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Bioética, deliberación y juicio razonable*

Silvia Liliana Brussino

1. Hacia un nuevo tipo de responsabilidades: La bioética como apuesta moral

Es indudable que nuestra época vive tiempos difíciles, ya sea por la vulnerable
condición de la existencia humana –de la que no parece haber sin embargo una
conciencia pareja- o por la índole de las decisiones que debemos tomar, en situaciones
cuyo carácter límite se hace cada día más manifiesto. Si bien son muchas las razones
que pueden aducirse para explicar esta característica de nuestro tiempo, la
vertiginosidad de los cambios producidos por el enorme potencial transformador y cuasi-
creador de la inteligencia humana, cristalizado en nuestro siglo bajo la forma de dominio
tecno-científico, se ha convertido en una evidencia de la que ya no puede prescindir
ningún análisis sobre el tema.
El mayor desafío parece estar puesto en la construcción -tanto individual como
social- de un temple moral que se pone a prueba en el modo de afrontar y resolver los
problemas que presenta esa vertiginosa transformación. El entusiasmo inicial ha cedido
el paso a una nueva conciencia que resulta tal vez menos optimista, pero más adecuada
a la realidad: estamos aprendiendo que el portentoso regalo que hemos recibido del
progreso científico: la enorme disponibilidad de tecnologías e información, no es sin
embargo, un poder que se legitime por sí mismo. Su validez depende no sólo de la
orientación axiológica que se le imprima sino también de la equidad en las condiciones de
acceso a sus beneficios para los destinatarios; dos grandes cuestiones que mantienen
ocupada a la reflexión bioética actual.
La índole novedosa de ese desafío ético es lo que plantea Hans Jonas en su libro
El principio de responsabilidad1: de lo que se trata en la actualidad -y esto acontece por
primera vez en la historia- es de la exigencia para nosotros, los seres humanos, de
asumir solidariamente la responsabilidad, en escala planetaria, por las consecuencias de
las acciones colectivas de los hombres, fundamentalmente en los campos de la ciencia y
la técnica, pero también en la política y en la economía. Porque se trata de
consecuencias cuyo carácter probablemente irreversible puede producir alteraciones en la
condición humana misma, lo que nos hace responsables también ante las futuras
generaciones2.
Estas nuevas responsabilidades pueden entenderse como las propias de un nivel
moral posconvencional en el sentido asignado a este término por Kohlberg3, puesto que
van más allá de las responsabilidades imputables a los individuos en el marco de las
instituciones propias del Estado moderno, cuya referencia son los roles profesionales, con
sus correspondientes controles y sanciones4. Esto no significa que las responsabilidades
convencionales, imputables individualmente, queden suprimidas o diluidas en una suerte
de corresponsabilidad anónima. Ninguna apelación a la responsabilidad social, cualquiera
sea el grado de extensión de la comunidad que abarque, puede hacerse sustituyendo la
responsabilidad individual, pues sólo tras haber reconocido su papel esencial “podemos
ver lo poco razonable y limitado que es confiar de manera exclusiva en ella”5. Si nuestra
interpretación es correcta, lo que sugiere el principio de responsabilidad de Jonas es que
la responsabilidad individual queda envuelta en una exigencia mayor de previsión de
consecuencias de las acciones por parte de quienes más saben al respecto -los expertos
y científicos- como también de quienes tienen mayor poder de decisión política y jurídica
en la materia6. Ahora bien, esta previsión de consecuencias no es sólo cuestión de
cálculo racional sino que exige “una nueva clase de humildad” debida ya no a un estado
defectivo de las capacidades transformadoras del ser humano sino a “la excesiva
magnitud de nuestro poder, es decir, al exceso de nuestra capacidad de hacer sobre
nuestra capacidad de prever y sobre nuestra capacidad de valorar y de juzgar”. Ante ello,

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Jonas recomienda una “moderación responsable, que es lo mejor, tras la posesión de la
sabiduría”7.
En el terreno de la bioética, la reflexión sobre el significado de esta exigencia de
superación del sentido convencional de la responsabilidad adquiere un carácter
prioritario. Como es sabido, el ingente desarrollo de esta disciplina no se comprende si no
se tienen en cuenta los cambios producidos en las tres últimas décadas hacia el interior
de la práctica médica por las que la bioética resulta algo más que deontología médica
reformada: es una propuesta de transformación radical de la relación sanitaria, que se
corresponde con el principio universal de respeto por la dignidad de las personas al
incorporar al paciente al proceso de toma de decisiones diagnósticas y terapéuticas
conforme a sus valores y a su proyecto de vida. Pero además, y quizás sea ésta la faceta
más prometedora de la disciplina, la bioética ha ido cobrando la forma de un verdadero
programa de ética cívica, lo que significa una apuesta por las posibilidades de desarrollo
moral de las personas y de las sociedades, como también una chance deliberativa sobre
los fines mismos de la vida humana, vehiculada por la puesta en crisis de los fines de la
medicina.
El carácter de apuesta que asignamos a esta empresa se vincula a la convicción
de que, por mucho que podamos aportar a la fundamentación -siempre necesaria- de la
ética en la línea de la racionalidad, ésta ha sido y será una empresa sin garantías de
éxito, puesto que la evidencia racional de que “debemos” ser morales y de “por qué”
debemos serlo, aunque se llegue hasta el fondo lógico o metafísico de la cuestión, nunca
resulta suficiente para movilizar de suyo a todas las voluntades ni para garantizar la
corrección de las acciones de los hombres en el mundo. La misma ética kantiana
encuentra en esta modesta constatación la raíz de sus limitaciones, por lo que puede
decirse que la incondicionalidad del imperativo categórico sólo es tal para una voluntad
que se “ha elegido” como buena, es decir, como racional, en los términos de Kant. En
otras palabras, la incondicionalidad del deber como máxima expresión de la autonomía,
en tanto que capacidad autolegisladora del ser racional, supone una elección existencial
por la racionalidad que, como tal es “previa” a las exigencias de la razón8.
En definitiva, la vieja observación de Aristóteles, para quien la indagación sobre la
ética (o la virtud) es para aquellos que de alguna manera ya están encaminados por una
voluntad de obrar rectamente, no sólo sigue siendo una excelente brújula para orientar la
enseñanza de la ética sino que permite demarcar el ámbito donde la competencia de
unas nuevas responsabilidades adquiere su máxima significación.
Por otra parte, si se asume que la ética es más una tarea que un logro definitivo
de la razón humana, puede entonces plantearse el “deber ser” de modo tal que no
resulte utópico y condenado de antemano a una marcha en el mejor de los casos paralela
a la del incontenible avance tecnológico. Esta observación vale también para el terreno
de la política, habida cuenta de la naturalidad con que se da por sentado que la mayor
parte de las decisiones políticas se rigen –y sorprendentemente se justifican- por un
canon propio que nada tiene que ver con la moralidad, esto es, que resulta contrario a lo
que “debería ser” a los ojos de todos9.
Ha sido Aranguren quien ha hecho especial hincapié en esta perspectiva de la
ética como tarea inacabable: “La moralidad política –como, por lo demás, la moralidad
privada, individual- es ardua, problemática, difícil, nunca lograda plenamente, siempre in
via y, a la vez, siempre en cuestión. La auténtica moral es y no puede dejar de ser lucha
por la moral. Lucha incesante, caer y volverse a levantar, búsqueda sin posesión, tensión
permanente y autocrítica implacable. La relación entre la ética y la política, en cuanto
constitutivamente problemática, sólo puede ser vivida, de un modo genuino,
dramáticamente”10.
Se trata entonces del esfuerzo permanente e imbuido del más pleno
sentido humano, siempre frágil y tentativo, por definir situadamente si lo fácticamente
real o posible, es sin más lo deseable. No es por tanto desde el juego de una razón

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abstracta que axiomatiza los principios éticos o los derechos humanos, sino desde las
situaciones concretas como se pueden entender los necesarios matices de una
razonabilidad práctica que torne efectivamente viable una ética de la responsabilidad, en
la que derechos y principios cobren su auténtica significación, más allá de una cuestión
declarativa, como las coordenadas que guían la toma de decisiones razonables en
condiciones de incertidumbre.
En este sentido, la bioética puede ser interpretada como el máximo desafío de
esta tarea, que no se juega tanto en el orden teórico de una fundamentación última de la
moral como en el arbitraje del juicio práctico en situación, que exhibe sintéticamente la
compleja estructura de la acción humana. En efecto, este juicio expresa una condición
fundamental de la decisión en tanto que moral como es la necesidad de determinarse por
razones, debiendo a su vez conjugar las convicciones profundas del agente –que
provienen en gran medida de las fuentes pre-racionales de la moral- 11 con la exigencia
universal de respeto por la dignidad de las personas, formulada en términos de principios
como autonomía y justicia.
En bioética, gran parte de la materia a decidir exhibe ese difícil estatuto de las
cuestiones prácticas que es su irreductible indeterminación de la que hablaba
Aristóteles12, agravada ahora por el potencial manipulativo de la tecnociencia y el
concomitante abandono de un parámetro naturalista para tomar decisiones13. Ello exige
que se preste especial atención al momento del razonamiento moral que consiste en
someter a prueba la norma mediante la ponderación de las circunstancias y las
consecuencias de los posibles cursos de acción. Esto nos lleva a afirmar, siguiendo a
Ricoeur, que la bioética se ubica en la “zona del juicio prudencial”14, zona que abarca no
sólo el nivel de las decisiones en el ejercicio de la práctica asistencial en salud, de la
investigación biomédica y biotecnológica, sino también el de las decisiones jurídicas,
legislativas y políticas en estas materias.
El ubicar a la bioética en la zona del juicio prudencial permite otorgar un
tratamiento adecuado a la amplia gama de temas bioéticos con los matices y
diferenciaciones que corresponden a la pluralidad cultural y a las cambiantes situaciones
de la vida individual y social que hacen a la condición humana en su intrínseca
historicidad, sin abandonar no obstante, la aspiración universalista con la que toda ética
debe confrontar sus desarrollos.

