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En la parte superior de un
barranco hay un caminito
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© Frank David Bedoya Muñoz
Primera edición digital: Medellín, diciembre /2015
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37 años para 5 relatos, 1 ensayo y 2 conferencias. De todo lo
escrito hasta hoy, solo esto vale la pena perpetuar.
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Contenido
Relatos
I. Aures……………………………………………………...6
II. El niño que se hizo ateo sin conocer a Nietzsche………..10
III. El Tablazo……………………………………………...13
IV. El cura, las muchachas y el maestro perverso…………...16
V. Irse……………………………………………………....24
Ensayo
VI. Un mundo para Juliana…………………………………27
Conferencias
VII. ¿Por qué en Colombia nunca quisieron a Bolívar?............32
VIII. El eterno retorno del Libertador……………………...43
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I
Aures
Tengo una infancia atragantada, una ciudad atravesada como un puñal que se
quedó incrustado entre mis huesos y mis pensamientos.
Papá nos llevaba de barrio en barrio buscando siempre una vida mejor, pero no
durábamos mucho, siempre volvíamos a buscar de nuevo; las últimas casas -por
fin- todas fueron en Itagüí pero de ese pueblo yo no quiero hablar.
Parecíamos gitanos. Muchas veces mamá hacía la cuenta de todas las casas en que
habíamos vivido y siempre hallábamos que nunca eran menos de veinte. En una
de esas aventuras a papá le dio por llevarnos a Bogotá y con esa decisión
comenzaron los laberintos de nuestra existencia.
Tengo tres años, en este punto sucede el primer atisbo de mi conciencia. Voy en
un autobús, es de noche, estoy sentado al lado de la ventanilla, veo la oscuridad
de la noche como choreándose por la velocidad entre claros y oscuros de árboles
que se suceden rápidamente. A mi lado está una señora y un señor totalmente
extraños para mí, eran mis tíos, pero como saberlo. Me llevan de regreso a
Medellín porque estaba muy enfermo. No resistí el frío de la capital. Me han
separado de mi familia. A pesar de mi corta edad yo no entiendo, pero ya
“pienso”. Es un recuerdo que no me abandona, este episodio lo he contado mil
veces y de múltiples formas, es la memoria fijada sin tiempo ni espacio de un
niño que se marcha y que es condenado así a la soledad.
Luego en ese mismo lugar ingresé a la escuela León de Greiff. Siempre me gustó
ese nombre, desde que lo escuché. Mucho tiempo después, supe del poeta que
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tanto admiro hoy, y me alegré más por haberme entusiasmado desde niño con
aquel nombre tan esplendido.
Nos movíamos tanto, que el kínder, el primer año de escuela, y el segundo los
hice en tres instituciones distintas, ¡no me asombra ahora, como si fuera un
eterno retorno, que cada dos o tres años me hastíe la estabilidad.
No hay forma de terminar el año allí. Nos vamos para un nuevo barrio: Aures.
Hay que volver a buscar escuela a los niños, que triste para mamá tanto ajetreo.
La culpa no es de mi padre, sino de la sociedad que nos tocó vivir, de nuestro
descalabrado país.
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que me he paralizado en la puerta; he perdido el afecto del abuelo, me quedo solo
y con la vergüenza por ser un cobarde.
Papá compró un lote para construir una casa, estaba cerca a la casa alquilada
donde vivíamos. Pero el lote no era plano, era un barranco, un precipicio, una
ladera, compró un hueco para rellanar, costaba más el relleno de piedra que
construir la casa. Hijos de campesinos sin tierra, desarraigados en la ciudad. En el
lote nunca se construyó nada, papá lo volvió a vender.
Aures parece una cordillera, a un costado del barrio había un valle con una
pequeña quebrada, las aventuras consistían en ir por allá a recoger moras. Mi
hermano mayor, siempre temerario se iba más lejos. Un día se fue a una finca –
propiedad privada- y por robarse unos mangos lo agarraron a tiros. A él no le
daba miedo seguía con sus aventuras, yo prefería quedarme en casa. “Saca a ese
muchacho para la calle que se va a volver un güevón”, ahora le decía mi padre a
mi madre refiriéndose a mí. Un día a regañadientes salí, no había transcurrido
cinco minutos y una piedra se había estrellado en mi cara, coincidió que en ese
instante estaban “jugando” a tirar piedra. Regresé ensangrentado lleno de histeria.
Que me digan “güevón” yo a la calle no vuelvo. A mi hermano lo regañaban
porque amaba la calle, a mí me regañaban por lo contrario.
Aures tiene una panorámica privilegiada, se ve todo Medellín, el río, los edificios,
es como estar encima del mundo. Es estar rodeado de montañas, viviendo en la
parte alta de una montaña contemplando la ciudad. Un día mi otro hermano, el
menor, me dice, “¿David que habrá detrás de las montañas?” y él mismo se
responde: “Bogotá”. Yo, el “intelectual” lo corrijo, “No, nada de Bogotá, detrás
de estas montañas sólo hay más montañas”.
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Todas las calles de Aures –menos una, la principal- estaban sin pavimentar. Eran
de una tierra amarilla seca, tierra estéril, ni si quiera en los frentes de las casa
había jardines. Mi primer pensamiento pre-marxista: ¿Por qué no pavimentaran
todas las calles para que todos tengamos progreso? Ya estaba echado a perder, al
mismo tiempo mis hermanos jugaban tranquilos sin pensar tantas pendejadas.
A lo lejos en la ciudad sonó una gran explosión. “¿Qué fue eso papá?” –
“Mataron al gobernador”.
Días después las explosiones sonaron más cerca, a tan sólo una cuadra de nuestra
casa acribillaron a balazos a unas personas en una taberna, era de noche, los
disparos sonaron estruendosamente por varios minutos. A pesar que estábamos
resguardados en la casa, vi el terror en el rostro de mi hermanito menor, estaba
lleno de pánico, lloraba sin parar; ahí supe qué era la angustia verdadera. Desde
ese momento comprendí que mis propios temores eran trivialidades. El
verdadero miedo era otro, la muerte que siempre ronda en Medellín.
Papá tomó una decisión sabia. “Vámonos de Aures, acá se nos van a dañar
nuestros muchachos”. Nos fuimos. Nos salvamos. Pero, ¿para dónde?, para
Itagüí, ¿Acaso allá no era lo mismo? Al parecer por unos días no. Quedarnos en
Aures hubiese sido peor.
Tengo una infancia atragantada, una ciudad atravesada como un puñal que se
quedó incrustado entre mis huesos y mis pensamientos.
Anhelos y temor.
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II
El niño que se hizo ateo sin conocer a Nietzsche
«Ven Juan vámonos para el cuarto de atrás, aprovechemos que todos están
ocupados, no se van a dar cuenta». Sólo bastaron esas palabras pronunciadas por
una chiquilla que ni lo senos aún los tenía bien formados para que el pequeño
Juan ingresara al mundo inmisericorde de la angustia. «Dale», agregó la otra
amiguita con una mirada más lasciva. Juan estaba preso del pánico, pero a la vez
su cuerpo enclenque estaba estremecido por la excitación. Dos muchachitas -que
no tendrían ninguna aún los quince años cumplidos- estaban poniendo contra la
pared al inofensivo Juan que de hecho era ya un adolescente bastante nervioso.
Juan no era del todo inocente, ya sabía perfectamente a qué lo estaban invitando;
lo sabía muy bien porque días atrás una vecina -esa sí mucho mayor con sus
carnes más tensas y mejor formadas-, lo había iniciado en los recovecos del
placer, cuando en un día solitario aprovechó para enseñarle a Juan a jugar a los
«esposos que hacían el amor todas las noches».
Para aquellos días Juan tenía que aprenderse de memoria el credo y tenía que
hacer su confesión para su primera comunión. El credo no se lo aprendió, no
porque tuviera mala memoria, sino porque desde la noche en que rechazó a sus
amigas no había dejado de pensar en esa oportunidad que desperdició. La mente
de Juan era un caos, a ratos pensaba que había hecho lo adecuado y tenía su
«conciencia» tranquila y salvaguardada, pero la mayoría de las veces, lo asaltaba
un pensamiento más insistente, su mente no paraba de imaginar todo lo que
hubiese podido pasar esa noche y todo el placer que hubiese podido obtener. De
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esta manera Juan Cadavid con tan sólo once años de existencia ya se debatía
entre los problemas más acuciosos del bien y del mal.
