Sie sind auf Seite 1von 10

La Post-Argentina; o el envilecimiento de la modernidad.

Ernesto Funes
(UBA, UdeSA, IDAES/UNSAM)

En este artículo me propongo examinar algunas de las características estructurales de la


sociedad argentina aplicando conceptos de la teoría sociológica clásica, a partir de una
interrogación sobre la condición de la sociedad argentina en tanto que 'sociedad moderna'. En
este sentido, cuatro conceptos serán articuladores principales de mi análisis: el concepto de
'sociedad', el de 'sociedad moderna', la distinción propuesta por David Lockwood entre
'integración social' (relación de cooperación o conflicto entre actores) e 'integración sistémica'
(relación de complmentación o tensión estructural entre diversas instituciones o patrones
institucionales)1; y la distinción entre orientaciones 'universalistas' (generalizables) y
‘particularistas’ (no-generalizables) de acción, propuesta por Talcott Parsons.
Con el concepto de 'sociedad'2 me refiero aquí al ordenamiento institucional regulador de las
relaciones entre los grupos o actores de una comunidad; con el de 'sociedad moderna', a un
determinado tipo de diseño institucional de las relaciones sociales, cuyos dos rasgos
estructurales y distintivos son, de acuerdo a un amplio consenso en el campo de la teoría
sociológica, al alto grado de diferenciación funcional de sus instituciones (con las consecuentes
racionalización, especialización y despersonalización de sus prácticas); y la ampliación de los
grados de integración e inclusión social, orientada a la universalización e igualación de las
condiciones de membrecía social, o ‘ciudadanía’.
Partiendo de la distinción clásica propuesta por el sociólogo inglés David Lockwood entre los
planos de la 'integración social' y de la 'integración sistémica', y de la relación de subordinación,
propuesta por este autor, de la primera dimensión a la segunda, sería posible pensar, sin
embargo, en una inversión 'anómala' de esta relación propuesta por Lockwood, en la que el
ordenamiento sistémico (institucional) se encontrara subordinado a una forma de

1
En base a esta distinción se recurrirá en ocasiones a otra, inspirada en ella y de ella derivada: la que propone J. Habermas entre
‘mundo de la vida’ y ‘sistemas’.
2
En mis clases universitarias sobre la teoría de Talcott Parsons, suelo presentar el concepto parsoniano de ‘sociedad’ como el
de un ‘sistema social al cuadrado’. Pues, para este autor, un ‘sistema social’ es un tipo de sistema de acción, consistente en ‘un
conjunto ordenado de relaciones sociales’ (esto es, una ‘institución’). En base a esto, una sociedad no es sino un tipo de sistema
social, el más amplio y abarcativo, que consiste en ‘un conjunto ordenado de sistemas sociales’ (o, en otras palabras, ‘un conjunto
ordenado de instituciones’). Obsérvese que a todo sistema le subyace un ‘orden’ -esto es, una ‘estructura’-, y que para este autor,
el origen del orden de los distintos sistemas de acción es un ‘sistema cultural’, que consiste en un ‘conjunto ordenado de
símbolos’ cuya función es estructuradora, ya que da lugar a un ‘consenso normativo subyacente’, generador de expectativas de
acción, que le permiten a cualquier actor saber qué esperar de otro/s en una situación normativa determinada, y cómo
desempeñarse correctamente en ella (desempeño de roles) en base a criterios internalizados y compartidos, esto es, culturalmente
‘legítimos’.

