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LO QUE HE APRENDIDO DE MI TRISTEZA

¿Por qué rechazamos tanto a la tristeza? Nadie quiere sentirse triste. Se ha puesto
tanto énfasis en la búsqueda de la felicidad y en el pensamiento positivo, que
corremos el riesgo de olvidar que, para ser personas plenas, debemos ser
capaces de sentir plenamente; necesitamos aprender a sobrellevar los momentos
difíciles y las emociones negativas, como la tristeza, existen para acompañarnos
durante esos momentos.

La tristeza es la sensación de desasosiego, vacío, decaimiento y desmotivación


que aparece ante algún tipo de pérdida, fracaso, decepción o (para los más
empáticos), ante el sufrimiento ajeno. Cuando nos invade la tristeza sentimos
auténtico dolor; tanto, que algunas personas incluso la temen. Pero en esta vida,
la tristeza es inevitable. Si nuestra pareja nos abandona o muere alguien a quien
queremos, vamos a sentir una profunda tristeza; no hay otra opción.

Siempre lo digo, todas las emociones cumplen su función en esta vida. La tristeza
nos sumergirá en un refugio para la reflexión; nos envolverá en un estado de
recogimiento con la finalidad de permitirnos elaborar la pérdida o fracaso y
realizar los ajustes necesarios para el cambio que pueda suponer (Goleman,
1996). En la medida en que esa situación se solucione, o nos adaptemos a ella, la
tristeza irá cediendo su paso a otras emociones e iremos cerrando nuestro
proceso. Y es que sentirnos tristes ante sucesos tristes es normal y necesario. Muy
necesario

Pero la depresión es otra cosa. Si la tristeza supone un retiro necesario, la


depresión paraliza nuestra vida. Cuando la tristeza permanece durante
demasiado tiempo, corremos el riesgo de envenenarnos con ella. Con la
depresión, todo nuestro mundo se oscurece, no hay espacio para el crecimiento;
realmente, caemos en un pozo. La apatía y la falta de energía irán en aumento,
hasta que lleguemos a un punto en el que ya no sepamos qué era lo que nos
hacía felices; perdemos las fuerzas para salir de ese pozo, nos rendimos. El
aislamiento hará que nuestra única compañera sea esa tristeza tóxica que ya no
está para ayudarnos, sino para ahogarnos.

“Sanamos un sufrimiento sólo al experimentarlo en su totalidad”

Ser capaces de abstraernos de cierto malestar es un mecanismo de defensa


contra el dolor. No es cuestión de enterrarse en la tristeza. Pero reprimir
constantemente los estados de angustia es bastante patológico. Lo que no se
expresa se hace fuerte en nuestro interior; si reprimes tu tristeza, puede que logres
evitar cierto sufrimiento puntualmente, pero te va a carcomer; si nunca la dejas
salir, acabará encontrando su camino hacia el exterior en forma de emociones
extrañas, potentes y aparentemente incomprensibles.
Mi Querida Tristeza

De ti he aprendido que sentirme triste NO es malo; es inevitable. Es necesario. En


la vida hay momentos maravillosos y momentos terribles; tú has aparecido con los
segundos. Perdí a personas, dejé atrás etapas, abandoné sueños. Me has
acompañado cuando tuve que despedirme de todo aquello que se fue de mi
vida. Por ello, te doy las gracias. Tú me retuviste mientras no podía hacer otra
cosa más que llorar y, cuando estuve preparada, dejaste que siguiera mi camino.
Aprendí que las cosas llevan su tiempo; aprendí a ir más despacio, más tranquila,
más reflexiva. En cada momento de dolor, luché para salir adelante. Y así supe
que la tristeza no implica debilidad; cuánto daño ha hecho la expresión “llorar es
de débiles”; al contrario, las personas más débiles son aquellas que no son
capaces de afrontar sus sentimientos. Hay que ser muy fuerte para mirar a nuestro
dolor a los ojos y dejar que fluya. Hay que ser muy fuerte para superar la tristeza y
recuperar la alegría. Eso sí que es de personas fuertes. Aprendí que eres un
sentimiento intransferible; que el camino que se recorre junto a ti, nadie podía
recorrerlo por mí. Nadie. Pero también aprendí que el dolor compartido, duele
menos; que aunque hay caminos que debes recorrer tú mismo, hay gente te
quiere y que está dispuesta a acompañarte. Qué compartir alegrías es la sal de la
vida, pero que compartir las penas llena el alma. Es en los momentos de tristeza
cuando aprendes a distinguir las relaciones auténticas de las superficiales. En lo
bueno está todo el mundo, pero en lo malo, sólo unos pocos se quedan. Y un día
supe que debías irte, tristeza. Aunque agradezco tu ayuda, sé que no quiero
convivir siempre contigo. No quiero una vida llena de tristezas y pesares, sino todo
lo contrario. Aprendí que si permaneces durante demasiado tiempo con la
tristeza, corres el riesgo de acostumbrarte a ella. Sé que debes ser una visita breve
y que debo invitarte a marchar antes de que te sientas demasiado cómoda. Así
que he aprendido a valorar la vida. Que la felicidad está en los instantes que
saben apreciarse y agradecerse. Los pequeños detalles, las sorpresas agradables.
La familia. Compartir unas risas con amigos. En realidad, compartir cualquier cosa.
Leer un buen libro. Una comida rica. Aceptar a las personas como son. Ser capaz
de querer y de dejarme querer… Si sabes apreciar los pequeños momentos de la
vida, la felicidad siempre te rondará. Y lo más importante, aprendí que ser feliz no
significa vivir sin sentimientos angustiosos. No se puede. Debemos tomar
conciencia de todas y cada una de nuestras emociones, agradecer su ayuda y
despedirnos de ellas cuando su momento haya pasado. Y es que vivir es sentir. Y
hay que aprender a sentir…

“No está en nuestras manos elegir lo que sentimos, pero sí lo que hacemos con
ese sentimiento”

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