Llegó el día de la confesión y como era de esperarse Juan olvidó la última parte
del bendito credo, luego pasó a la enumeración de sus pecados y esto fue lo
único que se le ocurrió: -«Padre he peleado mucho con mis hermanitos y un día
fui muy grosero con mi mamá». Lo de sus pensamientos lascivos lo dejó para sí.
El sacerdote de la más forma más mecánica y lánguida le impuso al muchachito
la penitencia de rezar dos padres nuestros, tres aves marías y lo despachó. Juan
ese día intuyó la tontería de ese sacramento y defraudado se marchó.
Mucho pensó que la vaina no pasaba por el cura sino directamente por Dios.
Dios seguramente sí se daba cuenta si él hubiese decidido pecar, y peor: ¡doble
pecado!, por el acto mismo y por el sacrilegio de hacerlo mientras los demás
estaban rezando. Así seguía Juan todos los días con estas cuestiones «teológicas»
en su cabeza, seguía al mismo tiempo con su máquina de pensamientos lujuriosos
por lo que no había sucedido y cada vez más con un mayor arrepentimiento por
desaprovechar tal oportunidad. Juan no tenía sosiego, parecía quieto pero su
mente no paraba de cavilar.
Un día se volvió a tropezar con una de las chicas y a Juan le sucedió algo peor.
Ella lo miró ahora no con lasciva sino con desdén. Ella lo miró, -o por lo menos
esto fue lo que Juan creyó- con una mirada de pesar y de vergüenza que decía,
«este niño fue un cobarde y un incapaz». Lo vio como quien no quiere ver, como
cuando las niñas ven a otros niños de su misma edad con cierta repugnancia. Ahí
sí Juan perdió la poca tranquilidad que le quedaba, ahora además su ego estaba
malherido, el arrepentimiento aumentó. Juan que no era un niño grosero, esta vez
sí pensó: «Cual pecador yo lo que soy es un güevón».
Pasaron los días, pasó la comunión y Juan siguió con sus soliloquios
interminables. Juan llegó a una conclusión decisiva para su vida: «Ese día hubiera
aprovechado la invitación, Dios no se hubiera dado cuenta porque Dios no
puede estar en todas partes a la vez… es imposible que al mismo tiempo nos esté
mirando a todos». Así razonó Juan. Un día en que la iglesia estaba vacía Juan se
sentó por un largo tiempo, -horas quizá- frente a una inmensa cruz. Miraba y
miraba al Cristo crucificado esperando que pasara algo, pero nunca nada pasó.
Juan se sintió engañado, frente a ese muñeco gigante de yeso pensó: «Si Dios no
puede estar en todas partes es porque a lo mejor en ninguna parte está».
Sin darse cuenta de lo mucho que este pensamiento lo había liberado, poco a
poco se desligó de ese sentimiento de culpa que tanto lo había atormentado.
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Por esos días tomó la costumbre de salir a caminar. A la iglesia nunca más volvió.
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III
El Tablazo
Se suponía que El Tablazo era menos violento que Aures, pero no fue así. En
cada calle, en cada esquina, jóvenes con mirada tenebrosa, «todos tirando vicio»;
así decían los mayores.
Cada tanto el barrio era estremecido por una balacera. De repente todos salían
corriendo, los gritos, un muerto, los curiosos salían a ver. Siempre el muerto era
un joven. Recuerdo uno en especial, un muchacho rubio de ojos azules, con una
sonrisa angelical, en una ocasión, después de la balacera, la muerte le tocó a él.
Observamos desde un balcón al asesino, también otro joven del barrio, que ahora
se dedicaba a la «limpieza social».
Durante muchos días estuve enfermo de paranoia. Nadie se dio cuenta pero el
estado de nerviosismo en que me encontraba, era ya un estado patológico. El
miedo que se apoderó de mí era insensato, creía que en cualquier segundo que
pasara por la calle iba a ser víctima de un disparo. No salí. No quería salir. Pasé
varias semanas en esa situación. Mis hermanos hacían su vida normal. La
violencia persistía pero cada semana, cada mes, cada quince días, no cada
segundo como lo temía yo. Al final, no sé cómo me tranquilicé.
«Arréglate vamos a visitar al primo que llegó de los EE.UU», no fui a ninguna
parte, me indignaba el elogio que hacía la familia y los vecinos, de aquel
muchacho flaco, que antes no era nadie, y que después se fue a los EE.UU y que
ahora que había regresado, era millonario. Desfile de autos nuevos y lujosos por
la cuadra, trago y sancocho para todo el barrio, el sujeto, con una gordura
desproporcionada ahora exhibía pesadas y grotescas cadenas de oro. Para todos
había regalo, a mí me tocó un llavero, un artilugio que emitía una luz roja en una
distancia considerable. Qué asco me da aún recordarlo. Embelesados con
tonterías gringas. Dinero por doquier. Hay que trabajar con el primo, ser amigo
de él, de sus amigos, o sea de los mafiosos. El héroe del barrio. El ideal del
Tablazo, irse para Estados Unidos a vender droga y llegar repleto de billetes.
Algunas casas del Tablazo se transformaron, tres, cuatro pisos, con acabados
lujosos. «Un muerto en la casa pero nos quedaron las casitas, bendito sea dios».
Las demás casas quedaron igual, apeñuscadas, casas feas, para un barrio feo, de
nombre feo. ¿A quién se le ocurriría de nombre para un barrio “El Tablazo”?
Nunca lo pude entender.
Mamá nos contaba que antes todo eran fincas, Calatrava, Ferrara, el Tablazo era
una loma, con una vista sin igual, unas cuantas casas, un paraíso con frutales que
muy pronto se acabó. Después, a mediados de los años cincuenta, empezaron a
llegar gentes de todas partes. Desarraigados a arrinconarse. A propósito, otro
barrio peor: El Rincón. “Si eres del Tablazo no se te ocurra pasar por el Rincón,
porque eres hombre muerto. Si eres del Tablazo no pases por las Acacias –otro
barrio vecino-, porque eres hombre muerto. ¿Entonces por donde llegar? ¡No ve
que el Tablazo queda en medio de los dos!»
Decidí salir, pararme por algunos días en una esquina, hacer amigos. ¿Qué se
hace en una esquina? Nada, fumar, esperar la balacera. Decidí volver al encierro.
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Pasaron los años, era hora de graduarse, no aprendimos nada. O mejor dicho,
sólo aprendimos a beber. Un baile de baladas norteamericanas a oscuras, otra
balacera.
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IV
El cura, las muchachas y el maestro perverso
Había jurado nunca trabajar más como profesor de colegios, y mucho menos en
un colegio religioso. Era muy ateo y toda la filosofía nietzscheana la tenía en su
cabeza, estaba afiliado al único partido de izquierda en su país y sentía que iba a
conquistar al mundo con las letras; pero la dura realidad del desempleo, las
deudas acumuladas y la pérdida inminente de su independencia económica, lo
obligaron a tragarse su juramento. Un viernes de una mañana de un calor
insoportable en Medellín, prestó un anticuado y caluroso cachaco; el nudo de la
corbata amenazaba con ahorcarlo en cualquier momento, y el sentimiento de
derrota lo llevaba arrastrado a una entrevista en un colegio parroquial.
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No se imaginó que pronto llegaría su decadencia, la humillación de verse
sometido, juzgado, cuestionado y proscrito de la sociedad, en manos de un cura
español franquista, con ínfulas de la inquisición medieval.
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Solo hubo un problema: después de cinco años de consolidación como maestro,
un complejo de lucha de clases lo hizo entrar en colisión existencial. El brillante y
joven maestro, con tan solo treinta años cumplidos, ya con su carrera profesional
terminada -obtuvo su grado como historiador a la vez que era profesor en este
tercer y magnífico colegio-, decidió renunciar, pero, esta vez, renunciar del todo a
ser profesor. No quería seguir enseñándole a hijos de la nueva burguesía de
Medellín para él seguir siendo un pobre maestro, por más brillante que fuera, al
fin y al cabo un pobre maestro. Su problema no era el dinero o la posición social,
su problema era otro: “uno pa’ qué de izquierda si termina educando a la
derecha”, así dijo, y renunció. Por esos días se identificó con “El maestro de
escuela” de Fernando González, y mandó su quehacer docente al carajo; se sentía
incomprendido y desengañado como Manjarrés.
