, uno se pone a
su nivel.
—lo soy member de society of temperante...
—Entonces va usted a beber de lo lindo —dijo
Bixiou—, porque hace mucho calor en las Indias,
¿no es cierto?...
Durante la cena la broma de Bixiou consistió en
tratar a Peyrade como si fuera uno de sus tı́os de
regreso de las Indias.
—La señ ora Ti Fal-Nople me ha ticho gue denı́a
usdet cierdOs brobó sidos... —apuntó Nucingen,
examinando a Peyrade.
—Eso es lo que yo querı́a oı́r —dijo Du Tillet a
Rastignac, los dos chapurreando a la vez.
—Ya verá usted có mo acaban entendié ndose —dijo
Bixiou, que adivinó lo que Du Tillet acababa de decir
a Rastignac.
—Sir baronet, ı́o ho pensado un pequeñ o
speculasió n, oh, very comportable... muy mucho
provechoso, y rich of benefisios...
—Ya verá —dijo Blondet a Du Tillet— que no
hablará n má s de un minuto sin que salga el
parlamento y el gobierno inglés.
—Esto ser en el China, por el opio...
—Sı́, ya sé —dijo en seguida Nucingen, mostrando
ası́ que estaba al corriente de la actualidad
comercial en el mundo—, bero el go ierno inclé s
denı́a un metió te aksió n gon el obio bara aprirse
las buertas te la China, y no nos bermidvría...
—Nucingen le ha tomado la palabra sobre el
gobierno —dijo Du Tillet a Blondet.
—¡Ah!, ha comerciado usted con opio —exclamó la
señ ora Du Val-Noble—. Ahora comprendo por qué
es usted tan estupefaciente, le ha quedado algo en el
corazón...
—¡Faya! —exclamó el baró n, dirigié ndose al
supuesto comerciante de opio y señ alá ndole la
señ ora Du Val-Noble—, le basa lo mismo gue a mı́:
los millonarios nunga gonsiquen hacerse guerer te
las muqueres.
—lo amado mocho y mochas veses, milé idi —
contestó Peyrade.
—Siempre a causa de la templanza —dijo Bixiou,
que acababa de vaciar en la copa de Peyrade la
tercera botella de vino de Burdeos, y que le hizo
descorchar una botella de vino de Oporto.
—¡Oh! —exclamó Peyrade—, it is very vine de
Portugal of Ingleterra.
Blondet, Du Tillet y Bixiou cambiaron una sonrisa.
Peyrade tenı́a la capacidad de parodiarlo todo,
incluso el ingenio. Hay pocos ingleses que no
sostengan que el oro y la plata son mejores en
Inglaterra que en cualquier otra parte. Los pollos y
huevos procedentes de Normandı́a que llegan al
mercado de Londres autorizan a los ingleses a
sostener que los pollos y los huevos de Londres son
mejores (very fines) que los de París, que vienen del
mismo sitio. Esther y Lucien quedaron estupefactos
ante aquella perfecció n en el vestir, en el habla y en
la audacia. Se bebía y se comía tanto y con tal placer,
entre conversaciones y risas, que pronto fueron las
cuatro de la madrugada. Bixiou creyó haber logrado
una de esas victorias descritas con tanta gracia por
Brillat-Savarin. Pero en el mismo momento en que
pensaba, ofreciendo má s vino a su tı́o: "¡He vencido
a Inglaterra!...", Peyrade dijo a aquel temible
bromista:
—¡Echa más, muchacho!
Sólo Bixiou oyó estas palabras.
—¡Eh, amigos! ¡Es tan inglé s como yo!... ¡Mi tı́o es
un gascón! ¡No podía ser de otra manera!
Bixiou estaba solo con Peyrade, de modo que nadie
oyó esta revelació n. Peyrade se cayó de la silla al
suelo. Paccard cogió en seguida a Peyrade y lo subió
a una buhardilla, donde se durmió profundamente.
A las seis de la tarde el nabab se despertó al sentir
el contacto de un trapo hú medo con el que le
lavaban la cara, y se encontró sobre un mal catre;
frente a é l, a Asia enmascarada y disfrazada con un
dominó negro.
—¡Vaya, tío Peyrade, ya somos dos! —dijo ella.
—¿Dónde estoy?... —dijo mirando a su alrededor.
—Escuche lo que voy a decirle y se le pasará la
borrachera —contestó Asia—. Aunque no quiera
usted a la señ ora Du Val-Noble, a su hija sı́ la quiere,
¿verdad?
—¿Mi hija? —exclamó Peyrade con un rugido.
—Sí, la señorita Lydie...
—¿Qué pasa?
—Que ya no está en la calle de los Moineaux, está
secuestrada.
Peyrade dio un suspiro parecido al que dan los
soldados que mueren, heridos repentinamente en el
campo de batalla.
—Mientras que usted ingı́a ser un inglé s, otro
ingı́a ser Peyrade. Su pequeñ a Lydie creyó que
seguı́a a su padre, y ahora está en lugar seguro...
¡Oh, no la encontrarı́a usted nunca! A menos que
repare el daño que ha hecho...
—¿Qué daño?
—Ayer negaron la entrada en casa del duque de
Grandlieu al señ or Lucien de Rubempré . Este
resultado se debe a tus intrigas y al hombre que nos
has destinado. Ni una palabra. ¡Escucha! —dijo Asia,
viendo que Peyrade iba a abrir la boca—. No
tendrá s a tu hija, pura y sin mancilla —prosiguió
Asia, recalcando con é nfasis cada palabra—, má s
que el dı́a en que el señ or Lucien de Rubempré
salga de Saint-Thomas-d'Aquin casado con la
señ orita Clotilde. Si dentro de diez dı́as Lucien de
Rubempré no vuelve a ser admitido como antes a la
casa de Grandlieu, primero morirá s de muerte
violenta, sin que haya nada que pueda preservarte
del golpe que te amenaza... Luego, cuando ya te
sientas herido de muerte, te dejará n algú n tiempo,
antes de morir, para que medites sobre esto: "¡Mi
hija es una prostituta para el resto de sus dı́as!..."
Aunque hayas sido tan tonto de dejar esta presa al
alcance de nuestras garras, todavı́a te queda
la.su iciente inteligencia para meditar sobre este
mensaje de nuestro gobierno. No ladres, no digas
una sola palabra, ve a cambiarte de ropa a casa de
Contenson,. vuelve a tu casa y Katt te dirá que tu
pequeñ a Lydie, siguiendo lá orden de un billete que
tú mandaste, bajó de casa y no han vuelto a verla. Si
te quejas, si das el menor paso, se empezará por
donde te he dicho que se terminarı́a con tu hija: ya
está prometida a De Marsay. Con el tı́o Canquoè lle
no hay que emplear frases bonitas ni guantes de
lana, ¿no es ası́?... Vete y procura no meter la nariz
en nuestros asuntos.
Asia dejó a Peyrade en un estado lastimoso; cada
palabra fue para é l como un mazazo. El espı́a tenı́a
dos lá grimas en los ojos y otras dos en la parte
inferior de sus mejillas, unidas por sendos regueros
húmedos.
—Esperan al señ or Johson para la comida —dijo
Europa, asomando la cabeza, un instante después.
Peyrade no respondió , bajó y caminó , por las calles
hasta una parada de coches, fue a cambiarse a casa
de Contenson sin decirle una palabra, volvió a
vestirse como tio Canquoè lle, y a las ocho llegó a su
casa. Subió las escaleras con el corazó n palpitando.
Cuando la lamenca oyó a su amo, le preguntó con
tanta ingenuidad por su hija, que el viejo espı́a tuvo
que apoyarse. El golpe rebasó sus fuerzas. Entró en
las habitaciones de su hija y llegó a perder el
sentido a causa del dolor al encontrar vacı́o el piso
y al escuchar la narració n de Katt, que le contó las
circunstancias de un rapto montado con tanta
habilidad como si fuera é l mismo quien lo hubiera
ideado. "Bueno —dijo para sı́—, hay que ceder, me
vengaré má s tarde, vamos a ver a Corentin... Es la
primera vez que encontramos adversarios. Corentin
dejará que ese pimpollo se case con emperatrices,
¡si lo quiere!... ¡Ah!, comprendo que mi hija se haya
enamorado de é l la primera vez que le vio... ¡Oh!, el
cura españ ol sabe hacer las cosas... ¡Valor, tı́o
Peyrade, deja libre a tu presa!" El pobre padre no
preveía el horrible golpe que le esperaba.
Una vez en casa de Corentin, Bruno, el criado de
confianza; que conocía a Peyrade, le dijo:
—El señor se ha marchado...
—¿Por mucho tiempo?
—¡Por diez días!...
—¿Adonde?

—¡No lo sé !... "¡Oh, Dios mı́o, me estoy volviendo


estú pido! Pregunto adonde... como si se lo
dijéramos", pensó..
Unas horas antes de que Peyrade fuera despertado
en la buhardilla de la calle Saint-Georges, Corentin,
que venı́a de su inca de Passy, se presentaba en
casa del duque de Grandlieu vestido de ayuda de
cá mara de casa rica. En uno de los ojales de su traje
negro llevaba la cinta de la Legió n de Honor. Se
habı́a puesto, maquillá ndose, una cara de anciano,
con el cabello empolvado, pá lida y llena de arrugas.
Sus ojos estaban velados por unas gafas de concha.
Tenı́a el aspecto, en suma, de un anciano jefe de
o icina. Cuando hubo dado su nombre (señ or de
Saint-Denis), fue conducido al despacho del duque
de Grandlieu, donde halló a Derville leyendo la carta
que habı́a dictado é l mismo a uno de sus agentes, el
Nú mero encargado de las Escrituras. El duque cogió
aparte a Corentin para explicarle todo lo que sabı́a
Corentin. El señ or de Saint-Denis escuchó frı́amente,
respetuosamente, entretenié ndose en estudiar a
aquel gran señ or, en penetrarlo hasta el meollo, en
poner al descubierto aquella vida ocupada,
entonces y siempre, en el whist y en la fama de la
casa de Grandlieu. Los grandes señ ores son tan
ingenuos con sus inferiores, que Corentin no
necesitó hacer humildemente demasiadas preguntas
al señ or de Grandlieu para que brotaran
impertinencias.
—Si quiere usted hacerme caso, caballero —dijo
Corentin a Derville, tras haber sido presentado al
procurador con todos los requisitos—, saldremos
esta misma tarde hacia Angulema con la diligencia
de Burdeos, que va tan de prisa como el coche
correo, y no necesitaremos estar má s de seis horas
para reunir las informaciones que desea el señ or
duque. Si he comprendido bien a Su Señ orı́a, basta
con saber si la hermana y el cuñ ado del señ or de
Rubempré han podido darle un milló n doscientos
mil francos, ¿no es así?... —dijo, mirando al duque.
—Lo ha comprendido perfectamente —contestó el
par de Francia.
—Podemos estar de vuelta dentro de cuatro dı́as
—repuso Corentiri, mirando a Derville—, y ası́ ni el
uno ni el otro habremos abandonado nuestros
negocios por un espacio de tiempo tal que se vean
afectados.
—Es la ú nica objeció n que tenı́a que hacer a Su
Señ orı́a —dijo Derville—. Son las cuatro, vuelvo a
mi casa a dar unas instrucciones a mi primer
pasante; despué s de la cena estaré a las ocho... Pero,
¿tendremos plazas? —dijo al señ or dé Saint-Denis,
interrumpiéndose.
—Respondo de ello —contestó Corentin—; le
espero a las ocho en el patio de las Mensajerı́as de
la O icina Principal. Si no hay plazas, haré que las
haya: ası́ es como hay que servir a Su Señ orı́a el
duque de Grandlieu.
—Señ ores —dijo el duque con in inita gracia—
todavía no les doy las gracias...
Corentin y el procurador, que tomaron estas
palabras como señ al de despido, saludaron y
salieron. En el momento en que Peyrade estaba
interrogando al criado de Corentin, el señ or de
Saint-Denis y Derville, instalados en la berlina de la
diligencia de Burdeos, se observaban mutuamente
en silencio a la salida de Parı́s. Al dı́a siguiente,
yendo de Orlé ans a Tours, Derville, que se aburrı́a,
se puso a charlar, y Corentin se avino a
entretenerle, aunque guardando las distancias; le
hizo creer que pertenecı́a a la diplomacia y que
esperaba llegar a ser có nsul general con la
protecció n del duque de Grandlieu. Dos dı́as
despué s de su salida de Parı́s, Corentin y Derville se
detenı́an en Mansle, con gran sorpresa por parte
del procurador, que creía dirigirse a Angulema.
—En esta pequeñ a ciudad —dijo Corentin a
Derville —conseguiremos informaciones positivas
sobre la señora Séchard.
—¿La conoce usted, pues? —preguntó Derville,
sorprendido de ver que Corentin estaba tan bien
informado.
—He hecho hablar al conductor al darme cuenta de
que es de Angulema, y me ha dicho que la señ ora
Sé chard vive en Marsac, que no está má s que a una
legua de Mansle. He pensado que aquı́ estaremos en
mejores condiciones que en Angulema para
desentrañar la verdad.
"Por lo demá s —pensó Derville—, segú n me ha
dicho el señ or duque, yo no soy má s que el testigo
de las indagaciones que haga este hombre de
confianza..."
La posada de Mansle, llamada La Belle Etoile, tenı́a
por dueñ o a uno de esos hombres gruesos a los
que se teme siempre no volver a encontrar a la
vuelta y que, en cambio, vuelven a estar al cabo de
diez añ os en el umbral de la puerta con la misma
cantidad de carne, el mismo gorro de algodó n, el
mismo delantal, el mismo cuchillo, los mismos
cabellos grasientos y la misma triple papada, y que
aparecen estereotipados en las obras de todos los
grandes novelistas, desde el inmortal Cervantes
hasta el inmortal Walter Scott. ¿Acaso no ocurre
que todos tienen grandes pretensiones acerca de su
arte culinario, que dicen estar todos al entero
servicio del cliente y que acaban todos sirviendo un
pollo descarnado y unas legumbres aderezadas con
mantequilla rancia? Todos ponderan sus vinos y le
obligan a uno a consumir los vinos de la regió n.
Pero desde temprana edad Corentin habı́a
aprendido a obtener de los posaderos cosas má s
importantes que un plato dudoso o un vino
apó crifo. Por eso se presentó como un hombre muy
fá cil de contentar y que se abandonaba por
completo a la discreció n del mejor cocinero de
Mansle, según dijo a aquel hombre.
—No me cuesta mucho ser el mejor, puesto que
soy el único —respondió el posadero.
—Sı́rvanos en la sala de al lado —dijo Corentin,
haciendo un guiñ o a Derville—, y sobre todo no
tenga a mal poner mucho fuego en la chimenea,
tenemos los dedos entumecidos.
—No hacı́a precisamente calor en la berlina —dijo
Derville.
—¿Está muy lejos Marsac? —preguntó Corentin a
la mujer del posadero, que habı́a bajado de las
regiones superiores al saber que en la diligencia
habían llegado viajeros que se quedaban a dormir.
—¿Va usted a Marsac, caballero? —preguntó la
posadera.
—No lo sé —contestó con una ligera sequedad—.
¿Es muy grande la distancia de aquı́ a Marsac? —
volvió a preguntar Corentin, tras haber dejado a la
dueña tiempo suficiente para que viera su cinta roja.
—En cabriolé es cuestió n de una media hora corta
—dijo la mujer del posadero.
—¿Cree usted que estará n ahora en invierno el
señor y la señora Séchard?...
—Sin duda alguna: pasan allí todo el año...
—Son las cinco; no se habrá n acostado a las nueve,
¿verdad?
—¡Oh, y hasta las diez pueden encontrarlos! Todas
las noches reciben visitas, el cura, el señ or Marron,
el médico.
—¡Son buena gente! —dijo Derville. —La lor y
nata, caballero —contestó la mujer del posadero—;
son unas personas dignas y honradas... ¡y que no
tienen nada de ambició n! El señ or Sé chard, aunque
lleva una existencia acomodada, tendrı́a millones,
segú n dicen, si no se hubiera dejado arrebatar un
invento sobre la fabricació n de papel del que se han
aprovechado los hermanos Cointet.
—¡Ah, sí, los hermanos Cointet! —dijo Corentin.
—Cá llate —dijo el posadero—. ¿Qué les importa a
estos señ ores que el señ or Sé chard tenga o no
tenga derecho a una patente de un mé todo para
fabricar papel? Estos señ ores no comercian con
papel... Si piensan pasar la noche en casa, en La
Belle Etoile —dijo el posadero, dirigié ndose a los
dos viajeros—, aquı́ tienen el libro, les ruego que se
inscriban. Tenemos un sargento que no tiene nada
que hacer y que se pasa el tiempo molestándonos...
—Demonio, demonio, yo creı́a que los Sé chard
eran muy ricos —dijo Corentin, mientras, Derville
escribı́a su nombre y su calidad de procurador en el
Tribunal de Primera Instancia del departamento del
Sena.
—Hay quien dice que son millonarios —respondió
el posadero—, pero querer evitar que se muevan
las lenguas es como proponerse evitar que luya el
rı́o. Sé chard padre dejó doscientos mil francos en
bienes, y eso es ya mucho para un hombre que
habı́a empezado siendo obrero. Pues bien, tenı́a
quizá s otro tanto de ahorros... ya que acabó
sacando de diez a doce mil francos de sus bienes.
Pues supongamos que haya sido lo bastante tonto
como para no invertir su dinero durante diez añ os,
y nos salen las cuentas. Pero pongamos trescientos
francos, si practicó la usura como se sospecha, y
tenemos todo el asunto. Quinientos mil francos está
muy lejos de un milló n. Me conformarı́a con la
diferencia; si la tuviera no seguirı́a estando en La
Belle Étoile.
—¡Có mo! —dijo Corentin—. ¿El señ or David
Sé chard y su esposa no tienen una fortuna de dos o
tres millones?...
—Eso es lo que les atribuyen a los señ ores Cointet,
que le arrebataron el invento —exclamó la mujer
del posadero—, y no sacó de ellos má s de veinte mil
francos... ¿De dó nde quiere usted que esa buena
gente sacaran millones? Vivı́an con lo justo en vida
de su padre. De no ser por Kolb, su administrador, y
por la señ ora Kolb, que les era tan iel como su
marido, habrı́atl vivido con grandes di icultades.
¿Qué tenı́an con la Verberie?... ¡Mil escudos de
renta!...
Corentin tomó a Derville aparte y le dijo:
—In vino ventas! La verdad se halla en el zumo de
la vid. Por mi parte, veo en las posadas los
auté nticos registros civiles de las regiones; los
notarios no está n mejor informados que los
posaderos de todo lo que pasa en los lugarejos. Ya
lo ve: se supone que conocemos a los Cointet, a
Kolb, etc. Un posadero es el repertorio viviente de
todas las aventuras, hace de policı́a sin darse
cuenta. Un gobierno cualquiera ha de mantener a lo
sumo a doscientos espı́as, puesto que en un paı́s
como Francia hay diez millones de soplones
honrados. Pero no estamos obligados a iarnos de
esta informació n, aunque en este pequeñ o pueblo
podrı́amos ya enterarnos de algo acerca del milló n
doscientos mil francos que desaparecieron para
pagar las tierras de Rubempré ... No nos
quedaremos mucho tiempo aquí...
—Así lo espero —dijo Derville.
—Ahora le diré por qué —repuso Corentin—. He
encontrado la manera má s natural de sacarles la
verdad a los esposos Sé chard. Cuento con usted
para que apoye, con su autoridad de procurador, la
pequeñ a astucia que emplearé para lograr unas
cuentas claras y precisas acerca de su fortuna.
Despué s de cenar iremos a casa del señ or Sé chard
—dijo Corentin a la mujer del posadero—,
prepá renos usted las camas; queremos una
habitació n para cada uno. En La Belle Etoile tiene
que haber sitio.
—Hemos acertado con el nombre —dijo la mujer
—, ¿verdad, caballero?
—¡Oh!, este juego de palabras se da en todos los
departamentos —dijo Corentin—; ustedes no tienen
el monopolio.
—Están servidos, caballeros —dijo el posadero.
—Pues, ¿de dó nde diablos habrı́a sacado el dinero
ese joven?... ¿Será verdad lo que dice la carta
anó nima? ¿Será el precio de alguna muchacha
bonita? —dijo Derville a Corentin, sentá ndose a la
mesa para cenar.
—¡Oh!, eso serı́a el objeto de otra investigació n —
dijo Corentin—. Lucien de Rubempré vive, según me
ha dicho el duque de Chaulieu, con una judı́a
conversa que se hacı́a pasar por holandesa y cuyo
nombre es Esther Van-Bogseck.
—¡Qué curiosa coincidencia! —dijo el procurador
—. Estoy buscando a la heredera de un holandé s
llamado Gob-seck; se trata del mismo nombre con
un cambio de consonantes...
—En Parı́s —dijo Corentin—, a mi regreso, le
conseguiré informaciones sobre su filiación.
Una hora despué s los dos encargados de negocios
de la casa de Grandlieu partı́an para la Verberie, la
casa del señ or y la señ ora Sé chard. Lucien no habı́a
tenido jamá s emociones tan profundas como las
que sintió en la Verberie comparando su destino
con el de su cuñ ado. Los dos parisienses iban a
encontrar el mismo espectá culo que unos dı́as antes
habı́a impresionado a Lucien. Allı́ todo respiraba
tranquilidad y abundancia. Cuando los dos
forasteros estaban por llegar, habı́a cinco personas
en el saló n de la Verberie: el cura de Marsac, joven
sacerdote de veinticuatro añ os que, a instancias de
la señ ora Sé chard, se habı́a hecho preceptor de su
hijo Lucien; el mé dico del lugar, llamado señ or
Marron; el alcalde del municipio, y un viejo coronel
retirado que se dedicaba al cultivo de rosas en una
pequeñ a propiedad situada frente a la Verberie, al
otro lado de la carretera. Estas personas, en
invierno, iban cada tarde a jugar al inocente juego
del bostó n, a un cé ntimo cada icha, a coger los
perió dicos o a devolver los que ya habı́an leı́do.
Cuando el señ or y la señ ora Sé chard compraron la
Verberie, hermosa casa de piedra caliza cubierta de
pizarra, sus dependencias de recreo consistı́an en
un pequeño jardín. Con el tiempo, y dedicando a ello
sus ahorros, la hermosa señ ora Sé chard amplió su
jardı́n hasta un riachuelo, sacri icando los viñ edos
que adquirió y convirtié ndolos en cé spedes y
macizos. En aquel momento, la Verberie, rodeada de
un pequeñ o parque de unos diecisé is arpents
rodeados por muros, era considerada la inca má s
importante de la regió n. La casa del difunto Sé chard
y sus dependencias no servı́an má s que para la
explotació n de algunos arpents de viñ edo dejados
por é l, ademá s de cinco alquerı́as que producı́an
cerca de seis mil francos, y ocho arpents de prados.
situados al otro lado del riachuelo, justo delante del
parque de la Verberie; la señ ora Sé chard tenı́a el
propó sito de incluirlos en el parque al añ o
siguiente. En los alrededores ya se le daba a la
Verberie el nombre de mansión señorial, y llamaban
a Eve Sé chard la señ ora de Marsac. Al satisfacer su
vanidad, Lucien no habı́a hecho sino imitar a los
campesinos y a los cultivadores de viñ edos. Se
rumoreaba que Courtois, el propietario de un
molino situado a algunos tiros de fusil de los prados
de la Verberie, estaba en tratos con la señ ora
Sé chard a propó sito de este molino. Aquella
adquisició n probable acabarı́a de dar a la Verberie
el aire de una inca de primer orden en el
departamento. La señ ora Sé chard, que prodigaba
muchos favores con tanto discernimiento como
grandeza, era muy estimada y querida. Su magnı́ ica
belleza habı́a alcanzado entonces su má ximo
despliegue. Aunque tenı́a cerca de veintisé is añ os,
conservaba el frescor de la juventud gracias al
reposo y a la abundancia que proporciona la vida
del campo. No habı́a dejado de sentir amor por su
marido y respetaba en é l al hombre de talento
su icientemente modesto para renunciar a las
pompas de la gloria; por ú ltimo, para acabar de
retratarla, basta quizá con decir que durante toda
su vida no habı́a tenido un solo latido de corazó n
que no hubiera sido suscitado por sus hijos 0 por
su marido. El tributo que este matrimonio pagaba a
la infelicidad era, como es fá cil de adivinar, la
profunda tristeza que causaba la vida de Lucien, en
la que Eve Sé chard presentı́a muchos misterios que
le producı́an un gran temor, abonado por el hecho
de que Lucien, durante su ú ltima visita, cortó
secamente todas las preguntas de su hermana
dı́cié ndole que los ambiciosos no responden de los
medios que emplean má s que ante sı́ mismos. A lo
largo de seis añ os Lucien habı́a visto tres veces a su
hermana y no le habı́a escrito má s de seis cartas. Su
primera visita a la Verberie tuvo lugar con ocasió n
de la muerte de sü madre, y la ú ltima habı́a tenido
por objeto pedir el favor de aquella mentira tan
necesaria para su polı́tica. Esto fue motivo de una
escena muy grave entre el señ or y la señ ora
Sé chard y su hermano, escena que dejó dudas
atroces grabadas en el interior de aquella existencia
noble y apacible.
El interior de la casa, que estaba transformado
igual que el exterior, resultaba confortable sin
ofrecer ningú n lujo. Esto podrá apreciarse dando
una rá pida mirada al saló n donde en aquel
momento estaba la gente reunida. Una hermosa
alfombra de Aubusson, algunos tapices de tela
asargada de algodó n gris adornados con trencillas
de seda verde, unas pinturas imitando madera de
Spa, un mueble de caoba esculpida, adornado con
cachemira gris y pasamanerı́a verde, y unas
jardineras llenas de lores, pese a la é poca del añ o
en que se hallaban, ofrecían un conjunto acariciador
a la mirada. Las cortinas de seda verde de las
ventanas, los adornos de la chimenea, el marco de
los espejos, no caı́an en ese mal gusto provinciano
que todo lo estropea. Por ú ltimo, los detalles má s
nimios, limpios y elegantes, todo daba sensació n de
reposo debido a esa especie de poesı́a que toda
mujer enamorada y con talento puede y debe
introducir en su hogar.
La señ ora Sé chard, que aú n guardaba luto por su
padre, trabajaba junto al fuego en una labor de
tapicerı́a con la ayuda de la señ ora Kolb, el ama de
llaves, a cuyos cuidados dejaba todos los detalles de
la casa. En cuanto el cabriolé llegó a la altura de las
primeras casas de Marsac, a los visitantes habituales
de la Verberie habı́a que añ adir la presencia de
Courtois, el molinero, viudo de su esposa, que
querı́a retirarse de los negocios y que esperaba
vender bien su propiedad, que parecía interesar a la
señora Éve, y Courtois sabía por qué.
—¡Un cabriolé que se detiene aquı́! —dijo Courtois
al oı́r en la puerta el ruido del coche—. Por el ruido
de chatarra es presumible que sea del país...

—Será n seguramente Postel y su mujer, que vienen


a verme —añadió el médico.
—No —repuso Courtois—, el cabriolé viene del
lado de Mansle.
—Señ ora —dijo Kolb (un alsaciano alto y gordo)—,
hay un brogurator te Barı́s gue guiere haplar gon el
señ or. —¡Un procurador!... —exclamó Sé chard—.
Esta palabra me produce cólico.
—Gracias —dijo el alcalde de Marsac, llamado
Cachan, procurador durante veinte añ os en
Angulema, y que en otro tiempo habı́a recibido el
encargo de demandar a Séchard.
—Mi pobre David no cambiará nunca, siempre será
un distraído —dijo Éve, sonriendo.
—Un procurador de Parı́s —exclamó Courtois—.
¿Tiene acaso negocios en París? —No —dijo Éve.
—Tiene un hermano —explicó Courtois, sonriendo.
-Ojo que no sea a causa de la herencia del tı́o
Sé chard —dijo Cachan—. Habı́a hecho negocios
turbios, aquel buen hombre...
Corentin y Derville entraron y, tras haber saludado
a los presentes y anunciado sus nombres, pidieron
si podı́an hablar particularmente con la señ ora
Séchard y su esposo.
—Con mucho gusto —dijo Sé chard—. Pero, ¿se
trata de negocios?
—Se trata tan só lo de la herencia de su señ or
padre —respondió Corentin.
—Permitan ustedes, pues, que asista a la entrevista
el señ or alcalde, que es un exprocurador de
Angulema.
—¿Es usted el señ or Derville?... —dijo Cachan,
mirando a Corentin.
—No, señ or, es este caballero —contestó Corentin
señalando al procurador, que hizo un saludo.
—Pero si estamos en familia —dijo Sé chard—, no
tenemos nada que esconder a nuestros vecinos; no
hace falta que vayamos a mi despacho, donde no
hay fuego... Nuestra vida transcurre a la vista de
todos...
—La de su padre —dijo Corentin— tuvo algunos
misterios que quizá le incomodarı́a que se
publicasen.
—¿Se trata de algo que nos pueda hacer
enrojecer?... —dijo Éve, alarmada.
—¡Oh, no, es un mero devaneo de juventud! —dijo
Corentin, tendiendo con la mayor sangre frı́a una de
sus innumerables trampas—. Su padre le dejó a
usted un hermano mayor...
—¡Vaya con el viejo zorro! —exclamó Courtois—.
No le querı́a a usted demasiado, señ or Sé chard, y le
guardó é sta, el cazurro... Ahora entiendo lo que
querı́a decir cuando me decı́a: "¡Las verá de todos
los colores cuando esté enterrado!"
—¡Oh, tranquilı́cese usted, caballero! —dijo
Corentin a Séchard, mirando a Éve de soslayo.
—¡Un hermano! —exclamó el mé dico—. Pero, ¡eso
significa que la herencia deberá repartirse!
Derville ingı́a contemplar los hermosos grabados
antiguos que estaban expuestos en los paneles del
salón.
—¡Oh, tranquilı́cese, señ ora! —dijo Corentin al ver
la sorpresa pintada en el rostro de la hermosa
señ ora Sé chard—, no se trata má s que de un hijo
natural. Los derechos de los hijos naturales no son
los de los hijos legı́timos. Este hijo está en la miseria
má s profunda, y tiene derecho a una suma
proporcionada a la importancia de la herencia... Los
millones dejados por su padre...
Al oı́rse aquella palabra, millones, se produjo un
grito uná nime en el saló n. En aquel instante Derville
dejó de contemplar los grabados.
—¿El tı́o Sé chard millones?... —dijo el grueso
Courtois—. ¿Quié n le ha dicho eso? Algú n
campesino.
—Caballero —dijo Cachan—, no pertenece usted al
isco; de modo que podemos decirle lo que hay en
realidad...
—Esté usted tranquilo, le doy palabra de honor de
que no soy ningún funcionario de Hacienda.
Cachan, que acababa de hacerles a todos señ al de
que se callaran, dejó escapar un gesto de
satisfacción.
—Señ or mı́o —añ adió Corentin—, aunque no
hubiera má s que un milló n, la parte del hijo natural
seria aú n sustanciosa. No venimos a hacer ningú n
proceso, al contrario, venimos a proponerle que
nos dé cien mil francos y nos vamos en seguida.

—¡Cien mil francos!... —exclamó Cachan,


interrumpiendo a Corentin—. Pero, caballero, si el
tı́o Sé chard dejó diecisé is arpents de viñ edos, cinco
pequeñ as alquerı́as, ocho arpents de prados en
Marsac y ni un céntimo...
—Por nada del mundo quisiera decir una mentira,
señ or Cachan —exclamó David Sé chard,
interviniendo—; y en asuntos de intereses, menos
aú n que en otras cosas... Caballero —dijo a Corentin
y a Derville—, mi padre nos ha dejado, ademá s de
estos bienes... —por mucho que Courtois y Cachan
se esforzaran en hacer signos a Sé chard, é ste
continuó —, trescientos mil francos, con lo cual la
herencia se eleva aproximadamente a quinientos
mil francos.
—Señ or Cachan —dijo Eve Sé chard—, ¿cuá l es la
parte que la ley atribuye al hijo natural?...
—Señ ora —dijo Corentin—, no somos unos
saqueadores, só lo le pedimos que nos jure delante
de estos señ ores que no reunieron má s de cien mil
escudos de plata de la herencia de su suegro, y nos
entenderemos bien...
—Antes —dijo el exprocurador de Angulema a
Derville—, dé usted su palabra de honor de que es
procurador.
—Aquı́ tiene mi certi icado —dijo Derville a Cachan,
tendié ndole un papel doblado en cuatro—, y el
caballero no es ningú n inspector general de
Hacienda, como ustedes podrı́an creer,
tranquilícense —añadió Derville— Sólo teníamos un
gran interé s por saber la verdad sobre la herencia
Sé chard, y ya la sabemos... —Derville cogió a la
señora Éve de la mano y la llevó muy cortésmente al
extremo del saló n—. Señ ora —le dijo en voz baja—,
si no estuvieran en juego el honor y el porvenir de
la casa de Grandlieu en este asunto, no me habrı́a
prestado a esta estratagema ideada por este
caballero condecorado; excú sele usted, se trataba
de descubrir la mentira gracias a la cual el hermano
de usted ha sorprendido la fuena fe de tan noble
familia. Guárdese bien ahora de intentar hacer creer
que le ha dado un milló n doscientos mil francos
para comprar las tierras de Rubempré...
—¡Un milló n doscientos mil francos! —exclamó la
señ ora Sé chard, palideciendo—. ¿Y de dó nde los
habrá sacado, el desgraciado?...
—¡Ahı́ está ! —dijo Derville—. Me temo que el
origen de esa fortuna sea muy impuro.
A Eve se le llenaron de lá grimas los ojos, como
advirtieron sus vecinos.
—Quizá le hayamos prestado un gran servicio —le
dijo Derville— impidié ndole caer en una mentira
cuyas consecuencias pueden ser muy peligrosas.
Derville dejó a la señ ora Sé chard sentada, pá lida,
con lá grimas en las mejillas, y saludó a los
presentes.
—¡A Mansle! —dijo Corentin al muchacho que
conducía el cabriolé.
La diligencia de Burdeos a Parı́s, que pasó por la
noche, tenı́a una sola plaza libre; Derville rogó a
Corentin que le dejara marchar a é l primero,
alegando negocios; en el fondo no se iaba de su
compañ ero de viaje, cuya habilidad diplomá tica y
cuya sangre frı́a le parecieron responder a un
há bito. Corentin se quedó en Mansle tres dı́as, sin
hallar ocasió n para marchar; se vio obligado a
escribir a Burdeos para reservar una plaza hasta
Parı́s, de modo que no pudo estar de vuelta hasta
nueve días después de su partida.
Durante aquel tiempo, Peyrade iba todas las
mañ anas a casa de Corentin, a Passy o a Parı́s, para
saber si ya habı́a vuelto. El octavo dı́a dejó en
ambos domicilios una carta cifrada segú n el có digo
convenido entre ambos, en la que explicaba a su
amigo la clase de muerte con la que le amenazaban,
el secuestro de Lydie y la horrible suerte a la que la
destinaban. Vié ndose atacado de un modo aná logo
a como él solía atacar, Peyrade, privado de Corentin,
pero con la ayuda de Contenson, siguió llevando su
disfraz de nabab. Aunque lo hubieran descubierto
sus invisibles enemigos, pensaba muy sensatamente
que podrı́a recoger ciertas informaciones
permaneciendo en el mismo campo de batalla.
Contenson habı́a puesto en marcha a todos sus
conocidos en busca de Lydie, y esperaba descubrir
la casa en que estaba escondida; pero la
imposibilidad, dı́a a dı́a con irmada, de descubrir el
menor rastro, fue incrementando paulatinamente el
desespero de Peyrade. El viejo espı́a se rodeó de
una guardia de doce o quince agentes de los má s
diestros. Vigilaban los alrededores de la calle de los
Moineaux y de la calle Taitbout, donde vivı́a, en su
papel de nabab, con la señ ora Du Val-Noble.
Durante los tres ú ltimos dı́as del plazo fatal dado
por Asia para restablecer la buena fama de Lucien
en la casa de Grandlieu, Contenson no abandonó al
veterano de la antigua direcció n general de policı́a.
Ası́ pues, la poesı́a de terror que difunden las tribus
guerreras enemigas con sus estratagemas en el
seno de los bosques de Amé rica, y de la que se valió
Cooper, se desprendı́a de los má s nimios detalles de
la vida parisiense. Los transeú ntes, las tiendas, los
coches de punto, una persona de pie en una
encrucijada, todo ofrecı́a a los hombres-nú mero
encargados de la defensa de la vida del viejo
Peyrade el enorme interé s que en las novelas de
Cooper ofrecen un tronco de á rbol, una guarida de
castores, una roca, una piel de bisonte, una canoa
inmóvil o un follaje a flor de agua.
—Si el españ ol se ha marchado, no tiene usted
nada que temer —decı́a Contenson a Peyrade,
hacié ndole notar la profunda tranquilidad de que
gozaban.
—¿Y si no se ha marchado? —contestaba Peyrade.
—Se fue con uno de mis hombres detrá s de su
calesa; pero al llegar a Blois, mi agente tuvo que
bajar y no pudo volver a coger el coche.
Cinco dı́as despué s del regreso de Derpille, Lucien
recibió una mañana la visita de Rastignac.
—Querido amigo, estoy desesperado de tener que
comunicarte algo que se me ha encargado, debido a
nuestra ı́ntima amistad. Tu casamiento está roto, sin
que te quepa la menor esperanza de recomponerlo.
No vuelvas a poner los pies en la casa de Grandlieu.
Para casarte con Clotilde tendrı́as que esperar la
muerte de su padre, y se ha vuelto demasiado
egoı́sta para morirse pronto. Los viejos jugadores
de whist aguantan mucho... Clotilde se marchará a
Italia con Madeleine de Lenoncourt-Chaulieu. La
pobre muchacha te quiere tanto, amigo mı́o, que ha
sido preciso vigilarla; querı́a venir a verte, y ya
habı́a concebido su pequeñ o proyecto de evasió n...
Es un consuelo, dentro de tu desgracia.
Lucien no contestaba, miraba a Rastignac.
—Despué s de todo, ¿es realmente una desgracia?...
—le dijo su compatriota—. ¡Muy fá cilmente
encontrará s a otra muchacha tan noble y má s
hermosa que Clotilde!....La señ ora de Sé rizy te
casará para vengarse; no puede soportar a los
Grandlieu, que jamá s han querido recibirla; tiene
una sobrina, la pequeña Clémence du Rouvre...
—Mi querido amigo, desde nuestra ú ltima cena no
estoy en buenas relaciones con la señ ora de Sé rizy;
me vio en el palco de Esther y me hizo una escena,
así que la dejé correr.
—Una mujer de má s de cuarenta añ os no se enfada
por mucho tiempo con un muchacho tan guapo
como tú —dijo Rastignac—. Yo sé algo de estas
puestas de sol... que duran diez minutos en el
horizonte y diez años en el corazón de una mujer.
—Hace ocho días que espero carta suya.
—¡Ve a verla!
—Ahora será preciso.
—¿Vendrá s al menos a casa de la Val-Noble? Su
nabab corresponde con una cena a Nucingen por la
invitación del otro día.
—Iré —dijo Lucien con gravedad.
El dı́a despué s de la con irmació n de su desgracia,
de la que Carlos fue inmediatamente informado,
Lucien fue con Rastignac y Nucingen a casa del falso
nabab.
A medianoche el antiguo comedor de Esther reunı́a
a casi todos los personajes de aquel drama, cuyos
hilos, ocultos bajo el lecho mismo de aquellas
torrenciales existencias, só lo eran conocidos por
Esther, Lucien, Peyrade, el mulato Contenson y
Paccard, que fue a servir a su ama. La señ ora Du
Val-Noble, sin que se enteraran Peyrade ni
Contenson, habı́a pedido a Asia que fuera a ayudar
a su cocinera. Al sentarse a la mesa, Peyrade, que
habı́a dado quinientos francos a la señ ora Du Val-
Noble para que se hicieran bien las cosas, encontró
en su servilleta un papel en el que leyó estas
palabras escritas en lá piz: Los diez dı́as expiran en
el mismo momento en que usted se sienta a la mesa.
Peyrade pasó el papel a Contenson, que estaba
detrá s suyo, y le dijo en inglé s: —¿Eres tú el que ha
puesto aquı́ mi nombre? Contenson leyó a ı́a luz de
las velas aquel Mane, Tecel, Fares y se guardó el
papel en el bolsillo, pero sabı́a lo difı́cil que es
reconocer al autor de una escritura en lápiz, y sobre
todo una frase escrita en mayú sculas, es decir, con
unos trazos, por ası́ decirlo, matemá ticos, ya que las
mayú sculas se componen ú nicamente de curvas y
rectas, en las que es imposible reconocer los
há bitos de la mano, a diferencia de la escritura
llamada cursiva.
La cena se desarrolló sin ninguna alegrı́a. Peyrade
era presa de una preocupació n visible. De los
jó venes calaveras que saben alegrar las cenas, no
habı́a má s que Lucien y Rastignac. Lucien estaba
muy triste y meditando. Rastignac, que acababa de
perder dos mil francos antes de la cena, bebı́a y
comı́a con la idea de recuperarlos despué s de la
comida. Las tres mujeres, impresionadas por
aquella frialdad, se miraron. El aburrimiento hizo
perder sabor a la comida. Con las cenas ocurre
como con las obras de teatro y con los libros, tienen
sus dı́as. Al terminarse la cena, sirvieron helados en
forma piramidal, con pequeñ os frutos con itados
colocados encima del helado, y servidos en
pequeñ os vasos. La señ ora Du Val-Noble habı́a
encargado estos helados en la casa Tortoni, cuyo
famoso establecimiento se halla en el cruce de la
calle Taitbout con el bulevar. La cocinera mandó
llamar al mulato para pagar la cuenta del heladero.
Contenson, que consideró que la exigencia del mozo
no era natural, bajó y le espetó lo siguiente: "¿No
viene de la casa Tortoni?..." Y volvió a subir en
seguida. Pero Paccard habı́a aprovechado esta
ausencia para repartir los helados entre los
invitados. Cuando el mulato llegaba a la puerta del
piso uno de los agentes que vigilaban la calle de los
Moineaux gritó en la escalera:
—¡Número veintisiete!
—¿Qué pasa? —preguntó Contenson, volviendo a
bajar rápidamente la escalera.
—Dı́gale al papá que su hija ha vuelto, y ¡en qué
estado, Dios mı́o! Que venga en seguida, que se
muere.
En el instante en que Contenson volvió a entrar en
el comedor, el viejo Peyrade, que habı́a bebido
considerablemente, estaba ingiriendo la guinda de
su helado. Brindando a la salud de la señ ora Du Val-
Noble, el nabab llenó su copa de un vino llamado de
Constance y la vació de un trago. Pese a la turbació n
que llenaba a Contenson al pensar en la noticia que
iba a tener que dar a Peyrade, le chocó , al entrar de
nuevo, la profunda atenció n con la que Paccard
miraba al nabab. Los ojos del criado de la señ ora de
Champy parecı́an dos llamas ijas. Esta observació n,
a pesar de su trascendencia, no detuvo sin embargo
al mulato, que se inclinó hacia su amo en el instante
en que Peyrade dejaba su copa vacía sobre la mesa.
—Lydie está en casa —dijo Contenson—, y en un
estado muy triste.
Peyrade soltó la má s francesa de todas las
palabrotas francesas con un acento meridional tan
pronunciado, que en las caras de todos los invitados
se grabó la más profunda de las sorpresas. Dándose
cuenta, de su falta, Peyrade descubrió su disfraz
diciendo en perfecto francés a Contenson:
—¡Tráeme un coche!... Me largo de aquí.
Todos se levantaron de la mesa.
—¿Quién es usted? —exclamó Lucien.
—¡Sí!... —dijo el barón.
—Bixiou me habı́a asegurado que sabı́a usted
imitar a los ingleses mejor que é l, y no querı́a
creérmelo —dijo Rastignac.
—Es alguno que ha hecho bancarrota —dijo Du
Tillet en voz alta—. ¡Me lo sospechaba!...
—¡Qué lugar tan singular es Parı́s!... —dijo la
señ ora Du Val-Noble—. Despué s de haber ido a la
quiebra en su barrio, un negociante hace
impunemente su aparició n en los Campos Elı́seos
disfrazado de nabab o de dandy... Qué suerte la mı́a;
siempre me afecta la misma infección: ¡la quiebra!
—Dicen que todas las lores tienen uno u otro
bicho —dijo Esther, con calma—; el mı́o se parece al
de Cleopatra, el áspid.
—¡Que quié n soy yo!... —dijo Peyrade desde la
puerta— ¡Ya lo sabré is, porque si muero saldré de
mi tumba para venir a tiraros de los pies cada
noche!...
Al decir estas ú ltimas palabras, miraba a Esther y a
Lucien; a continuació n aprovechó el asombro
general para marcharse con una gran agilidad, ya
que quiso ir corriendo a su casa sin esperar el
coche. En la calle, Asia, envuelta en un mantó n
negro de los que llevaban las mujeres para salir del
baile, detuvo al espı́a por el brazo, en el umbral de
la puerta cochera.
—Manda a buscar los sacramentos, papá Peyrade
—le dijo la misma voz con que le habı́a profetizado
la desgracia.
Allı́ habı́a un coche, al que subió Asia, y que
desapareció como si se lo hubiera llevado el viento.
Habı́a cinco coches, de modo que los hombres de
Peyrade no pudieron enterarse de nada.
Al llegar a su casa de campo, situada en una de las
plazas má s apartadas y má s risueñ as de la pequeñ a
ciudad de Passy, en la calle de las Vignes, Corentin,
que aparentaba ser un negociante apasionado por
la jardinerı́a, halló el mensaje de su amigo Peyrade.
En vez de descansar, volvió a subir al coche que le
habı́a llevado y mandó que le condujera a la calle de
los Moineaux, donde halló a Katt sola. Por la
lamenca, se informó de la desaparició n de Lydie y
quedó sorprendido de la falta de previsió n que
tanto Peyrade como él habían tenido.
"Todavı́a no me conocen —dijo para sus adentros
—. Esa gente es capaz de cualquier cosa; vamos a
ver si matan a Peyrade, pues en tal caso ya no me
exhibiré más..."
Cuanto má s infame es una vida, má s apego tiene el
hombre por ella; entonces se convierte en una
protesta, en una venganza de cada instante.
Corentin bajó y fue a su casa a disfrazarse de
anciano enfermizo, con una pequeñ a levita verdosa
y una peluca de grama, y volvió a pie, iel a su
amistad por Peyrade. Querı́a dar ó rdenes a los má s
leales y há biles de entre sus nú meros. Cuando iba
de la plaza Vendó me a la calle Saint-Roch por la
calle Saint-Honoré , caminaba delante de é l una
muchacha en zapatillas y vestida con la ropa de
cama que llevan las mujeres. La muchacha, que
llevaba una camisa de dormir blanca y en la cabeza
un gorro de noche, dejaba escapar de vez en
cuando algunos sollozos mezclados con
involuntarios quejidos; Corentin la adelantó algunos
pasos y reconoció a Lydie.
—Soy el amigo de su padre, el señ or Canquoè lle —
dijo con su voz natural.
—¡Ah, por in encuentro a alguien de quien pueda
fiarme!... —dijo la muchacha.
—Haga como que no me conoce —repuso Corentin
—, nos persiguen unos enemigos implacables; yo he
tenido que disfrazarme. Cué nteme lo que le ha
pasado...
—¡Oh, caballero! —dijo la pobre muchacha—, eso
no se dice ni se cuenta... ¡Estoy deshonrada y
perdida, sin poder explicarme de qué manera!...
—¿De dónde viene usted?...
—¡No lo sé , caballero! Me he marchado con tanta
precipitació n, he andado por tantas calles, dando
tantas vueltas, porque creı́a que me seguı́an...
Cuando encontraba a alguna persona honrada, le
preguntaba el camino para ir a los bulevares, para
llegar a la calle de la Paix. En in, despué s de haber
andado durante... ¿Qué hora es?
—Las once y media —dijo Corentin.
—¡Me he escapado a la caı́da de la tarde, de modo
que hace ya cinco horas que estoy andando!... —
exclamó Lydie.
—Vamos, vayase a descansar, encontrará en casa a
su buena Katt.,.
—¡Oh, señ or, ya no habrá má s reposo para mı́! No
quiero má s reposo que el de la tumba; y me iré a
esperarlo en un convento, si me juzgan digna de
entrar en él...
—¡Pobre pequeña! ¿Se resistió usted?
—Sı́, señ or. ¡Oh! Si supiera en medio de qué
abyectos seres me metieron...
—Seguramente la adormecieron...
—Quizá —dijo la pobre Lydie—. Un poco má s de
esfuerzo y llegaré hasta la casa. Me siento
desfallecer y mis ideas no son muy claras... Hace un
rato me creía en un jardín...
Corentin cogió a Lydie entre sus brazos, donde
perdió el sentido, y la subió por las escaleras.
—¡Katt! —gritó.
Katt apareció dando gritos de alegría.
—¡No se regocije tan de prisa! —dijo Corentin
sentenciosamente—. Esta muchacha está muy
enferma.
Cuando Lydie fue depositada sobre su cama y a la
luz de las dos velas encendidas por Katt reconoció
su habitació n, empezó a delirar. Alternativamente
cantaba estribillos de graciosas melodı́as y
vociferaba ciertas horribles expresiones que habı́a
oı́do. Su hermoso rostro estaba salpicado de
manchas violá ceas. En su mente se entremezclaban
los recuerdos de su vida tan pura con los de
aquellos diez días de infamia. Katt
lloraba. Corentin se paseaba por la habitació n,
parándose de vez en cuando para examinar a Lydie.
—¡Está pagando por su padre! —dijo—. ¿Existirá
alguna Providencia? ¡Oh! Cuá nta razó n tengo de no
tener familia... ¡Un hijo! Es, palabra de honor, como
ha dicho no sé qué filósofo, un rehén que se entrega
a la desgracia...
—¡Ay! —dijo la pobre muchacha, sentá ndose y
dejando sueltos sus hermosos cabellos—. En lugar
de estar acostada aquı́, Katt, tendrı́a que estar
acostada en la arena del fondo del Sena...
—Katt, en lugar de llorar y de contemplar a la niñ a,
con lo que no se curará , deberı́a ir a buscar a algú n
mé dico, primero al del Ayuntamiento, y luego a los
señ ores Desplein y Bianchon... Hay que salvar a esta
criatura inocente...
Y Corentin anotó las direcciones de los dos
famosos doctores. En aquel instante subió por la
escalera un hombre acostumbrado a sus peldañ os;
se abrió la puerta. Peyrade, empapado de sudor,
con el rostro violá ceo y los ojos casi
ensangrentados, resoplando como una marsopa, se
abalanzó desde la puerta del piso a la habitació n de
Lydie, exclamando:
—¿Dónde está mi hija?...
Vio que Corentin movı́a tristemente el brazo, y su
mirada siguió la indicació n. El estado é n que se
hallaba Lydie só lo era comparable al de una lor
amorosamente cultivada por un botá nico y que,
despué s de ser arrancada de su tallo, hubiera sido
aplastada por las fuertes botas de un campesino.
Traslá dese esta imagen al corazó n mismo de la
Paternidad, y se comprenderá el impacto que
recibió Peyrade, cuyos ojos se inundaron de
lágrimas.
—Alguien llora, es mi padre —dijo la muchacha.
Lydie aú n pudo reconocer a su padre; se levantó y
fue a ponerse en el regazo de su padre en cuanto
éste se hubo hundido en un sillón.
—¡Perdó n, papá !... —dijo con una voz que atravesó
el corazó n de Peyrade, en el mismo momento en
que sintió como si le descargaran un mazazo sobre
la cabeza.
—Me muero... ¡canallas! —fueron sus ú ltimas
palabras.
Corentin fue a socorrer a su amigo, y recogió su
último suspiro.
"¡Muerto envenenado!... —pensó Corentin—. Bien,
aquı́ está el mé dico —exclamó al oı́r el ruido de un
coche.
Contenson, que se habı́a quitado su maquillaje de
mulato, hizo su aparició n y se quedó inmó vil como
una estatua al oír que Lydie decía:
—¿No me lo perdonas, padre mı́o?... ¡No ha sido
culpa mía!
—No se daba cuenta de que su padre estaba
muerto.
—¡Oh! ¿Con qué ojos me mira!... —dijo la pobre
demente...
—Hay que cerrá rselos —dijo Contenson, que
colocó al difunto Peyrade sobre la cama.
—Estamos cometiendo una tontería —dijo Corentin
—; llevé mosle a sus habitaciones; su hija está medio
loca, y se volverı́a loca del todo si se diera cuenta de
su muerte, creería haberlo matado ella.
Al ver que se llevaban a su padre Lydie quedó
como atontada.
—¡He aquı́ a mi ú nico amigo!... —dijo Corentin, que
parecı́a conmovido cuando Peyrade fue depositado
sobre la cama de su habitació n—. ¡En toda su vida
só lo una vez se dejó llevar por la codicia, y fue
pensando en su hija!... Que esto te sirva de lecció n,
Contenson. Cada estado tiene su có digo de honor.
Peyrade ha hecho mal entrometié ndose en asuntos
privados; en cuanto a nosotros, no tenemos má s
que limitarnos a los asuntos pú blicos. Pero, ocurra
lo que ocurra, juro —dijo con un tono, una mirada y
un gesto que llenaron de temor a Contenson—,
¡juro que vengaré a mi pobre Peyrade! ¡Descubriré
a los autores de su muerte y a los de la deshonra de
su hija!... ¡Por mi propio egoı́smo, por los pocos dı́as
de vida que me quedan y que pongo en juego con
esta venganza, toda esta gente acabará n sus dı́as a
las cuatro de la tarde, en buena salud y bien
afeitados, en la plaza de la Greve!...
—¡Y yo le ayudaré! —dijo Contenson, emocionado.
Efectivamente, no hay nada má s conmovedor que
el espectá culo de la pasió n en un hombre frı́o,
acompasado, metó dico, en el cual nadie, desde hacı́a
veinte añ os, habı́a advertido el menor asomo de
sensibilidad. Es como una barra de hierro en estado
de fusió n, que hace fundir todo lo que encuentra.
Por eso a Contenson se le revolvieron las entrañas.
—¡Pobre tı́o Canquoè lle! —agregó mirando a
Corentin—, me habı́a obsequiado tantas veces... A
menudo (eso só lo sabe hacerlo la gente viciosa) me
daba diez francos para ir a jugar...
Despué s de esta oració n fú nebre, los dos
vengadores de Peyrade fueron a las habitaciones de
Lydie al oı́r que Katt y el mé dico de guardia subı́an
por la escalera.
—Vete a la comisarı́a de policı́a —dijo Corentin—.
El procurador del rey no encontrarı́a en esto
elementos para ninguna investigació n; pero vamos
a hacer un informe a la prefectura, quizá pueda
servir de algo. Caballero —dijo Corentin al mé dico
de guardia—, encontrará usted en esta habitació n a
un hombre muerto; no creo que haya muerto de
muerte natural, hará usted su autopsia en presencia
del señ or comisario de policı́a, que va a venir ahora
a petició n mı́a. Mire de descubrir el rastro del
veneno; dentro de un rato podrá contar con la
ayuda de los señ ores Desplein y Bianchon, a
quienes he avisado para que examinen a la hija de
mi mejor amigo, que está en un estado peor que el
del padre, aunque éste haya muerto...
—No necesito a esos señ ores para desempeñ ar mi
cometido... —dijo el médico del Ayuntamiento.
"¡Ah, bien!", pensó Corentin.
—Evitemos los roces, caballero —repuso Corentin
—. En pocas palabras, he aquı́ mi opinió n. Los que
acaban de matar al padre han deshonrado tambié n
a la hija.
Al alba, Lydie acabó sucumbiendo al cansancio;
dormı́a cuando llegaron el ilustre cirujano y el joven
mé dico. El mé dico encargado de registrar la
defunció n habı́a abierto entonces el cadá ver de
Peyrade y buscaba las causas de la muerte.
—En espera de que se despierte a la enferma —
dijo Corentin a los dos famosos mé dicos—,
¿querrı́an ustedes ayudar a uno de sus colegas en
una indagació n que seguramente tendrá para
ustedes interé s? Su opinió n no estará de má s en el
atestado.
—Su pariente ha muerto de apoplejı́a —dijo el
mé dico—; hay pruebas de una congestió n cerebral
espantosa...
—Examínenlo, señores —dijo Corentin—, y piensen
si en la toxicologı́a no hay venenos que produzcan
el mismo efecto.
—El estó mago —dijo el mé dico— estaba lleno de
materias; pero, a no ser que sean analizadas con el
instrumental quı́mico adecuado, no hallo ninguna
huella de veneno.
—Si está n plenamente reconocidos los caracteres
de la congestió n cerebral, hay ahı́, dada la edad del
sujeto, una causa su iciente de defunció n —dijo
Desplein, mostrando la enorme cantidad de
alimentos...
—¿Ha comido aquí? —preguntó Bianchon.
—No —dijo Corentin—; ha venido aquı́
rá pidamente desde el bulevar y se ha encontrado
con su hija violada.
—Ahı́ tenemos el verdadero veneno, si querı́a a su
hija —dijo Bianchon.
—¿Qué veneno podrı́a producir un tal efecto? —
preguntó Corentin, sin apearse de su idea.
—No hay má s que uno —dijo Desplein, tras
haberlo examinado todo cuidadosamente—. Es un
veneno del archipié lago de Java, procedente de
ciertos arbustos aú n bastante poco conocidos, del
gé nero de los Strychnos, y que se emplean para
envenenar esas armas tan peligrosas... los kris
malayos... Eso dicen, por lo menos...
Llegó el comisario de policı́a, a quien Corentin
comunicó sus sospechas y le pidió que redactara un
informe, dicié ndole en qué casa y con qué gente
habı́a cenado Peyrade; luego le informó acerca de la
conjura contra la vida de Peyrade y de las causas
del estado en que se hallaba Lydie. Luego, Corentin
se trasladó a las habitaciones de la pobre muchacha,
donde Desplein y Bianchon examinaban a la
enferma; pero se encontró con ellos en el umbral de
la puerta. —¿Qué hay, caballeros? —preguntó
Corentin. —Lleven a esta joven a un sanatorio, y si
no recupera la razó n al dar a luz, suponiendo que
quede embarazada, conservará durante toda su
vida una demencia manı́aco-depresiva. Para curarse
no tiene má s recurso que el sentimiento maternal, si
llega a brotar...
Corentin dio cuarenta francos, en oro, a cada
doctor, y se volvió hacia el comisario de policı́a, que
le tiraba de la manga.
—El mé dico a irma que la muerte es natural —dijo
el funcionario—, y no puedo hacer ningú n informe
tratá ndose del tı́o Canquoè lle; se entrometerı́a en
muchos asuntos y no sabemos con quié n nos
enfrentarı́amos... Esta gente, a veces, muere por
orden...
—Yo me llamo Corentin —dijo Corentin al oı́do del
comisario de policía.
—Ası́ pues, haga una nota —añ adió Corentin—;
será muy ú til má s adelante, y no la mande má s que
a tı́tulo de informaciones con idenciales. El crimen
no es demostrable y sé que las diligencias serı́an
cortadas a los primeros pasos... Pero algú n dı́a
entregaré a los culpables, voy a vigilarlos y a
cogerlos en flagrante delito.
El comisario de policı́a saludó a Corentin y se
marchó.
—Señ or —dijo Katt—, la señ orita no hace má s que
cantar y bailar. ¿Qué hay que hacer?...
—Pero, ¿ha ocurrido algo?...
—Se ha enterado de que su padre acababa de
morirse...
—Mé tala en un coche de punto y llé vela al
sanatorio de Charenton; voy a escribir una nota al
director general de la Policı́a del reino para que
reciba un trato adecuado. La hija a Charenton y el
padre a la fosa comú n —dijo Corentin—.
Contenson, manda venir la carreta de los pobres... Y
ahora, don Carlos Herrera, ¡estamos frente a
frente!...
—¡Carlos! —exclamó Contenso—. Está en España.
—¡Está en Parı́s! —dijo Corentin en un tono que no
admitı́a ré plica—. Es un genio españ ol al estilo de
Felipe II, pero tengo trampas para todo el mundo,
incluso para los reyes.
Cinco dı́as despué s de la desaparició n del nabab, la
señ ora Du Val-Noble estaba sentada, a las nueve de
la mañ ana, a la cabecera de la cama de Esther,
llorando, porque se sentı́a en una de las pendientes
que llevan a la miseria.
—¡Si por lo menos tuviera cien luises de renta! Con
esto, amiga mı́a, una puede retirarse a cualquier
pequeña ciudad y encuentra con quien casarse...
—Puedo conseguírtelos —dijo Esther.
—¿Y de qué manera? —exclamó la señ ora Du Val-
Noble.
—¡Oh, es muy sencillo! Escucha. Hará s como que
deseas matarte, haz bien la comedia; llamará s a Asia
y le propondrá s diez mil francos a cambio de dos
perlas negras de cristal muy ino, que contienen un
veneno que mata en un segundo; entonces me las
traes y yo te doy cincuenta mil francos...
—¿Y por qué no las pides tú misma? —dijo la
señora Du Val-Noble.
—Asia no me las vendería.
—¿No será n para ti?... —dijo la señ ora Du Val-
Noble, —Quizá.
—¡Tú, que vives en medio de la alegría, del lujo y en
casa propia! ¡Y en vı́speras de una iesta de la que
se hablará durante diez años, y que le costará veinte
mil francos a Nucmgen! Dicen que se comerá n
fresas en el mes de febrero, espá rragos, uvas...
melones... En las salas habrá lores por valor de mil
escudos.
—¿Qué dices? Hay mil escudos de rosas só lo en la
escalera.
—Dicen que tus vestidos y adornos cuestan diez
mil francos.
—Sı́, mi vestido es de punto de Bruselas, y
Delphine, su esposa, está furiosa. Pero he querido
tener un disfraz de novia.
—¿Dó nde está n los diez mil francos? —dijo la
señora Du Val-Noble.
—Es todo el dinero que llevo encima —dijo Esther,
sonriendo—. Abre mi tocador, está n debajo de mis
papillotes...
—Cuando se habla de morir, uno no se mata —dijo
la señora Du Val-Noble—. Si fuera para cometer...
—Un crimen, ¡vamos, mujer! —dijo Esther
completando la idea de su amiga, que estaba
dudando—. Puedes estar tranquila —añ adió Esther
—, no quiero matar a nadie. Tenı́a una amiga, una
mujer muy dichosa, que se murió ; yo la seguiré , eso
es todo.
—¡Serás tonta!...
—Qué quieres que le haga, nos lo habı́amos
prometido. ¡
—Deja que te protesten esta letra —dijo sonriendo
su amiga.
—Haz lo que te digo, y vete. Oigo llegar un coche, es
Nucingen; ¡se va a volver loco de felicidad! Este me
quiere... ¿Por qué no querer a los que nos quieren?
Ya que, en de initiva, hacen cualquier cosa para
darnos gusto...
—Sı́ —dijo la señ ora Du Val-Noble—, es la historia
del arenque, que es el má s intrigante de todos los
peces.
—¿Por qué?...
—Pues, precisamente, nunca se ha sabido por qué.
—¡Vamos, querida, vete ahora! Tengo que pedirle
tus cincuenta mil francos.
—Bueno, adiós...
Desde hacı́a tres dı́as el comportamiento de Esther
hacia el baró n de Nucingen habı́a cambiado por
completo. El mono se habı́a transformado en gata, y
la gata se estaba volviendo mujer. Esther
derramaba sobre el anciano sus tesoros de afecto y
se mostraba encantadora. Sus palabras, libres de
malicia y de acritud, llenas de tiernas insinuaciones,
habı́an llevado la convicció n al espı́ritu del pesado
banquero, le llamaba Fritz y él creía que le amaba.
—Mi pobre Fritz, te he puesto a prueba —decı́a—,
te he atormentado, has mostrado una paciencia sin
lı́mites; me amas, lo veo, y te recompensaré . Ahora
me gustas, no sé lo que ha ocurrido, pero te
preferirı́a a ti antes que a cualquier hombre joven.
Quizá sea resultado de la experiencia. A la larga uno
acaba dá ndose cuenta de que el placer es la fortuna
del alma, y no es má s lisonjero ser amado por el
placer que serlo por el dinero... Ademá s, los jó venes
son demasiado egoı́stas, piensan má s en sı́ mismos
que en nosotras; en cambio tú só lo piensas en mı́.
Soy toda tu vida. De modo que no quiero nada má s
de ti, quiero demostrarte hasta qué punto soy
desinteresada.
—Yo no le he tato nata —contestó el baró n,
encantado—, y bienso draerle mañ ana dreinta mil
vrangos te renda... es mi recalo te potas...
Esther besó tan cariñ osamente a Nucingen, que le
hizo palidecer sin necesidad de pildoras.
—¡Oh! —dijo ella—, no vaya a creer que es por sus
treinta mil francos de renta por lo que estoy ası́; es
porque ahora...te quiero, Frédéric mío...
—¡Oh, Tı́os mı́o! Por gué haperme buesdo a
bruepa... haprı́a sito dan velı́s teste hace dres
meses...
—¿Es al tres, o al cinco por ciento, cariñ ito? —le
dije Esther, pasando las manos por los cabellos de
Nucingen arreglándoselos a su capricho.
—Al dres...
El baró n traı́a, pues, aquella mañ ana los papeles de
la donació n; venı́a a desayunar con su querida niñ a
y a recibir las ó rdenes para el dı́a siguiente, para el
famoso sábado, ¡el gran día!
—Denca, muquercida mı́a, ú niga muquer mı́a —dijo
el banquero, con la cara radiante de alegrı́a—, aguı́
diene gon gué bacar sus casdos te gocina bara el
resdo te sus tías...
Esther tomó el papel sin la menor emoció n, lo
dobló y lo guardó en su tocador.
—Está usted muy contento, monstruo de iniquidad
—le dijo, dá ndole una palmadita en la mejilla—,
viendo que por in acepto algo de usted. Ya no
puedo decirle má s las verdades, porque comparto
el fruto de lo que usted llama sus trabajos... Esto no
es un regalo, pobre amigo mı́o, sino una
restitució n... Vamos, no ponga usted esta cara de
Bolsa. Sabes muy bien que te quiero.
—Mi pella Esder, á nquel mı́o te amor —dijo el
banquero—, no me haple má s ası́... mire... me tarta
lo mismo gue el munto endero me domara bor un
latró n, gon dal gue ande sus ocos vuera una
bersona honrata... La guiero gata jes más.
—Entra en mi plan —dijo Esther—. Por eso ya no
te diré nunca má s nada que te entristezca,
cachorrito de elefante, porque te has vuelto cá ndido
como un niñ o... ¡Granuja! Nunca has tenido
inocencia, ya hacı́a falta que la que recibiste al venir
al mundo reapareciera a la super icie; lá stima que
estuviera tan hundida que no ha vuelto má s que a
los setenta y pico... y gracias al gancho del amor.
Esto ocurre en los muy viejos... Esa es la razó n por
la que he acabado; querié ndote, eres joven, muy
joven... Só lo yo habré conocido a este Fré dé ric... ¡yo
sola!... Porque tú ya eras banquero a los quince
añ os... En el colegio debı́as de prestar una bola con
la condició n de que te devolvieran dos... —Se sentó
en sus rodillas al verle reı́r—. ¡Bien! ¡Pues haz lo
que quieras! Por Dios, roba a la gente... ¡te ayudaré
a hacerlo! A la gente no vale la pena quererla,
Napoleó n los mataba como moscas. Que los
franceses te paguen los impuestos a ti o que los
paguen a la Hacienda, ¿qué má s les da?... No se hace
el amor con la Hacienda, y la verdad... Mira, me lo he
pensado bien, tienes razó n, esquila las ovejas; lo
dice el Evangelio, segú n Bé ranger... Da un beso a tu
Esder... ¡Ah! Oyeme, le vas a dar a esa pobre Val-
Noble todos los muebles del piso de la calle
Taitbout. Y ademá s, mañ ana, le regalas cincuenta mil
francos... esto te dará mucho prestigio, te das
cuenta, ricura. Has matado a Falleix y empiezan a
hablar mal de ti... Este rasgo de generosidad
parecerá babiló nica... y todas las mujeres hablará n
de ti. ¡Oh! En Parı́s no habrá nadie que sea grande,
nadie que sea noble, má s que tú , y la gente de
mundo es de tal manera que Falleix caerá en el
olvido. ¡De modo que, despué s de todo, será un
dinero bien invertido!...
—Dienes rosó n, á nquel mı́o, gonoces el munto —
contestó—, serás mi gonsequera.
—¡Có mo! —repuso ella—. Ya ves como pienso en
los negocios de mi hombre, en su fama, en su
honor... Vamos, ve a buscarme los cincuenta mil
francos...
Querı́a librarse del señ or de Nucingen para hacer
venir a un agente de cambio y vender aquella
misma noche en la Bolsa los valores de la donación.
—¿Y bor gué en séquito?... —preguntó.
—Hombre, cariñ o, tienes que entregá rselos en un
pequeñ o estuche de raso que contenga un abanico.
Y le dices: "Aquı́ tiene, señ ora, un abanico que
espero sea de su agrado..." ¡Creen que no eres má s
que un Turcaret, y vas a convertirte en un Beaujon!
—¡Esdubento, esdubento! —exclamó el baró n—.
¡Ahora ingluso dentré inquenio!... Sı́, rebediré tus
balapras...
En el momento en que la pobre Esther se sentaba,
agotada por el esfuerzo que le representaba
desempeñar su papel, entró Europa.
—Señ ora —dijo—, ahı́ está un mozo que viene del
muelle Malaquais de parte de Cé lestin, el ayuda de
cámara de Lucien...
—¡Qué entre!... No, ya voy yo a la antesala.
—Trae una carta de Célestin para la señora.
Esther corrió hacia la antesala, miró al recadero, y
vio en él al recadero de pura sangre.
—¡Dile que baje!... —dijo Esther con voz dé bil,
dejá ndose caer sobre una silla tras haber leı́do la
carta—. Lucien quiere matarse... —añ adió al oı́do de
Europa—. Enséñale también la carta.
Carlos Herrera, que seguı́a vestido de viajante de
comercio, bajó en seguida, y su mirada se dirigió
automá ticamente hacia el mozo al advertir la
presencia de un extraño en la antesala.
—Me habı́as dicho que no habia nadie —dijo a
Europa al oído.
En un exceso de prudencia se trasladó
inmediatamente al saló n, tras haber examinado al
mozo. Engañ amuertes no sabı́a que desde hacı́a
algú n tiempo el famoso jefe del servicio de
seguridad, que le habı́a detenido en la Casa
Vauquer, tenı́a un rival en quien se pensaba para
sustituirle. El mozo era este rival.
—Es cierto —dijo el ingido mozo a Contenson, que
le esperaba en la calle—. El que usted me ha
descrito está en la casa; pero no es ningú n españ ol,
y pondrı́a la mano en el fuego de que hay carne de
horca bajo esa sotana.
—Éste no es ni cura ni español —dijo Contenson.
—Estoy seguro de ello —repuso el agente de la
brigada de seguridad.
—¡Oh! ¡Si tuvié ramos razó n!... —exclamó
Contenson.
Lucien habı́a estado efectivamente dos dı́as fuera, y
habı́an aprovechado aquella ausencia para tender
una trampa; pero regresó aquella misma noche y la
inquietud de Esther se apaciguó.
A la mañana siguiente, a la hora en que la cortesana
salió del baño y volvió a la cama, llegó su amiga.
—¡Tengo las dos perlas! —dijo la Val-Noble.
—¿A ver? —dijo Esther, incorporá ndose y
hundiendo su hermoso codo en una almohada llena
de encajes.
La señ ora Du Val-Noble dio a su amiga dos bolas
con aspecto de grosellas negras. El baró n habı́a
regalado a Esther dos de esas galgas, de cierta raza
famosa, que acabará n llevando el nombre del gran
poeta contemporáneo que las ha puesto de moda; la
cortesana, que se sentı́a muy orgullosa de haberlas
obtenido, les habı́a conservado los nombres de sus
antepasados, Romeo y Julieta. No es menester
hablar de la ¡n0 simpatı́a, de la blancura y de la
gracia de esos animales, adaptados a vivir en pisos,
y cuyos há bitos tienen algo de la discreció n inglesa.
Esther llamó a Romeo, y Romeo acudió , con sus
patas tan lexibles y inas, tan irmes y nervudas que
parecı́an varillas de acero, y miró a su ama. Esther
hizo ademá n de tirar una de las dos perlas para
despertar su atención.
—¡Su nombre le predestina a morir ası́! —dijo
Esther tirando la perla, que Romeo quebró entre
sus dientes.
El perro no exhaló el menor quejido, sino que só lo
giró sobre sı́ mismo y cayó muerto. El asunto quedó
despachado al recitar Esther la oración fúnebre.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Du Val-Noble.
—Tienes un coche de punto, llé vate a Romeo —dijo
Esther—; su muerte aquı́ serı́a un escá ndalo, yo te
lo habré dado y tú lo habrá s perdido, puedes poner
un anuncio. Vamos, apresú rate, esta noche tendrá s
tus cincuenta mil francos.
Lo dijo con tanta tranquilidad y con una
insensibilidad tan perfecta de cortesana, que la
señora Du Val-Noble exclamó:
—¡Eres sin ninguna duda nuestra reina!
—Ponte guapa y ven temprano...
A las cinco de la tarde Esther se puso galas de
novia. Se puso el vestido de encajes encima de una
falda de raso blanco, una faja blanca, zapatos de
raso blanco, y sobre sus hermosos hombros un chal
de punto inglé s. En la cabeza llevaba camelias
blancas naturales, imitando el tocado de una joven
virgen. Sobre su pecho exhibı́a un collar de perlas
de treinta mil francos, obsequio de Nucingen.
Aunque a las seis ya estaba arreglada, cerró la
puerta a todo el mundo, incluso a Nucingen. Europa
sabı́a que Lucien tenı́a que ser introducido en el
dormitorio. Lucien llegó sobre las siete, y Europa
halló la manera de hacerle entrar en la habitació n
de la señ ora sin que nadie se diera cuenta de su
llegada.
Lucien, al ver a Esther, dijo para sus adentros:
"¡Por qué no ir a vivir con ella a Rubempré , lejos del
mundo, sin regresar jamá s a Parı́s!... ¡Tengo cinco
añ os de arras sobre esta vida, y esta encantadora
criatura no se echará atrá s!... Ademá s, ¿dó nde
encontrar una obra maestra como é sta?" —Amigo
mı́o, de quien he hecho un dios —dijo Esther,
doblando una rodilla sobre una almohada delante
de Lucien—, déme su bendición.
Lucien quiso alzar a Esther y besarla, dicié ndole: —
¿Qué broma es é sta, amor mı́o? Y trató de coger a
Esther por el talle; pero ella se separó con un
ademán que expresaba a la vez respeto y horror.
—Ya no soy digna de ti, Lucien —dijo, derramando
algunas lá grimas—. Te lo suplico, bendı́ceme y
jú rame que establecerá s en el hospital una
fundació n de dos camas..., porque con plegarias en
la iglesia Dios nunca me perdonará má s que a mı́
misma... Te he querido demasiado, amor mı́o. En in;
dime que te he hecho feliz y que pensará s en mı́
alguna vez, dímelo...
Lucien advirtió tanta y tan solemne buena fe en
Esther, que permaneció pensativo.
—¡Quieres matarte! —dijo inalmente, en un tono
de voz que denotaba una profunda meditación.
—No, querido, pero hoy, te das cuenta, es la muerte
de la mujer pura, casta y amante que tú tuviste... Y
me temo mucho que la pena acabe conmigo.
—¡Espera! —dijo Lucien—. Desde hace un par de
dı́as he estado haciendo muchos esfuerzos y he
podido llegar hasta Clotilde.
—¡Siempre Clotilde!... —dijo Esther con un tono de
ira concentrada.
—Sı́ —repuso é l—, nos escribimos... El martes por
la mañ ana se va, pero tendré una entrevista con ella
camino de Italia, en Fontainebleau...
—¡Vamos! ¿Qué es lo que queré is, vosotros, por
mujeres?... ¡Unas tablas!... —exclamó la pobre Esther
—. ¿Qué , si yo tuviera siete u ocho millones, no te
casarías conmigo?...
—¡Esther! Iba a decirte que si todo ha terminado
para mí, no querré a otra mujer más que a ti...
Esther inclinó la cabeza para ocultar la sú bita
palidez que le sobrecogió y las lágrimas que enjugó.
—¿Me quieres?... —dijo, mirando a Lucien con un
profundo dolor—. Pues tienes mi bendició n. No te
comprometas, vete por la puerta falsa y haz como si
llegaras al saló n desde la antesala. Bé same en la
frente —dijo. Cogió a Lucien, lo apretó con rabia
contra su pecho y le dijo—: ¡Sal!... Sal o seguiré
viviendo.
Cuando la agonizante apareció en el saló n, provocó
un grito de admiració n. Los ojos de Esther
re lejaban el in inito en el cual se hundı́a el alma al
contemplarla. El negro azulado de su ina cabellera
hacı́a destacar las camelias. En suma, se lograron
todos los efectos que aquella muchacha sublime
había pretendido dar. No tuvo ninguna rival. Parecía
la expresió n culminante del lujo desenfrenado que
la rodeaba. Ademá s, mostró un ingenio chispeante.
Dirigió la orgı́a con la misma energı́a frı́a y tranquila
que despliega Habeneck en el Conservatorio en
esos conciertos en que los mú sicos má s destacados
de Europa alcanzan la sublimidad de la ejecució n
interpretando a Mozart y a Beethoven. Sin embargo,
observaba con terror que Nucingen comı́a poco, no
bebı́a y hacı́a el papel de dueñ o de la casa. Llegada
la medianoche, nadie conservaba sus cabales. Se
rompieron las copas para que nunca má s volvieran
a ser usadas. Fueron rotas dos cortinas de pekı́n
pintado. Fue la ú nica vez en su vida que Bixiou se
emborrachó . Como nadie se sostenı́a de pie y las
mujeres estaban dormidas por los divanes, los
invitados no pudieron llevar a cabo la broma,
concertada entre ellos anteriormente, de
acompañ ar a Esther y a Nucingen al dormitorio,
puestos en dos hileras, con candelabros en la mano
y cantando el Buona sera del Barbero de Sevilla;
Nucingen só lo dio la mano a Esther; Bixiou, que los
vio, pese a su borrachera, tuvo aú n fuerzas para
decir, como Rivarol a propó sito del ú ltimo
casamiento del duque de Richelieu:
—Habrı́a que avisar al comisario de policı́a... Aquı́
va a producirse algo malo...
El bromista creía bromear y estaba profetizando.
El señ or de Nucingen no llegó a su casa má s que el
lunes hacia mediodı́a; pero a la una su agente de
cambio le informó de que la señ orita Esther Van-
Gobseck habı́a hecho vender los valores cuya renta
era de treinta mil francos y que acababa de cobrar
su importe.
—Pero, señ or baró n —dijo—, el primer pasante de
Derville ha llegado a mi casa en el instante en que
hablaba de esta transferencia, y, tras haber visto los
verdaderos nombres y apellidos de la señ orita
Esther, me ha dicho que heredaba una fortuna de
siete millones.
—¡Pah!
—Sı́, a lo que parece, es la ú nica heredera del viejo
negociante Gobseck... Derville ha ido a veri icar los
hechos. Sı́ la madre de su amante es la Bella
Holandesa, ella hereda... —Ya lo sé —dijo el
banquero—, me ha gondato su ita... Foy a esgripirle
una nada a Terfile!...
El baró n se sentó a su despacho, escribió una
pequeñ a nota a Derville y la mandó a por uno de
sus criados. Luego, despué s de la Bolsa, volvió
sobre las tres a casa de Esther.
—La señ ora ha prohibido que la despierten bajo
ningún pretexto, se ha acostado, duerme...
—¡Ah, tiaplos! —exclamó el baró n—. Euroba, no
greo gue se enfate guanto se endere gue se fuelfe
riguı́sima... Hereta siede millones. El piejo Copseck
ha muerdo y teja esdos siede millones, y du ama es
la ú niga heretera, buesdo gue su. matre era la
soprina te Copseck, guien, bor odra barde, ha hecho
desdamendo. Yo no botı́a bensar gue un millonario
gomo él— tejara a Esder en la miseria...
—¡Perfecto! ¡Entonces su reino ya se ha terminado,
viejo saltimbanqui! —le dijo Europa, mirando al
baró n con el descaro propio de un criado de alguna
comedia de Moliè re—. ¡Arre, viejo cuervo
alsaciano!... ¡Le quiere a usted má s o menos como
se quiere a la peste!... ¡Dios de Dios! ¡Millones!...
¡Pero si ası́ podrá casarse con su amante! ¡Qué
contenta va a estar!
Y Prudence Servien dejó al baró n de Nucingen
literalmente fulminado para ir a anunciar a su ama
aquel golpe de fortuna. El anciano, ebrio de
sobrehumana voluptuosidad y creyendo en la
felicidad, acababa de recibir una ducha de agua frı́a
sobre su amor en el momento en que alcanzaba su
más alto grado de incandescencia.
—¡Me encañ apa! —exclamó con lá grimas en los
ojos—. ¡Me encañ apa!... o Esder... o mi ita... ¡Gué
dondo soy! Vlores gomo ésda no grecen nunga bara
los ancianos... ¡Y lo bueto gombrar doto menos la
jufendut!... ¡0 Tios mı́o!... ¿Gué hacer? ¿Atonte iré a
barar? ¿Diene razó n la gruel te Euroba? Siento riga,
Esder se me esgdbará ... ¿dentré gue golearme? ¿Gué
será la ita sin la llama ti ina tel blaser gue he
bropato?... Tios mío...
Y el Lobo Cerval se arrancó la peluca que desde
hacı́a tres meses llevaba para completar sus escasos
cabellos grises. Un penetrante chillido proferido por
Europa hizo estremecer a Nucingen hasta las
entrañ as. El pobre banquero se levantó y caminó
con un andar que traslucı́a la ebriedad producida
por la copa de Desengañ o que acababa de beber,
porque no hay nada que emborrache tanto como el
vino de la desgracia. Desde la puerta de la
habitació n vio a Esther yerta sobre su cama,
amoratada por el veneno, ¡muerta!... Fue hasta la
cama y cayó de rodillas.
—¡Dienes razó n, lo hapı́a ticho!... Se ha muerdo te
mí...
Paccard, Asia y todo el personal acudió . Fue un
espectá culo, una sorpresa, y no una desolació n. Se
produjo una cierta vacilació n entre los presentes. El
baró n volvió a ser banquero, tuvo una sospecha y
cometió la imprudencia de preguntar dó nde
estaban los setecientos cincuenta mil francos de la
renta. Paccard, Asia y Europa se miraron de un
modo tan extrañ o, que el señ or de Nucingen salió
en seguida, convencido de que se trataba de un
robo y un asesinato. Europa, que vio un paquete
por cuyo tacto advirtió la presencia de los billetes
de banco, bajo la almohada de su ama, se puso a
componer su cadáver, según dijo.
—¡Vete a avisar al señ or, Asia!... ¡Morir antes de
saber que tenı́a siete millones! ¡Gobseck era el tı́o
de la difunta señora!... —exclamó.
Paccard se dio cuenta de la maniobra de Europa.
En cuanto Asia hubo salido, Europa abrió el
paquete, sobre el cual la pobre cortesana habı́a
escrito: Para entregar al señor Lucien de Rubempré.
Setecientos cincuenta billetes de mil francos
relucieron ante los ojos de Prudence Servien, que
exclamó:
—¡Aquı́ hay para ser feliz y honrado durante el
resto de la vida!...
Paccard no respondió nada, su naturaleza de
ladró n prevaleció sobre su lealtad a
Engañamuertes.
—Durut ha muerto —contestó , cogiendo el dinero
—; má s vale pá jaro en mano que ciento volando;
huyamos juntos, repá rtamenos la suma para no
poner todos los huevos en un mismo cesto, y
casémonos.
—Pero, ¿dó nde nos esconderemos? —dijo
Prudence. —En París —contestó Paccard.
Prudence y Paccard bajaron en seguida, con la
rapidez de dos personas honradas que acaban de
cometer un hurto.
—Hija mı́a —dijo Engañ amuertes a la malaya en
cuanto é sta le hubo dicho las primeras palabras—,
bú scame una carta de Esther mientras que yo
escribo un testamento en la debida forma, y le
llevará s a Girard el modelo de testamento y la carta;
pero que se apresure, porque hay que deslizar el
testamento bajo la almohada de Ester antes de que
precinten la casa.
Y compuso el testamento siguiente:
"No habiendo querido jamá s en el mundo a otra
persona fuera del señ or Lucien Chardon de
Rubempré , y habiendo decidido poner in a mi vida
antes que recaer en el vicio y en la vida infame de
los cuales su benevolencia me libró , entrego y cedo
al susodicho Lucien Chardon de Rubempré todo lo
que poseo en el dı́a de mi defunció n, con la
condició n de que establezca una fundació n de una
misa a perpetuidad en la parroquia de Saint-Roch
por el reposo de la que se lo ha dado todo, incluso
sus últimos pensamientos.
"Esther Gobseck."
"Es bastante su estilo", pensó Engañamuertes.
A las siete de la noche, el testamento, escrito y
puesto en un sobre cerrado, fue colocado por Asia
bajo la cabecera de Esther.
—Jacques —dijo, subiendo precipitadamente—, en
el instante en que yo salı́a de la habitació n llegaba la
Justicia... —Quieres decir el juez de paz...
—No, hijo mío; el juez de paz, efectivamente, estaba,
pero acompañ ado de gendarmes. Tambié n está n el
procurador del rey y el juez de instrucció n, y las
puertas están guardadas.
—La noticia de esta muerte se ha corrido muy de
prisa —dijo Collin.
—Por cierto, a Europa y a Paccard no se les ha
vuelto a ver el pelo; me temo que se hayan llevado
los setecientos cincuenta mil francos —le dijo Asia.
—¡Ah, los canallas!... —dijo Engañ amuertes—. ¡Con
este robo nos llevan a la perdición!...
La justicia humana y la justicia de Parı́s, es decir, la
má s descon iada, la má s ingeniosa, la má s há bil y la
má s instruida de todas las justicias, demasiado
ingeniosa incluso, puesto que interpreta la ley a
cada instante, dejaba caer inalmente su garra sobre
los directores de esta horrible intriga. El baró n de
Nucingen, al reconocer los efectos del veneno y al
no encontrar los setecientos cincuenta mil francos,
pensó que alguno de aquellos odiosos personajes
que le disgustaban tanto, Paccard o Europa, serı́a el
culpable del crimen. En un primer arranque de
furor fue a la prefectura de la Policı́a. Fue un
redoble de campanas que reagrupó a todos los
nú meros de Corentin. Todo fue alertado: la
prefectura, el ministerio pú blico, el comisario de
policı́a, el juez de paz y el juez de instrucció n. A las
nueve de la noche tres mé dicos autorizados asistı́an
a una autopsia de la pobre Esther, y daban
comienzo las indagaciones. Engañ amuertes,
advertido por Asia, exclamó:
—¡No saben que estoy aquí, puedo esfumarme!
Se irguió por el bastidor de la ventana de la
buhardilla y, con una agilidad sin igual, se colocó en
pie sobre el tejado, desde donde se puso a estudiar
los alrededores con la sangre fría de un tejador.
"Bueno —pensó , viendo cinco casas má s allá , en la
calle de Provence, un jardı́n—; ¡allı́ hay lo que
necesito!..."
—¡Está s listo, Engañ amuertes! —le contestó
Contenson, que salió de detrá s de un tubo de
chimenea—. Ya le contará s al señ or Camusot qué
misa vas a decir en los tejados, señ or cura, pero
sobre todo por qué razón huías...
—Tengo enemigos en Españ a —dijo Carlos
Herrera.
—Vamos allá por tu buhardilla —le dijo Contenson.
El falso españ ol hizo como que se entregaba; pero,
tomando apoyo en el marco de la ventana, cogió a
Contenson y lo lanzó con tanta fuerza que el espı́a
cayó en el arroyo de la calle Saint-Georges.
Contenson murió en su campo de honor. Jac-ques
Collin volvió tranquilamente a su buhardilla y se
puso eri la cama.
—Dame algo que me ponga muy enfermo, sin
matarme —dijo a Asia—, porque tengo que estar
agonizante para poder negarme a responder a los
curiosos. No temas nada, soy sacerdote y seguiré
sié ndolo. Acabo de deshacerme, y con toda
naturalidad, de uno de los que podı́an
desenmascararme.
A las siete de la tarde, la vı́spera, Lucien se habı́a
marchado en su cabriolé con un pasaje tomado la
misma mañana para Fontainebleau, donde se acostó
en la ú ltima posada de la parte de Nemours. Hacia
las seis de la mañ ana del dı́a siguiente se fue solo, a
pie, al bosque, donde caminó hasta Bouron.
"Es ahı́ —pensó , sentá ndose sobre una de las rocas
desde la que se divisa el bello paisaje de Bouron—
el lugar fatal en donde Napoleó n tuvo aú n la
esperanza de realizar un gigantesco esfuerzo, dos
días antes de su abdicación."
Al alba oyó el ruido de un coche de correo y vio
pasar un vehı́culo donde iban los servidores de la
joven duquesa de Lenoncourt-Chaulieu y la
camarera de Clotilde de Grandlieu. "Aquı́ está n —se
dijo Lucien—; vamos, interpretemos bien esta
comedia y estaré salvado, seré el yerno del duque a
pesar suyo."
Una hora despué s la berlina en que iban las dos
mujeres dejó oı́r ese ruido tan fá cil de reconocer
que hacen los coches de viaje elegantes. Las dos
damas habı́an pedido que el coche se detuviera en
la bajada de Bouron, y el camarero que iba detrá s
mandó parar la berlina. En aquel instante Lucien
avanzó.
—¡Clotilde! —llamó, golpeando el cristal.
—No —dijo la joven duquesa a su amiga—, no
subirá al coche ni estaremos a solas con é l, querida.
Consiento en que tenga una ú ltima entrevista con é l,
pero será en la carretera, por donde iremos
andando, seguidas de Baptiste... El dı́a es hermoso y
vamos bien abrigadas, de modo que no hemos de
temer el frío. El coche nos seguirá...
Las dos mujeres se apearon.
—Baptiste —dijo la joven duquesa—, que vaya
despacio el cochero; queremos hacer un trecho del
camino andando y usted nos acompañará.
Madeleine de Mortsauf tomó a Clotilde por el brazo
y dejó que Lucien le hablara. Fueron juntos ası́
hasta el pequeñ o pueblo de Grez. Eran entonces las
ocho, y Clotilde despidió a Lucien.
—Pues bien, querido amigo —dijo Clotilde,
clausurando solemnemente aquella larga entrevista
—, no me casaré má s que con usted. Pre iero creer
en usted que en los hombres, en mi padre y en mi
madre... Nunca se habrá dado tan alta prueba de
cariñ o, ¿verdad?... Ahora, procure disipar las
desdichadas sospechas que pesan sobre usted...
Se oyó entonces el galope de varios caballos, y la
gendarmerı́a, con gran sorpresa por parte de
aquellas dos damas, rodeó al pequeño grupo.
—¿Qué quieren ustedes?... —dijo Lucien con la
arrogancia de un dandy.
—¿Es usted el señ or Lucien Chardon de
Rubempré ? —dijo el procurador del rey en
Fontainebleau.
—Sí, así es.
—Esta noche la pasará usted en la Force —
contestó —; tengo una orden de arresto contra
usted.
—¿Quié nes son estas señ oras?... —exclamó el
sargento.
—¡Ah, sı́! Perdó n, señ oras, ¿sus pasaportes?...
Porque el señ or Lucien tiene tratos, segú n mis
informes, con mujeres que por él son capaces de...
—¿Acaso toma usted a la duquesa de Lenoncourt-
Chaulieu por una cortesana? —dijo Madeleine,
dirigiendo una mirada de duquesa al procurador
del rey.
—Es usted lo bastante hermosa como para ello —
replicó hábilmente el magistrado.
—Baptiste, muestre nuestros pasaportes —
contestó la joven duquesa, sonriendo.
—¿Y de qué crimen se acusa al señ or? —dijo
Clotilde, a quien la duquesa querı́a hacer subir de
nuevo al coche.
—De complicidad de un robo y asesinato —
contestó el sargento de la gendarmería.
Baptiste subió a la señ orita de Grandlieu,
completamente desmayada, en la berlina.
A medianoche Lucien ingresaba en la Force, prisió n
situada en las calles Payenne y de los Ballets, y
quedaba incomunicado en una celda; el padre
Carlos Herrera estaba allí desde su detención.
París, junio de 1843.

