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TÍTULO I:
EUROPA EN LOS ALBORES DEL SIGLO XXI: LA OPCIÓN MONÁRQUICA
TÍTULO II:
CREPÚSCULO, OCASO Y ¿NUEVO AMANECER? DE LA MONARQUÍA EUROPEA: DEL
SIGLO XIX A LOS ALBORES DEL SIGLO XXI
TÍTULO III:
LA MONARQUÍA EN EUROPA: CREPÚSCULO, OCASO Y ¿NUEVO AMANECER? (DEL SIGLO
XIX A LOS ALBORES DEL SIGLO XXI)
INTRODUCCIÓN
Es propósito central de este ensayo reflexionar acerca del estado actual y futuro de la
situación político-institucional de Occidente, específicamente atendiendo a la realidad europea en su
conjunto, tal como se exhibe a la luz de las transformaciones del mapa político mundial determinado
por la caída del 'muro de Berlín' y posterior desmoronamiento del 'orbe comunista'. Consideramos
que la realidad ideológica del siglo venidero la colocan en el centro de las definiciones político-
institucionales, habida cuenta de la incapacidad fáctica de los Estados Unidos, cuyas instituciones
políticas, carentes de la fuerza de la tradición y de la autoridad moral que requieren de sus actores
para su protagonismo, demuestran cada vez más lo inexorable de su fin; el fin de la U.R.S. S. puso
en evidencia sus debilidades estructurales.
¿Por qué la Monarquía Constitucional? Porque el siglo XVIII vio surgir, sobre la base de la
institución milenaria, el paradigma del futuro. Porque es la institución que los hombres a lo largo de
la historia encontraron acorde a su dimensión, y por ello fue perfeccionada dotándola de la
flexibilidad necesaria, para que pudiera adaptarse a las situaciones variables de los tiempos futuros.
¿Por que no la República?. Si bien Tocqueville consideró que EE.UU. demostraba que una
República grande era posible, considerando derrotado el determinismo que señalaba que sólo a un
territorio pequeño le cuadraba la forma republicana, no dejó de observar que se trataba de un
ejemplo único, así como consideró inaplicable su modelo en Europa al tiempo que advir tió que el
mismo se convertía en verdaderos despotismos en América del Sur, específicamente, México.
De la debilidad del régimen dio cuenta la guerra de secesión, así como el pragmatismo
riguroso que adoptó, en gran medida herencia del concepto calvinista de la vida.
La Monarquía lejos se encuentra de encarnar al 'mundo ideal', pero se encuentra más cerca
de las vivencias del hombre, es símbolo (unión) de sus tradiciones, costumbres; es aquella que las
sociedades eligieron, en tanto reproducción de la imagen familiar. Refleja la ideología social (mitos,
conceptos, costumbres, hábitos, religión); forma parte del tejido social; no es ajena al hombre; forma
parte constitutiva de él. No es producto de la ficción, sino medida de la realidad.
La Monarquía surge perfeccionada en el siglo XVIII, el mismo siglo que encontró en sectores
tradicionalistas ilustrados los anticuerpos contra las primeras corrientes liberales que identificaron
Monarquía con Gobierno Despótico y, por ende, buscaron su extinción.
El siglo XIX, sobre todo su segunda mitad, asistiría a su decadencia por obra de los sectores
que naturalmente se le oponían, provenientes de los sectores liberales y socialistas, pero también
por contradicciones internas de los sectores que le servían de sustento natural (Nobleza e Iglesia), y
no en poca medida, por la acción de los monarcas mismos.
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Primera Parte El ocaso de la Monarquía y el fin del princi pio de legitimidad política
He querido reflejar en estas páginas ciertas reflexiones, diálogos silenciosos, que desde una
perspectiva por cierto escéptica de percepciones y vivencias de un mundo que se me aparece
afectado por una ausencia básica, la FORMA DE GOBIERNO, que durante siglos el hombre
occidental buscó perfeccionar, dotar de cualidades sobresalientes.
La teoría política contemporánea me enfrentó con una incógnita, al sostener los politólogos
de manera apodíctica, ya que la forma de gobierno occidental es una democracia representativa, ya
que se trata de una Tecnocracia.
La incógnita surge ante lo siguiente: una y otra forma: ¿pueden considerarse formas de
gobierno y, por otra parte,resultarían legítimas?
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Es cierto que nuestro enfoque deja de lado el mundo conformado por una cultura no
europea, pero lo cierto es que el tema propuesto adquiere verdadera entidad reflexiva en la cultura
occidental, a partir del cuestionamiento que los griegos se hicieron de la forma de gobierno.
La forma de gobierno, para el pensamiento helénico,no podía sino ser la expresión más aca-
bada del ideal apolíneo, expresión de la Justicia, organizadora del Bien Común.
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El gobernante (el filósofo-rey de Platón) no podía ser sino el princeps, aquel dotado de las
mejores cualidades puesto que tenía a su cargo ser la cabeza del cuerpo social.
De allí en más, hasta concluir el siglo XVII, resultó un lugar común identificar la figura del
gobernante con metáforas políticas que aludían a éste llamándolo 'timonel', 'pastor', 'padre', 'piloto'.
Con el advenimiento del Cristianismo la figura del rex, del gubernator, adquirió carácter
sagrado y, durante la Edad Media, se fue construyendo en torno a los Reino Romano-Germánicos y
tomando como base al Derecho Romano, la concepción jurídico-política de la Monarquía, nombre
que designa la autoridad de uno en favor del Bien Común.
Noli me tangere christos meos, recitaba la liturgia al referirse a los monarcas, en torno a
los cuales se fue plasmando con caracteres definitivos una simbología que asociaba definitivamente
el poder temporal con el poder espiritual. Ambos se complementaban, ambos se protegían: la
espada sería empuñada por los servidores del rey en defensa de los ideales de Cristo, y en torno a
esta imagen surgieron los ciclos de los caballeros de la Mesa Redonda en Inglaterra, el Santo Grial o
el Caballero del Cisne, en Alemania.
Pero dentro de una concepción del mundo que buscaba reproducir el orden cósmico y que
había hecho del monarca el padre protector del Reino; que suponía al segundo pereciendo sin la
tutela del primero, pues todo cuerpo requiere de la fuerza de la razón para su existencia, se insinúan
fuerzas de signo contrario, alejadas del principio de "orar" y "laborar", que poco tienen que ver con el
ideal del santo y del héroe: nos referimos al burgués.
Con distinto ritmo en los distintos reinos según el mayor o menor arraigo del sistema feudal,
los oscuros comerciantes del siglo XII se convertirán en fuerzas de regular poder tres siglos más
tarde.
La Reforma religiosa del siglo XVI resulta un claro triunfo de la burguesía que requiere de
una religión más complaciente, que de cabida dentro del mundo consagrado al préstamo a interés;
que considere a éste no un sinónimo de usura, como lo calificaba la Iglesia de Roma, sino una forma
de servir ad maiorem gloriam Dei.
Tal vez El Príncipe de Maquiavelo, que ve la luz en la desunida Italia, patria de los
mercaderes, resulte el exponente más rotundo de la nueva concepción del mundo que busca
imponerse al separar la ética de la Política
Sin embargo, la patria de la burguesía no será la desangrada Italia, sino Gran Bretaña. La
fecha simbólica de 1688, con su «Gloriosa Revolución» marcará el encumbramiento político de la
burguesía. Se habían enfrentado los defensores de la prerrogativa Real y los defensores de las
prerrogativas del Parlamento. El triunfo de estos últimos anunciaría los nuevos rumbos que
transitaría el mundo europeo, sobre todo a partir de los acontecimientos que un siglo más tarde
tendrían como protagonista a Francia.
Es el Estado que se construye con perfiles rotundos, geométricos, que desdeña lo desigual,
que concibe un mundo sin tradiciones, pues la tradición supone un compromiso con antepasados,
con raíces culturales, con arraigo a valores que la burguesía niega explícitamente, al mismo tiempo
que se ve afectado por el complejo de plebeyismo; admira las formas, la gestualidad, los modos de
ser caballeresco, los ideales, pero conocedoras de su in capacidad sustancial para adquirirlos, los
niega y los destruye.
El tipo ideal de político burgués resulta la expresión del ideal del aventurero, defensor de
una actitud individualista que supone el triunfo del forjador de artimañas, desdeñoso de todo lo que
suponga comunidad de valores; no acepta la comunión y propende a la des-unión. Por ello concibe
al Estado como figura ajena y distante, contemplador pasivo y garante del bienestar pero no del Bien
Común.
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La nación que concibe es la que cobija a entidades anónimas, a átomos llamados repre-
sentantes que deberán no sólo ser aquellos que gozan de determinada renta y propiedad, sino que
renuncien a cualquier interpretación teocrática de la realidad.
Frente a la doble sacralidad del Trono y el Altar levantan la sacralidad del libro consti-
tucional; frente a la imagen prototítipa y saturada que representaba la Monarquía por la gracia de
Dios, levantan la Monarquía Parlamentaria por la gracia de la Nación, para concluir lisa y llanamente
en la República, gobierno oligárquico que prescinde absolutamente de toda legitimidad y se asienta
en una física del poder, y en el juego veleidoso de facciones (partidos) que luchan fieramente por el
encumbramiento personal, aunque encubierto con la máscara del servicio a los 'altos intereses de la
nación.'
Concibe una Monarquía no cortesana, con una burocracia que tendrá a su cargo el
movimiento de la compleja maquinaria del Estado, dentro de la cual y por encima de todo el
monarca legitima su movimiento; pues el poder legítimo no puede derivar de hombres elegidos por
sufragios arrojados en masa. El monarca es el Estado, es la piedra angular de todo el edificio políti-
co, es moderador, pero no neutro, sino responsable, vigilante y activo, pero a la vez, sagrado e
inviolable.
Su autoridad no deriva de una constitución ideal que dibuja una sociedad que deberá ade-
cuarse a sus preceptos.
Su concepción del Estado se aleja de la ficción política que tanto desarrollo había adquirido
en Francia y cuyos efectos deletéreos se hacían sentir de desigual manera en el continente europeo,
expurgado el liberalismo de toda connotación revolucionaria, plenamente adaptado al gusto burgués.
Recelosa de la tradición, pero temerosa a su vez de las consecuencias que podían derivarse
de su menosprecio, la burguesía triunfante creía salvar el caudal atávico de la historia, al tiempo que
imponía con distintos ritmo según los países, su concepción utilitaria de la realidad.
El año de 1848, con la caída de Metternich, resulta una fecha clave, pues se observará el
aceleramiento de las fuerzas (burguesía financiera, por un lado, y proletariado, por otro) que
empujará al abismo a la Realeza. Medio siglo después ésta sólo es un fantasma que navega sin
brújula pues sus aliados tradicionales (Nobleza y Clero) han claudicado ante el poder burgués,
convirtiéndose en sus aliados en los negocios. El espíritu marcial y heroico se había esfumado
definitivamente frente al espíritu utilitario. Como se afirmó luego de la Revolución de 1848 en Fran-
cia, había comenzado la época de los banqueros.
El poder económico había tomado las riendas del Estado, y el poder político convalidaría su
accionar.
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Concluye el segundo milenio y resulta difícil rehuir el efecto del milenarismo. La tentación de
quienes vivimos en el último siglo del milenio sería la de profetizar y subrayar las calamidades por
venir, fruto de las existentes. El estereotipo crisis moral del siglo, se advierte como constante
reflexiva en distintos momentos de la historia de Occidente. Baste la visión retrospectiva de los
tiempos medievales hecha por los filósofos de la Ilustración.
En esta reflexión no escapo a los lugares comunes arriba citados; caminos por otra parte,
desarrollados por una prolífica literatura política, sociológica e histórica de que intenta describir,
analizar y comparar la circunstancia actual frente a la circunstancia pretérita.
Tal trípode nos sirve de base exploratoria para clarificar el presente, y cuyos contenidos
embrionarios y silenciosos, escondidos en los repliegues de la ideología, aparecen haciendo eclosión
en nuestro siglo.
Al concluir la Primera Gran Guerra advertimos el corolario de una crisis, cuyo hito lo
encontramos en las revoluciones de 1848, y que podemos denominar crisis de legitimidad, en-
tendiendo esta expresión, como el ocaso de los valores que nutrían la concepción o ideología
cristiano-occidental de la historia.
La Primera Gran Guerra reproduce el ideal-tipo del hombre de nuestro siglo, el hombre de la
megalópolis, un ente anónimo sin personalidad será el pasivo observador de acontecimientos que lo
excluyen.
Igual actitud se observa en la guerra franco-prusiana, por lo menos desde el lado alemán,
pues quienes participan del conflicto de alguna manera juegan un rol protagónico que reconoce en la
figura de Bismarck el artífice de la unidad alemana. En síntesis, Napoleón I, Bismarck, eran figuras
carismáticas. El hombre común se identificaba con su pensamiento, con su actitud de entrega, aun
cuando se tratara de un mero voluntarismo del gobernante, éste se hacía carne en la sociedad.
Aquella Gran Guerra traducía el concepto del hombre de la era tecnológica: un ser entre dos
nadas.
Más aun, sería difícil para los anónimos integrantes de esos ejércitos que tendrán por
primera vez como escenario de la guerra el mundo, participar de otro sentimiento que no sea sólo el
de la supervivencia. El 'algo' o el 'alguien' que entusiasmaba no estaba presente; la guerra era algo
de 'otros', se vivía como alienación. 'Otros' sin nombre, pues ya no eran el rey, el emperador los
convocantes, ahora simples retratos sin vida, sino "fuerzas más poderosas que ellos" (E. Mc Nall
Burns, Civilizaciones, 800), intereses económicos diversificados a escala planetaria quienes habían
decidido el conflicto para incrementar las inversiones de capital. El rédito económico había definit-
ivamente suplantado al objetivo tradicional.
La Patria era la competencia capitalista por los mercados y nuevos campos de inversión y la
carrera por la superioridad de los armamentos y, esta Patria carece de fronteras.
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Podrá argumentarse casi sin discusión que las guerras en su mayoría tuvieron en la historia
humana objetivos económicos puntuales, que siempre suponía en última instancia el sacrificio del
hombre común en aras de objetivos discutibles, pero estaban acotadas en un espacio de 'escala
humana', mensurable, con un esquema estratégico que básicamente contemplaba al enemigo
ubicado en un frente claramente identificable, ya dentro del espacio terrestre o marítimo, a la luz del
día. El enemigo era siempre el 'otro', el que está enfrente, el que exhibe determina do traje y de-
terminada insignia. El blanco era preciso. Con estrategias o tácticas variables, tal era el modelo-tipo
de guerra convencional.
La Primera Guerra Mundial entendida como "guerra para terminar con todas las guerras",
sembró las semillas que darían sus frutos en 1939. De esta forma si entre 1914-1918 habían
intervenido cerca de 65 millones de hombres, para 1939 se hallaban bajo las armas casi el doble"
(Ib., 809).
La REVOLUCIÓN FRANCESA expresa en lengua latina el triunfo de una nueva era cuyo
esquema básico se encuentra ya trazado desde un siglo antes en Gran Bretaña.
En el plano político institucional asistiremos durante un siglo a aquello que Fernand Braudel
llama resistencias de larga duración: los defensores del 'principio monárquico', constituyen el último
esfuerzo por evitar la quiebra absoluta de una forma de gobierno que expresa un modelo social
asentado en la tradición, que antepone la valorización de la "calidad" en detrimento de la
"intensidad".
De esta forma, la Nobleza aparecerá escindida y, por ende, debilitada: por un lado, aquella
que continúa fiel al principio del honor, por otro, la que sólo conserva el título.
El sector que pretenderá cumplir con su función tradicional de puntal del Trono, no ignorará
la debilidad en que se encuentra, de allí, que en muchos casos ante una realidad que no comprende
en su exacta dimensión, adopte actitudes no ya conservadoras, sino reaccionarias. Cuando esto
suceda, cuando la ecuanimidad, que había sido la característica histórica del estamento noble, ceda
espacio a la arbitrariedad, se irá acercando decididamente el final de los regímenes monárquicos.
Observar la plástica de los últimos treinta años del siglo XIX (1890-1920), el cubismo, nos
permite acercarnos a esa nueva visión del mundo, ya deshumanizado, despojado de todo hálito vital,
que al tiempo que retrata el eclipse de una civilización, retrata también el de la institución que la
encarnaba, así como expresa el triunfo de un nuevo espíritu, que marcará el comienzo del nuevo
siglo y llegará de la mano de un holocausto de escala planetaria. Comenzaba la era del hierro en
Occidente.
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Tres grandes estructuras políticas se desmoronaron como consecuencia de la guerra: el
Imperio ruso, el Imperio Alemán y el Imperio Austro-Húngaro. La disolución de este último conllevó
el desmembramiento del mosaico de culturas que convivían en equilibrio inestable, dando lugar al
surgimiento de múltiples repúblicas.
¿Por qué el desmoronamiento afectó tan violentamente a estas tres estructuras políticas?
Un factor que estimamos determinante en el derrumbe del Imperio Alemán como del
Imperio Austro-Húngaro está vinculado fundamentalmente con el desarrollo burgués creciente dentro
de un Estado monárquico no parlamentario, es decir, no dominado por la burguesía. A este factor se
unieron otros: el aburguesamiento de importantes sectores de la Nobleza y el enfrentamiento con la
Iglesia, ambos pivotes naturales de toda Monarquía, en una realidad en la cual las fuerzas socialis-
tas, por otros motivos, se levantaban como férreas opositoras de la institución monárquica.
Consecuencia, por otra parte, del afianzamiento de la burguesía en países como Gran
Bretaña y Francia, ésta antepuso los intereses económicos a cualquiera otros, determinando que las
tradicionales alianzas dinásticas que tanto habían contribuido en otros tiempos a solucionar la
tensión entre los Estados europeos, quedaran en el olvido.
No parece difícil advertir que dada la situación dinástica en el siglo XIX, a partir del reinado
de Victoria, las condiciones eran las más adecuadas para el equilibrio europeo. Dicho en otras
palabras, en toda época las dinastías europeas funcionaron en realidad como verdadero foro de
Naciones Unidas; baste como ejemplo la Santa Alianza, que previendo lo que la realidad mostraría a
fines de siglo, incitaba a mantener estrechos los lazos entre Corona e Iglesia.
Que la tentación burguesa llegó a veces hasta las gradas del Trono, es algo que puede
advertirse en el Imperio Alemán, cuyo verdadero gestor y sustentador fue el canciller Otto von
Bismarck. La Alemania del siglo XIX y el nombre de Bismarck se hallan indisolublemente ligados, y
no es posible escribir la historia de aquella sin hacer al mismo tiempo la biografía de este último."
(Carlos Pinzani, Bismarck, II, 142) Su alejamiento del poder marca el principio del fin de la
Monarquía Constitucional alemana. "El año de su muerte (1898) cae de lleno en un período en el
que la historia alemana se encaminó decididamente" en dirección a la Primera Guerra Mundial
(Ib.,II, 142).
El ejército prusiano agitó continuamente el espectro del liberalismo para oponerse al ingreso
de los burgueses al cuerpo de oficiales. (Ib.)
El Imperio Alemán se vertió sobre el molde de la Monarquía prusiana, y esta era el expo-
nente más claro de la Monarquía Constitucional, aquella sobre la que había teorizado Hegel y que
consideraba el 'tipo' de Monarquía de los tiempos futuros; en otras palabras, todo Estado futuro, en
tanto tal, entendido como Estado máximo (Bobbio), y si de Estado libre se trataba contemplaba el
juego armonioso de todas las fuerzas sociales bajo la autoridad suprema del Monarca constitucional
en quien se encarnaba el Estado. La República era una institución del pasado, sólo adecuada para
Estados pequeños, débiles por su misma naturaleza. Hablar de República extensa, como la de los
Estados Unidos, era una contradictio in terminis, porque por el carácter electivo la República re-
quiere de candidatos y pueblo virtuosos, honestos, austeros, frugales. Si bien, la imagen del
magistrado republicano de la Antigüedad clásica debía servir como referente didáctico para todo
gobernante, de manera alguna podía pensarse en términos de República en el siglo XIX.
(INTERRUPCIÓN)
Ya en esta 1ra. parte hemos esbozado aquello que advertimos como causas más evidentes
en la destrucción final de una cosmovisión del mundo. La destrucción o astenia del orden monár-
quico marca con perfiles rotundos el fin del concepto cristiano occidental de la vida.
Por otra parte, la misma teoría política de Hegel, inserta dentro del idealismo filosófico, no
niega principios básicos del Liberalismo, como la división del poder, la tolerancia religiosa, la
propiedad privada y la seguridad individual. No obstante, concluye en una concepción organicista de
la sociedad, que es ajena al concepto político liberal y liberal ilustrado.
Pero, en verdad el accionar burgués libera fuerzas de sesgo materialista que en su evolu-
ción posterior, claramente a partir de 1830, irán imponiendo un modelo de sociedad que convierte al
Estado en el Estado del privilegio burgués, lo cual contradecía los principios básicos del Liberalismo.
Claro está la ética protestante que nutre al liberalismo y a su expresión económica, el capitalismo
industrial, contenía una importante dosis de utilitarismo, que sedujo a la sociedad europea quien,
lejos de encauzar y moderar sus efectos, los potenció. Por otra parte, en tanto el Liberalismo concibe
al hombre desde una dimensión individual más que social y acentúa el sentido laico de la vida, lo
inserta decididamente en el camino del competir y no en el de compartir, de allí que el criterio liberal
de libertad individual resulte siempre mezquino, egoísta. Además, si bien el utilitarismo, el Positivis-
mo, son concepciones filosóficas que nacen del tronco liberal, en tanto productos de la "Revolución
Industrial" y del nuevo capitalismo, se alejan paulatinamente de sus fundamentos básicos al
anteponer una visión economicista de la existencia humana donde lo político aparece subordinado a
lo económico. Así por ejemplo en su fase más desarrollada la burguesía podrá convivir sin con-
tradicciones tanto con el régimen parlamentario británico como con el régimen cesarista impuesto en
Francia por Napoleón III, cuyo ascenso adeuda a "una burguesía rica y amiga del orden."(Napoleón
III, p, 67)
Con distinto ritmo e intensidad las Monarquías europeas y las fuerzas que las sustentan,
nobleza y clero, irán cediendo y facilitarán el avance de los programas burgueses.
Toda una serie de ficciones justificarán tanto el regicidio de Carlos I, como la derrota de
Jacobo II, cuya huida forzada se explicará como el abandono voluntario de la Corona.
A partir de entonces el Trono ya no podrá cumplir en Gran Bretaña el rol de mediador entre
los distintos estamentos del Reino, pues quienes tenían la misión histórica de servir de fieles
custodios de la Monarquía, de control de la fuerza ejecutiva del monarca y del desborde popular, se
han convertido en aliados de la burguesía, de una parte de los "comunes"; en otras palabras, los
pares del Reino han claudicado, y ese principio del honor que invocaba Montesquieu como propio de
la Nobleza y que hacía de ella el eje del sistema se ha esfumado. "Sin Monarca no hay nobleza; sin
nobleza no hay monarca, sino déspota", sentenciaba Montesquieu, subrayando el papel nuclear del
estamento al que rinde homenaje en Del espíritu de las leyes. Resulta el suyo un homenaje
póstumo a un 'ideal-tipo' de sistema gubernativo; pues justamente es en Gran Bretaña, el país elegi-
do por Montesquieu para el homenaje, donde la Nobleza ha capitulado en su rol, y de suyo el
monarca pierde su papel de artífice de la unidad.
Como apunta Carl Schmitt, "se puede considerar como terminado el tiempo de la Monarquía
cuando se pierde el sentido del principio de la monarquía, el honor, cuando aparecen reyes
constitucionales que intentan probar, en lugar de su consagración y honor, su utilidad y su
disponibilidad para prestar un servicio. El aparato exterior de la institución monárquica podrá seguir
existiendo durante mucho tiempo, pero, no obstante, el tiempo de la monarquía ha tocado a su fin."
(Sobre el parlamentarismo, 11-s.)
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A fines de siglo en Europa las Monarquías se han convertido en una imagen distorsionada
de su modelo primigenio.
Nos interesa aclarar, que desde la Revolución Francesa "irrumpe el mito de la revolu ción,
entendida como un acto de violencia que introduce un nuevo principio vital en la historia universal y
que, por consiguiente, supone un trastocamiento total y universal. Sin duda que siempre ha habido
revoluciones, pero la plena conciencia de la revolución sólo existe desde la Revolución Fra-
ncesa. Ya no se trata de un acto de violencia destinado a terminar con este o aquel mal, pero sin
poner en cuestión el cuadro total y básico del ordenamiento histórico-social, sino a erradicar el mal
en sí mismo, de manera que la Revolución se muestra como vía de salvación, y aunque madurada a
lo largo del tiempo, significa un salto brusco en el proceso histórico." (M. García Pelayo, Los mitos
políticos, p. 87; Cf. M. Duverger, Instituciones políticas..., 422-424;427)
Todo ocaso es precedido de un crepúsculo más o menos largo. Algunas veces claramente
definido, otras sugerido por circunstancias que requieren ser observadas con detenimiento para
advertir ya los destellos sombríos que anuncian un final menos perceptible.
Excepción hecha de Gran Bretaña donde la etapa crepuscular del orden monárquico
aparece tan tempranamente, al concluir el siglo XVII, puede afirmarse que encuentra su instancia
decisiva en la Revolución francesa de 1789.
El espíritu francés tan obsecuentemente racionalista, siempre forzando el orden natural, nos
ofrece fronteras nítidas que permiten señalar el fin del crepúsculo y el comienzo del ocaso del orden
monárquico. Así, luego de la instancia agónica del reinado de Carlos X, la revolución de julio de 1830
marca con perfiles rotundos, por primera vez en el continente europeo, la aparición de un monarca
(Luis Felipe I) que quedará sometido durante todo su reinado a una Constitución que hace de su
autoridad gubernativa un poder residuario. El orden monárquico se derrumba, pues el Imperio de
Napoleón III, es sentido estricto no encuadraba dentro del 'principe monarchique', pues como su ma-
dre, la reina Hortensia, le recordaba "vuestro título es de reciente data". (Napoleón III, p. 61)
En los países europeos más representativos de Occidente el pasaje del crepúsculo al ocaso
sigue un orden más acorde con la naturaleza, de allí que resulte difícil establecer un hito que fije en
un acontecimiento el fin de una etapa y el comienzo de otra diferente.
Para países como Suecia, Holanda, Bélgica, Dinamarca, el año de 1848 resulta el trueno
que desencadena la tempestad, aun cuando se adviertan entre 1849 y 1859 ciertos intentos, por
parte de los monarcas, de recuperar prerrogativas que les han sido arrebatadas.
En otros países, como Suecia, el problema había quedado zanjado a poco de establecida la
dinastía alemana de Pfalz (fines del siglo XVII), pues el rey Carlos XI puso en práctica la Reduktion
(restitución) a los agricultores libres de las tierras que en su momento habían pasado a manos de la
nobleza.
En 1810, atendiendo a que Carlos XIII no poseía descendientes, la Dieta sueca convocada
para elegir heredero, desestima las candidaturas del rey de Dinamarca (cuñado del difunto rey), de
su hermano menor, duque de Augustemberg e, incluso, la del hijo del ex-rey Gustavo VI, exiliado en
Suiza.
En Suecia, el ejército, que constituye un importante factor de poder y actúa con bastante
independencia de la Corona, observaba con preocupación la expansión napoleónica, valorando los
consejos que en su momento les había proporcionado un mariscal del emperador francés, Jean
Baptiste Bernardotte, sobre la orientación geopolítica más conveniente para Suecia. Buscando
preservar la integridad territorial, deciden que el monarca invite a éste, por intermedio de Napoleón I,
a convertirse en heredero de la Corona. Producida la aceptación, Bernardotte asumiría el Trono a la
muerte de su "padre adoptivo" en 1818 con el nombre de Carlos XIV Juan.
En este sentido, resulta clarificador el juicio de Luis XVIII, quien desde su destierro declara:
"«Todas las cabezas coronadas han quedado bastante sorprendidas con la decisión de los estados
suecos. Un simple particular que no es de extracción noble, un general francés, por lo tanto un
súbdito mío, es escogido para llevar la corona, por el libre albedrío de un pueblo.»" (Jaudel y
Boulay de la Meurthe, ib., 143)
En 1814, los soberanos de Suecia recibieron el título de Rey de Suecia y de Noruega, país
este último que había formado parte de Dinamarca, pero que luego de la derrota del rey Federico VI
(aliado de Napoleón) debió aceptar la «unión» con Suecia. Se trató de una Monarquía dual que
perduraría hasta la independencia de Noruega en 1905.
HOLANDA, DINAMARCA Y BÉLGICA: Como Suecia, tempranamente, con perfiles más rotundos en
Bélgica a partir de 1831, también Holanda y Dinamarca erigen luego de 1848 un régimen parlamen-
tario.
El juramento a que son sometidos los reyes de Holanda y Dinamarca denota, como especí-
ficamente lo explicaremos más adelante, que la Monarquía ya encuentra recortados ampliamente
sus poderes al llegar a mediados de siglo, cuando se trasplanta el sistema de Gabinete que Gran
Bretaña ve consolidarse desde la década de 1840.
En todos los casos se les impone una Constitución; son monarcas en virtud de la Cons-
titución, de allí que su poder derive básicamente de una instancia legal. El carácter de legitimidad
que es inmanente y, de hecho, prioritario a cualquier instancia legal en la Monarquía Constitucional,
se invierte en la Monarquía Parlamentaria, donde se prioriza la legalidad sobre la legitimidad.
En este sentido, el monarca se convierte en tal a partir del momento en que pronuncia su
juramento de fidelidad a la Constitución.
Así la Constitución holandesa establece: "Después de haber prestado [el] juramento o pro-
mesa, el Rey es entronizado en el acto de la sesión por los Estados Generales, cuyo presidente
pronuncia la siguiente declaración solemne: [...] En nombre del pueblo holandés y en virtud de la
Constitución, os recibimos e inauguramos como Rey." (de los Ríos, 121)
Si bien las constituciones que surgen tomando como modelo la Constitución belga de 1831,
evitan hacer vulnerable el poder al establecer que el rey es "inviolable", lo cual significa que no
puede exigírsele jurídicamente responsabilidad alguna. No obstante, siguen los preceptos dictados
por las Cámaras belgas, que declararon que tal inviolabilidad "«no ponía a la realeza por encima y
ad extra de la voluntad nacional.»"(de los Ríos, 128)
(6/12/94)
A lo largo del siglo XIX y en el transcurso del presente, se advertirá que las transformaciones
político-institucionales que afectan a la prerrogativa regia, resultan fundamentalmente producto de
"mutaciones constitucionales" más que de "reglas escritas". (M. García Canales, «La prerrogativa
regia en el reinado de Alfonso XIII: Interpretaciones constitucionales», en Revista de Estudios
Políticos, nº 55, 322)
Pero las Monarquías parlamentarias también ofrecen matices peculiares, condicionados por
la realidad histórica de cada país.
En este sentido si la Carta francesa de 1830 ejercerá cierta influencia sobre todo en los
textos constitucionales aparecidos luego de las revoluciones de 1848, mayor será la incidencia de la
Constitución belga de 1831 (vigente hasta 1920), en gran medida porque a la hora de extenderse la
marea constitucionalista, Francia, convertida en República, abandonaba los principios de la Carta.
Por otra parte, la Constitución del Reino de Bélgica, que aparece como la primera
Constitución escrita con permanencia en el tiempo y que regla las bases de la Monarquía
Parlamentaria, ofrece la paradoja de resultar aquella cuyos principios expresos resultan más
rigurosamente aplicados hasta la actualidad, aun cuando ya no rija el mismo texto, no obstante las
reformas introducidas como en su caso ocurrió con las constituciones de los demás Países
Escandinavos y Nórdicos.
Bélgica resulta de todos, el Reino que conservó con mayor integridad la Prerrogativa regia
hasta concluida la Gran Guerra. Esto significa, que considerando el período extendido entre 1848 y
1918, observamos que, mientras los reyes de Holanda, Suecia y Dinamarca vieron recortados
paulatinamente los alcances de su poder efectivo, el monarca belga, en cambio, gozó de una mayor
autonomía.
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Respecto de Noruega, que nació como Monarquía independiente en 1905 al desprenderse
de Suecia y que se regía ya desde 1814 por una Constitución propia basada en la francesa del
mismo año y en la de Cádiz, aun cuando el nuevo texto constitucional de 1905 (como el último de
1953) no varió demasiado el original ni avanzó más allá que el de sus vecinos, lo cierto es que se
aplicaron inmediatamente todas las restricciones que ya eran normales en los Países Escandinavos
y Nórdicos, con la excepción apuntada.
Por la Constitución de 1814 Noruega fue declarada "«un Reino libre, independiente e
indivisible, unido a Suecia bajo un rey». En ella se establecía que la Storthing (Asamblea Nacional)
debía ser una institución unicameral, y que el rey no debía disfrutar de un derecho a veto absoluto, ni
el derecho de disolver la Storthing. (V. Maclean, Coronas Reales, 122)
Respecto de Suecia, a diferencia de los otros Países Escandinavos y Nórdicos, cuenta con
cuatro leyes de carácter constitucional, modificadas en numerosas ocasiones, la última en 1979.
Puede afirmarse que "la Constitución sueca, conjuntamente con la española [del mismo
año], constituye un caso aislado en el entorno europeo, ya que los textos constitucionales determinan
con exactitud los poderes reales del Monarca." (T. Freixes San Juan, en Revista, nº 77, 91-s.)
Los monarcas belgas serán aquellos que hasta la actualidad, vieron apenas puesto en
entredicho su poder, cuando quisieron hacer uso de la Prerrogativa regia que la letra de la
Constitución determinaba, por ejemplo, en el caso del ejercicio del veto.(Cf. T. Freixes San Juan, ib.,
99101106, 108)
No obstante, importa insistir que la Monarquía Parlamentaria con todas las limitaciones que
supone a la Prerrogativa Regia, se asienta en las dos últimas décadas del 1800.
Aun cuando, los poderes dinásticos hubieran seguido la más escrupulosa y ortodoxa política
de principios; es decir, aun cuando la política pudiera hacerse sinónimo de rigurosa escrupulosidad,
la naturaleza misma del 'principe monarchique' que tenía como referente instancias metajurídicas
basadas en la defensa del Trono y del Altar, estaban condenadas al fracaso.
Circunstancias similares, el alejamiento del poder, les harán advertir tanto a Metternich
como a Bismarck que habían estado luchando, como el Quijote, contra molinos de viento.
El primero convencido de que las ideas liberales eran pasajeras y que bastaba ponerles
freno, reconocerá finalmente, lejos de su cargo, cuán diferente era la época que la había tocado
vivir, recordando que todo hubiera marchado diferente en su carrera, si como sucedía cien años
antes de su época la lucha se hubiera dado "entre las grandes potencias por el puro y simple
equilibrio territorial." (Metternich, 56).