2. La bioética como chance deliberativa

El terreno de la discusión bioética es paradigmático precisamente porque pone de


relieve los más profundos desacuerdos en el seno de una sociedad pluralista,
desacuerdos que en otros campos que también plantean problemas éticos, como la
economía o la política, parecen admitir mayor margen de negociación. Ya sea porque el
debate bioético compromete al mismo tiempo esos ámbitos –el económico y político-, o
porque implica revisar opciones y conductas provenientes de las fuentes más profundas
de nuestra identidad personal –y por ello no siempre fácilmente al alcance de la
argumentación racional-, o por la experiencia ambivalente de horror y fascinación que
produce en el hombre corriente el poder transformador de las biotecnologías; cualquiera
sea el peso que se asigne a estas razones, lo cierto es que los temas bioéticos
conmueven profundamente a las personas cuando toman contacto con ellos. Por ello no
resulta ocioso fijar la atención en la forma que reviste el debate, ya que puede ser
entendido como una chance para deliberar sobre los fines que perseguimos como seres
humanos, desde lo cual se puede esclarecer la cuestión de la licitud de los medios que
utilizamos para alcanzarlos.
En este sentido, es interesante observar que la deliberación bioética actual se ha
desplazado en gran medida desde la discusión sobre medios –siempre instrumentales por
definición- hacia la reformulación de los fines de la medicina, tradicionalmente ligados a

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los fines de la vida humana 15. Si bien es cierto que en los comienzos los interrogantes se
focalizaron en los nuevos recursos tecnológicos puestos a disposición de la medicina, la
persistencia de los problemas bioéticos es un buen indicador de que los mismos no tienen
su origen -ni mucho menos su resolución- en el mismo desarrollo tecnocientífico, sino
que su raíz más profunda está en la crisis de valores de las sociedades actuales y su
concomitante dificultad para equilibrar en instituciones justas, proyectos de vida muy
dispares y a menudo contrapuestos. La cuestión queda planteada entonces en un doble
frente: hacia el interior de la medicina, como reformulación de sus fines y hacia el
exterior de la misma, con relación a las expectativas y demandas de la sociedad respecto
de sus logros, su poder y sus límites16.
“Los fines de la medicina y no solamente sus medios están en tela de juicio. Con
harta frecuencia suele darse por supuesto que las metas (goals) de la medicina son
autoevidentes y están suficientemente comprendidas, siendo sólo necesario que se
implementen con sensatez. Nuestra convicción sin embargo, es que ahora resulta
necesario un nuevo examen sobre tales metas. Sin tal reflexión, los esfuerzos que se
están llevando a cabo en todo el mundo por reformar los sistemas de salud pueden fallar
completamente o bien no alcanzar todo su potencial. Las presiones económicas sobre la
medicina proveen un fuerte incentivo para realizar este examen. La gran expansión del
conocimiento médico y la comprensión de los problemas y posibilidades sociales, morales
y políticas que tal expansión trae aparejadas, proveen una motivación no menos
importante”17.
Por otra parte, ninguna época ha mostrado tan bien como la nuestra que no todo
está dicho respecto de los fines de la vida humana de forma tal que no quepan
incertidumbres que ponen de relieve el carácter tentativo de nuestras decisiones en tanto
que humanas, a su vez, origen y drama de toda moralidad: es que el contenido del fin
último de la vida humana, llámese felicidad, perfección o vida buena, no está fijado de
antemano y debemos realizarlo apropiándonos posibilidades por los caminos -siempre
inciertos- de la historia personal y social.
Resulta esclarecedor el planteo de Xavier Zubiri al respecto: “Puede pensarse que
ese fin está dado por otro, sea la sociedad, sea un Dios revelador, etc. Pero esta línea de
respuesta no es la primera y la más radical, porque el problema del fin no es el problema
del fin impuesto al hombre, sino de un fin asignado al hombre dentro de la condición
formalmente final que el hombre tiene por sí mismo (...). Se trata de que las
posibilidades del hombre y, por tanto, la realidad de la perfección es algo
constitutivamente indeterminado. Es decir, que el hombre (...) se encuentra abandonado
a la condición de tener que determinar por tanteo el tipo de perfección que le es
accesible dentro de la sociedad y de la historia, precisamente por ser esencia abierta.
Abierto a la realidad en forma de felicidad, el hombre está absolutamente vertido a una
forma de perfección, lo cual no depende de él y es el elemento absoluto de toda moral.
(...) La última palabra no la tiene el sistema de conceptos que el hombre emplea, sino la
realidad misma. Frente a eso que es la realidad misma, el hombre tiene que hacer uso de
sus conceptos, no un uso puramente conceptual o racional sino un uso razonado (...) ¿Se
trata de una añagaza de la naturaleza el haber dado al hombre la ilusión de una felicidad
y un bien perfectos para que el hombre pueda aguantar sobre la tierra?. Aunque así
fuera, aunque se diera ese ardid de la razón que decía Hegel, no puede darse como tal
más que bajo una condición: que nadie lo descubra, porque si alguien lo descubre, para
aquél se acabó la moral”18.
Por ello, deliberar sobre fines tiene como condición de posibilidad que estemos
convencidos de que nadie es humanamente depositario de verdades absolutas que se
impongan a todos con la misma evidencia 19, lo que segrega actitudes absolutistas que
frustran desde el inicio la chance deliberativa. La horizontalidad del discurso es esencial a
la hora de debatir puntos de vista morales, donde la autoridad se gana en el terreno de

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la razonabilidad de los argumentos aducidos y de la capacidad para escuchar y respetar
las posiciones ajenas.
Sin embargo, tampoco se trata de un mero intercambio de opiniones y
preferencias en lo que sería mera parodia deliberativa, superficial y relativizante. Si la
chance se toma en serio, ha de tener también como condición la convicción de que se
puede deliberar sobre fines, es decir, de que éstos no son meras preferencias subjetivas
o irracionales y que si algunos lo son, ello puede y debe esclarecerse en el proceso
deliberativo, con lo cual se habrá avanzado mucho en el sentido de una razonabilidad
práctica, capaz de fundar compromisos serios y asignar responsabilidades fuertes a
individuos e instituciones.
Ello nos lleva a destacar la relevancia de los procesos deliberativos, donde
importan tanto los resultados como el procedimiento mismo, que a su vez no depende
sólo de reglas formales de justicia sino también de las disposiciones y actitudes de
quienes deliberan.
Nuestro argumento apunta a señalar en primer lugar, que la deliberación no es
nunca un procedimiento solitario sino constitutivamente dialógico, aunque a menudo la
situación requiera determinarse en soledad. En segundo lugar, que esta mediación
dialógica exige a su vez un marco institucional adecuado, al que resulta esencial no sólo
el tolerar sino el promover positivamente los procesos deliberativos en sus diversas
formas, en las que quedan comprendidos desde los equipos de salud en las instituciones
hospitalarias, los comités de ética clínica y de investigación, las comisiones de
asesoramiento legislativo, hasta las variadas formas de deliberación pública en
cuestiones que atañen a la salud de los ciudadanos.
Aquí deben advertirse dos peligros, ateniéndonos a la frecuencia con que la
experiencia nos presenta fallidos ensayos de deliberación pública que sin embargo, se
podrían corregir con una perspectiva política adecuada, es decir, con claridad en los
objetivos de la deliberación y transparencia en la selección de quienes integrarán los
foros de discusión con vistas a asesorar acerca de políticas de salud e investigación
biomédica.
El primer peligro es la moda de constituir comisiones de bioética de todo tipo y en
cualquier jurisdicción siguiendo tendencias actuales. Cuando esto sucede, se desdibuja el
significado de la deliberación pública y por consiguiente, también se diluye el perfil
requerido de los deliberantes. En este sentido, las comisiones permanentes, corren el
riesgo de anidar intereses corporativos o de anquilosar la dinámica deliberativa, que
necesita nutrirse de nuevos puntos de vista sin dejar de observar por ello la necesidad de
expedirse oportunamente sobre temas urgentes. Además, si bien la integración de estos
foros, precisamente por tener sentido sólo en una sociedad democrática, debe ser muy
amplia y participativa, también debería tener ciertas limitaciones en un sentido muy
preciso: el de la ética pública. Ya sea el caso de los expertos como de los legos, entre
otras condiciones de las que hablaremos más adelante, resulta indispensable que sean
personas de antecedentes incuestionables desde el punto de vista de los valores morales
universales nucleados en el respeto por la dignidad de las personas y el compromiso
estable con la defensa y promoción de los derechos humanos.
Somos concientes de que la determinación concreta de quiénes deben integrar un
foro de deliberación es una cuestión polémica, que admite diversos criterios que pueden
discutirse y revisarse ad hoc, pero creemos que es importante establecer el nivel mínimo
e irrenunciable de exigencias morales que debe reunir una persona que participará en
una deliberación pública sobre cuestiones de bioética. Ese nivel puede expresarse así: en
principio, desde el punto de vista de la moral pública democrática, puede integrar un foro
de deliberación cualquier ciudadano en la medida que no haya participado (por acción u
omisión) directa o indirectamente en actos degradantes de la dignidad de las personas o
violaciones a los derechos humanos básicos. Si bien es cierto que no es fácil establecer a
priori el grado de adhesión de las personas a estos valores morales universales, más allá