TERCERA PARTE
ADONDE LLEVAN LOS MALOS CAMINOS
Al dı́a siguiente, a las seis, dos coches celulares de
los que el pueblo llama, con expresió n ené rgica,
escurrideras para lechuga salieron de la Force en
dirección a la Conserjería, al Palacio de Justicia.
Habrá pocos caminantes ociosos que jamá s hayan
encontrado por las calles este calabozo ambulante;
pero aunque la mayor parte de los libros se
escriban ú nicamente para los parisienses, los
forasteros estará n seguramente satisfechos de
hallar aquı́ una descripció n del aparato formidable
de nuestra justicia criminal. ¡Quié n sabe! Quizá las
policı́as rusa, alemana o austrı́aca, las magistraturas
de los paı́ses que carecen de estos coches celulares,
se bene iciará n de ello; y en varios paı́ses
extranjeros la imitación de este medio de transporte
sería seguramente una mejora para los presos.
Este horrendo vehı́culo de caja amarilla, montado
sobre dos ruedas y reforzado con plancha metá lica,
está dividido en dos compartimientos. Delante hay
un banquillo tapizado en cuero y ante el cual se alza
un tablero. Es la parte libre del vehı́culo, y en ella se
colocan un alguacil y un gendarme. Una fuerte reja
de hierro con teja metá lica separa, a todo lo alto y a
todo lo ancho del coche, esta especie de cabriolé del
segundo compartimiento, donde hay dos bancos de
madera colocados, como en los ó mnibus, a ambos
lados de la caja y en los que se sientan los presos;
é stos son introducidos en su interior por medio de
un estribo y por una portezuela sin abertura alguna
que se halla al fondo del coche. Su sobrenombre de
"escurridera para lechuga" viene de que
primitivamente, al ser el vehı́culo enrejado por
todos lados, los presos iban zarandeados de un lado
para otro. Para mayor seguridad, y en previsió n de
algú n accidente, un gendarme a caballo sigue al
coche, sobre todo cuando conduce a condenados a
muerte al lugar de la ejecució n. Ası́ la evasió n es
imposible. El coche, reforzado por una plancha
metá lica, está a prueba de cualquier herramienta.
Los presos, que son escrupulosamente cacheados
en el momento de su detenció n o de su
encarcelamiento, só lo pueden, a lo sumo, llevar
engranajes de reloj que permiten aserrar barrotes,
pero que resultan impotentes ante super icies
planas. Por eso, la "escurridera de lechuga",
perfeccionada por el genio de la Policı́a de Parı́s, ha
acabado sirviendo de modelo para el coche celular
que conduce a los condenados a presidio y que
sustituye a la horrible carreta de antañ o, vergü enza
de las civilizaciones anteriores, aunque Manon
Lescaut la haya ilustrado. Primero mandan en el
coche celular a los presos preventivos de las
diversas cá rceles de la capital al Palacio de Justicia
para ser interrogados por el magistrado instructor.
En la jerga carcelaria a esto se le llama ir a la
instrucció n. Luego mandan a los acusados de estas
mismas prisiones al Palacio de Justicia para ser
juzgados, si se trata de casos de justicia
correccional. Cuando es asunto, en la terminologı́a
del Palacio de Justicia, de la Sala de lo Criminal, se
los traslada de las cá rceles a la Conserjerı́a, que es
la Sala de Justicia del departamento del Sena.
Finalmente, los condenados a muerte son
conducidos en uno de estos coches celulares desde
Bicê tre a la barrera de Saint-Jacques, lugar
destinado a las ejecuciones desde la revolució n de
Julio. Gracias a la ilantropı́a, estos desdichados ya
no soportan el suplicio que representaba el antiguo
trayecto desde la Consejerı́a a la plaza de Gré ve en
una carreta absolutamente semejante a las que usan
los vendedores de madera. Esta carreta está
reservada actualmente al transporte del cadalso. Sin
estas explicaciones no se comprenderı́a el
comentario que hizo un ilustre condenado a muerte
a su có mplice al subir al coche celular: "Ahora es
asunto de los caballos." Es imposible ir al patı́bulo
má s có modamente de lo que se va ahora en Parı́s.
En aquel momento dos coches que salieron tan de
mañ ana servı́an excepcionalmente para conducir a
dos presos preventivos de la prisió n de la Force a la
Consejerı́a; cada uno de estos presos ocupaba por
sí solo un vehículo.
Las nueve dé cimas partes de los lectores y las
nueve dé cimas partes de la ú ltima dé cima parte
ignoran probablemente las diferencias
considerables que separan estas palabras:
inculpado, preso preventivo, acusado, detenido,
prisió n, sala de justicia; seguramente se
sorprenderá n al saber que se trata de todo nuestro
Derecho Penal, cuya explicació n clara y sucinta se
les dará dentro de poco, tanto para su propia
instrucció n como para que puedan comprender con
claridad el desenlace de esta historia. Ademá s, en
cuanto se sepa que el primer coche llevaba a
Jacques Collin y el segundo a Lucien, el cual en
pocas horas acababa de pasar de la cumbre de la
grandeza social al fondo de un calabozo, la
curiosidad estará ya su icientemente excitada. La
actitud de los dos có mplices era caracterı́stica de
cada uno de ellos. Lucien de Rubempré se escondı́a
para evitar las miradas que los viandantes dirigı́an
hacia el enrejado del siniestro y fatal vehı́culo a su
paso por la calle Saint-Antoine en direcció n al rı́o, a
travé s de la calle du Martroi y de la arcada de Saint-
Jean, bajo la cual se pasaba entonces para cruzar la
plaza del Ayuntamiento. Hoy en dı́a esta arcada
constituye la puerta de acceso a la residencia del
prefecto del Sena, en el vasto palacio municipal. El
audaz presidiario, en cambio, pegaba su rostro a la
reja de su coche, entre el alguacil y el gendarme,
quienes charlaban entre sı́, con iados en la
seguridad del vehículo celular.
Las jornadas de Julio de 1830 y su formidable
tempestad hasta tal punto cubrieron con su
estruendo los acontecimientos anteriores, y el
interé s polı́tico absorbió tanto a Francia durante los
seis ú ltimos meses de aquel añ o, que hoy ya nadie
se acuerda, o apenas se acuerda, de aquellas
catá strofes privadas, judiciales o inancieras, por
insó litas que fueran, que constituyen el consumo
anual de la curiosidad de Parı́s y que no escasearon
en los seis primeros meses de aquel añ o. Es
necesario, pues, hacer notar cuá n agitado estuvo
entonces Parı́s por la noticia de la detenció n de un
sacerdote españ ol hallado en la casa de una
cortesana y por la del elegante Lucien de
Rubempré , el futuro de la señ orita de Grandlieu,
arrestado en la carretera de Italia, en el pueblecito
de Grez, acusados ambos de un asesinato cuyo fruto
subı́a a los siete millones. El escá ndalo de este
proceso superó durante algunos dı́as el enorme
interé s despertado por las ú ltimas elecciones
realizadas en tiempos de Carlos X.
En primer lugar, este proceso criminal sé debı́a en
parte a una denuncia hecha por el baró n de
Nucingen. Ademá s, la detenció n de Lucien, en
vı́speras de convertirse en secretario ı́ntimo del
primer ministro, removı́a a la sociedad parisiense
de má s alto rango. En todos los salones de Parı́s
má s de un joven se acordó de haber sentido envidia
hacia Lucien por haber sido distinguido por la bella
duquesa de Maufrigneuse, y todas las mujeres
sabı́an que despertaba en aquellos momentos el
interé s de la señ ora de Sé rizy, esposa de uno de los
principales personajes del Estado. Por ú ltimo, la
hermosura de la vı́ctima gozaba de una singular
celebridad en los diversos mundos que componen
Parı́s: en el gran mundo, en el mundo de la juventud
y en el mundo literario. Desde hacı́a dos dı́as todo el
mundo en Parı́s hablaba, pues, de estas dos
detenciones. El juez de instrucció n a quien
correspondió el asunto, el señ or Camusot, vio en é l
una oportunidad de ascenso; y para actuar con la
má xima rapidez posible, habı́a ordenado que los
dos inculpados fueran transferidos de la Force a la
Conserjerı́a en cuanto Lucien de Rubempré hubiera
llegado de Fontainebleau. Puesto que el padre
Carlos no pasó en la Force má s que doce horas y
Lucien la mitad de una noche, no es preciso
describir esta cá rcel que, desde entonces, ha sido
enteramente modi icada; en cuanto a las
particularidades del encarcelamiento, serı́a una
repetición de lo que iba a ocurrir en la Conserjería.
Pero antes de entrar en el terrible drama de una
instrucció n criminal, es imprescindible, como acaba
de decirse, explicar la marcha normal de un proceso
de esta clase; en primer lugar, se comprenderá
mejor, tanto en Francia como en el extranjero, la
diversidad de fases de que se compone; ademá s, los
que la desconocen podrá n apreciar la economı́a del
derecho penal tal como lo concibieron los
legisladores en tiempos de Napoleó n. Y esto es
tanto má s importante cuanto que esta grande y
hermosa obra corre en estos momentos el peligro
de ser destruida por el sistema llamado
penitenciario.
Se comete un crimen: si hay lagrancia, los
inculpados son conducidos al cuerpo de guardia
má s pró ximo y metidos en esa celda que el pueblo
denomina violı́n, seguramente por la mú sica que de
ella sale: allí se grita o se llora. De allí, los inculpados
comparecen ante el comisario de policı́a, que
procede a un comienzo de instrucció n, y que puede
soltarlos si ha habido error; por ú ltimo, los
inculpados son trasladados al depó sito de la
Prefectura, donde la policı́a los guarda a disposició n
del procurador del rey y del juez de instrucció n,
que, segú n la gravedad de los casos, avisados con
mayor o menor prontitud, llegan e interrogan a los
individuos en situació n de arresto preventivo.
Segú n la naturaleza de las sospechas, el juez de
instrucció n irma una orden de depó sito y manda
encarcelar a los inculpados. En Parı́s hay tres
prisiones: Sainte-Pé lagie, la Force y Les
Madelonnettes.
Obsé rvese la expresió n de inculpados. Nuestro
có digo ha establecido tres distinciones esenciales
para los procedimientos penales: la inculpació n, la
prevenció n y la acusació n. Mientras no se haya
irmado ninguna orden de arresto, los supuestos
autores de un crimen o de un delito grave son
inculpados; bajo el peso de una orden de arresto, se
convierten en presos preventivos, y quedan pura y
simplemente en prisió n preventiva mientras sigue la
instrucció n. Al terminarse la instrucció n, una vez el
tribunal ha dictaminado que los presos preventivos
tienen que ser trasladados a la audiencia, pasan a
ser acusados, cuando la audiencia real ha juzgado, a
instancias del procurador general, que hay cargos
su icientes para pasarlos a la sala de lo criminal. Ası́
pues, los sospechosos de crimen pasan por tres
estados distintos, por tres blancos, antes de
comparecer ante lo que se llama la justicia del paı́s.
En « primer estado, los inocentes tienen muchos
medios de justi icació n: el pú blico, la guardia, la
policı́a. En el segundo estado comparecen ante un
magistrado, son confrontados con los testigos y
juzgados por la sala de un tribunal en Parı́s o por
todo un tribunal en los departamentos. En el
tercero comparecen ante doce consejeros y, en caso
de error o de defecto de forma, los acusados
pueden apelar al Tribunal Supremo. Los jurados,
cuando absuelven a un acusado, no saben a cuá ntas
autoridades populares, administrativas y judiciales
abofetean. Por eso, a nuestro juicio, es muy difı́cil
que en Parı́s (no hablamos aquı́ de otras
jurisdicciones) un inocente llegue jamá s a sentarse
en el banquillo de la sala de lo criminal.
El detenido equivale al condenado. Nuestro
Derecho Penal ha creado establecimientos
penitenciarios que corresponden a las tres
categorı́as de preso preventivo, de acusado y de
condenado. El encarcelamiento supone una pena
ligera, es el castigo de un delito mı́nimo; la
detenció n es ya una pena a lictiva, y en ciertos casos
infamante. Los que actualmente proponen el
sistema penitenciario pretenden, pues, acabar con
un admirable derecho penal en el cual las penas
estaban graduadas, y ası́ propugnan que se
castiguen las faltas leves casi con tanta severidad
como los mayores crı́menes. Por otra parte, pueden
compararse en las ESCENAS DE LA VIDA POLITICA
(Vé ase Un asunto tenebroso) las extrañ as
diferencias que existieron entre el derecho penal
del có digo de Brumario del añ o IV y el del có digo de
Napoleón que lo sustituyó.
En la mayorı́a de los grandes procesos, como en
este caso, los inculpados pasan en seguida a prisió n
preventiva. La justicia lanza inmediatamente la
orden de depósito o de detención.
Efectivamente, en casi todos los casos, los
inculpados, o bien se han dado a la fuga, o bien han
sido sorprendidos al instante. Como ya se ha visto,
la policı́a, que no es má s que el medio de ejecució n,
y la justicia, habı́an llegado con la presteza del rayo
al domicilio de Esther. Aun cuando no hubiera
habido motivos de venganza, que movieron a
Corentin a informar a la policı́a judicial, habı́a la
denuncia de un robo de setecientos cincuenta mil
francos puesta por el barón de Nucingen.
En el instante en que el primer coche, que llevaba a
Jac-ques Collin, llegó a la arcada de Saint-Jean,
pasaje estrecho y sombrı́o, algú n estorbo obligó al
cochero a parar bajo la arcada. Los ojos del
detenido brillaban a travé s de la reja como dos
carbunclos, pese a su má scara de moribundo que el
dı́a antes habı́a convencido al director de la Force
de la necesidad de llamar al mé dico. Aquellos ojos
fulgurantes, libres en aquel momento porque ni el
gendarme ni el alguacil se volvı́an para ver a su
custodiado, hablaban un lenguaje tan claro, que
cualquier juez instructor há bil, como el señ or
Popinot, por ejemplo, habrı́a reconocido al
presidiario cometiendo un sacrilegio. Efectivamente,
Jacques Collin, desde que el coche celular, habı́a
franqueado la puerta de la Force, lo examinaba
todo a su paso. Pese a la rapidez de la carrera,
abrazaba con una mirada á vida y exhaustiva las
casas desde el ú ltimo piso hasta la planta baja. Veı́a
a todos los viandantes y los examinaba. Dios no
capta su creació n en sus medios y en su in mejor
de lo que aquel hombre podía captar los más nimios
detalles en las cosas y en las personas. Armado de
una esperanza, como lo estuvo el ú ltimo de los
Horacios de ¡su espada, esperaba socorro. Para
cualquiera que no fuera aquel Maquiavelo del
presidio, tal esperanza habrı́a parecido} tan
irrealizable que se habrı́a dejado ver
maquinalmente, como hacen casi todos los
culpables. Ninguno de ellos piensa en resistir, dada
la situació n en que la justicia y la policı́a de Parı́s
colocan a los acusados, especialmente a los
incomunicados, como era el caso de Lucien y el de
Jacques Collin. UnoN. no se imagina el sú bito
aislamiento en que se encuentra un preso
preventivo: los gendarmes que lo detienen, el
comisario que lo interroga, los que lo llevan a la
cá rcel, los guardianes que lo conducen a lo que
literalmente se llama calabozo, los que lo cogen por
debajo de los brazos para hacerlo subir a un coche
celular, en de initiva, todos los seres que le rodean
desde el momento de su arresto, permanecen
mudos o registran sus palabras para repetirlas ante
la policı́a o ante el juez. Esta separació n absoluta
entre el mundo entero y el detenido, lograda con
tanta facilidad, produce un descalabro completo de
sus facultades y una asombrosa postració n del
espı́ritu, sobre todo cuando se trata de alguien que
no esté familiarizado por sus antecedentes con la
acció n de la justicia. El duelo entre el culpable y el
juez es, pues, tanto má s terrible cuanto que la
justicia cuenta con el silencio de los muros y la
incorruptible indiferencia de sus agentes.
No obstante, Jacques Colhn o Carlos Herrera (hay
que darle uno u otro nombre de acuerdo con las
necesidades de la situació n) conocı́a desde hacı́a
tiempo las costumbres de la policı́a, de los
carceleros y de la justicia. Por eso aquel gigante de
la astucia y de la corrupció n habı́a empleado todas
las fuerzas de su espı́ritu y los recursos de su
mı́mica para ingir la sorpresa y la ingenuidad de un
inocente, mientras representaba ante los
magistrados la comedia de su agonı́a. Como se vio,
Asia, esa sabia Locusta, le habı́a hecho tomar un
veneno mitigado para producirle los sı́ntomas de
una enfermedad mortal. La acció n del señ or
Camusot, la del comisario de policı́a y la actividad
interrogante del procurador real habı́an sido, pues,
anuladas por la acción de una apoplejía fulgurante.
—Se ha envenenado —habı́a exclamado el señ or
Camusot, horrorizado por los sufrimientos del
supuesto sacerdote cuando lo habı́an bajado de la
buhardilla presa de horribles convulsiones.
Les habı́a costado mucho esfuerzo a cuatro agentes
escoltar al padre Carlos por la escalera hasta la
habitació n de Esther, donde estaban reunidos todos
los magistrados y gendarmes.
—Es lo mejor que podı́a hacer si es culpable —
había contestado el procurador del rey.
—¿Creen ustedes que está enfermo?... —habı́a
preguntado el comisario de policía.
La policı́a siempre duda de todo. Los tres
magistrados habı́an hablado entonces entre sı́ y,
como se supone, al oı́do, pero Jacques Collin habı́a
adivinado por sus isonomı́as el tema de sus
con idencias, y lo habı́a aprovechado para
imposibilitar el interrogatorio sumario que se hace
en el momento de la detenció n, o para hacerlo por
lo menos totalmente irrelevante; habı́a balbuceado
algunas frases en las que el españ ol y el francé s se
combinaban de tal forma que resultaban sin
sentido.
En la Force aquella comedia habı́a tenido
primeramente un é xito completo porque el jefe de
la Seguridad (abreviació n de "jefe de la brigada de
la policı́a de Seguridad"), Bibi-Lupin, que antañ o
habı́a detenido a Jacques Collin en la pensió n de la
señ ora Lauquer, estaba de servicio en provincias, y
le sustituı́a un agente considerado el probable
sucesor de Bibi-Lupin, que no conocía al presidiario.
Bibi-Lupin, expresidiario y compañ ero de presidio
de Jacques Collin, era enemigo personal suyo. Esta
enemistad arrancaba de las reyertas en las que
Jacques Collin habı́a triunfado siempre, y en la
supremacı́a ejercida por Engañ amuertes sobre sus
compañ eros. Por ú ltimo, Jacques Collin habı́a sido
durante diez añ os la Providencia de los reos
liberados, su jefe y consejero en Parı́s, su tesorero,
y, por consiguiente, el antagonista de Bibi-Lupin.
Ası́ pues, aunque incomunicado, contaba con la
idelidad inteligente y absoluta de Asia, su brazo
derecho, y quizá con Paccard, su brazo izquierdo, a
quien esperaba volver a tener a sus ó rdenes una
vez puestos a salvo por el cuidadoso lugarteniente
los setecientos cincuenta mil francos robados. Esta
era la razó n de la sobrehumana atenció n con la que
su vista lo abarcaba todo por el camino. ¡Extrañ a
cosa! Su esperanza iba a ser plenamente satisfecha.
Las dos gruesas paredes de la arcada de Saint-Jean
estaban cubiertas hasta una altura de seis pies por
una capa permanente de barro producida por las
salpicaduras del arroyo; los viandantes, para
protegerse del pasó incesante de coches y de sus
posibles golpes, no contaban má s que con mojones,
deshechos desde hacı́a tiempo por los cubos de las
ruedas. Má s de una vez la carreta de un cantero
habı́a aplastado a algú n peató n desprevenido. Ası́
fue París durante mucho tiempo y en muchos de sus
barrios. Este detalle puede hacer comprender la
estrechez de la arcada de Saint-Jean y lo fá cil que
era obstruirla. Bastaba que un coche de punto
entrara por la plaza de Gré ve, mientras que una
vendedora ambulante empujando su carro cargado
de manzanas llegaba por la calle du Martroi, para
que un tercer coche produjera un atasco. Los
peatones huı́an asustados, buscando un mojó n que
pudiera preservarles del golpe de los antiguos
cubos, cuya longitud era tan desmesurada que hizo
falta una ley para acortarlos. Cuando el coche
celular llegó , la arcada estaba obstruida por una de
esas vendedoras ambulantes tan caracterı́sticas, de
las que aú n quedan algunas en Parı́s, pese al
creciente nú mero de tiendas de fruta. Era un
ejemplar tan caracterı́stico de vendedora
ambulante, que cualquier guarda municipal, si esta
institució n hubiera existido entonces, la habrı́a
dejado circular sin pedirle que le enseñ ara el
permiso, pese a su siniestro aspecto, que exhalaba
olor a crimen. Su cabeza, cubierta por un feo
pañ uelo de algodó n a cuadros hecho harapos,
estaba erizada de mechones rebeldes de cabellos
que parecı́an cerdas de jabalı́. Su cuello colorado y
lleno de arrugas era sobrecogedor, y la toquilla
dejaba un poco al descubierto una piel curtida por
el sol, el polvo y el barro. El vestido se parecı́a a una
alfombra. Los zapatos parecı́an hacer muecas, como
si se burlaran de la cara de la vieja, que tenı́a tantos
agujeros como el vestido. ¡Y qué porquerı́a?... Un
emplasto llevarı́a menos suciedad. Aquel harapo
ambulante y fétido debía afectar el olfato de la gente
delicada desde una distancia de diez pasos. Sus
manos habrı́an hecho un centenar de siega».
Aquella mujer, o bien volvı́a de algú n aquelarre
alemá n, o salı́a de un asilo de mendicidad. Pero,
¡qué miradas!... qué audaz inteligencia y qué
contenida energı́a habı́a en los rayos magné ticos de
su mirada cuando se cruzaron con la de Jacques
Collin para intercambiar una idea.
—¡Apá rtate, viejo criadero de piojos!... —gritó el
cochero con una voz ronca.
—No irá s a aplastarme, hú sar de la guillotina —
contestó la mujer—; tu mercancı́a no vale lo que la
mía.
Y tratando de arrinconarse entre dos mojones para
abrir paso, la vendedora obstruyó el paso el tiempo
necesario para el cumplimiento de su proyecto.
"¡Oh, Asia! —dijo para sus adentros Jacques Collin,
que reconoció inmediatamente a, su có mplice—.
Todo marcha."
El cochero seguı́a intercambiando bellas palabras
con Asia, y se acumulaban los vehı́culos en la calle
du Martroi.
—Ahé !... pé cairé jermati. Souni la. Vedrem!... —
exclamó la vieja Asia con esas modulaciones propias
de las vendedoras ambulantes que deforman de tal
manera sus palabras que se convierten en
onomatopeyas inteligibles ú nicamente a los
parisienses.

En medio de la algarabı́a de la calle y de los gritos


de todos los cocheros allı́ reunidos, nadie podı́a
ijarse en aquel grito salvaje que parecı́a ser el de la
vendedora. Pero este clamor, audible para Jacques
Collin, le transmitı́a en una jerga convencional, con
mezcla de italiano y de provenzal corrompidos, este
terrible mensaje: Tu pobre pequeñ o está detenido;
pero aquı́ estoy para velar por vosotros. Me
volverás a ver...
En medio de la in inita alegrı́a que le causaba su
triunfo sobre la justicia, puesto que esperaba poder
mantener comunicaciones con el exterior, Jacques
Collin encajó un golpe que habrı́a bastado para
matar a cualquier otra persona.
"¡Lucien detenido!...", pensó . Y estuvo a punto de
desmayarse. Aquella noticia era para é l má s
espantosa que la denegació n de un recurso de
gracia para un condenado a muerte.
Ahora que los dos coches celulares corren junto al
rı́o, el interé s de esta historia exige que se digan
unas palabras sobre la Conserjerı́a, aprovechando
el rato que tardará n en llegar a ella. La Conserjerı́a,
nombre histó rico, palabra terrible y edi icio má s
terrible aú n, está mezclada con las revoluciones de
Francia y con las de Parı́s sobre todo. Ha
contemplado a la mayoría de los grandes criminales.
Aunque sea el má s interesante de todos los
monumentos de Parı́s, es tambié n el menos
conocido…, por la gente que pertenece a las clases
superiores de la sociedad; pero a pesar del gran
interé s que tiene esta digresió n histó rica, será tan
rápida como la carrera de los dos coches celulares.
¿Cuá l es el parisiense, el extranjero o el
provinciano que, aunque só lo se haya detenido un
par de dı́as en Parı́s, ha dejado dé advertir las
murallas negras lanqueadas por tres gruesas
torres con atalayas, dos de las cuales está n casi
acopladas, y que constituyen un ornato sombrı́o y
misterioso del muelle de las Lunettes? Este muelle
empieza en el Pont au Change y se extiende hasta el
Pont-Neuf. Una torre cuadrada, llamada la torre del
Reloj, desde donde se dio la señ al para la matanza
de la Noche de San Bartolomé , y que es casi tan alta
como la de Saint-Jacques-Ia-Boucherie, señ ala el
lugar del Palacio de Justicia y el á ngulo de este
muelle. Las cuatro torres y las murallas está n
revestidas por el sudario negruzco que tienen en
Parı́s todas las fachadas que miran al Norte. Hacia la
mitad del muelle, a la altura de una arcada desierta,
empiezan las construcciones privadas que se
edi icaron durante el reinado de Enrique IV, al
mismo tiempo que el Pont-Neuf. La plaza Royale fue
la ré plica de la plaza Dauphine. Es el mismo estilo
arquitectó nico, a base de ladrillo enmarcado con
festones de piedra tallada. Esta arcada y la calle de
Harlay señ alan los lı́mites occidentales del Palacio
de Justicia. En otro tiempo la prefectura de la policı́a
y la residencia de los primeros presidentes del
Parlamento dependı́an del Palacio. El tribunal de
cuentas y el tribunal de contribuciones completaban
la justicia suprema, que era la del soberano. Como
puede verse, antes de la Revolució n el Palacio de
Justicia gozaba del aislamiento que se le pretende
dar hoy en día.
Este cuadrilá tero, esta isla de casas y de
monumentos donde se halla la Sainte-Chapelle, la
alhaja má s preciosa del joyero de San Luis, este
espacio es el santuario de Parı́s; es su plaza
sacrosanta y su arca sagrada. Al principio este
espacio constituyó la primera ciudad; donde ahora
está la plaza Dauphine habı́a un prado dependiente
de los dominios reales, donde se hallaba una ceca
para acuñ ar monedas. De ahı́ el nombre de la calle
de la Moneda dado a la que lleva al Pont-Neuf. De
ahı́ tambié n el nombre de una de las tres torres
redondas, la segunda, que se llama la torre de la
Plata, lo cual parece aludir a que primitivamente se
batı́a en ella moneda. El famoso molino, que puede
verse en los antiguos planqs de Parı́s, es
seguramente posterior al tiempo en que se acuñ aba
la moneda en el propio Palacio, y se debió
probablemente a algún perfeccionamiento en el arte
de la acuñ ació n. La primera torre, casi adyacente a
la torre de la Plata, se llama la torre de
Montgommery. La tercera, que es la má s pequeñ a,
pero la mejor conservada de las tres, puesto que
aú n tiene almenas, lleva el nombre de torre Bonbec.
La Sainte-Chapelle y estas cuatro torres (incluida la
torre del Reloj) determinan perfectamente el
recinto del palacio —o el perı́metro, como dirı́a un
empleado del catastro—, desde los merovingios
hasta la primera dinastı́a de Valois; pero para
nosotros, y como resultado de estas
transformaciones, este palacio representa má s
propiamente la época de san Luis.
Carlos V fue el primero en trasladar el Palacio al
Parlamento, institució n recientemente cerrada, y,
bajo la protecció n de la Bastilla, fue a vivir en la
famosa mansió n de Sant-Pol, a la que adosaron má s
adelante el palacio Des Tournelles. Luego, en tiempo
de los ú ltimos Valois, la realeza dejó la fortaleza de
la Bastilla para regresar al Louvre, que habı́a sido
su primitiva fortaleza. La primera residencia de los
reyes de Francia, el palacio de san Luis, que ha
conservado el apelativo de Palacio a secas —como
para designar al que es el palacio por excelencia—,
está enteramente enterrado bajo el palacio de
Justicia, del cual constituye los só tanos, porque
estaba edi icado en el Sena, como la catedral, y
habı́a sido construido tan cuidadosamente que
cuando el rı́o se sale de madre, sus aguas apenas
llegaban a los primeros escalones. El muelle del
Reloj sobrepasa en unos veinte pies estos edi icios
diez veces seculares. Los coches circulan a la altura
del capitel de las só lidas columnas de estas tres
torres, cuya elevació n debı́a de estar antes en
armonı́a con la elegancia del palacio y debı́a de
producir un efecto pintoresco sobre el agua, puesto
que hoy estas torres aú n rivalizan en altura con los
monumentos má s elevados de Parı́s. Cuando se
contempla esta gran capital desde lo alto de la
cú pula del Panteó n, el Palacio, con la Sainte-
Chapelle, aú n es lo que parece má s monumental en
medio de tantos monumentos. Este palacio de
nuestros reyes, sobre el que se camina cuando se
recorre la inmensa sala de los Pasos Perdidos, era
una maravilla arquitectó nica, y lo es todavı́a para la
mirada inteligente del poeta que se acerca para
estudiarla al examinar la Conserjerı́a. Por desgracia
la Conserjerı́a ha invadido el palacio real. Sangra el
corazó n al ver có mo se han construido calabozos,
reductos, pasillos, habitaciones y salas sin luz ni aire
en esta magnı́ ica composició n en la que los estilos
bizantino, romá nico y gó tico, estas tres caras del
arte antiguo, fueron sintetizadas por la arquitectura
del siglo XII. Este palacio es, para la historia
monumental de la Francia de los primeros tiempos,
lo que el palacio de Blois para la historia
monumental de los segundos tiempos. Igual que en
Blois (Vé ase Estudio sobre Catalina de Mé dicis,
ESTUDIOS FILOSOFICOS), donde en un mismo patio
pueden admirarse las mansiones de los condes de
Blois, de Luis XII, de Francisco y de Gastó n, en la
Conserjerı́a se agrupan en un mismo recinto el
espı́ritu de las primeras razas, y, en la Sainte-
Chapelle, la arquitectura de san Luis. Consejeros
municipales: si otorgá is millones, ¡poned junto a los
arquitectos a uno o dos poetas, si queré is salvar la
cuna de Parı́s, la cuna de los reyes, procediendo a
dotar a Parı́s y al tribunal real de un palacio digno
de Francia! Es un asunto que todavı́a debe
estudiarse durante varios añ os antes de emprender
nada. Si se construyen una o dos cá rceles como la
de la Roquette, el palacio de san Luis se salvará.
Actualmente muchas lacras afectan a este
gigantesco monumento, hundido bajo el palacio y
bajo el muelle, igual que uno de esos animales
antediluvianos que hay en los yesos de Montmartre;
pero la mayor de todas es la Conserjerı́a. El Nv t
té rmino se comprende. En los primeros tiempos de
la monarquı́a, los grandes delincuentes, a saber, los
propietarios de feudos grandes o pequeñ os, ya que
los villanos y los burgueses pertenecı́an a las
jurisdicciones señ oriales o urbanas, eran
conducidos ante el rey y custodiados en la
Conserjerı́a. Como habı́a pocos reos de esta
categorı́a, la Conserjerı́a bastaba para la justicia
real. Es difı́cil establecer exactamente qué lugar
ocupaba la primitiva Conserjerı́a. Sin embargo,
como aú n existen las cocinas de san Luis,
constituyendo hoy lo que se denomina la Ratonera,
es presumible que la primitiva Conserjerı́a estuviera
situada en el lugar donde se hallaba la Conserjerı́a
judicial del Parlamenjo antes de 1825, bajo la
arcada de la derecha de la gran escalinata exterior
que lleva a la audiencia real. Hasta 1825 los
condenados salı́an de allı́ para ir al patı́bulo. De allı́
salieron todos los grandes criminales, todas las
vı́ctimas de la polı́tica, tanto la marı́scala de Ancre
como la reina de Francia, tanto Semblanqay como
Malesherbes, tanto Damien como Danton o Desrues
como Castaing. El despacho de Fouquier-Tinville,
que actualmente es el del procurador del rey,
estaba situado de tal modo que el acusador pú blico
pudiera ver des ilar en sus carretas a las personas a
quienes acababa de condenar el tribunal
revolucionario. Aquel ser convertido en espada
podı́a de esta manera dar una ú ltima ojeada a sus
hornadas.
A partir de 1825, bajo el ministerio del señ or de
Peyronnet, tuvo lugar un gran cambio en el Palacio.
El viejo rastrillo de la Conserjerı́a, donde tenı́an
lugar las ceremonias del encarcelamiento y el
cacheo, fue cerrado y trasladado adonde se
encuentra hoy, entre la torre del Reloj y la torre
Mont-gommery, en un patio interior señ alado por
una arcada. A la izquierda se halla la Ratonera y a la
derecha el rastrillo. Los coches celulares entran en
aquel patio bastante irregular, donde pueden
permanecer y maniobrar con facilidad, y, en caso de
motı́n, quedan protegidos frente a cualquier ataque
por la só lida reja de la arcada, mientras que antañ o
no tenı́an la menor facilidad para maniobrar en el
estrecho espacio que separa la gran escalinata
exterior del ala derecha del Palacio. Hoy en dı́a la
Conserjerı́a, que apenas basta para los acusados (se
necesitarı́a lugar para dos o trescientas personas,
entre hombres y mujeres), ya no recibe ni presos
preventivos ni detenidos, salvo en raras
excepciones, como era el caso de Jacques Collin y de
Lucien. Todos los que está n presos en ella han de
comparecer ante la sala de lo criminal.
Excepcionalmente, la magistratura admite a los
culpables de la alta sociedad, quienes, bastante
deshonrados ya por la comparecencia ante la sala
de lo criminal, recibirá n un castigo excesivo si
tuvieran que cumplir su pena en Melun o Poissy.
Ouvrard pre irió la estancia en la Conserjerı́a antes
que en Sainte-Pé lagie. En este momento, el notario
Lehon y el prı́ncipe de Bergues está n allı́ detenidos
en virtud de una tolerancia arbitraria, aunque muy
humanitaria.
Generalmente los presos preventivos, ya sea para
ir a la instrucció n (como se dice en la jerga
carcelaria), ya sea para comparecer ante la policı́a
correccional, son depositados por los coches
celulares directamente en la Ratonera, situada
enfrente del rastrillo, que se compone de una serie
de celdas practicadas en las cocinas de San Luis, en
las que los presos preventivos sacados de sus
respectivas prisiones esperan la hora de la sesió n
del tribunal o la llegada de su juez de instrucció n. La
Ratonera limita al norte con el muelle, al este con el
cuerpo de guardia de la guardia municipal, al oeste
con el patio de la Conserjerı́a y al sur con una
inmensa sala abovedada (probablemente la antigua
sala de festines), aún sin ninguna función. Encima de
la Ratonera hay un cuerpo de guardia interior, con
una ventana que da al patio de la Conserjerı́a, que
está ocupado por la gendarmerı́a departamental y
al que conduce la escalinata. Cuando llega la hora
del juicio, los alguaciles van a llamar a los presos, y
los gendarmes, en nú mero igual al de los presos,
bajan y cogen cada uno a un preso por debajo el
brazo; acoplados de esta manera, suben por la
escaleras, atraviesan el cuerpo de guardia y llegan, a
travé s de unos pasillos, a una habitació n contigua a
la sala donde se reú ne la famosa Cá mara Sexta del
tribunal, a la que se adjudica la audiencia de la
policı́a correccional. Este camino es tambié n el que
toman los acusados para ir de la Conserjerı́a a la
sala de lo criminal y volver.
En la sala de los Pasos Perdidos, entre la puerta de
la Primera Cá mara del Tribunal de primera
instancia y la escalinata que lleva a la Sexta, se
observa inmediatamente, cuando uno se pasea por
allı́ por vez primera, una entrada sin puerta y sin
decoració n arquitectó nica alguna, un ori icio
cuadrado realmente desagradable. Por allı́ es por
donde los jueces y los abogados entran en esos
pasillos, en el cuerpo de guardia, y bajan a la
Ratonera y a la taquilla de la Conserjerı́a. Todos los
despachos de los jueces de instrucció n está n
situados en diversos pisos en esta parte del Palacio.
Se llega a ellos por horribles escaleras, que
constituyen un laberinto en el que se pierden casi
siempre aquellos que desconocen el Palacio. Las
ventanas de estos despachos dan las unas sobre el
rı́o y las otras sobre el patio de la Conserjerı́a. En
1830 los despachos de algunos jueces de
instrucción daban sobre la calle de la Barillerie.
Ası́ pues, cuando un coche celular gira hacia la
izquierda en el patio de la Conserjerı́a, lleva presos
a la Ratonera; cuando va hacia la derecha, lleva
acusados a la Conserjerı́a. El coche que llevaba a
Jacques Collin se dirigió hacia este lado, para
depositarle en el rastrillo. No hay nada tan
impresionante como el rastrillo. Los reos o las
visitas advierten dos rejas de hierro forjado
separadas por un espacio de cerca de seis pies, que
se abren siempre una tras otra, y a travé s de las
cuales todo se observa tan escrupulosamente que
las personas a quienes se otorga el permiso de
visita atraviesan aquel espacio a travé s de la reja
antes de que la llave rechine en la cerradura. Los
magistrados instructores y los propios miembros
del ministerio fiscal no pueden entrar sin haber sido
reconocidos. Si se menciona la posibilidad de
comunicar o de evadirse... se dibujará una sonrisa
en los labios del director de la Conserjerı́a que
desvanecerá toda duda de la mente del novelista
má s audaz en empresas contrarias a la
verosimilitud. En los anales de la Conserjerı́a só lo se
recuerda la evasió n de Lavalette; pero la certeza de
una complicidad de alto rango, actualmente
demostrada, disminuyó el peligro de un fracaso.
Juzgando sobre el terreno acerca de la naturaleza
de los obstá culos, la gente má s a icionada a la
fantası́a habrı́a de reconocer que siempre estos
obstá culos fueron tan invencibles como lo son
ahora. No hay expresió n que pueda describir la
fuerza de las paredes y de las bó vedas, hay que
verlas. Aunque el nivel del pavimento del patio sea
má s alto que el del muelle, cuando se atraviesa el
rastrillo hay que bajar aú n varios escalones para
llegar a una inmensa sala abovedada, cuyas só lidas
murallas está n adornadas por magnı́ icas columnas
y lanqueadas por la torre Montgommery, que
actualmente forma parte de la residencia del
director de la Conserjerı́a y de la torre de la Plata,
que sirve de dormitorio a los vigilantes o
guardianes. El nú mero de tales empleados no es tan
considerable como pudiera imaginarse (son veinte);
ni su dormitorio ni sus catres di ieren mucho del
que se llama de la Pistola. Este nombre proviene
seguramente de que antañ o los presos daban una
pistola1 a la semana a cambio de este alojamiento,
cuya desnudez recuerda las frı́as buhardillas donde
van a vivir los grandes hombres sin fortuna que
llegan por vez primera a Parı́s. A la izquierda, en
esta gran sala de ingreso, se halla la escribanı́a de la
Conserjerı́a, una especie de despacho con vidrieras
donde está n el director y su escribano y donde se
guardan los registros de encarcelamiento. Allı́ el
preso preventivo y el acusado son inscritos y
cacheados. Allı́ se decide la cuestió n del alojamiento,
cuya solució n depende de la bolsa del detenido.
Frente al rastrillo de esta sala se ve una puerta
vidriera, que es la de un locutorio en el que los
parientes y abogados comunican con los acusados
por un vano con doble reja de madera. El locutorio
recibe la luz del patio, que constituye el lugar de
paseo interior donde los acusados respiran a sus
anchas y hacen ejercicio a determinadas horas.
Esta gran sala iluminada por la luz dudosa de estas
dos taquillas, ya que la única ventana que da al patio
de entrada está en la escribanı́a, ofrece a la mirada
una atmó sfera y una luminosidad en perfecta
armonı́a con las imá genes preconcebidas por la
imaginació n. Su aspecto es tanto má s sobrecogedor
cuanto que, paralelamente a las torres de la Plata y
de Montgommery, se ven esas criptas misteriosas,
abovedadas, formidables y en penumbra que
rodean el locutorio y conducen a los calabozos de la
reina, de la señ ora Elisabeth, y a las celdas llamadas
de incomunicació n. Este laberinto de piedra tallada
se ha convertido en el só tano del Palacio de Justicia,
despué s de haber asistido a las iestas de la realeza.
Entre 1825 y 1832, en esta inmensa sala se hacı́a la
operació n del afeitado, entre— una gran estufa y la
primera de las dos rejas. Todavı́a hoy no pasa uno
sin estremecerse por encima de esas baldosas que
han recibido el impacto y las con idencias de tantas
últimas miradas.
Para apearse de su horrendo vehı́culo el
moribundo necesitó la ayuda de dos gendarmes que
lo cogieron cada uno por debajo de un brazo, lo
aguantaron y lo llevaron a la escribanía, de tal modo
que parecı́a haber perdido el sentido. El agonizante,
arrastrado de esta manera, alzaba los ojos al cielo
para parecerse al Redentor bajando de la cruz.
Ciertamente, en ningú n cuadro ofrece Jesú s una
cara má s cadavé rica y má s descompuesta que la
que mostraba el falso españ ol, que parecı́a a punto
de exhalar el ú ltimo suspiro. Cuando lo sentaron en
la escribanı́a, repitió con voz desfalleciente las
palabras que dirigı́a a todo el mundo desde el
momento de su detención:
—Apelo a su excelencia el embajador de Españ a...
—Le dirá usted esto al señ or juez de instrucció n —
contestó el director.
—¡Ay, Jesú s! —repuso Jacques Collin, suspirando
—. ¿No podrı́a tener un breviario?... ¿Seguirá n
negá ndome un mé dico?... No me quedan ni siquiera
dos horas de vida.
Como Carlos Herrera tenı́a que estar
incomunicado, fue inú til pedirle si querı́a las
ventajas de la Pistola, es decir, el derecho a vivir en
una de esas celdas en las que se goza de la ú nica
comodidad permitida por la Justicia. Estas celdas
está n situadas al extremo del patiq del que se
hablará má s adelante. El alguacil y el escribano,
simultá nea y lemá ticamente, efectuaron las
formalidades del encarcelamiento.
—Señ or director —dijo Jacques Collin,
chapurreando el francé s—, me estoy muriendo, ya
lo ve usted. Si puede usted hacerlo, dı́gale lo má s
pronto posible al señ or juez que solicito como un
favor lo que un criminal deberı́a temer má s:
comparecer ante é l en cuanto llegue; porque mis
sufrimientos son realmente intolerables, y en
cuanto lo vea terminará todo error...
La regla general es que todos los criminales hablen
de error. Vayase a los presidios, pregú ntese a los
condenados, casi todos son vı́ctima de algú n error
de la justicia. Por eso esta palabra hace sonreı́r
imperceptiblemente a todos los que está n en
contacto con presos preventivos, con acusados o
con condenados.
—Puedo hablar de su reclamació n al juez
instructor —contestó el director.
—¡Tendrá mi bendició n, caballero!... —replicó el
español, alzando los ojos al cielo.
Una vez realizadas las formalidades, dos guardias
municipales, acompañ ados por un vigilante a quien
el director indicó en cuá l de las celdas tenı́a que ser
encerrado el preso, cogieron a Carlos Herrera cada
uno por un brazo y le condujeron a travé s del
laberinto subterrá neo de la Conserjerı́a a una
habitació n muy sana, por mucho que digan ciertos
filántropos, pero totalmente incomunicada.
En cuanto hubo desaparecido, los vigilantes, el
director de la cá rcel, su escribano, el propio alguacil
y los gendarmes se miraron como pidié ndose unos
a otros su opinió n, y en todos los rostros se dibujó
la duda; pero ante la vista del otro preso
preventivo, todos los espectadores volvieron a su
habitual incertidumbre, encubierta bajo un aire de
indiferencia. Salvo en circunstancias
extraordinarias, los empleados de la Conserjerı́a
son poco curiosos, siendo para ellos los criminales
lo mismo que una peluca para un peluquero. Todas
las formalidades que sobrecogen a la imaginació n
se efectú an con mayor sencillez que los asuntos de
dinero entre los banqueros, y muchas veces con
mayor cortesı́a. Lucien ofre cı́a el aspecto del
culpable abatido: no oponı́a resistencias, s
abandonaba maquinalmente. Desde Fontainebleau,
el poel contemplaba su ruina y se decı́a a sı́ mismo
que habı́a llegad la hora de la expiació n. Estaba
pá lido y deshecho, ignoraba todo cuanto habı́a
ocurrido durante su ausencia en casa d Esther y
sabı́a que era el compañ ero ı́ntimo de un
presidiario evadido; tal situació n bastaba para
hacerle imaginar catas trofes peores que las de la
muerte. El ú nico proyecto que con cebı́a su mente
era el suicidio. Querı́a escapar a todo preci de las
ignominias que adivinaba, a modo de fantası́as de
un inquietante pesadilla:
Jacques Collin, considerado el má s peligroso de
ambo detenidos, fue colocado en una celda
totalmente de piedr tallada, con luz procedente de
uno de esos pequeñ os patio interiores que hay
diseminados por el recinto del palacio,; situada en el
ala en que tiene su despacho el procurador g-neral.
Este pequeñ o patio sirve de patio de paseo para la
sec ció n de mujeres. Segú n ó rdenes del juez de
instrucció n,: director tuvo cierta consideració n por
Lucien, de modo qu fue conducido, por el mismo
camino, a una celda vecina d las Pistolas.
Por lo general, la gente que nunca tendrá
altercados co la justicia concibe las má s negras
ideas sobre la incomunica ció n. La idea de justicia
criminal suele Ir asociada con la viejas ideas sobre
la antigua tortura, sobre la insalubridad d las
cá rceles, la frialdad de los muros de piedras
rezumand humedad, la brutalidad de los carceleros
y la mala alimenta ció n, que constituyen accesorios
obligados en los dramas; pero no es inútil decir aquí
que tales exageraciones no existen má que en el
teatro, y hacen sonreı́r a los magistrados, a lo
abogados y a los que visitan por curiosidad las
prisiones o va a observarlas. Durante mucho
tiempo, é stas estuvieron en condiciones terribles. Es
cierto que los acusados, bajo el antiguo Parlamento,
en los siglos de Luis XIII y de Luis XIV, eran
amontonados confusamente en una especie de
entresue lo situado encima del antiguo rastrillo. Los
encarcelamientos fueron uno de los crı́menes de la
revolució n de 1789, y basta con ver el calabozo de
la reina y el de la señ ora Elizabeth para sentir un
profundo horror por las antiguas formas judiciales.
Pero actualmente, aun cuando la ilantropı́a haya
causado dañ os incalculables a la sociedad, ha traı́do
en cambio algunos alivios para los individuos.
Debemos a Napoleón el Código penal, que es uno de
los monumentos má s importantes de este reinado
tan breve, má s aú n que el Có digo civil, cuya reforma
en algunos puntos es urgente. Este nuevo Có digo
penal colmó un verdadero abismo de sufrimientos.
Ası́ pues, puede a irmarse que, dejando aparte las
horribles torturas morales a las que se ven
sometidas las personas de las clases superiores al
caer bajo el imperio de la Justicia, la acció n de este
poder es de una enorme dulzura y simplicidad, que
por inesperadas resultan aú n má s sensibles. El
inculpado y el preso preventivo no está n alojados,
ciertamente, como en su casa; pero en las prisiones
de Parı́s se halla lo necesario. Por otra parte, la
gravedad de los sentimientos que a uno le abruman
quita a los accesorios de la vida su signi icado ha
bitual. Nunca es el cuerpo el que sufre. El espı́ritu se
halla en una situació n tan violenta, que puede
soportarse fá cilmente todo malestar o toda
brutalidad, en caso de que se produzcan. Hay que
admitir que, sobre todo en Parı́s, el inocente es
puesto pronto en libertad.
Lucien, al entrar en su celda, halló , pues, una iel
imagen de la primera habitació n que habı́a ocupado
en Parı́s, en el hotel Cluny. Una cama parecida a la
de las fondas má s pobres del Barrio Latino, algunas
sillas oscuras de paja, una mesa y algunos utensilios
componı́an el mobiliario de una de estas
habitaciones, donde a menudo se ponen juntos dos
acusados cuando su comportamiento es tranquilo y
sus crı́menes tranquilizadores, como la falsi icació n
de moneda o la bancarrota. Este parecido entre su
punto de partida, lleno de inocencia, y el punto de
llegada, ú ltimo peldañ o de la vergü enza y del
envilecimiento, hizo vibrar en un ú ltimo esfuerzo su
ibra poé tica, y el desdichado rompió a llorar. Lloro
durante cuatro horas, aparentemente insensible
como una igura de piedra, pero sufriendo por el
hundimiento de todas sus esperanzas, abrumado
por el aplastamiento de todas sus vanidades
sociales, por la aniquilació n de su orgullo, herido en
su egocentrismo de ambicioso, de amante, de
afortunado, de dandy, de parisiense, de poeta, de
voluptuoso y de privilegiado. Todo se habı́a roto en
él debido a esta caída propia t de un Icaro.
Carlos Herrera, por su parte, empezó a dar vueltas
por su celda en cuanto le dejaron solo, como el oso
blanco del zooló gico dentro de su jaula. Examinó
cuidadosamente la puerta y comprobó que no tenı́a
má s agujero que la mirilla. Sondeó todas las
paredes, miró por el cué vano por el que penetraba
una dé bil luz, y pensó : "¡No hay peligro!" Fue a
sentarse a un á ngulo en el cual no pudiera verle el
vigilante mirando por la mirilla. A continuació n se
quitó la peluca y despegó rá pidamente un papel que
se hallaba en el fondo de la misma. El lado del papel
que estaba en comunicació n con la cabeza tan
mugriento que parecı́a ser el tegumento de la
peluca. Si a Bibi-Lupin se le hubiera ocurrido
quitarle aquella peluca para veri icar la identidad
del españ ol con Jacques Collin, no habrı́a advertido
el papel, que parecı́a formar parte de la obra del
peluquero. La otra cara del papel estaba aú n lo
bastante blanca y limpia para permitir que se
escribieran algunas lı́neas. La difı́cil y minuciosa
operació n de la despegadura habı́a comenzado en
la Force, puesto que dos horas no habrı́an bastado.
La vı́spera habı́a empleado ya la mitad del dı́a para
este trabajo. El preso empezó recortando aquel
precioso papel hasta conseguir una tira de una
anchura de cuatro o cinco lı́neas, y la partió en
varios pedazos; luego devolvió al insó lito depó sito
su reserva de papel, tras haber humedecido la capa
de goma ará biga gracias a la cual podı́a restablecer
la adherencia. Buscó en un mechó n de cabellos uno
de esos lá pices delgados como al ileres, cuya
fabricació n, debida a Susse, era reciente, y que
estaba ijado a la peluca con cola; tomó un pedazo
bastante grande para escribir y lo su icientemente
pequeñ o para disimularlo en su oreja. Una vez
terminados estos preparativos con la rapidez y con
la seguridad propia de los viejos presidiarios, cuya
destreza es increı́ble, Jacques Collin se sentó al
borde de su cama y se puso a estudiar las
instrucciones que tenı́a que dar a Asia, con la
certidumbre de hallarla en su camino, tanta era la
confianza que tenía en el genio de aquella mujer.
"En mi interrogatorio sumario —pensaba— he
ingido ser españ ol y hablar mal el francé s, he
apelado al embajador, alegando los privilegios
diplomá ticos y ingiendo no comprender nada de lo
que me preguntaban, todo bien salpicado de
debilidades, silencios y suspiros; en suma, de todas
las pamplinas de un agonizante. Mantengá monos en
este mismo terreno. Mis papeles está n en regla. Asia
y yo podremos con el señ or Camusot, que no es
demasiado há bil. El problema es Lucien, se trata de
devolverle la moral, hay que llegar hasta este
muchacho a cualquier precio, y señ alarle una pauta
de conducta; si no se va a entregar é l mismo y me
va a entregar a mı́, y lo echará todo a rodar... Antes
de su interrogatorio tiene que ser adiestrado. Y
ademá s necesito testigos que con irmen mi
condición sacerdotal!"
Tal era la situació n moral y fı́sica de los dos presos
preventivos, cuya suerte dependı́a en aquellos
momentos del señ or Camusot, juez de instrucció n
del Tribunal de primera instancia del Sena, supremo
arbitro, durante el espacio de tiempo que le daba el
có digo penal, de los má s nimios detalles de su
existencia, puesto que é l era el ú nico que podı́a
autorizar que el capellá n, el mé dico de la
Conserjerı́a o quienquiera que fuese se comunicara
con ellos.
No hay poder humano, ni rey, ni ministro de
Justicia, ni primer ministro, que pueda inmiscuirse
en el poder de un juez instructor; no hay nada que
le detenga, ni nada que le dirija. Es un soberano
sometido ú nicamente a su conciencia y a la ley. En
este momento en que iló sofos, ilá ntropos y
publicistas no cejan en sus esfuerzos por recortar
todos los poderes sociales, el derecho conferido por
nuestras leyes a los jueces de instrucció n se ha
convertido en blanco de muchos ataques terribles,
que hallan su justi icació n en lo desorbitante de este
derecho. No obstante, para todo hombre razonable
este poder debe seguir siendo inviolable; en ciertos
casos se puede suavizar su ejercicio mediante un
extenso uso de las garantı́as; pero la sociedad,
conmovida ya por la falta de inteligencia y por la
debilidad del jurado (magistratura suprema que
só lo debiera atribuirse a personalidades notables
electas), se verı́a amenazada de ruina si se rompiera
esta columna que sostiene todo nuestro derecho
penal. La detenció n preventiva es una de esas
facultades terribles y necesarias cuyo peligro social
está compensado por su propia grandeza, por otra
parte; descon iar de la magistratura es un comienzo
de disolució n social. Destruyase la institució n,
reconstituyase sobre otras bases; pı́dase, como
antes de la Revolució n, enormes garantı́as de
fortuna para la magistratura; pero que no se pierda
la fe en ella que no la convierta en imagen de la
sociedad, con todo lo que é sta tiene de condenable.
Hoy en dı́a el magistrado, retribuido como un
funcionario, pobre la mayor parte de veces, ha
trocado su dignidad de antañ o por una altanerı́a
que parece intolerable a todos los que se han hecho
sus iguales; porque la altanerı́a es una dignidad sin
base de sustentació n. En eso radica el vicio de la
institució n actual. Si Francia estuviera dividida en
diez jurisdicciones, se podrı́a elevar el rango de la
magistratura exigiendo grandes fortunas, lo cual
resulta imposible con veintisé is jurisdicciones. La
ú nica mejora real que puede reclamarse en el
ejercicio del poder atribuido al juez de instrucció n
es la rehabilitació n de la prisió n preventiva. El
estado preventivo no deberı́a signi icar ningú n
cambio en las costumbres de los individuos. Las
prisiones preventivas de Parı́s deberı́an construirse,
amueblarse y disponerse de tal forma que se
modi icaran profundamente las ideas de la gente
acerca de la situació n de los presos preventivos. La
ley es buena y necesaria, pero su ejecució n es mala,
y la opinió n pú blica juzga las leyes segú n la manera
de proceder. La opinió n pú blica en Francia condena
a los presos preventivos y rehabilita a los acusados
por una contradicció n explicable. Quizá sea el
resultado del espı́ritu esencialmente criticó n del
francé s. Esta inconsecuencia del pú blico parisiense
fue uno de los motivos que contribuyeron a la
catá strofe de este drama; como ya se verá , fue
incluso uno de los má s poderosos. Para
comprender adecuadamente las terribles escenas
que se desarrollan en los despachos de los jueces
de instrucció n, para conocer bien la situació n
respectiva de las dos partes beligerantes, los
detenidos y la Justicia, cuya lucha tiene por objeto el
secreto que ambos preservan de la curiosidad del
juez —tan justamente llamado el curioso en la jerga
carcelaria—, nunca debe olvidarse que los presos
preventivos encerrados en estado de
incomunicació n desconocen todo lo que dicen los
siete u ocho públicos particulares que constituyen el
pú blico en general, todo lo que saben la policı́a, la
justicia y lo poco que publican los perió dicos de las
circunstancias del crimen. Por esta razó n, dar a un
preso una noticia como la que Jacques Collin
acababa de recibir de Asia sobre la detenció n de
Lucien, es como echar una cuerda a un hombre que
se ahoga. Se verá có mo fracasa un intento que, de
no haber sido por aquella comunicació n, el
presidiario no habrı́a podido realizar. Una vez
planteados los té rminos del problema, la gente
menos impresionable va a asustarse de los
resultados de estas tres causas de terror: el
secuestro, el silencio y el remordimiento.
El señ or Camusot, yerno de uno de los escribanos
del gabinete real, su icientemente conocido ya para
explicar sus alianzas y su posició n, se hallaba en
aquellos momentos en un estado de perplejidad casi
idé ntico al de Carlos Herrera respecto a la
instrucció n que se le habı́a con iado. En otro tiempo
habı́a sido presidente de un tribunal de apelació n y
habı́a sido llamado para ocupar un puesto de juez
en Parı́s, una de las plazas má s codiciadas de la
magistratura, gracias a la protecció n de la cé lebre
duquesa de Maufrigneuse, cuyo esposo, infante del
Delfı́n y coronel de uno de los regimientos de
caballerı́a de la guardia real, gozaba del favor del
rey, ası́ como ella del de la reina. Por un favor
insigni icante, aunque importantı́simo para la
duquesa, con ocasió n de la falsa denuncia contra el
joven conde de Esgrignon puesta por un banquero
de Alençon (vé ase en las ESCENAS DE LA VIDA DE
PROVINCIAS, El gabinete de antigü edades), de
simple juez de provincias habı́a ascendido a
presidente y de presidente a juez instructor en
Parı́s. Desde hacı́a dieciocho meses formaba parte
del tribunal má s importante del reino, y habı́a
podido, bajo la recomendació n de la duquesa de
Maufrigneuse, prestarse a los propó sitos de una
gran dama no menos poderosa, la marquesa de
Espard; pero habı́a fracasado. (Vé ase La
interdicció n.) Como se ha dicho al comienzo de esta
obra, Lucien, para vengarse de la señ ora de Espard,
que querı́a incapacitar a su marido, pudo
restablecer la verdad de los hechos a los ojos del
procurador general y del conde de Sé rizy. Cuando
estas dos altas potencias estuvieron alineadas junto
a los amigos del marqué s de Espard, la esposa só lo
se libró de la acusació n del tribunal gracias a la
clemencia del esposo. El dı́a antes la marquesa de
Espard, al enterarse de la detenció n de Lucien,
habı́a enviado a su cuñ ado el caballero de Espard a
casa de la señ ora Camusot. La señ ora Camusot se
habı́a ido inmediatamente a visitar a la ilustre
marquesa. En el momento de la cena, al volver a su
casa, habı́a cogido a su esposo aparte en su
dormitorio.
—Si puedes mandar al presuntuoso Lucien de
Rubempré a la sala de lo criminal y lograr una
condena contra é l —le dijo al oı́do—, será s
consejero en el Tribunal Real...
—¿Y de qué manera?
—La señ ora de Espard quisiera ver caer la cabeza
de este pobre muchacho. Sentı́a escalofrı́os oyendo
cómo hablaba el odio de una mujer hermosa.
—No te mezcles en los asuntos del Palacio de
Justicia —contestó Camusot a su mujer.
—¿Yo mezclarme? —repuso ella—. Cualquiera
hubiera podido escucharnos: no habrı́a sabido de
qué hablá bamos. La marquesa y yo hemos estado la
una con la otra tan deliciosamente hipó critas como
lo está s siendo tú conmigo en estos momentos.
Querı́a agradecerme tus buenos o icios en su
asunto, dicié ndome que, pese a la falta de é xito, te
está muy reconocida. Me ha hablado de la terrible
misió n que la ley os atribuye. "Es horrible tener que
mandar a un hombre al patı́bulo, pero en este caso...
¡sı́ que es hacer justicia!, etc." Ha lamentado que un
joven tan guapo, traı́do a Parı́s por su prima, la
señ ora Du Châ telet, haya llegado tan bajo. "¡Ahı́ es
adonde las malas mujeres, como una Coralie o una
Esther (decı́a), llevan a los jó venes lo bastante
corrompidos como para repartirse con ellas unas
ganancias envilecedoras!" Y luego unos hermosos
discursos sobre la caridad y sobre la religió n... La
señ ora Du Châ telet le habı́a dicho que Lucien
merecı́a mil veces la muerte, por haber estado a
punto de matar a su hermana y a su madre. Ha
hablado de una vacante en el Tribunal Real, de —
que conocı́a al ministro de Justicia. "¡Su esposo,
señ ora, tiene una gran ocasió n para distinguirse!",
dijo para terminar. Y eso es todo.
—Nos distinguimos cada dı́a, haciendo nuestro
deber —dijo Camusot.
—Irá s lejos si eres magistrado en todas partes,
incluso con tu mujer —exclamó la señ ora Camusot
—. Vaya, te creía bobo; hoy en cambio te admiro...
Sobre los labios del magistrado se dibujó una de
estas sonrisas que son exclusivas de los jueces,
como la sonrisa de las bailarinas, que tambié n es
exclusiva de ellas. —Señ ora, ¿puedo entrar? —
preguntó la camarera. —¿Qué quiere de mı́? —le
dijo su ama. —Señ ora, la primera doncella de la
señ ora duquesa de Maufrigneuse ha venido aquı́
durante la ausencia de la señ ora, y ruega a la
señ ora, de parte de su ama, que vaya en seguida y
sin falta al palacio de Cadignan.
—Que aplacen la cena —dijo la mujer del juez,
pensando que el conductor del coche de punto que
la había llevado estaría esperando el pago.
Se volvió a poner el sombrero, subió al coche de
punto, y a los veinte minutos estuvo en el palacio
Cadignan. La señ ora Camusot, que fue introducida
por una puerta lateral, esperó durante unos diez
minutos sola en un gabinete adyacente al
dormitorio de la duquesa, que se presentó con un
aspecto resplandeciente, puesto que partı́a para
Saint-Cloud, donde la reclamaba una invitació n en la
corte.
—Hija mía, entre nosotras, bastan dos palabras.
—Sí, señora duquesa.
—Lucien de Rubempré está detenido, su esposo
instruye el sumario; yo garantizo la inocencia de
este pobre muchacho: que esté libre antes de las
veinticuatro horas. Esto no es todo. Alguien quiere
ver a Lucien mañ ana, en secreto, en su celda; su
esposo, si quiere, podrá estar presente, con tal que
no se deje ver... Soy iel para con los que me sirven,
ya lo sabe usted. El rey espera mucho del valor de
sus magistrados en las graves circunstancias en que
va a encontrarse pronto; yo haré progresar a su
marido, le recomendaré como a una persona leal al
rey, aun a riesgo de su cabeza. Nuestro Camusot
será primero consejero, luego primer presidente
donde sea... Adió s..., me esperan; me perdona usted,
¿verdad? No só lo complacerá al procurador general
que, en esta cuestió n, no puede pronunciarse, sino
que ademá s salva la vida a una mujer que agoniza, a
la señ ora de Sé rizy. De modo que no le faltará n
apoyos... Vamos, ya ve mi con ianza, no es menester
que le recomiende... ¡ya sabe! Se puso el ı́ndice
sobre los labios y se marchó . "¡Y no poderle decir
que la marquesa de Espard quiere ver a Lucien en
el patı́bulo!...", pensaba la mujer del magistrado
volviendo a su coche.
Llegó en un tal estado de ansiedad, que al verla el
juez le dijo:
—Amélie, ¿qué tienes?...
—Estamos entre dos fuegos...
Contó a su esposo la entrevista que acababa de
tener con la duquesa hablá ndole al oı́do, tal era su
temor de que la sirvienta escuchara tras la puerta.
—¿Cuá l de las dos es má s poderosa? —dijo al
terminar—. La marquesa estuvo a punto de
comprometerte con el estú pido asunto de la
interdicció n de su marido, mientras que a la
duquesa se lo debemos todo. Una me ha hecho
promesas vagas, mientras que la otra ha dicho:
Primero será consejero y luego primer presidente...
Dios me libre de darte ningú n consejo, jamá s me
entrometeré en los asuntos del Palacio de Justicia;
pero tenía que transmitirte con toda fidelidad lo que
se dice en la corte y lo que allí se prepara...
—¿No sabes, Amé lie, lo que me ha mandado el
prefecto de policı́a y a travé s de qué persona? A
travé s de uno de los hombres má s importantes de
la policı́a general del reino, el Bibi-Lupin de la
polı́tica, el cual me ha dicho que el Estado tiene
ciertos intereses secretos ligados con este asunto.
Cenemos y vayamos al Varieté s... Ya hablaremos
esta noche de todo esto, en el despacho, donde
estaremos má s tranquilos; necesitaré tu inteligencia,
ya que la del juez quizá no baste...
Nueve de cada diez magistrados negará n la
in luencia de la mujer sobre el marido en ocasió n
semejante; pero, aunque se trate de una de las
excepciones sociales má s importantes, puede
hacerse notar que es cierta, aun cuando accidental.
El magistrado é s como el sacerdote, sobre todo en
Parı́s, donde se halla la é lite de la magistratura:
raramente habla de los asuntos del Palacio, y só lo lo
hace cuando se trata de casos ya sentenciados. Las
esposas de los magistrados no só lo ingen no saber
nunca nada, sino que ademá s tienen todas el
su iciente sentido de las conveniencias para
adivinar que molestarı́an a sus maridos si, cuando
está n enteradas de algú n secreto, lo dieran a
entender. No obstante, en las grandes ocasiones en
las que está en juego un ascenso, muchas esposas
asisten, como Amé lie, a la deliberació n del
magistrado. Estas excepciones, que siempre son
dudosas por ser desconocidas, dependen por
completo de la manera en que la lucha entre los dos
caracteres se ha desarrollado en el seno del
matrimonio. La señ ora Camusot dominaba
enteramente a su esposo. Cuando todos dormı́an en
la casa, el magistrado y su esposa se sentaron en el
despacho, sobre el cual el juez habı́a ordenado ya
todos los documentos del caso.
—He aquı́ las notas que me ha remitido el prefecto
de policı́a, a petició n mı́a, por otra parte —dijo
Camusot.

