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EL CUERPO DE LOS DIOSES

JEAN-PIERRE VERNANT

En un interesante artículo titulado "Cuerpo oscuro, cuerpo resplandeciente"

Jean-Pierre Vernant se ha planteado la, a primera vista, chocante cuestión de: ¿tienen

verdaderamente los dioses griegos cuerpo? ¿tiene sentido la expresión "cuerpo de los

dioses" en la religión griega? Y, si es así, de qué tipo de cuerpo estamos hablando al

referirnos a los antropomórficos dioses de Homero o de la mitología griega en general.

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El problema de partida se refracta de inmediato: ¿hay que dar por sentado que

para la cultura griega, para el sentido común en general, el cuerpo es un dato, algo

inmediato, una realidad dada incuestionable?; pero, ¿no es algo propio del mundo de

los hombres y de los demás seres condenados a morir?; ¿qué sentido tiene, pues,

que los seres de otro mundo, sobrenaturales, inmortales, tengan cuerpo?

Pero, como apunta Vernant, la cuestión puede plantearse al revés, no dando

por supuesta una realidad universal y constante, incuestionable, la noción de

"cuerpo", sino considerando ésta como algo problemático, como una construcción

histórica, con un determinado sentido dentro de una cultura determinada, y asumiendo

diferentes formas y funciones. La ilusión de evidencia inmediata vendría, según

Vernant, de nuestra disociación entre cuerpo y alma, espiritual y material, propia de

nuestra tradición occidental, fundamentalmente cristiana, y, a la vez, de considerar al

cuerpo como un objeto de estudio, para la anatomía y fisiologías científicas.

«Los griegos -continúa el autor- han contribuido a esta "objetivación" del

cuerpo de dos maneras. Primero, en las sectas [within the religious context of the

sectarian cults] donde Platón retoma y traspone la enseñanza al campo de la filosofía,

han elaborado una nueva noción de alma -alma inmortal que el hombre debe aislar,

purificar para separarla de un cuerpo cuyo papel se limita entonces a ser un

receptáculo o una tumba-. Después han perseguido, a través de la práctica y la

literatura médica, una investigación sobre el cuerpo observando, describiendo,

teorizando sobre sus aspectos visibles, sobre sus partes, los órganos internos que lo

componen, su funcionamiento, los humores diversos que circulan en él y que rigen

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salud o enfermedades.

Pero esta afirmación de la presencia en nosotros de un elemento no corporal

emparentado con lo divino y que es "nosotros mismos", como esta aproximación

naturalista al cuerpo, marcan en la cultura griega algo más que un giro: suponen una

especie de ruptura.» (p. 20)

Ruptura con la concepción del hombre arcaico, el hombre que aparece en los

poemas de Homero, donde no hay una distinción alma/cuerpo, ni un corte radical

entre naturaleza y sobrenaturaleza, «lo corporal en el hombre comprende tanto

realidades orgánicas como fuerzas vitales, actividades psíquicas e inspiraciones o

influjos divinos.» (p. 21), y, ni siquiera en las acerbas críticas de Jenófanes a los

dioses homéricos éste llega a disociar radicalmente la naturaleza divina de la realidad

corporal, «no afirma que los dioses no tengan un cuerpo. Sostiene que el cuerpo del

dios no es semejante al de los mortales», como tampoco lo serían su percepción o su

pensamiento, de la que, de forma análoga a los humanos, también está dotado.

«Para abrir la fosa que separa el dios del hombre, Jenófanes -afirma Vernant-

no se ve obligado a oponer lo corporal con lo que no lo sería, a un inmaterial, esto

es, con un puro Espíritu. Le basta con acusar el contraste entre lo constante y lo

cambiante, lo inmóvil y lo móvil, la perfección de lo que permanece eternamente

realizado en la plenitud en sí y lo inacabado, la imperfección de lo que se halla

troceado, disperso, de lo que es parcial, transitorio y perecedero.» (p. 21).