En todo esto pensaba aquel ex profesor, molesto con la corbata y con los
recuerdos que lo apretaban igual o peor, aquella mañana en que, humillado,
después de tantas bravuconadas y juramentos; después de haberse dado el lujo de
ser expulsado en un colegio, no por malo sino por bueno; después de haberse
dado el lujo de renunciar en tan sólo seis meses de un colegio donde lo trataron
como un rey; después de haberse dado el lujo de renunciar al mejor colegio de
Medellín porque ya no quería enseñarle más a los hijos de la derecha; después de
haber jurado que no volvería a ser profesor, y mucho menos en un colegio de
curas; después de ambular uno, dos, tres años, más como historiador
desempleado porque eso era en lo que se había convertido; después de que
alguno de sus amigos de izquierda lo traicionara; después de constatar que en
Colombia alguien sin dinero desde la cuna, sin palancas, con un “pinche” pre-
gado que no servía para nada, no podría vivir de la investigación, no conseguiría
eso: vivir; que vivir como intelectual era una ilusión, ya casi un delirio patológico;
después de haberse regodeado como un pavo real, diciéndole al mundo: “por mi
voluntad de saber: triunfaré”; ahora derrotado, vestido como mesero pobre, con
una maldita corbata que lo asfixiaba, estaba sentado allí, en una sala de espera,
bajo un crucifijo, esperando que un cura lo atendiera para rogarle que le diera un
trabajo de profesor, atormentándose por la idea de que para conseguir ese mal
querido trabajo tendría que esconder todo su bagaje, toda su inteligencia, todo su
ateísmo, todo su izquierdismo, y tragarse todas sus palabras, todas sus palabrotas;
no sabía que tantas, algún día todas, se las tendría que atragantar.
Tuvo que fiar el fin de semana trajes con corbata: todos los días tenía que ir
vestido como un pingüino, así hiciera calor. Trató de apaciguarse, de no pensar
más en lo que fue y en lo que ahora no era. Se convenció a sí mismo de que tenía
que estar callado. Empezaron las rutinas, el colegio simulaba un orden militar
religioso sagrado: se comenzaba rezando en filas perfectas, donde cada profesor -
director de grupo-, ceremonialmente, revisaba el uniforme impecable de sus
alumnos; sin adornos, sin peinados extravagantes, estos jóvenes miraban a sus
profesores con rabia disimulada, con resignación. En pleno siglo XXI los padres
de familia de ese barrio elegían para sus hijos una educación confesional
extremista. Era tan oscurantista el colegio, que no había reuniones ni espacios de
discusión académica, sino reuniones para evaluar la disciplina. Había misas toda
la semana. A aquel profesor orgulloso, que en sus principios se negaba a pisar
una iglesia, le tocó aguantarse una misa semanal que le acribillaba su alma atea. Le
dieron, además, una carga académica desproporcionada, le tocaba dar clases de
sociales en todos los grupos, desde sexto hasta once. Era director de grupo de un
octavo, donde estaban los alumnos de la edad más complicada, situación que se
multiplicaba para el profesor tratándose de un salón de cuarenta o cincuenta
especímenes de esa edad.
Dado el grado de frustración con que llegaba a ese lugar y el agotamiento con
que salía de cada jornada, el profesor que antaño disfrutada compartiendo el
conocimiento con la juventud ahora iba tímido, bloqueado, sin saber por dónde
empezar a dar unas clases que no le importaban a nadie. Ahora solo era una
sombra de sí mismo; anduvo arrastrado los largos tres meses que estuvo allí,
callado, observando la educación más retrógrada del país, martirizándose al
recordar que estuvo en un paraíso de libertad tanto tiempo, y que ahora estaba
allí en esas tinieblas.
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Un día, a primera hora de la mañana, los directores de grupo fueron obligados a
tomar un pañuelo blanco para pasarlo por las mejillas de las alumnas asustadas
que estaban en fila militar, humilladas mientras los profesores verificaban con el
pañuelo que no tuvieran polvo. Ese día se sintió indignado al verse sometido a
cometer semejante vejamen contra las chicas; hizo como que pasaba el pañuelo,
pero no se atrevió a tocarlas por respeto a ellas y por compasión a él mismo, por
verse en esa situación. Luego vio al cura varias veces castigando a grupos
completos, haciéndolos subir y bajar escaleras por el lapso de una hora, mientras
los profesores, cómplices o víctimas, acompañaban al verdugo. Los ventanales de
los salones tenían unos vidrios que no permitían ver de adentro para fuera, pero
de afuera para adentro sí, de tal manera que el cura espiaba las clases junto con el
coordinador de disciplina por todos los corredores. Cuando encontraban algún
tipo de desorden entraban y regañaban al profesor por permitir tal indisciplina.
Los muchachos, crueles como suelen ser, se ponían más necios cuando querían
poner en aprietos a algún temeroso profesor.
Él, que había seducido a la juventud en el pasado con su palabra, ahora entraba a
dar unas clases de sociales de la forma más simple y mecánica, les inventaba
talleres para tenerlos ocupados y se quedaba largos ratos pensando en su
desdichada existencia. Así como cuando los perros olfatean el temor y en ese
instante es cuando deciden morder, los alumnos de los grados inferiores olían el
miedo y el fracaso que cargaba el profe para crearle las más grandes algarabías.
Con los cursos superiores, donde no tenía que ser niñero, en algunas clases, logró
sacar vestigios de su fuerza de orador, y dio algunas clases que se asemejaban a
sus buenas clases del pasado. Solo le tocaba en el grado once los miércoles, y
empezó a añorar que todos los días fueran miércoles para no enfrentar a los
niños de sexto a octavo, y llegar donde los grandes a enseñar algo que intentara
siquiera asemejarse a lo del pasado.
Otra rutina despiadada consistía en que, cada descanso, todos los alumnos tenían
que marchar, grupo a grupo, en filas de dos personas, dando varias vueltas
completas por todo el colegio, algunas veces caminando, otras corriendo, para
“apaciguarlos”; los profesores se paraban en sitios estratégicos para vigilarlos. En
esas circunstancias el profesor de sociales se vio enfrentado a esconder su mirada
de desaliento. En cada caminata de los muchachos él se sentía como un animal
extraño acorralado en su función de vigilante. Toda la pasión que un día tuvo
estaba estrangulada por ese ambiente de opresión.
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“pecar” de pensamiento; por otra, que le dijeran que él era un perverso que
estaba morboseando a todas las chicas del colegio era ya una injusticia.
No pasaron muchos días, el profesor seguía lúgubre, gris, con su mirada siempre
apuntando al suelo. Solo tratando de mirar furtivamente a aquella chica de la cual
se había enamorado con tanta insensatez, aunque ya no la podía mirar en secreto:
ahora todos sospechaban de él, era el motivo de murmuración de todo un
colegio. ¿Qué había ocurrido? Ocho años de gloria, reconocimiento, admiración,
que un día vivió. Y ahora, esos tres meses de sospecha, reproche, temor,
vergüenza, aislamiento, nulidad intelectual, culpa, pecado, él, precisamente él, que
fue tan ateo, tan libre, tan nietzscheano, ahora era como un perro callejero, ex
nietzscheano lleno de culpabilidad.
En una ocasión, en una clase que estaba dictando en el grado noveno, una chica
decidió pararse en la ventana, ya que el vidrio que impedía la mirada hacia afuera
adentro servía de espejo, y comenzó a tomarse un buen tiempo para peinarse.
Nuestro profesor, desganado, le llamó la atención varias veces y ella no le prestó
la más mínima atención. De un momento a otro, abruptamente, entró furioso el
cura acompañado por el coordinador. De la forma más humillante le ordenó a la
chica que se sentara y le lanzó al profesor el más iracundo de los gritos,
reclamándole porque él estaba empeñado en acabar con “la moral del colegio”.
Fue tan estruendoso y humillante el bramido del cura que los adolescentes se
quedaron enmudecidos y el profesor ya reducido a la nada abandonó
instantáneamente el salón, se sentó en su puesto de la sala de maestros, y en
pleno temblor escribió tan solo estas palabras: “Dado que usted ataca
frecuentemente a los profesores como si fueran siervos de un feudo medieval, le
presento mi renuncia irrevocable”. Imprimió la hoja, sacó unas copias para
dárselas a todos los demás profesores y se fue al área administrativa a entregar la
original.
