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La casa postmoderna

Joseph Hudnut

Tarde en Cape Cod – Ed ward Hopp er, 1942


La casa postmoderna
Joseph Hudnut

He estado pensando acerca de las casas prefabricadas; puro producto de la


investigación tecnológica y de la manufactura, entregado después de definir algunos
detalles financieros y de distribución; acerca de esas casas comprimidas por
gigantescas maquinas, hechas de plástico o de cromo, salidas de líneas de producción
por decenas de miles, despachadas a cualquier lugar como respuesta a una llamada
telefónica y listas para ser ocupadas luego del simple gesto de apretar un tornillo. He
estado intentando fijar una de esas casas en mi mente; para definir no solamente su
forma y sus premisas, sino su vida misma; para darle, si mis lectores me lo permiten,
un lugar y un nombre.

Recientemente un viaje a Nueva York me ayudó mucho en este sentido. A medida que
dejábamos Boston volábamos por encima de un lote de parqueaderos al lado de un
estadio de baseball; después de media hora, y a medida que nos acercábamos a
Nueva York, lo hacíamos sobre esa inmensa área de parqueaderos que se tiende
detrás de la playa Jones. Cada uno de estos miles de automóviles había sido
organizado en forma de espina de pescado, cada uno de ellos tan lejano que podían
verse todos iguales; su forma a excepción de algunos muy lujosos, aerodinámicos y
policromados es el fruto perfecto del pensamiento tecnológico no adulterado por el
arte. Me pareció que parqueados de esta manera, semejaban esos suburbios en los
que cada familia posee un cascarón estandarizado y producido en serie, indistinguible
de sus miles de vecinos a no ser por el color de la pintura o por la relativa ambición de
sus propietarios que se expresa en el deseo de habitar un último modelo.

En este momento soy consciente de que la uniformidad en el diseño de la casa es para


la gran mayoría de la hum anidad una condición a menudo necesaria y no siempre
lamentable, una circunstancia ilustrada claramente por los desordenados Cape Cod
cottages que saturan el paisaje de Nueva Inglaterra y que estandariza nuestras
viviendas tanto como los automóviles parqueados. Así mismo creo que existe una
importante diferencia entre este millón de cottages de madera y las formas de
fabricación más rigurosa de las casas prefabricadas, una diferencia no sólo
indirectamente relacionada con los materiales y con los procesos de manufactura. La
casa prefabricada, tal como yo la imagino, no logra ocupar mi mente de la misma
manera que la palabra casa entendida como una construcción ocupada por una
familia siempre lo ha hecho; no logra expresar esa idea de casa que trae a la m ente
tantos ideales y sentimientos. Mis lectores pueden llamarme romántico si así lo desean
¿se puede concebir acaso una casa sin romanticismo? —, pero ocurre que no
descubro en ninguna de las casa-tipo prefiguradas en las publicaciones y ensayos
técnicos la promesa de felicidad que es finalmente la cualidad más importante de
todas las apariencias de la casa.

Mi impresión es obviamente compartida por un amplio público, circunstancia que


explica, en parte, la persistencia con la cual aún la gente amante de la ciencia se
adhiere a parámetros tradicionales en sus casas. De los soldados que me escriben,
existe por ejemplo uno en Tokio que describe, de alguna manera y no sin elocuencia, la
cantidad de artículos y objetos que pueden ahorrarle trabajo, la organi zación, los
materiales aislantes y el aire acondicionado que harán más hermoso su nuevo hogar, y
finaliza su carta con la confianza y la esperanza de que todo esto no variara en ningún
sentido el diseño de la casa que espera yo construya para él.

Él tiene en mente, sí le he entendido correctamente, un Cape Cod cottage que después


de abrirse se verá como un refrigerador para vivir; y estoy seguro de que esos
requerimientos, aun asumiendo que son inconscientes, son los más adecuados.
Enterado de que soy un arquitecto teñido de moderno, mi soldado teme que intente
suspender su casa de un árbol o hacerla pivotar alrededor de un mástil, que la haga
girar o quizá le de la apariencia exterior de un frijol de aluminio; yo entiendo que él no
tiene por qué estar dispuesto a que mi entusiasmo por un absolutismo tecnológico nos
lleve tan lejos. A él le gustan todos los nuevos artefactos pero también le gustaría que
estuvieran acompañados de imágenes, sentimientos y símbolos; quiere la
mecanización pero no permitirá, como ha dicho un distinguido historiador del arte, que
ella tome el mando 1. No me sorprendería que sus deseos reflejaran los de la mayoría
de hombres del Ejército, la Marina, la Fuerza Aérea y la W.A.C.