Ya hemos visto con Snell la caracterización del hombre homérico, de cuerpo

plural y dinámico, cruzado por la vitalidad, las emociones, los impulsos, los diferentes

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tipos de saberes, como un campo de fuerzas, donde se imbrican lo físico y lo

psíquico; este código corporal permite las relaciones del hombre homérico consigo

mismo y con los demás, a través de sus apariencias corporales, que son su propio

carácter "interno", y con la presencia de lo divino, cruzando por su propio cuerpo o

presentándose simbólicamente en teofanías "corporeizadas".

La concepción del cuerpo es entonces un código de símbolos, entre lo divino y

lo humano, donde el cuerpo señala las similitudes, los acercamientos y los

solapamientos entre los humanos y los seres divino, como también los contrates, las

oposiciones, las incompatibilidades y las exclusiones recíprocas. «Se tratará, a

grandes rasgos, de descifrar todos los signos que marcan al cuerpo humano con el

sello de la limitación, la deficiencia, la fragmentariedad y forman un subcuerpo. Este

subcuerpo sólo puede ser comprendido en referencia a lo que supone: la plenitud

corporal, un sobrecuerpo -el de los dioses-. Se examinarán entonces las paradojas del

cuerpo sublimado, del sobrecuerpo divino. Apurando hasta sus últimas consecuencias

todas las cualidades y valores corporales que se presentan en el hombre bajo una

forma siempre disminuida, derivada, desfallecida y precaria estamos abocados a dotar

a las divinidades de un conjunto de rasgos que, incluso en sus manifestaciones

epifánicas en el mundo terreno, su presencia entre los mortales sitúa en un más allá

inaccesible y las hace transgredir el código corporal mediante el cual son

representados en su relación con los humanos.» (p. 23).

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En cuanto perteneciente a la physis el hombre, como todo lo que vive sobre la

tierra, está sujeto a cambios, fases de evolución, de desarrollo, y de decadencia y

muerte. Es una figura pasajera, efímera, que vive día a día, y que puede cesar en

cualquier momento. No sólo un cuerpo que está sujeto a la decripitud y la muerte,

después de su belleza y perfección, sino cuyas energías vitales, las de las fuerzas

físicas y psíquicas se agotan desde el momento mismo en que se ejercen, duran un

tiempo muy corto, se queman al desplegarse. El cuerpo humano está sujeto al sueño,

al hambre, al cansancio, a la vejez, a la muerte

«Así pues, para los griegos arcaicos la desgracia de los hombres no provienen

del hecho de que el alma, divina e inmortal, se encuentre dentro de ellos aprisionada

en el recinto de un cuerpo material y perecedero, sino de que su cuerpo no es

plenamente uno, no posee, de manera plena y definitiva, ese conjunto de poderes,

cualidades y virtudes activas que confieren a la existencia de un ser singular la

consistencia, el esplendor, la perennidad de una vida en estado puro, totalmente viva,

una vida imperecedera, por cuanto exenta de todo germen de corrupción, aislada de lo

que podría, desde dentro y desde fuera, oscurecerla, marchitarla y aniquilarla.» (p.

25).

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Los dioses, por contra, son los inmortales, los imperecederos, designación

negativa que desvela que a los griegos no les queda más remedio que partir del

cuerpo defectuoso y de la vida precaria de los humanos, para rectificarla en un cuerpo

depurado, un cuerpo ideal, con toda la positividad divinas, en cuanto contrapuestas a

las debilidades e insuficiencias de los humanos.

Así los dioses tienen sangre, pues están vivos, pero es una negación de la

sangre humana, puesto que es una sangre inmortal, incorruptible. Asimismo los dioses

no necesitan comer, no tienen hambre, y se reúnen en los banquetes por placer,

aunque paradójicamente halla un alimento divino, el néctar y la ambrosía, manjares de

inmortalidad, una comida que no es comida, como una sangre que no es sangre.

Todas las cualidades, tanto físicas como psíquicas, corporales en todo caso, son en el

hombre una imitación defectuosa, por momentos cuasi divina, siempre teniendo como

referencia el cuerpo de los dioses como el grado de perfección más alto, el punto de

referencia, en cuanto que el cuerpo, además, es símbolo de la dignidad y rango de

quien lo muestra, las virtudes personales o sociales se dejan traslucir a través del

cuerpo, desde los humanos hasta los dioses.

