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12/15/2018 El filósofo prohibido y el archivista.

Marcos Ghio | Biblioteca Evoliana

BIBLIOTECA EVOLIANA

El filósofo prohibido y el
archivista. Marcos Ghio
30 DE SEPTIEMBRE DE 2006 - 23:57 - ARTÍCULOS SOBRE EVOLA

Biblioteca Julius Evola.- Reproducimos a continuacion la


conferencia del profesor Marcos Ghio, presidente del
Centro de Estudios Evolianos de Buenos Aires, el 31 de
junio de 2005, con ocasión de la presentación de la obra
de Evola sobre el pensamiento del filósofo chino Lao-Tzé,
autor del Tao Te King. La obra de Lao-Tzé siempre fue
tenida en gran estima por Evola el cual recogió algunas de
sus ideas en "Cabalgar el Tigre" y escribió varios artículos
y ensayos de divulgación sobre el taoismo. El provesor
Ghio pasa revista a todo este material.

EL FILÓSOFO PROHIBIDO Y EL ARCHIVISTA

Marcos Ghio

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(Conferencia dictada el pasado 31-5-05 en la ciudad de Buenos Aires)

En el día de la fecha presentamos la obra de Julius Evola El Tao te king de Lao tsé.

Dicho texto, escrito por el aludido pensador chino quien viviera en el siglo VI a C., se

encuentra precedido por una esclarecedora introducción al taoísmo elaborada por J.

Evola. Acotemos al respecto que, si bien del Tao te king se habla mucho hoy en día

existiendo del mismo una pluralidad de versiones, es muy poco lo que se sabe en

cambio de su autor. Pero henos también con la paradoja que de J. Evola, autor nacido en

1898 y muerto en 1974, esto es, hace poco más de 30 años, es todavía menos lo que de

él se sabe entre el gran público. Hasta nos arriesgaríamos a decir que, mientras que

todos los aquí presentes conocen o han escuchado hablar del filósofo chino y de la obra

que presentamos, en cambio de J. Evola algunos hasta ignoraban su existencia. Y ello

es por una razón muy especial. No porque haya escrito muy pocos libros o que lo que

escribió carezca de importancia, sino todo lo contrario; ello es por el hecho esencial de

que se trata de un pensador sumamente conflictivo e inconveniente para los principales

círculos del poder, cultural, mediático, político, académico, etc., que rige en el planeta,

el que lo reputa como una especie de outsider en el mejor sentido del término, un autor

conflictivo por las cosas que sostiene y por los influjos que puede ocasionar y ante el

cual, en tanto resulta sumamente difícil deformarlo como en otros casos, lo más

conveniente en cambio consiste en aplicarle un espeso manto de silencio. Sin embargo

debemos acotar también dentro de esta misma perspectiva que en Europa, debido al

creciente interés que se ha despertado por su obra entre algunos sectores, no hace

mucho tiempo un autor que no es exactamente de la línea de Julius Evola ha escrito un

sugestivo libro titulado Evola, el filosofo prohibido, obra de más de quinientas páginas,

redactada para un círculo muy selecto de personas, pero en la cual, más que indagarse

seriamente en lo que el autor pensó, se expresan en cambio las razones por las cuales tal

doctrina debería ser excluido por lo riesgosa que la misma resulta ser para el normal

desarrollo de la modernidad. Pero lo destacable a recordar aquí es que utilizó un

término que sería bueno incluirlo de ahora en más: lo llamó el filósofo prohibido,

resaltando de tal modo las abismales distancias que existen entre su pensamiento y la

modernidad. Con Lao Tsé y el Tao tê king, obra que, tal como veremos, en su espíritu

no es disímil de lo que Evola ha manifestado a través de sus escritos, en cambio, gracias

a las características especiales que posee el idioma chino, el que admite una pluralidad
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de interpretaciones, ha sido posible en cambio modificarle el sentido esencial

convirtiéndolo en inofensivo para la modernidad hasta incluso haberse llegado al

absurdo de transformarlo nada menos que en un texto anticipatorio de la principal

ideología que conforma a nuestra época: el liberalismo.