Regresó por sus cosas, era la última hora de la jornada; tuvo la osadía de llamar a
la chica de once de sus ensueños para decirle estas palabras: “Sé que no entiendes
nada de lo que te voy a decir, pero acabo de renunciar porque ya no aguanto más
lo que pasa en este colegio”; ella lo miró entre asombrada y asustada, no le dijo
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nada y regresó a su salón. Él se marchó para nunca regresar más, ni a ese colegio
ni a ningún otro; esta vez sí dejaba para siempre los salones de clase.
En una noche oscura, por las calles de Medellín, un ex profesor sin futuro -con
unos libros en sus manos y con los ojos húmedos por unas lágrimas que se
lloraban para adentro- caminó incontables horas, sin saber a dónde ir.
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V
Irse
Lo único que le quedaban eran sus libros y muchas botellas vacías, parte de su
último sueldo lo tenía bien guardado para pagar otro mes de arriendo. Ya no
tenía más dinero con que beber. En el último colegio donde trabajó un cura
prepotente lo había ultrajado. ¿De qué valía ser un maestro brillante si por un
sueldo miserable un rector lo trataba peor que a un plebeyo? Renunció furioso,
malherido. Llevaba varios días tomando solo en su casa, al principio con rabia,
después, poco a poco, cambió la ira por una melancolía al contemplar su mísera
libertad; ahora pasaba el tiempo deleitándose con su música preferida -que era la
banda sonora de una buena película francesa-, con su tristeza y con su soledad,
aquellos estados del alma que parecían regocijarse bien con las notas de los
pianos que inundaban el aire ya sofocado de vodka barato.
La dueña de la casa, doña Julia, que vivía abajo miraba con intriga y con pesar a
aquel «muchacho loco, que hasta hace poco era un profesor, pero que ahora se
estaba dejando perder por el trago». Aunque Manuel eludía bastante a doña Julia
ella terminó apreciándolo como a un hijo descarriado.
Salió decidido, buscó una prendería en el parque central de la Estrella, -él vivía a
dos cuadras-, preguntó cuánto le prestaban por los dos únicos objetos que tenía
de valor, pruebas materiales de su anterior intención fracasada por llevar una vida
«normal». Le convenció la cifra que le ofrecían, él sabía que luego no los iba a
reclamar, estos electrodomésticos costaban más, pero era tan testarudo,
apresurado y derrochador que ya estaba convencido, lo que le daban era justo lo
que necesitaba para partir. Buscó a un muchacho con una carreta –tuvo la suerte
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que era mudo, “así no preguntará nada”, pensó- y comenzó la diligencia. Doña
Julia que no tenía otra ocupación distinta a la de estar pendiente de su inquilino
salió a ver desfilar la nevera casi nueva por las escaleras. Manuel fingió
apresuramiento para evitar alguna pregunta pero al ver los ojos de intriga que se
reflejaban en los gruesos lentes de su vecina prefirió decirle de una vez.
Manuel regresó rápido, doña Julia que seguía pegando el ojo tras la ventana de su
sala lo vio subir. La casa ahora estaba vacía, Manuel se puso a barrer, le quedaba
un poco de consideración; botó las botellas vacías, ojeó por última vez aquellas
paredes que presenciaron sus extravagancias de solitario. Bajó por fin a entregar
las llaves y el dinero, la vecina ya lo esperaba en la acera.
—Doña Julia, me tengo que ir, me salió un trabajo nuevo en otro municipio y no
lo puedo desaprovechar. – ¿Y qué hiciste con la nevera muchacho? ¡Qué pesar!
—No me la podía llevar, aquí está su plata y la de la última factura de la luz,
cuídese mucho y muchas gracias por todo.
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—Muchacho pero no te pongas a beber, si tienes que volver regrésate que yo te
vuelvo a alquilar la casa. Doña Julia contó lo billetes con inquietud y le siguió
preguntando.
—¿Y fue que conseguiste otro trabajo de profesor? Acá Manuel si no le quiso
mentir.
—No doña Julia, el pendejo hace mucho rato se acabó. No la quiso mirar más y
se marchó.
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VI
Un mundo para Juliana
Cuando te escribo estas palabras a penas tienes un año de vida, falta mucho para
que puedas leer este pequeño escrito que te regala papá. No hay afán, llegará el
tiempo en que puedas comprender estas ideas. Por el momento, en este instante,
debes estar correteando, riéndote y explorando todos los cajones que encuentras
en la casa. Ya tienes una afición, buscar cosas en los cajones. Explorarás el
mundo. Amarás el saber, la vida te otorgó grandes y bellos ojos para ello.
Una minoría de los seres humanos somos ateos. No creemos en ningún dios o
fuerza divina. Algunos más eruditos gustan decir que son agnósticos, dado que –
sostienen- no se puede demostrar racionalmente la existencia de dios, ni
demostrar racionalmente la inexistencia de dios, entonces son agnósticos.
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“Agnosticismo: Actitud filosófica que declara inaccesible al entendimiento
humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia”.
Agnósticos, sencillamente que no se meten en el problema de la existencia o la
no existencia de dios. Yo prefiero ser ateo. “El término ateo etimológicamente
deriva del latín athĕus y este del griego ἄθεος, que significa sin dios(es)”. Ateos, es
decir, lo que vivimos sin dioses. O sea negamos la existencia de dios, pero no nos
interesa demostrar su inexistencia. De hecho aceptamos que existe tan sólo como
ilusión simbólica de la mayoría de los seres humanos, y declaramos que esta
creencia es perjudicial. Nosotros los ateos negamos a dios, no solamente porque
no exista, sino porque la creencia en él le ha hecho mucho daño a la humanidad.
Juliana te ha tocado como padre, alguien que dice como Zaratustra: “Yo soy
Zaratustra el ateo y ando buscando alguien más ateo que yo para aprender de él”.
Ser creyente o ser ateo, no es un asunto fácil de elegir, como quien elige ser
deportista o cantante. No es una decisión de ponerse o no un vestido. Es algo
muy complejo porque lo heredamos de las tradiciones culturales de las
sociedades en que nos tocó vivir. Tu madre cree en el dios de la iglesia católica
apostólica y romana, y seguramente tú serás incorporada en la visión del mundo
que sale de allí. Tu padre es ateo, de los ateos más radicales, y amante profundo
de los enigmas de la filosofía y la ciencia. De esta mezcolanza que te ha tocado,
no sabremos qué será de ti. Tu mamá me lleva ventaja, para cuando puedas leer
estas palabras, ya habrás hecho la primera comunión católica y hasta la
confirmación, sacramentos de esta religión. Yo no quiero imponerte, bella
Juliana, que seas atea, el ateísmo no se impone. Con mi forma de vivir te lo
manifestaré de algún modo. Para ser un hombre o una mujer libre sin dioses hay
que leer mucho y vivir muchas cosas.
Tu padre, luego lo sabrás, toda la vida fue un apasionado por la vida y obra de
Simón Bolívar, (bolivaré como decía tu hermano Emmanuel a sus dos añitos)
muchas de la pinturas que decoran nuestra casa, serán tuyas en algún momento.
Simón Bolívar es el héroe de nuestras tierras, nos legó dignidad e independencia.
28
Pero su deseo de una América Latina unida aún no se ha concretado, ignoramos
que podrá haber pasado en nuestro continente cuando puedas leer estas palabras.
Pero desde ya te digo que tienes como tarea leerte como mínimo cuatro
biografías, para que puedas comprender el devenir latinoamericano, la vidas de
Simón Bolívar, del Che Guevara, de Fidel Castro y la de Hugo Chávez. A lo
mejor no quieras leerlas. Todo depende de los intereses y los ideales que hayas
fundado.
29
Al igual que la religión, no es mi interés imponerte mi visión política, sólo te
enseñaré a leer y te daré las herramientas para que puedas interpretar el mundo
político que te rodea. Algunas personas me dicen que quizá a ti no te guste la
política, pero yo tengo la intuición que me indica que sí te gustará. Emmanuel
será un hombre de ciencia y tú, Julita, serás una bella mujer, filósofa y política.
Sea lo que sea, tienes que comprender que al mundo que has llegado no es una
cantera de felicidad, quiero regalarte está lúcida exhortación de uno de mis
filósofos preferidos: Michel Serres:
Un mundo para ti, Juliana, no es aceptar el mundo que hasta ahora hemos
construido los seres humanos, porque el mundo tal como está hoy, nos ha
quedado bastante mal. Llevamos mal contados veintiún siglos en una espiral de
guerras extravagantes e infames. Incluso con el peligro real de destruir todo el
planeta y con esto, no solo acabar la vida humana, sino todas las formas de vidas,
-que no por gracia de ningún dios sino por un azar magnífico de la existencia-
aparecieron y se prolongaron siempre buscando la vitalidad en este planeta.