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El cuerpo humano está delimitado, pero no en el sentido de las potencias o las

fuerzas que lo atraviesan, que entran y salen de él, normalmente viniedo de los

dioses, como un campo de acción controlado por éstos. De igual forma, se piensan

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todos los objetos, de los humanos o los dioses, que van como aditamentos del

guerrero, de la mujer seductora, de los atributos de un dios, como parte de su figura

corporal, como una extensión natural de su cuerpo. La identidad corporal y lo que ella

comporta, valores sociales, de rango, religiosos, puede cambiar súbitamente variando

no el cuerpo en sí sino su apariencia, lo que se ve, por ejemplo de un cuerpo sucio,

feo, a un cuerpo bello, luminoso, limpio, por el efecto de un dios; no importa tanto la

morfología del cuerpo, sino su apariencia, en cuanto identificación de unos

determinados valores.

Pero hasta los héroes acaban por perder su vigor, sus energías vitales, y

acaban muriendo. ¿Qué queda del héroe? El recuerdo funerario, sêma o mnêma, que

da testimonio de sus hazañas, de su fama -luego una estatua funeraria incluso-;

también la tradición oral, la palabra poética sobre sus hazañas. Sólo en el terreno de

la cultura se mantiene el hombre, a diferencia de los dioses que mantienen su cuerpo

siempre, con su belleza y gloria permanentes. Un cuepo divino que, además, es un

sobrecuerpo, mucho más grande y mucho más fuerte que el de los humanos, aunque

en lo esencial sea semejante a éste. Otra cosa es cómo se presentan ante los

humanos:

«Así pues, los dioses tienen un cuerpo que, a voluntad, pueden volver (o

dejar) totalmente invisible a los ojos de los mortales sin que por ello deje de ser un

cuerpo. La visibilidad que definía la naturaleza del cuerpo humano en tanto que

presenta necesariamente una forma (eî dos), una encarnación coloreada (chroié), una

apariencia exterior de piel (chrós), toma para los dioses un sentido completamente

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diferente: la divinidad, para manifestar su presencia, escoge hacerse visible no tanto

bajo la forma de su cuerpo como bajo la forma de un cuerpo. Desde el punto de

vista divino, la antinomia visible-invisible deja de ser enteramente pertienente. Incluso

en el marco de una epifanía, el cuerpo del dios puede aparecer perfectamente visible

y reconocible para uno de los espectadores mientras que permanece, en el mismo

lugar e instante, enteramente disimulado a la mirada de los demás.» (p. 35).

Hacerse pasar de incógnito es difícil para los dioses, aún tomando forma

humana, pues siempre se les reconoce, por su pesadez que deja huella, o, por contra,

por su ser aéreo, etéreo, impalpable y ligero, que los delata. También hay que añadir

la niebla o la oscuridad que los dioses ponen ante los mortales, no sólo para ocultarse

sino porque el cuerpo de los dioses brilla con un resplandor tan intenso que ningún

ojo humano puede soportarlo, es una claridad cegadora, demasiado fuerte. El cuerpo

de los dioses no puede mostrarse como es, directamente, a los humanos, tiene que

disfrazarse, trasmutarse, ocultarse o semiocultarse.

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El cuerpo de los dioses no reviste una única forma, puede tomar múltiples

formas, múltiples apariencias, pues es imposible delimitarlo en ninguna en particular,

así como los dioses están simultáneamente en varios sitios a la vez, y no en un sólo

lugar como los humanos. Aunque los dioses tienen su campo específico de acción, no

son ni ubicuos absolutos, ni omniscientes ni omnipotentes, pero se desplazan tan

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rápido que el espacio deja de tener sentido para ellos, lo mismo que están al margen

del tiempo, en cuanto que no están sujetos a sus ritmos, a sus ciclos, a sus cambios.

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¿Qué tiene que ver, pues, el cuerpo de los dioses con el cuerpo de los seres

humanos? ¿por qué hablar de "cuerpo" de los dioses?

