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Hay que esforzarse en hacer ver que en el asunto que se defiende hay o algo
bueno o algo útil, y significar que aquel a quien se le está propiciando esa
simpatía nada ha conseguido en su propio provecho ni ha hecho nada en
absoluto beneficio propio: en efecto, se ve con malos ojos un beneficio
personal, con simpatía en cambio los deseos de favorecer a los demás. En
este punto hay que procurar no dar la impresión de ensalzar en exceso la
gloria y fama –lo que en particular suele provocar envidia– de aquellos que
deseamos que sean apreciados por sus buenas obras. Y desde estas
mismas posiciones aprenderemos tanto a forjar el rechazo hacia los demás
como a alejarlo de nosotros y los nuestros. Y estos mismos tipos de
argumentación pueden ser tratados tanto a la hora de provocar la indignación
como de amainarla; pues si realzas lo que resulta o perjudicial o sin interés
para el propio auditorio, se crea la inquina; y si eso ocurre contra personas
de pro o contra quienes nadie debería hacerlo o contra los intereses públicos,
entonces se provoca, si no una inquina tan marcada, sí un perjuicio no muy
distinto a la envidia o la inquina. De igual modo se provoca el miedo, ya a
partir de los peligros propios o de los comunes; el miedo personal cala más
hondo, pero también este común puede ser tratado de modo similar.