31
VII
¿Por qué en Colombia nunca quisieron a Bolívar?
Transcurrían los últimos días del Libertador: “Era el fin. El general Simón José
Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios se iba para siempre. Había
arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las
Europas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo
había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse
no se llevaba ni si quiera el consuelo de que se lo creyeran”.
Existe una gran paradoja en nuestros orígenes políticos, el hombre que después
de haber dirigido exitosamente las guerras de emancipación y que fundó la gran
nación colombiana en el año 1819, terminó siendo vilipendiado, calumniado y
desdeñado. El amor que suscitó, muy pronto se convirtió en temor y odio.
¿Recuerdan estas amargas y célebres palabras de despedida?: “Habéis presenciado
mis esfuerzos para plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía. He
trabajado con desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me
separé del mando cuando me persuadí que desconfiábais de mi desprendimiento.
Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más
sagrado, mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis
perseguidores, que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los
perdono”. Nada en estas palabras era retórica.
¿Por qué esta tragedia? ¿Cómo se llegó a este estado de insensatez? Adelantemos
un intento de respuesta. Los enemigos de Bolívar temían que él se convirtiera en
un rey y los amigos de Bolívar querían que él se convirtiera en un rey. Él sabía
que esto era absurdo, que su fin no era alcanzar un trono, que su fin era la
realización de la libertad. Que si hubiera querido ser un rey, tranquilamente tenía
el poder para serlo, y sin embargo, prefirió proponer —atención: proponer, no
imponer—, un modelo de constitución para América, pero la vida no le alcanzó
para defender su proyecto constitucional, la vida no le alcanzó para detener la
desintegración y el fin de Colombia, la vida no le alcanzó para aguantar la
avaricia, la impertinencia y el débil coraje de los demás.
No fue una exageración lo que algún día escribió Germán Carrera Damas:
“Colombia fue una república de un solo ciudadano”.
32
¿Por qué en Colombia nunca quisieron a Bolívar? ¿Tiene algún sentido plantear
esta pregunta ahora? ¿No será más bien la testarudez de un historiador que no
sabe en qué tiempo y en qué lugar está? ¿Para qué carajos esa pregunta ahora?
Pues bien, hoy vengo a decir, que en las posibles respuestas a esta pregunta
encontramos una clave para entender parte del fracaso político que hemos
acumulado en estos 200 años. Hoy vengo a decir que el camino que tomó la
nación colombiana, el camino de imitar ciegamente el liberalismo occidental, el
camino que Bolívar advirtió que sería tan peligroso para nuestro porvenir, ese
camino de no ser autóctonos e imitar ciegamente las formas políticas del
Atlántico Norte, ese camino, digo, aún hoy, nos conduce hacia más grandes
precipicios que aquellos en los que ya hemos caído.
Y lo peor, han dicho: 'Si Santander era liberal entonces Bolívar por ende era
conservador'. Pobre Bolívar, aún debe de estar revolcándose en su tumba por
esto, hasta el conservadurismo colombiano se lo achacaron. ¿No se acuerdan
acaso que Mariano Ospina Rodríguez mucho antes de fundar el partido
conservador participó en el atentando que buscaba asesinar a Bolívar en la noche
del 25 de septiembre de 1828? Muchos retruécanos tuvieron que hacer los godos
para forzar la idea de que Bolívar era el padre de su partido. Y esto no es todo,
¡que el principal defensor de Bolívar a mediados del siglo XX en Colombia sea el
tirano y fascista Laureano Gómez! Reconózcanme, si no es verdad que a Bolívar
en Colombia le fue muy mal hasta después de muerto al relacionarlo con esa
gentuza. Partidos liberal y partido conservador en Colombia, eso no tiene nada
33
que ver con la vida y obra de Simón Bolívar. Liberalismo y conservadurismo en
Colombia, y que en su nueva versión de bipartidismo uribista-santista, han sido
nuestra fatalidad.
Una querida amiga y un buen compañero de luchas políticas al ver el título que le
puse a esta conferencia, me hicieron amablemente la observación de que a
Bolívar sí lo quisieron acá, ya fueran algunos militares de la época de la
independencia, ya fueran los gobiernos posteriores que inundaron de estatuas de
Bolívar cuantas plazas y parques hay en Colombia. Yo digo hoy, que eso no es
haber querido a Bolívar. Bolívar murió solo, no sólo padeció la perfidia de sus
enemigos sino la impertinencia de sus amigos. Respecto de las estatuas, sí hay
muchas, en cada pueblo hay una, pero las gentes de esos pueblos no saben quién
fue Bolívar, sobre todo no saben cuáles son la tragedias de nuestros orígenes, esa
historia no se la saben, bueno ni esa ni ninguna. Ya lo han reiterado algunos, y es
verdad, estatuas de Bolívar tan solo para que se las caguen las palomas.
John Lynch señala que para Bolívar “fue un cruel sino el que en el mundo que
había creado nadie fuera su igual y cualquiera pudiera convertirse en su crítico”.
Efectivamente, era una triste paradoja que en aquel inmenso territorio liberado
por Bolívar, inmediatamente todos en cada rincón, comenzaran a desestabilizar, a
inventar artimañas y a arrogarse su papel de estadistas que no eran y que tan
sólo, en verdad, los movía la ambición de tomar cada un trozo de poder.
Nadie quiso discutir siquiera este proyecto. Bolívar terminó admitiendo con pesar
que su proyecto de constitución no era querido. Nunca la impuso, este hecho casi
nunca se menciona, la Constitución de Bolivia quedo sin ser utilizada, su autor se
la guardó para sí. Más allá de discusiones constitucionales, es importante resaltar
un hecho que acrecentaba el temor a una presidencia vitalicia, pues que muchos
estaban esperando la muerte de Bolívar para obtener el poder presidencial; el
primero, Santander, todos sabían que el sucesor que Bolívar elegiría era Sucre,
quien, dicho sea de paso, no tenía ninguna ambición política. De esos temores es
que se nutrirá el liberalismo, se les estaba insinuando que no tendrían la
oportunidad de gobernar. Como bien lo expresa John Lynch, para Bolívar, “la
constitución boliviana fue su última solución, la expresión final de sus
esperanzas, pero, como sospechaba, sólo Sucre estaba en condiciones de aplicarla
y gobernar en su ausencia. Si Sucre era rechazado, ¿qué podía esperarse entonces?
No había otros procónsules conformes con ella. A medida que arrastraba su
35
constitución boliviana de un país a otro, ésta se convirtió en un lastre en su
equipaje del que no tenía forma de deshacerse. La presidencia vitalicia en
particular era un escollo: cerraba el camino al éxito a todos los demás candidatos;
negaba a los políticos las gratificaciones de poder y a sus protegidos los frutos de
sus cargos”.
Pues bien, según Calderón y Thibaud, en nuestro caso “la figura del caudillo
suplanta a la del monarca, pero no subvierte sus atributos: se calca sobre ellos. Al
igual que el soberano desaparecido, Bolívar es uno y único. A pesar de que no
participa de una condición sobrenatural, su preeminencia no conoce equivalente
en este bajo mundo. Su superioridad es radical. La gloria y las hazañas libertarias
lo impulsan a una altura desde la que sólo se manifiestan las verdades inmutables
que remiten al más allá. Su autoridad parece así garantizada por Dios. Al igual
que el soberano de derecho divino, su presencia le confiere un punto de anclaje al
orden mundano, sustrayéndolo del cuestionamiento que embarga a los mortales,
de sus juicios, siempre precarios y cambiantes. Elevar al Libertador al lugar de
monarca, consagrarlo emperador, en un movimiento que recuerda a Bonaparte,
no constituye pues un deslizamiento que subvierte el proyecto republicano,
atribuirle a la veleidad y la ambición personal, sino que evidencia esta dimensión
de su autoridad que irá aflorando a lo largo de la crisis”.
¡Claro! No es que Bolívar quisiera una monarquía como lo acusan los liberales,
no es que tan sólo tergiversaran su constitución boliviana, no es que Páez se
hubiera enloquecido al sugerirle que se coronara, no es que Santander el más
ilustre liberal, quisiera salvar al pueblo de las ansias monárquicas de Bolívar, es
que acá no se pasó ni un ápice de la Majestad del Rey a la Soberanía del pueblo.