EL PADRE CARLOS HERRERA


"Este individuo es seguramente el llamado Jacques
Collin, apodado Engañ amuertes, cuya ú ltima
detenció n se remonta al añ o 1819 y tuvo lugar en el
domicilio de una tal señ ora Vauquer, casa de
hué spedes de la calle Neuve-Sainte-Genevié ve,
donde permanecı́a escondido bajo el nombre de
Vautrin."
En el margen estaba escrito, de puñ o y letra del
prefecto de policía:
"Se ha dado, orden por telé grafo a Bibi-Lupin, jefe
de la policı́a de seguridad, de que vuelva
inmediatamente para facilitar su identi icació n,
puesto que conoce personalmente a Jacques Collin,
a quien hizo detener en 1819 con la ayuda de una
tal señorita Michonneau.
"Los hué spedes que se alojaban en la casa Vauquer
viven todavı́a y pueden ser citados para establecer
la identidad.
"El supuesto Carlos Herrera es el amigo ı́ntimo y
consejero del señ or de Rubempré , al que, durante
tres añ os, ha estado proporcionando sumas
considerables, provenientes sin ninguna duda de
robos.
"Esta solidaridad, si llega a establecerse la identidad
del supuesto españ ol y de Jacques Collin, es motivo
su iciente de condena para el señ or Lucien de
Rubempré.
"La sú bita muerte del agente Peyrade se debió a un
envenenamiento provocado por Jacques Collin, por
Rubempré o por alguno de sus secuaces. El motivo
de este asesinato estriba en que dicho agente
andaba desde hacı́a tiempo tras las huellas de estos
dos hábiles criminales."
El magistrado señ aló la siguiente frase, escrita en el
margen por el propio prefecto de policía:
"Todo esto es de mi informació n personal, y tengo
la certeza de que el señ or Lucien de Rubempré se
ha burlado indignamente de Su Señ orı́a el conde de
Sérizy y del señor procurador general."
—¿Qué te parece, Amélie?
—¡Es espantoso!... —contestó la mujer del juez—. A
ver, terminemos.
"La sustitució n del sacerdote españ ol Carlos
Herrera por el presidiario Collin es el producto de
algú n crimen má s há bil que aquel por el cual
Cogniard se convirtió en conde de Sainte-Hélène."
"Lucien Chardon, hijo de un farmacé utico de
Angulema y cuya madre era señ ora de Rubempré ,
debe a una ordenanza real el derecho a llevar el
apellido de Rubempré . Esta ordenanza fue
concedida a petició n de la señ ora duquesa de
Maufrigneuse y del señor conde de Sérizy.
"En 182..., este joven llegó a Parı́s sin ningú n medio
de existencia, con la ayuda de la señ ora condesa
Sixte du Chá -telet, que entonces llevaba el nombre
de señ ora de Bargeton, prima de la señ ora de
Espard.
"Faltó a la gratitud debida a la señ ora de Bargeton
y vivió maritalmente con una tal señ orita Coralie,
actriz del Gymnase; actualmente difunta, que, para
vivir con é l, abandonó al señ or Camusot,
propietario de una tienda de sedas de la calle de
Bourdonnais.
"Pronto se hundió en la miseria por la insu iciencia
de la ayuda que le daba la actriz y comprometió
gravemente a su honorable cuñ ado, impresor de
Angulema, poniendo en circulació n letras falsas,
para cuyo pago David Sé chard fue detenido durante
una breve estancia del susodicho Lucien en
Angulema.
"Este asunto determinó la huida de Rubempré , que
reapareció repentinamente en Parı́s en compañ ı́a
del padre Carlos Herrera.
"Sin medios de vida conocidos, el señ or Lucien ha
gastado durante los tres primeros añ os de su
segunda estancia en Parı́s un promedio de
trescientos mil francos, aproximadamente, que só lo
podı́a lograr de parte del supuesto sacerdote Carlos
Herrera; pero, ¿a título de qué?
"Ademá s, ha gastado recientemente má s de un
milló n en la compra de la inca de Rubempré para
cumplir una condición estipulada para hacer posible
su enlace con la señ orita Clotilde de Grandlieu. La
ruptura de este casamiento se debe a que la familia
de Grandlieu, a la que Lucien habı́a dicho que tal
cantidad provenı́a de su cuñ ado y de su hermana,
mandó pedir informació n a los respetables esposos
Sé chard, en particular a travé s del procurador
Dervı́lle, con lo que se comprobó que no só lo
ignoraban dichas adquisiciones, sino que ademá s
creían que Lucien estaba muy endeudado.
"La herencia recibida por los esposos Sé chard
consiste en inmuebles, y el dinero en metá lico,
segú n su declaració n, apenas ascendı́a a doscientos
mil francos.
"Lucien vivı́a secretamente con Esther Gobseck, y
no hay duda de que todos los obsequios del baró n
de Nucingen, protector de esta señ orita, han pasado
a manos de Lucien.
"Lucien y su compañ ero el presidiario han podido
aguantarse má s tiempo que Cogniard ante la
opinió n pú blica sacando sus recursos de la
prostitució n de la susodicha Esther, que habı́a sido
en otro tiempo ramera sumisa".
Pese a la repetició n ociosa que representan estas
notas en el curso de la narració n, era necesario
detallarlas textualmente para hacer comprender el
papel de la policı́a en Parı́s. Como pudo verse ya a
propó sito del informe pedido acerca de Peyrade, la
policı́a tiene unos icheros casi siempre exactos
sobre todas las familias y sobre todos los individuos
cuya vida es sospechosa o cuyas acciones son
reprensibles. No desconoce nada de cualquier
desviació n. Esta agenda universal, este registro de
conciencias, está tan al dı́a como el registro de
fortunas hecho por el Banco de Francia. Ası́ como el
Banco señ ala los má s ligeros retrasos en asunto de
pagos, sopesa todos los cré ditos, valora a los
capitalistas y vigila todas sus operaciones, la policı́a
procede igual respecto a la honradez de los
ciudadanos. En esto, igual que en el Palacio de
Justicia, la inocencia no tiene nada que temer, la
acció n só lo se ejerce sobre las faltas. Por alta que
esté situada una familia no puede escapar a esta
providencia social. La discreció n de este poder, por
otra parte, es tan grande como su extensió n. Esta
enorme cantidad de atestados de los comisarios de
policı́a, de informes, de observaciones, de ichas,
este océ ano de informaciones duerme inmó vil,
profundo y tranquilo como el mar. En cuanto
ocurre un accidente, en cuanto apuntan el delito o el
crimen, la justicia apela a la policı́a; y en seguida, en
caso de que exista una icha sobre los inculpados, el
juez se informa de ella. Estos icheros en los que
son analizados los antecedentes, son informaciones
que mueren entre las paredes del Palacio de
Justicia; la justicia no puede hacer de ellos ningú n
uso legal, sino que se limita a utilizarlos para aclarar
las situaciones. Estos pedazos de cartó n
proporcionan de algú n modo el envé s del
alfombrado de los crı́menes, sus causas primeras y
casi siempre inéditas. Ningún jurado les daría fe, y el
paı́s entero se alzarı́a de indignació n si se alegara su
testimonio en el proceso oral en la sala de lo
criminal. Es la verdad condenada a quedarse en sui
pozo, como en todas partes y siempre. No hay
magistrado que, despué s de doce añ os de prá ctica
en Parı́s, no sepa que la sala de lo criminal y la
policı́a correccional ocultan la mitad de esas
infamias, que son como el lecho sobre el cual
durante mucho tiempo se ha estado incubando el
crimen; no hay magistrado que, ademá s, no con iese
que la Justicia deja sin castigo la mitad de los delitos
que se cometen. Si la gente pudiera saber hasta
dó nde llega la discreció n de los empleados de la
policı́a que tienen memoria, sentirı́a por esta buena
gente la misma reverencia que por Cheverus.
Abunda la creencia de que la policı́a es astuta y
maquiavé lica, cuando de hecho su benignidad es
excesiva; de hecho se limita a escuchar las pasiones
en su paroxismo, a recibir delaciones y a guardar
todas sus observaciones. No es temible má s que por
un lado. Lo que hace por la Justicia, lo hace tambié n
por la polı́tica. Pero en polı́tica es tan cruel y tan
parcial como la antigua Inquisición.
—Dejemos esto —dijo el juez, poniendo los papeles
en el archivo—; esto es un secreto entre la policı́a y
la justicia, el juez ya comprobará qué grado de
validez tiene todo esto; el señ or y la señ ora
Camusot ignoran que existe.
—¿Qué necesidad tienes de repetirme esto? —dijo
la señora Camusot.
—Lucien es culpable —repuso el juez—; pero, ¿de
qué?
—Un hombre a quien aman la duquesa de
Maufrigneuse, la condesa de Sé rizy y Clotilde de
Grandlieu no es culpable —respondió Amé lie—;
otro tiene que haberlo hecho todo.
—¡Pero Lucien es có mplice suyo! —exclamó
Camusot.
—¿Quieres seguir mi consejo?... —dijo Amé lie—.
Devuelve el cura al mundo diplomá tico, al que sirve
de hermosı́simo adorno, declara inocente a ese
pobre desventurado y busca otros culpables...
—¡Có mo te lanzas! —respondió el juez, sonriendo
—. Las mujeres tienden a la meta a travé s de las
leyes, como los pá jaros, a los que nada detiene en el
aire.
—Mira —repuso Amé lie—, ya sea un diplomá tico o
un presidiario, el padre Carlos te indicará alguno
que pueda sacarte del atolladero.
—Yo no soy má s que un gorro y tú eres la cabeza
—dijo Camusot a su esposa.
—¡Bien! La deliberació n se ha terminado; ven a dar
un beso a tu Mélie, ya es la una...
Y la señ ora Camusot fue a acostarse, dejando que
su marido ordenara sus papeles y sus ideas
pensando en los interrogatorios a que tenı́a que
someter a los dos presos preventivos el dı́a
siguiente.
Ası́ pues, mientras los coches celulares conducı́an a
Jac-ques Collin y a Lucien a la Conserjerı́a, el juez de
instrucció n, despué s del desayuno, cruzaba Parı́s a
pie, de acuerdo con la modestia caracterı́stica de los
magistrados de la ciudad, para dirigirse a su
despacho, adonde habı́an llegado ya todos los
documentos del caso. A continuació n se verá de qué
manera. Todos los jueces de instrucció n tienen a su
servicio a un escribano, a una especie de secretario
judicial jurado, cuya raza se perpetú a sin primas y
sin estı́mulos, produciendo siempre excelentes
especı́menes cuyo mutismo es espontá neo y
absoluto. En el palacio, desde los orı́genes de los
parlamentos hasta hoy, se desconoce cualquier caso
de indiscreció n respecto a las instrucciones
judiciales que hayan cometido los escribanos. Gentil
vendió el recibo dado a Semblanay por Luisa de
Saboya, un funcionario de la Defensa vendió a
Czernicheff el plan de la campañ a de Rusia; todos
estos traidores eran má s o menos ricos. La
perspectiva de un empleo en el Palacio —el de una
escribanı́a— y la conciencia profesional bastan para
convertir al escribano de un juez de instrucció n en
aventajado rival de las tumbas, ya que las tumbas
han perdido su discreció n debido a los avances de
la quı́mica. Estos empleados son la pluma en
persona del juez. Mucha gente comprende que se
pueda ser el eje de una má quina y en cambio se
preguntan có mo puede uno conformarse siendo
una de sus tuercas; lo cierto es que una tuerca
puede sentirse feliz de serlo, y es posible que tenga
miedo de la má quina. El escribano de Camusot,
muchacho de veintidó s añ os llamado Coquart, habı́a
pasado por la mañ ana a recoger todos los
documentos y observaciones del juez, y lo habı́a
preparado todo en su despacho cuando el
magistrado aú n vagando junto a las orillas del rı́o,
mirando antigü edades en las tiendas y
preguntá ndose en su fuero interno: "¿Có mo
habé rselas con un tipo tan há bil como Jacques
Collin, suponiendo que se trate de é l? El jefe de la
policı́a de seguridad reconocerá , yo tengo que dar
la sensació n de estar cumpliendo con mi profesió n,
aunque só lo sea de cara a la policı́a. Veo tantas
di icultades, que pienso que lo mejor será
convencer a la marquesa y a la duquesa
enseñ á ndoles las ichas de la policı́a, y vengaré a mi
padre de la afrenta que le hizo Lucien quitá ndole a
Coralie... Si logro desenmascarar a unos criminales
tan abyectos, adquiriré un gran prestigio y pronto
todos los amigos de Lucien renegará n de é l. Vamos,
el interrogatorio lo decidirá."
Entró en una tienda de antigü edades, atraı́do por
un reloj de Boule.
"Ni mentir a mi conciencia ni dejar de servir a dos
grandes damas, eso es una obra maestra de
habilidad", se decía para sus adentros.
—Vaya, usted tambié n aquı́, señ or procurador
general —dijo Camusot en alta voz—. ¿Está
buscando medallas?
—Es una a ició n que tenemos casi todos los
leguleyos —contestó riendo el conde Grandville—,
¡a causa de los reversos!
Y, tras haber mirado la tienda durante algunos
instantes, como si pusiera té rmino a su examen, se
llevó a Camusot a lo largo del rı́o, sin que Camusot
dejara de pensar que aquel encuentro respondı́a a
una casualidad.
—Esta mañ ana va a interrogar usted al señ or de
Rubempré —dijo el procurador general—. Pobre
muchacho, cómo le quería...
—Hay muchos cargos contra él —dijo Camusot.
—Sı́, ya he visto los informes de la policı́a; pero en
parte provienen de un agente que no depende de la
prefectura, del famoso Corentin, un hombre que ha
hecho cortar el cuello a má s inocentes que
culpables pueda usted mandar al patı́bulo, v—. Pero
este individuo está fuera de nuestro alcance. Sin
querer in luir sobre la conciencia de un magistrado
como usted, no puedo dejar de hacerle observar
que si llegara usted a la convicció n del
desconocimiento por parte de Lucien del
testamento de aquella muchacha, se desprenderı́a
de ello que 150 tenı́a ningú n interé s en que
muriera, puesto que le proporcionaba unas sumas
prodigiosas de dinero...
—Se tiene la seguridad de que estaba ausente
durante el envenenamiento de la tal Esther —dijo
Camusot—. Estaba en Fontainebleau, esperando
entrevistarse con la señ orita de Grandlieu y la
duquesa de Lenoncourt.
—¡Oh! —repuso el procurador general—,
conservaba tantas esperanzas acerca de su
matrimonio con la señ orita de Grandlieu (lo sé por
boca de la propia duquesa de Grandlieu), que no es
posible suponer que un joven de tanto ingenio lo
comprometa todo con un crimen inútil.
—Sı́ —dijo Camusot—, sobre todo si es cierto que
esta Esther le daba todo cuanto ganaba...
—Derville y Nucingen dicen que murió sin saber
nada de la herencia que le habı́a correspondido
desde hacia tiempo —añadió el procurador general.
—Pero, ¿qué piensa usted entonces? —preguntó
Camusot—. Porque algo hay...
—Pienso en un crimen cometido por los criados —
contestó el procurador general.
—Por desgracia —hizo observar Camusot—, es
muy coherente con la manera de actuar de Jacques
Collin (puesto que el sacerdote españ ol es con toda
seguridad este presidiario evadido) quedarse con
los setecientos mil francos conseguidos con la venta
de los valores al tres por ciento donados por
Nucingen.
—Pé selo bien todo, querido Camusot, tenga
prudencia. El padre Carlos Herrera pertenece al
cuerpo diplomá tico... pero... un embajador que
comete un crimen deja de estar protegido por su
estatuto. La cuestió n má s importante es si se trata o
no del padre Carlos Herrera...
Y el señ or de Grandville se despidió , saludando sin
esperar respuesta.
"¿Ası́ que tambié n é l quiere salvar a Lucien?",
pensó Camusot, siguiendo por el muelle de las
Lunettes, mientras el procurador general entraba
en el Palacio de Justicia por el patio de Harlay.
Una vez en el patio de la Conserjerı́a, Camusot
entró en el despacho del director de la cá rcel y
condujo a é ste al centro del patio, para poder
hablar sin miedo a ser oído.
—Querido amigo, há game el favor de ir a la Force a
enterarse de si su colega guarda en estos momentos
algú n recluso que haya estado en el presidio de
Toulon entre 1810 y 1815; mire tambié n si usted
mismo tiene alguno. Haremos trasladar aquı́ a los
de la Force por algunos dı́as, y me dirá usted si el
supuesto cura españ ol es identi icado por ellos con
Jacques Collin, llamado Engañamuertes.
—Bien, señ or Camusot; pero Bibi-Lupin ha
regresado...
—¡Ah! ¿Ya está aquí? —exclamó el juez.
—Estaba en Melun. Le han dicho que se trataba de
Engañ amuertes y ha sonreı́do de contento; espera
sus órdenes...
—Mándemelo.
El director de la Conserjerı́a tuvo entonces ocasió n
de transmitir al juez instructor la demanda de
Jacques Collin, cuyo deplorable estado refirió.
—Tenı́a ya la intenció n de interrogarle el primero
—respondió el magistrado—, pero no a causa de su
salud. Esta mañ ana he recibido una nota del
director de la Force. Resulta que este individuo, que
pretende estar agonizando desde hace veinticuatro
horas, durmió tan bien, que entraron en su celda de
la Force sin que oyera al mé dico, a quien el director
habı́a mandado buscar; el mé dico ni siquiera le
cogió el pulso, sino que le dejó dormir; lo cual
prueba que su salud es tan buena como su
conciencia. Só lo creeré en esta enfermedad para
estudiar el juego que está llevando —dijo con una
sonrisa el señor Camusot.
—Cada dı́a se aprende algo con los preventivos y
los acusados —hizo notar el director de la
Conserjería.
La prefectura de policı́a comunica con la
Conserjerı́a, y los magistrados, ası́ como el director
de la prisió n, conocedores de tales pasillos
subterrá neos, pueden personarse en ella con toda
rapidez. Ası́ se explica la milagrosa facilidad con que
el ministerio iscal y los presidentes de la sala de lo
criminal pueden conseguir ciertas informaciones sin
abandonar las sesiones. Cuando el señ or Camusot
llegó a lo alto de la escalera que lleva a su gabinete,
se encontró con Bibi-Lupin, que habia llegado de la
sala de los Pasos Perdidos. —¡Cuá nto celo! —le dijo
el juez, sonriendo. —¡Oh! Es que si es é l —contestó
el jefe de la policı́a de seguridad—, se armará una
zarabanda terrible en el patio de la cá rcel, por
pocos que sean los reincidentes que se encentren
allí.
—¿Y por qué razón?
—Engañ amuertes se ha alzado con sus fondos, y sé
que ellos han jurado exterminarlo.
Ellos eran los reclusos cuyos fondos, dejados bajo
la custodia de Engañ amuertes, habı́an sido
disipados para ayudar a Lucien, como ya es sabido.
—¿Podrı́a usted encontrar testigos de su ú ltima
detención?
—Dé me usted dos citaciones de testigos, y se los
traeré
hoy mismo.
—Coquart —dijo el juez, quitá ndose los guantes y
de jando su bastó n y su sombrero en un rincó n—,
rellene dos citaciones de acuerdo con lo que le diga
el señor agente.
Se miró en un espejo situado sobre el marco de la
chimenea, en el cual había una jofaina y una jarra de
agua. A un lado habı́a un garrafó n lleno de agua y
un vaso, y al otro una lá mpara. El juez tocó el
timbre. El ujier se presentó a los pocos minutos.
—¿Hay alguien que me espere?—preguntó al ujier
encargado de recibir a los testigos, veri icar sus
citaciones y colocarlos de acuerdo con su orden de
llegada.
—Sí, señor.
—Tome los nombres de las personas que han
venido y tráigame la lista.
Los jueces de instrucció n, avaros de tiempo, está n
obligados a veces a llevar varias instrucciones a la
vez. Ésta es la causa de las largas esperas que deben
hacer los testigos convocados en la sala donde
está n los ujieres y donde suenan los timbres de los
jueces de instrucción.
—Despué s —dijo Camusot a su ujier— irá a buscar
padre Carlos Herrera.
—¡Vaya! ¿Se hace pasar por españ ol? Finge ser
sacerdote, segú n me han dicho. ¡Bah! Se lo ha
copiado de Collet, señ or Camusot —exclamó el jefe
de la policía de seguridad!
—No hay nada nuevo —contestó Camusot.
Y el juez irmó dos de esas impresionantes
citaciones que turban a todo el mundo, incluso a los
testigos má s inocentes, a quienes la justicia ordena
comparecer, bajo la amenaza de graves penas en
caso de que se nieguen a obedecer.
En aquel instante Jacques Collin hacı́a media hora
que habı́a terminado su profunda deliberació n, y
estaba sobre las armas. Nada mejor que las pocas
lı́neas que habı́a escrito sobre sus grasientos
papeles puede acabar de per ilar a esta igura del
pueblo en rebeldía contra las leyes.
El sentido del primero era el siguiente, porque
estaba escrito en el lenguaje convenido entre Asia y
é l, que era la jerga de la jerga o la cifra aplicada a la
idea.
"Ve a casa de la duquesa de Maufrigneuse o a casa
de la señ ora de Sé rizy, que una u otra vea a Lucien
antes de su interrogatorio y le dé a leer el papel que
te adjunto. Luego hay que encontrar a ese par de
ladrones de Europa y Pac-card para que se pongan
a mi disposició n y se dispongan a desempeñ ar el
papel que les indicaré.
"Apresú rate a ver a Rastignac y dile, de parte de
aquel a quien encontró en el baile de la Opera, que
venga a atestiguar que el padre Carlos Herrera no
se parece en nada al Jacques Collin detenido en casa
de la Vauquer.
"Hay que lograr lo mismo del doctor Bianchon.
"Hay que hacer trabajar a las dos mujeres de
Lucien para este mismo fin."
En el papel adjunto, decía, en buen francés:
"Lucien, no con ieses nada respecto a mı́. Para ti
tengo que ser el padre Carlos Herrera. No se trata
só lo de tu justi icació n, sino que con un poco de
compostura logrará s siete millones y tener el honor
a salvo."
El preso pegó los dos papeles por el lado de la
escritura, de tal manera que pareciera que se
trataba de un fragmento de la misma hoja, e hizo
con ellos una bola, con una destreza que es propia
de los que han estado soñ ando en un presidio
sobre los medios de lograr la Ubertad. El papel
adquirió la lorma y la consistencia de una bolita
mugrienta, parecida a los pegotes de cera con los
que las mujeres ahorradoras reparan las agujas de
coser cuando se les rompe el ojo.
Si voy yo primero a la instrucció n, estamos
salvados; pero si interrogan primero al muchacho,
todo está perdido", pensó mientras esperaba.
El momento era tan cruel que, a pesar de su temple,
se le cubrió la cara de un sudor blanco. Aquel
hombre prodigioso daba en el blanco en su esfera
de crimen, como Moliè re en la ¡esfera de la poesı́a
dramá tica y Cuvier con las especies desaparecidas.
El genio, en todos los campos, consiste en una
intuició n. Por debajo de este fenó meno, las
restantes obras notables se deben al talento. En
esto consiste la diferencia que separa a la gente del
primer orden de la gente del segundo. El crimen
tiene sus iguras geniales. Jacques Collin al acecho
se encontraba con la ambiciosa señ ora Camusot y
con la señ ora de Sé rizy, cuyo amor habı́a rebrotado
bajo el impacto de la terrible catá strofe en que se
hundı́a Lucien. Ası́ procedı́a el postrer esfuerzo de
la inteligencia humana contra la armadura de acero
de la Justicia.
Al oı́r el ruido de la pesada chatarra de cerraduras
y cerrojos de su puerta, Jacques Collin volvió a
ponerse su má scara de agonizante; le ayudó a ello
la embriagadora sensació n de placer que le produjo
el ruido de las botas del vigilante en el pasillo. No
sabı́a por qué medios llegarı́a Asia hasta é l; pero
esperaba encontrá rsela a su paso, sobre todo
despué s de la promesa que ella le habı́a hecho en la
arcada de Saint-Jean.
Despué s de aquel afortunado encuentro, Asia habı́a
bajado hasta la plaza de la Grè ve. Antes de 1830 el
nombre de la Grè ve tenı́a un sentido que hoy se ha
perdido. Toda la parte de la orilla del rı́o que iba
desde el puente de Arcô le hasta el puente Louis-
Philippe estaba entonces tal como la habı́a hecho la
naturaleza, con excepció n de la calzada
pavimentada, que estaba dispuesta en talud. Por eso
cuando el rı́o se salı́a de madre se podı́a ir en barca
bordeando las casas y por las calles inclinadas que
descendı́an al rı́o. En esta orilla, las plantas bajas
estaban casi todas un poco elevadas. Cuando el
agua llegaba al pie de las casas, los coches cogı́an la
espantosa calle de la Mortellerie, que actualmente
ya no existe porque su espacio ha pasado a formar
parte del recinto del Ayuntamiento. De modo que
resultó fá cil a la falsa vendedora empujar el
pequeñ o carro hasta la parte baja de la orilla y
ocultarlo allı́ hasta que la verdadera vendedora, que
estaba bebié ndose el precio de la venta en una de
las viles tabernas de la calle de la Cortellerie, fuera a
recogerlo en el lugar en que Asia habı́a prometido
dejá rselo. En aquellos dı́as se estaba terminando la
ampliación del muelle Pelletier, la entrada de la obra
estaba custodiada por un invá lido y la carretilla
dejada a su vigilancia no corría ningún riesgo.
Asia cogió en seguida un coche de punto en la plaza
del Ayuntamiento, y dijo al cochero:
—¡Al Temple, y de prisa, habrá buena propina!
Con el atuendo de Asia, cualquier mujer podı́a
perderse, sin despertar la menor curiosidad, en la
enorme nave en la que se amontonan todos los
harapos de Parı́s, donde hormiguean muchı́simos
vendedores ambulantes, donde chacharean
centenares de revendedoras. Apenas acababan de
ser encarcelados los dos presos preventivos,
cuando ya Asia estaba hacié ndose vestir en el
interior de un pequeñ o entresuelo hú medo y bajo
situado en una de esas horribles tiendas en las que
se venden todos los retales robados por las
modistas o por los sastres, y regentada por una
vieja solterona llamada la Romette, porque su
nombre de pila era Jé romette. La Romette era para
las vendedoras de ropa lo mismo que las señ oras
La Ressource son para las mujeres que está n en un
aprieto: una usurera al ciento por ciento.
—¡Hija mı́a! —dijo Asia—, me tienes que cambiar
de pies a cabeza. Por lo menos tengo que ser una
baronesa del faubourg Saint-Germain. Y hay que
hacerlo a toda velocidad —añ adió —, tengo los pies
hirviendo. Tú ya sabes qué vestidos me van bien.
Adelante con los maquillajes, y bú scame unos
encajes que sean un primor. Dame las chucherı́as
má s resplandecientes que tengas... Manda a la
pequeñ a a buscar un coche de punto y que lo haga
esperar en la puerta de atrás.
—Sı́, señ ora —dijo la vieja, con la sumisió n y la
solicitud propias de una sirvienta en presencia de
su ama.
Si hubiera habido algú n testigo en aqué lla casa, se
habrı́a dado cuenta de que la mujer que se ocultaba
bajo el nombre de Asia se hallaba en su casa.
—¡Me han ofrecido unos diamantes!... —dijo la
Romette, mientras le hacía el tocado a Asia.
—¿Son robados?...
—Creo que sí...
—Bien, pues sea cual sea la ganancia, hija mı́a, hay
que prescindir de ellos. Durante algú n tiempo
tendremos que guardarnos muy bien de los
curiosos.
Asi se comprenderá que Asia pudiera hallarse en la
sala de los Pasos Perdidos del Palacio de Justicia,
con una citació n en la mano, hacié ndose guiar por
los pasillos y escaleras que conducen hacia los
jueces de instrucció n y preguntando por el señ or
Camusot, aproximadamente un cuarto de hora
antes de la llegada del juez.
Asia no se parecı́a ya en nada a sı́ misma. Despué s
de haberse quitado su maquillaje de anciana, como
una actriz, y de haberse puesto colorete, se habı́a
envuelto la cabeza con una admirable peluca rubia.
Ataviada exactamente como una dama del faubourg
Saint-Germain que busca un perrito extraviado,
parecı́a tener cuarenta añ os; se ocultaba el rostro
bajo un magnı́ ico velo de encaje negro. Su talle de
cocinera era realzado por un corsé muy reforzado.
Iba muy bien enguantada, su falda llevaba un
ahuecador muy rı́gido y toda su persona
desprendı́a un fuerte olor a perfume. Jugueteando
con un bolso de montura de oro, repartı́a su interé s
entre las paredes del Palacio, en el cual era sin duda
alguna la primera vez que entraba, y la correa de un
hermoso king's dog. La població n de traje negro de
la sala de los Pasos Perdidos pronto advirtió la
presencia de semejante viuda de calidad.
Ademá s de los abogados sin causa que barren esta
sala con los bajos de sus togas y que mencionan a
los grandes abogados por sus nombres de pila,
como hacen los grandes aristó cratas entre ellos,
para hacer creer que pertenecen a la aristocracia de
la Orden, se ven a menudo en ella a algunos
pacientes jó venes, a disposició n de los abogados,
que esperan a propó sito de alguna causa retenida
en inal de lista, pero susceptible de ser litigada si
los abogados de las causas retenidas al comienzo de
lista se hicieran esperar. Resultarı́a curiosa una
descripció n de las diferencias entre cada una de las
togas que se pasean por esta inmensa sala de tres
en tres, a veces de cuatro en cuatro, dando lugar
con sus charlas al amplio zumbido que resuena
entre las paredes de esta sala de nombre tan
adecuado, porque los pasos gastan a los abogados
tanto como la prodigalidad de la palabra; una tal
descripció n, sin embargo, tendrá lugar en el estudio
destinado a retratar a los abogados de Parı́s. Asia
contaba ya con los paseantes del Palacio, se reı́a
para sus adentros de algunas bromas que oı́a y
acabó por atraer la atenció n de Massol, un joven
pasante má s absorbido por la Gazette des
Tribunaux que por sus clientes, que se puso a
disposició n de una mujer tan bien perfumada y tan
ricamente vestida.
Asia adoptó una vocecita especial para explicar a
este amable caballero que se presentaba a la
citación de un juez llamado Camusot...
—¡Ah, por el asunto Rubempré!
¡El proceso estaba ya bautizado!
—¡Oh!, no se trata de mı́, se trata de mi camarera,
una muchacha apodada Europa, que he tenido
durante veinticuatro horas y que ha huido al ver
que mi lacayo me traía este papel sellado.
Luego, como toda mujer de edad cuya vida
transcurre en charlas junto al fuego, incitada por
Massol, hizo muchos incisos y contó sus desgracias
con su primer marido, uno de los tres directores de
la caja territorial. Consultó al joven abogado acerca
de si tenia que iniciar un proceso contra su yerno, el
conde de Gross-Narp, que hacia muy infeliz a su
hija, y si la ley le permitı́a disponer de su fortuna.
Massol, pese a sus esfuerzos, no conseguı́a adivinar
si la citació n iba dirigida a la señ ora o a la criada. Al
principio se habı́a contentado con lanzar alguna
mirada hacia aquel documento judicial cuyos
ejemplares son bien conocidos, ya que, para facilitar
los trá mites, está n impresos de tal modo que los
escribanos de los jueces instructores no tienen má s
que rellenar los espacios en blanco destinados a
poner los nombres y domicilio de los testigos, la
hora de comparecencia, etc. Asia le hacı́a explicar al
abogado có mo era el Palacio, que ella conocı́a
mucho mejor que é l; al inal acabó preguntá ndole a
que hora llegaba aquel señor Camusot.
—Por regla general los jueces de instrucció n
empiezan sus interrogatorios hacia las diez.
—Son las diez menos cuarto —dijo mirando un
bonito pequeñ o reloj, auté ntica obra maestra de
joyerı́a, que hizo pensar a Massol: "¡Hay que ver
adonde va a parar la fortuna!..."
En aquel momento Asia habı́a llegado a la sala
oscura que da al patio de la Conserjerı́a y en la que
está n los ujieres. Al ver la taquilla a travé s de la
ventana, exclamó:
—¿Qué son estas enormes paredes?
—Es la Conserjería.
—¡Ah! Esta es la Conserjerı́a, donde nuestra pobre
reina... ¡Oh, cuánto me gustaría ver su celda!...
—Es imposible, señ ora baronesa —respondió el
abogado, que llevaba a la viuda del brazo—; se
necesita un permiso que es muy difícil de conseguir.
—Me han dicho —repuso Asia— que Luis XVIII
habı́a grabado, en latı́n, la inscripció n que se halla
en la celda de María Antonieta.
—Sí, señora baronesa.
—Quisiera saber latı́n para entender las palabras
de esta inscripció n —replicó ella—. ¿Cree usted que
el señor Camusot puede darme una autorización?...
—No es de su incumbencia; pero puede
acompañarla...
—¿Y sus interrogatorios? —dijo ella.
—¡Oh! —contestó Massol—, los preventivos
pueden esperar.
—¡Vaya, son preventivos, es cierto! —repuso
ingenuamente Asia—. Yo conozco al señ or de
Grandville, su procurador general...
Esta exclamació n tuvo un efecto má gico sobre los
ujieres y sobre el abogado.
—¡Ah! Conoce usted al señ or procurador general
—dijo Massol, que tenı́a la intenció n de pedir el
nombre y la direcció n de la dienta que el azar le
proporcionaba.
—Lo veo a menudo en casa del señ or de Sé rizy, su
amigo. La señ ora de Sé rizy es parienta mı́a, por los
Ronquerolles...
—Si la señ ora quiere bajar a la Conserjerı́a —dijo
un ujier—, no tiene más que...
—Sí —dijo Massol.
Y los ujieres dejaron bajar al abogado y a la
baronesa, que pronto se encontraron en el pequeño
cuerpo de guardia al que desemboca la escalera de
la Ratonera, local muy conocido de Asia y que
constituye, como se ha visto ya, una especie de
puesto de observació n entre la Ratonera y la
Cá mara sexta, por el cual todo el mundo se ve
obligado a pasar.
—Pregunte a estos señ ores si ya ha llegado el
señ or Camusot —dijo ella, mirando a los gendarmes
que jugaban a las cartas.
—Sí, señora, acaba de subir de la Ratonera...
—¡La Ratonera! —dijo—. ¿Qué es esto?... ¡Oh!, qué
tonta soy, no haberme dirigido directamente al
conde de Grandville... Pero ahora no tengo tiempo...
Llé veme, caballero, a hablar con el señ or Camusot
antes de que esté ocupado.
—¡Oh, señ ora! —dijo Massol—, tiene usted todo el
tiempo que quiera para hablar con el señ or
Camusot. Si le hace llegar su tarjeta de visita, le
ahorrará a usted la molestia de estar esperando en
la antesala con los demá s testigos... En el Palacio de
Justicia se tienen muchas atenciones hacia las
mujeres como usted... Tiene usted tarjetas...
En aquel momento Asia y su abogado se hallaban
precisamente ante la ventana del cuerpo de guardia,
desde la cual los gendarmes pueden ver el
movimiento del rastrillo de la Conserjerı́a. Los
gendarmes, educados segú n el respeto que se debe
a las viudas y hué rfanos, sabı́an ademá s cuá les eran
las prerrogativas de la toga, y por esto toleraron
durante algunos instantes la presencia de una
baronesa acompañ ada por un abogado. Asia dejaba
que el joven abogado le contara todo lo que puede
contar de espantoso un joven abogado acerca del
rastrillo. La mujer se negaba a creer que afeitaran a
los condenados a muerte tras las rejas que le
mostraban; pero el sargento se lo confirmó.
—¡Cuánto me gustaría ver esto!... —dijo.
Se quedó allı́, coqueteando con el sargento y con su
abogado, hasta que vio a Jacques Collin, sostenido
por dos gendarmes y precedido por el ujier del
señor Camusot, que salía del rastrillo.
—¡Ah! Aquı́ está el capellá n de la prisió n, que
seguramente acaba de confesar a algú n
desdichado...
—No, no, señ ora baronesa —contestó el gendarme
—. Es un preso preventivo que va a la instrucción.
—¿Y de qué le acusan?
—Está implicado en este asunto de
envenenamiento.
—¡Oh! Me gustaría mucho verlo...
—No se puede quedar usted aquı́ —dijo el
sargento—, porque está incomunicado y tiene que
atravesar este cuerpo de guardia. Mire, señ ora, esta
puerta da a la escalera...
—Gracias, señ or o icial —dijo la baronesa,
dirigié ndose hacia la puerta para precipitarse a la
escalera, donde exclamó—: Pero, ¿dónde estoy?
Su estentó rea exclamació n llegó a oı́dos de Jacques
Collin, a quien querı́a advertir de esta manera de su
presencia. El sargento se dirigió corriendo hacia la
señ ora baronesa, la cogió por la cintura y la
depositó como una pluma en medio de cinco
gendarmes que se habı́an erguido como un solo
hombre; porque en este cuerpo de guardia se
desconfı́a de todo. Era una arbitrariedad, pero una
arbitrariedad necesaria. El propio abogado habı́a
exclamado por dos veces consecutivas: "¡Señ ora!
¡Señ ora!", lleno de espanto, pues temı́a mucho
comprometerse.
El padre Carlos Herrera, casi desmayado, se dejó
caer en Una silla en el cuerpo de guardia.
—¡Pobre hombre! —dijo la baronesa—. ¿Es de
verdad culpable?
Estas palabras, aunque fueron emitidas al oı́do del
joven abogado, fueron oı́das por todo el mundo,
porque en aquel horrible cuerpo de guardia
reinaba un silencio mortal. Algunas personas
privilegiadas consiguen a veces permiso para ver a
criminales cé lebres a su paso por este cuerpo de
guardia, de modo que ni el ujier ni los gendarmes
encargados de conducir al padre Carlos Herrera
hicieron observació n alguna. Por otra parte, gracias
a la solicitud del sargento que habı́a agarrado a la
baronesa para impedir toda comunicació n entre el
preso incomunicado y los forasteros, quedaba entre
ellos un espacio tranquilizador.
—¡Vamos! —dijo Jacques Collin, haciendo un
esfuerzo para levantarse.
En aquel mismo instante la bolita cayó de su manga,
y la baronesa, cuyos ojos quedaban disimulados por
el velo, advirtió el lugar en el que se habı́a detenido.
Debido a que era hú meda y grasienta, la bolita no
llegó a rodar: todos estos detalles, en apariencia
indiferentes, habı́an sido calculados por Jacques
Collin para lograr un é xito completo. Cuando el
preso fue conducido a la parte superior de la
escalera, Asia dejó caer su bolso con toda
naturalidad y lo recogió á gilmente; pero al
agacharse habı́a cogido la bola que, debido a que su
color coincidı́a con el color de polvo y barro del
suelo, pasaba inadvertida a los ojos de los demás.
—¡Ay! —dijo—, me ha oprimido el corazó n... está
agonizando...
—O lo aparenta —replicó el sargento.
—Caballero —dijo Asia al abogado—, llé veme en
seguida al despacho del señ or Camusot; vengo por
este asunto... y quizá le sea de alguna utilidad verme
a mí antes de interrogar a este pobre sacerdote...
El abogado y la baronesa abandonaron el cuerpo
de guardia, con sus paredes oleaginosas y
fuliginosas; pero cuando estuvieron en lo alto de la
escalera, Asia, inesperadamente, exclamó:
—¿Y mi perrito?... ¡Oh, caballero, mi pobre perrito!
Y se abalanzó como una loca hacia la sala de los
Pasos Perdidos, preguntando por su perro a todo el
mundo. Alcanzó la galerı́a del fondo y se precipitó
hacia una escalera, diciendo:
—¡Aquí está!...
Aquella escalera era la que conducı́a al patio de
Harlay, por el cual, una vez representada la
pantomima, Asia se metió en un coche de punto de
los que tienen la parada en el muelle de los
Orfé vres, y desapareció con la citació n enviada a
Europa, cuyos verdaderos nombres eran aú n
desconocidos por la policía y por la justicia.
—¡Calle Neuve-Saint-Marc! —gritó al cochero.
Asia podı́a contar con la discreció n inquebrantable
de una vendedora de vestidos llamada señ ora
Rorro, conocida tambié n por el nombre de señ ora
Saint-Estè ve, que no só lo le Prestaba su identidad,
sino tambié n su tienda, que era el lugar donde
Nucingen había contratado la entrega de Esther.
Asia estaba allı́ como en su casa, puesto que
ocupaba una habitació n en el alojamiento de la
señ ora Rorro. Pagó el coche y subió a su habitació n,
tras haber saludado a la señ ora Rorro dá ndole a
entender que no tenı́a tiempo de cambiar ni
siquiera dos palabras.
Una vez lejos de toda acechanza, Asia se puso a
desdoblar los papeles con el cuidado que ponen los
sabios para desdoblar los palimpsestos. Tras haber
leı́do las instrucciones, juzgó necesario transcribir
sobre papel de escribir las lı́neas destinadas a
Lucien; luego bajó a la vivienda de la señ ora Rorro,
a la que hizo hablar mientras una empleada de la
tienda iba en busca de un coche de punto al bulevar
de los Italianos. Asia consiguió ası́ las direcciones de
la duquesa de Maufrigneuse y de la señ ora de
Sé rizy, que la señ ora Rorro conocı́a gracias a sus
relaciones con la servidumbre de una y otra.
Estos viajes y estas minuciosas tareas duraron má s
de dos horas. La señ ora duquesa de Maufrigneuse,
que vivı́a en la parte alta del Faubourg Saint-
Honoré , hizo esperar a la señ ora de Saint-Estè ve
una hora, pese a que su camarera le habı́a
entregado a travé s de la puerta de su tocador,
despué s de llamar, una tarjeta de la señ ora Saint-
Estè ve en la que Asia habı́a puesto: "El propó sito de
la visita es una gestión urgente relativa a Lucien."
A la primera mirada que dirigió al rostro de la
duquesa, Asia comprendió cuá n intempestiva era su
visita; por eso pidió excusas por haber turbado el
reposo de la señ ora duquesa a causa del peligro en
que se hallaba Lucien...
—¿Quié n es usted?... —preguntó la duquesa sin la
menor fó rmula de cortesı́a, mirando a Asia de
arriba abajo, que bien podía ser confundida con una
baronesa por el abogado Massol en la sala de los
Pasos Perdidos, pero que pisando las alfombras del
saloncito de la casa de Cadignan daba la misma
sensació n que una mancha de aceite negruzco
sobre un vestido de raso blanco.
—Soy una vendedora de vestidos, señ ora duquesa;
porque en circunstancias como é sta se acude a
mujeres cuya pro« fesió n descansa en una
discreció n absoluta. Jamá s he traicionado a nadie, y
Dios sabe cuá ntas grandes señ oras han depositado
en mis manos sus diamantes por un mes,
pidié ndome alhajas falsas absolutamente iguales
que las suyas...
—¿Tiene usted otro nombre? —dijo la duquesa,
sonriendo por un recuerdo que suscitaba en su
mente aquella respuesta.
—Sı́, señ ora duquesa; soy la señ ora Saint-Estè ve en
las grandes circunstancias, pero en el trato
cotidiano me llamo señora Rorro.
—Bueno, bueno... —respondió con viveza la
duquesa, cambiando de tono.
—Puedo prestar servicios muy importantes —
prosiguió diciendo Asia—, porque nosotras
poseemos tanto los secretos de los maridos como
los de la esposas. He hecho muchos negocios con el
señor De Marsay, a quien la señora duquesa...
—¡Basta, basta!... —exclamó la duquesa—.
Vayamos a por lo de Lucien.
—Si la señ ora duquesa quiere salvarlo, tendrı́a que
tener el valor de no perder tiempo en vestirse; por
otra parte, la señ ora duquesa difı́cilmente podrı́a
estar má s hermosa que en estos momentos, Está
usted guapa a rabiar, ¡palabra de vieja que entiende
de esto! En in, señ ora, no mande que le preparen el
coche: véngase en mi coche de punto... Vamos a casa
de la señ ora de Sé rizy si quiere evitar desgracias
mayores que la simple muerte de este querubín...
—¡Vamos, la sigo! —dijo entonces la duquesa, tras
unos instantes de duda—. Entre las dos
infundiremos ánimo a Léontine...
Pese a la actividad verdaderamente infernal de
aquella 5°.rine del presidio, tocaban las dos cuando
entraba con la; duquesa de Maufrigneuse en casa de
la señ ora de Sé rizy, que vivı́a en la calle de la
Chaussé e-d'Antin. Pero allı́, gracias a la duquesa, no
se perdió ni un instante. Ambas fueron introducidas
junto a la condesa, a quien encontraron acostada en
un divá n, dentro de un chalet en miniatura situado
en el centro del jardı́n lleno de la fragancia de las
lores má s exó ticas... Está bien —dijo Asia, mirando
a su alrededor—; nadie podrá escucharnos.
-¡Ay, querida, me muero! A ver, Diane, ¿qué has
hecho.... —exclamó la condesa, que dio un salto de
corza y cogió a la duquesa por los hombros,
estallando en sollozos.
—Vamos, Lé ontine, hay ocasiones en que las
mujeres como nosotras no deben llorar, sino actuar
—dijo la duquesa, obligando a la condesa a sentarse
junto a ella sobre el canapé.
Asia examinó a la condesa con esa mirada peculiar
de las viejas muy bregadas que se deslizan sobre el
alma de una mu—, jer con la rapidez del bisturı́ de
un cirujano curando una llaga. La compañ era de
Jacques Cozin descubrió entonces los rastros del
menos frecuente de todos los sentimientos que
abrigan las mujeres de mundo: ¡el dolor auté ntico!...
Este dolor que deja surcos imborrables en los
corazones y en los rostros. No habı́a la menor
coqueterı́a en su vestir. La condesa contaba
entonces cuarenta y cinco primaveras, y su bata de
muselina estampada y arrugada dejaba entrever su
corpino sin ningún aderezo, y sin siquiera corsé. Sus
ojos rodeados de profundas orejas y sus mejillas
veteadas atestiguaban un llanto amargo. No llevaba
cinturó n en la bata. Los bordados de la falda de
debajo y de la camisa estaban ajados. Los cabellos,
recogidos bajo un gorro de encaje y sin haber sido
peinados desde hacı́a veinticuatro horas, mostraban
en toda su pobreza una corta y delgada trenza y
algunos mechones rizados. Lé ontine se habı́a
olvidado de ponerse sus falsas trenzas.
—Usted ama por primera vez en su vida... —le dijo
Asia en tono sentencioso.
Lé ontine advirtió entonces a Asia e hizo un gesto d
espanto.
—¿Quié n es, querida Diane? —dijo a la duquesa d
Maufrigneuse.
—¿A quié n quieres que te traiga, que no sea una
mujo leal a Lucien y dispuesta a servirnos?
Asia había adivinado la verdad. La señora de Sérizy,
que era considerada como una de las mujeres de
mundo má s frı́ volas, habı́a sentido por el marqué s
de Aiglemont un afect que duró diez añ os. Desde la
partida del marqué s hacia colonias, se habı́a vuelto
loca por Lucien, y lo habı́a separ do de la duquesa
de Maufrigneuse, sin saber —nadie en Parı́s lo
sabı́a, por otra parte— el amor de Lucien por
Esther.
Entre la gente de mundo un afecto comprobado es
má s comprometedor para la reputació n de una
mujer que diez aventuras secretas, y con mayor
razó n dos afectos— seguidos. Sin embargo, como
nadie contaba con la señora de Sérizy, el historiador
no podrı́a garantizar su virtud doblemente
desportillada. Era una rubia de altura media,
conservada como una rubia de las que se
conservan, es decir, con el aspecto de tenar unos
treinta añ os, delgada sin exageració n, de piel blanca
y pelo ceniciento; sus pies, sus manos y su cuerpo
tenı́an una inura aristocrá tica; tenı́a el ingenio de
una Ronquerolles, y era, por consiguiente, tan mala
para las mujeres como buena para con los hombres.
Gracias a su gran fortuna, a la elevada posició n de
su marido y a la de su hermano el marqué s de
Ronquerolles, siempre se habı́a visto preservada de
los sinsabores que hubieran afectado a cualquier
otra mujer. Tenı́a un gran mé rito: era franca en su
depravació n, confesaba su culto por las costumbres
de la Regencia. Pero a la edad de cuarenta y dos
añ os, esta mujer, para la que los hombres habı́an
sido hasta aquel momento unos agradables juguetes
a los que, extrañ amente, habı́a entregado mucho
porque no veı́a en el amor má s que la necesidad de
soportar ciertos sacri icios para dominarles mejor,
habı́a sido arrebatada, al ver a Lucien, por un amor
semejante al del baró n de Nucingen por Esther.
Entonces habı́a amado por primera vez en su vida,
como acababa de decirle Asia. Tales trastrueques de
juventud son má s frecuentes de lo que se cree entre
las parisienses, entre las mujeres de alcurnia, y son
motivo de caı́das inexplicables en algunas mujeres
virtuosas en d momento en que alcanzan los
cuarenta. La duquesa de Maufrigneuse era la ú nica
con idente de aquella pasió n terrible y absoluta,
cuyos placeres, desde las sensaciones juveniles del
amor primerizo hasta las desaforadas locuras de la
voluptuosidad, enloquecı́an a Lé ontine y la volvı́an
insaciable.
El auté ntico amor, como es sabido, es implacable. Al
descubrimiento de Esther habı́a seguido una de
esas rupturas colé ricas que en las mujeres puede
llevar hasta el borde del sesmato; luego habı́a
llegado el perı́odo de cobardı́a al que amor sincero
se abandona con deleite. Desde hacı́a un mes, a
condesa habrı́a dado diez añ os de su vida para
volver a Lucien durante ocho dı́as. Habı́a llegado
por ú ltimo a aceptar la rivalidad de Esther en el
momento en que, en medio de semejante paroxismo
de ternura, habı́a resonado, como una trompeta del
juicio final, la noticia de la detención del ser querido.
La condesa habı́a estado a punto de morir, y su raa"
rido la habı́a depositado é l mismo sobre su cama
por temor a las revelaciones que podı́a provocarle
el delirio; desde hacı́al veinticuatro horas, vivı́a con
un puñ al en el corazó n. En medio de su calentura,
decía a su marido:
—¡Libera a Lucien y no viviré más que para ti!
—No se trata de poner ojos de buey degollado,
como dice la señ ora duquesa —exclamó la terrible
Asia, cogiendo a la condesa por el brazo y
sacudié ndola—. Si quiere usted salvarı́e, no hay un
minuto que perder. Es inocente, ¡lo juro porl los
huesos de mi madre!
—¡Oh, sı́! ¿Verdad que sı́?... —exclamó la condesa,
mirando bondadosamente a la espantosa comadre.
—Pero si el señ or Camusot le interroga mal —
prosiguió diciendo Asia—, con un par de frases
puede hacer de é l unı́ culpable; si tiene usted el
poder de hacer que le abran las! puertas de la
Conserjerı́a y de hablar con é l, vaya inmediatamente
y entregú ele este papel... Mañ ana estará libre, se lol
aseguro... Sá quelo de allı́, puesto que en de initiva es
usted! misma quien le ha metido...
—¿Yo?...
—¡Sı́, usted!... Ustedes las grandes señ oras nunca
tienen un cé ntimo, aun cuando se ahoguen en
millones. Cuando yol me daba el lujo de tener
chiquillos, sabı́a que iban a tener loa bolsillos
rebosantes de dinero. ¡Cuá nto disfrutaba de su
felicidad! ¡Es tan hermoso ser a la vez madre y
amante! Vosotras dejá is que se mueran de hambre
las personas a quienes queré is sin preguntar por
sus asuntos. Esther, en cambio, no hacı́a
aspavientos, sino que a costa de la perdició n de su
cuerpo y de su alma entregó el milló n que pedı́an a
Lucien, y esto es lo que le ha llevado a la situació n
en que sel encuentra...
—¡Pobre muchacha! ¿Con qué hizo esto? ¡La
quiero!.. —dijo Léontine.
—¡Ah, ahora! —dijo Asia con una ironía glacial.
—Era muy hermosa, pero ahora, á ngel mı́o, tú eres
mucho má s guapa que ella... y el casamiento de
Lucien con Clotilde está tan de initivamente roto
que ya nada puede remendarlo —dijo en voz muy
baja la duquesa de Léontine.
El efecto que tuvo esta consideració n sobre el
á nimo de la condesa fue tal, que dejó de sufrir; se
pasó las manos por la frente y se sintió
rejuvenecida.
—Vamos, hija mía, arriba ese ánimo, y ¡a moverse!...
—dijo Asia, advirtiendo aquella mutació n y
comprendiendo sus motivos.
—Si lo primero es impedir que el señ or Camusot
interrogue a Lucien —dijo la señ ora de
Maufrigneuse—, podemos conseguirlo mandá ndole
una nota, que le podemos enviar al Palacio a travé s
de alguno de sus criados, Léontine.
—Vayamos a mi casa —dijo la señ ora de Sé rizy. He
aquı́ lo que estaba ocurriendo en el palacio
mientras que las protectoras de Lucien obedecı́an al
plan trazado por Jacques Collin.
Los gendarmes llevaron al moribundo hasta una
silla situada frente a la ventana del despacho del
señ or Camusot, el cual estaba sentado en su butaca
delante de su escritorio. Coquart, con la pluma en la
mano, se sentaba a una pequeñ a mesa a pocos
pasos del juez.
La disposició n de los despachos de los jueces de
instrucció n no es indiferente, y, si no es fruto de la
intenció n, hay que confesar en tal caso que el Azar
está concorde con la Justicia. Estos magistrados son
como pintores, necesitan una luz septentrional,
uniforme y pura, porque el rostro de sus criminales
es como un cuadro que hay que examinar con
atenció n vigilante. Por eso casi todos los jueces de
instrucció n disponen sus despachos tal como estaba
dispuesto el de Camusot, de manera que ellos esté n
de espalda a la luz y, por consiguiente, que el rostro
de los interrogados quede bien expuesto a ella. No
hay uno solo que, al cabo de seis meses de ejercicio,
no deje de adoptar un aire distraı́do e indiferente, si
es que no lleva gafas, en el curso del interrogatorio.
Fue un cambio brusco de expresió n observado de
esta manera y mojado por una pregunta hecha a
quemarropa lo que permitió descubrir el crimen
cometido por Castaing en los momentos en que, tras
una larga deliberació n con el procurador general, el
juez iba a dejar en libertad a este criminal por falta
de pruebas. Este insigni icante detalle basta para
hacer comprender a cualquiera cuá n viva,
interesante, dramá tica, apasionante y terrible es la
lucha que se libra en la instrucció n de un caso
criminal, lucha sin testigos, pero de la que siempre
queda constancia. Dios sabe lo que queda
registrado en el papel de la má s glacialmente
ardiente de esas escenas, en las que las miradas, el
acento, un estremecimiento de los mú sculos faciales
o la má s ligera pincelada de rubor provocada por
algú n sentimiento, todo, en suma, entrañ a un
peligro, como entre salvajes que se observan
mutuamente, dispuestos a agredir y a matar. El
atestado, pues, no constituye má s que el residuo de
cenizas de un incendio.
—¿Cuá les son sus verdaderos nombres? —
preguntó Camusot a Jacques Collin.
—Don Carlos Herrera, canó nigo del cabildo real de
Toledo, enviado secreto de Su Majestad Fernando
VII.
Hay que hacer notar aquı́ que Jacques Collin
hablaba el francé s muy incorrectamente y con un
marcado acento españ ol, chapurreando de tal
manera que sus respuestas resultaban casi
ininteligibles y tenı́a que repetirlas a instancias de
sus auditores. Los germanismos del señ or de
Nucingen han salpicado ya bá stante esta obra para
que ahora reproduzcamos otras frases de difı́cil
lectura que entorpecerı́an la maM cha hacia el
desenlace.
—¿Tiene usted documentos que certi iquen los
cargos que ha mencionado usted? —preguntó el
juez.
—Sı́, señ or; un pasaporte, y una carta de Su
Cató lica Majestad por la que se autoriza mi misió n...
Ademá s, ahori mismo puede usted mandar a la
embajada españ ola una nota que voy a escribir
delante de usted, y en seguida me recial mará n.
Luego, si necesita otras pruebas, puedo escribir a SI
Eminencia el Primado de Francia, que enviarı́a en
seguida visitarme a su secretario particular.
—¿Pretende seguir estando agonizante? —dijo
CamUl sot—. Si de verdad hubiera usted
experimentado los dol<« res de los que se ha
estado quejando desde que fue arrestada deberı́a
estar ya muerto —repuso el juez con ironía.
—¡Está usted haciendo el proceso del valor de un
inocente y de la fuerza de su temperamento! —
contestó con dulzura el preso.
—¡Coquart, toque el timbre! Mande venir al mé dico
de la Conserjerı́a y a un enfermero. Vamos a vernos
obligados a quitarle la levita para proceder a la
veri icació n de la señ al que lleva en la espalda... —
repuso Camusot.
—Caballero, estoy en sus manos.
El detenido preguntó si el juez tendrı́a la bondad de
explicarle qué era aquella señ al y por qué razó n
tendrı́a que llevarla en la espalda. El juez esperaba
aquella pregunta.
—Se tiene la sospecha de que es usted Jacques
Collin, presidiario evadido, cuya audacia no
retrocede delante de nada, ni siquiera delante del
sacrilegio... —dijo con viveza el juez, ijando su
mirada en los ojos del preso.
Jacques Collin no se estremeció ni se sonrojó ; se
quedó tranquiló y adoptó un aire de ingenua
curiosidad mirando a Camusot.
—¿Yo, caballero, un presidiario?... ¡Qué la orden a
la que pertenezco y Dios le perdonen tamañ a
equivocació n! Dı́game qué tengo que hacer para
que no siga usted manteniendo una injuria tan
grave contra el derecho de gentes, contra la Iglesia
y contra el rey mi señor.
El juez explicó , sin contestar al detenido, que si
habı́a sido marcado con el hierro, tal como solı́a
hacerse entonces con los reos de trabajos forzados,
golpeá ndole la espalda la marca reaparecerı́a en
seguida.
—¡Ah, señ or! —dijo Jacques Collin—, serı́a muy
triste que mi entrega a la causa del rey me resultara
ahora funesta.
—Expliqú ese —dijo el juez—, está aquı́ para eso.
Quiero decir, caballero, que debo tener muchas
cicatrices en la espalda, puesto que, por haber
permanecido iel a mi monarca, fui fusilado por la
espalda, como traidor a mi paı́s, P°r los
constitucionales, que me dejaron por muerto.
" ¿Qué fue usted fusilado y sigue con vida?... —dijo
Camusot.
Contaba con la complicidad de algunos soldados
que habı́an recibido dinero de ciertas personas
piadosas, y me colocaron tan lejos que só lo recibı́
en la espalda algunos proyectiles casi muertos, ya
que los soldados apuntaban a la espalda. Se trata de
un hecho que Su Excelencia el señ or embajador
podrá ratificarle.
"Este diablo de hombre tiene respuesta para todo.
Mejor que mejor", se decı́a a sı́ mismo Camusot,
cuya aparente severidad só lo estaba destinada a
satisfacer las exigencias de la Justicia y de la Policía.
—¡Có mo un hombre de su condició n fue a parar a
casa de la amante del baró n de Nucingen, y vaya
una amante, una antigua cortesana!...
—He aquı́ por qué me encontraron en la casa de
una cortesana, caballero —contestó Jacques Collin
—. Pero antes de decirle el motivo que me llevaba
allı́, tengo que hacerle notar que en cuanto pisé el
primer escaló n sentı́ como me invadı́a sú bitamente
la enfermedad, de modo que no tuve ocasió n de
hablar con la muchacha. Habı́a llegado a mis oı́dos
el propó sito que abrigaba la señ orita Esther de
suicidarse, y como estaban en juego los intereses
del joven Lucien de Rubempré , por quien siento un
particular afecto cuyos motivos son sagrados, me
disponı́a a apartar a la pobre criatura de la! senda
por la que le encaminaba la desesperació n: querı́a
decirle que Lucien iba a fracasar en su ú ltimo
intento cerca de la señ orita Clotilde; y
comunicá ndole que heredaba siete millones,
esperaba hacerle recuperar los deseos de vivir.
Tengo la certidumbre, señ or, juez, de haber sido
vı́ctima de los secretos que se me con iaron. Por la
manera súbita con que me sentí fulminado, creo que
aquella misma mañ ana me habı́an envenenado;
afortunadamente, mi vigor corporal me salvó . Sé
que desde hace tiempo me persigue un agente de la
policı́a polı́tica, tratando de implicarme en algú n
asunto sucio. Si en el momento de mi detenció n se
hubiera hecho caso de mi petició n y se hubiera
mandado llamar a algú n mé dico, tendrı́a usted la
prueba de lo que le estoy diciendo acerca de mi e l
tado de salud. Cré ame, señ or, hay ciertas personas,
que está n má s arriba de nosotros, que tienen gran
interé s por confundirme con algú n sirvergü enza
para tener un pretexto y li brarse de mı́. Cuando se
está al servicio de un rey, no todo gloria; só lo la
Iglesia es perfecta.
Es imposible re lejar con palabras el juego de la
isonomı́a de Jacques Collin, que tardó
intencionadamente diez minutos en soltar esta
parrafada, muy pausadamente; todo era tan
verosı́mil, sobre todo la alusió n a Corentin, que el
juez quedó impresionado.
—Puede usted facilitarme los motivos de su afecto
hacia el señor Lucien de Rubempré...
—¿No los adivina usted? Tengo sesenta añ os,
caballero... Se lo suplico, no escriba esto... Es... ¿hace
falta que lo diga?
—En interé s de usted, y sobre todo de Lucien de
Rubempré , es mejor que lo diga todo —respondió
el juez.
—Pues, se trata de... ¡oh, Dios mı́o!... ¡de mi hijo! —
añadió en un murmullo.
Y se desvaneció.
—No escriba esto, Coquart —dijo Camusot en voz
muy baja.
Coquart se levantó para ir a buscar un frasquito de
sales.
"¡Si es Jacques Collin, es un actor prodigioso!",
pensaba Camusot.
Coquart hizo aspirar las sales al viejo recluso, a
quien el juez examinaba con una agudeza de lince y
de magistrado a vez.
—Hay que hacerle quitar la peluca —dijo Camusot,
esperando que Jacques Collin recobrara el sentido.
El viejo presidiario oyó esta frase y se estremeció
de miedo, porque sabı́a el horrible aspecto que
tomaba entonces su fisonomía.
—Si usted no tiene fuerza para quitarse la peluca...
Sı́, Coquart, quı́tesela usted —dijo el juez a su
escribano.
Jacques Collin inclinó la cabeza hacia el escribano
con admirable resignació n, pero al ser despojada su
cabeza de aquel tocado, quedó al descubierto su
verdadero aspecto, que producı́a espanto. Aquella
visió n sumió a Camusot en una profunda
incertidumbre. En espera del mé dico y del
enfermero, se puso a clasi icar y a examinar todos
los papeles y objetos recogidos en el domicilio de
Lucien. Despué s de haber actuado en la calle Saint-
Georges, en casa de la señ orita Esther, la justicia
habı́a bajado al muelle Malaquais para proceder a
un registro.
—Tiene usted en sus manos las cartas de la señ ora
condesa de Sé rizy —dijo Carlos Herrera—; pero no
me explico por qué tiene usted casi todos los
papeles de Lucien —añ adió con una sonrisa
fulminante de ironía para el juez.
Camusot, captando aquella sonrisa, comprendió el
alcance de la palabra casi.
—Lucien de Rubempré , presunto có mplice suyo,
está detenido —contestó , con el propó sito de mirar
qué efecto produciría aquella noticia en su detenido.
—rHan cometido otra gran desgracia, porque es
tan inocente como yo —contestó el falso español sin
mostrar la menor emoción.
—Ya veremos; por ahora estamos todavı́a con la
identi icació n de usted —repuso Camusot,
sorprendido por la tranquilidad del detenido—. Si
usted es realmente don Carlos Herrera, esto
cambiará inmediatamente la situació n de Lucien
Chardon.
—Sı́, fue con la señ ora Chardon, ¡la señ orita de
Rubempré ! —dijo Carlos, murmurando—. ¡Ah, fue
uno de los mayores pecados de mi vida!
Alzó la mirada al cielo y, por la manera como movió
los labios, pareció recitar una fervorosa plegaria.
—En cambio, si es usted Jacques Collin, si é l ha sido
conscientemente có mplice de un presidiario
evadido y de un sacrilego, todos los crı́menes de los
que la justicia tiene sospechas se hacen má s que
probables.
Carlos Herrera se mantuvo inmó vil como una
estatua al oı́r esta frase pronunciada con gran
habilidad por el juez, y como ú nica respuesta a
aquellas palabras, conscientemente, presidiario
evadido, alzó las manos con un noble ademá n de
dolor.
—Reverendo padre —añ adió el juez con una
cortesı́a desbordante—, si es usted don Carlos
Herrera, espero que sabrá perdonarnos todo
cuanto nos estamos viendo obligados a hacer en
interés de la justicia y de la verdad...
Jacques Collin adivinó la trampa que se encerraba
en las palabras de reverendo padre en cuanto
advirtió el tono de la voz del juez, y guardó la misma
compostura que antes. Camusot esperaba algú n
gesto de alegrı́a, que habrı́a constituido un primer
indicio de la condició n de presidiario del
interrogado, debido a la satisfacció n inefable que
produce en el criminal el hecho de haber engañ ado
al juez; pero chocó con un hé roe de la reclusió n
provisto de las armas del má s maquiavé lico de los
disimulos.
—Soy diplomá tico y pertenezco a una Orden en la
que se hacen votos muy austeros —respondió
Jacques Collin con una dulzura apostó lica—; lo
comprendo todo y estoy acostumbrado al
sufrimiento. Ya estarı́a en libertad si hubieran
descubierto en mi casa el escondite donde está n mis
papeles, porque veo que no se llevaron má s que
documentos insignificantes...
Fue un golpe de gracia para Camusot; Jacques
Collin, con su soltura y su sencillez, habı́a
contrarrestado ya todas las sospechas provocadas
por la visión de su cabeza.
—¿Dónde están esos papeles?...
—Le diré el lugar si me garantiza que su delegado
irá acompañ ado por un secretario de legació n de la
embajada de Españ a, que los recogerá y ante el cual
usted responderá , porque se trata de mi estado, de
documentos diplomá ticos y de secretos
comprometedores para el difunto rey Luis XVIII.
¡Ah, caballero! Má s valdrı́a... Pero, en in, es usted
magistrado... Ademá s, el embajador a quien me
remito para todo este asunto, ya juzgará.
En aquel mismo momento entraron el mé dico y el
enfermero, tras haber sido anunciados por el ujier.
—Buenos dı́as, señ or Lebrun —dijo Camusot al
mé dico—; le requiero para que compruebe el
estado en que se halla el preso preventivo aquı́
presente. Dice que ha sido envenenado y pretende
estar a punto de morir desde anteayer; dı́game si
tiene algú n peligro que lo desnudemos para
verificar la existencia de la marca...
El doctor Lebrun tomó la mano de Jacques Collin, le
tomó el pulso, le hizo enseñ ar la lengua y le
examinó con mucha atenció n. Este examen duró
aproximadamente diez minutos.
—El detenido ha sufrido mucho —contestó el
mé dico—, pero en estos momentos goza de una
fuerza extraordinaria...
—Esta energı́a aparente se debe, caballero, a la
excitació n —contestó Jacques Collin con la dignidad
de un obispo.
—Es posible —dijo el señor Lebrun.
A una señ al del juez, el detenido fue despojado de
su ropa; se lo quitaron todo, incluso la camisa, y le
dejaron ú nicamente los pantalones; los presentes
pudieron admirar entonces un torso velludo de un
vigor cicló peo. Era como el Hé rcules Farnesio de
Nápoles, sin su colosal exageración.
—¿Cuá l es el destino que marca la naturaleza para
hombres de esta constitució n?... —dijo el mé dico a
Camusot.
El ujier volvió con uno de esos mazos de é bano
que, desde tiempo inmemorial, constituyen la
insignia de su funció n y que se llama verga; dio
varios golpes en el lugar donde el verdugo habı́a
marcado la inscripción fatal. Entonces se echaron de
ver diecisiete agujeros, repartidos caprichosamente;
pero pese al cuidado con que examinaron la
espalda, no descubrieron ninguna forma de letra.
Só lo el ujier hizo notar que el palo de la T era
indicado por dos agujeros cuya distancia era la
misma que la que habı́a entre las dos rayitas
terminales del palo, y que otro ori icio señ alaba el
extremo inferior del trazo vertical de la letra.
—No obstante, es muy vago —dijo Camusot, viendo
que la duda se dibujaba en el rostro del mé dico de
la Conserjería.
Carlos pidió que le hicieran la misma operació n al
otro lado y en el centro de la espalda. Aparecieron
entonces aproximadamente otras quince cicatrices,
que el doctor observó a instancias del españ ol, y
declaró que la espalda habı́a sido tan
profundamente afectada por las llagas que la señ al
no podrı́a reaparecer aunque hubiera sido
efectivamente marcado con el hierro.
En aquel momento entró un mozo de la prefectura
de policı́a, entregó un pliego al señ or Camusot y
pidió la respuesta. Tras haberlo leı́do, el magistrado
fue a hablar a Coquart, pero le habló tan al oı́do que
nadie pudo oı́r nada. Só lo Jacques Collin, por una
mirada de Camusot, adivinó que acababan de
transmitirle de la prefectura de policı́a una
información sobre él.
"Sigo teniendo al amigo de Peyrade tras mis huellas
—pensó Jacques Collin—; si supiera quié n es, me
librarı́a de é l como hice con Contenson. ¿Podré ver
alguna otra vez a Asia?..."
Despué s de irmar el papel escrito por Coquart, el
juez lo metió en un sobre y lo dio al mozo de las
Delegaciones.
La o icina de las Delegaciones es un auxiliar
indispensable de la Justicia. Esta o icina, presidida
por un comisario de policı́a ad hoc, está compuesta
por un equipo de o iciales de paz que ejecutan, con
la ayuda de los comisarios de policı́a de cada sector,
las ó rdenes de registro e incluso de arresto cerca
de las personas sospechosas de complicidad en los
crı́menes o en los delitos. Estos delegados de la
autoridad judicial ahorran un tiempo precioso a los
magistrados encargados de la instrucció n de los
procesos.
El señ or Lebrun y el enfermero se retiraron, ası́
como el ujier, tras haber vestido al detenido por
indicació n del juez. Camusot se sentó a su despacho
y se puso a jugar con su pluma.
—Usted tiene una tı́a —dijo bruscamente Camusot
a Jacques Collin.
—¡Una tı́a! —respondió con sorpresa don Carlos
Herrera—. Pero, caballero, si no tengo ningú n
familiar, soy un hijo no reconocido del difunto
duque de Osuna.
Mientras tanto, en su fuero interno decı́a: ¡Está n
quemá ndose!, aludiendo al juego del escondite,
imagen por cierto muy infantil de la terrible lucha
que se estaba librando entre la justicia y el criminal.
—¡Bah! —dijo Camusot—. Vamos, todavı́a vive su
tı́a, la señ orita Jacqueline Collin, a quien colocó
usted con el extrañ o nombre de Asia al servicio de
la señorita Esther.
Jacques Collin hizo un despreocupado movimiento
de hombros que estaba perfectamente en armonı́a
con el aire de curiosidad con el que acogı́a las
palabras del juez, que le estaba examinando con
una atención maliciosa.
—Vaya con cuidado —repuso Camusot—.
Escúcheme bien.
—Le escucho, caballero.
—Su tı́a es vendedora en el Temple; su tienda está
bajo la direcció n de una tal señ orita Paccard,
hermana de un presidiario, muy honrada, por otra
parte, a la que llaman la Romette. La justicia está
tras las huellas de su tı́a y dentro de unas pocas
horas tendremos pruebas de initivas. Esta mujer le
es muy fiel...
—Continú e, señ or juez —dijo tranquilamente
Jacques Collin como respuesta a una pausa de
Camusot—, le estoy escuchando.
—Su tı́a, que cuenta aproximadamente cinco añ os
má s que usted, fue la amante de Marat, de indigna
memoria. De esta fuente ensangrentada proviene el
nú cleo de la fortuna que posee... Segú n los informes
que recibo, es una encubridora muy há bil, puesto
que aú n no se han reunido pruebas contra ella.
Despué s de muerto Marat, parece que perteneció ,
segú n los informes que tengo entre mis manos, a un
quı́mico que fue condenado a muerte en el añ o XII
por delito de falsi icació n de moneda. Ella
compareció como testigo en el proceso. En
compañ ı́a de aquel hombre debió de adquirir
ciertos conocimientos de toxicologı́a. Ha tenido una
tienda de ropa desde el añ o XII hasta 1810. Ha
estado dos añ os en la cá rcel, en 1812 y en 1816,
por perversió n de menores... Usted ya estaba
condenado por falsi icació n, habı́a dejado ya de
trabajar en el banco donde su tı́a le habı́a colocado
como empleado, gracias a la educació n recibida y a
las protecciones de las que gozaba su tı́a por parte
de los personajes que recibı́an de ella a las vı́ctimas
de su depravació n... Todo esto, señ or detenido, se
parece muy poco a la grandeza de los duques de
Osuna... ¿Persiste usted en sus declaraciones?...
Jacques Collin escuchaba al señ or Camusot
pensando en su infancia feliz en el Colegio de los
oratorianos, de donde habı́a salido, y esta
meditació n le daba un aspecto de auté ntica
sorpresa. Pese a la habilidad de su interrogatorio,
Camusot no consiguió provocar ni un solo gesto de
extrañeza en aquella plácida fisonomía.
—Si ha recogido ielmente la explicació n que le he
dado al comienzo, puede usted releerla —contestó
Jacques Co llin—; yo no puedo cambiarla... Yo no
habı́a ido a casa de la cortesana; ¿có mo iba a saber,
pues, a quié n tenı́a de cocinera? Soy totalmente
ajeno a las personas de las que usted me habla.
—Vamos a proceder, a pesar de sus denegaciones,
a ciertas confrontaciones que pueden debilitar su
aplomo.

