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TOXICOMANÍA Y PSICOANÁLISIS.

DEL GOCE GLOBALIZADO A LA ÉTICA DE LA DIFERENCIA

Los grandes cambios operados por los procesos de globalización de lo que se ha dado en llamar
posmodernismo han transformado el espacio simbólico cultural donde la subjetividad se estructura y se
conforma en función de su propia dimensión existencial, ética y social. Esta radicalización de las consecuencias
de la modernidad tardía engendra una nueva sociabilidad que depende del mercado, en razón del violento
avance de las posiciones neoliberales a partir de la reestructuración de la economía. El nuevo malestar de la
cultura es el corolario de la ficción de que todo padecimiento, angustia o dolor pueden ser resueltos con objetos,
rindiendo culto a la omnipotencia de la ciencia de modificar y controlar la naturaleza: el nacimiento, la vida, la
vejez, la enfermedad y la muerte. La reivindicación del sujeto adicto a acallar el malestar de esa forma aparece
legitimada en nuestra sociedad hedonista, replegándose al ámbito privado.

Avanzar en la dimensión ética, en el interior de la práctica psicoanalítica lleva a ubicar el tema en el contexto de
las condiciones de la subjetividad de la época. Esto es particularmente relevante en el campo de las adicciones,
dado que el desborde de estas prácticas constituye un síntoma social que denuncia, además de un
padecimiento personal, las condiciones del malestar en nuestra cultura.

Ante la degradación de los intercambios promovida por un nuevo modernismo social donde debe preceder la
felicidad individual por objetos adaptados a necesidades, todos somos adictos en potencia, y a todo. Las
sustancias “generadoras” de adicción revisten todos los tópicos de la vida humana desde los más “licenciosos”
hasta los más “virtuosos”: alcohol, sexo, drogas, hidratos de carbono, pero también trabajo y actividad
informática. Más que en ningún otro fenómeno, estas patologías nos introducen subrepticiamente en los huecos
infernales que el progreso va dejando, arrastrando un tratamiento del dolor y el sufrimiento que más se parece a
una sustancialización de los problemas que a la búsqueda de su causa. Todo parece esperarse del objeto, nada
del sujeto. Sujeto compelido a elegir, a reconocer no su deseo, sino objetos para su deseo. La pregunta ya no es
¿por qué algunos sujetos se tornan consumidores y otros no?, sino: ¿por qué algunos consumidores se tornan
adictos y otros no?

No es abusivo ni erróneo mencionar una coincidencia entre la degradación del discurso político, como el que se
vuelve hacia el objetivo de una sociedad donde deben borrarse las dificultades y las asperezas, y la proliferación
del discurso publicitario basado en el bienestar obtenido por el objeto adecuado a las necesidades en un medio
ambiente que se pretende afable y “armónico”. En este sentido, el toxicómano está a la vanguardia de una
sociedad idealmente concebida para satisfacer el principio de placer con la evitación de lo real. Creencia en una
realidad ideal sin afecto, sin frustración, sin rechazo, sin diferencias, y en la cual los desórdenes de este mundo
sólo son imputables a negligencias o a malevolencias.

En el actual paisaje político social, se habla bastante de la decadencia de la autoridad y el predominio de lo


individual sobre lo colectivo, como da cuenta la proliferación de asociaciones, ejes de nuevos vínculos sociales
cuyo único objetivo es hacer valer un dolo con reparaciones. El adicto ya no es un contestatario social, sino el
símbolo de la hiperadaptación, casi de la normalidad. Las toxicomanías tienen un sentido diferente del que
tenían a principios de siglo. Están al servicio de la técnica, de la incorporación del sujeto al sistema de la eficacia
productiva. No es problema del drogadicto ejecutivo que puede pagar su droga, o el ama de casa que toma
antidepresivos y puede continuar con sus actividades cotidianas. Las adicciones son un problema social cuando
el yo se descontrola y pierde el dominio de sus objetos: aparece entonces el exceso, el problemático
toxicómano; la homeostasis del mercado se ha roto y debe intervenir la fuerza social reparadora. Cuando estos
problemas sobrevienen, la sociedad se encuentra con el síntoma.