Sin embargo digamos aquí inmediatamente, para contrarrestar tal sofisma, que no

solamente ello no es cierto, sino que la obra de Lao tsé y la de Evola tienen muchos

puntos en común que trataremos de reseñar, justamente en el profundo contenido

antimoderno que las informa, aunque convengamos que las existencias de ambos fueron

muy diferentes. Y convengamos también que, si bien las circunstancias históricas en

que vivieron fueron sumamente distintas, la labor desempeñada por Lao Tsé tuvo

caracteres similares a la de J. E., en tanto que ambos, en circunstancias históricas

distintas, ofrendaron por igual su vida entera a la difusión y testimonio de una doctrina

metafísica esencial, milenaria e inmutable. Lao Tsé fue un archivista de la corte del

emperador; pero enseguida tenemos que hacer una corrección con la finalidad de sortear

las distancias abismales que existen con la situación de nuestros días respecto de

alguien que escribiera hace 2.500 años. Cuando se piensa en tal función inmediatamente

se imagina uno a una de las tantas figuras rentadas y mediocres, encargadas actualmente

de acomodar en diferentes estantes los decretos y reglamentos que elabora una clase

política en mayor o menor medida corrompida, como puede ser la nuestra o la de los

otros países en los que se practica un mismo sistema político; aquello que en nuestro

léxico florido y argentino hoy en día se califica como a un ñoqui. En verdad los

archivos que cuidaba Lao tsé eran documentos milenarios en los que se hallaban los

principios esenciales referentes al buen gobierno. Principios que, si bien eran relativos a

la actividad política, en tanto encuadrados en una óptica tradicional y no moderna, eran

por lo tanto también y esencialmente de carácter metafísico por su valor inmutable,

permaneciendo siempre idénticos en todo tiempo y lugar, resultando absolutamente

inmunes al devenir histórico. Por supuesto que la labor de un archivista de esos tiempos

no era simplemente la de acumularlos en unos estantes, cuidarlos, limpiándolos del

polvo que recibiesen con los años, sino, a la inversa, de hacerlos presentes y de

recordarlos sea a quienes tenían la función eminentísima de gobernar como a aquellos

que debían ser gobernados. Pero además ello no significaba meramente la tarea erudita

de repetirlos mecánicamente, desentendiéndose del grado de comprensión que tuviesen


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los interlocutores, sino en cambio de adaptarlos a los léxicos del propio tiempo a fin de

hacerlos comprensibles a los contemporáneos, y especialmente entre éstos a la figura

eminentísima a quien iba principalmente dirigido el mensaje, el emperador chino, a fin

de que éste no sucumbiera a las tentaciones propias de un político, cual es el halago de

las muchedumbres o el deseo de mandar. Y a su vez la ardua labor de hacerlos

comprensibles al tiempo en el que se vivía no debía significar en manera alguna

degradarlos, haciendo perder el sentido de las distancias que siempre debe poseer un

texto sagrado, incurriéndose así en un terreno propio de terminologías demagógicas y

populacheras tan comunes entre nuestros hombres públicos y entre muchos de nuestros

“comunicadores”. Ésta es la razón por la cual el texto fue formulado en un lenguaje

poético, haciéndose notar así las abismales diferencias que existen entre lo que

pertenece al saber y al sentido vulgar y lo que es en cambio propio de lo metafísico,

entre lo que corresponde al lenguaje coloquial propio de las muchedumbre, que tan sólo

afinca en lo que ya se es y aquel que en cambio eleva y transforma.

A tal efecto y adentrándonos ya en el texto que aquí tratamos, intentemos contestar a

estas dos preguntas esenciales: ¿cuáles eran los principios que allí se indicaban? Y

¿cuáles las razones por las que los mismos debían formularse justamente en ese tiempo,

en el siglo VI por parte de ese ocasional archivista llamado Lao Tsé?

Vayamos primero a la segunda pregunta. Se ha dicho que el siglo VI fue una etapa

significativa en la historia de la humanidad. René Guénon sostiene que fue un momento

de inflexión en el que se produjo el estado de aceleración y de caída en el Kali Yuga o

Edad del hierro, propio de nuestro ciclo histórico. Tres acontecimientos esenciales en

diferentes civilizaciones acontecen en tal siglo. En Grecia surge la filosofía, en la India

el buddhismo y en China el taoísmo con la obra que aquí comentamos. Sin embargo, de

acuerdo al punto de vista que se adopte, tales movimientos pueden ser concebidos sea

como una profundización de la decadencia, en tanto que pueden haber significado una

caída de nivel y vulgarización del saber tradicional, así como, a la inversa, de

restauración y puesta a punto de ciertos principios primordiales justamente como un

reactivo ante un desvío. Si en Grecia la filosofía puede ser comprendida como una caída

de nivel en tanto significó el pasaje del mito al lógos o de la sabiduría (sofía) al simple

amor o preparación para la misma (filo-sofía), en la India a su vez el buddhismo

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representa una concepción espiritual surgida de una casta jerárquicamente inferior, la de

los kshatriyas (guerreros) respecto de los brahamanes (contemplativos), en donde la

acción, bajo la forma del ascetismo y del heroísmo, se sustituye a la contemplación.

