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Hermanos queridos,

No quisiera retirarme definitivamente de la dinámica comunitaria sin antes dejarles algunas palabras
que espero sirvan de reflexión y semilla de algo más grande.

Lo primero que quisiera es invitarte a revisar tu corazón en este momento. ¿Cómo te sientes respecto a
leer estas palabras? ¿Cómo te sientes frente a mi intención de invitarte a reflexionar? ¿Piensas que
quizá no soy el más indicado? ¿Estás preparándote anticipadamente para responder a los puntos que
supones voy a exponer? ¿Sientes que tienes el deber de o la autoridad para descalificar lo que yo vaya a
decir?

En caso te sientas así, toma consciencia de aquel estado defensivo. Te pido, por amor, que entremos en
una pequeña dinámica de escucha profunda, escucha de quien te habla y escucha de las reacciones que
van surgiendo en tu propio corazón, no para responder y criticar, sino para comprender, acoger y
reflexionar.

Habiendo dicho esto, quisiera explorar algunas situaciones del camino espiritual que, he percibido, toda
comunidad y todo cristiano llega a experimentar; y frente a las cuales uno puede avanzar en una u otra
dirección dependiendo del criterio interior, en otras palabras, dependiendo del arraigo del Evangelio en
su corazón.

Conviene, en todo caso, iniciar aclarando esta expresión. ¿Qué es eso del “arraigo del Evangelio en el
corazón”? Quiere decir que el Evangelio -esa Buena Noticia de un Dios que no teme tomar la iniciativa y
que se da gratuitamente sin esperar algo a cambio- tiene el poder de trasformar el núcleo de los deseos
de la persona y que esa transformación conduce en la vida cotidiana a percibir y a elegir diferente a
como uno lo hubiese podido hacer antes.

Cuando empezamos a transitar la vía espiritual no resulta extraño encararnos con este tipo de
dificultades: Sigo a Cristo Humilde, pero saber que voy a misa me hincha de soberbia; sigo a Cristo
Manso, pero me enfado cada vez que alguien no opina lo mismo que yo; Sigo a Cristo Misericordioso,
pero lo que me hizo tal persona es imperdonable; sigo a Cristo Libre, pero no me atrevo a expresarme
por temor al qué dirán. La juventud espiritual está llena de estas incoherencias, porque el Evangelio aún
no termina de encarnarse en la vida real y cotidiana, aún anda etéreo en los idealismos propios de esta
etapa. Es aquí cuando se enquistan los legalismos, los activismos, los intimismos, los dualismos y otras
distorsiones cuyo fin es compensar los mecanismos heridos de nuestra personalidad. El camino de la
adultez espiritual, por otro lado, inicia cuando el discípulo de Cristo es capaz de ahondar en las tinieblas
de su propio deseo, cuando es capaz de zambullirse en sus afectos más “indignos” para presentarse sin
máscaras y sin poses ante un Dios que transforma el corazón desde adentro. Al entrar en esta etapa
probablemente la persona se perciba aún más imperfecta que como cuando empezó, y esa es la mejor
señal de crecimiento. Por esto los publicanos y las prostitutas le llevan la delantera a los fariseos: porque
no aparentan rectitud, son auténticos, y a partir de esa autenticidad, Dios es capaz de obrar la
transformación. En cambio, quien cumple con todos los preceptos, aun teniendo el corazón corrompido,
no será capaz de descubrir qué es lo que Dios es capaz de transformar en él. Pues, desde su mirada, él
“ya lo hace todo bien”, y de no hacerlo, solo debería esforzarse más, redoblar la disciplina, las oraciones
y los ayunos, con tal de limpiar la estatua de su propia imagen, esa que pretende presentar como
ofrenda ante Dios, pero que solo consigue usurpar Su lugar.

Como comunidad que apunta a la adultez espiritual, les animo a poner la mirada en aquella
transformación auténtica, aquella que surge de la oración y de la amistad sin marcaras ni poses.

Gracias por leer hasta aquí.

¡Que Dios bendiga siempre su camino!

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