—Un hombre fusilado ya una vez está


acostumbrado a t0¿0 —contestó Jacques Collin con
dulzura.
Camusot volvió a examinar los documentos
esperando el regreso del jefe de la policı́a de
seguridad, que llegó con gran prontitud, puesto que
eran las once y media —el interrogatorio habı́a
comenzado hacia las diez y media— cuando el ujier
fue a anunciar al juez en voz baja la llegada de Bibi-
Lupin.
—¡Que entre! —contestó el señor Camusot.
Al entrar, Bibi-Lupin, de quien se esperaba un
rotundo "¡Es é l!", quedó sorprendido. No reconocı́a
el rostro de su antiguo conocido en una cara
acribillada por la viruela. Esta duda chocó al juez.
—Su altura y su corpulencia son las mismas —dijo
el agente—. ¡Ah, eres tú , Jacques Collin! —añ adió ,
examiná ndole los ojos, la frente, las orejas—. Hay
cosas que no pueden ocultarse... Es é l, sin ninguna
duda, señ or Camusot... Jacques tiene una cicatriz, de
una cuchillada, en el brazo izquierdo; hágale sacarse
la levita y la verá...
Jacques Collin se vio obligado a quitarse la levita
otra vez; Bibi-Lupin le arremangó la manga de la
camisa y mostró la mencionada cicatriz.
—Es una bala —respondió Carlos Herrera—; aquı́
tengo muchas otras cicatrices.
—¡Ah, la voz es exactamente la suya! —exclamó
Bibi-Lupin.
—Su certidumbre —dijo el juez— es un mero dato,
no es ninguna prueba.
Ya lo sé —respondió humildemente Bibi-Lupin—;
pero le encontraré varios testigos. Aquı́ está ya una
de las pensionistas de la casa Vauquer... —dijo
mirando a Collin.
La placidez que exhibía Collin no se inmutó.
—Hagan entrar a esta persona —dijo
perentoriamente el señ or Camusot, dejando
traslucir su descontento pese a su aparente
indiferencia.
Jacques Collin advirtió el sentimiento del juez;
contaba poco con la simpatía del juez de instrucción,
y quedó sumido en la apatı́a a causa de la intensa
meditació n a la que se entregó para hallar el motivo
de aquel hecho. El ujier hizo entrar a la señ ora
Poiret, cuya inesperada presencia dio lugar a que el
presidiario se estremeciera, pero el juez, que
parecı́a tener una opinió n formada de antemano, no
advirtió este; estremecimiento.
—¿Có mo se llama usted? —preguntó el juez,
procediendo al cumplimiento de las formalidades
con las que se inician todas las declaraciones y
todos los interrogatorios.
La señ ora Poiret, viejecita canosa y arrugada como
un pergamino, que llevaba un vestido de seda azul,
declaró que se llamaba Christine-Michelle
Michonneau, que estaba desposada con el señ or
Poiret, que tenı́a cincuenta y un añ os de edad, que
habı́a nacido en Parı́s, que vivı́a en la calle des
Poules, esquina calle des Postes, y que su profesió n
era la de fondista.
—Usted vivió , señ ora —dijo el juez—, en una
pensió n propiedad de una tal señ ora Vauquer, en
1818 y 1819.
—Sı́, señ or, allı́ fue donde conocı́ al señ or Poiret, un
antiguo funcionario retirado con quien me casé y
que desde hace un añ o guarda cama... ¡pobre
hombre, está muy enfermo! Por eso no puedo estar
demasiado rato fuera de casa...
—¿Estaba entonces en aquella pensió n un cierto
Vautrin...? —preguntó el juez.
—¡Oh, señ or! Es toda una historia, era un galeote
horroroso...
—Usted contribuyó a que lo arrestaran.
—Es falso, caballero...
—¡Está usted ante la Justicia, tenga cuidado!... —
dijo con severidad el señor Camusot.
La señora Poiret guardó silencio.
—Procure acordarse —agregó Camusot—. ¿Se
acuerda usted bien de aquel hombre?... ¿Lo
reconocería?
—Creo que sí.
—¿Es este hombre que hay aquí?... —dijo el juez.
La señ ora Poiret se puso las gafas y miró al padre
Carlos Herrera.
—Tiene la misma estatura, la misma corpulencia,
pero... no... sı́... Señ or juez —repuso la mujer—, si
pudiera ver su pecho desnudo lo reconocerı́a en
seguida (Véase Papá Goriot).
El juez y el escribano no pudieron contener la risa,
pese a la gravedad de sus funciones; Jacques Collin
compartió su hilaridad, pero comedidamente. El
preso no se habı́a vuelto a poner la levita que le
acababa de sacar Bibi-Lupin, y a una señ al del juez
se abrió complacientemente la camisa.
—Es efectivamente su misma pelambrera; pero se
ha vuelto gris, señ or Vautrin —exclamó la señ ora
Poiret.
—¿Qué responde usted a esto? —preguntó el juez.
—Que se trata de una loca —dijo Jacques Collin.
—¡Ay, Dios mı́o! Por si me quedaba alguna duda,
porque su cara ha cambiado, bastarı́a con esta voz;
é l es efectivamente quien me amenazó ... ¡Sı́, es su
misma mirada!
—El agente de la policı́a judicial y esta mujer —
repuso el juez, dirigié ndose a Jacques Collin— no
han podido ponerse de acuerdo para decir de usted
las mismas cosas, porque ni el uno ni la otra le
habían visto antes; ¿cómo explica usted esto?
—La justicia ha cometido errores aú n mayores que
el error a que darı́a lugar el testimonio de una
mujer que reconoce a un hombre por el pelo de su
pecho, y las sospechas de un agente de la policı́a —
respondió Jacques Collin—. Encuentran en mı́
ciertas semejanzas en la voz, la mirada y la estatura
con un gran criminal; de por sı́ esto es ya muy vago.
Por lo que respecta al recuerdo de la señ ora, que
demostrarı́a que entre ella y mi sosias hubo ciertas
relaciones de las cuales ella no se sonroja..., a usted
mismo le ha hecho reı́r. En ı́nteres de la verdad, que
yo deseo desvelar por lo que a mı́ atañ e má s de
prisa de lo que usted pueda desear por cuenta de la
justicia, quiere usted, señ or, preguntarle a la
señora... Foi...
—Poiret... Poret... (¡Perdone!, soy españ ol), si se
acuerda de las personas que vivı́an en aquella...
¿Cómo llaman ustedes la casa?...
—Una pensión —dijo la señora Poiret.
—¡No sé lo que es! —respondió Jacques Collin.
—Es una casa en la que se come y se cena mediante
un abono.
—Tiene usted razó n —exclamó Camusot, haciendo
con la cabeza una señ al favorable a Jacques Collin,
sorprendida por la buena fe con que le
proporcionaba los medios para llegar a un
resultado—. Trate usted de recordar a los
abonados que se hallaban en la pensió n cuando fue
arrestado Jacques Collin.
—Estaba el señ or de Rastignac, el doctor Bianchon,
el tío Goriot... la señorita Taillefer...
—Bien —dijo el juez, que no habı́a dejado de
observar a Jacques Collin, cuyo rostro habı́a
premanecido impasible—. ¿Qué hay de este tı́o
Goriot?...
—Murió —dijo la señora Poiret.
—Caballero —dijo Jacques Collin—, me he
encontrado varias veces en casa de Lucien a un tal
señ or de Rastignac, que tiene relaciones, segú n
creo, con la señ ora de Nucingen; y si se trata de é l,
jamás me ha tomado por el presidiario con el que se
me intenta ahora identificar...
—El señ or de Rastignac y el doctor Bianchon —dijo
el juez— ocupan ambos una posició n social
su icientemente digna para que su testimonio, en
caso de serle a usted favorable, baste para liberarle.
Coquart, prepare sus citaciones.
En pocos minutos quedaron listas las formalidades
de la declaració n de la señ ora Poiret; Coquart le
releyó el atestado de la entrevista que acaba de
tener lugar y ella lo irmó ; el detenido, en cambio, se
negó a irmar, fundá ndose en el hecho de que
ignoraba las formas de la justicia francesa.
—Basta pues por hoy —repuso el señ or Camusot
—; tendrá usted que tomar algunos alimentos, voy a
mandar que lfl lleven a la Conserjería.
—Por desgracia, sufro demasiado para comer —
dijo Jacques Collin.
Camusot querı́a hacer coincidir el regreso de
Jacques Collin con la hora de paseo de los acusados
en el patio; peral querı́a tener la respuesta del
director de la Conserjerı́a a la orden que le habı́an
dado por la mañ ana, y tocó la campanilla para
mandar al ujier. El ujier entró y le dijo que la
portera de la casa del muelle Malaquais tenı́a para
entregarle un documento importante relativo al
señ or Lucien de Rubempré . Este anuncio le
impresionó tanto, que le hizo olvidar su anterior
propósito.
—¡Que entre! —dijo Camusot.
—Perdó n, dispense, señ or —rdijo la portera,
saludando al juez y al padre Carlos sucesivamente
—. Las dos veces que ha venido la Justicia a casa,
nos hemos quedado tan turbados, mi marido y yo,
que nos hemos olvidado en la có moda una carta
dirigida al señ or Lucien, y por la que nos han hecho
pagar diez sueldos, aunque venga del mismo Parı́s,
por el peso que tiene. ¿Me reintegrará usted el
importe? Dios sabe cuá ndo volveremos a ver a
nuestros inquilinos.
—¿Ha sido el cartero el que les ha remitido esta
carta? —preguntó Camusot tras haber examinado
muy cuidadosamente el sobre.
—Sí, señor.
—Coquard, tome usted nota de esta declaració n.
¡Vamos, buena mujer! Diga usted su nombre y
apellidos, su profesión...
Camusot hizo prestar juramento a la portera, y a
continuación dictó el atestado.
Mientras se cumplı́an estas formalidades, veri icaba
el matasellos, que indicaba las horas de recogida y
de distribució n y la fecha del dı́a. Aquella carta, que
llegó a casa de Lucien al dı́a siguiente de la muerte
de Esther, habı́a sido sin duda escrita y franqueada
el mismo día de la catástrofe.
Ahora podrá apreciarse la sorpresa que debió de
sentir el señ or Camusot al leer aquella carta, escrita
y irmada P°r la persona a quien la Justicia creı́a
víctima de un crimen.
DE ESTHER A LUCIEN
Lunes, 13 de mayo de 1830.
(El último día de mi vida, a las diez de la mañana)
Querido Lucien, no me queda ni siquiera una hora
de vida. A las once habré muerto, y lo habré hecho
sin el menor dolor. A cambio de cincuenta mil
francos he conseguido una hermosa grosella negra
que contiene un veneno que mata con la rapidez del
rayo. De modo, cariñ o, que podrá s pensar: «Mi
pequeñ a Esther no ha sufrido...» Sı́, só lo habrá
sufrido escribiéndote estas páginas.
"Nucingen, este monstruo que me ha comprado con
tanto dinero, sabiendo que el dı́a en que me
entregarı́a a é l serı́a para mı́ el ú ltimo, acaba de
marcharse borracho como un? cuba. Por primera y
ú ltima vez en mi vida, pude comparan mi antiguo
o icio de prostituta con la vida del amor, ljg ternura
que se despliega hasta el in inito con el horror del
deber que quisiera aniquilarse a sı́ mismo para no
dar pasa al abrazo. Hacı́a falta experimentar este
asco para encontrad la muerte deseable... Me tomé
un bañ o, y hubiera querido; hacer venir al confesor
del convento donde recibı́ el bautismo para
confesarme, para lavar mi alma. Pero ya basta así de
prostitució n, serı́a profanar un sacramento, y por
otra? parte me siento sumergida en un sincero
arrepentimiento. Que Dios haga de mí lo que desee.
"Dejé monos de lloriqueos, quiero ser para ti tu
Esther hasta el ú ltimo momento, no quiero
molestarte con mi muer—; te, con el futuro y con
Dios, que no serı́a bueno si me atoH mentara en la
otra vida habiendo sufrido tanto en ésta...
"Tengo ante mı́ tu delicioso retrato, obra de la
señ ora de Mirbel. Esta hoja de mar il me ha
consolado de tu auseiw cia, y la contemplo
embriagada mientras te escribo mis ú ltH mos
pensamientos y te describo los ú ltimos latidos de mi
coi razó n. Te pondré el retrato dentro del sobre,
pues no quiera que lo roben ni que lo vendan. Me
repugna pensar que esto, qt«l me ha dado tantos
momentos de felicidad, pueda ir a confuiH dirse, en
el escaparate de alguna tienda, con grabados de
tienrt pos del Imperio o con chucherı́as orientales.
Te pido qtl l destruyas este retrato, cariñ o, que no
se lo des a nadie... menos que un regalo como é ste
te devuelva el corazó n de esı́ tabla ambulante y con
ropas llamada Clotilde de Grandlieta que te hará
cardenales durmiendo con esos huesos tan s3|
lientes que tiene... Consiento a ello, ası́ podré serte
aú n di alguna utilidad, igual que cuando he estado
en vida. ¡Ohi para darte gusto, o simplemente, si
esto te hubiera hecho gral cia, hubiera sido capaz de
asarte una manzana en un brasil ro aguantá ndola
con la boca! Ası́ que mi muerte todavl l puede serte
útil... Yo habría entorpecido tu matrimonio..!
Oh no puedo comprender a esa Clotilde! Poder ser
tu mujer, llevar tu nombre, no abandonarte de dı́a
ni de noche, y andar con remilgos... hay que ser del
faubourg Saint-Germain para hacer eso, y má s
cuando no se tiene má s de diez libras de carne
sobre los huesos...
"Pobre Lucien, ambicioso frustrado, pienso en tu
porvenir. Má s de una vez echará s de menos a tu
pobre perro iel, a esta buena muchacha que
robaba para ti, que se hubiera dejado llevar ante la
sala de lo criminal para asegurar tu felicidad, cuya
ú nica ocupació n era soñ ar en tus placeres,
inventarte otros nuevos, que rezumaba amor por ti
por los cabellos, los pies, las orejas; en in, tu
ballerina, cuyas miradas eran otras tantas
bendiciones; que durante seis añ os no ha dejado de
pensar en ti, que fue tan completamente tuya que le
parecı́a no ser má s que una emanació n de tu alma
como la luz es emanació n del sol. Pero en in,
desprovista como estoy de dinero y de honor, no
puedo ser tu mujer... Siempre pensé en tu porvenir
dá ndote todo cuanto tengo... En cuanto recibas esta
carta, ven a mi casa y coge lo que estará bajo mi
almohada, porque no me fı́o de los criados de la
casa...
"¿Te das cuenta? Quiero estar bonita cuando me
muera; me acostaré en la cama, en una palabra,
posaré . Y luego aplastaré la grosella contra el velo
del paladar, y moriré sin quedar des igurada por
ninguna convulsión ni por ninguna postura ridícula.
"Sé que la señ ora de Sé rizy se ha enfadado contigo
a causa mı́a; pero cuando sepa que estoy muerta, te
perdonara; podrá s seguir cultivá ndola y te
conseguirá un buen matrimonio, en caso de que los
Grandlieu persistan en su negativa.
Amor mı́o, no quiero que hagas grandes
aspavientos al enterarte de mi muerte. En primer
lugar debo decirte que lo que va a ocurrir el lunes
13 de mayo, a las once, no será má s que el té rmino
de una larga enfermedad que comenzó el dı́a en
que, estando en la terraza de Saint-Germain,
decidisteis devolverme a mi antigua profesió n... El
alma duele igual que el cuerpo. Pero el alma no
puede resignarse tontamente a sufrir como el
cuerpo, el cuerpo no aguanta al alma como el alma
aguanta al cuerpo, y el alma tiene medios para
curarse recurriendo a medios expeditivos. Anteayer
me diste una vida entera dicié ndome que si Clotilde
te rechazaba de nuevo, te casarı́as conmigo. Pero
habrı́a sido para los dos una gran desdicha, yo me
habrı́a muerto aú n má s, por decirlo ası́; porque hay
muertes má s o menos amargas. El mundo jamá s nos
habría aceptado.
"Hace dos meses que pienso en muchas cosas. Una
pobre muchacha vive en la cié naga, como me
ocurrı́a a mı́ antes de entrar en el convento; los
hombres la encuentran hermosa, la utilizan para sus
placeres y la hacen volver a pie despué s que fueron
a buscarla en coche; si no le escupen en la cara, es
porque su belleza la preserva de tal ofensa; pero en
realidad, moralmente, lo que hacen es peor. Pues
bien, supongamos que esta muchacha hereda entre
cinco y seis millones: entonces los prı́ncipes irá n a
agasajarla, la saludará n con respeto cuando pase en
su coche y ella podrá elegir entre los blasones má s
antiguos de Francia y de Navarra. Este es el
mundillo que desprecia a una hermosa pareja unida
y feliz, y en cambio acoge a una señ ora de Staé l, a
pesar de sus novelas, por el mero hecho de tener
cien mil libras de renta. Este mundo, que se doblega
ante el dinero o la gloria, no quiere inclinarse ante
la felicidad ni ante la virtud. Porque yo habrı́a
podido hacer mucho bien... ¡Cuántas lágrimas habría
podido yo enjugar!... Creo que tantas como he
vertido. Sı́, hubiera querido vivir só lo por ti y por la
caridad.
"Estas son las consideraciones que me hacen
desear la muerte. De modo que no debes empezar
con lamentaciones, amor mı́o. Repı́tete de vez en
cuando que ha habido dos muchachas buenas, dos
hermosas criaturas que han muerto por ti, sin
ningú n rencor,-que te adoraban; ija en tu corazó n
el recuerdo de Coralie y de Esther, y sigue luego tu
camino. ¿Te acuerdas del dı́a en que me enseñ aste a
una anciana arrugadita, cubierta con un capote de
color verde lleno de manchas de grasa negra, que
habı́a sido amante de un poeta de antes de la
Revolució n, que apenas lograba calentarse al sol, a
pesar de que se habı́a colocado en las Tullerı́as al
abrigo de un muro y que estaba pendiente de un
perro horrible? Antes habı́a tenido coches, lacayos,
una mansió n... Entonces te dije: «¡Má s vale morir a
los treinta!» Aquel dı́a me encontrabas
meditabunda, y te dedicaste a hacer mil tonterı́as
para distraerme; y entre dos besos te dije, ademá s:
«¡Cada dı́a las mujeres hermosas salen del
espectá culo antes del inal!...» Pues bien, yo no
quiero ver el último acto, eso es todo.....
"Debes de encontrarme muy parlanchina, es mi
ultimo chismorreo. Te escribo de la misma manera
que te hablaba, y quiero hablarte alegremente.
Siempre me han disgustado las modistas que se
pasan el dı́a lamentá ndose; bien sabes que en una
ocasió n habı́a sido ya capaz de morir bien, a mi
regreso de aquel baile fatal de la Opera en el que te
dijeron que había sido cortesana.
"¡Oh, no, cariñ o mı́o, no des jamá s este retrato! Si
supieras con cuá nto amor acabo de sumergirme en
tus ojos mirá ndolos embriagada durante una pausa
que he hecho..., recogiendo el amor que he
intentado incrustar en este mar il, creerı́as que el
alma de tu gatita querida está aquí.
"Resulta algo irrisoria una muerta que pide
limosna... Vamos, hay que saber guardar la
compostura en el sepulcro.
"No sabes lo heroica que les parecerı́a mi muerte a
los imbé ciles si supieran que esta noche Nucingen
me ha ofrecido dos millones si querı́a amarle como
te he amado a ti. ¡Có mo se pondrá cuando se entere
de que he mantenido mi palabra murié ndome de é l!
Lo he intentado todo para continuar respirando el
aire que tú respiras. Le dije a aquel obeso ladró n:
«¿Quiere que le ame del modo que me pide? Me
comprometeré incluso a no volver a ver jamá s a
Lucien...» «¿Qué debo hacer?...», preguntó . «Dé me
dos millones para é l...» ¡Oh, si hubieras visto la
mueca que hizo!... Me hubiera puesto a reı́r si no
hubiera sido todo tan trá gico para mı́. «¿Acaso teme
usted un desaire?», le dije. «Ya lo veo, le interesan
má s los dos millones que yo.» «Siempre es bueno
para una mujer saber lo que vale», añ adı́,
volviéndole la espalda.
"Ese viejo granuja sabrá dentro de unas horas que
no estaba bromeando.
"¿Quié n te hará como yo te hacı́a la raya en los
cabellos? ¡Bah!, ya no quiero pensar en nada de
esta vida, no me quedan má s que cinco minutos y
los voy a dar a Dios; no tengas celos, á ngel mı́o,
quiero hablarle de ti, pedirle tu felicidad a cambio
de mi muerte y de los castigos que me esperan en el
otro mundo. Me entristece ir al in ierno, hubiera
querido ver a los á ngeles para saber si se te
parecen... "¡Adió s, amor mı́o, adió s! Te bendigo con
toda mi desgracia. Seré tuya hasta en la tumba,
"Esther..."
"Está n dando las once. Acabo de rezar mi ú ltima
oració n, voy a acostarme para morir. Una vez má s,
¡adió s! Quisiera dejar en la palma de mi mano mi
alma, igual que el beso que para ti dejo en ella, y por
ú ltima vez quiero decirte cariñ o, aunque seas el
causante de la muerte de tu "Esther."
Un sentimiento de celos oprimió el corazó n del juez
al terminar la lectura de la ú nica carta que jamá s
hubiera leı́do de un suicida escrita con una alegrı́a
tan grande, aunque fuera una alegrı́a febril y el
postrer esfuerzo de una ternura ciega.
"¡Qué tendrá de particular para que le amen ası́!...",
pensó , repitiendo lo que dicen todos los hombres
que carecen del don de gustar a las mujeres.
—Si es capaz de probar no só lo que no es usted
Jacques Collin, presidiario evadido, sino que ademá s
es usted realmente don Carlos Herrera, canó nigo de
Toledo y enviado secreto de Su Majestad Fernando
VII —dijo el juez a Jacques Collin—, quedará usted
en libertad, porque la imparcialidad que exige mi
ministerio me obliga a decirle que acabo de recibir
una carta de la señ orita Esther Gobseck en la que
con iesa su intenció n de suicidarse, y en la que
formula acerca de sus criados ciertas sospechas que
parecen acusarlos de ser los autores del robo de los
setecientos cincuenta mil francos.
Mientras iba hablando, el señ or Camusot cotejaba
la letra de la carta con la del testamento, y quedó
convencido de que la carta habı́a sido escrita por la
misma persona que había hecho el testamento.
—Caballero, se ha apresurado usted demasiado en
pensar que habı́a habido crimen; que no le pase
ahora igual a propósito de un supuesto robo.
—¡Vaya!... —dijo Camusot, echando una mirada de
juez sobre el detenido.
—No crea que me comprometo diciendo que esta
suma puede recuperarse —repuso Jacques Collin,
dando a entender al juez que comprendı́a sus
sospechas—. La pobre muchacha era muy querida
por su servidumbre; si yo estuviera en libertad, me
encargarı́a de buscar un dinero que ahora
pertenece al ser a quien má s quiero en el mundo, a
Lucien... ¿Tendrı́a usted la bondad de permitirme
que lea esta carta? No tardaré mucho... es la prueba
de la inocencia de mi pobre criatura... no tema que
la destruya... ni que hable de ella a nadie, puesto que
estoy incomunicado...
—¡Incomunicado!... —exclamó el magistrado—.
Dejará usted de estarlo... Soy yo quien le pide que
demuestre lo antes posibJe su condició n; recurra a
su embajada, si así lo desea...
Y entregó la carta a Jacques Collin. Camusot estaba
satisfecho de salir del atolladero, de poder
satisfacer al procurador general y a las señ oras de
Maufrigneuse y de Sérizy.
Sin embargo, examinó frı́a y atentamente el rostro
de su interrogado mientras é ste leı́a la carta de la
cortesana; y pese a la sinceridad de los sentimientos
que en él se reflejaban, decía para sus adentros: "No
obstante, ¡hay que ver qué cara de presidiario!"
—¡Ya ve usted có mo le aman!... —dijo Jacques
Collin, devolviendo la carta. Y mostró a Camusot un
rostro bañ ado en lá grimas—. ¡Si lo conociera usted;
—siguió —. Es un alma tan joven, tan fresca, una
belleza tan magnı́ ica, un niñ o, un poeta... Se siente
irresistiblemente la necesidad de sacri icarse por é l,
de colmar sus menores deseos. ¡Es tan encantador
mi querido Lucien cuando se muestra cariñoso!...
—Vamos —dijo el magistrado, haciendo todavı́a un
esfuerzo por descubrir la verdad—, usted no puede
ser Jacques Collin...
—No, señor... —respondió el recluso.
Y Jacques Collin fue má s que nunca don Carlos
Herrera. En su afá n de coronar su obra, se adelantó
hacia el juez, lo llevó al hueco de la ventana y
adoptó el aire de un prı́ncipe de la Iglesia dando a
sus palabras un tono con idencial. —Amo tanto a
esta criatura, caballero, que si tuviera que pasar por
el criminal con quien se me confunde para evitar
cualquier perjuicio a este ı́dolo de mi corazó n, me
acusarı́a a mı́ mismo —dijo en voz baja—. Imitarı́a a
la pobre muchacha que se ha dado muerte por é l.
Por eso, caballero, le suplicó un favor, que ponga
inmediatamente en libertad a Lucien...
—Mi deber me lo impide —dijo Camusot con un
aire bondadoso—; pero si lo que me pide es algú n
arreglo, la Justicia sabe actuar consideradamente, y
si puede usted darme buenas razones... Hable con
tranquilidad, esto no figurará en el atestado...
—Pues mire —repuso Jacques Collin, engañado por
el aspecto bondadoso de Camusot—, sé todo lo que
debe estar sufriendo en estos momentos el pobre
muchacho; es capaz de atentar contra su vida
viéndose detenido...
—¡Oh! Por este lado... —dijo Camusot,
estremeciéndose. —No sabe usted a quién complace
complacié ndome a mı́ —añ adió Jacques Collin,
queriendo hacer vibrar otras cuerdas—. Hace usted
un servicio a una orden má s poderosa que las
condesas de Sé rizy y que las duquesas de Maufrig-
neuse, quienes nunca le perdonará n que haya
tenido entre sus manos su cartas de amor... —dijo,
señ alando dos paquetes de cartas perfumadas—. Mi
orden tiene buena memoria... —¡Caballero! —dijo
Camusot—. Ya basta. Busque otra clase de razones.
Yo me debo tanto al detenido como a la vindicta
pública.
—Pues mire, cré ame, conozco a Lucien, tiene un
alma de mujer, de poeta, de meridional, sin
consistencia ni voluntad —repuso Jacques Collin,
que creyó haber adivinado por in que el juez
estaba de su parte—. Usted está seguro de la
inocencia de este joven, no lo atormente, no le
interrogue; entregú ele esta carta, anuncı́ele que ha
heredado de Esther y devuélvale la libertad... Si hace
otra cosa, se desesperará usted; mientras que si lo
deja marchar, pura y simplemente, yo le explicaré
(guá rdeme usted el secreto), mañ ana, o esta misma
tarde, todo cuanto pueda parecerle misterioso en
este asunto, y las razones de la encarnizada
persecució n de la que soy objeto; arriesgaré mi
vida, porque desde hace cinco añ os van a por mı́...
Una vez Lucien sea libre, rico y esposo de Clotilde
de Grandlieu, mi misió n aquı́ habrá terminado, ya
no defenderé má s mi pellejo... Mi perseguidor es un
espía de su último rey...
—¡Ah, Corentin!
—¡Ah!, se llama Corentin... Se lo agradezco... ¿Qué
me dice, pues? ¿Me prometerá usted hacer lo que le
pido?...
—Un juez no puede ni debe prometer nada.
¡Coquart! Dı́gale al ujier y a los guardias que
acompañ en de nuevo al preso a la Conserjerı́a...
Daré órdenes para que esta misma noche esté usted
en la Pistola —añ adió con afabilidad, saludando al
detenido con la cabeza.
Extrañ ado por la petició n que Jacques Collin
acababa de hacerle, y recordando la insistencia con
la que habı́a pedido que le interrogaran a é l
primero, alegando su estado de enfermedad,
Camusot recobró toda su anterior suspicacia.
Pensando en estas vagas sospechas, se dio cuenta
de que el supuesto agonizante andaba como un
Hé rcules y que ya no hacı́a ninguna de las
pantomimas que tan hábilmente había representado
al entrar.
—¿Caballero?...
Jacques Collin se volvió.
—Mi escribano, pese a su negativa a irmarlo, va a
leerle el atestado de su interrogatorio.
El interrogado gozaba de una salud admirable, y la
agilidad con que fue a sentarse cerca del escribano
constituyó para el juez un último rayo de luz.
—Se ha curado usted muy pronto —dijo Camusot.
Estoy cogido", dijo Jacques Collin en su fuero
interno. Luego contestó en voz alta:
—La alegrı́a, señ or, es la ú nica panacea que existe...
Esta carta, la prueba de una inocencia de la que
nunca he dudado... éste es el gran remedio.
El juez siguió al preso con una mirada meditativa
cuando el ujier y los gendarmes le rodearon; luego
hizo el gesto de un hombre que despierta, y echó la
carta de Esther sobre la mesa de su escribano.
—¡Coquart, copie esta carta!... Si es natural en, el
hombre descon iar de lo que le suplican que haga
cuando lo suplicado va contra sus intereses o
contra su deber, incluso, muchas veces, cuando le es
indiferente, en el juez de instrucció n esta
descon ianza es ley. Cuanto má s negras fueron las
tintas con que el detenido, cuya situació n no estaba
aún determinada, describió el posible interrogatorio
de Lucien, tanto má s necesario le pareció a Camusot
aquel interrogatorio. Tal formalidad no era
indispensable, segú n el có digo y las costumbres,
pero resultaba imprescindible para la identi icació n
del padre Carlos Herrera. En todas las profesiones
hay una conciencia profesional. Aun cuando no
hubiera sentido ninguna curiosidad, Camusot habría
interrogado a Lucien por dignidad de juez, de la
misma manera como acababa de interrogar a
Jacques Collin, es decir, empleando la astucia que se
permite cualquier magistrado, incluso el má s
ı́ntegro. El servicio que se le habı́a pedido y su
ascenso, para Camusot, se subordinaban al deseo
de conocer la verdad, de adivinarla, aunque luego
decidiera silenciarla. Repicaba con los dedos en el
cristal, abandoná ndose al lujo de sus conjeturas,
porque en tales casos el pensamiento es como un
rı́o que recorre mil regiones diversas. Por su amor
a la verdad, los magistrados son como mujeres
celosas, que se entregan a toda clase de conjeturas
y las hurgan con el cuchillo de la sospecha, igual que
hacı́an los antiguos sacerdotes al sacri icar las
vı́ctimas abrié ndoles las entrañ as; luego se detienen
no en la verdad, sino en la probabilidad, y acaban
entreviendo la verdad. Las mujeres interrogan a los
hombres amados como el juez interroga al criminal.
Bajo tal estado de ánimo, cualquier chispa, cualquier
palabra, cualquier in lexió n de voz o cualquier duda
bastan para apuntar al hecho, a la traició n o al
crimen ocultos.
—El modo con que acaba de describir su
abnegació n hacia su hijo (si se trata de su hijo) me
inducirı́a a pensar que estaba en casa de la
muchacha para velar por sus intereses; y como no
sabı́a que bajo la almohada de la muerta se ocultaba
un testamento, debió de coger para su hijo los
setecientos cincuenta mil francos, por si acaso... Esta
serı́a la razó n de su promesa de hallar la suma. El
señ or de Rubempré tiene el doble deber, hacia sı́
mismo y hacia la Justicia, de desvelar cuá l es la
identidad de su padre... ¡Y prometerme la
protecció n de su orden (¡su orden!) si no interrogo
a Lucien!...
Se quedó meditando sobre esta idea.
Como acaba de verse, un juez instructor dirige un
interrogatorio a su voluntad. De é l depende
orientarlo hábilmente o no. Un interrogatorio puede
no ser nada, y serlo todo. Ahı́ está lo ventajoso del
mismo. Camusot tocó la campanilla; el ujier ya habı́a
vuelto. Dio la orden de ir a buscar inmediatamente
al señ or Lucien de Rubempré , con la
recomendació n de que ñ o se comunicara con nadie
durante el trayecto. Eran entonces las dos de la
tarde.
"Hay algú n secreto —dijo el juez para sus adentros
—, y este secreto debe ser muy importante. El
razonamiento de mi an ibio, que no es ni clé rigo ni
seglar, ni presidiario ni españ ol, pero que no quiere
que se le escape ninguna palabra comprometedora
a su protegido, es el siguiente: "El poeta es dé bil, es
una mujerzuela; no es como yo, que soy el Hé rcules
de la diplomacia, ¡y usted le arrancará fá cilmente
nuestro secreto!" Pues bien, ¡lo vamos a saber todo
gracias al inocente!...
Y siguió golpeando el borde de su mesa con su
cortaplumas de mar il, mientras que su escribano
copiaba la carta de Esther. ¡Qué cosas tan raras
ocurren en el ejercicio de nuestras facultades!
Camusot suponı́a que cualquier crimen habı́a sido
posible, y olvidaba el ú nico que el detenido habı́a
cometido: la falsi icació n del testamento a favor de
Lucien. Que piensen un poco, los que sienten
envidia por la posició n que ocupan los magistrados,
en lo que es esta vida que transcurre en continuas
sospechas, en esas torturas que los criminales
imponen a su espı́ritu, porque las causas civiles no
son menos tortuosas que las criminales, y caerá n en
la cuenta de que los arneses del cura y los del
magistrado son igualmente pesados, igualmente
erizados de puntas por dentro. Por otra parte, toda
profesión tiene sus cilicios y sus rompecabezas.
Hacia las dos, el señ or Camusot vio entrar a Lucien
de Rubempré , pá lido, deshecho, con los ojos
enrojecidos e hinchados, en suma, en tal estado de
postració n que le fue fá cil comparar la naturaleza
con el arte, el moribundo auté ntico con el
moribundo de teatro. El trayecto desde la
Conserjerı́a hasta el despacho del juez, entre dos
gendarmes precedidos por un ujier, llevó a su
culminación el desespero de Lucien.
Es propio del espı́ritu de los poetas preferir el
suplicio antes que un juicio. Al ver a aquella
naturaleza enteramente desprovista de ese valor
moral caracterı́stico del juez y que acababa de
manifestarse tan poderosamente en el otro
detenido, el señ or Camusot sintió lá stima por
aquella victoria fá cil, este desprecio le permitió
asestar golpes decisivos, dejando campo abierto a
esa horrible libertad de espı́ritu que distingue al
tirador que se dispone a disparar sobre simples
muñecos.
—Repó ngase, señ or de Rubempré ; está usted en
presencia de un magistrado que está ansioso por
reparar el dañ o que la justicia hace a veces
involuntariamente procediendo a un arresto
preventivo, cuando la acusació n carece de
fundamento. Le creo a usted inocente, y va usted a
quedar libre inmediatamente. He aquı́ la prueba de
su inocencia. Se trata de una carta que guardó su
portera en ausencia suya y que acaba de traer aquı́.
Debido al nerviosismo que le produjo la
comparecencia en su casa de la justicia y la noticia
de su detenció n en Fontainebleau, aquella mujer
olvidó esta carta, que viene de la señ orita Esther
Gobseck... Lea.
Lucien cogió la carta, la leyó y estalló en sollozos.
Lloró sin poder articular una sola palabra. Despué s
de un cuarto de hora, tiempo durante el cual costó
mucho a Lucien recobrar sus fuerzas, el escribano
le presentó la copia de la carta y le rogó que firmara
aquella copia conforme al original, para presentar al
primer requerimiento mientras dure la instrucció n
del proceso, invitá ndole a cotejar ambos escritos;
Lucien, naturalmente, se remitió a la palabra de
Camusot en lo que atañe a la fidelidad de la copia.
—Caballero —dijo el juez con un aire muy
bondadoso—, nos es sin embargo difı́cil dejarle en
libertad sin haber cumplido las formalidades
pertinentes y sin haberle hecho algunas preguntas...
Le insto a que me conteste casi en calidad de testigo.
Creo que a un hombre como usted es casi super luo
hacerle observar que el juramento de decir toda la
verdad no es só lo, en este caso, una llamada a la
conciencia, sino tambié n una necesidad para su
interé s propio, ya que su posició n ha sido ambigua
durante algunos momentos. La verdad no puede
nada contra usted, sea cual sea; en cambio, la
mentira le llevarı́a ante los tribunales y me obligarı́a
a hacerle regresar a la Conserjerı́a. Si contesta con
franqueza a mis preguntas, esta noche podrá
acostarse en su casa, y será rehabilitado por la
noticia que publicará n los perió dicos, que será del
tenor siguiente: "El señ or de Rubempré , detenido
ayer en Fontainebleau, ha sido inmediatamente
liberado tras un interrogatorio muy breve."
Esta alocució n produjo una fuerte impresió n sobre
Lucien, y advirtiendo las disposiciones de su
interrogado, el juez añadió:
—Se lo repito, recaı́a sobre usted la sospecha de
complicidad en un asesinato por envenenamiento, el
de la señ orita Esther; ahora tenemos la prueba de
su suicidio, y ya está todo dicho; pero ha
desaparecido una suma de setecientos cincuenta mil
francos que forma parte de la herencia, y usted es
heredero; ahı́ sı́ que hay, por desgracia, un crimen.
Este crimen se perpetró antes de que se
descubriera el testamento. Pues bien, la justicia
tiene razones para creer que una persona que le
quiere a usted tanto como pudiera quererle esta
señ orita Esther, se ha permitido este crimen en
provecho de usted... No me interrumpa —dijo
Camusot, imponiendo silencio con un gesto a
Lucien, que hizo ademá n de intervenir—, todavı́a no
le estoy interrogando. Quiero hacerle comprender
la medida en que su honor está interesado en este
asunto. Abandone usted el pundonor falso y
despreciable que une a dos cómplices y dígame toda
la verdad.
Ya se habrá observado la exagerada desproporción
de armas en toda lucha que enfrente a un preso
preventivo con un juez de instrucció n. Es cierto que
la negació n, empleada con habilidad, tiene en favor
suyo el cará cter absoluto de su formulació n, y basta
para la defensa del criminal; pero en cierto modo es
una especie de panoplia que se vuelve aplastante en
cuanto el estilete del interrogatorio penetra por
alguna grieta. En cuanto la denegació n se muestra
insu iciente r«ite a cierto hechos evidentes, el
detenido se ve completamente a merced del juez.
Supó ngase ahora el caso de un semicriminal, como
Lucien, que, salvado de un primer naufragio de su
virtud, podrı́a enmendarse y hacerse ú til para su
paı́s; pues bien, un ser ası́ ha de sucumbir en las
emboscadas de la instrucció n. El juez redacta un
atestado muy seco, un iel aná lisis de las preguntas
y respuestas; pero de sus discursos insidiosamente
paternalistas y de sus capciosas amonestaciones del
tipo de la citada anteriormente, no queda nada. Los
jueces de la jurisdicció n superiores y los jurados
vé n los resultados sin conocer los medios. Por esta
razó n, segú n ciertos buenos espı́ritus, el jurado
serı́a el instrumento adecuado, como en Inglaterra,
para proceder a la instrucció n. Francia gozó de este
sistema durante algú n tiempo. Bajo el có digo de
Brumario del añ o IV, esta institució n se llamaba
jurado de acusació n, por contraposició n al jurado
de sentencia. En cuanto al proceso de initivo, si se
volviera a los jurados de acusació n, deberı́a ser
atribuido a los tribunales reales, sin el concurso de
los jurados.
—Ahora —dijo Camusot tras una pausa—, ¿có mo
se llama usted? Señ or Coquart, ponga usted
atención... —dijo al escribano.
—Lucien Chardon, de Rubempré.
—¿Nació?
—En Angulema...
Lucien indicó el día, el mes y el año.
—¿No tuvo usted patrimonio?
—No.
—Sin embargo, durante una primera estancia suya
en Parı́s, hizo usted unos gastos considerables si los
comparamos con su escasa fortuna...
—Sı́, señ or; pero en aquella é poca hallé en la
señ orita Coralie una amiga muy abnegada que tuve
la desgracia de perder. Fue la tristeza producida
por su muerte lo que me hizo regresar a mi tierra.
—Bien, caballero —dijo Camusot—. Le felicito por
su franqueza, es algo que se tendrá en cuenta.
Lucien avanzaba, como se está viendo, por la senda
de una confesión general.
—Tuvo usted gastos aú n má s importantes a su
regreso de Angulema a Parı́s —prosiguió Camusot
—; ha estado usted viviendo como una persona
provista de una renta de cerca de sesenta mil
francos.
—Sí, señor...
—¿Quién le proporcionaba este dinero?
—Mi protector, el padre Carlos Herrera.
—¿Dónde le conoció usted?
—Me lo encontré en la carretera general, en el
momento en que iba a quitarme la vida...
—¿No habı́a oido jamá s hablar de é l en el seno de
su familia, a su madre?...
—Nunca.
—¿Le habló su madre alguna vez de que hubiera
conocido a algún español?
—Nunca.
—¿Puede usted recordar el mes y el añ o en que
empezó a relacionarse con la señorita Esther?
—Hacia inales de 1823, en un pequeñ o teatro del
bulevar.
—¿Le costó algún dinero al principio?
—Sí, señor.
—Últimamente, movido por el deseo de casarse con
la señ orita de Grandlieu, se compró usted los restos
del castillo de Rubempré , añ adié ndoles tierras por
valor de un milló n; dijo usted a la familia Grandlieu
que su hermana y su cuñ ado acababan de cobrar
una importante herencia y que usted debı́a aquellas
cantidades a su generosidad... Eso fue lo que le dijo
usted a la familia Grandlieu, ¿no es verdad?
—Sí, señor.
¿Ignora usted el motivo de la cancelació n de su
matrimonio?
Lo ignoro por completo.
Pues escú cheme. La familia de Grandlieu mandó a
casa oe su cuñ ado a uno de los procuradores má s
respetables de París para recoger informaciones. En
Angulema este procurador, segú n propia confesió n
de su hermana y de su cuñ ado, 5 enteró no só lo de
que le habı́an prestado a usted una candad muy
pequeñ a, sino tambié n de que su herencia, aunque
incluı́a bienes inmobiliarios de cierta importancia,
apenas se elevaba a doscientos mil francos en
dinero lı́quido... No debe usted considerar extrañ o
que una familia como la de Grandlieu retroceda
ante una fortuna cuyos orı́genes no logran
justi icarse... Ya ve usted, caballero, adonde le ha
llevado una mentira...
Lucien quedó helado ante esta revelació n, y la
escasa presencia de á nimo que le quedaba le
abandonó.
—La policı́a y la justicia se enteran de todo lo que
quieren —dijo Camusot—, medite bien esto. Ahora
—añ adió , pensando en que Jacques Collin se habı́a
hecho pasar por sui padre—, ¿sabe usted quié n es
ese supuesto Carlos Herrera??
—Sí señor, pero lo supe demasiado tarde...
—¿Cómo, demasiado tarde? ¡Expliqúese usted!
—No es un sacerdote, ni un español; es...
—Un presidiario evadido —dijo el juez
prontamente.
—Sı́ —respondió Lucien—: Cuando me enteré del
horrible secreto, me tenı́a cogido con muchas
deudas y obligaciones; creı́a habé rmelas con un
respetable clérigo...
—Jacques Collin... —dijo el juez, iniciando una frase.
—Sı́, Jacques Collin —repitió Lucien—, é se es su
nombre.
—Bien. Jacques Collin ha sido identi icado hace
poco por un testigo —repuso el señ or Camusot—; y
si sigue negando su identidad, lo hace, segú n creo,
en interé s de usted. Per le preguntaba si sabı́a quié n
es este hombre con objeto d determinar otra
impostura de Jacques Collin.
Lucien sintió como si le introdujeran un hierro al
rojo en las entrañ as al oı́r la terrible observació n
del juez.
—¿Ignora usted —prosiguió diciendo el juez— que
pretende ser su padre para justi icar el
extraordinario afecto del que usted es objeto por su
parte?
—¡Él, mi padre!... ¡Oh, caballero!... ¡eso ha dicho!
—¿Sospecha usted de dó nde provenı́an las sumas
que le entregaba a usted? Porque, si hay que dar
cré dito a la carta, que ahora tiene entre las manos,
la señ orita Esther, esa pobre muchacha, le habrı́a
hecho a usted los mismos favores que antes la
señ orita Coralie; pero, como acaba usted mismo de
decir, ha estado viviendo varios añ os, y viviendo
muy espléndidamente, sin recibir nada de ella.
—¡Es a usted, caballero, a quien tengo que
preguntar! —exclamó Lucien— de dó nde sacan el
dinero los presidiarios... ¡Un Jacques Collin mi
padre!... ¡Oh, mi pobre madre!...
Y estalló en sollozos.
Escribano, dé usted lectura al detenido de la parte
del interrogatorio del supuesto Carlos Herrera en la
que declara ser el padre de Lucien de Rubempré...
El poeta escuchó la lectura con un silencio y una
compostura que le daban un aspecto lastimoso.
—¡Estoy perdido! —exclamó.
—Nadie se pierde por el camino del honor y de la
verdad —dijo el juez.
—¿Mandará usted a Jacques Collin ante la sala de lo
criminal? —preguntó Lucien.
—Por supuesto —respondió Camusot, que querı́a
seguir haciendo hablar a Lucien—. Acabe de
exponer lo que piensa.
Pero pese a los esfuerzos y a las amonestaciones
del juez, Lucien no respondió nada má s. La
re lexió n le llegó demasiado tarde, como a todos los
hombres que son esclavos de las sensaciones. En
eso radica la diferencia entre el poeta y el hombre
de acció n: el primero se abandona al sentimiento
para reproducirlo en imá genes intensas, y no
re lexiona hasta el inal, mientras que el otro siente
y re lexiona a la vez. Lucien quedó sombrı́o y
pá lido; se veı́a a sı́ mismo en el fondo del precipicio
al que le habı́a hecho caer el juez instructor, por
cuyo aspecto bonachó n é l, el poeta, se habı́a dejado
engañ ar. Acababa de traicionar no a su bienhechor,
si no a su có mplice, el cual, por su parte, habı́a
defendido la posició n de ambos con un valor de
león y con la habilidad de un hombre entero. Lo que
Jacques Collin habı́a salvado con su audacia, el
ingenioso Lucien lo habı́a echado a perder con su
falta de inteligencia y de re lexió n. Aquella infame
mentira que le servı́a para justi icarse de una
verdad aú n má s infame. Lucien parecı́a un animal
en el matadero: estaba confundido por la sutileza
del juez, asustado por su cruel habilidad y por la
rapidez de los golpes que le habı́a asestado
valié ndose de los pecados de su vida a modo de
gar ios para hurgarle la conciencia. Era libre e
inocente al entrar en aquel despacho, y en unos
instantes se veı́a convertido en criminal por sus
propias confesiones. Por ú ltimo, y para mayor
escarnio, el juez, frı́o y tranquilo, hacı́a notar a
Lucien que sus revelaciones eran el fruto de un
equı́voco. Camusot pensaba en la calidad de padre
que se habı́a arrogado Jacques Collin, mientras que
Lucien, llevado enteramente por el temor de que se
hiciera pú blica su alianza con un presidiario
evadido, habı́a repetido la cé lebre inadvertencia de
los asesinos de Ibico. Una de las glorias de Royer-
Collard es haber proclamado el triunfo
ininterrumpido de los sentimientos naturales por
encima de los sentimientos impuestos, haber
sostenido la causa de la anterioridad de los
juramentos pretendiendo que la ley de la
hospitalidad, por ejemplo, debı́a obligar hasta el
punto de anular la virtud del juramento judicial.
Proclamó esta teorı́a a la faz del mundo, ante la
tribuna francesa; elogió valientemente a los
conspiradores, demostró que era humano obedecer
antes a la amistad que a unas leyes tiránicas sacadas
de un arsenal social a propó sito para tal o cual
circunstancia. En de initiva, el Derecho natural tiene
unas leyes que jamá s han sido promulgadas y que
son má s e icaces y mejor conocidas que las que la
Sociedad promulga. Lucien acababa de ignorar, y en
perjuicio suyo, la ley de solidaridad que le obligaba
a callarse y a dejar que Jacques Collin se defendiera;
y aú n peor: le habı́a añ atlido otros cargos. En
interé s suyo propio, aquel hombre tenı́a que ser
siempre para él Carlos Herrera.
El señ or Camusot saboreaba su triunfo: tenı́a a dos
culpables; había abatido, con la mano de la justicia, a
uno de los favoritos de la moda, y habı́a encontrado
al inasible Jacques Collin. Iban a proclamarle uno de
los jueces de instrucció n má s há biles. Habı́a dejado
trnnqiilo a su interrogado; pero examinaba aquel
silencio consrsrnndo. veı́a como las gotas de sudor
iban aumentando de Voltfmen sobre su cara
descompuesta hasta caer por ú ltimo confundidas
con dos hilillos de lágrimas.
—¿Por qué llorar, señ or de Rubernpré ? Como ya le
he dicho, es usted el heredero de la señ orita Esther,
que no tiene herederos, ni colaterales ni director, y
su herencia se eleva a cerca de ocho millones, si se
logra encontrar los setecientos cincuenta mil
francos desaparecidos.
Aqué l fue el ú ltimo golpe para el culpable. Bastaba
con haber mantenido diez minutos de firmeza, como
se lo aconsejaba Jacques Collin en su nota, y Lucien
habrı́a alcanzado la meta de todos sus deseos.
Entonces habrı́a saldado sus deudas con Jacques
Collin, se habrı́a separado de é l y, una vez rico, se
habrı́a casado con la señ orita de Grandlieu. No hay
nada que demuestre con tanta elocuencia como esta
escena el poder de que están provistos los jueces de
instrucció n gracias al aislamiento o a la separació n
de los presos preventivos, y el enorme valor que
puede tener una comunicació n como la que Asia
habia hecho llegar a Jacques Collin.
—¡Ah, caballero! —respondió Lucien con la
amargura y la ironı́a del hombre que se yergue
sobre el pedestal de su desgracia ya inevitable,
haciendo de necesidad virtud—. ¡qué justo es decir,
como se dice en el lenguaje de ustedes, sufrir un
interrogatorio!... Entre la tortura fı́sica de antañ o y
la tortura moral de hoy, no tendrı́a ninguna duda
por lo que a mı́ respecta; preferirı́a los sufrimientos
que infligían antes los verdugos. ¿Qué más quiere de
mı́? —añ adió altivamente. —Aquı́, caballero —dijo
el magistrado, ponié ndose socarró n y arrogante
como ré plica a la altanerı́a del poeta—, yo soy el
único que tiene derecho a hacer preguntas.
—Y yo tenı́a el derecho de no contestar —dijo
murmurando el pobre Lucien, que habı́a
recuperado su inteligencia con toda nitidez.
—Escribano, lea al detenido su interrogatorio...
"¡Vuelvo a ser un detenido!", pensó Lucien. Mientras
el empleado leı́a, Lucien tomó una decisió n que le
obligaba a tratar consideradamente al señ or
Camusot. Cuando terminó el murmullo de la voz de
Coquart, el poeta se estremeció sorprendido por el
silencio, como ocurre cuando uno se duerme en
medio de un ruido al que los sentidos se
acostumbran y que, al cesar, interrumpe el sueño.
—Tiene que irmar el atestado de su interrogatorio
—dijo el juez.
—¿Y me deja usted en libertad? —preguntó Lucien,
con ironía también.
—Todavı́a no —respondió Camusot—; pero
mañ ana, despué s de IU careo con Jacques Collin,
seguramente quedará usted en libertad. La Justicia
ha de saber ahora si es o no es usted có mplice de
los crı́menes que puede haber cometido este
individuo despué s de su fuga, que tuvo lugar en
1820. Sin embargo, deja de estar incomunicado.-Voy
a escribir al director para que le ponga en la mejor
habitació n de la Pistola. —¿Encontraré allı́ todo lo
que hace falta para escribir?... —Le proporcionará n
todo cuanto pida, haré dar la orden por el ujier que
le acompañará.
Lucien irmó maquinalmente el atestado y rubricó
todas las llamadas, obedeciendo las indicaciones de
Coquart con la dulzura de una vı́ctima resignada. Un
ú nico detalle describe mejor el estado en que se
hallaba que el má s minucioso de los retratos. El
anuncio de su careo con Jacques Collin había secado
las gotitas de sudor que bañ aban su rostro, y sus
ojos secos brillaban con un destello insoportable.
En un instante, con la rapidez del rayo, se convirtió
en lo que era Jacques Collin, en un hombre de
bronce.
En las personas del cará cter de Lucien, y que
Jacques Collin habı́a analizado tan a fondo, estas
transiciones sú bitas desde un estado de completa
desmoralizació n a un estado casi metá lico, debido a
la tensió n de todas sus fuerzas, son los fenó menos
má s vibrantes de la vida de las ideas. La voluntad
reaparece, como el agua de un manantial que
hubiera desaparecido; se infunde en el aparato que
se halla dispuesto para el funcionamiento de su
ignota substancia constitutiva; y entonces el cadá ver
se hace hombre, y el hombre se lanza lleno de
energía a realizar luchas decisivas.
Lucien guardó en su pecho la carta de Esther con el
retrato que le habı́a mandado. Luego saludó
desdeñ osamente al señ or Camusot, y caminó con
paso firme por los pasillos entre dos gendarmes.
—¡Vaya sinvergü enza! —dijo el juez a su escribano,
para vengarse del aplastante desprecio que el poeta
acababa de mostrar hacia é l—. Ha creı́do que se
salvaría entregando a su cómplice.
—De los dos —dijo tı́midamente Coquart—, el
presidiario es el que tiene más agallas...
—Le dejo en libertad por hoy, Coquart —dijo el
juez—. Con eso basta. Diga a la gente que espera
que pueden marcharse y que vuelvan mañ ana. ¡Ah!,
y vaya en seguida a ver si el señ or procurador
general está todavı́a en su despacho; si está , pı́dale
una breve audiencia para mı́. ¡Oh, aú n estará ! —
añ adió tras haber echado una ojeada a un horrible
reloj de madera pintado de verde con ribetes
dorados—. Son las tres y cuarto.
Estos interrogatorios, pese a que se leen con tanta
rapidez una vez registrados por escrito las
preguntas y las respuestas, ocupan un tiempo
enorme. Esta es una de las causas de la lentitud de
las instrucciones criminales y de la duració n de las
detenciones preventivas. Para los pequeñ os es la
ruina, y para los ricos es una vergü enza; para todos
una liberació n inmediata compensa —en la medida
en que puede ser compensado— el perjuicio que
supone un arresto. Esta es la razó n por la que las
dos escenas que se acaban de reproducir ielmente
habı́an durado el mismo tiempo que Asia habı́a
necesitado para descifrar las ó rdenes de su amo,
para hacer salir a una duquesa de su tocador y para
infundir ánimos a la señora de Sérizy.
En aquellos momentos Camusot, que querı́a sacar
partido de su habilidad, cogió los dos
interrogatorios, los releyó y se propuso enseñ arlos
al procurador general y pedirle su opinió n.
Mientras estaba deliberando de esta manera, volvió
el ujier para decirle que un criado de la señ ora
condesa de Sé rizy querı́a hablar urgentemente con
é l. A una señ al de Camusot, un ayuda de cá mara que
iba vestido como un señ or, entró , miró uno tras
otro al ujier y al magistrado, y dijo:
—¿Es al señor Camusot a quien tengo el honor...?
—Sí —contestaron el juez y el ujier.
Camusot tomó una.carta que le entregó el criado, y
leyó lo siguiente:
"A causa de muchos intereses que puede usted
comprender, apreciado Camusot, no interrogue
usted al señ or de Rubempré ; tenemos pruebas de
su inocencia para que sea liberado inmediatamente.
"D. de Maufrigneuse, L. de Sé risy. "P.S. Destruya
esta carta."
Camusot comprendió que habı́a cometido un grave
error tendiendo aquellas trampas a Lucien, y
empezó á obedecer a las dos grandes damas.
Encendió una vela y destruyó la carta escrita por la
duquesa. El criado saludó respetuosamente.
—¿Viene entonces la señora de Sérizy? —preguntó.
—Estaban enganchando el coche —contestó el
criado.
En aquel mismo instante, llegó Coquart y dijo al
señ or Camusot que el procurador general le
esperaba.
Sintiendo el peso del error que habı́a cometido en
detrimento de su interé s personal y en provecho de
la justicia, el juez, en quien siete añ os de prá ctica
habı́an desarrollado la sutilidad que poseen los
hombres de leyes que han tenido que habé rselas
con grisetas en el curso de su ejercicio, quiso
proveerse de armas contra el resentimiento de las
dos grandes damas. La vela con la que habı́a
quemado la carta estaba todavı́a encendida, y se
sirvió de ella para precintar las treinta cartas de la
duquesa de Maufrigneuse a Lucien, ası́ como la
correspondencia bastante voluminosa de la señ ora
de Sé rizy. Luego se personó en el despacho del
procurador general.
El Palacio de Justicia es un amasijo confuso de
construcciones superpuestas las unas sobre las
otras, algunas de ellas grandiosas, otras en cambio
mezquinas, y que se perjudican entre sı́ por falta de
unidad. La sala de los Pasos Perdidos es la mayor
de las salas conocidas, pero su desnudez produce
horror y ofrece un espectá culo deprimente. Esta
enorme catedral de los pleitos aplasta bajo su
enormidad el patio real. Por ú ltimo, la galerı́a
comercial lleva a dos cloacas. En esta galerı́a puede
verse una escalera de doble rampa, un poco mayor
que la de la policı́a correccional, y bajo la que se
abre una gran puerta de dos batientes. La escalera
conduce a la sala de lo criminal, y la puerta inferior
a una segunda sala de lo criminal. Ha habido
momentos en que los crı́menes cometidos en el
departamento del Sena han exigido dos sesiones.
Por esta parte es donde se hallan la iscalı́a del
procurador general, la sala de los abogados, su
biblioteca, los despachos de los abogados generales
y los de los sustitutos del procurador general.
Todos estos locales, ya que hay que emplear algú n
té rmino gené rico, está n unidos por pequeñ as
escaleras de caracol y por sombrı́os pasillos que
son la vergü enza de la arquitectura, de la ciudad de
París y de toda Francia. En sus interiores, la primera
de nuestras sedes de la justicia soberana supera a
las cá rceles en fealdad. El escritor costumbrista se
inhibirı́a ante la necesidad de describir el
repugnante pasillo de un metro de ancho en el que
permanecen los testigos, en la sala de lo criminal de
arriba. En cuanto a la estufa que sirve para calentar
la sala de sesiones, deshonrarı́a incluso a cualquier
café del bulevar Montparnasse.
El despacho del procurador general está situado en
un pabelló n octogonal que lanquea el cuerpo de la
galerı́a comercial, es de construcció n reciente, en
relació n a la antigü edad del palacio, y ocupa una
parte del terreno del patio correspondiente al
sector de mujeres. Toda esta parte del Palacio de
Justicia está a la sombra de las altas y magnı́ icas
construcciones de la Sainte-Chapelle. Por esta razó n
es sombría y silenciosa.
El señ or de Grandville, digno sucesor de los
grandes magistrados del antiguo Parlamento, no
habı́a querido abandonar el Palacio sin resolver el
asunto de Lucien. Esperaba noticias de Camusot, y
el mensaje del juez le sumió en esa especie de
ensoñ ació n involuntaria que la espera provoca
incluso en los espı́ritus má s irmes. Estaba sentado
en el hueco de la ventana de su gabinete; se levantó
y se puso a andar de un extremo a otro de la
habitació n, porque estaba preocupado; sentı́a una
inquietud inconcreta, debido a su intencionado
encuentro de la mañ ana con Camusot, que se habı́a
mostrado muy poco comprensivo. He aquı́ el motivo
de su inquietud: por una parte, la dignidad de sus
funciones le impedı́a atentar a la independencia
absoluta del magistrado inferior, mientras que por
otra parte en aquel proceso estaba en juego el
honor y la consideració n de su mejor amigo, uno de
sus má s entrañ ables protectores, el conde de Sé rizy,
ministro de Estado, miembro del consejo privado,
vicepresidente del Consejo de Estado y futuro
canciller de Francia en caso de defunció n del noble
anciano que desempeñ aba tan augusta funció n. El
señ or de Sé rizy tenia la desgracia de adorar a su
esposa, a la que, pese a todo, cubrı́a siempre con su
protecció n. Y el procurador general sabı́a muy bien
el horrible escá ndalo que en los ambientes
mundanos y en la corte iba a provocar la
culpabilidad de un hombre cuyo nombre habı́a sido
tantas veces relacionado maliciosamente con de la
condesa.
"¡Ah! —se decı́a a sı́ mismo, cruzá ndose de brazos
—, el poder real tenı́a en otros tiempos el recurso
de las avocaciones... Nuestra manı́a de igualdad será
la muerte de este mundo de hoy..."
Aquel digno magistrado conocı́a el atractivo y las
desgracias de las uniones ilı́citas. Como ya se vio,
Esther y Lucien habı́an ocupado la casa donde el
conde de Grandville habı́a vivido maritalmente y en
secreto con la señ orita de Bellefeuille, y de donde
un dı́a se habı́a marchado, raptada por un
miserable. (Vé ase Una doble familia, ESCENAS DE
LA VIDA PRIVADA.)
En el mismo instante en que el procurador general
pensaba: "¡Camusot habrá hecho alguna tonterı́a!",
el juez de instrucció n llamó a la puerta de su
despacho.
—¡Qué hay, mi querido Camusot! ¿Có mo va el
asunto del que le hablaba esta mañana?
—Mal, señ or conde; lea y juzgue usted mismo.
Entregó los dos atestados de los interrogatorios al
señ or de Grandville, que cogió sus lentes y se fue a
leer al hueco de la ventana. Hizo una lectura rápida.
—Ha cumplido usted su deber —dijo el procurador
general con voz emocionada—. Todo está dicho, la
Justicia seguirá su curso... Ha dado pruebas de
demasiada habilidad para que se prescinda de un
juez de instrucción como usted...
Si el señ or de Grandville hubiera dicho a Camusot:
"¡Seguirá usted siendo durante toda su vida juez de
instrucció n!...", no habrı́a sido má s explı́cito que con
esta frase de cumplido. Camusot se sintió recorrido
por un escalofrío.
—La señ ora duquesa de Maufrigneuse, a quien
debo mucho, me había rogado...
—¡Ah, la duquesa de Maufrigneuse! —dijo
Grandville, interrumpiendo al juez—. Es verdad, es
la amiga de la señ ora de Sé rizy. Ya veo que no ha
cedido usted a ninguna in luencia. Ha hecho muy
bien, caballero, será usted un gran magistrado...
En aquel momento el conde Octave de Bauvan
abrió sin llamar y dijo al conde de Grandville:
—Amigo mı́o, aquı́ te traigo a una hermosa mujer
que ya no sabı́a adonde dirigirse, que se habı́a
extraviado en vuestro laberinto...
El conde Octave daba la mano a la condesa de
Sé rizy, que llevaba un cuarto de hora dando vueltas
por el Palacio de Justicia.
—¡Usted aquı́, señ ora! —exclamó el procurador
general, ofrecié ndole su propio silló n—. ¡En qué
momento ha venido!... He aquı́ al señ or Camusot,
señ ora —continuó , señ alando al juez—. Bauvan —
añ adió , dirigié ndose al ilustre orador ministerial de
la Restauració n—, espé reme en el despacho del
primer presidente, todavı́a estará allı́; voy en
seguida.
El conde Octave de Bauvan comprendió no só lo
que sobraba, sino que el procurador general querı́a
tener alguna justi icació n para abandonar su
gabinete.
La señ ora de Sé rizy no habı́a cometido el error de
ir al palacio en su magnı́ ica berlina forrada de azul
y con blasones, con su cochero uniformado y sus
dos lacayos con calza corta y medias de seda blanca.
En el momento de la salida, Asia habı́a hecho
comprender a las dos damas que debı́an tomar el
coche de punto en el que ella y la duquesa habı́an
venido; tambié n habı́a obligado a la amante de
Lucien a ponerse aquellas ropas que llevaba y que,
para las mujeres, es como lo que el manto color
pared era antañ o para los hombres. La condesa
llevaba una levita parda, un viejo chal negro y un
sombrero de terciopelo, cuyas lores habı́an sido
quitadas y sustituidas por un velo de encaje negro
muy tupido.
—Ha recibido usted nuestra carta... —dijo a
Camusot, cuyo atontamiento consideró una prueba
de respeto admirativo.
— Demasiado tarde, por desgracia, señ ora condesa
—respondió el juez, que só lo tenı́a tacto y presencia
de espı́ritu en su gabinete y frente a sus
interrogados.
—¿Cómo, demasiado tarde?...
Miró al señ or de Grandville y vio como en su rostro
se mostraba la consternación.
—No puede ser, no debe ser aú n demasiado tarde
—añadió con un tono despótico.
Las mujeres, las mujeres hermosas y presuntuosas
como la señ ora de Sé rizy, son los niñ os mimados de
la civilizació n francesa. Si las mujeres de los demá s
paı́ses supieran lo que es en Parı́s una mujer al dı́a,
con riquezas y blasones, querrı́an todas venir a
gozar de esta magnı́ ica majestad. Las mujeres,
sometidas ú nicamente a los lazos de su bien
parecer, a esa serie de leyes pequeñ as,
mencionadas ya muchas veces a lo largo de la
COMEDIA HUMANA, a saber, el có digo Hembra, se
burlan de las leyes que han hecho los hombres. Lo
dicen todo, y no retroceden ante ninguna falta, ante
ninguna tonterı́a; porque todas «Has han
comprendido admirablemente que no son
responsables de nada en la vida, salvo de su honor
femenino y de sus hijos. Dicen riendo las mayores
enormidades. A propósito de cualquier cosa, repiten
esa misma frase que dijo a su marido la bonita
señ ora de Bauvan en los primeros tiempos de su
matrimonio, un dı́a que fue a buscarle al Palacio:
"¡Acaba de juzgar de prisa y ven conmigo!"
—Señ ora —dijo el procurador general—, el señ or
Lucien de Rubempré no es culpable de robo ni de
envenenamiento; pero el señ or Camusot le ha
hecho confesar un crimen mayor que éstos...
—¿Cuál? —preguntó ella.
—Ha reconocido —le dijo al oı́do el procurador
general— ser amigo y discı́pulo de un presidiario
fugado. El padre Carlos Herrera, ese españ ol que
vivı́a con é l desde hace aproximadamente siete
años, parece ser nuestro famoso Jac-ques Collin...
La señora de Sérizy parecía encajar las palabras del
magistrado como si cada una de ellas fuera un golpe
con una barra de hierro; pero este famoso nombre
fue el golpe de gracia.
—¿Y la conclusió n de todo eso?... —dijo con voz
desfalleciente.

—Es que el presidiario irá a la sala de lo criminal —


repuso el señ or de Grandville, enlazando con la
frase de la duquesa y hablando en voz baja—, y que
si Lucien no comparece al lado suyo como
bene iciario consciente de los crı́menes de este
hombre, tendrá por lo menos que comparecer
como testigo gravemente comprometido...
—¡Ah, eso jamá s!... —exclamó la mujer, muy alto y
con una irmeza increı́ble—. Por lo que a mı́
respecta, no dudarı́a entre la muerte y la
perspectiva de ver a un hombre de quien todo el
mundo sabı́a que era mi mejor amigo, proclamado
judicialmente có mplice de un presidiario... El rey
quiere mucho a mi marido.
—Señ ora —dijo con una sonrisa y en voz alta el
procurador general—, el rey no tiene el menor
poder sobre el má s insigni icante de los jueces de
instrucció n del reino, ni sobre los debates de una
audiencia. Ahı́ radica la grandeza de nues tras
instituciones. Yo mismo acabo de felicitar al señ or
Camusot por su habilidad...
—Por su torpeza —replicó vivamente la condesa,
que se preocupaba mucho menos del trato de
Lucien con un bandido que de su unión con Esther.
—Si leyera usted los interrogatorios en los que el
señ or Camusot ha sometido a los dos detenidos,
podría ver que todo depende de él...
Despué s de esta frase, la ú nica que el procurador
general podı́a permitirse, y tras lanzar una mirada
de una agudeza femenina o, si se quiere, judicial, se
dirigió hacia la puerta de su despacho. Al llegar al
umbral, añadió, volviéndose:
—Perdó neme, señ ora, tengo algo que decirle a
Bauvan...
Esto, en el lenguaje mundano, signi icaba para la
condesa: "No quiero ser testigo de lo que va a
ocurrir entre usted y Camusot."
—¿Qué es eso de los interrogatorios? —dijo
entonces Lé ontine, con dulzura, a Camusot, que
habı́a quedado muy avergonzado ante la esposa de
uno de los personajes más importantes del Estado.
—Señ ora —contestó Camusot—, un escribano
consigna por escrito las preguntas del juez y las
respuestas de los detenidos, y el atestado es
irmado por el escribano, el juez y los detenidos.
Estos atestados constituyen los elementos del
sumario, y determinan el procesamiento y la
comparecencia de los acusados ante la sala de lo
criminal.
—¿Y si se suprimen estos interrogatorios? —
repuso "la condesa.
—¡Ah, señ ora! Seria un crimen que ningú n
magistrado puede cometer, un crimen social. —Es
un crimen mucho mayor contra mı́ el haberlos
escrito; pero en estos momentos son la ú nica
prueba contra Lucien. Veamos, lé ame su
interrogatorio para ver si queda alguna manera de
salvarnos a todos. Dios mı́o, no se trata ú nicamente
de mı́, yo me darı́a muerte frı́amente a mı́ misma; se
trata también de la felicidad del señor de Sérizy.
—Señ ora —dijo Camusot—, no crea que haya
olvidado las atenciones que le debı́a. Si el señ or
Popinot hubiera sido el encargado de esta
instrucció n, habrı́a sido usted má s infeliz de lo que
es conmigo; no habrı́a venido a consultar al
procurador general. No se sabrı́a nada. Fı́jese,
señ ora, lo han cogido todo de casa del señ or Lucien,
incluso sus cartas...
—¡Oh, mis cartas!
—Ahi están, precintadas... —dijo el magistrado.
La condesa, turbada, tocó la campanilla como si
hubiera estado en su casa, y entró el mozo de
oficina del procurador general.
—¡Luz! —dijo ella.
El mozo encendió una vela y la puso sobre la
chimenea, mientras la condesa reconocı́a sus cartas,
las contaba, las arrugaba y las iba tirando a la
chimenea. A continuació n, la condesa prendió fuego
a aquel montó n de papeles sirvié ndose de la ú ltima
carta, arrollada, a modo de antorcha. Camusot
miraba có mo ardı́an los papeles con un aire
bastante torpe, con ambos atestados en la mano. La
condesa, que parecı́a ocupada ú nicamente en
destruir las pruebas de su amor, observaba al juez
con el rabillo del ojo. Midió el tiempo, calculó sus
movimientos y, con una agilidad felina, le arrebató
los dos atestados y los echó al fuego; Camusot los
recuperó , la condesa se abalanzó sobre el juez y
recuperó los papeles en llamas. Siguió una lucha
durante la cual Camusot gritaba:
—¡Señ ora, señ ora! Está usted atentando contra la...
¡Señora...!
Un hombre se abalanzó en el despacho, y la
condesa no pudo contener una exclamació n al
reconocer al conde de Sé rizy, seguido por los
señ ores de Grandville y de Bauvan. Sin embargo,
Lé ontine, que querı́a salvar a Lucien a cualquier
precio, no soltaba los terribles papeles sellados que
tenı́a cogidos como con tenazas, aunque la llama
hubiera producido ya algunas quemaduras en su
delicada piel. Finalmente Camusot, cuyos dedos
habı́an sido afectados tambié n por el fuego, pareció
avergonzarse de la situació n y soltó los papeles; no
quedaba má s que la parte que habı́a quedado
aprisionada en las manos de ambos luchadores,
ú nica parte que el fuego no habı́a podido consumir.
La escena habı́a durado menos tiempo que el
necesario para leer su relato.
—¿Qué es lo que ha provocado esta lucha entre
usted y la señ ora de Sé rizy? —preguntó el ministro
de Estado a Camusot.
Antes de que el juez contestara, la condesa fue a
prender fuego a los papeles y los echó sobre los
fragmentos de sus cartas que el fuego no habı́a
consumido todavía.
—Tendré que presentar una denuncia contra la
señora condesa —dijo Camusot.
—¿Qué ha hecho, pues? —preguntó el procurador
general, mirando alternativamente a la condesa y al
juez.
—He quemado los interrogatorios —contestó
riendo la mujer al dı́a, que estaba tan satisfecha de
su hazañ a que ni siquiera sentı́a sus quemaduras—.
Si es un crimen, ¡qué le vamos a hacer! Que el
caballero vuelva a empezar con sus garabatos.
—Es la verdad —repuso Camusot, tratando de
recuperar su dignidad.
—Muy bien, todo va perfecto —dijo el procurador
general—. Pero mi querida condesa, no hay que
tomarse demasiadas veces tales libertades con la
magistratura; podrı́a llegar a ser necesario olvidar
quien es usted.
—El señ or Camusot resistı́a valientemente a una
mujer a la que no hay nada que resista; ¡el honor de
la toga está a salvo! —dijo riendo el conde de
Bauvan.
—¡Caramba! ¿Resistı́a el señ or Camusot?... —dijo
riendo el procurador general—; tiene mucho valor,
yo no me atrevería a resistir a la condesa.
En aquel momento el grave atentado se convirtió
en la roma de una mujer bonita, de la que el propio
Camusot se reía.
El procurador general vio entonces a un hombre
que no reı́a. Asustado con razó n por la actitud y la
isonomı́a del conde de Sé rizy, el señ or de
Grandville le cogió aparte.
—Amigo mı́o —le dijo al oı́do—, tu dolor me decide
a transigir por primera y ú nica vez en mi vida con
mis deberes.
El magistrado tocó la campanilla y acudió su mozo
de oficina.
—Diga al señ or de Chargeboeuf que venga a
verme.
El señ or de Chargeboeuf, abogado joven en
perı́odo de pruebas, era el secretario del
procurador general.
—Mı́ querido amigo —dijo el procurador general,
llevando a Camusot hacia el hueco de la ventana—,
vayase a su despacho y vuelva a redactar con un
escribano el interrogatorio del padre Carlos
Herrera, que, por no haber sido irmado por é l,
puede repetirse sin ningú n inconveniente. Mañ ana
puede usted carear a este diplomá tico españ ol con
los señ ores de Rastignac y Bianchon, que no
reconocerá n en su persona a nuestro Jacques
Collin. Al estar seguro de ser puesto en libertad,
irmará los interrogatorios. En cuanto a Lucien de
Rubempré , dé jele en libertad esta noche misma,
porque no es é l quien va a hablar de un
interrogatorio cuyo atestado ha sido suprimido... La
Gaceta de los Tribunales anunciará mañ ana la
inmediata liberació n del joven. Veamos si la justicia
resulta afectada por tales medidas. Si el españ ol es
el presidiario, tenemos mil maneras de volverle a
detener y de procesarle, puesto que vamos a
investigar por vı́a diplomá tica su conducta en
Españ a; Corentin, el jefe de la contrapolicı́a, nos lo
vigilará , no le quitaremos el ojo de encima; de modo
que trá telo bien, nada de incomunicació n, há gale
pasar la noche en la Pistola. ¿Acaso podemos matar
al conde y a la condesa de Sé rizy y a Lucien por un
robo de setecientos cincuenta mil francos que aú n
es hipoté tico y que, por otra parte, se ha cometido
en perjuicio de Lucien? ¿No vale má s dejar que
pierda esta suma que echar a perder su
reputació n...? Este joven es una manzana macada,
no haga usted que se pudra... Todo esto es cuestió n
de media hora. Vaya, le esperamos. Son las tres y
media, aú n encontrará usted jueces, avı́seme si
puede tener un juicio de sobreseimiento en regla...
En caso contrario, Lucien esperará hasta mañ ana
por la mañana.
Camusot salió tras haber saludado; pero la señ ora
de Sérizy, que sentía entonces intensamente el dolor
de las quemaduras, no le devolvió el saludo. El
señ or de Sé rizy, que habı́a salido precipitamente del
despacho mientras el procurador general estaba
hablando con el juez, regresó entonces con un
pequeñ o tarro de cera virgen y untó con ella las
manos de su esposa, diciéndole al oído:
—Lé ontine, ¿por qué haber venido aquı́ sin
avisarme?
—¡Pobre querido! —le contestó ella al oı́do—.
Perdó name, parezco una loca; pero se trataba tanto
de ti como de mí.
—Admito que ames a ese joven, si la fatalidad ası́ lo
dispone; pero no mani iestes tan abiertamente tu
pasió n ante todo el mundo —contestó el pobre
marido.
—Vamos, querida condesa —dijo el señ or de
Grandville tras haber hablado unos instantes con el
conde Octave—, espero que invitará usted al señ or
de Rubempré a cenar hoy en su casa.
Esta promesa produjo tal reacció n sobre la señ ora
de Sérizy, que rompió a llorar.
—Creı́a que ya no tenı́a lá grimas —dijo, sonriendo
—. ¿No podrı́a usted conseguir que el señ or de
Rubempré se esperara aquí? —añadió.
—Voy a tratar de encontrar a algú n ujier para que
nos lo traiga, para evitar que venga acompañ ado de
la guardia —respondió el señor de Grandville.
—¡Es usted bueno como el mismo Dios! —
respondió la condesa al procurador general, con
una efusión que convirtió su voz en música celestial.
"¡Siempre son las mujeres ası́ las que resultan
deliciosas, irresistibles!...", pensó el conde Octave.
Y tuvo un acceso de melancolı́a pensando en su
mujer. (Vé ase Honorine, ESCENAS DE LA VIDA
PRIVADA.)
Al salir, el señ or de Grandville se encontró con el
joven Chargeboeuf, con quien intercambió algunas
palabras para darle instrucciones sobre lo que tenı́a
que decir a Massol, uno de los redactores de la
Gaceta de los Tribunales.
Mientras que mujeres bonitas, ministros y
magistrados conspiraban para salvar a Lucien, he
aquı́ cuá l era su comportamiento en la Conserjerı́a.
Al pasar por el rastrillo Lucien habı́a dicho al
secretario que el señor Camusot le permitía escribir,
y pidió plumas, tinta y papel. El ujier de Camusot
dijo unas palabras al oído del director, y un vigilante
recibió la orden de llevar al detenido todo lo que
pedı́a. Durante el rato que tardó el vigilante en ir a
buscar y en subir a Lucien lo que esperaba, el pobre
muchacho, que no resistı́a la idea de su careo con
Jacques Collin, quedó sumido en una fatal re lexió n
sobre el suicidio, tentació n a la que habı́a
sucumbido ya una vez sin poder llevarla a té rmino,
y que entonces se estaba convirtiendo en una
obsesió n. Segú n ciertos grandes mé dicos alienistas,
el suicidio, para determinados organismos, es la
culminació n de una alienació n mental; desde el
momento de su detenció n se habı́a convertido para
Lucien en una idea obsesiva. La carta de Esther, que
releyó varias veces, aumentó la intensidad de su
deseo de morir al recordarle el desenlace de Romeo
yendo a reunirse con Julieta. He aquı́ lo que
escribió:

ÉSTE ES MI TESTAMENTO
La Conserjería, a quince de mayo de 1830.
"Entrego a los hijos de mi hermana, la señ ora Eve
Chardon, esposa de David Sé chard, antiguo
impresor de Angulema, y del señ or David Sé chard,
la totalidad de bienes muebles e inmuebles que me
pertenezcan el dı́a de mi muerte, tras deducció n de
los pagos y legados que ruego a mi albacea lleve a
cabo.
"Ruego al señ or de Sé rizy que acepte el cargo de
ser mi albacea.

"Se pagará n: i.° la suma de trescientos mil francos


al reverendo padre Carlos Herrera, y 2.0 al señ or
baró n de Nucingen la de un milló n cuatrocientos mil
francos, disminuida en setecientos cincuenta mil
francos, si se hallan las sumas sustraı́das de casa de
la señorita Esther.
"Entrego, como heredero de la señ orita Esther
Gobseck, una suma de setecientos sesenta mil
francos a los hospicios de París para fundar un asilo
dedicado especialmente a las prostitutas que
quieran dejar su oficio de corrupción.
"Ademá s, entrego a los hospicios la suma necesaria
para establecer una renta de treinta mil francos al
cinco por ciento. Los intereses anuales se
empleará n, semestralmente, para la liberació n de
presos por deudas, cuyas deudas suban hasta un
má ximo de dos mil francos. Los administradores de
los hospicios elegirá n entre los presos aquellos que
hayan mostrado un comportamiento más digno.
"Ruego al señ or de Sé rizy que dedique la suma de
cuarenta mil francos para la construcció n de un
monumento en el cementerio del Este a la señ orita
Esther, y pido que yo sea inhumado junto a ella.
Esta tumba será como los antiguos sepulcros, de
planta cuadrada; nuestras dos iguras, de má rmol
blanco, estará n acostadas en su parte superior, con
las cabezas apoyadas sobre cojines y con las manos
unidas y alzadas hacia el cielo. No habrá ninguna
inscripción en el sepulcro.
''Ruego al señ or conde de Sé rizy que entregue al
señ or Eugé ne de Rastignac las alhajas de oro que se
hallan en mi casa, como recuerdo mío.
"Por ú ltimo, ruego a mi albacea que, como tal,
acepte el obseqi de mi biblioteca.
"Lucien Churdón de Rubempré."
Este testamento fue envuelto en ura carta dirigida
al señ or conde de Grandville, procurador general
de la audiencia real de Parı́s, redactada en los
siguientes términos:
"Señor conde:
"Pongo mi testamento entre sus manos. Cuando
desdoble usted esta carta ya no estaré con vida.
Debido al deseo de recobrar mi libertad, he
respondido tan cobardemente a unas preguntas
capciosas del señ or Camusot, que, pese a mi
inocencia, podrı́a verme implicado en un proceso
infamante. Aun cuando resultara absuelto y sin
inculpació n, la vida me parecerı́a insoportable,
teniendo en cuenta las susceptibilidades de los
ambientes mundanos.
"Le ruego que remita la carta que adjunto al
reverendo Carlos Herrera, sin abrirla, y haga llegar
al señ or Camusot la retractació n formal que adjunto
también en este mismo envío.
"Espero que nadie se atreva a violar un paquete
dirigido a usted. Con iando en ello, me despido de
usted ofrecié ndole por ú ltima vez mis respetos y
rogá ndole que me crea cuando le digo que al
escribirle en esta ocasió n le doy una prueba de mi
agradecimiento por todos los favores con que ha
colmado usted a su difunto servidor.
"Lucien de R."
AL REVERENDO PADRE CAREOS HERRERA
"Mi querido padre, no he recibido má s que favores
de usted, y ahora acabo de traicionarle. Esta
ingratitud involuntaria me mata, y cuando lea estas
lı́neas ya no existiré ; ya no tendrá usted ocasió n
alguna de salvarme.
"Usted me habı́a dejado el pleno derecho a
perderle, tirá ndole al suelo como una colilla, si de
ello sacaba alguna ventaja; pero lo que he hecho ha
sido disponer de usted tontamente. Para librarme
del atolladero y engañ ado por una há bil pregunta
del juez de instrucció n, su hijo espiritual, el hijo al
que usted habı́a adoptado, se ha pasado a las ilas
de los que quieren perderle a cualquier precio,
queriendo a irmar la identi icació n —que yo sé que
es imposible— entre usted y un criminal francé s. Ya
está todo dicho.
"Entre un hombre de su poder y yo, de quien quiso
usted hacer un personaje má s grande de lo que mis
capacidades permitı́an, serı́a improcedente andar
con. nimiedades en el momento de la separació n
de initiva. Ha querido usted hacerme poderoso y
llevarme a la gloria, y en realidad me ha precipitado
al abismo del suicidio; eso es lo que ha ocurrido.
Hace tiempo que veı́a como la desgracia estaba a
punto de abatirse sobre mí.
"Hay la posteridad de Caı́n y la de Abel, como usted
de— ¡cı́a a veces. Caı́n, en el gran drama de la
humanidad, es la! oposició n. Usted desciende de
Adá n por esta lı́nea, en la cual el diablo ha seguido
insu lando aquel fuego cuya primera ¡chispa habı́a
dirigido a Eva. Entre los demonios de esta progenie,
de vez en cuando, hay algunos terribles, que
establecen unas amplias organizaciones que
resumen todas las fuerzas humanas y que se
parecen a esos animales febriles de los desiertos
cuya vida exige el marco de los espacios inmensos
que en ellos encuentran. Estos individuos son
peligrosos en la Sociedad, como lo serı́an unos
leones en plena Normandı́a: necesitan un pasto,
devoran a ¡os hombres vulgares y se comen los
escudos de los memos; su juego es tan peligroso
que acaban matando al perro humilde que han
convertido en compañ ero suyo y en ı́dolo: Cuando
Dios ası́ lo quiere, esos seres misteriosos llegan a
ser Moisé s, Atila, Carlomagno, Mahoma o Napoleó n;
pero cuando deja que tales instrumentos
gigantéseos se cubran de herrumbre en el fondo del
océ ano de una generació n, no pasan entonces de
ser Pugachev, Robespierre, Louvel y el padre Carlos
Herrera. Dotados de un enorme ¡poder sobre las
almas tiernas, las atraen y las trituran. Tiene una
cierta grandeza y hermosura, a su manera. Es como
la planta venenosa de brillantes colores que fascina
a los niñ os en el bosque. Es la poesı́a del mal.
Hombres como vosotros han de vivir en antros y no
salir jamá s de ellos. Me has hecho participar de esa
vida gigantesca, y la vida me ha dado ya de sı́ cuanto
podı́a darme. De modo que puedo apartar mi
cabeza de los nudos gordianos de tu polı́tica para
entregarla al nudo corredizo de mi corbata.
"Para reparar mi falta, transmito al procurador
general una retractació n de mi interrogatorio. Trate
de sacar partido de este documento. En virtud de un
testamento en debida forma, le devolverá n,
reverendo padre, las sumas pertenecientes a su
Orden que empleó usted con gran imprudencia a mi
favor, movido por la paternal ternura que hacia mı́
ha mostrado.
"Adió s, pues, adió s, estatua grandiosa del mal y de
la corrupció n; adió s a usted, que, de haber seguido
la senda del bien, habría sido más que Cisneros, más
que Richelieu; ha mantenido sus promesas: vuelvo a
ser lo que era al borde del Charente, con la
diferencia de que hoy le debo los encantamientos
de un sueñ o; pero, por desgracia, ya no se trata del
rı́o de mi pueblo, donde iba a ahogar los devaneas
de juventud; ahora es el Sena, y mi madriguera es
una celda de la Conserjería.
"No lo lamente: mi desprecio por usted igualaba a
mi admiración.
"Lucien."

DECLARACIÓN
"Declaro retractarme enteramente de lo que
contiene el interrogatorio al que me ha sometido
hoy el señor Camusot.
"El reverendo Carlos Herrera, habitualmente, decı́a
ser mi padre espiritual, y he debido de equivocarme
a propó sito de estas palabras tomadas por el juez
en otro sentido, seguramente por error.
"Sé que con una inalidad polı́tica, y para aniquilar
ciertos secretos relativos a los gabinetes de Españ a
y de las Tunerı́as, algunos agentes secretos de la
diplomacia tratan de identi icar al padre Carlos
Herrera con un presidiario llamado Jacques Collin;
sin embargo, el padre Carlos Herrera só lo me ha
hablado, a este respecto, de sus esfuerzos por
conseguir las pruebas de la muerte o de la
existencia del susodicho Jacques Collin.
"En la Conserjería, a 15 de mayo 1830.
"Lucien de Rubempré."
La iebre del suicidio daba a Lucien una gran
clarividencia, le conferı́a esa activa fecundidad que
experimentan todos los autores que se hallan bajo
el estado febril que provoca la creació n. Su empuje
era tan grande, que escribió los cuatro documentos
en media hora; hizo con ellos un paquete, lo lacró y,
con la fuerza que da el delirio, imprimió en la cera el
sello que llevaba en un dedo con sus armas; lo
colocó muy visiblemente en el suelo, en mitad de la
habitació n. Seguramente era difı́cil concluir con
mayor dignidad aquella falsa situació n en la que se
habı́a sumido Lucien con tanta infamia: ası́ libraba
su memoria de todo oprobio y reparaba el dañ o
in lingido a su có mplice en la medida en que el
á nimo del dandy podı́a anular los efectos de la
irreflexividad del poeta.
Si Lucien hubiera estado en una de las celdas de
incomunicació n, se habrı́a visto en la imposibilidad
de cumplir su propó sito, porque esas cajas de
piedra tallada só lo tienen como mobiliario una
especie de catre y un balde para satisfacer
necesidades imperiosas. En ellas no se encuentra ni
un clavo, ni una silla, ni siquiera un taburete. El
catre está empotrado tan só lidamente que es
imposible moverlo sin hacer un esfuerzo que serı́a
fá cilmente advertido por el vigilante, puesto que la
mirilla de hierro está siempre abierta. Ademá s,
cuando el preso preventivo da que temer, se pone a
un gendarme o a un agente para vigilarlo. En las
habitaciones de la Pistola, y en la que Lucien
ocupaba gracias a las atenciones que el juez habı́a
querido prodigar a un joven perteneciente a la alta
sociedad de Parı́s, el lecho movible, la mesa y la silla
podı́an servir para un suicidio, sin que por ello
resultara fá cil. Lucien llevaba una larga corbata azul
de seda; ya mientras volvı́a del interrogatorio
pensaba en la manera como Pichegru, de un modo
má s o menos voluntario, se habı́a dado muerte. Mas
para ahorcarse hay que hallar un punto de apoyo y
un espacio suficiente entre el cuerpo y el suelo, para
que los pies no encuentren ningú n sustento. La
ventana de su celda, que daba sobre el patio, no
tenı́a falleba alguna, y los barrotes de hierro,
colocados en la parte exterior, al estar separados de
Lucien por el espesor del muro, no le permitı́an
tomar ningún punto de apoyo.
He aquı́ el plan que le sugirió rá pidamente su
inventiva para llevar a efecto el suicidio. Un paquete
de ropa colocado en el cué vano de la ventana,
ademá s de privar a Lucien de la vista del patio,
impedı́a tambié n a los vigilantes ver lo que ocurrı́a
en la celda; si bien en la parte inferior de la ventana
los cristales habı́an sido sustituidos por dos só lidas
tablas, la parte superior, en cambio, conservaba, en
cada mitad, unos pequeñ os cristales separados y
mantenidos por las traviesas que los enmarcan.
Encaramá ndose a su mesa, Lucien podı́a alcanzar la
parte alta de la ventana, desprender dos cristales o
romperlos, y encontrar ası́ en el á ngulo de la
primera traviesa un punto de apoyo só lido. Se
proponı́a atar allı́ su corbata, dar una vuelta sobre
sı́ mismo para apretarla en torno a su cuello, tras
haberla anudado bien, y apartar con el pie la mesa
bien lejos.
Ası́ pues, acercó la mesa a la ventana sin hacer
ningú n ruido, se quitó la levita y el chaleco, y se
subió sobre la mesa sin ninguna vacilació n para
hacer sendos ori icios en el cristal, uno por encima
y otro por debajo de la primera traviesa. Cuando
estuvo sobre la mesa pudo echar una mirada al
patio, espectá culo má gico que vio por vez primera.
El director de la Conserjerı́a, siguiendo la
recomendació n del señ or Camusot de que tuviera
para con Lucien las má ximas atenciones, lo habı́a
hecho conducir, como ya se vio, por los pasadizos
interiores de la Conserjerı́a, cuyo acceso se halla en
el subterrá neo oscuro que está enfrente de la torre
de la Plata, para evitar ası́ que el elegante joven se
viera sometido a las miradas de la muchedumbre de
presos que se pasean por el patio. Juzgú ese por lo
que sigue si el aspecto de aquel patio no habı́a de
sobrecoger intensamente el alma de un poeta.
El patio de la Conserjerı́a está limitado, en la parte
del rı́o, por la torre de la Plata y la torre Bonbec; el
espacio que las separa indica perfectamente por
fuera cuál es la anchura del patio. La galería llamada
de San Luis, que conduce de la galerı́a comercial al
tribunal de casació n y a la torre Bonbec, donde se
halla tambié n, segú n dicen, el gabinete de san Luis,
puede dar a los curiosos la medida de la longitud
del patio, puesto que coincide con la suya. Las
celdas de incomunicació n y las Pistolas se hallan,
pues, debajo de la galerı́a comercial. La reina Marı́a
Antonieta, cuya celda se hallaba bajo las que hoy
sirven para la incomunicació n, iba al tribunal
revolucionario, que celebraba sus sesiones en el
local de la audiencia solemne del tribunal de
casació n, por una majestuosa escalera que
atravesaba uno de los espesos muros que sostienen
la galerı́a comercial y que hoy está condenada a
desaparecer. Uno de los lancos del patio, el que
corresponde a la galerı́a de San Luis, ofrece a las
miradas una hilera de columnas gó ticas entre las
cuales los arquitectos de no sé qué é poca
construyeron dos pisos de celdas para alojar al
mayor nú mero posible de acusados, empastando de
yeso, barrotes y empotramientos los capiteles, las
ojivas y los fustes de aquella magnı́ ica galerı́a. Bajo
el llamado gabinete de San Luis, en la torre Bonbec,
se halla una escalera de caracol que conduce a
dichas celdas. Tal prostitució n de los recuerdos má s
valiosos de Francia produce un efecto repugnante.
Desde la altura en que se encontraba Lucien, su
mirada captaba de re iló n esta galerı́a ası́ como los
detalles del cuerpo de edi icio que une la torre de la
Plata con la torre Bonbec; veı́a los techos en punta
de las dos torres. Quedó boquiabierto, y el suicidio
se retrasó debido a su admiració n. Actualmente los
fenó menos alucinatorios son hechos admitidos por
la medicina, de modo que tales espejismos de los
sentidos, esta extrañ a facultad de nuestro espı́ritu,
ha dejado de ser objeto de discusió n. Bajo el peso
de un sentimiento convertido en monomanía debido
a su intensidad, el hombre se halla a veces en el
mismo estado en que le sumen el opio, el hachich y
el protó xido de nitró geno. Entonces aparecen
espectros y fantasmas, los sueñ os toman cuerpo, y
las cosas destruidas vuelven a vivir entonces bajo
sus condiciones primigenias. Lo que en el cerebro
no era má s que una idea se transforma en un ser
animado o en una creació n viviente. La ciencia
tiende a creer actualmente que, bajo el esfuerzo de
las pasiones llevadas al paroxismo, el cerebro se
inyecta de sangre, y que esta congestió n produce en
estado de vigilia las ¡espantosas visiones del
ensueñ o; tal es la repugnancia que se tiene a
considerar que el pensamiento sea una fuerza viva
y generatriz. (Vé ase Louis Lambert, ESTUDIOS
FILOSOFICOS), Lucien vio el Palacio en toda su
primitiva belleza. La columnata se le apareció en su
esbeltez, juventud y frescor. El alojamiento de San
Luis reapareció tal como habı́a sido, y pudo admirar
sus babiló nicas proporciones y sus fantası́as
orientales. Aceptó aquella visió n sublime como un
poé tico adió s de la creació n civilizadora. Mientras
hacı́a sus preparativos para morir, se preguntaba
como podı́a existir aquella maravilla desconocida en
Parı́s. Era dos Lucien a la vez, un Lucien poeta
paseá ndose por la Edad Media, bajo las arcadas y
atalayas de San Luis, y otro Lucien que se aprestaba
para el suicidio.
En el instante en que el señ or de Grandville
acababa de dar las instrucciones a su joven
secretario, se presentó el director de la Conserjerı́a,
con tal expresió n en el rostro, que el procurador
general tuvo el presentimiento de una desgracia.
—¿Ha visto usted al señor Camusot? —le dijo.
—No, señ or —respondió el director—; su
escribano Coquart me ha dicho que levantara la
incomunicació n del padre Carlos Herrera y que
diera la libertad al señ or de Rubempré , pero es
demasiado tarde...
—¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido?
—Aquı́ tiene, señ or —dijo el director—, un paquete
de cartas para usted que le hará comprender la
catá strofe. El vigilante del patio ha oı́do un ruido de
vidrios rotos, en la Pistola, y el vecino del señ or
Lucien se ha puesto a chillar intensamente, porque
oı́a los estertores de la agonı́a del pobre muchacho.
El vigilante se ha puesto pá lido ante el espectá culo
que se ha ofrecido a su mirada: ha visto al detenido
ahorcado de la ventana por medio de su corbata...
Aunque el director hablara en voz baja, el grito
terrible que pro irió la señ ora de Sé rizy mostró
có mo en circunstancias decisivas nuestros ó rganos
despliegan una potencia insospechada. La condesa
oyó o adivinó , y antes de que el señ or de Grandville
se hubiera vuelto, sin que ni el señ or de Sé rizy ni el
señ or de Bauvan pudieran oponerse a tan rá pido
movimiento, salió como una lecha por la puerta y
alcanzó la galerı́a comercial, de donde corrió hasta
la escalera que lleva a la calle de la Barillerie.
Un abogado estaba depositando su toga en la
puerta de uno de esos tenduchos que durante
mucho tiempo se acumularon en esta galerı́a y en
los que se vendı́an zapatos y se alquilaban togas y
birretes. La condesa preguntó cuá l era el camino de
la Conserjería.
—Baje y gire a la izquierda; la entrada está en el
muelle del Reloj, en la primera arcada.
—Esta mujer está loca... —dijo la tendera—, habrı́a
que seguirla.
Nadie habrı́a podido seguir a Lé ontine, porque
volaba. Un mé dico podrı́a explicar có mo esas
mujeres de mundo, cuyas energı́as carecen de
aplicació n alguna, logran exteriorizar tales recursos
en los momentos crı́ticos de sus vidas. La condesa
se abalanzó a travé s de la arcada hacia la taquilla,
con tanta rapidez, que el gendarme que estaba de
guardia no la vio pasar. Como una pluma empujada
por un vendaval, se abatió sobre la reja, cuyos
barrotes agitó con tal furor que logró arrancar el
que habı́a cogido. Se hundió en el pecho los dos
trozos hasta hacerse sangre, y se desplomó
gritando: "¡Abran! ¡Abran!", con una voz que dejó
helados a los vigilantes.
Acudió el llavero.
—¡Abran! Me manda el procurador general, ¡para
salvar al muerto!...
Mientras la condesa daba la vuelta por la calle de la
Barillerie y por el muelle del Reloj, el señ or de
Grandville y el señ or de Sé rizy bajaban a la
Conserjerı́a por el interior del Palacio, intuyendo las
intenciones de la condesa; pero a pesar de su
apresuramiento, llegaron en el instante en que se
desplomaba sin sentido junto a la primera reja y en
que la alzaban los gendarmes que habı́an bajado de
su cuerpo de guardia. Al ver al director de la
Conserjerı́a, abrieron el rastrillo, y trasladaron a la
condesa a la escribanı́a; pero inmediatamente se
puso en pie y se postró de rodillas, juntando las
manos.
—¡Verle!... ¡Verle!... ¡Oh, caballeros, no haré ningú n
dañ o! Pero si no quieren ver có mo me muero aquı́...
dé jenme ver a Lucien, vivo o muerto... ¡Ah!, está s
aquı́, querido, elige entre mi muerte y... —Se
desplomó —. Eres bueno —prosiguió la condesa—.
¡Te querré!...
—¿Nos la llevamos?... —dijo el señor de Bauvan.
—¡No, vamos a la celda donde está Lucien! —dijo el
señ or de Grandville, leyendo en los ojos extraviados
del señor de Sérizy sus intenciones.
Cogió a la condesa, la alzó y la tomó por un brazo,
mientras que el señ or de Bauvan la cogı́a por el
otro.
—¡Caballero! —dijo el señ or de Sé rizy al director
—, un silencio de muerte sobre todo esto.
—Puede estar tranquilo —contestó el director—.
Hacen ustedes bien. Esta señora...
—Es mi esposa...
—¡Ah! Perdó n, señ or. Iba a decirle que
seguramente se desvanecerá en cuanto vea al joven,
y aprovechando su desmayo podrá n llevá rsela en
algún coche.
—Es lo que yo he pensado —dijo el conde—.
Mande a alguno de sus hombres al patio de Harlay,
donde está n mis criados, para decirles que vengan
al rastrillo, allí no hay más que mi coche...
—Podemos salvarle —decı́a la condesa, andando
con un valor y una fuerza que sorprendieron a sus
guardias—. Hay medios para devolver la vida... —Y
arrastraba a los dos magistrados, gritando al
vigilante—: Vamos, vaya má s de prisa, ¡un segundo
equivale a la vida de tres personas!
Cuando se abrió la puerta de la celda y la condesa
vio a Lucien ahorcado, parecié ndole ver sus
vestidos colgados de una percha, primero dio un
salto hacia é l para abrazarlo y cogerlo; pero se
desplomó con la cara contra el suelo de la celda,
pro iriendo gritos ahogados por una especie de
estertor. Cinco minutos despué s el coche del conde
se la llevaba hacia su casa; la habı́an tendido sobre
cojines y su esposo iba arrodillado delante de ella.
El coche de Bauvan habı́a ido a buscar a un mé dico
para prestar los primeros auxilios a la condesa.
El director de la Conserjerı́a examinaba la reja
exterior del rastrillo y decía a su secretario:
—¡No se escatimó nada! Los barrotes de hierro
son forjados, habı́an sido sometidos a prueba y
todo ello costó muy caro. ¿Qué ha pasado, pues, con
este barrote?...
El procurador general, de regreso a su despacho,
tuvo que dar otras instrucciones a su secretario.
Por suerte, Massol no había llegado todavía.
Al poco rato de la salida del señ or de Grandville,
que se apresuró a ir a casa del señ or de Sé rizy,
Massol fue a entrevistarse con su colega
Chargeboeuf en el gabinete del procurador general.
—Querido amigo —le dijo el joven secretario—, si
quiere hacerme un favor, ponga lo que voy a
dictarle en el nú mero de mañ ana de su Gaceta, en la
secció n de noticias judiciales; ponga usted mismo el
encabezamiento del artículo. Escriba.
Y le dictó lo siguiente:

"Se ha comprobado que la señ orita Esther se dio


muerte voluntariamente.
"Hay que deplorar la detenció n del señ or Lucien de
Rubempré , no só lo por haberse demostrado la
veracidad de su coartada y su inocencia, sino
porque, ademá s, en el momento en que el juez de
instrucció n daba orden de ponerle en libertad,
dicho joven murió súbitamente."