Pero a su vez, desde otro punto de vista, en tanto que se considera que la decadencia se

genera siempre en su origen como una caída acontecida en el seno de las castas

superiores, tales fenómenos pueden ser comprendidos también como reacciones

acontecidas ante un estado de aletargamiento espiritual, de decaimiento de lo que es

superior hasta el nivel de un mero ritualismo burocrático carente de la levadura propia

de la verdadera espiritualidad. Así pues, sea el buddhismo, como la filosofía en Grecia

pueden ser comprendidos también como corrientes de renovación y de revitalización de

ciertos principios, tales como en algunas vertientes del buddhismo como el zen y en

algunas escuelas filosóficas griegas, sea pre-socráticas como post-socráticas, tales como

las de Parménides, Platón, Aristóteles o Plotino. En todos estos casos depende pues de

la óptica desde la cual nos ubiquemos para juzgar a ciertos fenómenos. Toda vez que

existe un movimiento de decadencia también sobrevienen por reacción escuelas y

figuras que por el contrario resaltan hasta límites de mayor profundidad los

principios metafísicos esenciales. Tal es el caso de lo sucedido en el siglo pasado,

siglo signado por la crisis más notable en toda la historia universal, con expresiones

notorias de materialismo extremo y de postmodernidad como no sucediera nunca, pero

en el cual, paradojalmente y como un verdadero contraste, ha podido darnos también en

su pureza metafísica más plena la doctrina tradicional, a través de las inigualables

plumas de Julius Evola y René Guénon, la que fue formulada en sus principios de una

manera tan nítida y contundente como no sucediera en otras épocas anteriores en las

que la decadencia aun no había socavado  y embrutecido tanto a la humanidad. En el

caso específico del Tao que aquí nos convoca, podemos decir que, analizado desde una

óptica estrictamente tradicional, el mismo representa un texto que fuera escrito a la

manera de un alerta en previsión de ciertas tendencias de decaimiento del orden social

acontecidas, sea en la cúspide del Estado y sea por extensión en el resto de la

comunidad toda. Por lo cual es que se hacía necesario formular de una manera clara y

contundente los principios que hacen a la ciencia política relacionados siempre con su

disciplina rectora, la metafísica.

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Pasemos a analizar ahora el sentido en que se entendía la ciencia política que emana del

Tao. Como en toda disciplina común a las distintas tradiciones, sea occidentales como

orientales, la política no era entendida como un saber y una práctica

autosuficientes. A diferencia de lo que acontece hoy en día, las ciencias y las técnicas

no se convertían en tales en tanto se separaran de su tronco principal y se

independizaran adquiriendo un método propio, tal como se entiende en nuestros días,

sino que, al contrario, todo saber podía reputarse como científico tan sólo en tanto

estuviese orientado jerárquicamente por una disciplina superior que le indicara su razón

de ser, la de constituirse como un medio adecuado a la realización de la meta esencial

del hombre, su conquista de la inmortalidad. Todas las actividades, sea científicas como

artísticas o técnicas, estaban orientadas hacia tal fin y era ello lo que les otorgaba su

carácter científico. Un conocer por el mero conocer o peor aun en función de un

dominio o acrecentamiento del poder sobre la naturaleza eran reputados como cosas

inconcebibles y como el producto de una severa crisis. Como consecuencia de tales

independencias de los diferentes saberes hoy en día hemos arribado a la época de las

especializaciones en donde se ha hecho en modo tal que todas las disciplinas se han

convertido en compartimientos estancos en la medida en que se han separado de su

causa final, careciendo totalmente de un rumbo que las determine en su camino, de una

razón última de ser, convirtiéndose así, al decir de Guénon, como formando parte todas

de un “saber ignorante”. Y ha sido justamente este abandono de lo superior lo que ha

hecho en modo tal que, en lo referente a lo que es propio de la política, presenciemos el

fenómeno de que hoy en día los políticos ya ignoran lo que signifique propiamente

gobernar, sino que en cambio hayan suplantado tal actividad por la inferior y económica

de administrar, llegándose así al absurdo extremo de confundir lo que es la acción de

gobierno con la actividad meramente administrativa, equiparable a la actividad de quien

lleva los libros contables de una empresa. Es decir la política se ha convertido en la

actividad encargada meramente de asegurar el bien común de las personas, entendiendo

por ello principalmente el bienestar económico de las sociedades, razón ésta por la cual

en los días que corren dicha disciplina, que en un primer momento de decadencia ha

comenzado declarándose como autosuficiente y autónoma respecto de un saber superior

que la orientara, ha terminado con el tiempo como estando cada vez más subordinada a

una de carácter inferior cual es la economía. Pues de acuerdo a un dicho tradicional, una

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vez que se ha abandonado lo superior, lo que se produce no es la emancipación de un

saber sino la consecuencia forzosa de subordinación a lo que es inferior. En coherencia

con tal tendencia, se ha hecho ya un lugar común en los regímenes democráticos

modernos manifestar no solamente que un gobernante es un administrador, sino que

quien lo hace y quien posee la principal influencia en el Estado es el ministro de

Economía.