Quedar atónito, es decir, sorprendido por lo observado y a la vez debilitado por la sorpresa,
es lo que recorre la respuesta de Metternich y lo que supone la expresión de Bismarck cuando,
admirado del tráfico comercial del puerto de Hamburgo al que lo habían llevado a conocer, exclama:
"Pero este es otro mundo!". (Bismarck, 165).
Dicho en otras palabras, en el tablero de ajedrez mundial las piezas se movían con reglas
desconocidas para los gobernantes de estados, que para mayor complejidad comprendían a nume-
rosas naciones, en las que se agitaban ideales de libertad e independencia, confundidos las más de
las veces con intereses claramente empresariales los cuales, imbuidos de la nueva mentalidad
capitalista, subordinaban las soluciones políticas a pingües ganancias.
Cuando hablamos del ocaso del orden monárquico lo hacemos en dos sentidos: ya como
una larga oscuridad que luego de la época conservadora se abate sobre las monarquías
parlamentarias occidentales y se prolonga hasta nuestros días; ya entendida como final abrupto y
definitivo, aquel que arrecia con distinta fuerza en la década de 1860 y concluye en distintos
momentos durante el transcurso de la Gran Guerra.
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Aun cuando ciertos acontecimientos pudieron tentarnos a incluir algún tipo de corte
cronológico,renunciamos al intento, pues el mismo más que clarificar el proceso lo enturbiaría.
Respecto del año 1830 como punto de partida del siglo XIX, coincidimos en afirmar con Ar-
nold Hauser que fue "durante la Monarquía de julio [en Francia], y no antes" que "se desarrollan los
fundamentos y los perfiles de este siglo, el orden social en que nosotros mismos estamos
arraigados, el sistema económico cuyos principios y antagonismos perduran hoy todavía." Como el
mismo autor le apunta, "de la generación de 1830 a la de 1910, somos testigos de un desarrollo
intelectual homogéneo y orgánico. Tres generaciones luchan con los mismos problemas y durante
setenta u ochenta años el curso de la historia permanece inmutable." Para 1830 "la burguesía está
en plena posesión de su poder, y tiene conciencia de ello." (A. Hauser, Historia..., III, 12).
Tan sentenciosas como proféticas resultan muchas de sus consideraciones, señalando que,
cuando se quieren evitar los horrores de una revolución, hay que quererla y hacerla uno mismo.
¿Acaso podía dudarse que era demasiado necesaria en Francia como para que no resultase
inevitable?. "¡Cuántos gobiernos de Europa serán tal vez golpeados por ella, por no haberlo tenido
en cuenta más que el gabinete de Versalles!." (p. 77-s)
Cuando los revolucionarios llegan a dominar, inmediatamente hacen que los pueblos se
rebelen primero contra la Religión y a continuación contra la autoridad."(p.88)
Para la mentalidad del pueblo la nobleza es "una especie de religión y los gentileshombres
sus sacerdotes" y, respecto de los burgueses puede afirmarse que "hay más impíos que incrédulos"
(p.90)
Considera que la Nobleza es para los burgueses "una especie de idea innata, o al menos el
primero y más fuerte de los prejuicios, y no exceptúo a la Religión." (p.61) Se ha creado el llamado"
prejuicio de nobleza" (p.90) "A los intelectuales y a los ricos la nobleza les resultaba insoportable, y a
la mayoría les parecía tan insoportable que acababan por comprarla. Pero entonces empezaba para
ellos un nuevo tipo de suplicio: eran ennoblecidos, personas nobles, pero no eran hidalgos, pues los
reyes de Francia, al vender la nobleza, no pensaron en vender también el tiempo, que siempre falta
a los advenedizos. Los reyes de Europa sólo nos venden el presente y el futuro." "Los reyes de
Francia curan a sus súbditos del villanaje, con la salvedad de que quedarán marcas." (p.89) Como
decía Pascal, "es una cosa terrible la alcurnia", pues "da a un niño recién nacido una consideración
que no obtendrían cincuenta años de trabajos y de virtudes." (p.89)
Pero si la Nobleza era para el pueblo "una especie de religión" era porque sus miembros
representaban la aristocracia, los mejores por sus méritos, por su moderación, por la actitud heroica
ante la vida, por su desprendimiento y menosprecio por los bienes materiales. Pero es nobleza de
sangre, modelo de virtudes, había dejado de ser el referente válido de comportamiento, en medida
menor por la prédica revolucionaria, y fundamentalmente por la actitud de muchos nobles que, sin
diferenciarse de los burgueses especulaban con el dinero. ¿Acaso, se pregunta Rivarol, no resulta
irrisorio llamar aristócratas a pobres gentileshombres que se pasan la vida mendigando subsidios
en todas las antesalas de París y de Versalles, y que pueden morir en la cárcel por una deuda de
cien escudos?."(p.105). Es la misma nobleza la que ha comprometido su honor, "ha hecho trizas con
una complacencia estúpida su antigua jerarquía" por querer convertirse en "los personajes del
momento.'(p.105-107). Esa "raza" que constituyó la nobleza de Francia "se ha extinguido."(p.105)
En lugar de "aliarse para la defensa común", han cedido y obrado individualmente, buscan-
do salvar su situación personal. ¿ Que imagen podía guardar el pueblo de la Nobleza cuando nada
menos que el hermano del rey, el duque de Orleans (futuro Luis Felipe I), prefirió aliarse con los
burgueses capitalistas, por creer que así garantizaba a su familia un lugar en la sucesión al Trono?
¿Qué actitud tomar cuando quien debía ser un defensor natural del Trono, lo traiciona?. Por otra
parte, deben tenerse en cuenta las "malversaciones", y, en una acusación que involucra directa-
mente a Luis XVI, los "favores amontonados sin discreción sobre algunos individuos" lo cual
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determinó que "una gran parte de la nobleza y del clero" se malquistara ante el pueblo, agravado
todo ello, porque esos mismos nobles y prelados, aliados con los burgueses, resultaron no sólo los
instigadores sino también las primeras víctimas de la revolución. (p.81)
"Cuando lo pueblos dejan de estimar, dejan de obedecer." (p.88) Además resulta de una
total inopia ignorar que cuando se confunden todos los rangos, los ojos vulgares no pueden sino ver
una "coalición de todos los intereses."(p.66)
El rey, pues como cabeza visible de la Monarquía no puede ignorar la flexibilidad de que
está dotada, contribuyendo a su destrucción en la medida que ignore los cambios sociales. En este
sentido, apunta Rivarol que desde largo tiempo atrás Francia había asistido al espectáculo del "trono
eclipsado en medio de las luces."(p.88) La ignorancia no es algo compatible con el oficio de rey y,
por tanto, recaen las culpas en los dos preceptores del rey, encargados uno de formar al "hombre" y
otro de formar al "rey".(p.78) En una clara alusión a Luis XVI, pero válida para otros monarcas que
gobiernan "Estados industriosos, ricos y potentes", señala Rivarol que a estos no les sirve "un rey
cazador", el cual puede convenir "a pueblos nómades", sino "reyes administradores."(p. 88)
Otra causa fundamental en la crisis del orden monárquico, que pone al descubierto sus
propias debilidades descubre, como en los casos citados, el abandono de valores éticos liminares
que la Monarquía debía resguardar, motivado en la dependencia económica del gobierno respecto al
mundo de los negocios y de la especulación. En otras palabras, el gobierno al vender sus rentas
introduce "los cimientos de un poder enemigo que lo devora." Es cierto, que a partir en entonces
Francia siguió teniendo gobierno, pero "ese gobierno tiene amos: la autoridad no es ya indepen-
diente, y es hoy día verdad que estamos regidos por esclavos." (p. 34-s.) La especulación jugará con
los valores de la Corona y, todo ministro de economía, que es en mayor o menor medida banquero,
se convierte, dentro de esta inversa relación de los poderes, en el verdadero "hombre de la nación."
(p. 35 y 49)
Este gobierno, esclavo de especuladores, "se debate en sus grillos, distribuye a sus
vampiros impuestos y más impuestos, empréstitos y más empréstitos." (p.35) "La especulación se
regocija de la prosperidad pública, como un insecto de la gordura de los cuerpos en que se ceba."
(p.42) De esta manera, reina en París "una industria estéril que se devora a sí misma, y que se
manifiesta principalmente en los especuladores o revendedores de acciones públicas y privadas.
"(p.42)
Importa advertir el grado de confusión que supone la nueva relación de poderes, verdadera
revolución copernicana, en tanto, por primera vez en la historia se observa a un orden inferior
dictando al superior (gobierno) convertido en esclavo, las normas que deben regir a una sociedad.
¿Qué sucedería si, dentro de esta nueva relación entre la autoridad gubernativa y los "capitalistas",
la primera los enfrentara?: Simplemente, la vida del rey correría peligro. (p.106).
Rivarol nos introduce en un tipo de relación patológica, que en su momento asoma larva -
damente pero que irá tomando cuerpo hasta constituir la definición de nuestro siglo.
Cuando el autor señala que la "defección del ejército no es una de las causas de la Revolu-
ción", sino "la Revolución misma"(p.80) ayuda a no olvidar que por más noble que sea la causa que
un pueblo defienda, sino cuenta con la fuerza militar de su lado, esta causa jamás triunfará. El poder
militar, "esas maquinarias despóticas" como llamara a los ejércitos permanentes Alejandro Hamilton,
decide en última instancia la estabilidad de los gobiernos. Muchos pensadores de la política señala-
ron el peligro que significaba para los pueblos y gobiernos mantener ejércitos permanentes en el
interior de sus países, pero muchos, como el mismo Hamilton, no pudieron sino reconocer que era
un mal necesario.
En este sentido nadie duda del protagonismo de la fuerza militar en las decisiones políticas
que se toman en la ex-URSS, como tampoco se duda del rol decisivo que desempeñaron en el
derrumbe del Imperio soviético. Parafraseando lo sostenido por Rivarol para su época, cuyas
observaciones desplegamos porque nos ilustran lucidamente la nuestra, el ejército no fue una de las
causas del derrumbe de la URSS, sino que su derrumbe precipitó los acontecimientos que dieron por
tierra con el Imperio soviético.
Tal protagonismo del poder militar, permite explicar el cuantioso presupuesto asignado a las
fuerzas armadas en las principales potencias, no sólo destinado a la renovación de armamento sino
a la conveniente retribución de las fuerzas profesionales que la integran. Esto último permitirá
garantizar la eficiencia militar, pero principalmente ahuyentar cualquier descontento dentro del poder
militar. La profesionalidad de los altos mandos, la descentralización de los mismos, su cuidada
selección, una diversificada formación, no exclusivamente militar, el ejército profesional atraído por
la retribución económica y otro no profesional, pero a resguardo de contingencias económicas, son
algunos de los recursos desplegados en los países más desarrollados, cuyos gobiernos de facto, las
oligarquías empresarias, resguardan económicamente por el temor que les inspiran pero que
necesitan proteger celosamente porque de ellas dependen para el control y expansión de sus
respectivas economías. Nunca la "maquinaria despótica" alcanzó las dimensiones que guarda en
nuestro siglo, alimentada generosamente por la diversificada y sofisticada industria armamentista,
obligada por razones de 'mercado' a producir aceleradamente un producto que distribuirá generosa-
mente en todos los continentes. Por supuesto, nunca alcanzó tanta peligrosidad y de sus efectos
deletéreos son ejemplo Hiroshima, Nagasaki, Vietnam, para citar ejemplos clásicos.
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Respecto del efecto boomerang a que se refería Rivarol, nuestra década ya ofrece un
antecedente ilustrativo, el soviético. Es decir, la fuerza militar siempre termina haciendo temblar a
los mismos a los que hace temibles.
A este motivo hay que agregar otro no menos importante, responsabilidad del consejo de
guerra, pues debido a los "castigos corporales" que ordenaba infligir a los soldados, condujo a estos
a la desesperación. (p.78)
Otra causa del deterioro de la Monarquía, sólo atribuible a su falta de adaptación a la nueva
realidad, es la relacionada con aspectos demográfi cos y laborales, es decir, carece de respuestas
para una sociedad que ve crecer el número de brazos disponibles y disminuir el número de trabajos
a realizar. Quedan entonces muchos hombres inútiles, es decir, peligrosos, mientras el gobierno
parece sumido en la inercia. (p.80-s.)
El Sistema de Metternich
En todos los casos, los pueblos que aspiraban a la independencia (belgas, polacos,
alemanes, italianos), retomarían a partir de 1830 los ideales primeros de la Revolución de 1789. Se
cumplirían aquellas palabras proféticas de Rivarol, quien luego de reconocer que Francia no había
logrado colocarse a la altura de los tiempos, señaló que serían muchos los pueblos golpeados por la
revolución por haber cometido los reyes los mismos errores que el gabinete de Versalles.
La Alianza europea intentó funcionar como una liga de naciones, de la cual no tardó en
separarse Gran Bretaña, pues a los intereses de la burguesía triunfante le importaba básicamente
restablecer los lazos comerciales, fundamentalmente con Iberoamérica, obstaculizados por las
guerras napoleónicas. A la política de principios de la Santa Alianza, Gran Bretaña anteponía la
política mercantil.
Estos ideales se mantuvieron aproximadamente entre 1815 y 1830. Luego las luchas de las
nacionalidades, y sobre todo la injerencia creciente del capitalismo burgués, llevaron a rivalidades
entre las mismas potencias cuyas monarquías vieron debilitarse los lazos que habían intentado
reconstruir. La defensa del legitimismo, suponía fortalecer la unidad indisoluble Trono-Altar, sin lo
cual la Monarquía estaba perdida. En la medida en que uno de los pilares en que se asentaba el
orden monárquico se debilitara, el tiempo de la Monarquía como institución vigorosa estaba contado.
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Ya se advertía por entonces que el Trono británico era sólo una sombra y bajo el lema «Gob -
ierno de Su Majestad Británica» se ponían en marcha acciones que satisfacían al floreciente mundo
de los negocios. El año 1822 cuando el suicidio del primer ministro Lord Castlereagh permite la
llegada al ministerio de George Canning, la Monarquía británica claudica definitivamente frente al
defensor de las industriales de Lancashire, Manchester y Birmingham. Como apuntaba Chateau-
briand, con la muerte de Castlereagh "muere la vieja Inglaterra debatiéndose hasta entonces en
medio de las crecientes innovaciones. Canning[...] hablaba en la tribuna el lenguaje de la
propaganda, movido por su amor propio." (Memorias, II, 446).
Pero para 1815 los intereses de la Banca y de la Industria estaban vastamente ramificados,
destacándose los bancos privados, los llamados Merchant bankers en Gran Bretaña y haute
banque en Francia (expresión esta última que aparece y se difunde en la época de la Restauración),
que se especializaron en los grandes negocios financieros, como suscripción de empréstitos públicos
y concesiones ferroviarias. Muchos eran de origen protestante o judío, y tenían su sede en las
grandes plazas bancarias: Amsterdam, Londres, París, Ginebra, Frankfort y otras. De entre todos, los
más poderosos durante la primera mitad del siglo XIX fueron los Rotchschild, una numerosa de
origen judío nativa de Frankfort, habiendo tenido una actuación destacada durante las guerras
napoleónicas; así mientras Nathan, desde Londres, proveía de dinero y bastimentos a los ejércitos
ingleses que, al mando del duque de Wellington, luchaban en España, otro hermano, James, ejercía
los mismos oficios respecto de Napoleón; ambos hermanos pudieron especular y lucrarse sobre las
exportaciones de oro entre Francia y Gran Bretaña en este período tan turbado. En los años 30 su
influencia no sólo financiera, sino política y social, era considerable.
Los gobiernos al depender de los empréstitos ya sólo son gobiernos en la forma, siendo el
verdadero gobernante el prestamista, en favor de quien terminan orientando sus políticas.
La gran fortuna de la casa Rothschild se encuentra en las ganancias realizadas durante las
guerras desatadas entre 1700 y 1800; de 1818 a 1848 fueron los indispensables prestamistas de
reyes y, pese a su origen judío y dada la dependencia en que se encontraban las deterioradas
finanzas del Imperio lograron la nobleza austríaca en 1817.
¿Cómo haría la Santa Alianza para consolidar su política de principios, cuando una buena
parte de Europa, incluidos los países de la Alianza misma, se habían endeudado fuertemente como
consecuencia de las guerras derivadas de la Revolución Francesa y del Imperio y requerían
constantemente de renovados aportes para mantener su política legitimista? Empréstitos, por otra
parte que, enmarcados dentro del nuevo esquema capitalista, suponía que el fuerte ya no era el
monarca o noble tomador del préstamo, pues el burgués gozaba de la suficiente fuerza y autonomía
para imponer condiciones. Ya no se trataba de los banqueros de la época de los Fugger, angustiados
por su plebeyo origen. Ahora se sabía que hasta el origen podía modificarse. La burguesía renuncia
a sus modelos aristocráticos. "El dinero domina toda la vida pública y privada; todo se le rinde". Si
bien es cierto que el dominio del capital no comienza ahora; es también cierto que "la posesión del
dinero era hasta ahora sólo uno de los medios por los que un hombre podía adquirir una posesión en
Francia, mas no el más distinguido ni el más efectivo. Ahora, por lo contra rio, de repente, todo
derecho, todo poder y toda capacidad se expresan en dinero."(A. Hauser, Historia..., III, 19).
Baste advertir el grado de dependencia de las potencias vencedoras en 1815 con respecto al
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poder de la Banca, que el Congreso de Aquisgrán, que niega a Fernando VII, rey España, su
asistencia, en tanto debía discutirse el problema de las indemnizaciones de guerra y el pago de los
ejércitos de ocupación del territorio francés, coloca junto a los diplomáticos de las potencias mayores
a los miembros más conspicuos y representativos del mundo bancario europeo, entre otros los
Rothschild. (LOS ROTHSCHILD, 155-s.).
Muy tempranamente, no fueron ajenos a los pingües negocios de base capitalista la familia
real de Hesse-Kassel y otros príncipes alemanes, a quien se vincularon tempranamente los
Rothschild como modestos intermediarios. Ya para 1775 los príncipes de Hesse-Kassel ofrecieron
tropas mercenarias al gobierno británico y el pago por la operación fue concretado en Londres,
destinando los landgraves de Hesse parte de lo obtenido para la adquisición de títulos de
empréstitos públicos ingleses, para lo cual se valían de algunos banqueros de Amsterdam como los
Van der Notten y los Van Ghesel, que poseían una agencia propia en Londres.
Así Kalmann Rothschild, que se sentía fuerte con el apoyo del monarca austríaco, no dudó
en exigir al rey de Nápoles Fernando I de Borbón, cuyo Trono era garantizado por Austria, que el
conde Luis Médicis asumiera como ministro si deseaba que le prestara el dinero necesario para el
mantenimiento de las tropas austríacas y para la restauración de las finanzas estatales. (los
Rothschild, p.157)
También la Santa Sede, ligada estrechamente por razones de principios a la Santa Alianza,
había sido intimada por los Rothschild a través del canciller Metternich, por haber desatendido el
pago de un empréstito de 16.200.000 francos. La Santa Sede no debería esperar en el futuro
empréstito alguno ni ayuda exterior si no cumplía a "conciencia" las cláusulas contractuales.
¿Cuál fue la actitud del Pontífice ante la intimación y el rumor extendido por la relación de
negocios iniciada con una banca judía? Gregorio XVI, recibía en audiencia a Kalmann Rothschild,
que se había encargado de la operación, le "confería el Gran Cordón y la Cruz de la Orden de San
Jorge y se dejaba besar la mano y el pie." (LOS ROTHSCHILD, 158)
No otro cariz tomaron los acontecimientos en el Reino de Bélgica, nacido del desmembra-
miento del Reino de los Países Bajos en 1830, y fraguado como Estado independiente por los
Rothschild a quien proporcionaron el dinero para organizar sus finanzas.
Fue Leopoldo I de Sajonia Coburgo Gotha, tío de Victoria I de Gran Bretaña, su primer rey,
elegido por un Congreso Nacional en julio de 1831. Uno de los primeros políticos del momento y
consejero de su sobrina, intentó colocar a Bélgica en un lugar respetable entre las potencias euro-
peas, para lo cual no dudó en solicitar el apoyo de Victoria. Sin embargo, poco podía otorgar quien
nada podía decidir sino bajo la conformidad de sus ministros. Eran los ministros, verdaderos
reyezuelos subalternos los verdaderos gobernantes y Victoria I inicia decididamente en Gran Bretaña
la era de los monarcas parlamentarios, es decir, la de los monarcas nulos convirtiéndose para su
país en "el símbolo viviente de la victoria de la clase media"(L. STRACHEY, Victoria I, 24).
Leopoldo I, si bien estaba atado a una Constitución que instauraba una Monarquía Parla-
mentaria, tenía un poder de decisión del que carecía su sobrina. No obstante era conciente de su
difícil situación internacional, ante la actitud desafiante de Holanda y los deseos expansionistas de
Luis Felipe I de Francia, y de la no menos estrechez económica de su Reino. De allí que buscará el
apoyo británico y tratara de lograr algún alineamiento de Gran Bretaña junto a Holanda o Francia. No
obstante, no sería la reina sino su ministro el que resolvería los pasos a seguir y estos no buscaban
comprometerse con Bélgica.
Afirmaba Leopoldo en carta a su sobrina que poseía "los máximos honores que pueda tener
una persona y políticamente tengo una posición muy sólida" (Ib., 53). Lo cierto es que sus manos
estaban atadas por los Rothschild, quienes eran los verdaderos soberanos de Bélgica, en grado tal,
que cuando Bélgica intentó ocupar por la fuerza armada los territorios de Limburgo y Luxemburgo,
Salomón Rothschild desde Viena escribió al representante del rey "que era inútil que los gobernantes
de aquel país le solicitaran dinero si antes no abandonaban todo reclamo de los antes mencionados
territorios". De tal forma, concluía el banquero, afirmando que no estaba en su ánimo permitir el
estallido de una guerra "que destruyera el crédito que nosotros protegemos con todas nuestras
fuerzas. Esto es lo que podré manifestar a aquellos señores [el gobierno belga], con toda
franqueza[...] y fuerza." (LOS ROTHSCHILD, 157).
Esto no significa afirmar que el crudo materialismo que extendía sus raíces por Occidente y,
por ende, afectaba el orden monárquico tradicional, ahogara absolutamente la concepción mítica de
que éste se nutre y que la impotencia creciente de los monarcas fuera percibida abiertamente, pues
como apunta Manuel García Pelayo aún en "épocas bajo la hegemonía de la concepción racional de
las cosas, la mentalidad mítica no sólo continúa operando en las capas incultas de la población, sino
que continúa formando parte de la cultura política global del tiempo." (Los mitos políticos,18).
Así por ejemplo para la época mencionada y a partir del reinado de Victoria I, Gran Bretaña
aparece como el país donde el poder de la Realeza ha quedado reducido a la mínima expresión, sin
embargo, el "mito de la realeza" pervive aún hoy, seguramente consecuencia de ser una de las
pocas monarquías de nuestro siglo (a excepción de la papal, cuya naturaleza es electiva) de carácter
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sagrado. Este carácter sagrado, que se pone en evidencia particularmente en las ceremonias de co-
ronación, parte de considerar a la Realeza "como eje entre el cielo y la tierra, dotada de carismas
sacros e incluso de poderes taumatúrgicos." (Ib.,18),lo cual supone un fuerte impacto emocional que
actualiza "arquetipos" o "imágenes primordiales". Los "arquetipos" son al mismo tiempo "imágenes y
emociones" de carácter colectivo que, entre otras cosas, crean mitos, los cuales constituyen
"barreras psicológicas " para enfrentar la conmoción que produce lo nuevo. El mito actúa entonces
como "terapia mental de los sufrimientos y angustias de la humanidad en general". esclarece y
concreta, a través de sus imágenes, lo que las gentes sienten y desean en for ma vaga, inconcreta y
difusa.(C.G.Jung, El hombre y los símbolos, 65, 27,76, 94)
Anatole France en su novela Los dioses tienen sed, descarnada visión de la violencia
revolucionaria imperante durante la Revolución Francesa, nos deja observar cómo frente a los
instintos tanáticos desatados por el 'terror' revolucionario, el instinto de conservación de una "moza"
niega la muerte del rey Luis XVI, "creyendo que le habían ayudado a huir por un subterrá neo" (p.53).
El nuevo orden, la visión mesiánica y abstracta de la concepción de la humanidad de los revolucio-
narios, no logra desplazar la imagen paternal del monarca, en tanto, la muerte del rey queda
asociada a la muerte del padre (Vovelle, Ideologías...,299).
"Los pueblos quieren vivir", había afirmado Alexander Solyenitzyn en El pabellón de los
cancerosos (P.Veyne, La historia..., 98), quien en una "manifestación monárquica" realizada en
Francia en mayo de 1993, en oportunidad de colocarse una placa recordando "las masacres en el
departamento de la Vendée durante el «Terror», entre 1793 y 1794, afirmó: «Las palabras de la
Revolución Francesa eran intrínsecamente contradictorias: la libertad destruye la igualdad y la
igualdad restringe la libertad.»"
("¿Nuevas ideas para la vieja Europa? «Le vicomte» De Villiers e «Il cavalieri» Berlusconi", en
La Nación, 17/6/94).
Una visión interesada o que ignore el entramado del orden monárquico, podrá estimar hoy
como gasto superfluo las ceremonias de coronación, por otra parte casi extinguidas, así como todo
fasto monárquico. Rara vez esta es la opinión de quienes habitan en países donde éste régimen se
conserva, pues la pompa, la circunstancia, el brillo de las ceremonias, representan la grandeza de la
Nación; la grandeza de la Monarquía es proyección de la grandeza de la comunidad; el fasto
actualiza los sentimientos de pertenencia, de solidaridad en torno a un eje cuyo poder descansa en
la gloria de los antepasados. "Para la mayoría de sus súbditos todos los reyes son un símbolo:
simbolizan al Reino y a su pueblo o su prosperidad y seguridad, a su existencia, incluso. Como suele
suceder con los símbolos, los valores atribuidos a lo simbolizado acaban sustituyéndolos.-
"(Enciclopedia Internacional, s.v., Realeza, IX, 130).
El carácter taumatúrgico del poder fue un atributo muy particular de los reyes tanto de Gran
Bretaña como de Francia, poderes todavía ejercidos en este último país por Carlos X, y que se
manifiesta en la coronación producida en 1825. (M.García Pelayo,ib., 18).
"En seguida juró vivir y morir en la santa religión católica, apostólica, romana; conservar en
todas sus prerrogativas las órdenes del Espíritu Santo, de San Luis y de la Legión de honor, de que
es jefe soberano y gran maestre. Después fue ungido con el bálsamo de la santa ampolla en nueve
partes del cuerpo, por el arzobispo de Reims: armado, coronado y proclamado rey."(El Argos, nº
184, 3 de septiembre de 1825, V, 302)
Importa destacar que "una característica del simbolismo es que la virtud o poder atribuido a
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lo simbolizado termina por ser atribuido al propio símbolo."
Otro aspecto del ritual real es la "autoridad secular del rey. En casi todo el mundo, para
simbolizar el acceso al poder secular sobre otros hombres, se le coloca una espada, un cetro o [...]
un cayo de pastor." En todas las realezas "la lealtad a la persona del rey ha sido siempre el valor
político supremo, y ello ha cristalizado en diversos ceremoniales, como la postración o la reverencia,
el besamanos, etc.."(Enciclopedia Internacional, s.v., Realeza, 128-s.).
El Nuncio se refirió a la "augusta ceremonia" y a "todos los recuerdos que ella hace nacer."
Enseguida recordó: "Después de largos reveses, seguidos de sucesos tan maravillosos, que en vano
se procurará explicar por causas puramente humanas, uno de los reyes, vuestros predecesores,
recibió en esta antigua ciudad la unción santa, que había corrido sobre la frente de Clovis. Señor:
experimentado por infortunios mayores, pero que jamás desmontarán vuestra alma real, la
Providencia os ha conducido de un modo no menos maravilloso al pie del mismo altar en que Carlos
VII volvió a tomar esa gloriosa corona, cuyo brillo aumentan vuestras virtudes. Viendo a la religión
que es la que sólo afirma los tronos, consagrar los principios de vuestro reinado, la Europa partici pa
de las esperanzas que la Francia ha concebido de ello; al mismo tiempo que aquella forma con esta
los votos más ardientes por la dicha de V.M. inseparable de la felicidad pública, que encuentra,
señor, la garantía más segura en vuestra sabiduría, vuestra bondad y vuestro noble carácter." (El
Argos 3/9/25, V, 302).
Al asumir el Trono juró la Carta de 1814, orientada hacia el parlamentarismo pero sin
definirse totalmente como tal; en realidad, verdadero compromiso entre sectores legitimistas y
liberales, que durante los cuatro años finales del gobierno de Luis XVIII vio inclinarse la balanza
constitucional en favor de las prerrogativas del rey.
Carlos X persigue apoyarse en el sector legitimista sobre el amplio espectro constituido por
liberales, bonapartistas y republicanos, pero mal podía sostenerse cuando en la Cámara baja de la
legislatura se fortalecía la oposición, y los intereses de la Banca encontraban la política del monarca
inconveniente para sus transacciones. Por otra parte, el rey en su enfrentamiento quiso colocar a
Francia en una situación anterior a la de 1789, es decir, pretendió ignorar la realidad, esto es, la
fuerza de la burguesía. Los banqueros Lafitte y Perier que buscaban el ascenso del duque de
Orleans se movieron activamente en esa dirección. El Trono poco interesaba.
El suicidio de Lord Castlereagh significó el principio del fin para la Cuádruple Alianza pues,
su sucesor, Canning, como ya indicamos, se inclinó abiertamente a favor de los constitucionalistas
que enfrentaban a las potencias legitimistas. Metternich, artífice de la Alianza, perdió a su vez a un
aliado importante en el sostenimiento de la política de principios.
Diversas razones conmoverían el sistema europeo que había surgido del Congreso de
Viena: ya para 1820 se advertían difíciles relaciones entre los miembros de la Alianza europea. Gran
Bretaña aparecía cada vez más alejada de los compromisos y Rusia, con su mirada colocada en la
expansión hacia los Balcanes, comprometía también la estabilidad. Por otro lado, las aspiraciones
independentistas de los polacos, belgas, griegos, alemanes, italianos que, encauzadas por una
¡Error!Marcador no definido.
burguesía enriquecida durante el período napoleónico y que había sustituido a la nobleza o
compartía con ella la dirección política, buscaban conformar estados independientes bajo la forma
de instituciones liberales (Metternich, 46). En síntesis, todo el heterogéneo Imperio de los
Habsburgo corría peligro de desintegrarse, agitado y debilitado por su difícil situación financiera,
tanto como por los fermentos centrífugos que agitaban a las poblaciones de cultura no alemanas;
situación conflictiva que se agravaría por el peso económico de la burguesía de algunos sectores del
Imperio, como la región checa, y que observaba con disgusto el tener que sostener a los sectores
menos prósperos del Imperio. Su futuro dependería en última instancia de la fuerza militar. Mientras
la autoridad imperial controlara al ejército y sus altos mandos, la presión de los grupos capitalistas
podría ser neutralizada, pero el inestable equilibrio llegaría a su fin cuando capital y coerción se
identificaran. En la medida en que las fuerzas activas del Estado residieran en el campo, el peligro
de la desintegración de la Monarquía podía conjurarse, pero la situación ya se haría insostenible ante
la fuerza de los sectores industriales concentrados en las ciudades.
¿Qué modelo de gobierno pretendían los constitucionalistas y cuál era sostenido por la
Alianza europea?
En primer lugar, debe señalarse que la denominada Monarquía Absoluta (Monarquía por
Derecho Divino), sintagma descalificador empleado por los sostenedores del constitucionalismo,
había resultado una innovación europea, breve en el tiempo y extinguida al concluir el siglo XVII.
El modelo de gobierno sostenido por la Alianza europea, específicamente por los integrantes
de la Santa Alianza, hacía del monarca el eje del régimen y tenía en Metternich su mentor quien
pretendía que Rusia (cuya Monarquía dejaba sentir la influencia de la Autocracia oriental, modelo
eclipsado bajo el reinado de Alejandro I, pero retomado a la muerte de éste por su sucesor Nicolás I),
adoptara la modalidad ilustrada que imperaba en Austria. El canciller austríaco consideraba que el
mejor medio para la consolidación de las monarquías en los nuevos tiempos consistía en conceder
amplia autonomía a los diferentes Pueblos integrantes de las monarquías y permitir la representa-
ción de los distintos Estados o Provincias a través de un Consejo consultivo.
Fue el modelo constitucionalista que dejaba al rey un poder 'residuario' el que las fuerzas
militares al mando de Riego buscaron imponer en España a Fernando VII en 1820. Se trataba de la
Constitución de Cádiz de 1812, aquella que el sector ortodoxo de los liberales españoles intentó
imponer al mismo monarca cuando regresaba del exilio en 1814. El rey al desechar tal propuesta,
fundamentó su actitud sosteniendo que la Monarquía española era moderada porque así lo estable-
cían las Leyes Fundamentales del Reino, que incluso se podían introducir reformas a las mismas,
pero que la nueva Constitución destruir las Leyes Fundamentales, y con ello asestaba un golpe
mortal a la Monarquía y a la Religión. En Cádiz, afirmaba el rey en 1814, se copiaron "los principios
revolucionarios y democráticos de la Constitución francesa de 1791", sancionándose "no leyes
fundamentales de una Monarquía moderada, sino las de un gobierno popular, con un Jefe o
Magistrado, mero ejecutor delegado, que no Rey, aunque allí se le de este nombre para alucinar y
seducir a los incautos y a la Nación."(Real Decreto dado por Fernando VII a su regreso a España,
Valencia, 4 de Mayo de 1814, en Comisión de B.Rivadavia ante España y otras potencias de
Europa (1814-1820), I, 10).
El modelo gaditano se impuso por breve tiempo al rey de los Reinos Unidos de Portugal,
Brasil y Algarve, Juan VI, quien en 1824 presentó a la Nación las bases de una nueva Consti tución.
Transcribiremos enseguida algunos pasajes del Decreto Real, pues el mismo ilustra sobre el modelo
constitucional perseguido por buena parte de los partidarios del constitucionalismo, fundamen-
talmente de aquellos que perseguían hacer de una provincia imperial un Estado independiente,
como también de otros sectores liberales que actuaban en Francia, Bélgica, Holanda, Estados
Pontificios y Países Escandinavos.
Se advierte enseguida que Juan VI no emplea la voz Constitución para referirse al Proyecto
constitucional que a su pedido elaboró una Junta constituyente, sino Carta, lo cual indica que la
reforma constitucional deriva de la voluntad paternal del monarca y no de la voluntad de los
¡Error!Marcador no definido.
súbditos. Es decir, parte del principio elemental del Derecho Público en las Monarquías, según el
cual el monarca conoce cuáles son las necesidades de sus súbditos y procede a satisfacerlas de
acuerdo a derecho y no por obra de la violencia y de la coacción.