Nuestros soldados están suficientemente mal educado s debido quizá a los honores,
pero aun así debo admitir que este ejemplo representa para mi cómo el deseo
desborda siempre la razón científica. Bajo la superficie de lo que mi amigo expresa
aparece una idea de suma importancia para la arquitectura: una ide a tan antigua como
para ser cierta, pero que los arquitectos suelen olvidar. La forma total y ordinaria de
nuestras casas no está implícita en la evolución de las técnicas de construcción o en
los conceptos de organización espacial; no proceden simplement e de ello. Nuestras
casas no pueden imaginarse en su totalidad con estas simples premisas, pues en el
corazón de la gente las casas son entidades relevantes, son algo que está más allá de
la ciencia y de la utilidad.

Desearía que se entendiera esto. No t engo un excesivo apego a los Cape Cod
cottages. En su forma original estos gozan de belleza y encanto, pero aún así
encuentro el tipo tedioso, más ahora que ha sido repetido 4 o 5 millones de veces.
Desearía que los contratistas, que esparcieron esa blanca nebulosa de casas alrededor
de nuestras grandes ciudades, de pronto pudieran, ahora y en el futuro, tentar a su
mercado con una nueva forma de carne tierna. Para hablar francamente , estas casas
representan una especie muy explotada pero no por eso más exc usable que otras. De
otro lado es un hecho patente, aún para los observadores más superficiales, que miles
de personas encuentran en las novedades una compensación de la arquitectura, de
esa experiencia para la cual la mayoría no están preparados. Las nov edades son los
pálidos, pero necesarios, substitutos de la experiencia de una arquitectura en la cual
los valores emocionales se han fundido en los valores tecnológicos. Hasta que
encontremos la manera de hacer esa fusión los Cape Cod cottages seguirán al mando.

1Siegfried Giedion. Mechanization Takes Command. A Contribution to Annimous History. Oxford


University Press, Oxford, 1948. Versión en castellano La mecanización toma el mando. Gustavo
Gili, Barcelona 1978.
Nuestros arquitectos se dejan seducir constantemente por los nobles encantos de las
técnicas. He conocido arquitectos cuyas actitudes e ideas son iguales a las de los
ingenieros; arquitectos que encuentran recompensa suficiente a su trabajo en la
satisfacción intelectual de sus propios inventos; indiferentes a las consecuencias
formales de sus construcciones conciben la belleza como una flor que florecerá
espontáneamente bajo sus activos pies. Otros descubren, con tal exceso de fervor, las
dramáticas posibilidades del concreto, los voladizos y los pilotes de hierro que olvidan
preguntarse en qué sentido son estos apropiados. Hay incluso algunos cuya lógica
técnica es tan absoluta que no permitirían ninguna forma de felicidad que no pudiera
explicarse como resultado de una necesidad económica o una virtud técnica, tampoco
permitirían ninguna belleza que fuera consecuencia de una regla inestable.

Como un ángel mensajero la máquina ha entrado en nuestras casas para traer una
nueva perspectiva y una nueva economía, un nuevo rango y eficiencia al proceso de la
vida diaria, para alargar las horas de libertad, para disipar miles de tiranías,
costumbres y prejuicios, para levantar montañas de trabajo penoso de nuestros
hombros. Como el heraldo de un joven rey recién coronado, la maquina anuncia una
nueva dinastía y nos da la bienvenida a su autoridad liberad ora. Como el primer aire
de abril, la máquina purifica y vigoriza. Los arquitectos tienen razón al amar la
máquina, de ninguna otra manera se hubiera construido la casa moderna.