No nos cansaremos de manifestar, en razón de las terribles confusiones en que se ha

incurrido en los tiempos actuales, que el Tao, lejos de ser un anticipo de la mentalidad

moderna y progresista, es esencialmente un texto antimoderno. La política se encuentra

allí orientada por una ciencia superior cual es la metafísica, representando una rama

práctica de la misma, la encargada de realizar esa dimensión suprema  en el hombre. Se

parte aquí de una visión antropológica diametralmente opuesta a la de los tiempos

actuales. Mientras que hoy en día, en virtud de la antes mentada decadencia, rigen

criterios unidimensionales con respecto al ser humano, en donde todo se uniforma y

confunde: se confunde el cuerpo con alma, el individuo con la persona, la psicología

con la conducta externa y ostensible de los sujetos, etc. reduciéndose así toda la realidad

a aquello que es tangible y visible, a lo que se capta a través de los sentidos, y la

política a su vez, tal como dijéramos, queda comprendida por la economía y la

administración; el pensamiento tradicional en cambio es tridimensional en tanto

comprende que en el hombre existen tres dimensiones claramente diferenciadas entre

sí, con leyes propias aunque no independientes, ordenadas todas bajo un principio de

jerarquía en donde lo inferior sólo se comprende a través de lo superior y no a la

inversa. Existe la esfera más primaria y elemental que es la espacial, vinculada con el

cuerpo, luego la temporal relacionada con el alma y finalmente la eterna, que es la

relativa al espíritu o persona en el hombre. Y era a su vez una premisa esencial que

informaba toda acción de gobierno verdadero –que por supuesto no es la propia de los

modernos administradores o políticos minúsculos que nos “gobiernan”– la de que,

mientras se nace con las dos primeras dimensiones, existe una educación especial que

es la que nos permite obtener y despertar la tercera.

Despertar al espíritu en el hombre, convertir al individuo en persona, a la masa en

pueblo: tal es la función principal del hombre de Estado tradicional. El Estado era

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pues comprendido esencialmente como un pedagogo, como un ente formativo del

hombre. Como aquel que era capaz de convertirlo de mero animal social y gregario, que

era aquello perteneciente a la naturaleza inmediata que éste traía al nacer, en un ser libre

y con espíritu. Era pues su función, más que la de satisfacer las necesidades del vientre,

más que administrar o hacer “felices” a los hombres, la de elevarlos hacia la dimensión

eterna, es decir, arrancar al ser humano del mundo meramente animal, físico y

promiscuo por el que se encuentra mancomunado a todo lo existente, para enaltecerlo

hacia una dimensión que trasciende la propia inmediatez natural con la que nace. Por

ello era un esencial alerta formulado por el Tao en el sentido de que nunca puede ser la

mera vida o el “bienestar general” la meta principal del hombre de Estado

verdadero, sino lo que es más que vida, la supravida, o eternidad, la capacidad de

trascender la esfera natural e inmediata en la que se ha nacido. Fue así como

clásicamente se consideraba al gobernante como un pontífice, es decir, como un

hacedor de puentes entre la tierra y el Cielo, entre lo natural y lo sobrenatural, entre lo

material y físico que captan nuestros sentidos externos y lo metafísico y eterno que es

propio de la esfera espiritual.

Pero a pesar de tales contundentes aseveraciones, los modernos, basándose en párrafos

parciales y arrancados de contexto, insisten en su confiscación del Tao para su ideología

con la excusa de que en el mismo se habla de una no intervención del Estado en las

cosas privadas. Digamos una vez más: no existe un texto que se encuentre más alejado

del liberalismo o de la modernidad que el Tao te king que aquí comentamos. Lejos de

pretender disolverse y de desaparecer como brega tal ideología, el Estado tradicional es

un ente sumamente activo y omnipresente. No es el organismo que despliega o ayuda a

desplegar la naturaleza del hombre tratando de intervenir lo menos posible a fin de no

interferir en su sagrada espontaneidad, sino por el contrario es el que la modifica y

transforma, elevándola por encima de lo que es su mera inmediatez.

Es desde tal perspectiva como es posible comprender el sentido de no-acción que

aparece formulado en el texto, como formando parte del carácter esencial del

gobernante taoísta. Hay no-acción tan sólo en tanto un gobernante verdadero no se

entretiene en cuestiones secundarias, como la economía, la administración, las

relaciones públicas, etc., sino que, al ser su meta principal la eternidad, es hacia ella que

