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César Antoine Feghali Restrepo

Relatoría 18 de octubre del 2017: apartados de la Estética hegeliana

Antes que nada, en esta relatoría, me permito una licencia en cuanto pretendo unificar los apartados que
fueron destinados para la sesión de hoy y para la sesión próxima. Esto, con el único fin de hacer una lectura
más íntegra que me servirá para fines argumentativos con lo que quiero proponer a lo largo de esta
relatoría. Ya habiendo hecho de antemano esta –necesaria- aclaración, entremos.

Seguimos contumaces en el intento de rastrear lo sublime en el devenir del pensamiento. En este caso, ya
no estamos ante la presencia de un desarrollo conceptual explícito de lo sublime –como sí lo estuvimos con
Burke y Kant- sino que ahora lo sublime aparece de soslayo, no tan patente, pero siempre latente.

Para empezar, Hegel nos da a saber a saber que su empresa con tales lecciones es de tratar de pensar una
filosofía del arte. Pero, para tal fin, se da cuenta que el camino no es tan expedito; como por ejemplo, sabe
que lo bello está situado en un plano de pura multiplicidad, de infinitud, que, como objeto de intuición,
puede parecer que se rehúsa a ser tratado filosóficamente. Por esto, debe de apelar a un tribunal que dicte
la sentencia de una ciencia sobre lo bello, una instancia que nos comunique con mediana seguridad qué es
lo bello o, por lo menos, qué podemos decir de lo bello en cuanto calificativo en suma medida maleable en
el tiempo. Cuidado: Hegel plantea esta teoría del arte -si se quiere, ciencia de lo bello- como algo que debe
de ser inferido, no meras especulaciones que proceden del posterior contacto con el objeto o experiencias
estéticas (acá, vemos que ese inferido lo podríamos conectar con la facultad de juzgar a priori kantiana).
Como Kant, Hegel sabe muy bien que las sensaciones agradables de los objetos se convierten en triviales.

Como dijimos, si lo bello está situado en el plano de lo múltiple y de la infinitud de formas, de lo singular,
o de la experiencia de cada sujeto, la filosofía –que, como menciona, es sistemático-científica- no podría
tomar las vías de un riguroso y acertado tratamiento. Nada de singularidades, de lo bueno o lo agradable,
se debe comenzar por la Idea (que, de primera, no nos dice mucho), por lo general, para poder entonces
pertrechar un camino despejado que nos proporcione movilidad a la hora del encuentro con lo bello, un
aviso que nos indique que podemos comenzar al examen en cuestión. Y, como pensar filosófico-científico
(el que se vale de los conceptos para hacer la investigación dialéctica), debe de destruir dichas
singularidades para higienizar el terreno, un terreno sin execrancias, un terreno de lo general, de concepto
(al que le han temido muchos, dice Hegel). Atrapar lo bello en el concepto es captarlo para sí mismo (en
el espíritu) y que se capte en su exterioridad (fuera del espíritu, que se refleje), es ésta la empresa.

Pasando, Hegel menciona la tan clamada, cotizada y sugestiva sentencia del arte como carácter pretérito.
Lo que ha hecho entonces el arte es un penetrar para quedarse en la representación, el aparecer en la
mediatez y no, como en tiempos pasados (en los griegos, veremos adelante), de forma espontánea e
inmediata. En su rápida justificación de tal sentencia, exuda cierta nostalgia (lamentar que los tiempos
bellos hayan pasado, que el Estado haya aumentado la complicación del vivir, que ya somos carcelarios de
la utilidad o que no haya ya el –kantiano- desinterés disfrute del arte). Preferiría leerlo como una condición
inalienable de nuestros tiempos modernos que da pie a que él haga una evaluación de ese presente y, así,
mostrar que el devenir del pensamiento (digamos, el estético), irremediablemente, se altera. Se debe atacar
el problema del arte ya desde la abstracción, desde la representación y el pensamiento; con esto, la posición
del arte en nosotros no cumplirá su antigua función de promotora del aumento de las fuerzas vitales, ya
nuestra proximidad con el arte es posible con una lectura abierta sobre ésta.

Como cuño argumentativo de la tesis que quiere sostener (que el arte ya es función del espíritu, de la
representación), Hegel es tajante al decir que el arte como mímesis es arcaica, produce un deleite con
cortapisas, ya el arte es de la expresión del espíritu, de las fuerzas que se dirigen hacer captadas por la
exterioridad. Por eso, el artista debe de estar orgulloso que no ha imitado, es como si fuera un test para la
creación: ¿se ha imitado o se han llevado las fuerzas titánicas del espíritu al objeto creado? Dependiendo
de cuál sea la respuesta, el artista debe estar orgulloso o avergonzado de su creación.