Droga y Masoquismo
Toda cultura favorece la emergencia de patologías vinculadas a la sobreadaptación, es decir, la adecuación
acrítica y absoluta a los modelos culturales predominantes. Los rasgos esperables del prototipo “sano” de la
época se sustentan en el supuesto, de que el consumo sería la vía regia para el “acceso a la satisfacción”. Las
drogas, sobre todo, son propicias para metaforizar la creencia en el encuentro del objeto adecuado. Por lo que
no pueden sorprender los extremos de bulimias consumistas y compulsividad impostergable que son parte de
esta cultura adictiva. A este propósito se le permitirá jerarquizar el interés propio y bordear situaciones
transgresoras y formas diversas de corrupción. De este modo, aquello que el psicoanálisis considera modalidad
perversa, ligada a la renegación de la castración, adquiere cierto consenso social e impregna el concepto de
“normalidad”.
Cuando un adicto consume, no está consumiendo una sustancia, sino un espacio imaginario de posibilidades.
Lo que importa, más allá de su catálogo biológico (estimulantes, depresores o alucinógenos), es lo que se
deposita en ellas creyendo que con eso se lo obtiene. Por eso, toda campaña de prevención fracasa. Unos
buscarán la droga para potenciar su relación en el sexo, en el trabajo, en el deporte, creativamente,
intelectualmente. Las drogas, no importa cuál, aparecen cubriendo todo lo que entra en el imaginario del que
consume.

Se admite que la toxicomanía generalmente ha producido sobre el deseo sexual, sobre todo en los varones, los
efectos más nefastos, la experiencia lo patentiza de modo incuestionable. Para el psicoanálisis lacaniano este
hecho meramente empírico cobra su sentido cuando se lo inscribe en la distinción entre el disfrute sexual o goce
fálico, y lo que Lacan llama goce del Otro.

El goce fálico siempre es limitado. Su restricción va más allá de las normas explícitas de las prohibiciones
generalmente reconocidas, nos recuerda que hay limitaciones que se habrán de imponer pronto o tarde y no
atañen a razones puramente fisiológicas.

Es el goce que Lacan sitúa como limitado por el significante. En el Seminario XXdice: “El goce fálico es el
obstáculo por el cual el hombre no llega, diría yo, a gozar del cuerpo de la mujer, precisamente porque de lo que
goza es del goce del órgano.” Pero el problema se agudiza cuando se encuentra con la detumescencia del
órgano sexual. En la esperanza de ir más lejos, de retroceder esos limites, al toxicómano le es necesario, en
paralelo, alcanzar otras formas de goce. En este sentido, las prácticas sadomasoquistas se presentan como una
tentativa de síntesis entre dos virtualidades: por un lado, la anulación o desaparición de la voluntad que supone
el abandono del sujeto al goce del Otro; y por el otro, la búsqueda de un nuevo goce que supere en grado sumo
a una sexualidad más “convencional”, al que el par sadismo-masoquismo vendría entonces a dar respuesta, en
tanto pone en juego la posibilidad de gozar ya no desde la aproximación limitada y provisional de órganos
particulares sino desde un cuerpo que goza y esto está más presente en el masoquismo que en el acto sexual
más “convencional”.

Sin embargo, la droga como recurso a la estabilidad encuentra su límite en el hecho mismo de ser una oferta de
goce y que, por lo tanto, estará siempre marcada por la temporalidad y la finitud. Es la promesa, el flash y la
caída. Esperanza rápidamente decepcionada porque rechaza la finitud, correlato de la castración. Lacan lo dice
en estos términos: "el superyó tal como lo señalé antes con el ¡Goza! es correlato de la castración, que es el
signo con que se adereza la confesión de que el goce del Otro, del cuerpo del Otro, sólo lo promueve la
infinitud."

Más aún en los tiempos que corren que a falta de investidura del Padre, otro padre, el superyó tiene rienda
suelta y hace, aún, más de las suyas.

Los nuevos oropeles identificatorios


Lo que llamamos nuevos síntomas obedece sobre todo a que el psicoanálisis se apodera de nuevos datos, se
extiende. En gran medida somos responsables de los nuevos síntomas, lo que supone sin duda un
consentimiento social a la extensión psicoanalítica del síntoma. Vemos entonces hasta qué punto estamos en
una situación diferente de la que describe Freud en “El malestar en la cultura”, donde señala como rasgo notable
la represión, tanto que se pensó en hacer de los diques sociales el principio mismo de esta. Se creyó que una
sociedad permisiva, terminaría con la represión en el sentido psicoanalítico. Sin embargo, la experiencia
histórica pasada le permite a Lacan sostener que no ocurre así, que es más bien la represión como tal la que
engendra la coerción social y que es vano esperar de una sociedad permisiva la desaparición de la represión.