Está bien que el arquitecto ame la máquina, pero existe el peligro de que ese amor
apague el fuego propio de su corazón. Las formas son relaciones, composiciones de
textura, color y luz; infinitos elementos de construcci ón a través de los cuales el
espíritu humano se da a conocer; ellas son las sustancia necesaria de una casa, de
ninguna manera incidentes de los patrones económicos o del bienestar físico; a partir
de ellas nuestras paredes van más allá de la mera función útil de encerrar las cosas
permanentes, sin las cuales una casa seria, en sentido real, un objeto inútil. A través
de las casas se habla de seguridad y paz, de íntima lealtad y amor, del dulce afecto de
los niños y del romance del cual están hambrientos nu estros soldados; de una aventura
vivida miles de veces y para siempre nueva. No es esto esperar mucho de una casa.
Existe un modo de trabajo, algunas veces lo llamamos arte, que da a las cosas hechas
por el hombre una calidad formal que supera las demanda s de la economía, de la
sociedad o de la ética. Un modo de trabajo que nos pone en armonía con nosotros
mismos y con parte del medio ambiente creado por nosotros; a través de la educación
esa armonía con el medio se convierte en una experiencia universal; y ese modo de
trabajo transforma la ciencia de la construcción en arquitectura.

Si ha de servirse una comida es arte aquello que viste la carne, determina el orden al
servir, preparar y ordenar la mesa; lo que establece y dirige los comportamientos,
costumbres y conversaciones; lo que sazona el todo con ceremonia, eso que, mucho
antes que Lady Macbeth nos lo explicara, ha sido el mejor de todos sabores posibles.
Sí una historia ha de ser contada es arte aquello que le da proporción y clímax, la
fortifica con contraste y tensión, la colorea con metáforas y alusiones familiares y
cálidas al corazón. Si una oración ha de ser expresiva es arte lo que la hace música,
la rodea de antiguas resonancias y la guarda bajo los solemnes baldaquinos de las
grandes catedrales.

Las formas de todas las cosas hechas por el hombre están determinadas por su
función, por las leyes del material, por las condiciones de la manufactura y por las
fuerzas del mercado; sin embargo las formas están determinadas también por una
necesidad más antigua y más imperiosa que la actualidad de la técnicas, a partir de la
cual se constituyen la seguridad, la importancia y el valor en las cosas que rodean a la
humanidad. Esto es cierto para todos los oficios, para todos los modalidades de
trabajo y conducta que ocurren en la sociedad. En un sitio más allá de todas las cosas
hechas, está aquello que presiona inmediatamente el espíritu: el símbolo, la armonía,
el corazón de una familia. El templo mismo creció de esta raíz y la casa de Dios, qu e la
arquitectura celebra como su regalo más grande, es el símbolo y la afirmación del
conocimiento espiritual que ilumina primero la vida de la familia y solamente después
la vida de los hombres y las comunidades.

Ahí está el cobijo que el hombre formó en la tierra hace cien mil años, el hoyo, la
cueva que se convirtió en cobertizo tejido, en cabaña de madera, en morada de tierra,
en las miles de construcciones e incansables inventos nuestros que han cubierto la
tierra. El cobijo que, de mil maneras, ha estado junto a los hombres a lo largo de su
camino, es su compañero y armadura. Ahí está el hogar que formó y disciplinó nuestras
primeras emociones y a lo largo de los años destiló los hábitos y valores en los cuales
la humanidad reposa. Ahí está el espacio, que el hombre aprendió y rediseñó acorde
con su espíritu, el espacio que volvió arquitectura.

Esta tesis, tan cargada de lírica en esencia natural, puede ser parodiada por la ciencia.
Por ejemplo, un exceso de realismo físico puede desarmar y desfi gurar el espíritu tan
ingeniosamente como el exceso de azúcar que el eclecticismo popular derrama sobre
la casa suburbana. La afirmación temeraria “de las funciones de la nutrición,
procreación, educación, descanso y disposición de basuras” es una premisa para el
diseño tan falsa como ese desorden de cubiertas, gigantescas chimeneas, exquisitos
dormitorios, con bellas persianas simétricas en las ventanas sobrepuestas a la luz y
a la ventilación que forman lo más decoroso y disfrazado de Bronxville y W ellesley
Hill. No tengo una fe muy firme en el exquisito lenguaje y en las elevadas intenciones
de esos sociólogos que llegan a la arquitectura a través de “un estudio analítico de
factores ambientales favorables a los requerimientos de vida de las famil ias,
considerados como instrumentos de la continuidad social”, y me persuaden inclusive
menos los biólogos, especialmente aquellos que han inventado una humanidad vegetal
que debe ser preservada, refrigerada y propagada en cajas diseñadas para esos
propósitos. Me refiero a esas personas que hacen diagramas y fotografías en acción
mostrando el impacto en el espacio dado por una señora arreglando un balde, o un
señor vistiéndose para la comida, o 3.8 niños jugando a kiss-in-the ring y luego invitan
a los arquitectos a organizar sus cuartos alrededor de estos “determinantes básicos”.
Mis requerimientos son, de alguna manera, más sutiles que aquellos de un tomate
maduro o de un hipopótamo enjaulado, cualquiera que sea la opinión de la Pierce
Foundation.