1
enfrentamiento o conflicto social, que giraría precisamente en torno a la definición o imposición
misma del orden institucional que habrá de resultar dominante y legítimo. Aquí, como vemos, se
invierte toda la jerarquía propuesta por Lockwood: el plano social prevalece sobre el sistémico;
pero a la vez en aquél primer plano la des-integración (o conflicto) social prevalece por sobre la
integración o cooperación social: el conflicto social domina la lógica de la integración
institucional o sistémica, y por ello no es posible reconocer la vigencia de un orden institucional
estable, sino que él mismo es lo que se encuentra siempre, endémicamente, en discusión. Si,
por otra parte, entendemos por ‘sociedad’ el tipo de diseño u ordenamiento institucional
predominante en la regulación de las relaciones entre los miembros (individuos y grupos) de un
colectivo humano o ‘comunidad’, de la propuesta anteriormente expuesta se desprende que en
un contexto conflictivo como el descripto, en el que está en discusión la legitimidad del tipo de
ordenamiento institucional vigente, no puede hablarse siquiera de la existencia o plena vigencia
de una ‘sociedad’ en sentido conceptual, sino de la institucionalización de hecho del conflicto
social endémico como práctica generalizada, que impide la estabilización de cualquier tipo de
ordenamiento institucional definido. Al mismo tiempo, y ahora en base a las definiciones
weberianas clásicas, el predominio aquí caracterizado de una lucha entre grupos o facciones
que pugnan por definir el ‘orden legítimo’ impide que en este caso se pueda hablar, tampoco, de
'comunidad' (como relación “basada en un sentimiento de pertenencia a un mismo todo”; y
concepto opuesto al de ‘lucha’).
El tipo de relación entre ambas dimensiones anteriormente descripto (predominio del conflicto
social por sobre la estabilización y legitimación de un orden institucional) favorece la generación
y expansión de una situación que podríamos caracterizar como de déficit institucional, a la vez
que de déficit de modernización, por la precariedad de los criterios abstractos, formales e
impersonales (derivados de la aplicación de principios universalistas), tanto para la
diferenciación y autonomía institucional, como para la inclusión social. Por lo que puede
afirmarse que en estos contextos las instituciones modernas (los ‘sistemas funcionalmente
diferenciados’) se hallan altamente obstaculizados en su funcionamiento, a la vez que
contaminados por la lógica conflictiva y particularista predominante en las relaciones
intergrupales -propias de un mundo de la vida cotidiana basado, no en el entendimiento
dialógico racional (como se plantea en el modelo habermasiano), sino en diversas formas de
lealtad personal a grupos e intereses particulares-. En base a ello, puede afirmarse que en un
caso como éste se hallan deterioradas las condiciones que se presentan como pre-requisitos
sistémicos definitorios de un ordenamiento social ‘moderno’, debido a la permanente
interpenetración entre ambas dimensiones -la social o grupal y la sistémica o institucional-; lo

2
cual impide una completa autonomización institucional, por un lado; y la formalización y plena
vigencia de relaciones sociales basadas en principios universalistas (deslocalizados y
despersonalizados) de ciudadanía, por el otro.
En un contexto como éste, la diferenciación y racionalización institucional se encuentra
‘intervenida’ por las relaciones intergrupales, en primer lugar, y carecen por ello del suficiente
grado de autonomía para operar de un modo despersonalizado, impersonal, y formalmente
‘racional’. Pero ello a su vez deriva de que las propias relaciones de ‘integración social’ asumen
la forma de un conflicto endémico. Aquí, quisiera enfatizar, el problema de la ‘inclusión social’ se
encuentra intervenido, no sólo por los efectos ‘verticales’ y estratificatorios de la operatoria de
los modernos ‘sistemas funcionalmente diferenciados’ (el económico, el educativo, el sanitario,
el jurídico, el político, etc.); sino por un problema que afecta a la regla o principio mismo que
ordena las relaciones sociales (en un nivel ‘horizontal’): la regla es la ausencia de reglas, o la
prescindencia de la existencia de reglas -la anomia-; el lazo social primario es el de la guerra
entre identidades particularistas -donde las mismas no son las que priman, sino que operan sólo
como premisa para la ‘exclusión del otro’: el enfrentamiento y la rivalidad con el otro funcionan
como premisa de la construcción de la propia identidad, y del establecimiento de los lazos
sociales primarios.
En un contexto como el que se describe no puede hablarse de ‘sociedad moderna’; ni incluso,
en última instancia, de ‘sociedad’ como tal3. La sociedad moderna se halla en este contexto, no
obstaculizada por resabios tradicionalistas pre-modernos, sino envilecida en sus propios
términos; por la permanente precarización de sus fundamentos institucionales característicos,
debida al predominio de un conflicto social endémico (basado en la disputa en torno a dos
principios institucionales que pueden, ambos, reivindicarse como ‘modernos’; pero formulados,
a su vez, en una versión ‘particularista’; es decir, no-universalizable), por sobre la
institucionalización de un orden sistémico de vigencia estable y general. La causa última de esta
precarización institucional, y de las restricciones a la plena inclusividad social, es precisamente
el carácter particularista del contenido o la aplicación de los proyectos de sociedad propios de
los actores implicados, y su incapacidad de formular proyectos representativos de intereses
generalizables, y con ello de programas universalistas de inclusión e institucionalización social.