Con el concepto de cultura Freud apunta al rasgo victoriano de una sociedad que prohíbe hablar, lo que explica
el efecto prodigioso del permiso de hablar que encarna el personaje del analista. Freud logró de entrada grandes
resultados con este permiso. Pero hoy sucede que si hay un rasgo para destacar, y que nos causa problemas,
es que la sociedad está empujada a hablar y que desde el marco social contemporáneo le llegan al sujeto
etiquetas que alienan su ser.

Ser ahora anoréxico, bulímico, adicto, no es más que una respuesta eficaz para detener un tiempo la verdadera
pregunta por la existencia que, a veces se revela como angustia. Dichos nombres tienden a reforzar la creencia
de la existencia de un consumo normal, un poder controlarse, confundiendo el control con el cuidado de sí y el
descontrol con el exceso de consumo. De acuerdo a esto, un adicto no es aquél que ha perdido el control en el
consumo, ni aquél que ha perdido la voluntad, sino un sujeto que ha renunciado a responder por las
consecuencias de sus actos, que ha renunciado a preguntarse si existe otra voluntad que no sea la de obedecer
el deber de consumir –como la cultura le pide-.“Soy adicto”, entonces, es un enunciado común para consolidar la
evasión de la pregunta por el ser. La toxicomanía maquilla dicha cuestión enarbolando una identidad supuesta
que posee sólo el valor de una máscara, la que deberá caer para que las verdaderas preguntas del sujeto se
hagan oír.

Del isomorfismo de las nomenclaturas diagnósticas


Al referirnos a las toxicomanías o a las adicciones, desde una perspectiva psicoanalítica, cabe precisar que no
estamos frente a una estructura clínica particular, o en presencia de unas sustancias específicas que conduzcan
a una alteración de la "personalidad", o ante una modalidad delictiva particular; categorizaciones, estas, que
arrasan con el vector de la diferencia que exige del contrapeso prudente del caso por caso; y con la idea de
estructuras subjetivas. La incidencia actual de las clasificaciones de la psiquiatría americana tan difundidas en
nuestro medio, nos imponen como analistas establecer al menos algunas elucidaciones en cuanto a estas
cuestiones. La diferencia queda así planteada al establecer algunas precisiones entre la idea médica del
trastorno, difuncionamiento o disorder [2], con lo que nuestra praxis psicoanalítica convoca a la hora de conducir
al sujeto a descifrar la letra en que su deseo inconsciente encripta.

El psicoanálisis toma en cuenta para el diagnóstico tres estructuras: las neurosis, las psicosis y las perversiones.
No hace de las toxicomanías, o más aun de las adicciones, una estructura clínica. Lo que cuenta es la
posibilidad de que los tóxicos se jueguen en las diferentes estructuras y tengan una función diversa, no sólo en
las mismas, sino en cada sujeto en particular.

Una dificultad que presenta la elaboración de un diagnóstico diferencial en la clínica con sujetos que consumen
drogas reside en el carácter de velamiento de la estructura. En la actualidad no es raro encontrar personas
donde aparecen fenómenos elementales y diagnósticos ciertos de psicosis cuando se los priva de su adicción,
incluso cuando se los priva de un tratamiento sustitutivo. Muchas veces estos sujetos nos testimonian que su
adicción encubría trastornos pertenecientes al campo de la psicosis pero sin un desencadenamiento típico, es
decir que estos sujetos habrían permanecido asintomáticos durante el período de su toxicomanía.

Sabemos que incluso el alcoholismo puede llevar hasta el delirium tremens, es frecuente que el uso del alcohol
esté acompañado de celos que pueden confundirse con un caso de paranoia. Con un síntoma que puede
resultar como consecuencia del consumo y con un cuadro delirante no alcanza para efectuar un diagnóstico de
estructura. El consumo de sustancias habitualmente trae aparejado elementos persecutorios, los pacientes
incluso hablan de sus “paranoias”, esto tampoco es suficiente para diagnosticar una psicosis paranoica. En la
clínica psicoanalítica los síntomas no constituyen un factor fundamental,si bien esto no es privativo de la clínica
con pacientes adictos, la histeria, por ejemplo, suele presentar síntomas donde la identificación ocupa un lugar
central en la etiología y puede desplegar a su vez síntomas obsesivos, rasgos de perversión o cuadros
delirantes. Para el diagnóstico, el psicoanálisis toma en cuenta cómo el sujeto está concernido por el lenguaje,
cómo es su relación al deseo, al goce, al Otro.