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del debido crédito que cabe otorgar a lo que ellas se comprometen y expresan libremente
puesto que esta confianza recíproca es la base moral de la convivencia pacífica y del
diálogo, no es difícil determinar el tipo de antecedentes de conocimiento público que
inhabilitan moralmente a una persona para integrar estos foros, más allá de los
resultados de un proceso judicial cuando éste hubiera tenido lugar. Establecer
enfáticamente este límite a la tolerancia implica asumir responsablemente el significado
de la democracia en un nivel moral que no se identifica sin más con los avatares de la
justicia procesal, aunque desde luego, no es independiente del derecho20.
El segundo peligro está en el rol de los medios masivos de comunicación, cuya
percepción de los temas “candentes” no siempre sigue el patrón de las verdaderas
necesidades en materia de temas que es importante debatir21, instalando una urgencia
que se diluye cuando las agencias internacionales declaran agotada la cuestión conforme
a sus propios intereses, dejando como remanente una discusión superficial que se
sepulta en el olvido para pasar a otro tema. En este sentido, la iniciativa política debería
adelantarse a los medios y fijar su propia agenda bioética conforme a las cuestiones
prioritarias sobre las que tiene directa responsabilidad. Esto no implica negar la
importancia de los medios de comunicación como promotores del debate público. Se
trata simplemente de señalar un vicio cuya visión distorsionada de los problemas -
resaltando urgencias que no son tales y silenciando arbitrariamente ciertas temáticas que
deberían preocuparnos en serio- no contribuye precisamente al ejercicio de una auténtica
deliberación.
No es casual por lo tanto, el interés que cobra la bioética para la filosofía política,
en cuanto que los foros de debate sobre estas cuestiones reflejan los aciertos y los
déficits de los procesos deliberativos en las sociedades democráticas actuales22. De ahí
que las propuestas más interesantes apunten a alentar la discusión permanente sobre
valores fundamentales en todas las fases del proceso democrático. Así, por ejemplo, el
enfoque de Amy Gutmann y Denis Thompson, se centra en cuatro objetivos que debe
proponerse mediante la deliberación pública, una sociedad democrática que pretende dar
una auténtica respuesta a las fuentes de conflicto moral que por diversas razones son
imposibles de erradicar23.
El primer objetivo es promover la legitimidad de las decisiones colectivas en lo
concerniente a la distribución de los recursos escasos o limitados. En este sentido, los
procesos deliberativos tienen un rol fundamental en la determinación de políticas
institucionales. La participación de todos los afectados por tales políticas en el proceso
deliberativo no borra, desde luego, los desacuerdos, pero puede lograr consensos
recíprocamente justificados en términos moralmente aceptables, aún para aquellos que
continúan en desacuerdo.
Como puede advertirse, esta postura supone -no ingenuamente- una confianza en
las posibilidades de la razón humana para ordenar pacíficamente la convivencia
cooperativa, en una línea diametralmente opuesta a la que sólo considera posibles los
acuerdos tácticos en los cuales hay ganadores y perdedores. Es cierto que en las arenas
políticas se verifica permanentemente la extendida realidad de este tipo de racionalidad,
pero no es menos cierto que la única posibilidad crítica capaz de iniciar una auténtica
transformación en las instituciones, proviene de la fuerza moralmente vinculante del tipo
de racionalidad que estamos proponiendo. En un sentido similar, el economista Amartya
Sen sostiene que “de hecho, los valores desempeñan un importante papel en la conducta
humana y negarlo no sólo equivale alejarse de la tradición del pensamiento democrático
sino también a limitar nuestra racionalidad. Es el poder de la razón el que nos permite
considerar nuestras obligaciones e ideales, así como nuestros intereses y ventajas. Negar
esta libertad de pensamiento equivaldría a limitar seriamente el alcance de nuestra
racionalidad”24.
El segundo objetivo de la deliberación es favorecer una perspectiva pública para
tratar asuntos públicos, en respuesta a otra fuente de desacuerdos morales que es la

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limitación de nuestra generosidad a la hora de favorecer con medidas públicas a otras
personas cuyo problema no nos afecta a nosotros. Esto exige de los deliberantes ciertas
condiciones intelectuales y morales tales como poseer información suficiente sobre la
cuestión que está en juego y sobre todo, contar con la necesaria apertura mental como
para que el proceso deliberativo sea efectivamente dialógico. Aunque es inevitable que
todos representemos una posición determinada en el debate, lo cual supone intereses e
ideas previas, en el proceso deliberativo no sólo es importante la cantidad y diversidad
de voces que se pueden expresar sino el carácter y la voluntad de los deliberantes, que
deben tratar de forjar sus argumentos a la luz de lo que escuchan en el proceso
deliberativo25.
En este sentido, coinciden estos autores con la posición sustentada por la ética
discursiva, en la línea de Apel y Habermas. Para esta ética, los argumentos cobran
validez en el proceso dialógico y aún cuando ello no pueda lograrse de hecho, ha de
tenerse presente que se trata de un déficit en el proceso, que no atenta contra el
principio mismo del discurso como la única instancia legitimadora de un acuerdo 26.
Interesa destacar que, aún cuando puedan formularse críticas a la ética discursiva en lo
que hace a la formulación inicial de una comunidad ideal de comunicación como canon de
racionalidad con el que han de medirse las comunidades reales, si los foros de
deliberación bioética se constituyen sin tener presente este importante rasgo, lo que
hacen es reproducir las condiciones de una mera negociación estratégica, cuya moralidad
es justamente lo que está en tela de juicio. No debe olvidarse que en ética sobre todo, lo
real no se identifica con lo que es “de hecho”, por lo tanto, también puede y debe
formularse el “deber ser” como una parte inclaudicable de la realidad humana, aunque no
dada fácticamente, pero sí perfilada desde las auténticas posibilidades hic et nunc de los
individuos y las comunidades sin que ello signifique postular una utopía, puesto que se
relaciona más bien con el real, necesario y saludable anidamiento en el corazón y la
mente humanos de una vida plena -mejor que la actual, si se prefiere- por el que
estimamos esa vida como digna de ser vivida, esto es, precisamente: como vida
humana27.
Con relación a este objetivo de la deliberación y desde una perspectiva a la que
denomina “comunitarismo liberal”, Ezequiel Emanuel enfatiza el carácter no instrumental,
o mejor, no meramente instrumental, de las deliberaciones democráticas. Si bien éstas
se inician a partir de un problema, como es la necesidad de resolver una cuestión teórica
o práctica específica, los ciudadanos razonan en común sobre cómo ideales, tradiciones y
prácticas sugieren distintas aproximaciones al problema. Aunque los problemas
usualmente presionan y es necesario para darles cierre alguna ley o política que los
resuelva, esa resolución no necesita ser definitiva, las consideraciones pueden ser
reabiertas y la política sujeta a ulteriores deliberaciones. En efecto, las dificultades
descubiertas durante la implementación de las políticas pueden sugerir cuestiones
específicas que necesitan mayor elaboración. En cierto sentido, esta meta es
instrumental pues se busca establecer una política para regular algún bien. Pero va
también más allá de ello porque el propósito no es sólo tener una política sino, lo que es
igualmente o más importante, el haber participado los ciudadanos mismos en su
formulación, pues esto es lo que hace posible la autonomía política. El carácter no
instrumental de los procesos deliberativos se advierte mejor cuando se considera el auto-
desarrollo de las personas desde un punto de vista más exigente que el egoísmo
racional: la participación puede elevar la perspectiva del ciudadano más allá de su propio
interés al requerirle que considere el bien de la comunidad entera. De modo similar, la
participación en deliberaciones democráticas fuerza a los individuos a comprometerse en
la reflexión moral, justificando sus puntos de vista sobre una extendida serie de
cuestiones e ideales. La democracia es valorada así por sus efectos sobre los seres
humanos corrientes, elevándolos desde la pasividad y dependencia a la condición de
ciudadanos deliberativos, autónomos.