Como abstracción, como reflexión que ya es el arte, es imperfecta. La intuición oscila drásticamente entre
un déficit-exceso que nunca llegará a un punto que converja con la verdadera representación del objeto, o
en hegeliano, siempre la intuición será más abstracta que el objeto en su existencia inmediata. Una falta
de espiritualidad, una imperfección, es la que puebla la imitación. Esta, no va producir todo ese férvido
magma sensible como sí lo hacen las obras que están vehiculadas sensatamente por el espíritu. Puesto que
si solo el cuadro es espejo de la naturaleza el espíritu se opacará por el recuerdo y se va sobreponer sobre
éste último. Siempre habrá un espacio vacío, un algo más, que debe ser ocupado por los vigores del
espíritu: por eso se habla de un fin último del arte, como lo que debe realizarse en el arte, como el que
nos transporta a los estados poéticos más ricos. Los sentimientos, las pasiones, nuestro modo de afección
misma se revuelca, cambia nuestra relación con lo general, y no importa el modo por el cual arribe, si por
nuestra representación o si nos llega en la intuición de nuestra vida externa.

Vemos que ya lo bello se empieza a difuminar entre líneas y ya se habla es del arte en cuanto tal. Hegel
también sabe, y hace el preciso matiz, que el arte no sólo nos provoca los sentimientos más jubilosos y
nobles, también nos puede hacer representar la mayor de las horribilidades, nos puede hacer sumergir en
el océano que es la representación misma, un bucear sin fondo, el embelesamiento total, hasta tal punto,
que no seríamos capaces de volver a las orillas, al reposo, el puro ensimismamiento que puede evocar –
potencialmente- el objeto artístico. Pero bueno, se ha hablado sólo del avivamiento de las pasiones como
fin último del arte, pero Hegel piensa que podrían haber otros fines –quizás, más sustanciales- y a los que,
de igual modo, les hace examen.

No es sólo, pues, que el arte nos eleve. Hace falta que todas las sensaciones se purifiquen, como un cierto
poder frente a ellas, algo que permita la catalización de la condensación de las pasiones producidas en un
primer momento. Un contenido que nos es posible atrapar y que se hace expreso en tal purificación
(sonando, un tanto, a la purgación de afecciones de la que hablaba Aristóteles en su Poética). Pero bajo
ninguna medida el arte subsumida en una doctrina, en una ley o un precepto, debe de permanecer
presente, como muda e implícita para que pueda reconocerse por el actuante. Allende de vivificar su ánimo
vía las pasiones debe encontrar y conocer su deber (su moralidad) y, en este sentido, combatir y superar
las pasiones que un primer momento estaban en escena. Porque, de lo que se trata, es de elevarse de lo
particular-natural, elevarse –como habíamos mencionado antes abriendo la exposición de lo bello- al plano
de lo general, sobreponiéndose al de las sensaciones (singulares y particulares). Y, sin dejar llevarnos por
la corriente de los argumentos –porque, en Hegel, no hay corriente, sino corriente-contracorriente,
dialéctica- Hegel da un giro dialéctico, cambia de perspectiva en el intento de mostrar que tal tesis de la
finalidad moral como fin último del arte no corporiza la verdad, la reconciliación de las partes: el fin último
del arte es exponer el fin último absoluto (lo que se leería: que el arte está situado en el plano del espíritu
absoluto, donde el espíritu puede dominar a sus anchas –como en el arte, la religión y la filosofía).

Sirviéndose de Kant, y para reforzar su antítesis de la moralidad como fin último en el arte, habla de que
la filosofía kantiana ha llegado a la representación de exigir la disolución (entre libertad y necesidad), una
exigencia del gobierno moral del mundo. Porque, en últimas, el sentimiento, el ánimo, la inclinación, están
insertados en el punto de vista moral, como si estuviera dominados por una determinación jurídica que
parte de la libertad. En otras palabras, Hegel no niega lo instructivo y el punto de partida que es Kant para
esta materia, quiere mostrar que lo moral no debe domeñar la libertad, que lo moral no debe mandar sobre
el juicio y sobre el espíritu (como lee Hegel en Kant).