—No hace falta que le aconseje la má xima


discreció n, mi querido amigo —dijo el joven
abogado a Massol—, en torno al pequeñ o servicio
que se le pide.
—Ya que me concede el honor de depositar en mı́
su con ianza, me tomaré la libertad —dijo Massol—
de hacerle una observació n. Esta noticia provocará
comentarios injuriosos sobre la justicia...
—La justicia es bastante fuerte para soportarlos —
replicó el joven agregado de la iscalı́a, con el
orgullo de un futuro magistrado educado por el
señor de Grandville.
—Permı́tame usted, querido colega; con un par de
frases se puede evitar esta desgracia.
Y el abogado escribió lo siguiente:
"Las formalidades de la justicia son totalmente
ajenas a este funesto acontecimiento. La autopsia a
la que se procedió inmediatamente demostró que
esta muerte habı́a sido debida a la ruptura de un
aneurisma en una fase muy avanzada. Si el señ or
Lucien de Rubempré hubiera sido afectado por su
arresto, la muerte se— habrı́a producido mucho
antes. En cambio, creemos poder a irmar que, lejos
de sentirse a ligido por su detenció n, el malogrado
joven se reı́a de ella y decı́a a los que lo
acompañ aron de Fontainebleau a Parı́s que en
cuanto se personara ante el juez su inocencia serı́a
reconocida."
—¿No cree usted que ası́ se salva todo?... —
preguntó el abogado-periodista.
—Tiene usted razón, mi querido colega.
—El procurador general se lo agradecerá mañ ana
—replicó Mi ol con finura.
Ası́, como pi le verse lo mayores acontecimientos
de la vida se traducen en breves n jticias de mayor o
menor veracidad. Eso mismo ocurre con muchas
cosas mucho más solemnes que las referidas.
Una vez llegados aquı́, tanto para la gran mayorı́a
como para la gente electa, quizá no parezca que este
estudio esté totalmente concluido con la muerte de
Esther y de Lucien; quizá Jacques Collin, Asia,
Europa y Paccard, pese a la infamia de sus vidas,
despienen el su iciente interé s como para desear
saber cuá l fue su in. Este ú ltimo acto del drama
puede, por otra parte, completar el cuadro de
costumbres que incluye este estudio y describı́
desenlace de los distintos intereses dejados en
suspenso, que se habı́an visto entremezclados de un
modo tan singular, lendo con luir a algunas de las
iguras má s viles del mundo de los presidios con
personajes de la más elevada posición.
París, marzo de 1846.

CUARTA PARTE
LA ÚLTIMA ENCARNACIÓN DE VAUTRIN

—¿Qué ocurre, Madeleine? —dijo la señ ora


Camusot al ver entrar en su cuarto a su camarera
con la expresió n que suele adoptar la gente en las
circunstancias críticas.
—Señ ora —respondió Madeleine—, el señ or acaba
de volver del Palacio; pero su rostro re leja tanto la
consternació n, y se halla en tal estado, que quizá
seria preferible que la señ ora fuera a verle a su
despacho.
—¿Ha dicho alguna cosa? —preguntó la señ ora
Camusot.
—No, señ ora; pero nunca habı́amos visto al señ or
con tan mala cara, parece que esté al borde de una
enfermedad; está pálido, parece indispuesto, y...
Sin esperar el inal de la frase, la señ ora Camusot
se abalanzó fuera de su habitació n y corrió al
cuarto de su marido. Vio al juez de instrucció n
sentado en un silló n, con las piernas extendidas, la
cabeza apoyada en el respaldo, las manos colgando,
la cara pá lida y los ojos extraviados, exactamente
como si estuviera a punto de desmayarse.
—¿Qué te pasa, querido? —dijo la joven esposa,
asustada.
—¡Ay, mı́ pobre Amé lie! Ha ocurrido algo funesto...
Todavı́a sigo temblando de pensarlo. Imagı́nate que
el procurador general... No, que la señ ora de
Sérizy... que... No sé por dónde empezar.
—¡Empieza por el final!... —dijo la señora Camusot.
—Pues, en el mismo momento en que, en la cá mara
del consejo de la Primera, el señ or Popinot acababa
de estampar su irma, la ú ltima irma necesaria al
pie de la declaració n de sobreseimiento resultante
de mi informe, y que dejaba en libertad a Lucien de
Rubempré ... En suma, cuando todo estaba ya
terminado, el escribano se llevaba al chupatintas yo
iba a quedar libre de esta historia... he aquı́ que
aparee el presidente del tribunal y, tras examinar la
declaración, dice:
"—¡Pone usted en libertad a un muerto! —Su
expresió n era frı́amente sarcá stica, y añ adió —: Este
joven se ha ido a presentar, segú n la fó rmula del
señ or de Bonald, delante de su juez natural. Ha
muerto de apoplejía fulminante...
"Esto me tranquilizó , pues creı́ que habı́a sido un
accidente.
"—Si no le entiendo mal, señ or presidente —dijo el
señ or Popinot—, se trata de la apoplejı́a de
Pichegru.
—Caballeros —repuso el presidente con su gesto
grave—, sepan que, para todo el mundo, el joven
Lucien de Rupembré habrá muerto de la ruptura de
un aneurisma.
"Nos miramos todos unos a otros.
"—Algunos personajes de alta posició n está n
mezclados en este deplorable asunto —dijo el
presidente—. ¡Dios quiera, y en interé s suyo, señ or
Camusot, aunque usted no haya hecho má s que su
deber, que la señ ora de Sé rizy no se vuelva loca del
golpe que ha sufrido! Se la acaban de llevar casi
muerta. Acabo de encontrar a nuestro procurador
general en tal estado de desesperació n, que me ha
conmocionado. ¡Ha dado usted demasiado a la
izquierda, querido Camusot! —me ha dicho al oído.
"Ay, querida mı́a, al salir apenas podı́a andar. Mis
piernas me temblaban tanto que no me he atrevido
a salir a la calle, y he ido a reponerme a mi
despacho. Coquart, que estaba guardando el
expediente de esa maldita instrucció n, me ha
contado que una mujer hermosa habı́a tomado la
Conserjerı́a por asalto, que habı́a querido salvar la
vida de Lucien, por quien está loca, y que se habı́a
desmayado al verle ahorcado con su corbata de una
ventana de la Pistola. La idea de que la manera
como he interrogado a ese desgraciado joven, que,
por otra parte, y entre nosotros, era perfectamente
culpable, haya podido ser la causa de su suicidio, me
ha venido atormentando desde que he salido del
Palacio, y sigo estando a punto de desvanecerme...
—Vamos, no vas a pensar que eres un asesino
porque un preso se ahorca en su celda en el
momento en que ibas a dejarlo en libertad,
¿verdad?... —exclamó la señ ora Camusot—. Un juez
de instrucció n es en estos casos como un general
montado a caballo al que le matan el caballo... Eso es
todo.
—Comparaciones de este estilo, querida, só lo
sirven para bromear, y no estamos.ahora para
bromas. El muerto se lleva al vivo, en este caso.
Lucien se lleva nuestras esperanzas a la tumba.
—¿Tú crees?... —dijo la señora Camusot con ironía.
—Sı́, mi carrera ha tocado a su in. Seguiré siendo
toda mi vida un simple juez del tribunal del Sena. El
señ or de Grandville, ya antes de ese trá gico inal,
estaba muy descontento del giro que tomaba la
instrucció n; pero las palabras que le ha dicho a
nuestro presidente confirman que mientras el señor
de Grandville sea procurador general, jamá s
ascenderé.
¡Ascender! He aquı́ la palabra terrible, la idea que,
en nuestros dı́as, transforma al magistrado en
funcionario.
Antes, el magistrado era en seguida todo lo que
debı́a ser. Los tres o cuatro birretes de las
presidencias de cá mara bastaban en cada
parlamento para los ambiciosos. Un cargo de
consejero contentaba tanto a un De Brosses como a
un Mole, y tanto en Dijon como en Parı́s. Este cargo,
que era ya de por sı́ una fortuna, requerı́a otra
fortuna previa para desempeñ arlo bien. En Parı́s,
fuera del parlamento, la gente de leyes só lo podı́a
aspirar a tres formas de vida superiores: la de
inspector general, la de ministro de Justicia y la de
canciller. Por debajo de los parlamentos, en la
esfera inferior, un lugarteniente del Tribunal de
Apelaciones era un personaje de su iciente
importancia para que se contentara con
permanecer durante toda su vida en su puesto.
Compá rese la posició n de un consejero de la
audiencia real de Parı́s, cuya fortuna se limita, en
1829, a sus emolumentos, con la de un consejero
del parlamento en 1729. La diferencia es
considerable. Actualmente, en una é poca en que el
dinero es la garantı́a social universal, se exime a los
magistrados de poseer grandes fortunas
contrariamente a lo que hacı́a antañ o; por eso se
hacen diputados y pares de Francia, y acumulan una
magistratura tras otra; por eso son a la vez jueces y
legisladores y van a buscar el prestigio en
posiciones que no son precisamente las que
debieran conferirles todo su esplendor.
Por ú ltimo, los magistrados aspiran a distinguirse
para ascender, como ocurre en el ejé rcito y en la
administración.
Esta aspiració n, si bien no altera la independencia
del magistrado, es demasiado conocida y demasiado
natural, y sus efectos demasiado visibles, para que
la magistratura no pierda algo de su majestad ante
la opinió n pú blica. El sueldo pagado por el Estado
convierte al sacerdote y al magistrado en
empleados. Los puestos a escalar desarrollan la
ambició n; la ambició n engendra complacencia hacia
el poder; por ú ltimo, la igualdad moderna coloca al
reo y al juez al mismo nivel social. Ası́ pues, las dos
columnas de todo orden social, la Religió n y la
Justicia, se han visto disminuidas en el siglo
diecinueve, cuando se pretende haber progresado
en todos los terrenos.
—¿Y por qué no habrı́as de ascender? —dijo
Amélie Camusot.
Miró a su marido con gesto burló n, sintiendo la
necesidad de infundir fuerza al hombre portador de
su ambició n propia, y al que hacı́a bailar al son que
quería.
—¿Por qué desesperarse? —prosiguió , con un
ademá n que puso claramente de mani iesto su
despreocupació n por la muerte del detenido—. Este
suicidio va a hacer felices a las dos enemigas de
Lucien, la señ ora de Espard y su prima, la condesa
Châ telet. La señ ora de Espard está en muy buenas
relaciones con el ministro de Justicia, y a travé s de
ella puedes conseguir una audiencia con Su
Excelencia para contarle los secretos del caso. Y si el
ministro de Justicia está de tu parte, ¿qué tienes que
temer de tu presidente y del procurador general?...

—Pero, ¿y el señ or y la señ ora de Sé rizy?... —


exclamó el pobre juez—. ¡La señ ora de Sé rizy, te lo
repito, se ha vuelto loca! ¡Y loca por mi culpa, dicen!
—¡Precisamente, juez sin juicio! —exclamó la
señ ora Camusot, riendo—, si está loca ya no podrá
molestarte. Veamos, cué ntame todos los detalles de
la jornada.
—Dios mío —respondió Camusot—, en el momento
en que acababa de hacer confesar al desdichado
muchacho, y en que acababa de declarar que el
supuesto sacerdote españ ol es efectivamente
Jacques Collin, recibí de la duquesa de Maufrigneuse
y de la señ ora de Sé rizy, por un criado suyo, una
pequeñ a nota en la que me rogaban que no le
interrogara. Todo estaba ya consumado...
—¡Pero perdiste la cabeza! —dijo Amé lie—. Con la
con ianza que te merece tu escribano, podı́as hacer
volver a Lucien, tranquilizarle há bilmente y corregir
el interrogatorio.
—Tú eres como la señ ora de Sé rizy, ¡te burlas de la
Justicia! —exclamó Camusot, incapaz de ofender su
profesió n—. ¡La señ ora de Sé rizy me cogió los
atestados y los echó al fuego!
—¡Eso es una mujer de verdad! ¡Bien hecho! —
exclamó ¡a señora Camusot.
—La señ ora de Sé rizy me dijo que harı́a saltar el
Palacio por los aires antes que permitir que un
joven que habı́a gozado tanto del favor de la
duquesa de Maufrigneuse como del suyo propio
fuera a parar al banquillo de la sala de lo criminal
junto con un presidiario.
—Pero, Camusot —dijo Amé lie, sin poder reprimir
una sonrisa de superioridad—, tu posició n es
magnífica...
—¡Oh, sí soberbia!
—Has cumplido con tu deber...
—Pero con unos resultados muy poco felices, y a
pesar del consejo jesuítico del señor de Grandville, a
quien encontré en el muelle Malaquais...
—¿Esta mañana?
—Sí, esta mañana.
—¿A qué hora?
—A las nueve.
—¡Ay, Camusot! —dijo Amé lie, juntando sus manos
y retorcié ndoselas—. Y yo que no paro de repetirte
que te ijes en todo... ¡Dios mı́o, no es un hombre
eso que llevo a cuestas, es un pedazo de carne con
ojos!... Pero, Camusot, tu procurador general te ha
salido al paso, y ha debido hacerte algunas
recomendaciones...
—Sí, claro.
—¡Y tú no les has comprendido! Si eres sordo,
será s toda tu vida juez de instrucció n, y sin ninguna
instrucció n, por añ adidura. ¡A ver si aciertas a
escucharme! —añ adió , haciendo callar a su marido
que querı́a decir algo—. ¿Crees que el asunto está
terminado? —dijo Amélie.
Camusot miró a su mujer con la cara que ponen los
campesinos oyendo hablar a un charlatán de feria.
—Si la duquesa de Maufrigneuse y la condesa de
Sé rizy está n comprometidas, has de tenerlas a
ambas de protectoras —siguió Amé lie—. A ver, la
señ ora de Espard te conseguirá una audiencia con
el ministro de Justicia, en la que le contará s el
secreto del caso; é l irá a entretener al rey
contá ndoselo, puesto que todos los reyes gustan de
conocer el envé s de las alfombras y de saber los
verdaderos motivos de los acontecimientos que el
pú blico contempla boquiabierto. A partir de este
momento, ni el procurador general ni el señ or de
Sérizy serán ya de temer...
—¡Qué tesoro, una mujer como tú ! —exclamó el
juez, recobrando valor—. Despué s de todo he
recuperado&& a Jac-ques Collin; ahora voy a
mandarle a la sala de lo criminal a que le ajusten las
cuentas, voy a poner todos sus crı́menes al
descubierto. En la vida profesional de un juez
instructor un proceso semejante es toda una
victoria...
—Camusot —repuso Amé lie, viendo complacida
que su marido se habı́a recuperado de la postració n
moral y fı́sica en que le habı́a sumido el suicidio de
Lucien de Rubempré —, el presidente te ha dicho
antes que habı́as golpeado demasiado a la
izquierda; ahora, en cambio; estás dando demasiado
a la derecha... ¡Te vuelves a desviar, amigo mío!
El juez de instrucción se quedó de pie, mirando a su
mujer con una especie de asombro.
—El rey y el ministro de Justicia podrá n estar muy
satisfechos de enterarse del secreto de este caso,
pero tambié n pueden molestarse al ver que los
abogados de ideas liberales hacen comparecer ante
el tribunal de la opinió n pú blica y ante el de la sala
de lo criminal, con sus alegatos, a personajes tan
importantes como los Sé rizy, los Maufrigneuse y los
Grandlieu, y en de initiva a todos los que, directa o
indirectamente, se hallan mezclados con el proceso.
—¡Todos está n liados en el asunto!... ¡Los tengo
cogidos! —exclamó Camusot.
El juez se levantó y caminó por su despacho como
Sganarelle cuando trata de salir de algún atolladero.
—¡Escucha, Amé lie! —prosiguió , plantá ndose
delante de su mujer—. Ahora recuerdo un detalle
aparentemente sin ninguna importancia, pero que
en la situació n en que me hallo cobra un interé s
decisivo. Imagı́nate, querida, que este Jacques Collin
es un campeó n c|e la astucia, del disimulo y del
é hgañ o... es de una profundidad... Es... ¿có mo
decirlo?... ¡El Cromwell del presidio?... Jamá s habı́a
encontrado a ningú n sinvergü enza como é l; ¡por
poco me engañ a! Pero en cualquier instrucció n
criminal el extremo de un hilo que aparece
casualmente permite desenredar la madeja con la
que uno se paseaba por los entresijos de las
conciencias má s tenebrosas o de los hechos má s
oscuros. Cuando Jacques Collin me ha visto hojear
las cartas recogidas en el domicilio de Lucien de
Rubempré , ha echado una ojeada como si quisiera
asegurarse de que no habı́a otro paquete, y luego
ha dejado entrever visiblemente su satisfacció n.
Aquella mirada de ladró n que evalú a un tesoro,
aquel ademá n del reo que piensa que le queda
algú n arma, me han hecho comprender un montó n
de cosas. Só lo vosotras las mujeres sois capaces de
concentrar en una simple mirada, como hacemos
nosotros los jueces y como hacen los interrogados,
complejı́simas situaciones en las que se deslizan
engañ os tan complicados como cerrojos de
seguridad. En un segundo se intercambian enormes
cantidades de sospechas. Es espantoso, en una sola
mirada la vida y la muerte está n en juego. En
seguida he pensado que aquel individuo debı́a de
tener otras cartas escondidas. Pero luego los otros
innumerables detalles del caso han exigido toda mi
atenció n. He postergado este incidente Porque creı́a
que tendrı́a que confrontar má s tarde a los dos
detenidos y que entonces ya podrı́a aclarar este
punto de la instrucció n. Tengamos pues por cierto
que Jacques Collin, siguiendo la costumbre de toda
esa chusma, ha guardado en lugar seguro las cartas
má s comprometedoras de la correspondencia del
hermoso joven ídolo de tantas...
—¿Y de qué tienes miedo, Camusot? ¡Será s
presidente de tribunal en la audiencia real mucho
antes de lo que esperabas!... —exclamó la señ ora
Camusot con el rostro radiante—. ¡Veamos! ¡Tienes
que actuar de modo que satisfagas a todo el mundo,
porque el caso se está poniendo tan serio que bien
podrı́a ser que nos lo ROBARAN!... ¿Acaso no le
quitaron a Popinot de las manos, para dá rtelo a ti, el
sumario del proceso de interdicció n intentado por
la señ ora de Espard contra su marido? —dijo,
replicando al gesto de sorpresa que hizo Camusot
—. ¿No podrı́a, pues, el procurador general, que
demuestra tanto interé s por el honor del señ or y la
señ ora de Sé rizy, llevar el asunto a la audiencia real
y lograr que alguno de sus consejeros se hiciera con
el sumario para instruirlo de nuevo?...
—¡Pero, querida! ¿Dó nde has estudiado derecho
penal? —exclamó Camusot—. Lo sabes todo, eres
mi maestro...
—¡Pues qué ! ¿Crees que mañ ana por la mañ ana el
señ or de Grandville no estará asustado ante la
probable defensa de un abogado que ese Jacques
Collin se encargará de buscar? ¡Porque es seguro
que irá n a ofrecerle dinero para que sea su
defensor!... Esas señ oras saben el peligro en que se
hallan tanto como tú , por no decir mejor; se lo dirá n
al procurador general, el cual, a estas horas, debe
de estar ya imaginando a todas esas familias muy
cerca del banquillo de los acusados a consecuencia
de la relació n del presidiario con Lucien de
Rubempré , prometido de la señ orita de Grandlieu,
con Lucien, amante de Esther, examante de la
duquesa de Maufrigneuse y querido de la señ ora de
Sé rizy. De modo que tienes que maniobrar de tal
manera que consigas atraerte las simpatı́as de tu
procurador general y el reconocimiento del señ or
de Sé rizy, de la marquesa de Espard y de la condesa
de Châ telet, y de manera que logres añ adir a la
protecció n de la señ ora de Maufrigneuse la de la
casa de Grandlieu, y que tu presidente te felicite. Yo
me encargo de las señ oras de Espard, de
Maufrigneuse y de Grandlieu. Tú tienes que ir
mañ ana por la mañ ana a ver al procurador general.
El señ or de Grandville es un hombre que vive
separado de su esposa; durante diez añ os tuvo por
amante a una tal señ orita de Bellefeuille, que le dio
varios hijos adulterinos, ¿no es ası́? De modo que
este magistrado tampoco es un santo, es un hombre
como cualquier otro; se le puede seducir, por algú n
sitio se le podrá atacar: hay que descubrir su punto
laco y halagarle; pı́dele consejos, hazle advertir los
peligros del caso; en in, procura comprometerle
contigo, así estarás...
—¡Tendrı́a que besar las huellas de tus pies! —dijo
Camusot interrumpiendo a su mujer, cogiéndola por
la cintura y estrechá ndola contra su pecho—.
¡Amélie, eres mi salvación!
—He sido yo quien te he remolcado de Alençon a
Mantes y de Mantes al tribunal del Sena —contestó
Amé lie—. ¡Pues bien! ¡No pases cuidado!... Quiero
que dentro de cinco añ os me llamen señ ora
presidenta; pero, cariñ o, medita siempre un buen
rato antes de tomar una decisió n. El o icio de juez
no es el de bombero, no tené is que apagar
incendios, tené is tiempo de sobra para re lexionar;
por eso las tonterı́as son imperdonables en vuestro
caso...
—La fuerza de mi situació n radica enteramente en
la identidad de Jacques Collin —repuso el juez tras
una larga pausa—. Cuando dicha identidad esté bien
establecida, aunque la audiencia real me quite la
instrucció n del caso, será de todos modos un hecho
irmemente probado, del cual no podrá prescindir
ningú n magistrado, juez ni consejero. Habré hecho
como los niñ os cuando atan una lata al rabo de un
gato: dondequiera que vaya a parar la causa para
su instrucció n, hará sonar la hojalata de Jacques
Collin.
—¡Muy bien! —dijo Amélie.
—Y el procurador general preferirá habé rselas
conmigo que con cualquier otro, porque yo seré el
ú nico capaz de quitar esta espada de Damocles
suspendida sobre el corazó n mismo del faubourg
Saint-Germain... Pero ¡no sabes lo difı́cil que es
lograr este esplé ndido resultado!... Hace un rato, el
procurador general y yo, en su gabinete, hemos
convenido admitir la identidad que Jacques Collin se
atribuye, es decir, la de Carlos Herrera, un canó nigo
del cabildo de Toledo; hemos convenido aceptar su
condició n de enviado diplomá tico y dejar que lo
reclame la embajada de Españ a. "Una ve establecido
este plan, es cuando he irmado el informe qué
dejaba en libertad a Lucien de Rubempré y he
rehecho los interrogatorios de mis dos
interrogados, dejá ndolos má s blancos que la nieve.
Mañ ana, los señ ores de Rastignac, Bianchon y no sé
quié n má s tienen que ser careados con el supuesto
canó nigo del cabildo real de Toledo; no lo
identi icará n con Jacques Collin, que fue arrestado
en presencia suya, hace diez añ os, en una casa de
hué spedes donde le conocieron bajo el nombre de
Vautrin.
Se produjo un momento de silencio, durante el cual
estuvo reflexionando la señora Camusot.
—¿Está s seguro de que tu preso preventivo es
Jacques Collin? —preguntó.
—Seguro —contestó el juez—, y el procurador
general también.
—Entonces procura provocar un escá ndalo en el
Palacio de Justicia sin dejarte ver. Si tu pá jaro está
aú n incomunicado, vete a ver al director de la
Conserjerı́a y haz que identi iquen pú blicamente al
presidiario. En lugar de imitar a los niños, imita a los
ministros de gobernació n de los regı́menes
absolutistas, que inventan conspiraciones contra el
soberano para atribuirse el mé rito de haberlas
hecho fracasar, puesto que ası́ se hacen
indispensables; pon en peligro a tres familias para
tener luego la gloria de haberlas salvado.
—¡Caramba, qué suerte! —exclamó Camusot—.
Tengo la cabeza tan embrollada que ya no me
acordaba de este detalle. Coquart ha llevado al
señ or Gault, el director de la Conserjerı́a, la orden
de trasladar a Jacques Collin a la Pistola. Ahora bien,
gracias a las gestiones de Bibi-Lupin, que es
enemigo de Jacques Collin, han llevado de la Force a
la! Conserjerı́a a tres criminales que le conocen; si
mañ ana por la mañ ana baja al patio, es de esperar
que se produzcan escenas terribles...
—¿Por qué?
—Porque Jacques Collin, querida, era el depositario
de los fondos del presidio, que alcanzaban cifras
considerables, y, segú n se dice, los dilapidó para
sostener la vida de lujo del difunto Lucien; ahora
van a pedirle cuentas. Bibi-Lupin me ha dicho que
será una matanza que requerirá la intervenció n de
los vigilantes, y ası́ el secreto se pondrá de
mani iesto. Está en juego la vida de Jacques Collin. Si
voy al Palacio temprano, podré hacer atestado
referente a su identificación.
—¡Ojalá sus comitentes te libraran de é l! ¡Tu
prestigio aumentarı́a! No vayas a casa del señ or de
Grandville, espé rale en su gabinete con esta arma
tremenda. Es un cañ ó n cargado que apunta a las
tres familias má s importantes de la corte y de los
pares. Sé valiente, propon al señ or de Grandville
que os libré is de Jacques Collin trans irié ndole a la
Force, donde los presos saben có mo eliminar a los
soplones. Por mi parte, iré a ver a la duquesa de
Maufrigneuse, que me acompañ ará a casa de los
Grandlieu. Quizá vea tambié n al señ or de Sé rizy.
Confı́a en mı́ para dar la alarma en todas partes.
Sobre todo, má ndame una breve nota para que
sepa si el cura españ ol es reconocido judicialmente
como Jacques Collin. Arré glatelas para salir del
Palacio a las dos, pues te habré conseguido una
audiencia particular del ministro de Justicia: quizá s
estará en casa de la marquesa de Espard.
Camusot seguı́a plantado, con un gesto de
admiración que hizo sonreír a la hábil Amélie.
—Vamos, ven a cenar y ponte alegre —dijo para
terminar—. ¡Fı́jate! Só lo hace dos añ os que estamos
en Parı́s y ahı́ tienes la oportunidad de llegar a
consejero antes de in de añ o. De ahı́ a la
presidencia de algú n tribunal de la audiencia,
cariñ o, no habrá má s distancia que algú n que otro
servicio prestado en algún asunto político.
Esta secreta deliberació n muestra hasta qué punto
los actos y las palabras má s insigni icantes de
Jacques Collin, ultimo personaje de este estudio,
afectaban al honor de las familias entre las cuales
había introducido a su difunto pupilo.
La muerte de Lucien y la invasió n de la Conserjerı́a
por la condesa de Sé rizy acababan de promover tal
perturbació n en los engranajes de la má quina, que
el director habı́a olvidado sacar al cura españ ol de
su incomunicación.
Aunque haya má s de un caso en los anales
judiciales, la muerte de un preso preventivo durante
la instrucció n de un proceso es un acontecimiento
su icientemente insó lito para que vigilantes,
escribano y director hubieran perdido la
tranquilidad en que se desarrollan habitualmente
sus vidas. No obstante, para ellos el mayor
acontecimiento no era aquel guapo mozo
transformado tan rá pidamente en cadá ver, sino la
ruptura del barrote de hierro forjado de la primera
reja del rastrillo por obra de las manos delicadas de
una mujer de mundo. El director, el escribano y los
vigilantes, en cuanto el procurador general y el
conde Octave de Bauvan se hubieron marchado en
el coche del conde de Sé rizy llevá ndose a su esposa
desmayada, se agruparon en el rastrillo y
acompañ aron a la salida al señ or Lebrun, el mé dico
de la cá rcel, llamado para comprobar la muerte de
Lucien y para deliberar acerca del caso con el
forense del barrio donde vivía el desdichado joven.
En Parı́s llaman mé dico de los muertos al forense
encargado, en cada alcaldı́a, de ir a veri icar las
defunciones y examinar sus causas.
Con la rá pida intuició n que le caracterizaba, el
señ or de Grandville habı́a creı́do necesario, para el
honor de las familias comprometidas, hacer
redactar el acta de defunció n de Lucien en la
alcaldı́a de la que depende el muelle Malaquais,
donde vivı́a el difunto, y conducirlo de su domicilio
a la iglesia de Saint-Germain-des-Prè s, donde iba a
celebrarse el funeral. El señ or de Grandville mandó
llamar a su secretario el señ or de Chargebceuf y le
dio ó rdenes al respecto. El traslado de Lucien debı́a
llevarse a cabo durante la noche. El joven secretario
estaba encargado de entenderse directamente con
la alcaldı́a, la parroquia y la administració n de
pompas fú nebres. De esta manera, para la gente de
mundo, Lucien habrı́a muerto ya libre y en su casa,
su fé retro partirı́a de su domicilio y sus amigos
serían convocados allí mismo para la ceremonia.
Así pues, en el instante en que Camusot, apaciguado
el á nimo, se sentaba a la mesa con su ambiciosa
media naranja, el director de la Conserjerı́a y el
señ or Lebrun, mé dico de la cá rcel, estaban en la
parte exterior del rastrillo lamentando la fragilidad
de los barrotes de hierro y la fuerza de las mujeres
enamoradas.

—¡No se tiene idea del enorme poder nervioso que


hay en el hombre sobreexcitado por la pasió n! —
decı́a el doctor al señ or Gault—. La diná mica y las
matemá ticas carecen de signos y cá lculos para
describir esta fuerza. Mire, ayer fui testigo de algo
que me estremeció y que explica la terrible potencia
fı́sica desplegada hace un rato por aquella
mujercita.
—Cué ntemelo —dijo el señ or Gault—; tengo una
cierta debilidad por el magnetismo, sin creer en é l:
me intriga.
—Un mé dico magnetizador, porque los hay en
nuestra profesió n que creen en el magnetismo —
repuso el doctor Lebrun,—, me propuso que
experimentara sobre mı́ mismo un fenó meno que
me estaba describiendo y del cual yo dudaba: Yo
consentı́, movido por la curiosidad de comprobar
por mı́ mismo una de esas extrañ as crisis nerviosas
con las que se prueba la existencia del magnetismo.
He aquı́ los hechos. Quisiera saber lo que dirı́a
nuestra Academia de Medicina si sus miembros, uno
tras otro, fueran sometidos a esta acció n que no
deja la menor escapatoria a la incredulidad. Mi viejo
amigo...
"Este mé dico —dijo el doctor Lebrun, abriendo un
paré ntesis— es un anciano perseguido por la
Facultad a causa de sus opiniones, desde los
tiempos de Mesmer; tiene setenta[r o setenta y dos
añ os y se llama Bouvard. Actualmente es el
patriarca de la doctrina del magnetismo animal. Soy
como un hijo para este hombre, y le debo mi actual
situació n. El anciano y respetable Bouvard me
proponı́a que atendiera a la prueba de que la fuerza
nerviosa puesta en marcha por el magnetizador era
no in inita, puesto que el hombre está sometido a
leyes determinadas, pero que operaba como
aquellas fuerzas de la naturaleza cuyos principios
absolutos escapan a nuestros cálculos.
"—Ası́ —me dijo—, si quieres dejar tu muñ eca en la
mano de una soná mbula que en estado de vigilia no
podrı́a apretá rtela má s allá de una determinada
fuerza, tendrá s que reconocer que, en el estado que
tan tontamente se llama de sonambulismo, sus
dedos tienen la facultad de apretar como unas
tenazas en manos de un cerrajero.
"Pues bien, caballero, cuando hube dejado mi
muñ eca en manos de la mujer, no dormida, pues
Bouvard rechaza esta expresió n, sino aislada, y
cuando el anciano le hubo ordenado que me
apretara con toda su fuerza e inde inidamente la
muñ eca, tuve que rogar que parara al sentir que la
sangre iba a brotarme de la punta de los dedos.
¡Mire! ¡Fı́jese en el brazalete que voy a llevar
durante más de tres meses!"
—¡Demonio! —dijo el señ or Cault, mirando una
equimosis circular parecida a la que hubiera podido
producir una quemadura.
> —Mi apreciado Gault —repuso el mé dico—, si me
hubiera cogido la muñ eca con un aro de hierro,
apretá ndolo un cerrajero con un torniquete, no
habrı́a sentido un dolor tan intenso como con los
dedos de aquella mujer; su muñ eca era de acero
in lexible, y tengo la seguridad de que habrı́a
podido quebrarme los huesos y separarme la mano
del brazo. La presió n, que empezó de un modo
insensible, fue aumentando ininterrumpidamente,
añ adiendo en cada momento una nueva fuerza a la
fuerza de la anterior presió n; un torniquete no
habrı́a hecho mejor trabajo que aquella mano,
convertida en instrumento de tortura. Me parece,
pues, demostrado que, bajo el imperio de la pasió n,
que es lá voluntad concentrada en un punto y que
alcanza cantidades de energı́a animal incalculables
(como las diferentes clases de potencias elé ctricas),
el hombre puede reunir su entera vitalidad en tal o
cual ó rgano suyo, ya sea para el ataque o para la
defensa... Aquella mujer, bajo la presió n de su
desespero, habı́a concentrado su potencia vital en
sus puños.
i
—Hace falta mucha para romper un barrote de
hierro forjado... —dijo el jefe de los vigilantes,
moviendo la cabeza. —¡Habı́a un corte!... —hizo
notar el señ or Gault. —Yo ya no me atrevo a poner
lı́mites a la fuerza nerviosa —añ adió el mé dico—.
Por otra parte, es así como las madres, para salvar a
sus hijos, magnetizan leones, se introducen en
edi icios incendiados, caminan por cornisas en las
que apenas podrı́a aguantarse un gato y soportan
las torturas de ciertos partos. Ahı́ está el secreto de
los intentos de los prisioneros y de los presidiarios
para recobrar la libertad... Todavı́a no conocemos el
alcance de las fuerzas vitales: ¡parecen proceder del
poder mismo de la Naturaleza y las extraemos de
¡depósitos desconocidos!
—Señ or —dijo un vigilante, en voz baja, al oı́do del
director que acompañ aba al doctor Lebrun a la
verja de la Conserjerı́a—, el incomunicado nú mero
dos dice estar enfermo y reclama al mé dico; a irma
que se está muriendo —añadió el vigilante.
—¿De verdad? —dijo el director.
—¡Está con el estertor! —replicó el vigilante.
—Son las cinco —dijo el doctor—; todavı́a no he
comido... Pero ya que estoy aquí, vamos a ver...
—El incomunicado nú mero dos es precisamente el
cura españ ol de quien se sospecha que es Jacques
Collin —dijo el señ or Gault al mé dico—, y es uno de
los presos preventivos destinados al proceso en el
cual estaba implicado aquel pobre muchacho...
—Ya lo he visto esta mañ ana —respondió el doctor
—. El señ or Camusot me mandó llamar para
examinar el estado de salud de este individuo, que,
dicho sea entre nosotros, se encuentra
perfectamente y que, ademá s, tendrı́a un é xito
asegurado si se ofreciera como Hércules a cualquier
compañía de saltimbanquis.
—Puede que quiera tambié n suicidarse —dijo el
señ or Gault—. Vayamos los dos a las celdas de
incomunicació n, porque yo tambié n tengo que estar
allı́, aunque só lo sea para transferirlo a la Pistola. El
señ or Camusot ha levantado la incomunicació n a
este curioso anónimo...
Jacques Collin, apodado Engañ amuertes en el
mundo carcelario, y al que a partir de ahora no
puede darse ya otro nombre que no sea el suyo,
desde el momento de su regreso a la celda por
orden de Camusot había sido presa de una ansiedad
como jamá s la habı́a conocido a lo largo de su vida
marcada por tantos crı́menes, por tres fugas y por
dos condenas de la sala de lo criminal. Este hombre,
en cuya persona se resume la vida, las fuerzas, el
espíritu y las pasiones del mundo del presidio, y que
ofrece la má s alta expresió n del mismo, ¿no ofrece
acaso una monstruosa belleza por su abnegació n
canina hacia aquel al que habı́a convertido en su
amigo? Pese a ser condenable, infame y horrible
por tan diversos motivos, aquella abnegació n
absoluta hacia su ı́dolo le hace objeto de un interé s
tal, que este Estudio, que tiene ya una extensió n
considerable, parecerı́a inacabado y acortado si no
contuviera el desenlace de esa vida criminal junto al
in de Lucien de Rubempré . Una vez muerto el
pequeñ o podenco, cabe preguntarse si seguirá
viviendo su terrible compañ ero el leó n. En la vida
real, en la sociedad, los hechos se encadenan tan
inexorablemente unos con otros, que nunca van
aislados. El agua de los rı́os forma una especie de
suelo lı́quido; no hay ola, por rebelde que sea y por
mucho que se eleve, cuyo chorro potente no se
borre bajo la masa de las aguas, má s fuerte por la
rapidez de su curso que las simas rebeldes que se
forman en su super icie. Ası́ como se contempla el
paso del agua viendo en su curso confusas
imá genes, quizá se desee medir la presió n del poder
social sobre aquel torbellino llamado Vautrin, ver a
qué distancia irá a abismarse la oleada rebelde,
có mo terminará la trayectoria de aquel hombre
auté nticamente diabó lico, aunque unido a la
humanidad por el amor. ¡Cuan difı́cilmente muere
este principio celestial incluso en los corazones má s
gangrenados!
Si se ha penetrado debidamente en aquel corazó n
de bronce, se habrá advertido que Jacques Collin, el
vil presidiario, materializando el sueñ o acariciado
por tantos poetas, por Moore, por lord Byron, por
Mathurin, por Canalis (un demonio apropiá ndose
de un á ngel y llevá ndolo a su in ierno para
refrescarlo con el rocı́o hurtado del paraı́so), habı́a
renunciado a sı́ mismo desde hacı́a siete añ os. Sus
poderosas facultades, centradas en Lucien, no
actuaban má s que para Lucien: se recreaba en sus
progresos, en sus amores y en su ambició n. Para é l,
Lucien era su alma visible.
Engañ amuertes cenaba en casa de los Grandlieu, se
deslizaba en el tocador de las grandes señ oras y
amaba a Esther por poderes. Contemplaba en
Lucien a un Jacques Collin guapo, joven y noble,
ascendiendo al cargo de embajador.
Engañ amuertes habı́a encarnado la superstició n
alemana del DOBLE mediante un fenó meno de
paternidad moral que comprenderá n fá cilmente las
mujeres que hayan amado verdaderamente alguna
vez en la vida, que hayan sentido su alma
transferida al hombre amado, que han compartido
su vida, en lo que haya tenido de noble o de infame,
de feliz o desgraciada, de oscura o gloriosa; que han
sentido, pese a la distancia, dolor en su pierna si é l
recibı́a una herida, que han intuido que se batı́a en
duelo y que, por decirlo en dos palabras, no han
tenido necesidad de enterarse de una in idelidad
para saber que se había producido.
Cuando le devolvı́an a su celda, Jacques Collin decı́a
para sus adentros: "¡Van a interrogar al pequeño!"
Y se estremecı́a, é l, para quien matar es como para
un trabajador echar un trago.
"¿Habrá podido ver a sus amantes? —se
preguntaba—. ¿Habrá encontrado mi tı́a a esas
malditas hembras? Esas duquesas y condesas,
¿habrá n dado algú n paso, habrá n impedido
el.interrogatorio?... ¿Habrá recibido Lucien mis
instrucciones?... Y si tenemos la fatalidad de que le
interroguen ¿có mo se comportará ? ¡Pobre
muchacho, he sido yo el que le ha llevado hasta ahı́!
El bandido de Paccard y la isgona de Europa son
los que han armado todo este lı́o birlando los
setecientos cincuenta mil francos entregados por
Nucingen a Esther. Esos dos nos han hecho
tropezar en el ú ltimo momento; ¡pero van a pagar
cara esta broma! Un solo dı́a má s, y Lucien era rico;
habrı́a podido casarse con su Clotilde de Grandlieu.
Ademá s, Esther dejaba de estorbar. Lucien amaba
demasiado a esa chica, y en cambio jamá s habrı́a
querido a esa tabla de salvació n, a Clotilde... ¡El
muchacho habrı́a sido entonces todo mı́o! Y pensar
que nuestra suerte depende de una mirada, de un
ligero rubor de Lucien delante de Camusot, que lo
ve todo, que tiene esta sutilidad caracterı́stica de
todos los jueces. Cuando me ha mostrado las cartas,
hemos cambiado una mirada con la que nos hemos
sondeado mutuamente, y ha adivinado que yo
puedo someter a un chantaje a las queridas de
Lucien..."
Este monó logo duró tres horas. La angustia fue tan
grande, que dio cuenta de aquel organismo de
hierro y de vitriolo. Jacques Collin, cuyo cerebro
enloquecido pareció incendiarse, sintió una sed tan
devoradora que, sin darse cuenta, agotó toda la
provisió n de agua contenida en uno de los dos
baldes que, junto con la cama de madera,
constituyen todo el mobiliario de una celda de
incomunicación.
"¿Qué le ocurrirá si pierde la cabeza? ¡Porque este
pobre hijo mı́o no tiene la fuerza de Thé odore!...", se
preguntaba al acostarse en su camastro, parecido a
los que había en el cuerpo de guardia.
Unas palabras acerca de este Thé odore, del que se
acordaba Jacques Collin en aquel decisivo instante.
Thé odore Calvi, joven corso condenado a
perpetuidad por once asesinatos a la edad de
dieciocho añ os, gracias a ciertas protecciones
compradas a precio de oro, habı́a sido el
compañ ero de cadenas de Jacques Collin de i8ioa
1820. La ú ltima evasió n de Jacques Collin, que habı́a
sido una de sus mejores combinaciones (habı́a
salido disfrazado de gendarme, llevando a
Thé odore Calvi a su lado como presidiario, como si
lo acompañ ara a la comisarı́a), aquella soberbia
fuga habı́a tenido lugar en el puerto de Rochefort,
donde mueren los presos en cantidad y donde se
esperaba que verı́an el in esos dos peligrosos
personajes. Aunque se evadieran juntos, se habı́an
visto obligados a separarse por las circunstancias
de la huida. Thé odore habı́a sido capturado y
devuelto a la prisió n. Tras haber marchado a
Españ a y haberse convertido en Carlos Herrera,
Jacques Collin se dirigı́a a Rochefort a buscar a su
corso cuando encontró a Lucien a orillas del
Charente. El hé roe de los bandidos y de los
bosques, del que Engañ amuertes debı́a haber
aprendido italiano, fue sacri icado naturalmente a
este nuevo ídolo.
La vida con Lucien, muchacho limpio de toda
condena y al que só lo podı́an atribuirse ciertos
devaneos, se ofrecı́a ademá s bella y magnı́ ica como
el sol de un dı́a de verano, mientras que con
Thé odore no veı́a Jacques Collin má s perspectiva
que el cadalso, tras una serie de crı́menes
indispensables. La idea de que podı́a sobrevenir
una desgracia a causa de la debilidad de Lucien, que
habı́a de perder la cabeza a causa del ré gimen de
incomunicació n, adquirió proporciones enormes en
la mente de Jacques Collin; al concebir la posibilidad
de una catá strofe, el desgraciado sintió que sus ojos
se le bañ aban en lá grimas, fenó meno que desde su
infancia no se había producido en él ni una sola vez.
"Debo tener una iebre de caballo —pensó —, y
quizá si hago venir al mé dico y le ofrezco una suma
considerable me pondrá en contacto con Lucien."
En aquel momento el carcelero llevó la comida al
preso.
—Es inú til, muchacho, no puedo comer. Diga al
señ or director de esta prisió n que me mande el
mé dico; me encuentro tan mal, que pienso que ha
llegado mi última hora.
Al oı́r los ruidos guturales del estertor que
acompañ aron a las palabras del presidiario, el
vigilante inclinó la cabeza y salió . Jacques Collin se
aferró con furia a esta esperanza; pero cuando vio
entrar en su celda al doctor en compañ ı́a del
director, comprendió que su tentativa habı́a
abortado, y esperó frı́amente el efecto de la visita
ofreciendo su muñeca al médico.
—El señ or tiene iebre —dijo el doctor al señ or
Gault—; pero se trata de la iebre que cogen casi
todos los presos preventivos, y que —añ adió al
oı́do del falso españ ol— es siempre para mı́ la
prueba de una criminalidad cualquiera.
En aquel momento el director, a quien el
procurador general habı́a entregado la carta escrita
por Lucien a Jacques Collin para que se la diera a
é ste, dejó al doctor y al preso bajo la guardia del
vigilante y fue a buscar dicha carta.
—Caballero —dijo Jacques Collin al doctor, viendo
que el vigilante estaba en la puerta y sin explicarse
la ausencia del director—, ofrecerı́a treinta mil
francos para poder hacer llegar unas lı́neas a
Lucien de Rubempré.
—No quiero robarle su dinero —dijo el doctor
Lebrun—, ya nadie en el mundo puede comunicarse
con él.
—¿Nadie? —dijo Jacques Collin, estupefacto—. ¿Y
por qué?
—Porque se ha ahorcado...
Jamá s tigre alguno, viendo que le han arrebatado
sus cachorros, habrá proferido en las selvas de la
India un grito tan terrible como el que lanzó Jacques
Collin, que se alzó igual que un tigre irguié ndose
sobre sus patas; lanzó sobre el doctor una mirada
ardiente como un relá mpago, y a continuació n se
desmoronó sobre su camastro, diciendo:
—¡Oh, hijo mío!...
—¡Pobre hombre! —exclamó el médico, conmovido
ante aquel terrible esfuerzo de la naturaleza.
Efectivamente, a aquella explosió n siguió un tal
estado de debilidad, que las ú ltimas palabras
pronunciadas por el preso fueron como un
murmullo.
—¿Tambié n se nos va a quedar entre las manos
éste? —preguntó el vigilante.
—¡No, no es posible! —repuso Jacques Collin,
levantá ndose y mirando a los dos testigos de la
escena con una mirada apagada y frı́a—. ¡Se
equivocan, no es é l! No lo han visto bien. Uno no
puede ahorcarse estando incomunicado. ¡Fı́jense!
¿Có mo podrı́a ahorcarme yo aquı́? ¡Parı́s entero
responde ante mí de esta vida! ¡Dios me la debe!
El vigilante y el mé dico estaban a su vez
sorprendidos, ellos que difı́cilmente podı́an
sorprenderse por nada desde hacı́a tiempo. El
señ or Gault entró con la carta de Lucien en la mano.
Al ver al director, Jacques Collin, abatido por la
propia violencia de su explosió n de dolor, pareció
tranquilizarse.
—He aquı́ una carta que me ha encargado de
entregarle el señ or procurador general,
permitié ndole que llegara a us ted sin abrir —hizo
notar el señor Gault.
—Es de Lucien... —dijo Jacques Collin.
—Sí, señor.
—¿Es cierto, caballero, que este joven...?
—Ha muerto —repuso el director—. Aun cuando el
doctor hubiera estado aquı́, habrı́a llegado tarde,
por desgracia... Este joven ha muerto allı́... en una de
las Pistolas...
—¿Puedo verlo con mis propios ojos? —preguntó
tı́midamente Jacques Collin—; ¿dejará n a un padre
la libertad para ir a llorar a su hijo?
—Si usted quiere, puede tomar su habitació n,
puesto que tengo orden de trasladarle a una de las
habitaciones de la Pistola. La incomunicació n le ha
sido levantada, caballero.
La mirada del detenido, sin calor y sin vida, iba
lentamente del director al mé dico; Jacques Collin los
miraba inquisitivamente, temı́a alguna trampa y
dudaba en salir.
—Sı́ quiere usted ver el cadá ver —le dijo el mé dico
—no tiene tiempo que perder; se lo van a llevar esta
noche.
—Si tienen ustedes hijos, señ ores, comprenderá n
mi atontamiento —dijo Jacques Collin—; apenas veo
nada... Este golpe es para mı́ peor que la muerte,
pero no pueden comprender lo que estoy diciendo...
Si son ustedes padres, no lo son má s que de una
manera...; yo, ¡tambié n soy madre!... Estoy... estoy
loco... me doy cuenta.
Si se pasa por determinados corredores cuyas
puertas só lo se abren al paso del director, se tarda
poco en ir de las celdas de incomunicació n a las de
la Pistola. Estas dos hileras de habitaciones está n
separadas por un corredor subterrá neo formado
por dos gruesos muros que sostienen la bó veda
sobre la que reposa la galerı́a del Palacio de Justicia,
que recibe el nombre de galerı́a mercante. Por eso
Jacques Collin, acompañ ado por el vigilante que lo
cogió por el brazo, precedido por el director y
seguido por el mé dico, llegó en pocos minutos a la
celda en que yacı́a Lucien, al que habı́an colocado
sobre la cama.
Al verlo, cayó sobre su cuerpo y se pegó a é l en un
abrazo desesperado, cuya fuerza y cuyo
apasionamiento hicieron estremecerse a los tres
testigos de la escena.
—Aquı́ tiene —dijo el doctor al director— un
ejemplo de lo que le decı́a. ¡Fı́jese!... Este hombre va
a moldear este cuerpo, y no sabe usted lo que es un
cadáver: ¡es como la piedra!...
—¡Dé jenme aquı́!... —dijo Jacques Collin con voz
apagada—. No me queda mucho tiempo para verlo,
me lo van a quitar para...
Se detuvo ante la palabra enterrar.
—¡Permı́tanme conservar algo de mi querido hijo!...
Tenga la bondad de cortar usted mismo, caballero
—dijo al doctor Lebrun—, algunos mechones de su
cabellos, porque yo no puedo...
—¡No hay duda de que es su hijo! —dijo el médico.
—¿Cree usted? —respondió el director, con un aire
profundo que hizo meditar unos instantes al
médico.
El director dijo al vigilante que dejara al preso en
aquella celda y que cortara algunos mechones de
cabello de la cabeza del joven para el presunto
padre antes de que fueran a llevarse el cadáver.
En el mes de mayo, a las cinco y media, se puede
leer fá cilmente una carta en la Conserjerı́a, pese a
los barrotes de las rejas y las mallas de alambre que
hay en sus ventanas. Jacques Collin deletreó , pues,
aquella terrible carta cogiendo la mano de Lucien.
No hay quien pueda guardar un pedazo de hielo en
la palma de la mano apretá ndolo con fuerza
durante diez minutos. La frialdad se transmite a las
fuentes de la vida con una rapidez mortal. Pero el
efecto de este frı́o terrible y activo como un veneno
apenas puede compararse con el que produce la
mano yerta y glacial de un muerto sostenida ası́,
apretada ası́. La Muerte se pone entonces a hablar
con la Vida, le comunica sus oscuros secretos,
capaces de aniquilar muchos sentimientos; porque
en lo que a los sentimientos respecta, cambiar ¿no
equivale a aniquilarse?
Si se vuelve a leer con Jacques Collin la carta de
Lucien, este postrer escrito aparecerá tal como le
apareció a aquel hombre: como una copa de
veneno.

AL REVERENDO PADRE CARLOS HERRERA

"Mi querido padre, no he recibido má s que favores


de usted, y ahora acabo de traicionarle. Esta
ingratitud involuntaria me mata, y cuando lea estas
lı́neas ya no existiré ; ya no tendrá usted ocasió n
alguna de salvarme.
"Usted que me habı́a dejado el pleno derecho a
perderle, tirá ndole al suelo como una colilla, si de
ello sacaba alguna ventaja; pero lo que he hecho ha
sido disponer de usted tontamente. Para librarme
del atolladero y engañ ado por una há bil pregunta
del juez de instrucció n, su hijo espiritual, el hijo que
usted habı́a adoptado, se ha pasado a las ilas de los
que quieren perderle a cualquier precio, queriendo
a irmar la identi icació n —que yo sé que es
imposible— entre usted y un criminal francé s. Ya
está todo dicho.
"Entre un hombre de su poder y yo, de quien quiso
usted hacer un personaje má s grande de lo que mis
capacidades permitı́an, serı́a improcedente andar
con nimiedades en el momentó de la separació n
de initiva. Ha querido usted hacerme poderoso y
llevarme a la gloria, y en realidad me ha precipitado
al abismo del suicidio, eso es lo que ha ocurrido.
Hace tiempo que veı́a como la desgracia estaba a
punto de abatirse sobre mí.
"Hay la posteridad de Caı́n y la de Abel, como usted
decı́a a veces. Caı́n, en el gran drama de la
humanidad, es la oposició n. Usted desciende de
Adá n por esta lı́nea en la cual el diablo ha seguido
insu lando aquel fuego cuya primera chispa habı́a
dirigido a Eva. Entre los demonios de esta progenie,
de vez en cuando, hay algunos terribles, que
establecen unas amplias organizaciones que
resumen todas las fuerzas humanas y que se
parecen a esos animales febriles de los desiertos
cuya vida exige el marco de los espacios inmensos
que en ellos se encuentran. Estos individuos son
peligrosos para la Sociedad, como lo serı́an unos
leones en plena Normandı́a: necesitan un pasto,
devoran a los hombres vulgares y se comen los
escudos de los memos; su juego es tan peligroso
que acaban matando al perro humilde que han
convertido en compañ ero suyo y en ı́dolo. Cuando
Dios ası́ lo quiere, esos seres misteriosos llegan a
ser Moisé s, Atila, Carlomagno, Mahoma o Napoleó n;
pero cuando deja que tales instrumentos
gigantescos se cubran de herrumbre en el fondo, no
pasan entonces de ser Pugachev, Robespierre,
Louvel y el padre Carlos Herrera. Dotados de un
enorme poder sobre las almas tiernas, las atraen y
las trituran. Tiene una cierta grandeza y hermosura,
a su manera. Es como la planta venenosa de
brillantes colores que fascina a los niñ os en el
bosque. Es la poesı́a del mal. Hombres como
vosotros han de vivir en antros y no salir jamá s de
ellos. Me has hecho participar de esa vida
gigantesca, y la vida me ha dado ya de sı́ cuanto
podı́a darme. De modo que puedo apartar mi
cabeza de los nudos gordianos de tu polı́tica para
entregarla al nudo corredizo de mi corbata.
"Para reparar mi falta, transmito al procurador
general una retractació n de mi interrogatorio. Trate
de sacar partido de este documento. En virtud de un
testamento en debida forma, le devolverá n,
reverendo padre, las sumas pertenecientes a su
Orden que empleó usted con gran imprudencia a mi
favor, movido por la paternal ternura que hacia mı́
ha mostrado.
"Adió s, pues, adió s, estatua grandiosa del mal y de
la corrupció n; adió s a usted que, de haber seguido
la senda del bien, habría sido más que Cisneros, más
que Richelieu; ha mantenido sus promesas: vuelvo a
ser lo que era al borde del Charante, con la
diferencia de que hoy le debo los encantamientos
de un sueñ o; pero por desgracia, ya no se trata del
rı́o de mi pueblo donde iba a ahogar los devaneos
de juventud; ahora es el Sena, y mi madriguera es
una celda de la Conserjería.
"No lo lamente: mi desprecio por usted igualaba a
mi admiración.
"Lucien."

Antes de la una de la madrugada, cuando fueron a


buscar el cadá ver, encontraron a Jacques Collin
arrodillado junto a la cama, con esta carta en el
suelo, soltada seguramente como la pistola que deja
caer el suicida despué s de morir; pero el
desdichado seguı́a cogiendo con sus dos manos la
mano de Lucien y rezaba.
Al ver a aquel hombre los mozos se detuvieron un
momento porque parecı́a una de esas iguras de
piedra puestas de rodillas toda la eternidad sobre
los sepulcros medievales. por obra del genio de los
imagineros. El falso sacerdote, con los ojos claros
como los tigres y con una inmó vil rigidez
sobrenatural, impresionó tanto a aquella gente, que
le pidieron con dulzura que se levantara.
—¿Por qué? —preguntó tímidamente.
El audaz Engañamuertes se había vuelto débil como
un niño.
El director mostró la escena al señ or de
Chargeboeuf, el cual, sobrecogido de respeto ante
tal dolor y convencido de la condició n de padre que
Jacques Collin se atribuı́a, explicó cuá les eran las
ó rdenes del señ or de Grandville referentes al o icio
de difuntos y al cortejo fú nebre de Lucien, a quien
habı́a que trasladar sin falta a su domicilio del
muelle Malaquais, donde le esperaban unos clé rigos
que iban a velar por él durante el resto de la noche.
—En este gesto reconozco el alma generosa de este
magistrado —exclamó con voz triste el presidiario
—. Dı́gale, caballero, que puede contar con mi
reconocimiento... Sı́, yo puedo hacerle grandes
favores... No olvide estas palabras, para é l son muy
importantes. ¡Ah, caballero! Se producen cambios
muy extrañ os en el corazó n de un hombre cuando
pasa siete horas llorando.junto a un muchacho
como éste... ¡Ya no le veré más!...
Tras haber contemplado a Lucien afectuosamente,
con la mirada de una madre a quien arrebatan el
cuerpo del hijo, Jacques Collin se desplomó . Al ver
có mo cogı́an el cuerpo de Lucien, exhaló un gemido
que estimuló a los mozos a apresurarse.
El secretario del procurador general y el director
de la cá rcel no habı́an querido asistir a este
espectáculo.
¿Qué se habı́a hecho de aquella naturaleza de
bronce en la que la decisió n igualaba en rapidez a la
mirada, en la que el pensamiento y la acció n
brotaban como un mismo rayo, cuyos nervios,
aguerridos por tres evasiones y por tres
encarcelamientos, habı́an alcanzado la solidez
metá lica de los nervios del salvaje? El hierro,
sometido a una percusió n reiterada o a presió n, se
rompe; sus molé culas impenetrables, puri icadas y
homogeneizadas por el hombre, se disgregan, y, sin
necesidad de estar en fusió n, el metal ya no tiene la
misma capacidad de resistencia. Los herradores, los
cerrajeros y los herreros de corte, todos los
obreros que trabajan constantemente este metal
usan un tecnicismo propio para expresar este
estado: "El hierro está enriado", dicen,
apropiá ndose de una palabra que se aplica
propiamente só lo al cá ñamo, al lino o al esparto,
cuya maceració n se prepara con el enriamiento. El
alma humana, o si se pre iere, la triple energı́a del
cuerpo, el corazó n y el espı́ritu, llega a una situació n
aná loga a la del hierro tras una serie de repetidos
golpes. Ocurre entonces con los hombres igual que
con el hierro o con el cá ñamo: quedan enriados. La
ciencia, la justicia y la opinió n pú blica investigan las
causas de las terribles catá strofes producidas en las
lı́neas de ferrocarriles por la ruptura de alguna
barra de hierro; uno de los casos má s espantosos
es el de Bellevue. Pero nadie ha consultado a los
entendidos de verdad, a los herreros, que han dicho
todos exactamente lo mismo: "¡El hierro estaba
enriado!" El peligro era imprevisible, porque tanto
el metal reblandecido como el resistente tienen el
mismo aspecto.
Los confesores y los jueces de instrucció n hallan a
los grandes criminales a menudo en este estado. Las
fuertes impresiones que reciben en la sala de lo
criminal y en el corte de cabello producen casi
siempre, incluso en las personas má s resistentes,
una dislocación del aparato nervioso. Las bocas más
fuertemente cerradas dan entonces paso a las
confesiones; los corazones má s duros se quiebran;
y extrañ amente esto ocurre cuando ya las
confesiones son inú tiles, cuando:¡esta postrera
debilidad arranca la má scara de inocencia con la
que el reo inquietaba a la justicia, que siempre
conserva un rescoldo de intranquilidad cuando el
reo muere sin confesar su crimen.
Napoleó n supo lo que era esta disolució n de todas
las ¡fuerzas humanas en el campo dé batalla de
Waterloo.
A las ocho de la mañ ana, cuando el vigilante de la
Pistola entró en la habitació n donde se hallaba
Jacques Collin, vio que estaba pá lido y tranquilo
como si hubiera recuperado su fortaleza gracias a
un violento esfuerzo de la voluntad.
—Es la hora del paseo —dijo el llavero—, lleva
usted tres dı́as encerrado; puede ir a tomar el aire y
a estirar las piernas, si lo desea.
Jacques Collin, entregado por completo a sus
absorbentes re lexiones, sin ningú n interé s por sı́
mismo, era como un despojo, como una vestidura
sin cuerpo a sus propios ojos; por esto no sospechó
la trampa que le tendı́a Bibi-Lupin, ni la importancia
de su salida al patio. El desdichado salió
maquinalmente y se alejó por el pasillo que corre a
lo largo de las celdas construidas en las cornisas de
las esplé ndidas arcadas del palacio de los reyes de
Francia, sobre las que se sostiene la galerı́a llamada
de San Luis, que conduce actualmente a las distintas
dependencias del tribunal de casació n. Este pasillo
comunica con el de la Pistola; un detalle digno de
ser tenido en cuenta es que la celda en que estuvo
detenido Louvel, uno de los regicidas má s cé lebres,
es la que está situada en el á ngulo recto que forman
los dos pasillos. Debajo del bonito gabinete que se
halla en la torre Bonbec está una escalera de
caracol a la que va a parar aquel oscuro pasillo y
por donde pasan los presos alojados en la Pistola o
en las celdas para ir al patio y volver.
Todos los detenidos, los acusados que han de
comparecer ante la sala de lo criminal y los que ya
han comparecido, los preventivos que ya no está n
incomunicados, en suma, todos los presos de la
Conserjería se pasean por este espacio estre— j