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ordena todo lo existente. Nada que ver pues con el laissez faire liberal del gobernante

que se entromete lo menos posible en la vida de sus semejantes, sino que aquí en

cambio está presente la idea aristotélica de causa final, de motor inmóvil que mueve sin

moverse, que atrae como un imán en tanto poseedor de un carisma del que carece el

común de los hombres. A la inversa exacta de la ideología moderna y liberal, el

gobernante tradicional, lejos de permanecer ajeno y desinteresado respecto de las

acciones particulares de sus semejantes, está presente absolutamente en todas aun en las

más mínimas e insignificantes, tratando de otorgarles a todas ellas un contenido

superior, un sentido a la totalidad de la existencia de sus gobernados. Por ello es que su

acción debe ser siempre a la distancia, como la de un imán que atrae hacia sí,

constituyéndose de esta manera en una fuerza mucho más fuerte e indoblegable que la

más poderosa de las acciones materiales. Estamos así lejos también del concepto

moderno del Estado que ejerce el monopolio de la fuerza física; el gobernante

tradicional puede estar desarmado pero sin embargo, por su prestigio y autoridad, por el

carisma que emana de sus actos, alcanza a obtener de sus súbditos una obediencia

reverencial muy superior a la que alcanza a través del miedo y el terror el más tiránico

de los gobernantes.

El emperador chino permanecía por lo tanto alejado de la muchedumbre, vivía su

existencia entera en una ciudad oculta de la que nunca salía, ni siquiera para viajar y

conocer el mundo como hacen los líderes actuales, a fin de no contaminarse y no

mezclarse con los afanes del vulgo al cual él debía transformar; pero no por ello

permanecía ajeno a los verdaderos “intereses” de su pueblo, sino por el contrario, por su

acción a la distancia que les dirigía el rumbo, él le estaba siempre presente, mucho más

cerca que el más pegajoso e incisivo de los demagogos actuales, siempre a disposición

de la gente, poblando con sus imágenes mediáticas nuestra vida cotidiana, aunque no

por ello estando más cercanos a nosotros.

El emperador tradicional era la causa primera de todo lo existente en el orden social, la

instancia última y final en la cual hallaban un sentido todas las acciones de gobierno,

todas las actividades de los habitantes, aun aquella que se pudiese concebir como la más

particular de todas. Lejos se estaba así sea de la democracia moderna, que sostiene que

el origen del poder emana del pueblo y que por lo tanto es efímero y voluble como los

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caprichos de una voluntad permanentemente mutable, como del principio republicano

por el que se comprende como Estado justo a aquel en el cual el poder se encuentra

dividido, en forma en algunos casos tripartita, aunque el tiempo nos proporcione otras

divisiones. Todo ello es contrario a una perspectiva estrictamente metafísica pues un

poder que puede dividirse y limitarse no es propiamente tal, sino que representa en

cambio un signo de impotencia, del mismo modo que lo es también uno delegado pues,

si existe una causa que recibe de otro su razón de ser, esta causa no es primera, sino

segunda y subordinada. Una soberanía que no sea absoluta, que no halle tan sólo en sí

misma el origen de la propia legitimidad, no es verdaderamente soberanía y por lo tanto

gobierno verdadero, sino apenas una parodia del mismo. El concepto de soberanía

delegada es una falsificación totalmente contraria a tal postura, pues si la misma es

delegada no es verdadera soberanía en el que la ejerce sin tan sólo el que la delega es su

detentor. Podrá tal parodia subsistir por un tiempo incluso prolongado, pero tarde o

temprano tal contradicción se irá degradando hasta desaparecer. El fundamento del

carácter absoluto del poder del Estado se encuentra única y exclusivamente en su

dimensión sagrada, hallándose así inspirado en razones que pertenecen a la esfera de lo

alto y no en la voluntad numérica, ni tampoco en la fuerza material que detente.

Pero dijimos que el Tao representa un alerta en función de los tiempos que se

avecinaban. Tiempos de decadencia que tan sólo una doctrina formulada en su pureza

mayor y en el momento oportuno, puede llegar a interrumpir. La decadencia sobreviene

justamente en la cúspide, que es cuando el poder se degrada, cuando abandona su

sacralidad y se convierte en puramente temporal. Evola nos habla de un movimiento en

sus comienzos apenas perceptible, como el que da origen a una posterior avalancha que

va a acelerando de a poco su caída. Acontece en el momento en el cual el poder se

separa de su principio sagrado, esto es, cuando acontece una primera división entre lo

que es el poder temporal y la autoridad espiritual. Todo movimiento de decadencia

representa un movimiento de escisión que va siempre de lo uno hacia lo múltiple. Evola

analiza pormenorizadamente este proceso en el seno de nuestra civilización occidental

por el que gradualmente se fueron sucediendo una serie de etapas cíclicas por todos

conocidas. Fue necesario primeramente que en plena Edad Media, a través del

acontecimiento histórico conocido como la querella por las investiduras, se produjese

la primera escisión cuando el Estado perdiera su carácter pontifical y formativo para