3
Como es sabido, en su modelo de ‘análisis de la sociedad en dos niveles’, Jürgen Habermas se sirve de la distinción entre
mundo vital y sistemas para denunciar la ‘colonización sistémica del mundo de la vida’. El modelo explicativo que aquí
propongo, en cambio, resulta de una doble inversión del argumento habermasiano, en la que: a) son los sistemas los que son
‘colonizados’ por la lógica del mundo de la vida; y b) éste no se halla racionalizado, ni resulta susceptible de racionalización, por
medio de una ‘orientación al entendimiento dialógico’ de la comunicación, sino que la misma se halla obstaculizada y pervertida
por una orientación endémica al enfrentamiento, la hostilidad y la guerra, sobre la base de principios y orientaciones no
generalizables, o ‘particularistas’. Esto es, me sirvo aquí de las herramientas del modelo habermasiano para argumentar que el
caso argentino representa el ‘non possumus’ de la sociología.

3
Si bien ambos proyectos institucionales en pugna han sido secularmente opuestos bajo los
rótulos de 'nacional' vs. 'liberal', quisiera sin embargo proponer que, a los fines de la orientación
sociológicamente fundamentada de mi argumentación, las denominaciones más adecuadas
para su caracterización son las que derivan de la distinción entre `principios universalistas' y
'particularistas' de orientación de la acción (retomados de las célebres ‘pattern variables’
propuestas por el sociólogo estadounidense Talcott Parsons). La clásica oposición
'liberal/nacional' sugiere que una de estas posturas representa a una parte (mezquina y egoísta),
y la otra al todo; y por ende que una de ellas encarna principios universalistas, y la otra es
presentada como una facción particular, negadora de iguales derechos para todos -de hecho,
periódica y alternativamente ambas posiciones han intercambiado estas cargas de valor-. Sin
embargo, quiero sostener que en nuestro contexto histórico-social ambas orientaciones se han
caracterizado, y lo hacen aún, por una orientación particularista y no generalizable de sus
intereses y programas, que impide la plena institucionalización de principios societales
ampliamente inclusivos, de caracter y orientación universal, que permitan cancelar la hostilidad
y el estado de guerra como principios de orientación social atávicamente arraigados en nuestras
prácticas sociales.
Quiero detenerme un instante en este punto. Considero que es preciso enfatizar que, a lo largo
de la historia, ninguno de estos proyectos alternativos de nación ha podido ser interpretado, en
sus contenidos y formas de aplicación institucional, como de caracter generalizable (y por ende
basado en principios y orientaciones universalistas), sino como dos tipos diversos de
particularismo: uno de tipo individualista-elitista, y si bien formalmente igualitario, a la vez
fácticamente excluyente (o basado en normas y procedimientos indiferentes a las
desigualdades sustantivas); y el otro de tipo tradicionalista-comunitarista-localista, basado en un
colectivismo sustantivo no generalizable; a la vez que sustantivamente excluyente de un cierto
tipo de principios, valores e instituciones: precisamente aquellos de caracter
universalista/formal/impersonal -a los que se considera a un tiempo impersonales y abstractos, y
extraños a la propia identidad cultural-.
Una de estas orientaciones es particularista 'de hecho', a pesar de sus principios
abstractamente universales, debido al caracter meramente formal de su pretendido igualitarismo
de derechos, y por la discrepancia entre sus valores y proyectos ‘universalistas’ y sus intereses
y prácticas elitistas, no generalizables, indiferentes a la desigualdad real, y por ende
socialmente excluyentes en su aplicación institucional práctica. La otra orientación es
particularista 'de derecho' y por principio, de un modo explícito y consciente, ya que no funda
sus proyectos institucionales en la creencia en normas, valores o proyectos universales y

