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LA SUBLIMACIÓN DE LOS INSTINTOS

El valor de una cultura depende directamente del modo de selección que ha


conducido a ella todas las formaciones e instituciones que sirven como instrumentos de
culturización llevan a cabo un proceso de selección de un tipo humano predominante.
En la cultura griega ese tipo fue el hombre afirmativo dionisíaco; en la cultura cristiana
europea ha sido el nihilista reactivo y decadente. Mientras en la cultura griega, el
aspecto fundamental de su proceso de selección fue la búsqueda de instintos
poderosos, en la Europa cristiana se ha cultivado a fondo “la moralización y el
reblandecimiento enfermizos gracias a los cuales el animal hombre acaba por aprender
a avergonzarse de todos sus instintos”.

Cultura superior sería, pues, la que persigue una elevación del valor del tipo
humano seleccionado, activando los instrumentos capaces de favorecer el crecimiento y
la acumulación de la fuerza junto con la capacidad de dominarla. Esta sería la cultura
propiamente afirmativa en la medida en que coincidiría en su orientación con el
movimiento característico de la vida que, como voluntad de poder, es voluntad de una
mayor potencia y fuerza. Si la vida es esta tendencia a un estado máximo de potencia,
el nivel máximo al que pudiera llegar un ser vivo determinado no puede tener nunca la
forma de una descarga brutal e incontrolada de toda esta fuerza acumulada, sino su
retención, acumulación y autodominio. El tipo de hombre superior que viviera de
acuerdo con este impulso esencial de la vida se definiría entonces, al mismo tiempo,
por la fuerza de sus instintos y su capacidad para dominarlos.

La condición esencial a la que debe atender el experimento de transformación de


Europa hacia una cultura de la salud debe ser, pues, determinar cómo se acumula y se
domina el máximo posible de fuerza. Sabemos que favorecer la expansión de la
voluntad de poder en el individuo significa la intensificación de todos sus instintos y
afectos poderosos, lo que implica admitir la presencia del riesgo y el peligro. Pero hay
en esto una relación de retroalimentación que traduce el dinamismo de fuerzas propio
de la voluntad de poder afirmativa, porque la acumulación de fuerza crece cuanto más
grandes y peligrosas son las fuerzas que se llega a ser capaz de asimilar, lo que
proporciona las condiciones óptimas de poder para utilizar esa fuerza en la creación de
una cultura excepcional. La regla de conducta a seguir será, por tanto, “dominar las
pasiones, no debilitarlas ni extirparlas”.

Ahora bien, en la organización interna de las fuerzas de todo organismo vivo rige
una especie de economía de la energía en virtud de la cual una fuerza o un afecto se
intensifica y se impone siempre a expensas de otros afectos. De manera que esta regla
de potenciar las pasiones en lugar de debilitarlas no debe entenderse como un
favorecimiento indiscriminado de todos los apetitos y pasibilidades de adquisición de
fuerza, sino que implica el fortalecer ciertos instintos en detrimento de otros cuyo
crecimiento debería verse frenado. Si una pluralidad de instintos concurrentes se
desarrolla al mismo tiempo sin una organización jerárquica, ningún instinto dominante
tendrá la capacidad de liderar el autodominio del conjunto, que es lo que permite la
retención y la acumulación de la fuerza en lugar de su dispersión. Sería la situación de
lo que Nietzsche llama “la contradicción fisiológica”, es decir, la decadencia como
anarquía entre instintos que luchan entre sí derrochando la fuerza y debilitando al
individuo que, es, en consecuencia, incapaz de dominarse.

Es esencial que el fortalecimiento de los impulsos y pasiones del individuo se


produzca de acuerdo con la autorregulación de la fuerza que es propia de la voluntad
de poder afirmativa, autorregulación que se produce cuando los instintos se organizan
en función de ese centro de gravedad que es el impulso básico vital a la
autosuperación. Un ejemplo de quiebra grave de esta autorregulación lo ve Nietzsche
precisamente en el desarrollo excesivo de los elementos conscientes y racionales en el
hombre europeo. Lo que la hipertrofia de este impulso racionalista ha producido ha sido
la degeneración de la vida instintual al privarla de sus mecanismos de autorregulación
espontánea. Este es el trasfondo de la discusión que Nietzsche mantiene en relación
con el significado de la figura de Sócrates como exponente de la decadencia de la
cultura griega: “tener que combatir los instintos, ésa es la fórmula de la decadencia”.