En el presente los arquitectos hemos desarrollado un nuevo lenguaje de formas


estructurales y ese lenguaje es capaz de profundas elocuencias , aunque lo usemos con
poca frecuencia para el propósito de un bien común. Esto porque tan pronto como los
estilos históricos de la arquitectura se separaron de las tecnologías modernas, esa
separación misma perdió su vitalidad, su vivacidad y se convirtió llegando a ser un
rasgo claro de nuestro tiempo en la separación entre las nuevas formas y lo que ellas
deberían expresar. Las nuevas formas tienen su origen en los problemas constructivos
y en los esquemas de organización, pero no hemos aprendido todavía a darles un
significado lo suficientemente persuasivo, y aunque a menudo pueden portar
interesantes cualidades estéticas, nos detienen más por su novedad y su drama que
por su significación.

Los arquitectos de la tradición Georgiana fueron tan cuidadosos como nosotros en el


progreso de la ciencia de la construcción. Diseñaron sus casas con el mismo cuidado
por los usos prácticos que sus vehículos y sus veleros, pero su primera consideración
fue por su modo de vida. Cuando visito las calles de Salem no estoy tan seguro, como
algunos de mis colegas, de que sus arquitectos hayan sufrido la limitación de la
variedad de los materiales y los métodos estructurales. Parado en medio de esa
cultura, ajeno a su exquisito formalismo, es as casas me dan la idea de lo que querían
que comprendiéramos. Puedo entenderlas de la misma manera como he de entender
una canción cantada en un idioma extranjero. Hoy estamos demasiado preparados
como para confundir novedad con progreso y progreso con arte. Sin embargo cuando le
digo a mis estudiantes que hubo nobles edificios antes de la invención de la madera
contrachapada ellos me escuchan indulgentemente, pero no me creen.

A veces pienso que debemos proteger nuestras casas de los nuevos procesos de
construcción y en contra de las formas estéticas que estos engendran. Creo que
debemos recordar que las técnicas tienen su estricto valor como elementos d e
expresión y que su competencia depende del uso de los demás elementos; pero en
todo caso nos intrigan pues no tienen ningún sitio propio en el diseño de una casa, a
no ser que verdaderamente sirvan al propósito de la casa y sean análogas a su
temperamento. Como a menudo ocurre, su única virtud es su espectáculo, su
espontánea naturaleza es prontamente comprendida: en ese momento se convierten en
un impedimento a la armonía tanto como un exceso de ornamentación. El enorme
voladizo que proyecta mi casa sobre el patio de la cocina o sobre una fuente; esa
pared flexible, esa piel fuerte; este fanatismo por el bloque de vidrio; ese extraño
revoloteo de mi casa sobre la tierra firme, todo esto golpea mis ojos pero no mi
corazón. Un maestro podrá utilizar todo esto asumiendo los riesgos, pero para el uso
cotidiano de la naturaleza humana son necesarias aún la proporción, las leyes
domesticas, las tranquilas superficies de las paredes, las buenas maneras, el sentido
común y el amor. Estos son también excelentes materiales de construcción.

El mundo no pide a los arquitectos que digan que esta es una edad de inventos, de
nuevas emociones, experiencias y poderes. El avión, la radio, el v-bomb y los
gigantescos trabajos de ingeniería asegurarán esto de una manera má s persuasiva que
el más enorme de nuestros artefactos. Además la cima más alta de la industria,
nuestra mujer barbada, ya no asombra a la mafia.

Debe entenderse que no desprecio los aportes de nuestras nuevas ciencias;