4
generalizables (aplicables de igual modo a cualquier individuo), sino en la pertenencia de los
individuos a distintos grupos con identidades, intereses y valores objetivamente diferentes, y en
la existencia de tradiciones e identidades sustantivas de carácter comunitario y grupal,
herederas, ya de las comunidades locales tradicionales, ya de la herencia cultural derivada del
pasado colonial hispánico, ya -en la curiosa versión 'post-moderna' de la misma (legitimada por
ciertas tendencias recientes, anti-modernistas, vigentes en las ciencias sociales), en las
prácticas y valores de los llamados ‘pueblos originarios’, o cualquier otra tendencia cultural
anti-moderna y anti-occidental (que identifica falsamente el universalismo de valores con el
imperialismo y las luchas de poder a escala global). El grupo de pertenencia identitario
privilegiado por esta posición es el denominado 'pueblo', como colectivo detentor de demandas
y valores sustantivos, idiosincráticos y distintivos. En base a sus criterios identitarios y culturales
pretendidamente propios y diferenciales, se pretende afirmar, entre otras cosas, que la
comunidad nacional posee 'modos propios' de resolver los grandes problemas institucionales,
económicos, políticos, etc.; que los mismos son idiosincráticos, y que permiten renegar del
proceso de aprendizaje histórico de procedimientos, formas, técnicas y modalidades de acción
'ajenos a nuestra tradición' -esto es, los procedimientos propios de los ámbitos de actividad
altamente racionalizados, despersonalizados y estandarizados, propios de una cultura y
organización social moderna existente a nivel mundial-. Se reivindica así como singularidad
histórica e identitaria la incapacidad de y resistencia a implementar procedimientos formales de
aplicación universal.

Ambas posiciones ideológico-políticas tienden a incurrir en 'contradicciones ilocucionarias' o


'performativas', entre el universalismo contenido en sus enunciados, y las prácticas e
instituciones implementadas por los sujetos de la enunciación: en un caso, por la discrepancia
entre el universalismo abstracto proclamado, y la implementación de reglas formalmente
igualitarias que desconocen la situación sustantivamente desigual de los distintos grupos
sociales a las que se aplican; y en el otro, por un falso universalismo, de caracter colectivista y
comunitarista, que consiste en la sustitución del individuo o el ciudadano por los distintos grupos
constitutivos de ‘el pueblo’ como sujeto colectivo hegemónico (lo que conlleva una orientación
excluyente y crítica, tanto de principios generalizables, como de los grupos ‘enemigos del
pueblo’, así como del pluralismo y la oposición, dentro de la propia comunidad), y por favorecer
y fomentar prácticas sub-institucionales basadas en la lealtad y dependencia de tipo personal y
grupal, o la pertenencia o afiliación compulsiva a ciertas redes o clanes informales que operan
como grupos de influencia y poder, para poder acceder a prestaciones y servicios que no son

5
considerados derechos universales, sino prestaciones 'solidarias' a cambio de
contraprestaciones políticas de tipo clientelar; o a los fines de obtener de modo patrimonialista
beneficios, protección e impunidad.