El mismo sistema representativo en su faz ortodoxa, apenas podía ocultar flagrantes con-
tradicciones como condenar la omnipotencia de los reyes y concluir en la omnipotencia de la rama
legislativa del poder. Se condenaba el 'absolutismo' de los reyes y se propiciaba el 'absolutismo' de
los pueblos. Así el representante resultaba la voz de miles de súbditos de los cuales, una vez
elegido, podía obrar libre de las ataduras que hasta un momento antes lo habían sujetado. De
acuerdo con la ortodoxia liberal, el representante no era responsable ante sus representados y, su
mandato caducaría recién al concluir su mandato.
Sin embargo, para los tradicionalistas-ilustrados, aquellos que reconocían como verdaderos
logros algunos aportes del Liberalismo y de la Ilustración, pero que no aceptaban la totalidad de sus
principios, el Sistema Representativo derivaba del régimen estamental. Esta interpretación no era
ajena a Metternich, quien estimó preocupante la actitud adoptada por el Rey de Prusia, Federico
Guillermo IV, quien había ascendido al Trono en 1840, pues buscaba resucitar las dietas medievales,
sin advertir que en esa forma corría el riesgo de preparar el terreno a las transformaciones de las
mismas dietas en organismos representativos de tipo constitucional. No obstante sus esfuerzos, en
1847 el Emperador concretó su iniciativa, convocando a las dietas provinciales prusianas (Me-
tternich, 52).
En relación con el Decreto Real por el cual el rey Juan VI anuncia a la Nación portuguesa el
nuevo Proyecto constitucional, se podrá advertir que el mismo resulta una crítica a lo que considera
excesivo, en tanto peligroso para la vida de la Monarquía, reconociendo que la Carta se acomodará
a la forma de gobierno representativo, pero recordando el carácter metajurídico de la Monarquía sin
la cual ésta deja de ser tal. En "primer lugar" declara nula "de facto y de iure, la constitución
monstruosa de 1822", debido a "su incompatibilidad con las antiguas costumbres, opiniones y
necesidades de los portugueses, como también opuesta con el principio monárquico." El monarca
sostiene que la nueva "carta" debía conformarse a "los antiguos usos, opiniones y habitudes de la
nación", principios rectores de toda "monarquía pura e independiente, templada por leyes sabias y
justas que aseguren los derechos de todos" y permite que la "justicia".
Como en su momento lo explicara Fernando VII, precisa Juan VI el alcance del sintagma
"Rey absoluto", señalando con sólo la mala intención puede hacer de esta expresión sinónimo de
"arbitrario y despótico", ya que ésta "no puede tener otro sentido que aquel que ha tenido siempre, a
saber un rey independiente que no reconoce a ningún superior sobre la tierra". En "segundo lugar",
el Decreto establece "que la nueva Carta, o Ley Fundamental, debía restaurar al trono, en que el
Todopoderoso me ha colocado, la grandeza y respeto que le corresponde, y que ningún cambio
debía introducirse que eclipsase su esplendor o relajase su dignidad." En "tercer lugar" señala su
voluntad de que la Monarquía portuguesa "se acomodase a la forma de los gobiernos
representativos establecidos en Europa", para lo cual resulta necesaria la existencia "de una
representación nacional". Recuerda, no obstante, que acomodarse a la forma de otros gobiernos no
significa imitarlos en todo. No olvida apuntar que la Carta no puede contradecir los principios de la
"antigua constitución portuguesa en la cual reinaba la más admirable concordancia y la combinación
más sabia"; de allí que reflexionando "según los axiomas de los estadistas más acreditados",
subraye que "ninguna forma de gobierno puede ser útil, sino la que es conforme con el carácter,
educación y costumbres antiguas de una nación", considerando que "es muy arriesgado[...] reducir a
una sola forma general las diversas costumbres de todas las naciones y juzgando que no convendría
demoler el edificio respetable y noble de la antigua constitución política". En este sentido, la
representación se hará de acuerdo con la costumbre, declarando en "pleno vigor las antiguas cortes
portuguesas, compuestas de las tres clases del reino -clero, nobleza y el pueblo[...] que se
convocarán cuando yo lo considerase conveniente, según la práctica, los privilegios y costumbres de
la Nación."
El monarca realiza además ciertas consideraciones que buscan quitar novedad a los
principios liberales e ilustrados y apropiándose de sus reivindicaciones, reproduce una serie de
principios consignados en las antiguas leyes. Afirma, entonces, que será obligación de las Cortes
presentarle "consultas" acerca de "las necesidades públicas, el bien de mis vasallos, el cuidado de
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sus derechos y privilegios, la administración de la justicia, el remedio de los males públicos y
privados, la prosperidad de la monarquía."(EL ARGOS, IV, p.317)
En resumen, lo expuesto por el Rey de Portugal resulta el esquema básico al que podían
adherir los regímenes monárquicos sin comprometer los principios que les sirven de sustento. Sobre
este esquema se había moldeado la Carta francesa otorgada en 1814 por Luis XVIII, siguiendo los
consejos de Alejandro I de Romanoff. Ésta adquirió con el tiempo diversa orientación según
predominara políticamente el sector ultra-realista y tradicionalista-ilustrado o el sector liberal ex-
tremo. El hecho de ser otorgada significa que resulta de una concesión regia; por tanto no es el
pueblo francés, sino "la Divina Providencia", quien ha elevado al rey al trono de Francia. El
Preámbulo anuncia ya la continuidad que existe con el pasado, y esto es lo que lleva al rey
"voluntariamente y por libre ejercicio de Nuestra voluntad real" a acordar "hacer concesiones y
otorgar a nuestros súbditos, tanto para Nos como para Nuestros sucesores y para siempre, la Carta
constitucional." En ella, como en la Carta portuguesa que adoptamos por modelo y, de suyo, en
todas aquellas que ven la luz entre 1820 y 1830, se vacían sobre un molde similar. El rey no aparece
como uno de los poderes, sino como la fuente de todos ellos, principio que no está solamente en la
lógica del Preámbulo, sino también desarrollado en la parte expositiva. Poco importa en todos los
casos que la carta o constitución poco tenga que ver con las antiguas Leyes Fundamentales del
Reino, lo que interesa es dejar sentado el principio de continuidad, fundamento básico de toda
Monarquía.
En este sentido importa señalar para el caso francés que la tradición francesa jamás con-
templó la existencia de una Cámara de los Pares, la cual fue tomada del paradigma británico,
aunque alterándose su composición ya que se integraba no sólo con nobles hereditarios, como
ocurría en Gran Bretaña,sino también con los antiguos dignatarios del Imperio, los especuladores de
la Revolución y del Imperio, los proveedores del ejército y los banqueros. (M. García Pelayo, Dere-
cho...,p.475)
La esencia íntima de la Monarquía, apunta Lorenz von Stein, parte del supuesto de que es
un absoluto independiente de la voluntad del pueblo; de no ser así no hay monarquía, "pues el
monarca es de todas las partes del Estado la única que tiene en sí misma el derecho a su
existencia[...]; la monarquía no es, por tanto, un artículo de la constitución, un mandatario del pueblo,
una institución, sino que es más bien el supuesto inmediato e incondicionado de toda la constitución,
de toda forma jurídico-pública." (Lorenz von Stein, Geschichte der sozialen Bewegung in
Frankreich von 1789 bis auf unsere Tage, T.I, «Der Begriff der Gesellschaft», etc.. Munich, 1921,
p. 48-50 y 53, ap. M.García Pelayo, Derecho..., 478-s.).
La Revolución francesa de 1830 produce un efecto cascada que agita a Europa; en ella se
inspiran los belgas para romper sus lazos con el Reino de los Países Bajos del que formaban parte.
Acto seguido, en 1831, la Asamblea nacional belga llamó al trono, como explicamos en otro
momento, a Leopoldo de Sajonia Coburgo Gotha, después de haber redactado una constitución
sobre el modelo francés vigente hasta 1830. Este hecho, como el de febrero de 1830, por medio del
cual Grecia obtenía su independencia de Turquía (fue designado para ocupar el trono griego el
príncipe alemán Otón de Baviera), debido al apoyo prestado a los insurgentes por Rusia, Gran
Bretaña y Francia, ponía en evidencia la desunión de las potencias, y de hecho, la desintegración de
la Cuádruple Alianza, Alianza que intentó constituirse en una verdadera Liga de las Naciones.
La insurrección afectó también a los ducados de Módena, Parma y a las provincias sep-
tentrionales del Estado Pontificio.
Respecto de Francia, la ascensión de Luis Felipe había significado el golpe de gracia contra
la Monarquía. Su triunfo había sido el de la alta burguesía financiera y el del ejército; éste desde las
jornadas de 1789 había comenzado a reconocer un nuevo amo: el dinero. Por tanto, respondería
ciegamente a la convocatoria de los nuevos dueños del poder, en esta hora la burguesía de las
finanzas, en otro momento, en 1848, lo sería la de la industria.
En 1830 se asienta el triunfo burgués; si en 1789 había salpicado al Trono, ahora lo enloda
absolutamente. El anticlericalismo y el mito del oprobioso Antiguo Régimen, ya desmoronado en
1789 pero insistentemente difundido, encontraba un terreno cada más feraz ante el avance del
industrialismo que, desde la óptica de los dueños del capital sólo parecía concebible destruyendo
todo recuerdo de tradiciones y de valores permanentes. Los principios liberales tan agitados antes y
durante la Revolución de 1789; aquellos que habían roto su cascarón en Gran Bretaña y que bajo la
Ilustración se convirtieron en dogma de la nueva era civilizada; esos mismos principios que, pese a
su naturaleza racionalista e inmanentista, parecían reservar algún espacio a las libertades individua-
les, dada la profesión de fe en defensa de los derechos inalienables del hombre, demostraron ser
estériles por exceso de dogmatismo. No es raro que ya en el siglo XIX, cuyo inicio, al decir de Arnold
Hauser convendría ubicar alrededor de 1830 (III, 12) se asista al claro divorcio entre teoría y praxis.
De la limitación del poder sostenida por Locke y de la ética económica pontificada por
Smith, se pasó bajo el nombre de parlamentarismo y economía liberal a un sistema despótico, tanto
más peligroso, pues la nueva clase dominante se consideró desvinculada de toda obligación social,
amparada en una libre interpretación de la libertad del hombre; libertades teóricas que sólo parecían
tener vigencia para los dueños del capital. El Estado se convirtió en máquina, y así las instituciones
fueron consideradas simples engranajes de esa gran máquina, al servicio del eficientismo
tecnológico.
El Positivismo filosófico que encuentra en Augusto Comte su mentor, resulta el ejemplo más
lúcido de esta concepción materialista del mundo, al expulsar a las ciencias del hombre del ámbito
de la conocimiento científico y, postular, que sólo revisten carácter de tal aquellas que derivan sus
resultados de la aplicación del método de las ciencias físico-matemáticas.
Francia, que había sido la cuna de los philosophes, que experimentó tempranamente los
resultados del triunfo burgués y también de los excesos de los descontentos (sans culottes), resultó
la expresión más temprana y lograda de esta evolución. Siempre sobreactuada, exagerada hasta el
paroxismo en sus expresiones, el país que fue cuna del cartesianismo, devela toda duda sobre lo
aquí expresado. La cuna de la libertad, igualdad y fraternidad, demostró la endeblez de los rótulos
que tanto gusta a los franceses exhibir; lexemas claros y distintos, tanto como los equivalentes
léxicos en que se trasmutaron: opresión, privilegio, individualidad.
El Positivismo comtiano y más tarde la versión biologicista de Herbert Spencer, cuya teoría
basada en el evolucionismo darwiniano y aplicada al campo social supone el natural exterminio de
las especies que se rehúsan al progreso, demostraron el corto espacio de tiempo que había bastado
para desvirtuar el primer liberalismo. De esta forma y, dentro de un enfoque cada vez más ecléctico,
el liberalismo burgués, congeniará tanto con el parlamentarismo británico como con el gobierno
autoritario de Napoleón III, pues en última instancia, prioriza el rédito económico, importando poco
los medios para lograrlo. Para el capitalista burgués, que se aleja de manera pronunciada de sus
principios de origen, no produce turbación alguna por un lado colaborar con un régimen
parlamentario en un país y, al mismo tiempo, hacerlo con el 'género napoleónico.'
Así sintetiza Carlos Marx los dieciocho años que comprenden el reinado de Luis Felipe I:
"Después de la revolución de julio [de 1830], cuando el banquero liberal Lafitte conducía en triunfo al
Ayuntamiento a su compadre el duque de Orleans [futuro Luis Felipe], dejó escapar estas palabras:
«Ahora va a comenzar el reinado de los banqueros». Lafitte [primer ministro] acababa de revelar el
secreto de la revolución."(Las luchas de clases en Francia, c.I). "¿Quieren saber quiénes son los
aristócratas de la Monarquía de Julio?, pregunta un diputado en el parlamento en 1836: Los grandes
industriales; ellos son el fundamento de la nueva dinastía" (A.Hauser, III, 20)
Durante dieciocho años el gobierno constituye al decir de Tocqueville una especie de "so-
ciedad comercial"; el rey, el Parlamento y la administración se reparten entre sí "los bocados más
apetitosos, intercambian informaciones y propinas, se regalan unos a otros negocios y concesiones y
especulan con acciones y rentas[...] El capitalista monopoliza la dirección de la sociedad y conquista
una posición que nunca había poseído." (Ib., 20)
Un mundo que Honorato de Balzac, con cuya muerte se cierra la época del Romanticismo
literario, retrata en toda su crudeza. Francia se ha vuelto luego de la Revolución de 1830 capitalista
"no sólo en las circunstancias latentes, sino también en las formas manifiestas de su cultura." Por
primera vez ese capitalismo e industrialismo que venía moviéndose desde tiempo atrás ejerce "por
primera vez su influencia en todos los ámbitos, y la vida diaria de los hombres, su vi vienda, sus
medios de transporte, sus técnicas de iluminación, su alimentación y su vestido experimentan desde
1850 modificaciones más radicales que en todos los siglos anteriores desde el comienzo de la
moderna civilización urbana."(A.Hauser, op.cit. III, 79)
Balzac ya está familiarizado con la lucha de clases, acusa el efecto de la opresión que la
nueva sociedad dineraria causa a los más desprotegidos y es, en razón de ese mundo asfixiante y
absurdo, que se refugia en los poderes tradicionales del Trono y el Altar, únicos que vislumbra
pueden detener el caos que observa y para el que imagina un destino aún más aciago. Más que
refugiarse en el modelo político de turno, se refugia en lo que la Monarquía y la Iglesia Católica
representan como ideal. (op.cit, III, 64) Expresa el autor la incertidumbre y el desasosiego que
carcome a todos aquellos que la realidad social margina de diferente forma, y lesa realidad lo afecta
de manera tan singular, que poco le importa resentir la atención de la trama de su novela Eugenia
Grandet, en virtud de expresar un sentimiento que lo atormenta, pues, como afirma, su época como
ninguna otra es aquella en que el dinero domina "las leyes, la política y las costumbres. Instituciones,
libros, hombres y doctrinas conspiran de consuno para minar la creencia en una vida futura, base
sobre la cual viene apoyándose el edificio social, desde hace mil ochocientos años. La tumba hoy es
una transición poco temida".El pensamiento general, aún el de las leyes, ya no pasa por preguntar:
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"¿Qué piensas tú?, sino: ¿Qué pagas tú?. Cuando esta doctrina se haya corrido de la burguesía al
pueblo, ¿qué será del país?" (Eugenia Grandet, p. 101)
ESPAÑA
El sacudón revolucionario que afecta a Europa continental durante la década de 1830, al-
canza también a España y Portugal, países donde la burguesía es menos fuerte, aunque en as-
censo, y el poder de la nobleza y el clero, si bien considerables, comienzan a sentir las presiones de
la primera.
Por tanto, puede afirmarse, siguiendo a Josep Fontana, que "entre 1833 y 1837 va a ente-
rrarse definitivamente la propiedad feudal y subirá al trono la propiedad burguesa. He aquí los
auténticos protagonistas de una época que concluye y de otra que se va a iniciar." (La crisis..., 202-
s).
Si bien para el siglo XIX, los Estados habían logrado armarse notablemente, y casi desarmar
a la población civil, España tiene la particularidad de que el ejército adquiere "una diferenciación y
una autonomía tales, que pudo intervenir repetidamente en la política nacional como fuerza aparte."
(Tilly, Coerción, 94)
En este sentido será su apoyo a la facción liderada por la regente María Cristina y a la
influyente burguesía, el que decide el triunfo sobre los carlistas, plasmado en el Convenio de
Vergara (1839)
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Se tratará sólo de un paréntesis, pues el siglo XIX español ofrecerá continuos enfren-
tamientos con el ejército como protagonista indiscutible, que mostrarán el avance creciente del
ideario liberal y el consiguiente recorte de las atribuciones de la Realeza, las cuales conducirán a
España por la vía del parlamentarismo, de cuyo fracaso estrepitoso dará cuentas la agitación social
que sacudirá, a excepción de Gran Bretaña, con distinta intensidad a toda Europa hacia alrededor de
los años '70.
Ese ideario burgués retoma fuerza después del «trienio liberal» (1820-1823) a partir del
Estatuto Real, promulgado el 10 de abril de 1834, no obstante proceder la Regente con cautela,
porque se trataba de conformar una Monarquía Constitucional pero no parlamentaria, reservando la
Corona casi intactas sus prerrogativas. Éste dejaba poco espacio para el accionar de la burguesía,
de allí que fuera reformado y que se acotaran las atribuciones reales con la Constitución de 1837.
Al adoptar el texto constitucional, los progresistas aceptaron "la tesis doctrinaria que
confiere a la Corona el poder moderador. El monarca logra el control sobre una de las Cámaras de
las Cortes, lo cual constituye "un medio de bloqueo más eficaz que el ve to." Por este procedimiento
se encubre el enfrentamiento entre la Corona y las Cortes y hace de él "un enfrenta miento entre las
dos cámaras."
El distanciamiento con la Iglesia resultó inevitable, toda vez que el progresismo triunfante
encaró reformas iniciadas pero no concretadas durante el «trienio liberal». En esto resulta coherente
todo movimiento liberal, y más allá de cualquier medida orientada para el logro del mejor ordena-
miento de la economía, lo cierto es que el procedimiento de la desamortización de los bienes del
clero, convalidado por el monarca, unido a manifestaciones abiertamente anticlericales, buscaban
debilitar el apoyo natural de la Corona. Es decir, sin él, cada vez aparecería ésta más deudora y, por
ende, débil, frente a los representantes de los distintos centros de poder, que representaban los
ministros. (Artola, Antiguo..., 286-s, 294, 298-s.)
Una época de cierto brillo se vive durante el reinado de Isabel II, en los períodos conocidos
como «década moderada» (1844-1854), «bienio progresista» (1855-1856), abarcativo del gobierno
de la Unión Nacional (1856-1863), cuando el gobierno queda en manos del Partido moderado.
PORTUGAL
Fernando VII se inclina en favor de los 'absolutistas', pero en julio de 1832, Pedro I, con
ayuda británica y francesa, toma Oporto y derrota a los miguelistas, reponiendo en el Trono a su hija,
quien gobernó hasta 1866 sobre la base de una Monarquía Constitucional en camino hacia el
parlamentarismo.
Tanto en España como en Portugal, será recién a finales de siglo cuando se advierta una
fuerte tendencia antimonárquica.
La Revolución Francesa de 1848 y sus efectos sobre las Monarquías continen tales
No fue la Revolución francesa de 1848 una revolución burguesa más, pues, al margen de su
derrota, el movimiento obrerista hizo su aparición, exhibiendo reivindicaciones derivadas de un
orden social urbano que los marginaba. El "espectro del comunismo", al decir de Hobsbawn,
encontró por entonces su primera formulación clásica en la Manifiesto comunista de Carlos Marx.
A partir de ahora las Monarquías europeas tendrían que hacer frente a dos manifestaciones
que, opuestas en sus fines, perseguían de consuno la atonía o la destrucción del régimen inveterado,
tal el Capitalismo industrial y Financiero y el Socialismo engendrado por éste. Tal vez sea más
preciso decir, que las Monarquías todas debían hacer frente al desafío del Socialismo, la otra cara de
la misma concepción materialista; manifestación heteróclita del industrialismo, en tanto, en
Occidente, y de manera particular, en Gran Bretaña y Francia, el orden monárquico era una figura
fantasmal, en tanto, despojado el monarca de autoridad imperativa, cautiva de los poderosos
intereses de la Banca y de la Industria.
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Si 1789 resulta una fecha clave para señalar la decidida entrada (larvadamente insinuada
desde 1711 en Gran Bretaña) del orden monárquico en su etapa crepuscular; el año de 1848 permite
advertir, dentro de ella, los primeros signos del ocaso.
Y esto nos parece así, porque si por un lado la burguesía capitalista imponía ya su vo luntad
a Parlamentos y ministros con distinta fuerza en Europa Occidental, el bastión defensivo de la
política de principios, que representaban el Imperio Austro-Húngaro, el Imperio Ruso y Prusia, se
resquebrajaba notablemente a partir de los movimientos revolucionarios que desde febrero de 1848
en Francia se derramaban por toda Europa.
Lo afirmado pretende recordar que casi desde el comienzo del siglo, y en forma creciente la
economía dineraria en manos de capitalistas particulares condicionaban en forma más o menos
agresiva la política de los gobiernos; como no se había visto en época anterior de la Historia, y ya
para la segunda mitad del siglo XIX la burguesía podía afirmar sin eufemismos en Europa
Occidental: "El Estado soy yo".
Los monarcas, tanto aquellos que luchaban por su supervivencia, como los que todavía rete-
nían un margen amplio de poder, se mostraban impotentes y horrorizados ante esos seres ham-
brientos sometidos a la rígida disciplina impuesta por sus amos; "hombres que sirven a la máquina
con caras impasibles y ademanes acompasados"; "esclavos de una mano de hierro y de un
despotismo martirizados", al decir de Charles Dickens. (Tiempos difíciles, I, 89 y II, 40). Extinguida
o a punto de extinguirse la esclavitud y la servidumbre, parecía conformarse una nueva masa de
esclavos, caracterizados por una independencia formal, sin derechos, con todas las obligaciones y
en absoluta orfandad. Ellos conformarían un nuevo instrumento de presión social y el Comunismo
sería la teoría que los representaría y que se agitaría por primera vez en Francia durante la
revolución de 1848. Constituyen el proletariado o masa urbana, según la terminología tan cara al
marxismo.
EL IMPERIO AUSTRO-HúNGARO
Si bien las revoluciones políticas dentro del territorio alemán e italiano fracasan en sus
objetivos, cada vez se oculta menos a la Monarquía Austro-Húngara que de cada fracaso los
revolucionarios extraen nuevas fuerzas y aliados, que convierten a éste en mera postergación de un
triunfo anunciado.
En este sentido, ya para mediados de siglo sólo queda de la Santa Alianza una imagen
fantasmal; imagen de algo que tuvo más de intención que de férrea convicción de sus protagonistas
y que, en tanto tal, no pudo resistir el embate de una fuerza homogénea que avanzaba incontenible
después de domeñar con su poder económico las débiles resistencias que podían levantar esos
otrora poderosos monarcas de Europa quienes, librados cada vez más a su propia suerte por parte
de los poderes tradicionales que les servían ancestralmente de sustento y que capitulaban ante el
canto de sirena de las inversiones redituables, seguían pensando en términos de política territorial.
Así quienes se habían comprometido en sucesivos congresos a sostener la alianza del Trono
y el Altar, no tardaron en enfrentarse. Ya para mediados de siglo el rey de Prusia, orientaba en su
propio beneficio político los asuntos alemanes presionado además por una burguesía poderosa que
observaba los grandes réditos que podían derivarse de la integración económica, de lo cual era
muestra flagrante el Zollverein; el zar de Rusia, por su parte, se encontraba absorbido por su plan
de expansión hacia los Balcanes y, hasta el mismo Imperio Austro-Húngaro terminaría, si no
aliándose adoptando por lo menos una actitud dubitativa frente a la política de Francia y Gran
Bretaña contra las aspiraciones rusas. En este contexto, sólo el papa Pío IX parecía llamado a
recordar el espíritu de la Santa Alianza.
Importa recordar la clara intencionalidad perseguida por Napoleón III, cuya conducta
respondía a un amplio proyecto que buscaba destruir el sistema político surgido del Congreso de
Viena, fundado en la intangibilidad del principio dinástico ('principe monarchique'), que relegaba a
Francia a los márgenes de la política europea. En este sentido el lograr un acercamiento de Austria
en la guerra planteada contra Rusia, significó marchar en dirección al cumplimiento de su proyecto,
pues el mismo Imperio Austro-Húngaro terminó indirectamente colaborando con la derrota de Rusia,
en tanto las potencias defensoras de la 'política de principios' comenzaban a recelar entre ellas y con
ello contribuían a debilitar el bastión contra la Europa burguesa.
El Congreso de París (1856), que selló la derrota de Rusia, reflejaba la ruptura entre las
potencias dinásticas y el cambio de la situación internacional respecto de 1815. (Historia Universal,
29-s.).
Mientras los monarcas emprenden guerras territoriales, los banqueros extienden su poder a
nivel mundial. Cada triunfo militar servirá para socavar los Tronos, y el interior de sus respectivos
Estados verá conmover los cimientos del equilibrio inestable que había sido la clave de bóveda de
las Monarquías europeas. Los monarcas se convierten progresivamente, por distintas vías, en
cómplices involuntarios de intereses económicos, que no tardarán en alucinarlos con una expansión
imperialista extraeuropea que persigue el rédito económico. Mientras ellos piensan en términos de
imperios territoriales, de nuevos dominios y de súbditos, en fin, en el engrandecimiento de la Mo-
narquía, los capitalistas lo harán en términos de mercado mundial, que no dudarán en sacrificar a los
mismos monarcas, en la medida que éstos perturben el objetivo alcanzado.
Sectores radicalizados o moderados de la burguesía operaban para 1848 con fuerza redo-
blada en el heterogéneo Imperio Austro-Húngaro que, luego de la caída de Metternich, intentaba
vanamente preservar la integridad territorial luchando contra el reloj revolucionario. El nacionalismo
político, no siempre de extracción exclusivamente burguesa congeniaba, a veces, sin proponérselo
con intereses estrictamente económicos de las burguesías financieras e industriales que, desde sus
centros neurálgicos de Londres y París, perseguían secuestrar vastos territorios del dominio de los
Habsburgo; unos pensando en los principios liberales de la libertad e independencia y, otros, porque
tal libertad e independencia favorecería la expansión económica. No resulta extraño advertir la
significación que adquiere la penetración económica de las empresas ferroviarias, cuyos itinerarios
¡Error!Marcador no definido.
observaban con preocupación las autoridades austríacas, en tanto, en muchos casos podía afectar
sus intereses estratégicos.
La misma política encarada desde Roma, en los Estados Pontificios, por el papa Pío IX,
claramente orientada, antes de los hechos revolucionarios que sacudieron a Francia, hacia la
concesión de reformas que despojara a los liberales de pretextos revolucionarios, terminó
fracasando y obligando al papa a buscar refugio en la corte de Fernando II de Nápoles, también
acosado, como sus pares de Módena y los Borbones de las Dos Sicilias, por los movimientos
liberales. De esta forma tanto el papa que había otorgado un Estatuto constitucional como el rey de
Nápoles a quien se lo habían impuesto, estuvieron a punto de perder definitivamente sus respectivos
Tronos. En el caso del Papado las incesantes reformas no parecieron ser suficientes para las
exigencias de los sectores radicalizados entre quienes se destacaba Mazzini, y el papa se vio
obligado a abandonar Roma y refugiarse en Gaeta. Una República se impuso en Romania, y esto
demostró no sólo la peligrosidad de las reformas sino, algo peor, éstas parecían inevitables. La
pronta intervención austríaca logró restablecer el orden anterior.
LA CUESTIÓN ITALIANA
Pero en la Península itálica iba tomando cada vez más fuerza la política anti-austríaca del
Reino de Cerdeña. La Monarquía sarda luego de la derrota frente a los austríacos del rey Carlos
Alberto de Saboya y su posterior abdicación en favor de Víctor Manuel II, imprimió un nuevo rumbo
a la política peninsular, orientada cada vez más a lograr la unidad italia na. También allí se
enfrentaban dos tendencias, liderada la moderada por el futuro artífice de la unidad italiana, Camilo
Benso, conde de Cavour. El
Por otra parte, la Península había visto tempranamente el despliegue de una activa y po-
derosa burguesía comercial y, aunque luego las circunstancias históricas derivadas del avance turco
sobre Constantinopla y consiguiente bloqueo del mar Mediterráneo influirían decisivamente en su
decadencia, la impronta burguesa quedaría. No por casualidad, fue la Península la que vio aparecer
la primera teoría del Estado Moderno, obra de Nicolás Maquiavelo; teoría burguesa del Estado, que
escinde la Ética de la Política, constituyéndose su obra El Príncipe en el primer tratado de
educación de Príncipes, que abandona el referente que había caracterizado a estos Tratados en
Occidente, cuyo referente era el 'deber ser' del oficio del Príncipe, para ponderar el referente del
pragmatismo político. Maquiavelo preanuncia los principios de gobierno que Europa Occidental verá
imponerse decididamente a lo largo del siglo XIX.
Debilitados los brazos que constituían los pilares de toda Monarquía, ésta se atrofiaba y
quedaba convertida en una agencia de negocios.
El gobierno austríaco antes y después de Metternich, tuvo clara visión de la situación difícil
en la que se encontraba, pues no se le ocultaba que el accionar de las nacionalidades desataba
fuertes intereses económicos, detrás de los cuales estaban los gobiernos de los banqueros, bajo la
forma de Monarquía parlamentaria o incluso bajo las formas autoritarias que impondría el gobierno
de Napoleón III.
Una lectura atenta del ensayo de Cavour titulado Des chemins de fer en Italie (Sobre los
ferrocarriles en Italia) (1846) dejaba en claro que la conducción política debía convertirse en un
mero agente de los intereses económicos. No otra cosa significaban sus palabras de que la fuerza
de los gobiernos resultarían impotentes y cederían "ante la acción de las fuerzas morales que crecen
día a día"; "fuerzas morales" era la forma eufemística para referir al poder económico, que imponía
los cursos de acción a los gabinetes.
El embajador austríaco, Buol, comentaría a su gobierno: "Cavour lanza el anatema sobre las
decisiones del congreso de Viena", anunciando que Italia obtendrá importantes ventajas de una
revolución europea, y no duda en establecer una distinción entre los príncipes extranjeros
(sostenedores de la política de principios) y "los tronos que tienen su raíz en el suelo nacional
[contando] con el concurso de estos últimos en la gran insurrección providencial que se prepara."
"Estamos prontos, explicaba Appony, a tender la mano a todos los depositarios del poder
que comparten nuestra convicción de que el franco y cordial entendimiento entre todos los gobiernos
es la última áncora de salvación contra los peligros con que amenazan a todos las doctrinas
disolventes del socialismo." Y refiriéndose a Cavour, ese hombre "inmiscuido en todas las empresas
industriales del país", y en forma general al carácter que anima a los gobiernos parlamentarios,
enviaba a Viena en 1850, el siguiente juicio: "No tengo necesidad de señalaros el rol que el señor
Cavour juega desde hace dos años como diputado y como publicista[...] Ambicioso e intrigante,
aspiraba solamente a entrar en el gobierno [...]. Ya haciendo oposición al gabinete para derribarlo y
llegar a su vez al poder, ya sosteniéndolo como precio de su apoyo, el señor Cavour siempre ha sido
un amigo pérfido." Señala a su vez el carácter anticlerical de la política piamontesa. (Cavour, 23-s.)
El Imperio Austro-Húngaro no encontró fuerzas suficientes para sostener a sus aliados y así
vio caer uno tras otro al rey Leopoldo de Habsburgo del Reino Lombardo-Veneciano, a los
archiduques Francisco de Módena y María Luisa de Parma y al Rey de las Dos Sicilias, Francisco II
de Borbón.
Importa subrayar que en estos Estados, cuyos monarcas y príncipes fueron obligados a
adoptar constituciones por la fuerza de las armas (de igual manera que en su momento le fueron
impuestas a Luis XVI en Francia, a Fernando VII en España y a Juan VI en Portugal) luego del breve
triunfo de las revoluciones liberales de 1848 y, por tanto, violentando los principios que rigen el
Estado de Derecho particularmente en una Monarquía donde ya existían leyes juradas por los
soberanos, éstos habiendo recuperado el poder las desconocieron, aunque introdujeron ciertas
reformas de acuerdo con el espíritu del siglo, aunque sin caer en el parlamentarismo.
El decreto de destitución de Federico II de Borbón sostenía que era "justo castigo a aquellos
príncipes que perjuran, y violan la Constitución."
¿Por qué estos príncipes abjuraban de constituciones que, en muchos casos contenían exi-
gencias que ellos mismos estaban dispuestos a otorgar y de hecho posteriormente concedían?
¿Acaso no se trataba de consignar por escrito normas vigentes de antaño encuadradas ahora dentro
del marco del nuevo Sistema Representativo, donde el sistema estamental se agrupaba en Cámaras
y el mismo monarca veía apenas recortado su poder soberano (maiestas)?
Nadie duda que los monarcas entendían claramente que a los nuevos dueños del poder, o a
los que intentaban hacerse con él, poco les importaba el Derecho histórico, en tanto el ideario liberal
burgués sólo perseguía la conformación de un Estado mínimo que, bajo la aureola del prestigio, les
permitiera operar a su arbitrio. El bien común, las leyes veneradas por generaciones, la religiosidad,
todo debía sacrificarse en aras del 'mercado' y de las lucrativas operaciones financieras.
Etimológicamente, "el juramento era para los griegos «barrera»; barrera moral opuesta a la
libertad de palabra y de acciones de los hombres y vigilada por los dioses." (F.de los Ríos,La
responsabilidad..., 112)
Bastará sólo la lectura del modelo de juramento para que descubramos si nos enfrentamos,
dentro de la normativa racionalista, a una Monarquía Constitucional o a una Monarquía Parlamenta-
ria.
En todos los casos el juramento se concibe como garantía del Derecho público positivo.
Si observamos la Carta constitucional francesa de 1814, el rey tiene carácter de tal antes de
pronunciado el juramento; juramento que ocupa en el 'discurso' un lugar tan preeminente como el
origen de procedencia del poder, colocándose por encima del cuerpo del Estado, como supremo
moderador o, por lo menos, como único sujeto de la soberanía que asume la unidad efectiva del
Poder, llamado por la "Divina Providencia"a desempeñar tal magistratura. En el acto de juramento,
señala que "el rey y sus sucesores jurarán en la solemnidad de la consagración observar fielmente la
presente Carta Constitucional."
De igual manera, tanto en el caso británico como en el francés, que incluyen una ceremonia
de coronación y no sólo de entronización, poco importa si el acto de jura adquiere mayor o menor
énfasis dentro de la solemne consagración,en tanto por su naturaleza mítico-simbólica, considerado
al monarca como ungido del Señor, sacrosanto (nunca puede obrar mal), éste es rey desde el
momento mismo en que muere su antecesor en el Trono.