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Las deliberaciones también apuntan a lo que puede ser llamado el establecimiento
de una vida en común, a la formación de un pueblo con futuro. Esto equilibra el auto-
desarrollo personal. Las deliberaciones apuntan a crear un ámbito público, a identificar
ideales y tradiciones compartidas, a delinear una visión de conjunto, al tener las
personas que articular, especificar y reformular sus ideas para determinar qué cosas
valora la comunidad colectivamente y cómo las valora. En otras palabras, las
deliberaciones restablecen un “equilibrio reflexivo” en común. Además, definen una vida
en común en el actual proceso de reunirse a deliberar públicamente. Como ciudadanos,
deliberando unos con otros acerca de la vida en común, no estamos interesados sólo en
nuestras propias vidas. Expresamos nuestro punto de vista a otros, tanto uno como otro
asume y expresa la vida en común. El acto de razonar en común, el examen colectivo de
ideales y tradiciones es una característica distintiva de las deliberaciones democráticas.
En el reunirse se expresa la ligadura del individuo a la comunidad, desde lo cual ésta
cobra su carácter de empresa común28.
El tercer objetivo de la deliberación es promover el respeto mutuo en la toma de
decisiones, cuando se trata de valores morales incompatibles. El ejemplo del aborto se
ha convertido ya en un clásico de este tipo de desacuerdos morales dentro del repertorio
de temas bioéticos, pero no menos significativos son otros conflictos concernientes, por
ejemplo, a la reproducción humana asistida (sobre todo en lo que respecta al estatuto del
embrión) o al final de la vida humana, tales como la eutanasia y el suicidio asistido.
¿Qué puede aportar el proceso deliberativo cuando las posiciones son
irreductibles? Desde luego que la deliberación no torna compatibles valores
incompatibles, pero puede ayudar a los participantes a reconocer el mérito moral de la
posición contraria. Este es quizás el aspecto más difícil y menos prometedor de la
deliberación, puesto que la sensibilidad y el grado de compromisos morales en juego
tornan imposible a veces llegar a un acuerdo en términos aceptables para ambas partes.
Sin embargo, es aquí donde se manifiesta el significado más profundo de la ética
como tarea siempre inacabada: por mucho que nos esforcemos en ello, es imposible
borrar la faz conflictiva de las cuestiones morales29, y aunque parezca paradójico, tal vez
sea conveniente que así suceda, pues lo contrario equivale a una domesticación del
conflicto bajo alguna forma de violencia. Esta, la violencia, es la verdadera enemiga de la
moral, no el conflicto. La calidad en el análisis de los argumentos que pueda lograrse en
el proceso deliberativo, así como el reconocimiento de la competencia de los valores en
juego, es tanto o más importante que el acuerdo como resultado, sobre todo cuando éste
no puede alcanzarse en condiciones moralmente aceptables para todos los implicados.
El cuarto objetivo de la deliberación es ayudar a corregir los errores en los que,
inevitablemente ciudadanos, gobiernos, profesionales, etc., incurrimos cuando se trata
de emprender acciones colectivas, lo cual responde a otra fuente de desacuerdos: la
comprensión incompleta que caracteriza a casi todos los conflictos morales, que
encuentran en la tragedia y la perplejidad uno de sus rasgos más genuinos. Sin embargo,
la participación en los procesos deliberativos, nos permite avanzar en esta comprensión,
tanto individual como socialmente. En el dar y escuchar razones aprendemos a reconocer
prejuicios y equívocos, como también a desarrollar nuevos puntos de vista que resistan
mejor un examen crítico.

3. Necesidad de complementación de las teorías éticas

Aunque la deliberación es esencial a la bioética y los foros de debate (comités,


comisiones, etc.) constituyen la forma más idónea de tratar los conflictos morales, esto
no es todo en la bioética como tarea. Como podemos ver, la deliberación requiere de
ciertas condiciones que hacen al carácter de los sujetos que deliberan, ciertas actitudes
básicas sin las cuales parece difícil, cuando no imposible, llevar adelante un auténtico
proceso deliberativo. Entonces se perfila una suerte de circularidad en lo que venimos

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afirmando, pues lo que se espera lograr en el transcurso de la experiencia deliberativa,
aparece como una condición de posibilidad de esa misma experiencia.
En realidad, no es novedad que ciertas cuestiones, en especial las humanas,
revisten esta cierta circularidad sin que ello resulte contradictorio. Sólo se ve como
contradictorio desde una concepción unilateral de la vida moral que obligue a optar por el
acto aislado o por el carácter moral de quien lo ejecuta, o si se quiere, por el aspecto
formal-procedimental de la toma de decisiones o por el contenido sustantivo de las
mismas30.
De ahí la importancia de complementar el enfoque universalista de las éticas
procedimentales con un enfoque contextualista, más atento a la formación del carácter
moral de los ciudadanos en un clima de “amistad política” que no es sino el principio de
preocupación por nuestros semejantes desde el que pueda florecer una genuina idea de
justicia 31. Este es actualmente un tema central del debate ético en general y bioético en
particular y comporta una cierta rehabilitación de la ética y de la política antigua, en
especial de la concepción aristotélica, frente a los déficits heredados de las concepciones
predominantes de la modernidad, ya se trate del deontologismo kantiano o del
utilitarismo inglés.
La crítica al universalismo moderno envuelve una multiplicidad de frentes en los
que se lleva a cabo la polémica32, que en nuestro caso acotaremos al objetivo de abrir
paso a una forma de teleología que no resulta incompatible con las exigencias
universalistas propias del planteamiento deontológico de las éticas kantianas. En general,
las réplicas más serias33 al universalismo moderno no apuntan al universalismo mismo,
sino al elevado costo de realidad que se ha pagado para conquistarlo34. Michael Walzer
ilustra muy bien esta crítica al “estilo” de los filósofos universalistas cuando afirma en un
tono no desprovisto de ironía que: “En los últimos años la discusión filosófica ha
adoptado un estilo atento al procedimiento: el filósofo imagina una posición originaria,
una situación ideal de diálogo, o una conversación en una nave espacial. Cada una de
esas situaciones se construye estableciendo para las partes un conjunto hipotético de
restricciones y de reglas de compromiso. Las partes nos representan a todos. Razonan,
negocian, o conversan dentro de ciertas restricciones diseñadas para imponer los
criterios formales de cualquier moralidad: la imparcialidad absoluta o algún equivalente
funcional de ella. Suponiendo que esas condiciones se satisfagan plenamente, es muy
probable que tengan plena autoridad moral las conclusiones a que lleguen las partes. Se
nos ofrecen así principios que controlan en condiciones reales nuestro razonamiento,
negociación y diálogo efectivo; de hecho, condiciones que gobiernan toda nuestra
actividad política, social y económica. En la medida en que sea posible deberíamos
satisfacer esos principios en nuestras vidas y sociedades”35.
De ahí que los correctivos dentro del mismo universalismo kantiano -como pueden
entenderse los últimos desarrollos de Rawls y de la ética del discurso- propongan desde
su base algún modo de construcción o reconstrucción de las condiciones trascendentales
de la acción o del discurso apoyados en supuestos pragmáticos, en vistas a la necesidad
de disponer la teoría ética de forma tal que pueda ofrecer una respuesta no sólo
coherente sino también efectiva a las situaciones reales en las que los seres humanos
toman sus decisiones. Toda postura universalista debe tomar en serio hoy esta faz que
podemos llamar contextual de la moralidad, lo cual puede entenderse como una
consecuencia fructífera del debate mismo36.
Como una de estas consecuencias creemos que puede incluirse la posibilidad de
apelar a tradiciones filosóficas enfrentadas -dentro de ciertos límites demarcados por la
coherencia lógica que debe guardar toda teoría, sea científica o ética, en tanto que
constructo racional- para encontrar respuestas plausibles a los problemas que se
plantean en el ámbito práctico en el que, como hemos dicho páginas atrás, la
contingencia y la indeterminación son lo que sucede las más de las veces, sin que ello
signifique que se deba renunciar a su inteligibilidad, ni mucho menos al discernimiento de