Ahora bien, en la historia que narro -una historia de luchas sociales endémicas (finalmente
directas o físicas, es decir: enfrentamientos armados) por la imposición del orden sistémico o
institucional dominante-, nunca el grupo militar o físicamente derrotado ha aceptado
simplemente su derrota como una derrota 'social', y ha por ello tratado de conservar siempre los
medios de impedir la 'victoria sistémica' del otro. El resultado de todo ello es que nunca, por
tanto han existido, ni un ‘proyecto de país’ explícita y deliberativamente consensuado; ni uno
claramente vencedor. La situación así descripta se presenta, por ende, como la opuesta a
aquélla connotada por el concepto político de 'hegemonía'.
Sin embargo, esta incapacidad de aceptación de los resultados inapelables del
enfrentamiento armado o militar entre los grupos sociales, en pos de la imposición de los
respectivos proyectos institucionales ('sistémicos'), ocurre de un modo muy singular: el grupo
derrotado siempre conserva, en cada caso, si no el poder de 'controlar' o dirigir el proyecto a
imponerse luego de su derrota militar, sí al menos la capacidad de 'condicionar' -esto es, de
impedir, boicotear, o bloquear- el proyecto del vencedor. Así, el vencedor nunca consigue
imponer plenamente la 'pureza' de su propio proyecto. Los derrotados, que no pueden imponer
su proyecto, exigen a cambio de la facilitación o viabilización del proyecto vencedor, una
participación en el mismo bajo la forma de una cuota de poder o beneficios para sí, que lo vuelva
'legítimo' y tolerable para los grupos vencidos. De otro modo, no habrá proyecto vencedor
posible ni realizable. Y, finalmente, los vencedores 'sistémicos', incapaces de afirmar su victoria
sin resistencia social, acaban, en aras de la estabilidad e imposición final de su propio orden, por
transigir siempre en que sean los grupos derrotados los que 'gobiernen', o controlen la gestión y
aplicación del proyecto, sobre la base de que los mismos apliquen y respeten, o no intenten
sustituir, los principios del proyecto sistémico vencedor en la lucha social. Por su parte, los
derrotados comprenden que no tienen fuerzas suficientes para imponer su propio proyecto
alternativo, pero sí para exigir condiciones de participación y gestión del proyecto vencedor -por
lo tanto, para legitimarlo 'socialmente'-. Así, son los grupos socialmente derrotados los que
'gobiernan' -acceden formalmente a las posiciones institucionales de poder de la sociedad-, pero
sólo para gestionar y controlar las instituciones ‘sistémicas’ propias del proyecto o modelo de los
grupos vencedores (a fin de ampliar su propia participación, legitimarlo socialmente, y controlar

6
sus consecuencias 'socialmente peligrosas' para sus propios intereses). Por ello el proyecto
sistémico vencedor siempre se impone bajo la condición de que el mismo sea formalmente
gobernado y gestionado por los grupos sociales subordinados y derrotados por el mismo. A esta
práctica se la denomina ‘democracia’. Por el contrario, a la situación en la cual el grupo
socialmente vencedor ejerce por sí mismo el ejercicio del poder sistémico (institucional), se lo
denomina ‘dictadura’.
De este modo, la fórmula 'ni vencedores ni vencidos', se explica en términos de que ni los
vencedores son auténticos vencedores, ni los vencidos auténticos vencidos (lo mismo ocurre
con aquella otra fórmula de nuestra tradición histórica que reza: 'la victoria no da derechos').
La consecuencia de todo esto es que, en estas condiciones, ningún proyecto de país puede
imponerse finalmente: ni el proyecto de los derrotados, ni el de los vencedores. Ni el proyecto
elitista, ni el comunitarista. No triunfa ni el 'globalismo' o proyecto modernizador ('liberal'), ni el
'nacionalismo' o proyecto ‘nacional y popular’. O empatan, y se obstaculizan y boicotean
mutuamente, o coexisten bajo la forma de una curiosa mixtura, que implica una distorsión mutua
de ambos principios. Ambos siguen vivos como retórica política y discurso identitario, pero
ninguno tiene posibilidad de imponerse plenamente ni organizar el país (excepto de un modo
dictatorial, a la vez inestable, precario e ilegítimo). Finalmente, al confundirse o fusionarse de
este modo los diversos proyectos en pugna, no existe ni proyecto de país que pueda siquiera
articularse discursivamente (pues ambos se presentan como mutuamente excluyentes, y en su
sola enunciación explícita conducen a la incitación a la guerra), ni tampoco una 'clase dirigente'
que pueda proponer y vehiculizar un proyecto global de nación para la nación -ya que en ambos
casos se trata de proyectos particularistas/no-generalizables; y por otro lado, cada grupo se
ocupa de obstaculizar la plena institucionalización del proyecto del otro-.
Las alternativas históricas de este proceso han sido fundamentalmente dos: o la imposición
sistémica de un orden excluyente de los intereses de la otra parte, bajo la forma de un régimen
oligárquico o de democracia restringida, del hegemonismo autoritario antipluralista, o de la
dictadura militar represiva y exterminadora; o -en el proceso que se inaugura hace unos 35
años– la coexistencia y legitimidad institucional y social de los diversos grupos e intereses en
pugna, en el contexto de la estabilización formal del estado de derecho liberal4, que opera a su
vez como condición de posibilidad de una progresiva ‘fusión’ de proyecto sistémico y actores
sociales, bajo la forma de un ‘pacto espúreo’ de gobernabilidad mediante el cual el régimen
institucional liberal es ‘colonizado’ por actores y prácticas de orientación populista y clientelar