Si bien las constituciones que aparecen en Europa no difieren de la francesa de 1814, como
posteriormente otras se calcarán sobre la misma carta de 1830, esto se debe fundamentalmente al
carácter de carta que adoptan, es decir, de 'graciosa concesión' del monarca.
También en la Constitución de Sajonia de 1831 aparece el juramento del rey como garantía
de la Constitución (Título VIII): "«El rey y sus sucesores jurarán [...] observar fielmente la presente
Carta constitucional».
Esta concepción del poder político intentó contener el avasallador empuje de grupos de
presión económica o política, o de ambos a la vez, que buscaban, fundamentalmente, desactivar el
poder gubernativo, como ya para la década de 1840 de observaba con toda claridad en Gran
Bretaña y los Países Escandinavos.
El 'principe monarchique' prende primero en Alemania del Sur, donde aparte de Baviera, se
adopta en "Baden (1818); Wurtemberg (1819) y Hessen, que lo inició en 1817." En Prusia ya se
había afianzado en 1862, alcanzando reconocimiento legal en la Constitución de 1850, y en el
Imperio Alemán, ya que el 'principe monarchique' inspira "la llamada Constitución de Bismarck, o sea
la del Imperio alemán de 1871. De igual forma ocurre en el Imperio Austro-Húngaro hasta 1918 y en
España hasta 1931."(F. de Los Ríos, "La responsabilidad...", 115-117; 104-107; 98).
Responden al concepto del Estado moderno teorizado por Hegel. el cual depositaba en la
burocracia la marcha del mismo; los estamentos, permitirían encauzar los problemas derivados de la
compleja maquinaria burocrática.
Debatir sobre las formas aristotélicas de gobierno, podía resultar adecuado sólo como
ejercicio académico; sólo quedaría reservado a pintores de quimeras pensar para Europa otra
solución que no fuera la conocida, con las reformas que los tiempos nuevos hacían necesarias (non
nova, sed nove), en virtud de la complejidad administrativa, del crecimiento demográfico y de la
diversificación económica. Única solución, claro está, si se pretende no apartarse del Estado de
Derecho, de la sustancia de la ley, en tanto ordenamiento racional orientado al bien común e
impuesto por la sociedad civil, según palabras de Tomás de Aquino, que no hace sino parafrasear
conceptos del Derecho Romano.
Pero estas reflexiones constituían una especie de herejía para la burguesía triunfante, que
ya para mediados del siglo XIX había olvidado hasta los fundamentos más elementales del
liberalismo que ella había gestado.
Lorenz von Stein quien define a la Monarquía Constitucional como un "supuesto dado e
incondicionado de toda [...] forma jurídica", resulta, en tanto humana, siempre perfecti ble. No es
nacida de una construcción puramente matemático-racional, no surgió como Minerva de la cabeza
de Zeus, sino que es fruto de la racionalidad humana que, en tanto tal, está dotada de inteligencia y
de voluntad; de allí que no resulte un ente de ficción, sino producto de la realidad. Lo abstracto le es
desconocido.
La Monarquía papal
El triunfo del legitimismo o de la política de principios, hubiera significado una tarea ajena al
espíritu humano o, por lo menos, al maquiavelismo que toda orientación política encierra en mayor o
menor grado. Hubiera requerido de una acción coordinada y armónica entre todos aquellos que a la
hora de la reunión del Congreso de Viena, luego de la definitiva caída de Napoleón, lucían como
indestructibles, aun cuando las fisuras del bloque de los legitimistas no se ocultaban; baste recordar
que el Congreso de los Príncipes, con alto grado de premonición, había colocado en lugar
preeminente a quienes no tardarían en convertirse en verdaderos soberanos: los banqueros.
Ni aún la política del canciller Bismarck, parecida a una fina pieza de orfebrería, pudo
superar su tiempo, porque no encontró continuidad en su propio Estado, ya que los gobernantes no
eran dueños de sus designios, aunque en muchos casos,como en Austria y Alemania, las apariencias
lograban imponer la imagen contraria. Detrás de cada monarca por la gracia de Dios, de la aparente
grandiosa majestad, cada vez se ocultaba menos la fuerza del dinero que decidía las acciones que
movilizaban ingentes recursos materiales y convencían sobre las glorias que se derivarían de la
implementación de una política imperial. ¿Podrían conservar la vida los otrora soberanos frente a la
soberanía del dinero, por otra parte, cercados por las exigencias de los sindicatos socialistas, que
señalaban acusadoramente a los monarcas como cómplices de los dueños del capital? ¿Acaso aun-
que por omisión tal complicidad podía desmentirse absolutamente?
En el plano de la coerción, cercado por los Saboya, dio refugio a los sectores legiti mistas
¡Error!Marcador no definido.
que colaboraban a mantener vivo el fermento antiunitario. Dogmáticamente, el 8 de diciembre de
1864, ya casi aislado políticamente, publica la encíclica Quanta cura a la cual agregó un Sillabo, o
sea una selección de 80 proposiciones extraídas de actos oficiales anteriores (alocuciones consis-
toriales, encíclicas, cartas apostólicas) "en las cuales se condenaban en masa a todas las doctrinas
filosóficas y políticas que habían surgido en el seno de la cultura europea en los últimos decenios: el
panteísmo, el naturalismo, el racionalismo, el indiferentismo, el liberalismo, el socialismo, el
comunismo". Condenaba toda proposición que supusiera que el pontífice romano debiera "conciliar y
armonizar sus actitudes con el progreso, con el liberalismo, con la civilización reciente." (PÍO IX, 76)
Por dos veces excomulgó a todas las autoridades italianas, la segunda motivada por el
plebiscito del 2 de octubre de 1870 que sancionaba definitivamente "la fusión de Roma y de su
territorio en el Reino de Italia." (PÍO IX, 77). Denunció lo actuado y solicitó la intervención armada
para restablecer el status jurídico anterior, sin que su llamado mereciera respuesta alguna.
A partir de su regreso del exilio dio a su política una orientación tan decidida en cuanto al
legitimismo, que incluso lo enfrentó con los mismos poderes legítimos. Así las reacciones
internacionales no se hicieron esperar cuando apareció el 18 de julio de 1870 la constitución Pastor
Aeternus que reglaba las relaciones del Poder temporal y espiritual a través de un apéndice titulado
De Romano Pontifice eiusque infalibili magisterio. La constitución determinaba el primado del
papa (supremo poder de jurisdicción) y su infalibilidad (juicios ex cathedra sobre todo tema que
tuviera que ver con la fe y las costumbres).
Si bien persiguió con el dictado de la constitución contener el relativismo que advertía como
soporte tanto del liberalismo como del socialismo, y que iba destruyendo la retícula social, descuidó
los efectos políticos que esto acarrearía, pues muchos poderes legítimos parecieron rememorar la
antigua querella de las investiduras. De allí que países tradicionalmente católicos como Austria,
Baviera, España y Portugal presentaran protestas verbales, adhiriendo al memorandum propuesto
por Francia, país cuyos gobiernos tenían tradición en materia de heterodoxia religiosa. No obstante
la reacción más violenta provino de Alemania, en tanto, Bismarck se oponía a la aspiración de la
iglesia católica alemana (representada por el Partido del 'centro'- Zentrum-) de conseguir la misma
libertad que la Constitución de 1850 había concedido a la Iglesia luterana. Se inicia así la política de
Kulturkampf, promulgándose una serie de leyes destinadas a afirmar el control del Estado sobre la
Iglesia, política que comienza a atenuarse luego de la muerte de Pío IX, bajo el pontificado de León
XIII, cuando la acción del Socialismo resulta más contundente.
Lo cierto es que la embestida dogmática del papa y la reacción consecuente de los gobier-
nos legitimistas, no hicieron más que contribuir al desmoronamiento del 'principe monarchique'
basado en la estrecha alianza 'Trono-Altar', alianza que la tradición había consagrado y que siempre
encontraba puntos de encuentro, por ejemplo, el apoyo de la Iglesia de Roma a la restauración de la
Monarquía en Francia luego de la caída de Napoleón III.
En este sentido, la empresa en pos de la unidad alemana emprendida por Prusia, significará
paradójicamente el golpe final del legitimismo, pues si bien se asentará el futuro Imperio alemán
sobre el 'principe monarchique', al mismo tiempo, al enfrentarse a una potencia legítima, no podrá
borrar en el futuro el precedente creado, pues el naciente Imperio ya albergaba poderosos elementos
(burguesía capitalista y su correlato, un partido social-demócrata activo y expectante, ansioso por
imponer la dictadura del proletariado), que por su misma naturaleza constituían fuerzas disolventes,
cuyo evolución final conduciría a la misma entidad recién constituida a su inevitable final, acaecido
en 1918.
La batalla de Sadowa que enfrentó a Austria y Prusia con la derrota de la primera, debilitó
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seriamente el prestigio de la Monarquía de los Habsburgo. Por tanto, luego del tratado de paz
firmado en Praga el 23 de agosto de 1866, Austria salía de la zona de influencia germá nica
gravitando exclusivamente en el área del Danubio; transformación que se hizo tangible cuando el
emperador Francisco José introdujo reformas constitucionales tendientes a dotar de mayor
autonomía a las regiones del Imperio, como en su momento lo había aconsejado Metternich.
En 1849 el Parlamento húngaro dominado por el jefe del grupo independentista, Lajos
Kossuth, decretó la pérdida de derechos de los Habsburgo, quien asumió la regencia provisional. No
obstante funcionó todavía la Alianza europea, reforzada por el Pacto de Minchengratz (1833) por el
cual los monarcas de Austria, Prusia y Rusia se prometieron ayuda mutua ante insurrecciones
surgidas en sus Estados o en Estados menores. De esta forma la intervención del zar Nicolás I en
apoyo de Austria permitió revertir la situación.(Historia Universal, nro.89, 23-s y Metternich, 52).
Pero si Austria-Hungría no podía impedir los reclamos que desde distintas regiones del
Imperio se alzaban reivindicando derechos de independencia que enarbolaban el ideario naciona-
lista-liberal, tampoco podía mantenerse al margen del espíritu económico burgués, del cual por otra
parte dependía de manera creciente, agitado y debilitado el Imperio "por su insanable situación
deficitaria desde el punto de vista financiero." (Metternich, 50).
Viena, capital del Imperio Habsburgo, cuna del espíritu legitimista, asistió a la acumulación,
primero, y a la concentración, después, de capitales de una poderosa burguesía financiera, que
encontró en la familia Rothschild, su ejemplo más representativo. Como oportunamente afirmara el
conde de Rivarol, en relación con la Revolución francesa, cuando un gobierno se convierte en acree-
dor, sólo es gobierno en la forma, pues en los hechos el poder lo tiene el prestamista.
La rara convivencia de un espíritu burgués creciente, de una banca poderosa a la que tantas
veces había acudido el canciller Metternich para sostener vanamente la integridad del Imperio, sólo
podía conducir a la lenta agonía que fue destruyendo a la dinastía Habsburgo.
¿Resulta acaso asequible hundirse en el lodo y salir del mismo sin mácula?. ¿Podían acaso
las más geniales políticas diseñadas por el príncipe de Metternich luchar e imponer su política de
principios frente al silencioso accionar de banqueros, cuyos empréstitos imponían las condiciones de
su accionar político?. ¿Cómo congeniar política de principios con espíritu mercantil?. Sólo una
realidad peculiar como la que presentaban los Estados alemanes antes de su unidad, hubiera sido
necesaria para asegurar su permanencia. ¿Podría el Imperio de los Habsburgo controlar durante
mucho tiempo la concentración del poder militar en la medida que no controlaba el poder económi-
co?
Este compromiso consistía en la conformación de una doble Monarquía constituida por las
posesiones austríacas y el Reino de Hungría.
El carácter unitario del régimen estaba dado por la existencia de un monarca único,
convertido en Emperador de Austria y Rey de Hungría, y un Gobierno imperial común, limitado a la
jurisdicción de los asuntos exteriores, la guerra y las finanzas. En los restantes aspectos, Austria y
Hungría eran completamente independientes. El compromiso resultaba de la alianza mantenida
entre las fuerzas tradicionales del Imperio, Monarquía y nobleza húngara, lo cual parecía el principio
de la solución de los problemas que afectaban al Estado plurinacional.
Pese al espíritu reformista que animaba a la Corona, el recelo que para una nacionalidad
suponía las ventajas obtenidas por otra, determinó el congelamiento momentáneo de la política
reformista, incidiendo notablemente la actitud hostil de los grupos austro-alemanes que temían ver
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comprometida su supremacía dentro del Imperio y de la propia Austria. Éstos se movían
marcadamente influidos por el mayor crecimiento económico de sus respectivas regiones,
observando con preocupación que regiones menos desarrolladas industrialmente adquirieran, por su
nuevo status jurídico, una preeminencia que consideraban no les correspondía.
No puede ignorarse la fuerza que desplegaban los sectores burgueses y los partidos obreros,
molestos los primeros por el mantenimiento de una estructura política imperial que consideraban
cada vez más perjudicial para sus intereses, pues la descentralización encarada, dado el carácter
paternalista de la Monarquía Constitucional, seguramente se traduciría en medidas económicas
proteccionistas que, al priorizar el intercambio interregional, podría derivar en el subsidio de las
economías más débiles, entorpeciendo el movimiento librecambista en el que la región
estrictamente austríaca se había enrolado para 1865. Los segundos, advertían con preocupación que
la Corona pudiera acceder a la movilización de la mano de obra de las regiones más pobres a las
más prósperas del Imperio con el seguro impacto sobre el nivel de los salarios y la seguridad laboral.
No obstante, dadas las nuevas reglas de la economía capitalista, cabía al Estado un lugar
modesto en las decisiones económico-financieras (aun cuando se tratara de monarquías cons-
titucionales, es decir, con poder de decisión), pues éstas sufrían de crisis estructurales que las hacían
cada vez más dependientes de las fuerzas económicas las cuales, indefectiblemente, se ofrecían y
aparecían como tabla de salvación, como promesa de todo posible crecimiento. De allí que los
monarcas insensiblemente dejaran en manos de estos hombres "industriosos" la solución de
problemas que, enfocados pura y simplemente bajo el signo de la eficacia y de la rentabilidad
económica, indiferentes a la compleja trama de intereses nacionales y sociales, contribuían a
enturbiar el difícil equilibrio político-institucional en que se movía la Monarquía.
En otras palabras, las políticas orientadas cada vez más en función de acuciantes nece-
sidades financieras, soslayaban la doble amenaza que se cernía sobre el legitimismo, tanto desde el
ámbito de la burguesía capitalista como del de los sindicatos obreros.
Respecto de las reformas descentralizadoras, las mismas toman nuevo ímpetu luego de la
recuperación económica y del saneamiento financiero y con la conclusión de la Triple Alianza (1882).
El primer ministro Taaffe logra mayoría parlamentaria y concluye una alianza constituida por
sectores conservadores integrados por checos, polacos y el Centro católico en contra del sector
liberal austro-alemán. Los checos consiguieron un status similar al de los húngaros, al tiempo que
se concedía una amplia autonomía a Croacia-Eslavonia.
La cuestión alemana
En cuanto a los Estados dinásticos alemanes, existían dos posiciones: una, consistente en
formar la «gran Alemania», idea sustentada por los sectores católicos y cercanos a Austria, proponía
crear un nuevo Estado que comprendiese la totalidad del Imperio austríaco. La otra, que se iría
imponiendo, no contemplaba la inclusión de Austria («pequeña Alemania»). Ésta buscaba conformar
un Estado soberano, escindido del Imperio Habsburgo, pues lo consideraban demasiado
comprometido en una política confederal que postergaba los intereses alemanes. Consideraban que
de Berlín debía surgir el impulso unificador.
Esta política de unidad fue impulsada también por la poderosa burguesía alemana, que
logró, ya para 1835 dar forma al Zollverein, unión aduanera de carácter proteccionista en la que
ingresaron 18 Estados, encabeza por Prusia y que dejaba afuera a Austria.
El esquema de desarrollo industrial alemán tuvo carácter singular, pues si bien la burguesía
concentró un enorme poder económico, también lo concentró la Nobleza territorial y la fuerza militar
que se nutría de sus filas. En el caso de Prusia hubo por parte de la Nobleza una cerrada oposición a
admitir a burgueses en el cuerpo de oficiales.
Importa esta consideración porque el nuevo Estado por constituirse tendría garantizado el
control político, en tanto la Nobleza resultara un poder incondicional de la Corona.
Todo el siglo XIX europeo permite advertir el avance continuo de la burguesía sobre el poder
del Estado; avance cuya rapidez dependerá de la mayor o menor debilidad de las fuerzas que sirven
de apoyo a los Tronos: en el plano espiritual, la Iglesia y en el plano temporal, la Nobleza.
En la medida en que estas dos fuerzas abandonen su compromiso de sostén de la Corona, los tres
poderes se derrumbarán irremediablemente.
La burguesía capitalista está animada por una fuerza centrífuga que resulta un elemento
disolvente para la Monarquía. Esa fuerza la constituye el valor del dinero, el cual requiere, según los
cánones burgueses, de independencia para multiplicarse, rigiéndose por un principio utilitario al que
subordina toda otra consideración social. La inserción de la burguesía en el seno de la fuerza militar,
determina la rápida absorción de la última que se convierte en instrumento de la primera, pues la
Nobleza requiere de recursos para sostenerse que, de no poseerlos y de no encontrar fuentes de
abastecimiento en el Estado, determinan su caída en los mecanismos de los préstamos y en poco
tiempo se encuentran dependiendo de un nuevo amo: el burgués capitalista.
¡Error!Marcador no definido.
El siglo XIX es el de afianzamiento del poder burgués que ha avanzado de manera inconte-
nible por el continente europeo, impulsado por los hechos derivados de la Revolución Francesa de
1789. Burguesía cuyo código de valores se asienta en el usufructo del dinero.
El código sobre el cual se asienta la Nobleza es del todo diferente, pues como ya lo había
subrayado Montesquieu, el principio que la guía es el honor. ¿Pero de qué honor se trata si no
dudarían en resignar su dignidad? Montesquieu explica que es un honor falso, ya que realizan actos
heroicos en vistas del reconocimiento moral que esperan del monarca. Pero, sostiene"es tan útil para
el Estado como lo sería el verdadero para los particulares que lo tuvieran. ¿Y acaso no es ya mucho
obligar a los hombres a realizar toda clase de acciones difíciles y que requieren esfuerzo, sin más
recompensa que la fama de dichas acciones?" (Del espíritu, v.I, l.III, c.VII, 49)
En una obra publicada en España debida a Bernabé Moreno de Vargas titulada Discursos
de la Nobleza de España del año 1636 y reeditada hasta el siglo XVIII, se señalan las cualidades de
los nobles, afirmándose que éstos "son justos, templados, prudentes, sabios, fuertes, industriosos y
cuidadosos, magnánimos y dadivosos[...] sus palabras y promesas son firmes y duraderas [son] muy
cordiales[...] piadosos y misericordiosos con sus enemigos; son sencillos[...] temerosos de Dios, y los
que sirven y acompañan al rey, los que defienden la tierra, amparan la república en paz y en guerra,
como cabezas que son de ella." Ser noble era una carga y aunque estos contradecían frecuente-
mente los principios enunciados, lo importante radica en que tal código existía, pues lo importante
para una comunidad no es se infrinjan ciertos principios sino que se ignoren que existe. (V. Palacio
Atard, Sociedad Estamental..., 26-s.).
Estos principios ideales que Montesquieu asocia con el honor, requerirían de la sociedad
aristocrática en la cual piensa el filósofo francés, pero ésta ha encontrado de manera clara durante la
Revolución francesa, según ilustra Rivarol, un modelo que el siglo XIX ve imponerse de manera
decidida, en el cual la burguesía capitalista, incluso contraviniendo principios básicos del
Liberalismo, comienza a ejercer un dominio ecuménico que rebasa las fronteras nacionales y le
otorga un poder de decisión del que había carecido hasta el siglo XVIII. La Revolución francesa,
como apunta el conde de Rivarol, demuestra la peligrosidad de un poder económico cuya fuerza es
tal, que aun cuando no llegará rápidamente a pervertir los altos cuadros del ejército, que es lo mismo
que decir de la alta nobleza, lo hace en los cuadros inferiores y aún en la misma tropa que termina
controlando la fuerza.
¿Podría afirmarse que la Nobleza prusiana funcionaría por mucho tiempo como bloque
sólido, defensor acérrimo de la política de principios y, por ende, de la autoridad superior e
incontrastable de la Corona?
Evidentemente este espíritu cohesivo no sería fácil de preservar. Más aún, podría afirmarse
que el mismo ya se encontraba agrietado, en tanto, dentro del complejo esquema político alemán,
no eran pocos los miembros de la alta nobleza, específicamente prusiana, que cada vez priorizaban
más los réditos económicos sobre la política de principios que el zar Alejandro I buscó reforzar con la
creación de la Santa Alianza.
No debe olvidarse la política de clara orientación capitalista desplegada por los príncipes de
Hesse-Kassel; tampoco que quienes aceptaron conformar el Zollverein, priorizaron los beneficios
que obtendrían del proteccionismo económico, seducidos por los consejos de la poderosa burguesía,
todo ello agravado por la exclusión de Austria, cuya política tuvo, hasta mediados de la década de
los años '70, como norte la preservación del Legitimismo, frente al cerco que la burguesía capitalista
de fuera del Imperio Austro-Húngaro, con absoluto respaldo de los gobiernos que éstas dirigían, y
desde dentro, por aquellos que advertían escépticamente la suerte del Imperio.
Que la suerte de los Estados dinásticos alemanes estaba estrechamente ligada a Austria
fue, en su momento, subrayado por Guillermo Humboldt, quien entendía la necesidad de la
integridad de los Estados bajo la forma de una federación de Estados con un Poder Ejecutivo
fuerte, y que supusiera el protagonismo tanto de Prusia como de Austria, preservando los acuerdos
convenientemente firmados en 1815. Como afirmara "el consentimiento firme, inquebrantable e
ininterrumpido y la amistad de Austria y Prusia constituyen la piedra angular de todo el edificio." (G.
de Humboldt, 181; 181-183)
Respecto del proceso de industrialización alemana, éste se acelera a partir de 1860. Ya para
los 1840-1850 el capital francés, inglés y belga permite la constitución de grandes sociedades
mineras, como la Gelsenkirchener Bergwerke A.G., que integraron también la explotación de
minas de hierro y todo el proceso siderúrgico; siderurgia que se va a caracterizar por la gran
concentración de capitales (Trusts) bajo la estricta intervención del Estado, lo cual se concretará a
partir de la unidad alemana. Ya para 1860 la más poderosa empresa era la de Laurahütte, del conde
Henckel von Donnersmarck (Vázquez de Prada, 75-s), ocupando un lugar de gran importancia la
fábrica de municiones de la familia Krupp en Essen.
Los Estados alemanes prueban fehacientemente el tesón de la burguesía capitalista, que lo-
gró infiltrarse y afirmarse en una realidad adversa a su presencia, donde se enriqueció, aun cuando
¡Error!Marcador no definido.
no encontró una buena acogida por parte de los gobiernos, ni tampoco por aquella nobleza que
buscaba conformarse en el centro del futuro desarrollo industrial. Digamos, por otra parte, que esa
nobleza ya se encontraba inficionada por el espíritu burgués que constituía el clima del siglo.
Que una vez lograda la unión aduanera, la burguesía buscaría dar un nuevo paso, pero
ahora orientado a moldear la futura política alemana, se advertiría en la revolución que produce en
1848, fracasada finalmente a raíz de que asumió la iniciativa sin que estuviera en condiciones
políticas para hacerlo, aun cuando en principio logró imponer al monarca una Constitución de
carácter parlamentario.
Si se hace omisión del hecho de que la conducta adoptada por el rey Federico Guillermo IV
de Prusia violentaba el 'principio monarchique' que Austria enarbolaba, según lo acordado en 1815
(pues colaborar con los insurrectos alemanes erosionaba al legitimismo), lo cierto es que todavía se
advierte en la derrota de la burguesía alemana la imposición de la política de principios, pues ésta
quiso dominar el Landtag (Parlamento creado por el rey en 1847), fracasando en su intento, como
también fracasó (junto con los intelectuales que lo integraban) cuando desde el Parlamento de
Frankfort ofreció en 1849 la Corona alemana al rey de Prusia, quien "declinó la oferta sobre todo
porque su poder habría tenido un origen democrático, lo que un Hohenzollern no podía tolerar." (J.
Bérenger, El Imperio...,529).
Pero los diputados de Frankfort buscaban condicionar el poder, siguiendo los principios del
siglo, pues como afirmó el presidente del Parlamento, Heinrich von Gagern, tenían los allí reunidos
la "gran misión" de "hacer una Constitución para Alemania, para todo el reino. La justificación y
autoridad de este empeño, radica en la soberanía de la nación."
El rey ya había experimentado el año anterior, hasta dónde podía llegar el accionar de los
grupos liberales, cuando se vio obligado a otorgar una Constitución de corte parlamentario, decisión
que pudo revocar al derrumbarse los movimientos revolucionarios que agitaban a Europa, y en su
reemplazo concedió una Carta (1848) que, según indicamos, siguió los pasos de la francesa de
1814, aunque de carácter menos amplio, reconociendo los principales derechos civiles agitados por
el liberalismo, y conformando un Poder Legislativo con dos Cámaras, una Cámara baja integrada
por nobles y burgueses y otra Nobiliaria.
Pero lo cierto es que aún esa concesión, la hizo empujado por el clima revolucionario que se
agitaba con vientos de fronda desde Francia, violentando sus más férreas convicciones, en tanto al
asumir el Trono en 1840 ya había expresado su opinión acerca de la normativa racionalista, al
afirmar: "No hay poder en la tierra que logre persuadirme de cambiar la relación natural entre Rey y
Pueblo, por la de una Constitución convencional. Ni ahora ni nunca permitiré que una hoja impresa,
como una segunda providencia, se interponga entre nuestro Dios que está en los cielos y esta
nuestra tierra, desplazando así el viejo homenaje sagrado." (F. de los Ríos, La responsabilidad...,
163).
Como indicamos, el poder económico de la burguesía prusiana crecería aún más a partir de
1850, década crucial para la decisiva difusión del capitalismo en Alemania, época de acumulación
de capital en la neurálgica industria pesada, todo lo cual contribuía decididamente en orientación
hacia la unidad nacional, a través de un proceso que iba abriendo un vasto campo de acción política
a la económicamente poderosa burguesía capitalista.
Claro está Gran Bretaña será la protagonista silenciosa del tránsito de la Monarquía Cons-
titucional, que juristas y sociólogos como Maurice Duverger prefieren denominar Monarquía limitada,
a la Monarquía Parlamentaria, sólo Monarquía en la forma que no en el contenido, y clara expresión
del ocaso monárquico.
Ciertas reacciones, que buscan rescatar las prerrogativas arrebatadas a los monarcas, se
implementan durante el gobierno de Jorge III, y se agitan sin éxito durante la etapa conservadora
(1849-1859), de la mano del príncipe consorte, Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha y de la reina
Victoria que presta atención a los argumentos de su reflexivo marido, en favor de la recuperación de
ciertas prerrogativas de la Monarquía, frente al poder absoluto de primeros ministros que habían
impuesto un verdadero gobierno oligárquico, es decir, defensor no del «bien común», sino de sus
respectivos partidos.
Más racionalista y, por ende y paradójicamente, a la hora de las definiciones políticas, más
temperamental y violenta en sus resoluciones, resulta el caso francés. Así de las barricadas de julio
de 1830 surge la Monarquía Parlamentaria de Luis Felipe I y, luego de la experiencia de Napoleón
III, un régimen plebiscitario, apoyado en la burguesía industrial y financiera y en el ejército, más que
Monarquía verdadero Gobierno despótico.
Francia había exhibido claramente desde 1792, que el poder efectivo estaba muy lejos del
Trono y de sus pilares (Iglesia y Nobleza); la Monarquía de Luis Felipe lo demostró y la experiencia
napoleónica ilustró claramente, de manera clara y distinta como afirmaría Descartes, sobre el
carácter de la nueva clase dominante, que podía convivir cómodamente con gobiernos parlamen-
tarios o con regímenes cesaristas, en tanto, éstos obedecieron sus dictados.
Se advierte desde Francia el crudo pragmatismo de una filosofía liberal que se había trocado en
utilitarismo primero y luego en positivismo, dejando en el recuerdo muchos de sus principios
liminares (libertades individuales, libre concurrencia económica), a los que sólo acudiría cuando sus
objetivos materialistas así lo requirieran.
En los Países Escandinavos, también se hacen oír los ecos de la Revolución francesa de
1848, obligando, el movimiento liberal triunfante en Dinamarca, al rey Federico VII de Dinamarca,
quien asumió el Trono en ese año, a otorgar una Carta vaciada sobre el molde de la Constitución
belga de 1831 cuya fórmula de juramento, denota el camino parlamentario adoptado por la
Monarquía de ese país.
Respecto del juramento, según el texto constitucional belga, el rey se convierte en tal a partir
del acto de la jura. No obstante, el carácter de las constituciones parlamentarias continuará
encerrando elementos metafísicos que distinguen a la Monarquía de la pura física del poder que
constituyen los regímenes republicanos aunque se advierte una atenuación de los atributos
consagratorios.
Por eso conservarán el régimen, claro que desactivado, y buscarán colocar en un cono de
sombra a la realeza. Temerosos de las consecuencias que el futuro pueda depararles, a ellos que
saben se han encaramado del poder por obra de la intriga y de las malas artes, por la fuerza
seductora del dinero; quienes han concebido un mundo envilecido con sus maniobras maquiavél -
icas, acólitos del dogma del dinero, buscarán refugio detrás de ese orden político milenario que han
logrado vencer, al que aborrecen pero al que acuden para dar legitimidad a un poder que es sólo
legal.
Como decíamos, el mismo espíritu guardan las constituciones de Holanda, Grecia, Rumania
y Dinamarca. Así la Constitución otorgada por el rey Federico VII de Dinamarca apunta que el rey
"antes de tomar el gobierno presta por escrito juramento de observar inviolablemente la Constitución
del Reino", (art. 7), aunque en ella se considera al rey tanto "sagrado", como "inviolable."
No obstante, aun cuando suprimir la voz «sagrado» guarda la intencionalidad de recortar los
atributos metafísicos inherentes a la autoridad del monarca, la diferencia dentro de una normativa
racionalista resulta irrelevante, pues la «inviolabilidad» es lo propio de las cosas «santas». En uno u
otro caso, la antinomia con la estructura racionalista que conlleva el constitucionalismo liberal,
resulta irresoluble.
Entre 1849-1859 Europa había asistido a una década conservadora, en la cual los monarcas
apoyados en los aliados naturales que todavía les quedaban, (clero y nobleza), buscaron recuperar
parte de las prerrogativas que habían sido inherentes a la Corona y que, tras sucesivas derrotas,
luego de las revoluciones de 1830 y 1848, vieron desaparecer.
En este sentido, comenzó en Prusia en 1859 una «nueva era» o era liberal, bajo la fuerte
presión de la burguesía políticamente derrotada en 1848, a la que adhirió Guillermo I y del que fue
vocero el gabinete conducido por el príncipe Karl Antón von Hohenzollern-Auerswald en el que
entraron miembros de una nobleza moderadamente liberal (Wochenblattpartei).
La oposición liberal no pudo neutralizar el proyecto de reforma, el cual fue aprobado, pero
puso en evidencia que una cuña buscaba sacar ventaja enfrentando a la Corona con uno de sus
pilares (la Nobleza). "En marzo de 1862 el ministerio de Hohenzollern-Auerswald se desintegró
justamente por la indecisión de algunos de sus miembros para llevar hasta el fin la lucha con el
Parlamento." (Bismarck, 149)
Los métodos de producción capitalista, que se extendían tanto por las ciudades como por la
región rural, contaminaban sutil y soterradamente la retícula social aristocrática, pues llevaba a sus
protagonistas a una encrucijada espiritual, entre la actitud heroica ante la vida y el pragmatismo que
encerraba la nueva ética capitalista.
Bismarck buscaba derivar la atención sobre la política exterior, pues entendía que era el
único recurso para librar a la "Corona en el orden interno de las agresiones a las que de otro modo a
la larga no resistirá." (Bismarck, 149). En este sentido, nombrado Presidente interino del Consejo de
Ministros (1862) da un giro antiparlamentario a la política de Prusia.
Al referir al episodio, explica que logró convencer a Guillermo I de que la opción para la
conservación de la Monarquía Constitucional no radicaba en la preferencia por conservadores o por
liberales "de tal o cual matiz", sino que la alternativa era "gobierno monárquico o predominio
parlamentario", siendo rigurosamente necesario "impedir esto último."
Por otra parte, si bien no ignoraría la tradición alemana, según la cual sólo era admisible el
sistema de federación de Estados, es decir, de unidad en la diversidad, estimó necesario que Prusia
debía adoptar una política de férrea consolidación si quería ser gran potencia y realizar la unidad
alemana. Y así lo explicaba al embajador prusiano en Francia, conde Golz en 1863, noble imbuido
por las ideas liberales y por el parlamentarismo: "Usted cree que en la opinión pública alemana, en
las cámaras, en los periódicos, etc., hay algo que nos podría sostener y ayudar en una política de
unión y de hegemonía. Estimo que es éste un error radical, un sueño de fantasía. Nuestro fortaleci-
miento no puede venirnos de una política parlamentaria y de prensa cualquiera, sino sólo de una
política armada, de gran potencia". En otras palabras, "nuestra posición en la nación germana [la
¡Error!Marcador no definido.
recuperaremos] afirmándonos sobre nuestros pies y siendo primero gran potencia y después
Estado federal." (Bismarck, 153)
Concibe Bismarck, siguiendo la interpretación que del 'principe monarchique' realizó Fri-
edrich Julius Stahl tanto como Treitschke (adaptación forzada de la teoría hegeliana), al Imperio
alemán como Monarquía Constitucional, basada en el principio tradicional según el cual el poder del
monarca, o lo que es lo mismo del Estado, es de origen divino, en tanto se trata de una manera de
expresarse el orden moral.
El rey es el centro de todas las fuerzas; "la cúpula de toda la estructura". Así pues los
estamentos podrán llegar a impedir que el rey actúe; pero "nunca podrán tomar decisión alguna."
Para Bismarck, según lo expresa Stahl "sólo a través del Rey, único soberano, puede pro-
ceder el poder." El canciller interpreta la tradición monárquica del pueblo prusiano, "cuando exclama:
el espíritu prusiano es monárquico." (F. de los Ríos, ib., 164, 279).
Mientras Gran Bretaña y los Países Escandinavos ya para 1870 gozan de un régimen de
Monarquía Parlamentaria, donde el «rey reina pero no gobierna», las monarquías constitucionales de
los Imperios centrales asistirán a un duelo desigual con fuerzas de distinta naturaleza que, actuando
de consuno o separadamente, anunciarán los resplandores del ocaso del orden monárquico.