Ya nos lo decía también John Lynch en su prefacio a su reciente trabajo
36
biográfico: “Simón Bolívar tuvo una vida corta pero extraordinariamente plena.
Fue un revolucionario que liberó seis países, un intelectual que debatió los
principios de la liberación nacional, un general que libró una cruel guerra
colonial. Inspiró a la vez devociones y odios extremos. Muchos
hispanoamericanos querían que se convirtiera en su dictador, en su rey; mientras
que otros lo acusaron de ser un traidor, y hubo quienes intentaron asesinarlo. Su
memoria se convirtió en inspiración para generaciones posteriores pero, al
mismo tiempo, también en un campo de batalla”.
Y Bolívar en medio de esta marejada, tanto los que lo querían como los que lo
odiaban lo estaban midiendo con la Majestad de un rey, con razón nadie se
detuvo a discutir siquiera sus ideas políticas; para discutir sobre constituciones se
requería pasar de la Majestad del Rey a la Soberanía del Pueblo y eso acá no
ocurrió. Es más, creo que aún después de 200 años no ha pasado. Cualquier
presidentico mafioso acá todavía es adorado con la majestad de un rey.
“Parece que el demonio dirige las cosas de mi vida”. “Más miedo le tengo a
Colombia que a la misma España”. “Libertador o muerto es mi divisa antigua.
Libertador es más que todo; y, por lo mismo, yo no me degradaré hasta un
trono”. “No sé cómo salir de este laberinto”. “Yo podría arrollarlo todo, mas no
quiero pasar a la posteridad como tirano”. “Lo que hago con las manos lo
desbaratan los pies de los demás. Un hombre combatiendo contra todos no
puede nada”. “Mi mayor flaqueza es mi amor a la libertad; este amor me arrastra
a olvidar hasta la gloria misma. Quiero pasar por todo, prefiero sucumbir en mis
esperanzas a pasar por tirano, y aún aparecer sospechoso. Mi impetuosa pasión,
mi aspiración mayor es la de llevar el nombre de amante de la libertad”. “Cuál
será mi posición y mis embarazos, teniendo que luchar contra las pasiones de mis
enemigos y aún contra los clamores de mis amigos”. “Serán los colombianos los
que pasarán a la posteridad cubiertos de ignominia, pero no yo… Mi único amor
siempre ha sido el de la patria; mi única ambición, su libertad. Los que me
atribuyen otra cosa, no me conocen ni me han conocido nunca”. “¡Miserables,
hasta el aire que respiran se lo he dado yo, y yo soy el sospechoso”. “Mi corazón
está quebrantado de pena por esta negra ingratitud; mi dolor será eterno”. “Yo
no puedo vivir entre asesinos y facciosos; yo no puedo ser honrado entre
semejante canalla… Yo estoy viejo, enfermo, cansado, desengañado, hostigado,
calumniado, y mal pagado. Yo no pido por recompensa más que el reposo y la
conservación de mi honor: por desgracia es lo que no consigo”. “Jesucristo sufrió
37
treinta y tres años esta vida mortal: la mía pasa de cuarenta y seis; y lo peor es que
yo no soy un Dios impasible, que si lo fuera aguantaría toda la eternidad”.
Y no era para menos, recordemos brevemente lo que pasó en tan poco tiempo.
La historia de los pueblos creados por Simón Bolívar, muestra que éstos no
siguieron su enseñanza, no siguieron el rumbo que les trazó su padre. Gilette
Saurat en un breve párrafo relata lo que ocurrió después de la muerte de Bolívar:
“Con la muerte de Bolívar acabó el tiempo de los héroes, y comenzó el tiempo
de los asesinos. Santander regresó del destierro para presidir al fin solo los
destinos de una república que repudiaría hasta el nombre de Colombia para
tomar el de Nueva Granada. José Hilario López se instalará, también, con la
frente en alto en el solio del primer magistrado del país, y lo mismo José María
Obando. Desde entonces la vida política tendrá el semblante de esos hombres,
estrechez, demagogia, crueldad. Bajo etiquetas diferentes, sus herederos ocuparán
por turnos el proscenio. Se darán golpes de pecho en nombre de la patria –de
ellos ésta no recibirá grandeza alguna- y del pueblo que sólo conocerá la
ignorancia, la miseria y la servidumbre. Así se preparará el soporte de una estirpe
de tiranos que abandonarán el continente a la explotación económica del
extranjero”.
¿No ha sido ésta nuestra historia desde 1830 hasta hoy? Efectivamente, vivimos
todavía el tiempo de los asesinos, recuerden el asesinato de Rafael Uribe Uribe, el
asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, ¿saben ustedes cuántos asesinatos políticos se
han dado en Colombia desde la muerte de Bolívar hasta hoy? La respuesta exacta
no la sabemos, pero los que sí sabemos, es que la cifra es considerablemente
monstruosa y extravagante. “Os ruego que permanezcáis unidos, para que no
seáis los asesinos de la patria y vuestros propios verdugos”. Esa era su súplica, ya
ven, hasta el momento hemos hecho todo lo contrario. Sin embargo, la presencia
de Bolívar sigue allí, en los campos de la eternidad. No es un juego, no es
sentimentalismo, no es sólo material para poetas; Bolívar, su memoria, sigue
haciendo una advertencia, si Suramérica no es libre, no será nada.
39
El historiador Mario Hernández Sánchez-Barba juzgó la función de Simón
Bolívar en la historia de esta manera: “El problema para Bolívar radicó en cómo
llevar a cabo un proyecto, cuando le falla el «Poder Constituyente» y la «Sociedad
Civil». […] En el pensamiento de Bolívar existe, por una parte, una evidente
coherencia, y, por otra, una considerable persistencia en torno al inconmovible
principio de la unidad. […] Su objetivo básico era la creación de una República
fuerte, sobre su propia autoridad personal y el prestigio alcanzado en la guerra
triunfante. Para establecer este sistema de poder trató de conseguir una
institucionalización capaz de ahormar la nueva situación política, una vez que
había quedado destruida la sólida red vertical de instituciones españolas. […]
Bolívar, ilustrado en su formación y romántico en la acción, entregó su vida
activa a un ideal político: conseguir la unidad en la organización de la
convivencia, lo que llevó a la sima profunda de la frustración. Intentó, hasta la
muerte, un nuevo ordenamiento de la sociedad, pero el ambiente no resultó en
absoluto propicio, pues el pueblo, de modo especial en tiempo de revolución y de
cambios rápidos, visceralmente inasimilables, era mucho más proclive a la
dispersión, el cantonalismo y la soberbia de la individualidad, que al orden, la
unidad y la afirmación de las instituciones entendidos no sólo como valores
básicos, sino esenciales para el buen funcionamiento de una comunidad como la
que quiso —y no pudo— conseguir Bolívar”.
Por su parte John Lynch al juzgar el legado de Bolívar escribió: “Bolívar no era
idealista hasta el punto de creer que América estaba preparada para una
democracia pura o que la ley podía anular de forma instantánea las desigualdades
producto de la naturaleza y la sociedad. En su opinión hasta que los pueblos de
Hispanoamérica no adquirieran las virtudes políticas, […] los sistemas de
gobierno popular, lejos de ser una ayuda, podían ser su ruina. Bolívar no confiaba
en el pueblo como masa, la herencia del sistema colonial, y, para conseguir que
estuviera preparado para la libertad, era necesario reeducarlo bajo la tutela de un
poder ejecutivo fuerte. […] Criticar a Bolívar, como se le criticó en su época y
como no se ha dejado de hacerlo, por no ser un demócrata liberal, sino un
absolutista conservador, es descontextualizar la discusión. Del mismo modo en
que había respondido a quienes querían convertirlo en un monarca que «ni
Colombia es Francia, ni yo Napoleón», Bolívar habría podido decir a sus críticos
liberales «ni Colombia es Estados Unidos, ni yo Washington». […] Esta no era la
sociedad homogénea del norte del continente, sino una población multiétnica, en
la que cada raza tenía sus propios intereses y, así mismo, su propia intolerancia.”
República, unidad y libertad. Esta fue la lección de Bolívar para Suramérica. Hoy
día cuando nuestros males no dejan de suceder, se hace más vigente la vida y
obra del Libertador. Su gloria cada vez se hace más grande y quizá falte mucho
tiempo para que lo reconozcamos y lo tomemos en serio, pero aún así, a pesar
del actual desconocimiento que sobre él hay en Colombia, su gloria crece más.