4
El único marco o diseño institucional que -en la medida en que esté vigente y sea respetado- puede impedir que la hostilidad
endémica desemboque finalmente en una guerra abierta de facciones (esto es, en el enfrentamiento físico violento orientado al
exterminio del enemigo).

7
(como variantes del comunitarismo), de tal modo que la simbiosis entre los mismos se da bajo la
forma de prácticas de gobierno propias del surgimiento de un ‘estamento político’ de orientación
populista, que de modos más o menos formales o informales se apodera de la gestión de las
instituciones públicas de un régimen institucional basado en un orden constitucional
democrático, republicano, pluralista y liberal. Es así como, bajo el contexto institucional del
estado de derecho y la democracia bi-partidista, no surgen actores, orientaciones o ideologías
características del moderno conflicto industrial clasista, y basados en principios cívicos
universalistas (indvidualistas o colectivistas), sino que se fusionan las instituciones políticas
liberales del estado de derecho (propias de una sociedad moderna) con actores y prácticas de
orientación hegemónica populista, que los colonizan y contaminan. Estos actores tienen su
origen y soporte societario en el contexto de procesos de modernización truncos, en los que
tienden a fusionarse orientaciones 'modernas' y urbanas, con orientaciones tradicionales,
comunitarias y localistas, en la forma de un típico proceso de 'asincronía' germaniana, sólo que
no de tipo transitorio, sino estructural-sistémico (como forma de resistencia defensiva a la plena
instauración de principios institucionales universalistas y generalizables).
Del proceso mismo de esta combinación entre victoria sistémica y derrota social, se deriva una
mixtura, fusión o 'contaminación perversa' entre los lenguajes y discursos propios de cada
proyecto en pugna: el liberal-elitista, y el nacional-populista, que afecta a los modos de
comunicación pública y cotidiana -y por ello, a los procesos de auto-comprensión de la
sociedad-. Así, el liberalismo sistémico (que supone la autonomía institucional articulada con
contextos de deliberación pública racional igualitaria) queda impregnado inescindiblemente de
valores, usos y costumbres propios de una interpretación ‘populista’ del mismo, provenientes de
mundos vitales no racionalizados-, lo que afecta particularmente a la dimensión comunicacional
propia de la reproducción del mundo de la vida cotidiana. Esto desemboca finalmente en una
tendencia general a la comunicación conflictiva; basada en la impugnación, no de los
enunciados, sino de los sujetos mismos de la enunciación como tales, y en la banalización o
envilecimiento de los argumentos propios y del otro (o del proceso mismo de argumentación, y
de los espacios públicos de deliberación). A este proceso es a lo que quiero referirme como
'envilecimiento', 'degradación', o 'lumpenización' de la comunicación lingüísticamente mediada,
que a su vez -como se ha dicho– deriva del tipo de relación conflictiva y antagónica que
establecen los mencionados grupos y proyectos de tipo particularista/no-generalizable, que a
la vez participan de, comparten, y disputan los espacios públicos que caracterizan a este tipo de
'mundo de la vida cotidiana' al que nos estamos refiriendo. Lo que queda así impugnado es el
sentido del lenguaje como espacio común de interlocución, y de los espacios públicos y la

8
deliberación plural como forma de esclarecimiento y autocomprensión social. Llegamos así a
una situación de ‘comunicación sistemáticamente envilecida’, como producto del endémico y
constitutivo enfrentamiento social.