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lo que corresponde que sea hecho, aunque ese corresponder sólo pueda determinarse en
situación.
Buscar formas de complementariedad entre las grandes orientaciones de la ética
actual no significa perseguir un afán ecléctico o sintetizador, sino prestar debida atención
a la finalidad que a nuestro modo de ver ha perseguido desde sus comienzos la reflexión
ética: orientar las acciones de los hombres, finalidad que se ha ido ocultando tras los
avatares del desarrollo filosófico de la primera mitad de siglo y el descrédito que, por
distintas razones fue ganando la filosofía como discurso práctico orientador a partir de
Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein.
Como se sabe, gran parte del impulso que dio origen a la bioética, provino de la
demanda planteada a la teoría ética desde los ámbitos de la vida corriente en los que las
personas -profesionales, ciudadanos, legisladores- debían tomar decisiones difíciles
mientras la ética filosófica se hallaba confinada a una especulación puertas adentro de
los claustros universitarios 37. No es ajeno a lo que venimos diciendo el “giro pragmático”
de la filosofía de los últimos treinta años y que a nuestro modo de ver puede ser
interpretado como un volver la mirada sobre los asuntos prácticos en los que se debate
el sentido común en la búsqueda de soluciones, no para “iluminarlo” desde algún lugar
de privilegio teórico sino porque ha aprendido “que las teorías filosóficas se tienen que
confrontar y dejarse cuestionar también, y sobre todo, en el mundo de la vida cotidiana,
de la praxis y de la política”38.
Sin embargo, admitida la necesidad de elaborar respuestas orientadoras de la
acción en el mundo de las prácticas cotidianas, se presentan inmediatamente dos
cuestiones problemáticas: La primera es si la reflexión ética tiene por objeto las acciones,
como postula el procedimentalismo emergente de la concepción moderna de la ética, o si
recae sobre la vida entera, como propone una ética de las virtudes que tiene sus raíces
en la tradición antigua. En este punto es donde nuestra respuesta se inclina por la
recuperación de una ética teleológica, de los fines de la vida humana, más exactamente,
de una vida con otros, en la que adquieren su sentido las acciones39. La segunda cuestión
es cómo puede la reflexión ética orientar las acciones o la vida de las personas corrientes
en el contexto de las sociedades modernas, atravesado por una multiplicidad de ideas de
bienes y fines humanos no siempre compatibles entre sí. En la respuesta a ambas
cuestiones y su mutuo entrelazamiento es donde creemos que pueden complementarse
el principio de realidad40 que una teoría ética debe contemplar en su mismo punto de
partida y el principio de universalización como la gran lección que conservamos de la
modernidad.
Es interesante notar sin embargo, que las deficiencias de un procedimiento moral
cuyo fundamento sea el sujeto o la comunidad racional-trascendental a priori, tal vez no
puedan ser resueltas por vía de compensación, esto es, haciendo concesiones a la
realidad de los hombres concretos y sus situaciones, sino desde su raíz, desandando los
mismos supuestos sobre los que se ha construido el universalismo moral. Ahora bien,
esto significa incorporar como punto de partida de la reflexión moral el factum de nuestra
inmersión humana en la realidad que contiene intrínsecamente, es decir, como apoyo y
exigencia de esa misma inmersión, los dos momentos: el de la situación -contingente y
relativa en cuanto situación, pero determinante en tanto que “tal” situación- y el de la
pretensión de universalidad bajo el régimen igualador de la ley moral en cuanto esbozo
racional. Si esto ha podido dar lugar a dos desarrollos históricos de la ética que se
presentan de alguna manera como tradiciones rivales, es porque ambos expresan esta
tensión inevitable entre lo particular y lo universal en la que en definitiva ha de moverse
toda experiencia humana, tanto en el orden teórico como en el práctico.
Esto es lo que sugiere Hilary Putnam cuando refiriéndose a la disputa de los
filósofos morales partidarios “del bien” y los partidarios “de lo justo”, señala que “ambas
esferas son parte esencial de nuestras vidas morales, y ninguna de ellas es simplemente
subjetiva (...). Los estilos de vida, al igual que sucede con los estilos pictóricos,

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musicales o literarios, necesitan siglos de experimentación e innovación para
desarrollarse. Pero en ausencia de tales estilos de vida concretos, de formas de lo que
Hegel denominó Sittlichkeit, las máximas universales de justicia están prácticamente
vacías, del mismo modo que, en ausencia de razón crítica, las formas heredadas de
Sittlichkeit degeneran en una ciega tenacidad y en un ciego acatamiento de la autoridad.
La tradición carente de razón es una tradición ciega; la razón sin tradición es una razón
vacía”41 .
Resulta también instructiva la estrategia seguida por Ricoeur para acercar las
vertientes teleológica 42 y deontológica de la ética tomando en cuenta, por una parte, el
elemento universalista contenido ya en la ética aristotélica; y por la otra, las huellas
teleológicas visibles en la ética kantiana, que pese a proclamarse deontológica,
circunscribiendo el orbe de la estricta moralidad a la formalidad a priori de la ley
universal, apela a conceptos como el de buena voluntad, o fin en sí mismo, que poseen
una evidente connotación teleológica. “Sin negar, en absoluto, la ruptura operada por el
formalismo kantiano respecto a la gran tradición teleológica y eudemonista, es apropiado
señalar, por una parte, los rasgos por los que esta última tradición se orienta hacia el
formalismo y, por otra, aquellos por los que la concepción deontológica de la moral sigue
estando vinculada a la concepción teleológica de la ética” 43 .
Este fondo teleológico sobre el que se inscribe la deontología kantiana es también
una clave interpretativa para otros autores contemporáneos que desde el universalismo,
admiten la necesidad de cubrir los vacíos del deontologismo kantiano con una
perspectiva que de cuenta de las motivaciones y valoraciones del agente como también
de la concretez de sus situaciones de decisión. Así, por ejemplo, Adela Cortina, en el final
de su estudio introductorio a la Metafísica de las costumbres dice: “La teleología
configura el núcleo de la ética kantiana desde conceptos como los de una buena
voluntad, fin en sí mismo -limitativo e incitativo-, bonum consummatum y fin que es a la
vez deber. Contando con ellos, accedemos a dos nuevos conceptos, ajenos a las éticas
modestas: las categorías de virtud y valor. Las virtudes resultan -junto con la virtud de
procurarse una buena intención- de admitir fines específicamente racionales, fines cuya
consecución exige por parte del hombre una auténtica fortaleza (...). La percepción del
valor de la humanidad, sea en la propia persona o en la ajena, aproxima la ley moral a la
intuición y de ahí que no falte razón a Ch. Taylor cuando afirma que las éticas formales
pueden reconstruirse desde una dimensión axiológica, no diría yo de bienes, sino de
valores”44.
Completando entonces nuestra línea argumental, entendemos que una ética de
las virtudes45 de estilo aristotélico, más que una alternativa es el complemento
indispensable de las éticas deontológicas, en particular, las de corte dialógico o
argumentativo, que enfatizan un aspecto de la moralidad: su pretensión de
universalidad, al que una ética contemporánea no puede renunciar. En esto asumen la
grandeza del imperativo categórico kantiano, es decir, la posición de una racionalidad
que no claudica ante las dificultades de la interacción y del discurso práctico reales en
pos de una conciencia madura (autónoma) y de acuerdos legítimos (justos) capaces de
poner límite a los intereses particulares no justificables públicamente.
Sin embargo, “el hecho de que la ética sólo pueda fundarse mediante la
aportación de razones no significa que la moral vivida sea sustancialmente racional (...).
Por eso resulta implausible el tránsito que llevan a cabo todas las fundamentaciones de
las éticas procedimentales -incluida la ética del discurso- al pasar de la constatación de
que la moral es lo que puede fundamentarse racionalmente a la exigencia de que la ética
resultante sea estrictamente racional”46. Aquí es donde nos parece que muestra su
productividad el partir de un factum antropológico: el anclaje humano en la realidad, que
exige tanto el desarrollo de una ética de virtudes como de obligaciones.
Las éticas deontológicas de cuño kantiano corren el riesgo de estrechar y
empobrecer la noción de lo moral reduciéndolo a las cuestiones de justicia que no van

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mucho más allá del tema del derecho. El respeto a la persona en virtud de su humanidad
(autonomía) que está en el fundamento de la teoría de la justicia, es sin duda un núcleo
irrenunciable de la moral, pero resulta insuficiente para fundar una ética concreta. Por
ello necesita ser integrada con una comprensión más sustantiva, que permita
fundamentar al mismo tiempo la solidaridad y ayuda positiva con las necesidades de los
otros para su realización y el logro del propio bien de cada uno. Esta integración es de
gran importancia para la bioética, en que la contingencia de la situación y el carácter
moral de quienes toman decisiones no son agregados ni datos superfluos de los que se
pueda prescindir sino pilares fundamentales del juicio moral.
Sin embargo, hay que ser cuidadosos en aquello que pueda rehabilitarse de la
ética antigua ya que por ejemplo, la preocupación por el bien de nuestros semejantes
puede abrir una vía de interpretación paternalista y autoritaria que implique un retroceso
respecto de la libertad de conciencia y el derecho de autodeterminación de las personas,
lo que resulta inadmisible. Como advierte Putnam, “algo de lo que hemos aprendido de la
propia conducta de la indagación moral es que las creencias morales heredadas pueden
ser criticadas, y este descubrimiento es, verdaderamente, el más valioso de los legados
de la Ilustración” 47. Pero también es claro que ninguna responsabilidad posconvencional
en el sentido anteriormente explicitado, ni la posibilidad misma de deliberar en serio, ni
la razonabilidad práctica, pueden plantearse sobre la enemistad, la divergencia de metas
regidas por el sólo interés particular o la indiferencia social. En este sentido -observa
Thiebaut-, “cabe pensar en la recuperación de una idea de bien y de virtud que no se
oponga de forma frontal al programa normativo del liberalismo que se diseñó para dar
cabida a la complejidad y a la diversidad morales y creenciales de las sociedades
modernas. Probablemente asistamos en los próximos años a intentos de reformulación
en términos de la idea de bien de esos contenidos liberales y recuperaciones de modos
de vida sustantivos y contextualmente determinados pero que estén, no obstante, a la
altura de los problemas de una sociedad mundial y compleja”48. A ello apuntan las
críticas al universalismo que páginas atrás señalábamos como dirigidas a los costos de
realidad que se ha pagado para conquistarlo y que permiten pensar que el debate actual
de la filosofía práctica reconoce “propósitos cruzados” y puntos de confluencia entre
orientaciones rivales49, con consecuencias que exceden el ámbito de la teoría filosófica
para adentrarse en el terreno de las prácticas sociales, incluido el ejercicio de las
profesiones y de la investigación científica.