indudablemente los arquitectos de los años 20 hicieron demostraciones muy
convincentes de la necesidad de estos en la expresión artística. Utilizaron las
invenciones estructurales, no sólo para su propio bien, sino en beneficio de la
economía y conveniencia de la sociedad, como otro comp onente de su lenguaje. El
funcionalismo fue una característica secundaria de una expresión artística que tenía
como base y esto está en relación con el hogar la búsqueda de una forma que
expresara en términos contemporáneos un antiguo concepto de la vida. Para ese fin se
utilizaron los nuevos materiales y los viejos fueron descartados. Pero la verdadera
confianza en esa nueva arquitectura se basó, no tanto en esto como en las nuevas y
significantes relaciones entre los elementos arquitectónicos de manera principal,
entre las paredes y cubiertas que determinan el cerramiento y composición del espacio.
Utilizados entonces para comprender la forma como prisma en lugar de masa, para
abolir la fachada y trabajar sobre la forma total, para abolir la sensación de encierro,
para asimilar en una exacta y escrupulosa estructura la técnica disonante con la
verdadera cultura de nuestro tiempo, fueron los métodos más importantes de una
arquitectura que nunca quiso ser definitiva o “internacional” que más bien trató de
ofrecer una base sobre la que el progreso fuera posible, según las particularidades de
cada nación y de cada clima. No quiero aventurarme a rezar aquí un credo ya tantas
veces repetido, que bajo el torrente de críticas recientes ha sido deformado,
convirtiendo esa arquitectura en “funcionalismo frío y poco comprometido”, ni a
plantear la excusa de que ese “materialismo árido” era totalmente ajeno a su
intención.
Ciertamente no debemos preocuparnos por la maravilla y dramatismo de nuestros
inventos pero sí por la calidad, más allá de la maravilla y más allá de la utilidad, que
nosotros les podemos proporcionar. Tomemos por ejemplo el espacio. De todos las
invenciones de la arquitectura moderna los nuevos espacios son, me parece a mí, los
más capaces de alcanzar una profunda elocuencia. Me refiero a que no sólo hemos
alcanzado un nuevo dominio técnico del espacio sino también unas nuevas cualidades
espaciales. Las nuevas estructuras y la nueva libertad de la planta - reunidas por
ejemplo en la nueva forma de la cubierta plana nos han liberado para modelar el
espacio, para definirlo, para dirigir sus flujos y relaciones al mismo tiempo que le han
dado una elocuencia etérea, desconocida para los arquitectos históricos. Las nuevas
estructuras permiten casi todas las formas y relaciones del espacio, se les puede dar la
proporción que se desee. Con cada variación en altura y en profundidad aparecen
relaciones en el espacio que ellas generan, y en dirección a los planos que lo
encierran , que son su nueva forma de expresión. El espacio moderno puede ser
doblado o curvado, puede ser móvil o estático, elevarse o hundirse, continuar a través
de las paredes de vidrio para unirse al espacio del patio o el jardín , o terminar
abruptamente contra una pared de piedra. Puede incluso adquirir equilibrio y simetría
rítmica.

Si luego deseamos expresar con esta nueva arquitectura la idea de hogar, si deseamos
decir en este persuasivo lenguaje que esta idea acompaña persistente y
elocuentemente la marcha hacia delante de la in dustria y el cambio de naturaleza de la
sociedad, tenemos en los diferentes aspectos del espacio un amplio vocabulario para
este fin.

He introducido por supuesto esta pequeña disertación sobre el espacio para ilustrar la
ingeniosa recursividad de la arquitectura moderna. No pretendí hacer un tratado. Con
igual relevancia he podido mencionar la luz, que es ciertamente un instrumento del
diseño moderno, o los nuevos materiales que ofrecen tan diversas texturas y colores;
he podido mencionar las formas y energías de nuestros nuevos tipos de construcción, o
las relaciones con el sitio y la naturaleza, hechas posibles por los nuevos principios de
organización. También podría mencionar las artes aplicadas a los muebles, los textiles,
la metalurgia y la cerámica todo lo que es o ha de ser armoniosamente accesorio a
la arquitectura.

Los arquitectos tratan de explicar con formulas, cálculos, diagramas, y de todas las
maneras del lenguaje auricular, las ventajas de la pared de vidrio de las grandes
áreas determinadas por planos de vidrio abriéndose a un jardín , cuando todo lo que
es necesario decir es que esa es una de las más maravillosas ideas alguna vez
considerada por un arquitecto. Las personas que sienten las paredes no necesitan
computarlas; y las personas sordas a los ritmos de los grandes cubos de vidrio, que
prefieren la tranquilidad debida al silencio de los muros que absorben la luz, pueden
renunciar a la diversión de la arquitectura. Porque, liberados de los “huecos hechos en
las paredes”, del rígido formalismo de las aberturas que proclama el estilo georgiano,
hoy podemos recibir luz donde la deseemos y decir que, en efecto, hemos inventado un
nuevo tipo de luz; que podemos controlar su intensidad y su coloración, difuminarla a
través del espacio o lanzarla en grandes cantidades contra una pared, disolverla en
una superficie o reunirla en una tranquila piscina; y decir que de los científicos que
trabajan sobre las nuevas formas de luz artificial no esperamos mayores eficiencias y
economías tanto como nuevos resplandores para la forma de vivir.

