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“Será necesario reprender y exhortar, y a algunos habrá que hacerles severos reproches, según lo

exija el caso. Oímos el argumento: “¡Oh, yo soy tan sensible que no puedo soportar el menor
reproche!” Si estas personas presentaran su caso correctamente, dirían: “Soy tan voluntarioso, tan
pagado de mí mismo, tan orgulloso que no tolero que se me den órdenes; no quiero que se me
reprenda. Abogo por los derechos del juicio individual; tengo derecho a creer y hablar según me
plazca”. (Elena G. de White, Testimonios para la Iglesia (Ellen G. White Estate, Inc. 2012), Tomo
3, p. 371 [397, 398]).

“En casi cualquier caso en que sea necesaria la reprensión, habrá quienes pasen completamente por
alto el hecho de que el Espíritu del Señor ha sido contristado y su causa cubierta de oprobio. Estos
se compadecerán de los que merecían reprensión, porque se han herido sus sentimientos personales.
Toda esta compasión no santificada hace que los que la manifiestan participen de la culpa del que
fue reprendido. En nueve casos de cada diez, si se hubiera permitido que la persona reprendida
comprendiera su mala conducta, se le habría ayudado a reconocerla y por lo tanto se habría
reformado. Pero los simpatizantes entrometidos y no santificados atribuyen falsos motivos al que
reprende y a la naturaleza del reproche, y, simpatizando con la persona reprendida, la inducen a
pensar que realmente se la maltrató y sus sentimientos se rebelan contra el que no ha hecho sino
cumplir con su deber”. (Elena G. de White, Testimonios para la Iglesia (Ellen G. White Estate, Inc.
2012), Tomo 3, p. 371 [397]).

“Hoy también es necesario que se eleve una reprensión severa; porque graves pecados han
separado al pueblo de su Dios. La incredulidad se está poniendo de moda aceleradamente. Millares
declaran: “No queremos que éste reine sobre nosotros.” Lucas 19:14. Los suaves sermones que se
predican con tanta frecuencia no hacen impresión duradera; la trompeta no deja oír un sonido
certero. Los corazones de los hombres no son conmovidos por las claras y agudas verdades de la
Palabra de Dios.
Son muchos los cristianos profesos que dirían, si expresasen sus sentimientos verdaderos: ¿Qué
necesidad hay de hablar con tanta claridad? Podrían preguntar también: ¿Qué necesidad tenía Juan
el Bautista de decir a los fariseos: “¡Oh generación de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que
vendrá?” Lucas 3:7.
¿Había acaso alguna necesidad de que provocase la ira de Herodías diciendo a Herodes que era
ilícito de su parte vivir con la esposa de su hermano? El precursor de Cristo perdió la vida por
hablar con claridad. ¿Por qué no podría haber seguido él por su camino sin incurrir en el desagrado
de los que vivían en el pecado?
Así han argüído hombres que debieran haberse destacado como fieles guardianes de la ley de
Dios, hasta que la política de conveniencia reemplazó la fidelidad, y se dejó sin reprensión al
pecado. ¿Cuándo volverá a oírse en la iglesia la voz de las reprensiones fieles?
“Tú eres aquel hombre.” 2 Samuel 12:7. Es muy raro que se oigan en los púlpitos modernos, o
que se lean en la prensa pública, palabras tan inequívocas y claras como las dirigidas por Natán a
David. Si no escasearan tanto, veríamos con más frecuencia manifestaciones del poder de Dios
entre los hombres. Los mensajeros del Señor no deben quejarse de que sus esfuerzos permanecen
sin fruto, si ellos mismos no se arrepienten de su amor por la aprobación, de su deseo de agradar a
los hombres, que los induce a suprimir la verdad.
Los ministros que procuran agradar a los hombres, y claman: Paz, paz, cuando Dios no ha
hablado de paz, debieran humillar su corazón delante del Señor, y pedirle perdón por su falta de
sinceridad y de valor moral. No es el amor a su prójimo lo que los induce a suavizar el mensaje que
se les ha confiado, sino el hecho de que procuran complacerse a sí mismos y aman su comodidad.
El verdadero amor se esfuerza en primer lugar por honrar a Dios y salvar las almas. Los que
tengan este amor no eludirán la verdad para ahorrarse los resultados desagradables que pueda tener
el hablar claro. Cuando las almas están en peligro, los ministros de Dios no se tendrán en cuenta a sí

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mismos, sino que pronunciarán las palabras que se les ordenó pronunciar, y se negarán a excusar el
mal o hallarle paliativos.
¡Ojalá que cada ministro comprendiese cuán sagrado es su cargo y santa su obra, y revelase el
mismo valor que manifestó Elías! (Elena G. de White, Profetas y Reyes (Ellen G. White Estate, Inc.
2012), p. 90, 91 [103, 104]).

“Mientras que otros procuran arrojar un manto sobre el mal existente, y excusar la gran impiedad
que prevalece por doquiera, los que tienen celo por el honor de Jehová y amor por las almas no
callarán para obtener el favor humano. Sus almas justas se afligen día tras día por las obras y
conversaciones profanas de los impíos. Son impotentes para detener el torrente de la iniquidad; de
ahí que se llenen de pesar y alarma. Lloran delante de Dios al ver la religión despreciada en los
mismos hogares de aquellos que han tenido gran luz. Se lamentan y afligen sus almas porque en la
iglesia hay orgullo, avaricia, egoísmo y engaño de casi toda clase. El Espíritu de Dios, que inspira la
reprensión, es pisoteado, mientras triunfan los siervos de Satanás. Dios queda deshonrado, la verdad
anulada.
Los que no sienten pesar por su propia decadencia espiritual ni lloran sobre los pecados ajenos
quedarán sin el sello de Dios.
[…]
Los ancianos, aquellos a quienes Dios había brindado gran luz, que se habían destacado como
guardianes de los intereses espirituales del pueblo, habían traicionado su cometido. Habían asumido
la actitud de que no necesitamos esperar milagros ni la señalada manifestación del poder de Dios
como en tiempos anteriores. Los tiempos han cambiado. Estas palabras fortalecen su incredulidad, y
dicen: El Señor no hará bien ni mal. Es demasiado misericordioso para castigar a su pueblo. Así el
clamor de paz y seguridad es dado por hombres que no volverán a elevar la voz como trompeta para
mostrar al pueblo de Dios sus transgresiones y a la casa de Jacob sus pecados. Estos perros mudos
que no querían ladrar, son los que sienten la justa venganza de un Dios ofendido”. (Elena G. de
White, Testimonios para la Iglesia (Ellen G. White Estate, Inc. 2012), Tomo 5, pp. 203, 204 [195,
196]).

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