Bajo esta lógica de corrosión mutua y distorsión de los proyectos del otro, ningún régimen
institucional puede imponerse ni tener validez. Incluso el sentido de las normas y reglas tiende a
difuminarse y desvanecerse en el doble sentido, la suspicacia y el cinismo. Tiende a
generalizarse en este contexto la 'orientación egoísta' de la acción de que hablaba É. Durkheim
(orientada sólo por las propias representaciones individuales), y a minarse la bases del
'altruismo' (acción orientada por el respeto a 'Otra-cosa-que-yo') y la 'solidaridad' (fuerza
cohesiva de los grupos y sociedades). La hostilidad social como principio de la comunicación
cotidiana desemboca, cotidianamente, en episodios de agresividad y violencia en los diversos
ámbitos de interacción social. En condiciones de guerra sistémica, no puede haber instituciones,
ya que las mismas son siempre percibidas por todos tan sólo como instrumentos de coerción y
dominación de los vencedores sobre los vencidos; o como obstáculos a los propios fines e
intereses, que deben ser astutamente sorteados. Por ello, en un contexto 'social' como éste, no
pueden existir, ni la 'comunidad', ni la 'sociedad', en sus acepciones weberianas clásicas.

-o0o-

Como conclusión, quiero reiterar que todo el proyecto de este texto apunta a explicitar un cierto
tipo perverso de institucionalización de las relaciones sociales, que a mi juicio constituye la
estructura última y latente, ordenadora de los procesos, las interacciones y los conflictos
cotidianos, así como de las coyunturas históricas de nuestra sociedad en los últimos
doscientos años. En su base se halla una curiosa imbricación o 'conciliación' de principios
particularistas y por ello mutuamente irreductibles, que sin embargo coexisten simultáneamente,
con la consecuente perversión, degradación y envilecimiento de todas las comunicaciones,
instituciones y prácticas sociales modernas. La sociedad argentina se jactó durante mucho
tiempo, tanto de su inclusividad e igualitarismo, así como de su 'modernidad'. Pues bien, creo
que lo que está en juego al cabo de estos doscientos años de historia, son los valores y
principios mismos de la sociedad argentina, tanto en su caracter de 'sociedad moderna', como
en su condición de 'sociedad' sin más.
Creo que en la actualidad estamos nueva y recurrentemente replanteándonos los principios de

9
fundación de las bases elementales de una sociedad moderna (aquel proyecto que se abrió en
1810): las condiciones de una inclusión y ciudadanía plena y generalizada, así como de un
régimen de instituciones racionales, especializadas, autonomizadas de vínculos de influencia
personal, y funcionalmente eficaces-. Ahora bien: creo que tanto el problema de la ley, como el
de la inclusión social, requieren no sólo solucionar el problema de la desigualdad, sino, antes
que nada, el problema de una identidad y una historia fundadas en la guerra.

Argentina, como sabemos, tiene dos fechas patrias, lo que habla de dos nacimientos, y de dos
problemas fundamentales. En 1810 tuvimos nuestro primer gobierno patrio: el gobierno de los
criollos en una colonia hispánica. En 1816 declaramos nuestra independencia de España (y de
toda otra dominación extranjera). Pero no pudimos dictar una constitución. En el primer caso
tuvimos un gobierno sin Estado; en el segundo, un Estado sin gobierno y sin nación. Se inició
allí la etapa de la anarquía y las guerras civiles, y nuestra primer dictadura por aclamación
popular. Todo nuestro dilema - toda nuestra tragedia argentina- gira en torno a este hiato, que
se constituye en falta constitutiva: la incapacidad de someter la libertad, el deseo y la voluntad, a
la Ley.

E.F.
(Resumen para la presentación oral de la ponencia: “Envilecimiento de la Modernidad.
Bicentenario de la Argentina: Un siglo adelante, dos siglos atrás.”; presentada en el Congreso:
“Revolución, emancipación, democracia e igualdad: 1810-1910-2010”, realizado en la Fac. de
Cs. Sociales, UBA; Buenos Aires; 21, 22, 23 de octubre de 2009. Revisión y notas del 2018)

10

Das könnte Ihnen auch gefallen