Espacio, estructura, textura, luz, son para nosotros elementos en menor grado
tecnológicos y en mayor grado artísticos. Ellos equivalen a lo que los colores son para
los pintores, las tonalidades para los músicos; las imágenes con las cuales los poetas
construyen arquitectura invisible. Como los colores, las tonalidades y las imágenes,
sirven más cuando se utilizan para mostrar la gracia y la dignidad del espíritu del
hombre. Sé, por supuesto, que la arquit ectura moderna debe ajustar sus procesos a la
evolución del modelo industrial; los métodos de construcción deben alcanzar una
unidad esencial con todos los otros procesos, que en este mundo mecanizado,
ensamblan y moldean la materia. No hay duda de que la naturaleza “al por mayor” de
nuestras construcciones impone la monotonía y la banalidad mas allá de los logros de
los arquitectos modernos una condición no remediada por la prefabricación , y no
hay duda de que nuestras casas a medida que se ajust en a la avanzada tecnológica,
escaparan cada vez más al control artístico. Todavía más hostiles a la arquitectura
serán las estandarizaciones del pensamiento y las ideas ampliamente establecidas en
nuestro país. La sociedad de la línea de ensamblaje estampará en los hombres por
millón actitudes y éxtasis de masa. Nuestro juicio será progresivamente formado por la
publicidad y las conveniencias operacionales de la industria.

No, quiero imaginar para mi futura casa un propietario romántico y no puedo defender
las preferencias de mis clientes como esas flaquezas y aberraciones usualmente
llamadas “naturaleza humana”. No, él ha de ser un cliente moderno, un cliente post -
moderno si es posible concebirlo así. Libre de todo sentimiento, fantasía o capricho,
con una visión, un gusto y unos hábitos de pensamiento necesarios según un esquema
de vida colectivo-industrial; para el que el mundo deberá, si esto le complace, aparecer
como un sistema de secuencias causales transformadas cada día por los milagros
acumulados de la conciencia; y que aun así reclamará para sí mismo alguna clase de
experiencia personal, libre de controles externos, no profanada por la conciencia
colectiva. Esa experiencia cuando el universo sea socializado, mecanizado y
estandarizado, será aun posible en el hogar. Aunque su casa sea el producto más
preciso de los procesos modernos, en ella también se habrá atrincherado contra el
asedio de la mecanización esa antigua lealtad invulnerable. Será labor de los
arquitectos, como lo es ahora, comprender esa leal tad comprenderla mas firmemente
que nadie y no dejarse vencer por los ornamentos de la industria, para tratarla según
su verdadero y hermoso carácter.
Joseph Hudnut
Decano de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Columbia. Decano de la
Escuela de Diseño de la Universidad de Harvard desde 1935, durante dieciocho años.
Participó desde estas escuelas, dos de las principales de la arquitectura tradicional
americana, en el reconocimiento de la arquitectura del movimiento moderno, facilitando
a través de su labor educativa la introducción de la arquitectura moderna en ese
espacio aún dominado por la tradición artística de Beaux Arts. Trajo a Walter Gropius,
Marcel Brauer y Martin Wagner a Harvard. Desde una visión humanista de la
arquitectura fue un importante crítico del dogmatismo funcionalista de la segunda
postguerra.

El texto La casa postmoderna fue publicado originalmente en el numero 97 de


Architectural Record, en mayo de 1945; revisado y republicado en Architecture and
Spirit of Man, Joseph Hudnut, Harvard University Press, Cambridge1949; y también
publicado en Italiano por Bruno Zevi en la revista Metron, en 1945. Este texto
representa el primer uso en el contexto arquitectónico de un término que habría de
tener un desarrollo ulterior p erturbador, el de “propietario postmoderno”, que Hudnut
define como el cliente ideal para la casa diseñada por el arquitecto moderno.

To mado de Arch itecture Culture 194 3 -1968. A Documentary Anthology. Edited by Joan Ockman. Colu mbia
University. Graduate School of Architecture, Planning and Preservation. Columbia Books of Architecture /
Rizzoli. New York 1993.

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