Tal vez nos falta mucho para ver el fin del tiempo de los asesinos, nuestro origen
fue una pasión de libertad encarnada en el hombre Simón Bolívar; a pesar de los
miserables que aún detentan el poder, la pasión de unidad y libertad de Bolívar
volverá. En algún momento volverá.
42
VIII
El eterno retorno del Libertador
“Toda va, todo vuelve; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer,
eternamente corre el año del ser.
Todo se rompe, todo se recompone; eternamente se construye a sí misma la casa del ser. Todo se
despide, todo vuelve a saludarse; eternamente permanece fiel a sí el anillo del ser.
En cada instante comienza el ser; en torno a todo «Aquí» gira la esfera «Allá». El centro está
en todas partes. Curvo es el sendero de la eternidad.
[…] “Ahora muero y desaparezco, dirías, y dentro de un instante seré nada. Las almas son
tan mortales como los cuerpos.
Pero el nudo de las causas, en el cual yo estoy entrelazado, retorna, -¡él me creará de nuevo! Yo
mismo formo parte de las causas de eterno retorno”.
“«¿Cómo, ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan
alto?
He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos.
Yo domino la tierra con mis plantas; llego al Eterno con mis manos; siento las prisiones
infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando junto a mí rutilantes astros, los soles infinitos;
mido sin asombro el espacio que encierra la materia, y en tu rostro leo la Historia de lo pasado
y los pensamientos del Destino»”.
43
Al finalizar, creo poder estar en condiciones de insinuar por qué es posible el
eterno retorno del Libertador.
“La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan
la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es
uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo
XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo
crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el
pasado del tiempo en el que viven”.
En esta sociedad sin historia Simón Bolívar ya había desaparecido, salvo para
algunos honorables ancianos que, de manera anacrónica, sostenían unas
sociedades bolivarianas con más de un siglo de existencia y cuyo número de
integrantes se estaba reduciendo aceleradamente por la muerte de sus asociados.
Cabe anotar que un joven de esta época nunca pasaba por allí. También apareció
Bolívar en las montañas de Colombia, en una reivindicación suya que hicieron las
guerrillas; pero de ello hablaré más adelante. El punto es que para un joven de la
ciudad de Medellín Bolívar no existía o era una imagen difusa de alguna estatua
por allí o un dibujo olvidado en una vieja cartilla escolar. No es raro que esta
generación confundiera a Cristóbal Colon con Simón Bolívar sin saber quién era
ninguno de los dos.
44
En mi caso, solo el azar de la existencia me condujo al encuentro decisivo con
Simón Bolívar: tenía 16 años y era mensajero en una institución educativa. Me
correspondía hacer las diligencias de un cura rector y por curiosidad un día
encontré en el estante de la biblioteca de su oficina un ejemplar de El general en su
laberinto de Gabriel García Márquez. Yo no sabía quién era ese general, ni me
imaginaba que esa hamaca y esas botas que ilustraban la portada del libro,
símbolos de un héroe muerto, se convertirían en todo mi futuro. El arte literario
llenaría todas las carencias de mi precaria formación. En varias ocasiones lo he
expresado: con El general en su laberinto de García Márquez yo volví a nacer.
***
Hemos llegado a un punto culminante donde al parecer se han agotado todas las
fuentes, interpretaciones e ideas sobre la vida de Simón Bolívar. Existen
inmensidad de biografías de Simón Bolívar, monografías y toda clase de libros,
pero a la larga todos repiten lo mismo. Afortunadamente ya todo el archivo de
los documentos públicos y privados del libertador se encuentran organizados,
digitalizados y publicados en la página www.archivodellibertador.gob.ve, ya las
fuentes documentales de Bolívar no son de uso exclusivo de una camarilla de
eruditos, cualquier persona puede acceder a sus cartas completas en internet. Ya
45
no es necesario como antes pagar una fortuna por las ediciones completas de sus
obras.
Incluso el escritor William Ospina en su bello texto En busca de Bolívar admite que
sus fuentes fueron Masur y Lynch; William Ospina hace una nueva síntesis de la
vida de Bolívar con la claridad y la belleza que lo caracteriza, aunque tampoco en
él hayamos algo nuevo.
Creo que la historiografía respecto de Bolívar está llegando a sus límites. Esto no
es bueno o malo, simplemente es así.
En Venezuela en los últimos años ha cobrado interés una hipótesis que indica
que Bolívar no murió sólo de tristeza, traición y enfermedad sino que fue
asesinado. El gobierno de Chávez ordenó la exhumación de los restos de Bolívar
para hacer investigaciones más profundas con las nuevas tecnologías disponibles
y se elaboraron dos informes: 1) Informe sobre la Reconstrucción Facial 3D del
Libertador Simón Bolívar; 2) Informe Preliminar sobre las Causas de la Muerte
del Libertador Simón Bolívar. El del rostro no ha tenido una aceptación total,
sobre todo por parte de algunos artistas, y sobre la muerte, las conclusiones
fueron las previsibles. Dice el informe en su conclusión que “aunque no se puede
excluir la tuberculosis como causa de muerte, parece ahora una causa menos
probable que lo que se había concluido previamente en los informes del examen
post mórtem realizado en 1830”. Sin embargo, si se asesinó o no, el informe no
agregó elementos.
¿Qué queda pues por decir de Bolívar? Casi nada. Quizá el tema de si Bolívar
tuvo hijos o no puede ser un tema novedoso, donde nada está comprobado.
Fascina a muchos, por ejemplo, la idea de que Flora Tristán pudiera ser hija
biológica de Bolívar: el parecido en sus rostros en las pinturas de ambos es
asombroso.
Después de haber leído con mucha pasión El general en su laberinto, decidí leerme
cuanto libro encontré de Bolívar; afortunadamente la primera biografía que me
llegó, regalo del bibliotecólogo Emiro Álvarez, fue la de Gerhard Masur, de ahí
en adelante decidí hacerme historiador.
Yo, empecinado, seguí escribiendo sobre Bolívar, pero solo, sin ninguna
orientación. Tuve la fortuna de que el prestigioso maestro Juan Guillermo
Gómez García, especialista en el mundo de las ideas del siglo XIX y quien sin
lugar a dudas sí sabía de la importancia de las ideas políticas de Bolívar, llegó a
Medellín y accedió a calificar mi tesis. Ya habían pasado diez años de mis lecturas
apasionadas sobre Bolívar y, ahora, le entregué a él un mamotreto para
graduarme con una serie de escritos que no eran más que elogios, casi himnos,
panfletos, nada nuevo, ni analítico, digno de una tesis original de un historiador.
La pasión que me había puesto en el camino de Bolívar ahora me daba una mala
jugada pues había escrito todo el tiempo como un mal evangelista y no como un
hombre de ciencia. Había caído en el mismo error de los miles de repetidores de
libros que agrandaban la gigantesca cantidad de libros sobre Bolívar para no decir
nada nuevo y redundar en los mismos datos hasta el cansancio.
***
Aprendí que para ser un buen historiador habría que dejar por unos momentos
los archivos, era necesario salir a recorrer los lugares, conocer los territorios de la
historia que uno quiere contar. Estuve en Santa Marta, en Bogotá, en
Bucaramanga, sólo me faltaba Boyacá para completar el itinerario del Libertador.
En el año 2003, me sumé al recorrido que hicieran más de 600 personas de la
gesta de la Campaña Admirable. El itinerario: Cartagena, Calamar, Tenerife,
Mompox, Ocaña, Cúcuta, San Cristóbal, Mérida, Trujillo, Barinas, Acarigua,
Barquisimeto, Valencia, Guacara, Maracay, La Victoria y finalmente Caracas. A
pie, en bus, en chalupas por el río Magdalena, con contratiempos, con emoción
pudimos reconocer algunos de los tantos territorios que fueron escenario de la
gesta de nuestra independencia. Además de conocer de cerca la Revolución
Bolivariana, de la cual hablaré más adelante, descubrí un hecho que me llamó la
atención. Algunos sectores de la izquierda, que proclamaban a Bolívar como
suyo, desconocían mucho de él. Todos enarbolaban las consignas: “Bolívar
somos todos” o “la espada de Bolívar por América Latina”, pero pocos sabían en
realidad sobre la vida y obra del Libertador. Me puse en cada pueblo, en cada
plaza a reunir a un puñado de gente para narrar la historia de Bolívar, lo confieso:
parecía un evangelizador. Alguien que hablaba del Libertador como si fuera
49
Jesucristo. Yo me había propuesto, en todo momento de mi vida, enseñar la vida
y obra de Bolívar. Pero aún no había hecho un aporte teórico importante. En ese
océano de letras sobre Bolívar ni siquiera había aportado una tonalidad más. Por
otro lado, después de la hazaña del viaje por el río Magdalena y el primer
encuentro con Venezuela, al hacerme conocer un poco más en Medellín como
historiador bolivariano, fui contactado por guerrilleros de las FARC quienes en la
ciudad me hicieron muy amablemente la invitación de irme un tiempo con ellos a
dar clases de Bolívar en el monte, invitación que no dudé en rechazar, primero
por miedo, y segundo porque ya a esas alturas yo había esclarecido en mí, que
hacer de Bolívar un asunto de clandestinidad no aportaba mucho. Aceptaron mi
negativa, creo que me comprendieron, y nunca más buscaron mis servicios como
profesor bolivariano.