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que pasara a convertirse en un ente tan sólo temporal encargado meramente de

administrar el bien común. Vaciado así de su esencia sagrada y metafísica, la que quedó

relegada tan sólo al sacerdocio, generándose de este modo la primera y más importante

de todas las divisiones, el paso siguiente y necesario tuvo que ser el absolutismo

monárquico por el cual el Estado, tras perder su carisma de sacralidad, descendió a la

esfera del mero ejercicio de la fuerza material, desconociendo sobre si la soberanía de la

autoridad espiritual. Y el sustento de la autoridad no fue más un principio metafísico

afincado por afuera del tiempo y la materia, que a través del carisma y el prestigio

obtuviera el consentimiento y la adhesión de los gobernados, sino el miedo que

producía el monopolio en la posesión de las armas. Tuvimos así el Segundo Estado,

esto es aquel en donde la política se encuentra desgajada de la metafísica y las simples

“razones de Estado” se convierten en el fin último del mismo. De modo tal que lo que

siempre significara la adhesión a un principio superior terminará suplantado por la

búsqueda y el reconocimiento del mero interés singular. Y en tanto que desde la cúspide

se produjo la sustitución de los principios universales y sacros por el simple interés

egoísta de las partes, en tanto se pasara del Imperio universal a los simples estados o

monarquías nacionales, se abrió camino al paso subsiguiente cual fue la irrupción en el

campo político de las clases económicas, representantes de los distintos “intereses” del

cuerpo constitutivo de esas naciones, las cuales con el tiempo, en tanto el valor por ellas

representado adquirió forma “política” y de “partido”, terminaron tomando la primacía

por encima del mismo Estado hasta convertirlo en un organismo subsidiario de los

propios intereses, en un complemento que permite realizar el fin esencial de las mismas

cual es el bienestar material de las distintas clases. Sucesivas revoluciones cada vez más

descendentes fueron signando tal derrotero inaugurado con la primera de todas, cual fue

la escisión acontecida en plena Edad Media entre el poder político y la autoridad

espiritual, entre lo humano concebido en su forma arquetípica superior y lo divino

recluido a la esfera de los templos y el sacerdocio, ya no comprendidas en uno solo,

sino en instituciones distintas, la Iglesia y el Imperio. Tuvimos así que, tras el

absolutismo monárquico, la primera revolución, sobrevinieron una nutrida serie de

revoluciones sucesivas, conocidas con nombres distintos como la revolución burguesa,

la industrial, la tecnológica, la proletaria, las que nos trajeron la irrupción sucesiva de

formas cada vez más degradadas de Estado esta vez pertenecientes a clases económicas,

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tal el tercero y el cuarto Estado (es decir el Estado burgués, el Estado proletario),

hasta arribar finalmente a nuestros días con la revolución postmoderna y el posterior

advenimiento del quinto estado. En el mismo el hombre se encuentra vaciado ya no

sólo de toda dimensión metafísica, sino aun de cualquier rasgo aun remoto y

caricaturesco que se le pareciera, expresado bajo la forma de la simple búsqueda de un

ideal que fuese superior al mero interés inmediato, a través de la hoy notoria consigna

de lo que ha dado en llamarse como la “muerte de las ideologías”, es decir el vivir al día

y sublimando los instantes placenteros, por la cual hoy presenciamos la desaparición de

la persona reducida a la masa y del individuo rebajado al rol de un mero animal que

consume y goza y finalmente de un Estado, otrora ente sagrado y pontifical, convertido

en un mero ente burocrático y efímero, reducido al rol de recaudador de impuestos que

acciona tan sólo allí donde la iniciativa privada no puede actuar adecuadamente y en

incesante aunque nunca consumada amenaza de desaparecer del todo el día en que la

educación de las masas lo haga prescindible. Digamos que, a pesar de la pregonada

muerte de las ideologías, subsistirá siempre en todas las vertientes modernas y

postmodernas la utopía de que el Estado se trata de un mal tan sólo provisorio que

durará hasta que llegue el día en que las personas por la educación lleguen a obtener

una conciencia cívica suficiente que les haga superflua la existencia de cualquier ente

coactivo, sucediendo así del mismo modo a como el hijo que, tras emanciparse de la

autoridad de su padre, se gobierna a sí mismo y entonces acontecería, tal como dijera el

marxismo, que con la consumación de la historia el Estado habrá pasado a formar parte

de los “trastos viejos de la historia”. Aunque paradojalmente hagamos notar aquí que el

Estado moderno, lejos de desaparecer como incesantemente nos pregona, es cada vez

más hipertrófico y burocrático entrometiéndose, cada día que pasa, de manera mucho

más totalitaria y tiránica de lo que pudiera haber hecho el Estado tradicional.