4. Un marco para las decisiones razonables más allá de la autonomía

El concepto de autonomía, en sus acepciones socio-política, legal y moral ha


ejercido una profunda influencia en el ámbito de la ética médica, desplazando el centro
de la toma de decisiones desde el médico al paciente.
Si se entiende por autonomía la capacidad para disponer de sí inherente a los
seres racionales, en virtud de la cual éstos pueden realizar elecciones razonadas y llevar
a cabo acciones basadas en una valoración personal sobre posibilidades futuras de peso
en términos de sus propios sistemas de valores, el concepto resulta idóneo para
reorientar la relación médico-paciente en una forma más abierta y más respetuosa de la
dignidad de la persona del paciente.
Sin embargo, el sentido fuertemente legalista de este concepto, a menudo
centrado exclusivamente en la invasión, violación o daño a la privacidad, contiene el
germen de una concepción minimalista de la ética médica sobre la base de una idea de la
relación médico-paciente entendida como relación meramente contractual, lo que resulta
ficticio a poco que se analice la índole de dicha relación. En efecto, la misma condición de
enfermo de una de las partes la torna especialmente vulnerable, mientras que la otra
posee el conocimiento y el poder necesarios para dominar la relación.

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Pero, además de no darse la igualdad entre las partes que todo contrato requiere,
el énfasis exagerado en la autonomía conduce a minimizar las obligaciones de
beneficencia del médico, más pendiente del cumplimiento formal de un procedimiento de
consentimiento informado que de decisiones sustantivas en resguardo del mejor interés
del paciente.
Como se sabe, los verdaderos protagonistas de la historia y teoría del
consentimiento informado, no han sido los médicos sino los jueces norteamericanos. En
realidad, los médicos tardaron en comprender que lo que se estaba gestando desde los
primeros años del siglo XX en los tribunales de Estados Unidos, era una nueva forma de
encarar las obligaciones de los médicos para con sus pacientes, provocando a su vez una
revisión de los principios éticos que sustentan la práctica profesional. De ahí que la
bioética norteamericana concentrara gran parte de su labor inicial en la década de los 70,
en el estudio de este tópico, prueba de lo cual es la gran cantidad de bibliografía
producida al respecto en ese país. Puede afirmarse entonces, que si bien el
consentimiento informado ingresa en la práctica de la medicina por la vía legal,
produciendo un refinado análisis de los requisitos que hacen a la información y a la
autodeterminación en el marco de la relación sanitaria, la cuestión excede ampliamente
los límites de los recaudos legales -cuyo exacerbamiento diera lugar a una “medicina
defensiva”- y comporta un cambio profundo de actitudes, exigiendo una tarea de
reflexión y diálogo en el que no puede estar ausente ninguna parte de la relación.
Tal minimalismo ético está contenido en cierta visión –a nuestro entender
distorsionada- preponderante sobre todo en la bioética norteamericana, fuertemente
pragmática y principialista, es decir, atenida a la resolución de problemas prácticos sin
mayor esfuerzo de fundamentación y consecuentemente, regida por la aplicación casi
mecánica y simplificada de los ya célebres cuatro principios (beneficencia, no
maleficencia, autonomía y justicia) y las reglas que se derivan de los mismos.
No es difícil ni desacostumbrado ver los resultados de esta forma de simplificación
en lo que pretende ser un procedimiento de toma de decisiones racionalmente
justificadas: Si desaparece la instancia problematizadora y crítica (que puede efectuarse
como revisión de las decisiones tomadas, habida cuenta de la urgencia que rodea las más
de las veces a la decisión clínica), muy poco de ética le queda a semejante práctica,
acorralada en una suerte de mecanización metodológica, con el agravante de creer que
se está procediendo correctamente porque se ha seguido un procedimiento “bioético” de
toma de decisiones, (consentimiento informado, directrices anticipadas, etc.) cuando lo
que en realidad se está haciendo es borrar las instancias reflexivas propias de una
auténtica educación moral en donde se encuentra, a nuestro modo de ver, el mayor
potencial de la bioética.
No se trata de denostar ni abandonar el concepto de autonomía, sino de situarlo
adecuadamente, subordinándolo a un concepto más abarcativo de la totalidad
(fisiológica, psicológica y espiritual) de las capacidades de la persona y por tanto, de
mayor riqueza ética, como es la noción de integridad personal que, a diferencia de lo que
sucede con la autonomía, no admite grados ni limitaciones, como tampoco puede
perderse ni transferirse a terceros.
Como ha hecho ver Pellegrino50, la integridad tiene dos sentidos de gran
significación en bioética: El primero se refiere a la integridad de la persona, que se
expresa en la relación equilibrada entre los elementos corporales, psicosociales y
espirituales de su vida y que, así entendida -como equilibrio- es sinónimo de salud. Como
contrapartida, la enfermedad puede ser interpretada como “des-integración” o ruptura de
la unidad de la persona por disfunciones en cualquiera de las esferas mencionadas
(corporal, psicológica, axiológica). La integridad pertenece en este sentido al orden
ontológico del ser humano en cuanto tal. Por eso, a diferencia de la autonomía, no es
algo que se “tiene” o que se “ejerce” sino que se “es” -ya se trate de alguien competente
o no, adulto o no, conciente o no- y en virtud de lo cual su conservación se convierte eo

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ipso en un derecho moral, puesto que toda violación a la integridad personal en
cualquiera de sus dimensiones, comporta una violación a la persona entera.
En el segundo sentido, la integridad pertenece al orden estrictamente ético,
puesto que refiere a una cualidad de ciertas personas a las que llamamos “íntegras”. En
este sentido más restringido, la integridad es una virtud moral, es decir, un hábito
perfectivo de nuestro ethos o carácter moral, adquirido por la práctica constante en
nuestra relación con los demás.
De modo que el resguardo tanto de la autonomía como de la integridad (en el
primer sentido) del paciente, depende en gran medida de la integridad (en el segundo
sentido) del médico, puesto que en definitiva es el médico quien interpreta y aplica el
principio de autonomía: en el modo de presentar los hechos, de revelar la información (lo
que incluye qué tanto se revela de la misma), de sopesar los riesgos y beneficios, etc, el
médico está ejerciendo el poder de su saber y “todo paciente, aún el más educado e
independiente, es potencialmente una víctima o un beneficiario de tal poder”51. De ahí
que ser una persona íntegra moralmente -no sólo competente técnicamente- sea, en esta
perspectiva un requisito fundamental para el médico, requisito que se deriva
directamente de la índole misma de la medicina, sus fines y sus virtudes inherentes.
En efecto, la naturaleza de la enfermedad, su significado físico y emocional y el
inevitable coeficiente de vulnerabilidad de la integridad de las personas que concurren en
el proceso de la atención de la salud, configuran en su conjunto una constelación que
difícilmente se encuentre en otro tipo de actividad humana. Es por eso que, siendo la
ética de la relación sanitaria una parte de la filosofía moral en general (no una ética
aparte), presente sin embargo ciertos rasgos que requieren una especial sensibilidad
moral por parte de quienes la ejercen. No obstante, es necesario enfatizar que estos
rasgos especiales -ligados como hemos dicho a los fines de la medicina- ya no admiten
ser interpretados como privilegios sino por el contrario, como fuente de obligaciones que
compensan el desequilibrio de la relación en favor de la parte más vulnerable, es decir, el
paciente.
La fidelidad al compromiso públicamente asumido por el médico al abrazar la
profesión, compromiso centrado en el bien del paciente, que siempre está por encima de
los intereses propios del médico en circunstancias de conflicto, es la virtud que nuclea la
relación y la toma de decisiones terapéuticas, que en esta perspectiva no puede
entenderse como un acto aislado sino como una secuencia compleja de actos
concatenados que tienen su soporte y su justificación moral en el contexto narrativo que
es la historia clínica del paciente. Como es evidente, esta historia no puede referir
únicamente datos biológicos, sino que debe incluir sus preferencias, valores y creencias,
en tanto que son expresión relevante de su integridad personal.
El ubicar la autonomía en un contexto más apropiado, tiene importantes
consecuencias prácticas: En primer lugar, la interpretación del bien del paciente
(principio bioético de beneficencia) no justifica nunca una gestión paternalista de dicho
bien, pues no es el médico quien decide al respecto “por” el paciente sustituyendo su
propia decisión, sino “con” el paciente. En efecto, el modelo de relación propuesto es
fiduciario, es decir, implica la fidelidad del médico a la confianza depositada en él por el
paciente al solicitar su servicio o ayuda profesional52. Sin embargo, tampoco quedan las
decisiones a merced del arbitrio del paciente, que no es nunca equiparable a un cliente o
consumidor. En este sentido, a diferencia del modelo autonomista o contractual, las
obligaciones del médico no se reducen al respeto por la autonomía del paciente,
entendido como obligación negativa de no intromisión, sino que implican un compromiso
positivo con su integridad personal, lo a su vez supone un esfuerzo por lograr decisiones
razonables compartidas.
El término razonable adquiere en este contexto una significación tan equidistante
de la pura racionalidad científica -ciega a los valores presentes en la relación sanativa-
como de la arbitrariedad del deseo, que puede en algunos casos presentar rasgos de