cho, totalmente pavimentado, durante algunas


horas al día, especialmente por la mañana temprano
en verano. Este patio lleva por un extremo al
patı́bulo o a presidio, es su antesala; por el otro
extremo está unido a la sociedad a travé s del
gendarme, del despacho del juez de instrucció n o de
la sala de lo criminal. Por eso ofrece un aspecto aú n
má s glacial que el patı́bulo. El patı́bulo puede
convertirse en pedestal para ir al cielo; el patio, en
cambio, es el conjunto de todas las infamias de la
tierra agrupadas y sin salida.
No importa que se trate del patio de la Force o del
de Poissy, de los Melun o Sainte-Pé lagie: un patio es
siempre un patio. Los mismos hechos se
reproducen exactamente en unos y en otros, con la
ú nica diferencia del color de los muros, de su altura
o del espacio. Ası́ pues, los ESTUDIOS DE
COSTUMBRES no serı́an ieles a su tı́tulo si no se
hiciera aquı́ una descripció n exacta de este
pandemónium parisiense.
Bajo las só lidas bó vedas que sostienen la sala de
audiencias del tribunal de casació n, hay junto a la
cuarta arcada una piedra que utilizaba San Luis,
segú n se dice, para repartir sus limosnas, y que
actualmente sirve de mostrador para la venta de
algunos comestibles a los presos. En cuanto se les
da acceso al patio, todos van a agruparse en torno a
aquella piedra de golosina para presos:
aguardiente, ron, etc.
Las dos primeras arcadas del lado de acá del patio,
que está enfrente de la magnı́ ica galerı́a bizantina,
ú nico vestigio de la elegancia del palacio de San
Luis, está n ocupadas por un locutorio en el que se
entrevistan los abogados con los acusados; é stos
ú ltimos acceden a é l a travé s de un rastrillo
formidable compuesto por un doble corredor
marcado por hileras de enormes barrotes y situado
en el espacio de la tercera arcada. Aquel doble
corredor se parece a esas calles que se establecen a
la puerta de los teatros mediante barreras para
facilitar las colas que hace el pú blico en las sesiones
de gran é xito. En este locutorio, que está situado al
extremo de la inmensa sala del actual rastrillo de la
Conserjerı́a e iluminado por la luz del patio que
llega a travé s de cué vanos, se han construido
bastidores con vidrieras del lado del rastrillo, de
manera que se puede vigilar a los abogados
mientras hablan con sus clientes. Esta innovació n ha
sido requerida por la excesiva seducció n que
ejercı́an algunas hermosas mujeres sobre sus
defensores. Ya no se sabe dó nde se detendrá la
moral... Tales precauciones parecen esos exá menes
de conciencia ya preparados, en los que las
imaginaciones puras se pervierten pensando en
monstruosidades ignoradas. En este locutorio
tienen tambié n lugar las entrevistas de los parientes
y amigos a los que la policı́a da permiso para ver a
los presos, acusados o detenidos.
Ahora puede comprenderse lo que es el patio para
los doscientos presos de la Conserjerı́a; es su jardı́n,
un jardı́n sin á rboles, ni tierra, ni lores; un patio, en
suma. Los anexos del locutorio y de la piedra de San
Luis, desde la cual se distribuyen los comestibles y
los lı́quidos autorizados, constituyen la ú nica
comunicació n posible con el mundo exterior. Los
ratos que se pasan en el patio son los ú nicos
durante los cuales el preso está al aire libre y
acompañ ado; en las otras prisiones los presos está n
agrupados en los talleres de trabajo; en cambio en
la Conserjerı́a uno no puede dedicarse a ninguna
ocupació n, a menos que esté en la Pistola. Allı́ el
drama de la sala de lo criminal preocupa a todos,
puesto que los que está n allı́ han ido ú nicamente
para comparecer ante el juez de instrucció n o ante
el tribunal. El patio ofrece un espectá culo
espantoso; es imposible imaginarlo, hay que verlo o
haberlo visto.
En primer lugar, el centenar de acusados o de
presos preventivos que se agolpan en un espacio de
cuarenta metros de largo por treinta de ancho no
constituye la é lite de la sociedad. Estos
desgraciados, que en su mayor parte pertenecen a
(las clases má s bajas, van mal vestidos; sus
isonomı́as son feas o repugnantes; los criminales
procedentes de esferas sociales superiores
constituyen excepciones, afortunadamente bastante
poco frecuentes. La concusió n, la falsi icació n de
moneda o la quiebra fraudulenta, ú nicos crı́menes
que pueden llevar a la cá rcel a la gente respetable,
gozan por otra parte del privilegio de la Pistola, y en
tales casos el preso no suele salir casi nunca de su
celda.
Aquel lugar de paseo, enmarcado por hermosos e
imponentes muros negruzcos, por una columnata
repleta de celdas, por unas forti icaciones del lado
del muelle y por las celdas enrejadas de la Pistola al
norte, guardado ademá s por atentos vigilantes y
ocupado por un rebañ o de criminales viles que
desconfı́an los unos de los otros, ofrece ya un
aspecto desolador a causa de la propia distribució n
de sus partes; pero la desolació n se convierte en
temor cuando uno se halla situado en el punto de
convergencia de todas esas miradas llenas de odio,
de curiosidad y de desesperació n, frente a esos
seres deshonrados. No hay ninguna alegrı́a, todo es
sombrı́o, tanto el lugar como los hombres. Todo
está mudo, las paredes y las conciencias. Todo es
peligroso para esos desdichados; salvo cuando se
anuda alguna amistad que es tan siniestra como el
presidio que la ha dado a luz, no se atreven a iarse
los unos de los otros. La policı́a, que lota por
encima de ellos, les envenena la atmó sfera y lo
corrompe todo, hasta el apretó n de manos de dos
amigos culpables. El criminal que se encuentra allı́
con su mejor compañ ero ignora si é ste se ha
arrepentido, si ha confesado algo en interé s de su
propia vida. Esta falta de seguridad, este temor al
cordero acaba de estropear la libertad ya de por sı́
engañ osa del patio de la prisió n. En la jerga
carcelaria, el cordero es un sopló n que parece estar
metido en un asunto muy comprometido y cuya
habilidad proverbial consiste en hacerse pasar por
amigo. La palabra amigo, en la jerga, signi ica ladró n
notable, es el ladró n consumado que ha roto desde
hace tiempo con la sociedad, que quiere seguir
siendo ladró n toda su vida, y que permanece iel, a
pesar de todo, a las leyes del hampa.
El crimen y la locura tienen cierta semejanza. Es lo
mismo ver a los presos de la Conserjerı́a en el patio
que ver a los locos en el jardı́n de un manicomio.
Unos y otros se pasean esquivá ndose, intercambian
miradas que a lo sumo son muy singulares, y a
menudo atroces, segú n las ideas que abrigan en
aquel momento, pero que jamá s son alegres ni
serias; porque se conocen o se temen. La espera de
una condena, los remordimientos, las ansiedades,
dan a los paseantes del patio el aspecto inquieto y
hurañ o de los locos. Só lo los criminales
consumados tienen un aplomo que se asemeja a la
tranquilidad de una vida honrada, a la sinceridad de
una conciencia pura.
Como la gente de las clases medias es allı́ la
excepció n, y dado que la vergü enza retiene en sus
celdas a los pocos que hay, los paseantes habituales
del patio llevan generalmente ropas de obreros.
Predominan las blusas y las chaquetas de pana. La
ropa, basta y sucia, acorde con las isonomı́as
vulgares o siniestras y con la brutalidad de los
ademanes, algo contenidos, sin embargo, por las
tristes ideas que abrigan los presos; todo, incluso el
silencio del lugar, contribuye a llenar de terror o de
asco a los escasos visitantes que, gracias a elevadas
recomendaciones, han conseguido el privilegio poco
común de ver la Conserjería.
Ası́ como el espectá culo de un laboratorio de
anatomı́a, con sus iguras de cera representando
deshonrosas enfermedades, estimula la castidad e
inspira amores santos y nobles al joven que lo
visita, la vista de la Conserjerı́a y del patio, decorado
con aquellos hué spedes destinados al presidio, al
patı́bulo o a cualquier pena infamante, suscita el
temor a la justicia humana en quienes pudieran no
temer la justicia divina, cuya voz habla tan fuerte a
la conciencia; salen de allı́ honrados por mucho
tiempo.
Puesto que los paseantes que se hallaban en el
patio cuando bajó Jacques Collin han de ser los
actores de una escena decisiva en la vida de
Engañ amuertes, no está de má s describir a algunas
de las principales figuras de esa terrible asamblea.
Igual que en todas partes donde se reú nen algunos
hombres, igual que en la escuela, allı́ reinan a la vez
la fuerza fı́sica y la fuerza moral. En la Conserjerı́a,
como en los presidios, la criminalidad es el signo de
aristocracia. Aquel cuya cabeza está en juego es el
que tiene mayor ascendiente. El patio, como es de
suponer, constituye una escuela de derecho penal;
allı́ se profesa mucho mejor que en la plaza del
Panteó n. La broma perió dica consiste en repetir el
drama de la sala de lo criminal, en elegir un
presidente, un jurado, un iscal, un abogado, y en
juzgar el proceso. Esta desagradable farsa se
representa casi siempre con ocasió n de los
crı́menes famosos. En aquella é poca estaba al orden
del dı́a una importante causa criminal, el horrible
asesinato del señ or y de la señ ora Crottat, antiguos
campesinos y padres del notario, que tenı́an en su
casa, como lo probaron las indagaciones policı́acas,
ochocientos mil francos en oro. Uno de los autores
de este doble asesinato era el cé lebre Dannepont,
llamado La Pouraille, expresidiario, que durante
cinco añ os habı́a burlado las activı́simas pesquisas
de la policı́a al amparo de siete u ocho nombres
distintos. Los disfraces de este sinvergü enza eran
tan perfectos, que habı́a estado dos añ os en la
cá rcel con el nombre de Delsouq, uno de sus
discı́pulos, famoso ladró n cuyos robos jamá s
superaban la competencia del tribunal correccional.
Desde su salida de presidio, La Pouraille habı́a
cometido tres asesinatos. Tanto la certeza de que
iba a ser condenado a muerte como su presunta
fortuna —puesto que no se habı́a encontrado un
solo cé ntimo de la suma robada—, hacı́an de aquel
preso objeto del terror y de la admiració n de los
demá s. Todavı́a se recuerda, pese a los
acontecimientos de Julio de 1830, el espanto que
provocó en París aquel golpe tan audaz, comparable
en importancia con el robo de las medallas de la
Biblioteca, porque la desdichada tendencia de
nuestra é poca a reducirlo todo a cifras hace que un
asesinato sea tanto má s impresionante cuanto
mayor es la suma sustraída.
La Pouraille, hombre delgado y de baja estatura,
con cara de huró n, de cuarenta y cinco añ os de
edad, era una de las celebridades de los tres
penales, en los que habı́a vivido sucesivamente
desde la edad de diecinueve añ os; conocı́a
íntimamente a Jacques Collin, ahora se sabrá cómo y
por qué . Otros dos presidiarios que habı́an sido
transferidos de la Force a la Conserjerı́a desde
veinticuatro horas antes, junto con Louraille, habı́an
reconocido inmediatamente y habı́an dado a
conocer a todo el patio la realeza siniestra del
amigo destinado al patı́bulo. Uno de estos presos,
un reincidente llamado Sé lerier, apodado el
Auverné s, el tı́o Ralleau y el Lioso, y que en la
sociedad que en los penales se llama la alta hampa,
recibı́a el apodo de Hilo de Seda, debido a la
habilidad con que se escabullı́a de los peligros del
o icio, era uno de los antiguos hombres de
con ianza de Engañ amuertes. Engañ amuertes tenı́a
tales sospechas de que Hilo de Seda desempeñ ara
un doble papel, de que fuera a la vez uno de los
miembros de la alta hampa y un con idente de la
policı́a, que le habı́a atribuido (vé ase Papá Goriot)
su detenció n en la casa Vauquer en 1819. Sé lerier, a
quien es preciso llamar Hilo de Seda, ası́ como a
Dannepont con su apodo de La Pouraille, habı́a
infringido ya una orden de destierro y estaba
implicado en varios robos cuali icados, sin
derramamiento de sangre, que habı́an de hacerle
volver al penal al menos para veinte añ os. El otro
presidiario, llamado Riganson, formaba con su
concubina, llamada la Infanterı́a, una de las má s
temibles parejas de la alta hampa. Riganson, que
habı́a tenido que vé rselas con la justicia desde su
má s tierna infancia, llevaba el apodo de el Infantero.
El Infantero era el macho de la Infanterı́a, puesto
que no hay nada sagrado para el mundo del hampa.
Estos salvajes no respetan la ley ni la religió n, no
respetan nada, ni siquiera la historia natural, cuya
santa nomenclatura, como puede verse, llegan a
parodiar.
Aquı́ se hace necesaria una digresió n. La entrada
de Jacques Collin en el patio, su aparició n entre sus
enemigos, tan cuidadosamente preparada por Bibi-
Lupin y por el juez de instrucció n, y las extrañ as
escenas que iban a resultar de ello, todo resultarı́a
inadmisible e incomprensible sin algunas
explicaciones sobre el mundo de los ladrones y de
los penales, sobre sus leyes, sus costumbres y,
sobre todo, su lenguaje, cuya repugnante poesı́a es
indispensable en esta parte de la narració n.
Digamos pues, ante todo, unas palabras sobre la
lengua de los delincuentes, de los rateros, de los
asesinos, que en los ú ltimos tiempos ha pasado a la
literatura con tanto é xito, que má s de una palabra
de este extrañ o vocabulario ha manchado los
rosados labios de alguna dama, se ha pronunciado
en suntuosas moradas y ha divertido a los
prı́ncipes. Para asombro, quizá , de mucha gente, no
hay lengua má s ené rgica y cromá tica que la de este
mundo subterrá neo que se agita, desde que existen
grandes centros urbanos, en los só tanos, en las
sentinas y en los terceros fosos de las sociedades, si
se nos permite esta expresiva imagen tomada del
arte dramá tico. ¿No es el mundo, en de initiva, un
teatro? Los terceros fosos son el ú ltimo de los
só tanos que está bajo las tablas de la ó pera y donde
se hallan los artefactos mecá nicos, los que los
manejan, las candilejas, las apariciones, los
demonios azules que vomita el infierno, etc.
Todas las palabras de este lenguaje son imá genes
brutales, a veces ingeniosas, a veces terribles. Unos
pantalones son unos alares. En esta jerga no se
duerme, sino que se soma. Advié rtase con qué
energı́a este verbo expresa el sueñ o caracterı́stico
de esta bestia perseguida, fatigada, acechante, que
se llama Ladró n y que, en cuanto se siente a salvo,
cae y rueda por los abismos de un sueñ o profundo
y necesario bajo las potentes alas de la Sospecha,
planeando siempre por encima de ella. Es un dormir
espantoso, parecido al del animal salvaje que,
mientras duerme y emite ronquidos, mantiene sin
embargo las orejas erguidas y atentas.
Todo es feroz en este idioma. Las sı́labas del
comienzo o del inal de las palabras son á speras y
producen un singular asombro. Una mujer es una ja.
¡Y qué poesı́a! La paja es pluma de La Mancha. Para
indicar la medianoche se recurre a la siguiente
perı́frasis: son las doce de la capa. Limpiar un piltro
signi ica desvalijar una habitació n. ¿Qué es la
expresió n acostarse comparada con la de pellejarse,
o sea, revestir otra piel? ¡Qué viveza de imá genes!
Jugar al dominó quiere decir comer; ¿de qué modo
comen las personas perseguidas?
La jerga, por otra parte, progresa sin cesar, sigue la
civilizació n de cerca y se enriquece con nuevas
expresiones a cada nuevo invento. La patata, creada
y descubierta por Luis XVI y Parmentier, recibe el
apelativo de naranja porcina. Cuando se inventaron
los billetes de banco, la carne de presidio los
bautizó en seguida como papiros garateados, con el
nombre de Garat, el cajero que los irmaba. ¡Papiro!
¿No parece escucharse el ruido del papel de los
billetes al arrugarse? El billete de mil francos es un
papiro macho, y el de quinientos un papiro hembra.
Seguro que los presidiarios bautizará n algú n dı́a los
billetes de cien o de doscientos francos con algú n
extraño nombre.
En 1790 Guillotin descubrió , para servicio de la
humanidad, el artefacto expeditivo que resuelve
todos los problemas suscitados por el suplicio de la
pena de muerte. Inmediatamente, los forzados, los
exgaleotes, examinaron este mecanismo situado en
los con ines moná rquicos del antiguo sistema y
junto a las fronteras de la nueva justicia y la
llamaron de repente la Ermita de Sube de Malagana.
Examinaron el á ngulo descrito por la cuchilla de
acero, y para describir su acció n hallaron el verbo
oportuno: segar. Si se piensa que el presidio recibe
el nombre de banasto, quienes se ocupan de
lingü ı́stica deben realmente admirar la creació n de
tales espantosos vocablos, como hubiera dicho
Charles Nodier. Hay que reconocerle a la jerga
carcelaria, por lo demá s, una remota antigü edad.
Una dé cima parte de sus palabras procede de la
lengua romá nica y otra dé cima parte de las lenguas
prerromá nicas autó ctonas. Las palabras chapitel
(cabeza), calcorros (zapatos), embuciar (comer),
sorni (oro), beyes (naipes), y cica (bolsa)
pertenecen a la lengua de muchos siglos atrás.
Por lo menos un centenar de palabras de esta jerga
pertenecen a la lengua de PANURGE, que, en la obra
de Rabelais, simboliza al pueblo, ya que este
nombre se compone de dos palabras griegas que
significan: El que lo hace todo.
El nombre que se da a la cabeza cuando aú n está
en su sitio —el chapitel— indica el antiguo origen
de esta lengua, que aparece en la obra de los
novelistas má s antiguos, como Cervantes o el
Aretino. En todas las é pocas, efectivamente, la
ramera, heroı́na de tantas novelas antiguas, ha sido
la protectora, la compañ era y el consuelo del ru iá n,
del ladrón, del ratero y del estafador.
La prostitució n y el robo son dos protestas
vivientes, macho y hembra, del estado natural
contra el estado social. Por eso los iló sofos, los
actuales novadores, los humanitaristas, que traen
por sé quito a los comunistas y fourieristas, llegan
sin sospecharlo a estas dos conclusiones: la
prostitució n y el robo. El ladró n no pone en tela de
juicio, en las pá ginas de libros sofı́sticos, la
propiedad, la herencia y las garantı́as sociales, sino
que las suprime por las buenas. Para é l robar es
regresar a su lugar propio. No polemiza contra el
matrimonio, ni lo acusa de nada, y tampoco se
dedica a reclamar en utopı́as impresas ese
consentimiento mutuo y esa estrecha alianza de las
almas que es imposible generalizar, sino que se
aparea con una violencia cuyos eslabones son
constantemente estrechados por el martillo de la
necesidad. Los modernos novadores escriben
teorı́as pastosas, enrevesadas y nebulosas, o
novelas ilantró picas; el ladró n prá ctico, en cambio,
es claro como un hecho, es ló gico como un
puñetazo. ¡Y qué estilo tiene!...
Otra observació n. El mundo de las prostitutas, de
los ladrones y de los asesinos, las cá rceles y los
penales, tienen una població n aproximada de
sesenta a ochenta mil individuos, entre varones y
hembras. Este mundo no puede ser desdeñado en la
descripció n de nuestras costumbres, en la
reproducció n literal de nuestro estado social. La
justicia, la gendarmerı́a y la policı́a poseen un
nú mero de funcionarios casi igual: ¿no es esto
extrañ o? Este antagonismo de gente que se busca y
que se esquiva mutuamente constituye un duelo de
enormes proporciones, eminentemente dramático, y
que ha sido esbozado en este estudio. Con el
latrocinio y el comercio de mujeres pú blicas ocurre
como en el teatro, la policı́a, el clero y la
gendarmerı́a. En cada una de está s seis condiciones
el individuo adquiere un cará cter indeleble. No
puede ser má s que lo que es. Los estigmas del
divino sacerdocio son inmutables, igual que los del
militar. Asimismo sucede con los otros estados, que
constituyen otros tantos antagonismos, otros tantos
contrarios en la civilizació n. Estos diagnó sticos
violentos, extrañ os, singulares, sui generis, hacen
que la prostituta, el ladró n, el asesino y el
expresidiario sean tan fá cilmente reconocibles, que
para sus enemigos el sopló n y el gendarme son
como la presa para el cazador: tienen determinados
andares, ciertos ademanes, un color de la piel, una
mirada, un color, un olor determinados, en suma,
unas propiedades infalibles. De ahı́ que las grandes
iguras de los presidios posean esta profunda
ciencia del disfraz.
Digamos aú n unas palabras sobre la constitució n
de este mundo, que se está haciendo tan
amenazador por la supresió n de la marca con el
hierro, por la suavizació n de las penalidades y la
estú pida indulgencia de los jurados. Efectivamente,
dentro de veinte añ os, Parı́s se verá cercado por un
ejercito de cuarenta mil expresidiarios, puesto que
el departamento del Sena, con sus ciento cincuenta
mil habitantes, es el ú nico punto de Francia donde
pueden ocultarse estos desechados. Parı́s, para
ellos, es como la selva virgen para las bestias
feroces.
La alta hampa, que para estos ambientes es su
faubourg Saint-Germain, su aristocracia, se habı́a
reagrupado en 1816 a consecuencia de una paz que
ponı́a en tela de juicio a tantas existencias, en una
asociació n llamada de los Grandes Cofrades, que
reunió a los má s famosos jefes de bandas y a
algunos audaces que carecı́an entonces de medios
de subsistencia. En su jerga, la palabra cofrade
quiere decir a la vez amigo, hermano y compañ ero.
Todos los ladrones, los |M sidiarios y los presos son
cofrades. Los Grandes Cofrades, la lor y nata de la
alta hampa, fueron durante veintitantos añ os el
tribunal de casació n, el instituto y la cá mara de los
pares de aquel pueblo. Los grandes Cofrades
tuvieron todos una fortuna particular, unos
capitales en comú n y unas costumbres aparte. Se
conocı́an todos y se debı́an ayuda y socorro en caso
de di icultad. Pasando por encima de las astucias y
de los intentos de corrupció n de la policı́a, todos
tuvieron su constitució n.particular y su santo y
seña.
Estos duques y pares del presidio habı́an
constituido, entre 1815 y 1819, la cé lebre sociedad
de los Diez Mil (vé ase Papá Goriot), llamada ası́ por
el convenio en virtud del cual jamá s se podrı́a
emprender ningú n asunto en el que hubiera menos
de diez mil francos que ganar. Por aquel tiempo, en
1829 y 1830, se estaban publicando unas memorias
por parte de una famosa igura de la policı́a judicial
en las que se indicaban el estado de fuerzas de esta
sociedad y los nombres de sus miembros. En ellas
podı́a leerse con espanto la lista de un ejé rcito de
genios, tanto hombres como mujeres, ejé rcito tan
potente, tan há bil y tan frecuentemente vencedor,
que en é l se contaban ladrones como los Levy, los
Pastourel, los Collonge y los Chimaux, cuyas edades
oscilaban entre los cincuenta y los sesenta añ os y
cuya rebeldı́a contra la sociedad dura desde su
infancia... ¡Qué señ al de impotencia para la justicia
representa la existencia de ladrones tan viejos!
Jacques Collin era el cajero, no só lo de la Sociedad
de los Diez Mil, sino tambié n de los Grandes
Cofrades, los hé roes del presidio. Como han
reconocido las autoridades competentes, los
presidios siempre han tenido capitales. Es fá cil
comprender este hecho aparentemente extrañ o.
Salvo en casos excepcionales, no se suele encontrar
la suma robada. Los condenados, como no pueden
llevarse nada consigo al penal, se ven obligados a
recurrir a la con ianza y al talento, tienen que
con iar sus fondos, aná logamente a como la gente
de la sociedad confía su dinero a un banco.
Primitivamente Bibi-Lupin, jefe de la policı́a de
seguridad desde hacı́a diez añ os, habı́a formado
parte de la aristocracia de los Grandes Cofrades. Su
traició n provino de una herida que sufrió en su
amor propio; siempre se habı́a visto relegado ante
la elevada inteligencia y la prodigiosa fuerza de
Engañ amuertes. De ahı́ el permanente
encarnizamiento que mostraba aquel célebre jefe de
la policı́a de seguridad contra Jacques Collin. De ahı́
derivaban tambié n ciertos compromisos entre Bibi-
Lupin y sus antiguos compañ eros que empezaban a
preocupar a los magistrados.
Ası́ pues, en su deseo de venganza, al que el juez de
instrucció n habı́a dado vı́a libre empujado por la
necesidad de establecer la identidad de Jacques
Collin, el jefe de la policı́a de seguridad habı́a
elegido muy há bilmente a sus auxiliares echando
sobre el falso españ ol a La Ponraille, Hilo de Seda y
el Infantero, puesto que La Ponraille pertenecı́a a
los Diez Mil, igual que Hilo de Seda, y el Infantero
era un Gran Cofrade.
La Infanterı́a, la temible ja del Infantero, que sigue
escabullá ndose de todas las persecuciones de la
policı́a gracias a sus disfraces de mujer respetable,
estaba en libertad. Esta mujer, que sabe ingirse
admirablemente marquesa o baronesa, tiene coche
y criados. Esta especie de Jacques Collin con faldas
es la ú nica mujer comparable con Asia, el brazo
derecho de Jacques Collin. Cada uno de los hé roes
de presidio, efectivamente, tiene a alguna mujer
abnegada. Los fastos judiciales y la cró nica secreta
del Palacio lo proclaman: ninguna pasió n de mujer
honesta, ni siquiera la de la beata por su director
espiritual, supera la fuerza de los lazos que unen a
la coima que comparte los peligros de los grandes
criminales.
Entre esta gente, la pasió n es casi siempre la razó n
primitiva de sus audaces empresas, de sus
asesinatos. El amor excesivo que los arrastra hacia
la mujer, constitucionalmente segú n dicen los
mé dicos, absorbe todas las fuerzas morjtı́ les y
fı́sicas de esos ené rgicos hombres. De ahı́ viene la
ociosidad que domina su existencia, porque los
excesos en el amo| exigen reposo y comida
reparadores. De ahı́ el odio haci¿todo trabajo, que
obliga a esta gente a recurrir a medio? rá pidos para
lograr dinero. Sin embargo, la necesidad de vW vir,
y de vivir bien, de por sı́ ya bastante violenta, es
poca cosa comparada con las prodigalidades
reclamadas por las compañ eras, a las que esos
generosos Medoros quieren obsequiar con joyas y
vestidos, y que se muestran siempre golosas y
gustan de comer bien. La compañ era desea un chai,
el amante lo roba y la mujer ve en este acto una
prueba de amor. Ası́ es como se dirigen hacia el
hurto, el cual, si sé examina con lupa el corazó n
humano, se reconoce como seiri timiento casi
natural en el hombre. El hurto lleva al asesinato, y el
asesinato lleva al amante de peldañ o en peldañ o
hasta el patı́bulo. El amor fı́sico desenfrenado de
tales hombres serı́a, pues, si se acepta la explicació n
que da la Facultad de Medicina, el origen de las siete
dé cimas partes de los crı́menes. Cuando se hace la
autopsia de un ejecutado siempre se halla, por otra
parte, la prueba de esta a irmació n de un modo
palpable ei impresionante. Ası́ se ganan esos
monstruosos amantes, esos espantajos de la
sociedad, la adoració n de sus queridas. Esta
abnegació n de hembra ielmente acurrucada a la
puerta de las prisiones, dedicada constantemente a
contrarrestar las astucias de la instrucció n y
guardia incorruptible de los má s oscuros secretos,
es lo que hace impenetrables e irresolubles tantos
procesos. Ahı́ radica la fuerza, pero tambié n la
debilidad de los criminales. En la jerga de estas
mujeres, tener probidad equivale a no faltar a
ninguna de las leyes de esta unió n, equivale a dar
todo su dinero al hombre enchironado, es velar por
su bienestar, guardarle idelidad en todos los
sentidos y hacer cualquier cosa por é l. La injuria
má s cruel que puede lanzar una prostituta a la cara
de otra deshonrada es acusarla de in idelidad hacia
un amante apiolado (encarcelado). En tales casos se
considera que es una mujer sin corazón.
La Pouraille amaba con pasió n a una mujer, como
se verá . Hilo de Seda, iló sofo egoı́sta que robaba
para hacerse una fortuna, se parecı́a mucho a
Paccard, el secuaz de Jacques Collin, que habı́a
huido con Prudence Servien y con la fortuna de
setecientos cincuenta mil francos. No estaba unido
con nadie, no le gustaban las mujeres y no amaba
má s que a Hilo de Seda. En cuanto al Infantero,
como ya es sabido, debı́a su apodo a su unió n con la
Infanterı́a. Pues bien, estas tres iguras de la alta
hampa tenı́an cuentas que pedirle a Jacques Collin, y
unas cuentas bastante difíciles de establecer.
El cajero era el ú nico que sabı́a cuá ntos asociados
sobrevivı́an y cuá l era la fortuna de cada uno de
ellos. Cuando decidió alzarse con los fondos en
provecho de Lucien, Engañ amuertes habı́a tenido
en cuenta en sus cá lculos la especial mortalidad de
sus mandatarios. Burlando la vigilancia de sus
compañ eros y de la policı́a durante nueve añ os,
Jacques Collin tenı́a casi la certeza de heredar,
segú n la carta de los Grandes Cofrades, la fortuna
de los dos tercios de sus comitentes. ¿Acaso no
podı́a, ademá s, alegar pagos realizados a cofrades
liquidados? Por ú ltimo, este jefe de los Grandes
Cofrades no estaba sometido a ningú n control. Los
demá s depositaban en é l una con ianza absoluta
por necesidad, ya que la vida de iera que llevan los
presidiarios exige la mayor delicadeza entre la
gente respetable de aquel mundo feroz. Sobre los
cien mil escudos del delito, Jacques Collin podı́a
librarse entonces, quizá , con unos cien mil francos.
En aquellos momentos, como se ha visto, a La
Pouraille, uno de los acreedores de Jacques Collin,
no le quedaban más que noventa días de vida. Como
ademá s poseı́a una suma superior a la que le
guardaba su jefe, La Pouraille habı́a de mostrarse
bastante acomodaticio.
Uno de los diagnó sticos infalibles que permiten a
los directores de prisió n y a sus agentes, a la policı́a
y a sus auxiliares e incluso a los jueces instructores,
reconocer a los perros viejos, es decir, a los que ya
han comido muchas alubias, es la familiaridad con
que se desenvuelven en las prisiones; los
reincidentes conocen naturalmente sus usos, está n
en su casa y no se sorprenden de nada.
Jacques Collin, alerta contra sı́ mismo, habı́a
desempeñ ado admirablemente hasta entonces su
papel de extranjera y de inocente, tanto en la Force
como en la Conserjerı́a. Pero abatido por el dolor y
aplastado por su doble muerte —porque durante
aquella noche fatal habı́a muerto dos veces— volvió
a ser Jacques Collin. El vigilante quedó estupefacto
al ver que no tenı́a que indicar al sacerdote españ ol
por dó nde se iba al patio. Aquel actor tan perfecto
olvidó su papel y bajá por la escalera de la torre
Bonbec como si fuera asiduo de la Conserjería.
"Bibi-Lupin tiene razó n —dijo el vigilante para sus
adentros—; é ste es un perro viejo, es Jacques
Collin."
En el instante en que Engañ amuertes apareció en la
puerta de la atalaya, que enmarcó su igura, los
presos, que acababan de realizar sus adquisiciones
en la mesa de piedra llamada de San Luis, se
estaban dispersando por el patio, siempre
demasiado angosto para ellos: todos a un tiempo
vieroa al nuevo detenido, sin tardar, puesto que no
hay nada que! iguale la certera mirada de los
presos, que, en el patio, parecen una arañ a situada
en el centro de su telarañ a. Esta comparació n es de
una exactitud matemá tica, puesto que al estar la
vista limitada por todas partes por unas murallas!
altas y negruzcas, los detenidos ven
constantemente, sin necesidad de ijarse, la puerta
que da acceso a los vigilantes, las ventanas del
locutorio y las de la escalera de la torre Bonbec,:
ú nicas salidas del patio. Debido al profundo
aislamiento en que se encuentra, todo despierta la
atenció n y la curiosidad del preso; su aburrimiento,
comparable al del tigre enjaulado del zooló gico,
multiplica su poder de atenció n. No está l de má s
hacer notar que Jacques Collin, sin someterse
rı́gidamente al há bito eclesiá stico, llevaba unos
pantalones negros, medias negras, zapatos con
hebillas plateadas, chaleco negro y una especie de
levita de color marró n, de corte claramente
sacerdotal, completado por el peculiar corte de
peloil Jacques Collin llevaba una peluca
superlativamente eclesiá stica y de una gran
naturalidad.
—¡Vaya, vaya! —dijo La Pouraille al Infantero—.
¡Mala señ al! ¡Un cuervol ¿Por qué habrá uno de
esos pon aquí?
—Es alguno de sus tinglados, algú n sopló n de
nueva planta —contestó Hilo de Seda—. Es algú n
vendedor de cintas (la gendarmerı́a de antañ o)
disfrazado que viene a por sus negocios.
El gendarme tiene diversos nombres en la jerga:
cuando persigue al ladró n es el vendedor de cintas;
cuando lo conduce detenido es una golondrina, y
cuando lo lleva al patı́bulo es el hú sar de la
guillotina.
Para concluir la descripció n del patio quizá sea
necesario retratar en pocas palabras a los otros dos
cofrades. Sé lerier, llamado el Auverné s, llamado el
tı́o Ralleau, llamado el Lioso y llamado por ú ltimo
Hilo de seda, tenı́a treinta nombres y otros tantos
pasaportes; de ahora en adelante se le nombrará
ú nicamente con este ú ltimo sobrenombre, el ú nico
que recibı́a de la alta hampa. Este profundo iló sofo,
que creı́a que el supuesto cura era un gendarme,
era un individuo de cinco pies y cuatro pulgadas, y
sus mú sculos ofrecı́an extrañ os salientes. Bajo su
enorme cabeza lanzaban destellos unos pequeñ os
ojos cubiertos, igual que los de las aves de presa,
por unos pá rpados grises, mates y duros. A primera
vista parecı́a un lobo por la anchura de sus
mandı́bulas de trazo vigoroso y pronunciado; pero
todo cuanto dicho parecido implicaba en cuanto a
crueldad e incluso a ferocidad, era contrapesado
por la astucia y vivacidad de sus rasgos, pese a las
huellas de viruela que conservaban. El borde de
cada cicatriz parecı́a re lejar su ingenio. En ellas se
leı́a la sorna. La vida de los criminales, con sus
secuelas de hambre y sed, de noches al raso
pasadas en muelles, en taludes, en la calle o bajo
puentes, de orgı́as con bebidas fuertes para
celebrar los triunfos, habı́a impreso sobre su cara
como una capa de barniz. Cualquier agente de
policı́a, cualquier gendarme, habrı́a reconocido su
presa a treinta pasos de distancia si Hilo de Seda se
hubiera mostrado al natural; pero competı́a con
Jacques Collin en el arte del maquillaje y del disfraz.
En aquella ocasió n "»o de Seda, desaliñ ado como un
gran actor que no se cuida de su vestido más que en
el teatro, llevaba una especie oe chaqueta sin
botones, cuyos ojales deshilachados dejaban yw el
forro blanco; llevaba tambié n unas feas zapatillas
verdes, unos pantalones de algodó n amarillo que se
habı́an vuelto grises, y en la cabeza una gorra sin
visera, por debajo de la cual sobresalı́an las puntas
de un viejo pedazo de madras deshilacliado y roto.
El Infantero contrastaba plenamente con Hilo de
Seda. Aquel cé lebre ladró n, de pequeñ a estatura,
grueso y fornida á gil, de tez pá lida, de ojos negros y
hundidos, vestido cotilo un cocinero y con unas
piernas muy arqueadas, asustaba poe ¡su isonomı́a
en la que predominaban todos— los sı́ntomas da Ua
organización propia de los animales carnívoros.
Hilo de Seda y el Infantero hacı́an la corte a La
Pouraille, el cual no conservaba ninguna esperanza.
Este asesina reincidente sabı́a que iba a ser juzgado,
condenado y ejecutado antes que pasaran cuatro
meses. Por eso Hilo de Sedé y el Infantero, amigos
de La Pouraille, no dejaban de llamarle el Canó nigo,
es decir, el canó nigo de la ermita de Sube de
Malagana. Es fá cil imaginar por qué Hilo de Seda y
el Infantero cortejaban a La Pouraille. La Pouraille
habı́a eiH terrado doscientos cincuenta mil francos
de oro, la parte que le correspondı́a del botı́n
recogido en casa de los esposod Crottat. ¡Qué
magnı́ ica herencia para dejarla a dos cofrades,
aunque estos dos expresidiarios tuvieran que
volver a los pocos dı́as al penal! El Infantero e Hilo
de Seda iban a ser condenados a quince añ os por
robos cali icados (es decir, que reunı́an
circunstancias agravantes), al margen de los diez
añ os de una condena anterior que se habı́an
tomado la libertad de interrumpir. Ası́ pues,—
aunque tuvieran por delante veintidó s añ os el uno y
veintisé is el otro de trabajos forzados, esperaban
ambos evadirse e ir a buscar el montó nde oro de La
Pouraille. Pero el miembro de los Diez Mil;
guardaba su secreto; no le parecı́a ú til transmitirlo
mientra no le hubieran condenado. Como
pertenecía a la alta sociedad del mundo del presidio,
no habı́a revelado nada acerca de sus; có mplices. Su
personalidad era conocida; el señ or Popinot,
instructor de aquel espantoso caso, no pudo sacar
nada de él.
El terrible triunvirato estaba en lo alto del patio, es
decir, debajo de la Pistola. Hilo de Seda estaba
terminando la instrucció n de un muchacho que no
habı́a dado má s que un golpe y que, convencido de
que serı́a condenado a diez añ oS: de trabajos
forzados, se informaba acerca de los diversos
penales.
—Mira, muchacho —le decía sentenciosamente Hilo
de Seda en el instante en que apareció Jacques
Collin—, he aquı́ la diferencia que hay entre Brest,
Toulon y Rochefort.
—Dime, veterano —dijo el joven, con la curiosidad
de un novicio.
Este detenido, hijo de buena familia y acusado de
falsi icació n, habı́a bajado de la celda contigua a la
de Lucien.
—Hijo mı́o —prosiguió Hilo de Seda—, en Brest,
hundiendo la cuchara en el plato, sacará s alubias a
la tercera cucharada; en Toulon no sacará s hasta la
quinta, y en Rochefort nunca sacará s, a menos que
seas un veterano.
Una vez dicho esto, el profundo iló sofo se unió a
La Pouraille y al Infantero, los cuales, intrigados por
el cuervo, se pusieron a bajar por el patio al tiempo
que Jacques Collin, quebrantado por el dolor, subı́a
en sentido contrario. Engañ amuertes, entregado a
terribles re lexiones, las propias de un emperador
destronado, no imaginaba ser centro de todas las
miradas y objeto de la atenció n general, y andaba
lentamente, mirando la ventana fatal en la que
Lucien de Rubempré se había ahorcado. Ninguno de
los presos conocı́a el acontecimiento, ya que el
vecino de Lucien, el joven falsi icador, no habı́a
dicho una palabra por los motivos que pronto se
dirá n. Los tres cofrades se colocaron de tal modo
que cortaran el paso al sacerdote.
—No es un cuervo —dijo La Pouraille a Hilo de
Seda—, es un perro viejo. ¡Fı́jate có mo tira la
derecha!
Como que no todos los lectores habrá n tenido la
ocurrencia de visitar un presidio, es necesario
explicar aquı́ que todo presidiario está unido con
otro mediante una cadena (siempre un joven y un
viejo juntos). El peso de esta cadena, que está
roblada a una anilla que rodea la parte superior de
la espinilla, es tan grande que al cabo de un añ o
con iere al presidiario un há bito incorregible en la
manera de andar. El condenado, al tener que enviar
a una pierna má s fuerza que a la otra para tirar de
estos antojos —tal es el nombre que se da en los
penales a dicho herraje—, adopta inevitablemente
el há bito de este esfuerzo. Má s adelante, cuando ya
no lleva cadena, ocurre con este aparejo como con
las piernas amputadas, que siguen produciendo
dolor; el forzado sigue sintiendo sus antojos y jamás
puede librarse de aquel vicio en su caminar. En la
jerga de la policı́a se dice que tira la derecha. Este
diagnó stico, que conocen tanto los presidiarios
como los policı́as, aun cuando no ayuda a reconocer
a un compañ ero, completa por lo menos su
identificación.
En Engañ amuertes el há bito se habı́a debilitado
mucho, puesto que se habı́a evadido hacı́a ya ocho
añ os; pero a consecuencia de su meditació n
absorbente, andaba con un paso tan lento y
solemne que, por dé bil que fuera aquel vicio en el
andar, tenı́a que llamar la atenció n de un individuo
tan bregado como La Pouraille. Se comprende
fá cilmente, por lo demá s, que los presidiarios hayan
estudiado tanto sus propias isonomı́as y que
conozcan ciertas costumbres que deben de escapar
a sus enemigos sistemá ticos los soplones,
gendarmes y comisarios de policı́a, ya que en los
penales está n siempre en presencia los unos de los
otros y no tienen a nadie má s que observar. Debido
a ciertos tirones de los mú sculos maxilares de la
mejilla izquierda, un presidiario que asistió a un
des ile militar de la legió n del Sena reconoció al
teniente coronel de aquel cuerpo, el famoso
Ooignard, y dio lugar a su detenció n; pese a la
certeza de Bibi-Lupin, la policı́a no se atrevı́a a creer
en la identidad del conde Pontis de Sainte-Hé lè ne
con Coignard.
—¡Si es nuestro jefe!... —dijo Hilo de Seda al recibir
de Jacques Collin una de esas miradas distraı́das
que dirige la persona hundida en la desesperació n
sobre todo cuanto le rodea.
—Es verdad, es Engañ amuertes —dijo el Infantero,
frotá ndose las manos—. Tiene su misma estatura,
su misma corpulencia. Pero, ¿qué habrá hecho? No
se parece a lo que era.
—¡Ah, ya entiendo! —dijo Hilo de Seda—. Debe
tener un plan, vendrá a ver a su tı́a, que han de
ejecutar dentro de poco.
Para dar una vaga idea del personaje al que los
reclusos, los cabos de vara y los vigilantes llaman
tía, bastará reproducir la brillante respuesta que dio
el director de uno de los establecimientos penales al
malogrado lord Durham, que visitó todas las
cá rceles durante su estancia en Parı́s. Este lord,
deseoso de conocer todos los detalles de la justicia
francesa hizo montar al difunto verdugo Sansó n la
guillotina, y solicitó que se ejecutara a una ternera
viva para darse cuenta claramente del
funcionamiento de la má quina que se hizo famosa
con la Revolución francesa.
El director, tras haber mostrado toda la cá rcel, los
patios, los talleres, los calabozos, etc., señ aló con el
dedo un local, con un gesto de asco. "No llevo a Su
Señ orı́a a aquel local —dijo—, porque es el barrio
de las tı́as..." "¡Hao! —exclamó lord Durham—. Y
¿qué es eso?" "Es el tercer sexo, milord."
—¡Van a bochar a Thé odore! —dijo La Pouraille—.
¡Vaya chico simpá tico! ¡Qué habilidad, qué
caradura! ¡Será una pérdida para la sociedad!
—Sı́, Thé odore Calvi está rosando (comiendo) sus
ú ltimos bocados —dijo el Infantero—. ¡Sus jas
deben de estar llorando a lá grima viva, pues le
querían mucho a ese trápala!
—¿Qué haces por aquı́, amigo? —dijo La Pouraille a
Jacques Collin.
Y junto con sus dos acó litos, con los que iba cogido
del brazo, cortó el paso al recién llegado.
—¡Oh, jefe! ¿Te has hecho cuervo? —añ adió La
Pouraille.
—Dicen que has murciado nuestros papiros
(robado nuestro dinero) —dijo el Infantero con aire
amenazador.
—¿Vas a darnos sonague? (vas a darnos dinero) —
preguntó Hilo de Seda.
Estas tres preguntas salieron como tres disparos.
—No bromeé is con un pobre sacerdote encerrado
aquı́ por error —contestó maquinalmente Jacques
Collin, que reconoció en seguida a sus tres
compañeros.
—El sonido del cascabel es el mismo, aunque el
palmito (la cara) esté algo cambiado —dijo La
Pouraille, poniendo su mano sobre el hombro de
Jacques Collin.
Aquel ademá n y la vista de sus tres compañ eros
sacaron violentamente al jefe de su postració n y le
devolvieron a la vida real, porque durante aquella
noche fatal se habı́a despeñ ado por los mundos
espirituales e in initos de los sentimientos buscando
en ellos un camino nuevo.
—No despiertes sospechas sobre tu jefe —dijo en
voz baja Jacques Collin, con un tono profundo y
amenazador bastante parecido al rugir de un leó n
—. La bo ia (policı́a) está ahı́, deja que caiga en la
red. Estoy haciendo la comedia por un cofrade que
está a punto de ir a la balanza (a la horca).
Estas palabras fueron pronunciadas con la unció n
de un saci—.dote que intenta convertir a unos
desdichados, y Jacques Collin, a continuació n,
abarcó el patio entero con una mirada, vio a los
vigilantes bajo las arcadas y se los enseñó con sorna
a sus tres compañeros.
—¿No hay vientos (soplones) por aquı́? ¡Abrid bien
los columbres (los ojos) y ijaos! Haced como que
no me conocéis, seamos prudentes y tratadme como
a un cuervo, que si no os hundo a todos, a vosotros,
vuestras jas y vuestro sonague (a vuestras mujeres
y vuestro dinero).
—¿Acaso no te fı́as de nosotros? —dijo Hilo de
Seda—. Vienes a salvar a tu tía.
—Madeleine está listo para la balanza —añ adió La
Pouraille.
—¡Thé odore! —dijo Jacques Collin, reprimiendo un
movimiento y una exclamación.
Jacques Collin desfalleció , sus piernas no le
aguantaban, y tuvo que ser sostenido por sus
compañ eros. Tuvo la presencia de espı́ritu de unir
sus manos adoptando un aire de compunció n. La
Pouraille y el Infantero sostuvieron
respetuosamente al sacrilego Engañ amuertes,
mientras que Hilo de Seda corrı́a hacia el vigilante
que estaba de guardia en la puerta del rastrillo que
conduce al locutorio.
—Aquel venerable sacerdote quisiera sentarse,
déme una silla para él.
Ası́ pues, el golpe montado por Bibi-Lupin
fracasaba. Engañ amuertes, igual que Napoleó n al
ser reconocido por sus soldados, lograba la
sumisió n y el respeto de los tres forzados. Habı́an
bastado dos palabras. Estas dos palabras eran:
vuestras jas y vuestro sonague, vuestras mujeres y
vuestro dinero, el resumen de todos los afectos
verdaderos del hombre. Aquella amenaza fue para
los tres presidiarios indicio del poder supremo, de
que el jefe seguı́a con la fortuna de los tres entre
sus manos. El jefe, que al exterior era
todopoderoso, no les habı́a traicionado, como
decı́an algunos falsos hermanos. Ademá s, la enorme
fama de destreza y habilidad de su jefe estimuló la
curiosidad de los tres forzados, ya que en la cá rcel
la curiosidad es el ú nico aguijó n de esas almas
marchitas. La audacia de Jacques Collin, que
conservaba su disfraz incluso tras los cerrojos de la
Conserjería, tenía aturdidos a los tres criminales.
—Estaba incomunicado desde hacı́a cuatro dı́as y
no sabı́a que Thé odore estuviera tan cerca de la
Ermita.y —dijo Jacques Collin—. Habı́a venido a
salvar a un pobre muchacho que ayer se ahorcó , a
las cuatro, y me encuentro con otra desgracia. ¡Ya
no me quedan triunfos en esta baraja!...
—¡Pobre jefe! —dijo Hilo de Seda.
—¡Ay! ¡El panadero (el diablo) me abandona! —
exclamó Jacques Collin, desprendié ndose del sosté n
de sus dos compañ eros e irguié ndose con un aire
imponente—. ¡Hay momentos en que el mundo
puede má s que nosotros! La Cigü eñ a (el Palacio de
Justicia) acaba tragándoselo todo.
El director de la Conserjerı́a, al noti icá rsele el
desfallecimiento del sacerdote españ ol, fue
personalmente al patio para espiarle; mandó que lo
sentaran en una silla, al sol, y se puso a examinarlo
todo con su temible perspicacia, que aumenta dı́a a
dı́a debido al ejercicio de tales funciones y que se
oculta tras una aparente indiferencia.
—¡Ay, Dios mı́o! —dijo Jacques Collin—. Verse
metido en medio de esta gente que es la escoria de
la sociedad, entre criminales y asesinos... Pero Dios
no abandonará a su servidor. Querido señ or
director, señ alaré mi paso por aquı́ con actos de
caridad cuya memoria perdurará . Convertiré a esos
desdichados, aprenderá n que tienen un alma, que
les espera la vida eterna, y que, aunque lo hayan
perdido todo sobre la tierra, todavı́a les queda un
cielo por conquistar, un cielo que les puede
pertenecer a cambio de un arrepentimiento sincero
y auténtico.
Unos veinte o treinta presos habı́an acudido y se
habı́an agrupado detrá s de los tres terribles
forzados, cuyas feroces miradas habı́an logrado
mantener a los curiosos a tres pies de distancia, y
habı́an escuchado aquella plá tica pronunciada con
unción evangélica.
—A é ste, señ or Gault —dijo La Pouraille—, le
prestaríamos atención...
—Me han dicho —siguió Jacques Collin, que tenı́a
cerca al señ or Gault— que en esta cá rcel hay un
condenado a muerte.
—En estos momentos le está n leyendo la
denegació n de su recurso de gracia —dijo el señ or
Gault.
—No sé lo que esto signi ica —dijo ingenuamente
Jacques Collin, mirando a su alrededor.
—¡Dios, qué palomo (simple) es! —dijo el jovencito
que habı́a estado consultando a Hilo de Seda acerca
de las alubias.
—Pues hoy mismo o mañ ana lo apiolan —dijo un
detenido.
—¿Apiolar? —preguntó Jacques Collin, cuyo
simulacro de inocencia e ignorancia dejó admirados
a sus tres cofrades. —En su jerga —contestó el
director— eso quiere decir la ejecució n de la pena
de muerte. Si el escribano le está leyendo la
denegació n del recurso, seguramente el verdugo
recibirá pronto la orden de ejecució n. Este
desgraciado ha rechazado persistentemente los
auxilios de la religión...
—¡Ah, señ or director, es un alma que hay que
salvar!... —exclamó Jacques Collin.
El sacrilego unió las manos con una expresió n de
amor desesperado que re lejaba un fervor divino,
según creyó observar el atento director.
—¡Ay, caballero! —siguió Engañ amuertes—. ¡Deje
que le pruebe lo que soy y lo que puedo hacer
permitié ndome que haga despuntar el
arrepentimiento en ese corazó n endurecido! Dios
me ha dado la facultad de decir ciertas palabras que
producen unos grandes cambios. Yo quiebro los
corazones, los abro... ¿Qué teme usted? Que me
acompañ en gendarmes, guardianes o quien usted
crea oportuno...
—Ya miraré si el capellá n de la prisió n permite que
le substituya usted —dijo el señor Gault.
Y el director se marchó , impresionado por el aire
totalmente indiferente, aunque curioso, con que los
forzados y demá s presos contemplaban a aquel
sacerdote, cuya voz evangé lica daba un peculiar
encanto a su chapurreo de francés y español.

—¿Có mo se halla usted aquı́, señ or cura? —


preguntó el joven interlocutor de Hilo de Seda a
Jacques Collin.
—¡Oh, por un error! —contestó Jacques Collin,
mirando de arriba abajo al hijo de buena familia—.
Me han encontrado en la casa de una cortesana que
acababa de ser objeto de un robo despué s de
muerta. Se ha comprobado que se habı́a suicidado;
y los autores del robo, que son seguramente los
criados, todavía no han sido detenidos.
—¿Y es a causa de ese robo por lo que se ahorcó
aquel joven?...
—Aquel pobre muchacho seguramente no habrá
podido soportar la idea de verse injuriado por un
encarcelamiento injusto —respondió
Engañamuertes, alzando los ojos al cielo.
—Sı́ —dijo el joven—, acababan de ponerlo en
libertad cuando se suicidó. ¡Qué perra suerte!
—Só lo los inocentes dejan correr asi la imaginació n
—dijo Jacques Collin—. Observe usted que el robo
iba en perjuicio suyo.
—¿De qué cantidad se trata? —preguntó el sutil y
profundo Hilo de Seda.
—De setecientos cincuenta mil francos —respondió
pausadamente Jacques Collin.
Los tres presidiarios se miraron entre sı́ y se
retiraron del grupo que formaban los presos
alrededor del presunto eclesiástico.
—¡El fue quien limpió el só tano de la muchacha! —
dijo Hilo de Seda al oı́do del Infantero—. Querı́an
meternos miedo por nuestros Juanes dorados
(monedas de oro).
—Nunca dejará de ser el jefe de los grandes
cofrades —contestó La Pouraille—. Nuestro
sonague no ha desaparecido.
La Pouraille, que buscaba a alguien de quien iarse,
estaba interesado en que Jacques Collin fuera
persona honrada. Y en la cá rcel es donde en mayor
medida los deseos acaban convirtié ndose en
convicciones.
—Apuesto cualquier cosa a que va a hundir al jefe
de la Cigü eñ a (el procurador general), y que va a
salvar a su tía —dijo Hijo de Seda.
—Si lo consigue —dijo el Infantero—, no es que
vaya a creer que es el mismo coime del alto (Dios),
pero sı́ pensaré que se ha fumado una pipa con el
panadero (el diablo).
—¡Has oı́do como gritaba: El panadero me
abandona! —hizo notar Hilo de Seda.
—¡Oh! —exclamó La Pouraille—, si quisiera
salvarme la mechusa (la cabeza), ¡qué vida me
echarı́a con mi parte de sonague (de dinero) y los
Juanes dorados que acabo de sepultar (el oro que
acabo de esconder)!
—¡Haz lo que te ordene! —dijo Hilo de Seda.
—¿Bromeas, o qué ? —repuso La Pouraille,
mirando a su cofrade.
—¡Será s palomo (tonto)! Puedes estar seguro que
te dará n la tristeza (la sentencia de muerte). De
modo que no tienes má s remedio que recurrir a é l
si quieres seguir sobre tus pirá mides (en vida), si
quieres seguir rozando, piando y mariscando
(comiendo, bebiendo y hurtando) —le replicó el
Infantero.
—¡Que quede bien claro! —dijo La Pouraille—. Que
no lo traicione nadie, porque de lo contrario me
llevo al traidor conmigo al otro mundo...
—¡Sería capaz!...—exclamó Hilo de Seda.
Incluso las personas menos inclinadas a sentir
cualquier clase de simpatı́a por aquel extrañ o
mundo pueden imaginar cuá l era el estado de
á nimo de Jacques Collin, situado entre el cadá ver
del ı́dolo al que habı́a adorado una noche durante
cinco horas y la cercana muerte de su antiguo
compañ ero, el futuro cadá ver del joven corso
Thé odore. Solamente para ver a aquel desdichado
necesitaba desplegar una habilidad poco corriente;
pero salvarlo, ¡era un milagro! Sin embargo, aquella
idea estaba ya dando vueltas en su cabeza.
Para entender lo que iba a intentar Jacques Collin,
es preciso hacer notar aquı́ que los asesinos, los
ladrones y todos los que pueblan los presidios no
son temibles como se piensa. Salvo raras
excepciones, estos individuos son todos cobardes,
seguramente a causa del miedo perpetuo que les
oprime el corazó n. Como sus facultades está n
siempre centradas en el robo y la ejecució n de
cualquier golpe, les exige el empleo de toda su
fuerza vital, y les exige ademá s una agilidad mental
concorde con sus aptitudes corporales y una
atención abusiva, se vuelven estúpidos salvo cuando
practican esos violentos actos de voluntad, por la
misma razó n que una cantante o un baiları́n caen
rendidos despué s de un paso agotador o despué s
de cantar uno de esos tremendos dú os que in ligen
al pú blico los compositores modernos.
Efectivamente, los malhechores está n tan faltos de
razó n o tan oprimidos por el temor, que adoptan un
comportamiento absolutamente infantil. Se vuelven
extremadamente cré dulos y caen en las trampas
má s elementales. Tras el é xito de un golpe quedan
en tal estado de postració n, que se abandonan
inmediatamente a excesos para ellos necesarios: se
embriagan de vino, de licores y se entregan
rabiosamente a los brazos de sus mujeres para
recuperar su tranquilidad con el desgaste de sus
fuerzas y para encontrar en el olvido de su razó n el
olvido de su crimen. En tal situació n está n a merced
de la policı́a. Una vez detenidos, quedan cegados,
pierden la cabeza y tienen tanta necesidad de
esperanza que creen en cualquier cosa; no hay cosa
que no admitan, por absurda que sea. Un ejemplo
aclarará hasta dó nde llega la estupidez del criminal
enchironado. Bibi-Lupin habı́a logrado hacer
confesar a un asesino de diecinueve añ os de edad
convencié ndole de que jamá s se ejecutaba a los
menores. Cuando trasladaron a este muchacho a la
Conserjerı́a para el juicio, despué s de haberse
rechazado el recurso, aquel agente terrible habı́a
ido a verle.
—¿Está s seguro de no tener veinte añ os?... —le
preguntó.
—Sı́, no tengo má s que diecinueve añ os y medio —
dijo el asesino con absoluta tranquilidad.
—Pues puedes estar tranquilo —contestó Bibi-
Lupin—, jamás tendrás veinte años...
—¿Por qué?...
—Porque te ejecutará n dentro de tres dı́as —
repuso el jefe de la segundad.
El asesino, que seguı́a creyendo, incluso despué s
del juicio, que no se ejecutaba a los menores de
edad, se desmoronó como un castillo de naipes.
Estos seres, que se muestran tan crueles debido a
la nece— ¡sidad de suprimir testigos, ya que só lo
asesinan para eliminar pruebas (é sta es una de las
razones alegadas por los defensor de la abolició n
de la pena de muerte); esos gigantes de d treza y
habilidad, cuyos gestos, cuyas miradas y cuyos se
tidos está n aguzados como entre los salvajes, só lo
se compo tan como hé roes en el teatro de sus
hazañ as. Una vez cometido el crimen, no só lo
comienzan sus apuros, puesto que está n tan
aturdidos por la necesidad de ocultar el producto
de su roi como oprimidos se hallaban por la
miseria, sino que ademá s quedan debilitados como
una mujer que acabara de dar a lu Aunque en sus
proyectos despliegan una energı́a pavorosa
despué s de la hazañ a se comportan como crios. En
suma, se asemejan a las bestias salvajes, que son
fá ciles de cazar cuando está n ahitas. En la cá rcel
estos hombres singulares muestran su virilidad con
su disimulo y discreció n, que só lo suele ceder en el
ú ltimo instante, cuando ya está n quebrantados y
deshechos por la duración del arresto.
Ahora puede comprenderse por qué los tres
presidiarios, en lugar de perjudicar a su jefe,
quisieron servirle; le admiraron al sospechar que
era el dueñ o de los setecientos cincuenta mil
francos robados y al verle tan tranquilo tras las
rejas de la Conserjerı́a, y creyeron que era capaz de
tomarlos bajo s protección.
En cuanto el señ or Gault hubo dejado al falso
españ ol regresó por el locutorio a su escribanı́a y
fue a reunirse con Bibi-Lupin, el cual, agazapado
contra una de las ventanas qu daban al patio, lo
contemplaba todo por una mirilla desde hacı́a
veinte minutos, desde que Jacques Collin habı́a
bajado de su celda.
—Ninguno de ellos le ha reconocido —dijo el señ or
Gault—, y Napolitas, que los vigila a todos, no ha
oı́do nada. El pobre clé rigo, en su postració n de esta
noche, no ha dicho una sola palabra que pueda
hacer pensar que bajo su sotana se oculta Jacques
Collin.
—Esto demuestra que conoce bien las cá rceles —
contestó el jefe de la policía de seguridad.
Napolitas, el secretario de Bibi-Lupin, al que no
conocı́a ninguno de los detenidos en aquel
momento en la Conserjerı́a, desempeñ aba el papel
del hijo de buena familia acusado de falsificación.
—Por ú ltimo solicita que se le permita confesar al
condenado a muerte —repuso el director.
—¡Ahı́ tenemos un ú ltimo recurso! —exclamó Bibi-
Lupin—. No había caído. Théodore Calvi, el corso, es
el que iba encadenado junto con Jacques Collin;
segú n me dijeron, Jacques Collin le hacı́a en la
cangrí unos pegotes muy bien hechos...
Los presidiarios se fabrican una especie de
tampones que se colocan bajo la anilla de hierro
para amortiguar la presió n de los antojos sobre sus
tobillos y empeines. Estos tampones, hechos de tela
y estopa, reciben el nombre de pegotes en los
penales.
—¿Quié n vigila al condenado? —preguntó Bibi-
Lupin al señor Gault.
—¡Coeur-la-Virole!
—Bien, voy a disfrazarme de gendarme y
presenciaré la entrevista; los escucharé , y respondo
de todo.
—¿No teme usted que, si es Jacques Collin, le
reconozca e intente estrangularle? —preguntó el
director de la Conserjería a Bibi-Lupin.
—Si voy vestido de gendarme, llevaré un sable —
respondió el jefe—; ademá s, si es Jacques Collin, no
hará nada por lo que puedan condenarle a muerte;
y si es un cura, no tengo nada que temer.
—No hay tiempo que perder —dijo entonces el
señ or Gault—; son las ocho y media, el padre
Sauteloup acaba de leerle la denegació n del recurso
y el señ or Sansó n espera en la sala la orden del
ministerio fiscal.
—Sı́, es para hoy, ya está n a punto los hú sares de la
viuda (otro nombre del espantoso mecanismo) —
respondió Bibi-Lupin—. No obstante, comprendo
que el procurador general este dudando; el
muchacho siempre se ha declarado inocente, y a mi
parecer jamá s se han reunido pruebas convincentes
contra él.
—Es un corso de verdad —repuso el señ or Gaul—;
no ha dicho una sola palabra y lo ha resistido todo.
Las ú ltimas palabras del director de la Conserjerı́a
al jefe de la policı́a de seguridad resumı́an la
sombrı́a historia de los condenados a muerte. Los
hombres sustraı́dos por la justicia del mundo de los
vivos pertenecen al Ministerio iscal. El Ministerio
iscal es soberano; no depende de nadie má s que su
propia conciencia. La prisión pertenece al Ministerio
isc: que es su dueñ o absoluto. La poesı́a se ha
apoderado de es: tema social, muy propio para
sobrecoger la imaginació n: el! condenado a muerte.
La poesı́a se ha mostrado sublime; la prosa no tiene
má s recurso que la realidad, pero en este caso la
realidad es su icientemente terrible para poder
competir con! el lirismo. La vida del condenado a
muerte que no ha confesado sus crı́menes o que no
ha entregado a sus có mplices queda entregada a
horrendas torturas. No se trata de zapatos que
dañ an los pies, ni de llenar el estó mago de agua, ni
de estirar los miembros del reo mediante má quinas
espantosas, sino de una tortura encubierta y, por
ası́ decir, negativa. El Ministerio iscal abandona al
condenado a sı́ mismo, lo deja en las tinieblas y el
silencio, y con un compañ ero (un cordero) del que
debe descon iar. La bondadosa ilantropı́a moderna
cree haber adivinado la atrocidad del suplicio del
aislamiento, pero se equivoca. Desde la abolició n de
la tortura, el Ministerio iscal, movido por el deseo
muy natural de tranquilizar las conciencias tan
delicadas de los jurados, se habı́a dado cuenta de
los terribles recursos que ofrece la soledad a la
justicia contra los remordimientos. La soledad es el
vacı́o; la naturaleza moral del hombre la teme tanto
como su naturaleza fı́sica. La soledad só lo es
habitable por el genio, que la llena con sus ideas,
hijas del mundo del espı́ritu, o por el contemplador
de las obras divinas, que la ve iluminada por la luz
del cielo, animada por el soplo y por la voz de Dios.
Excepció n hecha de estos tipos de hombre, tan
cercanos al paraı́so, la soledad es a la tortura como
lo moral a lo fı́sico. Entre la soledad y la tortura hay
la misma dife rencia que entre la enfermedad
nerviosa y la enfermedad quirú rgica. Equivale al
sufrimiento multiplicado por el in inito. El cuerpo se
eleva al in inito mediante el sistema nervioso, igual
que el espı́ritu mediante el pensamiento. Por eso, en
los anales del Ministerio iscal de Parı́s se registran
los criminales que no confiesan.
Tal siniestra situació n, que toma unas proporciones
enormes en determinados casos, como por ejemplo
en polı́tica, cuando se trata de una dinastı́a o del
Estado, será descrita oportunamente en la
COMEDIA HUMANA. Ahora la descripció n de la caja
de piedra en la que, durante la Restauració n, el
Ministerio iscal mantenı́a al condenado a muerte,
quizá baste para dejar entrever el horror de los
ú ltimos dı́as de un reo. En la Conserjerı́a, antes de la
Revolució n de Julio, habı́a el cuarto del condenado a
muerte, que sigue existiendo actualmente. Este
cuarto, adosado a la escribanı́a, está separado de
ella por una gruesa pared, toda de piedra tallada y
lanqueada al otro extremo por el grueso muro de
siete u ocho pies de espesor que sostiene una parte
de la inmensa sala de los Pasos Perdidos. Se entra
por la primera puerta que se halla en el largo
pasillo oscuro en que se hunde la mirada cuando se
está en el centro de la gran sala abovedada del
rastrillo. El cuarto es iluminado por un tragaluz
dotado de una formidable reja que apenas se
advierte al entrar en la Conserjerı́a, porque está en
el pequeñ o espacio que queda entre la ventana de
la escribanı́a, al lado de la reja del rastrillo, y el
alojamiento del escribano de la Conserjerı́a,
adosado como un armario al fondo del patio de
entrada. Esta colocación explica por qué este cuarto,
enmarcado por cuatro gruesas paredes, se destinó
a tan siniestra y fú nebre utilizació n cuando se
procedió a diversos cambios en la Conserjerı́a. Es
imposible cualquier evasió n. El pasillo, que lleva a
las celdas de incomunicació n y al sector de las
mujeres, desemboca frente a la estufa, donde
siempre está n agrupados gendarmes y vigilantes. El
tragaluz, ú nica salida al exterior, situado a una
altura de nueve pies por encima de las losas, da al
primer patio, vigilado por los gendarmes de facció n
en la puerta exterior de la Conserjerı́a. No hay
fuerza humana que pueda quebrantar aquellas
gruesas paredes. Ademá s, al criminal condenado a
muerte le ponen en seguida una camisa de fuerza
que, como es sabido, impide toda acció n con las
manos; por un pie se le encadena a su litera; por
ú ltimo, tiene a un cordero para servirle y guardarle.
El suelo de la habitació n es de gruesas losas de
piedra, y su iluminació n es tan dé bil que apenas se
ve nada.
Es imposible no sentirse helado hasta los huesos al
entrar allí, incluso hoy en día, pese a que este cuarto
haya quedado inutilizado desde hace diecisé is añ os
a consecuencia de los cambios adoptados en Parı́s
en la ejecució n de las decisiones de la justicia.
Conté mplese al criminal en compañ ı́a de sus
remordimientos, en el silencio y las tinieblas, y
dı́gase si no es para volverse loco. ¡Qué solidez han
de tener los que resisten este ré gimen, agravado
por la inacció n y la inmovilidad que produce la
camisa de fuerza!
Thé odore Calvi, aquel corso de veintisiete añ os,
envuelto en los velos de una discreció n absoluta,
resistı́a sin embargo, desde hacı́a un par de meses,
la acció n de aquel calabozo y la chá chara capciosa
del cordero. He aquı́ el singular proceso criminal en
que el corso se habı́a ganado su condena a muerte.
Aunque el caso sea sorprendente, el aná lisis será
muy somero.
No es posible hacer largas digresiones cerca del
desenlace de esta escena, que ha alcanzado ya tal
extensió n y que no ofrece má s interé s que el que
rodea a Jacques Collin, especie de columna
vertebral que mediante su horrenda in luencia sirve
de hilo conductor, por ası́ decir, entre Papá Goriot e
Ilusiones perdidas, y entre Ilusiones perdidas y este
Estudio. La imaginació n del lector puede completar,
por otra parte, el incierto tema que tanta inquietud
causaba en aquellos momentos a los jurados del
juicio al que habı́a comparecido Thé odore Calvi. Por
eso, desde que ocho dı́as antes el tribunal de
casació n habı́a rechazado el recurso del criminal, el
señ or de Grandville llevaba este asunto entre
manos y suspendı́a dı́a tras dı́a la orden de
ejecució n, por el afá n de tranquilizar a los jurados
gracias a una confesió n del condenado en el umbral
mismo de la muerte.
Una pobre viuda de Nanterre, cuya casa estaba
aislada y que se hallaba, como ya es sabido, en el
centro de la esté ril llanura que se extiende entre el
Mont-Valé rien, Saint-Germain y las lomas de
Sartrouville y de Argenteuil, habı́a sido asesinada y
desvalijada pocos días después de haber recibido su
parte de una herencia inesperada. Esta parte subı́a
a tres mil francos, una docena de cubiertos, una
cadena, un reloj de oro y algo de ropa. En lugar de
ingresar en Parı́s los tres mil francos, como se lo
aconsejaba el notario del comerciante de vinos de
quien los habı́a heredado, la anciana lo habı́a
querido guardar todo en su casa. En primer lugar,
jamá s se habı́a visto con tanto dinero propio, y
ademá s descon iaba de todo el mundo en toda clase
de negocios, igual que la mayorı́a de gente del
pueblo y que la mayorı́a de campesinos. Despué s de
largas conversaciones con un comerciante de vinos
de Nanterre, pariente suyo y del otro comerciante
difunto, la viuda se habı́a decidido a invertir la suma
en una renta vitalicia, a vender su casa de Nanterre
y a irse a vivir a Saint-Germain.
La casa en que vivı́a, que tenı́a un jardı́n cercado
con una fea empalizada, era una de esas mı́seras
viviendas que se construyen los pequeñ os
cultivadores de los alrededores de París. El yeso y el
mampuesto, muy abundantes en Nanterre, cuyo
suelo está cubierto de canteras explotadas al aire
libre, habı́an sido empleados apresuradamente y sin
ninguna idea arquitectó nica, como suele verse por
los alrededores de Parı́s. Casi siempre es algo ası́
como la choza del salvaje civilizado. La casa
consistı́a en una planta baja y un primer piso,
encima del cual había varias buhardillas.
El esposo de aquella mujer, cantero y constructor
de aquella vivienda, había puesto barrotes de hierro
muy só lidos en todas las ventanas. La puerta de
entrada era de una solidez notable. El difunto sabı́a
que allı́ estaba solo, en medio de un campo raso, y
¡vaya campo! Su clientela estaba constituida por los
principales maestros de obras de Parı́s, y los
materiales má s importantes de su casa, edi icada a
quinientos metros de su cantera, los habı́a
transportado con los carros cuando volvı́an vacı́os.
En los derribos de Parı́s elegı́a lo que le convenı́a a
muy bajo precio. Las ventanas, rejas, puertas,
persianas, toda la carpinterı́a, procedı́a de
depredaciones autorizadas, de obsequios bien
escogidos, fruto de su trabajo. Si habı́a de elegir
entre dos armazones, elegı́a el mejor. La casa, que
tenı́a en su parte delantera un patio bastante
grande donde se hallaban las cuadras, estaba
protegida por muros en la parte que daba al
camino. Una só lida reja servı́a de puerta. En la
cuadra vivı́an algunos perros guardianes, y otro
pequeñ o pasaba la noche en la casa. Detrá s de é sta
había un jardín de una hectárea aproximadamente.
Una vez viuda y sin hijos, la mujer del cantero vivı́a
en esta casa con una ú nica sirvienta. El precio de la
venta de la cantera habı́a permitido liquidar las
deudas del cantero, muerto dos añ os antes. El ú nico
haber de la viuda fue esta casa desierta, donde
criaba gallinas y vacas y vendı́a los huevos y la leche
en Nanterre. Como ya no tenı́an ningú n mozo para
la cuadra, ni carretero ni canteros asalariados, a los
que el difunto encargaba toda clase de trabajos, el
jardı́n ya no se cultivaba; la mujer se limitaba a
cortar las escasas hierbas y legumbres que aquel
suelo pedregoso dejaba crecer.
Como el valor de la casa y el dinero de la herencia
podı́an producir de siete a ocho mil francos, la
mujer se sentı́a muy dichosa en Saint-Germain con
los setecientos u ochocientos francos de rentas
vitalicias que creı́a poder sacar de sus ocho mil
francos. Habı́a tenido ya varias entrevistas con el
notario de Saint-Germain, porque se negaba a
entregar su dinero para la renta vitalicia al
comerciante de vinos de Nanterre, que se lo pedı́a.
En estas circunstancias, un dı́a dejaron de ver a la
viuda Pigeau y a su sirvienta. La reja del patio, la
puerta de entrada de la casa y las persianas, todo
estaba cerrado. Tres dı́as má s tarde, la justicia,
advertida de la situació n, hizo una diligencia ocular.
El señ or Popinot, juez instructor, llegó de Parı́s en
compañ ı́a del procurador del rey, y he aquı́ lo que
se halló.
Ni la reja del patio ni la puerta de entrada de la
casa tenı́an rastro alguno de fractura. La llave
estaba en la cerradura de la puerta de entrada, por
dentro. No habı́a sido forzado ni uno solo de los
barrotes de hierro. Los cerrojos, las persianas y
todos los cierres estaban intactos.
Los muros no presentaban ninguna huella que
permitiera adivinar la presencia de los malhechores.
Las chimeneas de barro cocido no ofrecı́an ninguna
salida practicable, de modo que era imposible que
hubieran dado acceso a nadie. Por otra parte, los
remates, enteros y sin estropear, no acusaban
ninguna violencia. Al entrar en las habitaciones del
primer piso, los magistrados, los gendarmes y Bibi-
Lupin encontraron a la viuda Pigeau estrangulada
en su cama y a la sirvienta estrangulada en la suya,
ambas mediante sus respectivos pañ uelos. Los tres
mil francos habı́an desaparecido, ası́ como los
cubiertos y las joyas. Los dos cuerpos estaban en
putrefacción, como también los del perro pequeño y
de otro grande que guardaba el corral. Las
empalizadas que rodeaban el jardı́n fueron
examinadas: no habı́a nada estropeado. En el jardı́n
los senderos no tenı́an ninguna huella de pasos. El
juez de instrucció n juzgó probable que el asesino
hubiera andado por la hierba para no dejar huellas,
de haberse introducido por allı́; pero, ¿có mo habrı́a
podido introducirse en la casa? En la parte del
jardı́n, la puerta tenı́a un montante con tres
barrotes de hierro intactos. Tambié n en esta parte
la llave estaba en la cerradura, igual que en la
puerta de entrada del lado del patio.
Una vez comprobadas del todo estas
imposibilidades por parte del señ or Popinot, de
Bibi-Lupin, que se quedó durante un dı́a entero
para vigilarlo todo, del propio procurador del rey y
del sargento de la comisarı́a de Nanterre, aquel
asesinato llegó a convertirse en un problema
espantoso en el que tanto la polı́tica como la justicia
iban a salir perdiendo.
El drama, publicado por la Gaceta de los Tribunales,
habı́a ocurrido durante el invierno de 1828 a 1829;
Dios sabe qué interé s y curiosidad suscitó aquella
extrañ a aventura en Parı́s; pero Parı́s, que tiene
cada mañ ana nuevos dramas para devorar, lo
olvida todo. La policı́a, en cambio, no olvida nada.
Tres meses despué s de aquellas infructuosas
pesquisas, una prostituta que habı́a alertado a los—
agentes de Bibi-Lupin con sus despilfarros y que
era objeto de vigilancia debido a sus tratos con
algunos ladrones, quiso que una amiga suya
empeñ ara doce cubiertos, un reloj y una cadena de
oro. La amiga se negó . El hecho llegó a oı́dos de
Bibi-Lupin, que se acordó de los doce cubiertos, del
reloj y de la cadena de oro robados en Nanterre. En
seguida fueron puestos en guardia todos los
comisionistas del Monte de Piedad y todos los
encubridores de Parı́s, y Bibi-Lupin sometió a
Manon la Rubia a un tremendo espionaje.
Pronto se supo que Manon la Rubia estaba
locamente enamorada de un joven al que no era
fá cil ver, porque parecı́a sordo a todas las pruebas
de amor de la rubia Manon. Misterio tras misterio.
Aquel joven fue sometido a la vigilancia de los
espı́as, que lograron verle e identi icarle con un
presidiario evadido, el cé lebre hé roe de las
vendettas corsas, el guapo Thé odore Calvi, llamado
Madeleine.
Echaron sobre Thé odore a uno de esos
encubridores de doble faz, que está n a la vez al
servicio de la policı́a y de los ladrones, que
prometió a Thé odore comprarle los cubiertos, el
reloj y la cadena de oro. En el momento en que el
chatarrero del patio Saint-Guillaume estaba
contando el dinero d% Thé odore, que se habı́a
disfrazado de mujer, a las diez y media de la noche,
irrumpió la policı́a, detuvo a Thé odore y se incautó
de los objetos.
La instrucció n comenzó inmediatamente. Con tan
pocos elementos, era imposible obtener una
condena a muerte por parte del Ministerio iscal.
Calvi jamá s se desmintió . Nunca se contradijo: dijo
que una mujer del campo le habı́a vendido aquellos
objetos en Argenteuil y que, tras haberlos
comprado, las noticias del asesinato cometido en
Nanterre le hizo ver el peligro de poseer aquellos
cubiertos, aquel reloj y aquellas joyas, los cuales
resultaban ser los objetos robados, como pudo
comprobarse al hacerse el inventario de bienes al
morir el comerciante de vinos de Parı́s, que era tı́o
de la viuda Pı́geau. Por ú ltimo, obligado por la
miseria a vender aquellos objetos, decı́a, habı́a
querido deshacerse de ellos mediante una persona
no comprometida.
No se pudo sacar nada má s del expresidiario, el
cual, con su silencio y su irmeza, supo llegar a
hacer creer a la justicia que el vendedor de vinos de
Nanterre era quien habı́a cometido el crimen, y que
la mujer que le habı́a proporcionado aquellos
objetos tan comprometedores era la esposa del
comerciante. El desdichado pariente de la viuda
Pigeau y su esposa fueron detenidos; pero tras
ocho dı́as de detenció n y de una investigació n
escrupulosa, quedó establecido que ni el marido ni
la mujer habı́an abandonado el establecimiento en
la é poca del crimen. Ademá s, Calvi no reconoció a la
esposa del comerciante de vinos como la mujer que,
según él, le vendió la cubertería y las joyas.
Como la concubina de Calvi, implicada en el
proceso, habı́a gastado, como se demostró , unos mil
francos desde que se cometió el crimen hasta el
momento en que Calvi quiso empeñ ar la cuberterı́a
y las alhajas, estas pruebas parecieron su icientes
para mandar a la sala de lo criminal al forzado y a
su concubina. Como aquel asesinato era el
decimoctavo cometido por Thé odore, fue
condenado a muerte, puesto que pareció ser el
autor de aquel crimen cometido con tanta habilidad.
Si bien é l no reconoció a la vendedora de vinos de
Nanterre, en cambio ella y su marido sı́ le
reconocieron. La instrucció n habı́a establecido,
gracias a numerosos testigos, que Thé odore habı́a
estado en Nanterre durante un mes
aproximadamente; habı́a trabajado de peó n albañ il,
siempre iba sucio de yeso y mal vestido. En
Nanterre todos suponı́an unos dieciocho añ os al
muchacho, que debió de estar preparando el crimen
durante un mes.
El iscal creı́a que existı́an có mplices. Se midió la
anchura de los tubos, compará ndola con la del
cuerpo de Manon la Rabia, para ver si habrı́a
podido introducirse por las chimeneas; pero ni un
niñ o de seis añ os habrı́a podido pasar por los tubos
de barro cocido que sustituyen, en las
construcciones modernas, las anchas chimeneas de
antañ o. De no ser por aquel misterio singular e
irritante, Thé odore habrı́a sido ejecutado una
semana antes. El capellá n de la prisió n, como ya se
ha indicado, había fracasado totalmente.
Este asunto y el nombre de Calvi pasaron
inadvertidos a Jacques Collin, que entonces estaba
preocupado por su lucha con Contenson, Corentin y
Peyrade. Engañ amuertes, por otra parte, trataba de
olvidar en la medida de lo posible a los amigos y a
todo lo que tenı́a alguna relació n con el Palacio de
Justicia. Temı́a cualquier encuentro cara a cara con
algú n cofrade que le habrı́a pedido cuentas
imposibles de justificar.
El director de la Conserjerı́a fue inmediatamente al
gabinete del procurador general, donde halló al
primer abogado general charlando con el señ or de
Grandville, con la orden de ejecució n en la mano. El
señ or de Grandville, que acababa de pasar toda la
noche en casa de los Sé rizy, aunque agobiado por la
fatiga y los dolores, ya que los mé dicos no se
atrevı́an todavı́a a a irmar que la condesa no
perderı́a la razó n, se sentı́a obligado a estar algunas
horas en su gabinete con motivo de aquella
importante ejecució n. Tras hablar unos instantes
con el director, el señ or de Grandville cogió la
orden de ejecució n a su abogado general y se la
entregó a Gault.
—Que se proceda a la ejecució n —dijo—, a no ser
que surjan circunstancias extraordinarias que usted
mismo apreciará ; confı́o en su prudencia. Se puede
retrasar el montaje del patı́bulo hasta las diez y
media, de modo que le queda una hora. En una
mañ ana como é sta, las horas valen siglos, y caben
muchos acontecimientos en un siglo. No deje que
crea en ninguna pró rroga má s. Que le corten el
cabello si hace falta, y, si no hay confesió n, remita
usted la orden a Sansó n a las nueve y media. ¡Que
se espere!
En el momento en que el director de la prisió n
abandonaba el despacho del procurador general, se
cruzó bajo la bó veda del corredor que lleva a la
galerı́a con el señ or Camusot, que se dirigı́a a ver al
procurador general. Tuvo una rá pida conversació n
con el juez; y, tras haberle informado de lo que
estaba ocurriendo en la Conserjerı́a a propó sito de
Jacques Collin, se fue a organizar el careo de
Engañ amuertes con Madeleine; pero no permitió al
supuesto eclesiá stico qué comunicara con el
condenado a muerte hasta el momento en que Bibi-
Lupin, admirablemente disfrazado de gendarme,
hubo sustituido al cordero que vigilaba al joven
corso.
Es imposible imaginarse la profunda sorpresa de
los tres presidiarios al ver que un vigilante iba a
buscar a Jacques Collin para llevarlo a la celda del
condenado a muerte. De un salto, se acercaron los
tres a un tiempo a la silla donde estaba sentado
Jacques Collin.
—Es para hoy, ¿verdad, señ or Julien? —dijo Hilo de
Seda al vigilante.
—Sı́, Charlot está ahı́ —contestó el vigilante con
total indiferencia.
El pueblo y el mundillo de las cá rceles llaman ası́ al
verdugo de Parı́s. Este sobrenombre viene de la
Revolució n de 1789. Produjo una profunda
impresió n, los presos se miraron unos a otros al
oírlo pronunciar.
—¡Se acabó ! —contestó el vigilante—. La orden de
ejecució n ya le ha llegado al señ or Gault y se acaba
de leer.
—¿De modo que la bella Madeleine ha recibido
todos los sacramentos? —repuso La Pouraille,
respirando profundamente.
—¡Pobre Thé odore!... —exclamó el Infantero—.
Con lo simpá tico que es. Es una lá stima diñ arla a su
edad... El vigilante se dirigı́a hacia el rastrillo,
creyendo que le seguı́a Jacques Collin; pero el
español iba despacio, y cuando vio que estaba a diez
pasos de Julien, ingió desfallecer y pidió con un
ademán a La Pouraille que le sostuviera.
—¡Es un asesino! —dijo Napolitas al cura,
señalándole a La Pouraille y ofreciéndole su brazo.
—¡No, para mı́ no es má s que un desgraciado!... —
contestó Engañ amuertes con la presencia de
espíritu y la unión del arzobispo de Cambrai.
Y se separó de Napolitas, que le habı́a parecido
muy sospechoso desde el primer momento.
—Está en el primer peldañ o de la ermita de Sube
de Malagana; pero ¡yo soy prior de esa ermita! Voy
a demostrar como sé habé rmelas con la Cigü eñ a (el
procurador general). Quiero quitarle esta mechusa
de las anclas (esta cabeza de las manos).
—¡Debido a sus alares (pantalones)! —dijo Hilo de
Seda con una sonrisa.
—¡Quiero ganar esta alma para el cielo! —contestó
con devoció n Jacques Collin al ver que le rodeaban
algunos presos.
Y dio alcance al vigilante, que habı́a llegado ya al
rastrillo.
—Ha venido a salvar a Madeleine —dijo Hilo de
Seda—; habíamos acertado. ¡Vaya un jefe!...
—¿Có mo? Pero si los hú sares de la guillotina ya
está n ahı́, ni siquiera podrá verlo —repuso el
Infantero.
—¡El panadero está de su parte! —exclamó La
Pouraille—. ¡Y que dijeran que murciaba nuestro
sornil... Eso jamá s, quiere demasiado a los amigos...
le hacemos demasiada falta. ¡Querı́an que lo
traicioná ramos, pero nosotros no somos unos
vientos! Si salva el chapitel de Madeleine, le daré mi
secreto.
Estas ú ltimas palabras incrementaron la
abnegació n de los tres presidiarios hacia su dios, ya
que en aquel momento el famoso jefe se convirtió
en toda su esperanza.
Jacques Collin, pese al peligro en que se hallaba
Madeleine, representó bien su papel. Aquel hombre,
que conocı́a tan bien la Conserjerı́a como los tres
penales, equivocaba el camino con tanta
naturalidad, que el vigilante estaba obligado a
decirle a cada momento: "¡Por aquı́!" "¡Por ahı́!",
hasta que llegaron a la escribanı́a. Allı́ Jacques Collin
vio en seguida a un hombre alto y corpulento
apoyado a la estufa, cuyo rostro sanguı́neo y
alargado no carecı́a de cierta distinció n, y reconoció
a Sansón.
—¿Es usted el capellá n? —dijo, dirigié ndose hacia
él con un aire bondadoso.
La equivocació n fue tan tremenda, que dejó a los
presentes helados.
—No, señ or —contestó Sansó n—; tengo otras
funciones. Sansó n, padre del ú ltimo verdugo de este
nombre, puesto! que ha sido destituido
recientemente, era el hijo del que ejecuto a Luis XVI.
Despué s de cuatrocientos añ os de ejercicio del
cargo, el heredero de tantos verdugos habı́a
intentado repudiar este cargo hereditario. Los
Sansó n, verdugos en Ruá n durante dos siglos, antes
de pasar a la capital del reino, ejecutaban de padres
a hijos los dictá menes de la justicia desde el siglo
trece. Son escasas las familias que puedan ofrecer el
ejemplo de un o icio o de un tı́tulo nobiliario
conservado de padres a hijos durante seis siglos. En
el momento en que este joven, nombrado capitán de
caballerı́a, estaba a punto de iniciar una brillante
carrera en las armas, su padre le exigió que fuera a
asistirle para la ejecució n del Rey. Luego convirtió a
su hijo en su ayudante, cuando, en 1793, se
establecieron dos patı́bulos permanentes, uno en la
barrera del Trono y otro en la plaza de la Gré ve.
Aquel té trico funcionario, que contaba entonces
cerca de sesenta añ os, destacaba por su impecable
manera de vestir, por sus maneras pausadas y
suaves, y por un gran desprecio por Bibi-Lupin y
sus acó litos, los proveedores de la má quina. El
ú nico indicio que traicionaba en este hombre la
sangre de los viejos verdugos de la Edad Media era
el espesor y anchura extraordinarios de sus manos.
Aquel individuo alto y corpulento, que era bastante
instruido, con un gran apego a su calidad de
ciudadano y de elector y, segú n decı́an, apasionado
por la jardinerı́a, se parecı́a mucho má s, debido a su
porte tranquilo, a su natural silencioso y a su frente
ancha y despoblada, a un miembro de la
aristocracia inglesa que a un verdugo. De modo que
un canó nigo españ ol tenı́a que cometer ló gicamente
elv error que cometió voluntariamente Jacques
Collin.
—No es ningú n presidiario —dijo el jefe de los
vigilantes al director.
"Empiezo a creerlo" pensó el señ or Gault, haciendo
un gesto con la cabeza a su subordinado.
Jacques Collin fue introducido en aquella especie de
cueva en la que el joven Thé odore estaba sentado,
con una camisa de fuerza, al borde del repugnante
camastro de la celda. Engañ amuertes, gracias al
rayo de luz que llegó momentá neamente del pasillo,
reconoció inmediatamente a Bibi-Lupin bajo el
disfraz del gendarme que estaba de pie apoyado en
su sable.
—lo sonó Gaba-Morto! Parla nostro italiano —dijo
rá pidamente Jacques Collin—. Vengo ti salvar (soy
Engañ amuertes, hablemos italiano, vengo a
salvarte).
Todo lo que iban a decirse los dos amigos habı́a de
resultar ininteligible para el presunto gendarme, y
como Bibi-Lupin tenı́a que hacer como que
guardaba al reo, no podı́a abandonar su puesto. Por
esta razó n es imposible describir la có lera del jefe
de la policía de seguridad.
Thé odore Calvi, muchacho de tez pá lida y olivá cea,
de cabello rubio, de ojos hundidos de un azul
turbio, bien proporcionado y provisto de una
prodigiosa fuerza muscular oculta bajo esa
apariencia linfá tica que ofrecen a veces los
meridionales, habrı́a tenido una isonomı́a
encantadora de no ser por sus cejas arqueadas y su
frente deprimida que le daban un aspecto siniestro,
de no ser ademá s por sus labios rojos, de una
crueldad salvaje, y por cierto movimiento muscular
que re leja esa irritabilidad tan peculiar de los
corsos, que les predispone tan fá cilmente al
asesinato en cualquier súbita reyerta.
Sorprendido por aquella voz, Thé odore alzó
bruscamente la cabeza y creyó que estaba
alucinado; pero como que estaba tamiliarizado, por
su larga permanencia de dos meses, con la
profunda oscuridad de aquella caja de piedra
tallada, miró al talso eclesiá stico y suspiró
profundamente. No reconoció a Jacques Collin, cuyo
rostro, lleno de las cicatrices producidas por el
ácido sulfúrico, no le pareció ser el de su jefe.
—Soy yo tu Jacques, voy vestido de cura y vengo a
salvarte. No hagas la tonterı́a de identi icarme y haz
como que te confiesas.
Estas palabras fueron pronunciadas rápidamente.
—Este muchacho está muy abatido, la muerte le
asusta; y va a confesarlo todo —dijo Jacques Collin,
dirigiéndose al gendarme.
—Dime algo que me pruebe que tú eres é l, porque
no tienes más que su voz.
—¿Se da cuenta? Me dice, el pobre desdichado, que
es inocente —repuso Jacques Collin, dirigié ndose al
gendarme.
Bibi-Lupin no se atrevió a hablar, por miedo a ser
reconocido.
—¡Scmpremi! —respondió Jacques, volviendo hacia
Thé odore y lanzá ndole esta palabra convenida al
oído.
—¡Sempreti! —dijo el muchacho, dando la
respuesta convenida—. No hay duda de que es mi
jefe...
—¿Diste tú el golpe?
—Sí.
—Cué ntamelo todo para que pueda saber de qué
manera puedo salvarte; ya es hora, Charlot está
aquí.
Inmediatamente el corso se arrodilló y pareció
querer confesarse. Bibi-Lupin no sabı́a qué hacer,
porque esta conversació n fue tan rá pida que duró
apenas el tiempo que tarda en leerse. Thé odore
contó brevemente las circunstancias ya conocidas
de su crimen, que Jacques Collin desconocía.
—Los jurados me han condenado sin pruebas —
dijo al terminar.
—¡Pero, hijo! ¡Discutir cuando van a cortarte el
cabello!...
—Es que me habrı́an podido encargar solamente
de vender las alhajas. ¡Ası́ es como se juzga, y en
París, por añadidura!...
—Pero, ¿có mo diste el golpe? —preguntó
Engañamuertes.
—Mira. Al poco tiempo de separarnos conocı́ a una
muchachita corsa que encontré al llegar a Pantin
(París).
—¡Los hombres que son lo bastante tontos para
querer a una mujer —exclamó Engañ amuertes—
mueren siempre por ahı́!... Son como tigres en
libertad, tigres que parlotean y se miran a los
espejos... ¡No te portaste bien! —Es que...
—¡Vamos a ver! ¿De qué te ha servido esa
endiablada bruja? —Aquel encanto de criatura, alta
como una percha, delgada como una anguila y há bil
como un mono, pasó por la tuberı́a del horno y me
abrió la puerta de la casa. Los perros habı́an
muerto gracias a algunas albó ndigas. Yo apiolé a las
dos mujeres. Una vez cogido el dinero, Ginetta cerró
de nuevo la puerta y salió por el horno otra vez.
—Un invento tan bueno vale una vida —dijo
Jacques Collin, admirando el estilo del crimen igual
que un cincelador admirarı́a la hechura de una
figurilla.
—¡Pero cometı́ la tonterı́a de desplegar todo este
talento por mil escudos!...
—¡No, por una mujer! —repuso Jacques Collin—.
¡Cuando yo te decía que nos quitan la inteligencia!...
Jacques Collin lanzó sobre Thé odore una mirada
llena de desprecio.
—¡Ya no estabas tú conmigo! —respondió el corso
—. Estaba abandonado.
—¿Y la quieres todavı́a, a esa pequeñ a? —preguntó
Jacques Collin, sensible al reproche que contenı́a
aquella respuesta.
—¡Oh, si deseo vivir, ahora, es má s por ti que por
ella!
—¡Tranquilı́zate! No me llaman Engañ amuertes
porque sí. ¡Voy a encargarme de ti!
—¡Qué ... vivir!... —exclamó el joven corso, alzando
sus fajados brazos hacia la bó veda hú meda de la
celda.
—Mi pequeñ a Madeleine, prepá rate a volver al
mundo de los vivos —añ adió Jacques Collin—. Eso
sı́, no van a ponerte coronas de rosas... Si nos
herraron en una ocasió n para llevarnos a Rochefort
fue porque tratan de librarse de nosotros. Te haré
llevar a Toulon, te fugará s y volverá s a Pantin,
donde te prepararé algú n modus vivendi
agradable...
Se oyó un suspiro, cosa que raras veces sucede
bajo aquella bó veda in lexible, un suspiro
producido por la felicidad de la liberació n; la piedra
re lejó aquella nota, sin equivalencia en mú sica, que
dejó estupefacto a Bibi-Lupin.
—Es el efecto de la absolució n que acabo de
prometerle a causa de sus revelaciones —dijo
Jacques Collin al jefe de la policı́a de seguridad—.
Estos corsos, señ or gendarme, rebosan fe. Pero es
inocente como el Niñ o Jesú s, y voy a tratar de
salvarle...
—¡Dios le guarde, reverendo padre!... —dijo en
francés Théodore.
Engañ amuertes, má s Carlos Herrera, má s canó nigo
que nunca, salió de la celda del condenado, se
abalanzó hacia el pasillo y ingió estar horrorizado
al presentarse ante el sefípr Gault.
—¡Señ or director, este joven es inocente! ¡Me ha
dicho quién es el culpable!... Iba a morir por un falso
pundonor... ¡Es todo un corso! Vaya a pedir para mı́
—dijo— una au—diencia de cinco minutos con el
señ or procurador general. El señ or de Grandville
no se negará a escuchar inmediatamente a un
sacerdote españ ol que está sufriendo tantos
errores de la justicia francesa.
—¡Voy en seguida! —contestó el señ or Gault, con
gran sorpresa por parte de todos los que asistı́an a
aquella escena extraordinaria.
—Mientras tanto —añ adió Jacques Collin—, mande
que me acompañ en de nuevo al patio, pues tengo
que redondear la conversació n de un criminal al
que he tocado ya el corazó n... ¡Tienen un corazó n
esta gente!
Esta alocució n produjo un efecto impresionante
entre todas las personas que se hallaban allı́
presentes. Los gendarmes, el escribano encargado
de los encarcelamientos, Sanson, los vigilantes y el
auxiliar del verdugo, que esperaban la orden para
disponer el aparato, toda esta gente, sobre cuya piel
suelen resbalar las emociones, fue agitada por una
curiosidad muy comprensible.
En aquel momento se oyó el estruendo de un
carruaje de caballos de buena raza que se detenı́a
ante la reja de la Conserjerı́a, en el muelle, de
manera espectacular. Se abrió las portezuela y se
dispuso el estribo con tanta rapidez, que todo el
mundo creyó que habı́a llegado un personaje
importante.
Al poco rato se presentó a la reja del rastrillo una
dama, agitando un papel azul y seguida de un lacayo
y un mensajero. Iba vestida toda de negro, con
magni icencia, llevaba un sombrero cubierto con un
velo y se secaba las lá grimas con un gran pañ uelo
bordado.
Jacques Collin reconoció en seguida a Asia, o mejor,
a su tı́a Jacqueline Collin, para devolver a aquella
mujer su verdadero nombre. Aquella atroz vieja,
digna de su sobrino, que tenı́a todos sus
pensamientos concentrados sobre el preso, y que lo
defendı́a con una inteligencia y perspicacia por lo
menos iguales en potencia a las de la justicia, tenı́a
un permiso, irmado dı́as antes a nombre de la
camarera de la duquesa de Maufrigneuse por
recomendació n del señ or de Sé rizy, para comunicar
con Lucien y con el padre Carlos Herrera en cuanto
dejaran de estar incomunicados; el jefe de divisió n
encargado de las cá rceles habı́a escrito unas
palabras sobre aquel permiso. El color del papel
implicaba ya unas recomendaciones poderosas,
como en el teatro, donde las entradas especiales
difieren por su forma y por su aspecto.
Ası́ pues, el llavero abrió el rastrillo, sobre todo
cuando advirtió al mozo, con plumas en la cabeza y
con un traje verde y dorado, rutilante como el de un
general ruso, que anunciaba una visita aristocrá tica
y unos blasones casi reales.
—¡Oh, mi querido padre! —exclamó la supuesta
gran dama, derramando un torrente de lá grimas al
ver al eclesiá stico—. ¡Có mo han podido meter aquı́
dentro, ni siquiera por unas instantes, a una
persona tan santa!
El director cogió el permiso y leyó : Por
recomendación de Su Excelencia el Conde de Sérizy.
—¡Ay, señ ora de San-Esteban, señ ora marquesa —
dijo Carlos Herrera—, qué admirable abnegación!
—Señ ora, é sta no es forma de comunicar —dijo el
bueno de Gault.
Y detuvo é l mismo a aquella tonelada de moaré
negro y de encajes.
—Pero ¡a esa distancia! —repuso Jacques Collin—,
¿y delante de usted?... —añ adió , mirando en torno
suyo a toda la concurrencia.
La tı́a, cuyo atuendo debı́a de tener aturdidos a los
escribanos, al director, a los vigilantes y a los
gendarmes, despea dı́a un fuerte olor a almizcle.
Ademá s de encajes por un valor de mil escudos,
llevaba una cachemira negra de seis mil francos. Por
ú ltimo, el mozo se exhibı́a por el patio de la
Conserjerı́a con la insolencia propia de un lacayo
que sabe que es indispensable a una princesa
exigente. No hablaba con el otrd lacayo, que
permanecı́a junto a la reja del muelle, que estaba?
siempre abierta durante el día.
—¿Qué quieres? ¿Qué tengo que hacer? —dijo la
señ ora de San Esteban en la jerga convenida entre
la tı́a y el sobrino.! Esta jerga consistı́a en des igurar
las palabras francesas o de jerga, alargá ndolas
mediante terminaciones en ar o eni or, en al o en i.
Era la cifra de la diplomacia aplicada a| lenguaje.
—Guarda todas las cartas en un lugar seguro, toma
las má s comprometedoras para cada una de esas
señ oras, vuelve! disfrazada de ladrona a la sala de
los Pasos Perdidos y espera mis órdenes.
Asia o Jacqueline se arrodilló como para recibir la
bendició n, y el falso sacerdote bendijo a su tı́a con
una compunción evangélica.
—¡Addio, marchesa! —dijo en alta voz—. Y localiza
a Europa y a Paccard con los setecientos cincuenta
mil francos que hicieron volar, nos van a hacer falta
—añadió, utilizan—do su lenguaje convencional.
—Paccard está ahı́ —respondió la piadosa
marquesa, señ alando al mozo con lá grimas en los
ojos.
Aquella presteza no só lo provocó una sonrisa, sino
tambié n un ademá n de sorpresa en aquel hombre
que só lo podı́a ser sorprendido por su tı́a. La falsa
marquesa se volvió hacia los presentes con los
ademanes de una mujer acostumbrada a darse
tono.
—Está desesperado por no poder ir a los funerales
de su pobre pequeñ o —dijo en mal francé s—,
porque esta terrible equivocació n de la Justicia ha
dado a conocer el secreto de este santo varó n... Yo
voy a asistir al o icio. Aquı́ tiene, caballero —dijo al
señ or Gault, entregá ndole una bolsa llena de oro—,
es para aliviar a los pobres presos...

—¡Qué jugada maestra! —le dijo al oı́do su sobrino,


satisfecho.
Jacques Collin siguió al vigilante que le llevaba al
patio.
Bibi-Lupin, exasperado, habı́a acabado haciendo
señ as a un verdadero gendarme, al que, desde que
Jacques Collin se habı́a marchado, habı́a estado
dirigiendo signi icativos carraspeos, hasta que se
dio cuenta y fue a sustituirle en la celda del
condenado. Pero el enemigo de Engañ amuertes no
pudo llegar a tiempo para ver a la gran dama, que
desapareció con su brillante carruaje, y cuya voz,
aunque disimulada, evocaba a sus oı́dos ciertos
sonidos aguardentosos.
—¡Trescientas leandras para los detenidos!... —
decı́a el jefe de los vigilantes, enseñ ando a Bibi-
Lupin la bolsa que el señ or Gault habı́a entregado a
su escribano.
—A ver, señor Jacomety —dijo Bibi-Lupin.
El jefe de la policı́a secreta cogió la bolsa, tomó un
puñado de monedas y las examinó atentamente.
—¡Efectivamente es oro!... —dijo—. ¡Y la bolsa lleva
unos blasones! El muy sirvergü enza, ¡qué habilidad
tiene! ¡Y ni un solo fallo! ¡Nos está dando gato por
liebre a todos, y a cada momento!... ¡Habrı́a que
matarle como a un perro!
—¿Qué ocurre? —preguntó el escribano al recoger
la bolsa.
—Ocurre que esa mujer debe de ser una ladrona...
—exclamó Bibi-Lupni, dando un furioso puntapié
contra la losa exterior del rastrillo.
Estas palabras produjeron una fuerte impresió n
entre los espectadores, agrupados a cierta distancia
del señ or Sansó n, que seguı́a de pie, con la espalda
apoyada contra la enorme estufa, en el centro de
aquella gran sala abovedada, esperando una orden
para proceder al corte de pelo del criminal y para
disponer el patíbulo en la plaza de la Gréve.
Al regresar al patio, Jacques Collin se dirigió hacia
sus amigos) andando como persona acostumbrada
al presidio. ¿Y a ti qué te pasa? —le preguntó a La
Pouraille. Estoy listo —replicó el asesino, a quien
Jacques Collin se nabı́a llevado hacia un rincó n—.
Ahora necesito a un amigo seguro.
—¿Por qué?
La Pouraille, tras haberle contado a su jefe todos
sus crı́menes en jerga, le explicó detalladamente el
asesinato y robo cometidos en casa de los esposos
Crottat.
—Cuentas con toda mi estima —le dijo Jacques
Collin—. Es un buen trabajo; pero me parece que
cometiste un error.
—¿Cuál?
—Una vez liquidado el asunto, tenı́as que
procurarte un pasaporte ruso, disfrazado de
prı́ncipe ruso, comprar un hermoso coche con
blasones, ir a depositar audazmente tu dinero en
algú n banco, pidiendo una carta de cré dito para
Hamburgo, y luego tomar el correo en compañ ı́a de
un ayuda de cá mara, una camarera y de tu querida
vestida de princesa; y una vez en Hamburgo,
embarcarte para Mé jico. ¡Con doscientos ochenta
mil francos en oro, un tı́o ingenioso ha del hacer lo
que le dé la gana e irse adonde le dé la gana, bobo!
—¡Ah! ¡A ti se te ocurren esas ideas porque eres el
jefe!... ¡Tú nunca pierdes la cabeza! Pero yo...
—En in, un buen consejo en tu caso es como una
taza de caldo para un muerto —repuso Jacques
Collin, lanzando una mirada fascinante a su cofrade.
—Es verdad —dijo con gesto dudoso La Pouraille
—. Dame la taza de caldo, sin embargo; si no me
aprovecha, me lavaré los pies con ella...
—Está s cogido por la Cigü eñ a, con cinco robos
cali icados y tres asesinatos, de los cuales el má s
reciente es el de dos ricos burgueses. A los jurados
no les gusta que se mate a los burgueses... Te
llevará n al patı́bulo, no te queda la menor
esperanza...
—Todo el mundo me ha dicho lo mismo —repuso
lasti mosamente La Pouraille.
—Mi tı́a Jacqueline, con la que acabo de tener una
breve conversació n, en plena escribanı́a, y que,
como sabes, es madre de los Cofrades, me ha dicho
que la Cigü eñ a querı́a deshacerse de ti porque le
das mucho miedo.
—Pero —dijo La Pouraille con una ingenuidad que
prueba hasta qué punto los ladrones está n
convencidos del derech. natural a robar— si ahora
soy rico; ¿qué es lo que temen?