Pues este orden existía, en Occidente, refugiado en las fronteras de los dos Imperios
multinacionales de Austria-Hungría y de Rusia y en el Imperio alemán.
Como indicamos, Gran Bretaña, tempranamente, y los Países Escandinavos, años más
tarde, al encaminarse por el estrecho sendero del parlamentarismo, vieron la transformación de las
tradicionales monarquías en regímenes cuyo continente era monárquico pero su contenido,
republicano.
La negativa del conde de Chambord a aceptar la bandera tricolor y los recortes al poder del
monarca, determinan que surja con la Constitución de 1875 la Tercera República, que el príncipe
Víctor de Broglie definió como "monarquía con visos de democracia o democracia con algo de
monarquía". (M.García Pelayo, 484-s; M. Duverger, El sistema parlamentario, 32)
Sus antecedentes clásicos nada tienen de semejante con el republicanismo del siglo XIX, de
igual manera que la Monarquía Constitucional jamás se reconocería trasmutada en Monarquía
Parlamentaria.
Si por cultura se entiende el volksgeist, las tradiciones y valores amasados con el tiempo,
enriquecidos por las generaciones futuras y que las sociedades evocan como incentivo para el
progreso espiritual, no parece adecuado hablar de cultura republicana.
Sin temor a exagerar puede sí afirmarse que en Europa hasta el empedrado de las calles
exhala monarquismo; la cultura de las ciudades europeas es monárquica hasta nuestros días. Es en
los estilos arquitectónicos, en los tesoros que guardan los museos, en los pequeños rincones de las
ciudades, en la tradición oral, en las ceremonias, donde reside el verdadero asiento de la Monarquía.
Se trata de reliquias, es decir, de objetos que guardan un valor sentimental pues existe entre la
sociedad y ellos una relación de empatía.
espíritu de una época; de allí que, como afirma el arquitecto Amancio Williams, una época que
"tenga un gran espíritu construye, aún con recursos pobres, grandes obras"; de allí que "el final del
siglo XIX y el principio del XX, aun contando con materiales como el hierro y el hormigón armado, no
consiguieron una arquitectura que lo expresara «salvo honrosas e incomprendidas excepciones.»"
(«Arquitectura», «La conmovedora carta de Amancio Williams», por L.J. Grossman, en LA
NACIÓN, 16/11/94, p. 5).
Nadie podrá evitar evocar el republicanismo sin asociarlo con la entronización del espíritu
violento como forma de decisión de situaciones controversiales desde las jornadas jacobinas de la
Francia revolucionaria, que luego adquirirá dimensión de categoría cuando el marxismo exalte el
papel de la lucha de clases, como forma única de solución de los problemas existentes. El enfoque
del progreso entendido como competencia, como destrucción del otro o como lucha de clases,
supone un concepto del hombre robotizado, individuo, que no persona, simple entidad lógico-
racional, escindida del racionalismo-afectivo.
Nadie podrá evitar asociar el republicanismo con la industrialización, que aparece en sus
comienzos como una manera de acceder a la resolución de problemas sociales crónicos; verdadera
esperanza que suponía un crecimiento sostenido de las economías, pero que no tardará en mostrar
sus contradicciones y deficiencias, en tanto, sus propulsores lo escinden de toda dimensión humana,
y enfocan todo el proceso productivo desde la perspectiva del eficientismo, del rédito material.
Nace con la industrialización un tipo de relación desconocida, entre patronos y obreros, que
al cosificar el vínculo entre las partes actuantes y generadoras de las transformaciones materiales,
provoca inevitablemente enfrentamientos entre quienes se consideran enemigos; los primeros, sin
conciencia social, ven en el obrero un objeto fácilmente reemplazable; 'algo' inevita blemente
necesario; los segundos, producto del maquinismo, sin historia ni tradición, se convierten en
decididos enemigos de un sistema que los margina.
También se asocia el orden republicano de vida con el ideario primigenio del liberalismo
burgués, traducido en el respeto por las libertades del individuo. Dogma, que se limita a si mismo por
el alcance estrecho de esas libertades, que sientan el precedente de poner el acento en el 'individuo',
en el 'ciudadano-átomo' y no en la 'persona' y en el 'bien común.' Sin embargo, aun cuando estrecho
en su alcance, algunos de sus principios, como el de la división del poder en tanto manera de evitar
el abuso del poder político, pueden considerarse como el aporte más significativo del Liberalismo, el
cual expurgado de sus excesos doctrinarios, fuera instrumentado por los sectores enrolados dentro
del tradicionalismo ilustrado.
Efectivamente el clero y la nobleza vulneraron más de una vez la escala de valores que se
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impusieron; pero el referente que suponía la salvaguardia de los altos intereses de los pueblos,
existía. La diferencia notable es que con el afianzamiento del poder burgués la escala de valores
asentada en la garantía del Bien Común, desaparece. Todo agravado, pues la violación de los
principios que dan sentido a la existencia del Estado, se encubren bajo el principio de la defensa de
los valores democráticos.
Bajo el manto republicano ya habían quedado envueltas las monarquías de Gran Bretaña y
de Escandinavia. Las monarquías de los Imperios centrales lucharán sin éxito contra sus efectos.
Fuerza militar y capital se encuentran en estas regiones bajo las mismas manos: la
burguesía capitalista. Nadie impedirá que el ejército se pueble de oficialidad burguesa, aun cuando
ciertos cargos jerárquicos del arma permanezcan conducidos por nobles de sangre.
El poder del dinero busca colocarse la librea del honor; persigue, por un lado, el acceso al
prestigio de lo tradicional, pero, fundamentalmente, introducirse dentro del poder que le permita
garantizar efectivamente sus operaciones económicas y financieras.
En una época donde más se requerían las alianzas dinásticas y donde mayores posibilida-
des había de concertarlas, dado el cercano parentesco entre las Familias Reales europeas, este
recurso quedaba desactivado porque ya las decisiones no pasaban por las dinastías; incluso los
lazos tradicionales que habían unido y enfrentado por siglos a familias reales de distintos países, se
sacrificarían si no convenía a los intereses concretos de las fuerzas económicas dominantes.
Bismarck, una vez constituido el Estado alemán, como eje de las fuerzas tradicionales del
Imperio, deberá hacer frente a una serie de factores, que actuando en forma separada pero al
unísono, terminarán destruyendo al 'principe monarchique': por un lado actuaba cierta nobleza que
desertaba seducida por el capitalismo triunfante, por otra parte el accionar mismo de la poderosa
burguesía industrial y financiera, además las fuerzas socialistas que adquirían rotundo perfil en la
medida que crecía la industrialización.
La acción de Bismarck se dirigió contra el Zentrum, partido católico que había llevado al
Reichstag a más de cincuenta diputados, y que se tradujo, concretamente en Prusia, en medidas
del gobierno favoreciendo leyes de enseñanza laica y matrimonio civil. Tal política anticlerical
aparecía como una respuesta a la clara posición del papa Pío IX, condenatoria de los principios
liberales y de la heterodoxia religiosa que estos principios suponían.
La política anticlerical se extendió demasiado tiempo, todo el necesario como para hacerse
sospechoso de la nobleza tradicional y, por tanto, católica, provocando un grave deterioro al 'principe
monarchique' que encontraba fuerte respaldo entre los católicos.
Dos hechos le demostrarían claramente los graves problemas a que quedaba expuesta la
Monarquía, por un lado el crack austro-alemán, producto de la intensa especulación financiera
provocada en Alemania por la proclamación del Reich, y por otro el surgimiento en 1875 del Partido
social-demócrata, integrado por marxistas ortodoxos y sustentadores del socialismo de Estado
lassalliano (Vázquez de Prada, II, 305; BISMARCk, 160,; Historia Universal, nro. 91, 53).
La Monarquía alemana, que opera sobre territorios de acentuado desarrollo industrial desde
la formación del Zollverein, fomentó la formación de grandes carteles, y favoreció en la década de
los años '70 las medidas proteccionistas de la industria (generalizadas en Europa), sobre todo la
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siderúrgica que, como otros países, consideraba prioritaria para la defensa nacional. En este sentido,
los intereses del Estado, convertida Alemania en gran potencia industrial, se inclinarían sensible-
mente en favor de intereses empresariales de los que dependía la buena marcha de la política
exterior, sobre todo, a partir de la segunda revolución industrial que, vinculada al acero, favoreció la
carrera armamentista. La autonomía de la Monarquía quedaba inevitablemente comprometida al
ligarse a un factor de poder al que la política de principios le era indiferente.
Tan indiferente como podía serlo para la poderosa Socialdemocracia, factor de poder
naturalmente ajeno y enemigo de la Monarquía.
(21/10/94)
También Bismarck produjo un acercamiento con Ferdinand de Lassalle (creador del primer
Partido Socialista obrero en 1863 -Asociación General de los Trabajadores Alemanes-) advir tiendo
que éste y sus discípulos sostenían principios basados en la implementación de las reformas
sociales por parte del Estado, al tiempo que Lassalle le garantizaba el apoyo del partido a la política
exterior del canciller y respaldaba su accionar contra los sectores liberales del Parlamento, y éste le
prometía indulgencia frente a su accionar propagandístico. (Touchard, Historia, 468-s.)
No podía olvidar Bismarck, por otra parte, que la unidad alemana se había logrado a costa
de muchos renunciamientos por parte de los Estados alemanes del sur, pues la hábil política del
canciller logró el objetivo de generar una reacción de la nacionalidad alemana en su conjunto, al
presentarse Francia como desafiante del honor prusiano. Sólo así logró Prusia la adhesión de
Baviera, Wurtemberg, Baden, los dos Hesse (Hesse-Kassel y Hesse-Darmstadt) y Sajonia, que en
1866 se habían alineado del lado de los Habsburgo.
La política de unidad alemana, echaba por tierra una de las "disposiciones esenciales de los
tratados de Viena, la Confederación germánica",(Bérenger, El Imperio..., 527) violentaba
abiertamente el principio de la legitimidad, debilitaba con su actitud el 'principe monarchique'.
Tal vez la llamada de atención sobre el peligroso cerco que se cernía sobre la Monarquía se
le presentara al canciller, de manera indubitable, al oír en el Reichstag "«no se si fue [al] diputado
Bebel o Liebknecht [...] quien en un patético llamamiento presentó a la Comuna de París como un
modelo de instituciones políticas, y profesó abiertamente ante la nación el evangelio de esos
asesinos e incendiarios. Desde ese instante sentí pesar sobre mí la convicción del peligro que nos
amenaza [...] ese llamamiento a la Comuna fue el rayo de luz que vino a iluminar el problema, y a
partir de ese momento reconocí en los elementos socialdemócratas un enemigo contra el cual el
Estado y la sociedad se hallan en condición de legítima defensa.»"(Bismarck, 160)
Este mundo europeo, moldeado por la mano de la burguesía capitalista, que generó el na-
cionalismo y produjo el imperialismo, gestó también los movimientos sindicalistas y que, en los
Imperios centrales, solían agitar banderas conjuntas con el nacionalismo, asiste a la novedad del
magnicidio.
Para 1881 el zar Alejandro II de Rusia había sido asesinado, en 1898 la emperatriz Isabel de
Austria, en 1900 el rey Humberto I de Saboya, en 1907 el rey Carlos I de Braganza y su hijo, en 1914
el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo y su esposa, en tanto resultaron fallidos los
atentados perpetrados en 1879 contra el rey Alfonso XII de Borbón y su esposa María Cristina de
Habsburgo Lorena y en pleno Londres contra Victoria I.
Resultó muy del gusto del marxismo de la década de los '70 de nuestro siglo, subrayar el
protagonismo decisivo de los sectores radicalizados del Socialismo y de la incidencia que los
principios marxistas tuvieron en la movilización de las 'masas'. Según estos postulados, las 'masas',
con clara conciencia de clase, lucharon contra el imperialismo opresor logrando, por vez primera en
la historia, y dada la visión exacta del drama humano, el derrumbe estrepitoso de las despóticas
monarquías de los Imperios centrales, aquellos que a lo largo de los siglos oprimían con yugo de
hierro a poblaciones enteras.
Un examen sereno de los hechos muestra que, tal explicación puede resultar conmovedora
como tema épico, o para quien se ubique en el plano de las utopías, resulta, en otro plano, ingenuo y
ahistórico.
En primer lugar porque contradice todo análisis ligeramente racional, en tanto supone a sólo
una generación de la humanidad iluminada y, sumidas en el oscurantismo a todas las demás;
además dotada de la 'Verdad' y de las soluciones únicas e incontrastables, cuando los hechos
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demuestran en forma indubitable que, ningún régimen de gobierno que logre perpetuarse en el
tiempo, se propone ex profeso crear el desasosiego, pues supone incubar su propia ruina.
Ahora sí, y por primera vez en la historia, se alzó un régimen que entregando el poder a la
maquinaria militar logró controlar efectivamente los resortes del poder.
No obstante, y luego de superados los años de crisis que, iniciados con la Primera Guerra
concluyeron en 1945, la esclerosis se apoderó del sistema tempranamente y cayó en menos de
cuarenta años, víctima de sus propios excesos. El poder militar, que era su sustento, se había
resquebrajado.
Importa precisar que los Imperios alemán y austro-húngaro no se derrumbaron por la luz
que sobre la conciencia de las masas habían hecho nacer los intelectuales del socialismo.
Que Bismarck impusiera un régimen antiparlamentario (por otra parte con el comienzo de
los años '70 el antiparlamentarismo se generaliza hasta en Gran Bretaña); que proscribiera al partido
Socialdemócrata o clausurara algún periódico, poco influía en el ánimo de la población, y sólo
afectaba a los cenáculos de intelectuales. Las especulaciones doctrinarias, las pujas por parcelas de
poder entre los partidos, rara vez afectan a la gente común que se encuentra inmersa en problemas
cotidianos que transitan por una vía del todo diferente.
Dentro del Imperio austro-húngaro, industrialmente menos desarrollado que Alemania, in-
fluyó además el problema de las naciones históricas y de la decepción que en muchos Estados
producía el hecho de que se sobrevalorara a Hungría en detrimento de los restantes Estados. Este
status jurídico discriminatorio, opuesto a la tradicional concepción federativa del Imperio, generaba
descontentos internos que, a la hora de las dificultades que sobrevendrían con el estallido de la
guerra, incidirían en la actitud adoptada frente a la suerte del Imperio.
Algo en lo que importa reparar es el amplio desarrollo y fomento que las actividades
educativas y culturales tuvieron por esa época; lo cual no condice demasiado con la imagen de
opresión y retraso que suele acompañar durante la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo, al
Imperio austro-húngaro.
Dentro del Imperio austro-húngaro, como dentro del Imperio alemán, desarrolló una acción
doctrinaria significativa, operó en contacto directo con las fábricas. Como expresión revolucionaria,
fue observado como un desafío peligroso por los gobiernos, pero no por la amenaza directa que
pudiera significar, sino, fundamentalmente, porque el discurso violento implementado por los sec-
tores radicalizados contribuía a alejar aun más a esos sectores del orden monárquico, que la nueva
sociedad tecnológica había 'alienado' convirtiéndolos en entes temerosos, insolidarios.
(23/10/94) La firma del Pacto, supone para Bismarck retomar el espíritu del sistema
ideado por Metternich; revivir el 'principe monarchique' o principio de la legitimidad que tanto había
contribuido a deteriorar, 'principio' del cual fue la Monarquía Austro-Húngara la más celosa
defensora.
Sin embargo ya nada podía restablecer el espíritu de confianza que había surgido en Viena.
La pasividad demostrada por Prusia frente al problema italiano, y la actitud subversiva adoptada por
Guillermo I y su canciller, que habían condenado a Austria a orientarse a una política danubiana,
obligaban al emperador Francisco José a replantear la posición geopolítica del Imperio dentro de la
política mundial; de allí que ante la considerable mutilación territorial, que afectaba su rol de
potencia hegemónica en el marco de la política mundial, pusiera atención a la 'cuestión balcánica',
sobre la que no había manifestado mayor interés, instalando un frente de potencial confrontación con
el Imperio ruso.
El esfuerzo de Bismarck, desde el Pacto de los tres empera dores se centrará en apuntalar
un 'principio' del que sabe depende la suerte de la Monarquía como entidad activa y no residual. No
ignora que ya la mitad de Europa ha abandonado este 'principio' y que sólo se mantiene el aparato
exterior del régimen monárquico; por otra parte, resultaba preocupante que ciertos sectores de la
Nobleza tanto en Alemania, Austria-Hungría y Rusia se inclinaran hacia soluciones liberales;
soluciones que resultaban tanto más preocupantes en la medida que inevitablemente conducirían al
parlamentarismo, el cual resultaba ser "una mala fachada del dominio de los partidos y de los
intereses económicos." (C. Schmitt, Sobre..., 25)
El método generalizante utilizado en este ensayo es, por ende, comparativo, pero sólo en
tanto intenta demostrar la existencia de ciertas variables que, con distinto ritmo, determinaron el
ocaso del orden monárquico. En momento alguno, este trabajo intenta afirmar algo tan equívoco y
distorsionante, como presumir la existencia de un marco epocal inflexible que suponga pensar que
existe un orden monárquico que bajo normas irreductibles afectó de manera idéntica a cada entidad
política de Europa Occidental y Oriental. Sí intentamos dar una idea globalizadora de ciertas
características que afectaron efectivamente al orden monárquico y lo condujeron a su ocaso, ya sea
a su atonía (Monarquía formal) o a su derrumbe.
En este sentido, en el marco de la defensa del 'principe monarchique', el rol del monarca-
tipo difiere según se trate del Imperio Alemán o del Austro-húngaro.
Habiendo visto la luz, luego de pasar por instancias de incertidumbre, los forjadores del
Imperio alemán, decidieron resaltar la soberanía del monarca, definida como autoridad única e
inalienable de uno solo; queda superada la concepción hegeliana de la Monarquía Constitucional,
pues la circunstancias hacía parecían exigirlo.
Todavía para 1884 logró Bismarck renovar el Pacto de los tres Emperadores, renovación
precedida por el Tratado de la Triple Alianza,
conformado por Alemania, Austria-Hungría e Italia, actitud adoptada por el rey Humberto I de
Saboya, fielmente secundado por su ministro Crispi, ante las amenazas revolucionarias que ponían
en peligro la existencia de la Monarquía.
A partir de entonces la alianza de las potencias legitimistas llegó a su fin, haciéndose notar
la fuerza del contrapoder económico que dado los intereses que se ponían en juego, decidían a los
estados a orientar su política internacional de acuerdo con una concepción pragmática, lo cual
suponía subordinar los 'principios' a la 'utilidad'.
La crisis económica mundial de la década de 1880 dejó con poco margen de maniobra a la
Corona alemana, presionada por los productores agrarios e industriales. Quienes dominan la
industria pesada verán la oportunidad de insistir, para solucionar la crisis, en la exportación de
capitales, lo cual determinará que Alemania se incline también hacia la aventura imperialista.
De esta forma tanto Rusia como Alemania, habían caído en el cerco de la burguesía capi -
talista que dominaba a Gran Bretaña, país al que la Corona alemana había visto siempre con
desconfianza y por eso nunca había tenido en cuenta dentro del sistema de alianzas. La
competencia por el comercio de los cereales entre los factores de poder ruso y alemán incidió en el
endurecimiento de posiciones de una y otra potencia.
Los efectos de la industrialización no podían sino hacerse sentir con fuerza tanto en los
centros más avanzados de Europa central, como Alemania y Austria-Hungría, como en aquellos de
desarrollo incipiente, como Rusia. En todos los casos, cualquier crisis económica que afectaba
fundamentalmente a la industria, llevaba a los empresarios a deshacerse de mano de obra y a
trasladar el problema social consiguiente, traducido en huelgas, a la resolución del Estado. La
burguesía capitalista, en aquellos países donde no participa del poder político, aunque lo condiciona
por su poder económico, delegará toda responsabilidad social en el Estado, quien deberá actuar
como árbitro entre las fuerzas del capital y del trabajo; arbitraje claramente favorable a los primeros
sobre los segundos.
Se equivocan al suponer que se trata de hombres con 'conciencia de clase' y que, en virtud
de ello, sólo cabe enfrentarlos a ellos, a los sindicatos y a los grupos intelectuales que se dicen sus
¡Error!Marcador no definido.
representantes.
Bismarck es tal vez quien más se acerca al plano de las soluciones, sin que ello suponga
que comprenda el significado de este nuevo conglomerado social desarraigado. Pero puede advertir
que ante sus reformas sociales cede aquel enfrentamiento que parecía producto de una postura
ideológica; puede advertir que tal 'conciencia de clase' no existe, ya que bastaría que el Estado
cumpliera su rol natural de defensor del 'bien común' y permitir la inserción de esta nueva clase en el
conglomerado social.
Los sindicatos quedarán también paralizados frente a la avalancha reformista, pues las
reformas sociales exigidas no sólo respondían a una realidad, sino también al juego de la
Socialdemocracia alemana que buscaba confrontar con un régimen político cuyos valores no puede
compartir por su particular idiosincracia. Con un hábil golpe de mano ha arrancado a los intelectuales
el lema de las reivindicaciones.
Lo cierto es que la hábil maniobra social de Bismarck, que resintió sus relaciones con los
grandes industriales al transferirles obligaciones sociales, intentaba despejar el campo para la
política exterior (de alianzas) que había concebido el canciller. Los problemas sociales, fruto de las
crisis cíclicas, no tardarían en aparecer.
El nuevo sector social integrado por el obrero industrial, cada vez más dependiente de sus
gobernantes directos, los empresarios, aparecía como un natural enemigo de la Monarquía a la que
identificaba con los poderes opresores, en tanto, por otra parte, ésta transigía ante la fuerza de la
industria, condicionada como estaba por la carrera armamentista.
Las desinteligencias entre Bismarck y el nuevo emperador de Alemania Guillermo II, de-
terminaron su renuncia en 1890, en la cual puntualizaba: la necesidad de preeminencia absoluta del
Presidente del Consejo de Ministros prusiano sobre los demás ministros, y las buenas relaciones con
Rusia"(Bismarck, 166), precisión esta última necesaria, pues se conocía la simpatía de la política
antirrusa del emperador.
Bismarck pergeñó una política interna e internacional cuya trama expresaba al mismo
tiempo el temor y el desprecio que por igual sentía ante los intereses industriales y su sutil tarea
depredadora del orden monárquico y la presión socialista. Ambos contrapoderes se complementaban
a la hora de destruir el 'principe monarchique', en tanto para unos éste resultaba la presencia de un
pesado lastre moral impropio para la época y, para los otros, algo ininteligible, en tanto, planteaban
las soluciones político-institucionales llevados por la utopía revolucionaria que nada tenía que ver
con los poderes consagrados ni con el principio de la legitimidad de los príncipes. Bismarck nunca
participó de los modelos culturales y políticos de la burguesía y siempre recordó, frente al so-
cialismo, la imagen de los sans culottes.
Friedrich August von Holstein fue quien aconsejó al emperador en materia de política
internacional, imprimiendo a ésta el carácter belicista y anti-ruso que captaba cada vez más segui-
dores dentro del Imperio. Por otra parte, el ejército resultaba un importante factor de poder en este
sentido, del cual constituía un autorizado vocero el conde von Waldersee.(Cf. Bismarck, 165)
Con el reinado de Guillermo II se advierte dentro del ejército y de la nobleza alemana que lo
conforma, un decidido cambio de frente, caracterizado, ya no por afianzar la seguridad europea a
través de las alianzas tradicionales, sino volcado hacia una política de confrontación sustentada y fo-
mentada por poderosos intereses económicos con significativos excedentes de capital y aumento
creciente de la producción de armamentos de poderosos carteles como los Laurahütte, Augusto
Thyssen, Krupp, dotados de un número de obreros que para 1907 ascendía a 1.250.000. (Vázquez
de Prada, 219-s.; Cf. M. Richonnier, La metamorfosis de Europa, p. 72)
El vocabulario del káiser denuncia que sus intenciones se entroncan con un espíritu heroico,
con una concepción metafísica de la Monarquía,que nada tiene que ver con el utilitarismo
parlamentario que envolvía a Europa.
Importa precisar que la actitud heroica, tan exaltada por Carlyle en On Heroes y por Ricardo
Wagner en Tanhäuser, comenzó a traducirse en un "nacionalismo patriótico" que condujo a la
exaltación de la guerra, según palabras de Treitschke, como "único remedio para las naciones
dolientes", considerando que quedaba reservado al Estado el rol de pedagogo de la violencia. (Cf.
"Heinrich Treitschke, Selections from Politics, p. 23, ap. J. Randall, La formación...; E.
Cassirer, El mito..., 222-264).
Sus palabras se insertan dentro del tradicional espíritu metafísico de que se alimenta la
Monarquía, destacando que un monarca constitucional lo es por la «gracia de Dios» y no por la
decisión del Parlamento, pues serlo por obra de éste supondría aliviar el peso de las
responsabilidades a la hora de dar cuenta por los actos cometidos en nombre de la Nación.
Esta propiedad del carisma, supone un "poder excepcional, sobrenatural y divino", y que en
algunas instancias discursivas, recuerda el origen guerrero de los reyes, es decir, evoca el "heroísmo
carismático."(M.Weber, Estructuras..., 99; 81-s.)
Este sentido de responsabilidad de los actos de gobierno, que supone considerar al monarca
como único destinatario de los efectos que devienen de los hechos acometidos por el Estado y hacia
quien deberán converger todas las consecuencias y, no aludir a la anacrónica teoría del Derecho
Divino de los reyes, por otra parte ausente del Derecho público alemán, revisten la alocución del
káiser, cuando afirma en Königsberg en 1910: "Aquí fue donde mi abuelo colocó sobre su cabeza,
por propio derecho, la corona de rey de Prusia, mostrando con ello una vez más de modo preciso,
que ella le era dada sólo por la gracia de Dios y no por parlamentos, asambleas nacionales o
plebiscitos[...] Considerándome como instrumento del Señor [...] prosigo mi camino." (de los Ríos,
La responsabilidad..., 138)
Recuérdese que Federico Guillermo IV había rechazado la Corona ofrecida por el Parla-
mento de Frankfort, porque tal ofrecimiento adquiría un contenido democrático o espurio, ajeno a la
legitimidad.
Como en Alemania todavía existía una barrera que impedía el acceso al ministerio a los sec-
tores burgueses, era necesario que éstos presionaran de manera indirecta. Más trabajosa, pero no
menos eficiente, resultaba la labor de estos hombres tan acostumbrados a mutar según lo ordenaran
las circunstancias; más trabajosa, evidentemente que en Francia, donde Luis Felipe llega
acompañado al gobierno en 1830 por el banquero Lafitte, o como en Gran Bretaña donde desde las
últimas décadas del 800, los gobiernos, tanto liberales como conservadores, ayudaron abiertamente
a distintas industrias colaborando en la apertura de nuevos mercados, de forma que tanto el ministro
Palmerston como Gladstone fomentaran abiertamente la instalación de regímenes liberales en el
Continente, siempre más maleables a la hora de permitir la injerencia de las empresas por ellos
favorecidas, en los asuntos políticos manejados por los verdaderos gobernantes, es decir, los
ministros de los reyes. En una crítica de Lloyd George a la política imperialista británica personifi-
cada por el Secretario Colonial, Joseph Chamberlain, afirmaba: "«cuanto más el Imperio se expande
tanto más hacen negocios los Chamberlain»". "La gran industria metalúrgica de Nettlefods estaba en
manos de la familia Chamberlain." (Victoria, 46 y 45)
Qué mejor suelo para el socialismo rampante que el de un dilatado Imperio multinacional,
donde a los agudos problemas sociales derivados de la arcaica estructura agraria, se incorporaba
abruptamente la industrialización, todo ello bajo la férula de monarcas con absoluto poder de
decisión, pero donde cada vez más confrontaban una nobleza partidaria de reformas liberales con
otra arraigada en el viejo estilo y apoyada por la Iglesia ortodoxa, y donde dentro de la misma ofi-
cialidad noble se hacían sentir estas discrepancias, donde el nacionalismo unido al belicismo crecía
entre ciertos sectores eslavófilos de la intelectualidad (Belinski y Herzen), mientras que otros,
occidentalistas (Dostoievski y Tolstoi), alertaban sobre el "relativismo moral, el fantasma de la anar-
quía, el caos del crimen!" (Hauser, III, 172)
(27/10/94) Una figura que en Occidente se asocia con la Monarquía rusa es la Autocracia,
herencia bizantina que se identifica con lo que puede denominarse modernamente voluntarismo
político, lo cual, cuando de Monarquía se trata, destaca especialmente el carácter trascendente y
omnisciente de la autoridad del monarca de una forma no implementada en Occidente, aun cuando
sí presupuesta, de allí su inserción dentro de la ceremonia de coronación, por medio de la cual el rey
se convierte en tal Dei gratia; fórmula proclamada como ley por el emperador Justiniano.
Conciente del singular momento histórico que le tocaba afrontar, inédito en la historia de la
Humanidad, y aun contra lo que la prudencia aconsejaba, Nicolás II prefirió mantenerse fiel a la
tradición de Ortodoxia y Autocracia, principios de tanto arraigo que serían continuados en noviembre
de 1917, aunque vaciando de sustento metafísico y de grandeza a tales principios, trasmutándose la
ortodoxia religiosa en ortodoxia socialista y la autocracia del Zar en 'dictadura del proletariado'. (Cf.
V. Massuh, La libertad y la violencia, 124-131).
En este sentido y, en relación con los acontecimientos de 1848, el zar Nicolás II desarrolló
una ofensiva interna tendiente a descubrir las células revolucionarias que sabía actuaban en el
Imperio.
Las ciudades, sobre todo Petersburgo y Moscú, comenzaron a reflejar una fisonomía
diferente, no sólo dada por los siervos liberados que ingresaban en las industrias, sino por aquellos
que buscaban beneficiarse de las reformas educativas introducidas por el zar. Así muchos de ellos
pasan a conformar una pequeña burguesía y participan de la burocracia de funcionarios. Nace
entonces una clase media que hasta entonces no existía en Rusia y "que dará lugar a una élite
pensante: la intelligentzia." Junto a ella y, en proceso de aburguesamiento, se encuentra una
"nobleza empobrecida y desplazada."
Nos importa subrayar que, como los monarcas de Europa Occidental, también los príncipes
herederos de la Corona rusa, son sometidos a una cuidada educación; durante el reinado de
Alejandro II y, durante un tiempo, Dostoievski revistará entre los preceptores del zarevich.
Las reformas agrarias y militares producidas por el zar atrajeron la resistencia de la nobleza
y del ejército. Al mismo tiempo, un sector conocido con el nombre de nihilistas (integrado por
socialistas y anarquistas), disconformes con la política prescindente del zar en materia de reformas
sociales para los obreros, inaugura una forma de protesta desconocida, la cual se tradujo en
atentados, particularmente virulentos entre 1878 y 1882. Se efectuaron cuatro atentados contra el
zar que en todo momento demostraron el desconcierto del gobierno, el cual no supo dar respuesta
adecuada, siendo el monarca asesinado el 13 de marzo de 1881.
(6/11/94) Entre 1884 y 1891 se extendió el reinado de Alejandro III, quien en el plano
internacional se vio sorprendido por la actitud del káiser Guillermo II tendiente a dar una orientación
pangermánica al Imperio y a privilegiar el Tratado de la Triple Alianza que lo ligaba al Imperio austro-
húngaro, el cual ambicionaba extender su dominio sobre los Balcanes, que siempre había sido un
objetivo ruso.
Alejandro III, conciente de las dificultades internas que acosaban a su Imperio, así como de
la presión que los factores de poder internacionales; por un lado, la fuerza avasalladora del
capitalismo moderno y, por otro, las fuerzas deletéreas del Socialismo que se agitaban intensamente
sobre Rusia, pero que afectaban y comprometían, en conjunto, la estabilidad de las monarquías
históricas, determinaron al zar a no dudar en la necesidad de fortalecer y renovar su alianza con
Alemania, coincidiendo con Bismarck en la necesidad de preservar, por sobre cualquier otra
consideración, el ya debilitado principio de la legitimidad; principio de política europea que Bismarck
buscaba fortalecer, salvando en sus grandes líneas la orientación que había impreso la Alianza
europea, persiguiendo evitar cualquier confrontación armada.
A partir del reinado de Guillermo II, Alemania inicia una política de distanciamiento con
Rusia, quien presionada por capitales franceses, que habían comprado los bonos de la deuda
pública rusa, y por otra parte, revocado por voluntad alemana el pacto de alianza, determinaron que
el zar se aliara, venciendo la repugnancia que le inspiraba el régimen republicano, con Francia.
(8/11/94) Durante el reinado de Alejandro III, contra quien se cometieron dos atentados
fallidos, se asiste al desarrollo de acciones combinadas, tanto desde el ámbito de empresarial
burgués, fundamentalmente extranjero, como de los sectores sindicales que actúan de consuno con
campañas de agitación implementadas desde el exterior. De allí que durante el reinado de su
sucesor, Nicolás II (1894), se asista al desborde de todas estas fuerzas, sin encontrar en el gobierno
imperial una respuesta rápida y adecuada en relación con los intereses en pugna.
No parecía posible dentro de una sociedad construida sobre valores de marcada ortodoxia,
responder con fórmulas extraídas de la parafernalia de la mecanización industrial, verdadera caja de
Pandora que libera situaciones conflictivas, sólo controlables efectivamente por quienes participan
del nuevo espíritu especulativo y mecanicista creado por la industrialización. Una sociedad que
asiste impávida al gigantismo urbano-industrial, que para la década de 1910 cuenta con los centros
de concentración obrera más grandes del mundo, donde el 41% de los obreros trabajan en fábricas
que albergan a más de mil trabajadores cada una, proporción que sólo en un 17% se daba en
Estados Unidos. (O. Landi e I. Cheresky, «La Revolución rusa», en SIGLOMUNDO, nº 35, p. 26)
(Cf. León Trotski, «Particularidades en el desarrollo de Rusia», Historia de la Revolución rusa,
AP. Crónica ilustrada. La Rusia Zarista, p. 21).
Este sentido mecanicista del valor del tiempo, del que es expresión tanto el capitalismo,
como su consecuencia, el Socialismo, rasga el carácter de la sociedad agraria para el que los ciclos
de la naturaleza no resultan algo aleatorio, sino algo intrínseco y consustancial a ella. Tal concepción
del mundo conmociona, más aún, en una sociedad como la rusa, cuya impronta cultural continúa
siendo rigurosamente jerarquizada, cuyo pivote lo constituyen tres fuerzas (clero, nobleza, campesi-
nos) de las cuales el zar actúa como fuerza ordenadora; guía infalible que se traduce en el poder
autocrático que ostenta y que se renuncia a abandonar, porque hacerlo supone despojarse de la
responsabilidad social que la tradición le ha asignado.