«... porque los griegos de la época arcaica, para pensar un ser, sea cual fuere,

no tienen otro medio que expresarlo en el marco del vocabulario corporal, y ello a

despecho de tergiversar el código por procedimientos de distorsión y negación que

conducen a contradecirlo en el momento en que se lo emplea.» (p. 39)

Es necesario que los dioses tengan un cuerpo en cuanto que está comunidad

de cuerpo es lo que hace la comunicación religiosa con los humanos, su presencia en

el mundo de los hombres, sus relaciones en el culto, pero también es un problema de

identidad: los dioses tienen una organización divina, con grados, funciones, poderes,

competencias, es decir, tienen los dos rasgos de la identidad, un nombre propio y un

cuerpo:

«... el cuerpo es lo que da a una persona su identidad, distinguiéndola, por su

aspecto exterior, su fisonomía, sus ropajes, sus enseñasas, de cualquier otro de sus

semejantes. Los dioses, como los hombres, tienen un nombre propio: como ellos,

también tienen un cuerpo, es decir, un conjunto de rasgos individualizables que les

hacen reconocibles al diferenciarles de las demás Potencias sobrenaturales con las

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cuales están asociadas.» (p. 40).

Mundo politeísta, múltiple, dividido, criticado por sectas marginales, por los

filósofos, en cuanto que el mal proviene de la individualidad, de la fragmentación, y la

plenitud, la perfección sólo podría estar en el Ser Uno...

Pero los dioses de Hesíodo, dotados de existencia particular como los hombres,

inmortales, en su singularidad tienen valor de esencia general intemporal, de potencia

universal inagotable; Afrodita es la Belleza, como Zeus es la Realeza.

«En muchos aspectos, el sobrecuerpo divino evoca y roza el no cuerpo; no lo

alcanza nunca. Si basculase hacia ese lado para convertirse él mismo en ausencia de

cuerpo, en rechazo de cuerpo, es el equilibrio mismo del politeísmo lo que se vería

roto, en su constante y necesaria tensión entre la oscuridad donde está modelado el

cuerpo aparente de los humanos y la brillante luz con que resplandece, invisible, el

cuerpo de los dioses.» (p. 43).

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LA VIDA COTIDIANA DE

LOS DIOSES GRIEGOS

G. SISSA - M. DETIENNE

«Los dioses no mueren, son athánatoi, inmortales, aeigennêtai, nacidos para

siempre. Lo cual no impide que Ares vea de cerca la muerte ni que conozcamos una

tumba de Zeus. Sus cuerpos son vulnerables a las heridas, sufren con ellas.

Alimentados de ambrosía, néctar y vapores, no poseen sangre; pero, bajo su hermosa

piel, están llenos de otros muchos humores.» (p. 23).

« [...] los dioses no tienen sangre, sino otro humor, el ichór. Y ello es debido

a una alimentación sin cereales ni vino. Cierto día el belicoso Diomedes hirió a

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Afrodita:

De la muñeca de la diosa brotó la sangre divina (ámbroton hâima), o mejor dicho el ichór, que tal es lo que tienen los bienaventurados

dioses, pues no comen pan ni beben vino de oscuro fuego, y por esto carecen de sangre (anáimones) y son llamados inmortales. [Il., canto

V, v. 339-342]

He aquí, pues, otra característica de la especificidad de los dioses, tanto más

importante cuanto que una práctica cultural -el régimen alimenticio- es considerada

determinante de una cualidad natural, la existencia de ichór en lugar de sangre,

atributó éste del hombre en el cual fluye a raudales. Ser un dios supone pertenecer a

una sociedad en la que se come de una manera determinada -o, mejor dicho, no se

come- y por consiguiente poseer una naturaleza conforme a los hábitos alimenticios

que se han seguido. Aun hallándose en las antípodas del hombre, un dios es lo que

come.» (p. 53).

«Aparte de la sangre, hay una perfecta correspondencia entre el cuerpo de los

mortales y los inmortales. Los miembros son iguales, los tejidos idénticos; las partes

internas no presentan ninguna particularidad. Se utilizan los mismos términos para

designarlos y para señalar las funciones.» (p. 54).

Los dioses dejan huellas, marcas en el suelo, en el polvo, rastro reconocible

(p. 55), su piel es similar a la humana, se ensucia, se lava, tiene impurezas, y puede

estar seca y sin perfumar (pp. 58-59).