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irracionalidad o de egoísmo, tanto por parte del paciente como del médico. A su vez, las
reglas derivadas de los principios bioéticos, tales como veracidad, confidencialidad,
privacidad, reciben un contexto de aplicación más flexible permitiendo sopesar los
elementos de una situación conflictiva en un sentido similar al de la epikéia aristotélica,
en el cual tampoco es la arbitrariedad del que aplica la norma lo que define la decisión
sino esta razonabilidad práctica que conjuga la universalidad de la norma con la
particularidad de los hechos.
Llegados a este punto, puede que los requerimientos éticos de la profesión
resulten excesivos si se piensa en ciertas condiciones actuales de su ejercicio, como la
burocratización y mercantilización que afecta a gran parte de los servicios de salud.
Sin embargo, tal vez sea justamente en esta encrucijada donde reflexionar
seriamente sobre las virtudes inherentes a la profesión médica –y a toda profesión de
salud- constituya una buena respuesta a la crisis. Así como el célebre artículo de Toulmin
ilustraba hace unos años sobre cómo “la medicina salvó la vida de la ética” 53 instándola
a salir de su letargo teórico, quizás el gran desafío de esta década esté en definir el perfil
de una ética que pueda “salvar la vida de la medicina”.
1
Jonas, Hans: El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Ed. Herder,
Barcelona, 1995.
2
Los principales argumentos de Jonas: El principio..., cit., p. 204, para fundamentar la necesidad de poner en
el centro de la ética -y de la política- el principio de responsabilidad se basan en la profunda transformación de
la naturaleza misma de la acción humana por obra de la tecnociencia, con lo cual el contenido y alcance del
obrar adquieren también unas dimensiones nunca antes conocidas.
3
Kohlberg, Lawrence: Moral stages and moralization: The cognitive developmental approach, en Moral
development and behavior: Theory, research and social issues, Holt, Reinhart and Winston, New York, 1976,
ps. 34- 45, establece tres niveles de desarrollo psicomoral según la relación entre el yo y las reglas morales: Un
nivel preconvencional, en el que las reglas y expectativas sociales resultan externas y por tanto no son
comprendidas como tales; un nivel convencional, en el que el individuo se somete a las reglas, expectativas y
convenciones de la sociedad y las defiende porque son tales; y un nivel posconvencional, en el que el individuo
adopta la perspectiva racional de los principios universales de justicia: igualdad de los derechos humanos y
respeto por la dignidad de los seres humanos como individuos. A diferencia de lo que sucede en el nivel
convencional, las leyes y los acuerdos sociales son válidos en la medida en que se apoyan en tales principios,
pero cuando los violan, el sujeto que ha alcanzado este grado de desarrollo moral cuestiona las normas de su
sociedad desde principios universales de humanidad.
4
La ética de la responsabilidad por el futuro y la justificación ante él plantea a su vez un novedoso problema de
filosofía política como es la duda sobre la capacidad del gobierno representativo para responder con sus
principios y procedimientos habituales a las nuevas exigencias, habida cuenta de que éstos sólo contemplan los
intereses presentes. El problema es que el futuro “no está representado en ningún grupo; él no constituye una
fuerza capaz de hacer notar su peso en la balanza. Lo no existente no es un lobby y los no nacidos carecen de
poder. Así pues, la consideración de lo que se les debe no tiene tras de sí ninguna realidad política en el
proceso de decisión actual; y cuando los no nacidos tuvieran la posibilidad de exigirla, nosotros, los deudores,
ya no estaríamos allí” (Jonas: El principio ... cit., p. 56).
5
Sen, Amartya: Desarrollo y libertad, Ed. Planeta, Barcelona, 2000, p.339.
6
Ver Apel, Karl-Otto: La ética del discurso como ética de la corresponsabilidad por las actividades colectivas, en
“Cuadernos de Etica”, nº 19/20, Asoc. Argentina de Investigaciones Éticas, Buenos Aires, 1995, ps. 9-30.
7
Jonas: El Principio ... cit., p. 56.
8
Al respecto, Cortina, Adela: Eticas del deber y éticas de la felicidad, en VV.AA.: Etica y Estética en Xavier
Zubiri, Ed. Trotta-Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 1996, p. 61, escribe: “querrá cumplir el imperativo
categórico aquel tipo de voluntad que quiera comportarse racionalmente o, lo que es idéntico, aquel tipo de
voluntad -la buena- que quiera ser fiel a su propia naturaleza racional”.
9
Un ejemplo de esta separación de ser y deber ser son los resultados de las encuestas de credibilidad de los
ciudadanos en los políticos y en la actividad política misma, que muestran altos porcentajes de descrédito,
como también la falta de convicción de que tal situación sea modificable. De modo análogo, al tiempo que
asistimos a una notable proliferación de declaraciones y convenios internacionales (sobre derechos humanos,
cuidado del medio ambiente, investigación biomédica, etc.) se constata también la extendida convicción en la
opinión pública de que los poderes (económico y político) que gobiernan efectivamente el mundo no son
alcanzados por declaraciones de principios éticos de ninguna índole.
10
Aranguren, José L. L.: Etica y política, Ed. Guadarrama, Madrid, 1963, p. 78.
11
Pre-racional no quiere decir irracional. En nuestro contexto teórico –que debe mucho a la filosofía zubiriana-
la ética no comienza en la razón sino en una dimensión previa a ella y fundante de todo contenido racional: la
moral como estructura (J. L. L. Aranguren) o protomoral (Diego Gracia). Cfr. Brussino, Silvia L.: Bioética:
fundamento antropológico y validez normativa, en “Cuadernos del Programa Regional de Bioética”, Nº 5,
Programa Regional de Bioética para América Latina y el Caribe OPS/OMS, Santiago de Chile, 1997, ps. 9-27.

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12
Aristóteles: Etica a Nicómaco, 1019b 18-24 (trad. por María Araujo y Julián Marías), Ed. Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1981.
13
Jonas, Hans: Técnica, medicina y ética, Ed. Paidós, Barcelona, 1997, p. 108, plantea esta cuestión respecto a
la responsabilidad humana del arte médico, dentro del marco más amplio de “la pregunta planteada en general
por la técnica moderna: ¿hasta qué punto debemos, en beneficio del hombre, modificar la naturaleza, incluso
dónde podemos hacerlo y dónde su orden probado desde antiguo ha de ser aceptado como el más adecuado
para nosotros?”.
14
Ricoeur, Paul: Sí mismo como otro, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1996, p. 298.
15
Cfr. Emanuel, Ezequiel J.: The Ends of Human Life. Medical Ethics in a Liberal Polity, Harvard University
Press, Cambridge, 1994, ps. 14-22.
16
Cfr. Rovaletti, Lucrecia: Más allá de la enfermedad: las prerrogativas de la biomedicina actual, en "Acta
Bioethica”, 2000, año VI, Nº 2, Programa Regional de Bioética OPS/OMS, 2000, p. 315.
17
The Hastings Center: Las metas de la medicina: establecer nuevas prioridades, en “The Hastings Center
Report”, Supl. Especial, nov.-dic. de 1996 (distribuido en la Argentina por la Asociación Argentina de
Investigaciones Eticas-Comité de Etica para Investigaciones Clínicas), p. 5. El informe es el resultado del
trabajo realizado por un grupo internacional de especialistas representantes de trece países (Chile, China, la
República Checa, Dinamarca, Alemania, Indonesia, Italia, Holanda, la República Eslovaca, España, Suecia, el
Reino Unido y los Estados Unidos) a lo largo de cuatro años, coordinado por el Hastings Center y con apoyo de
la Organización Mundial de la Salud (OMS).
18
Zubiri, Xavier: Sobre el hombre, Ed. Alianza-Soc. de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1986, ps. 432-434 (lo
destacado es nuestro). También Ricoeur, ob. cit., ps. 184-185, plantea esta falta de determinación a priori del
contenido de la vida buena.
19
Al respecto, puede verse el interesante análisis de Putnam, Hilary: Las mil caras del realismo, Ed. Paidós
ICE/UAB, Barcelona, 1994, p. 105, sobre la innovación kantiana respecto de la ética medieval, es decir, en qué
sentido Kant proporcionó “un fundamento profundo a las nociones de igualdad que él recibió de la tradición y de
Rousseau (...). Si Kant está en lo cierto, nuestra posición no es en absoluto la que Tomás de Aquino supuso
para nosotros. Para ser francos, se nos pide usar la razón y la libre voluntad en una situación que, en ciertos
sentidos importantes, es muy oscura, y ello debido a que la razón no nos da tal cosa como un fin humano
completo que todos debamos perseguir (a menos que sea la moralidad misma, y esto no es un fin que pueda
determinar el contenido de la moralidad). El movimiento de Kant, o uno de sus movimientos (...) consiste en la
idea de aceptar esta situación y, en lugar de disculparlo o lamentarlo, ¡decir que esto es exactamente lo que
deberíamos desear!. Decir que, de hecho, sería malo que hubiera un ergon humano revelado o una naturaleza
revelada de la eudaemonia. ¿Por qué sería malo? Sería malo porque no deberíamos querer ser heterónomos, y
la imagen medieval nos obliga a cierto tipo de heteronomía”. Sin embargo, no conviene identificar ligeramente
la actitud absolutista o fundamentalista con la convicción y defensa de una concepción de la vida buena (y de
los fines de la vida humana) proveniente de la religión, lo que llevaría a la tan injusta como errónea conclusión
de que las religiones son las responsables de la falta de diálogo y de la violencia. Por otra parte, también debe
considerarse que la mística del progreso científico –no ligada a una concepción religiosa de vida buena sino más
bien a una visión deformada y reductiva de la razón- genera una actitud dogmática que funciona como
fundamentalismo negando la chance deliberativa al investir a la investigación científica de una fuerza
imperativa que no admite control externo (ético, social o jurídico) y que sólo reconoce como interlocutor al
experto.
20
Ejemplifica lo que estamos afirmando la crisis desatada en la Comisión Nacional de Etica Biomédica por la
presencia entre sus mienbros del ex ministro de Justicia de la dictadura militar de Jorge R. Videla, el Dr. Alberto
Rodríguez Varela, en representación de dos Academias: la de Ciencias Morales y Políticas y la de Derecho (Ver:
El ético ex ministro de Videla, nota de Laura Vales en diario “Página 12”, 18/12/00 y Doscientos científicos
critican la Comisión Nacional de Etica Biomédica, en “Página 12”, 28/02/01).
21
En un sentido semejante, aunque de tono más descriptivo que crítico, Luna, Florencia y Salles, Arleen L. F.:
Develando la Bioética: sus diferentes problemas y el papel de la filosofía, en “Perspectivas Bioéticas en las
américas”, año 1, nº 1, FLACSO, Buenos Aires, primer semestre de 1996, ps. 17-19, clasifican los problemas
bioéticos en “sexies” y “aburridos”, siendo los primeros los que privilegian los medios masivos de comunicación
y los segundos, quienes están directamente vinculados al cuidado de la salud.
22
Cf. Emanuel, ob. cit., ps. 147-150.
23
Gutmann, Amy y Thompson, Denis: Deliberating about Bioethics, “Hasting Center Report”, 27, nº 3, 1997,
ps. 38 a 41.
24
Sen, ob. cit., p. 326.
25
“They must come to the forum open to changing their own minds as well as to changing the minds of their
opponents” (Gutmann y Thompson, ob. cit., p. 40).
26
Para una fundamentación de la moral dialógica, puede verse Cortina, Adela: Etica Mínima, Ed. Tecnos,
Madrid, 1986, ps.120 a 132. Una detallada exposición de la articulación del discurso argumentativo con el
acuerdo intersubjetivo moralmente vinculante se encuentra en De Zan, Julio: Libertad, Poder y Discurso, Coed.
Almagesto-Fundación Ross, Buenos Aires, 1993, ps. 204 a 234.
27
Cfr. Sen, ob. cit., p. 353.
28
Emanuel, ob. cit., p.166
29
En el mismo sentido y refiriéndose críticamente a una forma de “realismo” político que pretende eliminar la
moral de la vida pública, con lo cual debería eliminarla también de la vida privada para ser consecuente, escribe