La idea de partida en esta discusión es que el objetivo correcto de una buena


educación debe ser, ante todo, “tratar de alcanzar la seguridad de un instinto” de
manera que, al margen de la intervención o no de los elementos conscientes y
racionales, el individuo actúe con éxito en las diferentes situaciones de su vida de
manera espontánea, es decir, el automatismo, la inconsciencia, es lo que garantiza la
perfección.

¿Qué significa, en este contexto, la doctrina de Sócrates según la cual el mejor


modo de educar en la virtud es la dialéctica, o sea, la ilustración de la razón porque las
reacciones espontáneas e instintivas no pueden justificarse lógicamente? Las reacciones
espontáneas e instintivas cumplen con eficacia su función de instancias primeras del
comportamiento precisamente porque no pueden justificarse racionalmente, sin que
este les reste valor en absoluto. Cuando Sócrates trata de suscitar vergüenza en un
atributo necesario a la perfección está desnaturalizando los instintos al desenraizarlos
del suelo y defender el tipo de hombre abstracto. En adelante, los conceptos de bien,
de justo, de bello ya no son formas concretas de actuar o de ser, sino ideas abstractas
objeto de la dialéctica, tras las cuales se termina por buscar una verdad, una entidad en
sí y un trasmundo donde estas ideas son en sí: “la desnaturalización de los valores mo-
rales ha tenido como consecuencia crear un tipo de hombre degenerado, el hombre
bueno, sabio, feliz. Sócrates representa un momento de la más profunda perversidad
en la historia de la humanidad”.

La intensificación de la fuerza y su autodominio se logran evitando las situaciones


de conflicto interno entre instintos en función de una disciplina de autosuperación que
evita la dispersión y el descontrol. Esto ha de hacerse, sin embargo, justamente a
medida que se van asimilando e integrando el mayor número posible de pasiones, de
contradicciones y de personajes. Para mantener la autorregulación interna de las
fuerzas no es necesario negar nada. Es suficiente con que lo diverso o lo malo se
modere y se domine para que no altere interiormente el equilibrio. Es, según Nietzsche,
el sentido y la función que cumplía esa costumbre de los griegos de ofrecer fiestas a

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todas sus pasiones e inclinaciones “malas”.

La cultura griega era una cultura de la aceptación y la integración de lo diverso.


No asociaba la fuerza de la vitalidad con la mala conciencia como hizo después el
cristianismo, sino que hacía de una inteligente exaltación de los instintos fuertes una
condición de vida, una forma de coacción traducida en las costumbres y en las
instituciones. De este modo lograba sustituir las manifestaciones brutas de la pasión
por manifestaciones “espiritualizadas” en las que se traducía el triunfo de su voluntad
de poder fuerte y sana. Este proceso de espiritualización de los instintos, de
refinamiento, de divinización, es propiamente su sublimación como unión y armonía con
el espíritu en lugar del antagonismo nihilista entre pasión y razón.

Espiritualizar o sublimar un instinto es refinarlo con la ayuda de otros instintos que


le obligan a ejercer su fuerza para aumentar la acumulación total de la potencia, pero
dentro del equilibrio que mantiene la autorregulación del conjunto. Aquí por tanto, el
uso de la noción de espíritu como el instinto con el que se refinan las energías más
animales no tiene nada que ver con el concepto nihilista de espíritu como lo opuesto a
los sentidos y la pasión. Es decir, lo opuesto aquí a espíritu es la brutalidad de la
animalidad cuando carece de todo refinamiento, o sea, la barbarie, el fanatismo, la
obstinación ciega, etc. El espíritu es la ingeniosidad como riqueza de recursos para
dominar la fuerza de otro instinto y refinarlo. El espíritu no ejerce su ingeniosidad para
anular el instinto, sino para desplazar la manifestación de su fuerza. También la
sublimación de los instintos sigue la lógica de la voluntad de poder como
enfrentamiento de fuerzas a las que se logra dominar imprimiéndoles una forma: lo que
se logra es que el instinto sublimado no tenga ya el carácter de una fuerza capaz de
desencadenarse incontroladamente, sino la forma de un poder que se domina y se
utiliza para la creatividad. Es decir, bajo el proceso de sublimación, un instinto no
cambia su naturaleza específica. Incluso espiritualizado sigue siendo el mismo instinto.
Lo que cambia es la forma en la que se manifiesta su fuerza. La sublimación no sig-
nifica, en suma, ni represión ni suplantación, sino un determinado modo de desarrollo.