Ni la moral ni la ironía (que se despliegan con autores románticos e idealistas como Schlegel y Fichte,
respectivamente) pueden ser objeto para el arte, pues no logra la concretud de la idea. El arte, mejor,
expone la Idea mediante una ilusión, una aparición. Esto quiere decir que, en el arte, la realidad (lo que
entendemos por realidad, la cotidianidad) está superada. Esta ilusión, esta apariencia, es una forma
superior que nos ayuda a ver los poderes caóticos que mallan la realidad, es la aparición de un fenómeno
mucho más compacto que se hace actual por medio de la síntesis entre razón y sensibilidad (o lo bello).
Toda esta maraña dialéctica que acabamos de mencionar es para llegar a suspender lo siguiente: el
verdadero fin del arte es la idea concreta, lo espiritual, lo divino, lo absoluto en su determinación, lo que
llega al espíritu como último resultado.

Pero, igualmente, no sólo debemos relegar lo moral como fin último del arte; lo histórico, queda apartada
de ser la protagonista de la representación, esa que se encargaba de equiparar y satisfacer nuestra
representación fenoménica sobre el objeto. Como lo histórico se arrincona, la idea puede transitar un
camino más presto para que la idea pueda aparecer por medio de la apariencia (o de la ilusión). Es decir,
la apariencia que suscita en nosotros el objeto en cuestión tiene un carácter indiscutible e insustituiblemente
superior que el de la realidad, la realidad cotidiana (esta tiene un carácter impropio), es un aparecer
verdaderamente genuino (que es, básicamente, la síntesis que propone Hegel de estos apartados, la
verdad).

Permitiéndonos la licencia que mencionamos en el primer párrafo, quiero proseguir con la Subdivisión.
Siguiendo la progresión dialéctica, ya la idea se va desplazando para hacer ostenisble el ideal: la idea
configurada, la equivalencia de la realidad efectiva (la exterioridad) y la subjetividad. Es asir lo divino no
como mero abstracto sino como lo más concreto posible, como la determinidad de la idea. Un parafraseo
que puede resultar siendo un barullo, pero, creo, se puede hacer palpable en su desarrollo de las diferentes
formas artísticas.
Quiero entender las diferentes formas artísticas como los asomos furtivos y paulatinos de la subjetividad,
desde una subjetividad primitiva, diáfana (lo simbólico), pasando por una jovialidad lozana (lo clásico),
hasta llegar a una edad longeva (lo romántico). Miremos.

La primera forma, lo simbólico, se puede apreciar el carácter de lo sublime (aquí Hegel no le interesa hacer
una disquisición sobre éste, como Kant por ejemplo, simplemente lo remite a lo infinito, desmesurado). La
idea es indeterminada, distorsionada (mundo pregriego u oriental: parsi, Brahamanismo hindú y el arte
egipcio), muestra el estado de postración de los hombres ante entidades no propiamente espirituales, no
hay consciencia de la libertad del espíritu, todo remite a fuerzas oscuras, misteriosas, ambiguas, terroríficas,
inhumanas, etc. Porque retomemos lo sublime: lo sublime se vincula con lo simbólico en cuanto siempre
es forma de expresar un misterio, algo que siempre tiene algo que decir pero que no se apresa, un poder
descomunal de fuerzas anónimas que interpelan la finitud humana. Todo lo anterior, es medianamente
intuido, atisbado, lo absoluto queda inevitablemente emparentado con la naturaleza, y no, con el espíritu
(como debiera). O sea: el incesante sustrato que son las fábulas, las metáforas, las alegorías, lo implícito,
siempre formas irregulares, con aspecto peregrino, sin armonía. Siempre un déficit entre Idea y forma
sensible.

Aflora el pueblo griego, el pueblo de la jovialidad en cuanto son ellos los que adecúan la Idea y la forma
sensible (arte clásico). Ya no son las formas ajenas las que ponen el hombre fuera de él, ya el hombre goza
de su belleza en las esculturas de Apolo, hay plena cadencia del ideal, es decir, éste es consumado. Si lo
espiritual aparece, aparece en la figura humana. Unidad totalizadora que se manifiesta en las obras del
arte griego y que podría corresponder a la unidad de la polis. Pero, téngase presente, que a pesar de que
haya unidad en lo bello-formal, de que haya una transacción transparente entre la subjetividad y la forma
sensible, el hombre todavía no se reconoce como subjetividad infinita, como un ser libre, soberano de sí y
de su espíritu. Tiene que presentarse el arte romántico (finales de la Edad Media) para poder colmar esta
falta.