Desde la óptica de la tradición es tan sólo el Estado y su consecuente soberanía lo que

asegura la existencia normal de cualquier orden social. Sólo con el Estado puede existir

la nación y el pueblo, distinguiendo a tal ente de la mera masa anónima y sin alma que

hoy tanto nos circunda. Y justamente para evitar que dicho mal acontezca se hace

necesario que el Estado sea libre en el mejor y más amplio sentido del término. Sólo la

libertad del soberano es lo que permite que los gobernados sean también libres. Y

a su vez cuanto mayor ésta sea, también lo será la de estos últimos. Al respecto el
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moderno posee una concepción totalmente diferente de lo que es la libertad. En tanto

basa la misma en el irracional concepto de igualdad, considera que todos deben tener la

misma libertad y que ésta, en tanto debe ser igual para todos, consecuentemente debe

ser limitada y finita, en tanto que todos deberían ser acreedores de los mismos derechos.

El pensamiento tradicional en cambio considera a la libertad como una potencia

infinita que se posee en mayor o menor medida de acuerdo al valor y las virtudes que

haya desplegado una persona. Cuanto más condición de persona se haya alcanzado a

desarrollar en sí mismo, mas libertad se posee. Y así como no todos son persona de la

misma manera, en tanto que, tal como dijéramos, se trata éste de un concepto relativo al

despliegue que cada uno haya podido hacer de su naturaleza espiritual, en tanto se nace

individuo pero se deviene persona, y así como existen seres que transcurren toda su

existencia sin haber podido desarrollar casi ningún aspecto de personalidad –éstos son

los individuos-masa o parias según la tradición hindú–; existe también aquel que, en

tanto persona absoluta, posee una libertad ilimitada, la que a su vez, por ser tal, es

garantía y reaseguro de la libertad de quienes le resultan inferiores. Tal es el

emperador que es el único ser verdaderamente libre y que por lo mismo tiene

simultáneamente el derecho y el deber de gobernar. La libertad del gobernante lejos de

limitar o coartar la libertad de los gobernados es aquella que por el contrario la

incrementa. De allí el origen de la palabra autoridad correlativo necesario del concepto

de libertad (del latin augere = aumentar, acrecentar). Cuanta mas libertad se posea

consecuentemente tanta más autoridad se tiene.

Pero hay otra idea esencial que aparece en el Tao y que nos permite una vez más

ahondar en el carácter metafísico que posee tal texto. De la misma manera que las

ciencias son hoy independientes entre sí, y la realidad toda es una suma de

compartimientos estancos y de mónadas sin ventanas,  se consideran como dos cosas

separadas y autónomas el mundo de la naturaleza y el que es propio del hombre, la

cultura. En el Tao en cambio, así como la política no se encuentra disociada de la

metafísica, el mundo la naturaleza no representa una cosa ajena al mundo de la cultura.

En concordancia con la antigua óptica judeo cristiana del que es heredero, el moderno

sigue considerando a estos dos planos como separados e independientes entre sí, de

modo tal que, si la naturaleza ha sido creada por Dios, el mundo de la cultura es

reputado en cambio como una cosa que es propia del hombre. Y más aun basándose en
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tal dualismo, el concepto de rey de la creación, aportado por tal cosmovisión, ha sido

entendido a través del tiempo bajo la forma de un dominio arbitrario y caprichoso

ejercido sobre este mundo al que se concibe como una realidad puesta totalmente a

nuestra disposición y frente a la cual todas las acciones son posibles. Es totalmente

diferente la postura que en cambio aparece en el Tao. El carácter de señor de la creación

que allí también se sostiene es concebida como una acción de conservación del orden

creado. El hombre es comprendido como un colaborador en la obra creadora y no como

una simple criatura, siendo de tal modo la misma considerada como una empresa

inconclusa que debe ser siempre actualizada y consumada por éste. De la misma

manera que no podía encontrarse separada la política de la metafísica, tampoco

podían considerarse como dos cosas totalmente ajenas y divorciadas entre sí el

mundo de la naturaleza y el de la cultura. Se consideraba al universo como a una

unidad jerárquica y de ninguna manera se pensaba que eran indiferentes los hechos que

acontecieran en una esfera respecto de la otra. Todo hecho tenía un significado superior

que lo explicaba. De acuerdo a la concepción tradicional, al ser el hombre un

intermediario entre Dios y el mundo, encargado de cumplir así con la función esencial

de conservador del orden, no estaban disociados en manera alguna lo que acontecía en

el mundo de la naturaleza de lo que sucedía en el de la cultura, sino que ambos

componían una misma unidad por lo que el quiebre en una de las partes generaba a su

vez terribles consecuencias para la otra. En razón de tal vinculo estrecho, era una

máxima tradicional que todo desorden acontecido en el mundo humano, al operarse en

la cúspide de la Creación, inmediatamente se transfería por irradiación hacia el de la

naturaleza produciendo cataclismos y desórdenes de inmensa envergadura. A tal

respecto el Diluvio Universal, relatado en manera disímil por diferentes tradiciones, nos

explicita un momento de caída en uno de los ciclos cósmicos con secuelas terribles

transmitidas por proyección al mundo de la naturaleza una vez que su principio rector,

el hombre, ha decaído. A su vez, en su obra Rebelión contra el mundo moderno, Evola

nos hace notar cómo en los tiempos remotos, pertenecientes al origen del actual

Manvantara, la raza divina originaria, la hiperbórea o raza roja, habitante en su

momento en la tierra polar, debido a un decaimiento o decadencia en su accionar, dio

como resultado a su vez un quiebre cósmico de inmensas dimensiones cual fuera el

desplazamiento del eje de la tierra y el posterior congelamiento de los polos. De tales