—No tenemos tiempo de hacer ilosofı́a —dijo


Jacques Collin—. Volvamos a tu situación...
—¿Qué quieres hacer de mı́? —preguntó La
Pouraille, interrumpiendo a su jefe.
—¡Ahora verás! Un perro muerto aún vale algo.
—¡Para los demás!... —dijo La Pouraille.
—¡Te haré entrar en mi juego! —replicó Jacques
Collin.
—¡Algo es algo!... —dijo el asesino—. ¿Y qué más?
—No te pregunto dó nde tienes tu dinero, pero sı́ lo
que quieres hacer con él.
La Pouraille observó la mirada impenetrable de su
jefe, que añadió fríamente:
—¿Tienes alguna ja, algú n chiquillo o algú n cofrade
a quien proteger? Estaré fuera dentro de una hora
y podré hacer lo que sea para los que tú deseas.
La Pouraille dudaba aú n, seguı́a indeciso. Jacques
Collin le dio entonces un último argumento.
—Tu parte en nuestros fondos es de treinta mil
francos: ¿la dejas a los cofrades, se la entregas a
alguien? Tu parte está en lugar seguro, y puedo
entregarla esta misma noche a quien quieras.
El asesino tuvo un gesto de satisfacció n. "¡Ya lo
tengo cogido!", pensó Jacques Collin para sus
adentros.
—Pero no nos entretengamos, pié nsalo bien... —
prosiguió , hablando al oı́do de La Pouraille—. No
nos quedan ni siquiera diez minutos... El procurador
general va a llamarme y tendré una entrevista con
é l. ¡Tengo cogido a ese hombre, puedo retorcerle el
cuello a la Cigü eñ al Estoy seguro de que salvaré a
Madeleine.
—Si salvas a Madeleine, jefecito, ya puedes...
—No malgastemos nuestra saliva —dijo Jacques
Collin perentoriamente—. Haz testamento.
¡Bueno! Quisiera entregar mi dinero a la Gonorc —
contestó La Pouraille lastimosamente.
¡Vaya!... ¿Vives con la viuda de Moise, aquel judı́o
que estaba a la cabeza de los liosos del sur? —
preguntó Jacques Collin.
igual que los grandes generales, Engañ amuertes
conocı́a admirablemente el personal de todas las
tropas.
—¡La misma! —dijo La Pouraille, orgulloso.
—¡Hermosa mujer! —dijo Jacques Collin, que sabı́a
muy bien cómo manejar aquellas terribles máquinas
—. ¡La ja es cosa ina, sabe muchas cosas y tiene
mucha probidad! Es una ladrona consumada...
¡Vaya, ası́ que te la diste con la Gonore! ¡Qué
bobada, dejarse coger cuando se tiene a una ja
como é sa! ¡Imbé cil! Tenı́as que haber adquirido un
pequeñ o comercio honrado e ir tirando... ¿Y de qué
vive ella?
—Está establecida en la calle Sainte-Barbe, lleva
una casa...
—¿De modo que la declaras heredera tuya? Fı́jate,
amigo mı́o, adonde nos llevan esas sinvergü enzas
cuando se comete la tontería de amarlas...
—Sí, pero no le des nada antes de mi revolcón.
—No pases cuidado —dijo Jacques Collin
seriamente—. ¿No hay nada para los cofrades?
—Nada, me han vendido —contestó
rencorosamente La Pouraille.
—¿Quié n te entregó ? ¿Quieres que te vengue? —
preguntó con viveza Jacques Collin, tratando de
avivar el ú ltimo sentimiento que puede hacer vibrar
a esos corazones en los momentos graves—. ¿Quié n
sabe, amigo mı́o, si vengá ndote no podrı́a
reconciliarte con la Cigüeña?...
Al oı́r aquello el asesino miró a su jefe con una
alelada expresión de júbilo.
—Ten en cuenta —respondió el jefe al ver aquella
expresiva isonomı́a— que por ahora só lo hago la
comedia por Thé odore. Despué s del é xito de este
vodevil, muchacho, soy capaz de muchas cosas por
ti, porque tú eres de los mı́os, eres uno de mis
amigos...
—Aunque só lo consigas retrasar la ceremonia para
el pobre Thé odore, mira, haré todo lo que tú
quieras.
—Pero si es cosa hecha, estoy seguro de librarle el
pellejo de las manos de la Cigü eñ a. Para
deschironarse, ya lo ves, La Pouraille, tenemos que
darnos la mano los unos a los otros... No se puede
hacer nada si se está solo...
—¡Es cierto! —exclamó el asesino.
Se habı́a establecido tanta con ianza, y su fe en el
jefe era tan faná tica, que La Pouraille no dudó ya
más.

La Pouraille entregó el secreto de sus có mplices,


aquel secreto que habı́a guardado tan
cuidadosamente hasta entonces. Eso era todo lo que
Jacques Collin quería saber.
—¡Ahı́ va el secreto! En el— golpe actuó conmigo y
con Godet, Ruffart, el agente de Bibi-Lupin...
—¿Arrancalanas?... —exclamó Jacques Collin,
dando a Ruffard su apodo de ladrón.
. —Eso es. Los sirvergü enzas me vendieron porque
yo conocı́a su escondrijo, mientras que ellos no
conocían el mío.
—¡Qué buen favor me haces, amor mı́o! —dijo
Jacques Collin.
—¿Qué?
—Pues, ¡mira lo que se gana cuando se deposita en
mı́ toda la con ianza! —dijo el jefe—. Ahora tu
venganza va a ser una de las jugadas de la partida
que estoy jugando... No te pido que me digas dó nde
tienes el escondite, ya me lo dirá s en el ú ltimo
momento; pero dime todo cuanto afecte a Ruffard y
a Godet.
—Tú eres y será s siempre nuestro jefe, no tendré
secretos para ti —replicó La Pouraille—. Mi oro
está en la bodega de la casa de la Gonore.
—¿No temes nada de tu ja?
—¡Bueno, claro! Es que ella no sabe nada del
chanchullo —repuso La Pouraille—. La puse
trompa, aunque es una mujer que no dirı́a una
palabra ni siquiera con el cuello bajo la cuchilla.
Pero, ¡tanto oro!...
—Sı́, hace agriar la leche de la má s pura de las
conciencias... —replicó Jacques Collin.
—De modo que pude trabajar sin ningú n dinero
encima. Todas las aves dormı́an en el corral. El oro
está enterrado a tres pies de profundidad, detrá s de
las botellas de vino. Encima puse una capa de
guijarros y de mortero.
—Bien —dijo Jacques Collin—. ¿Y los escondrijos
de los demás?
—Ruffard tiene la pasta en casa de la Gonore, en el
cuarto de la pobre mujer; así la tiene comprometida,
porque la pueden acusar de encubrimiento y
hacerle terminar sus días en Saint-Lazare.
—¡El muy bribó n! ¡Hay que ver có mo la bo ia (la
policı́a) misma forma a los propios ladrones!... —
dijo Jacques.
—Godet dejó su pasta en casa de su hermana, una
lavandera, una muchacha honrada a la que pueden
caerle cinco añ os de chirona sin comerlo ni beberlo.
El cofrade sacó las baldosas del suelo y luego las
volvió a poner igual, y huyó.
—¿Sabes lo que quiero de ti? —dijo entonces
Jacques Collin, lanzando a La Pauraille una mirada
magnética.
—¿Qué?
—Que asumas tú los cargos del asunto de
Madeleine...
La Pouraille tuvo un singular sobresalto; pero en
seguida recuperó su postura de obediencia bajo la
mirada fija de su jefe.
—¿Qué pasa? ¿Ya te echas atrá s? No me
entorpezcas el juego. ¡Vamos a ver! Entre cuatro
asesinatos y tres, ¿hay mucha diferencia?
—¡Quizá!
—Por el dios de los cofrades, ¡no tienes sangre en
las venas! ¡Y yo que pensaba en salvarte!...
—¿Y de qué manera?
—Imbécil: si se promete devolver el oro a la familia,
saldrá s con cadena perpetua. No darı́a ni un
cé ntimo por tu cabeza si tuvieran la pasta; pero en
este instante vales setecientos mil francos, ¡imbécil!
—¡Jefe, jefe! —exclamó La Pouraille en el colmo de
su alegría.
—Y sin contar —añ adió Jacques Collin— que
atribuiremos los asesinatos a Ruffard... Y de paso
Bibi-Lupin queda destituido... ¡Ya lo tengo cogido!
La Pouraille quedó ató nito ante aquella idea, sus
ojos se agrandaron y permaneció inmó vil como una
estatua. Hacı́a tres meses que le habı́an detenido, y
poco antes de comparecer ante la sala de lo
criminal, aconsejado por sus amigos de la Force, a
los que no habı́a hablado de sus có mplices, parecı́a
haber perdido hasta tal punto toda esperanza tras
examinar sus crı́menes, que un plan como aqué l no
se le habı́a ocurrido a ninguno de aquellos ingenios
enchironados. Por eso, aquella aparente esperanza
lo dejó atontado.
—¿Se han ido ya de jarana Ruffard y Godet? ¿Han
sacado ya de sus escondrijos algunas de sus
monedas? —preguntó Jacques Collin.
—No se atreven —contestó La Pouraille—. Los
sirvergü enzas esperan que me apiolen. Eso es lo
que me ha mandado decir mi ja a travé s de la
Infantería, cuando ésta vino a visitar al Infantero.
—¡Pues tendremos su pasta dentro de veinticuatro
horas!... —exclamó Jacques Collin—. Esos tı́os no
podrá n restituir el dinero, como tú , que quedará s
puro como la nieve, mientras que ellos quedará n
sucios de sangre por todas partes. Gracias a mi
intervenció n resultará s ser un honrado muchacho
engañ ado por ellos. Con tu fortuna te podré poner
coartadas en los demá s procesos, y una vez en el
penal, porque vas a volver allí, procurarás evadirte...
No será una vida demasiado agradable, pero vida al
fin y al cabo...
Los ojos de La Pouraille anunciaban un jú bilo
delirante. —¡Amigo! ¡Con setecientos mil francos se
hacen muchas cosas! —decı́a Jacques Collin,
dejando a su cofrade ebrio de esperanza. —¡Jefe,
jefe!
—Deslumhraré al ministro de Justicia... ¡Vaya!
¡Có mo se la haré bailar a Ruffard, es un trá pala al
que hay que aplastar! Bibi-Lupin está listo.
—¡Bien! ¡Dicho y hecho! —exclamó La Pouraille
con una alegría salvaje—. Estoy a tus órdenes.
Y apretó a Jacques Collin entre sus brazos, con
lá grimas de dicha en los ojos al creer en la
posibilidad de salvar su cabeza.
—Eso no es todo —dijo Jacques Collin—. La
Cigü eñ a tiene la digestió n difı́cil, sobre todo si se
trata de la revelació n de algú n nuevo hecho como
cargo. Ahora habrá que denunciar en falso a una
mujer.
—¿Có mo? ¿Para qué hacer eso? —preguntó el
asesino. —¡Ayú dame! ¡Ya lo verá s!... —contestó
Engañamuertes.
Jacques Collin reveló someramente a La Pouraille el
secreto del crimen cometido en Nanterre y le hizo
ver la necesidad de encontrar a una mujer que
consistiera en desempeñ ar el papel que habı́a
tenido la Ginetta. Luego se dirigió hacia el Infantero
con La Pouraille, contento y feliz, al lado.
—Sé có mo quieres a la Infanterı́a... —dijo Jacques
Collin al Infantero.
La mirada que lanzó el Infantero fue todo un
poema.
—¿Qué hará mientras estés en el penal?
Los feroces ojos del Infantero se humedecieron.
—¿Qué te parece si te la meto en la cangrı́&& de las
jas (prisió n de mujeres, les Madelonnettes o Saint-
Lazare) por un añ o, es decir, por lo que dure el
juicio, la partida, la llegada al penal y tu evasión?
—No puedes hacer este milagro, está libre de toda
complicidad —contestó el amante de la Infantería.
—¡Ay, mi Infantero! —dijo La Pouraille—. Nuestro
jefe es más poderoso que Dios...
—¿Cuá l es tu consigna con ella? —preguntó
Jacques Collin al Infantero, con la seguridad de un
jefe que no espera toparse con ninguna negativa.
—Capa en Pantin (noche en Parı́s). Con este santo y
señ a sabe que van de mi parte, y si quieres que te
obedezca, ensé ñale una moneda de duro y di esta
palabra: ¡Tondif!
—Será condenada en el juicio de La Pouraille, e
indultada por confesió n despué s de estar un añ o en
la sombra —dijo con aire sentencioso Jacques
Collin, mirando a La Pouraille.
La Pouraille comprendió cuá l era el plan de su jefe,
y con una sola mirada le prometió que convencerı́a
al Infantero para que participara, logrando que la
Infanterı́a asumiera aquella supuesta complicidad
en el crimen del cual iba a hacerse cargo.
—Adió s, hijos mı́os; pronto os enteraré is de que he
arrancado a mi pequeñ o de las manos de Charlot —
dijo Engañ amuertes—. Sı́, Charlot estaba ya en la
escribanı́a con sus doncellas para cortar el pelo a
Madeleine. Vaya, ya vienen a buscarme de parte del
jefe de la Cigüeña (del procurador general).
Efectivamente, un vigilante que salió del rastrillo
hizo una señ al a aquel hombre extraordinario, que,
a causa del peligro que corrı́a el joven corso, habı́a
recuperado la potencia salvaje que empleaba para
luchar contra la sociedad.
No está de má s observar que en el momento en
que le arrebataron el cuerpo de Lucien, Jacques
Collin habı́a decidido intentar una ú ltima
encarnació n, no ya con un ser humano, sino con
una cosa. Habı́a tomado la decisió n de initiva que
tomó Napoleó n a bordo de la lancha que le
conducı́a al Belerofonte. Gracias a una insó lita
convergencia de circunstancias, aquel genio del mal
y de la corrupción se vio ayudado en su empresa.
Ası́ pues, aunque sea al precio de que el inesperado
desenlace de esta vida criminal pierda una parte de
ese elemento maravilloso que en nuestra época sólo
se obtiene merced a inverosimilitudes inaceptables,
es necesario, antes de entrar en compañ ı́a de
Jacques Collin en el despacho del procurador
general, que sigamos a la señ ora Camusot a casa de
las personas que fue a visitar mientras ocurrı́an
todos aquellos acontecimientos en la Conserjerı́a.
Una de las obligaciones que jamá s ha de infringir el
escritor costumbrista es no estropear la verdad en
aras de situaciones aparentemente dramá ticas,
sobre todo cuando la verdad se toma la molestia de
ser novelesca. La naturaleza social, sobre todo en
Parı́s, implica tales azares, tal enmarañ amiento de
caprichosas conjeturas, que la imaginació n de los
creadores se ve constantemente sobrepasada. La
audacia de la verdad produce unas combinaciones
que al arte no le son permitidas, a causa de su
inverosimilitud o indecencia, a menos que el
escritor proceda a suavizarlas, podarlas o
castrarlas.
La señ ora Camusot trató de ponerse un vestido de
mañ ana casi de buen gusto, empresa bastante difı́cil
para la mujer de un juez que habı́a vivido siempre
en provincias desde hacı́a seis añ os. Se trataba de
no dar pá bulo a la crı́tica ni por parte de la
marquesa de Espard ni de la duquesa de
Maufrigneuse, yé ndolas a ver entre las ocho y las
nueve de la mañ ana. Amé lie-Cé cile Camusot, forzoso
es decirlo, só lo lo consiguió a medias. ¿No es eso
equivocarse dos veces en materia de vestir?...
Nadie se imagina la utilidad que tienen las mujeres
en Parı́s para los ambiciosos de todas clases; son
tan necesarias en el gran mundo como en el mundo
de los ladrones, donde, como acaba de verse,
desempeñ an un papel importantı́simo. Ası́ pues,
imagı́nese a un hombre obligado a hablar en un
tiempo dado, so pena de quedar rezagado, con ese
personaje tan importante durante la Restauració n,
que es el ministro de Justicia. Tó mese a un hombre
en las condiciones má s favorables, a un juez, es
decir, a un asiduo de la casa. El magistrado está
obligado a ir a ver a un jefe de divisió n, al secretario
particular o al secretario general, y demostrarles la
necesidad de lograr una audiencia inmediata. ¿Es
acaso visible alguna vez inmediatamente un
ministro de Justicia? En mitad del dı́a, si no está en
la Cá mara, está en el consejo de ministros, o
irmando o dando audiencias. Por la mañ ana,
duerme no se sabe dó nde. Por la noche tiene sus
obligaciones pú blicas y personales. Si todos los
jueces pudieran reclamar audiencias bajo cualquier
pretexto, el jefe de la justicia estarı́a asediado. El
motivo de la audiencia, particular e inmediata,
queda pues sometido a la apreciació n de una de
esas potencias intermediarias que se convierten en
un obstá culo, en una puerta que hay que abrir, en
los casos en que no está ya en manos de un
competidor. Una mujer, en cambio, va a ver a otra
mujer; puede entrar directamente en su dormitorio,
despertando la curiosidad de la dueñ a o de la
camarera, sobre todo cuando la dueñ a siente un
gran interé s o una necesidad perentoria. Supó ngase
que la omnipotente mujer sea la marquesa de
Espard, con la que cualquier ministro tenı́a que
contar; esta mujer escribe una pequeñ a nota que su
criado lleva al ayuda de cá mara del ministro. El
ministro se encuentra con el billete en el momento
de levantarse de la cama y lo lee en seguida. Si el
ministro tiene algún asunto, está encantado de tener
que ir a visitar a una de las reinas de Parı́s, una de
las potencias del faubourg Saint-Germain, una de las
favoritas de la reina, de la infanta y del rey. Casimir
Pé rier, el ú nico auté ntico primer ministro que tuvo
la Revolució n de Julio, lo dejaba todo para ir a ver a
un antiguo primer caballero del sé quito del rey
Carlos X.
Esta teorı́a explica el poder que tenı́an estas
palabras: "Señ ora, ¡la señ ora Camusot, para un
asunto muy importante y que la señ ora ya sabe!",
que le dijo a la marquesa de Espard su camarera,
creyendo que estaba despierta.

La marquesa ordenó que hicieran pasar


inmediatamente a Amé lie. La mujer del juez tuvo un
atento auditorio cuando comenzó con estas
palabras:
—Señ ora marquesa, estamos perdidos por haberla
vengado...
—¿Có mo dice usted, pequeñ a?... —respondió la
marquesa, mirando a la señ ora Camusot en la
penumbra que producı́a la puerta entreabierta—.
Está usted divina esta mañ ana con este sombrerito.
¿Dónde consigue estos modelos?...
—Señ ora, es usted muy amable... Pero ya sabe que
la manera como Camusot interrogó a Lucien de
Rubempré llevó a este joven a la desesperació n, y
que se ahorcó en su celda...
—¿Qué va a pasarle a la señ ora de Sé rizy? —
exclamó la marquesa, hacié ndose la ignorante para
que se lo explicaran todo de nuevo.
—¡Es terrible! La tienen por loca... —contestó
Amé lie—. ¡Oh!, si pudiera usted lograr que Su
Excelencia mandara llamar a mi esposo enviando
una estafeta al Palacio, el ministro se enterará de
muy extrañ os misterios, que seguramente
transmitirá al Rey... Ası́ los enemigos de Camusot
quedarán reducidos al silencio.
—¿Quié nes son los enemigos de Camusot? —
preguntó la marquesa.
—Pues el procurador general, y ahora el señ or
Sérizy, naturalmente...
—Está bien, hija mı́a —contestó la señ ora de
Espard, que debı́a a los señ ores de Grandville y de
Sé rizy su derrota en el vil proceso que habı́a
iniciado contra su marido—. La defenderé ; yo no
olvido a mis amigos ni a mis enemigos.
Tocó la campanilla y mandó abrir las cortinas; la luz
inundó la habitació n. Pidió su pupitre, y cuando su
camarera se lo hubo traı́do, garabateó rá pidamente
una breve nota.
—Que Godard coja el caballo y lleve esta nota a la
cancillerı́a, sin esperar respuesta —dijo a su
camarera.
La camarera salió con presteza, pero, pese a la
orden, se quedó junto a la puerta durante unos
minutos.
—¿Ası́ que hay grandes misterios? —preguntó la
señ ora de Espard—. Cué nteme todo esto, hija mı́a.
¿No está mezclada en todo este asunto Clotilde de
Grandlieu?
—La señ ora marquesa lo sabrá todo a travé s de Su
Excelencia, pues mi esposo no me ha dicho nada;
só lo me ha advertido del peligro. Para nosotros
serı́a mejor que la señ ora de Sé rizy muriera antes
que quedarse loca.
—¡Pobre mujer! —dijo la marquesa—. ¿Pero no lo
estaba ya?
Las mujeres de mundo, con sus cien maneras de
pronunciar la misma frase, muestran a los
observadores atentos la gama in inita de las
modulaciones musicales. El alma se transmite entera
a la voz ası́ como a la mirada, se imprime en la luz y
en el aire, que son la materia prima de los ojos y de
la laringe. Mediante la entonació n que dio a aquellas
dos palabras: "¡Pobre mujer!", la marquesa dejó
traslucir el gozo que le— producı́a la satisfacció n de
su rencor, la alegrı́a del triunfo. ¡Cuá ntas desgracias
no deseaba a la protectora de Lucien! La venganza
insaciable, que sobrevive al objeto del odio, produce
un gran espanto. La propia señ ora Camusot quedó
aturdida, pese a su cará cter á spero, rencoroso y
enredador. No halló nada que replicar, y se calló.
—Diane me ha dicho, efectivamente, que Lé ontine
habı́a ido a la cá rcel —siguió la señ ora de Espard—.
La querida duquesa está d«sesperada por todo este
escá ndalo, porque tiene la debilidad de querer
mucho a la señ ora de Sé rizy; es comprensible,
puesto que adoraron a ese imbé cil de Lucien casi al
mismo tiempo, y no hay nada que una o separe
tanto la dos mujeres como haber practicado sus
devociones ante el ¡mismo altar. Por eso esta buena
amiga mı́a se pasó ayer dos horas en la habitació n
de Lé ontine. ¡Parece ser que la pobre condesa dice
cosas horribles! ¡Me han dicho que es asqueroso!...
¡Una mujer respetable no deberı́a caer en
semejantes excesos!... ¡Bah! Es una pasió n
puramente fı́sica... La duquesa vino a verme pá lida
como una muerta; ¡ha mostrado mucho valor! En
este asunto hay cosas monstruosas...
—Mi esposo lo dirá todo al ministro de Justicia
para su propia justificación, porque querían salvar a
Lucien y é l, señ ora marquesa, cumplió su deber. ¡Un
juez de instrucció n debe interrogar siempre a los
detenidos mientras está n incomunicados y en el
espacio de tiempo señ alado por la ley!... Bien habı́a
que preguntarle algo a aquel desgraciado, que no
comprendió que le interrogaban para seguir las
formalidades y se puso en seguida a confesar...
—¡Era un torpe y un impertinente! —dijo
secamente la señora de Espard.
La mujer del juez guardó silencio al oı́r aquel
dictamen.
—Si fui derrotada en el proceso de interdicció n del
señ or de Espard, no fue por culpa de Camusot,
¡siempre lo recordaré ! —añ adió la marquesa tras
una pausa—. Fueron Lucien y los señ ores de Sé rizy,
Bauvan y de Grandville los que me hicieron
fracasar. Con el tiempo Dios estará conmigo. Toda
esta gente será infeliz. Puede estar tranquila, voy a
mandar al señ or de Espard a ver al ministro de
Justicia para que mande llamar en seguida a su
esposo, si es de alguna utilidad...
—¡Oh, señora!...
—¡Escú cheme! —dijo la marquesa—. ¡Le prometo
condecorarle con la Legió n de Honor
inmediatamente, mañ ana mismo! Será como un
vibrante testimonio de satisfacció n por su conducta
en este asunto. ¡Si, será una acusació n supletoria
contra Lucien, será má s patente que ha sido
culpable! Raras veces se ahorca alguien por gusto...
¡Bueno, adiós, amiga mía!
La señ ora Camusot, diez minutos má s tarde,
entraba en el dormitorio de la hermosa Diane de
Maufrigneuse, que se habı́a acostado a la una y no
había conseguido dormirse aún a las nueve.
Por insensibles que sean las duquesas, esas
mujeres cuyo corazó n es de estuco no pueden ver a
una de sus amigas sumida en la demencia sin que
este espectá culo les produzca una impresió n
profundísima.
Ademá s, las relaciones de Diane con Lucien,
aunque estuvieran rotas desde hacı́a dieciocho
meses, habı́an dejado bastantes recuerdos en la
mente de la duquesa para que la triste muerte de
aquel muchacho no le asestara tambié n a ella un
golpe terrible. Diane habı́a estado viendo durante
toda la noche a aquel hermoso muchacho, tan
encantador, tan poeta, que sabı́a amar tan bien,
ahorcado y tal como lo describı́a Lé ontine en sus
momentos de delirio con ademanes febriles.
Conservaba de Lucien cartas elocuentes y
embriagadoras, comparables a las que Mirabeau
escribiera a Sophie, pero má s literarias, má s
cuidadas, porque estas cartas habı́an sido dictadas
por la má s violenta de todas las pasiones: ¡la
vanidad! La dicha de poseer a la má s encantadora
de todas las duquesas y de verla hacer locuras por
é l, locuras secretas, naturalmente, le habı́a hecho
perder la cabeza a Lucien. El orgullo del amante
habı́a inspirado al poeta. La duquesa conservaba
aquellas conmovedoras cartas como ciertos
ancianos tienen grabados obscenos, a causa de los
elogios hiperbó licos que se daba a lo que habı́a en
ella menos propio de una duquesa.
"¡Y ha muerto en una espantosa cá rcel!", pensaba,
apretando las cartas con terror, cuando oyó a su
camarera llamar suavemente a su puerta.
—La señ ora Camusot, por un asunto de la má xima
gravedad que atañ e a la señ ora duquesa —dijo la
camarera.
Diane se puso en pie, muy asustada.
—¡Oh! —exclamó mirando a Amé lie, que habı́a
adoptado un aire de circunstancias—, ¡lo adivino
todo! Se trata de mis cartas... ¡Ay, mis cartas!... ¡Mis
cartas!...—Y se desplomó sobre un confidente.
Entonces se acordó de haber contestado a Lucien
en el mismo tono, movida por el impulso de la
pasió n, de haber exaltado la poesı́a del hombre
igual que é l cantaba las glorias de la mujer, ¡y con
qué ditirambos!
—¡Sı́, señ ora, por desgracia, vengo a salvarle má s
que la vida! Se trata de su honor... Repó ngase,
vı́stase y vayamos a casa de la duquesa de
Grandlieu; porque, afortunadamente para usted, no
es la única que está comprometida.
—¡Pero si Lé ontine quemó ayer en el Palacio,
segú n me han dicho, todas las cartas que cogieron
en casa de nuestro pobre Lucien!
—Sı́, señ ora, ¡pero es que detrá s de Lucien estaba
Jacques Collin! —exclamó la mujer del juez—.
¡Siempre olvidan esta atroz connivencia que,
seguramente, es la ú nica causa de la muerte de
aquel encantador y malogrado muchacho! ¡En
cambio, aquel Maquiavelo del presidio jamá s ha
perdido la cabeza, por su parte! El señ or Camusot
tiene la certeza de que ese monstruo guarda en
lugar seguro las cartas má s comprometedoras de
las amantes de su...
—De su amigo —dijo con presteza la duquesa—.
Tiene razó n, amiga mı́a, hay que ir a discutir el
asunto en casa de los Grandlieu. Todos estamos
interesados en este asunto, y por fortuna Sé rizy nos
echará una mano...
Un peligro extremado, como se ha visto con
ocasió n de las escenas de la Conserjerı́a, tierte
sobre el alma una in luencia tan terrible como la de
un fuerte reactivo sobre el cuerpo. Es como una pila
de Volta moral. Quizá no esté muy lejos el dı́a en
que se comprenda la manera como el sentimiento
se condensa quı́micamente en un luido, semejante
quizás al de la electricidad.
El mismo fenó meno se produjo en el presidiario y
en la duquesa. Aquella mujer abatida, agonizante,
que no habı́a dormido, aquella duquesa a quien
tanto le costaba vestirse, recobró la fuerza de una
leona al acecho y la presencia de espı́ritu de un
general en medio del fuego de una batalla. Diane
eligió ella misma sus vestidos y se arregló con la
rapidez de una griseta que no tiene má s camarera
que a sı́ misma. Fue tan maravillosamente, que la
doncella se quedó ató nita e inmó vil por unos
instantes, tal fue su sorpresa al ver a su ama en
camisó n, dejando, probablemente con cierta
complacencia, que la mujer del juez contemplara a
travé s de la tenue niebla de lino su cuerpo blanco,
perfecto como el de la Venus de Canova. Era como
una alhaja bajo una envol— Jı́ tura de papel
HeTseda. Diane adivinó repentinamente dó nde
estaba el corsé que se abrocha por delante, que
ahorra a las mujeres que tienen prisa el cansancio y
la pé rdida de tiempo que signi ican los lazos. Ya
habı́a dispuesto los encajes de su camisa y amasado
convenientemente sus formas bajo el corpiñ o,
cuando la camarera le trajo la enagua y terminó la
obra dá ndole el vestido. Mientras Amé lie, por
indicació n de la camarera, le abrochaba el vestido
por detrá s y ayudaba a la duquesa, la doncella fue a
buscar unas medias de hilo de Escocia, borceguı́es
de terciopelo, un chal y un sombrero. Amé lie y la
camarera le calzaron una pierna cada una.
—Es usted la mujer má s hermosa que he visto
jamá s —dijo há bilmente Amé lie, besando la rodilla
fina de Diane.
—La señora no tiene igual —dijo la camarera.
—Vamos, Josette, cá llese —replicó la duquesa—.
¿Tiene usted un vehı́culo? —preguntó a la señ ora
Camusot—. Vamos, querida, hablaremos por el
camino.
Y la duquesa bajó la gran escalinata de la mansió n
de Cadignan corriendo y ponié ndose los guantes,
cosa que jamás se había visto.
—¡Al palacio de los Grandlieu, y de prisa! —dijo a
uno de sus criados, hacié ndole una señ al para que
subiera en la parte posterior del coche.
El criado vaciló , porque aqué l era un coche de
punto.
—¡Ay, señ ora duquesa, usted no me habı́a dicho
que aquel joven tenı́a cartas suyas! De haberlo
sabido, Camusot habrı́a actuado de muy otra
manera...
—La situació n de Lé ontine me preocupó tanto, que
lo olvidé por completo —dijo la duquesa—. La
pobre mujer estaba anteayer al borde de la locura,
imagı́nese qué descalabro puede haber producido
en ella el fatal acontecimiento. ¡Oh, si supiera usted,
hija mı́a, la mañ ana que tuvimos ayer!... ¡Oh, no!, es
como para renunciar para siempre al amor. Ayer
una vieja repugnante, una vendedora de ropa
usada, nos arrastró a las dos, a Lé ontine y a mı́, a
esa sentina maloliente y ensangrentada que llaman
la Justicia; y yo le decı́a, llevá ndola al Palacio: "¿No
hay como para caer de rodillas y gritar, igual que la
señ ora de Nucingen cuando, camino de Ná poles,
tuvo que soportar una de esas espantosas
tempestades que se producen en el Mediterrá neo:
«¡Dios mı́o, sá lvame y nunca má s!» " Estos dos dı́as
contará n en mi vida, sin ninguna duda. ¡Qué
estú pidas somos de escribir!... ¡Pero una está
enamorada, recibe unas pá ginas que queman el
corazó n a travé s de los ojos, y todo arde! ¡La
prudencia desaparece! Se coge papel y pluma y se
contesta...
—¡Por qué contestar cuando se puede actuar! —
dijo la señora Camusot.
—¡Es tan hermoso perderse!... —repuso
orgullosamente la duquesa—. Es la voluptuosidad
del alma.
—A las mujeres hermosas —replicó modestamente
la señ ora Camusot— se las puede perdonar; ¡tienen
muchas más ocasiones que nosotras de sucumbir!

La duquesa sonrió.
—Siempre somos demasiado generosas —repuso
Diane de Maufrigneuse—. Haré como esa pé r ida de
la señora de Espard.
—¿Qué es lo que hace? —preguntó intrigada la
mujer del juez.
—Ha escrito miles de cartas almibaradas...
—¡Qué barbaridad!... —exclamó la Camusot,
interrumpiendo a la duquesa.
—Pues bien, amiga mı́a, no hay en ellas una sola
línea que la comprometa...
—Usted serı́a incapaz de conservar esta frialdad,
este cuidado —contestó la señ ora Camusot—. Usted
es mujer, es uno de esos á ngeles que no saben
resistir al diablo...
—Me he jurado a mı́ misma que no volveré a
escribir. En toda mi vida no he escrito má s que a
este desdichado de Lucien... ¡Conservaré sus cartas
hasta la muerte! Hija mı́a, es como fuego, y a veces
se necesita...
—¡Si alguien las encontrara! —dijo la Camusot con
un ligero ademán de pudor.
—¡Oh, dirı́a que son cartas de una novela que
empecé una vez! ¡Porque las copié todas y quemé
los originales, querida!
—¡Señora! Déjemelas leer, como recompensa...
—Quizá —dijo la duquesa—. ¡Podrá ver entonces,
querida, que las que escribı́a a Lé ontine no eran
como éstas!
Estas ú ltimas palabras resumieron a toda mujer, a
la mujer de todas las épocas y de todos los países.
Igual que la rana de la fá bula de La Fontaine, la
señ ora Camusot no cabı́a en su piel a causa de la
satisfacció n que sentı́a de entrar en casa de los
Grandlieu acompañ ando a la bella Diane de
Maufrigneuse. Aquella mañ ana iba a anudar uno de
aquellos lazos tan necesarios para la ambició n. Ya
oı́a có mo la. llamaban: "¡La señ ora presidenta!"
Sentı́a el gozo inefable de superar obstá culos
inmensos, el principal de los cuales era la
incapacidad de su esposo, incapacidad que todavı́a
no se habı́a hecho pú blica, pero que ella conocı́a
muy bien. Hacer triunfar a un hombre mediocre era,
para una mujer, como para un monarca, esa fuente
de placer que seduce tanto a los grandes actores y
que consiste en representar cien veces una lobra
mala. ¡Es la embriaguez del egoı́smo! En in, es algo
ası́ como las saturnales del poder. El poder só lo se
demuestra a sı́ mismo su fuerza mediante el
singular abuso de coronar con el laurel del é xito a
alguna igura absurda, o insultando al genio, ú nica
fuerza inalcanzable para el poder absoluto. La
promoció n del caballo de Calcula, aquella famosa
farsa imperial, ha tenido y tendrá siempre un gran
número de imitaciones.
En pocos minutos Diane y Amé lie se vieron
transportadas del elegante desorden en que se
hallaba el dormitorio de la bella Diane a la
correcció n de un lujo grandioso y severo, en la
mansión de la duquesa de Grandlieu.
Esta portuguesa piadosı́sima se levantaba cada
mañ ana a las ocho para ir a oı́r misa a la pequeñ a
iglesia de Sainte-Valé re, sucursal de Santo Tomá s de
Aquino, que entonces estaba situada en la
explanada de los Invá lidos. Esta capilla, hoy
derribada, ha sido trasladada a la calle de
Bourgogne, en espera de que se edi ique una iglesia
gó tica que, segú n dicen, será dedicada a santa
Clotilde.
Al oı́r las primeras palabras que Diane de
Maufrigneuse le dijo al oı́do, la piadosa duquesa de
Grandlieu fue a buscar al señ or de Grandlieu y
regresó con é l al poco rato. El duque dirigió a la
señ ora Camusot una de esas miradas mediante las
cuales los grandes señ ores captan toda una
existencia, y a veces toda un alma. El modo de vestir
de Amé lie contribuyó poderosamente a que el
duque intuyera su vida burguesa, de Alengon a
Mantés y de Mantés a París.
Si la esposa del juez hubiera conocido este don de
los duques, no habrı́a podido aguantar con tanta
gracia aquella mirada corté smente iró nica, en la que
só lo vio cortesı́a. La ignorancia comparte los
privilegios de la elegancia.
—Es la señ ora Camusot, la hija de Thirion, uno de
los escribanos del gabinete —dijo la duquesa a su
marido.
El duque saludó muy corté smente a la mujer, y su
cara abandonó en parte su gravedad. El ayuda de
cá mara del duque compareció , a la llamada de su
amo.
—Vaya a la calle Honoré -Chevalier, en coche. Una
vez allı́, llame a una pequeñ a puerta, en el nú mero
10. Le dice al criado que le abrirá que le ruego a su
señ or que pase por aquı́; si está en casa, vuelve
usted con é l. Sı́rvase de mi nombre, eso le bastará
para allanar todos los obstáculos. Procure no tardar
más de un cuarto de hora.
Otro mayordomo apareció , el de la duquesa, en
cuanto se hubo marchado el del duque.
—Vaya a ver de mi parte al duque de Chaulieu y
entregúele esta tarjeta.
El duque le dio su tarjeta, doblada de una
determinada manera. Cuando estos dos amigos
ı́ntimos tenı́an necesidad de verse inmediatamente
para cualquier asunto urgente y reservado, que no
aconsejaba ninguna transmisió n por escrito, se
avisaban así mutuamente.
Advié rtase que en todas las clases de la sociedad
los usos se asemejan, y no se distinguen má s que
por las maneras, los ademanes y los matices. El gran
mundo tiene su jerga. Pero esta jerga se llama estilo.
—¿Está usted segura, señ ora, de la existencia de
estas supuestas cartas escritas por la señ orita
Clotilde de Grandlieu a aquel joven? —dijo el duque
de Grandlieu. Y dirigió a la señ ora Camusot una
mirada semejante a la sonda que lanza un marino.
—Yo no las he visto, pero es de temer —respondió
ella, temblando.
—¡Mi hija no ha podido escribir nada que no sea
confesable! —exclamó la duquesa.
—"¡Pobre duquesa!", pensó Diane, dirigiendo una
mirada al duque de Grandlieu que le hizo temblar.
—¿Qué te parece a ti, querida Diane? —dijo el
duque al oı́do de la duquesa de Maufrigneuse,
llevándosela al hueco de una ventana.
—Clotilde está tan loca por Lucien, amigo mı́o, que
le habı́a dado una cita antes de su partida. ¡Sin la
pequeñ a Lenoncourt, quizá s habrı́a huido con é l
por el bosque de Fontainebleau! Sé que Lucien
escribı́a a Clotilde unas cartas como para ablandar a
una santa. Somos tres las hijas de Eva envueltas por
la serpiente de la correspondencia...
El duque y Diane volvieron de la ventana hacia la
duquesa y la señ ora Camusot, que hablaban en voz
baja. Amé lie, siguiendo los consejos de la duquesa
de Maufrigneuse, se hacı́a pasar por muy devota
para ganarse el corazón de la altiva portuguesa.
—¡Estamos a merced de un vil presidiario evadido!
—dijo el duque, moviendo los hombros—. ¡He aquı́
adonde conduce el aceptar en casa a algunas
personas de las que no se tienen plenas garantı́as!
Antes de admitir a quienquiera que sea, hay que
conocer bien su fortuna, su familia y todos sus
antecedentes...
Esta frase es la moraleja del caso, desde el punto de
vista aristocrático.
—Ahora ya está hecho —dijo la duquesa de
Maufrigneuse—. Pensemos en la manera de salvar a
la pobre señora de Sérizy, a Clotilde y a mí...
—Debemos esperar a Henri, lo he mandado llamar;
pero todo depende de la persona que ha ido a
buscar Gentil. ¡Dios quiera que esté en Parı́s!
Señ ora —dijo, dirigié ndose a la señ ora Camusot—,
le agradezco que haya pensado en nosotros...
Era la forma de despedir a la señ ora Camusot. La
hija del escribano del gabinete tuvo la su iciente
inteligencia para comprender al duque, y se levantó ;
pero la duquesa de Maufrigneuse, con esa
encantadora gracia que le valı́a amistades y favores,
cogió a Amé lie de la mano e hizo como si la
presentara al duque y a la duquesa.
—En atenció n a mı́, prescindiendo ahora de que se
haya levantado de madrugada para salvarnos a
todos, le pido algo má s que un recuerdo para mi
querida señ ora Camusot. Primeramente, me ha
prestado ya algunos servicios de los que no se
olvidan jamá s; ademá s, tanto ella como su esposo
está n totalmente de nuestro lado. Prometı́ hacer
ascender a su Camusot, y les ruego que le den una
protección preferente, en atención a mí.
—No necesita usted esta recomendació n —dijo el
duque a la señ ora Camusot—. Los Grandlieu se
acuerdan siempre de los servicios que se les presta.
Los ieles al rey tendrá n pronto ocasió n de
destacarse, se les pedirá abnegació n, su esposo
estará en la brecha.
La señ ora Camusot se retiró orgullosa y contenta, a
punto de reventar. Volvió a su casa triunfante; se
admiraba a sı́ misma y se burlaba de la enemistad
del procurador general. Decı́a para sus adentros:
"¡Ojalá pudié ramos hacer saltar al señ or de
Grandville!"
Ya era hora de que se retirara la señ ora Camusot.
El duque de Chaulieu, uno de los favoritos del rey,
se cruzó en la escalera con ella.
—Henri —exclamó el duque de Grandlieu cuando
oyó anunciar a su amigo—, te ruego que vayas en
seguida al palacio y trates de hablar con el rey; he
aquí de lo que se trata.
Y se llevó al duque al hueco de la ventana, donde
había conversado con la ligera y graciosa Diane.
De vez en cuando el duque de Chaulieu miraba a
hurtadillas a la alocada duquesa, que, mientras
conversaba con la piadosa duquesa, dejá ndose
sermonear por ella devolvı́a las miradas al duque
de Chaulieu.
—Hija mı́a —dijo inalmente el duque de Grandlieu,
al terminar su conversació n con el duque de
Chaulieu—, sea usted prudente. Hay que guardar
las formas —añ adió , cogiendo las manos de Diane
—. ¡No se comprometa má s, no escriba nunca! Las
cartas, amiga mı́a, han sido la causa tanto de
desgracias particulares como de desastres
pú blicos... Lo que podrı́a disculparse a una jovencita
como Clotilde, que amaba por vez primera, no tiene
excusa para...
—¡Para un viejo granadero que ha conocido ya el
fuego de las batallas! —dijo la duquesa, ponié ndole
hocico al duque. Aquel gesto y aquella broma
suscitaron una sonrisa en los rostros afectados de
los dos duques y en el de la propia duquesa pía.
—¡Hace cuatro añ os que no escribo cartas
amorosas!... ¿Estaremos salvadas? —preguntó
Diane, que ocultaba sus ansiedades bajo estas
chiquilladas.
—¡Todavı́a no! —dijo el duque de Chaulieu—,
porque no sabe usted lo difı́cil que es cometer actos
arbitrarios. Para un rey constitucional es como una
in idelidad para una mujer casada. Es algo ası́ como
su adulterio.
—¡Su debilidad! —dijo el duque de Grandlieu.
—¡El fruto prohibido! —añ adió Diane con una
sonrisa—. ¡Oh, cuá nto me gustarı́a ser el gobierno!
Porque a mı́ ya no me queda de esta fruta, me lo he
comido todo.
—¡Oh, querida, querida!... —dijo la piadosa
duquesa—, va usted demasiado lejos...
Los dos duques, al oı́r que se paraba un vehı́culo
ante la puerta con el estruendo que hacen los
caballos lanzados al galope, dejaron a las dos
mujeres juntas, tras haberlas saludado, y se fueron
al gabinete del duque de Grandlieu, en el que se
introdujo al vecino de la calle Honoré -Chevalier; no
era otro que el jefe de la contrapolicı́a del rey, de la
policía política, el sombrío y poderoso Corentin.
—Pase —dijo el duque de Grandlieu—, pase, señ or
de Saint-Denis.
Corentin, sorprendido al ver que el duque tenı́a
tanta memoria, pasó primero, tras haber saludado
con una profunda reverencia a los dos duques.
—Vuelve a tratarse del mismo personaje, o de algo
referido a é l, mi apreciado amigo —dijo el duque de
Grandlieu.
—Pero si ha muerto —dijo Corentin.
—Queda un compañ ero suyo —hizo notar el duque
de Chaulieu—, un temible compañero suyo.
—¡El presidiario Jacques Collin! —replicó Corentin.
—Habla, Ferdinand —dijo el duque de Chaulieu al
exembajador.
—Este miserable es de temer —repuso el duque de
Grandlieu— porque, para tener un rehé n, se
apoderó de las cartas que las señ oras de Sé rizy y de
Maufrigneuse habı́an escrito a ese Lucien Chardon,
su protegido. Parece que este joven lograba
arrancar sistemá ticamente unas cartas apasionadas
a cambio de las suyas, pues la propia señ orita de
Grandlieu escribió , segú n dicen, algunas; por lo
menos eso se teme, aunque no podemos saber nada
porque está de viaje...
—¡Aquel jovenzuelo era incapaz de hacer tales
cá lculos!... —respondió Corentin—. ¡Era una
maniobra del padre Carlos Herrera! —Corentin se
apoyó con el codo en el brazo del silló n donde
estaba sentado y se puso la mano a la cabeza
mientras re lexionaba—. ¡Dinero! Este hombre
tiene má s que nosotros —dijo—. Esther Gobseck le
sirvió de cebo para pescar má s de dos millones en
aquel estanque de monedas de oro llamado
Nucingen... ¡Señ ores, hagan que me den plenos
poderes quienes de derecho puedan dá rmelos, y les
libraré de este hombre!...
—¿Y... las cartas? —preguntó el duque de Grandlieu
a Corentin.
—Escuchen, caballeros —repuso Corentin,
alzá ndose y mostrando su rostro de comadreja en
estado de ebullició n; hundió sus manos en los
bolsillos de sus pantalones negros. Este gran actor
del drama histó rico de nuestra é poca só lo se habı́a
puesto un chaleco y una levita; ni siquiera se habı́a
cambiado los pantalones de estar por casa, porque
sabı́a que los grandes agradecen la presteza en
determinadas ocasiones. Se puso a andar con toda
familiaridad por el gabinete, hablando en voz alta
como si estuviera solo—. ¡Es un presidiario! Se le
puede meter, sin proceso, en Bicé tre, incomunicado,
y dejar que reviente... ¡Pero puede haber dado ya
instrucciones a sus secuaces en previsió n de este
caso!
—Sin embargo, estuvo incomunicado
inmediatamente —dijo el duque de Grandlieu—,
cuando fue detenido en casa de aquella muchacha
de improviso.
—Pero, ¿acaso hay incomunicaciones
impenetrables para ese individuo? —contestó
Corentin—. Es tan hábil como... ¡como yo!
"¿Qué hacer?", se dijeron entre sı́ los dos duques
con una mirada.
—Podrı́amos reintegrar a este sujeto
inmediatamente al presidio... a Rochefort; ¡dentro
de seis meses estará muerto!... ¡Oh, no hace falta
ningú n crimen! —dijo, respondiendo a un ademá n
del duque de Grandlieu—. ¿Qué se cree usted? Un
presidiario no resiste má s de seis meses, con un
verano tó rrido, si se le obliga a trabajar de lo lindo
en medio de las miasmas del Charente. Pero esto
só lo vale para el caso en que nuestro hombre no
haya tomado ya precauciones respecto a esas
cartas. Si ha previsto la acció n de sus adversarios, lo
cual es probable, hay que descubrir cuá les son sus
precauciones. Si el que guarda las cartas es pobre,
se le puede sobornar... Se trata pues de hacer cantar
a Jacques Collin... ¡Vaya duelo! ¡Saldré derrotado!
¡Lo mejor serı́a comprar estas cartas con otras
cartas!... con cartas de indulto, y que este personaje
pasara a trabajar en mi negocio. Jacques Collin es el
ú nico individuo capaz para sucederme, al estar
muertos el pobre Contenson y mi querido Peyrade.
Jacques Collin me mató a estos dos espı́as
incomparables como para hacerse un lugar para sı́.
Como está n viendo, caballeros, tienen que darme
carta blanca. Jacques Collin está en la Conserjerı́a.
Iré a ver al señ or de Grandville a su despacho.
Manden allı́ a alguna persona de con ianza para que
se reú na conmigo; necesito o bien una carta para
mostrarla al señ or de Grandville, que no sabe nada
de mı́ (carta que, por otra parte, devolveré al
presidente del consejo), o bien alguien de peso que
me presente... Tienen ustedes media hora, porque
necesito aproximadamente una media hora para
vestirme, es decir, para convertirme en lo que debo
ser a los ojos del señor procurador general.
—Caballero —dijo el duque de Chaulieu—, conozco
su gran habilidad; no le pido más que un sí o un no...
¿Responde usted del éxito?...
—Sı́, con la omnipotencia, y con la palabra de
ustedes de que jamá s nadie me pedirá cuentas a
propósito de esto. Mi plan está ya trazado.
Aquella siniestra contestació n produjo un ligero
estremecimiento en los dos grandes señores.
—¡Bien, caballero! —dijo el duque de Chaulieu—.
Las cuentas de este asunto incluyalas entre los
demás asuntos que lleva usted entre manos.
Corentin saludó a los dos grandes señ ores y salió .
Henri de Lenoncourt, a quien Ferdinand de
Grandlieu habı́a mandado preparar un coche, se
traladó en seguida al palacio del rey, a quien podı́a
visitar en cualquier ocasió n en virtud del privilegio
de su cargo.
Reunidos ası́ en un solo haz los intereses diversos
de la sociedad, desde lo má s bajo hasta lo má s alto,
iban a coincidir en el despacho del procurador
general, empujados todos ellos por la necesidad y
representados por tres hombres: la justicia por el.
señ or de Grandville, la familia por Corentin, y frente
a ellos, el adversario terrible que significaba Jacques
Collin, encarnació n del mal, dotado de una energı́a
salvaje. ¡Qué singular duelo iban a librar la Justicia y
la Arbitrariedad unidas contra el Presidio y la
astucia! ¡El Presidio, sı́mbolo de la audacia que
suprime el cá lculo y la re le— xió n, para el cual
todos los medios son buenos, que no tiene la
hipocresı́a de la arbitrariedad, que simboliza de
modo repugnante el interé s del vientre á vido, la
sangrienta y rauda! protesta del Hambre! ¿No se
trataba acaso del ataque y la defensa, del robo y de
la propiedad? ¿No se trataba de la pugna terrible
del estado social contra el estado natural
desarrollá ndose en el espacio má s estrecho
posible? Por ú ltimo, era una imagen viva y funesta
de esos compromisos antisociales que establecen
los representantes demasiado dé biles del poder con
ciertos salvajes amotinadores.
Cuando anunciaron al procurador general la visita
del señ or Camusot, hizo una señ a para que le
dejaran entrar. El señ or de Grandville, que
presentı́a aquella visita, quiso entenderse con el
juez acerca de la manera de liquidar el asunto
Lucien. La conclusió n no podı́a ser ya la misma que
habı́a decidido, conjuntamente con Camusot, el dı́a
anterior, antes de la muerte del pobre poeta.
—Sié ntese, señ or Camusot —dijo el señ or de
Granville, desplomándose en su sillón.
El magistrado, a solas con el juez, dejó traslucir el
abatimiento en que se hallaba. Camusot miró al
señ or de Grandville y advirtió en aquel rostro tan
irme una palidez casi lı́vida y una tremenda fatiga,
una postració n completa que denotaban unos
sufrimientos quizá má s crueles que los del
condenado a muerte a quien el escribano acaba de
anunciar la denegació n de su recurso, aunque este
anuncio signifique, según los hábitos de la justicia, lo
siguiente: Prepá rate, han llegado ya tus ú ltimos
momentos.
—Volveré en otra ocasió n, señ or conde —dijo
Camusot—, aunque el asunto sea urgente...
—Qué dese —contestó el procurador general
dignamente—. Los auté nticos magistrados,
caballero, han de aceptar sus angustias y saber
ocultarlas. Ha sido un error de mi parte el haber
dejado que advirtiera en mí la menor turbación...
Camusot hizo un ademán.
—¡Dios quiera que desconozca usted, señ or
Camusot, estas exigencias extremas de nuestra vida!
Hay quien sucumbirı́a por menos. Acabo de pasar la
noche junto a uno de mis amigos má s ı́ntimos; yo no
tengo má s que dos amigos, el conde Octave de
Bauvan y el conde de Sé rizy. El señ or de Sé rizy, el
conde Octave y yo hemos estado desde las seis de
ayer tarde hasta las seis de esta mañ ana, yendo
alternativamente del saló n al dormitorio de la
señ ora de Sé rizy, temiendo cada vez hallarla muerta
o para siempre demente. Desplein, Bianchon y
Sinard no han abandonado la habitació n, con dos
enfermeras. El conde adora a su mujer. Imagı́nese la
noche que acabo de pasar entre una mujer loca de
amor y mi amigo loco de desesperació n. ¡Y un
estadista no se desespera de la misma manera que
un imbé cil cualquiera! Sé rizy, inmó vil como cuando
está en su butaca del consejo de Estado, se retorcı́a
interiormente en su silló n con objeto de mostrarnos
un rostro tranquilo. El sudor coronaba aquella
frente inclinada por tantos trabajos. He dormido de
cinco a siete y media, vencido por el sueñ o, y tenı́a
que estar ya aquı́ a las ocho y media para ordenar
una ejecució n. Cré ame, señ or Camusot, cuando un
magistrado ha estado hundié ndose durante toda
una noche en los abismos del dolor, sintiendo el
peso de la mano de Dios actuando sobre las cosas
humanas y golpeando de lleno en unos nobles
corazones, le resulta muy difı́cil sentarse aquı́, ante
su despacho, y decir frı́amente: "¡Haced caer una
cabeza a las cuatro de la tarde! Aniquilad una
criatura de Dios llena de vida, de fuerza y de salud."
Y sin embargo, ¡é ste es mi deber!... Pese a verme
sumido en el dolor, he de dar la orden de disponer
el patı́bulo... El condenado no sabe que el
magistrado siente una angustia parecida a la suya.
En tales momentos, unidos entre sı́ por una hoja de
papel, yo, la sociedad que toma venganza, y é l, el
crimen que debe pagar, somos las dos caras del
mismo deber, somos dos existencias cosidas
durante un instante por el cuchillo de la ley. Estos
sufrimientos tan hondos del magistrado, ¿quié n los
lamenta?, ¿quié n los consuela?... ¡Nuestra gloria
consiste en enterrarlos en el fondo de nuestro
corazó n! El sacerdote entregando su vida a Dios, y
el soldado con sus centenares de muertes ofrecidas
en aras del paı́s, me parecen má s felices que el
magistrado con sus dudas, sus temores y su terrible
responsabilidad.

"¿Sabe usted a quié n tienen que ajusticiar? —


prosiguió el procurador general—; a un joven de
veintisiete añ os, hermoso como nuestro muerto de
ayer, rubio como é l, del que se ha obtenido la
cabeza a cambio de nuestra espera, puesto que no
tiene má s cargo probado que el de encubrimiento.
Despué s de condenado, el muchacho no ha
confesado.. Desde hace setenta dı́as resiste todas las
pruebas y sigue proclamá ndose inocente. ¡Desde
hace dos meses tengo dos cabezas sobre mis
espaldas! Pagarı́a su confesió n con un añ o de mi
vida, puesto que hay que tranquilizar a los jurados...
Figú rese qué golpe representarı́a contra la justicia
que algú n dı́a se descubriera que el crimen por el
que va a morir fue cometido por otro. En Parı́s todo
adquiere una gravedad terrible, los má s
insigni icantes incidentes judiciales se convierten en
políticos.
"El jurado, esta institució n que los legisladores
revolucionarios creyeron tan só lida, es un elemento
de desintegració n social, puesto que no es iel a su
misió n, no protege su icientemente a la Sociedad. El
jurado juega con sus funciones. Los miembros del
jurado se dividen en dos bandos, uno de los cuales
está en contra de la pena de muerte, y de ello
resulta un total desmoronamiento de la igualdad
ante la ley. Un determinado crimen horrible, como
el parricidio, logra en ciertos departamentos
veredicto de no culpabilidad ("Hay en los presidios
veintitré s PARRICIDAS a los que se ha reconocido la
existencia de circunstancias atenuantes" (NOTA DE
BALZAC)), mientras que en tal otro departamento
un crimen ordinario, por ası́ decirlo, recibe una
condena a muerte. ¿Qué ocurrirı́a si en nuestra
jurisdicción, en París, se condenara a un inocente?
—Es un presidiario evadido —hizo notar
tímidamente el señor Camusot.
—¡En manos de la oposició n y de la prensa se
transformarı́a en un cordero pascual! —exclamó el
señ or de Grand-Ville—, y la oposició n tendrı́a el
juego fá cil; ¡no le costarı́a mucho ensalzarlo
tratá ndose de un.corso faná tico de las ideas de su
tierra, donde los asesinatos son resultado de la
vendetta... En aquella isla uno mata a su enemigo y
piensa (y ha pensado siempre) que no hay en ello
nada censurable...
¡Ay, los auté nticos magistrados son muy
desdichados! Cré ame, tendrı́an que vivir separados
de todo trato social, como los pontı́ ices de otros
tiempos. La gente só lo los verı́a cuando saldrı́an de
sus celdas a horas ijas, graves, ancianos y
venerables; juzgarı́an como los grandes sacerdotes
de las sociedades antiguas, que juntaban en sı́ el
poder judicial y el poder sacerdotal. Só lo se nos
encontrarı́a sentados en nuestros sillones...
¡Actualmente, en cambio, padecemos y nos
divertimos como los demá s!... Se nos ve en los
salones, entre nuestros allegados, como unos
ciudadanos má s, movidos por pasiones; y podemos
llegar a ser grotescos en lugar de ser terribles...
Aquel clamor tan radical, interrumpido por pausas
y por interjecciones y acompañ ado por ademanes
que le conferı́an una elocuencia que difı́cilmente
puede traducirse en el papel, hizo estremecer a
Camusot.
—Yo, caballero —dijo Camusot—, comencé
tambié n ayer el aprendizaje de los sufrimientos de
nuestro estado... Estuve a punto de morir a causa de
la muerte de aquel joven, que no comprendió mi
parcialidad; el desdichado se clavó a sı́ mismo el
arma mortal...
—¡Es que no habı́a que interrogarle! —exclamó el
señ or de Grandville—. ¡Es tan fá cil hacer un favor
mediante una abstención!...
—¿Y la ley? —respondió Camusot—. Estaba
detenido desde hace dos días...
—La desgracia está ya consumada —repuso el
procurador general—. He reparado en la medida de
mis posibilidades lo que sin duda era irreparable.
Mi coche y mis criados está n en el sé quito de este
pobre y dé bil poeta. Sé rizy ha hecho lo mismo que
yo; es má s, acepta la funció n que le ha dado el
malogrado joven: es su albacea. Con esta promesa
ha logrado que su mujer le dirigiera una mirada en
la que brillaba la cordura, Por ú ltimo, el conde
Octave asiste personalmente a sus funerales.
—Bien, señ or conde —dijo Camusot—, llevemos
nuestra obra a buen té rmino. Nos queda un preso
muy peligroso. Es Jacques Collin, usted lo sabe tan
bien como yo. Este miserable será reconocido como
tal...
—¡Estamos perdidos! —exclamó el señ or de
Grandville.
—En estos momentos estará junto a su condenado
a muerte, que para é l fue hace añ os en el penal algo
parecido a lo que ha sido Lucien en Parı́s..., ¡su
protegido! Bibi-Lupin se ha disfrazado de gendarme
para asistir a la entrevista.
—¿Por qué se inmiscuye la policı́a judicial? —dijo el
procurador general—. ¡Só lo puede actuar bajo mis
órdenes!...
—Toda la Conserjerı́a sabrá que tenemos cogido a
Jacques Collin... Pues bien, vengo a decirle que este
peligroso y audaz criminal debe de tener las cartas
má s peligrosas de la correspondencia de la señ ora
de Sé rizy, de la duquesa de Maufrigneuse y de la
señorita Clotilde de Grandlieu.
—¿Está usted seguro de esto?... —preguntó el
señ or de Grandville, manifestando en su rostro una
dolorosa sorpresa.
—Juzgue usted mismo, señ or conde, si tengo o no
razó n para temer esta desgracia. Cuando deshice el
paquete de cartas cogido en casa de aquel
desdichado joven, Jacques Collin dirigió sobre ellas
una mirada incisiva y dejó traslucir una sonrisa de
satisfacció n, sobre cuyo signi icado no puede
equivocarse ningú n juez de instrucció n. Un
sirvergü enza tan redomado como Jacques Collin se
guarda muy bien de soltar semejantes armas. ¿Qué
me dice usted de esos documentos en manos de un
defensor que este asesino irá a buscar entre los
enemigos del gobierno y de la aristocracia? Mi
esposa, que goza de las simpatı́as de la duquesa de
Maufrigneuse, ha ido a avisarla, y en estos
momentos deben de estar en casa de los Grandlieu
manteniendo un conciliábulo...
—¡El proceso de este hombre es imposible! —
exclamó el procurador general, levantá ndose y
recorriendo a grandes zancadas su despacho arriba
y abajo—. Habrá dejado las cartas en un lugar
seguro...
—Yo sé dónde —dijo Camusot.
Con estas simples palabras, el juez de instrucció n
disipó todas las prevenciones que el procurador
general había abrigado en contra suya.
—¡Veamos!... —dijo el señ or de Grandville,
sentándose.
—Viniendo hacia aquı́ desde mi casa, he
re lexionado profundamente sobre este lamentable
asunto. Jacques Collin tiene una tı́a, una tı́a natural y
no arti icial, una mujer acerca de la cual la policı́a
polı́tica ha transmitido una nota a la prefectura. El
es el alumno y el dios de esta mujer, que es
hermana de su padre y se llama Jacqueline Collin.
Esta mujer tiene una tienda de ropa usada, y gracias
a las relaciones que se ha ido haciendo con el
comercio, conoce muchos secretos familiares. Si
Jacques Collin ha dejado sus papeles salvadores en
manos de alguien, es en manos de esta mujer; deten
gámosla...
El procurador general dirigió a Camusot una sutil
mirada que signi icaba: "Este hombre no es tan
bobo como creı́a ayer; lo que ocurre es que todavı́a
es joven, y no sabe manejar las riendas de la
justicia."
—Pero para tener é xito —prosiguió Camusot—
hay que cambiar todas las medidas adoptadas por
nosotros ayer, y yo venı́a precisamente a pedirle
consejo, a pedirle órdenes...
El procurador general cogió su cortaplumas y dio
con é l unos golpecitos al borde de la mesa, con uno
de esos ademanes caracterı́sticos de todo pensador
cuando se abandona por entero a la reflexión.
—¡Tres grandes familias en peligro! —exclamó —.
¡No debemos meter la pata ni por un solo
momento!... Tiene usted razó n, ante todo sigamos el
axioma de Rouche: ¡Detengamos! Hay que
incomunicar de nuevo e inmediatamente a Jacques
Collin.
—¡Pero ası́ descubrimos que es el presidiario!
Echamos a perder la memoria de Lucien...
—¡Qué asunto tan espantoso! —dijo el señ or de
Grand-ville—. En todas partes está el peligro.
En aquel momento entró el director de la
Conserjerı́a, no sin haber llamado antes; pero un
despacho como el del procurador general está tan
bien guardado, que solamente las personas má s
habituales y conocidas pueden llamar a la puerta.
—Señ or conde —dijo el señ or Gault—, el preso
llamado Carlos Herrera quiere hablarle.
—¿Ha comunicado con alguien? —preguntó el
procurador general.
—Con los detenidos, porque está en el patio desde
las siete y media aproximadamente. Ha visto al
condenado a muerte, que según dice le ha hablado.
El señ or de Grandville, gracias a unas palabras del
señ or Camusot que actuaron en é l como un rayo de
luz, advirtió todo el partido que podı́a sacarse para
obtener la entrega de las cartas de una confesió n de
la intimidad de Jacques Collin con Thé odore Calvi.
Satisfecho de tener una razó n para aplazar la
ejecució n, el procurador general hizo un gesto al
señor Gault para que se acercara.
—Tengo la intenció n de aplazar la ejecució n hasta
mañ ana; pero nadie en la Conserjerı́a ha de olfatear
este retraso. Silencio absoluto. Haga que el verdugo
parezca preparar el dispositivo. Má ndeme aquı́, con
una buena guardia, a este sacerdote españ ol, nos lo
reclama la embajada de Españ a. Que los gendarmes
traigan al señ or Carlos por su escalera de
comunicació n para que no pueda ver a nadie. Avise
a esos hombres para que lo cojan cada uno por un
brazo, y para que no lo suelten hasta llegar a la
puerta de mi despacho. ¿Está usted del todo seguro,
señ or Gault, que este peligroso extranjero no ha
podido comunicar más que con los presos?
—¡Ah! En el momento en que salı́a de la celda del
condenado a muerte, se ha presentado una dama
para visitarle...
Al oı́r aquello los dos magistrados intercambiaron
una mirada, ¡y qué mirada!
—¿Qué dama? —dijo Camusot.
—Una de sus penitentes... una marquesa —
respondió el señor Gault.
—¡Esto va de mal en peor! —exclamó el señ or de
Grandville, mirando a Camusot.
—Les ha dado muchos quebraderos de cabeza a
los gendarmes y a los vigilantes —repuso el señ or
Gault, confuso.
—No hay nada que sea indiferente en las funciones
de usted —dijo con severidad el procurador
general—. La Conserjerı́a no tiene los muros que
tiene por que sí. ¿Cómo ha entrado esta señora?
—Con un permiso perfectamente en regla, señ or —
replicó el director—.Esta señ ora, que iba muy bien
vestida y acompañ ada por un lacayo y un mozo de a
pie, ha venido en un coche muy lujoso para ver a su
confesor antes de ir al entierro del desdichado
joven al que usted mandó venir buscar...
—Trá igame el permiso de la prefectura —dijo el
señoi de Grandville.
—Trae la recomendació n de Su Excelencia el conde
d< Sérizy.
—¿Có mo era esa mujer? —preguntó el procurador
g& neral.
—Nos pareció una dama respetable.
—¿Vio usted su rostro?
—Llevaba un velo negro.
—¿De qué han hablado?
—¿Qué iba a decir una mujer devota... con un
breviario?... Pidió la bendició n del cura, se
arrodilló...
—¿Estuvieron mucho rato juntos? —preguntó el
juez.
—Menos de cinco minutos; pero ninguno de
nosotros comprendió nada de su conversació n,
pues hablaban seguramente en español.
—Dı́ganoslo todo, caballero —dijo el procurador
general—. Se lo repito, el menor detalle es para
nosotros de sumo interé s. ¡Qué esto le sirva de
ejemplo!
—Lloraba también.
—¿Lloraba de verdad?
—No podı́amos verlo, ocultaba su cara con su
pañ uelo. Dejó trescientos francos en monedas de
oro para los presos.
—¡No es ella! —exclamó Camusot.
—Bibi-Lupin —repuso el señ or Gault— exclamó :
"Es una ladrona."
—Él conoce el paño —dijo el señor de Grandville—.
Prepare usted la orden de arresto —añ adió ,
mirando a Camusot—, ¡y a precintar pronto su
domicilio! Pero, ¿có mo habrá obtenido la
recomendació n del señ or de Sé rizy? Trá igame el
permiso de la prefectura... ¡Vamos, señ or Gault!
Má ndeme pronto al sacerdote. Mientras esté aquı́, el
peligro no puede agravarse, y en un par de horas
de conversació n se anda mucho trecho dentro del
alma de un hombre.
—Sobre todo un procurador general como usted
—dijo hábilmente el señor Camusot.
—Seremos dos —respondió corté smente el
procurador general. Y quedó de nuevo sumido en
sus meditaciones.
—En todos los locutorios de las cárceles habría que
establecer un puesto de vigilante, que deberı́a
darse, con una buena retribució n, como plaza de
retiro a los agentes de policı́a má s há biles y ieles —
dijo tras una larga pausa—. Bibi-Lupin tendrı́a que
terminar allı́ sus dı́as. Ası́ tendrı́amos un ojo y un
oı́do en un lugar que requiere una vigilancia má s
e icaz que la que tiene. El señ or Gault no ha sido
capaz de decirnos nada decisivo.
—Está demasiado ocupado —dijo Camusot—; pero
entre las celdas de incomunicació n y nosotros hay
una laguna que no deberı́a haber. Para venir de la
Conserjerı́a a nuestros despachos, hay que pasar
por pasillos, patios y escaleras. La atenció n de
nuestros agentes no es perpetua, mientras que el
preso está pensando sin cesar en su asunto.
—Me han dicho que cuando Jacques Collin salió de
su celda de incomunicació n, se encontró ya con una
dama en su camino. La mujer llegó hasta el puesto
de policı́a, en la parte alta de la pequeñ a escalera de
la Ratonera; me lo han dicho los ujieres, y ya he
recriminado a los gendarmes por este hecho.
—¡Oh, habrı́a que reconstruir el Palacio
enteramente! —dijo el señ or de Grandville—; pero
es un gasto que representa unos veinte o treinta
millones... ¡Y vaya usted a pedir treinta millones a
las cámaras en beneficio de la Justicia!
Se oyeron pasos de varias personas y ruido de
armas. Debía ser Jacques Collin.
El procurador general puso en su rostro una
má scara de gravedad bajo la que desapareció el
hombre. Camusot imitó al jefe del Ministerio fiscal.
Efectivamente, el empleado del gabinete abrió la
puerta y apareció Jacques Collin, tranquilo y sin
sorpresa alguna.
—Ha manifestado usted querer hablar conmigo —
dijo el magistrado—; le escucho.
—¡Señor conde, soy Jacques Collin, me rindo!
Camusot se estremeció , el procurador general se
mantuvo tranquilo.
—Debe usted pensar que tengo motivos para
actuar de esta manera —repuso Jacques Collin,
envolviendo a ambos magistrados con una mirada
iró nica—. Debo ponerles en un grave aprieto,
puesto que si siguiera siendo sacerdote españ ol les
bastarı́a con hacerme llevar por la policı́a hasta la
frontera de Bayona, donde las bayonetas españ olas
les librarían.
Los dos magistrados permanecieron impasibles y
silenciosos.
—Señ or conde —siguió el forzado—, las razones
que me hacen actuar ası́ son aú n má s graves que
é stas, aunque tengan un cará cter muy personal
para mı́; no puedo decı́rselas má s que a usted... Si
tiene usted miedo...
—¿Miedo de quié n, de qué ? —dijo el conde de
Grand-ville.
La actitud, la isonomı́a, sus gestos, sus ademanes y
su mirada hicieron en aquel momento de aquel gran
procurador general la viva imagen de la
magistratura, la cual debe ofrecer los más hermosos
ejemplos de valor civil. En aquellos fugaces
instantes, se mostró a la altura de los viejos
magistrados del antiguo parlamento, del tiempo de
las luchas civiles, en que los presidentes se
enfrentaban cara a cara con la muerte y sin
embargo se mantenı́an irmes e incó lumes como las
estatuas de mármol que luego se les erigió.
—Pues, miedo de quedarse a solas con un
presidiario evadido.
—Dé jenos, señ or Camusot —dijo con viveza el
procurador general.
—Querı́a proponerle que me hiciera atar los pies y
las manos —repuso frı́amente Jacques Collin,
envolviendo a los dos magistrados con una mirada
estremecedora. Hizo una pausa, y prosiguió
gravemente—: Señ or conde, hasta ahora só lo tenı́a
usted mi estima, pero ahora goza de toda mi
admiración...
—¿Tan temible se cree usted, entonces? —
preguntó el magistrado, muy despreciativamente.
—¿Si me creo temible? —dijo el presidiario—. ¿De
qué iba a servirme? Lo soy, y sé que lo soy.
Jacques Collin cogió una silla y se sentó con la
naturalidad de quien sabe que está a la altura de su
adversario en un encuentro de igual a igual.
En aquel momento, el señ or Camusot, que se
hallaba en el umbral de la puerta, a punto de
cerrarla, volvió a entrar, se acercó al señ or de
Grandville y le entregó dos papeles doblados...
—Mire —dijo el juez al procurador general,
enseñándole uno de los papeles.
—Llame usted al señ or Gault —dijo el conde de
Grandville en cuanto hubo leı́do el nombre de la
camarera de la señ ora de Maufrigneuse, a la que
conocía.
El director de la Conserjería compareció.
—Descrı́bame a la mujer que fue a ver al detenido
—le dijo el procurador general al oído.
—Era baja, gruesa, rechoncha —respondió el señor
Gault.
—La persona para la que se irmó el permiso es
alta y delgada —dijo el señ or de Grandville—. ¿Qué
edad tenía?
—Sesenta años.
—¿De qué se trata, caballeros? —dijo Jacques
Collin—. Vamos —añ adió con aire bonachó n—, no
hace falta que indaguen má s. Esa persona es mi tı́a,
y, como tal, perfectamente verosı́mil: se trata de una
mujer, de una anciana. Yo puedo ahorrarles muchos
apuros... No encontrará n a mi tı́a má s que si yo lo
deseo... Si nos embrollamos en estas cosas, no
adelantaremos ni un centímetro.
—El reverendo padre ya no habla el francé s con
acento españ ol —dijo el señ or Gault—, ya no
chapurrea.
—¡Porque las cosas ya está n lo bastante
embrolladas ası́, querido señ or Gault! —le contestó
Jacques Collin con una sonrisa amarga y llamando al
director por su nombre.
En aquel momento el señ or Gault se abalanzó hacia
el procurador general y le dijo al oído:
—¡Tenga cuidado, señ or conde, este hombre está
enfurecido!
El señ or de Grandville alzó pausadamente su
mirada hacia Jacques Collin y le pareció que estaba
tranquilo; pero pronto se dio cuenta de que era
verdad lo que le decı́a el director. Aquella engañ osa
actitud ocultaba la frı́a y terrible irritació n de los
nervios del salvaje. En los ojos de Jacques Collin
latı́a una erupció n volcá nica, sus puñ os estaban
crispados. Parecı́a un tigre agazapado presto a
saltar sobre su presa.
—Dé jennos —dijo con gravedad el procurador
general, dirigié ndose al director de la Conserjerı́a y
al juez.
—¡Ha hecho usted bien mandando salir al asesino
de Lucien!... —dijo Jacques Collin, sin preocuparse
de si Camusot podı́a oı́rle o no—. No lo aguantaba
más, estaba a punto de estrangularle...
El señ or de Grandville se estremeció . Nunca habı́a
visto tanta sangre en los ojos de un hombre, tanta
palidez en sus mejillas, tanto sudor en su frente y
una tal contracción de músculos.
—¿Qué habrı́a sacado con este asesinato? —
preguntó tranquilamente el procurador general al
criminal.
—Cada dı́a está usted vengando o creyendo vengar
a la Sociedad, caballero; ¡y me pide ahora razó n de
una venganza!... ¿Acaso no ha sentido jamá s en sus
venas a la venganza agitando su oleaje?... ¿Acaso no
sabe usted que es ese imbé cil de juez quien nos lo
mató ? Usted querı́a a mi Lucien, y é l le querı́a a
usted tambié n. Le conozco a usted perfectamente,
caballero. Aquella encantadora criatura me lo
contaba todo, por la noche, cuando regresaba a
casa; lo metı́a en la cama como un ama de crı́a a su
bebé , y se lo hacı́a contar todo... Me lo decı́a todo,
hasta sus sensaciones má s insigni icantes... Ninguna
madre ha amado jamá s a un hijo ú nico como yo
amaba a aquel á ngel. ¡Si usted supiera! De aquel
corazó n brotaba el bien como las lores en los
prados. Era dé bil, é se era su ú nico defecto, dé bil
como la cuerda de la lira, que es tan fuerte cuando
está tensa... Esas son las almas má s hermosas: su
debilidad es una con la ternura, la admiració n, y con
la facultad de lorecer bajo el sol del Arte, del Amor
y de la belleza que Dios ha creado para el hombre
bajo mil formas distintas... En suma, Lucien era
como una mujer frustrada. ¡Ya sabe usted lo que
dije a la bestia bruta que acaba de salir!... ¡Ay, señ or,
en mi papel de preso ante un juez instructor hice lo
que habrı́a hecho Dios para salvar a su hijo si, con
el propó sito de salvarlo, le hubiera acompañ ado
ante Poncio Pilato!...
Un torrente de lá grimas brotó de los ojos claros y
amarillos del presidiario, que antes llameaban como
los de un lobo hambriento que se hubiera pasado
seis meses en medio de la nieve en plena Ucrania.
Prosiguió:
—¡Ese cernı́calo no quiso escuchar nada y llevó al
muchacho a la perdició n!... Señ or conde, yo lavé el
cadá ver del muchacho con mi llanto, implorando a
Aquel a quien tı́o conozco y que está por encima de
nosotros; ¡yo que no creo en Dios!... (¡Si no fuera
materialista, dejarı́a de ser yo mismo!) ¡En pocas
palabras se lo he dicho todo! Usted no sabe, nadie
sabe lo que es el dolor; só lo yo lo sé . El fuego del
dolor absorbı́a tanto mis lá grimas, que esta noche
no he podido llorar. Ahora lloro porque siento que
usted me comprende. Antes le he visto aquı́, como
representante de la Justicia... ¡Ay!, caballero, que
Dios... (¡empiezo a creer en El!), que Dios le guarde
de ser como yo soy... Ese maldito juez me ha
arrebatado el alma. ¡Señ or, señ or! ¡En estos
momentos estará n enterrando a mi vida, a mi
belleza, a mi virtud, a mi conciencia, a todo mi vigor!
Imagine usted un perro a quien un quı́mico le quita
toda la sangre... Pues bien, yo soy este perro... Ésa es
la razón por la que he venido a decirle: "Soy Jacques
Collin, ¡me rindo!..." Habı́a resuelto esto esta misma
mañ ana, cuando vinieron a arrebatarme aquel
cuerpo que yo besaba como un demente, como una
madre, como la Virgen debió de besar a Jesú s en su
sepulcro... Querı́a ponerme al servicio de la Justicia
incondicionalmente... Ahora, en cambio, debo poner
algunas condiciones, ya verá por qué...
—¿Habla usted con el señ or de Grandville, o con el
procurador general? —dijo el magistrado.
Los dos hombres, el CRIMEN y la JUSTICIA, se
miraron. El presidiario habı́a conmovido al
magistrado, que sintió una piedad religiosa por
aquel desgraciado; comprendió su vida y sus
sentimientos. El magistrado (un magistrado es
siempre un magistrado), que desconocı́a la
conducta de Jacques Collin desde su fuga, creyó que
podrı́a adueñ arse de aquel criminal que, en
definitiva, sólo era culpable de una falsificación.
Y quiso intentar la generosidad con aquella
naturaleza compuesta, como el bronce, de diversos
metales, de bien y de mal. Ademá s, el señ or de
Grandville, que habı́a alcanzado los cincuenta y tres
añ os de edad sin haber sido capaz de inspirar amor,
admiraba a las personas tiernas, como todos
aquellos que nunca han sido amados. Quizá s aquel
desespero, patrimonio de muchos hombres a
quienes las mujeres no ofrecen má s que su aprecio
o su amistad, era el secreto lazo que unı́a con tan
profunda intimidad a los señ ores de Bauvan, de
Grandville y de Sé rizy, puesto que una misma
desgracia hace vibrar las almas al unísono, igual que
una felicidad mutua. —¡Tiene usted un porvenir!...
—dijo el procurador general, dirigiendo una mirada
inquisitiva sobre aquel bribó n que mostraba un
gran abatimiento.
El hombre hizo un ademá n con el que expresó la
más profunda indiferencia hacia sí mismo.
—Lucien ha hecho testamento y le ha legado
trescientos mil francos...
—¡Pobre! ¡Pobre pequeñ o! ¡Pobre pequeñ o! —
exclamó Jacques Collin—. ¡Siempre ha sido
demasiado honrado! ¡Yo reunı́a todos los
sentimientos malos, é l era en cambio lo bueno, lo
noble, lo bello y lo sublime! ¡Almas tan hermosas
como la suya no se transforman fá cilmente! ¡De mı́
no había recogido más que mi dinero, caballero!
Aquel completo y profundo abandono de la
personalidad que el magistrado ya no podı́a
revitalizar, era una demostración tan palpable de las
palabras de aquel hombre, que el señ or de
Grandville olvidó al criminal. ¿Qué iba a hacer el
procurador general?
—Si ya nada le interesa —preguntó el señ or de
Grandville—, ¿qué ha venido usted a decirme?
—¿Le parece poco que haya venido a entregarme?
Estaban ustedes quemá ndose, pero no lograban
cogerme. Mi identidad, por otra parte, ¡es muy
incó moda para ustedes!... "¡Vaya adversario!",
pensó el procurador general. —Va usted a cortar la
cabeza a un inocente, señ or procurador general, y
yo he descubierto al verdadero culpable —añ adió
gravemente Jacques Collin, secá ndose las lá grimas
—. No estoy aquı́ por ellos, sino por usted. Venı́a a
quitarle un remordimiento, porque amo a todos los
que han tenido alguna clase de interé s por Lucien,
igual que odio a todos los que le han impedido
seguir viviendo... ¿Qué me importa a mı́ un
presidiario? —añ adió tras una breve pausa—. Un
presidiario, para mı́, apenas es lo que una hormiga
para usted. Soy como los bandoleros de Italia (¡qué
hombres tan valientes!): si el viajero asaltado les
rinde algo má s que el valor del disparo de fusil, lo
matan. Só lo he pensado en usted. He confesado a
este muchacho, que ú nicamente podı́a iarse de mı́,
puesto que fue compañ ero mı́o de grilletes.
Thé odore es un buen chico y creyó que hacı́a un
favor a su amante encargá ndose de vender o de
empeñ ar unos objetos robados; pero respecto al
asunto de Nanterre, es tan culpable como lo pueda
ser usted. Es de Có rcega, y entre aquella gente es
costumbre vengarse y matarse unos a otros como
moscas. En Italia y en Españ a no se respeta la vida
del hombre. Muy sencillo: se cree que estamos
provistos de un alma, de un algo, de una imagen
nuestra que nos sobrevive y que perdura
eternamente. ¡Vaya usted con tales pamplinas a
nuestros analistas! Só lo los paı́ses de ateos o
iló sofos hacen pagar cara la vida a los que la
perturban, y tienen razó n, ya que no creen má s que
en la materia, en el presente. Si Calvi les hubiera
dicho quié n era la mujer de la que procedı́an los
objetos robados, habrı́an encontrado no al
verdadero culpable, ya que está entre sus propias
manos, sino a un có mplice al que el pobre Thé odore
no quiere perder, porque se trata de una mujer...
¿Qué quiere usted? Cada clase tiene su concepto del
honor, tambié n lo tienen el mundo de los presos y
de los delincuentes. Ahora sé quié n es el asesino de
estas dos mujeres y los autores de aquel golpe tan
audaz y extrañ o; me lo han contado hasta en sus
menores detalles. Suspenda la ejecució n de Calvi y
se enterará de todo; pero dé me su palabra de
devolverlo al presidio haciendo conmutar su pena...
En el dolor en que estoy sumido, uno no se toma la
molestia de mentir, ya que lo sabe usted. Lo que le
digo es pura verdad...
—Con usted, Jacques Collin, aunque sea en cierto
modo rebajar a la justicia, que no debe hacer
semejantes compromisos, creo que puedo a lojar el
rigor de mis funciones.
—¿Me otorga usted esta vida?
—Es posible...
—Caballero, le ruego que me dé usted su palabra,
me bastará...
El señ or de Grandville hizo un ademá n que
reflejaba su orgullo herido.
—Tengo entre mis manos el honor de tres familias,
mientras que usted solamente cuenta con la vida de
tres presidiarios —dijo Jacques Collin—; estoy en
mejor posición que usted.
—Puede volver a la celda de incomunicació n; ¿y
entonces qué va a hacer?... —preguntó el
procurador general.
—¿Ah, acepta el juego? —dijo. Jacques Collin—. Yo
hablaba a la pata la llana, hablaba con el señ or de
Grandville; pero si el que tengo delante es el
procurador general, vuelvo a coger mis cartas y
cargo con todo. ¡Yo que iba a devolverle las cartas
escritas por la señ orita Clotilde de Grandlieu a
Lucien si me hubiera dado usted su palabra!
El acento, la sangre frı́a y la mirada que
acompañ aron a estas palabras revelaron al señ or
de Grandlieu a un adversario con el cual la falta má s
insignificante era peligrosa.
—¿Eso es todo lo que pide? —dijo el procurador
general.
—Voy a hablarle por mı́ —dijo Jacques Collin—. El
honor de la familia Gradlieu paga la conmutació n de
la pena de Thé odore: eso es dar mucho y pagar
muy poco. ¿Qué es un presidiario condenado a
cadena perpetua?... Si se fuga, pueden deshacerse
de é l muy fá cilmente; es como una letra de cambio
para la guillotina. Ahora bien, como lo habı́an
destinado con intenciones no muy buenas a
Rochefort, debe prometerme que lo encaminará
hacia Toulon, con la recomendació n de que sea bien
tratado. Ahora, por mi parte, yo quiero má s; tengo
el archivo de la señ ora de Sé rizy y el de la duquesa
de Maufrigneuse, y qué cartas!... Mire, señ or conde,
las mujeres de mala vida, cuando escriben, ponen
mucho sentimiento y un gran estilo; pues bien, las
grandes damas, que despliegan un gran estilo y
unos grandes sentimientos todo el dı́a, escriben tal
como actú an las prostitutas. La solució n de este
rompecabezas, que la busquen los iló sofos; no
tengo ningú n deseo especial de buscarla. La mujer
es un ser inferior, que obedece demasiado a sus
ó rganos. ¡Para mı́ la mujer só lo es hermosa cuando
se parece a un hombre! Esas duquesas que son
viriles por su cabeza han escrito obras maestras...
¡Oh!, es una delicia de cabo a rabo, como la famosa
oda de Pirón...
—¿De verdad?
—¿Quiere usted verlas?... —dijo Jacques Collin,
sonriendo.
El magistrado sintió vergüenza.
—Puedo dejar que lea algunas; pero en eso, ¡nada
de bromas! ¿Haremos juego limpio?... Me devolverá
las cartas y prohibirá que se espı́e, que se siga y que
se vigile a la persona que las traerá.
—¿Llevará mucho tiempo?... —dijo el procurador
general.
—No, son las nueve y media... —repuso Jacques
Collin, mirando el reloj—; pues bien, dentro de
cuatro minutos tendremos una carta de cada una de
estas damas, y en cuanto las haya leı́do usted
anulará la orden de ejecució n. Si no fuera cierto
todo esto, no estarı́a yo tan tranquilo. Ademá s, estas
damas están ya advertidas...
El señor de Grandville hizo un ademán de sorpresa.
—En estos momentos deben estar movié ndose
mucho; van a poner en danza al ministro de Justicia,
y a lo mejor llegará n incluso hasta el propio rey...
Veamos, ¿me da usted palabra de no identi icar a la
persona que venga, de no vigilarla ni hacerla vigilar
durante una hora?
—¡Se lo prometo!
—¡Bien! Sé que usted no va a engañ ar a un
presidiario evadido. Usted es de la misma madera
que los Turenne, y es iel a su palabra tambié n para
con los ladrones... Mire, en la sala de los Pasos
Perdidos se encuentra en estos momentos una
pordiosera harapienta, una anciana, en el centro de
la sala. Debe de estar con alguno de los escribanos
pú blicos de algú n proceso de pared medianera;
mande usted a su mozo de o icina a buscarla. Que le
diga estas palabras: Dabor ti mandona, y vendrá ...
Pero no sea usted cruel inú tilmente... O acepta mis
proposiciones o no se compromete usted con un
presidiario... ¡Fı́jese en que no soy má s que un
falsario!...
No deje que Calvi sufra la terrible angustia del
corte de cabello...
—La ejecució n ya ha sido suspendida... ¡No quiero
que la justicia sea menos que usted! —dijo el señ or
de Grand-ville a Jacques Collin.
Jacques Collin miró al procurador general con
asombro y vio que tiraba del cordó n de la
campanilla.
—¿Me hará usted el favor de no escaparse? Dé me
su palabra, con ella me basta. Vaya a buscar a esa
mujer... El mozo de oficina apareció.
—Fé lix, mande a los gendarmes que se vayan... —
dijo el señor de Grandville.
Jacques Collin quedó derrotado.
En aquel duelo con el magistrado, querı́a ser el má s
magná nimo, el má s fuerte y el má s generoso, pero
el magistrado habı́a acabado aplastá ndole. No
obstante, el presidiario sintió su superioridad por el
hecho de que engañ aba a la Justicia, de que la
persuadı́a de que el culpable era inocente y le
disputaba victoriosamente una cabeza; pero aquella
superioridad suya tenı́a que ser sorda, secreta y
oculta, mientras que la Cigü eñ a le abrumaba abierta
y majestuosamente.
En el mismo momento en que Jacques Collin salı́a
del despacho del señ or de Grandville, el secretario
general de la presidencia del consejo, un diputado,
el conde Des Lupeaulx, se presentó acompañ ado de
un anciano enfermizo. El anciano, cubierto por una
mullida esclavina, como si todavı́a reinara el
invierno, con los cabellos empolvados, el rostro
pá lido y frı́o, mostraba al andar el impedimento de
la gota que le afectaba, inseguro de sus pies
envueltos en gruesos zapatos de cuero, apoyado en
un bastó n con pomo de oro, con la cabeza
descubierta, el sombrero en la mano y en la
botonera un pasador de siete cruces.
—¿Qué hay, querido Des Lupeaulx? —preguntó el
procurador general.
—Me manda el prı́ncipe —dijo al oı́do del señ or de
Grandville—. Tiene usted carta blanca para
recuperar las cartas de las señ oras de Sé rizy y de
Maufrigneuse, ası́ como las de la señ orita Clotilde de
Grandlieu. Puede usted negociar con este señor...
—¿Quié n es? —preguntó el procurador general al
oído de Des Lupeaulx.
—No tengo secretos para usted, mi querido
procurador general, se trata del cé lebre Corentin.
Su Majestad manda decir que le informe usted
personalmente de todas las circunstancias de este
asunto y de las condiciones impuestas para lograr
lo que se proponen.
—Há game el favor de ir a decir al prı́ncipe que
todo ha terminado —respondió el procurador
general al oído de Des Lupeaulx—, que no he tenido
necesidad de este caballero —añ adió , señ alando a
Corentin—. Iré a recibir ó rdenes de Su Majestad
respecto a la conclusió n del caso, que dependerá
del ministro de Justicia, puesto que hay que otorgar
dos conmutaciones de pena.
—Ha obrado usted muy inteligentemente
adelantá ndose ası́ —dijo Des Lupeaulx, estrechando
la mano del procurador general—. El rey no quiere
que la nobleza, que algunas grandes familias se
vean afrentadas a bombo y platillo, precisamente
ahora, poco antes de intentarse una maniobra
importante... Esto no es un mero asunto criminal, es
una cuestión de Estado...
—¡Dı́gale al prı́ncipe que cuando usted ha llegado
todo estaba ya arreglado!
—¿Es cierto?
—Así lo creo.
—Entonces será usted ministro de Justicia en
cuanto el actual ministro sea nombrado canciller,
amigo mío...
—¡No tengo ambiciones!... —contestó el
procurador general.
Des Lupeaulx salió riendo.
—Rué guele al prı́ncipe que solicite diez minutos de
audiencia al rey, para mı́, hacia las dos y media de la
tarde —añ adió el señ or de Grandville mientras
acompañaba al conde Des Lupeaulx.
—¡Y no es usted ambicioso! —dijo Des Lupeaulx,
dirigiendo una sutil mirada al señor de Grandville—.
Vamos, tiene usted dos hijos, y por lo menos quiere
llegar a ser par de Francia...
—Si el señ or procurador general tiene las cartas,
mi intervenció n resulta inú til —hizo notar Corentin
al hallarse solo con el señ or de Grandville, que lo
contemplaba con una curiosidad muy comprensible.
—Un hombre como usted no está nunca de má s en
un asunto tan delicado como é ste —contestó el
procurador general al ver que Corentin lo habı́a
oído o lo había comprendido todo.
Corentin saludó con un ligero movimiento de
cabeza casi protector.
—¿Conoce usted, caballero, al personaje de que se
trata?
—Sı́, señ or conde, se trata de Jacques Collin, el jefe
de la sociedad de los Diez Mil, el banquero de los
penales, un presidiario que, desde hace tres añ os,
ha sido capaz de ocultarse tras la sotana del padre
Carlos Herrera. ¿Có mo se le encargó una misió n del
rey de Españ a para el difunto rey? Será difı́cil sacar
la luz de este asunto. Espero una respuesta de
Madrid, adonde mandé unas cartas y a un hombre.
Este presidiario tiene el secreto de dos monarcas...
—¡Qué temple y qué vigor tiene este hombre! No
nos queda má s que una de estas dos soluciones: o
hacerlo nuestro o deshacernos de é l —dijo el
procurador general.
—Hemos tenido la misma idea, y es un gran honor
para é l —replicó Corentin—. Estoy obligado a tener
tantas ideas y para tanta gente, que entre tantos
tengo que encontrarme con un individuo inteligente.
Estas palabras fueron pronunciadas tan secamente
y en un tono tan glacial, que el procurador general
guardó silencio y se puso a tramitar ciertos asuntos
urgentes.
Cuando Jacques Collin apareció en la sala de los
Pasos Perdidos, puede imaginarse qué gran
asombro experimentó la señ orita Jacqueline Collin.
Se quedó plantada, con las manos en las caderas, ya
que estaba disfrazada de vendedora ambulante. Por
muy acostumbrada que estuviera a las hazañ as de
su sobrino, aquélla las superaba todas.
—¿Qué pasa? Si sigues contemplá ndome como a
una curiosidad de museo —dijo Jacques Collin,
cogiendo a su tı́a por el brazo y llevá ndola fuera de
la sala de los Pasos Perdidos—, nos tomará n por
dos curiosidades; quizá nos detendrı́an y
perderı́amos tiempo. —Bajó la escalera de la galerı́a
comercial que lleva a la calle de la Barillerie—.
¿Dónde está Paccard?
—Me espera en casa de la Pelirroja y se está
paseando por el muelle.
—¿Y Prudence?
—Está en su casa, como mi ahijada.
—Vamos allá...
—Mira si nos siguen...
La Pelirroja, una quincallera establecida en el
muelle de las Flores era la viuda de un famoso
asesino, de un Diez Mil. En 1819 Jacques Collin
había entregado lealmente veintitantos mil francos a
aquella muchacha de parte de su amante, despué s
de su ejecució n. Engañ amuertes era el ú nico que
sabı́a la intimidad que unı́a a aquella mujer, que
entonces, era modista, con su cofrade.
—Soy el jefe de tu hombre —le habı́a dicho en
aquella ocasió n el inquilino de la señ ora Vauquer a
la modista, a quien habı́a dado cita en el Parque
Zooló gico—. El ha debido de hablarte de mı́. Todo el
que me traiciona muere antes de que pase un añ o,
mientras que todo el que me es leal nunca tiene
nada que temer de mí. Soy amigo de los que mueren
antes que decir una palabra que comprometa a
aquellos a quienes tengo aprecio. Entré gate a mı́
como se entrega una alma al diablo y saldrá s
favorecida. Prometı́ a tu pobre Auguste que serı́as
feliz; é l querı́a dejarte en la opulencia, y lo han
llevado a la balanza debido a ti. Ahora no llores.
Escú chame: nadie má s que yo sabe que eras la
amante de un presidiario a quien han bochado el
pasado sá bado; yo nunca diré nada. Tienes
veintidó s añ os, eres guapa, ahı́ tienes una fortuna
de veintisé is mil francos; olvida a Auguste, cá sate y
convié rtete en una mujer honrada, si puedes. A
cambio de esta tranquilidad, te pido que me ayudes,
a mı́ y a todos los que te mande, pero sin la menor
vacilació n. Nunca te pediré nada que sea
comprometedor para ti, ni para tus pequeñ os ni
para tu marido, si tienes uno, ni para tu familia. A
menudo, con el o icio que tengo, me hace falta un
lugar seguro para hablar o para esconderme.
Necesito a una mujer discreta para llevar una carta
o hacerse cargo de algú n recado. Será s uno de mis
buzones de cartas, una de mis garitas de portero,
uno de mis emisarios. Ni má s ni menos. Eres
demasiado rubia; Auguste y yo te llamá bamos la
Pelirroja; conservará s este mismo nombre. Mi tı́a, la
vendedora del Temple, con quien te pondré en
relació n, será la ú nica persona del mundo a quien
tendrá s que obedecer; dile todo lo que te ocurra;
ella te casará y te ayudará en todo.
Fue ası́ como se irmó uno de esos pactos
diabó licos, parecido al que habı́a ligado a Prudence
Servien durante tanto tiempo, y que jamá s Jacques
Collin dejaba de seguir fortaleciendo; igual que el
diablo, tenı́a la pasió n del proselitismo. Jacqueline
Collin habia casado a la Pelirroja hacia 1821 con el
primer empleado de un rico quincallero al mayor.
Aquel primer empleado, gracias a unos tratos con la
casa comercial de su patrono, estaba entonces en
una fase de prosperidad; era padre de dos niñ os y
adjunto del alcalde de su barrio. La Pelirroja,
llamada desde su casamiento señ ora Pré lard, jamá s
habı́a tenido ningú n motivo de queja ni contra
Jacques Collin ni contra su tı́a; pero a cada favor
que se le pedía, la señora Prélard se ponía a temblar
de arriba abajo. Ası́ pues, se puso pá lida cuando vio
entrar en su tienda a los dos terribles personajes.
—Tenemos que hablar con usted de negocios,
señora —dijo Jacques Collin.
—Mi esposo está aquí.
—Bueno, tampoco nos es del todo necesaria su
ayuda por ahora; no me gusta molestar sin
necesidad a la gente.
—Mande buscar un coche de punto, hija mı́a —le
dijo Jacqueline Collin—, y diga a mi ahijada que baje;
espero colocarla como sirvienta en casa de una
gran señ ora, y el intendente de la casa quiere
llevársela.
Paccard, que parecı́a un gendarme vestido de civil,
estaba hablando en aquellos momentos con el
señ or Pré lard de una importante remesa de
alambre para la construcción de un puente.
Un empleado fue a buscar un coche de punto, y
unos minutos má s tarde Europa, o, mejor, Prudence
Servien —prescindiendo ya del sobrenombre con el
que habı́a servido a Esther—, Paccard, Jacques
Collin y su tı́a estaban reunidos en un coche de
punto, con gran regocijo por parte de la Pelirroja, y
Engañ amuertes dio la orden de ir a la barrera de
Ivry.
Prudence Servien y Paccard, temblorosos delante
del jefe, parecı́an unas almas culpables ante la
presencia de Dios.
—¿Dó nde está n los setecientos cincuenta mil
francos? —les preguntó el jefe, hundiendo en ellos
una de esas miradas ijas y claras que turbaban tan
eficazmente la sangre de aquellas almas condenadas
cuando las cogı́a en falta, que les parecı́a tener
alfileres clavados en la cabeza en lugar de cabellos.
—Los setecientos treinta mil francos —contestó
Jacqueline Collin a su sobrino —está n en lugar
seguro, se los he dado esta misma mañ ana a la
Romette, en un paquete precintado...
—Si no se los hubierais entregado a Jacqueline —
dijo Engañ amuertes—, os ibais derechos ahı́... —dijo
señ alando la plaza de la Gré ve, ante la cual se
hallaba en aquel momento el coche.
Prudence Servien, siguiendo las costumbres de su
tierra, se santiguó como si hubiera visto un
relámpago.
—Os perdono —dijo el jefe— a condició n de que
no volvá is a cometer ninguna falta, y de que seá is
para mı́, de ahora en adelante, lo mismo que estos
dos dedos de la mano derecha —dijo, enseñ á ndoles
el ı́ndice y el medio—, puesto que el pulgar es esta
buena ja —dijo dando una palmada al hombro de
su tı́a—. Escuchadme. A partir de ahora, tú , Paccard,
ya no tendrá s nada que temer, y puedes seguir con
la nariz metida en Pantin como gustes. Te autorizo a
que te cases con Prudence.
Paccard cogió la mano de Jacques Collin y se la
besó respetuosamente.
—¿Qué debo hacer? —preguntó.
—Nada, y tendrá s dinero de las rentas y mujeres,
sin contar la tuya, que tú , amigo, tienes costumbres
muy estilo Regencia... ¡Ahı́ es adonde lleva el ser
demasiado guapo!
Paccard enrojeció al oı́r aquel iró nico elogio de
boca de su sultán.
—A ti, Prudence —añ adió Jacques Collin—, te hace
falta una carrera, una situació n, un porvenir, y
seguir a mi servicio. Escú chame bien. En la calle
Sainte-Barbe hay una muy buena casa que
pertenece a la señ ora Saint-Estè ve, que presta su
nombre a mi tı́a, a veces... Es una buena casa, bien
abastecida, que da unos quince o veinte mil francos
al añ o. La Saint-Estè ve deja esta tienda al cuidado
de...
—La Gonore —dijo Jacqueline.
—La ja del pobre La Ponraille —dijo Paccard—. Allı́
fue adonde huı́ con Europa el dı́a de la muerte de la
pobre señora Van Bogseck, nuestra ama...
—¿Desde cuá ndo se me interrumpe cuando hablo?
—dijo Jacques Collin.
En el interior del coche se hizo el má s profundo
silencio, y ni Prudence ni Paccard se atrevieron a
volver a mirarse. —La casa está a cargo de la
Gonore —siguió Jacques Collin—. Si fuiste a
ocultarte allı́ con Prudence, ya veo, Paccard, que
eres lo bastante listo para esquivar a la bojia (la
policı́a), pero que no eres su icientemente sutil para
habé rtelas con la coima... —dijo, acariciando la
barbilla de su tı́a—. Ahora me doy cuenta de có mo
pudo encontrarte... es fá cil. Ahora vais a volver a
casa de la Gonore... Sigo. Jacqueline hará tratos con
la señ ora Rorro para la adquisició n de su tienda de
la calle Sainte-Barbe, y allı́ podrá s hacer fortuna,
¡comportá ndote con compostura, hija mı́a! —dijo
mirando a Prudence—. ¡Abadesa a tu edad! Ası́
acaba una muchacha en Francia —añ adió con tono
mordaz.
Prudence se abalanzó al cuello de Engañ amuertes y
le abrazó , pero el jefe, con un golpe seco que
demostraba su fuerza extraordinaria, la rechazó
con tanta brusquedad que, de no haber sido por
Paccard, la muchacha se habrı́a dado de cabeza
contra el cristal del coche y lo habrı́a hecho
pedazos.
—¡Quita de ahı́! ¡No me gustan estas formas! —dijo
secamente el jefe—. Eso es faltarme al respeto.
—Tiene razó n, mujer —dijo Paccard—. Mira, es
como si el jefe te diera cien mil francos. La tienda
bien lo vale. Está en el bulevar, frente al Gymnase.
Hay la salida del teatro...
—Aú n mejor, compraré tambié n la casa —dijo
Engañamuertes.
—¡En seis añ os seremos millonarios! —exclamó
Paccard.
Harto de que le interrumpieran, Engañ amuertes
dio a Paccard un puntapié en la tibia que hubiera
bastado para quebrá rsela si Paccard no tuviera los
nervios de goma y los huesos de hojalata.
—¡Ya basta, jefe! Nos callaremos —contestó.
—¿Creé is que lo que digo son pamplinas? —dijo
Engañ amuertes, que se dio cuenta entonces de que
Paccard habı́a bebido algunos vasos de má s—.
Escuchad. En la bodega de la casa hay doscientos
cincuenta mil francos en oro...
De nuevo se hizo un silencio profundo en el
interior del vehículo.
—Este oro está en un lugar muy difı́cil... Se trata de
extraer esa suma, y no tendré is má s que tres
noches para hacerlo. Jacqueline os ayudará ... Cien
mil francos servirá n para pagar el establecimiento,
cincuenta mil para la compra de la casa, y dejá is el
resto.
—¿Dónde? —dijo Paccard.
—¡En la bodega! —repitió Prudence.
—¡Callaos! —dijo Jacqueline.
—Sı́, pero para la transmisió n de esta suma, hará
falta la aprobació n de la bojia (la policı́a) —dijo
Paccard.
—La tendremos —dijo secamente Engañ amuertes
—. ¿Por qué te metes en lo que no te importa?...
Jacqueline miró a su sobrino y le chocó lo alterado
que estaba su rostro a travé s de la má scara
impasible bajo la que habitualmente aquel ser tan
pétreo ocultaba sus emociones.
—Hija mı́a —dijo Jacques Collin a Prudence Servien
—, mi tı́a va a entregarte los setecientos cincuenta
mil francos.
—Setecientos treinta —dijo Paccard.
—Bien, pues setecientos treinta —repuso Jacques
Collin—. Esta noche tienes que volver, con el
pretexto que sea, a casa de la señ ora Lucien.
Subirá s al tejado, entrará s por la buhardilla y
bajará s por la chimenea hasta el dormitorio de tu
difunta ama; dejará s en el colchó n de su cama el
paquete que ella había hecho...
—¿Y por qué no por la puerta? —dijo Prudence
Servien.
—¡Imbé cil! ¿No sabes que todavı́a está n los
precintos? —replicó Jacques Collin—. El inventario
se hará dentro de algunos dı́as de modo que se os
declarará inocentes del robo...
—¡Viva el jefe! —exclamó Paccard—. ¡Qué
maravilla!
—¡Cochero, deténgase!... —gritó con su potente voz
Jacques Collin. ,:.
El vehı́culo se hallaba ante la parada de los coches
de punto del Parque Zoológico.
—Apeaos, hijos mı́os, ¡y no hagá is tonterı́as! Pasad
esta tarde, a las cinco, por el puente des Arts, y allı́
estará mi tı́a, que os dirá si hay contraorden. Hay
que preverlo todo —dijo en voz baja a su tı́a—.
Jacqueline os explicará mañ ana —añ adió —de qué
manera hay que proceder para sacar sin peligro el
oro de la bodega. Es una operación muy delicada...
Prudence y Paccard saltaron a la calzada, contentos
como un par de ladrones absueltos.
—¡Qué buena persona es el jefe! —dijo Paccard.
—Si no fuera tan despreciativo para con las
mujeres, sería el rey de los hombres.
—¡Es muy amable! —exclamó Paccard—. ¿Has
visto qué puntapié s me ha dado? Merecı́amos que
nos mandara a hacer gá rgaras, ya que, en de initiva,
fuimos nosotros quienes le metimos en el lío...
—Con tal que no nos entrometa en algú n crimen y
nos mande al banasto... —dijo la aguda y lista
Prudence.
—¡El! Si ası́ se le antojara, ya nos lo habrı́a dicho,
¡no le conoces aú n bastante! ¡Qué buen arreglo te
ha hecho! Henos aquı́ convertidos en comerciantes.
¡Qué suerte! ¡Cuando este hombre quiere a alguien,
no tiene rival en cuanto a bondad!...
—¡Mi alma! —dijo Jacques Collin a su tı́a—.
Encá rgate de la Gonore, hay que cloroformizarla;
dentro de cinco dı́as será detenida y encontrará n en
su habitació n ciento cincuenta mil francos de oro,
resto de la suma sustraída con ocasión del asesinato
de los viejos Grottat, los padres del notario...
—La mandará n para cinco añ os a las
Madelonnettes —dijo Jacqueline.