Módulo I Pág 16
Aranguren, ob. cit., ps. 94/5: “Ahora bien, la moral es ineliminable y la conciencia, un huésped enojoso, que
levanta su voz para aguar la fiesta (...). Sería cómodo, sin duda, para el político, poderse instalar de una vez y
para siempre más allá del bien y del mal, en la paz de quien ha eliminado toda posibilidad de conflicto moral,
todo sentido trágico o, al menos, dramático de la existencia. Sería cómodo, pero es imposible”.
30
Tal es por ejemplo, la posición sustentada por Veatch, Robert: Against virtue. A deontological critique of
virtue theory in medical ethics, en E. E. Shelp (ed.): Virtue and Medicine, Reidel, Dordretch, 1985, ps. 329 a
345.
31
Cfr. Schwarzenbach, Sibyl A.: On Civic Friendship, en “Ethics, ” 107, University of Chicago Press, octubre
1996, ps. 97 a 128.
32
Cfr. Thiebaut, C.: Los límites de la comunidad, Ed , Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992, ps. 11
y ss.
33
Nos referimos a los planteamientos que postulan la vigencia de una ética normativa como tarea por la que
vale la pena apostar, a diferencia de los planteos escépticos y relativizantes que trivializan la cuestión ética
como tal.
34
Cfr. Arendt, Hannah: La condición humana, Ed. Paidós, Barcelona, 1993, pp. 277-359.
35
Walzer, Michael: Tratado sobre la tolerancia, Ed. Paidós, Barcelona, 1998, p.15.
36
“Toda moral universalista tiene que compensar por estas pérdidas de eticidad concreta, que al principio
acepta en virtud de la ventaja cognitiva, si quiere ser eficaz en el campo práctico” (Habermas, Jürgen:
Conciencia moral y acción comunicativa, Ed. Península, Barcelona, 1996, p. 134). Bajo esta idea de
compensación por los costos de realidad de su teoría de la justicia, entendemos el “overlaping consensus” de
Rawls, John: El liberalismo político, Ed. F.C.E., México, 1996, ps. 142-143, que requerirá una psicología moral
para que los ciudadanos desarrollen la sensibilidad necesaria para adherir a los valores políticos como los más
altos, así como una interpretación de la historia (de la filosofía y de las religiones) que “enseña que existen
muchas maneras razonables en que se puede entender el más vasto dominio de los valores, para que sea
congruente con los valores apropiados del dominio especial de lo político”.
37
Cfr. Toulmin, Stephen: How Medicine saved the life of Ethics, en J. De Marco y R. Fox. (Editores): New
Directions in Ethics, Routledge & Kegan Paul, New York/London, 1986, pp. 265-281; Drane, James F.: La
bioética en una sociedad pluralista. La experiencia americana y su influjo en España, en Gafo, Javier (Editor):
Fundamentación de la bioética y manipulación genética, Univ. Pontificia de Comillas, Madrid, 1988, pp. 87-105.
38
De Zan: Libertad, poder y discurso, cit., p. 20.
39
Cfr. Ricoeur, ob., cit., ps. 174-175.
40
Para una mayor explicitación de lo que entendemos por “principio de realidad” en ética, ver Brussino, Silvia
L.: Bioética, racionalidad y pincipio de realidad, en “Cuadernos de Bioética”, año 1, nº 0, Ed. Ad-Hoc, Buenos
Aires, 1996, p. 49 y ss.; también Bioética: fundamento antropológico..., cit. en la nota 11. En una línea que
coincide con nuestra perspectiva sobre el punto de partida de la teoría ética, Flanagan, O: Varieties of Moral
Personality. Ethics and Psychological Realism, Harvard University Press, London, 1991, p. 32, citado por López
Castellón: Para una psicología moral del sentimiento, en Etica y estética en Xavier Zubiri, cit., p. 24, nota 29,
ha llamado “principio del realismo psicológico mínimo” a la siguiente exigencia: “Al elaborar una teoría moral o
proyectar un ideal moral, hay que asegurarse de que el carácter, el tratamiento de la decisión y la conducta
prescrita sean posibles o sean percibidas como tales por individuos como nosotros”, es decir, por individuos
humanos.
41
Putnam, Hilary: ¿Debemos escoger entre el patriotismo y la razón universal?,” en Nussbaum, Martha C.: Los
límites del patriotismo. Identidad, pertenencia y “ciudadanía mundial” (Comp. por Joshua Cohen), Ed. Paidós,
Barcelona, 1999, ps. 115-116.
42
Tanto en el texto de Ricoeur como en este trabajo, “teleológica” designa el tipo de reflexión orientada a la
vida buena como fin de la vida humana, en el sentido de la tradición aristotélica, a diferencia de la significación
dada a este término dentro de un esquema muy difundido que opone la deontología kantiana a la teleología
consecuencialista, cuya versión paradigmática es el utilitarismo. Para esta corriente, el principio moral por
excelencia es la utilidad –identificada con la felicidad- individual o social que se obtiene como consecuencia de
un acto o de una norma.
43
Ricoeur, ob. cit., p. 214.
44
Cortina, Adela: Estudio preliminar a la Metafísica de las costumbres de I. Kant, Ed. Tecnos, Madrid, 1989, ps.
LXXXV-LXXXVI.
45
Cfr. Brussino, Silvia L.: Etica de las virtudes y práctica de la medicina, en Garay, Oscar E. (Comp.):
Responsabilidad ética y legal de los profesionales de la salud, Ed. La Ley, Buenos Aires (en prensa).
46
López Castellón, ob. cit., ps. 33-34.
47
Putnam, ob. cit., p.118.
48
Thiebaut, Carlos: Neoaristotelismos contemporáneos, en Camps, Victoria, Guariglia, Osvaldo y Salmerón,
Fernando (Editores): Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Nº 2 -Concepciones de la ética, Ed. Trotta,
Madrid, 1992, p.49.
49
Cf. De Zan, Julio: Filosofía política, multiculturalismo y globalización, en Michelini, Dorando (Editor).:
Identidad e integración intercultural, Edic. del ICALA, Río Cuarto, 1999, ps. 15-98.

50
Pellegrino, Edmund: The Relationship of Autonomy and Integrity in Medical Ethics, en “Bulletin of PAHO”, 24
(4), 1990, ps. 361 a 371.
51
Idem, p. 370.

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52
Cfr. Pellegrino, Edmund y Thomasma, David: The Virtues in Medical Practice, Oxford University Press, New
York-Oxford, 1993, ps. 65 y ss.
53
Toulmin, ob. cit en la nota 37.

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