Y así como el artista de la época, en Occidente, parece no encontrar tema que lo conmueva
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en su sociedad y se refugia en representaciones de culturas antiguas o primitivas (Gaughin), o en la
angustia del mundo dinerario que los margina, y anticipa literaria, plástica o musicalmente
estructuras geométricas, cerradas, alejadas de toda pregnación natural; expresión intelectual,
lenguaje simbólico, que levanta una barrera inaccesible que lo incomunica socialmente, al
desaparecer todo código relacional. Ese lenguaje despojado que hacia 1900 definirá plenamente al
cubismo, lenguaje sin tiempo ni espacio que encontrará versiones singulares también en Rusia, del
que resulta expresión relevante el suprematismo de Malevich, figura malograda luego de la
Revolución rusa y por ella, a la que adhirió en un comienzo. Pero también se destaca la figura de
Vasily Kandinsky, precursor aislado de un género pictórico (expresionismo abstracto) recién
continuado en 1945 en Estados Unidos, en el que el artista observa el "triunfo del irracionalismo
oriental y nórdico sobre el racionalismo artístico de Occidente, explicando su obra como «expresión
en gran parte inconsciente, espontánea, de carácter interior, de naturaleza no material (es decir,
espiritual)»"(Arte abstracto y arte figurativo, p. 21).
Su obra expresará esa tradición rusa de mitos y fábulas, recuperará las tradiciones
populares, en cuanto nacionales; revalorizará el mundo campesino, los trajes tradicionales, sus
edificios característicos aún no reconstruidos según la moda francesa. Su obra se identifica con una
tradición que se reconoce vigente, donde aflora el sentido místico, aquél que el orden monárquico
contribuía y se obstinaba a preservar, no obstante, el aluvión innovador que desde Occidente se
infiltraba a través de distintas vías de penetración. (Cf C. A. Quintavale, «Kandinsky», en Maestros
de la pintura, nº 63)
No obstante, ya desde fines del reinado de Alejandro I y hasta 1910, época que podría
denominarse «Siglo de Oro» ruso, las nuevas ideas liberales habían encontrado prosélitos en la
sociedad rusa, los cuales, hombres de la nobleza y de una incipiente burguesía, objetaron la
Autocracia así como postularon una Monarquía Constitucional, de acuerdo con los principios que se
agitaban por la época en Occidente.
Tolstoi será uno de los críticos más acérrimos del accionar represivo del gobierno y lo será
porque sólo concibe la violencia en manos de los revolucionarios, de aquellos que persiguen la
disolución del orden tradicional al que él busca perfeccionar, pero no destruir. De allí, que no
condene explícitamente el asesinato del zar Alejandro II y, en cambio sí, se oponga enérgicamente a
que el zar aplique la pena capital a los culpables del magnicidio.
La actitud criminal es, para Tolstoi, algo consustancial de los grupúsculos intelectuales que
sólo persiguen la destrucción del 'orden monárquico', que es el de la 'Santa Rusia', pero no
corresponde al gobierno emplear los mismos métodos.(Cf. Tolstoi, p. 137; Hauser, II, 193-s.)
Crítico del gobierno y de la Iglesia ortodoxa, también lo es de los intelectuales, pues rechaza
el "iluminismo social de la intelectualidad", de allí que en la revista pedagógica «Iásnaia Poliana»
sentencie que "no eran los campesinos quienes debían aprender a escribir de los intelectuales, sino
éstos de los campesinos." (Tolstoi, p. 124)
Defensor del derecho de los campesinos a gozar de la propiedad privada, consideraba que
la plena realización de la vida debía observarse en el campesino ruso integrado en el mir
(comunidad agrícola), y no en la industrialización que era para él sinónimo de Perversión, una
depravación de la naturaleza humana, algo contra lo que se opuso de todas formas."(Tolstoi, p. 115)
En relación con la noticia sobre la condena a muerte de revolucionarios en 1908, "en Rusia
[...] donde hasta hace muy poco la pena capital no estaba reconocida por las leyes", comenta el
autor: "Por mucho que os empeñéis en ahogar en vosotros la razón y el amor comunes a todos los
seres humanos, no por eso dejaréis de llevarlo en vosotros". Considera que el gobierno no puede
actuar como los "revolucionarios", es decir, cometer «atrocidades», «crímenes horrendos», practicar
"la mentira, el espionaje, el engaño, la propaganda más mendaz y descarada", que es lo que "hacen
ellos." («No puedo callarme», en "Literatura de dos décadas", SIGLOMUNDO (Biblioteca de
Literatura y Ciencias Sociales, p. 9, 15)
Considera que la actitud del gobierno hace cundir la "depravación" "entre todas las clases de
la sociedad rusa", pues son "aprobadas y enaltecidas por diversas instituciones inseparablemente
relacionadas en el espíritu de la masa con la justicia, y hasta con la santidad, a saber: el Senado, el
Sínodo, la Duma, la Iglesia y el Zar." (Ib., p. 12)
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De allí que sobre todo por ser conciente de las diferencias entre la Monarquía rusa y las de
Occidente, y no sólo por su debilidad, se inclinaran por una Monarquía Constitucional, como una
manera de preservar a la Monarquía de las convulsiones que ya durante el reinado de Nicolás II se
evidenciaban no sólo como peligrosas, sino como anunciadoras de un peligro inédito, del cual se
habían tenido pequeñas muestras en la Francia jacobina de 1793 y en la Comuna francesa de 1871.
Lo cierto es que el monarca y su consejo asesor, como ocurría en los Imperios centrales,
mostraban desconcierto frente a las situaciones de diversa naturaleza que veían aparecer en la
escena de la nueva Rusia. Pero si los fenómenos derivados de la industrialización enfrentaban a las
Monarquías constitucionales de Alemania y Austria-Hungría a situaciones difíciles de comprender
desde la óptica de la conformación social tradicional, mayor era el grado de incertidumbre que
sacudía a la Monarquía de los Romanoff, quienes debían hacer frente, por un lado a los reclamos
moderados de los sectores de la burguesía nativa y de los nobles liberales, también a una
intelectualidad nutrida por nobles, burgueses y oficiales del ejército que desde diferentes
perspectivas exigían reformas de estilo occidental, por otro, los grupos socialdemócratas, desde los
moderados (mencheviques) hasta los radicales (bolcheviques) que conspiraban a través de los
Sindicatos (L.Trotski, El arte de la insurrección, en EL PODER SOVIÉTICO, Teoría y
Documentos, p. 59) y con un sistema de propaganda eficaz, agregándose a ello, muchas veces en
acción combinada con los bolcheviques, el terrorismo desplegado por los nihilistas.
Pero esta actitud de la Monarquía, como bien lo apuntaba Tolstoi, terminaba afectando la
confianza tradicionalmente depositada en el monarca como padre de las distintas nacionalidades del
Imperio, al tiempo que reforzaba el accionar de los grupos revolucionarios radicalizados (bolchevi-
ques) que perseguían la destrucción de los fundamentos de la sociedad rusa, en tanto el gobierno se
identificaba cada vez con actitudes depravadas y no con los principios de justicia que hacían a su
esencia.
El año comienza con una demostración pacífica frente a la residencia imperial, presidida por
un sacerdote, en la que se solicitaba "protección" para los trabajadores, asegurándose fidelidad y
sumisión al zar, portando los manifestantes iconos y retratos del emperador y entonando himnos
litúrgicos. La intención aparente de la demostración era oponer otra forma de accionar, contraria a la
revolucionaria. Lo cierto es que la represión por parte de las tropas, derivó en una revolución que se
extendió no sólo por Moscú, sino también por ciudades polacas y bálticas.
Si bien, el zar contaría todavía con el apoyo de una fuerza militar cuya tropa se encontraba
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predominantemente integrada por campesinos, y estos tradicionalmente consideraban a la figura del
zar como «padrecito», aquel que garantiza «la libertad a los campesinos»; lo cierto es que dentro de
un clima de agitación permanente, donde los conspiradores contra la Monarquía buscaban con
insistencia hacer mella en el apretado tejido social de solidaridades de la sociedad agraria, los
errores cometidos agregaban elementos de preocupación para el gobierno.
El gobierno caía en los errores subrayados por Tolstoi, al responder con métodos propios de
los revolucionarios, evidentemente impulsado por el temor que generaban los documentados
informes de los archivos policiales que daban del número creciente de organizaciones clandestinas.
Pesadumbre, desolación, sorpresa frente a acontecimientos que, cuidadosamente planificados,
parecían protagonizados por seres de naturaleza distinta a la humana, se patentizan en el Diario de
Nicolás II, quien en relación con la manifestación frente al Palacio de Invierno, afirma: "«Día
doloroso. Serios desórdenes se produjeron en Petersburgo a causa del deseo de los obreros de
llegar hasta el Palacio de Invierno. Las tropas debieron abrir el fuego en muchos lugares de la
ciudad. Hubo muchos muertos y muchos heridos. │Señor, qué penoso y doloroso es todo esto!» "
(«Rusia 1: El ocaso de los zares», HISTORIA DE LAS REVOLUCIONES, nº 21, 500)
En tales circunstancias se produce el asesinato del gran duque Sergio, tío del emperador, y
asoma un peligroso indicio: el amotinamiento del acorazado Potemkin realizado en combinación
con una huelga general en Odesa.
Si a ello se agrega el descontento reinante entre vastos sectores de las élites ilustradas debido a la
derrota frente a Japón y a la insistencia de los sectores moderados de la nobleza y la burguesía
sobre la necesidad de introducir reformas para evitar las graves amenazas que, según su visión, se
cernía sobre la vida de la Monarquía, llevaron al zar a otorgar el 26 de abril de 1906 una
Constitución. Quedaba conformada una Monarquía Constitucional, introduciéndose el concepto, tan
caro a la normativa racionalista gusta denominar, de sistema de Gobierno responsable, a cuyo frente
el zar colocaría un primer ministro. Solución institucional criticable desde ciertos sectores, adheridos
a la ortodoxia parlamentaria, así, como resultaba de rigor, por las diversas expresiones del
Socialismo. Régimen gubernativo, por otra parte, cuyas características, excepción hecha de la
autoridad moral que envuelve a la autoridad de un monarca, apenas diferían del modelo presidenci-
alista norteamericano, dado el vigor del poder ejecutivo.
Se creaba al mismo tiempo la Duma (Parlamento), compuesta por dos Cámaras, al tiempo
que aumentaba la cantidad de miembros del Consejo de Estado.(Cf. M. García Pelayo, Derecho...,
573-s.)
(13/11/94) ¿Qué eran los Consejos de Estado?. Eran "organismos pluripersonales de carácter
consultivo, que por expresa delegación del monarca están investidos de una serie de competencias
administrativas, actuando también, algunos de ellos, como órganos jurisdiccionales." (F.BARRIOS,
LOS REALES CONSEJOS, p. 45).
Como ocurre en todos los regímenes monárquicos los Consejos siempre existieron, pero sus
funciones no se encuentran prolijamente anotadas y descriptas como quiere el criterio sistémico
racionalista. Lo cierto es que para los integrantes de dicho Consejo su nombramiento constituía a la
vez un honor, pero también una suma responsabilidad, en tanto depositarios de la confianza regia, y
porque por su naturaleza sagrada el rey «nunca puede obrar mal»: "C'était là le paradoxe de la
royauté, l'union mystique du peuple et de son roi que le rite du sacre, précisément, célébrait comme
un mariage à chaque nouvel avènement."(M. Valensise, ANNALES, 544)
Todo orden monárquico de la sociedad, supone además del Consejo de Estado, la existencia
de poderes intermedios (fundamentalmente el clero y la nobleza por constituir los apoyos naturales
del régimen), que operan como elemento de contralor respecto de la actuación del monarca y de su
Consejo. Ellos constituyen el cedazo que, como los lores británicos, evaluando lo actuado por el
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gobierno, recomiendan la ejecución o no de determinada resolución real. Con esto se quiere
significar que los Decretos Reales no resultan de la actitud descuidada o caprichosa de un monarca,
que de actuar de esta forma quedaría suspendido en sus funciones de acuerdo con las Leyes
Fundamentales del Reino, pues ya no se podría hablar de monarca sino de tirano, ni tampoco
dependen de la mayor o menor inteligencia del soberano, a quien se considera "como humanamente
imperfecto, sujeto perfectible mediante la educación." (V.Palacio Atard, Sociedad estamental, p.
21)
Al perfeccionar el Consejo, Nicolás II incorporó junto a los miembros nombrados por él, a
"representantes electivos de la Iglesia, de las asambleas provinciales, de la nobleza, de las
Universidades, de la Academia de Ciencias y, asimismo, del comercio y de la industria, por un total
de 196."(Soglian, La revolución rusa, 62-s)
Las Cámaras de la Duma tenían derecho a dictar leyes, pero el zar se reservaba el derecho
de veto, pudiendo disolver la Cámara baja. Los ministros, nombrados por el zar, no eran
responsables ante el Parlamento, que podía votar mociones de censura. (Soglian, ib., 63)
No obstante las reformas para nada podían contener el aluvión revolucionario, favorecido
por diversas circunstancias.
Ante las primeras noticias de la derrota frente a Japón, el descrédito del gobierno se
agudizó, lo cual resultaba un triunfo para las células insurgentes, pues como bien apuntara Lenin «la
derrota del gobierno» redunda en «triunfo de la causa popular por sus consecuencias» ("Rusia 1: El
ocaso de los zares", HISTORIA DE LAS REVOLUCIONES, nº 21, p. 499).
Producida la conmoción de 1905, la débil burguesía rusa (Soglian, p.151), que por su
misma debilidad era fiel partidaria de la Monarquía Constitucional, en unión con sectores de la
nobleza liberal, expresó la necesidad de evitar cualquier intento que derivara en el republicanismo o
en las derivaciones democráticas.
14/11/94 Aún para 1915, ni siquiera los bolcheviques, que no sólo acariciaban la esperanza
de su triunfo sino que además advertían sobre el terreno el avance de su táctica revolucionaria,
podían imaginar lo cercano que estaban de su triunfo. Menos aún podían prever las jornadas de
octubre de 1917, los sectores eslavófilos o tradicionalistas, aquellos partidarios de la Monarquía
Constitucional, como quienes se inclinaban por la República Parlamentaria.
Nadie ignoraba el peligro que suponía la conmoción social permanente, ni los descontentos
crecientes de significativos factores de poder constituidos por las fuerzas armadas; tampoco podían
ocultarse los crecientes rumores de golpe de Estado, propiciados por sectores liberales de la
Nobleza, por miembros de la burguesía rusa y por los poderosos empresarios extranjeros que
contaban con el apoyo indirecto de sus respectivos gabinetes; actitud vigorosamente impulsada
desde Francia y en medida menor desde Gran Bretaña.
Para la inmensa mayoría de las minorías reflexivas la solución pasaría por la abdicación del
zar en favor del zarevich y la consiguiente Regencia hasta la mayoría de edad de éste, convirtiendo
a Rusia en Monarquía Parlamentaria. Sectores menos representativos numéricamente preferían una
salida parlamentaria bajo la forma de República.
No eran pocos, sobre todo los grupos eslavófilos, marcadamente nacionalistas y defensores
acérrimos de una Monarquía que mantuviera intacta la prerrogativa imperial, los que centraban las
críticas al zar por continuar la alianza con Francia y Gran Bretaña, pues consideraban que allí se
gestaban muchos de los males que agitaban a Rusia, desde donde actuaban con impunidad las
células terroristas bolcheviques, también responsables de presionar económicamente al Imperio y
condicionarlo en su accionar político, al insertar a Rusia en una fase avanzada de la economía
capitalista, pero dependiente de centros de decisión foráneos que, al privilegiar los intereses de
sector y desinteresarse por las consecuencias políticas internas que éstos acarreaban, terminaban
envolviendo a Rusia en un torbellino de conflictos. Estos factores de poder eslavófilos estaban
interesados en recomponer las relaciones con Alemania rompiendo la Triple Alianza.
Por otra parte, la idea de que otra guerra, claro está, «pequeña y victoriosa», serviría de
elemento aglutinante de las distintas naciones del Imperio en torno al zar, al tiempo que permitiría la
cohesión de las fuerzas armadas, adquiría significativa fuerza entre los eslavófilos.
Esta idea de la guerra como solución a los conflictos existentes era compartida en casi toda
Europa por los grupos nacionalistas, como una forma de contener el deterioro del parlamentarismo,
visible desde 1880, y de atraer a las fracciones moderadas de los partidos socialdemócratas, que no
dudarían en aprobar una política belicista, en apoyo de la cual, y mediante un operativo publicitario
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adecuado, permitiría contar con adhesiones masivas de las mayorías silenciosas.
No obstante lo expresado, esta actitud belicista requiere alguna precisión. Aún a riesgo de
cierto esquematismo, podrían distinguirse tres sectores bien definidos.
Por supuesto, tanto los nombrados en segundo como en tercer lugar contarán con el
respaldo incondicional de los primeros, cuyo objetivo transita por una vía para la cual todo recurso es
válido, aún el despotismo, cuando se trata de salvaguardar y, sobre todo, de extender los beneficios
del capital.
En los Imperios centrales, donde existe verdadero poder gubernativo, es decir, donde el
monarca no vio recortada la prerrogativa regia, se advierten dos sectores nacionalistas bien
diferenciados.
Como Robespierre en su momento, también Lenin llamó a no dejarse encandilar por la voz
República, pues esta no difería de la Monarquía sino en la forma y, en cambio, llamó a luchar por la
Democracia, es decir, por la Dictadura del proletariado.
En este sentido, apuntará que la República tal como se conoce en Europa Occidental no
representaría nunca a "los soviets de diputados obreros, soldados, campesinos, etc.", quienes han
descubierto "un nuevo tipo de estado." Enseguida, sostiene: "El tipo más perfecto, más avanzado
de estado burgués es la república democrática parlamentaria: el poder pertenece al parlamento;
la máquina del estado, el aparato y los organismos de administración son los usuales: ejército
permanente, policía y una burocracia prácticamente inamovible, privilegiada, que se encuentra por
encima del pueblo[...] De la república parlamentaria burguesa es muy fácil volver a la monarquía (la
historia lo demuestra), ya que queda intacto todo el aparato de opresión: el ejército, la policía, la
burocracia [Esta República] estrangula la vida política independiente de las masas, su participación
directa en la edificación democrática de toda la vida del estado, de abajo arriba." (Vladimir I.
Lenin, «Las tareas del proletariado en nuestra revolución»[Proyecto de Plataforma para el
Partido Proletario, Petrogrado, 10 de abril de 1917], en EL PODER SOVIÉTICO, TEORÍA Y
DOCUMENTOS, P. 25-S.)
El jefe del Partido cadete, Miliukov, señalaba a sus seguidores, con anterioridad a la
abdicación del zar, sobre la necesidad de evitar cualquier ataque a la Monarquía, pues hacerlo
significaría permitir el triunfo de la Democracia, tanto más peligrosa la posibilidad dada la tensión
existente. Si ella se impusiera, ya no se trataría de "«una revolución»", sino de "«una atroz
sublevación rusa, insensata y despiadada. Sería una orgía de la chusma»" (Soglian, p.91)
En 1913 se cumplían 300 años del gobierno de la dinastía de los Romanoff, y frente a esa
permanencia de un régimen que hundía sus raíces en la ortodoxia, expresión viva de la religiosidad,
se desataban fuerzas combinadas que, encaramadas sobre los conflictos campesinos y, sobre todo,
en el desconcierto de amplios sectores de una sociedad urbana sumergida abruptamente en el
industrialismo, donde el campesino se trocaba en obrero, expoliado por factores de poder foráneos
que, con sus capitales presionaban y jaqueaban a la Monarquía; a todo ello, y lejos de constituir una
defensa honrada de los intereses de individuos despersonalizados que poblaban enormes
concentraciones fabriles, advirtiendo que la coyuntura ofrecía un espacio virgen para experimentar
teorías, cuyo triunfo significaría a sus predicadores el logro ansiado del poder («Opinión de M. Gorki
sobre Lenin y el ansia de poder», M.J.Lasky, Utopía..., 164-166) y, por ende, la conformación de
una oligarquía proletaria que, buscando asaltarlo, como en Occidente lo había logrado la burguesía
capitalista a través del régimen parlamentario, las diversas ramas del Socialismo, específicamente la
radicada o bolchevique, verdadera metástasis, de signo contrario, del padecimiento originario
burgués capitalista que sentó sus reales cómodamente ya hacia 1850, renegando de la tradición de
un pueblo, del orden monárquico que lo encarnaba, se lanzó a profundizar el descrédito que
envolvía al reinado de Nicolás II.
Dos códigos distintos, expresión de dos concepciones del mundo diferentes, se enfrentaban
de manera abierta. Uno era la expresión nueva, cargada de violencia que aspiraba a sacar rédito de
los problemas sociales de nueva data, generados por la industrialización. La táctica del emisor
revolucionario consistía en el golpe sorpresivo de fácil impacto en receptores desconcertados, cuyo
efecto se multiplicaría a la hora de las dificultades que la guerra no demoraría en acarrear.
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El código del Zar reproducía un modelo canónico, preceptuoso, pues él como muchos de
sus seguidores más intransigentes así como aquellos que constituían el sector del tradicionalismo
ilustrado, no advirtieron, sino demasiado tarde el alcance verdadero de la revolución en marcha.
En este sentido resultan clarificadoras las palabras del presidente de la Duma, Rodzianko,
en su telegrama enviado al zar haciéndole saber que la situación era de tal gravedad, que se había
hecho necesario establecer un Gobierno Provisional en Moscú. En estos términos se expresaba al
general Ruzhski, jefe del cuartel general del frente septentrional con sede en Pskov:
"«Evidentemente ni Su Majestad ni usted se dan cuenta de lo que está ocurriendo [...] La más
espantosa de las revoluciones se ha abatido sobre nosotros»" (Soglian, 156)
Los sentimientos del zar, intérprete del sentimiento popular, timonel de súbditos cuyos
destinos debía conducir, se basaban en una actitud pietista, religiosa, simbolizada por la humildad y
espíritu de servicio. Su estructura mental estaba en las antípodas de aquella hipócrita, calculadora,
maquiavélica, destructora, ajena al racionalismo gélido, que identificaba los postulados de quienes
sólo perseguían la toma del poder político. Para ellos resultarían den todo ininteligibles las palabras
del zar a la hora de su abdicación: "«Todo en torno mío es cobardía, engaño y traición»"(Soglian,
158)
El código revolucionario actuaba sobre un receptor pasivo, por tanto buscaba activar en él
los más primarios instintos, aquellos que exacerbados lo lanzaran contra el único poder que
verdaderamente podía ampararlos; contaban para ello con la despersonalización a la que la industria
condenaba a los obreros. Tenían a su favor la desesperación creciente, que se haría sentir con toda
su intensidad bajo los efectos de una guerra que no sería breve, para la cual el ejército se
encontraba mal preparado y que traería todas las consecuencias de un conflicto armado,
sobredimensionado por la naturaleza de los armamentos y por la prolongación ininterrumpida del
conflicto: baja de salarios, hambre, todo envuelto en la derrota militar, suficiente para robustecer el
discurso apocalíptico.(Cf. M. Richonnier, Las metamorfosis de Europa, 69-73; O.Landi, I.
Chereski, «La Revolución rusa», SIGLOMUNDO, nº 35, 25-42; SOGLIAN, 105-115)
Que la popularidad era una característica intrínseca a la Monarquía era algo que no
escapaba a quienes perseguían su reemplazo por la República democrática. Y el arraigo de la
misma no podía dejar de preocupar a quienes sabían que a poco de llegar al poder, estallarían las
luchas facciosas, más allá de las reacciones naturales que se harían sentir una vez aplacadas las
pasiones, que ellos habían llevado hasta el paroxismo.
En este sentido y ante la opinión del socialista Kerenski de que al pueblo ya no importaba la
Monarquía ni la dinastía, otro seguidor del socialismo, el historiador Melgunov, le señala que no está
dispuesto "«a admitir que la idea de la monarquía estuviera muerta en el corazón de doscientos
millones de hombres», pero reconoce que hubo fuerzas activas que mediante la táctica de las
«habladurías» sembradas en la capital lograron socavar y hasta destruir el «mito del poder zarista»,
sobre todo entre la «masa de soldados», los cuales temían que restablecida la dinastía les exigieran
responder de todo cuanto estaba ocurriendo.(Soglian, 163)
A poco menos de diez años de la revolución de octubre de 1917 que llevó al poder a los
bolcheviques, un nuevo régimen político se había asentado: el Gobierno Despótico descripto por
Montesquieu era superado por una patología que el filósofo francés no podía imaginar por su
perversa dimensión: se instauraba el primer régimen totalitario. La figura del déspota resultaba poco
adecuada a la hora de compararla con la nueva forma de gobierno, compuesta de una compleja
maquinaria, rigurosamente jerarquizada y que recibía el nombre de Partido Comunista.
Respecto de los términos empleados para su abdicación, Nicolás II, como todo monarca,
como padre de la Nación, acudió a la necesidad de conciliación nacional, de unión junto al nuevo
zar, y recordando el origen trascendente de su poder, solicitará la ayuda divina en la hora difícil.
Explicará, a su vez, la razón que lo determina a dejar de lado al zarevich en la sucesión:
"«Nosotros, Nicolás II, por la Gracia de Dios Emperador de Todas las Rusias, Zar de Polonia,
Gran Duque de Finlandia, hacemos saber a todos nuestros fieles súbditos: [...]
En estos días decisivos para la existencia de Rusia [se desarrollaba la Gran Guerra], nuestra
conciencia nos exige una estrecha unión [...] Esta es la razón por la cual, de acuerdo con la
Duma del Imperio, consideramos beneficioso abdicar la corona del Estado ruso y ceder el
poder supremo. No deseando separarnos de nuestro bienamado hijo, dejamos nuestra
heredad a nuestro hermano, el gran duque Miguel Alejandrovich, al que damos nuestra
bendición en el momento de su ascenso al trono. Le pedimos gobierne en perfecta unión con
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los representantes de la nación que forman parte de la asamblea legislativa, y jure servir a la
patria bienamada. Llamamos a todos los hijos de Rusia; les pedimos cumplan su sagrado y
patriótico deber de obedecer al zar en esta dolorosa situación nacional, y ayudarlo junto con
los representantes de la nación, a guiar al Estado ruso por la vía de la gloria y la prosperi -
dad. Qué Dios ayude a Rusia!
En este sentido, Rodzianko ordenó a los comandos militares de Pskov que no procedieran al
acto de juramento de fidelidad por parte de las tropas, pues "«tal vez la gente se hubiera adaptado a
la regencia del gran duque y a la subida al trono del zarevich, pero la coronación del gran duque
sería absolutamente inadmisible»" (Soglian, 159)
Si bien los integrantes del Gobierno provisional no dudaban de la precariedad de sus títulos,
el afán de poder no facilitó la salida al problema dinástico.
La Monarquía era el eje de la sociedad rusa, el elemento aglutinante de ella, de allí las
palabras de Miliukov: "«Si Vuestra Alteza rehuye el encargo, vendrá la ruina, porque Rusia habrá
perdido su punto de apoyo; el monarca es el punto de apoyo, el único punto de apoyo de la
nación [...] Si vos renunciáis, vendrá la anarquía, el caos, la sangre»" (Soglian, 161)
Ya para 1912, el industrial Putilov al lamentarse de que la suerte del zarismo estaba sellada,
afirmaba: "«El zarismo es el armazón de Rusia, el único baluarte de su unidad nacional.»" (Soglian,
166)
Palabras proféticas.
Miliukov resumía el pensamiento de vastos sectores de la sociedad rusa, aquella que había
asomado en las obras de Dostoievski y de Tolstoi. Sabía que el monarca forma parte de la
racionalidad afectiva del hombre, que constituye el guía infalible, puro, que de hecho cualquier
Gobierno sin el zar no es otra cosa que un barco librado a la deriva. La conciencia nacional se
resume en la persona del zar es, como diría Hegel, quien coloca el punto a la í de todas las
decisiones; resume el Estado; lo expresa.
«Una fuerte autoridad [es] esencial para la consolidación del nuevo orden,[el cual] exigía el
apoyo de un símbolo del poder al cual estuvieran habituadas las masas [...] Por sí sólo,
el Gobierno provisional sin monarca semejaba una barquichuela a la deriva, que podía ir q
pique en un océano de agitación popular. En tal caso el país correría el peligro de perder
completamente su conciencia nacional y caer en la completa anarquía, antes de que se
llevara a efecto la convocación de la asamblea constituyente, que el Gobierno provisional,
de ser abandonado a sí mismo, no llegaría a ver.»" (R. Browder-A.Kerenski, The Russian
Provisional Gobernament, 1917 (Stanford, 1961), ap. SOGLIAN, p. 161)
Miliukov era uno de los integrantes del Gobierno Provisional que, como otros integrantes de
las élites rusas influidas por las corrientes liberales que habían agitado a Europa hasta mediados de
siglo, aspiraba para Rusia una Monarquía parlamentaria o cuasi-parlamentaria. No tardó en advertir,
que no eran pocos los que desde el Gobierno o desde la Duma, sólo buscaban encaramarse en el
poder, persiguiendo consagrar un gobierno débil, ineficiente y faccioso por su propia esencia (la
República), para lo cual "«en lugar de formular objeciones de principio, se dedicaban a intimidar al
gran duque [...] Todo era mezquino frente a la importancia de lo que estaba ocurriendo.»"
Explica más adelante que no deshecha la posibilidad de riesgo que todos los que como él
opinaban y el gran duque podían correr serio riesgo; pero "«la partida que estábamos jugando -el
futuro de Rusia- tenía gran importancia, y debíamos correr el riesgo, por grande que éste fuera.»"
(SOGLIAN, 161-s.)
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las desinteligencias determinaron que el gran duque Miguel renunciara a sus derechos al
Trono, quedando establecida el 14 de septiembre de 1917, la República en Rusia. Ésta no pudo
hacer frente a los soviets de obreros y soldados dominados por el sector bolchevique del partido
Socialista, quienes "el 7 de noviembre asaltan el poder y establecen el sistema de dictadura del
proletariado."(M.García Pelayo, Derecho..., 576).
Surge a partir de entonces la concepción del Estado como fuerza puramente coercitiva. De
este modo, la comunidad sobre la que sustenta el Estado no es la nación o el pueblo en su sentido
amplio, sino la clase social y, por consiguiente, y en cualquier caso, no sirve al bien común, sino a
intereses parciales. (M.García Pelayo, ib., 577)
Insistimos una vez más que señalar las bondades de la Monarquía rusa, no supone en caso
alguno ignorar la imperfección que afectaba a la organización estatal ni desconocer la existencia de
ineficacia en la resolución de problemas que afectaban a amplios sectores de una sociedad,
imprevistamente industrializada.
En resumen,y como ya vimos, la base de la sociedad rusa es agraria, lo cual supone una
actitud de entrega ante la vida, de aceptación del sufrimiento por parte de quien se encuentra
relación con la tierra, que reconoce al Zar como padre protector como moderador frente a los nobles,
una sociedad que resulta sacudida por la entrada en acción de un elemento nuevo: el obrero indus-
trial. La abolición de la servidumbre da pie a que comiencen a desatarse un conjunto de
expectativas, hasta ese momento actuantes, salvo excepciones (diciembre de 1825), en un plano
intelectual. Recuérdese que el reinado de Alejandro II concluye con su asesinato.
Era Rusia para la mentalidad occidental de la época y, desde una perspectiva materialista
(tanto capitalista como socialista), en tanto Imperio económicamente conformado sobre bases
feudales, sinónimo de atraso y subdesarrollo.
Pese a estas consideraciones, puede afirmarse que entre 1825 y 1910, se desarrolla un
período proficuo en creaciones artísticas, pulverizadas luego que un nuevo régimen sumiera en
noviembre de 1917, destruyendo con ferocidad trescientos años de Monarquía. Lenin y sus
seguidores, conocedor de la ilegitimidad que acompañaba su poder, de la debilidad de sus títulos y,
en fin, temeroso del carisma que envolvía a los zares; sabedores él y sus acólitos que esa era
legitimidad originaria, consagrada, decidió en julio de 1918 el asesinato, "en un sótano de la casa
Ipatiev, en Ekaterimburgo", de las grandes duquesas Olga, Tatiana, María y Anastasia, del "zarevich
Alexis, el zar Nicolás y la emperatriz Alejandra, su médico y sus criados"(Bernard Lecomte [Paris,
L'Express], en La Nación, «Notas», 28/10/94, p. 9. Cf. TOLSTOI, 117).
¿Cuál fue la actitud de las Monarquías europeas frente a la revolución que puso fin a la
Monarquía rusa e inmediatamente culminó con el asesinato de la Familia Imperial?
La actitud adoptada por las Monarquías occidentales, demostró con claridad algo que
venimos afirmando a lo largo de este ensayo: los regímenes llamados monárquicos en Europa
Occidental sólo guardaban la forma de monarquía, pero su sustancia se había perdido. Los reyes
eran simples cautivos del Parlamento y, en tanto no gobernaban y de hecho carecían de
responsabilidad, su accionar resultaba nulo, cuando no cómplice.
Si bien el monarca, con la mención no condenatoria del Gobierno de los soviets, perseguía
congraciarse con un proletariado que intuía simpatizante con los hechos de Moscú, lo cierto es que
para nada resultaba imprescindible incluir tal referencia en su discurso.
Pero sí esta actitud pudiera incluso justificarse dada la instancia crucial por la que
atravesaba la Monarquía alemana, tanto más grave lo es la posición casi pasiva de aquellos países
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de régimen parlamentario bajo forma de Monarquía. Gran Bretaña pondrá en evidencia hasta dónde
puede comprometerse la dignidad de la Casa Real, hasta qué punto había enterrado la política de
principios, cuando el gobierno británico no autoriza al rey Jorge V, a conceder asilo a la Familia
Imperial rusa, en relación con la solicitud que en 1917 hiciera su primo, el zar Nicolás II. La negativa
al ser comunicada al zar con la firma del rey, lo convierte a éste en cómplice.
Concluida la Gran Guerra, los contrapoderes occidentales (aquellos que actuaban desde los
ministerios) así como los grupos de presión (representados por los sectores más virulentos del
Socialismo), lograron de consuno, aunque por motivos diferentes, destruir los únicos regímenes
monárquicos que se alzaban en Occidente; pero cupo a los primeros, la responsabilidad directa y
decisiva, pues los grupos de presión socialistas, que como bien afirmaba Lenin lo conformaban
"intelectuales burgueses"(Lenin, ¿Qué hacer?, Obras escogidas, I, AP. Massuh, 127), hubieran
sido contenidos solamente con haber evitado los aliados occidentales y, no forzado, la destrucción
del Imperio austro-húngaro, con la consiguiente disgregación de las nacionalidades al tiempo que,
con su negativa a negociar con las autoridades imperiales de Alemania, facilitaban el accionar de los
grupos de presión.
El Tratado de Versalles significó entonces para los intereses de la gran burguesía su primera
derrota, pues seducida por los beneficios venideros, sentó las bases de futuros enfrentamientos, para
cuyo fatal desenlace sólo mediarían veinte años.