En el arte romántico el hombre asiste a una liberación gradual de la Idea. Puede mencionarse el
cristianismo, o mejor, la figura de Cristo para poder tomar como punto de partida esa autoconciencia del
Espíritu que va hacer parte del arte romántico: figura que muestra que lo infinito (Dios, lo eterno) puede
habitar lo finito (nosotros, los mortales). Esa figura del sufrimiento, de la pena y de la muerte que fueron
padecidos por Cristo viene a importunar la armonía y equilibrio Clásico. Ya los hombres sienten algo que
debe de salir del anonimato, como si las fuerzas creativas estuvieran empezando a efervescer para no
poder más y rebasarse. La subjetividad arrebatada y deseosa de expresarse pierde el enganche que había
hecho el contenido (el espíritu) y la forma sensible. Ya no hay, pues, unidad totalizadora y universal que,
en el arte clásico, fue compartido. Pero hay que rechazar las lecturas de este arte romántico que rezan de
que Hegel desconoce que se sigue haciendo arte, es más bien que el carácter unificante y comprensivo
que tenía el arte (¿quizá, por la unidad de lo político griego?) ya no prevalece. Es una especie de retorno
a lo simbólico en el sentido de que ya es el espíritu, la libertad de la voluntad, el que permite ver toda esa
pluralidad en la poesía, en la música y en la pintura. Aquí, el hombre es para sí, es un autónomo –digamos,
en términos kantianos, que tiene una capacidad, una facultad- que siente a sí mismo su espíritu, es
comportamiento del exceso del espíritu frente a lo insuficiente de la forma sensible. En suma, es como si
el arte siempre necesitara de justificación.
Breve Comentario

Simplemente me gustaría mencionar un par de cosas. En primer lugar, eso de la “aparición sensible de la
idea” deja ciertas sospechas. Gadamer, en su Actualidad de lo Bello, tacha de seducción idealista a esta
sentencia. Una expresión perspicaz, en la cual, la Idea, se hace verdaderamente presente en la
manifestación sensible de lo bello. Seducción idealista, entonces, porque no hace justicia a la auténtica
circunstancia de que la obra nos habla como obra, y no como portadora de un mensaje. Hegel pretendía,
con la filosofía, y en particular, con el concepto, alcanzar todo lo que nos interpela de modoo oscuro y no
conceptual en el lenguaje sensible y en el arte. Cuestión que queda rebatida con cualquier experiencia
artística, especialmente, con el arte contemporáneo.

Vayamos con Agamben, y con su Hombre sin Contenido, para exprimir la idea del arte romántico. Nada
más claro que entender esto como un período de una tajante escisión: la unidad inmediata de la
subjetividad creadora y su materia se desmorona, se hace añicos. Ya el arte es la absoluta libertad en
cuanto es ella la que busca en sí misma su propio fin y su propio fundamento (el arte, como maquinaria
independiente), no necesita ya de ningún contenido que legitime que ella es arte. Es, por qué no, una
tabula rasa, el borrón que permite conformar otro pensamiento. Ya, como espectadores, nos vemos
inundados de representaciones estéticas (como valor supremo, como intimidad) que va explicar la potencia
en la obra misma y a partir de la obra misma. En términos de Agamben, la experiencia del desgarro: “ Así,
el nacimiento del gusto coincide con el absoluto desgarro de la “cultura pura”: en la obra de arte, el
espectador se ve a Sí mismo como Otro, su propio ser-por-sí mismo como ser-fuera-de sí mismo. En la
pura subjetividad en acción creadora de la obra de arte, no encuentra de ninguna manera un contenido
determinado y una medida concreta de su propia existencia sino, simplemente, a su propio Yo en la forma
del absoluto extrañamiento, y sólo puede poseerse en el interior de este desgarro”. Fragmento con cierta
espesura dialéctica pero que deja claro cómo, entonces, esa unidad originaria de la obra de arte (como en
el arte clásico) se ha desmoronado por completo.

Vale decir, en suma, el abismo que no se deja colmar cómodamente y que representa nuestra concepción
estética. Reitero una de las tesis de más lastre en esta relatoría: la abertura de las dos realidades –la del
artista y la del espectador- ya no se puede subsanar, puros espacios divergentes, sólo nos queda nuestro
espíritu libre (Hegel) y nuestra facultad de juzgar (Kant) para poder saludar a la obra de arte. Y es que ya
no intentamos penetrar en la íntima vitalidad de la obra de arte, como si ella nos proporcionara los medios
para identificarnos, para volvernos uno. Ya nos toca representarnos la obra de acuerdo a la estructura
crítica que alcemos sobre ella, que no viene a ser más que el juicio estético que hace nuestro espíritu;
disfrute inmediato que se sostiene por nuestros gusto, o hegelianamente, síntesis reconciliada que muestra
la verdad de la adecuación entre lo sensible y la razón.

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