Por otra parte, sabemos que además de los efectos ansiolíticos, neurolépticos, euforizantes, y psicodislépticos
de la sustancia, esta produce el taponamiento de la división subjetiva, agregándose a ello el oropel identificatorio
que el mismo significante “toxicómano” aporta para orientarse en el Otro social.

Entre el disfuncionamiento y el síntoma


No basta con diagnosticar un disfuncionamiento para que se tenga un síntoma. A veces el toxicómano puede
constituir un síntoma social en la medida en que como la droga está prohibida ingresa en los circuitos de la
clandestinidad y para financiar ese goce se ve conducido a entregarse a conductas delictivas; en otras palabras,
es posible ser agente de un síntoma social sin verificar un síntoma subjetivo. Y aquí se introduce una dimensión
esencial para Lacan: es preciso creer en él para que haya síntoma; se necesita creer que se trata de un
fenómeno que hay que descifrar, un fenómeno en el que hay que leer algo, eventualmente una causalidad,
orígenes, un sentido.

Lacan pasó, además, de acentuar el borramiento del saber del inconsciente, de la articulación del lenguaje en la
toxicomanía a destacar el borramiento del goce sexual, que supone separarse de la relación con el pene,
definido como partenaire. Por eso, me parece muy justificado hacerlo entrar en el registro de la relación del
sujeto moderno con el objeto de consumo. El acento moderno que indica Lacan es que el modo de gozar actual,
contemporáneo, depende esencialmente del plus de gozar. De modo que lo contemporáneo se define por el
divorcio del ideal; se puede prescindir del ideal y de las personas, se puede prescindir del Otro, de los ideales y
escenarios que propone por un cortocircuito que libra directamente el plus de gozar. Esto participa de lo que
Peter Sloterdijk[1] llamó el cinismo contemporáneo, el permiso de prescindir de la sublimación y de obtener en la
soledad un goce directo. Se sabe que las sociedades que valorizaron por el contrario la relación con el ideal,
como la sociedad victoriana, llevaban adelante una lucha que hoy casi nos parece alucinada contra el acto
masturbatorio, actividad cínica por excelencia que permite aislarse de todo el escenario social. Hoy, sin
embargo, no existe el mismo tabú sobre la masturbación y el empuje al consumo implica precisamente la
relación intensa con el plus de gozar.

El significante, el ideal, el gran Otro le sirven al sujeto toxicómano par justificar el porqué de la droga, hacen de
esta la causa de lo que les sucede y utilizan toda la panoplia significante para justificar esa posición y asegurar
su lugar como toxicómanos. Lo difícil es desalojarlos de ese lugar. Resulta bastante difícil concebir que se pueda
conducir al sujeto a perder su oropel identificatorio, este soy toxicómano que le permite orientarse en el Otro
social en una institución para toxicómanos. Se trata de una operación paradójica que demanda subvertir desde
el interior el lugar ofrecido. En este sentido, podría distinguirse lo que se obtiene desde esta óptica en el lugar de
segregación que se propone a esto, y en el consultorio del analista, que es en este sentido un lugar
desegregativo y donde la estructura misma del análisis va en contra del consumo, sin necesidad de proponer la
abstinencia al sujeto como una condición de entrada. El análisis lleva a que el sujeto se haga responsable de su
goce y de su deseo, que es precisamente el reverso de la salida del toxicómano.

El tóxico vela lo real que espanta y deja al sujeto en un sin decir que no es silencio sino suspenso. Se detienen
las asociaciones verbales dejando al sujeto en una actuación sin palabra, presa de la ausencia de los
predicados. Restaurar una escena en medio del desnudo de un personaje sin disfraz inmerso en la mudez, sin
escritura, será posible no sin una escucha que lo instaure en las leyes de la palabra, historizándolo; será posible
no sin una decisión que exige la convicción en el inconsciente.

Rosa Aksenchuk
Psicoanalista. Licenciada en Psicología. Universidad de Buenos Aires. Editora Asociada de la Revista
Observaciones Filosóficas http://www.observacionesfilosoficas.net/. Directora de Psikeba, Revista de
Psicoanálisis y Estudios Culturales, Buenos Aires http://www.psikeba.com.ar/. Coordinadora de Arès Atención
Psicológica: http://www.arespsi.com.ar/

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