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hechos, como el de la misma existencia de la Atlántida relatada por Platón, sólo existen

rastros que únicamente un ojo atento puede percibir. Por ejemplo el mismo nombre de

Groenlandia (Tierra verde y por lo tanto espacio de clima templado) otorgado a un

territorio en la actualidad totalmente congelado y desértico, sito en la cercanía con el

Polo Norte, puede ser un eco de aquella antigua tradición. El proceso de la decadencia

es pues un acontecimiento cósmico de dimensiones universales.

Es justamente con la finalidad de evitar tal decadencia y mantener el equilibrio del

cosmos que existe el gobernante, consistiendo así su función en algo muy superior a lo

que la moderna ciencia política concibe. Justamente hoy en día en donde la profanación

del mundo marcha pareja a la desacralización del Estado es donde vemos cómo junto a

un exasperado afán por el lujo y consumo en todas las clases, tanto en las que tienen

como hasta en las que carecen de lo esencial, en un mundo cultural sometido por la

economía y la superficialidad, la tecnología con sus depredaciones ecológicas lleva a

cabo el destino de un hombre concebido como amo arbitrario y caprichoso de una

naturaleza de la que se ha convertido de armonioso soberano en su cruel depredador y

enemigo. Las consecuencias de tales destrucciones que comenzaron primeramente en

un plano moral y cultural y que consecuentemente se trasladan al ámbito físico no

tardarán en mostrarse; más aun, ya están presentes en nuestros días y el problema

estribará tan sólo en determinar si al final de este ciclo será posible la instauración de

uno nuevo con una cierta continuidad. Al respecto la obra aquí presentada proporciona

aportes efectivos para una acción de reenderezamiento.

Preservar al Imperio extremo oriental de la decadencia a través del sostenimiento

pleno y cabal de los principios fue la máxima esencial de esta obra magistral que aquí

presentamos por primera vez en habla hispana formulada en su más estricta pureza y

librada de todas las desviaciones antes mentadas que han intentado hacerla inofensiva y

hasta contraria a lo que se expresara. Su efecto será de una contundencia tal que no

tendrá equivalente alguno en toda la historia. Mientras que Occidente verá caer uno tras

otro a los distintos imperios tradicionales, el único que a lo largo del tiempo se

mantendrá incólume durante tantos milenios será el chino, cuya caída será recién en el

año 1912 momento en el cual, tras una revolución de neto corte moderno y occidental

en el sentido caduco de tal término, el emperador, tras ser expulsado de la ciudad

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oculta, concluirá definitivamente con su mandato sagrado. Y ello no ha obedecido a

ninguna fatalidad cíclica que obligue necesariamente a un proceso a encontrar su final o

punto de detención. Ha sido la voluntad humana la que en su decaimiento, a pesar de la

contundencia del texto aquí mentado y del sostén proporcionado, arribó a un momento

de detención e inició así su curso acelerado sea hacia la China sea marxista-leninista

como la más reciente y gemela, la competitiva y de economía de mercado. Pero esto es

apenas una anécdota que no debe apartarnos de lo esencial. Tales principios, vueltos a

formular en nuestro siglo por Evola y Guénon, esperan tan sólo el momento oportuno

para ser restaurados.

Concluyamos esta exposición con una reflexión final respecto de la manera como

Lao tsé desapareció de escena, a los 81 años luego de haber difundido el Tao te king.

Algunos dicen que se fue para el Occidente para no volver nunca más. Ello en cambio

tiene que ver con una máxima esencial del pensamiento tradicional para el cual nunca el

autor con su singularidad debe ocultar el contenido esencial de su obra. La

individualidad humana debe disolverse totalmente en la función. Y cuando ésta se ha

consumado, la misma debe desaparecer para impedir la distracción del público sobre la

figura del autor. Ello es por supuesto diferente esencialmente de lo que acontece en

cambio en la modernidad en donde el autor, una vez que ha formulado un texto, por el

contrario aparece más que nunca en escena en un exasperado afán por exhibirse y

obtener premios o confirmaciones.

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Homenaje a Evola (IV) Julius Evola y el Zen

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