Más adelante tuve que manifestar en muchas ocasiones mi posición con respecto
a que la guerrilla colombiana hiciera una reivindicación de Bolívar. Un
bolivariano como yo, garcíamarquiano, por decir algo, era para muchos
inconcebible, muchas veces en los escenarios de la izquierda colombiana, siempre
tenía que explicar que amar a Bolívar no significaba ser necesariamente de la
FARC.
Nadie sabe qué consecuencias tendrá para el futuro político en Colombia que la
guerrilla quiera adoptar al Libertador. O si esto servirá para realizar sus ideales.
En el hecho de que hayan empuñado las armas contra los propios conciudadanos
ya están pelados. Porque en eso consistió precisamente la grandeza de Bolívar: se
rehusó en todo momento a obligar por la fuerza a que la gente del pueblo tomara
sus ideas. De otra parte, en el plano del conocimiento, que la guerrilla reivindique
a Bolívar tampoco ha significado mayor conocimiento del pueblo de acerca de él,
por lo menos no en las ciudades; habría que ver en el campo, eso no lo sé.
Supongo que los militantes juiciosos del movimiento bolivariano, estudiarán la
vida y obra del Libertador en los mismos libros existentes para todo el mundo, si
es verdad que se profundiza el estudio de Bolívar en las montañas y no sólo se
trata de una reivindicación de consignas nada más. Hasta el momento no lo
sabemos.
Creo que en este punto debo reiterar lo que ya he dicho en repetidas ocasiones,
valga aclararlo una vez más: mi postura frente a las FARC es la misma que tiene
Fidel Castro en las ideas que presentó en su libro La Paz en Colombia; suscribo y
afirmo cada una de sus palabras:
“Yo discrepaba con el jefe de las FARC por el ritmo que asignaba al proceso
revolucionario de Colombia, su idea de guerra excesivamente prolongada. Su
50
concepción de crear primero un ejército de más de 30 000 hombres, desde mi
punto de vista, no era correcta ni financiable para el propósito de derrotar a las
fuerzas adversarias de tierra en una guerra irregular. […] Es conocida mi
oposición a cargar con los prisioneros de guerra, a aplicar políticas que los
humillen o someterlos a las durísimas condiciones de la selva. De ese modo
nunca rendirían las armas, aunque el combate estuviera perdido. Tampoco estaba
de acuerdo con la captura y retención de civiles ajenos a la guerra. Debo añadir
que los prisioneros y rehenes les restan capacidad de maniobra a los
combatientes. Admiro, sin embargo, la firmeza revolucionaria que mostró
Marulanda y su disposición a luchar hasta la última gota de sangre. La idea de
rendirse nunca pasó por la mente de ninguno de los que desarrollamos la lucha
guerrillera en nuestra patria. Por eso declaré en una Reflexión que jamás un
luchador verdaderamente revolucionario debía deponer las armas. Así pensaba
hace más de 55 años. Así pienso hoy”.
Aun así, después de tantas correrías, faltaba mi aporte teórico para ensanchar las
interpretaciones de la vida y obra de Simón Bolívar. Después de tantas aventuras,
era justo y necesario escribir mi aporte teórico, como expresé anteriormente, mi
tesis de grado no era suficiente.
52
Las palabras anteriores se aplican exactamente a la vida y obra de Simón Bolívar,
compáreselas con las siguientes del Libertador:
En Así habló Zaratustra, Nietzsche da una explicación esencial sobre qué es y qué
no un aristócrata: un alma noble. Nietzsche está hablando de una nueva nobleza.
En primer lugar, aclara que esta nobleza no se puede comprar, no es una
oligarquía burguesa del mundo moderno: “En verdad, no una nobleza que
vosotros pudierais comprar como la compran los tenderos, y con oro de
tenderos: pues poco valor tiene todo lo que tiene un precio”. En segundo lugar,
advierte que tampoco es un nobleza hereditaria, pues no importa el lugar de
origen, sino hacia dónde se va, cómo se supera el hombre a sí mismo:
“¡Constituya de ahora en adelante vuestro honor no el lugar de dónde venís, sino
53
el lugar adonde vais! Vuestra voluntad y vuestro pie, que quieren ir más allá de
vosotros mismos, - ¡eso constituya vuestro nuevo honor!” Y en tercer lugar, no
una nobleza que se consiga por estar al lado de los privilegiados, por servirles a
los poderosos. “En verdad, no el que hayáis servido a un príncipe - ¡qué
importan ya los príncipes!” En fin, no se trata de privilegios heredados, se trata
de una elevación, de una superación humana.
Un aristócrata, en tanto que crea valores. Una aristocracia del saber, del arte, de
anticipación al futuro. “!No hacia atrás debe dirigir la mirada vuestra nobleza,
sino hacia adelante!” En definitiva, un aristócrata, que no es un monarca que vive
de privilegios heredados sin hacer ningún esfuerzo, ni un burgués moderno
egoísta y ambicioso. No se puede confundir este concepto de aristocracia con las
modernas oligarquías burguesas. Se trata de una cuestión de altura, de arte, de
conocimiento. Se trata de una elevación humana. Para Nietzsche el aristócrata es
aquel que debe permanecer dueño de sus cuatro virtudes: “el valor, la lucidez, la
simpatía y la soledad”.
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¿Por qué en Colombia nunca quisieron a Bolívar? fue una conferencia presentada
con gran éxito en siete ocasiones en Caracas, una vez en Maracaibo y finalmente
en el Estado Guárico. De ella sólo reiteraré la última conclusión que hice del
último laberinto de Bolívar:
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Como Bolívar se rehusó a declararle una nueva guerra a sus propios paisanos,
murió en la más profunda tristeza y soledad. Ya mucho antes Bolívar había
afirmado que “no es justo destruir los hombres que no quieren ser libres”. Una
cosa era luchar contra el opresor, otra muy distinta era obligar al propio vecino
que no quería la libertad; esto último era, según él, una perversión en cualquier
revolución.
¿Qué hacer con los propios compatriotas que no sólo se niegan a la revolución
sino que ellos mismos encarnan con ahínco los valores reaccionarios de los
imperios exteriores? ¿Qué hacer con los hombres y con las mujeres en Colombia
que son portavoces y defensores de los valores más reaccionarios, egoístas,
capitalistas, en algunos casos hasta fascistas, todos reivindicadores de las más
rancias oligarquías hoy expresadas en el santismo-uribismo? ¿Los fusilamos? No
se puede. ¿Los transformamos? Creo que no se puede tampoco. ¿Entonces?
Como no se puede declarar la guerra a los godos de la propia patria más bien vale
hacer ya el duelo por la muerte de Bolívar. Bolívar ha muerto. Se murió y con él
se fueron las esperanzas de una sociedad distinta. Está bien muerto. Idealizarlo
no ayuda en nada: los idealismos nos están alejando de la vida real, vida que está
bien complicada y enmarañada en nuestro país.
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Bolívar ha muerto. Ahora nos toca a nosotros sin él. Tardé veinte años en
comprenderlo.
Mientras que el nudo de las causas en las cuales está entrelazado Bolívar siga
irresuelto, este mismo nudo hará que él retorne de nuevo.
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Un día Bolívar fue mi ilusión, la entrada a un mundo nuevo.
Pero, pensándolo mejor y hoy que escribo una vez más en la conmemoración de
su nacimiento, creo que en mí, Simón Bolívar retornó.
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