La caída de los Imperios centrales resulta el ocaso, entendido como final abrupto de las
Monarquías, sin mediar crepúsculos, y ocaso como prolongado letargo en las Monarquías de
Occidente.
Si nos situamos frente ante estas dos obras de sensibilidad apocalíptica, donde sus autores
reivindican un crimen y se vanaglorian por mucho tiempo del mismo (tal el caso del asesinato de
Luis XVI en 1792 y el de Nicolás II en 1918), en ambos casos advertimos enseguida la involución
política operada.
Del seno del último tercio del siglo XVIII nacían las dos versiones de un régimen político, la
República o Democracia que, bajo modalidades contrastantes, suponía el encaramarse de
poderosas oligarquías que se consolidarían durante el siglo XX bajo dos grandes formas de
despotismo, ya individualista-burgués, ya comunista-proletario, es decir, capitalista y comunista,
alambicada en su acción destructora del hombre, la primera, despótica y feroz, directa y más
primitiva en sus procedimientos, la segunda. Una derivada de la experiencia norteamericana, vertida
bajo la forma de sistemas parlamentarios en Europa, la otra, hija de la experiencia de la República
jacobina francesa de 1793.
A poco de iniciada la gesta aliada, que requería ser continuada manteniendo la fidelidad a
los principios de la legitimidad, por lo menos lo sustancial de estos, en tanto los mismos resultaban
inconvenientes para el espíritu mercantil de la burguesía triunfante, se los enfrentó de manera
abierta o soterrada. De esta forma, los intereses de la industria y de la banca que, con sus pingües
ganancias permitían garantizar la buena marcha de los Estados (cuyos ministros ya en Europa
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Occidental sabían captar los guiños de sus mandantes), lograron también tomar posiciones
estratégicas dentro de los Imperios centrales. Allí, sobre todo en el Imperio austro-húngaro y en el
Imperio alemán, por caminos más sinuosos pero no menos efectivos, fueron condicionando
lentamente la autonomía de los monarcas constitucionales, convirtiéndose en figuras indispensables
para la puesta en marcha de aquellas políticas que requerían de grandes inversiones. Esto
acentuado, sobre todo en una época en que ningún país se conformaba con depender de la actividad
agrícola.
Finalmente, a partir de 1871 con la unidad alemana, el principio de legitimidad sufría una
fractura importante, reforzada posteriormente con el alejamiento de Bismarck del gobierno alemán y
la política extra continental impulsada por el káiser Guillermo II.
Esa especie de Liga de naciones que había querido ser la Santa Alianza quedaba en el
recuerdo; la política de principios, el orden monárquico, sucumbía. Frente a los Imperios centrales,
aparecían entidades que, bajo el rótulo de Monarquía, ocultaban sin demasiada preocupación por
guardar apariencias, regímenes oligárquicos o, lo que es lo mismo, esas formas tóxicas que hoy
tanto se ponderan, llamadas republicanas o democráticas.
Francia, República desde 1871, no escapa a estas consideraciones, pues los mecanismos
institucionales y, quienes los accionan, forman parte de las mismas oligarquías industriales y
financieras que a través de una trama compleja de intereses logran imponer sus criterios a los
Gabinetes ministeriales. Por otra parte, Francia resulta el referente obligado para quien quiera
comprender el deslizamiento de la política de principios hacia el pragmatismo, más allá de ser los
británicos los padres de la criatura, que Francia se encargaría de alimentar.
Desde diversos sectores del saber, ciertos círculos intelectuales (específicamente filosóficos
y literarios) denunciaron tempranamente los efectos destructivos que las concepciones materialistas
del pensamiento suponían para el futuro del hombre. Aparecían por entonces las primeras
reacciones frente al pensamiento surgido del seno de la sociedad industrial, y, en tal sentido,
constituían una respuesta a las reflexiones de Augusto Comte, quien expulsó del campo del saber
toda expresión que no encuadrara dentro de los límites del método de las ciencias físico-
matemáticas. El pensamiento comtiano introduce el Positivismo, que adoptaría una orientación
biologicista darwiniana en la producción de Herbert Spencer, quien aplicó el concepto de 'mutación' y
de selección de las especies al campo de las ciencias sociales.
Por otra parte, el accionar de los elementos moderados del Socialismo enrolados en los
partidos socialdemócratas, quienes intentarán salvaguardar al nuevo conglomerado humano
producto de la "Revolución Industrial", a través de la participación en los Parlamentos para obtener
reformas laborales (fruto ellos mismos de una concepción mecanicista del mundo), en momento
alguno perseguirán desmasificar a esos hombres desclasados, convertidos en seres anónimos y sin
alma, desarraigados de "la seguridad social y aún material que a menudo da a sus miembros una
comunidad rural en la sociedad tradicional", una sociedad agraria que, más allá del nivel de vida
miserable que pueden proporcionar, asegura "un status de honorabilidad social" y, de suyo, un
sentimiento de pertenencia.(W.KULA, «Investigaciones comparativas sobre la formación de la
clase obrera», ESTUDIOS MONOGRÁFICOS, NRO. 9, p. 11, 6)
Por lo pronto ya se había logrado desvincular el mundo rural del urbano, es decir, todo
contacto con el sentimiento de pertenencia, de seguridad, de valoración de lo permanente, toda
relación directa con una Naturaleza cuya inclemencia obligaba a agudizar la inteligencia para
contrarrestarla. El tiempo de las cosechas, la dureza de la vida campesina, la oración salvadora del
alma, el sentido jerárquico de la sociedad, necesario para asegurar el equilibrio de la misma; todo
había sido cuidadosamente desmontado. El obrero era el ser desarraigado, receloso; campesino
empobrecido al que los cantos de sirena de los dueños del capital atrajeron hacia la gran ciudad y
capturados, se convirtieron en «mano de obra», siempre renovable, quien lentamente incorporará la
noción de "tiempo asalariado" (Kula, p. 9)
No por acaso, los partidos socialistas, como metástasis del capitalismo, se oponían a
cualquier resabio de Monarquía, es decir, a cualquier expresión política que exaltara los valores del
hombre, y no dudará en proponer como única opción válida la solución republicana, o como ellos
prefieren señalar, levantar una Democracia, pues resulta la forma de gobierno más apta cuando se
quiere encumbrar sin reparos un gobierno oligárquico; corrupto por definición, expresión de esa
sensibilidad apocalíptica de la cual el siglo aparecía como la mejor encarnación.
Respecto de la burguesía capitalista se siente segura pues ha logrado, con distinto ritmo y
bajo formas diferentes, desactivar a la Monarquía, la ha convertido en un barco encallado,
plenamente dotado pero inactivo, al tiempo, que lograba salvar la legitimidad política, de la que
siempre carece el régimen republicano, surgido, generalmente, de la irrupción revolucionaria.
«Masa», esa voz tan cara al Marxismo, como lo será la de «dictadura del proletariado»,
instrumentada abiertamente desde los inicios del 1900.
Gobierno de los Parlamentos versus Gobierno de las masas: dos ficciones de la era
industrial; ambos exaltan la democracia, para unos expresada por los representantes, para los otros,
por el accionar directo de los oprimidos que, en rigor de verdad, suponía la instauración por primera
de un régimen denominado Dictadura, que no era otra cosa que el encumbramiento de la oligarquía
socialista.
Pero si Europa Occidental entra tempranamente en una Edad de Bronce para pasar
lentamente, sobre todo luego de concluido el siglo en 1918, a una Edad de Hierro que continúa hasta
nuestros días, en cambio, los Imperios centrales se sumergen abruptamente en ella poco antes de
concluir la Gran Guerra al abrigo de los zarpazos de los factores de poder representados por los
sectores más radicalizados del Socialismo (de orientación bolchevique) y de la actitud cómplice de
las potencias vencedoras que favorecieron la desintegración del Imperio de los Habsburgo y
denigraron a la nación alemana.
Luego de la Primera Guerra Mundial puede hablarse, sensu lato para la cultura occidental y
sensu strictu, para la oriental, de una "cultura alambrada". Rusia verá destruido su «Siglo de Oro» a
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poco tiempo de producida la Revolución bolchevique; Alemania, verá condicionado su desarrollo
desde el alejamiento del káiser y los países surgidos del desmembrado Imperio Austro-Húngaro
iniciarán la largo época de oscurantismo en la que actualmente se encuentran.
Stefan Zweig recuerda en su biografía los notables sucesos culturales ocurridos en la Viena
de su época (la de Francisco José); recuerda a esa sociedad cosmopolita y a esas épocas "de mayor
apertura mental", que se movía dentro de "marcos institucionales civilizados". Luego los "nacionalis-
mos lo destruyeron todo y hoy pretendemos retomar por otras vías la tarea de demolición a través de
rebrotes de racismo, restricciones aduaneras y migratorias (recordemos que hasta la Primer Guerra
no existían pasaportes)." (Alberto Benegas Lynch (h), «El espíritu crítico», NOTAS, LA NACIÓN,
11/11/94, p.9).
ALGUNAS CONSIDERACIONES
(3/12/94)* Sobre el campesinado: En el ámbito geográfico europeo y hasta 1850 en Gran Bretaña,
y prácticamente hasta fines de siglo en el resto de Europa, pero fundamentalmente en el marco del
Imperio austro-húngaro y ruso, el agro constituye la base de la economía europea.
Dentro de esta economía el campesino constituye la urdimbre del tejido social, en el cual
nobleza constituye el vértice de la pirámide social agraria. En otros términos, el espíritu que anima al
mundo rural es el feudal, que supone para su efectivo funcionamiento la existencia de solidaridades
familiares dentro de una realidad concebida como cuasi estática, es decir, donde el cambio es un
elemento observado siempre con temor e incorporado con sumo cuidado.
Reglas de juego claras rigen esta economía de circuito cerrado y las mismas no excluyen los
enfrentamientos entre nobles y campesinos, cuando los primeros adoptan actitudes que los
campesinos libres, propietarios o arrendatarios, consideran abusivas.
Si bien los enfrentamientos suelen concluir con el triunfo de la nobleza, en caso alguno
autoriza a pensar que los campesinos buscan revolucionar el orden existente, y ello, porque se
privilegia sobre todas las cosas el principio de seguridad. La libertad, entendida según la teoría
liberal, resultaría una absoluta abstracción dentro de este mundo, pues libertad es un concepto, que
dentro de un mundo asentado en el concepto de las solidaridades familiares, no difiere de seguridad.
Un observador de la ciudad calificará como 'bárbaro' este modo de vida, pero no sólo el del
campesino, sino también el del noble.
La cultura rural se amasa con valores rígidos: se exige un férreo paternalismo, que en
términos liberales llamaríamos autoritarismo, por parte del noble local y, esto supone proteger y
castigar, de allí que toda rebelión no esté dirigida contra el castigo sino contra lo que se vislumbra
como abuso que hace peligrar el orden existente; la reacción violenta es el instrumento que le
recordará al noble cuál debe ser su función.
Seguridad no es un vocablo que pueda escindirse de libertad dentro del mundo rural; la
libertad está dada por la seguridad. De allí que las reformas que condujeron a la abolición de la
servidumbre, fueran recibidas con poco entusiasmo por los beneficiados, que en muchos casos
vieron en ello el comienzo de males futuros. Por eso el conde Tolstoi no consideró tal medida como
un símbolo de progreso, en cambio sí consideraba que debía marcharse por el camino de la reforma
agraria que permitiera a los campesinos acceder a la posesión de la tierra como ya se había
producido en la Europa Occidental, restringiendo o eliminando los latifundios.
No obstante, el discurso que Tolstoi plantea como una necesidad que requiere rápida
solución, se mueve dentro del marco temporal de un hombre que siendo un noble rural absorbe
también ciertos valores propios de la cultura urbana, de la que participa activamente. Este tiempo,
aun cuando se expresa en una época en el cual empieza a advertirse cierto temblor de la estructura
agraria tradicional, no es compartido por el campesino, para quien todo cambio, debe traducirse en
términos de reforma gradual.
Las conmociones que contribuyan a agitar al mundo rural son básicamente exógenas y se
relacionan fundamentalmente con la introducción de la economía capitalista (comercial e industrial);
esto explica porque en momento alguno se pone en entredicho la autoridad del emperador Francisco
José, ni tampoco, la del zar Nicolás II, por lo menos hasta 1910. En todos los casos la autoridad de
ambos emperadores es considerada legítima, incapaz de hacer mal; expresión última del orden
milenario.
De allí que, y esto resulta válido para toda Europa, de la quiebra del orden imperante en la
estructura agraria derivara la profunda crisis que asolará al orden monárquico y que conducirá a la
atonía del mismo en buena parte de los países de Europa occidental.
Éstos, comenzando por Gran Bretaña, ya para 1730 asisten a la primera concentración de
tierras en manos de la nobleza, pero a partir de 1845, quedan en manos de banqueros y capitalistas
quienes las adquieren como respaldo de su situación dominante.
Los monarcas de países como Holanda, Bélgica, Italia del norte, y estados alemanes como
Baviera, Nassau, Würtemberg, Hesse-Darmstadt, donde el campesinado defendió tenazmente a las
monarquías contra el invasor napoleónico, concedieron a éste las tierras en propiedad ya al concluir
la segunda década del 1800, evitando así las tensiones de regular intensidad que afectarían a ciertas
regiones de Prusia, Imperio austro-húngaro, por ejemplo Hungría, e Imperio ruso.
Es decir, en Europa central y oriental (Alemania oriental, los países eslavos medios (Polonia,
Bohemia, Moravia) y en Hungría el rey, los nobles, el clero y los campesinos libres son los
propietarios de la tierra.
En otras palabras, se evita alterar la estructura social tradicional de base feudal, evitando
para ello la inversión de capitales burgueses en la tierra.
En este sentido, en Prusia la servidumbre quedó abolida en 1848, como consecuencia de las
revoluciones que agitaban a Europa en esos momentos, pero fundamentalmente porque los junkers
habían comenzado a orientar la explotación agraria sobre bases capitalistas, para lo cual resultaba
más rentable arrendar las tierras y pagar salarios, que ocuparse del sostén de la servidumbre.
Dentro del Imperio austríaco, luego de 1848, si bien muchos campesinos no propietarios
pudieron adquirir la tierra en propiedad, no obstante, la mayor parte de la tierras de Hungría, Moravia
y Bohemia quedaba en manos de la nobleza.
En relación con el Imperio ruso, donde la servidumbre fue abolida en 1860, las tierras
pertenecían a la Corona y la Iglesia, manteniéndose de manera más riguroso el antiguo sistema
feudal. (Cf. V. Vázquez de Prada, I, 295-302 y II, 42-49)
Tal razonamiento que puede resultar adecuado para adornar un drama, busca escabullir el
análisis objetivo, pues pretende ignorar que el sector social conservador por excelencia de las
instituciones tradicionales es el campesino y que los muchas veces sangrientos enfrentamientos con
la nobleza, parten de la necesidad de mantener las bases tradicionales del orden existente, contra
las innovaciones que muchas veces ésta buscaba introducir. Por otra parte, como ya lo apuntamos
más arriba, ser libre significa para el campesino no vulnerar la seguridad.
La realidad ha demostrado que producida la gran convulsión que terminó con la Monarquía
de los Romanoff significó la destrucción del sistema comunitario que el campesino tanto se ocupó en
preservar.
Alterar el orden monárquico no supone, para los valores de la sociedad tradicional, vulnerar
una expresión meramente externa y aleatoria de la sociedad, sino destruir el cerebro de la sociedad
misma.
* Sobre la Nobleza: ¿De qué manera impacta el Capitalismo sobre las sociedades
europeas?.
La economía capitalista, explica Carlos Marx en el Manifiesto Comunista "ha roto todas las
relaciones feudales, patriarcales e idílicas. Ha destruido sin piedad los abigarrados lazos feudales
que vinculaban al hombre con sus superiores naturales y no ha dejado otro lazo entre hombre y
hombre que el mero interés y el insensible pago al contado. Ha ahogado en las heladas aguas del
cálculo egoísta el paroxismo de la exaltación piadosa, el entusiasmo caballeresco, la dulzura de los
hábitos campesinos [...] Ha despojado de su halo sagrado todas las actividades hasta entonces
reverenciadas y consideradas con piadoso respeto." (M.García Pelayo, Los mitos..., 91).
Habría que precisar que si el Capitalismo operó en ese sentido, el Socialismo exacerbó el
espíritu destructivo; el Socialismo es como la criatura del doctor Frankenstein, por él creada pero
independiente de él.
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Los pilares de la Monarquía, Nobleza y Clero, forjaron su derrota al asirse al carro del
vencedor, al que buscaron derrotar con sus propias armas, olvidando que carecían de la pericia para
ello. La Nobleza cedió al encanto de los negocios que tantos réditos proporcionaba a la burguesía
triunfante
Ciertos monarcas constitucionales, es decir, con poder de decisión en sus Estados (Austria),
ignorando o soslayando que la Nobleza no escatimaba oportunidades para concretar operaciones
comerciales o financieras y buscando fortalecer aun mas su posición no fueron ajenos a la tentación.
Fruto del endeudamiento del emperador Francisco José fue el título de barones que ostentó la
familia Rothschild.
El enfrentamiento con la Iglesia de Roma, llevó a ésta a tratar de salvarse reconociendo por
igual a todos los regímenes políticos que se levantaban en Europa, incluso a los republicanos a los
que tradicionalmente había combatido.
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INTERRUPCIÓN
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SEGUNDA PARTE
¿Pero qué es lo que diferencia esta ruptura de valores de otras que se venían dando a lo
largo de la historia?
Escala mundial o planetaria es el sintagma con que nos referimos al mundo occidental,
europeo y, por sus afinidades culturales (específicamente científica,industrial y tecnológica), con
América del Norte. Importa esta precisión porque si bien es dable observar la incidencia de la cultura
occidental en el mundo extraeuropeo (Asia y África) no se percibe una conmoción de valores de su
marco ideológico. Referimos al mundo extraeuropeo, sólo a efectos de efectuar un contraste, sin que
esto suponga el intento de desentrañar la singularidad de las culturas asiáticas y africanas, aunque
no desconocemos que la occidentalización no es ajena a las políticas implementadas, por ejemplo,
en países como Japón, Malasia y Singapur, así como en Egipto, Argelia o Sudáfrica, para citar
algunos ejemplos representativos,donde los modelos occidentales de vida ingresaron, aunque sólo
un estudio de dichas culturas permitirá conocer el alcance de dicha penetración cultural. No es
posible hablar del "mundo islámico", del "mundo africano", como entidades unívocas, porque sería
caer en una actitud cientificista, ya abandonada en los estudios actuales que en occidente se rea-
lizan al comparar la cultura europea con la de los países extraeuropeos. La fórmula "centro-
periferia"para explicar las diferencias existentes entre los países 'desarrollados', y aquellos
'subdesarrollados' de Asia y África (tomados como dos 'mundos' sin matices) resultan tanto
anacrónicos, en tanto empleo de una versión superada del método comparativo, así como falaz en
cuanto a sus resultados.
Retomando nuestro tema, hablar de escala mundial o planetaria es hacerlo de aldea global.
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LA ALDEA GLOBAL
La Politología utiliza este sintagma para referirse a la superación de las fronteras que
definían a micro-estructuras como el Estado-Nación y sus relaciones dentro de un espacio
geográfico acotado. La intercomunicación a escala planetaria, la internacionalización de los
conflictos bélicos, las redes económicas, el mercado comunitario de trabajo, el intercambio cultural,
mantiene las fronteras físicas pero las elimina subjetivamente.
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"El fin de la guerra fría, simbolizado por la caída del muro de Berlín, provocó en el mundo
entero múltiples manifestaciones de esperanza y hasta de entusiasmo". Pero esa alegría fue de
corta duración, "y lo que ha surgido en el panorama internacionales un generalizado espectáculo de
violencia, de confrontaciones, de extensión de la pobreza y el desorden, que no lleva visos de me-
jorar." (Arturo Uslar Pietri, "Una perspectiva sombría", en Notas, diario La Nación, 4/4/94).
Pitirim Sorokin, profesor de la Universidad de Harvard, participó del simposio que "se llevó a
cabo a comienzos de la Segunda Guerra Mundial para tratar de responder a las causas de la
catástrofe que amenazaba a la humanidad, y que engloba a enfermedades" que se traducen en "la
crisis de valores, propia de nuestro siglo, uno de los más crueles que ha conocido la historia." (Rafael
Squirru, "Idealismo e ilusión", en Notas, diario La Nación, 21/9/93).
Importancia de los ideales. Es muy difícil, por no decir imposible, encarar la vida con
nobleza y con heroísmo si se carece por completo de ideales. Todo se torna inmediatez." (Ib.)
"Lo ideal es aquello que nos invita a superarnos como personas; se trata de cumplir con un
deber íntimo de nuestra conciencia que nos empuja como al más humilde de los animales y de las
plantas a seguir avanzando en la evolución de las especies."
«Frente a "la nueva barbarie" que nos amenaza hay que elaborar un "nuevo pensamiento
político". ("Octavio Paz y un nuevo pensamiento político contra la «barbarie técnica»", Exterior, en
diario La Nación, 3/4/94, p. 2)
«Los hombres se enfrentarán en el siglo XXI a "la más grave amenaza de nuestra historia
desde el período paleolítico: la supervivencia de la especie humana. No pienso sólo en las terribles y
tal vez irreparables destrucciones del medio natural por la alianza de la técnica y el espíritu de lucro
del régimen capitalista, sino también en otros peligros: los avances de la biología genética y la
tentativa por 'manufacturar' -esta es la palabra- artefactos inteligentes. Nos amenaza una nueva
barbarie fundada en la técnica." [...] Respecto del liberalismo "aparte de haberse mostrado
impotente, por lo menos hasta ahora, para resolver problemas graves como el desempleo, no
responde a más de la mitad de las cuestiones esenciales de los hombres. El liberalismo nada nos
dice sobre la igualdad y la fraternidad. A mí no me satisface ni nunca me ha parecido un ideal de
vida el mundo que nos ofrecen las democracias liberales capitalistas." [...] Hay que elaborar un
nuevo pensamiento político" [...] El modelo político que nos presentan las sociedades desarrolladas
no es más que una versión degradada del ideal democrático." (Ib.).
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SEGUNDA PARTE
1) ¿Proponer como opción política para la Europa del siglo XXI una Monarquía Constitucio-
nal resulta un anacronismo? ¿Sería una actitud propia de nostálgicos de un pasado, enterrado no
sólo porque pasó, sino también por obsoleto? ¿Qué servicio podría prestar al hombre de la era
tecnológica?.
1) Algo que a primera vista puede resultar producto de la irreflexión es hablar genéricamente
de la restauración monárquica en Europa, cuando no son pocos los países europeos de Occidente
donde la forma de gobierno es esa.
Quien esto escribe es conciente de que actúa en contra de lo que muchas veces escribió en
relación al peligro de las seductoras generalizaciones. Si ahora entra de lleno en ellas, al considerar
más apropiada para la Europa del siglo venidero una solución monárquica, es porque percibe que
existe un denominador común, que es el de haberse vulnerado la voluntad popular.
Reconozco que emplear el sintagma voluntad popular me resulta molesto, dado que remite
a la vapuleada expresión de las facciones políticas de nuestro tiempo, que todo lo hacen en nombre
de tal voluntad, cuando quieren en verdad decir voluntad personal o de grupo de poder.
Pero en el contexto de este ensayo, creo resulta particularmente acertado su empleo, por
otra parte inserto en su raíz etimológica, en tanto asociado el sintagma con el lexema legitimi dad, es
decir, aquello que expresa el sentir cultural de un pueblo (tradiciones, costumbres, mitos, hábitos).
¿Por qué el golpe de estado?. Lo cierto es que la reina Federica, madre del rey Constantino
y verdadero sostén moral de la Monarquía, aconsejó siempre al monarca a no ceder la dignidad de
la Corona ante la presión de grupos de interés. Aislada internacionalmente, sin el respaldo de la
fuerza militar que, a cambio de su obediencia, requería del monarca la sumisión política,
convirtiéndolo en figura decorativa y cómplice, la suerte de la Monarquía quedó echada.
Los mass media no encontraron inconvenientes en distribuir el discurso más adecuado a las
circunstancias.
Esa información tan cuidadosamente seleccionada por las empresas que las alimentan, sólo
virtualmente se ocuparon del tema, el cual con el concebido estereotipo léxico, exaltó el triunfo de la
democracia en Grecia y con otra forma no menos estereotipada, pero convincente, condenó el golpe
de Estado. El régimen republicano, en fin, había surgido a expensas del golpe de Estado, pero eso
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no mereció el análisis de los medios de comunicación.
El advenimiento de los medios audio-visuales constituyó uno de los instrumentos más direc-
tos en la manipulación de la opinión pública. La Psicología y la Sociología cumplieron un papel
decisivo en la planificación de las noticias que debían difundirse, de forma tal que el receptor
internalizara un mensaje que cumplía la doble función de emitir un juicio determinado con carácter
axiomático y, al mismo tiempo, convencer de que el mismo era producto de la aguda inteligencia del
receptor, al tiempo que éste no dudaba de que estar informado era sinónimo de formación inte-
ligente.
Considero que la Monarquía Constitucional resultaría una manera apta de encauzar la or-
ganización del Estado teniendo a la vista el segundo milenio y habida cuenta de los mensajes poco
optimistas que pensadores relevantes de la actualidad hacen sobre el futuro del hombre;
advertencias por otra parte ya sugeridas por el irónico José Ortega y Gasset en ese mensaje
desgarrado y sarcástico que tituló La rebelión de las masas.
Por su misma naturaleza, por estar asentada en una dinastía venerada por los siglos, nadie dudaría
del juicio de la persona moral que la encarna y de los hombres de mérito que deberían asesorar al
monarca en la tarea pedagógica y didáctica que debería encarar.
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¿Podría esta opinión ser temerosamente compartida por los oligopolios gobernantes, esto
es, por las oligarquías empresariales?
¿No constituye un potencial peligro, en tanto opción, en la instancia crucial del mundo
europeo, habida cuenta de la desintegración de la U.R.S.S. y de otros países del reciente orbe
comunista, así como del desprestigio creciente del mundo de los profesionales de la política que en
su cruel enfrentamiento ni siquiera recuerdan cubrir sus innumerables flancos débiles, aún la exis-
tencia silenciosa de esas Monarquías parlamentarias donde los reyes 'reinan pero no gobiernan'?
¿Cómo explicar que en Gran Bretaña los mass media hayan iniciado una agresiva y pertinaz
campaña de desprestigio de la Casa Real, basándose en deslices de la vida privada de algunos de
sus integrantes; si no es con la clara intencionalidad, por medio del escarnio de figuras populares
(legítimas) de destruir lo único que permanece estable?. Resulta particularmente sugestivo el
momento elegido, que contrasta, por ejemplo
con el empleado por los mass media, especialmente los gráficos, en ocasión de un episodio de
características similares del año 1966, donde el tema fue abordado cuidando las formas, sin por ello
soslayar una noticia interesante para las empresas editoriales.
El contraste entre este editorial, con un tema similar, y los publicados entre 1993 y 1994
resultan notorios. Lo subrayado por mí deja en evidencia la actitud respetuosa hacia la figura real,
así como permite advertir que la noticia sólo fue objeto de un «breve artículo» que el Daily Express
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insertó en sus «crónicas mundanas». De manera alguna se trasladó a las primeras páginas de los
diarios revistiendo el carácter político que planteó el tema: ¿Será viable la Monarquía en el futuro de
Gran Bretaña?. Podrá objetarse, en favor del relieve que adquirió la noticia en nuestros días,
alegando que la situación era distinta, pues el estado civil del Príncipe había cambiado, ya que en
aquellos años era soltero y ahora casado,por otra parte no sólo heredero de la Corona, sino también
Jefe de la Iglesia Anglicana y que con su actitud comprometía su doble carácter de heredero y de
conductor de la Iglesia de su país. No obstante, los medios de comunicación británicos no ignoraban,
primero que estaban avanzando demasiado lejos, no sólo por realizar afirmaciones generalizadas y
desvirtuadas ante el análisis puntual del tema, por otra parte, que no se trataba del titular del Trono,
sino del heredero de la Corona.
Por otra parte, las leyes del Reino tanto civiles como religiosas contemplan el surgimiento de
eventualidades como las mencionadas, es decir, que el problema de la ruptura matrimonial no
escapa a las previsiones sucesorias.
En realidad, en la noticia publicada hace casi treinta años estuvo ausente la saña que
caracterizó a la publicada en nuestros días, que lleva ya dos años, sólo atribuible a una planificada y
elaborada política destinada a dar en el corazón del símbolo de la Nación británica,y que bien podría
calificarse como un verdadero intento de destrucción de las bases mismas del Estado, buscando
además llamar la atención sobre un hecho, al que se presentó como síntesis de una institución, al
tiempo que desviaban la atención de los gravísimos daños que las facciones políticas europeas
continentales infligían a sus respectivos países, y que envolvían en escándalos financieros a figuras
prominentes de Gran Bretaña, Italia, España, Francia, sin olvidar, las sangrientas guerras de
nacionalidades que sacudían y sacuden a la ex-Yugoslavia incentivadas por las facciones de turno,
que privilegian las apetencias de poder sobre cualquier otra consideración, al tiempo que la antigua
U.R.S.S. ofrecía un panorama de creciente intranquilidad derivada de similares motivos.
En relación con la exagerada dimensión que adquirió el divorcio del príncipe Carlos, no sería
difícil recordar, por el enfoque diferente que recibió el tema, el grave problema que afectó al Reino
de Holanda, cuando el príncipe consorte Bernardo de Lippe-Biesterfeld (1976) reconoció haber
participado de oscuros negociados de la empresa de aviación Lockhead.(F.Jaudel y L. Boulay de la
Meurthe, Los reyes..., 274-278).
No obstante, el hecho no ocupó tanto espacio en los mass medios, quedando circunscripto
dentro de la esfera de los problemas de Estado.
¿Por qué se embistió contra la desprotegida Casa Real a través del ataque de sus figuras
más relevantes, a saber, la del sucesor de la Corona? ¿Por qué específicamente comenzó el ataque
contra Gran Bretaña y se intentó extender igual campaña contra el rey de España, el cual, mejor
protegido, logró sortear los ataques de los medios de comunicación?
Creo que la elección de la víctima (Gran Bretaña y un intento frustrado sobre España) se
encuentra en estrecha relación con la importancia de primera como potencia mundial y por el
protagonismo ético del rey de España, todo ello en el marco de un inestable mapa político, cargado
de corrupción y venalidad, que tanto afecta a los Estados de Europa Occidental como a aquellos
apenas constituidos de Europa Oriental.
Importaría tal vez recordar que, como dijera José Ortega y Gasset, Gran Bretaña parece
siempre adelantarse una generación a los sucesos mundiales. "Este es el pueblo que siempre ha
llegado antes al porvenir, que se ha anticipado a todos en casi todos los órdenes."(La rebelión...,33)
Parecía allí gestarse el futuro del mundo occidental: ¿Podemos olvidar acaso el significado de la
"Gloriosa Revolución" de 1688 que elevó al poder político por primera vez en el mundo a la
burguesía?. ¿No se inició en Gran Bretaña la "Revolución Industrial"?.
Dicho de otro modo: ¿No podrá, esta presencia milenaria, resultar un modelo en el cual los
pueblos detengan su mirada? ¿Qué sucedería si la mirada fuera muy intensa? Si así resultara: ¿se
conformarían a la hora de elegir con un rey que reine pero no gobierne? Es decir, y siguiendo con los
ejemplos citados, si saliera a la luz que el príncipe heredero de Gran Bretaña o de España son
educados para gobernar, para estadistas y, por tanto, pensada su formación al servicio de la Nación.
Si por ejemplo, a través de una atenta mirada se advirtiera que el futuro rey debe revistar en las tres
fuerzas armadas, que por lo mismo y no por azar es jefe natural de las mismas; que debe cursar
carreras universitarias que lo formen en distintas disciplinas para así conocer adecuadamente la
tarea de gobierno; que dicha formación comienza muy tempranamente, es decir, que ser rey es el
privilegio que en el albor de los tiempos los pueblos encargaron al mejor de los suyos para que los
sirviera cumpliendo dignamente su oficio, y que las leyes del Reino excluyen de la sucesión a todo
aquel pretendiente que no sea digno del Trono.
En fin, si la mirada atenta de los ciudadanos de un Estado reflejara esta realidad enunciada
sintéticamente, podría seguir tolerando a arribistas de la política, comandantes de las Fuerzas
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Armadas por azar, a lo sumo formados en una profesión pero desconocedores de la tarea compleja
de un estadista; a partidos políticos, convertidos en verdaderas facciones, inmunes a toda
responsabilidad y sin una autoridad superior que controle efectivamente su accionar.
El mismo carácter revitalizador tuvo en 1953 la solemne coronación de Isabel II, cuando por
primera vez y después de innumerables discusiones, se aceptó la opinión de la reina de que la
ceremonia debía alcanzar a todo el Commonwealth, y para ello era necesario permitir que la
ceremonia sagrada fuera captada por la televisión. (ver D. HELD, modelos de democracia, P.267)
DEMOCRACIA
Desde mediados del siglo pasado se advierte el empleo de la voz democracia para referir al
modelo ideal de gobierno, es decir, aquel respetuoso de las garantías individuales, resumen de los
principios liberales y de los logros extraídos del Socialismo. Es decir, se ha echado mano de una voz
que a lo largo de la historia fue considerada la suma de las perversiones políticas, que el jaco-
binismo revolucionario francés ennobleció, retomando su carácter primero luego de la Revolución
francesa y, como decimos, reivindicada por el Romanticismo hasta llegar en nuestros días a
convertirse en paradigma de gobierno.
Por supuesto, que el empleo de una voz confusa en su semántica, en tanto alejada de su
raíz etimológica, determinó que se aplicara para designar lo contrario de lo que ponderaba. En este
sentido baste como ejemplo el caso alemán: según la teoría política moderna merecía calificarse
como modelo democrático una de las repúblicas alemanas y como totalitaria, la otra. Sin embargo
mientras que la primera recibió el nombre de República Federal Alemana, la totalitaria, se denominó
República Democrática.
Por otra parte, este paradigma político, y que sintetiza un modelo cultural forjado en Oc-
cidente, se aplica igualmente, por ejemplo, a aquellos Estados de Oriente que adoptan prácticas
políticas occidentales, aun cuando su cultura difiere totalmente de la occidental.