«El amor nos introduce en un campo en el que la disimilitud entre olímpicos y

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mortales parece esfumarse definitivamente, en el que nada nos recuerda que al

parecer unos están mejor dotados que los otros para la existencia. Son los humores y

las partes del cuerpo -corazón (thymós y kêr), diafragma (phrén), pecho (stêtos)- la

causa y el origen de los impulsos afectivos. Ahí se registran las pasiones: cólera,

piedad, odio, amistad. Tal vez el régimen alimenticio prive a los dioses de sangre,

pero, por otra parte, todo su comportamiento social se basa en una "biología de las

pasiones", cuya huella en el cual debían de reconocer con facilidad los griegos como

suya propia.

La bilis, es decir, la cólera, constituye uno de los ingredientes más activos en

la intriga de la Ilíada. Si hacemos un recorrido de su campo semántico, encontramos a

unos dioses víctimas del rencor (mênis) o del arrebato (ménos), enfuerecidos

(choómenoi) o que se indignan (ochthêin) y se irritan (nemessáo). Y no podríamos

limitarlo a unas manifestaciones episódicas de carácter. Por el contrario, se trata de

factores dinámicos en el relato.» (p. 66).

Lo mismo para las facultades deliberativas e intelectuales: voluntad, boulé,

"corazón", thymós, intelecto, noûs, los olímpicos tienen subjetividad y dependen del

thymós igual que los humanos (p. 68).

Los dioses tienen necesidad de dormir (p. 72); el Sol, la Noche, el Sueño son

personajes vivos, con biografía y memoria, sentimientos y pasiones, y conciencia de

sus funciones y rango (p. 75); los dioses son heridos, y sufren, tienen dolor, y acuden

a los cuidados médicos, y la muerte aparece como si fuera un peligro real (p. 85; ej.

en 86); los dioses no rechazan la carne animal siempre que les sea servida en forma

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de olor, son carnívoros (p. 112).

«Ambrosía y néctar son los alimentos apropiados para criar a un dios recién

nacido, convertir a un mortal en inmortal e incluso para la asepsia de un cadáver.

Pueden revitalizar el cuerpo de un héroe debilitado por el hambre y la sed, pero no

sirven para devolver la vida a un cuerpo ya muerto. Resucitar a un cadáver significaría

más bien el retorno del Hades de aquello que sobrevive de la identidad de un mortal,

su doble desprovisto de corporeidad, el éidolon. Ambrosía y néctar son pues una cura

de inmortalidad, unas sustancias que en los cuerpos tienen la virtud de resistir al

tiempo y desafiar a la muerte. En los cuerpos de los inmortales conservan la belleza,

el brillo y la energía cuando se aplican con regularidad. Como hemos visto, Hera se

unta con ambrosía para un encuentro erótico. Pero ambrosía y néctar son, ante todo,

el alimento cotidiano de los olímpicos. Y por esta razón constituyen un elemento de

particular importancia en la vida de los dioses.» (p. 118).

Los dioses también tienen humores: deseos, dolor, alegría, cólera, o lo que es

igual, erecciones, lágrimas, risas y oscura bilis, ni son indiferentes ni impasibles, y

tampoco infalibles (p. 139).

«Esos dioses son más "cosas mentales" que estatuas o imágenes trasportadas

en los cofres del navío. Dioses que están en la cabeza, representaciones mentales de

divinidades de lo invisible que permiten organizar el mundo, pensarlo de manera

diferenciada, a través de clasificaciones, del mismo modo que un modelo de ciudad

establece el espacio humano, el centro, el límite, los confines y los recorridos a partir

de una determinada idea de ser y de actuar en conjunto. Al crear ciudades, al

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implantar decenas de comunidades en lo que un día se llamará la Magna Grecia, los

fundadores en sentido técnico (llamados oikistés "quien hace habitar" y más tarde

ktí stes "quien rotura y conduce") empiezan, pues, a modelar a unos dioses a la

medida de un proyecto político.» (pp. 197-198).

Introducción de Detienne, «Al principio era el cuerpo de los dioses», prefacio a

la ed. francesa de W.F. Otto, Les dieux de la Grèce. La figure du divin au miroir de

l'esprit grec, París, 1981, págs. 7-19.

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