—Má s o menos —contestó Jacques Collin—. Esta


será una razó n para que la Rorro se desprenda de
su casa; ella misma no puede administrarla, y no se
encuentra a una administradora fá cilmente. De
modo que podrá s arreglar este asunto muy bien.
Ahı́ tendremos ya un ojo... Pero las tres operaciones
está n todas subordinadas a la negociació n que
acabo de iniciar respecto a nuestras cartas. Descose
tu vestido y dame las muestras de las mercancı́as.
¿Dónde están los tres paquetes?
—¿Có mo? Pues en casa de la Pelirroja,
naturalmente.
—¡Cochero! —dijo Jacques Collin—, ¡regrese al
Palacio de Justicia, y rá pido... Prometı́ que irı́a de
prisa y hace ya media hora que estoy fuera; es
demasiado. Qué date en casa de la Pelirroja y da los
paquetes precintados al mozo de o icina que vaya
por allı́ y pregunte por la señ ora de Saint-Estè ve. El
de será la contraseñ a y tendrá que decirte: Señ ora,
vengo de parte del señ or procurador general para
lo que usted ya sabe. Qué date delante de la puerta
de la Pelirroja, mirando lo que ocurre en el
mercado de las lores, para no llamar demasiado la
atenció n a Pré lard. En cuanto te hayas desprendido
de las cartas, puedes hacer actuar a Paccard y a
Prudence.
—Ya veo por dó nde vas —dijo Jacqueline—;
quieres sustituir a Bibi-Lupin. ¡La muerte del
muchacho te ha trastornado!
—¿Y Thé odore, a quien iban ya a cortarle los
cabellos para bocharlo esta tarde a las cuatro? —
exclamó Jacques Collin.
—¡En in, no está mal la idea! Acabaremos siendo
gente honrada, unos buenos burgueses, viviendo en
una hermosa finca y gozando del agradable clima de
la Turena.
—¿Qué iba a hacer? Lucien se ha llevado mi alma,
toda la felicidad que podı́a darme la vida; me
quedaban treinta añ os de aburrimiento, y no tengo
á nimos para aguantarlo. En lugar de ser el jefe de
los presidiarios, seré el Fı́garo de la Justicia y
vengaré a Lucien. Solamente metido en la propia
piel de la bojia es como puedo acabar con Corentin
sin exponerme. Aú n tiene aliciente la vida cuando se
tiene a alguien a quien destruir. Las cosas del
mundo no son má s que apariencias; ¡lo ú nico real
es la idea! —añ adió , golpeá ndose la frente—. ¿Qué
te queda ahora en nuestro tesoro?
—Nada —dijo la tı́a, asustada por el acento y los
gestos de su sobrino—. Lo di todo para tu pequeñ o.
A la Romette no le quedan más de veinte mil francos
para el negocio. Me llevé todo lo que guardaba la
señ ora Rorro, que tenı́a aproximadamente sesenta
mil francos suyos... ¡Sı́! Dormimos en unas sá banas
que desde hace un añ o no se han lavado. El
pequeñ o se tragó el sorni de los cofrades, nuestro
tesoro y todo lo que tenı́a la Rorro. —¿A cuá nto
subía? —Quinientos sesenta mil...
—Ahora tendremos ciento cincuenta en oro, que
nos deberá n Paccard y Prudence. Voy a decirte
dó nde puedes hacerte con otros doscientos... Lo
demás nos vendrá de la herencia de Esther. Hay que
recompensar a la Rorro. Con Thé odore, Paccard,
Prudence, la Rorro y tú pronto habré constituido el
batalló n sagrado que me hace falta... Escucha, ya
estamos cerca...
—Aquı́ tienes las tres cartas —dijo Jacqueline, que
en aquel momento acababa de dar el ú ltimo
tijeretazo al forro de su vestido.
—Bien —respondió Jacques Collin, cogiendo los
tres preciosos autó grafos, tres cartas de papel vitela
que todavı́a conservaban el perfume—. Thé odore
es el autor del golpe de Nanterre.
—¡Ah, era él!...
—Cá llate, que el tiempo es oro; quiso darle el
dinero a un pajarillo de Có rcega llamado Ginetta...
Haz que la Rorro salga en busca suya, te haré llegar
las informaciones necesarias a travé s de una carta
que te entregará Gault. Dentro de dos horas ven al
rastrillo de la Conserjerı́a. Se trata de meter a la
muchacha en la casa de una lavandera que es la
hermana de Godet... Godet y Ruffard son los
có mplices de La Pouraü le en el robo y el asesinato
cometido en casa de los Crottat. Los cuatrocientos
cincuenta mil francos está n intactos, un tercio en el
sótano de la Gonore, que es la parte de La Pouraüle;
el segundo tercio en la habitació n de la Gonore, la
parte de Ruffard, y el otro está escondido en casa
de la hermana de Godet. Espezaremos cogiendo
ciento cincuenta mil francos de la parte de La
Pouraü le, cien de la de Godet y cien má s de la de
Ruffard. Una vez apiolados Ruffard y Godet,
parecerá que sean ellos los que hayan sustraı́do lo
que falta de su parte. Haré creer a Godet que le
hemos puesto de lado cien mil francos para é l, y a
Ruffard y a La Pouraü le que la Gonore se lo tiene
guardado... Prudence y Paccard van a trabajar en
casa de la Gonore. Tú y Ginetta, que me parece una
muchacha muy há bil, actuaré is en casa de la
hermana de Godet. En cuanto a mí, para mi debut en
la comedia, logro que la Cigü eñ a recupere
cuatrocientos mil francos del caso Crottat y que
detenga a los culpables; luego pongo al descubierto
el caso del asesinato de Nanterre. ¡Ası́ recuperamos
nuestro sorni y nos situamos en el meollo mismo de
la bo ial Eramos la caza y nos convertimos en
cazadores, eso es todo. Dale tres francos al cochero.
El vehı́culo habı́a llegado al Palacio de Justicia.
Jacqueline, estupefacta por lo que habı́a oı́do, pagó
al cochero. Engañ amuertes subió la escalera para
dirigirse al despacho del procurador general.
Un cambio total de vida constituye una crisis tan
violenta que, pese a su decisió n, Jacques Collin subı́a
pausadamente los peldañ os de la escalera que
conduce desde la calle de la Barillerie hasta la
galerı́a comercial, donde está , bajo el peristilo de la
sala de lo criminal, la oscura entrada de la iscalı́a.
Algú n asunto polı́tico habı́a provocado una
aglomeració n al pie de la escalera doble que lleva a
la sala de lo criminal, de manera que el presidiario,
absorbido por sus re lexiones, quedó detenido
durante unos instantes por la muchedumbre. A la
izquierda de aquella doble escalera está , a modo de
enorme pilar, uno de los contrafuertes del palacio, y
en aquella mole inmensa se advierte una pequeñ a
puerta. Aquella pequeñ a puerta da a una escalera
de caracol que comunica con la Conserjerı́a. Por allı́
es por donde pueden ir y venir el procurador
general, el director de la Conserjerı́a, los
presidentes de la sala de lo criminal, los abogados
generales y el jefe de la policı́a de seguridad. Por un
ramal de aquella escalera, que hoy está tapiado,
llevaban a Marı́a Antonieta. reina de Francia, a
comparecer ante el tribunal revolucionario que
celebraba sus sesiones, como es sabido, en la gran
sala de las audiencias solemnes del tribunal de
casación.
AI ver aquella espantosa escalera, se le oprime a
uno el corazó n cuando piensa que por allı́ pasaba la
hija de Marı́a Teresa, cuyo sé quito y cuyo vestuario
llenaban por completo la gran escalinata de
Versalles... Quizá s expiaba ası́ el crimen de su
madre, el vergonzoso reparto de Polonia. Los
soberanos que cometen tales crı́menes no piensan,
naturalmente, en el castigo que la Providencia les
deparará.
En el instante en que Jacques Collin entraba bajo la
bó veda de la escalera para dirigirse al despacho del
procurador general, Bibi-Lupin salı́a por la puerta
oculta en el muro.
El jefe de la policı́a de seguridad venı́a de la
Conserjerı́a y se dirigı́a tambié n al despacho del
señ or de Grandville. Puede imaginarse cuá l serı́a la
sorpresa de Bibi-Lupin al reconocer delante de é l la
levita de Carlos Herrera, que habı́a estado
examinando tan detenidamente aquella misma
mañ ana; acelero el paso para adelantarle. Jacques
Collin se volvió . Los dos enemigos se hallaron uno
en presencia del otro. Uno y otro permanecieron
inmó viles, frente a frente, y de sus ojos, tan
diferentes unos de otros, salió una misma mirada
como dos tiros de pistola que en un duelo se
disparan al mismo tiempo.
—¡Esta vez está s cogido, bandido! —dijo el jefe de
la policía de seguridad.
—¡Ja, ja!... —contestó Jacques Collin irónicamente.
Inmediatamente pensó que el señ or de Grandville
le habı́a hecho seguir; y aunque parezca extrañ o, se
entristeció de ver que aquel hombre no tenı́a la
grandeza que él le había supuesto.
Bibi-Lupin se abalanzó audazmente al cuello de
Jacques Collin, el cual estaba alerta a los
movimientos de su adversario y le disparó un golpe
seco con el que lo derribó por los suelos, a tres
pasos de distancia; a continuació n, Engañ amuertes
se acercó tranquilamente a Bibi-Lupin y le tendió la
mano para ayudarle a levantarse, igual que un
boxeador inglé s, seguro de su fuerza, está dispuesto
a volver a empezar. Bibi-Lupin era demasiado
fuerte para ponerse a gritar; pero se levantó , corrió
a la entrada del pasillo e hizo una señ al a un
gendarme para que se colocara allı́. Luego, con la
rapidez del rayo, volvió adonde estaba su enemigo,
el cual, por su parte, le estaba contemplando con
una gran sangre frı́a. Jacques Collin habı́a estado
deliberando en su fuero interno: "O bien el
procurador general no ha guardado su palabra, o
no ha puesto a Bibi-Lupin en antecedentes; tengo
que aclarar esta situación."
—¿Quieres detenerme? —preguntó Jacques Collin a
su enemigo—. Dilo, y no hace falta que pongas
acompañ amiento. ¿No sabré acaso que dentro de la
Cigü eñ a tú puedes má s que yo? Si nos las tenemos
en un cuerpo a cuerpo, podrı́a matarte, pero no
podrı́a acabar con los gendarmes y todo lo demá s.
No hagamos demasiado ruido; ¿adonde quieres
llevarme?
—Al señor Camusot.
—Vamos a ver al señ or Camusot —contestó
Jacques Collin—. ¿Y por qué no al despacho del
procurador general?... Está más cerca —añadió.
Bibi-Lupin, que sabı́a que no estaba muy bien visto
en las altas esferas del poder judicial, donde se
sospechaba que habı́a hecho fortuna a expensas de
los criminales y de sus vı́ctimas, estuvo muy
contento de presentarse a la iscalı́a con una
captura como aquélla.
—Vamos —dijo—, ¡estoy de acuerdo! Pero, ya que
te rindes, deja que te arregle, porque me dan miedo
tus bofetadas! Y se sacó las esposas del bolsillo.
Jacques Collin tendió sus manos y Bibi-Lupin le
esposó las muñecas.
—¡Vaya! Ya que eres tan buen chico —añ adió —,
dime por dónde has salido de la Conserjería.
—Pues por donde tú has salido tambié n, por la
pequeña escalera.
—¿Has empleado un nuevo truco con los
gendarmes?
—No. El señ or de Grandville me ha dejado libre
bajo palabra.
—¿Bromea o qué?
—¡Ya lo verá s!... Quizá sea a ti a quien pongan las
esposas.
En aquel mismo instante Corentin decı́a al
procurador general:
—Bueno, caballero, hace justo una hora que
nuestro hombre se ha ido, ¿no teme que se haya
burlado de usted?... Quizá s esté ya camino de
Españ a, donde no lo encontraremos nunca má s,
porque Españ a es un paı́s hecho de fantası́a. —O no
entiendo nada de la gente, o volverá ; todos sus
intereses le obligan a ello; es má s lo que espera
recibir que lo que va a dar...
En aquel momento apareció Bibi-Lupin.
—Señ or conde —dijo—, tengo una buena noticia
para usted: he capturado a Jacques Collin, que se
había escapado.
—¡Ası́ es como ha mantenido usted su palabra! —
exclamó Jacques Collin—. Pregú ntele a su agente de
doble faz donde me ha encontrado.
—¿Dónde? —dijo el procurador general.
—A pocos pasos de la iscalı́a, bajo la bó veda —
contestó Bibi-Lupin.
—Quı́tele a este hombre las esposas —dijo con
severidad el señ or de Grandville a Bibi-Lupin—. Y
sepa usted que, mientras no le ordene que vuelva a
detenerle, deberá usted dejar en paz a este
hombre... ¡Y salga!... Está acostumbrado a actuar
como si usted solo fuera la justicia y la policı́a, todo
a la vez.
El procurador general dio la espalda al jefe de la
policı́a de seguridad, que se puso pá lido, sobre todo
cuando vio la mirada que le dirigı́a Jacques Collin,
por la cual se dio cuenta de su fin.
—No he salido de mi despacho, le esperaba, y no
tenga usted la menor duda de que he mantenido mı́
palabra igual que usted la suya —dijo el señ or de
Grandville a Jacques Collin.
—En un primer momento sı́ he dudado de usted,
caballero, y de haberse hallado en mi lugar quizá s
hubiera usted pensado lo mismo que yo; pero al
pensarlo mejor me he dado cuenta de que era
injusto. Le traigo má s de lo que usted me da, de
modo que no tenı́a usted interé s alguno en
engañarme.
El magistrado cambió una rá pida mirada con
Corentin. Aquella mirada, que no pudo escarpá rsele
a Engañ amuertes, cuya atenció n se centraba en el
señ or de Grandville, le hizo advertir la presencia del
extrañ o viejecito que estaba sentado en una butaca,
en un rincó n. Inmediatamente, advertido por ese
instinto tan rá pido y tan vivaz que señ ala la
presencia de un enemigo, Jacques Collin examinó a
aquel personaje; a la primera ojeada vio que los
ojos no tenı́an la edad que representaba su aspecto
general, y vio que se trataba de un disfraz. En unos
segundos Jacques Collin se resarció de Corentin, de
la rapidez de observació n con la que Corentin le
habı́a desenmascarado en casa de Peyrade. (Vé ase
ESPLENDORES Y MISERIAS DE LAS CORTESANAS,
IIa parte.)
—¡No estamos solos!... —dijo Jacques Collin al
señor de Grandville.
—No —contestó secamente el procurador general.
—Y el caballero —repuso el presidiario —es uno
de mis mejores conocidos... me parece...
Se adelantó un paso y reconoció a Corentin, el
autor real y confeso de la caı́da de Lucien. Jacques
Collin, cuyo rostro era de un color ladrillo, se puso
pá lido, casi blanco, por un breve instante; toda su
sangre se le agolpó en el corazó n, al sentir un deseo
ardiente y frené tico de abalanzarse sobre aquella
bestia peligrosa y aplastarla; pero reprimió aquel
deseo brutal y lo rechazó con aquella fuerza que lo
convertı́a en un ser tan terrible. Adoptó un tono
amable, de afable cortesı́a, tono al que se habı́a
acostumbrado desde que desempeñ aba el papel de
eclesiástico de elevado rango, y saludó al anciano.
—Señ or Corentin —dijo—, ¿es una casualidad que
tenga el placer de encontrarle aquı́, o seré tan
dichoso de ser el objeto de su visita a la fiscalía?...
El asombro del procurador general llegó a su
culminació n, y no pudo evitar examinar a aquellos
dos hombres frente a frente. Los ademanes de
Jacques Collin y el tono que imprimió a sus palabras
denotaban una crisis, y sintió curiosidad por
dilucidar sus causas. Al verse tan sú bita y
milagrosamente reconocido, Corentin se irguió
como una serpiente a la que acaban de pisar la cola.
—Sí, soy yo, mi apreciado padre Carlos Herrera.
—¿Viene usted a interponerse entre el señ or
procurador general y yo?... —le dijo Engañ amuertes
—. ¿Tendré el gusto de ser el tema de una de esas
negociaciones en las que brilla su talento con todo
su fulgor? Tenga, señ or —dijo el presidiario,
volvié ndose hacia el procurador general—, para no
hacerle perder unos minutos tan preciosos como
son los suyos; lea, aquı́ tiene la muestra de mis
mercancı́as... —Y tendió al señ or de Grandville las
tres cartas que sacó del bolsillo lateral de su levita
—. Mientras las va leyendo usted, yo conversaré , si
me lo permite, con el caballero.
—Es demasiado honor para mı́ —respondió
Corentin, que no pudo evitar estremecerse.
—Ha logrado usted, caballero, un éxito completo en
su asunto —dijo Jacques Collin—, he sido
derrotado... —dijo levemente y con el tono de un
jugador que ha perdido su dinero—; pero ha
dejado usted algunas vı́ctimas por el camino... Ha
sido una victoria que ha costado cara...
—Sı́ —contestó Corentin, aceptando la broma—;
usted
perdió su reina, pero yo perdí mis dos torres...
—¡Oh! Contenson no era má s que un peó n —
contestó
iró nicamente Jacques Collin—. Se sustituye
fá cilmente. Es usted (y permı́tame que le haga este
elogio en su misma cara), es usted, palabra de
honor, un hombre prodigioso.
—No, no, de ningú n modo; me inclino ante su
superioridad —replicó Corentin, con el aspecto de
un auté ntico comediante profesional que dijera: "Ya
que quieres bromear, bromeemos"—. Fı́jese, yo
dispongo de todos los medios, mientras que usted
está , por ası́ decirlo, completamente solo... —¡Oh! —
exclamó Jacques Collin.
—Y ha estado a punto de triunfar —dijo Corentin,
advirtiendo aquella exclamació n—, Es usted el
hombre má s extraordinario que jamá s haya
encontrado en mi vida, y he conocido a muchos
extraordinarios, porque los hombres con los que
me enfrento son todos asombrosos por su audacia
y por la valentı́a de sus concepciones. Por desgracia,
tuve una gran intimidad con el malogrado duque de
Otranto1; trabajé para Luis XVIII, cuando reinaba y
cuando estuvo en el exilio, para el Emperador y
para el Directorio... Tiene usted el temple de Louvel,
el mejor instrumento polı́tico a quien jamá s haya
conocido; pero usted tiene la lexibilidad del
prı́ncipe de los diplomá ticos. ¡Y que auxiliares!...
Darı́a muchas cabezas a la guillotina para tener a mi
servicio a la cocinera de la pobre Esther... ¿Dó nde
encuentra usted muchachas hermosas como la que
hizo de doble de aquella hermosa judı́a durante
algú n tiempo para el señ or de Nucingen?... Yo no sé
de dónde sacarlas cuando me hacen falta...
—Caballero, caballero —dijo Jacques Collin—, me
está abrumando... Viniendo de usted, tales elogios
harían perder la cabeza al más...
—¡Son merecidos! Pero si llegó a engañ ar incluso a
Pey-rade, que le tomó por un o icial de paz!... Si no
hubiera tenido que defender a aquel imbé cil de
jovenzuelo, nos habría hecho usted trizas...
—¡Ay caballero, se olvida de Contenson vestido de
mulato... y Peyrade de inglé s! Los actores pueden
recurrir al teatro; pero para actuar con tal
perfecció n y a la luz del dı́a, só lo son capaces de
hacerlo usted y los suyos...
—¡Bien! Pues veamos —dijo Corentin—, ambos
estamos persuadidos de nuestro respectivo valor,
de nuestros mé ritos. Aquı́ estamos los dos, solos; yo
sin mi viejo amigo y usted sin su joven protegido. De
momento yo soy el má s fuerte; ¿por qué no ı́bamos
a hacer como en La posada de los Adrets? Yo le
tiendo la mano y le digo: Dé monos un abrazo, y que
todo termine. Le ofrezco, en presencia del señ or
procurador general, un indulto pleno y total, y pasa
a ser usted uno de los mı́os, el primero despué s de
mí, y quizá mi sucesor.
—¿De modo que me ofrece usted una situació n?...
—dijo Jacques Collin—. ¡Y una situació n envidiable!
De la morena me paso a la rubia...
—Estará usted en un lugar donde apreciará n su
talento y lo recompensará n, y podrá usted actuar a
su antojo. La policı́a polı́tica y gubernamental tiene
sus peligros. Yo he estado ya, tal como me ve, dos
veces en la cá rcel... y no por eso me siento
especialmente afectado. Ademá s uno viaja, y puede
ser todo lo que quiera ser... Se dirige la tramoya de
los dramas polı́ticos y los grandes señ ores le tratan
a uno corté smente... Pié nseselo, querido Jacques
Collin, ¿le interesa esto?...
—¿Tiene usted ó rdenes a este respecto? —le dijo el
presidiario.
—Tengo plenos poderes... —contestó Corentin,
satisfecho con aquella inspiración.
—Estará usted bromeando; usted las sabe todas y
espero que no le cueste admitir que uno pueda
descon iar de usted... Ha vendido a má s de uno
atá ndolo.dentro de un saco despué s de haberle
hecho entrar por su propio pie... Conozco sus
¡mejores batallas, el caso Montauran, el caso
Simeuse... ¡Oh., ¡son las victorias de Marengo del
espionaje.
—¡Bien! —dijo Corentin—, ¿Tiene usted con ianza
en el señor procurador general?
—Sı́ —dijo Jacques Collin, incliná ndose
respetuosamente—; estoy admirado de la nobleza
de su cará cter, de su irmeza, de su dignidad..., y
darı́a mi vida para que fuera feliz. Por eso empezaré
suprimiendo el peligro que pesa sobre la señ ora de
Sérizy.
El procurador general hizo un ademán de contento.
—¡Pues bien!, pregú ntele —repuso Corentin— si
no tengo plenos poderes para librarle del
vergonzoso estado en que se halla para ponerle a
mi servicio.
—Es cierto —dijo el señ or de Grandville,
observando al presidiario.
—¿De verdad? ¿Quedaré absuelto de todo mi
pasado y con la promesa de sucederle si doy
pruebas de mi habilidad?
—Entre dos hombres como nosotros, no puede
haber ningú n equı́voco contestó Corentin, con una
magnanimidad que hubiera impresionado a
cualquiera.
—Y el precio de esta transacció n seguramente será
la entrega de las tres correspondencias... —dijo
Jacques Collin.
—No me parecía que fuera necesario decírselo...
—Querido señ or Corentin —dijo Engañ amuertes
con una ironı́a que no desmerecı́a ante la que
constituyó el é xito de ¡I Talma en su papel de
Nicomé de—, le doy las gracias, le estoy reconocido
por haberme indicado cuá nto valgo y cuá l es la
importancia que se da al hecho de privarme de
estas armas... Jamá s lo olvidaré ... Estaré siempre al
servicio de usted, y, en lugar de decir, como Robert
Macaire: "Dé monos un abrazo!..,", yo le doy el
abrazo sin más preámbulos.
Cogió con tanta rapidez a Corentin por la cintura,
que é ste no pudo evitar el abrazo; lo apretó contra
su pecho como una muñ eca, le besó en ambas
mejillas, lo levantó del suelo como si fuera una
pluma, abrió la puerta del despacho y lo depositó
fuera, con todos los huesos doloridos por aquella
dura prueba.
—Adió s, querido amigo —dı́jole en voz baja y al
oı́do—. Estamos separados por una hilera triple de
cadá veres; hemos medido nuestras espadas, y
hemos visto que son del mismo temple, de la misma
longitud... Respeté monos el uno al otro; pero yo
quiero ser un igual para usted y no un
subordinado... Con las armas que usted tendrı́a en
sus manos, me parece que serı́a un general
demasiado peligroso para su lugarteniente.
Dejaremos un foso entre los dos. ¡Y que no se le
ocurra acercarse por mi terreno!... Usted se llama
Estado, puesto que los lacayos toman siempre el
nombre de su amo; yo quiero llamarme Justicia; nos
veremos a menudo; sigamos tratá ndonos con toda
dignidad y cortesı́a, ya que nunca dejaremos de ser
unos... espantosos canallas —le dijo al oı́do—.
Acabo de demostrárselo al abrazarle...
Corentin se quedó atontado por primera vez en su
vida, y dejó que su terrible adversario le estrechara
la mano...
—Si es ası́ —dijo—, creo que uno y otro tenemos
interés en seguir siendo amigos...
—Ası́ seremos má s poderosos cada uno por
nuestro lado, y tambié n má s peligrosos —añ adió
Jacques Collin en voz baja—. De modo, que
permı́tame que mañ ana le pida una garantı́a para
nuestro acuerdo...
—¿Qué má s quiere? —dijo Corentin con aire
bonachó n—. Me quita usted su asunto para dá rselo
al procurador general, y ası́ hará que lo asciendan;
y no puedo dejar de decı́rselo, coge usted un buen
partido... Bibi-Lupin es demasiado conocido, ya ha
cumplido sus servicios; si consigue usted sustituirle,
ocupará usted el ú nico puesto que le conviene;
estoy encantado de ver que lo ocupa... palabra de
honor.
—Adiós, y hasta pronto —dijo Jacques Collin.
Al volverse, Engañ amuertes encontró al
procurador general sentado ante su despacho, con
la cabeza entre las manos.
—¿Entonces...? ¿Podrı́a usted evitar que la condesa
de Sé rizy se volviera loca?... —preguntó el señ or de
Grandville.
—En cinco minutos —replicó Jacques Collin.
—Y me puede entregar todas las cartas de estas
señoras.
—¿Ha leído usted las tres?...
—Sı́ —dijo con viveza el procurador general—;
siento vergüenza por las que las escribieron...
—¡Bien! Ahora estamos solos, de ienda usted su
puerta y hagamos tratos —dijo Jacques Collin.
—Permı́tame... la justicia, ante todo, tiene que
cumplir con su deber, y el señ or Camusot tiene
orden de mandar detener a su tía...
—Jamás la encontrará —dijo Jacques Collin.
—Van a hacer un registro en el Temple, en casa de
una tal señorita Paccard, que regenta su tienda...
—No encontrará n má s que harapos, vestidos,
diamantes y uniformes. Sin embargo, hay que poner
coto al celo del señor Camusot.
El señ or de Grandville llamó con la campanilla al
mozo de su despacho y le dijo que fuera a decirle al
señ or Camusot que se personara a su gabinete para
hablar con él.
—Veamos —dijo a Jacques Collin—, ¡acabemos ya
con esto! Estoy impaciente por conocer la receta
para curar a la condesa...
—Señ or procurador general —dijo Jacques Collin,
adoptando un aire de gravedad—, como usted sabe,
me condenaron a cinco añ os de trabajos forzados
por falsi icació n. ¡Me gusta la libertad!... Este amor
por la libertad, como todos los amores, ha tenido
para mı́ resultados contraproducentes, porque al
querer adorarse en exceso, los amantes llegan a
reñ ir. Despué s de fugarme y de ser detenido de
nuevo cada vez, he hecho un total de siete añ os de
presidio. Por consiguiente, só lo tiene que
indultarme por las agravaciones de penas
contraı́das en el banasto... perdó n, en el penal. En
realidad, ya he cumplido mi pena, y mientras no me
pillen en otro asunto sucio, y desafı́o a la justicia y al
propio Corentin a que lo hagan, deberı́a recuperar
mis derechos de ciudadano francé s. ¿Le parece a
usted que es vida que me destierren de Parı́s y me
sometan a la vigilancia policı́aca? ¿Adonde puedo ir?
¿Qué puedo hacer? Ya conoce usted mis
capacidades... Ha visto có mo Corentin, este almacé n
de astucias y traiciones, se ponı́a pá lido de temor
delante de mı́, haciendo ası́ justicia a mi talento...
¡Este hombre me lo ha arrebatado todo! Porque ha
sido é l, é l solo, quien, no sé por qué intereses ni por
qué medios, ha derribado el edificio de la fortuna de
Lucien... Corentin y Camusot lo han hecho todo...
—No se dedique a recriminar —dijo el señ or de
Grandville—, y vaya al grano.
—¡Vamos, pues, al grano! Esta noche, mientras
tenı́a entre mis manos la mano gé lida del difunto
muchacho, me he prometido a mı́ mismo renunciar
a la insensata lucha que desde hace veinte añ os voy
sosteniendo contra la sociedad entera. Espero que
no me crea usted capaz de echar discursos
pedestres despué s de lo que le dije de mis
opiniones religiosas... ¡Pues bien! Desde hace veinte
añ os he estado viendo al mundo por su envé s, por
sus só tanos, y me he dado cuenta de que hay en el
curso de las cosas una fuerza, la que!ustedes llaman
Providencia, que yo llamaba azar y que mis
compañ eros llaman suerte. Toda mala acció n es
compensada por una u otra clase de venganza, sea
cual sea la habilidad con que se la sepa esquivar. En
este o icio de luchador, cuan— do se tiene buen
juego, as, rey, caballo y sota de triunfo en la mano,
cae la vela y se prende fuego a las cartas, o el
jugador tiene un ataque de apoplejı́a... Eso le
ocurrió a Lucien. Aquel muchacho, aquel á ngel, no
habı́a cometido ningú n crimen ni por asomo, sino
que se abandonaba en mis manos y me dejaba
actuar. Iba a casarse con la señ orita de Grandlieu, a
ser nombrado marqué s, y tenı́a una fortuna; ¡pues
fı́jese!, una muchacha se envenena y esconde el
capital de una donació n, y el edi icio de aquella
hermosa fortuna, tan trabajosamente construido, se
derrumba en unos instantes. ¿Y quié n nos da el
primer mazazo? Un ser cubierto de secretas
infamias, un monstruo que en el á mbito de los
intereses ha cometido tales crı́menes (Vé ase La casa
Nucingen), que cada escudo de su fortuna está
empapado con las lá grimas de una familia, por un
Nucingen que ha sido el Jacques Collin legal, el
Jacques Collin del mundo del dinero. En in, usted
conoce tan bien ¡como yo las liquidaciones y las
malas pasadas de este hombre. Todas mis acciones,
incluso las má s virtuosas, llevará n siempre la señ al
de mis hierros. Ser una pelota entre dos raquetas,
una de las cuales se llama presidio y la otra policı́a,
es una vida en que el triunfo es un trabajo sin fin, en
que la tranquilidad parece imposible. Jacques Collin
está en estos momentos enterrado, señ or de
Grandville, junto con Lucien, sobre el cual estará n
ahora echando el agua bendita y que va a salir para
el cementerio del Pè re-Lachaise. A mı́ me hace 5
falta un lugar adonde ir, no para vivir, sino para
morir... En el actual estado de cosas, ustedes no han
querido (ustedes, la justicia) preocuparse por el
estado civil y social del presidiario liberado. Una vez
satisfecha la ley, la sociedad no lo está todavı́a, sino
que conserva sus descon ianzas y hace todo lo
posible para justi icá rselas a sı́ misma; hace del
presidiario liberado un ser imposible; tiene que
devolverle todos sus derechos, pero le prohibe que
viva en una determinada zona. La Sociedad dice al
miserable: "¡Te estará prohibido vivir en Parı́s y en
sus alrededores hasta tal lı́mite, aunque sea el ú nico
lugar donde puedas ocultarte!..." Ademá s, le somete
a la vigilancia de la policı́a. ¿Cree usted que es
posible vivir en tales condiciones? Para vivir hay
que trabajar, puesto que no se sale de la cá rcel
provisto de rentas. Se las arreglan para que el
presidiario sea claramente identi icado, reconocido,
se—.ñ alado con el dedo y acorralado, y creen que
los ciudadanos tendrá n con ianza en é l cuando de
hecho ni la sociedad, ni la justicia, cuando el.mundo
que le rodea no tiene ninguna. Lo condenan al
hambre o al crimen. No encuentra trabajo, y
fatalmente se ve obligado a practicar su anterior
o icio que, tarde o temprano, le llevará al patı́bulo.
Ası́, cuando he querido renunciar a enfrentarme
con la ley, no he hallado para mı́ ningú n lugar en el
sol. Só lo una salida: convertirme en servidor de esta
potencia que pesa sobre nosotros; y cuando se me
ha ocurrido esta idea, la fuerza de la que le hablaba
se ha manifestado claramente a mi alrededor.
"Tengo a tres grand.es familias a mi disposició n. No
crea que quiero hacerles chantaje... El chantaje es
uno de los crı́menes má s viles. A mis ojos es un
crimen de mayor vileza que el asesinato. El asesino
necesita una valentı́a atroz. Yo rubrico mis palabras
con hechos: las cartas que constituyen mi garantı́a y
que me permiten hablarle ası́, que me colocan ante
usted de igual a igual (a mı́, que soy el crimen, con
usted, que es la justicia), esas cartas está n a su
disposición...
"Su mozo puede ir a buscarlas de su parte, se las
entregará n... no pido por ellas ningú n rescate, no las
vendo... ¡Ay, señ or procurador general! Cuando las
separé de las demá s para guardarlas, no pensaba
en mı́, sino en el peligro en que podrı́a hallarse
algú n dı́a Lucien. Si no satisface usted mi demanda,
tengo má s valor y má s desprecio por la vida del que
hace falta para pegarme yo mismo un tiro y librarle
a usted de mı́... Puedo tambié n, con un pasaporte,
irme a Amé rica y vivir en soledad; tengo todas las
condiciones que de inen a un salvaje... Estos eran
los pensamientos que me han estado asaltando esta
noche. Su secretario ha debido de transmitirle unas
palabras que le he encargado que le dijera... Al ver
las precauciones que tomaba usted para
salvaguardar la memoria de Lucien, le he entregado
a usted mi vida..., ¡qué pobre obsequio! Ya no
merecı́a ninguno de mis afanes, me parecı́a
imposible sin la luz que la alumbraba, sin la felicidad
que la animaba, sin aquellos pensamientos que le
daban un sentido, sin la prosperidad de aquel joven
poeta, que era su luminaria, y que querı́a hacerle
entrega de estos tres paquetes de cartas...
El señor de Grandville inclinó la cabeza.
—Al bajar al patio he descubierto a los autores del
crimen cometido en Nanterre, y he sabido que mi
compañ ero de cadena iba a subir al patı́bulo por
una participació n involuntaria en aquel crimen —
repuso Jacques Collin—. He descubierto que Bibi-
Lupin engaña a la justicia, que uno de sus agentes es
el asesino de los Crottat; ¿no era eso, como ustedes
dicen, providencial?... Ası́ pues, he entrevisto la
posibilidad de hacer el bien, de emplear las
cualidades de las que estoy dotado y las tristes
cosas que he aprendido, al servicio de la sociedad,
de ser ú til en lugar de ser dañ ino, y me he atrevido
a contar con su inteligencia, con su bondad...
El aspecto de bondad, ingenuidad y sencillez de
aquel hombre al confesarse en té rminos
desprovistos de su acostumbrada acritud, y de
aquella ilosofı́a del vicio que hasta entonces hacı́an
que resultara tan terrible de escuchar, podı́an hacer
pensar en una transformación. No era el mismo.
—Creo en usted hasta tal punto, que quiero estar
enteramente a su disposició n —añ adió con la
humildad de un penitente—. Aquı́ me tiene usted
ante tres posibilidades: el suicidio, Amé rica y la calle
de Jé rusalem. Bibi-Lupin es rico, ha hecho su
trabajo; es un funcionario de doble faz, y si me
dejara actuar contra é l, en ocho dı́as le atraparı́a en
lagrante delito. Si me da usted el puesto de este
sinvergü enza, habrá prestado usted un gran
servicio a la sociedad. No necesito ya nada (actuaré
con probidad). Tengo todas las cualidades
requeridas para el cargo. Tengo má s instrucció n
que Bibi-Lupin; fui a la escuela hasta la clase de
retó rica; no seré tan tonto como é l, y sé
comportarme correctamente cuando quiero. No
tengo má s ambició n que ser un elemento de orden
y de represió n, en lugar de ser la corrupció n misma.
No reclutaré a nadie má s para el gran ejé rcito del
vicio. Cuando en una guerra se captura a un general
enemigo, vamos, caballero, no se le fusila, sino que
se le devuelve la espada y se le entrega una ciudad a
modo de prisió n; ¡pues bien!, yo soy el general del
ejé rcito de los presidiarios, y me rindo... No ha sido
la justicia, sino la muerte lo que me ha abatido... La
esfera en que quiero actuar y vivir es la ú nica que
me conviene, y en ella desarrollaré la potencia que
siento tener... Decídase usted.i.
Y Jacques Collin permaneció en una actitud sumisa
y modesta.
—¿Ha puesto usted estas cartas a mi disposició n?...
—dijo el procurador general.
—Puede usted mandar a que las recojan, las
entregarán a la persona a quien usted envíe...
—¿Y de qué manera? Jacques Collin leyó en el
corazó n del procurador general y siguió con el
mismo juego.
—Me ha prometido usted la conmutació n de la
pena de muerte para Thé odore Calvi en veinte añ os
de trabajos forzados. ¡Oh!, no le recuerdo ahora
esto para hacer un tratado —dijo prestamente, al
ver que el procurador general hacia un ademá n—;
esta vida tiene que ser salvada por otros motivos:
este muchacho es inocente...
—¿Có mo puedo tener las cartas? —preguntó el
procurador general—. Tengo el derecho y la
obligació n de saber si es usted la persona que dice
ser. Le quiero a usted sin condiciones...
—Mande a un hombre de con ianza al muelle de las
Flores; en los peldañ os de la tienda de un
quincallero que lleva la enseñ a de El Escudo de
Aquiles, verá a...
—¿La casa del Escudo?...
—Allı́ —dijo Jacques Collin con una sonrisa amarga
— es donde está mi escudo. Su mensajero
encontrará allı́ a una anciana vestida de la manera
que yo le decı́a, de pescadera rica, con gruesos
pendientes en las orejas y con un vestido de
tendera acomodada; que pregunte por la señ ora de
Saint-Esteve. No se olvide del de... Y que diga: Vengo
de parte del señ or procurador general a buscar lo
que usted ya sabe... Al momento tendrá usted tres
paquetes lacrados...
—¿Está n allı́ todas las cartas? —dijo el señ or de
Grandville.
—¡Vaya, es usted há bil! No ha robado el cargo que
ocupa —dijo Jacques Collin con una sonrisa—. Veo
que me cree usted capaz de tantearle y de
entregarle papeles en blanco... ¡Todavı́a no me
conoce!... —añ adió —. Me fı́o de usted como un hijo
de su padre...
—Volverá usted a la Conserjerı́a —dijo el
procurador general— y esperará allí la decisión que
se adopte sobre su suerte. —El procurador general
tocó la campanilla y apareció el mozo, al que dijo—:
Ruegue al señ or Garnery que venga, si está en su
despacho.
Ademá s de los cuarenta y ocho comisarios de
policı́a que velan sobre Parı́s como cuarenta y ocho
providencias en pequeñ o, sin contar con la policı́a
de seguridad —llamada por los delincuentes cuarto
de ojo porque son cuatro por barrio—, hay aú n dos
comisarios ligados a al vez con la policı́a y con la
justicia para llevar a cabo las misiones delicadas,
incluso para sustituir a los jueces de instrucció n en
muchos casos. El despacho de estos dos
magistrados, ya que los comisarios de la policı́a son
magistrados, se llama despacho de las delegaciones,
porque efectivamente, se les delega cada vez y se les
elige regularmente para efectuar registros o
detenciones. Estos puestos exigen hombres
maduros, de capacidad probada, de gran moralidad,
de absoluta discreció n, y constituye un milagro que
la Providencia efectú a a favor de Parı́s el hecho de
que siempre se pueda encontrar gente de esta clase.
La descripció n del Palacio quedarı́a incompleta sin
la menció n de estas magistraturas preventivas, por
decirlo ası́, que son los má s poderosos auxiliares de
la justicia; porque si la justicia, por la fuerza de las
cosas, ha perdido sus antiguas pompas y su antigua
riqueza, hay que reconocer que ha progresado
desde el punto de vista material. Sobre todo en
Parı́s, el mecanismo ha llegado a un grado de
perfección admirable.
El señ or de Grandville habı́a mandado al señ or de
Charleboeuf, su secretario, a los funerales de
Lucien; para aquella misió n habı́a que sustituirlo
por un hombre seguro; y el señ or Garnery era uno
de los dos comisarios de las delegaciones.
—Señ or procurador general —dijo Jacques Collin
—, ya le he dado pruebas deque tengo mi
pundonor... Me ha dejado usted libre y he
regresado... Pronto será n las once... se estará
terminando el o icio por el alma de Lucien y pronto
saldrá para el cementerio... En lugar de mandarme a
la Conserjerı́a, permı́tame que acompañ e el cadá ver
del muchacho hasta el Pè re-Lachaise; volveré a
constituirme prisionero...
—Vaya usted —dijo el señ or de Grandville con un
tono de voz lleno de bondad.
—Una ú ltima palabra, señ or procurador general. El
dinero de aquella muchacha, de la amante de
Lucien, no fue robado... Durante los escasos
momentos de libertad que me ha dado usted, he
podido interrogar a la gente... Tengo en ellos la
misma con ianza que pueda usted tener en sus dos
comisarios de las delegaciones. De modo que se
encontrará el dinero de la señ orita Esther Gobseck
en su habitació n cuando se desprecinte la casa. La
camarera me ha hecho notar que la difunta era,
como suele decirse, amiga de tapujos y muy
descon iada y debió de meter los billetes de banco
dentro de su cama. Que registren la cama
atentamente, que la desmonten, que abran los
colchones, el somier, y encontrarán el dinero...
—¿Está usted seguro?...
—Estoy seguro de la probidad relativa de mis
granujas, nunca se burlan de mı́... Tengo derecho de
vida y muerte sobre ellos, yo juzgo y condeno, y
ejecuto mis dictá menes sin todas sus formalidades.
Ya ve usted los resultados de mis poderes. Yo
recuperaré las cantidades robadas en casa de los
Crottat; voy a coger en lagrante delito a uno de los
agentes de Bibi-Lupin, su brazo derecho, y le
revelaré el secreto del crimen cometido en
Nanterre... ¡Esto son garantı́as!... Si me pone usted al
servicio de la justicia y de la policı́a, dentro de un
añ o se congratulará usted de haberlo hecho; seré lo
que debo ser y sabré triunfar en todos los asuntos
que me correspondan.
—No puedo prometerle má s que mis buenos
o icios. Lo que pide usted no depende de mı́ solo.
Unicamente al rey le corresponde conceder los
indultos, según informes del ministro de Justicia, y el
cargo al que usted aspira es nombrado por el señ or
prefecto de policía.
—El señ or Garnery —dijo el mozo de la o icina. A
una señ al del procurador general, el comisario de
las delegaciones entró y dirigió a Jacques Collin una
mirada de experto; tuvo que reprimir su asombro al
oír que el señor de Grandville decía a Jacques Collin:
—¡Ya puede irse!
—¿Me permitirı́a usted —contestó Jacques Collin—
que no me marchara antes de que el señ or Garnery
le haya traı́do a usted lo que me con iere toda mi
fuerza, para que pueda llevarme de su parte un
testimonio de satisfacción?
Aquella humildad, aquella completa buena fe,
conmovieron al procurador general.
—¡Puede irse! —dijo el magistrado—. Estoy seguro
de usted.
Jacques Collin saludó profundamente y con la
entera sumisió n del inferior ante el superior. Diez
minutos después, el señor de Grandville tenía en sus
manos los tres paquetes de cartas, precintados e
intactos. Pero la importancia del asunto y la
confesió n de Jacques Collin le habı́an hecho olvidar
la promesa de curación de la señora de Sérizy.
Jacques Collin, cuando estuvo fuera, experimentó
una increı́ble sensació n de bienestar. Se sintió libre
y como nacido a una nueva vida nueva; se dirigió
rá pidamente del Palacio de Justicia a la Iglesia de
Saint-Germain-des-Pré s, donde la misa habı́a
terminado. Estaban bendiciendo el ataú d y pudo
llegar a tiempo para despedir con un saludo
cristiano los despojos mortales de aquel muchacho
al que habia amado con tanta ternura; luego subió a
un coche y acompañ ó el cadá ver hasta el
cementerio.
En los entierros que tienen lugar en Parı́s, salvo
circunstancias extraordinarias, o en los casos
bastante poco frecuentes de defunció n de alguna
celebridad, la muchedumbre que acude a la iglesia
disminuye a medida que el sé quito se aproxima al
Pè re-Lachaise. La gente encuentra tiempo para
hacer acto de presencia en la iglesia, pero cada uno
tiene sus asuntos y se marcha cuanto antes. Por eso,
de los diez coches de duelo, apenas se llenaron
cuatro. Cuando la comitiva llegó al Père-Lachaise, no
quedaban má s que una docena de personas, entre
las que se contaba Rastignac.
—Está bien que le guarde idelidad —dijo Jacques
Collin a su antiguo conocido.
Rastignac hizo un ademá n de sorpresa al ver allı́ a
Vautrin.
—LEsté usted tranquilo —le dijo el antiguo
pensionista de la casa Vauquer—, tiene usted en mı́
a un esclavo, por el mero hecho de encontrarle hoy
aquı́. Mi ayuda no es desdeñ able, porque soy o seré
muy pronto más poderoso que nunca. Ha sido usted
muy há bil, y ha ido a la suya; pero quizá tenga
alguna vez necesidad de mis servicios: siempre
estaré a su disposición.
—Pero, ¿que va a ser usted?
—Proveedor de presidio, en lugar de inquilino —
contestó Jacques Collin.
Rastignac hizo una mueca de asco.
—¡Oh! ¿Y si es usted víctima de algún robo?...
Rastignac caminó má s de prisa para distanciarse de
Jacques Collin.
—No sabe en qué condiciones puede encontrarse.
Habían llegado junto al foso excavado al lado del de
Esther.
—¡Dos seres que se amaron y que eran felices! —
dijo Jacques Collin—; ahora se han reunido. Aú n
hay una cierta dicha en pudrirse juntos. Yo me haré
enterrar aquí.
Cuando bajaron al foso el cadá ver de Lucien,
Jacques Collin se desplomó desvanecido. Aquel
hombre tan robusto no pudo resistir el leve ruido
de la tierra que los enterrado—, res echan con sus
palas sobre el ataú d antes de pasar a pedir propina.
En aquel mismo instante, dos agentes de la brigada
de seguridad se presentaron, reconocieron a
Jacques Collin, lo cogieron y lo metieron en un
coche de punto.
—¿De qué se trata esta vez?... —preguntó Jacques
Collin cuando volvió en sı́, despué s de mirar a su
alrededor en el interior del vehículo.
Estaba entre dos agentes de la policı́a, uno de los
cuales era precisamente Ruffard, a quien dirigió una
mirada que sondeó el alma del asesino hasta las
profundidades del secreto de la Gonore.
—Se trata de que el procurador general ha
preguntado por usted —contestó Ruffard—, de que
hemos ido a todas partes y de que no le hemos
encontrado hasta llegar al cementerio, donde ha
estado usted a punto de caer de cabeza dentro del
foso de aquel joven.
Jacques Collin guardó silencio.
—¿Es Bibi-Lupin quien me manda buscar? —
preguntó al otro agente.
—No, es el señor Gárnery el que nos ha mandado.
—¿No les ha dicho nada?
Los dos agentes se miraron, consultá ndose
mediante una mímica expresiva.
—¡Vamos a ver! ¿De qué modo ha dado la orden?
—Nos ha ordenado —respondió Ruffard— que le
hallá ramos inmediatamente, dicié ndonos que
estarı́a usted en la iglesia de Saint-Germain-des-
Pré s; que si la comitiva habı́a abandonado el templo
estaría usted en el cementerio.
—¿Preguntaba por mí el procurador general?...
—Quizá.
—Eso es —replicó Jacques Collin—. ¡Me necesita!...
Y se sumió de nuevo en el silencio, dejando muy
intranquilos a los dos agentes. A las dos y media
aproximadamente Jacques Collin entró en el
despacho del señ or de Grandville y vio a un nuevo
personaje, al predecesor del señ or de Grandville, el
conde Octave de Bauvan, uno de los presidentes del
tribunal de casación.
—Se ha olvidado usted del peligro en que se halla
la señ ora de Sé rizy, a quien me prometió usted
salvar.
—Pregunte, señ or procurador general —dijo
Jacques Collin, indicando a los dos agentes que
entraron—, en qué estado me han hallado estos
dos.
—Habı́a perdido el sentido, señ or procurador
general, junto al foso donde estaban enterrando al
joven.
—¡Salve a la señ ora de Sé rizy —dijo el señ or de
Bauvan— y obtendrá todo lo que pide!
—No pido nada —repuso Jacques Collin—; me he
rendido sin condiciones, y el señ or procurador
general ha debido de recibir...
—¡Todas las cartas! —dijo el señor de Grandville—.
Pero usted me ha prometido que salvarı́a el juicio
de la señ ora de Sé rizy. ¿Puede usted hacerlo? ¿Era
acaso una bravata?
—Espero poder hacerlo —contestó Jacques Collin
modestamente.
—¡Pues venga conmigo! —dijo el conde Octave. —
No, caballero —dijo Jacques Collin—, no quiero ir
en el mismo coche que usted... Todavı́a soy un
recluso. Deseo seryir a la justicia y no voy a
empezar deshonrá ndola... Vaya a casa de la señ ora
condesa, yo llegaré poco despué s... Anuncı́ele la
llegada del mejor amigo de Lucien, el padre Carlos
Herrera... La espera de mi visita producirá
necesariamente una cierta impresió n sobre ella y
favorecerá la crisis. Perdó nenme que adopte una
vez má s el engañ oso aspecto del canó nigo españ ol;
el propósito lo justifica.
—Le veré a usted allı́ sobre las cuatro —dijo el
señ or de Grandville—, porque tengo que ir con el
ministro de Justicia a ver al rey.
Jacques Collin fue a reunirse con su tı́a, que le
esperaba en el muelle de las Flores.
—¿Qué ? —dijo ella—. ¿Te has entregado a la
Cigüeña? —Sí.
—¡Vaya ventura!
—Mira, le debı́a la vida a ese pobre Thé odore, que
será indultado.
—¿Y tú?
—Yo seré lo que debo ser. ¡Haré temblar siempre a
todo el mundo! Pero hay que ponerse manos a la
obra. Ve a decir a Paccard que se ponga a trabajar a
toda prisa, y a Europa que ejecute mis órdenes.
—No hay cuidado, ¡ya sé como componé rmelas con
la Gonorel... —dijo la terrible Jacqueline—. ¡No he
perdido el tiempo pensando en las musarañas!
—Hay que encontrar a la Ginetta, aquella muchacha
corsa, para mañ ana sin falta —repuso Jacques
Collin, sonriendo a su tía.
—Habría que tener su pista...
—La conseguirá s a travé s de Manon la Rubia —
contestó Jacques.
—¡Pronto estará todo listo! —replicó la tı́a—.
¡Cuánta prisa tienes! ¿Es que hay pasta?
—En mis primeros golpes quiero superar ya lo
mejor que haya podido hacer Bibi-Lupin. He tenido
una breve conversació n con el monstruo que mató
a mi Lucien, y só lo vivo para vengarme de é l.
Gracias a nuestras respectivas posiciones,
estaremos armados y protegidos por igual.
Necesitaré varios añ os para poderle alcanzar, pero
recibirá el golpe en plena cara.
—Te ha debido de prometer a ti lo mismo, por su
parte —dijo la tı́a—, puesto que ha recogido en su
casa a la hija de Peyrade, sabes, aquella muchacha
que vendimos a la señora Rorro.
—Lo primero que debemos hacer es
proporcionarle un criado.
—Será difı́cil con é l, se las sabe todas —dijo
Jacqueline.
—¡Vamos! El odio da vida. ¡Manos a la obra!
Jacques Collin cogió un coche de punto y se fue
inmediatamente al muelle Malaquais, a la pequeñ a
habitació n donde é l vivı́a, que no dependı́a del piso
de Lucien. El portero, muy sorprendido de volverlo
a ver, quiso hablarle de todo lo que había ocurrido.
—Lo sé todo —le dijo el sacerdote —. Me he visto
complicado en el asunto, pese a mis há bitos; pero
gracias a la intervenció n del embajador de Españ a,
me han puesto en libertad.
Y subió con presteza a su habitació n, donde sacó
del forro de un breviario una carta que Lucien
habı́a dirigido a la señ ora de Sé rizy cuando é sta se
habı́a enemistado con é l al verle en el teatro con
Esther.
En medio de su desesperació n, Lucien se habı́a
olvidado de mandar aquella carta, creyé ndose
perdido para siempre; pero Jacques Collin habı́a
leı́do aquella obra maestra y, como que todo lo que
escribı́a Lucien era sagrado para é l, habı́a guardado
la carta en su breviario a causa de las expresiones
poé ticas que le inspiraba aquel amor de vanidad.
Cuando el señ or de Grandville le habı́a hablado del
estado en que se hallaba la señ ora de Sé rizy, aquel
ser tan inteligente habı́a pensado muy
oportunamente que la desesperació n y la locura de
la gran dama debı́a de proceder del enfado que ella
habı́a dejado sin resolver entre ella y Lucien.
Conocı́a tanto a las mujeres como los magistrados a
los criminales, adivinaba los má s ı́ntimos
sentimientos de su corazó n, y pensó en seguida que
la condesa debı́a de atribuir en parte la muerte de
Lucien a su rigor, y que se lo estarı́a reprochando a
sı́ misma amargamente. Naturalmente, un hombre
henchido de amor por ella no se habrı́a suicidado.
Saber que Lucien habı́a seguido amá ndola a pesar
de su rigor podía devolverle la razón.
Dejando a un lado el hecho de que Jacques Collin
fuera un gran general para los presidiarios, hay que
confesar que era tambié n un gran mé dico de las
almas. Fue a la vez vergonzoso y esperanzador
esperar la llegada de aquel hombre en las
habitaciones de la casa de Sé rizy. Varias personas,
el conde, los mé dicos, estaban en un saloncito que
servı́a de antesala al dormitorio de la condesa; pero
para evitar que fuera mancillado el honor de su
alma, el conde de Bauvan hizo salir a todo el mundo
y se quedó solo con su amigo. Fue un golpe fuerte
para el vicepresidente del consejo de Estado, para
un miembro del consejo privado, ver entrar a aquel
sombrío y siniestro personaje.
Jacques Collin se habı́a cambiado de traje. Se habı́a
puesto unos pantalones y una levita negra, y su
forma de andar, sus ademanes y sus miradas
manifestaron una perfecta correcció n. Saludó a los
dos estadistas y preguntó si podı́a entrar en la
habitación de la condesa.
—Le espera a usted con impaciencia —dijo el señor
de Bauvan.
—¿Con impaciencia?... Está salvada, pues —dijo
aquel terrible fascinador.
Efectivamente, tras una entrevista de media hora,
Jacques Collin abrió la puerta y dijo:
—Venga usted, señ or conde, ya no tiene que temer
ningún desenlace fatal.
La condesa apretaba amorosamente la carta contra
su corazó n; estaba tranquila y parecı́a reconciliada
consigo misma. Al verla de esta manera, el conde
dio señales de contento.
"¡Helos ahı́, a esos que deciden nuestros destinos y
los de nuestros pueblos! —pensó Jacques Collin,
que se encogió de hombros en cuanto hubieron
entrado los dos amigos—. ¡El suspiro de una
hembra les hace dar la vuelta a la inteligencia como
si fuera un guante! ¡Pierden la cabeza por una
mirada! Basta que una falda esté un poco má s
arriba o un poco má s abajo para que recorran todo
Parı́s desesperados. ¡Los caprichos de una mujer
hacen sentir sus efectos sobre la politica del Estado!
¡Cuá nta fuerza acumula un hombre cuando se
sustrae, como yo, a esa tiranı́a de niñ o, a esas
virtudes invertidas por la pasió n, a esas candidas
travesuras y a esas astucias de salvaje! La mujer,
con su inteligencia de verdugo y con su talento para
la tortura, es y será siempre la perdició n del
hombre. Procurador general, ministro, ahı́ está n
todos, cegados, retorcié ndolo todo por unas cartas
de duquesa o de niñ a pequeñ a, o por la razó n de
una mujer que será má s loca con su cordura que
privada de ella. —Se puso a sonreı́r orgullosamente.
— Y me creen —dijo para sus adentros—, obedecen
a mis revelaciones y me dejarán en mi lugar. Seguiré
reinando en este mundo, que me ha estado
obedeciendo desde hace veinticinco años..."
Jacques Collin habı́a empleado aquel poder
tremendo que en otros tiempos habı́a ejercido
sobre Esther; como se ha visto ya varias veces,
poseı́a el don de la palabra, de la mirada y del gesto
que amansa a los locos, y habı́a convencido a la
condesa de que Lucien se habı́a llevado consigo un
recuerdo enamorado de ella.
Ninguna mujer resiste a la idea de ser amada de un
modo exclusivo.
—¡Ya no tiene usted ninguna rival! —fueron las
ú ltimas palabras, frı́as y sarcá sticas, de Jacques
Collin.
Permaneció en aquel saló n, olvidado de los demá s,
durante una hora entera. Cuando llegó el señ or de
Grandville, lo encontró de pie, taciturno y sumido en
un ensueñ o propio de quien acaba de vivir un
dieciocho de Brumario para su existencia.
El procurador general fue hasta el umbral de la
habitació n de la condesa y permaneció allı́ algunos
instantes; luego se acercó a Jacques Collin y le dijo:
—¿Conserva usted sus mismas intenciones?
—Sí, señor.
—¡Muy bien! Entonces, sustituirá usted a Bibi-
Lupin, y el reo Calvi tendrá conmutación de pena.
—¿No irá a Rochefort?
—Ni siquiera a Toulon, podrá emplearlo usted a su
servicio; pero estos favores y su nombramiento
dependen de la conducta que usted siga durante los
seis meses en que será, adjunto de Bibi-Lupin.
En el plazo de ocho dı́as, el adjunto de Bibi-Lupin
hizo que la familia Crottat recuperara cuatrocientos
mil francos e hizo detener a Ruffart y a Godet.
La cantidad de la donació n hecha a Esther Gobseck
por Nucingen fue hallada en la cama de la
cortesana, y el señ or de Sé rizy hizo entregar a
Jacques Collin los trescientos mil francos que le
correspondian segú n el testamento de Lucien de
Rubempré.
El monumento mandado construir por Lucien para
Esther y para é l es considerado uno de los má s
hermosos del cementerio del Pè re-Lachaise, y el
terreno en que se halla pertenece a Jacques Collin.
Tras haber ejercido sus funciones durante unos
quince añ os aproximadamente, Jacques Collin se
retiró hacia 1845.
Diciembre de 1847.

***

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