Ocurre también, siguiendo una práctica generalizada en el siglo XVIII, que se convierte en
sustituto léxico de República tomando como ejemplo el referente norteamericano, pontificado como
modelo de democracia occidental. Aquí también se advertirán las contradicciones; baste como
ejemplo la llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
En fin, un estereotipo léxico, que a manera de fórmula mágica, sirve para conjurar cualquier
sombra de dudas sobre el carácter 'civilizado' del mundo occidental; democracia se ha hecho
sinónimo de civilización occidental; resume todos sus valores. Por ejemplo la guerra encabezada por
Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia contra Irak, decidida con respaldo de la 0.N.U. en tiempo
récord, fue la respuesta de las Democracias Occidentales y de los valores que representa contra la
tiranía del régimen de Irak, mejor dicho, de la República de Irak. En el mismo sentido y, en defensa
de los mismos valores democráticos, se demoró sine die la intervención de las Naciones Unidas
ante el genocidio yugoslavo. No olvidemos que los aliados vencedores en la Primera y Segunda
Guerra Mundial, la Primera producto de las rencillas por los mercados extraeuropeos y la Segunda
vigorosamente impulsada por los acuerdos de Versalles, también se hicieron en nombre de la
Democracia. Otro tanto ocurrió con la guerra de Vietnam. Tal vez ilustren claramente el espíritu
democrático occidental, los clásicos de 'ciencia ficción', 1984 de Orwell y El mundo feliz de Huxley.
No faltaron las insinuaciones, incluso por parte de ciertos teólogos y obispos católicos, a la
luz de lo resuelto por el Concilio Ecuménico del Vaticano convocado por Juan XXIII, en el sentido de
que las "altas jerarquías deben ser elegidas virtualmente por los miembros de la Iglesia", olvidando
que esta es una Monarquía Absoluta electiva. En este sentido "el papa Paulo VI deploró como una
«desviación» la idea de que la autoridad para gobernar la Iglesia deba provenir del pueblo",
criticando a «aquellos a quienes les gustaría que la autoridad eclesiástica, como ocurre hoy en
muchas sociedades, surja de la base."("Paulo VI: la Autoridad de la Iglesia es de Carácter Divi no",
Castelgandolfo, Italia, 25 (AP), Clarín, 26/8/1971). Importa recordar que el planteo de los teólogos y
obispos llamados "liberales" se hacía en el marco del debate sobre el "Proyecto de Ley Fundamental
o Constitución para la Iglesia", considerado "el último esfuerzo por los cardenales y obispos de la
Vieja Guardia y del papa Paulo VI, de restaurar a la Iglesia la unidad y estabilidad que conoció antes
del Segundo Concilio". Esta Constitución "que ha estado en preparación secreta desde 1966, recalca
la autoridad del Papa como único gobernante de la Iglesia." ("Hay divergencias sobre el proyecto de
Ley Fundamental de la Iglesia", Ciudad del Vaticano, 29 (AP), Clarín, 29/7/1971).
Actitud similar a estos teólogos y obispos fue adoptada por algunos reyes actuales que,
llevados por el espíritu del siglo y como resguardo contra cualquier crítica hacia la Monarquía que
encarnan, califican a ésta de democrática.
En este sentido Verónica Mclean, quien realizó entrevistas a distintas familias reales
reinantes hoy en el mundo, refiere que casi todos los reyes de Occidente, a excepción del rey Juan
Carlos I de España "se han visto condicionados por la moda de la época de disminuir la lejanía y la
dignidad esenciales de la monarquía, de «democratizarla», lo que es una contradicción en los
términos, además de ser fútil." (Coronas Reales, 91).
En el mismo epígrafe que la autora selecciona para encabezar el capítulo dedicado a Es-
paña, leemos una cita de Lytton Strachey que dice: "En una democracia, el gobierno debe ocuparse
de las necesidades del pueblo, pero vigilado y supervisado por el monarca. Su visión es siempre la
equilibrada, porque nada tiene que ganar." (ib., 77).
Esta cita nos da pie para referirnos a la Democracia y también a la Monarquía Parla-
mentaria.
Pero, en nuestro siglo, el empleo de la voz democracia resulta aberrante en varios sentidos.
Primero, porque no se limita a la esfera del Derecho público. En segundo lugar, porque el Derecho
público actual, basado en el enfoque tecnocrático y excluyentemente economicista de la realidad, se
opone a los principios centrales de la teoría democrático-liberal. Por otra parte, porque se ha
identificado hombre con demócrata. Aquí, entonces nos encontramos frente al verdadero morbo de
una sociedad.
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Y es un verdadero morbo, porque se convierte en sinónimo de mediocri dad; pensar que las
creaciones espirituales, el pensamiento, las reflexiones, para merecer el carácter de expresiones
reconocidas tienen que surgir de un espíritu democrático es condenarlas a la esterilidad, porque
supone la uniformidad. En lo político supone, en las Democracias Occidentales, la resignación al
abuso de la partidocracia, que impondrá el espíritu de facción invocando los altos ideales de la
Democracia. Las masas semieducadas de nuestro siglo, en tanto tales, aceptarán lo expuesto por los
'especialistas', también espíritus masificados, llámense profesores, periodistas y políticos sin talento.
Como en su momento afirmara Ortega y Gasset, "lo que hoy llamamos «opinión pública» y
«democracia» no es en gran parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas", es decir,
de los hombres inferiores.
En otras palabras, el empleo de la voz "masa", sigue básicamente aquí la propuesta orte-
guiana, que no es otra que aquella que se define por el espíritu de mediocridad, de pasividad, de
ausencia de compromiso, cualquiera sea la clase social a la que se pertenezca. Creemos, no
obstante, poder advertir dentro de esta voz alguna distinción. Por un lado, aquella masa robotizada,
anómica y amnésica, que transcurre su vida sin saberlo, alienada, integrada por individuos que no
personas, sin identidad alguna. Se trata de esos regimientos de hombres grises que transitan por los
laberintos de las megalópolis, ausentes, alienados, encaminados hacia un destino tan gris como su
propia figura, a una nada eterna, donde el hoy se confunde con el ayer, y el mañana es algo que se
vislumbra como barrera sin matices pues, como cuerpos inertes, agobiados por el clima letal que los
envuelve, se verían sacudidos ante cualquier novedad, por otra parte, novedad que siempre los
sorprendió para enfrentarlas a nuevas frustraciones, pues no es otra que la del cambio en el mundo
de la nada. Inseguridad laboral, afectiva, sensación de impotencia, rutina sin sentido.
Se trata del hombre entre 'dos nadas', como apuntaba Sartre, sin dimensión trascendente,
sumido en lo incomprensible. En cuanto a la vida política, la vida democrática, le basta con repetir a
manera de hechizo que vive en un mundo democrático; sonido que en el hombre-masa silencioso,
pues ya los mass medios a través de publicidad y de monótonos discursos políticos, y sobre todo la
educación formal (trasmisor del conformismo sistematizado), se han encargado de bombardear coti-
dianamente de manera de horadar, para encontrar cómoda cabida, cualquier resistencia consciente.
En muchos países europeos se ha relevado a sus ciudadanos de ese compromiso, luego de
comprobar el logro del objetivo propuesto: 'la indiferencia'. El número de ciudadanos, palabra que
empleo en sentido lato, que acude a las elecciones generales disminuyó considerablemente en
nuestros días. Para que insistir en desplazamientos inútiles: ¿Acaso no está asegurada la «democra-
cia»?
Además nos encontramos con la masa intelectual, amplio proletariado del intelecto, instru-
mentos de la red empresario-gubernamental (fundamentalmente periodistas, empleados jerarqui-
zados de empresas y también docentes), que se autoconvencen, y por tanto enorgullecen, por
considerarse unos peldaños más cerca del 'saber' y del 'poder', pues así lo han pontificado los mass
medios y así lo han aprendido en los niveles primario y medio del sistema educativo. Allí han
aprendido los principios de la competencia, es decir, del individualismo, del homo homine lupus
(en suma, los principios del hombre democrático de nuestro siglo). O, acaso cabe dudar del mensaje
aséptico de estas expresiones genuinas y a la vez verdaderos agentes democratizadores.
Pero, importa que quede la ilusión de decidir. Y eso es algo que no olvidarán subrayar las
oligarquías económicas a través de los mass medios de que son dueñas y de sus agentes los
políticos de las distintas fracciones políticas. Nadie deberá dudar de su poder de decisión, incluso se
deberá reforzar el mensaje hipnótico de manera que a las masas no les quede duda que en toda de-
mocracia el poder está en el pueblo (sic).
Cualquiera que triunfe, dirá el slogan, resultará un triunfo para la 'democracia', para el estilo
de vida occidental. Es decir, el triunfo para el concepto plebeyo de la vida, resuelto en el voto; de la
'igualdad' como mediocridad, de las 'mayorías', seguirá repitiendo el slogan. Hombre-masa de
nuestros días, hipertrofia de la turba romana que pedía sangre en el circo a cambio de un concreto
pan; de la enfurecida turba arrastrada por los demagogos en la Revolución Francesa, arrebatada por
las promesas de la igualdad; de aquella igualdad niveladora hacia abajo que oculta mejor la red de
poderes invisibles que se ocultan detrás del candidato triunfante.
Inmerso el mundo europeo occidental en un sistema político perverso por su misma na-
turaleza, enloda aún al candidato electoral que pueda suponerse más honorable, pues la fuente en la
que él se sumerge emana agua turbia, contaminada y contaminante per se.
Hablando somos; por tanto, Democracia como expresión política de un pueblo, es decir,
como expresión vital (cultural), no es otra cosa que el triunfo de la mediocridad, de la insensatez, del
desprecio del hombre como persona humana, de la inversión de los principios rectores y de los fines
de todo Estado que es perseguir el «bien común» y no un ficticio «interés o bienestar general», que
intereses puramente inmanentistas, ajenos a su dimensión trascendente. Decodificar la voz
democracia, supone encontrarse frente a un significado aberrante, pues agravia al hombre en su
¡Error!Marcador no definido.
esencialidad y lo somete a mero existencialismo; es expresión del instinto tanático, que como algo
latente emerge y arrebata el tuétano a la vida, la extingue lentamente con dosis letales de frustra-
ción, de inseguridad, de falsos paraísos.
Así como es necesario que la memoria humana registre los genocidios para evitar su rei -
teración, en el holocausto político de nuestro tiempo esta voz debe conservarse para que quede
identificada con él, como su mejor sustituto léxico. Importa siempre recordar que los vocablos no son
entidades secundarias y formales, meros barroquismos lingüísticos; el lenguaje tiene fuerza y
pronunciar una voz es dotar de acción al objeto mencionado; de allí el interés de las oligarquías
gubernamentales de nuestro tiempo de identificar Democracia con las aspiraciones supremas del
hombre.
Así por ejemplo, si oímos o leemos una frase estereotipada e incisiva (clave del lenguaje
publicitario) "defender las instituciones republicanas y los valores democrá ticos", nos enfrentamos a
un mensaje para el cual ya tenemos un modelo de significado, por tanto,sólo obtendremos una
visión impresionista del discurso que no se apartará de la sinonimia automática que podría traducir la
mencionada frase como 'grandeza de espíritu'; pero si penetramos en la urdimbre del mismo, lo cual
supone insertarlo en una realidad vital y reflexiva, observaremos que su traducción se convierte en
su antónimo, es decir, en símil de 'suprema perversión del espíritu'. Y ello es así porque procedimos
a su decodificación, y esta nos enfrenta con nuestras vivencias, sin dejar lugar al efecto reflejo que
supone la frase estereotipada. Como Proteo, República y Democracia nos ofrece un rostro ambiguo,
contradictorio.
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Lytton Strachey que dice: "En una democracia, el gobierno debe ocuparse de las necesidades del
pueblo, pero vigilado y supervisado por el monarca. Su visión es siempre la equilibrada, porque nada
tiene que ganar." (ib., 77).
(29/8/94)
Sí, por los altos índices de corrupción que afectan a todo el sistema, por otra parte cla -
ramente identificado con el poder económico. (empresas).
La falta de formación como estadistas de buena parte de los responsables de las admi-
nistraciones de las potencias europeas;
La falta de credibilidad de los políticos, donde los partidos funcionan como verdaderos
reductos facciosos, ajenos al Bien Común. Al depender de una instancia superior (presidente) poco
creíble en tanto nacido del seno mismo de los partidos, contribuye a aumentar el escepticismo de la
población hacia el Estado. En buena medida porque los partidos políticos que suponen el acceso al
ejercicio del poder político por medio de la elección resultan entidades intrínsecamente perversas,
pues la actitud ante las diversas magistraturas del Estado, desatan una feroz competencia entre los
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aspirantes, que no prescinden de método alguna para imponer sus criterios, desatándose actitudes
demagógicas de distinta factura.
La cultura republicana es cultura de alienación, por las estrechas miras del Capitalismo
triunfante así como del Socialismo, que propone la violencia como manera de resolver las
contradicciones de éste, hablando en terminología marxista.
El republicanismo, modalidad de vida que se afirma a partir de mediados del siglo pasado,
se define por su relativismo; no propende al altruismo sino al egoísmo individualista, privilegia el
inmanentismo frente a la actitud trascendental, el racionalismo materialista y sin vida frente al
vitalismo. Se expresa en la "náusea", en la "moral de esclavos" de Nietzsche; es decir, potencia el
espíritu mediocre, lo peralta, supone al cobarde, al miedoso, al mezquino, el que piensa en la
estrecha utilidad; su lema es patético y grotesco a la vez, pues la "moral de esclavos" plasma al
"desconfiado de mirada servil, el que se rebaja a sí mismo, la especie canina de hombre que se deja
maltratar." (F. Nietzsche, Más allá..., 223).
Las "minorías" ceden ahogadas ante las "masas", empleando la terminología orteguiana. La
actitud creativa es bloqueada por la actitud mediocre, la actitud aristocrática sumerge ante la actitud
democrática, es decir, opresiva, despótica, morbosa, engañosa, que eleva los instintos más
primarios del hombre a verdadera categoría de entidad superior
Sin embargo, la naturaleza misma del hombre, podríamos decir, que su misma contextura
biológica, lo preserva. los misterios insondables del cerebro que niega al hombre de ciencia a
desvelar sus íntimos secretos, atesora lo pasado;Así la memoria, alojada en el cerebro pero cuyo
funcionamiento resiste a develar sus íntimos secretos, misteriosamente retiene lo que sirve y se
resiste a aceptar lo vano. Se instala entonces la confusión que sacude al hombre contemporáneo,
alma escindida, desgarrada entre un pasado oculto cuyos mensajes no alcanza a descifrar y una
realidad que, por la esencia de su 'discurso', lo atrapa con su canto de sirena. Pero como sostiene
Nietzsche "es posible que hoy en el pueblo[...] sobre todo en los campesinos, continúe habiendo más
relativa aristocracia del gusto y más tacto del respeto que entre el semimundo del espíritu, que lee
los periódicos, entre los cultos." (Ib., 232-s.).
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Carrera armamentista por una falta de efectivas alianzas entre los países, asentadas sobre
principios de desconfianza mutua.
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Descuido por el aspecto formativo del hombre como persona humana, en tanto se persigue
un rédito intelectual en términos de inversión.
Expectativas actuales:
R E F L E X I O N E S D I V E R SAS
El temor a las consecuencia de una guerra atómica, obliga a las potencias de Occidente a
buscar una conciliación permanente entre ellas, por ejemplo, a través de alianzas económicas,
militares y políticas, para hacer frente al bloque soviético. Es decir, buscar la distensión ESTE-
OESTE.
Los poderes dominantes luego de 1918, eran concientes de que se había afianzado un
NUEVO ORDEN MUNDIAL, cuya permanencia dependía del equilibrio de fuerzas nucleares, donde
cada parte debía tratar de demostrar su superioridad respecto de la otra.
Que el problema ruso y alemán, luego de la PRIMERA GUERRA, hubiera transitado por otro
camino de no haberse deshecho el Imperio de los Hohenzollern y el de los Romanoff, era un
presupuesto que no se podía ignorar, en tanto se hubieran activado los mecanismos tradicionales
que permitían recomponer las relaciones entre Estados y naciones; es decir, en la medida en que
funcionaran nuevamente las solidaridades dinásticas, recomponiendo los vínculos que ligaban a
ambas Casas Reales.
1914, resulta una fecha simbólica por todo lo que ya conocemos (concluye la «Paz
armada»; expresa el alcance del Capitalismo en su fase imperialista; afianzamiento y extensión de
todos los matices de Socialismo), pero todos estas realidades se encuadran dentro un orden, al que
enfrentan por su misma constitución y contribuyen a destruir: el ORDEN MONÁRQUICO.
Hablar del derrumbe del ORDEN MONÁRQUICO, significa hacerlo de una concepción de
vida occidental, basada en principios reconocibles, por resultar la expresión de una tradición que
modificada a lo largo de siglos, resultaba reconocible siempre en sus lineamientos básicos.
Si la pólis permite explicar el ideal helénico, el ORDEN MONÁRQUICO, nos explica el ideal
del hombre de Occidente. A la luz de la pólis definimos el 'tipo helénico'; a la luz del 'Orden
Monárquico' obtenemos el perfil del 'tipo europeo'.
Ya la llamada 'belle epoque resultaba la negación del Orden Monárquico; respondía a una
realidad que caracteriza a un final 'bárbaro', resultado de un capitalismo decadente y aberrante, cuyo
cuerpo engendra su negación, el Socialismo radicalizado, que luego de 1918 producirá metástasis de
distinta gravedad en el cuerpo social de Occidente.
Ese nuevo capitalismo y ese socialismo radicalizado, dan la nota de la 'nueva era', la
expresan. De sus entrañas surge el nuevo 'ideal-tipo' de hombre occidental: materialista y solitario;
'fascinante', es decir, alucinante, engañoso, encantado. Así caracterizado, éste, asienta sus reales en
la Nueva Sociedad y define el NUEVO ORDEN.
Se conforma de acuerdo con un orden natural, de allí que armonice la diversidad sin
trastrocarla; el orden natural es jerárquico, es desigual pero no injusto, voz que responde a
otra semántica.
Orden Republicano u
Orden Democrático: Es un Orden ficticio que surge de la especulación filosófica del siglo XVIII que
entiende al orden natural como entidad puramente matemática, geométrica, unitaria; lo diverso no
tiene cabida.
Fascina; encandila con sus artilugios; somete con el engaño; pues engañar es fascinar. Lo
auténtico le es ajeno.
3) ORDEN TRADICIONAL.
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Para el Orden Tradicional ambos conceptos apenas si tienen límites, pues el hombre se
debate en un espacio que los une o los acerca permanentemente.
La Grandeza para ser tal requiere de la Humildad, y sólo cuando la humildad es tal,
podemos encontrar en ella grandeza.
Ej.: El noble empobrecido produce conmoción y no compasión; pues hace al referente del
noble fundamentalmente la grandeza y la humildad.
Ante la diversidad exhibirá más la fuerza humilde que encierra la grandeza, de allí que el
Noble-tipo puede vivir sin contradicción con la pobreza material, aun cuando esto violente la imagen
y, por tanto, el concepto internalizado por el hombre común.
La actitud heroica durante las guerras; el asistencialismo desplegado por muchos nobles,
fortaleció la imagen de la Nobleza, que determinaron que la Realeza y figuras descollantes de la
Nobleza fueran revalorizadas; adquirieran protagonismo.
Las virtudes religiosas; el sentido del deber que formaba parte de la educación de Nobles y
Príncipes, parecía activarse en la difícil hora, provocando conmoción en aquellos sobre los que caía
el peso de la contienda.
4) LA CULTURA EUROPEA
- Occidente, donde los cambios resultan menos abruptos que en Europa Oriental, verá un
desarrollo cultural desigual, con planteos de interés, fundamentalmente revisionistas, en el
campo historiográfico, aunque tal avance no podrá evitar el sesgo economicista de sus
enfoques. (Cf. ib., p. 278).
La Monarquía no es un elemento contingente para los pueblos europeos, sino que forma
parte de su acervo cultural: la cultura europea es monárquica.
El cambio operado por la mayoría de los países fue fruto de la pura invención cientificista.
Desde fines del siglo XIX, una nota característica de la crisis es el asomar del
republicanismo.
Nada parece congeniar mejor en el léxico político que República y Barbarie político-
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institucional.
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5) SEGUNDA POST-GUERRA
y de mejoras de las condiciones materiales de vida, a fin de evitar conflictos que pudieran reproducir
en Europa Occidental las condiciones que se advertían en Europa Oriental bajo la influencia de
Moscú.
La ESCUELA, por una parte y los medios masivos de comunicación, por otra, serían los
aliados incondicionales del nuevo programa occidental de reeducación republicana.
De esta forma los intelectuales identificados con el ideario comunista se convirtieron en los
abanderados del proletariado, al mismo tiempo que éste renegaba de su condición.
Nada más fascinante para el antiguo desheredado y ahora semieducado. Sin tradición ni
historia, no tardó en constituirse en uno de los más seguros sostenedores del régimen imperante.
Sólo un requisito debía ser cumplido rigurosamente por los gobiernos: el alto nivel de ingresos,
condición indispensable para desactivar al Sindicalismo.
SISTEMA EDUCATIVO: Como tal, desvinculado de toda formación moral o religiosa, se asentó de
lleno en los principios positivistas, cuyo objetivo era convertir al educando en un recurso útil para la
sociedad.
Los contenidos curriculares de las Ciencias Sociales apuntaban a demostrar los notables
progresos del siglo (progresos tecnológicos) que convertían a éste en una era promisoria.
El hombre del siglo XX debía, pese a cualquier contratiempo, agradecer haber nacido en un
siglo que le brindaría 'bienes' que nunca hubiera soñado alcanzar su símil de un siglo antes.
La Monarquía era ese régimen de oprobio, despótico, que agobiaba con impuestos al más
infeliz, dejándolo abandonado a su suerte.
Una curricula diferente puede alcanzar el mismo objetivo con otro planteo, consistente en
una reconstrucción arqueológica de la historia nacional, enumerando las obras de los sucesivos
reinados, incluso apuntando exclusivamente lo positivo de ellos, pero concluyendo que la forma de
gobernar de los antiguos reyes no era ya apropiada para un mundo tan distinto y que requería de la
decisión de los ciudadanos, pues en ellos residía todo poder de decisión. De esa manera se
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explicaba, en los países formalmente monárquicos, que la veneración al pasado obligaba a
mantener la Monarquía, aunque el monarca no debía intervenir en actos de gobierno.
Claro está que también era necesario afianzar el espíritu de pertenencia al Estado-Nación,
para lo cual se hacía imperativo valorar algo que cualquier europeo tenía delante suyo cuando
transitaba por su ciudad: el patrimonio cultural.
¿No se haría evidente entonces la contradicción que resultaba de un discurso que insistía en
'vender' los grandes avances del siglo y, por otro, referir a la construcción de un mundo identificado
con monarcas, nobles y clérigos?. La contradicción no surgía: 1º) porque imperaba un criterio
verticalista de enseñanza-aprendizaje (el alumno es una tabula rasa); 2º) el esquema de
enseñanza-aprendizaje se basaba en el estímulo-reacción; 3º) los temas eran tratados en capítulos
separados a modo de fronteras, evaluados individualmente evitando, de suyo, todo tipo de
integración mental de contenidos que, por otra parte, debían ser incorporados memorísticamente.
Función social: asentada sobre una línea directriz política que apunte a la finalidad del
Estado (el BIEN COMÚN), traducida no en actitudes fluctuantes según el imperativo impuesto por un
sector social (oligarquía económica) que tendrá en sus manos el poder de decisión social,
provocando con su accionar la alienación del demandante de trabajo al depender de un criterio de
mercado la estabilidad laboral.
Los efectos del movimiento estudiantil francés puso en evidencia que el gobierno francés es
sólo un apéndice que actúa según los dictados de los grupos empresariales. Éstos han impuesto un
concepto economicista de la vida, avalado por teóricos formados por prestigiosas universidades de
acuerdo con los modelos exigidos por tal concepción, y luego fieles sostenedores de los principios
tecnocráticos derivados de su formación y de los grupos empresarios a los cuales sirven. Que luego
éstos se convierten en los augures del futuro, que los gobiernos del mundo occidental consultan,
cerrándose entonces el círculo que determinan la implementación de políticas al servicio de un
reducido sector de la sociedad, por otra parte, concentrador de los recursos que luego pagaron las
campañas de los candidatos que mejor se adecuen al de fiel servidor de los grupos empresariales.
Aliada incondicional de los mass medios, resulta la escuela la droga más mortífera, pues
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gradualmente infiltra con su efecto letal los cerebros de niños y adolescentes, moldeando sus
conciencias con vacuas fórmulas, hábiles instrumentos engañosos que perturban y conducen
insensiblemente hacia el fracaso y la destrucción.
Objetivo tanto más logrado en tanto instrumentado por agentes de un sistema, asalariados
temerosos, conciencias embotadas que enmascaran su particular debilidad con el autoritarismo de
las falsas verdades.
6) MONARQUÍA EN EL FUTURO
Dentro de estos criterios dogmáticos de la política se es libre e igual con sólo conjurar las
voces libertad e igualdad.
El 'Estado mínimo' burgués invoca la libertad, pero renuncia a cualquier camino que la
asegure concretamente.
El 'Estado máximo' socialista, invoca la igualdad, subraya el oprobio del mundo burgués que
la niega y, en nombre de ella, asegurará a la masa que no salga de su condición de tal.
El slogan publicitario señalará que la guerra fue necesaria para defender a las democracias
de Occidente de las amenazas de los regímenes totalitarios.
- Guerra fría
- Creciente armamentismo
- Los mass-media.
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7) D E M O C R A C I A
De allí que invocar la Democracia como conjuro de los males que nos aquejan, semeja al
ciego que busca comprender la armonía del firmamento observándolo con un telescopio.
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8) ESCLAVITUD CONTEMPORÁNEA
En épocas donde la esclavitud era una institución, el esclavo era conciente de ella, pues se
hacía presente como imagen. El hombre de hoy no es conciente de ella; no la ve, porque ella opera
a través de mecanismos inconscientes, sutiles.
Hasta el siglo pasado conocía su esclavitud, porque la vivenciaba, sabía lo que no era.
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9) M O N A R Q U I A.
La Monarquía se encuentra en estrecha relación con la naturaleza sensible del hombre, con
un mundo de imágenes que lo alejan de la cotidianeidad.
La pompa de que se rodea a las ceremonias en que interviene la Realeza, por ejemplo la
Coronación, el casamiento de los príncipes reales, las expresiones artísticas que tuvieron a príncipes
como destinatarios, la gestualidad y la forma de tratamiento; todo ello, persigue exaltar los valores
de una institución como símbolo vivo o expresión del sentimiento popular.
La frase que refiere que el «rey nunca puede obrar mal», responde a la necesidad del
inconsciente social de disponer de una reserva moral que resuma todo lo bueno y positivo. Por eso
Anatole France expresaba que a la Democracia o República le faltaba el 'órgano del corazón'.
La Monarquía es síntesis de los sentimientos del pueblo, traducidos en imágenes que re-
presentan sueños, anhelos, fusión de lo terreno y lo divino; por eso los reyes usan el Dei gratia para
definir el origen de su poder.
PU RAS IMPURAS
MONARQUÍA DE IMPERIOS CENTRA- DICTADURA
LES
MONARQUÍA CONSTITUCIONAL MONARQUÍA PARLAMENTARIA con Oli-
garquías gobernantes. Rey y Oligarquías Oli-
garquía + Rey con poderes residuales =
Democracia.
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'Calidad', 'goce', son voces que denuncian por sí solas el criterio o medida de valoración
empleada.
Una nueva categoría de palabras dará cuenta de la nueva época y todas ellas expresarán
el Orden Republicano, positivista, de vida.
Por 1ra. vez una «Edad de Hierro» busca presentarse como «Edad de Oro» de la
Civilización y lo que delata la ficción del nombre es la actitud escéptica del hombre del siglo XX,
del hombre de la llamada, muy gráficamente, 'Era Atómica'.
La agitación de los años '60, dejó en claro cuáles eran las normas que regían al 'Mundo
feliz'; de allí que una palabra acuñada por los teóricos del marxismo resumiera y definiera al nuevo
hombre: la alienación.
La cultura republicana (positivista) del siglo XX, será expresión fiel, por su profundo
retroceso, de ese sentimiento que marcó a los movimientos de la década de los '60.
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El fin de la GRAN GUERRA señala formalmente (de hecho ya se había producido décadas
atrás) la muerte de la legitimidad. Con el derrumbe del Imperio Ruso, Austro-Húngaro y Alemán,
cae su último y único baluarte efectivo de Occidente.
Sólo unos pocos regímenes influidos por éstos sobrevivirán hasta concluida la SEGUNDA
GUERRA. Los monarcas de Rumania, Yugoslavia y Bulgaria se verán cercados por el avance
comunista y enfrentarán débilmente el desafío. Aislados, abandonados a su propia suerte, ya por
el derrumbe de los regímenes monárquicos que les servían de escudo, y previamente por la
misma política utilitaria que caracterizó el accionar de éstos luego de 1900, como por la
indiferencia de Occidente, mal podían estos monarcas, luego de concluida la Gran Guerra,
enfrentar con éxito el accionar del socialismo radicalizado que operaba en sus respectivos países
en connivencia con el poder soviético. Éste socavó las bases de unas monarquías, por otra parte,
nuevas.
Los movimientos revolucionarios que con distinta intensidad agitaban a los países de
Europa Occidental desde la experiencia francesa de 1789, dejaron huellas de naturaleza
desconocida para el ORDEN existente.
Una novedad lo constituyeron los impresos. Surgió toda una variedad de papeles bajo la
forma de periódicos o panfletos que insistentemente difundían una nueva ideología. La
continuidad en su difusión así como la reiteración de ciertos slogans anunciaban ya las técnicas
publicitarias que la misma prensa emplearía hacia finales del siglo pasado y que los medios
audiovisuales consagrarían en nuestro siglo. El contenido incendiario de estos impresos, leídos por
los menos pero ampliamente divulgados en plazas, tabernas y otros lugares de reunión, fueron los
portadores de un modelo de sociedad ideal cuyas virtudes contribuían a sugerir los nuevos
vocablos.
Pero si el virus avanzó y sentó sus reales más fácilmente en los países nórdicos y Escandinavos,
también logró una cabeza de puente en los llamados Imperios centrales que, para la época del
Congreso de Viena, lo eran el Imperio Ruso, Austro-Húngaro y Prusia.
a) Porque no se pone en duda que la Monarquía es un fantasma y que los canales de poder
ya no residen en ella. El Orden monárquico ha muerto y, por tanto, sólo se critica a los partidos
que detentan el poder. La crítica no es irónica ni exasperada, no reviste ribetes dramáticos,
no se responsabiliza a la Monarquía por deberes no cumplidos.
El hombre común grabará en los repliegues del inconsciente variados sintagmas (breves y
sencillos) que reproducirán buena parte de la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, concluyendo que todo ello conforma la naturaleza de la DEMOCRACIA.
Nada deberá tener la fuerza suficiente como para conmover los slogans que las
maquinarias publicitarias y su equipo de psicólogos han diseñado.
El slogan que habla de la garantía de tal o cual derecho debe cumplir dos funciones: hacer
indubitable el gozo de un derecho y creer que se está en pleno ejercicio del mismo.
Como nunca antes, pronunciar determinada palabra significa actualizar, dar vida hasta el
concepto más abstracto.
Toda educación formal lleva una impronta ideológica determinada, pero ésta será mayor o
menor según la teoría sistematizada que se imprima a la misma.
Se requería moldear las mentes de las nuevas generaciones europeas que surgirían
condicionadas afectivamente por el holocausto mundial. A partir de entonces la Educación
elemental que recibe al niño en la etapa prelógica, evolutivamente la más receptiva y abierta a los
aprendizajes, será la portadora de un bagaje totalitario que perseguirá demoler todo residuo de
formación religiosa familiar. Un solo modelo de sociedad es válido y superior: éste es occidental y
es superior porque se sustenta en una cultura republicana. Tal el lema que se grabará en el
inconsciente del niño de manera indeleble.
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Esta cultura, hija del industrialismo inglés, y que adopta perfiles rotundos en la Francia
revolucionaria, encontrará un terreno fértil en la Europa continental. De esta forma la
encontraremos, ya para 1850, suficientemente arraigada en los países nórdicos y escandinavos.
Liberalismo burgués, que ya para la década de 1870 había abandonado muchos de sus
presupuestos doctrinarios, en tanto el Utilitarismo que lo nutre subordina cualquier principio ético-
moral al mayor rédito económico, y Socialismo, revolucionario o no, se complementan de la mejor
manera: ambos debilitaron el tradicional ORDEN MONÁRQUICO, que suponía una concepción
organicista de la sociedad.
Dentro del ideario positivista reinante (Positivismo que resume orientaciones teóricas
materialistas de diverso cuño, abarcando tanto el Liberalismo y Socialismo citados, como la teoría
darwinista y spenceriana)
resultaba prioritario para los grupos de poder dominantes encuadrar a las masas dentro de
principios incontrovertibles, cuyo fin consistía en adoctrinar convenientemente y, a tal efecto, se
requería despojar de contenido religioso a la educación formal, inyectándole, en cambio, los
principios básicos de la ética capitalista.
La idea de cambio o progreso, sin ser negada, no se establecía como el ideal a seguir.
Pero el Positivismo supone, en igual proporción, según pontificaba Augusto Comte «Orden
y Progreso», y el progreso es entendido como evolución constante, sin solución de continuidad.
Toda especie que no progresa, muere.
El nuevo esquema educativo, basado en una concepción materialista del hombre, tenía
como pivote la competencia, eje del perfeccionamiento humano, por tanto, privilegiaba el
individualismo, quedando reservado al Estado un lugar secundario: éste debía intervenir lo menos
posible, pues hacerlo significaba coartar las libertades individuales.
Familia, Iglesia, Estado fueron objetivos prioritarios del sistema educativo elemental para
la conformación de la cultura republicana, pues esta requería de un substratum diferente; el
adecuado para la época en que el hombre de homo faber había pasado a animal laborans.
En la Era de la sociedad de masas (no debe confundirse con plebe, pues ésta se limitaba
a los sectores marginales de la sociedad), ésta se multiplicaba luego de pasar por los centros de
adoctrinamiento o escuelas, que se ocupaban de moldear la conciencia del hombre del futuro,
tanto más necesario, pues el crecimiento de la industrialización y del número de obreros, impulsó
a los Partidos políticos, fundamentalmente a los socialdemócratas, a exigir el sufragio universal.
De allí pues que para dar cuerpo al 'mito del héroe', a la superiori dad nacional, se piense
fundamentalmente en líderes carismáticos; en dictaduras.
No obstante, importa recordar que otros contenidos eran los que surgían de los grupos
dinásticos, desplazados por la aristocracia de dinero (a veces coincidentes con reivindicaciones
reaccionarias). Algunos no dudaron en transitar por el camino, ya allanado, del nacionalismo, pero
subrayando que toda gloria nacional no hubiera sido posible sino por la Monarquía que la
encarnaba, única institución consustanciada con las tradiciones de la nación.
Dentro de los Imperios centrales, donde la Monarquía resiste los embates de la CULTURA
REPUBLICANA, ésta para 1870 (sobre todo dentro del Imperio Austro-Húngaro y Alemán) se ha
¡Error!Marcador no definido.
deslizado por las fisuras que el sistema presentaba.