Por tanto, con la palabra sublimación, Nietzsche designa la acción de la voluntad


de poder que, en lugar de negar el caos de los impulsos, los ordena en dispositivos y
los somete a la ley de su autosuperación contante. El trabajo del artista no es fruto de
la negación, sino de la sublimación de los impulsos, en particular de los impulsos
sexuales. La sublimación artística es comprendida entonces como una “búsqueda
indirecta de los éxtasis del impulso sexual”. Lo que el artista comunica al espectador es
la exaltación de su propio cuerpo, la transfiguración de la vida que en él ha producido
ese estado corporal de sobreabundancia sublimada de fuerzas. Por eso, Schopenhauer
se equivoca cuando identifica los estados deprimentes del ascetismo con la sublimación
artística. En el hombre griego ve Nietzsche, en cambio, el modelo de esta sublimación
de los instintos. No obstante, no todo refinamiento o espiritualización de los instintos es
sublimación y triunfo de la voluntad de poder afirmativa. También la decadencia puede
usar el refinamiento desde la debilidad al servicio de una mayor eficacia del efecto de
su violencia. Y, curiosamente, Nietzsche señala el imperativo categórico kantiano como

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un ejemplo de este uso.

Cuando Nietzsche designa su proyecto de transformación del nihilismo como una


tentativa de renaturalizar al hombre no está hablando, ni de una vuelta a la animalidad
prehumana, ni de un dejarse llevar, sin más, por la fuerza de los instintos primarios.
Nietzsche emplea el término “renaturalización”, o retorno a la naturaleza, en un sentido
intencionadamente antirousseauniano, en la medida en que la moral es estimada por él
como contranaturaleza. Pero no por eso su propuesta es la de una liberación amoral o
inmoral de las fuerzas primarias del individuo. Desde luego Nietzsche defiende la
recuperación del mundo instintual más allá del mundo de las convenciones y de las
abstracciones creadas por la moral europea: el instinto no se entiende ya como la
naturaleza en sí del hombre, como su “cosa en sí”. Es el resultado de un proceso de
configuración, de moldeamiento, de regulación de las fuerzas plásticas que rigen la
lucha del organismo con las fuerzas del medio. Por tanto, los instintos son algo
construido. No se puede hablar, partiendo de ellos, de ninguna naturaleza originaria del
hombre. Recuperar nuestro mundo instintual significa entonces reorientar su configu-
ración y sus relaciones de fuerza, desmontar el automatismo que ahora los rige como
resultado de una larga acción de doma y de represión, y sanearlos sublimándolos en un
sentido más constructivo.

La moral de los señores es justamente la de este nuevo ascetismo de los


fuertes como autodisciplina de los instintos y de la voluntad que capacita para dominar
el caos que se es y obligar al propio caos a convertirse en forma, o sea, en cultura
superior. Toda la primera parte de La genealogía de la moral está dedicada a criticar los
ideales ascéticos cristianos, eje de la moral de los esclavos. Analiza el ascetismo como
expresión de la mala conciencia, del espíritu de venganza y del odio y la negación de la
vida y de los impulsos (la vida no es más que un tránsito hacia otra existencia).
Nietzsche ve en este asceta cristiano una criatura descontenta, incapaz de liberarse del
profundo hastío de sí misma, infiel a la tierra y a la vida. Por el contrario, la moral de
los señores está presidida por un nuevo ascetismo basado en la afirmación del cuerpo y
de la tierra, que busca la máxima acumulación de energía para fortalecerse y crear.
Disciplina, pues, como la que Nietzsche admiraba en la cultura de los griegos y en su
arte clásico.

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